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MacLennan
Por el Amor
de un
Highlander
Hermanos MacLennan 1
Eulalie LOMBARD
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de propiedad intelectual.
—Un hombre del clan. Es demasiado viejo para combatir, así que
les da clase a los niños de vez en cuando. Más que nada para mantenerlos
ocupados.
—¿Qué les enseña?
La curiosidad de la Lady se despertó de repente.
—Catecismo – acá no tenemos iglesia ni sacerdote – latín, inglés y
matemáticas.
Kirsty, la más joven de las hijas de Ellen, dejó caer cómicamente su
puré en el plato.
—¿No les gusta?
—Es aburrido —suspiró Niall, haciendo pucheros.
La comida continuó entre risas, logrando que Adrastée se relajara
como nunca. Finalmente se sentía a gusto en ese austero castillo.
Cuando se puso de pie para seguir a Ellen, alguien la golpeó
violentamente. Se encontró frente a Hilda, que la empujaba contra la mesa,
lastimando su espalda.
—No puedo esperar a verla fregando los pisos.
La Lady se sonrojó con furia.
—Si continúa insultándome así, fregará los pisos de mis aposentos
por el resto de su vida.
—Será usted quien friegue mis orinales...
—¡Suficiente! —chilló Ellen, haciendo a un lado a la criada.
Con los ojos colmados de ira por ser reprendida, Hilda comenzó a
hablar en voz alta y en gaélico, silenciando a la multitud. Ellen palideció,
luego se enrojeció, y comenzó a gritar, también en gaélico. Aunque
Adrastée no entendía una palabra, era obvio que su nueva amiga la estaba
defendiendo ferozmente de la maldad de Hilda.
La voz de un hombre se elevó, interrumpiéndolas. Ian acababa de
entrar, seguido por Niall que había corrido a buscarlo. Las increpó con una
autoridad que las hizo bajar la cabeza avergonzadas, incluso a Hilda. Era
obvio que todos lo respetaban por lo que era: el amigo más cercano del
Laird. Contradecirlo o molestarlo era desafiar al propio Darren.
Hilda se marchó después de dirigir una mirada asesina a Adrastée.
Ian se acercó a ella y se inclinó levemente.
—¿Está bien, Milady?
Ella asintió con la cabeza, con temor de que su voz temblara.
—Creo que hoy debería salir del castillo. Niall se ha ofrecido a
mostrarle los alrededores.
—De acuerdo.
El chico le tendió la mano con una dulzura que la conmovió
enormemente. Le hizo un gesto con la cabeza a Ellen, quien la animó a
seguirlo, con sus hijas pisándoles los talones. Todos la miraban y ella
suspiró aliviada cuando salió al patio.
Más allá de los muros de piedra del castillo, las cabañas se
extendían hacia el hueco de un valle. A su alrededor, la hierba verde era
barrida por el viento y el mar se agitaba perezosamente bajo los tímidos
rayos del sol. Al entrar en la avenida principal, la mirada de Adrastée
revoloteaba de casa en casa, observando la ropa tendida, las estanterías con
mercancías, los Highlanders ocupados en sus asuntos. Éstos la
contemplaban con asombro y desconfianza, evaluándola de pies a cabeza.
Se había puesto el vestido de lana del día anterior, pero se había dejado
suelto el cabello, se había puesto sus botines de cuero de alta calidad y
algunas de sus joyas. Era difícil no reparar en ella.
—¡Venga, vamos a ver el mar!
Niall tiró de ella con brusquedad. Dos chicos de su edad se unieron
a ellos, corriendo y riendo con las chicas. Niall se lanzó a perseguirlos hacia
el mar, dejando a Adrastée que caminaba silenciosamente detrás de ellos. El
magnífico paisaje la apaciguaba, más aún con la compañía de las voces de
los niños, que encajaban maravillosamente con el lugar.
¿Cómo un lugar tan mágico puede estar lleno de gente tan odiosa?
Giró sobre misma, saboreando el viento entre sus cabellos, el gusto
de la sal en la lengua, el sol sobre su piel. Increíblemente, había extrañado
salir. Aunque su habitación era un refugio seguro, disfrutar del aire fresco
era mucho mejor. Especialmente allí. Durante su infancia, había ido al mar
a menudo, en Normandía. Pero nunca había experimentado ese
estremecimiento ante la aventura recorriéndole la columna vertebral.
Vio humo a lo lejos. Intrigada, dio unos pasos y divisó una cabaña
alejada de las demás.
—¿Milady?
Adrastée se sobresaltó. Con el pelo despeinado, Niall la había
alcanzado y le entregaba una concha blanca.
—Para usted, Milady.
Las lágrimas brotaron de sus ojos tan precipitadamente que estuvo a
punto de desvanecerse. ¡Nunca había estado tan sensible! Finalmente, se
dejó llevar, pero odiaba llorar en público. Sobre todo lágrimas de alegría.
No era digno de una condesa. Menos aún cuando esas lágrimas eran
provocadas por un niño gracioso y considerado, que la miraba como si
pudiera ver dentro de ella.
¿Es hijo de mi marido?
Esa pregunta había estado dando vueltas en su cabeza desde la
partida de Darren. Sin embargo, no tenía una respuesta y no se atrevía a
preguntarle.
—¿De quién es aquella casa?
Niall palideció y evitó mirar hacia donde señalaba la Lady.
—Es la casa de la Vieja Alba.
—¿La Vieja Alba?
Niall lo pronunciaba de un modo extraño, respetuoso y temeroso al
mismo tiempo.
—Dicen que es una bruja.
Se encogió de hombros para señalar el hecho de que lo dudaba,
teniendo siempre cuidado de no mirar la famosa cabaña.
El corazón de Adrastée se aceleró. Sabía que los Highlanders tenían
sus propias leyendas y creencias, pero descubrirlo de ese modo era
extraordinario. Sin siquiera pensarlo, se dirigió hacia la casa.
—Milady, no puede...
—¿Es mala?
—No lo creo, pero...
—No te preocupes, soy una persona adulta. Puedes volver a jugar
con los demás.
Se marchó, impulsada por una corazonada. Al mirar atrás, vio a
Niall, que no se había movido, retorciéndose las manos con preocupación.
Le hizo un gesto tranquilizador con la mano.
Dio un respingo al ver a una anciana en el umbral. Sin duda, la
había visto acercarse. Pequeña y encorvada, tenía un rostro arrugado cuyos
surcos se volvían más reales con cada paso que daba. Su largo cabello, de
un blanco inmaculado, debía haber sido negro azabache en su juventud,
prueba irrefutable de su singularidad. Sus ojos, dos voraces pupilas
marrones, tenían una sabiduría milenaria, la de la tierra y el cielo.
Adrastée se estremeció por completo. Con la boca seca, el pelo
erizado detrás de la nuca, la caracola tan apretada en su mano que le
raspaba la piel, dio los últimos pasos que la separaban de la anciana.
—Entra. Te he estado esperando demasiado tiempo.
Se apartó para dejarla pasar. En el interior de la choza había un
exceso de plantas, libros y polvo. Exactamente como Adrastée imaginaba la
casa de una bruja. Divertida y curiosa a la vez, caminó alrededor de una
mesa llena de tallos marrones.
—No los toques, son venenosos. ¿Un té?
—Eh... Sí, gracias.
Impresionada, la Lady se sentó y mantuvo las manos entrelazadas en
su regazo.
—Es raro que vengan a visitarme —dijo la Vieja Alba con voz
profunda— pero sabía que vendrías. Eres joven, pero tienes coraje. Y ésta
no es la primera vez que tratas con alguien como yo, ¿verdad?
—En cierto modo…
Alba asintió, como si supiera muy bien a quién se refería. La Lady
tragó saliva con dificultad. Ante la intensidad de tanta atención, sintió que
se sonrojaba.
—No tengo ninguna respuesta para tus preguntas, Adrastée.
—¿Ninguna? Pero yo pensaba que... El futuro...
—Lo conozco. En parte. Pero las decisiones serán únicamente tuyas.
—Es que yo...
Unas voces graves la hicieron callar. Con una velocidad
insospechada, considerando su edad avanzada, Alba saltó hacia la ventana
para ver quién se acercaba.
—Por todos los santos...
—¿Quién es?
—Escóndete, ¡ya mismo!
La levantó de la silla con energía. La arrastró hacia un baúl,
vaciando el contenido para hacerla entrar.
—¿Qué sucede?
—Los MacAulay. Vienen para aquí.
—Pero… ¡Niall!
Alba le tapó la boca con la mano para silenciarla. Adrastée la apartó,
lista para salir corriendo con la cabeza gacha.
—Niall es un chico muy inteligente, ya debe llevar mucho tiempo
escondido con los otros niños. Cálmate, están entrenados para esto. ¡Ahora
escóndete! Si te encontraran aquí...
No terminó la frase, pero no era necesario. Temblando de miedo –
¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían de los MacLennan? ¿Por qué
estaba ella en peligro? – se refugió en el baúl. Alba lo cerró en el momento
en que los hombres irrumpieron en la vivienda.
Capítulo 10
Se escuchaban pasos decididos, que paralizaron el cuerpo de
Adrastée. Doblada como estaba y sumergida en la oscuridad, sentía los
latidos de su corazón palpitando con fuerza en sus oídos, como una
advertencia lúgubre.
No debía hacer ningún ruido.
—¿Qué hacéis en mi casa? —gritó Alba con increíble aplomo—.
¡Salid de aquí!
—¿Dónde está el hombre de la casa, anciana?
La voz era gutural y erizó los pelos de todo su cuerpo.
—Vivo sola.
Los pasos parecieron acercarse. La respiración de Alba se hizo más
fuerte, aterrorizada.
—¿Dónde está el Laird Darren?
—No lo sé.
El sonido de una bofetada hizo gritar a Adrastée, que se apresuró a
llevarse ambas manos a la boca.
—¿Qué fue eso?
—Ruidos de afuera.
Aunque debían sospechar que Alba mentía, la Lady los oyó
acercarse a la ventana, pasando delante del cofre donde ella estaba
escondida.
—No veo a nadie.
—Bien. Esta vieja loca no nos servirá de nada. Fíjense si hay dinero
u objetos de valor, y luego nos vamos.
Se escuchó un vidrio que explotó en el suelo, seguido de una silla
estrellándose contra la pared. Los sinvergüenzas habían decidido destrozar
todo a su paso. No sólo querían robar, también querían destruir.
De repente, un pie chocó contra el baúl, arrancando una lágrima de
los ojos grises de Adrastée. Convencida de que iban a levantar la tapa y
encontrarla, se preparó para lo peor.
—No, no toquen esas plantas, ¡valen una fortuna! ¡Vienen
directamente del continente!
Ante el grito indignado de Alba el hombre se alejó del baúl, dejando
escapar una risa ronca.
—¡Recojan estas plantas y vámonos de aquí!
Los hombres no se hicieron rogar. Temblando, Adrastée los escuchó
llenar su bolsa, jactándose del botín, antes de... Caer al suelo.
Cerró los ojos, recordando las palabras de la bruja. Alba le había
prohibido categóricamente tocar las raíces que estaban sobre la mesa para
no poner en peligro su vida. Resultó que la anciana era más peligrosa de lo
que parecía.
—¡Rápido, salgamos de aquí! —le gritó Alba, abriendo el cofre y
sacándola—. No sé si hay más hombres, ¡pero hay que volver al castillo
ahora!
Sin darle tiempo para entender lo que estaba sucediendo o para
darse cuenta de que los cinco enormes cuerpos inconscientes eran, en
realidad, cadáveres, la anciana la arrastró rápidamente detrás de ella.
Tan pronto como el pueblo estuvo a la vista, aparecieron los jinetes,
con Ian a la cabeza, que se abalanzó sobre Adrastée como si su vida
dependiera de ello, y, de hecho, así era efectivamente.
—¡Milady! ¡Milady! ¿Está herida?
—No, no...
Una debilidad en las piernas la interrumpió. Ian saltó al suelo para
sujetarla con cuidado.
—¿Qué ha sucedido?
—MacAulay, en mi casa, muertos. No sé si hay otros.
Ian miró a la anciana con los ojos muy abiertos. Si la situación no
hubiera sido tan grave, Adrastée casi podría haberse reído de su forma
concisa de exponer los hechos.
—¡Mathen, lleva a Milady y a Alba al castillo! ¡El resto, conmigo!
Con los rostros ceñudos por la rabia y la concentración, los soldados
avanzaron al galope. Una fuerza extraña impulsó a Adrastée a mantener la
mirada en ellos. Altos, de hombros anchos, vestidos con sus tartanes de
color verde, rojo y azul que contrastaban con el pelaje de los caballos,
exudaban un poder salvaje y milenario que la hizo estremecer.
En ese mundo de brutos en el que había aterrizado, la belleza se
confundía con la guerra.
—Venga, Milady, la llevaré de regreso a un lugar seguro. Niall
quiere verla.
—Pero... ¿No se escondió?
—Sí, con los otros niños. Pero cuando vio a los bandidos entrando a
la casa después de usted, vino a advertirnos. Enviamos hombres a buscar a
los pequeños.
Señor...
Una energía renovada se apoderó de ella, tensando sus músculos.
Con paso decidido, caminó por el pueblo bajo las miradas circunspectas y
curiosas, con la cabeza erguida y vengativa. Ante tanta prestancia, dos
guardias se apresuraron a abrirle las puertas del castillo, ellos mismos
asombrados por su actitud. Apenas entró, una pequeña cabeza morena se
arrojó a sus faldas.
—¡Milady!
Conmovida hasta las lágrimas, cayó de rodillas y lo abrazó con
fuerza antes de apartarlo a un lado, con la mirada dura.
—¿Por qué fuiste a avisar a Ian? Si los MacAulay te hubieran
visto... ¡No debiste arriesgarte de ese modo!
Hablaba casi a los gritos, alborotando a los habitantes del castillo
más de lo necesario. En lugar de sentirse avergonzado por ser regañado,
Niall sacó pecho y le sostuvo la mirada con orgullo.
—Mi deber es proteger a la esposa del Laird, Milady.
Estaba a punto de protestar, cuando la voz profunda de Alba se hizo
escuchar.
—Tiene razón. Debemos proteger el tesoro del clan MacLennan.
Hermanos MacLennan 2
Eulalie LOMBARD
« El amor como el mar de amargor se alimenta
Y la mar es amarga como amargo es amar,
Y en amor nos hundimos al igual que en el mar,
Pues la mar y el amor nunca están sin tormenta.
Pierre de Marbeuf
Capítulo 1
El barco atravesaba las olas con facilidad mientras se deslizaba por
el mar del norte cubierto por una fina niebla que acariciaba su superficie
como un beso helado. El mundo era sólo silencio y misterio, protegido por
el tímido sol del verano.
En la proa, Roddy contemplaba el horizonte. Sus manos apretaban
con fuerza la madera áspera, con tanta fuerza que su piel estaba entumecida.
El viento levantaba su espeso cabello negro, despejando sus rasgos
preocupados.
Detrás de él, North Uist se alejaba cada segundo un poco más.
¿Cuándo volvería a ver la isla donde había nacido? No tenía la menor idea.
Sus pensamientos no dejaban de divagar mientras sus ojos azules
estudiaban los movimientos del mar, acostumbrados y atentos. Desde
temprana edad, el mar había tenido el don de apaciguarlo y devolverle las
fuerzas que en ese momento necesitaba con urgencia.
Porque iba a su boda y no sentía ninguna alegría.
Dejaba a su clan, su familia, sus amigos, para irse a vivir con sus
enemigos de siempre. ¿Cómo alguien en esa situación podía sentirse feliz?
Aunque tenía un temperamento optimista, debía luchar para mostrarse
entusiasta. Lo invadía una gran nostalgia y el olor salado del mar no lograba
evitarlo.
No se trataba sólo del hecho de casarse con una desconocida,
aunque eso lo inquietaba y mucho. ¿Pero qué pasaría con los MacAulay?
¿Cómo lo recibirían? Mal, sin duda. Esperaba poca cooperación de su parte.
¿Durante cuántas décadas los dos clanes se habían odiado? Roddy no habría
podido precisarlo.
¿Cómo convertirse en Laird cuando nunca se había preparado para
ello? ¿Cómo convertirse en el Laird de un clan que no lo quería? Todas esas
preguntas seguían provocándole insomnio. Incluso sabiendo que Ian había
estado allí durante varias semanas, temía no poder establecer su autoridad.
Y qué vergüenza haría caer entonces sobre su nombre y sobre su hermano...
No, no podía ser. Incluso si no tenía idea de cómo hacerlo, iba a
cumplir con su deber.
La madera crujió detrás de él. Darren se apoyó en la barandilla a su
lado, con la atención fija en el horizonte, donde Rodel pronto tomaría
forma. A simple vista Roddy notó la tensión en los hombros de su hermano
mayor. Sin duda estaría recordando la última vez que habían navegado
hasta ese castillo, casi un mes antes.
—¿Cómo te sientes ? —preguntó el Laird MacLennan.
Hacía varios días que no dejaba de hacerle la misma pregunta. Una
semana antes, el conde de Nemours se había marchado con sus hijos,
dejándoles soldados franceses para proteger sus fronteras. Su partida marcó
el inicio de los preparativos para el viaje a la isla de los MacAulay.
—Bien.
Era mentira, ambos lo sabían. Roddy no había comido desde la
noche anterior y tenía náuseas. En sólo unas horas, estaría casado con una
perfecta desconocida que además, era la hija de Logan MacAulay.
Se estremeció. Tenía que recordar que lo estaba haciendo por su
hermano y por su clan.
—Lo siento.
Darren MacLennan no era el tipo de hombre que se disculpaba, pero
con su hermano hacía una excepción. La culpa lo carcomía por obligarlo a
esa unión.
—Deja de disculparte, por favor — dijo Roddy molesto—. Ni tú ni
yo somos responsables de lo que pasó.
—Pero eres tú el que sufre las consecuencias.
—Estoy cumpliendo con mi deber. Debemos establecer nuestra
autoridad sobre los MacAulay para asegurar la paz. Y ellos necesitan el
dinero.
El oro del duque de Aquitania estaba en sus bodegas, listo para ser
restituido. La primera vez, los MacAulay lo consiguieron a cambio de
Adrastée. Ahora lo obtendrían cediendo el puesto de Laird.
—No vine sólo para eso... Antes de que atraquemos, me gustaría
que hablemos de esta noche.
Roddy arqueó una ceja inquisitivamente ante la expresión dura de su
hermano. Hace un mes, habría hecho una broma ante tanta seriedad. Hoy se
contentaba con callar, esperando lo peor.
Y no se equivocaba.
—Es absolutamente necesario que consuméis vuestra unión. No
puedes permitirte el lujo de esperar. Tu legitimidad como Laird no debe ser
cuestionada.
Roddy apretó los puños, en un gesto poco común en él. Todo el
asunto lo trastornaba demasiado.
—Y sin embargo tú esperaste con Adé.
A partir de los últimos acontecimientos, el clan MacLennan había
cerrado filas en torno a su Lady y más de uno había adoptado el
sobrenombre, en gran parte debido a sus hermanos. A Roddy le gustaba
llamar así a su cuñada, tanto para burlarse de ella como para fortalecer su
vínculo.
Darren refunfuñó.
—Las cosas eran diferentes y lo sabes muy bien. Además, mira
dónde nos llevó.
Roddy dio un paso atrás, consciente de su torpeza. Evidentemente,
Darren había cometido un error al no compartir la cama de su esposa. Por
esa razón Logan MacAulay se había atrevido a secuestrarla, creyendo que
podría convertirla en su legítima esposa. Ese error había provocado una
sucesión de eventos terriblemente dolorosos.
—¿Llegaremos pronto?
La voz femenina los sobresaltó, distrayéndolos de su desagradable
conversación. Detrás de ellos, Adrastée se envolvía en su chal para
protegerse del viento. El corto cabello rubio azotaba su pálido rostro
mientras miraba el horizonte.
Desde la partida, había permanecido abajo con Inès, que intentaba
entretenerla. La Lady extrañaba a Niall, a quien no habían llevado con ellos
por seguridad. Nadie sabía cuál sería la reacción de los MacAulay ante el
controvertido matrimonio. Darren tampoco había querido que ella viniera,
sin embargo, después de varios gritos y algunos objetos rotos, Adrastée se
impuso. Para ella resultaba inconcebible perderse la boda de su cuñado.
Darren se precipitó a su lado para abrigarla, pero demasiado tarde
como para evitar que Roddy no viera la cicatriz en su garganta.
Éste reprimió un escalofrío al recordar lo que el duque le había
hecho. Jamás podría olvidar tanta violencia y menos aún la reacción de su
hermano ante el cuerpo inerte de su esposa. Haberlo tenido entre sus brazos
mientras descargaba su dolor había dejado una profunda marca en Roddy.
Ésa era la razón principal por la que estaba en ese barco.
—Sí, pero debes quedarte adentro, mo bhean, —la regañó Darren.
—Quería ver a Roddy.
Sus ojos grises lo examinaron, llenos de preocupación. Desde que se
enteró de que se iba a casar, no había dejado de mimarlo y de disculparse.
Roddy sonrió para tranquilizarla.
—Deberíais volver adentro, Adé, aquí hace frío.
Darren asintió, comprendiendo su deseo de soledad. Amablemente
instó a Adrastée a regresar a pesar de su poco convencido puchero.
El futuro marido se frotó la cara con el corazón apesadumbrado.
Qué doloroso era contemplar la felicidad de su hermano. Desde que habían
encontrado a la Lady, la complicidad que la pareja compartía se había
revelado ante todos como tierna y explosiva a la vez. Roddy era feliz por
ellos, sin embargo... Era muy consciente de que no tendría la misma suerte.
El recuerdo de Greer se apoderó de él. Sólo la había visto una vez,
cuando Darren había sellado el trato. Ella había permanecido fría y
orgullosa, con la cabeza en alto y el porte altivo. Emanaba una fuerza
inusual en las mujeres, algo que lo había intrigado de inmediato. No
obstante, el hechizo se había roto cuando ella lo miró con desdén.
Cortés, Roddy se había acercado para besar su mano. Incómoda, la
bonita pelirroja había bajado los ojos.
Aunque lo consideraba ridículo, había pensado en su mano docenas
de veces. En sus dedos largos y delgados y algo dañados por el trabajo. En
el sabor de su piel, perfumada como una flor. Por un momento se había
sentido turbado ante ese contacto. Por la certeza de que esa mano sería
suya, como el resto de ese cuerpo cuidadosamente escondido bajo capas de
tela.
¿Quién era ella? Los finos rasgos de su rostro no parecían capaces
de mostrar alegría. ¿Cómo podía Roddy encontrar la felicidad con una
mujer que no sabía reír? No creía que fuera a lograrlo.
De repente, la niebla se despejó, revelando a Rodel. El castillo
estaba tal como lo recordaba, instalado en un saliente de tierra. Detrás del
edificio se podían adivinar las cabañas de la aldea y, a lo lejos, extensas
llanuras verdes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
En la playa, no había rastro de la lucha que había tenido lugar. La
sangre había sido lavada por el mar. A Roddy siempre lo había cautivado
esa inmutabilidad, como si el mar tuviera la habilidad de hacer que el
mundo volviera a ser como debería ser. Como si estuviera perdonando.
¿Los MacAulay serían capaces de hacer lo mismo?
Un hombre lo llamó desde la playa. Varios Highlanders vestidos con
el tartán rojo y verde les hicieron señas para que atracaran a la izquierda, sin
el menor atisbo de cortesía o entusiasmo. Roddy transmitió el mensaje y el
barco se dirigió hacia la playa.
Bajo la reprobadora atención de los MacAulay, su futuro Laird saltó
a tierra sin esperar a nadie. Sus pies se hundieron profundamente en la
arena y el mar, marcando los primeros pasos de su nueva vida.
Capítulo 2
Cuantas más flores añadían a su cabello, más dolor sentía Greer en
la nuca y más le quemaba el cuero cabelludo.
—Aigneas, ¿puedes tener cuidado, por favor?
—Lo siento, Milady, pero no tengo otra opción para sostenerlas.
Su pelo, rojo como el fuego, estaba recogido en un moño en la parte
posterior de su cuello, dejando su rostro despejado. Frente al espejo, Greer
seguía frunciendo su nariz respingada ante su atuendo extravagante. El
vestido claro le disgustaba enormemente y el corsé estaba demasiado
ajustado. Y ni hablar de esas ridículas flores que Gwenaelle insistía en
ponerle en el cabello.
—Está espléndida, Milady, —le repitió una vez más.
Sentada a su derecha, la esposa de Lachlan, un guerrero muy
influyente del clan, se maravillaba frente a ella desde hacía casi una hora.
Greer siempre la había valorado y apreciado, porque era una figura materna
necesaria en ese mundo de hombres. Sin embargo, hoy hubiera preferido
estar sola. Incluso la presencia de Aigneas, su ama de llaves, le resultaba
excesiva.
—¡No puedo esperar a casarme! —canturreó Maire, tirándose sobre
la cama.
Greer cerró los ojos para no perder la paciencia. Su prima, cuatro
años menor, tenía la habilidad de enfurecerla. La joven adolescente hablaba
demasiado y quería estar de fiesta todo el tiempo.
—Pronto será su turno, Maire, tenga paciencia, — le suplicó
Gwenaelle con dulzura.
—¡Me gustaría un vestido aún más bonito que el de Greer!
—Lo más importante no es el vestido, sino el novio.
—¿Mis cosas están listas?
Esa ridícula conversación estaba poniendo a prueba sus nervios.
Greer no era el tipo de mujer a la que le gustaba hablar para no decir nada.
Economizaba sus palabras, iba siempre al grano.
—Falta un baúl, —respondió su prima.
—¿Y qué espera para terminarlo? —preguntó Gwenaelle enfadada.
Las pertenencias de Greer deben ser llevadas al dormitorio principal antes
de la boda.
Maire asintió y volvió a su tarea con un suspiro. La Lady había
retrasado todo lo posible el momento de trasladarse a la habitación más
grande del castillo.
El antiguo dormitorio de su padre.
Sólo pensarlo le provocó escalofríos. Afortunadamente, varios
miembros del clan se habían apresurado a cambiar el mobiliario y la
decoración. Incluso si no eran muy ricos, era suficiente con intercambiarlos
con los de los otros cuartos. El resultado no estaba a la altura de una cámara
señorial, pero no importaba. El MacLennan debería conformarse.
De cualquier manera, Greer tenía toda la intención de no quedarse
con él. No había forma de que pudiera compartir su intimidad con ese
hombre.
Después de algunos movimientos cuidadosos, Aigneas se apartó de
su Lady dándole a entender que su cabello estaba listo. Greer sólo asintió a
modo de agradecimiento.
Alguien golpeó a la puerta, sobresaltándolas. Aigneas abrió y
apareció Cillian.
—Ya llegaron.
El tono funesto empleado por el joven decía mucho acerca de sus
pensamientos.
—Gracias por avisarnos, hijo —respondió Gwenaelle con una
mirada severa—. ¿Los condujeron a la iglesia?
—Padre los está llevando ahora mismo.
—Muy bien. Infórmales que Greer pronto estará lista.
Cillian dirigió la mirada hacia la futura esposa.
—¿Puedo hablarte un momento, Milady?
—Sí.
Greer se puso de pie y suspiró, tratando de moverse entre la silla y
su peluquera. El ama de llaves fue la primera en retroceder. Hizo un gesto a
Cillian para que caminara un poco por el pasillo.
Lady MacAulay cerró la puerta detrás de ella para mantener la
conversación alejada de oídos indiscretos y observó a su amigo de la
infancia. Su cabello rubio, cuidadosamente recogido hacia atrás, resaltaba
sus pómulos altos, que delineaban unos grandes ojos marrones. Sus
hombros eran anchos y fuertes, como los de cualquier guerrero de las
Highlands.
—No puedes casarte con él.
Era una introducción brutal, por decir lo menos, que no sorprendió a
Greer. Estaba acostumbrada a los excesos de su amigo, que no podía
contener sus sentimientos. A diferencia de ella, que los manifestaba lo
menos posible.
—Sabes que no tengo elección.
Tener que explicárselo era absurdo. Él conocía el tenor de su
obligación. Greer era una mujer de honor, dispuesta a todo por la
supervivencia de los suyos. Lo había demostrado.
—No. Podrías huir...
Y finalmente, gracias a ti, querido lector, por tener este libro entre
tus manos.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
Agradecimientos