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Diseño & cambio.

De las transformaciones en tipografía

Por Fernando Fraenza | 2022

Preámbulo

El diseño es una parte eminente del dominio de las transformaciones. Es más, lo definimos
precisamente como una transformación provechosa en la manera de concebir, imaginar, definir y
construir un nuevo individuo o una nueva clase de individuos perteneciente a una familia o -como
se dice en la disciplina-, a una determinada tipología técnica. A diferencia del diseño, la artesanía o
la gráfica y arquitectura populares carecen de ese imperativo transformador. Más bien, para
lograr un buen producto artesanal -o de alguno de los quehaceres tradicionales- todo o mucho
consiste en conocer y acatar las reglas habituales u ordinarias del oficio.

Insistimos en que diseñar ha sido, históricamente hablando, lo contrario: desobedecer


parcialmente las reglas a partir de las cuales adquieren forma y son utilizados los diversos objetos
artificiales. Y esta transgresión, en caso de resultar conveniente, impacta en el conjunto de hábitos
que regulan como son y cómo tratamos con dichos objetos, transformándolo en mayor o menor
medida. Es decir, transformando el sistema de relaciones y expectativas asociado a una
determinada tipología de objetos. A continuación (1.), nos expresaremos sobre la hipótesis de que
una suerte de código o sistema del diseño -en general- o de sus diversos ramos, como lo son la
gráfica, la urbanística, la tipografía, la arquitectura, etc., va transformándose a lo largo del tiempo.
Luego (2.), pretenderemos dejar en claro que tales transformaciones del sistema de reglas,
prescripciones y expectativas del diseño, se dan en dos planos que es menester separar de
acuerdo a cómo tales transformaciones se enderezan al valor de uso o al valor de cambio-signo, de
acuerdo a una teoría del valor en la muy frecuentada línea que arranca en Karl Marx y atraca
próximo a Jean Baudrillard (1972). Recordemos que, el valor de cambio-signo implica al objeto en
cuanto partícipe del mercado, mientras que el valor de uso lo es del objeto en su relación
inmediata con un sujeto que lo utiliza según su función; motivo por el cual, el valor de uso se
debería -y esta fue la utopía del diseño a partir del siglo veinte- a una naturaleza anterior y ajena al
mercado.

Tomaremos, dentro del diseño, el caso de la tipografía. Repararemos en algunas transformaciones


de la letra impresa en el marco de su progreso histórico -de estilo en estilo- a lo largo del tiempo.
Como decimos arriba, reflexionaremos sobre tales transformaciones convocando algunos
conceptos fundamentales -diríamos, básicos e ineludibles- de un enfoque teórico crítico y
sociológico, de gran amplitud, consenso y generalidad, inclusive, acerca del diseño.

1. ¿Qué se transforma?

La lingüística, que -como sabemos- es la ciencia del lenguaje, entiende la idea de código como el
conjunto de elementos fonéticos, morfológicos y léxicos de una lengua; además de las leyes con
las cuales, de acuerdo con una convención, se concatenan tales elementos. Por lo tanto, el código
es un conjunto estructurado de unidades, del que todo hablante se sirve para construir sus dichos.
A pesar de sus obligaciones y restricciones, se trata más bien de un campo de referencia y libertad,

1
y en modo alguno una fórmula generadora de secuencias estrictas o necesarias.

Éste no es, obviamente, el caso del diseño, que no tiene detrás suyo propiamente un código. No lo
precede, o no lo condiciona, sino una cierta tradición histórica, es decir: una suerte de archivo de
estructuras. Algo que equivale pero que no es un código, al menos, en comparación con la lengua.
El diseñador, frente a cada problema concreto, no tiene detrás suyo sino algunas soluciones
previas, particulares que, en su momento, otros diseñadores consiguieron para unas incógnitas
equivalentes, emparentadas con la que él se enfrenta en el presente histórico. Así, es evidente
que el diseñador de una última fuente tipográfica de paloseco neohumanista -como lo fueron
Syntax o Scala Sans-1 tiene a sus espaldas el conjunto de soluciones que, partiendo de otras letras
sin remates diseñadas apenas se iniciaba el siglo veinte en Inglaterra -por Erik Gill o Edward
Johnston2-, han ido dándose, arbitrándose, casi como hipótesis, al complejo problema de trazar
letras sans serif que -no obstante ser modernas- evoquen más bien la escritura y no el dibujo
(como la demás ramas de paloseco), recordando y referenciando así -pero con un estilo moderno-
la péndola y la caligrafía del pasado. Está claro, a modo de ejemplo, que el diseñador de unas
últimas familias de letras, como las que el tipógrafo Peter Bil'ak (2010) ha dado en llamar
polihistóricas o de enfoque sintético, podría pensar, mirando hacia atrás con cierto espíritu crítico
y aventurero, no únicamente en los modelos más próximos (Gill Sans o Johnston Underground)
sino aún en todas la tipografías sin remates que se han trazado desde la Akzidenz-Grotesk.3 El
tipógrafo polihistórico o sintético ve la historia no como una carga, sino como un proceso continuo
que no puede evitar influir en su propio avance. Si se accede al pasado de manera inteligente,
suele decir Bil'ak, entonces tiene mucho que ofrecer a quienes deseen transformar las cosas.
Desde luego, acceder de manera inteligente implica la coarticulación innovadora de cualidades
que -a lo largo de la historia- aún no han sido combinadas. “En esta línea, -sostiene Andy
Crewdson (2004)- la concepción de tipo polihistórico de Bil'ak parece estar claramente expresada
en la tipografía Fedra: en la forma en que reinterpreta los modelos históricos según sus propios
parámetros y en la forma en que integra la inventiva con la tradición.”

1 Diseñadas, respectivamente, en 1968 por Hans Eduard Meier, y en 1994 por Martin Majoor.
2 Diseñadas, respectivamente por los mencionados Erik Gill, en 1928 y Edward Johnston, en 1916.
3 Primera fuente exitosa sin remates, diseñada en 1896 por Günter Gerhard Lange para la fundición Berthold de Berlin.

2
Quién sabe si diseñadores polihistóricos como Peter Bil'ak (Fedra, 2001) o Alejandro Lo Celso
(Perec, 2008), que diseña uno una humanista no tan humanista, y el otro una grotesca no tan
grotesca, además de remitirse en ambos casos a unos modelos mucho más lejanos (en tiempo y
en concepto) del que pueden constituir -a secas- las letras lineales sin terminales ni modulación
caligráfica, no encuadrarían o dispondrían conceptualmente sus letras en una suerte de mapa del
régimen de oposiciones tipográficas globales, dentro de lo que podríamos denominar el subcódigo
objetual de la letra impresa.4

En términos más generales, podría idealmente reunirse en un vasto conjunto de variables y


constantes todo el acervo de ventiladores diseñados hasta el día de hoy en la Tierra, en la medida
que, por lo menos, todos son soluciones variables a un problema análogo. Así, reuniendo el
conjunto de todas las opciones (de materiales, de motorización, de rodamientos, de aspas, de
interruptores, de soportes o fijaciones, etc.) que constituyen el ventilador (al cual, en el mismo
modo en que una palabra es un texto un lingüístico, podemos tenerlo por un texto de diseño),
llegaríamos a mapear, a trazar, una suerte de sub-código (del soplillo mecánico), como porción de
un presunto código general de los objetos de uso. Pero deberemos aceptar de inmediato que este
sub-código no sería capaz de ser modelo para más ventiladores que aquellos que ya han sido
fabricados, aunque, en cierto modo, también tenemos que admitir que la tabulación de las
variables y constantes de la clase o tipología ventilador, podría dar pie a una nueva combinación o
articulación original, a base de reordenar creativamente el conjunto de elementos.

Se puede imaginar, pero no pensar que exista un mismo código que valga por igual para la
creación de cada clase de objetos como los electrodomésticos, las herramientas, los automóviles,
los edificios o las ciudades. Más lejos está aún, que exista -efectiva y no imaginariamente- un
código único para todos los grandes ramos del diseño: el diseño gráfico, el diseño industrial, la
arquitectura, el urbanismo, etc.5

4 Lo Celso y sus partners juegan y apuestan permanentemente a esta idea. En el sitio web PampaType, fundidora de su creación, puede leerse un
inteligente artículo escrito al respecto por uno de sus asociados, Francisco Gálvez: La bóveda tipográfica. Una invitación a contemplar la
constelación de tipos. Su punto de partida es -ni más ni menos- el creativo tratamiento que Gerrit Noordzij (1982) hace del tema que aquí nos
ocupa: cómo el sentido mismo de la forma tipográfica surge (negativamente, diría Ferdinand de Saussure) de la constelación de sus oposiciones
históricas.
5 Por más que podemos imaginarlo, el problema de establecer las variables de un código muy general, para una clase o -inclusive- para todos los

3
Aún suponiendo -no sin cierto ruego a la imaginación- que el análisis de todas nuestras tipografías
o nuestros ventiladores nos permitiera llegar a esquematizar algo parecido a un código, porque
son cada uno de estos conjuntos un micro-cosmos simbólico o un sistema provisto de unidades
morfológicas, articulaciones sintácticas y correspondencias semánticas, habríamos conseguido -
meramente- un código capaz de explicar o recrear los objetos ya conocidos: pero no podría -por sí
solo- anticipar nada, o casi nada, respecto a aquellas tipografías o ventiladores que todavía no
existen: sería inservible para solucionar nuevos problemas, más bien implicaría una coacción para
todo diseñador, en la medida que señalaría las leyes de formación del campo de las letras
impresas y los soplillos mecánicos, pero no diría casi nada respecto a la posibilidad de nuevas
articulaciones o nuevas soluciones a los problemas de siempre y, por supuesto, nada de nada
anticiparía respecto al abordaje de los problemas proyectuales que puedan presentarse en el
futuro histórico.

Aún así, resultan extremadamente fructíferas tanto la comparación con el lenguaje como la
comprensión del diseño al interior del campo de los signos. El almacén de las unidades y
posibilidades combinatorias de una lengua, como dijimos, es bastante limitado, pero conlleva la
posibilidad de componer los mensajes más variados que uno pueda imaginar: desde los saludos y
las frases más habituales, hasta las teorías científicas o las filosofías más versadas. Por eso, dijimos
que el código del lenguaje señala -básicamente- un campo de libertad. Insistimos en que no es el
caso del diseño ni de porción alguna de su territorio, que posea tal propiedad. De tal modo que,
pretender explicar la génesis del diseño dentro de los límites de las piezas o unidades
preexistentes y las articulaciones que ya conocemos, no tendría gran ventaja y -en cambio- tendría
el inconveniente de bloquear aquellas soluciones de diseño que serían consideradas geniales, es
decir, las verdaderamente innovadoras: las que incorporan nuevos elementos (cambios o mejoras
en sus valores de uso, de cambio o de signo) a las secuencias ya conocidas del diseño, es decir: las
que ignoran la solución habitual de un problema concreto y lo replantean, a veces, a partir de
cero.

Por el contrario, porque no existe un código altamente institucionalizado y prescriptivo, el diseño


es un territorio de configuraciones en constante proliferación, nacidas algunas por ley de analogía
con un objeto ya dado o con la propia naturaleza, nacidas otras de la más pura invención, inédita
(o apenas sugerida por asociaciones con fenómenos de otros campos).6 Sería insensato pretender
que algún código —con lo que significa esta palabra en su sentido más estricto— pudiera explicar
la génesis de determinados objetos cuyas características los sitúan a medio camino entre la
reproducción (o asimilación) técnica y la transformación (o acomodación); ya se entienda esta
última, en el sentido de una funcionalidad utópica (valor de uso) o en el sentido de una seducción
estratégica (valor de cambio-signo).

Sin embargo, el plexo del diseño, como cualquier otro laboreo de la cultura humana, tiene
memoria, posee recuerdos de los diversos miembros de la familia, siendo éstos contrastables
entre sí. Dichos recuerdos se acomodan mediados por la ley de la identidad y la ley de la diferencia
(se acomodan en un tablero según se parezcan o se opongan). La cultura humana (y en su interior
el diseño) se acuerda de su historia, como el proceso de su propia evolución. Y ese recuerdo, esa
inflexión, que podríamos calificar de metalingüística o metasemiótica, esa preocupación o
pregunta por la dinámica histórica de su propia actividad, es algo que, sin serlo propiamente,

objetos usados en una sociedad, en general, terminaría demostrándose de solución imposible.


6 Robos o sustracciones que los semióticos, siguiendo a Charles S. Peirce, llaman abducciones.

4
opera como un código en transformación. No existe un código del diseño en un sentido estricto,
pero las pautas que se han seguido a lo largo de la historia del diseño y los modelos que se han ido
cristalizando, hacen posible que, por lo menos a cierto nivel, se pueda hablar, efectivamente, de
una acumulación de experiencias de diseño que se brindan permanentemente a una
reconsideración crítica, y de una historia del diseño que sirve así, de base o armazón de la
actividad proyectual, siempre renovada. Vale decir: el diseñador parte de un archivo al que puede
tomarse como una suerte de código -en cierto sentido débil- en el que prevalece -no sin alguna
proporción y grado de equilibrio- la transformación sobre la permanencia. Diseñar es crear una
forma heterogénea en el seno de una cultura no codificada, pero si archivada. De allí, la aptitud y
libertad del diseño, de moverse entre la repetición y la renovación. Ahora bien, ¿cómo se explican
o se diferencian las transformaciones de esta suerte de código o sistema?

2. ¿Por qué razones se transforma?

Los conceptos que -según hemos dicho- son básicos e ineludibles de un enfoque teórico crítico o
sociológico muy generalizado del diseño y que nos servirán para pensar las transformaciones en el
diseño y -específicamente, como caso ejemplar- en la tipografía nos proporcionan una perspectiva
para desglosar dos tipos de cambios o transformaciones: las que podríamos mencionar como
transformaciones utópicas, y las que podríamos tener por económico-políticas. Pero no
económicas y políticas en un sentido lato, sino, económico-políticas en la acepción marxiana del
término: que tienen como fin social la manipulación y el dominio de otro, y no la satisfacción
individual de las necesidades de nuestro cuerpo.

Básicamente; en ciertas circunstancias, el diseño modifica, transforma o produce innovación en un


sector del mundo aumentando su valor de uso, es decir: aumentando su rango de utilidad.
Decimos un sector del mundo y pensamos en una determinada tipología de utensilios, de
contenedores, de transportes, de signos visuales, inclusive letras, etc. Otras veces, en otras
circunstancias, el diseño contribuye a un acrecentamiento del valor de cambio-signo. Vale decir,
no ya su rango de utilidad sino su atractivo para excitar la preferencia por parte de alguien, para
su consumo.

Hemos de recordar que la economía política ha postulado que el objeto –en cuanto mercancía,
dirá Marx– posee dos tipos de valor: el valor de uso y el valor de cambio. Lo afirmaba ya el mismo
Adam Smith a fines del siglo XVIII, cuando se aclaraba que la palabra valor tiene dos diferentes
significados; en ciertas ocasiones expresa la utilidad de un objeto particular, y otras veces el poder
de adquirir -cambiándolo- otros bienes. Jean Baudrillard (op.cit.) analiza el consumo como una
práctica fundamentalmente semiótica, de intercambio de signos, por eso habla de valor de
cambio-signo. Para él, en el capitalismo tardío, la mercancía es consumida como signo, y con ella
se distribuye la identidad y se juega la jerarquía social de los sujetos.

5
Hablamos, por una parte, de un valor de uso involucrado en un dominio instrumental de la
naturaleza no humana (al servicio humano). Esto sucede cuando obtenemos una zapa que cava
bien, cuando obtenemos un ventilador que produce la presión necesaria con la que se mantiene
un flujo continuo de aire en distintas partes de una habitación (dura mucho tiempo, es silencioso,
consume poca energía, etc.), cuando diseñamos una letra suficientemente legible (legibility),
consiguiendo producir un estado del mundo deseado, estamos ejerciendo -de manera renovada y
exitosa- un dominio sobre la naturaleza no humana (sobre las cosas). Por otra parte,
contrariamente, el valor de cambio-signo implica ahora sí el dominio de la naturaleza humana (los
otros y uno mismo), lo que los sociólogos denominan el dominio político, porque cuando un
producto cualquiera gusta, o los demás lo prefieren, en tal intercambio nos hacemos, nos
apropiamos (más o menos ilegítimamente) de parte de la voluntad del otro. Con ello, aquel sujeto,
el que prefiere, el que se aficiona o gusta de un determinado producto nos concede algo de su
poder. Por eso, normalmente, digamos canónicamente, en la tradición del diseño -desde la
Werkbund en adelante- se habla diferencialmente, por un lado, del proyectado o anhelado valor
de uso que es el valor utópico o legítimo de los productos diseñados (si es que éstos pudieran
existir en estado puro). Y, por otro lado, de la mercadotecnia y del ingenio comercial que impulsan
el valor de cambio-signo que caracteriza no ya a los productos de diseño sino a las mercancías
fetichizadas. Ejemplo de esto, entre la esfera del diseño y el círculo de la tipografía, lo tenemos en
las prácticas llamadas -un poco desdeñosamente- styling, que en tipografía se filtraría -tal vez- en
la consecución de la denominada confortabilidad de lectura (readybility) y definitivamente en la
renovación y consumo de ciertas modas tipográficas.

Analizadas las cosas de este modo, tenemos dos grandes paquetes o conjuntos de productos
renovados u optimizados -ya en el plano funcional o en el plano mercantil- por las sucesivas
transformaciones del código o sistema del diseño. De un lado, el diseño (utópico) que va
transformándose en beneficio de todos o -por decirlo de alguna manera- de la humanidad en su
conjunto (el conjunto universal de usuarios, la res-publica de usuarios). El producto aquí es un
instrumento para el dominio de la naturaleza (de las cosas) por parte de la humanidad. Por lo
tanto, se orienta -digámoslo- al bien público. Del otro lado, encontramos el diseño (real) que va
transformándose en beneficio de algunos; o sea, orientado al bien privado, porque el diseñador -
en principio (inevitablemente)- hace algo para el bien de algunos: para el bien de su cliente, para
su propio bien y para el de sus secuaces en el más diverso sentido del término. Vale decir, se busca

6
el bien privado, aunque por ello no quede irremediablemente inhabilitado para hacer algo o tomar
algunas decisiones -inclusive en el mismo proyecto de diseño-, en nombre de todo el género
humano, por el bien público.

Aclaremos algo que puede prestarse a una confusión. El asunto del valor de uso es de muy fácil
entendimiento en cuanto hablamos de objetos o productos que actúan directamente sobre el
mundo (zapas, tiendas de campaña, taladros, cepillos de dientes, cuchillos, viviendas, etc.) pero
cuando nos referimos al valor de uso de signos tales como carteles, símbolos de identidad,
poemas, letras, señales carreteras, etc., los cuales no actúan sino por interpósita persona, la
diferencia entre los valores de uso -ahora también mediados por signos- y el valor de cambio-
signo ya no es tan evidente. ¿Cómo es posible que un intercambio de signos entre sujetos
despegue de ser puro dominio político de uno sobre otro? ¿Existe alguna clase de intercambio de
signos, de interacción entre sujetos, en la que no se resuelva simplemente la manipulación de uno
por parte del otro? Respondamos a estas preguntas, brevemente, de la siguiente manera. Estamos
señalando ahora, circunstancias en las que un glifo es legible, o cuando un folleto de horarios de
trenes es claro y fiable, o cuando la implantación de una señal de advertencia reduce
efectivamente el riesgo de infortunio en un determinado enclave, estamos pensando en un valor
de uso que se realiza como ideal de transparencia y comunicación. Ideal consistente en que -por
un momento, al menos- el intercambio de signos se lleva a cabo sin reservas (localmente de
manera desinteresada) y que tales signos tienen como fin, poner de acuerdo a los interlocutores
en un diagnóstico acerca de una situación mundana, así como en el provecho de actuar de
determinada manera respecto de dicha situación. Vale decir, se ponen primero de acuerdo
respecto de la posible interpretación de un fenómeno, es decir, de un trozo problemático del
mundo. Interpretación sobre la cual luego, podría formularse una máxima para la acción que sería
de utilidad, no sólo para los interlocutores circunstanciales, sino para cualquiera.

Dicho de otra manera, y también ensanchando el campo de ejemplos, en ciertas opciones o


selecciones del diseñador cuando toma decisiones sobre la configuración de la diagramación de un
pliego (el diseñador gráfico) o de las uniones de los trazos de un carácter tipográfico (el diseñador
tipográfico), éste postula un consenso (al menos hipotético) en torno a cual es la mejor manera de
hacerlo en pos de la humanidad (de un usuario, de un cuerpo, de unas capacidades perceptivas y
cognitivas, principalmente naturales). Ahora bien, si por el contrario y en este mismo contexto,
que es el de los signos -recuerdo- y no ya de los artefactos de uso directo,7 hablamos del valor de
cambio-signo (y no ya de valor de uso), hablamos de crear signos con el proyecto de hacer hacer
algo a otro sujeto, es decir, de implementar una tecnología política para manipularlo. Esto
hacemos, inclusive cuando tenemos el propósito de agradar, confortar, inclusive alentar la
concurrencia y la preferencia hacia la pieza que diseñamos.

Una cosa es la utopía (fuerte pero ideal) de conseguir un artefacto o un signo optimizado en su
valor de uso (a esto lo hemos denominado transformación utópica) y otra cosa muy distinta es
conseguir un artefacto o un signo renovado en su atractivo, en su capacidad de estimular el deseo,
en su capacidad de ser simbólicamente adoptado. Por un lado, el diseño (ya sea de sacacorchos o
pictogramas); del otro, la fetichización de la mercancía (ya se lleve a cabo con zapatos o logotipos).

7Cabe aclarar que también artefactos tales como un martillo, un clavo, un destornillador, unas tijeras, etc. son signos, pero ser signo -o significar
algo- no es su funcionalidad primaria sino: clavar, ser clavado, destornillar, cortar, etc. No obstante, son signos, aunque no lo sean principalmente.

7
Podríamos preguntarnos, para poner a rechinar estos conceptos, si existen o existieron alguna vez
proyectos de diseño tipográfico equiparables al muy paradigmático caso del ventilador de mesa
Braun HL1/11 diseñado en 1961 por Reinhold Weiss, producto de gran valor de uso que, sin
embargo, cumplía de manera poco menos que deficiente su rol de mercancía.

Como primera respuesta, cabe imaginar que se han dado numerosos episodios de transformación
utópica a lo largo de más de cinco siglos de historia de la letra impresa, más allá de los intereses y
los planes particulares de los actores, aún cuando quienes trabajaron en el oficio de la tipografía
buscaban necesariamente su propio beneficio y el beneficio de aquellos con los cuales tenían
compromisos. Por ejemplo, si miramos y comparamos dos grupos taxonómicos de la tipografía
histórica, de finales del siglo XV en la cuenca mediterránea (letras humanistas venecianas)8 y de
finales del siglo XVII en Leipzig (letras romanas antiguas barrocas).9 Unas, equiparables a la obra de
Piero della Francesca y otras a la de Rembrandt van Rijn. Entre aquellas y éstas, evidentemente se
observa una transformación del sistema de reglas del oficio que las concibe. Por decirlo tan rápido
como puede observarse, tenemos una transformación que va de ese aire caligráfico de las
tipografías latinas de primera generación hasta su extinción en unas letras barrocas que parecen
ser no ya algo escrito arrastrando con cierta inclinación el ancho de una pluma, sino la huella de
una pequeñísima joya o escultura fundida en metales. Las letras barrocas, como podemos
observar en los remates señalados en la ilustración comparativa que mostramos, parecen más
modeladas y menos escritas. En otros términos, la letra barroca deja de semejar lo que ya no es y
semeja lo que definitivamente es: algo próximo a una micro-escultura tallada, templada,
estampada y fundida. Por lo dicho, en este tránsito de dos siglos, entre renacimiento temprano y
barroco avanzado hemos de reconocer una transformación que tiene varios aspectos utópicos.

En primer lugar, el cambio ha resultado en unos alfabetos barrocos que -a fin de cuentas- se leen
mejor porque, respecto de las letras renacentistas, su mayor contraste (entre los finos y los
gruesos de su modulación) y su mayor altura de x, en conjunto con su grado -apenas notable- de
condensación, resultan no sólo en una mayor legibilidad sino, además, en un mayor rendimiento
superficial. Cambio que puede tenerse propiamente por aumento del valor de uso. Observamos
que lucen más feas -más contradictorias- al no participar de ese ideal de armonía y semejanza
frente al cosmos que es típico de la época del renacimiento. Vistos con lupa, los diseños de letras
barrocas difieren de los renacentistas por su aspecto algo incoherente, por su impredecible
variación en la inclinación del eje de modulación entre letra y letra (a veces, entre trazo y trazo),

8 Podrían ser las cortadas por punzonistas como Nicolaus Jenson o Francesco Griffo, en Venezia.
9 Cortadas por Miklós Kis.

8
por la forma de sus terminales y remates, que dejan de ser caligráficos y adquieren el aspecto de
lágrimas o cuñas. Aún así, a pesar de estas discordancias estéticas, en el régimen de la nueva
mancha tipográfica impresa se lee mejor y hace rendir el texto.

Otra transformación -ahora conceptual- asociada a este giro paulatino que -hemos comentado- se
extiende a lo largo de los dos o tres primeros siglos de la letra impresa en el mundo occidental,
consiste en que la letra llega a saber más de sí misma o forma parte de un proceso de
autoconciencia, de reconocerse como lo que es: una escultura casi microscópica, un producto de
metalistería y no algo escrito. Para ubicarnos visualmente en lo que decimos, presentamos un
diagrama comparativo. Simplemente muestra la reducción del aspecto residual caligráfico, entre
los siglos XV y XIX, y su alistamiento metalúrgico, cuando el significante tipográfico refiere a lo que
es: un proceso que va del hierro al plomo, pasando por el cobre.

9
Sin entrar en detalles, observemos (en este mismo diagrama) que una transformación, entre las
más notorias que suelen destacar las historias canónicas de la tipografía, es la expulsión casi
definitiva del aspecto caligráfico, tanto de la estructura, como de la modulación y los remates, en
la letra del comienzo de la revolución industrial en el Reino Unido, a mediados del siglo XVIII. Nos
referimos a los tipos transicionales que -definitivamente- no están ni semejan estar escritos. Mas
allá de representar otro paso significativo en el mencionado proceso histórico, suele decirse del
principal tipógrafo de esta época, John Baskerville (Birmingham), que buena parte de sus logros se
explicaban como rendimiento técnico. Como Henry Ford, Baskerville se llegó a enriquecerse, pero
a partir del ajuste técnico de su trabajo, de la prensa, el alisado del papel, el control de la presión y
también todo lo que es la tecnología del fundido del tipo. Desde luego, estamos pensando que
este progreso participa no sólo de un incremento en el dominio técnico sino, de un sentido
utópico de progreso hacia un medio ambiente ideal. Respecto de del valor de cambio-signo de
esta tipografía- “epítome del neoclasicismo y el racionalismo tipográfico” (sic. Bringhurst, 1992,
11.), hemos de admitir que no gustó demasiado en su contexto de origen, tal vez el afanoso
empeño por aumentar el valor de uso con el que fue creada condujo a una transformación tal que
vulneró las bandas de redundancia que aseguraban la familiaridad y amabilidad básicas para ser
aceptada. Con el tiempo alcanzó popularidad (valor de cambio-signo), pero luego de varias
décadas, entre los republicanos franceses y estadounidenses.

Avanzamos en el diagrama, luego de las transicionales encontramos -entre los siglos XVII y XIX- las
tipografías romanas modernas o didonas. En términos generales, puedo comprobarse que,
empleadas en el texto corrido de libros, estas letras de altísimo contraste, apertura pequeña,
modulación vertical y serifas filiformes sin enlace,10 creadas por la prosapia de los Didot (cerca de
Paris) y Giambattista Bodoni (en Parma), no cumplieron lo prometido. Suele decirse que, aún
cuando se ven hermosas individualmente o agrupadas, carecen -como línea y como mancha- del
ritmo fluido y constante que mueve al lector a entrar en el texto y leerlo (su valor de uso). Por el
contrario, estimulan al lector a mirar esos caracteres despampanantes.

A estas mismas letras, como a otras tantas tipografías, a lo largo del siglo XIX, con el desarrollo
explosivo del mercado y la venta por menor,11 y bajo el requerimiento de rotular envases,
etiquetas y carteles promocionales, se le añaden -de manera retroactiva- no solamente cuerpos
colosales, sino también, negritas, negras y supernegras. Esta transformación no sólo responde a
un afán de dominación y éxito comercial (como mercancía); o por lo menos, dicho proyecto
también se fundamenta en un valor de uso del orden de la percepción en medio del bullicio de la
ciudad industrial; en un determinado contexto físico de producción y recepción que demanda una
respuesta, tanto para que la maquinaria de imprenta pueda mover unos tipos enormes que ya no
podrán ser de plomo macizo -sino de madera o metal alivianado-, como para ser vistos y leídos no
ya en la página de un libro sino en la tienda de ultramarinos o en la propia calle, a la distancia y en
competencia con los más variados estímulos. Una respuesta alternativa y posiblemente
superadora ha sido su continuación histórica en los robustos tipos egipcianos o mecanos que
coronan el siglo XIX.

10 Aquí si, se ha disuelto por completo toda referencia al desplazamiento de la pluma ancha como factor del grosor del trazo. Cuando se quiere
parangonar esta letra dibujada con el uso de alguna pluma, se indica el plumín, o pluma de punta fina y flexible, cuyo trazo cambia bruscamente de
fino a grueso como respuesta a un cambio de presión.
11La revolución industrial y la producción mecánica en masa habían distanciado las coordenadas de la producción respecto de los lugares de
consumo. Esto dio lugar a la producción, transporte y venta de productos fraccionados; los que debían estar etiquetados y rotulados.

10
Presentemos ahora un último ejemplo de la realización del postulado que sostenemos: es
menester diferenciar entre transformaciones utópicas y económico-políticas, entre satisfacción de
necesidades y proyectos de coerción, entre valor de uso y valor de cambio-signo, entre la tipografía
como diseño y la tipografía como mercancía. Y volvamos, además, a mencionar y ponderar el
carácter polihistórico o sintético (sic. Bil'ak) de algunas fuentes contemporáneas, no sólo como
parte del ciclo distintivo de la moda sino, también, como avance progresivo, de modelo en
modelo, de experimento en experimento, hacia un estadio ideal del entorno (Baudrillard, op.cit.
1.III. [p.28]). ¿Cuál es la mejor manera de diseñar una letra neohumanista, pero con remates de
bloque? ¡Conjunción prácticamente insólita! Problema que en su momento parecía no tener
solución: mezclar una estructura12 humanista con remates lapidarios, asociados históricamente a
tipografías cuya estructura no es para nada humanista, es decir, no se parecen a la letra
cómodamente escrita a mano sino -por el contrario- a una letra que -ignorando la pluma- fue
dibujada para ser cortada, hundida y colada en metal. ¿Se trata quizá de una “mecana
humanista”? ¿No es eso un oxímoron?

Pues bien, en su diseño de la fuente Caecilia (1990), Peter Matthias Noordzij enfatiza la
proporción básica humanista de los esqueletos de unos glifos cuyos trazos rematan en slab serif.
¿Se trata tan sólo de marcas de heterogeneidad o diferencia en medio de un decurso de
uniformidad, identidad o repetición? ¿Se trata tan sólo de marcas de renovación equilibrada en
medio de un decurso de romanas antiguas humanistas que despuntan de la pluma y el papel o de
mecanas siempre y necesariamente metálicas? ¿Se trata -meramente- de una transformación que
incrementa el valor de cambio-signo?

12 Se llama estructura, comúnmente, a la línea sin espesor que recorre el centro de los trazos de la letra. Se trata, a fin de cuentas, de articulaciones
sintácticas seguidas de correspondencias semánticas. La oposición se registra entre una estructura caligráfica como la tuvieron las primeras letras
de imprenta en el sur de Europa (humanistas venecianas y romanas antiguas renacentistas); y una estructura metálica, escultórica o dibujada, como
fue imponiéndose a partir del barroco (romanas antiguas barrocas), el neoclasicismo (transicionales y romanas modernas).

11
Ya hemos dado a entender suavemente que tal proyecto y su resolución constituye una
investigación o -al menos- una experiencia respecto de cual es la mejor manera de llevar a cabo
este mestizaje. Y, en esto último, hemos de advertir una cierta aspiración a lo universal. Tal vez no
lo podemos pensar en términos de superioridad práctica definitivamente lograda. No es que estas
letras sean mejores o más legibles -sin más-; sino que, están conquistando territorios que las
generaciones pasadas ni siquiera podían imaginar. En lo que aquí la tipografía progresa es en la
apertura de aperturas de mundo, no en el de la respuesta correcta o definitiva a un problema de
legibilidad. Y todo esto, sin perjuicio de que este proceso -por más que arrancó orientándose a la
consecución de un saber o unas aperturas de mundo para toda la humanidad- culmine en un
proceso de mercantilización y consumo simbólico: una tipografía o un tipo de mestizaje en boga
para un grupo de consumidores distinguidos por lo selecto de la apreciación y de la capacidad para
reconocer la hibridez. A fin de cuntas, esto último termina por sobrevenir en relación a cualquier
mercancía, tenga el rango de utilidad que tenga, así a un utilitario Ford T, como a un desopilante
urinario firmado como obra de arte. En consecuencia: pese a su transubstanciación en mercancía,
hemos de admitir que el diseño de Caecilia, su medida de heterogeneidad formal, es una
transformación que se orienta a un incremento (si se quiere experimental) de valor de uso.
Inclusive, un valor de uso de cierta pureza parcialmente asimilable a la promesa del arte auténtico
(Theodor W. Adorno), pues se trata de la búsqueda de un saber o una perfección aún no
envilecida por lo práctico. Luego, lo sabemos, muda a mercancía.

Dicho lo que acabamos de decir, podría esperarse que este carácter anfibológico de Caecilia, que
es diseño utópico y mercancía sucesivamente, se manifestara o se reconociera ya sin tapujos. Sin
embargo, esto no es lo que sucede. Los comentaristas, en los anuncios y en la prensa
seudoespecializada, suelen afirmar que: Noordzij (hijo) creó -con este raro mestizaje- un slab serif
fácil de leer que también es muy adecuado para textos largos. Como sí existiera suficiente acuerdo
respecto de una suerte aptitud exclusiva de las letras de estructura humanista en materia de
legibilidad en textos largos. Una vez más, debemos señalar la prédica obstinadamente ideológica
del parloteo tipográfico, incapaz de poner las cosas en su lugar. Y sigue: La conjunción de una
estructura caligráfica con los remates mecánicos de la era industrial le dan a Caecilia un carácter
sólido y atemporal y ayudan a que la fuente logre una legibilidad perfecta, incluso en los tamaños
de fuente pequeños. Otra vez, la legibilidad y el atractivo simbólico se confunden; también en el
discurso tipográfico (¿por qué no?) se manifiesta la promesa tradicional propia de la ideología que
constituye el espinazo del diseño: la concepción acrítica según la cual existen evidentes
posibilidades de una expansión de mercado simultánea a un mejoramiento de la calidad cultural
de la vida en el marco de la sociedad capitalista avanzada.

En el diseño de Caecilia, y en otras numerosas maneras de renovar la tipografía, no hay una


referencia objetiva, ni una única respuesta correcta a un problema -por ejemplo- de legibilidad,
sino sólo un voto que espera adhesión que, de manera contrafáctica, aspira a la universalidad. A
veces el voto apoya una manera de resolver un problema directamente práctico, otras veces,
como en este último caso, apoya un grado mayor de la comprensión del universo de las letras, la
letra, descubriendo la letra. En esto, estamos plenamente de acuerdo con un potente optimismo
que solía confesar Peter Bil'ak, que le nacía de escuchar al escritor austríaco Hermann Broch
repetir con entusiasmo y convicción que la única razón de ser de una novela es descubrir lo que
solamente una novela puede descubrir. Su optimismo se hermanaba con este entusiasmo, el
tipógrafo imaginaba que, tal vez propósito del diseño tipográfico sea igualmente explorar sus
propias posibilidades por sus propios medios.

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Referencias

Baudrillard, Jean
(1972) Pour une critique de l'économie politique du signe (Paris: Editions Gallimard). Traducción
castellana de Aurelio Garzón del Camino, Crítica de la economía política del signo, (México: Siglo
XXI Editores, 1974).

Bil'ak, Peter
(2010) “The history of History”, en https://www.typotheque.com/articles/the_history_of_history

Bringhurst, Robert
(1992) Elements of typographic style, (Hartley & Marks: Vancouver). Traducción castellana de
Márgara Averbach, Los elementos del estilo tipográfico (México: Fondo de Cultura Económica,
2008)

Crewdson, Andy
(2004) “Fedra typefaces reviewed“, en
https://www.typotheque.com/articles/fedra_typefaces_reviewed

Noordzij, Gerrit
(1982) The stroke of the pen, (The Hague : Koninklijke Akademie). Traducción castellana de Carlos
García Aranda El trazo. Teoría de la escritura (Valencia: Campgràfic, 2009)

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