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Historia del Pensamiento

Político Español
Del Renacimiento
a nuestros días

PEDRO CARLOS GONZÁLEZ CUEVAS


Coordinador

ANA MARTÍNEZ ARANCÓN


JUAN OLABARRÍA AGRA
GABRIEL PLATA PARGA
RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA
JAVIER ZAMORA BONILLA

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL.
DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

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© Universidad Nacional de Educación a Distancia


Madrid 2016

XXXVOFEFTQVCMJDBDJPOFT

© Pedro Carlos González Cuevas (Coord.), Ana Martínez Arancón, Juan Olabarría Agra,
Gabriel Plata Parga, Raquel Sánchez García y Javier Zamora Bonilla

ISBNFMFDUSØOJDP: 978-84-362- 

&diciónEJHJUBM: marzo de 2016


ÍNDICE

A modo de introducción

Tema 1. EL RENACIMIENTO ESPAÑOL. Ana Martínez Arancón


1. Concepto de Renacimiento
2. La política. Los tratados de educación de príncipes
3. El erasmismo español: los hermanos Valdés
4. Juan Luis Vives
5. La polémica sobre la Conquista
5.1 Significado de la Conquista
5.2 La figura del Conquistador
5.3 La controversia entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de
Sepúlveda
6. La creación de un derecho internacional
6.1 Francisco de Vitoria
6.2 Francisco Suárez

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 2. EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA. Ana Martínez Arancón


1. Contrarreforma y política
2. Antimaquiavelismo
3. Los tacitistas
4. Juan de Mariana
5. Francisco de Quevedo
6. Saavedra Fajardo

Lecturas complementarias
Bibliografía
Tema 3. LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA. Ana Martínez Arancón
1. Semblanza general


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

2. La luz disipando las tinieblas


3. La educación como prioridad
4. La política
4.1 León de Arroyal
4.2 Jovellanos y la memoria de defensa de la Junta Central

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 4. REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ


Y RETORNO AL ABSOLUTISMO. Pedro Carlos González Cuevas

1. Repercusiones en España de la Revolución francesa


2. Guerra de la Independencia, Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
3. El reinado de Fernando VII

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 5. EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX. Raquel Sánchez García

Introducción
1. El liberalismo en tiempos difíciles: Trienio liberal y exilio
2. La construcción del Estado liberal
3. El moderantismo: Donoso Cortés, Alcalá Galiano, Joaquín Francisco
Pacheco y Andrés Borrego
3.1 Antonio Alcalá Galiano
3.2 Juan Donoso Cortés
3.3 Joaquín Francisco Pacheco
3.4. Andrés Borrego, el conservador independiente
4. El Partido Progresista: Salustiano Olózaga y Joaquín María López
4.1 Salustiano Olózaga
4.2 Joaquín María López

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 6. LOS TRADICIONALISMOS. Pedro Carlos González Cuevas


1. El tradicionalismo como ideología
2. El carlismo



ÍNDICE

3. El tradicionalismo isabelino
3.1 El moderantismo autoritario
3.2 Jaime Balmes: el tradicionalismo evolutivo
3.3 Juan Donoso Cortés: el tradicionalismo radical
4. Neocatolicismo y carlismo

Lecturas complementarias

Bibliografía

Tema 7. LOS DEMÓCRATAS. Pedro Carlos González Cuevas


1. El Partido Demócrata: Pi y Margall y Emilio Castelar, socialistas e indi-
vidualistas
2. El interregno democrático
3. La I República
4. Castelar y Pi ante la Restauración

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 8. LA RESTAURACIÓN. Pedro Carlos González Cuevas


Introducción
1. Antonio Cánovas del Castillo: el liberalismo ecléctico
2. La Unión Católica: un intento de tradicionalismo alfonsino
3. El historicismo tradicionalista de Marcelino Menéndez Pelayo
4. Carlismo e integrismo
5. El posibilismo liberal: Sagasta

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 9. EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA. Pedro


Carlos González Cuevas
1. Vicisitudes del Krausismo español (1840-1875)
2. La Institución Libre de Enseñanza: pedagogía y política
2.1 Proyecto pedagógico
2.2 Proyecto político
2.3 Nación e historia

Lecturas complementarias
Bibliografía



HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Tema 10. LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98. Pedro Carlos


González Cuevas
Introducción
1. Los precursores
1.1 Ricardo Macías Picavea
1.2 Lucas Mallada y Pueyo
1.3 César Silió y Cortés
2. Joaquín Costa
2.1 El hombre y su formación intelectual
2.2 Ante el 98
3. El «espíritu del 98»
3.1 Miguel de Unamuno y Jugo
3.2 Ramiro de Maeztu
4. El regeneracionismo dinástico
4.1 Antonio Maura y Montaner
4.2 José Canalejas y Méndez

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 11. LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS. Juan Olabarría Agra


1. Sabino Arana y el nacionalismo vasco
2. Los catalanismos
2.1 Valentín Almirall
2.2 Prat de la Riba y las Bases de Manresa
2.3 Eugenio D’Ors y el Noucentismo

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 12. LOS SOCIALISTAS. Pedro Carlos González Cuevas


1. Karl Marx y España
2. Pablo Iglesias Posse y el PSOE
3. Jaime Vera López, el marxismo cientificista
4. Fernando de los Ríos, el socialismo humanista

Lecturas complementarias
Bibliografía



ÍNDICE

Tema 13. EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET. Javier


Zamora Bonilla
1. El nuevo liberalismo socialista
2. La Liga de Educación Política Española: nueva política frente a la vieja
política
3. La segunda etapa del liberalismo orteguiano. Una concepción más per-
sonal que política, pero plagada de propuestas sociales
4. España como problema. Europa como solución
5. Defender el liberalismo en tiempos de dictaduras: dudas y afirmacio-
nes
6. «La rebelión de las masas»
7. La apuesta por la República y la temprana desilusión. La tercera etapa
del liberalismo

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 14. LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN. Pedro Carlos


González Cuevas
1. La crisis de la restauración, crisis del liberalismo
2. Supervivencia y renovación del tradicionalismo carlista
3. El catolicismo social
4. El maurismo: La modernización conservadora
5. Los intelectuales y el nuevo nacionalismo

Lecturas complementarias
Bibliografía

Tema 15. LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA. Pedro Carlos González Cuevas


1. La Dictadura primorriverista como proyecto político
1.1 El tradicionalismo ideológico de la Unión Patriótica
1.2 El Directorio Militar: La reforma de la administración
1.3 El Directorio Civil: La reforma social y económica
2. La Asamblea Nacional Consultiva y el anteproyecto constitucional
de 1929

Lecturas complementarias
Bibliografía



HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Tema 16. LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS. Pedro Carlos González Cuevas
Introducción
1. Manuel Azaña Díaz, el liberalismo revolucionario
1.1 El reformismo
1.2 La apuesta radical
2. El socialismo español, entre el reformismo radical y la revolución
2.1 El bienio reformista
2.2 Luis Araquistáin y Leviatán
2.3 Julián Besteiro, la alternativa reformista

Lecturas complementarias
Bibliografía
Tema 17. LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS. Pedro Carlos González Cuevas
1. La reacción monárquica: Acción Española
2. Tradicionalismo y accidentalismo: Acción Popular y la Revista de
Estudios Hispánicos
3. El fascismo español: de las JONS a FE
3.1 Ramiro Ledesma Ramos: El voluntarismo fascista
3.2 Ernesto Giménez Caballero: El esteticismo fascista
3.3 José Antonio Primo de Rivera: El clasicismo fascista

Lecturas complementarias
Bibliografía
Tema 18. EL RÉGIMEN DE FRANCO. Pedro Carlos González Cuevas
1. El franquismo: Síntesis de tradiciones
2. Los teóricos del falangismo: Francisco Javier Conde, Luis Legaz
Lacambra, José Luis López Aranguren, Pedro Laín Entralgo
3. La nueva derecha monárquica: Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez
Embid, Ángel López Amo
4. La crisis del pensamiento falangista: José Luis de Arrese, Adolfo Muñoz
Alonso
5. La crisis del tradicionalismo carlista: Rafael Gambra, Francisco Elías
de Tejada
6. Gonzalo Fernández de la Mora: La teorización del Estado tecnoautoritario

Lecturas complementarias
Bibliografía



ÍNDICE

Tema 19. EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO. Gabriel Plata


Parga
1. ¿Un pensamiento democrático?
2. Del catolicismo a la democracia: José Luis López Aranguren
3. El socialismo: Enrique Tierno Galván
4. El comunismo: Manuel Sacristán

Lecturas complementarias
Bibliografía

Anexo. PAUTAS BÁSICAS PARA EL COMENTARIO DE TEXTO. Pedro Carlos


González Cuevas


A MODO DE INTRODUCCIÓN

El manual que el lector tiene en sus manos se ocupa de cuestiones de


historia de las ideas, una disciplina, particularmente en España, de la que
no siempre se ha visto cuál es su utilidad inmediata. Digamos algo sobre
ello, porque la historia de las ideas políticas se enfrenta cuando menos a
dos tipos de adversarios: quienes buscan en la filosofía y/o en las ideas polí-
ticas una suerte de sabiduría intemporal; y quienes, lisa y llanamente, po-
nen en duda su interés práctico.

El primer tipo de argumentación busca en la historia de las ideas o en


las filosofías políticas una especie de enseñanza eterna. En consecuencia,
huye de las determinaciones históricas, que, a su entender, y pienso, por
ejemplo, en la escuela de Leo Strauss1, son inesenciales respecto de su men-
saje. A ese respecto, es necesario responder que la precisión de los concep-
tos no se gana en lo indeterminado, sino, por el contrario, en las diferencias
y en la investigación de fronteras. Pensar sin diferencias es, muy a menudo,
pensar banalidades, es decir, no pensar. Los dos grandes y más influyentes
manuales de historia de las ideas políticas, el de Sabine y el de Touchard, no
parten, en realidad, de supuestas experiencias universales, sino de las pro-
pias trayectorias históricas y de los prejuicios —en el sentido de Gadamer2—
característicos de sus sociedades, Gran Bretaña y Francia. Y es que el enfo-
que contextualista resulta, en nuestra opinión, inexcusable. Como ha
señalado el filósofo escocés Alasdair Macintyre, los planteamientos filosófi-
cos e ideológicos deben verse en su contexto histórico y considerarse como
producto de una fase concreta de la historia de la sociedad en que se produ-
jeron. Las ideas, separadas de ese contexto que les dio vida, pierden su po-
der y su racionalidad3.
1
Véase Leo STRAUSS y Joseph CROPSEY, Historia de la filosofía política. México, 1993.
2
Hans Georg GADAMER, Verdad y método. Madrid, 1992, p. 242.
3
Alasdair MACINTYRE, Justicia y racionalidad. Pamplona, 1994, pp. 9, 350 ss.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

De otro lado, hemos de preguntarnos, ¿cuáles son las razones por las
que nuestra formación social —la de España y la de Europa del siglo XXI—
puede considerar como legítimo apoyar la investigación y el estudio de la
historia de las ideas políticas? La respuesta ha de ser clara y nítida: para
saber qué somos, pues nos estamos preguntando por las raíces de
Europa —cristianas o no—, por la identidad nacional española o por la pro-
pia identidad europea. Y todo esto implica saber cómo ese conjunto de iden-
tidades que nos construye ha sido él mismo construido.
La historia del pensamiento político español ha chocado, desde el princi-
pio, con muchas dificultades. En no pocas ocasiones, se ha llegado a negar
incluso su existencia. La presencia de la denominada Leyenda Negra y los
temas directamente asociados a ella, como la destrucción de los indios ame-
ricanos, la Inquisición, la tenebrosa figura de Felipe II, etc., han contribuido
a ese planteamiento tan negativo4. Algo que posteriormente continuó en di-
versas controversias de carácter ideológico y cultural. Es de sobra conocida
la polémica suscitada por el francés Nicolás Masson de Morvilliers, quien,
en su artículo «España», publicado en la Enciclopedia Metódica, sostuvo que
nuestro país no había aportado nada, desde el punto de vista científico y
cultural, a Europa. Esta opinión provocó, entre otras cosas, la protesta del
embajador español, conde de Aranda, ante el rey de Francia; y un posterior
debate en el que intervinieron Antonio J. Cavanilles, Carlo Denina, Juan
Pablo Forner, Cañuelo, Iriarte, Samaniego, etc.5. Otra célebre polémica, ya
en pleno siglo XIX, fue la protagonizada por el joven erudito cántabro
Marcelino Menéndez Pelayo contra los krausistas, los positivistas y los neo-
escolásticos, todos los cuales negaban, de una forma u otra, la existencia de
una ciencia, filosofía o pensamiento español. La polémica se inició en 1876
con una frase del krausista Gumersindo de Azcárate, en una serie de artícu-
los publicados en la Revista España, y luego recogidos en su libro El selfgo-
verment y la Monarquía doctrinaria, en cuyas páginas de decía:
«Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la
ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar ge-

4
Véase Ricardo GARCÍA CÁRCEL, La Leyenda Negra: historia y opinión. Madrid, 1992. El plantea-
miento clásico de este problema fue la obra de Julián JUDERÍAS LOYOT, La Leyenda Negra y la verdad
histórica, contribución al estudio de la verdad histórica, contribución al estudio del concepto de España en
Europa, de las causas de este concepto y de la tolerancia política. Madrid, 1914.
5
Véase Ernesto y Enrique GARCÍA CAMARERO, La polémica de la ciencia española. Madrid, 1970.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

nialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por
completo su actividad, como ha ocurrido en España durante tres siglos»6.

Menéndez Pelayo criticó aquella opinión, viendo en ella una continua-


ción de las tesis de Masson de Morvilliers. Luego, entraron en liza Manuel
de la Revilla, Nicolás Salmerón y José del Perojo, apoyando a Gumersindo
de Azcárate. Intervino en apoyo de Menéndez Pelayo, su maestro Gumersindo
Laverde. Y posteriormente los neoescolásticos Alejandro Pidal y Mon y el
padre Joaquín Fonseca, quienes negaron la existencia de un pensamiento
español, dado que el tomismo era, como filosofía católica, universal.
Menéndez Pelayo buscaba, frente a sus contradictores, un pensamiento cla-
ramente nacional, que, a su juicio, representaban, entre otros, Raimundo
Lulio, Juan Luis Vives y Francisco Suárez7. En nuestra actual situación, no
podemos plantear el tema del pensamiento español tal como lo hizo
Menéndez Pelayo, si bien es preciso reconocer que llevó a cabo un servicio
de indudable transcendencia a nuestra historia intelectual. El problema hoy
ha de plantearse, al menos en nuestra opinión, no en la existencia de una
filosofía o pensamiento político genuinamente español, sino en el modo en
que los autores españoles se enfrentaron, desde el Renacimiento, a la
Modernidad.
Siguiendo al antropólogo Clifford Geertz, puede decirse que existen tres
perspectivas culturales distintas tanto en los individuos como en las colecti-
vidades: la religiosa, la científica y la estética8. A nuestro modo de ver, el
factor preponderante en el contexto español fue el religioso, hasta bien en-
trado el siglo XX. El hecho no tiene en sí mismo nada de excepcional si se
considera que el factor aislado de mayor peso en la conformación ideológica,
mental y cultural de la nacionalidad española, ya desde sus comienzos, ha
sido la tradición cristiana en su variante católica, y en los materiales aca-
rreados por esa tradición. Y, en consecuencia, ningún español puede cono-
cer debidamente su habitáculo mental, su «morada vital», como diría
Américo Castro, si no se alcanza un cierto nivel de conocimiento en ese sec-
tor de la vida colectiva nacional, ya que dicho factor incide, en sutiles combi-
naciones y subterráneas confluencias con el resto de los ingredientes de la
textura existencial española. Y es que, en este contexto cultural, el proceso
6
Gumersindo DE AZCÁRATE, El selfgovernment y la Monarquía doctrinaria. Madrid, 1877, p. 114.
7
Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, La ciencia española. 3 tomos. Madrid, 1956.
8
Clifford GEERTZ, La interpretación de las culturas. Barcelona, 1990, pp. 114 ss.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

de «salida de la religión» y de «guerra civil de la espiritualidad»9 fue espe-


cialmente dramático en España.
Hegel, en sus célebres Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal,
afirmaba que el principio de la Edad Moderna era «la subjetividad», es decir,
la «libertad» y la «reflexión». Lo que comporta individualismo, derecho a la
crítica, autonomía de la acción y la propia aparición de la filosofía idealista.
Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de
subjetividad eran la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa10. Todo
ello implica, para Hegel, la libertad de religión, y de toda religión. En la liber-
tad de religión encontramos, el principio de autonomía del Estado. Para que
el Estado llegue a su existencia, es necesaria «su separación de la forma de la
autoridad y de la fe». El triunfo de la Reforma luterana en algunas socieda-
des, como la alemana o la inglesa, tuvo como consecuencia la división de la
Cristiandad. La mayoría de sus contemporáneos consideraron ese proceso
como un desastre. Y se llegó a aceptar el principio de tolerancia como políti-
ca de Estado sólo porque temían que las interminables guerras de religión
destruyeran a las sociedades. Según Hegel, una vez que entendemos que la
tolerancia y la separación de las iglesias y el Estado son necesarios para la
libertad moderna —para la libertad de la voluntad libre que se quiere a sí
misma como libre— podemos reconciliarnos con ella, la aceptamos. La ob-
servación contenía, además, un buen ejemplo de lo que Hegel denominaba
«astucia de la razón». Paradójicamente, Martin Lutero, uno de los hombres
más intolerantes de su tiempo, resultó ser un agente de la libertad moderna11.
Y es que el triunfo de la Contrarreforma en España impidió el desarrollo
del proceso de pluralismo religioso y de fragmentación de las cosmovisiones.
En España, no tuvo lugar la guerra civil religiosa que está en la base de las
transformaciones políticas de la época. Como ha señalado Dalmacio Negro
Pavón, la religión católica sirvió de «lazo político homogeizador en torno a la
Monarquía»12. En consecuencia, el Estado no tuvo oportunidad de mediar
entre las distintas confesiones; y tampoco necesitó la búsqueda de un funda-
9
Para estos conceptos véase las obras de Marcel GAUCHET, El desencantamiento del mundo.
Madrid,  2005. La religión y la democracia. Madrid, 2005; y Luc FERRY y Marcel GAUCHET, Lo religioso
después de la religión. Madrid, 2007.
10
G. W. F. HEGEL, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, 2008, pp. 657-701.
11
G. W. F. HEGEL, Principios de la Filosofía del Derecho. Buenos Aires, 1975, pp. 77 ss. Lecciones…, p. 97.
12
Dalmacio NEGRO PAVÓN, «El Estado en España», en Anales de la Real Academia de Ciencias
Morales y Políticas, n.º 81, 2004, pp. 311-313, 332 ss.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

mento legitimador laico y/o neutral. No se produjo, pues, una ruptura entre
el Trono y el Altar. Este fenómeno histórico ha incidido decisivamente en al-
gunas de las características más notables del pensamiento político español.
El catolicismo dotó a sus distintas tendencias —y no sólo a las de signo con-
servador, aunque fuese por un proceso de reproducción inversa— de esque-
mas interpretativos cargados de mitos, símbolos, imágenes, de significados
sobre causalidades y acontecimientos del mundo: el providencialismo, la
lucha del Bien contra el Mal como motor de la Historia, la perspectiva
escatológica —visible, por ejemplo, en la concepción voluntarista del marxis-
mo o en la acción del anarquismo—; la concepción organicista de la socie-
dad, distinta del individualismo característico del luteranismo, como han
señalado, entre otros, Max Weber o Werner Stark13; la presencia de claros
contenidos iusnaturalistas, que se expresan en la crítica a Maquiavelo, en las
discusiones sobre el sentido de la conquista y colonización de América, e in-
cluso en las manifestaciones revolucionarias del anarquismo, el socialismo y
el comunismo; en la glorificación del «pobre», ya sea en un sentido paterna-
lista o reivindicativo y revolucionario. Esta presencia de la mentalidad cató-
lica se expresa igualmente en el carácter ecléctico y conservador de nuestra
Ilustración y de nuestro liberalismo; y en la debilidad del positivismo, del
idealismo o del marxismo. Algo que se encuentra igualmente ligado con la
ausencia en el conjunto del territorio español de una burguesía fuerte y de
espíritu conquistador. Como señaló Luis Díez del Corral, el liberalismo espa-
ñol tuvo un carácter más hidalgo que propiamente burgués14. Y en que un
importante sector de las clases medias, a las que se dirigían los liberales es-
pañoles se encontraran ideológicamente hegemonizadas por el catolicismo
tradicional, sintiéndose herederas de la vieja hidalguía15.
Sólo a partir de finales de los años cincuenta y de los sesenta del pasado
siglo se produjo, en la sociedad española, una auténtica ruptura con el con-
junto de esas tradiciones. El desarrollo económico de los años sesenta y los
cambios producidos en la mentalidad católica por la nueva teología política
del Concilio Vaticano II provocaron una profunda crisis que trajo consigo
la secularización y la consiguiente desaparición de la cultura cívica tradi-
13
Max WEBER, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona, 1978. Werner Stark,
Sociología del conocimiento. Madrid, 1963.
14
Luis DÍEZ DEL CORRAL, El liberalismo doctrinario. Madrid, 1973, p. 470.
15
Francisco MURILLO FERROL, «Las clases medias españolas», en Ensayos sobre sociedad y política.
Tomo I. Barcelona, 1987, p. 237.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

cional. Como señaló el teólogo Olegario González de Cardedal: «Se inicia


así un proceso de inmanentización de la realidad con el siguiente cierre al
orden trascendente y las promesas escatológicas»16. Lo que abrió el paso a
la emergencia de la sociedad civil y a la democracia liberal.

Pedro C. González Cuevas

16
Olegario GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La teología en España (1959-2009). Madrid, 2010, pp. 52-53.

TEMA 1
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

Ana Martínez Arancón

1. CONCEPTO DE RENACIMIENTO

En el aspecto cultural, el Renacimiento supone un cambio completo de


punto de vista con respecto a los logros intelectuales de la Baja Edad
Media. Los humanistas no perfeccionan una filosofía con ayuda de una
mejor lectura de los clásicos, sino que directamente hacen filosofía de otra
manera o hacen otra filosofía o llaman filosofía a otro tipo de actividad
intelectual. Nada revela mejor esta situación de ruptura con la tradición
filosófico-teológica de las universidades que las sarcásticas burlas que
Erasmo dirige por igual a escotistas y tomistas. Dice que estos teólogos
prefieren la autoridad de Aristóteles antes que la de San Pablo o la de los
Padres de la Iglesia. El pensamiento se orienta a entender de una forma
completamente distinta las relaciones de los hombres entre sí, con el mun-
do y con Dios.
La enseñanza de estos nuevos intelectuales, los humanistas, en la mayor
parte de los casos se llevó a cabo, en un principio, al margen y en contra1
muchas veces de las universidades. De la enseñanza humanística surgirá la
nueva cultura cuyas manifestaciones literarias y pictóricas conquistarán
Europa.
Los filósofos renacentistas, pese a su pasión por el mundo antiguo, no
comparten su pesimismo. Son optimistas, confían en la «virtú» del hombre,
en sus enormes posibilidades. La «humanitas» permite desarrollarlas desde
dentro. El ideal del hombre es el del cortesano, magníficamente dibujado
por Baltasar de Castiglione, nuncio del papa Clemente VII en la corte de

1
Decimos «en la mayor parte de los casos» porque hay excepciones. La fundación de la Universidad
de Alcalá por Cisneros, donde se llevó a cabo una de las obras filológicas más importantes del
Renacimiento: la Biblia Políglota. Se funda en 1528 el Colegio Trilingüe, puesto bajo la advocación de San
Jerónimo, donde se imparten Retórica, Griego y Hebreo, y a cuyas aulas acuden los que serán después las
figuras más destacadas de la intelectualidad española. En 1532 se crea una cátedra de Biblia, dedicada al
estudio filológico de los textos sagrados, a la que concurren Fray Luis de León y Arias Montano.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Carlos V. Los requisitos requeridos para lograr ese ideal son difíciles. El
primero es la instrucción en letras y en retórica (humanitas); el segundo, la
instrucción en el arte militar (virtú) y el tercero, la Fortuna.
La «humanitas» es un aprendizaje práctico. El humanista un hombre
que sirve de ayuda a su señor con sus conocimientos. Vive en el mundo, es
ambicioso, todo lo contrario del intelectual bajomedieval, separado del
mundo y enfrascado en la solución de arduas cuestiones teológicas. Ahora
aparece un ideal de sabio más práctico, más orgulloso de sus posibilidades
como ser humano y con más deseos de ser protagonista de la historia.
Fascina a estos nuevos filósofos la plasticidad del hombre, su capacidad
para lo mejor y lo peor, lo abierto de su destino.
El Renacimiento supone una fractura definitiva con el Mundo Antiguo,
cuya prolongación cristiana es la cultura medieval. Esta fractura, precisa-
mente, hace posible una visión objetiva y distanciada de aquel, una visión
histórica. Sin filología, sin el estudio detallado de los textos y sin la compro-
bación minuciosa de su autenticidad no hay Humanismo, pero tampoco
hubiera habido «Ciencia Nueva», porque es en los textos de los autores grie-
gos donde encuentran inspiración los nuevos científicos. Estoy pensando en
Copérnico, cuyo sistema heliocéntrico le fue sugerido por ciertas doctrinas
pitagóricas. «El experimento y la ciencia experimental surgen de la encruci-
jada de la física y la mística», dice Eugenio Garín2.
A pesar de que el interés por Platón y Aristóteles no decayó durante el
Renacimiento, la forma de acercamiento intelectual a estos filósofos fue
distinta a la de la Escolástica. Se produjo una suerte de vuelta a Platón.
Marsilio Ficino tradujo al latín todos los Diálogos y los comentó extensa-
mente, además de componer un extenso tratado, la Teología Platónica, cuya
influencia sobre el pensamiento renacentista y sobre las artes fue enorme.
En cuanto a España, se ha discutido por largo tiempo la existencia de un
Renacimiento español. Hoy en día cada vez más estudios ponen de relieve la
riqueza, frecuencia e intensidad de los contactos entre los intelectuales es-
pañoles y sus colegas europeos. Sin embargo, sí es cierto que las peculiari-
dades históricas (la unificación de España, el descubrimiento del nuevo
mundo, la pluralidad de religiones y culturas y su contradicción con el nue-
vo modelo de monarquía, el problema religioso de los territorios europeos

2
Medioevo y Renacimiento, p. 56.
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

sometidos a la corona española) determinaron que los puntos de interés de


los pensadores españoles no siempre coincidieran con los de otros países y
que, llevados del espíritu del siglo, buscasen vías nuevas y diferentes solu-
ciones para nuevos problemas.
En el terreno religioso se impone en la sociedad cristiana otra manera
de enfocar sus asuntos en general, y, en especial, los religiosos y teológicos.
Se necesita una nueva filosofía cristiana genuina y además una revisión de
preferencias filosóficas en busca de conceptos que armonicen con los con-
ceptos clave del cristianismo: dogma de la humanidad y divinidad de Cristo
y mandamiento de la caridad. Esta fue la labor del humanismo cristiano y
por estos raíles se movió buena parte del pensamiento español renacentista.
El Humanismo, por otra parte, cumple la función de educar al tipo de
hombre que la nueva sociedad necesitaba: el hombre de estado, el gran se-
ñor laico. Si en los siglos anteriores «clérigo» era sinónimo de hombre ins-
truido, ahora también los «belatores» deseaban y necesitaban una buena
educación, entre otras cosas, para gobernar bien sus estados. «La ciencia no
embota el fierro de la lanza, ni faze floxa la espada en la mano del caballe-
ro», dirá el marqués de Santillana.
Las cortes de los reyes y grandes señores civiles y eclesiásticos cuentan
con instructores particulares y sostienen a sabios humanistas de prestigio,
que, en contraprestación, cimientan su poder. La propaganda es más im-
portante que nunca. De ahí la proliferación del género epidíctico, alabando
las excelencias de una ciudad o de un magnate, y de los monumentos escul-
tóricos o arquitectónicos, cuya finalidad era la misma. A este género perte-
nece el arco triunfal, en la entrada al Castel Nuovo de Nápoles, mandado
construir en  1453 por orden de Alfonso V 3 de Aragón, llamado «El
Magnánimo» por los humanistas de su corte. Este es el primero de una lar-
ga serie de arcos de triunfo y una pieza artística clave del Quatrocentto. La
unidad del conjunto viene dada por un minucioso programa humanista:
símbolos del poder, que equiparan a Alfonso con los emperadores romanos,
y, además, las estatuas de las siete virtudes junto con la de San Miguel, que
corona el conjunto, que lo caracterizan como príncipe cristiano.

3
Este rey Alfoso, V de Aragón y I de Nápoles y Sicilia, era castellano de nacimiento y, por tanto,
hablaba castellano. Los sabios italianos lo consideraban una excepción entre los «rudos propeque affe-
ratos homines… a studiis humanitatis abhorrentes» de su tierra. A su muerte dejó los reinos italianos a
su hijo Ferrante y el reino de Aragón a Juan II.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La corte de Alfonso en Nápoles, donde residió el rey aragonés hasta su


muerte en 1458, fue una de las más brillantes del Quattrocentto, se habla-
ron en ella, además del latín humanista, el castellano, italiano y catalán, y
en todas esas lenguas se compusieron obras admirables. Lorenzo Valla es-
cribió en elegante latín una historia de las gestas de Fernando de Antequera
y Ausias March escribió en catalán sus maravillosos poemas.

Los Reyes Católicos cuentan en su corte, entre otros sabios ilustres, con
Pedro Mártir de Anglería, que entró como preceptor del infante don Juan, y
que continúa en la de Carlos V. Sus epístolas latinas son un dechado de ele-
gancia y verdad. Fue y en su obra Décadas de Orbe Novo (1493-1525) donde
aparece por primera vez en la literatura europea el mito del «buen salvaje».
Un hombre anciano y desnudo se encuentra en Cuba con Diego Colón y le
recomienda no hacer el mal a nadie. Esta filosofía del hombre sencillo, no
contaminado por la sofisticada y viciosa sociedad, impresionó vivamente en
Europa e inspiró de la exaltación del hombre en su estado natural, la valora-
ción de la paz y la tranquilidad, el odio a la guerra y la fe en la solución ne-
gociada de todos los conflictos. Ideal que recogen Erasmo y Luis Vives.

La fachada y el patio de la Universidad de Salamanca, la fachada y el


claustro cisneriano de la de Alcalá, responden también a un complejo pro-
grama humanista, donde cada detalle tiene su significación simbólica, difí-
cil de entender para nosotros, pero transparente para las personas instrui-
das de la época y cuya finalidad es dar prestigio a los monarcas y poner en
imágenes una celebración del saber. También resultan significativos desde
ese punto de vista de la alianza entre el arte y el poder los magníficos retra-
tos de Carlos V por Tiziano o el estupendo bronce de Leoni en el que el em-
perador aparece encadenando al furor de la herejía y cuya armadura, arti-
culada y de quita y pon, permite verlo como un príncipe renacentista o
como un héroe mitológico.

2. LA POLÍTICA. LOS TRATADOS DE EDUCACIÓN DE PRÍNCIPES

Dentro del pensamiento político renacentista en España se dan tres co-


rrientes principales: la que se dedica a escribir unos tratados de educación
del príncipe según los nuevos ideales, con una gran atención a la historia y
a la erudición humanista, que proporcionará modelos adecuados, ya que el
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

comportamiento humano es básicamente el mismo a lo largo de los tiem-


pos; la que trata de conciliar las necesidades políticas con el humanismo
cristiano y la que, llevada por los acontecimientos, reflexiona sobre los nue-
vos problemas planteados por la conquista y acaba sentando las bases del
derecho internacional.

En el primer apartado, y entre los muchos nombres que podrían citarse,


como Francisco Monzón o Diego Gurrea, vamos a centrar la atención en
Fray Antonio de Guevara (1480-1545). Hijo segundón de una familia noble,
fue discípulo de Pedro Mártir de Anglería y ya en tiempos de lor Reyes
Católicos llevaba a cabo una intensa actividad cortesana. Tras la muerte de
Isabel se hizo franciscano y fue afamado predicador y obispo de Guadix y
Mondoñedo, pero la actividad política siguió siendo muy intensa. En la gue-
rra de las Comunidades se puso claramente de lado de Carlos V, conside-
rando la defensa de las libertades comunales y la autonomía de las ciudades
era algo perteneciente al pasado, a una organización de la sociedad ya peri-
clitada, mientras que el futuro era una monarquía sólida en un territorio lo
más unido posible.

En una de sus obras principales. El Relox de príncipes4 aparece una de las


primeras manifestaciones de la elaboración utópica del «buen salvaje», ya pre-
sente, como vimos en la obra de Pedro Mártir. Se trata del apólogo conocido
como «El villano del Danubio». En él podemos ver la misma exaltación del
hombre natural y la misma visión extraordinariamente positiva de los pueblos
primitivos, que concuerda con la idea que de los indios tenía el padre Las Casas
y que tanto difiere, en ocasiones, de la de los historiadores de Indias.

En el Relox se da una trasposición, alejando el asunto de la escena con-


temporánea y transfiriéndolo a tiempos pretéritos: el honrado salvaje es un
hombre sencillo que vive orillas del Danubio y el personaje al que dirige su
perorata no es Diego Colón sino el emperador Marco Aurelio. De este modo
fray Antonio tiene mayor libertad para exponer una contraposición barbarie-
civilización tan completa y tan favorable para la barbarie que nos hace dudar
de las ventajas de la civilización y de su soporte, el poder del príncipe. El vi-
llano del Danubio acude al Senado romano para protestar de los abusos e
injusticias que perpetraban los romanos en sus conquistas, defendiendo su
forma de ser y vivir. Se contrapone el pueblo romano, civilizado pero corrom-

4
Publicado en Valladolid en 1529.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

pido al pueblo germánico, bárbaro y rústico, sencillo y contento con su po-


breza. La tierra es de Dios, no de ningún príncipe, le extraña que los romanos
se afanen por conseguir tanta cuando saben que han de tener tan poca cuan-
do mueran. Aunque el tema es clásico y lo encontramos en Tácito y Quinto
Curcio, Fray Antonio se sirve de él para mostrar las posiciones de su partido,
si es que se puede llamar así, que era el de la reina Isabel de Portugal, que
gobernó España durante las largas ausencias de su esposo, y su corte. Este
partido hubiera preferido una política más ibérica, con menos proyección
internacional y con menos guerras. El villano, por otra parte, «mutatis mu-
tandis» facilitó también la descripción del indio americano como pacífico,
humilde, inocente y sencillo, que fue la de Erasmo y Las Casas.
En lo que se refiere al monarca ideal, Guevara afirma que la única vir-
tud verdaderamente indispensable es la rectitud moral. Por eso es muy im-
portante que el príncipe tenga excelentes maestros y el rey honrados conse-
jeros, pues, como razona el buen franciscano:
«Yo no sé por qué los príncipes y grandes señores son tan curiosos en
buscar los mejores médicos para curar sus cuerpos, y junto con esto son tan
remisos en buscar hombres sabios para gobernar sus reinos; porque a la
verdad, sin comparación es mayor daño la mala gobernación en la repúbli-
ca que no la enfermedad en su persona.»

Con el agravante de que el rey es el centro de todas las miradas, por lo


que sus errores no sólo serán más manifiestos, sino además corren el riesgo
de convertirse en un mal ejemplo para sus súbditos.

3. EL ERASMISMO ESPAÑOL: LOS HERMANOS VALDÉS

El Humanismo cristiano en los Países Bajos hunde sus raíces en la refor-


ma católica iniciada en el siglo XIV por un importante movimiento espiritual,
que produjo la Devotio Moderna, forma de piedad interiorizada cuyo fin es la
relación personal de cada hombre con Dios. En la Devotio se inspira Gerardo
Groote para fundar las Hermanas de la vida común, congregación femenina
dedicada a la enseñanza y al cuidado de enfermos. Algo después, un discípu-
lo de Groote funda los Hermanos de la vida común. Comunidad sin votos,
integrada por sacerdotes y laicos cuya organización era flexible y poco cen-
tralizada. Los hermanos se dedicaban, en su casa, a la ilustración de libros
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

así como a la enseñanza de jóvenes. En el colegio de Deventer estudió Erasmo.


Los Hermanos de la vida común desempeñaron un importante papel en el
terreno de la enseñanza, promoviendo la educación religiosa de los jóvenes.
Esta corriente puede definirse como anti especulativa y anti escolástica y
muy práctica. Hace hincapié en la virtud de la caridad, es individualista e
intimista, dejando poco espacio a la Iglesia en el proceso de la salvación par-
ticular. Busca, además, una vuelta al origen de la religión cristiana.
Erasmo, influido por el espíritu de sus primeros maestros y por la fiebre
anticuaria de la época trató de volver el cristianismo a sus fuentes origina-
les: Antiguo y Nuevo Testamento, doctrina de los Padres de la Iglesia. Su
labor filológica y filosófica es inmensa. Gran amante antigüedades, odiaba
el monacato y a los escolásticos, pensaba que una nueva filosofía cristiana
debía tomar el lugar de sus silogismos.
Entendió la agitación bélica de la sociedad de su época como una conse-
cuencia de la corrupción de sus líderes. Tanto las autoridades religiosas
como las civiles habían abandonado su misión de pastores de hombres, en-
comendada por Cristo, para entregarse a sus intereses personales o asuntos
ajenos al beneficio de sus gobernados. Esto había traído como consecuen-
cia la anarquía y el caos total, manifestado en las constantes guerras entre
los reinos cristianos. Erasmo veía con esperanza la llegada de Carlos V al
poder y creyó providencial que fuera señor de tantos estados, pues creía que
este podría ser el príncipe que proporcionara paz a la sociedad cristiana.
Esta esperanza se puede ver en su obra Educación de un príncipe cristia-
no de 1516, dedicada al joven príncipe y futuro emperador, Carlos V, así
como en su Querella pacis, de 1517. La Educación…, representa la contribu-
ción de Erasmo a la paz y a la solución de los conflictos de la época, pues no
ve otro camino para tener un gobernante justo, pacífico y sabio, que la edu-
cación. Pero se trata de una nueva educación, en la que se trata más de for-
mar la mente para un recto raciocinio que de llenarla de datos.
El sueño erasmista de una política de paz conmovía a clérigos y huma-
nistas, era el ideal mesiánico de una cristiandad unificada y triunfante.
Este ideal estuvo al servicio de la política imperial de Carlos V.
Dentro del erasmismo español es preciso mencionar a los hermanos
Juan y Alfonso de Valdés. El primero no nos interesa tanto, pues su pensa-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

miento derivó por terrenos de profundización religiosa. El segundo fue un


destacado propagandista de la política imperial.
Alfonso de Valdés nació en Cuenca hacia 1490. Desde muy joven trabajó
en la cancillería imperial, pero empieza a adquirir importancia cuando en-
tra en el equipo de Gattinara, que fue nombrado «gran canciller de todos
los reinos y estados» durante las Cortes de 1518 en Zaragoza. Había otros
cancilleres, de Sicilia, Castilla, Sacro Imperio (después de la coronación de
Carlos V como «Rey de Romanos» en 1520), pero Gattinara era el mediador
entre Carlos y sus diferentes Estados. La incorporación de Valdés a la can-
cillería se produce poco antes de 1520. Sus cargos eran escribiente ordina-
rio, custodio de documentos, registrador. De 1520 a 30 pasa a ser secretario
personal y su cometido será poner orden en la documentación latina. Sus
objetivos políticos coinciden con los de su superior. Estuvo encargado de
elaborar los más importantes documentos diplomáticos durante el enfren-
tamiento de Carlos V y Clemente VII en verano 1526. A partir de 1526,
Valdés es nombrado «secretario de cartas latinas» del Emperador. No era el
secretario principal. Lo fue, a partir de 1529, Francisco de los Cobos, que
llevó toda la política Imperial en Italia y España.
Gattinara tenía 55 años cuando fue nombrado canciller por Carlos V.
Gran jurista y diplomático, estaba además interesado en Astrología y en las
teorías milenaristas de Joaquín dei Fiore. Como muchos de sus contempo-
ráneos creyó que el gran número de estados concentrados en Carlos V era
un signo providencial del advenimiento de la Monarquía Universal, en la
cual, un gran número de territorios, conservando sus costumbres y peculia-
ridades, eran súbditas del Emperador. Organizar administrativamente tal
cantidad de jurisdicciones sin perder de vista el proyecto de monarquía uni-
versal, era la compleja tarea de Gattinara. Entre los consejeros del empera-
dor hay dos líneas políticas diferentes: la francesa flamenca de Lannoy, vi-
rrey de Nápoles, vigente hasta fracaso tratado de Madrid 1526 y muerte de
Lannoy, y la antifrancesa y proitaliana de Gattinara. A partir del  1527
Carlos V se inclinará más por la de Gattinara.
Valdés escribió desde Worms tres cartas a Pedro Mártir de Anglería
en 1521. En la primera habla de los orígenes y evolución Reforma desde
las 95 tesis hasta 1520, e informa de la quema de libros jurídicos y escolás-
ticos en Wittenberg. La segunda la escribe desde Aquisgran y la tercera,
también desde Worms, después de la comparecencia de Lutero.
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

La primera y la última se citan como documentos muy precisos en la


información que dan sobre la Reforma y por las opiniones de Valdés sobre
el particular: Lutero es soberbio y temerario, pero la Iglesia debe ser refor-
mada y para ello debería convocar concilio León X. Los alemanes, descon-
tentos por las exacciones de las indulgencias e indignados por la inmorali-
dad del clero piden concilio. Pero el pontífice defiende su derecho y «teme la
reunión de los cristianos»; exige, en cambio, el Papa «que se ponga silencio
a Lutero con la autoridad del César y de todo el Imperio romano».
Por eso se explica la relativa violencia, dentro del ambiente erasmista, de
Alfonso de Valdés, por otra parte amigo y corresponsal de Erasmo. Él cree
en la paz, pero piensa que conseguirla cuesta muchas batallas. En conse-
cuencia, su Diálogo de las cosas sucedidas en Roma justifica el saqueo de la
ciudad eterna por las tropas del emperador y la violencia moral ejercida
sobre el Papa, ya que éste era culpable por haber hecho caso omiso de su
principal deber, que era poner paz entre los cristianos. Esto ha sucedido por
una desviación del sentido verdadero de la fe, fijándose en sus aspectos ex-
teriores y no en el espíritu profundo, que es un mensaje de amor, desprendi-
miento y conciliación. Por eso muchos han criticado erróneamente el sa-
queo de Roma, juzgándolo blasfemo, «...porque como piensan la religión
consistir solamente en estas cosas exteriores, viéndolas así maltratar paré-
celes que enteramente va perdida la fe»5, cuando lo cierto ha sido que, si
bien se han profanado algunas iglesias, lo fundamental ha quedado no sólo
intacto, sino salvado de la perdición y fortalecido.
La guerra es espantosa para cualquier hombre, pues lo hace menos hu-
mano y lo asemeja a una fiera, pero es monstruosa para un cristiano, que
profesa ideales de amor y hermandad. Por eso es doblemente culpable el
Papa, que provoca una guerra. La paz es el verdadero territorio del hombre,
y por eso quien provoca una guerra carga con todos sus males sobre su con-
ciencia. Mayor responsabilidad aún si el provocador es el jefe de la cristian-
dad, pues «si la cabeza guerrea, forzado es que peleen los miembros». El
Papa hubiera debido anteponer la paz a la pérdida de privilegios, poder o
riquezas, pero no lo hizo y es culpable. En cambio Carlos V sólo ha entrado
en batalla para restablecer la paz, para evitar males mayores. Ha obrado

5
VALDÉS, Alfonso de, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma. Madrid, Espasa Calpe 1969, p. 1.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

como enviado de Dios y restaurador de la Iglesia, y su guerra no sólo ha sido


justa, sino hasta providencial.
El punto de vista de Valdés y el tono satírico de su lenguaje cuando se
refiere a la Curia vaticana eran compartidos por una muchedumbre de sus
contemporáneos, era una ideología política que no fue inventada por él,
pero era la suya.

4. JUAN LUIS VIVES

Vives es el filósofo más representativo de nuestro Renacimiento y uno de


los más importantes en toda la historia del pensamiento español. Su pensa-
miento, rico y variado, se extiende a muchos asuntos: la educación, a la que
dedica varios libros, al papel del humanista, la filología, la psicología, con
su Tratado del alma, tan sugerente y profundo, y a los problemas políticos y
sociales.
Había nacido en Valencia en 1492. Su familia, de judíos conversos, fue
perseguida por la Inquisición, de manera que se vio prácticamente obligado
a vivir fuera de España. Primero en París, en cuya Universidad estudia y
donde años más tarde dictará unos cursos, y a partir de los veinte años en
Brujas, que será su hogar. En esta ciudad se casa con otra descendiente de
conversos, Margarita Valldaura, y allí vive y estudia, salvo algunas ausen-
cias para impartir cursos en universidades (París, Lovaina, Oxford) o para
convertirse en preceptor de la princesa María, hija de Enrique VIII de
Inglaterra y Catalina de Aragón, peligroso honor que a punto estuvo de cos-
tarle caro. En Brujas muere en mayo de 1540.
En 1519 conoció a Erasmo, cuya amistad conservó toda la vida. También
gozó de la estima de otros distinguidos humanistas, como Guillermo Budé
y Tomás Moro. Amistades bien merecidas, pues es Vives un hombre serio y
profundo, pero sin pedantería; con mala salud y escasos bienes, pero sobre-
llevando esas dificultades con ánimo y hasta con humor; amable y de ca-
rácter apacible, leal con sus amigos, firme en sus opiniones pero nunca
rígido. Detesta la ignorancia, la intolerancia, la violencia, la estupidez, pero
compadeciendo a los hombres que han caído en garras de tan detestables
vicios y a los que sigue considerando sus semejantes. Su dulzura, su rigor
intelectual, su generosidad, lo convierten en un referente moral.
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

Era sinceramente pacifista. Su lema, de hecho, era «Sine querela». Tenía


motivo, pues había sufrido en su propia familia los efectos de la crueldad y
veía a Europa romperse en luchas doblemente injustas, pues enfrentaban o
hacían matarse entre sí a cristianos, a seguidores de un crucificado, de una
víctima. Es muy consciente de la dureza de los tiempos, y así se lo escribe a
Erasmo en una hermosa y sobrecogedora carta fechada el  10 de mayo
de 1534: «Vivimos unos momentos difíciles en los que no podemos ni hablar
ni callar sin riesgo». Y sobre todo, le escandaliza que anden los hombres
educados y pretendidamente sabios echando leña a la hoguera. ¿De qué sir-
ve la erudición, se pregunta, si no nos hace mejores, más comprensivos,
más humanos? Pero no pierde la esperanza. Por eso escribe.
Por motivos de espacio no podemos aquí reflejar toda la riqueza comple-
jidad de la obra de Vives, por lo que vamos a centrarnos en su opinión sobre
dos problemas que tienen relación estrecha con los objetivos de esta asigna-
tura: el problema de la pobreza y la guerra y la paz.
La pobreza y sus remedios fue motivo de una cierta polémica en el
Renacimiento. El crecimiento de las ciudades y la influencia de la burgue-
sía, orgullosa de su prosperidad y convencida de la dignidad del trabajo, la
influencia del pensamiento de la Reforma, que, como señalaría Max Weber,
veía en el trabajo un valor moral, y en la riqueza una prueba del favor divi-
no; fueron cambiando la opinión sobre los pobres, que dejaron de ser cria-
turas sagradas y fieles imágenes de Cristo. De ser una virtud, la indigencia
se convirtió en una desgracia, cuando no en un signo de pereza o imprevi-
sión, y también en un problema urbano: ¿qué hacer con los pobres?, ¿cómo
quitarlos de las calles?, ¿de qué forma socorrerlos sin fomentar su creci-
miento? Los erasmistas criticaban la caridad indiscriminada, que socorría
vagos, pobres fingidos o mendigos profesionales, así como la ostentación de
algunas obras benéficas, por ejemplo los magníficos hospitales que derro-
chaban dinero en suelos de mármol y ricos artesonados, cuando lo que los
menesterosos necesitan es pan y calor.
Vives publicó su De subventione pauperum en 1525. Allí, en primer lu-
gar, se pregunta por el origen de la pobreza y concluye que no es obra de
Dios, que nos ha creado iguales, sino consecuencia de la codicia y la ambi-
ción de los hombres, que ha desencadenado la injusticia. Por lo tanto, y
dado que es obra de la especie humana, a todos nos compete poner reme-
dio a este mal. No todos están dispuestos a colaborar, y en la mayoría de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

los casos eso se debe al temor de que las limosnas se empleen mal y hasta
resulten perjudiciales. Es preciso, pues, hacer un buen uso de ellas, de
modo que se remedien mejor las necesidades y, a la vez, se incentive la ge-
nerosidad de los pudientes.
Ahora bien, el socorro a los necesitados ha de ser integral. No basta con
dar dinero: el consuelo, la instrucción, el consejo, son tan necesarios como
los bienes materiales, y sin ellos no se alcanzará una solución duradera. Por
eso, una de las primeras medidas ha de ser prohibir la mendicidad. Vives
critica a los mendigos con una contundencia rara en persona tan dulce. Les
afea sus trucos y mentiras, su holgazanería y la facilidad con que muchos
caen en la delincuencia. El dinero que se les da no solo no les beneficia, sino
que puede incrementar sus vicios y poner en peligro su alma. Así que su
socorro debe estar a cargo de la administración pública, y es a través de ella
como deben canalizarse las limosnas. La solución que propone es un censo
detallado de pobres, con sus circunstancias particulares. Unos podrán ser
atendidos en sus casas, otros requerirán tan solo algún socorro para una
urgencia inmediata, como una enfermedad o cualquier otra desgracia; los
enfermos, niños y ancianos habrán de acogerse en establecimientos ade-
cuados, racionalizando y mejorando así su atención. Estarán controlados y
recibirán un mejor auxilio y, en el caso de los niños, una formación, que los
llevará a un trabajo honrado o incluso les abrirá las puertas de estudios su-
periores si están capacitados para ello. En cuanto a los que estén sanos y en
edad de trabajar, si saben un oficio, se les buscará dónde ejercerlo, y si no,
se les instruirá en aquel que parezca más adecuado a sus capacidades. Cada
taller estará obligado a admitir a algunos de estos trabajadores, que serán
estrictamente vigilados hasta que se vea que han encauzado correctamente
sus vidas. Los que parezcan incapaces de aprender se dedicarán a tareas
sencillas y rudas (limpieza, obras públicas…), y nadie ha de permanecer
ocioso. Incluso los ancianos pueden hacer tareas ligeras. Sólo los locos, in-
gresados en centros especiales, se verán libres de toda obligación.
Para financiar todo esto, Vives combina la caridad privada, la benefi-
cencia pública y los beneficios obtenidos del trabajo de los propios pobres.
En cuanto a la administración, correrá a cargo de personas de honradez
probada y, si en alguna ciudad sobrase dinero, se enviará a otra que se vea
apurada. Con este sistema, se procurará el bienestar material y espiritual
de los necesitados, se fomentará la colaboración entre ciudades, se fomenta-
rá la caridad y, procurando el bien de los hombres, se glorificará a Dios.
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

No era esta una opinión generalizada. Por ejemplo, el dominico Domingo


de Soto piensa que los pobres son necesarios. Dios distribuye desigualmen-
te la riqueza para que los ricos la compartan con los pobres mediante el
ejercicio de la caridad. Si los pobres mienten o fingen, es culpa nuestra, que
tenemos un corazón tan duro que nos cuesta conmovernos y aflojar la bol-
sa. Si emplean mal lo que se les da, allá ellos con su conciencia. El pobre
siempre es sagrado, la caridad siempre ha de ser libre, y, en cualquier caso,
es un asunto de derecho divino, que no puede ser regulado ni legislado por
ninguna autoridad temporal. Sin embargo, las ideas de Vives acabarían ca-
lando, influyendo tanto en la legislación sobre mendicidad como en la lite-
ratura sobre el asunto, como por ejemplo el completo tratado de Cristóbal
Pérez de Herrera Amparo de pobres.

El doloroso asunto de la guerra y la necesidad de concordia entre todo el


género humano, y en especial entre los cristianos, es el otro punto funda-
mental del pensamiento político de Vives, que lo aborda en dos tratados
complementarios: De la concordia y de la discordia y De la pacificación.

El primero de ellos lo dedica a Carlos V, en vísperas de la celebración del


Concilio de Trento, y es una dedicatoria que excede lo convencional, pues
exhorta muy seriamente al Emperador a procurar la paz y a buscarla por
medio del diálogo y los acuerdos, ya que:

«Las amenazas y el hacer alarde de terror pueden cohibir los cuerpos,


pero no las mentes, donde no llegan a penetrar las fuerzas humanas.»

Por lo tanto, es inútil vencer si no se convence, y si no se lucha contra la


violencia y la ira, ninguna paz podrá ser duradera ni tampoco agradable a
Dios, que nos dio un mandamiento de amor fraterno.

El libro primero trata sobre las causas de la discordia, ese «monstruo


devastador» que nos despoja de nuestra humanidad, equiparándonos a las
fieras. El hombre ha sido hecho para el amor. Su misma configuración físi-
ca, su cuerpo desprovisto de armas naturales, su rostro, tan vario en expre-
siones, el maravilloso don del lenguaje, le indican que su destino es la co-
municación y el intercambio de ideas y sentimientos. Sin embargo, el
orgullo, la avaricia, el amor propio, la ignorancia, la envidia y otras pasio-
nes han llevado a los humanos a un punto en que se enfrentan con más fe-
rocidad que las bestias, y hasta los pretendidamente doctos y los supuesta-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

mente cristianos se enfrentan entre sí, injuriando así la sabiduría y


profanando la religión, de manera que el siglo que parece más adelantado
es el más cruel e inhumano. Se enfrentan los individuos entre sí, las ciuda-
des, las naciones, y se justifican apelando a grandes palabras, como el ho-
nor, la justicia o incluso la fe, que en realidad esconden terquedad, vanida-
des y rencor. Una ira ciega y un perverso gusto por la violencia.

El libro segundo explica cómo la discordia nos deshumaniza y nos de-


grada. Nuestra naturaleza se vuelve contra sí misma y ejecuta aquello que la
desmiente y la destruye. La razón pierde todo dominio sobre las pasiones y
entonces la ira ciega no se clama con nada, ni aun parece saciarse con la
muerte del adversario. Destruirían su alma si pudieran, dice Vives. Y lo más
triste es que los propios hombres de letras, los filósofos, que deberían con-
sagrarse a la razón y ser los más moderados, y hasta los ministros de Dios,
que deberían ser apóstoles de la caridad, se alistan en estas huestes inferna-
les y atizan las hogueras de la discordia.

El libro tercero compara los males de la discordia, bajo cuya tiranía to-
dos quedamos en manos del azar, donde no se distingue la inocencia, se
paraliza la cultura, se destruyen vidas, cosechas y ciudades y reinan el caos,
la miseria y el crimen, con los bienes de la concordia, gracias a la cual la
razón impera sobre las pasiones, se obedecen las leyes, se establecen las
bases de la justicia, se favorece el intercambio de ideas y de bienes, con lo
que prosperan las ciencias y las artes, que necesitan tranquilidad. Con la
paz y la confianza también aumenta la riqueza. Por último, se fomenta el
crecimiento de esa flor exquisita de la civilización: la amistad.

Además, el que vence en una guerra sólo puede vanagloriarse de haber


causado destrucciones y males, de haber sido más bruto o haber tenido me-
jor suerte. No es como para enorgullecerse. La verdadera victoria es la que
nos eleva sobre nosotros mismos y nos perfecciona:

«Cualquier hombre, mientras lo sea, debiera combatir y hacer grandes


esfuerzos para que nadie le superase en ingenio, en prudencia, en reflexión,
en moderación, en templanza.»

Esa batalla sí que vale la pena. En las otras, somos esclavos de la ira, de
la soberbia, de todas las pasiones, y si no somos libres ¿cómo podemos decir
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

que hemos vencido? Ni recibe más honor por eso, pues el honor reside en el
testimonio de nuestra conciencia.
Por último, el libro cuarto se ocupa del camino para una paz duradera.
Para hallarla, debemos dejarnos guiar por la razón, pues sólo será estable si
es justa y se basa en el derecho. De otro modo no merece el nombre de paz,
como sucede con la inestable y odiosa quietud de la tiranía. Pero una vez
hallado el camino, es fácil seguirlo, porque nuestra naturaleza humana nos
inclina a la benevolencia. Se trata de no dejarse arrastrar por las pasiones y
escuchar a la razón, y los cristianos lo tenemos muchísimo más fácil aún si
seguimos el mensaje de Cristo, pues el amor al prójimo es el principal y casi
único deber de los cristianos.
El tratadito De la pacificación viene a ser un complemento del anterior,
ya que indica cómo procurar la concordia en cada lugar y circunstancia: en
la familia, en la escuela, en el trabajo, en la ciudad… insistiendo en la obliga-
ción que todos tenemos a este respecto, y exhortando en especial a los sacer-
dotes, cuya labor ha de ser conducir a sus fieles por el camino del amor. Si en
lugar de ello se dedican a alentar disputas, se convierten en objeto de horror,
de abominación y de escándalo, a los ojos de Dios y de los hombres.

5. LA POLÉMICA SOBRE LA CONQUISTA

5.1 Significado de la Conquista

El origen de los descubrimientos geográficos del Renacimiento es econó-


mico. En efecto, el monopolio de catalanes, venecianos y genoveses en el
Mediterráneo para comerciar con Siria y la India, las trabas puestas por el
sultán de Egipto y las conquistas turcas mueven a los negociantes de finales
el  XIV y comienzos del  XV a buscar una ruta hacia el Extremo Oriente que
soslaye el paso por Asia Menor. El infante don Enrique de Portugal, después
de la conquista de Ceuta, forma en Sagres un centro de estudios náuticos,
que cuenta con cosmógrafos y marineros expertos. Se conocían las navega-
ciones árabes por el Mar Rojo y la existencia del istmo de Suez. El plan era
circunnavegar África y llegar al extremo oriente por el Mar Rojo. Se temía,
no obstante, superar el sur de Mauritania (cabo Bojador) porque era peligro-
so para las naves y porque se creía que a partir de allí comenzaba la espanto-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

sa zona tórrida. En 1434 logra pasarlo Gil Eanes, escudero de D. Enrique, y


este hecho dio lugar a la larga serie de descubrimientos portugueses en la
costa africana que terminan con la vuelta al cabo de Buena Esperanza
en 1486 por Bartolomé Díaz. En esta misma fecha firma Colón el primer con-
trato con los Reyes Católicos, que lo envían en 1488 a Portugal, una vez que
saben del paso del cabo, «para cosas cumplideras a nuestro servicio». Una vez
cerciorados de que los portugueses habían encontrado el camino alternativo
al extremo oriente empiezan a tomar en serio el proyecto de Colón de llegar a
La India y a China navegando hacia el oeste. El móvil de los reyes de España,
como el de los de Portugal en este asunto era, en principio, exclusivamente
comercial. No se buscaba aumentar las posesiones territoriales ni adquirir
nuevos súbditos, sino poder comerciar legalmente y sin impedimentos con
Oriente. Los reyes de España pensaron que el proyecto de Colón podía servir-
les en eso sin entrar en conflicto con Portugal y le apoyaron. Colón tuvo otros
valedores en la corte española, el más importante fue el duque de Medinacelli,
que quiso correr con los gastos de la expedición, cosa que no consintió la rei-
na. Así pues, podemos concluir que la empresa americana tuvo en sus co-
mienzos un carácter económico y fue una empresa pública.
La intervención española en América estuvo subordinada desde sus co-
mienzos a la autoridad de los reyes. Por otra parte los intereses y actuación
de conquistadores y colonos divergían muy a menudo de los intereses y di-
rectrices del rey, que para asentar su autoridad en los nuevos territorios
envió, casi desde el primer momento, representantes suyos con poderes gu-
bernativos y tomó las medidas legislativas e institucionales conducentes a
limitar los desafueros y poner orden en las nuevas tierras, ello a pesar de
que en muchas ocasiones no se lograra.
La intención era reemplazar el poder militar de la conquista por el po-
der civil emanado del rey. Así, Cristóbal Colón fue sustituido en el gobierno
de la Española después de su tercer viaje por Francisco de Bobadilla, que
envió al Almirante a España cargado de cadenas, y que, a su vez, fue reem-
plazado por un gobernador nombrado por los Reyes Católicos: Nicolás
de Ovando.
El primer acto legislativo puede considerarse el famoso codicilo del
Testamento de la reina Isabel en el que define a los indios como vasallos li-
bres de la Corona, encomienda su especial cuidado y cristianización y pro-
híbe su esclavización y venta. Pocos años después, se reúne en Burgos, por
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

orden del rey Fernando una comisión de teólogos y juristas cuyo cometido
fue dictaminar sobre la recta actuación de los españoles en la tierra descu-
bierta y colonizada por Colón y sobre la legitimidad del dominio español
sobre aquellas tierras y sus pobladores.
La causa de que el rey ordenara esta comisión de expertos fue la con-
tundente y conmovedora denuncia de los abusos llevados a cabo por los
pobladores de La Española contra los indios por parte de los misioneros
dominicos llegados en 1510 para evangelizar6. Fueron creadas por los ju-
ristas de la comisión 32 leyes, llamadas las Leyes de Burgos, promulgadas
en diciembre de 1512.
Se establecía en ellas que los indios eran libres, que debían recibir sala-
rio por su trabajo y pagar un tributo al rey. Tenían también derecho a ser
cristianizados por cuenta del rey, según lo estipulado en la bula papal. Se
aplicó la solución jurídica de la Encomienda, institución castellana usada
durante la Reconquista y vuelta a aplicar ahora con un propósito diferente,
para regular las relaciones de los colonos con los indios. Tenía la ventaja de
ser barata para el rey, pues el encomendero pagaba al sacerdote encargado
de la instrucción religiosa de los indios, y de ser económicamente rentable
para el colono, pues por la encomienda recibía el derecho de cobrar para sí
el tributo de los indios, en dinero, en especie o en trabajo.
Con todo, no se contentaron las conciencias de muchos españoles sobre
este particular ni la del rey de España y eso dio lugar a interesantes polémi-
cas y a libros decisivos, como veremos más adelante.

5.2 La figura del Conquistador

Muchos de los soldados eran veteranos de las Guerras de Italia que bus-
caban fortuna, oro y maravillas en las nuevas tierras. Eran hombres acos-
tumbrados a la dura vida militar y lo único que sabían hacer era la guerra.
Con esto quiero decir que no eran colonos en armas que defendieran frente
a los indios unos predios suyos, sino que buscaban el enriquecimiento rápi-
do y el señorío. Quieren que sus esfuerzos e innumerables fatigas tengan

6
Sermón de Fray Antonio Montesinos en La Española, de diciembre de 1511 y memorial presen-
tado al rey Fernando en España poco después.
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como premio la «gobernación de una ínsula», como Sancho Panza. Así el


propio almirante Cristóbal Colón, Hernán Cortes y Francisco Pizarro.
A pesar de que se les acusa con frecuencia de querer señorear con inde-
pendencia del rey de España, lo que asombra es su obediencia, su fidelidad
y su afán de legalidad. Uno de los pocos casos de rebelión y abierta sedición
es el de Lope de Aguirre, que, no obstante su rebeldía, se molesta en redac-
tar un documento legal en el que declara su voluntad de dejar de ser súbdito
del rey de España. Hernán Cortés, junto con unos cientos de españoles, lle-
gó a hacerse el amo de un territorio que era más grande, más civilizado y
tenía más habitantes que toda Europa, y, sin embargo, su voluntad de se-
guir siendo fiel al rey le trajo a España para entregar un memorial a Carlos V
en el que se defendía de las acusaciones de sus enemigo.
La conquista de los imperios azteca e inca fue mucho más rápida y exi-
tosa que la del centro de América, cuyo régimen político era el cacicazgo.
Así que podemos pensar que una parte importantísima del éxito, incluso la
posibilidad de la empresa misma se debió a la ayuda militar prestada a los
conquistadores por los mismos indios, los que estaban descontentos con el
régimen. No hay porqué poner en duda los datos aportados por los historia-
dores de Indias referentes a las adhesiones voluntarias de muchos indios a
los españoles, debido a las crueles prácticas religiosas y a las graves cargas
que sobre ellos pesaban.

5.3 La controversia entre Bartolomé de las Casas


y Juan Ginés de Sepúlveda

Las Nuevas Leyes de Indias, promulgadas en 1542, y que abolían las en-
comiendas eran difíciles de cumplir por los colonos americanos, y de hecho
no se cumplían. Carlos V, conmovido por las denuncias de las Casas y otros
sobre el maltrato a los indios, decidió suspender los permisos o cédulas
para explotación de nuevos territorios hasta que fuese decidido por junta de
doctos el modo de proceder sin cargo de conciencia en el Nuevo Mundo. Se
convoca la junta en Valladolid el 15 de agosto de 1550.
Las sesiones de la junta duraron de agosto a septiembre de 1550 y de
abril a mayo de 1551. Como teólogos, concurrieron Melchor Cano, Domingo
de Soto y Carranza, los tres dominicos, como las Casas, hecho que levantó
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

protestas. Como expertos en ambos derechos, Pedro Ponce de León, obispo


de Ciudad Rodrigo; el doctor Anaya y el licenciado Mercado por el Consejo
de Castilla; el licenciado Pedraza por el de Órdenes y el licenciado Gasca
por el de la Inquisición.
Juan Ginés de Sepúlveda adapta los argumentos en torno a la guerra
justa del Demócrates primus a la guerra de conquista en América en el
Demócrates alter sive de iustis belli causis apud indos. Las causas generales
de guerra justa son repeler agresiones, recuperar lo arrebatado y castigar a
los malhechores. Se precisa además cumplir ciertos requisitos: que haya
sido declarada por el príncipe, que no se declare por deseo de venganza o
ansia de botín y que cause el menor daño posible. No parece estar muy cla-
ro que en las guerras de conquista americana existan las causas ni se cum-
plan los requisitos.
Sepúlveda dice que la servidumbre del indio es de derecho natural, si-
guiendo a Aristóteles y que las tropelías de los indios: sacrificios humanos,
antropofagia y otros crímenes autorizan la intervención militar. Por otra
parte los reyes españoles deben cumplir lo estipulado en el contrato con la
Santa Sede sobre la obligación de llevar a los indios a la religión cristiana,
cosa que no parece que se pueda hacer sino sometiéndolos previamente
mediante la guerra. Los españoles están autorizados por el Papa a ejercer
violencia sobre los infieles y a dominarlos. La guerra de conquista es justa
y santa.
Fray Bartolomé de Las Casas responde que la guerra puede evitarse.
Aunque, lo mismo que sus contemporáneos, creía justa la guerra hecha a
los infieles, desaconsejaba en absoluto la guerra a los indios, porque impe-
día su efectiva cristianización. Los intereses de la Iglesia se conseguirían de
mejor modo por medio de la persuasión de religiosos catequizadores de
vida ejemplar que por las acciones violentas y depravadas de los aventureros
cuya única meta era saciar su ambición. Tanto los colonos como los indios
son súbditos libres del rey de España y deben organizar su convivencia de
forma pacífica, como seres racionales que son. Pone como modelo su fun-
dación de Verapaz Las conquista del territorio se legitimaba sólo por la ne-
cesidad de evangelizar a los indios.
Por su parte, Sepúlveda argumentaba que, debiendo lo superior gobernar
a lo inferior, como dice Aristóteles, era de derecho natural y conveniente
para los indios mismos recibir la superior civilización europea. Según él, los
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bárbaros, dejados a su mera luz natural, degeneran hasta llegar a ser como
animales y por eso es de ley natural que acepten mejores normas de vida, de
grado o por fuerza. Es un deber corregirlos y por eso la guerra es justa.
Las Casas arguye que hay salvajes y salvajes, y que los indígenas america-
nos tienen unas cualidades morales que les hacen dignos de mejor destino.
Sepúlveda piensa que no serán tan morales si son idólatras, antropófagos y
aficionados a los sacrificios humanos. La Biblia muestra cómo castigaba
Dios atrocidades parecidas y el Papa lo confirma. Entonces Las Casas dice
que para castigar a alguien tienes que tener jurisdicción sobre él, y el Papa
no la tiene sobre los no bautizados. Sepúlveda entonces toma otra línea de
argumentación y dice que cualquier hombre está obligado a castigar críme-
nes horribles para defender vidas inocentes, y Las Casas concluye que esas
barbaridades las hacen movidos por su religión, por lo que lo más práctico
es convertirlos, y eso no puede lograrse por la fuerza, torturándolos y llegan-
do a superarlos en crueldad y saña, sino por la dulzura y la persuasión.
Los teólogos estaban con las Casas y los juristas con Sepúlveda, así que
no se llegó a nada, pero conviene recordar que esta es la única vez en todas
la historia del colonialismo en la que un gobernante pide consejo sobre la
fundamentación jurídica y moral de una guerra en curso.
En cuanto a Fray Bartolomé de las Casas, se le ha criticado diciendo que
su apasionamiento le llevaba a exagerar los desmanes de los colonizadores
y que sus datos son inexactos. Lo cierto es que las cosas que describe son
espeluznantes y que los crímenes contra la vida y la dignidad de los hom-
bres no son cuestión de número. Además es muy loable su intento por com-
prender y apreciar las costumbres y el carácter del vencido, así como su
gallardía para hacerse su portavoz contra la injusticia de los poderosos.

6. LA CREACIÓN DE UN DERECHO INTERNACIONAL

Los nuevos problemas generados por el descubrimiento de América im-


presionaron vivamente a los filósofos, y no sólo españoles, pues también
Montaigne7, por ejemplo, hablaría del «salvaje» y de si no era preferible su
antropofagia, que se ejercía sobre cadáveres, a los crímenes cometidos en

7
En el capítulo XXXI del primer libro de sus Ensayos.
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

personas muy vivas y en nombre de la fe cristiana. En España dio lugar a


reflexiones muy serias por parte de teólogos y filósofos, que acabarían sen-
tando las bases del derecho internacional.

6.1 Francisco de Vitoria

Francisco de Vitoria (1486-1546) era dominico y catedrático de


Salamanca. Teólogo y jurista, fue en esta segunda faceta donde su pensa-
miento alcanzó momentos de mayor originalidad.

En su tratado sobre La Ley establece la primacía de la ley natural sobre


cualquier otra legislación, de manera que todos están obligados a cum-
plirla, pues ha sido puesta en nuestros corazones por el propio Dios. En
cuanto a la ley humana, su fin es el bien común, y será tiranía si busca
otro propósito.

Este mismo espíritu impregna sus Relecciones sobre los indios y el derecho
de guerra. En primer lugar, reconoce que los indios son hombres, no animales
ni dementes, y por lo tanto sujetos de derecho. Además, antes de la llegada de
los españoles «estaban en pacífica posesión de sus bienes» y eran sus verdade-
ros dueños. El ser idólatra o hereje no priva del derecho a disfrutar de la vida
y la propiedad, así que ni el Papa ni el Emperador tenían ningún derecho para
despojarles de vida y hacienda. Aunque se les anuncie que, según tratados de
los que no tienen noticia y en los que no han tenido parte, han pasado a ser
vasallos del rey de España, no tienen por qué aceptar semejante vasallaje y es
lógico que se rebelen, sin que se les pueda hacer la guerra por esa causa. Ni
tampoco por la barbarie de sus costumbres o por su resistencia a aceptar la fe
cristiana, pues nadie está legitimado para castigar a los de otra nación con el
pretexto de que sus costumbres no estén acordes con la ley natural.

Ahora bien, en virtud de esa misma ley «los españoles tienen derecho a
recorrer los territorios de los bárbaros indios y de establecerse allí»8.
También tienen derecho a comerciar, siempre que no tengan la intención de
perjudicar a los naturales del país. Y tienen no sólo el derecho, sino el deber
de tratar de llevarlos por el buen camino predicando el Evangelio. Los espa-

8
VITORIA, Francisco de, Sobre el poder civil, Sobre los indios. Sobre el derecho de guerra. Madrid,
Tecnos, 1998, p. 127.
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ñoles pueden reclamar la legitimidad de su soberanía sobre los nuevos terri-


torios por la vía de la amistad (si los indios la aceptan de buen grado, viendo
la superior civilización de los conquistadores) o de la guerra, que será justa
si es la respuesta a la negativa de los salvajes a que los colonos se establez-
can en su territorio, violando así el derecho natural de libre circulación y
comercio. En el primer caso, serán tan españoles como el que más y nadie
podrá hacerles daño. En el segundo, los españoles, respondiendo a la fuerza
con la fuerza, harán una guerra justa y tendrán derecho a privar a los ene-
migos de vidas, libertad y bienes.
Vitoria insiste en que siempre es preciso que los indios hayan atacado pri-
mero, que sólo será justa la conquista si es una guerra defensiva. Una vez es-
tablecida la legitimidad de la guerra, necesariamente también estarán justifi-
cados los males que trae consigo, como el sáquelo de las ciudades o la muerte
de muchos inocentes, pero aun en ese caso habrá de evitarse la crueldad in-
necesaria, obrando con moderación y justicia, y procurando el interés de los
bárbaros antes que el provecho propio, teniendo muy presente la misión civi-
lizadora y misionera, y sin perder de vista que el fin de la guerra ha de ser el
restablecimiento de la paz. Es muy meritorio este interés por el bien de los
vencidos y esta reivindicación de sus derechos, pero al mismo tiempo se ofre-
cía por fin una salida jurídica bien argumentada para legitimar la conquista.

6.2 Francisco Suárez

Francisco Suárez nació en Granada en 1548. Ingresó en el seminario de


la Compañía de Jesús y fue profesor en Valladolid, Roma, Alcalá de Henares
y Coímbra. Profundo metafísico y notable jurista, llevó a cabo una intensa
renovación del pensamiento de base tomista, lo que, si le causó algunos pro-
blemas con algunas mentes estrechas, acabó convirtiéndolo en uno de los
mejores exponentes del espíritu de Trento. Sus clases, al parecer, eran muy
animadas y siempre estaba proponiendo retos a los estudiantes, haciéndoles
ver la diversidad de soluciones que podía tener un mismo problema e inci-
tándoles a reflexionar, a profundizar y a la consulta directa de las fuentes.
En su teoría política, Suárez encuentra en la ley la fundamentación de la
convivencia ordenada, pero para que la ley sea justa tiene que procurar el
bien común y ser justa y equitativa. Si bien los monarcas legítimos tienen
autoridad sobre sus súbditos, estos no pueden hacer una entrega total de su
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

libertad, del mismo modo que el monarca tampoco puede abusar de ella
para oprimirlos, pues en ambos casos obrarían contra la ley natural. Por
eso es necesario el acuerdo de gobernantes y gobernados.
En lo que respecta al problema que nos ocupa, o sea, el de la legitimidad de
la guerra, Suárez no duda en afirmar que la guerra defensiva, e incluso la
ofensiva en determinadas circunstancias, no sólo es justa, sino hasta necesa-
ria. El autorizado para emprender una guerra es el príncipe, no los grandes
señores ni los virreyes, y no necesita ninguna autorización del Papa, que no
tiene jurisdicción sobre él en lo temporal, aunque sí debe prestar oído respe-
tuoso a su opinión y reconocer, como cristiano, su autoridad moral. Además
de ser declarada por quien tiene la capacidad jurídica para ello, la guerra será
justa si se emprende por una buena causa. No lo son la ambición, la avaricia ni
el deseo de gloria, ni el vengar una injuria leve. Sí lo son, en cambio, la agre-
sión contra la integridad del territorio o la respuesta violenta al derecho de li-
bre circulación de personas y bienes. Por cierto, que Suárez considera que esta
libertad no se basa en el derecho natural, sino en el de gentes. La diferencia es
que, aun basándose también en la ley natural y en la razón, este último no es
innato, sino creación humana, fruto de las costumbres de los pueblos. También
sería causa legítima de guerra el castigo de una injuria grave. En todos esos
casos, la guerra será justa y se podrá luchar en ella sin remordimiento de con-
ciencia. En el caso contrario, quien inicia y toma parte en una guerra injusta
lesiona el derecho del otro, y estará moralmente obligado a indemnizarle por
los daños que le cause, exactamente igual que si le hubiera robado.
En el caso de la guerra contra los infieles, no puede basarse en su mera
infidelidad, ni en el deseo de vengar las injurias hechas a Dios:
«Dios no dio a todos los hombres el poder de vengar todas sus injurias,
ya que Él puede hacerlo fácilmente si quiere.»9

Tampoco la barbarie, o el hecho de ser Emperador o Papa y considerarse


con soberanía universal legitiman para la guerra. Ni el hecho de que otros
pueblos se nieguen a aceptar el cristianismo, si se limitan a negarse, ya que
los asuntos de dogma quedan fuera del derecho. Las guerras de conquista
emprendidas por pura ambición o por deseo de riquezas son ilegítimas.

9
SUÁREZ, Francisco. Guerra, intervención, paz internacional. Madrid. Espasa Calpe, 1956, p. 86.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Es el príncipe quien tiene que asegurarse de la justicia de la guerra que


emprende, y si no está muy seguro, aconsejarse con hombres doctos o, en
último término, desistir del uso de la fuerza. En cuanto a los súbditos, la
obediencia asegura su tranquilidad de conciencia y «no están obligados a
hacer ninguna diligencia sobre la justicia de la guerra». Solamente si tuvie-
ran razones bien fundadas para afirmar que no era legítima podrían faltar
a su deber de obediencia, pero en casos tan excepcionales de evidencia, que
el camino más seguro es seguir las órdenes de los superiores, evitando, eso
sí, la crueldad innecesaria.
Pues hay que respetar al enemigo, y ello incluye declararle formalmente las
hostilidades, sin atacarle por sorpresa, y dejándole clara la causa por la que se
toman las armas contra él. Una vez iniciadas las batallas, es lícito causarle al
enemigo todo el daño que sea posible, para asegurar la victoria, exceptuando la
muerte intencionada de inocentes. Los inocentes serán de todos modos vícti-
mas accidentales, eso es inevitable, pero no se les debe atacar directamente.
En cuanto a la guerra de un pueblo contra su soberano, será injusta y
sediciosa si el soberano es legítimo. En ese caso, solamente el conjunto del
Estado podría deponerlo e incluso matarlo, pero no un particular ni un
grupo de ellos. Por lo mismo es ilegítima la lucha de facciones.
La modernidad de Vitoria y Suárez no reside tanto en lo que concluyen como
en el hecho de que ya no aceptan como mediador del conflicto entre las nacio-
nes a un ser revestido de autoridad, como el Papa ni mucho menos el Emperador,
sino que establecen unas leyes generales y universalmente aceptables, basadas
en la razón, la costumbre y la ley natural, estableciendo las bases jurídicas del
derecho internacional y poniendo la solución pactada de los enfrentamientos y
las normas de su legitimidad fuera del alcance de opiniones individuales.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Desdichas del siglo

«Nunca hubo en el mundo menos benignidad cristianas y nunca cada


cual tuvo más alta estima de sí y tan baja de su prójimo. Unos hombres a
otros, unas naciones a otras se acusan de impiedad, de ser poco cristianos,
como si el que acusa por esto se hallara fuera de toda acusación en lo to-
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

cante a su probidad. ¿Cuál es la razón de ello? Todos son igualmente im-


píos; pero, ciegos para lo suyo, ven sólo lo ajeno. Mejor dicho, no lo ven, sino
que van empujados por el ímpetu de su pasión. Ni falta quien en el calor de
la disputa llegue a afirmar: soy más cristiano que tú, muchísimo más que
tú. Recurren a la espada y mutuamente se acuchillan para hacer ver que
luchan ambos por algo que se halla muy lejos de uno y otro. Habiendo per-
dido el nombre y casi hasta la sombra de cristiandad, con todo cada cual se
hace espía de la cristiandad del otro, inquiere, acusa, sentencia y establece
la pena correspondiente: la capital, la de fama y la de fortuna.»

(Juan Luis Vives, De la concordia y de la discordia)

2. La verdadera victoria

«Así pues, aquella victoria merece la alabanza humana por la que triun-
famos en ingenio, juicio, razón, mente, consejo, sabiduría y virtud, todo lo
cual es muy propio de hombres y no tiene nada en común con las bestias.
¿Por ventura se ha de tener como gloria el que César haya hecho morir con
sus victorias dos millones de hombres?»

(Juan Luis Vives, De la concordia y de la discordia)

3. La autoridad del príncipe viene de Dios

«Si fuesse en mano de los hombres poner príncipes, también ternían


auctoridad para quitarlos, pero si es verdad, como es verdad, que los pone
Dios, a mi parescer ni puede, ni deve quitarlos otro sino Dios; porque las
cosas que ya van medidas por el juicio divino, no tiene licencia de echarles
el rasero el parescer humano. No sé qué ambición pueden tener los media-
nos, ni qué embidia los menores, ni qué sobervia los mayores para mandar
y no querer ser mandados, pues somos ciertos que en este cuerpo de la re-
pública el que vale más valdrá por un dedo cortado de la mano, o por una
uña seca del pie, o por un cabello cortado de la cabeça. Viva cada uno en
paz en su república y reconozca a su príncipe obediencia, y el que no lo hi-
ziere y contradixere, sépase que como dél procede la culpa, en él redundará
la pena; porque antigua sentencia es que el que contra el príncipe alçare
lança le ponga a sus pies la cabeça.»

(Fray Antonio de Guevara, Relox de príncipes, I, 36)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

4. Atrocidades de la conquista

«Cuando acordaban ir a saltear y robar algún pueblo de que tenían noticia


tener oro, estando los indios en sus pueblos y casas seguros, íbanse de noche
los tristes españoles salteadores hasta media legua del pueblo, y allí aquella
noche entre sí mesmos apregonaban o leían el dicho requerimiento diciendo:
Caciques y indios desta tierra firme de tal pueblo, hacémoos saber que hay un
Dios y un Papa y un rey de Castilla que es señor de estas tierras; venid luego a
le dar la obediencia, y si no, sabed que os haremos guerra y mataremos y cap-
tivaremos. Y al cuarto del alba, estando los inocentes durmiendo con sus mu-
jeres e hijos, daban en el pueblo poniendo fuego a las casas, que comúnmente
eran de paja, y quemaban vivos a los niños y mujeres y muchos de los demás
antes que acordasen. Mataban a los que querían y los que tomaban a vida
mataban a tormentos porque dijesen de otros pueblos de oro, o de más oro de
lo que allí hallaban, y los que restaban herrábanlos por esclavos, e iban des-
pués de acabado o apagado el fuego a buscar el oro que había en las casas.»

(Fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias)

5. Miseria moral de los indios

«Comparad ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, tem-


planza, humanidad y religión (de los españoles) con las que tienen esos hom-
brecillos en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad; que no
sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras, (….) y
tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras. Pues
si tratamos de las virtudes, qué templanza ni qué mansedumbre vas a esperar
de hombres que estaban entregados a todo género de intemperancia y de ne-
fandas liviandades y comían carne humana. Y no vayas a creer que antes de
la llegada de los cristianos vivían en aquél pacífico reino de Saturno que fin-
gieron los poetas, sino que por el contrario se hacían continua y ferozmente la
guerra unos a otros, con tanta rabia que juzgaban de ningún precio la victoria
si no saciaban su hambre monstruosa con las carnes de sus enemigos.»

(Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios)

6. Legitimidad de la guerra contra los indios

«Los bárbaros, al prohibir a los españoles el ejercicio del derecho de


gentes, les hacen injuria; luego, si fuera necesario hacer la guerra para ob-
EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

tener su derecho, pueden legítimamente hacerla. Pero hay que advertir que
siendo estos bárbaros medrosos por naturaleza, apocados y de corto enten-
dimiento, aun cuando los españoles pretendan quitarles el miedo y darles
seguridad de sus intenciones pacíficas, es posible que todavía teman, con
razón, al ver hombres con extraño atuendo y armados, y mucho más pode-
rosos que ellos. Por consiguiente, si impulsados por este temores se juntan
para expulsar y matar a los españoles, les sería lícito a éstos el defenderse.»

(Francisco de Vitoria, Sobre los indios)

7. La guerra acarrea males inevitables

«Una vez comenzada la guerra y durante todo el tiempo que duran las
hostilidades, es justo inferir al enemigo todos los daños que parezcan nece-
sarios para obtener la satisfacción o para conseguir la victoria, siempre que
no impliquen injusticias directas contra los inocentes. (…) Porque si es líci-
to el fin, también lo serán los medios necesarios; de consiguiente, ningún
mal causado al enemigo durante la guerra es calificado como injusticia, si
exceptuamos la muerte de inocentes.»

(Francisco Suárez, Guerra, intervención y paz internacional)

BIBLIOGRAFÍA

Sobre el erasmismo, sigue siendo un libro de referencia el de Marcel BATAILLON,


Erasmo en España (FCE, México, varias ediciones).
Una visión profunda y amena del periodo estudiado la encontramos en J. A.
MARAVALL, Carlos V y el pensamiento político del renacimiento español. Madrid,
Espasa Calpe, 1982. 2.ª ed.
Sobre la polémica sobre los derechos de los indios véase libro de Jean Dumont, El
amanecer de los derechos del hombre: la controversia de Valladolid. Madrid,
Encuentro, 2009.
Sobre Suárez, lo más reciente es el estudio de Benjamin HILL, The philosophy of
Francisco Suarez, Oxford, 2012, que pone de relieve los aspectos más actuales
de sus ideas.


TEMA 2
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

Ana Martínez Arancón

1. CONTRARREFORMA Y POLÍTICA

El periodo Barroco supone un movimiento de cierre en muchos aspec-


tos: en cuanto a la diversidad del pensamiento, en lo que respecta al senti-
miento de comunicación y armonía entre los hombres, en lo referente a la
movilidad social… Es un tiempo en el que se adopta una posición defensiva
y se buscan argumentos que funcionen como murallas, baluartes de los ca-
tólicos frente a los protestantes, de los monarcas absolutos frente a concep-
ciones más corporativas, de las nobleza frente a las clases emergentes.
El Concilio de Trento, en el que España tuvo una participación muy se-
ñalada, convirtió en una obligación del monarca católico la defensa de la
ortodoxia y la alianza con la Iglesia. En el caso de España, eso llevó a la
sangría de las guerras contra los protestantes en Flandes, sin permitir atis-
bos de tolerancia, así como a un endurecimiento de la vigilancia ejercida
sobre el pensamiento.
La reflexión política española gira en torno a dos polos fundamentales.
El primero de ellos, la figura del rey. El rey pasa a ser el centro absoluto del
poder. Imagen de Dios y responsable sólo ante él, es también encarnación y
resumen de su pueblo, y por eso sus virtudes pueden hacer la felicidad de
sus súbditos lo mismo que sus vicios privados pueden suscitar una ira divi-
na que traiga consigo la desgracia pública. Se le considera un ser excepcio-
nal, casi sobrehumano, y se le compara al sol, a los planetas… como suce-
dió con Luis  XIV de Francia o con nuestro Felipe  IV, o se reivindican
parentescos mitológicos que lo divinicen, como sucede con los reyes de
España y su fabuloso parentesco con Heracles. Hasta el propio aspecto físi-
co de los Austrias, con su prognatismo, su palidez, sus rubios y finísimos
cabellos, se ve como una prueba de su diferencia esencial, de su carácter
casi angélico. El esplendor de la corte adquiere un significado simbólico, y
la sencillez de los monarcas renacentistas da paso a un ceremonial estricto
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

y a la construcción de palacios más o menos magníficos que sean imagen


de la fuerza y extensión del poder real. Estos palacios también pueden, ade-
más, reforzar ese aspecto cuasidivino de los reyes, como pasa en el del
Escorial, construido a imagen del templo de Salomón y cuya biblioteca está
adornada con pinturas que ilustran los trabajos de Hércules.

Y en torno al monarca, la nobleza, antes levantisca, ejerce ahora menes-


teres que a veces recuerdan la servidumbre, como los de ayuda de cámara,
doncella o camarera, pero, eso sí, a cambio de reservarse, en premio a su
docilidad y sumisión, los cargos de confianza, los empleos importantes y
sustanciosos premios económicos. Y como el rey es el depositario del poder
y el símbolo del país, se mira casi como usurpadores a los ministros dema-
siado poderosos, como Buckinghan, Richelieu o el conde duque de Olivares,
que son criticados ante todo por el mero hecho de tener poder, sea o no
acertada su gestión de los asuntos públicos, como si no hubiera sido el pro-
pio monarca quien los ha colocado en posición tan preminente.

El segundo polo de atención es en realidad un problema: cómo armoni-


zar la ortodoxia católica y las virtudes que exige con una práctica efectiva
de la política real. El Estado no es un hecho natural, sino una creación hu-
mana, un artefacto, que como tal tiene su mecánica, responde a un modo
de funcionamiento que le es propio, y el secreto del arte de gobernar consis-
te precisamente en el conocimiento y adecuado manejo de sus mecanismos.
Reconociendo así esta autonomía del saber político, el manifiesto rechazo
al pensamiento de Maquiavelo por su amoralidad no cegaba a los pensado-
res sobre el hecho de que ofrecía soluciones eficaces, y por lo tanto éxitos
políticos en este mundo terrenal, donde abunda el pecado y nos topamos
con semejantes que no siempre abrigan las mejores intenciones. Este reco-
nocimiento hacía necesario buscar alguna solución de compromiso, ofrecer
modelos de comportamiento que, sin romper con la moral cristiana tampo-
co deje inermes a los buenos gobernantes. En estos dos puntos, pues, se fija-
rá la atención de los pensadores que vamos a estudiar en este capítulo.

2. ANTIMAQUIAVELISMO

Son muchos los autores que reivindican una política cristiana y radical-
mente contraria a la amoralidad del florentino, pero podemos afirmar que
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

el principal representante del antimaquiavelismo es el jesuita Pedro de


Rivadeneyra (1526-1611), autor refinado y culto, que vivió mucho tiempo en
Italia y desempeñó con éxito delicadas tareas diplomáticas. Pero a la hora
de enfrentarse al pensamiento de Maquiavelo no hace gala de mucha diplo-
macia, pues le llama directamente «ministro de Satanás». Tanto él como
quienes a su concepto de la política son afines (y aquí entran en el mismo
saco el emperador Tiberio, Tácito y Bodino). Él propone otro modo de
comportamiento, y por eso titula la obra que aquí nos interesa El príncipe
cristiano.
Empieza la obra señalando la importancia de la religión, que es tan
grande que hasta los mismos tiranos y los propios filósofos perversos la
utilizan para sus fines. Y la más excelente de todas es la religión cristia-
na, por lo que el príncipe que sigue sus dictados podrá mantener y au-
mentar mejor sus estados. Como hará a lo largo de todo el libro, demues-
tra sus afirmaciones con una abrumadora cantidad de citas de grandes
poetas y filósofos. Y así puede concluir, con el apoyo de su erudición his-
tórica, que los mejores reyes han sido los más religiosos, por lo que, si los
príncipes buscan la gloria de Dios y la anteponen a la suya y a sus intere-
ses terrenos,
«Él se los acrecentará y les conservará y aumentará sus reinos, y cuando
hicieren lo contrario se los destruirá.»1

Demuestra con cantidad de ejemplos cómo los buenos príncipes acaban


triunfando y los malos siendo destruidos, y advierte que un buen rey no so-
lamente ha de regirse por los principios cristianos, sino que también ha de
velar para que sus súbditos lo hagan. Ofreciendo una justificación teórica a
la sangría de Flandes, aseveró que los filósofos perversos:
«... enseñan que los reyes y príncipes temporales no deben atender a la fe y
creencia que sus pueblos tienen, sino a conservarlos en justicia y paz, y
gobernar la república de tal manera que cada uno siga la religión que qui-
siere, con tal que sea obediente a las leyes civiles y no turbe la paz. (…) Esta
es la libertad de conciencia que enseñan los políticos de nuestros tiempos;
ésta es la que han abrazado los herejes luteranos de Alemania; ésta es la que

1
RIVADENEYRA, Pedro de, El príncipe cristiano. Buenos Aires, 1942, p. 38.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

han pretendido algunos rebeldes a Dios y a su señor natural en los estados


de Flandes.»2

Además, el gobernante indulgente en estas cuestiones no es verdadera-


mente muy hábil, pues es imposible que herejes y católicos puedan coope-
rar, ya que sus fines e intenciones son muy diferentes. La libertad de con-
ciencia siempre es nociva, y los herejes deben ser castigados, pues son causa
de desunión, caos y perturbaciones sin cuento. En estos asuntos, no hay
faltas leves.

El acatamiento de los reyes a la ley de Dios ha de manifestarse también


por el respeto que muestren por la Iglesia, por sus representantes, el papa y
los prelados, y por los bienes eclesiásticos.

Pero no sólo en las acciones ha de ajustarse el buen príncipe a las nor-


mas de la fe, sino también en el fondo de su alma. Ha de ser virtuoso, y no
sólo aparentarlo, pues simular religión con un corazón impío es un sacri-
legio horrible que sólo puede acarrear desgracias para ese malvado y para
su pueblo. Pues la prosperidad de las naciones no depende de la opinión
de los hombres, que pueden engañarse por las apariencias de piedad,
sino de la voluntad de Dios, que ve en lo profundo y que reconoce y premia
a los suyos, sin engañarse por imitaciones de virtud, por muy buena que
sea la simulación.

Por la puerta del disimulo y la hipocresía entra el veneno del maquiave-


lismo en el cerebro. Por eso, el buen soberano ha de estar atento. Es preciso
que «tape los oídos a los silbos de la serpiente venenosa y desvíe los ojos de
esta mala doctrina» si no quiere perderse a sí y a sus dominios. Por ahí en-
tra el mal gobierno. La mentira siempre lleva a la ruina. Tan solo en muy
contadas ocasiones se podrá recurrir, cuando la importancia de unas nego-
ciaciones, muy excepcionalmente, así lo requiera, a la omisión, o incluso al
uso de palabras equívocas, pero siempre sin engañar, siempre con mucho
tiento y sin que una excesiva prudencia nos haga caer en la perfidia.

Otra cosa que separa al buen príncipe de los malvados secuaces de


Maquiavelo es el cuidado en cumplir siempre su palabra, sobre todo si se ha
ligado por un juramento. Por eso hay que ser reflexivo, pensar mucho las
cosas y mirar bien lo que se promete, pero una vez que se ha hecho, no hay

2
Op. cit., p. 47.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

excusa: hay que hacer honor a lo prometido y ser fiel en el cumplimiento de


la palabra empeñada, sin alegar pretextos y trucos más dignos de un char-
latán que de un caballero cristiano. Esa serie de artimañas que recomien-
dan los maquiavélicos ni siquiera merece el nombre de política.
Otras virtudes del buen príncipe son la clemencia, que los asemeja a
Dios, la generosidad, la templanza, la fortaleza (que, a ejemplo de los márti-
res, no nace de la fuerza bruta, sino de la firmeza de las convicciones) y la
prudencia. En este último punto, será muy útil que recurran al consejo de
personas tan ilustradas como virtuosas, que puedan iluminarle en sus difí-
ciles decisiones, huyendo de los falsos políticos y de los corruptores lisonje-
ros y buscando ayuda en personas de sólida fe y probada rectitud, «hom-
bres experimentados y prudentes, virtuosos y de veras amigos de su señor y
del bien de su república, y libres en decir con modestia su parecer, mirando
más al servicio y utilidad, que al gusto de su amo o su propio interés».

3. LOS TACITISTAS

Otros autores no se muestran tan intransigentes como el culto jesuita, y


buscan soluciones que concilien la realidad de la vida política con la moral
de un príncipe cristiano. Rechazando la radicalidad de las propuestas de
Maquiavelo, buscan sus modelos en la antigüedad clásica, como Séneca o
Marco Aurelio, o en el inteligente historiador y maravilloso escritor Cornelio
Tácito.
El primero de los tacitistas españoles pertenece propiamente al
Renacimiento: es el humanista Benito Arias Montano (1527-1598), que reco-
gió quinientas sentencias de Tácito, por orden de Felipe II, para que sirvie-
ran a modo de manual de prudencia política. Arias Montano era hombre de
profunda religiosidad, pero podemos ver cómo es mucho más flexible que
Rivadeneyra en cuanto a los procedimientos de actuación. Si algunos con-
sejos son de carácter muy general, como la necesidad de que el rey se ocupe
personalmente del gobierno, o que debe velar para que las leyes se cumplan,
para lo cual es conveniente que éstas sean claras y que no se cambien con
demasiada frecuencia, en otros aspectos encontramos un evidente cambio
de tono, como cuando aconseja a los príncipes que las medidas más duras
que sea preciso tomar en el gobierno de sus territorios vengan de manos de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

sus ministros, manteniéndose ellos al margen para no sufrir merma en su


popularidad, o cuando insiste en la conveniencia de que mezclen rigor y
piedad, para que sean temidos con un «temor sin aborrecimiento» y amados
«con respeto y reverencia»3, o de que no se prodiguen demasiado y, sobre
todo, cuando les recomienda que sean prudentes y sagaces, llegando inclu-
so a la cautela.
En estos asuntos se muestra francamente ambiguo, pues si bien, para no
perder su prestigio, el príncipe «ha de cumplir con mucha puntualidad todo
lo que sus ministros hubieren prometido en su nombre»4, también le está
permitida la falsedad en las negociaciones, engañando incluso a sus minis-
tros y embajadores sobre sus verdaderas intenciones, para así lograrlas más
eficazmente. También han de cuidar de atribuirse y proclamar sus éxitos y
de ocultar lo más posible sus fracasos, de juntar en sus actuaciones la fuer-
za con la astucia, siendo, a un tiempo, «león y raposa», encubriendo y disi-
mulando sus fines, lo que, si no es estrictamente una mentira, sí que supone
un agravio a la verdad. Los hechos de un rey nunca han de ser «tan llanos y
claros que no puedan recibir diferentes interpretaciones»5.
Otros pensadores siguen también esta estela ya en el siglo siguiente, re-
curriendo a ese rodeo de aprobar comportamientos algo dudosos con la
excusa de atribuirlos a Tácito y no al perverso Maquiavelo. Entre ellos pode-
mos citar a Álamos de Barrientos.
Baltasar Álamos de Barrientos nació en Medina del Campo en 1556.
Amigo de Antonio Pérez, fue encarcelado a la caída de éste, pero con
Felipe III y Felipe IV consigue cargos y honores. Murió en 1644, tras haber
escrito una voluminosa obra, el Tácito español ilustrado con aforismos.
Álamos de Barrientos cree que todos los hombres tienen una naturaleza
común, y que por lo tanto, quien los conozca, quien sea capaz de profundi-
zar psicológicamente en las claves del comportamiento humano, podrá ma-
nejar a sus semejantes y adelantarse a los acontecimientos, haciéndose así,
en la medida de lo posible, dueño de la fortuna. Para esto convienen cuali-
dades como la prudencia, el secreto y el disimulo. Por ejemplo, si se desea

3
ARIAS MONTANO, Benito, Aforismos de Tácito. Madrid, 1943, p. 13.
4
Op. cit., p. 16.
5
Op. cit., p. 28.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

alguna cosa, no hay nada más útil para lograrla «que las apariencias de que
no se quiere ni desea»6. Por eso:
«El príncipe que (…) procede escuramente y en palabras de suerte que
no se dexa conocer a dónde se inclina, procede con prudencia.»7

Claro que no hay que olvidar que Tácito era romano y que ahora se
quieren dar consejos a los reyes muy católicos, así que nuestro autor se
cura en salud, y si bien dice que quien no sabe disimular no vale para rei-
nar, o que para engañar mejor a los enemigos no hay como fingirles amis-
tad, añade enseguida que eso lo decían «los antiguos sin luz de fe cristia-
na». Pero dicho queda. Y un poco más allá, recomienda como modo muy
eficaz de destruir la reputación de un adversario el aumentar sus vicios,
disculpándole por ellos, pero sin omitir uno. O sugiere, para evitar una
traición, utilizar una gente capaz de mezclarse entre los conjurados y apa-
rentar ser su cómplice. O manifestar tanto más dolor por la muerte de al-
guien cuantos más motivos reales tenga para alegrarse. Incluso, aunque
advierte de los peligros de los odios particulares, que pueden hacer caer en
crueldades inútiles, recomienda la discreción a la hora de eliminar enemi-
gos personales, poniendo como ejemplo, sin más comentarios, que muchos
«tiranos» recurren para ello, con gran éxito, al veneno, arma poco escan-
dalosa y siempre ambigua.
Algunas recomendaciones nos suenan ya a sabidas, como que es preci-
so que el rey gobierne por sí mismo, aunque ayudado por buenos ministros
y sin prodigar demasiado su presencia pública, que ha de procurar ser te-
mido pero sin perder el amor, o que no es bueno introducir demasiadas
novedades, especialmente en las leyes. Pero Álamos tiene una finura espe-
cial para conocer cómo funciona la mente de los hombres, y así, al ocupar-
se ocupa de los modos de mantener la buena fama de los reyes, piensa que
es muy útil mantener los oídos abiertos, una actitud que permite aprove-
char las críticas en provecho propio. También considera conveniente ocul-
tar los deleites y placeres, teniéndolos en lugares secretos a los que se fingi-
rá retirarse por negocios. Pero sobre todo recomienda la prudencia, pensar
bien las decisiones, calibrar bien los hechos, con el mayor número de datos
posibles, y una vez tomada una resolución llevarla a cabo con presteza,

6
ÁLAMOS DE BARRIENTOS, Baltasar, Aforismos al Tácito español. 2 vols. Madrid, 1987, vol. I, p. 53.
7
Op. cit., vol. I, p. 59.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

pues la sorpresa es un factor de triunfo. Vuelve a insistir en cómo el secreto


es crucial:

«Nunca el príncipe suele descubrir luego los efectos de amor y aborre-


cimiento que tiene en su ánimo, sino esconderlos y guardarlos, y después
de bien crecidos, descubrirlos con mayor daño o provecho del paciente. Y
así no suelen conocerse sino por los efectos, tiempo en que no se puede ya
poner remedio.»8

Las cosas, en este mundo, son inciertas. Por eso la prudencia y el secreto
son grandes aliados. Cuando el enemigo quiere reaccionar, ya es tarde, y
también las acciones favorables resultan así más efectistas. Pero hay que
saber aprovechar la ocasión. Si pensar las cosas es bueno, tampoco hay que
demorarse mucho, dejando pasar el momento favorable. Otro modo de pre-
caverse contra la fortuna es aprender de los fracasos ajenos, tanto actuales
como pasados, y no considerar nada como trivial, en asuntos de gobierno,
pues muy pequeñas llamas han causado grandes incendios. Por eso «en la
paz se suelen fortalecer las ciudades como para resistir una gran guerra»9.
Pero la prudencia tampoco ha de ser tan excesiva que se convierta en un
defecto, y así si se ofrece alguna empresa que sea necesaria y honrosa, es
preciso emprenderla, pese a lo peligrosa que parezca, tratando, eso sí, de
hacerlo de la manera más segura posible, para los que serán de gran ayuda
todos los consejos anteriores y un exacto conocimiento de las propias fuer-
zas y del mejor modo de sacarles partido.

En esta corriente tacitista podemos también citar a Juan Pablo Mártir


Rizo, que en su Norte de príncipes (1626) hace abundantes referencias a este
autor, ilustrando además sus afirmaciones con un variado repertorio de
ejemplos de la antigüedad. Su visión es muy pragmática, y a la hora de
aconsejar un modo de obrar u otro lo hace siempre según criterios de utili-
dad. El modelo de actuación política que propone es muy similar a lo que
hasta aquí hemos visto, insistiendo hasta la saciedad en la necesidad de la
prudencia. Así, el príncipe ha de ser reservado, sin confiar demasiado en
nadie, ni siquiera en los miembros de su familia. Ha de saber cuándo no
darse por enterado, que muchas veces es ya de por sí un remedio de los
problemas, y tiene que ser flexible y adaptarse a los cambios de circunstan-

8
Op. cit., vol. I, p. 119.
9
Op. cit., vol. II, p. 895.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

cias, pues en este mundo todo es mudable. Lo más original es la insistencia


en distinguir entre la simulación y la disimulación, o sea, entre el engaño y
el disimulo. El engaño nunca es aconsejable. Mártir Rizo piensa que es aún
peor que el ateísmo, y aprovecha para despacharse a gusto contra
Maquiavelo. Pero además de ser inmoral, lo peor es que no resulta útil:
quien miente pierde su prestigio, se deshonra a sí mismo, y además, una
vez que ha engañado, ya nadie vuelve a confiar en él, con lo que la artima-
ña pierde su eficacia. En cambio el disimulo está íntimamente ligado a la
prudencia y casi puede decirse que es la principal virtud del buen rey. En
efecto:
«Cuando el príncipe es disimulado, todos procuran vivir bajo las leyes
de la razón, porque si no lo hacen así deben juzgar que se saben sus desór-
denes y que se callan aguardando el remedio (…). La prudencia y disimula-
ción están tan unidas que el que sabe bien disimular es prudente, y la pru-
dencia no es otra cosa sino conducir las acciones a su fin con disimulación,
hasta que llegue tiempo de ejecutar bien lo que se disimula, y cuando esto
hacen los príncipes tienen cobardes a los enemigos, los amigos que más de
cerca gozan de su favor no le pierden el respeto, porque ignoran en qué
altura están de su gracia, disimulada con la industria del príncipe, y por eso
cada uno se alienta a mejorarse en su servicio.»10

Otro autor que podemos encuadrar dentro del tacitismo, ya bien entrado
el siglo XVII, es Juan Alfonso de Lancina, cuyos Comentarios políticos (1687)
no son otra cosa que glosas a Tácito aplicadas a necesidades y casos de la
vida pública. Lancina es muy radical; piensa que la política es difícil y que
los reyes necesitan conocimientos especiales. Por ejemplo, tienen que cono-
cer muy bien cómo son sus estados y qué carácter y costumbres tienen sus
súbditos; también han de saber lo mismo de sus enemigos. Y deben también
saber cómo manejar todo eso y cómo hacer el mejor uso de sus fuerzas. Aun
así, eso no garantiza el éxito: «A la sabiduría para el acierto se le ha de aña-
dir la buena gracia», o sea, la buena suerte, pues de la fortuna dependen
muchas cosas, y la primera lección de los poderosos es que nunca pueden
controlarlo todo.

Pero aunque no todo se pueda prevenir, el arma principal del buen go-
bierno es la prudencia, el saber lograr lo que se pretende con la mayor efica-

10
MÁRTIR RIZO, Juan Pablo, Norte de príncipes. Madrid, 1988, p. 98.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

cia y el menor coste posibles. Hay que ser reservado, pues los designios más
ocultos tienen más posibilidades de salir adelante, y «el hacer arcano causa
veneración». Es preciso estar atentos a la ocasión, para alcanzar el éxito
más fácilmente, pues una vez pasado el momento oportuno, incluso las me-
jores resoluciones resultan o más difíciles de ejecutar, o del todo imposibles
o inoportunas. En cuanto a la moralidad de los procedimientos, uno puede
«buscar caminos irregulares» siempre que lo haga con discreción, «sin de-
sazonar al público (…) y sin escándalos». Por mucha palabrería con la que
se quieran disfrazar los hechos y mucho que se recurra a los grandes con-
ceptos, «no hay en los estados más honra que la conveniencia y el poder», de
manera que no hay que mostrarse excesivamente escrupuloso. Por eso:
«La razón de Estado hace muchas cosas lícitas que en otra ocasión se-
rían reprobadas; cuando se hallan desconcertadas las materias, sería im-
prudencia el obrar con regla; en las máximas de las repúblicas lo primero
se ha de mirar a la conservación de ellas y algunas veces es necesario dis-
pensar en los medios, porque sean más acertados los fines. Algunas cosas
se reprueban porque los censuradores no pueden ejecutarlas.»11
Aunque no es un tacitista (realmente es un hombre que constituye de
por sí una categoría única), no me gustaría dar por cerrado este apartado
dedicado a los principios de actuación política sin una mención a la figura
de Baltasar Gracián (1601-1658). Ya he dicho que es difícilmente clasifica-
ble. Tenía una idea bastante pesimista de la humanidad, ya que la mayoría
de los hombres no se rigen por criterios racionales, y de esta manera andan
ciegos y se comportan como animales. Para Gracián, la razón es la luz del
mundo, la cualidad verdaderamente superior y liberadora. Pero el hombre
racional se encuentra en el mundo como un náufrago; está en peligro, como
el que vuelve a la caverna platónica después de haber visto la luz. Por eso
Gracián rendía un verdadero culto a la amistad, pues con su idea del mun-
do, los amigos no sólo son compañeros, sino aliados, luchadores en una
misma batalla por la luz. En este mundo entregado a los instintos, el hom-
bre racional ha de estar siempre sobre aviso, siempre vigilante, como en
una selva. Por eso la desconfianza, la flexibilidad, la capacidad de maniobra
es lo que le permiten sobrevivir. Si consigue el triunfo sobre esos monstruos
oscuros de la irracionalidad es, verdaderamente, un héroe, como Hércules
vencedor de alimañas. Y el mérito es doble en el caso del príncipe, pues a

11
LANCINA, Juan Alfonso de, Comentarios políticos. Madrid, 1945, p. 101.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

este no le basta con salvarse a sí mismo, sino que tiene que encauzar la mul-
titud de sus súbditos, que en su mayoría son brutales y estúpidos.
Visto con quien hay que lidiar, o sea, con una masa ciega pero enorme y
pesada, más vale maña que fuerza, pues si «con el valor se consiguen las
coronas, con la prudencia se establecen»12, y a la hora de buscar un ejemplo
encarnado de las virtudes del buen soberano, no se remonta a la antigüe-
dad, sino que escoge a alguien a quien, por cierto, admiró Maquiavelo: a
Fernando el Católico.
Uno de los recursos más eficaces contra la sinrazón es «valerse siempre de
la ocasión», convirtiendo así a la fortuna en una aliada, en vez de un obstácu-
lo más. Por eso la cualidad que más admira Gracián en su modelo es la flexi-
bilidad. «Gobernó siempre a la ocasión»13, amoldándose a las situaciones
para sacarles el máximo provecho. Sus cualidades eran muchos, pero eso no
basta, pues es preciso que las buenas dotes fructifiquen, y Fernando sabía
utilizar sus talentos, ventajas y conocimientos para lograr el éxito de sus em-
presas, ajustando «su inclinación a la disposición de la monarquía». Era ade-
más prudente. La prudencia, según Gracián, es «madre de la buena dicha»,
porque permite reducir al mínimo el impacto del azar. La época en que vivió
este rey fue tiempo de grandes monarcas, preparados y sagaces, pero
Fernando los superó a todos. Eso sí, fue «político prudente, no político astuto,
que es grande la diferencia»14. La política no puede confundirse con la astu-
cia, y el que engaña, lejos de parecer avisado, da muestras de poca inteligen-
cia, pues la mentira, además de indigna, es inútil y acaba enredando al men-
tiroso y llevándolo al fracaso. No se pueden confundir las acciones de un
soberano con vulgares artimañas. Quienes usaron éstas fueron «reyes de mu-
cha quimera y de ningún provecho». Mentir era para Gracián un atentado
contra la razón, que veneraba. Y por eso pensaba que no ya solo un rey, sino
un hombre digno ha de estar precavido y no fiarse, pero sí ser alguien en
quien se puede confiar. Así, la política de Fernando fue «segura y firme», aun-
que cautelosa. Pudo mantener ocultos sus designios, pudo ser ambiguo en sus
palabras, pero según Gracián, nunca engañó. Estaba siempre atento, sabía
bien con qué fuerzas contaba y el modo de emplearlas para alzarse con gran-

12
GRACIÁN, Baltasar, El político don Fernando el Católico. Zaragoza, 1985, p. 10.
13
Op. cit., p. 90.
14
Op. cit., p. 104.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

des logros, sin desperdiciarlas nunca en empresas descabelladas. Conocía a


sus enemigos y, sin menospreciarlos nunca, podía utilizar sus debilidades en
provecho propio. A eso se debieron sus triunfos, y no a trucos indignos.

4. JUAN DE MARIANA

Vamos ahora a ocuparnos de los autores que se ocupan de una forma


general de cómo ha de ser el buen rey. Ya desde el Renacimiento proliferan
los tratados de educación de príncipes, y también a lo largo del siglo  XVII
vemos obras de este tipo mezcladas con otras más ambiciosas, que tratan
de esbozar un ideal de monarca, de aconsejar al actualmente reinante y de
abordar los problemas que pueden presentársele en el ejercicio de su poder.
Entre todos ellos hemos seleccionado a tres: el padre Mariana, Francisco de
Quevedo y Diego de Saavedra Fajardo.
Juan de Mariana nació en Talavera en 1536, hijo natural de una madre
humilde. Ingresó en la Compañía de Jesús y se distinguió por su inteligencia
y erudición. Entre sus obras principales podemos señalar su magnífica
Historia de España, llena de reflexiones interesantes, y la que aquí vamos a
comentar: Del rey y de la institución real. La escribió en latín y fue su obra
más polémica; incluso fue prohibida y quemada públicamente en Francia,
tras el asesinato de Enrique IV, pues se interpretó que justificaba el regicidio.
Comienza, en la estela de Aristóteles, postulando la natural sociabilidad
del ser humano y la conveniencia de vivir en sociedad para hallar más có-
modamente todo lo necesario a la vida. En cuanto a las formas de regirse,
varias son buenas, y la monarquía es preferible si de alguna forma es una
combinación de ellas, siendo un gobierno de uno solo pero que es aconseja-
do por los más sabios y que gobierna por el bien de todos; en caso contrario,
si se pervierte, llega «a parar en la mayor tiranía posible y en la más abomi-
nable forma de gobierno»15. La tiranía es el imperio de la codicia, la arbitra-
riedad, la crueldad y las pasiones. El tirano no conoce freno ni leyes. En el
extremo opuesto, el buen rey defiende a los débiles, hace justicia, procura la
felicidad común y se somete gustoso a las leyes. El buen rey ejerce su poder
con templanza, presta oídos a las quejas y peticiones, procura el bien co-

15
MARIANA, Juan de, Del Rey y de la institución real, en Obras completas,  2 vols., Madrid,  1950,
vol. II, p. 472.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

mún y trata a sus súbditos como a hijos, «sabiendo que ha recibido el poder
de manos del pueblo»16. El amor de su pueblo es su mayor defensa. En cam-
bio, los tiranos son odiados y por eso siempre temen, con motivo, pues mu-
chas veces acaban asesinados, lo que en ocasiones extremas resulta com-
prensible y aun justificable. Si bien es propio de buenos súbditos y mejores
cristianos soportar con paciencia los males, y reconociendo siempre que la
potestad real tiene un halo sagrado y su autoridad ha de ser acatada, no es
menos cierto que, como la dignidad real tiene su origen en el pueblo, éste
puede reprocharle sus desafueros, y si no se corrige, pueden despojarle del
cetro y la corona. Por otra parte, en la historia siempre han merecido ala-
banza los asesinos de grandes tiranos, y eso demuestra que «el sentido co-
mún, que es en nosotros una especie de voz natural» aprueba su conducta.
«El tirano es una bestia fiera y cruel, que a donde quiera que vaya, lo
devasta, lo saquea, lo incendia todo, haciendo terribles estragos por todas
partes con las uñas, con los dientes, con la punta de sus astas. ¿Quién cree-
rá sólo disimulable y no digno de elogio a quien con peligro de su vida
trate de redimir al pueblo de sus formidables garras?»17
Pero hay que hacer una salvedad: si bien es lícito matar sin más conside-
raciones al tirano que se apropió del poder sin derecho y por la fuerza y que
oprime a sus súbditos con crueldad, en el caso de los príncipes legítimos a
los que les viene la corona por herencia, es preciso sufrirlos y respetarlos,
por grandes que sean sus vicios, pues en caso contrario se originarían des-
órdenes y caos mucho más perjudiciales. Puede ocurrir, sin embargo, que el
mal soberano oprima gravemente a su pueblo cometiendo graves y repeti-
dos crímenes. En este caso, se le amonestará, se le aconsejará por medio de
personas sabias y autorizadas y, en último término, *si su crueldad y contu-
macia persisten, el pueblo podrá retirarle el poder que le cedió. Si, como es
previsible, el mal rey se resiste a abandonar el trono y hay riesgo de guerra
civil, se le considerará enemigo público y se podrá ejecutarlo, como legítima
defensa de su pueblo. Y esta facultad de eliminarlo no reside solo en la co-
munidad, sino en cualquier particular «que, abandonada toda especie de
impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de
esta suerte a la república»18. Este es el punto más polémico y también el

16
Op. cit., p. 477.
17
Op. cit., p. 482.
18
Ibídem.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

más original. Y termina advirtiendo a los tiranos y malos reyes que no


crean nunca que se han reconciliado con su pueblo mientras no haya cam-
biado su conducta, pues el poder del pueblo está por encima del suyo.
El rey está obligado a cumplir las leyes, pues violentándolas se aparta de
la justicia. Su ejemplo, además, será la mejor garantía para que sean obedeci-
das y respetadas. El acatamiento además le dará legitimidad para castigar a
los culpables, lo que no sucedería si él mismo se contase entre los delincuen-
tes. Y si se somete a las humanas, con cuánta mayor razón ha de hacerlo a las
divinas, respetando siempre la religión y mostrándose benévolo y moderado.
Si queremos evitar los riesgos de la tiranía y si pretendemos que los súb-
ditos no sólo amen y obedezcan a su soberano, sino que le consideren «un
ser de estirpe divina, dado por el cielo como la más clara estrella del orbe»,
lo mejor es forjar el carácter de los futuros reyes mediante una adecuada
educación, y a esto dedica Mariana el segundo libro de su obra.
La educación del rey ha de empezar en la infancia y tendrá por finalidad
corregir sus vicios y enseñarlo a someterse a la razón. Aprenderá así a ser
moderado en todo, empezando por la comida y el vestido, a ejercitar su
cuerpo y a enriquecer su alma con el estudio de las letras y la música. Se le
rodeará de compañeros escogidos que le ayuden a permanecer en la virtud
y se le inculcará el amor por la verdad, que le hará huir de los aduladores y
de la mentira, pues digan lo que digan otros autores y por más que éstos
sean «varones de excelente ingenio», el fingimiento no es propio de un prín-
cipe y además resulta contrario a sus intereses. «Cobrará fama de pérfido e
injusto» y sus intereses políticos se resentirán, pues «¿Quién ha de ser en-
tonces su aliado? ¿Quién ha de fiarse de su palabra? (…) Nadie ha de creerle
después, aunque lo afirme con juramento; todos han de mirarle con descon-
fianza y aborrecerle»19. Por último, la justicia, la prudencia y el respeto a la
religión acabarán de formar un modelo de príncipe perfecto.
El buen rey sabrá auxiliarse de consejeros y ministros. Tendrá en gran con-
sideración a la nobleza, aunque no sea más que por honrar la gloria de sus an-
tepasados. Respetará a obispos y prelados. Cuidará de los ejércitos y no dudará
en ponerse al frente de sus tropas en caso de guerra. Será parco en sus gastos
y socorrerá a los pobres, pero de modo que procure que salgan de su pobreza,
para lo que favorecerá la agricultura y el comercio. Procurará mantener rela-

19
Op. cit., p. 517.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

ciones cordiales con los demás soberanos y estimará la paz, pero tampoco ha
de rehuir la guerra justa. Y como ejemplo de guerra justa, cita la que se hace en
defensa de la religión, no sólo porque ser el valedor de la fe es una obligación
del príncipe cristiano, sino también en interés de sus propios territorios, puesto
que dos religiones dentro de un mismo estado es algo sumamente peligroso
para la estabilidad, destruye la armonía interna y engendra el caos.

5. FRANCISCO DE QUEVEDO

Francisco de Quevedo (1580-1645) es uno de los mayores poetas de la


lengua castellana, pero también dedicó muchas energías a la política, tanto
con sus escritos (que llegaron a costarle la prisión) como con su actividad
en la corte, incluyendo algún episodio novelesco. Entre sus escritos políti-
cos, el más importante es Política de Dios y gobierno de Cristo.
La tesis principal del libro es que Cristo es el modelo para los reyes de la
tierra y por ello, la primera virtud del rey ha de ser el gobierno personal.
Esto se escribe en la época de los Austrias menores, cuando es más grande
el poder de los validos. Quevedo se muestra muy contrario a esta forma de
gobernar y le atribuye todos los males de la patria.
El rey ha de ser bondadoso y escuchar los ruegos de sus súbditos, como
hace Dios con nosotros, pero no débil, sino fuerte, como el Señor. Un buen
rey no se duerme en los laureles, sino que está vigilante. Es preciso «que
sepan los que están a su lado que siente aun lo que ellos no ven»20. Como
imagen de la divinidad en la tierra, ha de estar atento en primer lugar a que
se le tenga el respeto debido, a mantener la honra y el prestigio de la corona.
Esta es una prioridad. Por eso no debe permitir familiaridades ni confian-
zas, ni tampoco extender sus beneficios hasta empobrecerse. «Ni para los
pobres se ha de quitar al rey»21. El soberano es el más legítimo necesitado y
los ministros que lo despojan con pretextos varios obran como Judas. Lo
mismo sucede con las peticiones de mercedes y beneficios: que el rey sólo
conceda aquello que es realmente merecido y que puede otorgar sin grave
menoscabo de su hacienda o de su poder.

20
QUEVEDO, Francisco de, Política de Dios y gobierno de Cristo, en Obras completas,  2 vols.,
Madrid, 1968, vol. I, p. 541.
21
Op. cit., p. 543.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La corona es una carga pesada, y por eso el monarca necesitará auxilia-


res, ministros y consejeros, pero no por ello debe abandonar el gobierno
personal. Los ministros habrán de ser controlados, corregidos cuando co-
metan errores y castigados si son malos, como Dios condenó a los ángeles
desobedientes. El que no obra así «no es rey, es vil esclavo de la malicia de
sus vasallos»22, y además falta a su deber, pues perjudica los intereses del
estado al tolerar su mala gestión. En cuanto a los consejeros, bien está pedir
su opinión, pero siempre que prevalezca al final el propio criterio, sin dejar-
se arrastrar por el parecer ajeno. Si se equivoca, padecerá menos su presti-
gio habiendo errado él que habiéndose dejado llevar al error.

A imagen de Dios, el verdadero rey ha de cuidar de su pueblo como un


padre. Por eso tiene que ser moderado en las cargas y tributos, pues de otra
manera alimentaría su grandeza con la sangre de sus hijos. Los impuestos
han de ponerse con motivo y necesidad, repartirse entre los vasallos con
justicia y proporción, evitando abusos, y emplearse con prudencia y buen
juicio, «porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los em-
bolsen los que los cobran, o gastarlos en cosas para que no se pidieron, más
tiene de engaño que de cobranza». Una de las cosas para las que se suelen
imponer tributos es para los gastos militares. Si la guerra es justa, y la gente
lo entiende así, los dineros afluirán más fácilmente y los soldados marcha-
rán al combate con mejor ánimo, y una guerra es justa cuando lo es su cau-
sa, cuando se han agotado las posibilidades de arreglar las cosas de manera
pacífica y cuando lo que se intenta es restablecer la paz y hacerla más dura-
dera, y no establecer un semillero de nuevas discordias.

Cuidando de su pueblo sin oprimirlo, también ha de estar atento el rey a


las quejas razonables de sus súbditos. Ha de imitar al buen pastor, y si no lo
hace, al empobrecer y destruir a sus vasallos acaba atentando contra la
base de su poder y él mismo acabará perjudicado.

«Si los monarcas, que están en la mayor altura y encima de todos, no


son como el fieltro, que defiende de las inclemencias del tiempo al que le
lleva encima, son como las tormentas, diluvios y piedra sobre las espigas
que cogen debajo. Lleva el vasallo el peso del rey a cuestas como las armas,
para que le defienda, no para que le hunda.»23

22
Op. cit., p. 554.
23
Op. cit., p. 598.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

La culpa de esta situación, que asemeja al rey a los tiranos, la tienen los
malos ministros, que ciegan al monarca y lo engañan. Todos estos son dis-
cípulos, en último término, del diablo, pero por mediación de los «políti-
cos», de los seguidores de doctrinas perversas que hacen de «la disimula-
ción y la incredulidad» sus principios rectores.

«Los reyes son vicarios de Dios en la tierra» y no pueden abdicar de esa


responsabilidad, por muy atractivo que le resulte apartarse de la fatiga del
gobierno. Los malos ministros, llevados por la ambición, tratan por todos
los medios de hacerle abandonar su puesto, y envuelven su propósito con
buenas palabras y con ofertas atractivas de descanso y diversiones, pero no
hay que olvidar que las tentaciones siempre son apetecibles, desde la prime-
ra de todas, pues la serpiente engañó a Eva con una manzana. Pero ceder a
ellas es pecado, y el rey que no sabe serlo y abandona su poder y su dignidad
en manos de un vasallo comete el peor, se destruye a sí mismo y a su pueblo
y fracasará en todas sus empresas, pues Dios le abandonará, y es Él quien
concede las victorias.

6. SAAVEDRA FAJARDO

Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) compaginó su obra literaria con


una intensa actividad como diplomático, como consecuencia de lo cual viajó
bastante por Europa y residió en Roma, Ratisbona, Múnich y Viena. Cierra
este tema no sólo por razones cronológicas, sino también porque es un aca-
bado ejemplo del pensamiento político del Barroco español. Teñido por el
espíritu de la Contrarreforma, la religión es la guía fundamental del buen
gobernante, pero al mismo tiempo es práctico y posibilista, y las abundantes
citas de Tácito que jalonan su obra demuestran que estaba abierto a solucio-
nes de compromiso, siempre que no hiriesen su conciencia de cristiano.

Su obra más famosa es la Idea de un príncipe político cristiano represen-


tada en cien empresas, conocida generalmente como Empresas políticas. Se
publicó en 1642. Ya el título nos da una idea del carácter de síntesis del pen-
samiento de Saavedra. Su príncipe ha de ser a un tiempo político (y ese era
el nombre que los escritores más intransigentes daban a los pensadores in-
ventores de argucias y más o menos alimentados en la doctrina de
Maquiavelo), y cristiano. Este modelo de monarca ideal se desarrolla en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

cien empresas. Una empresa es la unión de una imagen de contenido simbó-


lico y un mote o lema, o sea, una frase en latín o en español que completa y
explica el sentido de la imagen.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

A continuación de cada empresa, viene la larga explicación de Saavedra


Fajardo, componiendo el retrato del príncipe perfecto. Este nace y hereda
su trono, pero necesita una educación adecuada, pues «apenas hay árbol
que no de amargo fruto si el cuidado no lo trasplanta y legitima. (…) La
enseñanza mejora a los buenos y hace buenos a los malos»24. Esta educa-
ción ha de ser inteligente: se ha de enderezar lo torcido, pero sin forzarlo,
pues lo que se reprime demasiado acaba estallando. Se debe ser firme,
pero de manera que no se le haga perder el gusto por aprender, y combi-
nar los ejercicios corporales y militares con las letras, pues la política re-
quiere ciencia, y por eso «más se teme en los príncipes el saber que el po-
der. Un príncipe sabio es la seguridad de sus vasallos»25. La religión, la
elocuencia y la historia deben figurar entre las principales enseñanzas.
Otras disciplinas no están de más siempre que no quiten tiempo para lo
principal, que es ante todo la formación de la razón y el juicio y el conoci-
miento de los hombres. No hay que olvidar que el arte de gobernar no
pertenece a la naturaleza, sino que es invención humana, y como tal ha de
ser aprendido, pues es la «ciencia de las ciencias». En primer lugar, ha de
someter sus afectos a la razón y sus intereses individuales a los del Estado,
pues un rey no es un particular y no puede permitirse el lujo de ceder a
sus inclinaciones. Dominar la ira y la envidia, no dejarse arrastrar por el
deseo de fama, evitar la familiaridad y tener mucho cuidado con lo que
dice, que las palabras de un rey no las lleva el viento y pueden volverse en
su contra, descubrir sus debilidades o revelar designios que habían de per-
manecer secretos. Pero si es recomendable el secreto y aun el disimulo,
debe ser aborrecido el engaño:

«Mentir es acción vil de esclavos e indigna del magnánimo corazón de


un príncipe, que más que todos debe procurar parecerse a Dios, que es la
misma verdad.»26

La religión, pues, ha de ser el freno de la argucia política, y en general el


principio rector de la conducta de los reyes. Ellos están en el punto de mira
y su ejemplo es fundamental. Además, si son virtuosos, Dios les concede el
triunfo en sus empresas y la prosperidad para sus reinos. «A la virtud de un

24
SAAVEDRA FAJARDO, Diego de, Empresas políticas. Barcelona, 1988, p. 25.
25
Op. cit., p. 40.
26
Op. cit., p. 90.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

príncipe justo, no a los campos, se han de atribuir las buenas cosechas»27.


A mantenerse virtuoso le ayudarán buenos consejeros, capaces de censu-
rarle si obrase mal, el deseo de mantener su prestigio y la comparación con
grandes monarcas con el deseo de imitarlos. Pero si la virtud es buena,
cuando es verdadera y no fingida, resultará perjudicial si se hace rígida e
intolerante y si se ensaña con demasiado rigor con los vicios ajenos, pues la
naturaleza humana es frágil, no todos tienen las mismas fuerzas y obliga-
ciones, y hay que ser comprensivos.

El príncipe debe exigirse más de lo que pide a sus vasallos, pues su res-
ponsabilidad es grande. Ha recibido sus reinos de Dios, directamente,
aunque con el consentimiento del pueblo, y a Él ha de darle cuentas de su
conservación y buen gobierno. Por eso la corona tiene tanto de oro como
de espinas. Como «vicario de Dios» ha de velar para que se respete su dig-
nidad y tiene que administrar justicia y repartir premios y castigos, conju-
gando las leyes humanas, que tiene jurisdicción sobre los cuerpos, con las
divinas, que gobiernan las almas. «El príncipe que sobre la piedra trian-
gular de la Iglesia levantare su monarquía, la conservará firme y segura»28.
La cruz ha de ser el estandarte principal del buen rey, y su celo religioso
ha de estar atento para que no se introduzcan entre sus súbditos «noveda-
des» y herejías, que acabarían minando la fe y causando desórdenes y caos
en el estado.

Entre las virtudes propias del monarca, la principal es la prudencia, y


una parte muy importante de ella consiste en estar atento a los cambios de
las circunstancias. El mundo es mudable, y lo que hoy puede ser adecuado
mañana será un error. Si la prudencia es como una columna firme regida
por la razón, las acciones concretas han de ajustarse a las ocasiones, a la
diversidad de los caracteres humanos, a la diversidad de las empresas que
se emprenden:

«La misma variedad que se halla en los ingenios se halla también en


los negocios. Algunos son fáciles en los principios y después, como los
ríos, crecen con las avenidas y arroyos de varios inconvenientes y dificul-
tades. Éstos se vencen con la celeridad, sin dar tiempo a sus crecientes.
Otros al contrario, son como los vientos, que nacen furiosos y mueren

27
Op. cit., p. 97.
28
Op. cit., p. 170.
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

blandamente. En Por con incertidumbre y peligro, hallándose en ellos el


fondo de las dificultades cuando menos se piensa. En estos se ha de pro-
ceder con advertencia y fortaleza, siempre la sonda en la mano y preve-
nido el ánimo para cualquier accidente. En algunos es importante el se-
creto. (…) Otros no se pueden alcanzar sino en cierta coyuntura de
tiempos.»29

Por eso no hay que fiarse nunca y hay que estar siempre alerta, y por
eso la experiencia a veces resulta más un estorbo que una ayuda, porque
resta flexibilidad. Si la reputación es un fuerte sostén de un imperio, el
príncipe es su espejo y su representación, y su prestigio será mayor si sabe
manejarse tanto en la paz como en la guerra y en diversas circunstancias.
Por eso no hay que temer las dificultades ni retroceder ante la adversidad,
sino saber manejarse en esas circunstancias, como los barcos aprenden a
navegar con vientos contrarios, escogiendo la solución que menos perjudi-
que, sabiendo usar tanto de la fuerza como de la dulzura, según los casos,
administrando bien sus recursos, sin ser pródigos ni tacaños, no desde-
ñando lo que es pequeño, sabiendo callar o incluso disimular sus propósi-
tos cuando convenga, estando siempre vigilantes, desconfiando de las apa-
riencias, guardando en secreto sus resoluciones y siendo rápido en su
ejecución. Pero toda esa batería de recursos que tiene que ser capaz de
utilizar un rey tiene un límite: nunca hacer nada ilícito ni deshonesto, por
justificado que parezca políticamente, porque no «basta sea el fin honesto
para usar de un medio por su naturaleza malo»30. La flexibilidad no debe
nunca confundirse con despreocupación moral ni mucho menos convertir-
se en perfidia.
Advierte al príncipe contra la confianza excesiva en sí mismo y en sus
colaboradores, ministros, consejeros y secretarios, que son precisos para el
gobierno, pero también peligrosos. Por eso los elegirá con cuidado y los con-
trolará constantemente, manteniendo a raya su anhelo de libertad y su am-
bición, renovándolos con la frecuencia conveniente y mostrándose firme.
También le recomienda que conozca bien sus dominios (su clima, el carácter
de sus gentes) y los de los países vecinos, porque, aunque todos los imperios
tienen su auge y su declive, y Dios otorga la primacía ora a un país ora a otro,
la imprudencia y las pasiones de los hombres tiene mucha culpa en esas caí-

29
Op. cit., p. 200.
30
Op. cit., p. 277.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

das y pérdidas. Por eso da algunos consejos prácticos: Que se atienda al


ejército, pues las armas son el sostén de la corona; que los impuestos no sean
excesivos, para no ahogar a sus súbditos y empobrecer su reino en vez de
fortalecerlo; que se fomente el trabajo y la riqueza sólida y se estime en me-
nos el lujo y la ostentación y que se fortalezca la autoridad real, suprimiendo
el exceso de privilegios y no permitiendo intrigas cortesanas. Que el príncipe
esté atento a los asuntos de gobierno, que no descanse con la confianza de
victorias pasadas, porque mudan los tiempos y muchas veces se atribuye a la
fortuna lo que sólo es consecuencia de la imprevisión, que vele por la justicia
y la religión, y mantendrá sus estados, con la ayuda de Dios.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. El maquiavelismo es nocivo

«Queda probado que el primero y más principal cuidado de los prínci-


pes cristianos debe ser el de la religión, y que la falsa razón de estado de los
políticos, que enseña a servirse de ella cuando les estuviere bien para la
conservación de su estado y no más, es impía, diabólica y contraria a la ley
natural y divina, y al uso de todas las gentes por más bárbaras que sean, y
al juicio de todos los sabios filósofos, y al uso de los prudentes y loables
príncipes, y destructora de los mismos estados que por esta razón de estado
quieren conservar.»

(Pedro de Rivadeneyra. El príncipe cristiano)

2. ¿Secreto o engaño?

«El príncipe siempre ha de encubrir el secreto de sus trazas, fingiendo


al contrario de lo que desea. Porque dicen muchos que quien no sabe fingir
y disimular no sabe mandar, y cuando quiere engañar a otro príncipe o
personas con quien trata por medio ajeno y disimular con ellos sus intentos
y trazas, el primero a quien ha de engañar y encubrir sus designios es al
mismo embajador que tiene (…), para que trate el negocio con más eficacia
y para excusar el peligro de que sabiendo la disimulación proceda más
blandamente.»

(Benito Arias Montano, Aforismos de Tácito)


EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

3. Obrar a tiempo

«Después de haber consultado bien el negocio, es necesario proceder


con buen juicio en la ejecución, apresurándola en su tiempo, para que no se
pierda con pasarse la ocasión.»

(Álamos Barrientos, Aforismos al Tácito español)

4. Prudencia contra astucia

«Fue era de políticos y Fernando el catedrático de prima. Luego político


prudente, no político astuto, que es grande la diferencia.

Vulgar agravio es de la política el confundirla con la astucia; no tienen


algunos por sabio sino al engañoso, y por más sabio al que más bien supo
fingir, disimular, engañar, no advirtiendo que el castigo de los tales fue
siempre perecer en el engaño.»

(Baltasar Gracián, El político don Fernando el Católico)

5. Aviso a los tiranos

«En la historia antigua como en la moderna abundan los ejemplos y las


pruebas de cuán poderosa es la irritada muchedumbre cuando por odio al
príncipe se propone derribarle. Tenemos cerca de nosotros, en Francia, uno
muy reciente. (…) ¡Triste y memorable suceso! Enrique III, rey de aquella
monarquía, yace muerto por la mano de un monje, con las entrañas atrave-
sadas por un hierro emponzoñado. ¡Qué espectáculo! Repugnante a la ver-
dad y en muy pocos casos digno de alabanza. Aprendan, sin embargo, en él
los príncipes; comprendan que no han de quedar impunes sus impíos aten-
tados. Conozcan de una vez que el poder de los príncipes es débil cuando
dejan de respetarles sus vasallos.»

(Juan de Mariana, Del Rey y de la institución real)

6. Gobierno personal del rey

«El buen rey, Señor, ha de cuidar no sólo de su reino y de su familia, mas


de su vestido y de su sombra; y no ha de contentarse con tener este cuidado:
ha de hacer que los que le sirven y están a su lado, y sus enemigos, vean que
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

le tiene. Semejante atención reprime atrevimientos que ocasiona el diverti-


miento del príncipe en las personas que le asisten, y acobarda las insidias de
los enemigos que desvelados le espían. (…) Quien divierte al rey le depone,
no le sirve. Por esta causa, los que por tal camino pueden con los reyes, se
van fulminando el proceso con sus méritos; su buena dicha es su acusación
y hallan testigos contra sí los medios que eligieron, y se ven con tanta culpa
como autoridad. (….) Rey o monarca que no abriere los ojos y no despertare,
da señas de difunto, que tiene la reputación en poder de la muerte.»

(Francisco de Quevedo, Política de Dios y gobierno de Cristo)

7. La religión, política suprema

«A muchos dio la virtud el imperio, a pocos la malicia. En éstos fue el


cetro usurpación violenta y peligrosa; en aquéllos, título justo y posesión du-
rable. Por secreta fuerza de su hermosura obliga la virtud a que la veneren.
Los elementos se rinden al gobierno del cielo porque perfección y nobleza, y
los pueblos buscaron al más justo y al más cabal para entregarle la suprema
potestad. (…) Los vasallos respetan más al príncipe en quien se aventajan las
partes y calidades del ánimo. Cuanto fueren éstas mayores, mayor será el
respeto y estimación, juzgando que Dios le es propicio y con particular cuida-
do le asiste y dispone su gobierno. (…) No pierde tiempo el gobierno con el
ejercicio de la virtud, antes dispone Dios entre tanto los sucesos.»

(Diego Saavedra Fajardo, Empresas políticas)

BIBLIOGRAFÍA

Por su agudeza, profundo conocimiento del tema, claridad y elegancia en la


exposición y por lo acertado y sugerente de sus interpretaciones, siguen siendo
imprescindibles:

MARAVALL, José Antonio, Estudios de historia del pensamiento español de (Madrid,


1984). (Para este tema nos interesa el tomo tercero.)

Un estudio interesante y muy rico en perspectivas es el de:

FERNÁNDEZ SANTAMARÍA, José A., Razón de estado y política en el pensamiento español


del Barroco (Madrid, 1986).
EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

Un buen resumen, expuesto de forma didáctica y completado con una antología


de textos, es el de:

LÓPEZ ALONSO, Carmen, y ELORZA, Antonio, El hierro y el oro. Pensamiento político


en España, siglos XVI y XVII (Madrid, 1989).


TEMA 3
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

Ana Martínez Arancón

1. SEMBLANZA GENERAL

Ya desde el último tercio del siglo XVII se empezó a notar un cierto cam-


bio en el pensamiento español, aunque limitado a algunas individualidades
destacadas. Este cambio iba en la dirección de una cierta apertura a las
ideas y los métodos científicos del resto de Europa y un enfoque más prác-
tico del pensamiento. Con la llegada de la nueva dinastía, en los primeros
años del siglo  XVIII, un mayor contacto con las gentes, las ideas y los libros
que venían del otro lado de la frontera, así como la decidida voluntad de los
nuevos monarcas por introducir medidas modernizadoras, cambiaron de
manera notable la mentalidad de muchos españoles.
El aspecto de las ciudades también se modifica. Aparece un tipo de ar-
quitectura diferente, más luminoso, inspirado en los modelos clásicos y que
da a las poblaciones un aire más europeo. Se cuida más el urbanismo, así
como la limpieza y orden de los espacios públicos, que se adornan con pa-
seos y monumentos. También la moda cambia, y las pesadas capas y los
colores oscuros se ven sustituidos por telas más claras y ligeras. La gente ya
no va por la calle embozada, sino mostrando el rostro, lo que no sólo favo-
rece la seguridad, sino también la comunicación. La vida social se hace más
animada con la moda de tertulias y reuniones, y esta sociedad conversado-
ra entra también en contacto con la ciencia y el pensamiento por medio de
las sociedades de Amigos del País y de las Reales Academias, y por el naci-
miento y proliferación de periódicos. De esta manera, los españoles tienen
más facilidades para conocer y hacer circular ideas y para difundir todas
aquellas que puedan resultar útiles a la patria.
Los ilustrados se sienten, y con motivo, minoría, enfrentados a un país
mucho más atrasado y todavía muy apegado a costumbres e ideas irracio-
nales. Son optimistas y creen que la razón acabará imponiéndose, pero
también son conscientes de que no va a ser fácil. Por eso piensan que los
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

cambios han de surgir por dos caminos: uno, más lento, que es la educa-
ción, que irá cambiando las costumbres y el modo de pensar de la mayoría;
otro, más rápido, que consiste en la transformación de la sociedad por me-
dio de medidas impuestas desde el poder, reformas que son sin duda bené-
ficas, pero que son aplicadas sin contar con la voluntad del pueblo a cuya
mejora van destinadas y sin que éste comprenda siquiera las ventajas que
aportan. Por eso se habla de despotismo ilustrado. Con las nuevas lecturas,
van penetrando ideas nuevas, como la división de poderes, la conveniencia
de la circulación de libros y pensamientos o los derechos individuales, pero
todo ello en un plano muy moderado, pensando que las reformas han de
estar siempre impulsadas por el monarca y apoyadas por las capas más cul-
tas de la sociedad y, sobre todo, que han de ser eso, reformas, sin afectar a
la estructura fundamental del Estado. Los ilustrados tiene fe en el progreso
y son unos optimistas convencidos, por lo que están seguros de que, aunque
lento, el cambio es inevitable.

En este capítulo vamos a fijarnos especialmente en tres aspectos de este


proceso modernizador llevado a cabo por los ilustrados: la lucha contra los
prejuicios, la superstición y el mal gusto, la preocupación por la educación
como puerta imprescindible para mayores libertades y la idea de cómo ha
de ser la política.

2. LA LUZ DISIPANDO LAS TINIEBLAS

El triunfo de la razón, abriéndose paso entre las tinieblas de la igno-


rancia y la superstición, es lo primero que nos viene a la cabeza cuando
pensamos en los ilustrados y, en el caso de España, viene unido al nombre
de Feijoo.

Fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), benedictino, es un hombre de


su siglo. Ha leído a Descartes e incluso a Voltaire y sabe de los experimentos
y teorías científicas de Gassendi y Newton. Eso no quiere decir que comul-
gue con todas las ideas de estos autores, pero sí que es decidido partidario
de que se conozcan y estudien. Opina que el principio de autoridad ha daña-
do mucho a la Iglesia, y que los nuevos conocimientos científicos no se opo-
nen a la fe, sino que la confirman, presentándonos una imagen todavía más
grandiosa del Creador de semejante maquinaria tan compleja y bien orde-
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

nada como es el universo. Para él, lo que se opone a la religión no es la cien-


cia, sino la superstición.
Expone sus ideas en dos voluminosas obras, el Teatro crítico universal y
las Cartas eruditas. Son conjuntos de ensayos breves sobre temas muy diver-
sos, y muy diferente también es el tono. A veces parece que estemos leyendo
a un hombre del siglo anterior y en otras ocasiones nos parece que estamos
ante un librepensador. En general, su principal caballo de batalla es la lu-
cha contra las supersticiones y las falsas creencias y mitos, contra las leyen-
das populares que fomentan la superstición y un concepto casi mágico de
las cosas. Feijoo piensa que el mejor remedio contra estos males que llenan
de nieblas y oscuridad las mentes es desarrollar el pensamiento racional y
abrir las puertas a las nuevas ideas y conocimientos científicos. Por eso cri-
tica la escolástica, que le parece un muro alzado contra cualquier idea nue-
va y que además resulta funesta por su desprecio de lo sensorial y de los
datos de la experiencia. Y es que la razón abstracta no basta para compren-
der perfectamente los fenómenos naturales. En estos asuntos, es preciso:
«...rendirse a la experiencia, si no queremos abandonar el camino real de la
verdad; y buscar la naturaleza en sí misma, no en la engañosa imagen que
de ella forma nuestra fantasía.»

Es este un trabajo en colaboración, pues también la razón ha de vigilar


lo experimental, sin fiarse de pruebas superficiales que puedan conducir a
explicaciones erróneas y conclusiones precipitadas. Eso piensa que una teo-
ría bien estructurada y corroborada por unos experimentos bien planifica-
dos y rigurosamente controlados exige más delicadeza de in genio que la
más alambicada de las disputas metafísicas de que tan orgullosos se sen-
tían los escolásticos.
Por eso critica que en España se condene la ciencia moderna sin cono-
cerla, como si se mandase a la muerte a un reo sin oírlo siquiera. Esto es
causa de muchos males, pues no solo mantiene a nuestra patria en un atra-
so notable respecto a otros países europeos sino que además, al no ofrecer
una explicación clara y precisa de muchos fenómenos, favorece la supersti-
ción y los temores infundados de los ignorantes. Los que conocen las expli-
caciones científicas no es fácil que crean en brujas o aparecidos ni que cai-
gan en manos de curanderos y saludadores o atribuyan a los demonios
cosas que tienen un motivo perfectamente natural. Por eso yerran los pre-
tendidos sabios españoles cuando piensan que todo lo nuevo es peligroso, o
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

que la nueva ciencia es un conjunto de fruslerías inútiles, pues, lejos de ello,


no hay nada más útil y provechoso y que más eleve nuestra alma al Supremo
Hacedor. Hacen así un flaco favor tanto a la fe como a la patria, porque los
españoles no son inferiores por su ingenio y habilidades a los hijos de otras
naciones, y encauzando bien sus mentes pronto saldrían del atraso e inclu-
so aventajarían a muchos que ahora los desprecian y hacen de menos.

3. LA EDUCACIÓN COMO PRIORIDAD

Para que las reformas del país tengan buena acogida y sean más efica-
ces, para que las nuevas ideas científicas sean entendidas y aplicadas, para
que el país progrese, es necesario cambiar las mentes por medio de la edu-
cación, entendiendo ésta en su doble sentido, restringido uy amplio.

En el sentido más restringido, los ilustrados se preocupan mucho por la


instrucción de los españoles, con el deseo de adaptar sus conocimientos a
las nuevas ideas y proporcionarles una formación más práctica. Convencidos
de que la riqueza de un país depende en gran medida de la laboriosidad e
inteligencia de sus habitantes, quieren desterrar el desprecio por el trabajo
y por los que gracias a su industria se han enriquecido, otorgando al honra-
do e inteligente artesano una consideración y una utilidad de la que carecen
los nobles ociosos. Pero el trabajo no es sólo esfuerzo ciego y requiere unos
conocimientos específicos y prácticos.

Por eso los monarcas ilustrados emprenden una reforma educativa, mo-
dernizando los planes de las universidades y promoviendo escuelas profe-
sionales para la formación de artesanos de diversas clases. Un buen ejemplo
de esta reforma es el plan de estudios diseñado para la Universidad de
Sevilla por Pablo de Olavide. Piensa Olavide que la situación es catastrófica
y que no pide reformas parciales, sino un cambio radical, de modo que los
alumnos se instruyan «no en las ciencias inútiles y frívolas, sino en los ver-
daderos conocimientos permitidos al hombre y de que puede sacar su ilus-
tración y provecho». Así que hay que desterrar de una vez por todas la esco-
lástica y las discusiones frívolas y quiméricas, sustituyéndola por «los
sólidos conocimientos de las ciencias prácticas, que son las que ilustran al
hombre para invenciones útiles» y le incitan a ser modesto, sincero y traba-
jador, y no orgulloso y pedante. También Jovellanos, una de las mentes más
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

claras y de criterio más amplio de la Ilustración española, se preocupa por


fomentar la educación profesional y científica, y además insiste en que debe
completarse con una formación literaria, no solo porque la belleza eleva y
ennoblece el espíritu, sino también porque las letras ayudan a la claridad de
la expresión y favorecen así una mayor difusión de los conocimientos y los
hacen llegar a círculos más amplios.
No podemos tampoco olvidar la labor formativas y ante todo divulgativa
de las Sociedades Económicas de Amigos del País, que aunque empezaron
como simples tertulias de personas ilustradas, pronto se reglamentaron,
distinguiéndose por su actividad y por el pragmatismo de las soluciones que
aplicaban a los diferentes problemas concretos. Además de en Madrid, flo-
recieron especialmente en las zonas periféricas de la península.
Especial eficacia tuvieron como educadores de la sociedad los periódi-
cos. Fueron muchos los que se crearon, con vida más o menos efímera, en
esos años, y su lectura se puso de moda y vino a ser como un signo externo
de modernidad y de interés por los sucesos e ideas actuales. Entre ellos,
destacaremos especialmente El Censor y El Pensador. En el primero colabo-
raron numerosos autores, Luis Pereira, Samaniego, Jovellanos y Meléndez
Valdés entre otros, y el segundo se debe prácticamente en su totalidad a la
pluma de José Clavijo y Fajardo.
Entre los temas que se abordan en los periódicos, cabe destacar la crí-
tica al estilo de los sermones y de las obras de teatro. No es esta una mera
cuestión de estética. Teniendo en cuenta la alta tasa de analfabetismo, el
teatro y el sermón eran las formas en que la gente sin instrucción accedía
a la literatura, así que era importante aprovechar esta única oportunidad
para educarla. Esta vía indirecta de educación tenía varias facetas. Por un
lado, obras de argumento sencillo y estilo claro y elegante irían puliendo
su sensibilidad, y de esta manera se iría logrando que, por efecto de este
refinamiento del gusto, insensiblemente las costumbres se fueran hacien-
do menos brutales, más suaves. Además, gracias a un modo de expresión y
argumentación racional, precisamente lo más contrario a los argumentos
disparatados y efectos estupendos de las comedias de magia tan de moda
en la época y a los excesos de los predicadores barrocos, satirizados con
gracia por el padre Isla, se iría acostumbrando a la gente a ordenar sus
pensamientos, a razonar sus opiniones y a conversar o discutir haciendo
uso de argumentos, abandonando las reacciones irracionales y violentas.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

También pretendían mejorar al pueblo mediante los asuntos de las obras y


sermones, inculcando principios morales, favoreciendo el amor al trabajo
y el esfuerzo, promoviendo una actitud compasiva y humanitaria y, por
último, difundiendo un tipo de religión alejado del fanatismo y de las prác-
ticas devotas rayanas en la superstición. El propio padre Isla, e incluso al-
gunos prelados ilustrados, se quejan de los excesos irreverentes de algunas
procesiones y fiestas religiosas, que rayan en la profanación y aun la blas-
femia, y adoleciendo de una carencia de verdadero sentimiento religioso,
más favorecen la superstición y la inmoralidad que fortalecen la fe.

Otro tema frecuente es la crítica de la ociosidad, de la pedantería, tan


alejada de la verdadera instrucción, y de la frivolidad de la vida social. De
ahí la preocupación por las diversiones nocivas, como el juego o la murmu-
ración, y el lamento por las horas de tiempo perdidas, que podían ser em-
pleadas en el trabajo, el estudio o la conversación provechosa. Y merecen en
este apartado una mención especial las repetidas críticas, presentes tam-
bién en la literatura y el teatro, a la espantosa o nula formación que se daba
a las mujeres, manteniéndolas en una ignorancia que, no sólo es un peligro
para su moralidad, sino que acaba impidiéndoles educar sensatamente a
sus hijos y, desde luego, hace imposible que puedan cumplir el papel civili-
zador que desempeñan en otros países.

Por último, los periódicos, cuya variedad de intereses y frentes de batalla


hemos tratado de resumir, se ocupan de asuntos más propiamente políticos
y coinciden en señalar, como uno de los indicios más sangrantes de la irra-
cionalidad de la sociedad española la maraña casi impenetrable de la legisla-
ción, pidiendo una reforma profunda que se adentre en ese laberinto para
derogar leyes incomprensibles, caducas o en desuso, y que redacte y esta-
blezca unos códigos breves, racionales, adecuados a los tiempos, redactados
en buen castellano y bien ordenados. Si las leyes no se encuentran ni se en-
tienden, resulta muy complicado no sólo ser un buen juez, sino incluso un
buen ciudadano. Esta reforma, pues, les parece tan urgente como necesaria.

4. LA POLÍTICA

Como reformistas que son, los ilustrados no se cuestionan, por lo menos


hasta que empiezan a llegar los aires revolucionarios franceses, ya a finales
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

del siglo, la legitimidad del régimen político vigente. Y si bien la Revolución


francesa provocó curiosidad e interés, y parece que en los cafés se hablaba
de Mirabeau o Robespierre con frecuencia y apasionamiento, lo cierto es
que, a partir de la ejecución de Luis XVI y de las matanzas del Terror, la
reacción que se produce tiene más de repliegue que de entusiasmo: pero,
especialmente en los tiempos de Carlos III, a nuestros ilustrados lo que les
interesa son las cuestiones prácticas, en especial las económicas: cómo lo-
grar aumentar la riqueza, cómo hacer que esa prosperidad se extienda más
o menos a todas los habitantes, favoreciendo así la felicidad general, cómo
conseguir introducir hábitos de laboriosidad y mejorar la productividad de
los trabajadores mediante una educación práctica; qué hacer con las tierras
de España, con una productividad tan inferior a su potencial, y cómo con-
seguir que la agricultura sea más rentable y racional. Esas son las cosas que
preocupan a Campomanes o Jovellanos, y no si la monarquía absoluta es el
mejor de los regímenes posibles. El único asunto propiamente político que
les ocupa es la defensa de los intereses y privilegios de la Corona frente a la
Iglesia. Esta actitud se conoce como regalismo. Los ilustrados eran regalis-
tas y apoyan al Rey en sus conflictos con el Papa, los obispos o los jesuitas.
Este enfrentamiento tuvo algunos episodios bastante críticos, sin que por
ello muchos de los regalistas, con el monarca a la cabeza, dejaran de consi-
derarse devotos católicos. Ejemplo ilustrativo de ello es la amplia Instrucción
del conde de Floridablanca a la Junta de Estado, que comienza recomen-
dando vehementemente que dicha junta:
«En todas sus deliberaciones tenga por principal objeto la honra y gloria
de Dios y la conservación y propagación de nuestra santa fe y la enmienda
y mejora de las costumbres.»

para, a continuación, manifestar una profunda y razonada repulsa a las


intromisiones de la Iglesia en materia de política nacional, una no menos
apasionada defensa de los intereses de los reyes en este punto, y la conclu-
sión tajante de que, si bien en asuntos espirituales España sigue siendo la
hija más fiel y obediente, en lo que toca al Papa en su calidad de soberano
de sus estados, no puede ni debe tener otra relación con este país y sus súb-
ditos «que la de comercio y correspondencia, igual a la de los demás sobera-
nos de Italia». Otro de los más destacados regalistas fue Melchor de
Macanaz, que pagó su defensa de los intereses de la corona con un sonado
proceso inquisitorial. El enfrentamiento con los intereses eclesiásticos dio
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

lugar también a una amplia literatura, en la que, por un lado, los tradicio-
nalistas lamentaban la extensión imparable de la impiedad y pronosticaban
todo tipo de desgracias para un país tan ingrato con los representantes de
Dios en la tierra, mientras que los partidarios de las nuevas ideas satiriza-
ban la ignorancia de gran parte del clero y la avidez insaciable de la Iglesia,
tanto en sus apetencias de poder como de dinero.
Naturalmente, los ilustrados reformistas, incluso al preocuparse de pro-
blemas aparentemente sólo económicos a veces hacían afirmaciones que
implicaban consecuencias políticas. Por ejemplo, Jovellanos, cuya honda
preocupación por el bien de España le hacía interesarse por aspectos muy
diversos que pudieran lograrlo, en su Informe sobre la ley agraria defiende
un liberalismo económico total en estos asuntos. La agricultura, abandona-
da a su propia dinámica, tiende siempre a la mejora, y las leyes no hacen
sino entorpecerla, por lo que lo más indicado es «que tengamos pocas, y si
usted me apura, ninguna». Sólo cabe dejar que las cosas sigan su curso, y el
legislador no ha de tener más función que apartar «los obstáculos que pue-
den obstruir o entorpecer su acción y movimiento», lo que no dejaba de ser
una afirmación política. Pero cree que lo más importante es educar a los
agricultores, para que sepan planificar y cuidar mejor los cultivos, cons-
truir canales, mejorar los caminos y favorecer la movilidad de las tierras,
impidiendo que se acumulen en pocas manos, pues las propiedades de ta-
maño medio, cuyo dueño las cultiva por sí mismo y con mayor interés, son
más productivas. Cree que con estas medidas prácticas se acabaría produ-
ciendo, no sólo un incremento del rendimiento agrícola, sino a la larga un
reparto más equitativo de las propiedades. Nada revolucionario, como po-
demos ver. De hecho, afirma que, en estos asuntos, prefiere la práctica y al
experiencia a las teorías, por buenas que parezcan.

4.1 León del Arroyal

El liberalismo económico se acaba asfixiando si no hay un marco políti-


co que le proporcione la atmósfera idónea. Y eso lo percibe un funcionario
de la Real Hacienda, hijo de campesinos acomodados y mediocre poeta:
León del Arroyal, que en la década de los ochenta escribe sus Cartas políti-
co-económicas al conde de Lerena, publicadas en 1791.
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

Ya desde la primera carta manifiesta las dificultades de crecimiento de


la economía española, el escaso conocimiento que se tiene de su estado real
y el casi nulo resultado de las reformas emprendidas, y añade:
«Yo estoy íntimamente persuadido de que en tanto no se verifique una
reforma general en nuestra constitución, serán inútiles cuantos esfuerzos se
hagan para contener los abusos en todos los ramos.»

El remedio para la escasez de recursos de la Corona no está en subir los


impuestos, sino en fomentar la riqueza de los súbditos, y eso es casi impo-
sible con un sistema de contribuciones farragoso, unas leyes prácticamente
incomprensibles, una administración lenta y complicada, y una inveterada
manía de acumular sobre los problemas una montaña de consultas y comi-
siones, en vez de ponerse sencillamente a resolverlos. En la segunda carta
se muestra de acuerdo con la idea de que la felicidad de los pueblos depen-
de de su prosperidad, pero recalca que ésta última tiene una estrecha rela-
ción con el tipo de constitución política por el que se gobierne dicho reino,
y por lo tanto, es por ahí por donde ha de empezar la reforma, si se quiere
que sea efectiva. Y en este punto, España deja mucho que desear. Se supo-
ne que es una monarquía, pero su desorden es tal que oscila entre la anar-
quía y el despotismo, o sea, lo más alejado de un equilibrio en el que el
monarca no oprime a los súbditos, los nobles no se insubordinan ni abu-
san y el pueblo no se insolenta y se muestra respetuoso. Para demostrar los
males que han aquejado desde hace mucho tiempo a este desdichado reino,
hace un resumen crítico de la historia de España, desde la Edad Media has-
ta el advenimiento de los Borbones, concluyendo que, si bien en algunos
momentos de ese largo recorrido España pareció grande, no lo era en reali-
dad, pues no es la riqueza y el fausto de la corte lo que hace floreciente a un
país y poderoso a su rey, sino la felicidad de los vasallos. Por eso es necesa-
rio reformar la constitución del Estado, para que el reino tenga un rey que
mande sin oprimir, unos nobles que aconsejen e influyan sin abusar y un
pueblo que obedezca y prospere, y donde se procure «extender esta precio-
sísima alhaja de la libertad civil todo cuanto sea compatible con la felicidad
y quietud pública».
En la tercera carta reconoce que es difícil fijar los límites de esa exten-
sión porque además cada cual entiende a su manera el contrato social y los
compromisos básicos que implica. Lo primero es distinguir la libertad na-
tural de la civil, y pasa a definir esta última:
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«Llamase libertad civil aquel derecho que cada ciudadano tiene para
obrar según su voluntad en todo lo que no se opone a los de la sociedad en
que vive.»

Esta libertad es fruto de un pacto. La libertad natural del hombre tiene


que limitarse para permitirle disfrutar de los bienes sociales, y así se acuer-
da renunciar a una parte de ella para garantizar el orden y se delega parte
de la autoridad. Be este modo se constituye la libertad del ciudadano, la li-
bertad civil. Pero aunque razonable, no deja de ser un sacrificio, por lo que
debe exigir a cambio que esa autoridad que ha delegado se emplee realmen-
te en procurar la prosperidad común. Y la ejerza quien la ejerza, la autori-
dad pública no puede ni restringirse demasiado, pues sería lo mismo que no
haber autoridad, ni aumentarse e hincharse en exceso, pues significaría la
opresión de las libertades individuales.
La dignidad real, elevando a un hombre por encima de todos los demás, le
confiere al mismo tiempo grandes obligaciones, lo convierte en siervo de sus
vasallos, cuyo bien está obligado a procurar, si no quiere ser un tirano y, por
lo tanto, un usurpador de su autoridad, que le ha sido conferida mediante un
implícito pacto social. Por ejemplo, si pensamos en los tributos y contribucio-
nes, todos los súbditos están obligados a pagarlos escrupulosamente, pero el
rey no puede nacer lo que quiera con esas riquezas, sino que está obligado a
emplearlas en beneficio común y para acrecentar la prosperidad de su reino.
Y ésta se logra más eficazmente cuando se suprimen aquellas cargas fiscales
que obstaculizan la actividad económica y ponen trabas al natural movi-
miento de mutua ayuda entre los ciudadanos que, al fin y al cabo, fue el fin
para el que se instituyó la vida civil. A continuación, se extiende en una deta-
llada crítica contra los diversos gravámenes que se cargan a las diferentes
mercancías, muchas de ellas de común uso y primera necesidad. En general,
concluye, la tarea del gobierno en estos aspectos ha de ser la menor posible:
controlar que todo funciones, deshacer atascos y eliminar abusos.
La cuarta carta se extiende en la necesidad de reformar el sistema de
rentas, de modernizar y agilizar el sistema judicial, ya que el que actual-
mente rige más sirve para entorpecer los caminos de la justicia que para
facilitarlos, y pone además barreras a los necesarios cambios en la adminis-
tración, la economía y el régimen político.
También aborda en esta carta la necesidad de poner coto a los privile-
gios económicos del clero, en especial del monacato, lo que, a su modo de
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

ver, impide que los clérigos comprendan y pongan en práctica el mensaje


evangélico. De acuerdo que algunos, con el auxilio divino, pueden conciliar
las riquezas y el poder con la humildad, la austeridad y el desprendimiento,
pero éste es un milagro que Dios se digna hacer pocas veces, y en general,
«las riquezas y el poder insensiblemente socavan el cimiento de la virtud,
que es la pobreza y la humildad», puesto que es muy difícil, casi imposible,
como el propio Cristo reconoció, que «mi corazón esté en el cielo y que mi
tesoro esté en la tierra».
Para que la reforma sea completa y duradera, hay que confiar en los
hombres, en su iniciativa, su amor propio y su deseo de prosperar. Y hay
que limitar el poder real mediante una Constitución, pues esto, lejos de de-
bilitarlo, lo fortalece y lo pone a salvo de sus pasiones y de sus errores, que
los tendrá, por bueno y sabio que sea, porque todos los humanos somos fa-
libles. De hecho, no hay mayor riesgo para una monarquía que un poder
omnímodo, como el que el populacho español (sólo el populacho, no las
gentes ilustradas) atribuye al rey, creencia con la que expone la corona «a
los males más terribles», ya que la priva de un moro que no sólo la contiene,
sino también la protege.
La solidez de una monarquía «consiste en el equilibrio de la autoridad
soberana con la libertad civil». La felicidad de un monarca no puede sepa-
rarse de la de sus súbditos. La duración y estabilidad de un imperio, su or-
den interno y su riqueza, no ser consiguen nunca con la opresión, sino con
los acuerdos, las leyes y la confianza mutua. Por eso es imprescindible re-
dactar esta ley suprema donde todos los poderes encuentren sus diques y
sus cauces, de modo que afirma.
«Háganse las mejores reformas, créense las mejores costumbres, intro-
dúzcase el orden más admirable, mientras no se modere la autoridad sobe-
rana, todo será en vano.»

4.2 Jovellanos y la memoria en defensa de la Junta Central

Cerramos este capítulo mencionando una obra que ya supera los límites
del siglo XVIII, pues se publica en 1811. Jovellanos había comparecido ante el
Consejo de Regencia y se sentía agraviado en su honor e incomprendido,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

por lo que, ya en los últimos meses de su vida, pone un interés especial en


escribir y publicar esta obra.

La obra se divide en dos partes. En la primera, defiende a la Junta


Central de las acusaciones de que era objeto, por ejemplo, de haber usurpa-
do la autoridad soberana. No fue así, esa autoridad se la otorgó el pueblo y
se reconoció en el Consejo de Castilla y en muchas naciones de Europa y
América. Tampoco es cierto que malversara dinero público ni muchísimo
menos que fuera infiel a la patria. Por el contrario, la defendió, la salvó de la
anarquía «en medio del trastorno de la opinión, del silencio de las leyes y de
la ineficacia de la autoridad» y supo, por último, abdicar sus poderes en las
Cortes, que es lo más difícil de todo. Es increíble que un esfuerzo tan noble
sea calumniado:

«Porque ¿quién sino la ignorancia y la envidia puede desconocer el no-


ble y legítimo origen de estos cuerpos, que con admiración de la Europa,
aplauso y consuelo de la nación y pasmo y terror del tirano que la oprimía,
nacieron en todas las provincias del reino, irritado su pueblo generoso a
vista de las cadenas que se le presentaban, se levantó por un movimiento
simultáneo, tan rápido y unánime como magnánimo y fuerte y los congregó
y instituyó para salvar su libertad?»

Las Juntas, es cierto, nacieron en medio del tumulto y por iniciativa po-
pular. En tiempos tranquilos, esto no se podría permitir sin destruir los
fundamentos del Estado, pero en situaciones de emergencia sería atentar
contra los derechos más elementales el no permitir y alentar esta insurrec-
ción ordenada. Las Juntas obraron por un impulso generoso, sin que las
moviera el interés ni la ambición, y la Central las coordinó con una eficacia
sorprendente, dado lo difícil de las circunstancias.

En la segunda parte, se dedica a explicar su conducta, que no tuvo más


motivación que procurar el mayor bien para España, así como sus opinio-
nes políticas, que se inclinan a buscar un equilibrio de poderes que garanti-
ce la mayor estabilidad del Estado, lo que sólo se logrará con una monar-
quía constitucional. De esta manera, con leyes «saludables y prudentes» que
garanticen la libertad y la armonía social, España conocerá un estado de
libertad, prosperidad y equilibrio. El poder legislativo residiría en las
Cortes, formadas por los tres estados (nobleza, clero y pueblo) y cuya prime-
ra misión sería elaborar una constitución que estructurase el Estado en un
LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

equilibrio de poderes, templando los ideales con la prudencia para garanti-


zar la armonía y el buen entendimiento entre todos.
Siendo tan moderados sus intentos y tan generoso y verdadero su deseo
de trabajar en favor de la patria, se siente Jovellanos dolido por las sospe-
chas y calumnias de que ha sido objeto y que le han impulsado a tomar la
pluma. En cualquier caso, su idea sigue siendo la de mantener un cierto
orden que garantice una mínima eficacia en la lucha contra el invasor fran-
cés, por lo que toca al presente, y un modelo de gobierno monárquico, con
respeto a las libertades, pero sin caer en excesos, pues las leyes y las institu-
ciones han de adaptarse al carácter y la evolución del pueblo al que se apli-
can. Como podemos ver, hasta el último momento la Ilustración española
se mostró partidaria del equilibrio, del justo medio, temiendo siempre los
excesos y los desórdenes y sin desprenderse del respeto por la institución
monárquica y el convencimiento de su utilidad para el bien de la patria.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. La Ilustración se difunde desde arriba

«Del buen o mal gusto de una nación no deben decidir las ideas del vul-
go, sino las de las personas cultas y literatas. En todas partes el vulgo es
ciego y mal estimador de las cosas que no conoce; y yo juzgo que la diferen-
cia entre una nación generalmente culta y otra que no lo es aún del todo, no
consiste en que la primera tenga buen gusto y la segunda no, sino en que en
la una el buen gusto esté más propagado que en la otra o, lo que viene a ser
lo mismo, que en una haya más vulgo y en otra menos.»

(Gaspar Melchor de Jovellanos, Carta a Ángel d´Eymar)

2. Necesidad de una enseñanza práctica

«Todas las naciones cultas han trabajado en perfeccionar el método de


enseñar las ciencias, estando firmemente persuadidos los sujetos verdade-
ramente sabios, del atraso que sufren cuando el método de aprenderlas no
es acertado y los maestros se dejan llevar de la fácil inclinación de los hom-
bres a disputar y opinar contradictoriamente, arrastrados del amor propio
de singularizarse. Es digno de mucha alabanza el conato que se ponga en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

mejorar el método de la enseñanza, encaminando a los estudiosos a lo sóli-


do y útil, depuesto todo espíritu de partido.»

(Pedro Campomanes, Discurso sobre la educación popular)

3. Las letras complementan a las ciencias

«Porque ¿qué son las ciencias sin su auxilio? Si las ciencias esclarecen el
espíritu, la literatura le adorna; si aquéllas le enriquecen, ésta pule y avalo-
ra sus tesoros; las ciencias rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza;
la literatura le da discernimiento y gusto y le hermosea y perfecciona. Estos
oficios son exclusivamente suyos, porque a su inmensa jurisdicción perte-
nece cuanto tiene relación con la expresión de nuestras ideas. Y ved aquí la
gran línea de demarcación que divide los conocimientos humanos. Ella nos
presenta las ciencias empleadas en adquirir y atesorar ideas, y la literatura
en enunciarlas; por las ciencias alcanzamos el conocimiento de los seres
que nos rodean, columbramos su esencia, penetramos sus propiedades, y
levantándonos sobre nosotros mismos, subimos a su más alto origen. Pero
aquí acaba su ministerio y empieza el de la literatura, que después de ha-
berlas seguido en su rápido vuelo, se apodera de todas sus riquezas, les da
nuevas formas, las pule y engalana y las comunica y difunde y lleva de una
en otra generación.»

(Gaspar Melchor de Jovellanos, Sobre la necesidad de unir el estudio


de la literatura al de las ciencias)

4. Irracionalidad de las leyes españolas

En todas las naciones, cualquiera que sea su forma de gobierno, «es


esencial una potestad de hacer leyes por las cuales hayan de decidirse todas
las contiendas de los particulares. Y ésta, en España, ni se halla en el pue-
blo, ni en algún cuerpo que lo represente, ni en los nobles, ni en el príncipe;
en un a palabra: falta absolutamente. Los españoles se la atribuyen todos
unánimemente a su rey. Más esto debe sin duda entenderse especulativa-
mente hablando. Porque, de hecho, es evidente que no hay tal cosa. Es ver-
dad que, de cuando en cuando, hace algunas ordenanzas y reglamentos que
se publican con mucha solemnidad (…). Es verdad también que todos estos
se van recogiendo con mucho cuidado, y que hay ya muchos y corpulentos
volúmenes en que se hallan todos los que en diferentes tiempos fueron pu-
blicando sus príncipes. Pero has de saber que ninguno de éstos tiene ya
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fuerza de ley, y que los otros que se publican de nuevo tampoco la tienen
sino mientras no se levanta uno que las deroga a su fantasía».

(El Censor, discurso LXV, 18 de Marzo de 1784)

5. Necesidad de una reforma legislativa

«Si las leyes estuvieran reducidas a un cuerpo breve y ordenado (….), el


juez encontraría para cada caso ocurrente la ley que corresponde, y no ten-
dría necesidad de otra cosa que usar del buen juicio y prudencia que se ne-
cesita para la aplicación, y que sólo podría inspirarle la experiencia, el uso
y la buena lectura. (…) El cuerpo de leyes que está hoy en vigor en esta
monarquía es una librería inmensa. Son leyes buenas enterradas en el co-
pioso número de otras muchas, o inútiles o malas, y ninguno puede estu-
diarlas en cuerpo y por su orden, porque ni la vida más larga podría llenar
esta ocupación.»

(El Pensador. Pensamiento XVI)

6. En qué consiste la felicidad de un reino

«Es verdad incontrovertible que la felicidad o infelicidad de un reino


proviene de su mala o buena constitución, de la cual depende el gobierno
bueno o malo de él, y de éste las acertadas o erradas providencias que influ-
yen inmediatamente en el fomento o decadencia de la agricultura, las artes
y el comercio, que es en lo que consiste la felicidad o infelicidad temporal
de los hombres, y por consiguiente, cualquier trastorno en la constitución
trae consigo grandes felicidades o infelicidades.»

(León del Arroyal, Cartas político-económicas al conde de Lerena)

7. Intervenir lo menos posible

«El mecanismo de una monarquía puede muy bien compararse al de un


reloj, a quien un hábil ministro sólo ha de procurar darle cuerda y traerle
arreglado, dejando que la máquina por sí misma de las horas.»

(León del Arroyal, Cartas político-económicas al conde de Lerena)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

BIBLIOGRAFÍA

JOVELLANOS, Gaspar Melchor de. Obras completas, vol. XI: Escritos políticos.
Ayuntamiento de Gijón, Instituto Feijoo y KRK editores, 2006.
El Censor. Antología. Crítica, Barcelona, 2005.
ARROYAL, León del. Cartas político-económicas al conde de Lerena. Madrid, 1968
SARRAILH, J. La España ilustrada de la segunda mitad del siglo  XVIII. FCE,
México, 1954 (hay reediciones).


TEMA 4
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN
DE CÁDIZ Y RETORNO AL ABSOLUTISMO

Pedro Carlos González Cuevas

1. REPERCUSIONES EN ESPAÑA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Como ha señalado Francoist Furet, la Revolución francesa estableció


históricamente el momento en que se asiste a una auténtica ruptura en el
imaginario social con el establecimiento de una nueva legitimidad, la de-
mocrática, que cuestionaba radicalmente la sociedad característica del
Antiguo Régimen. Por todo lo cual, resulta completamente lógico que el
acontecimiento tuviera una importante repercusión en España, como ocurrió
en el resto de Europa, contribuyendo, además, a deslegitimar no sólo la
estructura del Antiguo Régimen, sino la propia política reformista seguida
por los ilustrados.

En un principio, la convocatoria de los Estados Generales no inquietó al


gobierno español. La mala situación política y económica del país vecino
parecía hacer necesaria, a ojos de la elite política española, una reforma del
Estado. No obstante, pronto tuvieron oportunidad de percibir los gobernan-
tes españoles que lo que había comenzado en Francia era una auténtica re-
volución cuyo desarrollo iba a poner fin a la Monarquía absoluta. Ante la
nueva situación, se produjo lo que el historiador norteamericano Richard
Herr ha denominado «el pánico de Floridablanca», actitud que se extendió
a otros ministros ilustrados como el conde de Aranda o Campomanes, que
pasaron, con matices distintos, a militar en el campo de la contrarrevolu-
ción. El Santo Oficio no descansó durante varios años en la represión de las
doctrinas juzgadas heterodoxas y de los intelectuales ilustrados, como
Cabarrús, Samaniego, Urquijo, incluso Jovellanos. En ese sentido, un nú-
mero considerable de intelectuales reformistas, no sólo mantuvieron sus
convicciones ilustradas y reformistas, sino que avanzaron hacia posturas
liberales, e incluso democráticas. Lo que provocó a escisión entre
Campomanes, Cabarrús y Jovellanos.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Tanto ilustrados como tradicionales criticaron acerbamente los hechos


revolucionarios, pero con objetivos muy distintos. Juan Pablo Forner, ilus-
trado, anticlerical, partidario de la Monarquía absoluta y nacionalista espa-
ñol, condenó in toto la Revolución. Sus poesías de esta época —«A la muerte
de Luis XVI, «El año 1793», «La Convención»— están llenas de referencias a
la guillotina, a la «cruel cuchilla», a «las degolladas víctimas».
El estallido de la Revolución francesa y las guerras contra la Convención
propiciaron una mayor influencia del clero y de la Inquisición; pero no una
renovación ideológica digna de mención. Escasa innovación supuso la obra
del antiguo ilustrado Pablo de Olavide, El Evangelio en Triunfo, en la que
expresó su arrepentimiento por su anterior posición política. Tan sólo des-
taca la obra del jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, Causas de la Revolución
francesa, escrita en 1794, pero no difundida hasta 1807. Eclesiástico ilustra-
do, célebre por su fomento de la instrucción de los sordomudos y de dar
normas para ella, Hervás y Panduro defendía, en esa obra, que con la
Revolución en Francia había perecido todo gobierno civil y toda religión
natural y revelada. Y ello era consecuencia de la dominación intelectual y
política de Francia en toda Europa. Las causas de la Revolución eran ante
todo de carácter ético y teológico. Tenía como fundamento la alianza de los
jansenistas, los regalistas, los filósofos y los protestantes calvinistas. Se tra-
taba fundamentalmente de una revolución que declaraba la guerra a «la
religión y a los ricos». La obra, finalizada en 1794, no pudo publicarse de
inmediato por la oposición de algunos ilustrados como Joaquín Lorenzo
Villanueva. La inspección se hizo de nuevo en 1803 y fue denunciada por la
Inquisición, que sometió al libro a censura del arzobispo Amat, quien negó
su publicación. Sólo pudo comenzar su difusión en 1807, pero con otra
portada.
Jovellanos, por su parte, contribuyó, junto a su hermano Francisco de
Paula, con mil cuatrocientos reales para la leva del Regimiento de Nobles.
Para el asturiano, Francia era un «funesto ejemplo»; lo que no quiere decir
que abandonara sus planteamientos reformistas, destacando la importan-
cia de la educación como vía de paulatino cambio social.
Por otra parte, la reacción provocada por los acontecimientos y las no-
ticias procedentes de Francia, al igual que la subsiguiente voluntad de si-
lencio sobre estos y su significación, tuvo como consecuencia una labor
censora que, en muchos casos, no hizo distinciones excesivamente sutiles
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

sobre el contenido de las publicaciones sometidas a su control. Tal fue el


caso de las célebres Reflexiones sobre la Revolución en Francia, del liberal-
conservador Edmundo Burke, que no fueron publicadas en español y tam-
poco las Consideraciones sobre Francia, de Joseph de Maistre. La obra de
Burke fue traducida al portugués, pero no al español. Las Reflexiones fue-
ron recibidas, en versión francesa, en Logroño, hacia 1792; y los inquisido-
res riojanos las enviaron a Madrid. En  1805 fueron prohibidas por la
Inquisición. Al parecer, la obra había sido traducida por Félix Amat, clérigo
ilustrado. En comparación con la obra del abate Barruel sobre el jacobinis-
mo y la masonería, lo mismo que la de otros contrarrevolucionarios, la
obra de Burke no tendrá, en aquella época, muchos seguidores, quizás por-
que, como señaló Rodrigo Fernández Carvajal, la reacción antirrevolucio-
naria en España tuvo un carácter fundamentalmente religioso, interpre-
tando, según hemos visto en Hervás y Panduro, los hechos de 1789 como
una falsa reforma eclesiástica en la que intervinieron tanto jacobinos como
jansenistas y protestantes.

El propio Edmundo Burke hizo referencia España, en uno de sus análi-


sis sobre la situación europea. El diagnóstico burkeano no era excesivamen-
te halagador. A su juicio, España era un país sin nervio, sobre todo por la
debilidad de la clase nobiliaria. Y es que, desee antes del advenimiento de la
dinastía borbónica, se había tendido a rebajar sistemáticamente a la noble-
za, incapacitándola para intervenir en los asuntos públicos por exclusión.
En ese sentido, la nobleza española, para Burke, estaba, desde el punto de
vista político, aniquilada. La única fuerza independiente y realmente influ-
yente en la sociedad era el clero.

El nuevo rey, Carlos IV, desconfió de los antiguos servidores de su padre,


tanto de Aranda como de Floridablanca; y en 1792 optó, bajo la influencia
de su esposa María Luisa, por nombrar a un hombre de su absoluta con-
fianza, Manuel Godoy. Tras la muerte de Luis XVI, el nuevo favorito decidió
acaudillar la reacción monárquica frente a la Convención, declarando la
guerra a Francia. Hecho que fue muy bien recibido por el grueso de la opi-
nión católica y tradicional. Fue la Iglesia quien llevó las riendas de la propa-
ganda frente a los revolucionarios franceses. La intervención española se
consideró poco menos que «dividinal». En diversas ciudades españolas se
desencadenó una auténtica guerrilla urbana contra los elementos france-
ses. A lo largo de la guerra contra la Convención, El Diario de Valencia pu-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

blicó artículos contrarrevolucionarios; «Dios, Patria y Rey» era el lema de


los tradicionales frente a los jacobinos franceses. Ejemplo arquetípico de
esta posición fue el opúsculo del Padre Diego José de Cádiz, El soldado ca-
tólico en guerras de religión, publicado en 1794, donde se decía: «Todo hijo de
la Santa Iglesia debe tomar las armas para defenderla de sus contrarios y
sus enemigos cuando la necesidad lo pida y lo permitan sus facultades».
No obstante, Godoy tardó poco tiempo en convertirse en la bête noire de
los tradicionales por su ulterior política profrancesa, su admiración por
Napoleón y sus proyectos de desamortización de la propiedad eclesiástica.
La política de Godoy siguió la línea del despotismo ilustrado, es decir, la
política de reformas en la enseñanza, en la administración religiosa: pero
fue conservador en lo político. En el interior, intento cerrar el paso a cual-
quier intento subversivo. Donde se manifestó en mayor medida su orienta-
ción moderada y reformista fue en el fomento de la enseñanza y de los co-
nocimientos científicos, desde los estudios universitarios hasta la enseñanza
primaria, creando instituciones como el Real Colegio de Medicina, Cirugía
y Ciencias Físicas Auxiliares, la Escuela Veterinaria, el Real Seminario de
Nobles, la Junta de Comercio General, etc. El llamado «Príncipe de la Paz»
contó, al menos durante algún tiempo, con el apoyo de algunos ilustrados
como Forner o Meléndez Valdés; pero no con el de Jovellanos. Contó, ade-
más, con la enemistad de la nobleza, deseosa de recuperar una función rec-
tora en la política de Estado junto al Rey. Se trataba de la segunda genera-
ción del «partido aragonés», con figuras influyentes como los duques del
Infantado, San Carlos, Sotomayor, Cerbellón, Medina de Rioseco, Alagón,
Miraflores, etc, que buscaron apoyo en la camarilla del Príncipe de Asturias,
el futuro Fernando VII, y decidieron trabajar contra el favorito. Sus aspira-
ciones concretas fueron plasmadas en un escrito de Guzmán Palafox y
Portocarrero, conde de Teba, titulado Discurso sobre la autoridad de los ri-
cos hombres sobre el Rey y como la fueron perdiendo hasta llegar al punto de
opresión en que se haya hoy, en cuyas páginas se analizaba el proceso por el
cual la nobleza fue perdiendo poder social y político, desde la época de los
Reyes Católicos hasta Carlos IV, pidiendo, de paso, una mayor participación
en la dirección del Estado.
Pero Godoy se enajenó igualmente al estamento eclesiástico; y no sólo
por su tormentosa vida privada. El «Príncipe de la Paz» continuó la política
regalista de estatización de la Iglesia. Ciertamente, Godoy no quiso enemis-
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

tarse con la jerarquía eclesiástica y contribuyó a la caída del ministro


Mariano Luis de Urquijo, a quien se acusó de intentar promover un cisma a
la muerte de Pío VI. Sin embargo, a lo largo de su mandato, se dieron múl-
tiples reales cédulas sobre materias religiosas tocantes a jurisdicciones y
privilegios eclesiásticos. Por otra parte, las disposiciones para impedir las
cuestaciones y la mendicidad de algunos institutos religiosos suscitaron las
protestas, no sólo de las órdenes religiosas afectadas, sino del conjunto de la
población. No obstante, su medida más innovadora y polémica fue el recur-
so, siguiendo los planteamientos jovellanistas, a la desamortización de las
propiedades eclesiásticas. En total, se vendieron, entre 1789 y 1808, fincas
por valor de mil seiscientos millones de reales. Esta política no tuvo equiva-
lente con respecto a otros estamentos privilegiados, como la nobleza, a la
que, en cuanto a tal, nada se le exigió.
Godoy cayó víctima de una poderosa combinación de fuerzas en el céle-
bre motín de Aranjuez.

2. GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CORTES DE CÁDIZ


Y LA CONSTITUCIÓN DE 1812

La invasión francesa y la subsiguiente guerra de Independencia fueron


acompañadas de una crisis total de las instituciones políticas del Antiguo
Régimen. Ante el vacío de poder que produjo la ausencia del rey, la claudica-
ción de la Junta Suprema del Gobierno y el descrédito del Consejo de Castilla,
surgió en todas partes, el mismo año de 1808, el proyecto de convocatoria de
Cortes. Se adhirieron a él, por diversas razones y antagónicos motivos, los
liberales, que aspiraban a plantear la constitución del Estado: los absolutis-
tas, lo conservadores y los tradicionales. Desde aquel momento, todo se vol-
vió precario, incierto, imprevisible. La invasión francesa dividió igualmente
a la élite ilustrada, alguno de cuyos miembros acató la nueva autoridad de
José Bonaparte, el hermano de Napoleón, al igual que un sector de la noble-
za. Nacía así el partido «afrancesado». Evitando parecer como un mero
usurpador, Napoleón convocó en Bayona una asamblea de diputados para
elaborar un proyecto constitucional. La Asamblea de Bayona debía estar for-
mada por cincuenta nobles; cincuenta eclesiásticos y cincuenta representan-
tes del pueblo; pero tan sólo acudieron sesenta y cinco personas, en su mayo-
ría aristócratas, a los que se añadieron algunos españoles residentes en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Francia. Finalmente, la Asamblea aprobó una Constitución, en la que se pro-


clamaba la libertad de comercio e industria; la supresión de los privilegios
comerciales; la igualdad de las colonias con la Metrópoli; la supresión de las
aduanas interiores, la disminución de los fideicomisos, mayorazgos y susti-
tuciones; la igualdad del sistema de contribuciones y la prohibición de la
exigencia de calidad nobiliaria para los empleos civiles, militares y eclesiás-
ticos. España se organizaba en una Monarquía limitada y hereditaria, en la
que el monarca continuaba ocupando el centro del poder político, aunque
con la obligación de respetar los derechos ciudadanos. Junto a unas cortes
estamentales, se establecía un senado vitalicio, de nombramiento real, cuya
principal función era la defensa de la libertad individual y de imprenta, así
como la suspensión de las garantías constitucionales.
La Asamblea y Constitución de Bayona tuvieron importantes consecuen-
cias de orden político. A pesar de su evidente ausencia de legitimidad, la
nueva Constitución venía a ser una alternativa a la Monarquía absoluta; y
su mera existencia ejerció una profunda influencia en el conjunto de la
España resistente y en las Cortes de Cádiz.
El enemigo más encarnizado de las tropas napoleónicas fue, sin duda, el
clero. El propio Napoleón vio en la Iglesia católica al principal soporte del
levantamiento y, en su opinión, se trató de una auténtica «revuelta de frai-
les». Fueron innumerables los textos de sacerdotes, incitando a la lucha «por
la Religión» contra el francés. Se actualizó el santiaguismo y la apelación a
las advocaciones a la Virgen. Fueron constantes igualmente los paralelos
veterotestamentarios: los españoles eran los macabeos, mientras que los
ejércitos imperiales estaban simbolizados por las figuras más aborrecibles
de la historia de Israel. El liberalismo galo fue estigmatizado como «espíri-
tu de libertinaje y disolución». Se atacó, como portavoz y guía de éstos, a la
secta francmasona, «ateísta y materialista». No debemos olvidar, por otra
parte, que Napoleón había abolido, mediante los llamados decretos de
Chamartín, la Inquisición e iniciado prácticas desamortizadoras.
En los comienzos de la contienda, la situación del bando resistente fue de
absoluta perplejidad. La Junta nombrada para gobernar en ausencia de
Fernando VII careció de operatividad. Tampoco el Consejo de Castilla estuvo
a la altura de las circunstancias. Ante aquel vacío de poder, fueron constitu-
yéndose una serie de juntas provinciales organizadas por las clases popula-
res, que, por lo general, llamaron a las autoridades tradicionales destituidas
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

para dirigir los nuevos organismos de gobierno. A pesar de todas las rivalida-
des y enfrentamientos, la unificación no tardó mucho en lograrse. La Junta
Suprema Central Gubernativa, luego conocida como Junta Central, se instaló
en Aranjuez en septiembre de  1808, bajo la presidencia del conde de
Floridablanca y con la presencia de Jovellanos, Garay, Calvo de Rozas y otros.
Su preocupación fundamental fue asegurar la centralización contra los peli-
gros de dispersión de las fuerzas resistentes. En octubre, se planteó la posibi-
lidad de convocatoria de cortes, cristalizando dos tendencias en el seno de la
Junta: la tradicional defendida por Floridablanca y la reformista de Jovellanos.
Fallecido en diciembre Floridablanca, ocupó la presidencia el marqués de
Astorga. Jovellanos había propuesto la convocatoria de cortes para que se
nombrase una regencia; y luego habría que ocuparse de las reformas necesa-
rias. En abril de 1809, volvió a plantearte el problema de la convocatoria de
cortes, pero de forma distinta a la planteada por Jovellanos. Mientras que
éste se atenía a las leyes vigentes, otros se mostraban partidarios de respon-
der al desafío de Bayona, con una nueva constitución. Jovellanos intentó en lo
posible atenerse a la ley tradicional en lo que respecta a la composición de las
cortes en los tres brazos o estamentos; pero dando cabida a un mayor núme-
ro de procuradores y paulatinamente lograr la aprobación por la Junta
Central de dos cámaras y no tres como anteriormente, ni como pedían los li-
berales. Se trataba de la defensa de un modelo muy próximo al británico. En
realidad, el problema estriaba en el concepto de soberanía. Para Jovellanos,
era una herejía política decir que la nación era soberana. Sin embargo, los
planes jovellanistas no llegaron a buen puerto. A las nuevas generaciones li-
berales —Quintana, Flórez Estrada, Argüelles, Toreno, etc.— le parecían in-
suficientes y tampoco encontró apoyo entre los tradicionales. Desprestigiada,
la Junta Central se disolvió. Por un decreto, se creó una Regencia, cuyos
miembros optaron por obstaculizar la convocatoria de Cortes; pero pronto se
vio desbordada por los acontecimientos y decidió, ante la presión de los libe-
rales y las dificultades para convocar por separado al clero y a la nobleza, que
fueran las propias cortes las que estipularan su naturaleza.
Las Cortes acabaron por reunirse en una cámara única, declarando el
dogma de la soberanía nacional. En contra, se pronunció Jovellanos en su
Memoria en defensa de la Junta Central. A su juicio, una buena reforma sólo
podría ser obra de «la sabiduría y la prudencia reunidas». La democracia le
alarmaba; lo inteligente, a su juicio, era la reforma de la constitución tradi-
cional española; y no una nueva constitución. En ese sentido, contemplaba
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dos reformas importantes: la división de poderes y la reforma de las cortes.


A los poderes ejecutivo y legislativo era necesario interponer entre ellos una
«balanza constitucional», consistente en la división de la representación na-
cional en dos cuerpos: uno encargado de proponer y hacer leyes; y otro de
revelarlas. Algo que se traducía en la existencia de dos cámaras: una com-
puesta por representantes del pueblo, y otra del clero y la nobleza reunidas.
Los dos brazos o estamentos privilegiados debían ser reunidos en uno sólo;
y el estamento popular designar sus propios representantes.
Jovellanos murió en noviembre de 1811.
Reunidas en la industriosa y liberal ciudad de Cádiz, las Cortes habían
abierto sus sesiones en septiembre de 1811. Nacían así, al menos formal-
mente, las «izquierdas» y las «derechas» en la historia de España. Las «iz-
quierdas» estaban representadas por los liberales, donde podía distinguirse
un sector laico y un sector formado por eclesiásticos. Entre los más desta-
cados, se encuentran las figuras de Agustín de Argüelles, miembro de la
comisión constitucional y redactor del Discurso Preliminar. A su lado, García
Herreros y Calatrava, Porcel y Antillón. En el grupo eclesiástico, fueron
protagonistas Diego Muñoz Torrero, Juan Nicasio Gallego, José Espiga,
Joaquín de Villanueva y Antonio Oliveros.
En la «derecha» hay que distinguir dos grupos: absolutistas o tradicio-
nales, de un lado, y reformistas o jovellanistas, de otro. Los distingue el ta-
lante ilustrado y conservador liberal de los segundos, mientras que los pri-
meros eran representantes de la mentalidad tradicional, opuesta a la
Ilustración. Los segundos estaban influidos por el despotismo ilustrado y
eran partidarios de las reformas sociales y económicas, así como de refor-
zar las prerrogativas del monarca, limitando, al mismo tiempo, el ejercicio
de su poder. A pesar de sus diferencias, ambos coincidían en sus supuestos
preconstitucionales. Frente a la soberanía nacional, defendían la del mo-
narca —más o menos compartida o limitada— y frente a la idea de
Constitución escrita, la de las viejas «Leyes Fundamentales». Entre los tra-
dicionalistas, cabe destacar a Francisco Gutiérrez de la Huerta, José Pablo
Valiente, Borrul, Pedro de Inguanzo, Creus y Cañedo. Entre los jovellanis-
tas, Lázaro Dou, Aner, el obispo de Mallorca, Villanueva, etc.
No obstante, la contradicción fundamental tuvo lugar entre los tradicio-
nales y los liberales. Mientras los segundos defendieron el principio de so-
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

beranía nacional, el equilibrio entre la potestad del monarca, la división de


poderes y la supremacía del legislativo, los tradicionales abogaron por las
tesis tomistas del origen divino del poder, se opusieron a la posibilidad de
que los electores pudieran mutar la forma de gobierno y entendieron la
Monarquía como una institución permanente e inmutable. De la misma
forma, combatieron el unicameralismo democrático e hicieron una defensa
a ultranza de las cortes estamentales.
Frente a las disquisiciones y asechanzas de los tradicionales, existió una
curiosa inclinación de los liberales, que, en el fondo, se sabían minoría den-
tro de la sociedad española, a presentar su proyecto constitucional como
una reminiscencia de la constitución tradicional monárquica, Esta idea fue
desarrollada por el propio Argüelles en el Discurso Preliminar a la
Constitución de Cádiz; pero quien llevó al extremo tal interpretación fue
Francisco Martínez Marina, en cuya obra Teoría de las Cortes, tiene expre-
sión la ambigüedad ideológica de algunos liberales españoles y un sentido
histórico deficiente poco penetrado de la individualidad de los fenómenos
históricos, y que tendía a ocultar las diferencias sustanciales entre la liber-
tad concretada en privilegios y el liberalismo como doctrina abstracta.
Finalmente, triunfaron los liberales. Distintos autores han insistido en
la influencia ejercida en el nuevo texto constitucional por las constituciones
francesa de 1791 y la de Estados Unidos de 1787. La Constitución de Cádiz
estableció un sistema monárquico parlamentario, en el que las Cortes for-
mulaban las leyes y el rey las sancionaba, promulgaba y hacía respetar. La
legitimidad del monarca no estaba en función del origen divino de su poder
y, en consecuencia, era un poder delegado por encargo de la nación. Se ten-
día, además, a limitar los poderes del rey, prohibiéndole, entre otras cosas,
abandonar el reino son el consentimiento de las Cortes, enajenar o ceder la
Corona o parte del territorio español, o tratados del comercio, imponer con-
tribuciones, expropiar, enajenar bienes nacionales y, sobre todo, no se podía
impedir la celebración de las cortes en épocas y casos señalados por la
Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas. Las Cortes constaban de una
sola cámara, elegida por sufragio universal masculino indirecto. No obs-
tante, las concesiones al catolicismo fueron muy grandes. El catolicismo
debía de ser la única y exclusiva religión de los españoles «perpetuamente»;
y se permitía la existencia de tribunales eclesiásticos ante los que se podían
denunciar a cualquier ciudadano sospechoso de herejía. Sin embargo, se
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

intentó igualmente reorganizar el cuerpo eclesiástico para adaptarlo a las


coordenadas del régimen liberal, continuando la vía regalista de la
Ilustración. En el régimen provincial y local hubo igualmente novedades
importantes que modificaban su estructura y funcionamiento, como el
nombramiento de un jefe superior al frente de la provincia, en quien residía
el gobierno político, y una diputación provincial. De la misma forma, se es-
tableció la contribución única, la centralización de todos los fondos de la
Tesorería Real. En cuanto a la instrucción pública, se decretó un plan de
enseñanza uniforme a todo el reino.
Aparte de los diputados tradicionales, uno de los críticos más célebres
de la obra gaditana fue el padre Francisco Alvarado, más conocido por el
sobrenombre de «El Filósofo Rancio», maestro en el convento dominica-
no de San Pablo de Sevilla. Anteriormente, había sido autor de unas
Cartas aristotélicas, en defensa de un tomismo muy ortodoxo. Huido de
Sevilla cuando la invasión francesa y refugiado en Portugal, Alvarado
inició su combate contra el liberalismo en 1810. Desde Portugal, sus car-
tas con tres corresponsales —Rodríguez de la Bárcena, Francisco Javier
Cienfuegos y Francisco Gómez— desarrollaron su ideario político, cuyo
modelo era la España del siglo  XVI. A su entender, el constitucionalismo
no implicaba novedad alguna. La constitución tradicional española esta-
ba ya recogida en las Partidas: una Monarquía templada con cortes que
votan las leyes y consientan los impuestos. En este régimen, la facultad
de dictar las leyes reside en el monarca, pero con las limitaciones de las
cortes, las de los fueros, que deben extenderse al conjunto de España; y
de la religión católica, la Inquisición, el voto de los contribuyentes, etc.
Todo ello compone la «constitución histórica». El problema político se
reduce a reconstruir el régimen tradicional en sus líneas generales.
Alvarado critica las libertades modernas, la de imprenta, el jurado, etc.; y
abogaba por el mantenimiento de la Inquisición. Las novedades liberales
eran fruto del afrancesamiento de las elites intelectuales y de una trai-
ción a la Iglesia y al pueblo español.
Otro crítico tradicional de las reformas gaditanas fue el capuchino
Rafael de Vélez, autor del libro Preservativo contra la irreligión, del cual se
hicieron dos ediciones entre 1812 y 1813. La obra era un alegato contra el
pensamiento moderno y una denuncia de sus planes con respecto a la
religión y al Estado. Vélez comenzaba atribuyendo a la filosofía ilustrada
antiguos orígenes; existía, a su entender, una rigurosa continuidad entre la
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

herejía y la filosofía moderna, entre Simón el Mago y Napoleón. Con este


último, la conjura larvada pasa a campo abierto. España lo resiste, pero la
Ilustración penetra a través de la libertad de prensa. Sus planes se caracte-
rizan por negar la divinidad de la religión cristiana, hacerla perjudicial a
los pueblos y odiosa a sus ministros.
Las Cortes de Cádiz siguieron desarrollando una labor de indudable
contenido polémico para las mentalidades tradicionales. Por decreto del 6
de agosto de 1811 se disolvió el régimen señorial. Igualmente, la Inquisición
quedó abolida en febrero de 1813.

3. EL REINADO DE FERNANDO VII

Finalizada la guerra y restaurado Fernando  VII en el trono, la


Constitución de 1812 fue fácilmente abolida. A su llegada a España, el mo-
narca recibió, en Valencia, a una delegación de diputados realistas con el
llamado Manifiesto de los Persas, donde se deslegitimaba las Cortes de
Cádiz y la Constitución de 1812. Se sometía a crítica la democracia y se
rechazaba la soberanía nacional. Al tiempo que se hacía referencia a la ne-
cesidad de derogar la libertad de imprenta. Su convocatoria y el propio
texto constitucional suponían el «despojo de la autoridad real»; y lo mismo
cabía decir de la libertad de prensa. La Constitución era revolucionaria,
mera copia de la francesa, sin tener en cuenta la «constitución tradicional»,
susceptible de amplias reformas. Sin demasiada dificultad, se anuló la
obra de las Cortes de Cádiz y se restableció la Monarquía absoluta, la
Inquisición, la Compañía de Jesús y las condiciones económicas del
Antiguo Régimen: derechos jurisdiccionales, privilegios de la Mesta, gre-
mios, diezmos y primicias. La Iglesia católica sacralizó el absolutismo fer-
nandino. El monarca f ue presentado como el «Mesías», el «Rey
Religiosísimo», «El Más Amado», etc.
Uno de los principales ideólogos del régimen fernandino fue el Padre
Rafael de Vélez, quien, premiado por la Monarquía absoluta con el obispa-
do de Santiago de Compostela, publicó en 1818 su Apología del Trono y del
Altar, en cuyas páginas aparecían los mismos planteamientos de Preservativo
contra la irreligión, pero desarrollándolos con mayor amplitud. Vélez pre-
tende desarrollar en esta obra una historia de la Ilustración en España. Sus
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

etapas tenían una serie de jalones: Campomanes y Aranda, las Cartas de


Cabarrús, el proyecto constitucional de Cádiz, etc. De nuevo, defendía la
soberanía real y consideraba la nacional y popular como generadoras de
discordia. El único derecho de los pueblos, ejercido a través de las cortes, es
representar, pedir, suplicar. Los reyes ejercen un poder paterno, como suce-
sores de los primeros padres.
La reacción fernandina contó con otros teólogos como Atilano Dehaxo
Solórzano, José Clemente Carnicero y Francisco Puigserver.
No obstante, la empresa cultural e ideológica más importante del pe-
ríodo fernandino fue la Biblioteca de Religión, publicada, por iniciativa de
Pedro de Inguanzo, entre 1826 y 1829. La Biblioteca tradujo, entre otras
obras, el Ensayo sobre la indiferencia, de Felicité de Lammenais; Del Papa
y De la Iglesia galicana, de Joseph de Maistre, etc. Por aquel entonces, apa-
recieron los primeros brotes de romanticismo conservador, con las obras
de Nicolás Böhl de Faber, seguidor de Schlegel y de Burke, en defensa del
teatro español del Siglo de Oro, frente al neoclasicismo dominante a lo
largo del siglo  XVIII, por influencia de la Ilustración francesa. Böhl de
Faber, padre de la célebre novelista Fernán Caballero, entabló una dura
controversia, en Cádiz, con los liberales José Joaquín Mora y Antonio
Alcalá Galiano, partidarios del neoclasicismo literario, a los que acusó de
antiespañoles. Nacionalizado español y convertido al catolicismo, Böhl
de Faber identificó el teatro de Calderón de la Barca con el espíritu nacio-
nal español.
Sin embargo, no puede considerarse el reinado de Fernando VII como
un período histórico homogéneo. En la práctica, resultó ser un conjunto
inestable de equilibrios políticos entre realistas moderados, apostólicos y
liberales. La esencia de la primera etapa fernandina fue la arbitrariedad.
El poder real estuvo en manos de la famosa «camarilla» o tertulia íntima
del rey, formada por Escoiquiz, Ugarte, Collado, Ostolaza, el duque de
Alagón, etc. El pronunciamiento de Riego abrió paso al denominado
«Trienio Liberal», cuyos intentos de reformas provocaron el auge de los
elementos contrarrevolucionarios dirigidos por el clero y con base en el
campesinado. En junio de 1823, una partida de realistas tomó la plaza de
Seo de Urgel, creando una Regencia, compuesta por el marqués de
Mataflorida, el arzobispo de Tarragona y el barón de Eroles. La Regencia
publicó tres manifiestos, donde se legitimaba su disidencia para liberar al
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

monarca de los liberales; y se propugnaba un régimen político católico,


monárquico y foral. La Regencia duró poco. Pero el régimen liberal cayó
ante la ofensiva de las potencias legitimistas, que, tras el Congreso de
Verona, enviaron a España los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, bajo la
dirección del duque de Angulema, cuya penetración en territorio español
apenas suscitó resistencia.
Se inició entonces el período que la historiografía liberal ha denomi-
nado la «década ominosa». Sin embargo, se trata de un período mucho
más heterogéneo y mucho menos compacto que lo que dicha denomina-
ción pudiera dar a entender. Ciertamente, la represión contra los liberales
fue, en un primer momento, muy dura. Con todo, la Inquisición no fue
restablecida en todo su esplendor; y se fundó la policía, una institución de
raigambre napoleónica. Fernando  VII contó con el apoyo de antiguos
«afrancesados», como Javier de Burgos y Alberto Lista, que habían sido
amnistiados por el rey en 1817. Por otra parte, se dibujó una clara división
en el seno del liberalismo, entre «exaltados» y «moderados». Los segundos
se arrogaban la herencia de Cádiz, pero evitando cualquier desviación ex-
tremista. En sus filas destacaban, algunos desde el exilio en Francia e
Inglaterra, antiguos doceañistas como Argüelles, Pérez de Castro, Bardají,
el conde de Toreno, Antonio Alcalá Galiano y, sobre todo, Francisco
Martínez de la Rosa. Todos ellos habían llegado a la conclusión de que el
texto constitucional de 1812 era inviable; lo que les llevaba a tomar en con-
sideración la experiencia de la carta otorgada de Luis XVIII en Francia,
Además, tras la caída de Napoleón, se produjo en Europa una clara hege-
monía del pensamiento tradicional, antirrevolucionario y conservador, re-
flejado en el utilitarismo de Bentham, la Escuela Histórica del Derecho de
Savigny, las teorías constitucionales de Constant y Guizot, la Economía
Política de Juan Bautista Say, los planteamientos de Edmundo Burke,
Bonald y de Maistre; el positivismo de Comte, etc.
De nuevo, tuvieron lugar una serie de sublevaciones realistas, la más
importante de las cuales tuvo lugar en los campos catalanes en 1827. Fue la
denominada «guerra de los agraviados». Los rebeldes se instalaron en
Manresa, creando una Junta y publicaron un periódico, El Catalán Realista,
cuyos planteamientos ideológicos eran tan taxativos como inequívocos:
«Viva la Religión, Viva el Rey absoluto, Viva la Inquisición, Muera el
Masonismo y toda secta oculta».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Ante las dimensiones del conflicto, el propio Fernando VII tuvo que via-
jar a Barcelona; lo que hizo que los rebeldes depusieran las armas. Sólo los
cabecillas fueron castigados. Y las intrigas continuaron. Sin embargo, el
triunfo de los liberales en Portugal y en Francia, abrió un nuevo contexto
político en Europa. Los antiguos «afrancesados», como Lista, Miñano,
Javier de Burgos y José Gómez Hermosilla, apostaron por una solución in-
termedia entre el liberalismo doceañista y el absolutismo. Sus órganos de
expresión fueron El Censor, La Miscelánea de Comercio, Arte y Literatura, El
Imparcial, etc, donde aparecen, por vez primera, las teorías de Constant,
Guizot, Royer-Collard, al lado de Comte, Bentham, Say, Ricardo, etc. En el
fondo, se trataba de llegar a un compromiso estabilizador con sectores del
Antiguo Régimen. Frente al absolutismo y la democracia, se proponía una
Monarquía representativa que garantizara el equilibrio entre el rey y las
cortes. Aceptaban la función de la nobleza como poder intermedio que im-
pidiese la desviación de la Monarquía hacia el despotismo. Menos transi-
gentes se mostraban con el clero, atacando su poder económico y mostrán-
dose partidarios de la desamortización. Eran partidarios del Estado
confesional pero sin el contenido teocrático de las opciones tradicionales
partidarias de la Inquisición. Un tema muy tratado, sobre todo por Javier de
Burgos, fue el de la reforma de la administración territorial, basada en la
división provincial.
En 1823, José Gómez Hermosilla había publicado su obra El Jacobinismo,
en cuyas páginas el antiguo «afrancesado» puso de manifiesto su animad-
versión a la democracia radical. De ahí su preferencia por los gobiernos de
hecho frente a los populares. El autor impugna las doctrinas jacobinas: la
soberanía popular, el contrato social, el estado de pura naturaleza. Todo
esto son vagas quimeras: la soberanía es una noción relativa, referida a al-
guien sobre el que demanda; y, por ello, el pueblo no puede ser soberano.
Sólo pueden ser soberanos los príncipes que se legitiman por prescripción,
es decir, «la quieta, pacífica, ni disputada ni interrumpida posesión». En el
fondo, el sistema ideal para Gómez Hermosilla sigue siendo el despotismo
ilustrado, mediante el cual llevar a cabo las necesarias reformas de carácter
social y económico.
En enero de 1826, Javier de Burgos envió a Fernando VII una Exposición
en la que analizaba la situación española y los medios para resolver los pro-
blemas acumulados. Burgos censuraba el exilio de los liberales, su repre-
sión y el incumplimiento de las obligaciones financieras en el exterior. Y
REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

propugnaba una amnistía total, abrir un empréstito interior cuyos intereses


y amortización se cubrirían con las ventas de los bienes eclesiásticos; y la
organización de la administración civil,

Las tendencias reformistas se afianzaron en el régimen con la presencia


en el gobierno de Luis López Ballesteros, modelo de tecnócrata, deseoso de
modernizar el Estado y la sociedad, introduciendo medidas liberales; y la
de Francisco Zea Bermúdez, realista moderado. Lo que alarmó a los secto-
res tradicionales. El régimen fernandino se hallaba cada vez más dividido;
lo que tuvo su concreción en el pleito sucesorio que atenazó al sistema du-
rante años. Fernando VII no tenía descendencia y la muerte de su tercera
esposa parecía consolidar las esperanzas de Carlos María Isidro y de sus
partidarios. Sin embargo, la decisión del monarca de contraer nuevas nup-
cias sembró la inquietud entre los realistas más exaltados. Casado con
María Cristina de Borbón, Fernando no tardó en tener una heredera. La
sucesión estaba garantizada por el nacimiento de Isabel. Poco después se
publicó la Pragmática Sanción, mediante la cual se refrendaba el decreto de
Carlos IV por el que se suprimía la Ley Sálica, que excluía a las mujeres de
la sucesión a la Corona, algo que alarmó a los partidarios de Carlos María
Isidro. La muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833 abrió las puertas
al estallido de la guerra civil.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Hervás y Panduro analiza la Revolución francesa

«Lo civil en todos los hombres, es como consecuencia de lo religioso, a


cuyo inflijo oculto o público, se sujeta siempre; por lo que la Revolución
francesa, en orden a lo civil, se debe considerar como consecuencia de la
revolución religiosa sucedida en Francia (…) El abandono de toda religión es
la parte fundamental de la Revolución francesa, y la causa primitiva y efec-
tiva de todos los desastres que a ella ha sucedido y ocurrido (…) la supresión
del cristianismo y de la religión natural, destruye necesariamente toda mo-
narquía y produce la anarquía y todos los desastres que de ésta por necesi-
dad resultan: por lo que el fundamento y la raíz de la totalidad de causas
morales de la Revolución francesa, consisten solamente en las que han cons-
pirado y producido la supresión de la religión; ya que de esta supresión pro-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

vienen, necesariamente, la abolición de la Monarquía, la existencia de la


anarquía y todos los funestísimos males que a ésta acompañan y sigue.»

(Lorenzo Hervás y Panduro, Causas de la Revolución francesa, 1794/1803).

2. Jovellanos defiende la reforma frente a la revolución

«Que una buena reforma constitucional sólo puede ser obra de la sabi-
duría y la prudencia reunida, era muy conforme a entrambas que en el plan
de ello se eviten con tanto cuidado el importuno deseo de realizar nuevas y
peligrosas teorías como el excesivo apego a nuestras antiguas instituciones,
y el tenaz empeño de conservar aquellos vicios y abusos de nuestra antigua
Constitución…»

(Gaspar Melchor de Jovellanos, Defensa de la Junta Central, 1810)

3. Constitución de Cádiz

«Artículo 1.º La Nación española es la reunión de todos los españoles de


ambos hemisferios.

Artículo 2.º La Nación española es libre e independiente, y no es ni pue-


de ser patrimonio de ninguna familia o persona.

Artículo 3.º La religión de la Nación española es y será perpetuamente


la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por
leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.»

(Constitución Política de la Monarquía española, 1812)

4. La Constitución de Cádiz se inserta en la tradición española

«Cuando la Comisión dice que en su proyecto no hay nada nuevo, dice


una verdad incontrastable, porque realmente no lo hay en sustancia. Los
españoles fueron en tiempos de los godos, una Nación libre e independien-
te, formando un mismo y única imperio…»

(Discurso Preliminar a la Constitución Política de la Monarquía española, 1812)


REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO DEL ABSOLUTISMO

5. El «Filósofo Rancio» critica el liberalismo

«Convengamos, pues, amigo mío, que la igualdad por naturaleza que


nos presentan estos señores filósofos es un sueño, y un sueño de un frenéti-
co, de quienes sabemos que tienen malísimas vueltas. La religión nos ense-
ña todo lo contrario; pero aun cuando ella nada nos dijese, ¿necesitábamos
nosotros más que extender los ojos a la misma naturaleza? Vemos en ella
mujeres. ¿Y quién será el loco que diga que son iguales a los hombres?»

(«El Filósofo Rancio», Cartas críticas, 1814)

6. El Manifiesto de los Persas

«El que debemos pedir, trasladando al papel nuestro voto, y el de nues-


tras Provincias, es con arreglo a las leyes, fueros, usos y costumbres de
España. Ojalá no hubiera materia harto cumplida para que V. M. repita al
Reino el decreto que dictó en Bayona y manifiesto (según la indicada Ley
de Partida) la necesidad de remediar lo actuado en Cádiz, que a este fin se
proceda a celebrar Cortes con la solemnidad, y en la forma en que se cele-
braron las antiguas; que entre tanto se mantenga ilesa la Constitución espa-
ñola observada en tantos siglos, y las leyes y fueros que a su virtud acorda-
ron; que se suspendan los efectos de la Constitución y decretos dictados en
Cádiz, y que las nuevas Cortes tomen en consideración su nulidad, su injus-
ticia y sus inconvenientes; que también tomen en consideración las resolu-
ciones dictadas en España desde las últimas Cortes hechas en libertad, y lo
hecho contra los disparates en ellas remediando los defectos cometidos por
el despotismo ministerial, y dando tono a cuanto interesa a la recta admi-
nistración de justicia; al arreglo igual de las contribuciones de los vasallos
a la justa libertad y seguridad de sus personas, y todo lo que es preciso para
el mejor orden de la Monarquía.»

(Manifiesto de los Persas, 1814)

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TEMA 5
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

Raquel Sánchez García

INTRODUCCIÓN

El pensamiento y la evolución del liberalismo español a lo largo del si-


glo XIX se hallan estrechamente unidos a la trayectoria política de España. De
movimiento cuajado políticamente en la coyuntura bélica de 1808-1814 a base
doctrinal de la construcción del Estado contemporáneo, el liberalismo ha pa-
sado por una serie de vicisitudes que se repasarán en las páginas que siguen.
Pese a sus diferencias, se pueden señalar unos elementos comunes que, con
matices, lo caracterizan. En primer lugar, hay que reseñar la fuerza de la cul-
tura católica en España, lo que obligó a los liberales a limar sus planteamien-
tos laicistas. Si además tenemos en cuenta el peso del sector eclesiástico en las
Cortes de Cádiz, se explican algunas de las subordinaciones del liberalismo
gaditano a la Iglesia. Por otra parte, y aunque la tradición española siempre ha
estado en el fondo de este movimiento, el liberalismo español ha bebido de
fuentes inglesas y francesas, tanto en lo teórico como en lo práctico, pues los
exilios fueron la oportunidad para la reflexión y el contraste entre la vivencia
diaria en otros modelos políticos europeos y la realidad española. Durante
buena parte de su existencia, sobre todo en sus primeros años, el liberalismo
español puede ser definido como un liberalismo de combate, en tanto que vi-
vió sojuzgado al absolutismo fernandino, lo que acabó desarrollando en él la
estrategia de la insurrección como mecanismo para lograr el cambio político.
La insurrección, ampliamente interiorizada, se trasladará a la época constitu-
cional, al reinado de Isabel II, y contribuirá a desestabilizar más un sistema ya
de por si inestable a causa de la monopolización del poder por parte del sector
liberal más conservador y de las intromisiones de la Monarquía y sus camari-
llas en la vida política. Durante esta época, el reinado de Isabel II, se consoli-
darán las dos grandes culturas políticas del liberalismo español: el liberalismo
moderado y el liberalismo progresista. Sus diferencias se pueden establecer
alrededor de cuatro grandes temas: el modelo de ciudadanía, la concepción
sobre la articulación territorial (la política municipal y provincial), la defini-
ción y amplitud de los derechos y los modelos constitucionales, sobre todo por
lo que se refiere al concepto de soberanía y a la composición de las cámaras.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

1. EL LIBERALISMO EN TIEMPOS DIFÍCILES:


TRIENIO LIBERAL Y EXILIO

La sublevación de Rafael del Riego en 1820 obligó al rey Fernando VII a


jurar la Constitución de 1812 que conoció así su primera aplicación práctica. El
periodo denominado Trienio Liberal (1820-1823) constituyó una época de gran
inestabilidad política en la que, sin embargo, se pudo comprobar, al menos en
los entornos urbanos, las posibilidades que ofrecían los canales para la sociali-
zación política como las sociedades patrióticas o la prensa. En el terreno del
pensamiento político, la libertad de expresión recién decretada facilitó la entra-
da y la discusión de libros y folletos de autores extranjeros, así como el debate
acerca de la necesidad, o no, de transformar algunos postulados de la
Constitución de Cádiz. Se fraguaron entonces las dos grandes ramas del libera-
lismo español que durante el exilio conocerían una evolución política distinta
para retornar en 1833-1834 bajo un perfil tamizado. Se trata de los exaltados,
herederos del liberalismo doceañista, y los conservadores que, como Martínez
de la Rosa, empezaron a pensar seriamente en la modificación de la constitu-
ción gaditana. La llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823 puso fin a
la primera experiencia liberal y obligó a los liberales a marchar al exilio.

El exilio político de 1823-1833 tiene una extraordinaria importancia en la


evolución del liberalismo español. Su esencia puede ser contenida en la ex-
presión acuñada por el profesor Varela Suanzes-Carpegna de «abandono del
modelo doceañista». Los liberales marcharon prioritariamente a Londres y
París, aunque un grupo menos numeroso encontró acogida, a partir de 1826,
en Portugal y después en Bélgica. El exilio puso en contacto a los liberales
españoles con el pensamiento liberal posrevolucionario, es decir, con las
obras de Guizot, Constant, Royer-Collard, Thiers, Comte, Saint-Simon, etc.
Básicamente, el liberalismo posrevolucionario se replanteaba la rígida sepa-
ración de poderes y hacía hincapié en el papel simbólico de la monarquía,
que no debía ser menospreciado por los textos constitucionales. De este modo,
el concepto de la soberanía nacional quedaba desplazado en favor de la sobe-
ranía compartida. Por otra parte, las vivencias personales en contextos políti-
cos muy diferentes al español, más estables, como era el inglés, ofrecieron a
los liberales españoles la experiencia del valor social de la tradición y de la
negociación. Muchos de estos planteamientos ya habían sido expuestos por
José María Blanco White en El Español entre 1810 y 1814. Blanco White había
servido de mediador entre los emigrados españoles y la intelectualidad ingle-
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

sa, en particular con un personaje que tendría gran importancia a este res-
pecto: lord Holland. Los exiliados polemizaron a través de diversas revistas y
periódicos acerca de las causas de la crisis del Trienio Liberal, manifestándo-
se así las dos ramas comentadas con anterioridad. Por medio del periódico El
Español Constitucional se expresaron los exaltados como Fernández Sardino
y Flórez Estrada. A través de Ocios de Españoles Emigrados, los más conser-
vadores. Por lo que respecta a estos últimos, dado el peso específico que ten-
drían posteriormente, cabe decir que sus reflexiones políticas giraron alrede-
dor de la necesidad de reformar la Constitución de 1812 para hacerla menos
rígida, sobre todo en materias como la definición de la soberanía o la separa-
ción de poderes, apostando por un mayor pragmatismo en la configuración
de los textos legislativos de cara a su adaptación a la realidad española. Los
exaltados, por su parte, conservaron el mito de la Constitución gaditana y
atribuyeron la crisis del Trienio tanto a las fuerzas reaccionarias como al te-
mor de los conservadores al radicalismo político.

2. LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL

Con la muerte de Fernando VII se inicia una nueva etapa que es especial-


mente significativa para el liberalismo español. Durante este periodo, las re-
flexiones realizadas en el exilio han de confrontarse con las realidades y las
demandas que genera la construcción del estado liberal. A todo ello habría
que añadir el propio movimiento social que se refleja en la cristalización de
una opinión pública que se va a ir formando gracias a la apertura legal en
materia de libertad de prensa y de libertad de asociación (muy escasas al prin-
cipio). La aparición de un gran número de cabeceras periodísticas y la forma-
ción de tertulias y sociedades políticas e intelectuales son la prueba de ello. De
este modo, el peso de la opinión pública, sobre todo urbana, unida a los deter-
minantes de la acción colectiva, como la formación de juntas o la milicia na-
cional, son elementos que no pueden dejar de tenerse en cuenta en la forma-
ción de los principios políticos del liberalismo español. Como consecuencia de
todo ello, pensamiento y acción política iniciaron un diálogo que tuvo como
primera derivación la disolución del bloque liberal en distintas corrientes.
Como ya se ha dicho, en el exilio, incluso en el Trienio liberal, se habían mani-
festado diversas tendencias ideológicas, pero será ahora cuando cuajen en las
dos grandes culturas políticas que dominarán el panorama ideológico liberal
hasta la revolución de 1868: los moderados y los progresistas.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Puede decirse que las dos corrientes terminan de definirse en las llama-
das segundas cortes del Estatuto, es decir, tras la convocatoria de elecciones
después de la disolución del Estamento de Procuradores en enero de 1836.
De las elecciones nacieron unas nuevas cortes que marcaron con claridad la
existencia de estos dos grupos, uno de ellos partidario de la revisión del
Estatuto Real, aunque evitando los radicalismos; el otro defensor de la tradi-
ción doceañista. En cualquier caso, los gobiernos liberales entre 1834 y 1840
sentaron las bases de la construcción del Estado liberal implementando me-
didas revolucionarias para el momento como la supresión de la Inquisición,
la abolición de la Mesta y de las pruebas de nobleza para el acceso a los car-
gos públicos y militares y, sobre todo, la transformación del régimen jurídi-
co de la propiedad. Esta última cuestión, clave dentro del esquema de pensa-
miento liberal para el cual el reconocimiento del derecho de propiedad es
prioritario, se plasmó en el proyecto desamortizador impulsado principal-
mente por Juan Álvarez Mendizábal, que recuperaba anteriores intentos de
liberalización de la propiedad, como los llevados a cabo por Godoy.
Las dos principales culturas políticas liberales españolas se pueden defi-
nir en función de su posicionamiento sobre varias cuestiones. La primera de
ellas es el concepto de ciudadanía que cada sostiene, directamente relacio-
nado con el grado de apertura que consideran que debe tener el derecho a
elegir y ser elegido. Más abierto el concepto progresista, más cerrado el con-
cepto moderado, ambos son, sin embargo, partidarios del sufragio censita-
rio. Otra cuestión significativa gira alrededor del modelo constitucional pro-
puesto, y en particular, alrededor de su forma de entender la soberanía y el
sistema parlamentario uni- o bicameral. La tradición del liberalismo docea-
ñista, partidaria del unicameralismo, se enfrentará aquí a la versión conser-
vadora, que planteará a lo largo de este periodo distintas propuestas en rela-
ción, sobre todo, con el Senado. Las divergencias en torno a la cuestión de la
soberanía, como se verá a continuación, se hallan plasmadas en los distintos
proyectos constitucionales que apadrinaron estas dos culturas políticas. Un
tercer aspecto que marca las diferencias entre ambas es el tema del recono-
cimiento de derechos y si estos deben ser plasmados de forma sistemática en
los textos constitucionales (es decir, siendo más garantistas) o, por el contra-
rio, pueden dispersarse a lo largo del código constitucional. Por último, la
cuarta cuestión que diferencia a ambos proyectos es el papel que otorgan a
la articulación territorial del Estado. La trascendencia política (no sólo ad-
ministrativa) de esta cuestión es clave. La defensa de la centralización o la
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

descentralización se hace en función de criterios que no sólo tienen que ver


con la eficacia en la gestión, sino también con argumentaciones de tipo his-
toricista que revelan diferentes concepciones acerca de la nación.

Desde 1834 hasta 1868 el liberalismo español (en sus dos culturas políti-


cas) deberá afrontar una serie de desafíos que le obligarán a posicionarse y
a remodelar sus planteamientos teóricos y que, en última instancia, marca-
rán su grado de flexibilidad o sus limitaciones. Uno de estos desafíos vendrá
dado por la modernización económica y las transformaciones sociales que
la acompañaron. El desarrollo de las clases medias planteó la cuestión de la
ampliación del cuerpo electoral a sectores sociales que potencialmente po-
drían ser partidarios del régimen representativo si podían participar en él.
Ésta fue la apuesta de los progresistas, partidarios de adaptar el sufragio
censitario a las nuevas realidades. Menos inclinados a ello se mostraron los
moderados. Hay que tener en cuenta que la construcción del Estado liberal
en España se hace en un contexto muy difícil, pues el país se vio inmerso en
una guerra civil hasta 1840, además de que las bases sociales del liberalis-
mo eran relativamente escasas. Eso es lo que explica la intención progresis-
ta de ampliar el cuerpo electoral. La modernización económica trajo tam-
bién consigo la aparición de la clase trabajadora, excluida completamente
del sistema político. Ambas corrientes rechazaron la universalización del
sufragio. La revolución de 1848 marcó un antes y un después a este respec-
to. Para los moderados, supuso un giro a la derecha que eligió el recorte de
libertades en favor del mantenimiento del orden público. Para los progresis-
tas implicó la separación del ala izquierda de su partido, convencida de que
el liberalismo no tenía discurso político para los sectores más populares de
la sociedad. Nacería así el Partido Demócrata y, poco después, el republica-
nismo como opción política, entendiendo el republicanismo más que como
la exigencia de una determinada forma en la jefatura del Estado, como un
concepto moral y solidario de la política.

3. EL MODERANTISMO: DONOSO CORTÉS, ALCALÁ GALIANO,


JOAQUÍN FRANCISCO PACHECO Y ANDRÉS BORREGO

El moderantismo español nace como una agregación de individuos de


distintas tendencias que acabaron confluyendo en una serie de principios
ideológicos comunes. Estos principios ideológicos tuvieron un carácter evi-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dentemente pragmático. Destinados a sostener el trono de Isabel II y a iden-


tificar su trayectoria como partido con la Corona, en sus planteamientos
prima más que la reflexión teórica, la aplicación práctica de unas ideas ge-
nerales y dúctiles. La comprensión del periodo de su máxima influencia (la
década moderada, 1844-1854) como la «síntesis de los tiempos» viene a sig-
nificar la convicción, por parte del moderantismo, de hasta dónde podía
llegar su defensa del liberalismo. El fortalecimiento de la autoridad real es
la base de estos planteamientos, lo que se expresa políticamente en el con-
cepto de la soberanía compartida, de clara raigambre doctrinaria. Se trata
de una solución al problema ya planteado por Benjamin Constant acerca de
la integración en el sistema de representación política de la figura del mo-
narca. De este modo, queda desactivado el peligro que para los moderados
supone la soberanía nacional y establece un carácter mixto a la representa-
ción: por una parte, las cámaras de representación, que reflejan el estado
social; por otra, la monarquía, que simboliza la continuidad de la nación a
lo largo del tiempo. Pasado y presente quedan, de este modo, unidos. Se
desactiva también a través de la soberanía compartida la existencia del po-
der constituyente. No existe un momento fundacional, el poder es legítimo
de por sí. El sistema de la doble confianza es la realización práctica de la
soberanía compartida. Acompaña a este concepto el sufragio censitario. El
sufragio entendido como función que explica que se restrinja a aquellos ele-
mentos sociales que por su situación económica son especialmente signifi-
cativos, aquellos que comprenden los problemas de la sociedad y pueden,
con sus conocimientos y experiencia, contribuir a solucionarlos. Ahí alcan-
za su sentido el concepto de las capacidades. Junto a los más poderosos
económicamente, el moderantismo extiende el derecho de sufragio a aque-
llos individuos que por su preparación intelectual también pueden auxiliar
en las tareas de gobierno. Ahí habría que incluir a algunos intelectuales y a
miembros de la Iglesia. Los propietarios y las personas ilustradas, por tan-
to, serán las bases que sustenten la representación política para el moderan-
tismo, lo que se concretaría en la ley electoral de 1846. Por lo que respecta
al ámbito de las libertades, el moderantismo defiende la protección de las
libertades clásicas: expresión, asociación, etc. Sin embargo, es en este capí-
tulo donde con más claridad se advierten las limitaciones del liberalismo
moderado. Las libertades clásicas quedan subordinadas a la defensa del
orden público, que se constituye como barrera infranqueable. De este modo,
puede decirse que una buena parte de las actividades de una sociedad libre
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

quedan recortadas. Los límites a las libertades alcanzaron su máxima ex-


presión desde de la revolución de 1848, momento que marca la frontera in-
transitable del liberalismo conservador español. A partir de ese momento,
el moderantismo comienza una deriva autoritaria mucho más evidente que
pone en duda su filiación liberal. Otro aspecto de gran importancia en el
pensamiento del moderantismo español lo constituye su defensa del papel
social de la Iglesia. Tras el enfrentamiento producido por los procesos des-
amortizadores, el moderantismo, consciente de la influencia social de la
Iglesia, tratará de llegar a un acuerdo con esta institución. En el ámbito de
lo tangible, este acuerdo se plasmó en el Concordato de 1851; en el ámbito
de lo intangible se manifestó en la cesión a la Iglesia de importantes parce-
las de la vida social como, por ejemplo, la educación (a pesar de la ley
Moyano de 1857).
En el seno del moderantismo se marcaron claramente tres corrientes
principales. La primera de ellas, que ha sido calificada por el profesor
Cánovas Sánchez como la derecha conservadora autoritaria, era partidaria
más que de una constitución, de una carta otorgada. Uno de sus represen-
tantes fue el marqués de Viluma. La segunda, llamada facción centrista, es
el sector mayoritario del partido y son los doctrinarios más propiamente
dichos. Allí nos encontraríamos con el general Narváez, Alcalá Galiano o el
primer Donoso Cortés. La tercera facción es la llamada «facción puritana»,
es decir, la más crítica con los recortes de libertades y con la corrupción
política y económica. Dentro de ella se hallan personajes como Javier Istúriz
o Joaquín Francisco Pacheco y su referente político es la Constitución
de 1837.
El carácter pragmático del ideario moderado se manifiesta en un claro
afán codificador que tenía como objetivo la construcción administrativa del
Estado liberal. Para la defensa del orden público, se creó la Guardia Civil
en 1844. También se constituyó la Comisión General de Codificación, que
dio lugar al Código Penal de 1848 y al proyecto de Código Civil de 1851, que
no llegó a ver la luz hasta la tardía fecha de 1889. Se crearon varios ministe-
rios y se profesionalizó la carrera administrativa por real decreto de junio
de 1852. Con respecto a la cuestión territorial, se hace necesario decir que
este aspecto tiene un importante significado político dentro del liberalismo
español. Los moderados concebían a España como un territorio centraliza-
do alrededor del poder central situado en Madrid. De este modo, traslada-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ron la figura del prefecto francés al gobernador civil, brazo ejecutor del go-
bierno en las provincias y contacto directo con las elites locales. Esta
concepción del Estado se plasmó en las diversas leyes que dedicaron los
gobiernos moderados a la administración local y provincial: Ley de organi-
zación y atribuciones de los Ayuntamientos (8.1.1845), Ley de organización
y atribuciones de las Diputaciones provinciales (8.1.1845), Ley de organiza-
ción y atribuciones de los Consejos Provinciales (2.4.1845) y Ley para el go-
bierno de las provincias (ley de atribuciones de los jefes políticos, 2.4.1845).
La expresión más clara del pensamiento del moderantismo se halla en la
Constitución de 1845. Este texto se mantuvo vigente hasta la proclamación
de la Constitución de 1869, a pesar de que hubo varios intentos para refor-
marla, a unas ocasiones en sentido más progresista, en otras ocasiones en
sentido más conservador: en 1848, por parte de Narváez; en 1852 por el pro-
yecto constitucional de Bravo Murillo; en 1856 a través del acta adicional de
O’Donnell; en 1857, con un nuevo intento de reforma por parte de Narváez;
y en 1864 con la derogación de Mon. La Constitución de 1845 no se elaboró
a partir de un proceso constituyente (en función de lo anteriormente men-
cionado), sino por las cortes ordinarias elegidas en 1844 que tuvieron como
objetivo reformar la Constitución de 1837. Se consagra el principio de la
soberanía compartida al eliminar el concepto de soberanía nacional que
había regido las constituciones de 1812 y 1837. Se refuerza el poder del mo-
narca al darle la potestad de disolver las Cortes. Se crea un Senado de ca-
rácter vitalicio y de designación real. El poder local queda supeditado al
gobierno, ya que los alcaldes de las localidades más significativas serían
elegidos por el gobierno. Las libertades no se desarrollan de forma explíci-
ta, sino de forma dispersa y se establece un claro control de la libertad de
prensa al decretarse la supresión del juicio por jurado, que era considerado
una garantía en los delitos de imprenta.
El desarrollo teórico de los principios políticos del moderantismo se lle-
vó a cabo en las lecciones de derecho político que impartieron en el Ateneo
de Madrid tres importantes miembros del partido: Antonio Alcalá Galiano,
Juan Donoso Cortés y Joaquín Francisco Pacheco. Por otra parte, se estu-
diará en este apartado a Andrés Borrego, liberal conservador que prestó
especial a la aparición del pauperismo derivado de la modernización econó-
mica. Su pensamiento representa, dentro del moderantismo, unos caracte-
res específicos que lo singularizan.
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

3.1 Antonio Alcalá Galiano

Antonio Alcalá Galiano nació en Cádiz en 1789. No recibió estudios uni-


versitarios, pero dispuso de la amplia biblioteca de sus familiares, de las
conversaciones con estos (que formaban parte de la elite intelectual españo-
la) y de la posibilidad de aprender varios idiomas, por lo que pudo leer a
muchos autores que no estaban traducidos al español. Desde muy joven se
implicó en la política y en el periodismo. Sus primeros pasos profesionales
los dio en la carrera diplomática, aunque su interés por la política fue más
fuerte y ya en el Trienio Liberal se encontraba en Madrid participando en
las tertulias de las sociedades patrióticas. En 1822 fue elegido diputado por
Cádiz. A causa de sus ideas liberales tuvo que marchar al exilio en 1823. En
el exilio en Gran Bretaña su liberalismo se haría más pragmático y menos
extremado. Cuando regresó a España se vinculó de nuevo al mundo del pe-
riodismo, colaborando en Revista Española, Mensajero de las Cortes y El
Observador. A lo largo de los años treinta, se fue poco a poco relacionando
con el liberalismo conservador, sobre todo después del golpe de los sargen-
tos de La Granja en 1836. Con su trabajo en la redacción del periódico El
Piloto contribuyó a sentar las bases teóricas del partido moderado sobre
todo a través de dos elementos: el apoyo a la Corona y la apelación al orden
y la autoridad. Sus ideas se plasmaron más sistemáticamente en las
Lecciones de derecho político que impartió en el Ateneo de Madrid en los
cursos 1839-1840 y 1843-1844. Se trata de un texto de carácter más socioló-
gico que filosófico en el que se analiza la realidad social y los mecanismos
políticos que mejor pueden funcionar en cada entorno y en cada momento
histórico, con un evidente carácter pragmático. Sus influencias intelectua-
les hay que buscarlas en Benjamin Constant, Edmundo Burke y el utilitaris-
mo inglés, Jeremy Bentham en especial. Alcalá Galiano era poco amigo de
las abstracciones, por eso en las Lecciones se detecta un desapego por el
concepto de libertad en sentido vago, para decantarse por las libertades
como concreciones prácticas del libre albedrío. Por otra parte, su obra es
una defensa del predominio social de las clases medias, de las clases propie-
tarias, como verdaderas y efectivas fuerzas sociales dinámicas y, por lo tan-
to, con derecho al sufragio. Siguiendo las influencias de Constant, Galiano
dedicó bastante tiempo a reflexionar acerca del papel que cabía atribuir a la
monarquía en un sistema político, como era el liberal, que había despojado
a ésta de su carácter sagrado. En este sentido, Galiano se sitúa en la línea de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

muchos pensadores liberales del XIX, muy preocupados por conjugar la ins-


titución monárquica con los nuevos tiempos. Para Alcalá Galiano, el nuevo
papel de la Monarquía no está tanto en ser la personificación del pasado en
el presente, sino en convertirse en la representación de la totalidad de los
intereses sociales. Por último, y para concluir este breve comentario sobre
las Lecciones de derecho político, habría que señalar que éstas están llenas
de referencias a cuestiones concretas sobre tácticas parlamentarias, la im-
portancia de la cuestión municipal, los procedimientos electorales, el signi-
ficado de la responsabilidad ministerial, etc.
Su posición conservadora se exacerbó a raíz de la revolución de 1848,
tras la que publicó Breves reflexiones sobre la índole de la crisis por la que
están pasando los gobiernos y los pueblos de Europa, texto en el que medita
acerca del peligro latente que supone el «despotismo de las muchedum-
bres», como denomina a los movimientos sociales que surgieron con motivo
de los sucesos acontecidos, especialmente en París. Su pensamiento entra
aquí en un callejón sin salida, pues al tener que elegir entre libertad y or-
den, se decantará claramente por el segundo. En la última etapa de su vida
se dedicó a participar activamente en las conferencias de la Asociación para
la Reforma de los Aranceles de Aduanas y se vinculó a las tareas de la Real
Academia de la Historia y de la Real Academia de la Lengua. En 1859 se
convirtió en académico fundador de la Real Academia de Ciencias Morales
y Políticas, para la que escribió trabajos de reflexión como Del gobierno re-
presentativo (1861), De los principios tradicional y racional y de sus respecti-
vas ventajas y desventajas (1862) y De la diversa índole del principio de liber-
tad y del espíritu de revolución (1862). En 1864 fue nombrado ministro de
Fomento por el gobierno del general Narváez. Murió el 11 de abril de 1865
como consecuencia de los sucesos de la noche de San Daniel.

3.2 Juan Donoso Cortés

Dentro del liberalismo español, Donoso Cortés representa una alternati-


va ultraconservadora y una crítica al liberalismo, en el seno del cual se edu-
có políticamente. Sus primeros trabajos revelan a un pensador liberal con-
servador, inserto en el doctrinarismo, que fue evolucionando hacia una
teología política que insistía en la necesidad de la presencia del cristianismo
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

en la organización política de las sociedades, dada la crisis de moralidad en


la que, según su interpretación, había caído el liberalismo.
Donoso Cortés nació en 1809 en la provincia de Badajoz. De familia adi-
nerada y liberal, estudió en Sevilla la carrera de derecho. Su trayectoria
política se inició con su marcha a Madrid y la publicación en 1832 de una
Memoria sobre la situación actual de la monarquía, que dirigió a Fernando VII
y en la que defendía los derechos sucesorios de la infanta Isabel. Comenzó
su carrera en la administración en 1833, año de la muerte del rey Fernando.
Los conflictos existentes entre las diversas corrientes del liberalismo fueron
conduciendo a Donoso hacia posiciones más conservadoras, lo que se agu-
dizó tras el golpe de los sargentos de La Granja en agosto de 1836, que forzó
a la regente María Cristina a jurar la Constitución de 1812. Durante los años
treinta y cuarenta fue consolidando su posición como polemista político a
través de su vinculación con varios periódicos, como El Porvenir, El Heraldo,
El Correo Nacional, y El Piloto. También publicó trabajos como las
Consideraciones sobre la diplomacia. Su influencia en el estado político y so-
cial de Europa desde la revolución de julio hasta el tratado de la cuádruple
alianza (1834), en el que demostró sus grandes conocimientos sobre la polí-
tica europea; y La ley electoral considerada en su base y en su relación con el
espíritu de nuestras instituciones (1835), que apuntaba ya sus ideas acerca
del sufragio censitario. Entre 1836 y 1837 impartió sus Lecciones de derecho
político en el Ateneo de Madrid. Estas lecciones recogen la esencia del pen-
samiento del Donoso liberal y giran alrededor de la soberanía. En ellas de-
sarrolló el concepto de «soberanía de la inteligencia», con el que hacía refe-
rencia al derecho de los propietarios (las «aristocracias legítimas») a elegir
y se elegidos por ser los únicos ciudadanos con capacidad para conocer las
necesidades del país. Los propietarios son, en una clara influencia hegelia-
na que recoge a través del doctrinario francés Guizot, la personificación de
la inteligencia en el momento histórico en el que vive la Europa de su tiem-
po. De este modo, rechaza Donoso tanto la soberanía absoluta (por anacró-
nica) como la soberanía popular (por revolucionaria).
La llegada al poder del general Espartero en 1840 y la renuncia a la
Regencia por parte de la reina María Cristina influyeron de forma impor-
tante en la vida de Donoso. La regente se marchó al exilio parisino y el pen-
sador pacense la siguió, ya que mantenía unas excelentes relaciones con ella
y con su marido Fernando Muñoz. En el exilio, Donoso escribió unas Cartas
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

desde París (1842) que marcan ya un cambio de rumbo en su pensamiento


por la introducción de componentes teológicos en su análisis político. A la
vuelta del exilio y con la declaración de mayoría de edad de la reina Isabel,
Donoso se convirtió en su secretario personal. Su vinculación con el parti-
do moderado le permitió formar parte de la comisión de reforma de la
Constitución de 1837, que dio origen a la Constitución de 1845 y que recoge
algunas de las ideas de Donoso, como su negativa a la devolución de los bie-
nes desamortizados, lo que le atrajo las críticas de tradicionalistas como
Jaime Balmes. El gobierno del general Narváez le nombró embajador en
Berlín, donde vivió en 1849, tras los sucesos revolucionarios de 1848, que le
impresionaron enormemente. Producto de esta experiencia fue su conocido
Discurso sobre la dictadura, que pronunció en el Congreso y que tuvo una
amplia repercusión en toda Europa. En este discurso Donoso reflexionaba
acerca del peligro revolucionario y de la dictadura como forma política su-
peradora de las instituciones parlamentarias burguesas y sus limitaciones
para controlar el desorden social. Sus planteamientos se resumen en la me-
táfora de elegir entre la dictadura del sable o la dictadura del puñal. En 1850
el gobierno de Bravo Murillo le nombró embajador en París, donde escribió
sus Cartas acerca de Francia en 1851 y 1852. En estas cartas plasmó sus im-
presiones sobre la Francia de Luis Napoleón Bonaparte, en quien creyó ver
al dictador que necesitaban las sociedades modernas, para después desen-
gañarse por las veleidades nacionalistas y populistas de Bonaparte.
El texto más significativo de su última etapa es el Ensayo sobre el catoli-
cismo, el liberalismo y el socialismo (1851), que refleja sus ideas acerca de la
presencia de la religión en la vida social.

3.3 Joaquín Francisco Pacheco

El sevillano Joaquín Francisco Pacheco nació en 1808 y estudió derecho.


Su formación como jurista marca claramente su pensamiento, como se verá
líneas más abajo. Tras su llegada a Madrid, comenzó su vinculación al mun-
do de la prensa y sobre todo a las publicaciones especializadas en temas
jurídicos como el Diario de la Administración, el Boletín de Jurisprudencia y
Legislación (fundado por él) y la Crónica Jurídica. Profesionalmente, ejerció
como abogado. Tuvo, además, una clara vocación política, lo que le llevó de
desempeñar diversos puestos. Llegó, incluso, a ser presidente del Consejo de
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

Ministros en 1847. Se dedicó también a la carrera diplomática y fue emba-


jador en varios destinos como Roma, Londres y Méjico. Estuvo vinculado a
las instituciones intelectuales más importantes de la época como el Ateneo
de Madrid, la Real Academia de Jurisprudencia, la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas y la Real Academia de San Fernando.
Su aportación más importante a la historia de las ideas hay que buscarla
en las Lecciones de derecho político que impartió en el Ateneo de Madrid en el
curso 1844-1845, en el momento en que comenzaba la consolidación de los
moderados en el poder. Las lecciones de Pacheco han sido generalmente con-
sideradas de menor altura intelectual que las de los autores anteriores. Su en-
foque es sobre todo jurídico, por lo que se halla entre la perspectiva metafísica
de Donoso Cortés y la empírico-sociológica de Alcalá Galiano. Sus influencias
hay que buscarlas en tres ámbitos: la escuela histórica, el utilitarismo y el
eclecticismo. Por lo que respecta a la primera, habría que señalar que Pacheco
recoge de esta el sentido de la historia y el convencimiento de que las formas
jurídicas del Estado han de adecuarse a las realidades sociales. El utilitaris-
mo, por su parte, se percibe en su apego al pragmatismo. Por último, del eclec-
ticismo se observa en Pacheco el claro marchamo doctrinario que impregna
su pensamiento, aunque sin las apelaciones filosóficas de los doctrinarios
franceses. Lo más interesante de las lecciones de Pacheco está en dos cuestio-
nes principales: el significado de los derechos y la soberanía. Por lo que se re-
fiere a la primera cuestión, Pacheco se muestra muy hostil a las declaraciones
de derechos, que entiende como pura retórica, mostrándose más interesado
por las efectivas garantías judiciales que deben proteger dichos derechos que
por el origen o características de los mismos. En la cuestión de la soberanía
Pacheco defiende la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey, en la línea
de los moderados españoles, que el profesor Garrorena Morales ha resumido
con la expresión «soberanía de lo existente», es decir, de los poderes constitui-
dos. Según palabras del propio Pacheco: «Esta soberanía será real en Prusia,
popular en América, parlamentaria entre nosotros». Murió en Madrid en 1865.

3.4 Andrés Borrego, el conservador independiente

Puede decirse que Andrés Borrego Moreno (1802-1891) es un liberal poco


frecuente en el mundo político español del siglo  XIX. Vinculado al partido
moderado, fue un crítico agudo de sus políticas y de la inflexibilidad de sus
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ideas; preocupado por la situación de los trabajadores, se convirtió en empre-


sario de la prensa en varias ocasiones; orgulloso de la tradición española,
siempre estuvo muy al tanto de las novedades ideológicas de Europa. Andrés
Borrego presenta en su pensamiento tres grandes influencias: la del liberalis-
mo conservador inglés, del que aprendió el valor de las reformas y el peso
social de la tradición; los críticos de la economía liberal, que pusieron de ma-
nifiesto las diferencias sociales provocadas por el capitalismo; y el liberalis-
mo católico francés de Lamennais, Lacordaire, Montalembert y Gerbert, cu-
yos planteamientos sobre la separación Iglesia-Estado le permitieron
reflexionar sobre sus preocupaciones sociales desde una perspectiva liberal y
cristiana. Andrés Borrego no compartía la idea de los economistas clásicos
acerca de que el libre ejercicio de la iniciativa individual procuraría el mayor
bienestar al mayor número de personas. Su experiencia en los diversos países
europeos que conoció le dio pruebas del agravamiento creciente de las dife-
rencias sociales y del incremento del pauperismo. Borrego estaba convencido
de que los procesos revolucionarios habidos en Europa a lo largo del siglo te-
nían su raíz ahí. Desde su punto de vista, el peligro social, que podría arrasar
la sociedad civilizada, procedía precisamente de la sensación de desamparo y
del rencor social de los más desfavorecidos. Al analizar estos fenómenos, ha-
bló de lo que denominaba la «escuela social» o «economía social», conceptos
con los que pretendía aludir al tratamiento del problema social desde una
perspectiva, como se ha dicho antes, liberal y cristiana. Con motivo de los
sucesos de la revolución de 1848, Borrego creyó ver llegado el momento que
tanto se temía: el peligro revolucionario se encontraba lo suficientemente de-
sarrollado como para poner fin a las conquistas políticas del liberalismo.
Al aplicar su análisis a España, Borrego señaló tres grandes cuestiones
que caracterizaban la situación en nuestro país: la religión católica y su sig-
nificado social; la «democracia indígena»; y el papel de la libertad en la so-
ciedad contemporánea. Con respecto al papel de la Iglesia y la religión,
Borrego consideraba que el catolicismo formaba parte de la esencia de la
cultura española y que había introducido en ella un elemento de primera
importancia para la resolución de los problemas sociales: la fraternidad.
Por otra parte, estaba convencido de que el catolicismo podría apartar al
pueblo del principio revolucionario. De este modo, y en función del concep-
to de fraternidad, se podrían superar las diferencias creadas por el capita-
lismo y la industrialización, ya que la fraternidad implica responsabilidad
moral de los más ricos para con los más pobres y respeto de estas a las je-
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

rarquías establecidas. Con respecto a la democracia indígena, Borrego alu-


de a un mitificado pasado en el que el conflicto no existía, un mundo prein-
dustrial basado en las relaciones comunitarias y solidarias que se regía por
las jerarquías y respetos tradicionales, así como por la responsabilidad mo-
ral anteriormente mencionada. La libertad, por último, forma parte intrín-
seca del pensamiento de Borrego, aunque conceptos como el de democracia
indígena puedan hacernos creer que nos encontramos ante un tradiciona-
lista. El periodista malagueño estaba plenamente convencido de los logros
alcanzados por el liberalismo en materia política y creía que su desarrollo
por medio de una Monarquía constitucional y una opinión pública sólida
contribuirían a expandir la propia noción de libertad.
La clave para entender el pensamiento de Andrés Borrego estriba en su
obsesión por evitar los conflictos de clase y buscar la armonía entre ricos y
pobres. Para lograr esta armonía, desarrolló un programa de reformas que
por un lado evitaría el peligro revolucionario y por otro restauraría la digni-
dad de los trabajadores. Se trata de lo que denominó «organización del tra-
bajo». En la organización del trabajo Borrego otorgó un importante papel al
Estado, que debía supervisar la acción de los agentes económicos, vigilando
los comportamientos del interés individual para favorecer el interés colecti-
vo. De este modo, al Estado le cabría la obligación de encargarse de las
grandes obras públicas de infraestructura que crearían empleo, con sala-
rios mínimos que garantizasen la subsistencia de los trabajadores, evitando
de esta forma que sólo recurrieran a la caridad y la asistencia benéfica los
enfermos y los más desvalidos. Con este proyecto, además, se liberaba a la
empresa privada a los trabajadores más cualificados y con más iniciativa.
Por otra parte, el Estado debería velar por la creación de instituciones ban-
carias que permitieran la financiación de proyectos de desarrollo a peque-
ña escala, proyectos locales. La misma labor habría de desempeñar con
respecto al fomento de los montepíos de obreros. El modelo de este tipo de
desarrollo creyó encontrarlo al final de su vida en la Alemania de Bismarck,
aunque haciendo la salvedad de las limitaciones políticas del Imperio ale-
mán. Asimismo, Borrego valoraba extraordinariamente el papel de los em-
presarios, en la línea de Say, aunque comprendía su tarea en un sentido di-
ferente. Desde su perspectiva, los empresarios en lugar de buscar la
competitividad, deberían formar asociaciones para limitar los efectos de la
competencia y mantener el nivel de precios.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En definitiva, el pensamiento de Andrés Borrego ofrece un interesante


análisis del problema social, habitualmente orillado por los liberales españo-
les, o trasladado a las instituciones benéficas de la Iglesia. Sin embargo, pre-
senta elementos un tanto contradictorios como su apelación a la Monarquía
constitucional y su utopía retrospectiva sobre la democracia indígena, o
como su rechazo a la competencia económica en un contexto liberal.

4. EL PARTIDO PROGRESISTA: SALUSTIANO OLÓZAGA


Y JOAQUÍN MARÍA LÓPEZ

Al igual que sucedió con los moderados, el Partido Progresista también


se formó por un aluvión de personas de distinta tendencias que a la larga
marcarían la pauta de lo que podríamos llamar la cultura política progre-
sista. Confluyeron en él los más abiertos en materia política del grupo de los
exiliados, los antiguos doceañistas y los más avanzados de los miembros
que formaron las llamadas «cortes del Estatuto». Sus bases sociales hay que
buscarlas en las clases medias urbanas (profesionales, pequeños empresa-
rios, comerciantes y algunos burgueses y aristócratas), por lo que su mensa-
je político se halla condicionado por esta cuestión, como se verá más ade-
lante. Para un sector importante del progresismo, la Constitución de Cádiz
se convirtió en un referente simbólico de primera magnitud, pues en ella
creían ver las raíces más puras del liberalismo español, que había que de-
fender en la nueva coyuntura política que vivía España. Por otra parte, ha-
bría que señalar una cuestión de primera importancia, no tanto en el idea-
rio progresista, sino en su práctica política: sus relaciones con la Corona.
Los progresistas fueron siempre valedores de la monarquía, pero se vieron
orillados de la escena política en numerosas ocasiones por la estrecha rela-
ción entablada entre los moderados y la Corona, lo que les condujo en 1863
al retraimiento político. Isabel II no supo desempeñar correctamente su
papel de figura al margen de los partidismos, lo que acabó hipotecando a la
propia institución monárquica.
El ideario progresista parte del concepto de soberanía nacional, ya con-
sagrado en la Constitución de 1812 y que en la Constitución de 1837 se tras-
ladó al preámbulo. Fueron partidarios de las cortes constituyentes precisa-
mente por su creencia en la soberanía nacional. Asimismo, y por el
referente de 1812, muchos progresistas abogaron por unas cortes unicame-
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

rales, aunque los textos constitucionales de carácter progresista se flexibili-


zaron y plantearon cortes bicamerales, en las que el Senado sería elegido y
renovado periódicamente. Los progresistas también defendieron el sufragio
censitario, pero fueron claros partidarios de abrir el cuerpo electoral para
dar cabida a las clases medias urbanas y restar protagonismo al mundo
rural. La ley electoral de 1837 es expresión de estos planteamientos. Por lo
que respecta a la administración territorial, los progresistas eran favorables
de la descentralización ya que entendían que cuanto más cerca estuviera la
administración del ciudadano, más eficiente sería esta. Sus ideas acerca de
la administración territorial tenían un alto componente de pragmatismo
político, pues la ampliación del sufragio a ciertos sectores de la clase media
daría un campo de acción más amplio a sus propios candidatos en lugar de
dejar la acción política en manos de las elites locales en connivencia con el
gobierno central, según el esquema planteado por los moderados. Los pro-
gresistas entendían la descentralización como la democratización de los po-
deres locales. En materia de libertades, fueron defensores de las libertades
de expresión y de la libertad religiosa, aunque, como plantearía Salustiano
Olózaga, la libertad religiosa en España debía ser un desiderátum más que
una realidad, pues en un país mayoritariamente católico y analfabeto, de-
clarar la libertad religiosa no serviría más que para facilitar la incorpora-
ción de más efectivos a las filas del carlismo.
Hay otros dos referentes ideológicos fundamentales en el ideario progre-
sista. Uno de ellos es el jurado popular, entendido como máxima expresión
de la garantía de las libertades, particularmente en materia de libertad de
imprenta. El otro es la defensa de la Milicia Nacional, que para los progre-
sistas implicaba el compromiso ciudadano en la defensa de las libertades a
la vez que del mantenimiento del orden público. Asimismo, en el seno del
progresismo se instaló (sobre todo durante la década moderada) la deman-
da de limpieza del sistema y de regeneración de la vida política, demanda
que pasaría a formar parte de las corrientes ideológicas que protagoniza-
ron la revolución de 1868.
El progresismo también conoció diversas facciones. La más conservado-
ra, los llamados «legales», fueron partidarios de suprimir la Milicia Nacional
y de prescindir del uso de medios insurreccionales para acceder al poder,
hasta el momento crítico de 1868, como prueba el caso de Juan Prim. Esta
facción mantuvo buenas relaciones con los moderados puritanos. El grupo
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

centrista fueron los progresistas más puros. Centrados en la consumación


de la revolución liberal, su líder carismático fue el general Espartero. La
facción más a la izquierda fue la más preocupada por la cuestión de los de-
rechos. De ella nacerá el Partido Demócrata tras la revolución de 1848, al
sentir varios de sus componentes que el liberalismo ya no era capaz de dar
respuesta a las nuevas realidades sociales que estaban surgiendo en la
Europa del momento. Entre sus miembros podemos citar a José Ordax
Avecilla y a Nicolás María Rivero.
Los textos legales en los que más claramente se refleja el ideario progre-
sista fueron la Constitución de 1837 y la Constitución non nata de 1856. Por
lo que respecta a la primera y como se ha dicho anteriormente, el principio
de soberanía nacional pasó de estar en el artículo 3.º (como estaba en la
de  1812) a situarse en el preámbulo, sobre todo por recomendación de
Olózaga, quien señalaba que la soberanía nacional no podía ser un precepto
constitucional más, sino la base del sistema representativo. Sin embargo,
esta Constitución incorporó elementos del ideario moderado como la exis-
tencia de cámara alta o la presencia de miembros del ejecutivo entre los di-
putados. Lo más novedoso es que por primera vez se incorporó al texto
constitucional una declaración de derechos que reconocía la libertad de ex-
presión, la inviolabilidad del domicilio, la libertad personal, las garantías
judiciales, el derecho de propiedad, el derecho de petición y la igualdad en
el acceso a los cargos públicos. La Constitución de 1837, por último, estable-
ció un régimen de Monarquía constitucional, es decir, aunque el rey tiene
aún muchas potestades (iniciativa legal, sanción y promulgación de las le-
yes, derecho de veto), es sometido a ciertos controles (frente a la Monarquía
parlamentaria, en la que el parlamento tiene la capacidad de controlar di-
rectamente al ejecutivo). Por lo que respecta a la Constitución non nata
(porque no se llegó a promulgar) de 1856, habría que decir que reúne y ac-
tualiza muchos de los planteamientos del progresismo que ya hemos visto
en la de 1837, aunque establece más limitaciones al poder de la Corona.
Capítulo interesante en el pensamiento progresista es su apuesta decidi-
da por el liberalismo económico y la construcción del mercado nacional. En
esto no se diferenciaban de los moderados, pero ellos fueron los encargados
de poner en marcha toda una serie de iniciativas legislativas en materia
económica como la ley desamortizadora de bienes propios y comunes
de 1855 o la ley general de ferrocarriles del mismo año. A los progresistas
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

correspondió también crear el entramado financiero que permitiera el im-


pulso inversor a la economía a través de la ley de bancos de emisión y la ley
de sociedades de crédito, ambas de 1856.

4.1 Salustiano Olózaga

Olózaga nació en 1805 en la localidad de Oyón, actualmente en Álava, pero


en el siglo XIX perteneciente al territorio de La Rioja. Estudió derecho y filoso-
fía. Se implicó desde muy joven en la vida política. En 1831 tuvo que exiliarse
a Francia por estar comprometido en las conspiraciones liberales de aquel
año. Regresó en 1832 y, tras su paso por la comisión de revisión del Código de
Comercio, comenzó una activa carrera política que le llevó a ser gobernador
civil de Madrid con Mendizábal y después diputado por Logroño en varias
legislaturas. Durante la regencia de Espartero, fue nombrado embajador en
París. Tras la caída del general, llegaría a convertirse en presidente del Consejo
de Ministros, aunque fue acusado de presionar a la joven reina Isabel para
firmar la disolución de las Cortes en 1843. A causa de estos hechos, presunta-
mente falsos, se marchó de España y no regresó hasta 1847. Repitió varias
veces como embajador en París, ciudad en la que murió en 1873.
Olózaga, como tantos otros progresistas, se había educado políticamen-
te en la ideología doceañista, a la que trató de actualizar con las lecturas
de los pensadores contemporáneos, sus propias reflexiones y experiencias
políticas. Una de las primeras oportunidades de las que dispuso para lle-
var a cabo esta tarea fue en su puesto como secretario de la comisión, pre-
sidida por Argüelles, para la reforma de la Constitución de 1812, reforma
que daría origen a la mencionada Constitución de 1837. Para Olózaga, la
libertad es el concepto previo a todos los demás y de ella debe derivarse la
articulación del sistema político. En sus trabajos escritos y discursos se
observa una clara influencia de las doctrinas del filósofo utilitarista Jeremy
Bentham y es a través de esta influencia como Olózaga introduce en la re-
flexión sobre la política española un ingrediente racionalista que oponer al
historicismo moderado. Desde su punto de vista, el concepto conservador
de la libertad como libertades, es decir, como pluralidad de manifestacio-
nes del ejercicio del libre albedrío (frente a la libertad abstracta de origen
revolucionario francés) es una muestra del recorte y la limitación de la
propia libertad, que es una y se extiende a todas las áreas del comporta-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

miento humano. Lo que Olózaga defiende es una idea unívoca de libertad.


La libertad es algo que todos los seres humanos comparten (de ahí su de-
fensa de la igualdad); es algo constitutivo de la humanidad en cuanto tal.
Desde su punto de vista, la libertad tiene cuatro formas principales. La
primera es la libertad política, entendida como el derecho a participar en
aquellos aspectos de la realidad que afectan a la totalidad de los ciudada-
nos. La libertad política es un derecho de todos los ciudadanos, no sólo de
los que tienen determinado rango social o nivel económico. Evidentemente,
no todos los ciudadanos están preparados para ejercer la libertad política
por falta de conocimientos, por lo que el sufragio (activo y pasivo) debe ser
restringido, pero el gobierno ha de ser flexible para abrir el cuerpo electo-
ral a aquellos sectores sociales que vayan adquiriendo más aptitudes. La
segunda forma que adquiere la libertad es la libertad económica, que im-
plica el derecho a disponer libremente de la propiedad que se posee, para
comprarla, venderla o hacer con ella lo que se crea menester. La tercera es
la libertad de enseñanza, por la cual es individuo puede desarrollar sus fa-
cultades intelectuales de forma independiente. Su estrecha relación con la
libertad política es innegable, por cuanto una abre la puerta a la otra. Por
último, la cuarta forma que adquiere la libertad para Olózaga es la libertad
de conciencia. Desde la perspectiva de este pensador y político progresista,
la libertad de conciencia es la libertad más sagrada porque responde al
sentir más profundo del ser humano. Sin embargo, y como se dijo antes, en
el ámbito de lo práctico, la libertad de conciencia no se puede trasladar a la
libertad de cultos en el momento histórico en el que vive España, según el
análisis que de esta circunstancia hacía el pensador riojano-alavés.
En definitiva, en Olózaga encontramos un ejemplo claro de liberal pro-
gresista que entiende el sistema de representación política como un proceso
en continuada reformulación y apertura en función de la evolución de la so-
ciedad, y en particular, de una progresiva incorporación de aquellas capas de
las clases medias comprometidas con la conciliación del orden y la libertad.

4.2 Joaquín María López

Joaquín María López nació en Villena en 1798. A lo largo de su vida, com-


patibilizó la actividad política con el ejercicio privado de la abogacía. Después
del Trienio Liberal (1820-1823) se exilió en Montpellier a causa de sus ideas
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

liberales. Desde 1834 hasta 1843 fue diputado por varias provincias españo-


las, especialmente por Alicante y Albacete. También desempeñó puestos de
responsabilidad en el ámbito ministerial, pues fue ministro de Gobernación
en el gabinete de José María Calatrava (septiembre 1836/marzo 1837). Presidió
las Cortes Constituyentes que elaboraron la Constitución de 1837 y fue elegi-
do alcalde de Madrid en 1840. Presidió el gobierno en dos ocasiones: entre 9
y el 19 de mayo de 1843 y entre el 23 de julio y el 10 de noviembre de 1843,
momento en que se declaró la mayoría de edad de la reina Isabel. Sus últimos
cargos públicos los ejerció como senador entre 1849 y 1853. Murió en 1855.
Su pensamiento puede estudiarse a partir de sus intervenciones en el
Congreso y de sus artículos en prensa, sin embargo, resulta más operativo
acercarse a su Curso político-constitucional, pues en él aparecen sus principa-
les ideas de forma más sistemática. Estas lecciones de derecho político fueron
explicadas por López en la Cátedra de Política Constitucional de la Sociedad
de Instrucción Pública desde finales de 1840 hasta ya entrado el año 1841. El
tema central que articula su pensamiento político es la legalidad de las actua-
ciones políticas y judiciales por lo que, para López, la ley debería convertirse
en el punto referencial de las actividades del Estado. En sus ideas podemos
encontrar influencias de diversos pensadores europeos y españoles, como
Benjamin Constant, Auguste Comte, Lamennais, Saint-Simon y Bentham, a
quien interpretó a través de la obra de Ramón de Salas. Por lo tanto, los con-
ceptos más importantes que maneja en sus lecciones son los de utilidad, his-
toricismo, racionalismo, progreso y civilización. Como tantos liberales docea-
ñistas, López defiende la existencia de una libertad idealizada en la Edad
Media, libertad que quedó cercenada por la Monarquía absoluta y que el libe-
ralismo ha de recuperar. Por lo que respecta al utilitarismo, para López la
utilidad es el elemento que guía el interés común del colectivo social, de tal
forma que a través de esta relación se combinan los diversos elementos que
configuran el sistema representativo. Estos elementos son los siguientes: los
derechos individuales (propiedad, libertad civil); libertad de imprenta (garan-
te de los derechos individuales frente a los abusos del poder); sufragio indirec-
to (que permite conjugar la soberanía nacional con el bajo nivel educativo de
la población); división de poderes; poder municipal autónomo; e independen-
cia del poder judicial, defendiendo, a este respecto, el juicio por jurado.
De entre los elementos descritos aquí brevemente, merece la pena ha-
cer hincapié en algunos de ellos por su especial relevancia. En primer
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

lugar, López defiende la existencia de cinco poderes: legislativo, ejecutivo,


real, judicial y municipal, alguno de ellos, como el municipal, especial-
mente significativos para el conjunto del pensamiento liberal progresista.
Sin embargo, habría que destacar la mención al poder real, en una línea
claramente inspirada en Benjamín Constant, por la que se otorgan al po-
der real las funciones de vigilancia y dirección de los demás poderes. En
la protección de los derechos, López llevó a cabo una explícita defensa del
derecho de propiedad, entendiéndolo como una realidad presocial y como
base de todos los demás derechos. Es precisamente en ese estado preso-
cial donde se establece el pacto que da origen a las leyes y, por lo tanto, a
la protección de la propiedad (en sus diversas manifestaciones) por parte
del Estado. El criterio de utilidad es también aplicado a la propiedad pues
es el crecimiento económico lo que permite salvar las distancias entre los
más pobres y los más ricos. No hay que buscar en Joaquín María López,
por consiguiente, una defensa de los sectores sociales más depauperados,
sino una concepción de la sociedad estrictamente burguesa y liberal, que
confía en la iniciativa individual como forma de progreso social.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Donoso Cortés defiende la dictadura ante las revoluciones de 1848

«Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando


no basta, la dictadura» «Se trata de escoger entre la dictadura que viene de
abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba,
porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por úl-
timo, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dic-
tadura del sable, porque es más noble.»

(Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura, 4-I-1849)

2. Antonio Alcalá Galiano define el ascenso de las clases medias como sostén
del liberalismo moderado

«La situación de éstas (las clases medias) es ventajosa, pues por su


educación y por la independencia de que generalmente disfrutan, parti-
cipan de muchas de las ventajas de la clase superior, y por su origen y
EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

algunos de sus pensamientos participan de la naturaleza de las clases


inferiores, y como formadas por esas clases inferiores que van subiendo,
no pueden tener ni el brillo ni el espíritu de cuerpo de las antiguas noble-
zas. Por último, en un siglo mercantil y literario como el presente es
preciso que las clases medias dominen, porque en ellas reside la fuerza
material, y no corta parte de la moral, y donde reside la fuerza está con
ella el poder social, y allí debe existir también el poder político». «Por
esta razón a la muchedumbre ignorante y dependiente no puede darse
parte en el gobierno de los estados, pues dándosela, como ciega o necia
haría uso de su poder dañando al público, a las clases superiores y a sí
misma. A los que saben y a los que tienen corresponde, pues, no por pro-
vecho particular de ellos, sino por el bien general, que esté el gobierno
encomendado.»

(Antonio Alcalá Galiano, Lecciones de derecho político, 1844)

3. Andrés Borrego propugna una política social para el proletariado

«El Estado no puede asegurar de manera fija y constitutiva trabajo


asalariado a todos los que lo reclamen, pero la sociedad puede adoptar
reglas y precauciones que den por resultado la armonía de interés, una
garantía de deberes y de derechos combinada de tal suerte, que el traba-
jo libre no pueda faltar de una manera permanente a las clases proleta-
rias, cuyo bienestar, cuya instrucción, cuya moralización serán comple-
tas logrando restablecer el equilibrio entre la demanda y la oferta de
brazos.»

(Andrés Borrego, De la situación y los intereses de la España


en el movimiento reformador de Europa, 1848)

5. Joaquín María López define el derecho de propiedad como fundamento de


la libertad

«(…) el derecho de propiedad es el verdadero derecho por excelencia, el que


todos representa, el que los simboliza, el que los comprende a todos. La se-
guridad personal, la libertad civil no es más que la consecuencia y el respe-
to que merece el derecho de propiedad que tenemos sobre nosotros mis-
mos: la libertad de imprenta no es más que la misma propiedad que tenemos
sobre nuestras opiniones, para cosignarlas en este tipo propagador del pen-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

samiento. La libertad de religión no es más que la propiedad de nuestras


ideas aplicada a las materias religiosas, y así no podemos analizar derecho
alguno en la línea de los civiles que no se halla contenido en el universal y
sagrado derecho de propiedad.»

(Joaquín María López, Curso político-constitucional, 1840)

BIBLIOGRAFÍA

1. Bibliografía primaria

ALCALÁ GALIANO, Antonio: Lecciones de derecho político: Centro de Estudios


Constitucionales, 1984, Madrid.
BORREGO MORENO, Andrés: De la organización de los partidos en España: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales (ed. C. de Castro), Madrid, 2007 (1855).
DONOSO CORTÉS, Juan: Lecciones de derecho político: Centro de Estudios
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LÓPEZ, Joaquín María: Curso político-constitucional: Centro de Estudios
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OLÓZAGA Y ALMADOZ, Salustiano: Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia,
historia y moral: A. de San Martín, Madrid, 1864.
PACHECO Y GUTIÉRREZ CALDERÓN, Joaquín Francisco: Lecciones de derecho político:
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984.

2. Bibliografía secundaria

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en España (1835-1840): Universidad de Sevilla, Servicio de Publicaciones,
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CÁNOVAS SÁNCHEZ, Francisco: El partido moderado: Centro de Estudios
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CASTRO, Concepción de: Romanticismo, periodismo y política: Andrés Borrego:
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EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

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SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel: Alcalá Galiano y el liberalismo español: Centro de Estudios
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— (ed.): Las máscaras de la libertad. El liberalismo español,  1808-1950: Marcial
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— (ed.): La redención del pueblo: la cultura progresista en la España liberal: Servicio
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— Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), Junta General del Principado de Asturias,
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— Política y Constitución en España (1808-1978): Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2007.


TEMA 6
LOS TRADICIONALISMOS

Pedro Carlos González Cuevas

1. EL TRADICIONALISMO COMO IDEOLOGÍA

Para comprender la aparición del pensamiento tradicionalista es preciso


comenzar por el desafío que supuso para las sociedades europeas de
Antiguo Régimen la emergencia del racionalismo de la Ilustración y, sobre
todo, el impacto de la Revolución francesa de 1789. En ese aspecto, intervi-
nieron igualmente las características esenciales de la mentalidad tradicio-
nal. Mientras los liberales y los revolucionarios tienden siempre a la teoriza-
ción con el conservador o el tradicionalista no ocurre lo mismo. Su
mentalidad es, como señaló Karl Mannheim, es una estructura mental en
armonía con una realidad social y política que ella ha dominado a lo largo
del tiempo. No reflexiona, en principio, sobre el proceso histórico. Sólo se
hace consciente cuando se ve aguijoneada por las teorías sociales y las ideo-
logías contrarias; descubre y elabora sus ideas ex post facto. Dicho en otras
palabras, una actitud tradicional existe únicamente donde lo que hasta en-
tonces de consideraba como tradición ha de afirmarse contra las posibles
interrupciones o cuando su continuidad es puesta en duda. Los sectores
sociales tradicionales se encontraban tan adaptados a las situaciones incar-
dinadas en aquellas estructuras sociales que tendrían a considerarlas como
producto de un determinismo propio de la «naturaleza» y no como una
construcción sociohistórica. Así, el tradicionalismo como ideología surge a
partir de la experiencia de discontinuidad entre el pasado y el presente.
Hoy resulta sencillo sumergir el acontecimiento de la Revolución france-
sa, con sus rasgos distintivos, en procesos de cambio a largo plazo. Sin em-
bargo, para los contemporáneos aquellos cambios fueron percibidos como
si el fin de «su» mundo se tratase. No hay duda de que con la Revolución
francesa los principios de «autonomía», «libertad» e «igualdad» comenza-
ron a imponerse, según puso de relieve François Furet, como una nueva
matriz del «imaginario social», es decir, se constituyeron en el punto nodal
de la construcción de «lo» político. Esta mutación significa el cuestiona-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

miento de un tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una


lógica teológico-política. El momento clave del comienzo de lo que podría-
mos denominar «revolución democrática» se ubica así en 1789, aunque la
consecución de ese proyecto político hubo de esperar mucho tiempo para
consolidarse en las sociedades europeas, y particularmente en la francesa.
El tradicionalismo filosófico y político, cuyos máximos representantes
fueron Joseph de Maistre y Louis de Bonald, tiene unos orígenes claramente
teológicos y se funda en la idea de una tradición inalterable ante las vicisitu-
des del tiempo. Se trata, ante todo, de una teología política, ligada a una
antropología de carácter pesimista basada en la noción de pecado original,
que persigue la sistematización del hecho religioso como legitimador de la
praxis política. La denuncia de la razón y de su general aplicación pública
forma parte de todo un complejo de intereses primordialmente políticos.
Esa denuncia se realizar con el objetivo de rechazar las pretensiones críticas
de la razón frente a la autoridad política y religiosa, y, sobre todo, para erra-
dicar sistemáticamente lo que se interpreta como gran pecado originario de
la Ilustración: la idea de autonomía del individuo. Este proceso político-in-
telectual implica la funcionalización de la religión cristiana y de sus conte-
nidos dogmáticos en aras de la restauración del sistema político prerrevolu-
cionario, es decir, la alianza del Trono y del Altar, lo mismo que la concepción
monárquica de la soberanía frente a la idea de voluntad nacional o popular.
En el tradicionalismo ideológico se combina el providencialismo con el
historicismo. Tanto la providencia divina como la historia se convierten,
como señala Carl Schmitt, en «correctivos del desenfreno revolucionario».
El hombre no adopta la libre resolución de convivir con determinados con-
géneres, sino que nace ya en sociedad. Pero no se trata de una sociedad ge-
nérica, sino de varias concretas, que se conjugan entre sí de diversos modos:
la familia, la corporación, la aldea, la ciudad, el estado. Contra liberales y
racionalistas, los tradicionalistas afirman que la sociedad no es una con-
vención racional de individuos y que resulta absurdo pensar que las institu-
ciones puedan ser creadas y que subsistan mediante la aplicación pura y
simple de preceptos racionales. La Revolución pretendía fundamentar sus
pretensiones como fruto de una decisión libre y racional de un pueblo que
quiere dictar sus propias leyes y su propio destino; lo que conducía a la con-
culcación de un orden natural tradicionalmente evolucionado. Para Bonald
y De Maistre, el legislador nunca hace otra cosa que reunir los elementos
preexistentes en las costumbres y en el carácter de los pueblos. Una nación
LOS TRADICIONALISMOS

no se constituye por deliberación, ni por actos de voluntad, sino a partir de


datos suministrados por la historia. Fuera de la historia concreta, las cons-
tituciones son hechas para el hombre abstracto. En ese sentido, la constitu-
ción de un país no es la creación de un acto único y total, sino de actos
parciales reflejos de sistemas concretos y, frecuentemente, de usos y cos-
tumbres formados lentamente y cuya fecha de nacimiento es imprecisa. Por
otra parte, dentro de esta concepción no cabe, en principio, la despersonali-
zación de la soberanía. Ésta reside en una persona o en unos órganos con-
cretos; y como resultado del desarrollo histórico o como principio inma-
nente al mismo. Tal poder suele personificarse en el Rey.
En el tradicionalismo se muestra igualmente una crítica precoz de la inci-
piente sociedad industrial, en la que sobresale Louis de Bonald. Su objetivo de
restaurar la sociedad integrada, estructurada jerárquicamente y ordenada
por estrechos lazos familiares, iba ligada a la defensa de la sociedad agraria y
al rechazo de la industrial. La comunión moral religiosa pretendía compensar
la desunión creada por el materialismo mercantil y el racionalismo liberal. La
familia agraria era autosuficiente y podía alimentarse y proveerse a sí misma;
no dependía de otros hombres para asegurar su existencia permanente. En la
familia agrícola, se respetaba, además, el orden natural y divino, porque el
padre era la autoridad. Esto no sucedía en la familia industrial, cuyos compo-
nentes se encontraban aislados y la unión de las familias y, en definitiva, de la
sociedad se veía alterada. La industria socava la unidad social; impone una
dura labor a los hijos, con lo cual impide su educación y destruye su salud en
un ambiente artificial y sucio. La agricultura unifica a la sociedad; mientras
que la industria tiende a dividirla en las clases hostiles y antagónicas.
Las actitudes e incluso el pensamiento tradicionalista se desarrollaron,
en la sociedad española, más tardíamente que en Francia. Sin embrago, el
pensamiento contrarrevolucionario español iba a disfrutar a lo largo de
más de un siglo de una continuidad, volumen e influencia que difícilmente
se dio en la historia intelectual y política europea.

2. EL CARLISMO

Dos días después de la muerte de Fernando VII, su hermano Carlos


María Isidro lanzó un manifiesto proclamando sus derechos a la Corona de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

España. Y el 3 de octubre se produjo el levantamiento carlista en Talavera,


principio de una guerra que iba a durar hasta mediados de 1840.
El carlismo fue, en la mayoría de sus aspectos, la continuación de los
movimientos realistas del período fernandino. El Pretendiente contó con el
apoyo de los sectores sociales que se sentían amenazados por el liberalismo:
campesinos ligados a la estructura de la propiedad vinculada los privilegios
forales, artesanado rural, pequeña nobleza de inestable situación económi-
ca, etc. Llama la atención que el grueso de la alta nobleza no apoyara a la
causa carlista, y que llegara a ser un soporte de la Monarquía constitucio-
nal de María Cristina y de Isabel II. Ideológicamente, el carlismo se movió
dentro de unos principios sumamente vagos, generales y abstractos, a par-
tir de los cuales no parece que pueda precisarse de forma clara la existencia
de una doctrina política coherente, sino más bien la persistencia de unas
actitudes mentales prerreflexivas, de oposición radical al liberalismo. Como
señala la historiadora Alexandra Wilhemsen, el carlismo rehuyó «los trata-
dos teóricos de filosofía política» y planteó los temas políticos «en términos
de precedentes históricos y de temas candentes del día».
El carlismo contó con algunos órganos de expresión como La Gaceta
Oficial —luego Boletín de Navarra y de las Provincias Vascongadas—, El
Restaurador Catalán, Boletín del Ejército Real de Aragón, Valencia y Murcia,
etc. En general, eran dirigidos por eclesiásticos. A ese respecto, destacó el
presbítero Miguel Sanz y Lafuente, director y redactor de La Gaceta Oficial,
e igualmente rector de la Universidad de Oñate. Otros autores carlistas fue-
ron Vicente Pou y Magin Ferrer. Pou fue profesor en la Universidad de
Cervera y autor de folletos como Carlos V de Borbón, Rey Legítimo de las
Españas, donde defiende la existencia de una «constitución interna» espa-
ñola y una concepción orgánica de la sociedad que se manifiesta en la di-
versidad regional, el particularismo estamental y la soberanía absoluta del
rey. Magín Ferrer y Pons era profesor de teología. Su principal obra fue Las
Leyes Fundamentales de la Monarquía española según fueron antiguamente y
según sean en la actualidad, y que fue publicada en 1843, ya finalizada la
guerra civil. En esta obra, el mercedario catalán propugna una Monarquía
absoluta, hereditaria, basada en el catolicismo, con existencia de un Consejo
Real y unas cortes estamentales. De la misma forma, propugnaba la con-
servación del sistema foral vasconavarro y su extensión al resto de España.
LOS TRADICIONALISMOS

La génesis y el significado de la guerra civil no era interpretado, por los


carlistas, únicamente, ni tan siquiera en primer lugar, como un pleito sobre
la legitimidad de origen; era, ante todo, una lucha social y política en torno
a la defensa de un determinado modelo de sociedad, Como diría la prensa
carlista, la guerra «no es simplemente de sucesión, pues tiene el carácter de
una guerra de principios, y que no sólo combatimos al trono de Isabel, sino
también a la Revolución, con la cual jamás ha hecho las paces el acreditado
realismo de Navarra y las Provincias».

El modelo social continuaba siendo el estamental, apoyado por un sec-


tor de privilegiados —nobleza y clero—, al que correspondía la dirección
del Estado; los estamentos no privilegiados carecían de función política,
pero se encontraban bajo la protección de un monarca paternal, iluminado
por el catolicismo: «Si nosotros somos más felices, si gozamos de las dulzu-
ras de un Gobierno paternal, no es por las sectas, ni a la filosofía, sino a la
Religión Católica, a la que debemos este bien incalculable».

De la misma forma, caracterizó al carlismo un fuerte rechazo de la in-


dustria y un agrarismo militante, teñido, la mayoría de las veces, de senti-
mientos radicalmente anticapitalistas: «La industria, pues, entregada a sí
misma, sin sentimientos morales, como siempre sucede y sucederá bajo la
influencia de la Revolución, es opuesta al verdadero espíritu de un Gobierno
cualquiera. No reconoce más interés que el individual: los intereses de la
sociedad se tienen en nada, y en menos que nada los principios de orden
moral que la sustenta».

Su rechazo al proceso desamortizador fue, lógicamente, radical: «Los


bienes eclesiásticos no son propiedad de la nación; son única y exclusiva-
mente de la Iglesia, que los adquirió por los medios más legítimos». El obje-
tivo de la desamortización no era otro que «saciar la codicia de especulado-
res hebreos»; y se señalaban sus funestas consecuencias sociales, al dejar
«sin medios de subsistir un número inmenso de pobres, que, sanos y enfer-
mos, eran mantenidos por los bienes de la religión».

La guerra carlista, pese a la victoria final de los liberales, terminó, de


hecho, militarmente en tablas. El Convenio de Vergara fue, en ese sentido,
algo más que un mero pacto entre dos ejércitos. Entre otras cosas, los car-
listas consiguieron la conservación del régimen foral y la inserción de las
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

jerarquías carlistas en el Ejército nacional, con el grado y la antigüedad re-


conocidos por el Pretendiente.

En definitiva, la guerra carlista condicionó fuertemente la evolución del


Estado liberal, tanto en su estructura como en su funcionamiento; y recortó
el alcance de todas las reformas administrativas. La tutela militar y los fue-
ros resultaron ser sus consecuencias más llamativas. Y es que el carlismo,
gracias a su arraigo social, fue capaz de contrarrestar eficazmente algunos
proyectos liberales, suponiendo, de hecho, un importante dique a la conso-
lidación de sus reformas en la sociedad. Lo que determinó, tras un eventual
proceso de radicalización liberal, la asunción por parte del régimen isabeli-
no, al menos en su variante conservadora moderada, de algunos de los pos-
tulados carlistas, como el ennoblecimiento de las elites políticas y sociales,
mayor poder para el monarca o el pacto con la Iglesia católica.

3. EL TRADICIONALISMO ISABELINO

3.1 El moderantismo autoritario

A partir de la muerte de Fernando VII, el régimen liberal logró imponer-


se. Aparecieron los partidos políticos; se promulgaron constituciones libe-
rales y se respetó la libertad de reunión y de expresión; la legislación rompió
privilegios feudales, se modernizó el aparato administrativo, se desvincula-
ron las tierras de la nobleza y se vendieron las de la Iglesia, que perdió po-
der e influencia. No obstante, como ya hemos señalado, el de los liberales
fue un dominio precario o, por lo menos, amenazado por buena parte de la
sociedad inserta en los hábitos y en las mentalidades del Antiguo Régimen.

Desde el Trienio Constitucional, los liberales estaban divididos entre


«exaltados» —luego progresistas— y los «moderados» —o conservado-
res—. En contraposición a los exaltados, partidarios de la Constitución
de  1812, los moderados tendieron a buscar puentes entre el Antiguo
Régimen y el liberalismo, a considerar la evolución histórica como un pro-
ceso lento, no traumático, que garantizase la estabilidad social y evitara
conflictos. Tras la muerte de Fernando VII, los partidos moderado y pro-
gresista fueron organizándose. El Partido Moderado fue un partido de alu-
vión de grupos de notables, con estrechos intereses a corto plazo. En la
LOS TRADICIONALISMOS

práctica, surgió de un lento proceso de agregación, en donde aparecieron


algunos hombres de las Cortes de Cádiz, liberales moderados del Trienio,
oportunistas fernandinos, antiguos afrancesados, carlistas reconvertidos
tras el final de la guerra civil, jóvenes románticos, antiguos liberales exal-
tados, etc. En ese sentido, se han podido distinguir, dentro del moderantis-
mo, tres tendencias: la «doctrinaria», la «puritana» y la «autoritaria». La
primera fue la más influyente a nivel político y su tendencia ideológica era
la liberal-doctrinaria. La «puritana» era su ala izquierda, la más liberal y
proclive a un pacto con los progresistas. A su derecha se encontraba el sec-
tor que podemos denominar «conservador autoritario» o «tradicionalista
isabelino», luego «neocatólico». Su máximo representante político fue el
marqués de Viluma. Este sector era partidario de una carta otorgada, de la
normalización de las relaciones con la Iglesia católica, de la indemnización
al clero por la desamortización. Igualmente, estaba abierto a un acerca-
miento a los carlistas, para conseguir la reconciliación dinástica. Su base
social se encontraba en la aristocracia isabelina más reacia al liberalismo y
el sector más conservador del generalato. Sus dos grandes ideólogos fueron
Jaime Balmes y el último Donoso Cortés. A ese respecto, siempre será ne-
cesaria, a la hora de hacer la historia de la ideología contrarrevolucionaria
española, comparar las figuras de Balmes y Donoso Cortés. Y es que am-
bos tan sólo tienen, como veremos a continuación, una cosa en común: la
causa que defienden. La gran oportunidad de los conservadores autorita-
rios iba a tener lugar en los inicios de la década moderada, tras la turbulen-
ta regencia de Espartero.

3.2 Jaime Balmes: el tradicionalismo evolutivo

Nacido en Vich en 1810, Jaime Balmes y Urpiá fue uno de los iniciadores
de la neoescolástica del siglo  XIX; pero sin que en sentido pleno pueda in-
cluírsele en ella. Balmes es, en el fondo, un pensador ecléctico, y aparte de
sus planteamientos escolásticos, se siente influido por Descartes, Leibniz y
la escuela escocesa del «sentido común». Sus soluciones metafísicas tienden
siempre a la síntesis. Por otra parte, tampoco estuvo ausente en su obra la
influencia de Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Es, sin embargo, en
Tomás de Aquino donde se encuentran las líneas fundamentales del sistema
balmesiano, en particular su concepción orgánica de la sociedad.
Naturalmente, Balmes se encuentra en una situación social y cultural diversa
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

a la del Aquinate; y se separa de su modelo al acentuar la individualización


y la fuerza de la economía en la sociedad moderna. Balmes fue un crítico
acerbo de la Ilustración y del liberalismo; pero aceptó plenamente su con-
cepción de la propiedad, que contempla de la misma forma que Locke, como
un derecho natural del individuo y de las corporaciones, sagrado e inviola-
ble. De hecho, en su obra subyace una clara conciencia de los cambios que
se estaban produciendo en la sociedad española, que vivía, como el resto de
Europa, en un período de «transición».
En ese sentido, sus fórmulas políticas se caracterizan por la apuesta por
una transacción entre liberalismo y tradicionalismo, planteamiento que le
llevaba, a nivel sociológico, a la fusión del impulso capitalista e industrial
de su Cataluña natal con las estructuras de orden jerárquico de la sociedad
rural. Su programa político se resumía en la máxima de «armonizar la so-
ciedad nueva con la sociedad vieja».
Sin embargo, sus análisis y proyectos políticos parten de la premisa del
fracaso de la revolución liberal española. Y es que, a diferencia de Francia,
el liberalismo era ajeno al sentir de la mayoría de la población española. La
victoria liberal había sido consecuencia de los trastornos producidos por la
invasión napoleónica de 1808. Los legisladores de Cádiz habían gobernado
gracias al heroísmo del pueblo español frente a los franceses; pero «en 1808
nada se vio en España de movimiento liberal». Los motivos del alzamiento
fueron «Rey y Religión». En consecuencia, la Constitución de Cádiz supuso
la entronización de «la tiranía filosófica, con todo su séquito de teorías des-
cabelladas del siglo XVIII». A la altura de 1840, la opinión dominante seguía
siendo, a su juicio, católica y monárquica, no liberal. Ciertamente, la socie-
dad había cambiado; pero no al nivel de otros países europeos. La sociedad
española se encontraba en un proceso de «transición» y, por lo tanto, en una
situación «crítica». Y es que el elemento «antiguo» era todavía muy fuerte,
con profundas raíces en el tejido social, mientras que el liberalismo, baluar-
te en realidad de una minoría audaz, no podía imponerse de manera total.
La sociedad española carecía, en consecuencia, de dirección. El carlismo
seguía siendo depositario del «antiguo espíritu nacional»; pero el liberalis-
mo contaba con la fuerza efectiva del Ejército.
Balmes no era militarista. A su entender, el militarismo era producto de
la incapacidad de las instituciones liberales para consolidar un poder civil
de ámbito nacional. Y es que, al ser el sistema ajeno al sentir y a las
LOS TRADICIONALISMOS

costumbres de la mayoría, tan sólo podía imponerse mediante la fuerza de


las armas. En ese sentido, Narváez no le ofrecía seguridad alguna. No era el
jefe de un gobierno nacional, sino de partido, que «se bate con otro partido
en estado de insurrección». El final de este anormal período de preponde-
rancia militar sólo podría llegar mediante la fusión dinástica en torno a la
boda del conde de Montemolín, heredero de Carlos María Isidro, con
Isabel II. A lo largo de su campaña a favor de este acuerdo dinástico, Balmes
se esforzó en tranquilizar a los compradores de los bienes desamortizados.
Desde su perspectiva, las necesarias transacciones no implicaban un retor-
no a la estructura de la propiedad anterior a la desamortización. La socie-
dad se había trasformado; lo que generó, a su vez, una amplia red de intere-
ses, que era necesario respetar. Además, la desamortización había sido
aceptada ya por el propio Pontífice y, a partir de ahí, todos los católicos se
veían obligados a contemplarla como un hecho consumado.
El pacto implicaba, sin embargo, una trasformación del sistema político
en un sentido tradicional. Para Balmes, la nación española se había confi-
gurado «en su catolicismo, en su monarquía y demás leyes fundamentales».
A ese respecto, la Ley Fundamental que debía sustituir a la Constitución
de 1837 reconocería tales supuestos esenciales: Catolicismo y Monarquía.
Igualmente, Balmes contemplaba la existencia de unas Cortes, basadas, so-
bre todo, en la representación de los intereses sociales. Su función esencial
sería la de «otorgar los tributos e intervenir en los negocios arduos». La fór-
mula balmesiana una radical acentuación del principio censitario. Se trata-
ba de un sistema bicameral, con una cámara alta en la que estarían repre-
sentados los poderes estamentales: arzobispos y obispos natos, nombrados
por el rey; propietarios que disfrutaran de una renta de cincuenta mil rea-
les; burguesía, con cien mil reales de renta, de los cuales cincuenta mil fue-
ran de bienes raíces. En la cámara baja, no debería entrar nadie que no
disfrutase de una renta en bienes raíces de doscientos mil reales. No obs-
tante, la clave del proyecto balmesiano era la alianza del Trono y del Altar.
La Monarquía era una institución tradicional garante de la unidad nacional
y política. En la Monarquía balmesiana, el rey reúne todos los poderes, si
bien se encontraba limitado por la religión y por los intereses sociales. La
función social primordial correspondía a la Iglesia católica, que, pese a la
disminución de su poder económico, seguía siendo la institución cuya voz
podía oírse en todos los rincones de la nación. Se necesitaban organizacio-
nes eclesiásticas de educación y beneficencia, que integrasen a la población.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Mediante la construcción de este nuevo sistema político, Balmes espera-


ba enlazar «lo nuevo con lo antiguo» e inaugurar un régimen «puramente
español», que preparara la fusión en un solo partido de las fuerzas políticas
tradicionales. Un proyecto que significaba la aniquilación política de los li-
berales. Tanto moderados como progresistas no representaban, a su juicio,
más que a una minoría de la población y sólo podía mantenerse mediante el
recurso al pronunciamiento militar. En el nuevo régimen político, los pro-
gresistas serían declarados fuera de la ley; y lo mismo ocurriría con «una
pequeña fracción de los moderados».
De la misma forma, el presbítero catalán se sintió interesado —y, al mis-
mo tiempo, alarmado— por la emergencia de las ideas y de los movimientos
socialistas en Europa. Sus críticas se centraron en los proyectos de Robert
Owen, a los que juzgaba en «abierta oposición con el sentido común, con el
grito de la conciencia, con el consentimiento del género humano, con las
leyes y costumbres de todos los países». Frente a tales planteamientos,
Balmes recomendaba a las clases conservadoras, aparte de la educación
religiosa, una actitud paternalista ante las reivindicaciones proletarias: or-
ganización de seguros, políticas de previsión social y de acción gremial a
cargo de los patronos. Para solventar los conflictos sociales, propuso igual-
mente el establecimiento de un «tribunal de trabajo», compuesto por com-
promisarios de patronos y obreros.
Su proyecto político fracasó, al rechazar carlistas e isabelinos la posibi-
lidad del acuerdo entre ambas dinastías. Y Balmes no tardó en morir, a los
treinta y ocho años de edad en su Cataluña natal, amargado por la inutili-
dad de sus esfuerzos políticos, lo mismo que por el significado de las revo-
luciones de 1848 y por las críticas que suscitaron algunos de sus escritos a
favor de las reformas preconizadas, en un primer momento, por Pío IX en
los Estados Pontificios.

3.3 Juan Donoso Cortés: el tradicionalismo radical

Nacido en Badajoz en 1809, la vida de Juan Donoso Cortés suele dividir-


se en dos grandes etapas: la primera, racionalista y liberal; fideísta y autori-
taria, la segunda. Sin embargo, en Donoso Cortés, las rupturas nunca fue-
ron totales; y bajo la aparente ruptura fluye la continuidad, tanto en los
LOS TRADICIONALISMOS

temas como en los planteamientos. Su espíritu elitista y contrario a la de-


mocracia, la búsqueda de elementos de cohesión en una sociedad en profun-
da crisis; y el continuo diálogo con los pensadores tradicionalistas, en parti-
cular con Bonald y De Maistre, son constantes de su pensamiento político.
Las Lecciones de Derecho Político, su primera obra importante, son un
breviario de pensamiento liberal-doctrinario. En sus páginas, condena tan-
to la soberanía absoluta del monarca como la soberanía nacional o popular.
Frente a los absolutistas y los demócratas, defiende la «soberanía de la inte-
ligencia», encarnada en las clases medias. La soberanía de la inteligencia
debía estar limitada, en circunstancias normales, por los derechos del ciu-
dadano propietario y las instituciones. No obstante, Donoso introduce en
las Lecciones el análisis de las situaciones excepcionales y de la dictadura
como recurso. En circunstancias excepcionales, es decir, cuando impera la
«anarquía» insurreccional o revolucionaria, la inteligencia y la omnipoten-
cia se encarnan social y políticamente en el «hombre fuerte», en el dictador,
cuyo poder no tiene entonces otro límite que la propia conciencia moral. La
dictadura se encontraba no sólo más allá del derecho positivo y, por lo tan-
to, de la Constitución, sino que entre sus poderes se encontraba el constitu-
yente, que se legitima por su victoria frente a la revolución.
Donoso fue el principal redactor de la Constitución de 1845, que recogió
las ideas básicas de los moderados doctrinarios: rechazo de la soberanía
nacional y su sustitución por la soberanía conjunta de las Cortes con el Rey;
negación de la distinción entre poder constituyente y poder constituido, etc.
Los hechos revolucionarios de 1848 contribuyeron a exacerbar el conser-
vadurismo donosiano. Como Tocqueville, Donoso contempló la caída de la
Monarquía de Julio en Francia no como un simple cambio de régimen políti-
co, sino como una auténtica revolución dirigida contra los fundamentos so-
ciales, económicos, políticos y religiosos de las sociedades europeas. Se tra-
taba del primer intento de revolución socialista ocurrido en Europa. Donoso
interpretó este cambio como una consecuencia del proceso de secularización
que arrancaba de la Reforma protestante y que culminaba en la Ilustración y
en el liberalismo. Su célebre discurso sobre la dictadura, pronunciado en
enero de 1849, fue la manifestación más elocuente de ese estado de ánimo.
Siguiendo a Louis de Bonald, Donoso estimaba que cuando la religión ha
dejado de ser el centro reproductor de las relaciones sociales tan sólo queda
el recurso a la dictadura. En este discurso, el político extremeño no añade
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nada nuevo a lo defendido en sus Lecciones de Derecho Político. Se limita a


aplicar sus tesis a la situación nacional y defiende el gobierno autoritario del
general Narváez. Reitera que la dictadura está más allá de las leyes positivas
vigentes, allende la legalidad; y que ésta ha de encontrarse en «una sola
mano». Finalmente, intenta probar que en la España de aquella hora se da-
ban las circunstancias excepcionales que justificaban la dictadura, en virtud
de lo sucedido en Europa, es decir, la emergencia del socialismo:
«El mundo camina con pasos rapidísimos a la constitución de un des-
potismo, el más gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres
(…) las vías están preparadas para una tiranía gigantesca, colosal, univer-
sal, inmensa».

En sus discursos, Donoso se dirigía no sólo a las clases gobernantes es-


pañolas; lo hizo igualmente a las europeas, para que articularan nuevos
métodos de acción política. Y no veía más solución que «la disolución de
todos los partidos antiguos y la formación de uno nuevo», que aglutinara a
la Iglesia, al Ejército, a la Monarquía, a la burguesía y a la aristocracia. El
pensador extremeño establecía, en ese sentido, un paralelo entre el soldado
y el sacerdote, en cuyas manos se encontraba por mucho tiempo el destino
de las sociedades europeas:
«El encargo del militar es velar por la independencia de la sociedad ci-
vil. El encargo del sacerdote es velar por la independencia de la sociedad
religiosa. ¿Qué sería del mundo, qué sería de Europa si no hubiera ni sacer-
dotes ni soldados?»

Como señaló Carl Schmitt los discursos donosianos «llegaron a fascinar


a todo el continente europeo». Su contenido fue comentado, entre otros, por
Metternich, Ranke y otros intelectuales y políticos europeos. Nombrado em-
bajador en París, Donoso tuvo oportunidad de contemplar los progresos del
bonapartismo y su triunfo final. En sus análisis del movimiento francés,
Donoso, según señala Schmitt, se comportó como «un certero diagnostica-
dor». A su entender, el bonapartismo era «el representante de la reacción
universal», cuya fuerza descansaba en haber buscado y conseguido el apoyo
del Ejército y de la Iglesia católica, «los dos grandes instrumentos de la orga-
nización y conservación que existen en nuestro mundo». No ocultaba enton-
ces su absoluto desprecio hacia la burguesía, una clase materialista y antihe-
roica, incapaz de «todo género de culto, de abnegación y de sacrificio»; era
«la clase discutidora», carente de las dos virtudes esenciales de toda minoría
LOS TRADICIONALISMOS

dirigente: la obediencia y el mando, característica que explicaba su periódi-


ca oscilación entre los extremos de la revolución y de la dictadura.
En aquel contexto, nació su obra más célebre, Ensayo sobre el catolicismo,
el liberalismo y el socialismo, que pronto se convertiría en la auténtica biblia,
en el texto canónico del tradicionalismo español. Su punto de partida era el
providencialismo. Dios es el «autor y gobernador de la sociedad doméstica».
El pecado original constituye, para Donoso, el sustrato legitimador, propio de
la civilización católica, de los poderes de la sociedad civil: familia, propiedad,
jerarquía, coacción y pena de muerte. Sólo la autoridad emanada de la reli-
gión podía esclarecer la dominación establecida en el orden social y, por ello,
hacer inmune a ésta frente a las críticas de aquellos que se encontraban so-
metidos a ella. En ese sentido, las posiciones políticas derivaban de sus acti-
tudes hacia la figura de Dios, en las que se perfilaban dos fases sucesivas: la
fase negativa y la fase positiva. La fase positiva es cuando domina la creencia
en un Dios providente, que interviene directamente en los asuntos humanos.
En la fase negativa, se producen tres negaciones sucesivas: el deísmo, que re-
chaza la providencia divina; el panteísmo, que niega la existencia de un Dios
personal y providente; y el ateísmo, que niega la existencia de Dios. El deísmo
tiene como consecuencia política, la Monarquía constitucional; el panteísmo,
la república democrática; y el ateísmo, el socialismo y el anarquismo. En el
fondo, era la razón crítica la causante de todo el desbarajuste social y político.
El liberalismo era la consecuencia del proceso secularizador. Sus doctrinas
económicas habían puesto los fundamentos a las negaciones socialistas, al
haber disuelto las bases del orden social tradicional —Iglesia y familia— con
la supresión de los mayorazgos y de la propiedad eclesiástica. A ese respecto,
Donoso daba ya por muerto al liberalismo por su carencia de fundamento
teológico en sus doctrinas; lo que le hacía profundamente vulnerable a la crí-
tica de los socialistas, cuyo máximo representante era Proudhon. El socialis-
mo, en cambio, llevaba consigo una teología «satánica»; era la consecuencia
más radical de la perspectiva secularista y naturalista del liberalismo econó-
mico, político y religioso. El socialismo triunfaría sobre el liberalismo por su
superioridad teológica; y sólo sucumbiría ante el catolicismo, «que es al mis-
mo tiempo teológico y divino». Al entender de Donoso, la cuestión social en-
contraría su solución, no en el intervencionismo económico o las reformas
sociales, sino en la caridad, en «la limosna a gran escala».
Sus tesis fueron muy criticadas por los intelectuales liberales, como
Rafael María Baralt, Nicomedes Martín Mateos, José Frexas, Joaquín
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Francisco Pacheco, Juan Varela, etc, que se mostraron, por lo general, es-
candalizados por la evolución que había experimentado Donoso desde su
liberalismo juvenil hacia el tradicionalismo.
El político y escritor extremeño no tardaría en morir en París el 3 de
mayo de 1853, a la edad de cuarenta y cuatro años. Sin embargo, su mensa-
je no iba a ser olvidado.

4. NEOCATOLICISMO Y CARLISMO

No faltaron en el seno del moderantismo autoritario intentos de refor-


ma de la Constitución de 1845. El más conocido fue el auspiciado por Juan
Bravo Murillo, amigo y paisano de Donoso Cortés, y que llevó a cabo, apar-
te de una brillante labor modernizadora en los ámbitos de la economía y de
la administración, una de las reivindicaciones más importantes de los sec-
tores católicos y tradicionalistas, como fue el Concordato de 1851, en el que
se reconocía al catolicismo como única religión de la nación española. No
obstante, Bravo Murillo es conocido igualmente por su proyecto constitu-
cional, nacido al calor del golpe de Estado napoleónico de 1851. Este pro-
yecto era muy breve y no contemplaba los derechos ciudadanos. Su objetivo
era «dejar más libre y expeditiva la autoridad real». Concedía al Rey y a las
Cortes la iniciativa de preparación de leyes y la posibilidad de hacerlas;
pero en caso de urgencia, el monarca, y en concreto el gobierno, podía re-
currir al decreto-ley. Mayor importancia tenía el carácter que se pretendía
dar al Senado, cuyos miembros lo serían por derecho propio, unos por no-
bleza hereditaria, con vínculo inalienable de los bienes raíces; otros por
méritos en el ejercicio de la función pública; eclesiásticos, militares o ma-
gistrados, etc. El Congreso estaría formado por diputados representantes
de los distritos de la nación; su número sería de 171. Las discusiones se
harían a puerta cerrada. El proyecto constitucional fracasó ante la oposi-
ción tajante de los militares y de los partidos políticos. En una carta a Bravo
Murillo, Donoso Cortés señalaba que ese fracaso se debía a no haber conta-
do con la ayuda de un general y de no buscar la aquiescencia del «verdade-
ro pueblo», refiriéndose quizás a los carlistas. No obstante, como han seña-
lado algunos autores, la práctica política cotidiana del régimen isabelino
estuvo, en general, más conforme con los postulados de Balmes, Donoso
Cortés y Bravo Murillo que con los cánones del constitucionalismo liberal.
LOS TRADICIONALISMOS

Herederos de los planteamientos de Balmes y Donoso fueron los llama-


dos «neocatólicos» de Madrid. Se trata de pensadores de menor talla inte-
lectual que sus maestros. La obra de estos autores se reduce a la organiza-
ción de un influyente frente polémico contra los liberales y los filósofos
krausistas. Tienen órganos de expresión propios como El Pensamiento
Español, fundado en 1860. Apologética y política se reúnen en ellos estre-
chamente. Su acción se extendió al Parlamento y a la prensa; menos en la
Universidad. En el Parlamento están representados por Antonio Aparisi y
Guijarro y Cándido Nocedal; en la prensa, por Gabino Tejado, amigo y dis-
cípulo directo de Donoso Cortés; Eduardo González Pedroso, director de El
Padre Cobos; y Francisco Navarro Villoslada. En la Universidad, por Ortí y
Lara. El objeto preferido de sus críticas y campañas fueron los filósofos y
catedráticos krausistas, a los que acusaron contundentemente de «panteís-
mo» y de anticatolicismo, y contra los que organizaron la campaña de los
«textos vivos» y de los «textos muertos».

En el campo carlista, los documentos de Carlos VI, bajo la inspiración


balmesiana, intentaron una aproximación a las bases sociales del régimen
isabelino. La proclividad liberal de su heredero, Don Juan, erigió en guar-
diana de la ortodoxia tradicionalista a la viuda de Carlos V, la Princesa de
Beira, cuya Carta a los españoles, publicada en 1864, bajo la influencia del
obispo Caixal y de Pedro de la Hoz, insistió en la tajante oposición al libera-
lismo, la defensa del catolicismo y de una Monarquía de derecho divino li-
mitada por las Leyes Fundamentales del Reino. La Carta defendía asimismo
el principio de los dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio. Era la
respuesta a la actitud proliberal de Don Juan. La legitimidad de origen no
significaba legitimidad sin más; era necesaria la de ejercicio, que suponía la
fidelidad a las leyes fundamentales del reino.

El estallido de la «Gloriosa», en septiembre de 1868, y la caída del régimen


isabelino acercaron los neocatólicos a los carlistas. Bajo la dirección de
Carlos VII, duque de Madrid, el carlismo renació como movimiento político de
envergadura. Y suscitó nuevas e importantes adhesiones; no sólo del campesina-
do, sino de ciertos sectores burgueses, del clero y de los neocatólicos, cuyas figu-
ras más significativas, Nocedal, Aparisi, Navarro Villoslada y Tejado, se pasaron
a las filas carlistas. Este nuevo auge del carlismo tuvo su manifestación más
elocuente en la proliferación de publicaciones contrarrevolucionarias, de las que
fueron testimonio El hombre que se necesita, de Navarro Villoslada; Don Carlos
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

o el petróleo, de Vicente Manterola; o El Rey de España, de Aparisi y Guijarro.


Igualmente, la prensa carlista conoció un apreciable éxito e incremento: unos
ciento sesenta periódicos y revistas, y el número de folletos rebasaba los sesenta.

El pensador político más reseñable fue Antonio de Aparisi y Guijarro, a


quien se deben casi íntegramente los distintos manifiestos publicados por
Carlos VII. De su producción ideológica destaca el proyecto de constitución,
elaborado en julio de 1871, para que sirviera a la alianza de carlistas y al-
fonsinos. En el proyecto, se establecían dos leyes fundamentales: la confe-
sionalidad católica y la soberanía real. Propugnaba asimismo unas cortes
corporativas y un Consejo Real que asesorara al monarca.

Por su parte, Carlos VII prometió una «Ley Fundamental» en la que se


garantizase la unidad católica y se propugnaba un nuevo Concordato con la
Santa Sede, cortes corporativas, descentralización, foralismo, proteccionis-
mo industrial, etc.

En el campo afín a Isabel II, destaca La Defensa de la Sociedad, revista


fundada por Bravo Murillo y donde colaboraron antiguos moderados, car-
listas, alfonsinos, liberales, tradicionalistas, neoescolásticos, etc. En sus pá-
ginas, se defendió la Monarquía tradicional y confesional, la propiedad
agraria como fuente de estabilidad política y social; se criticó al positivismo
y al krausismo como filosofías inmanentistas y antinacionales, lo mismo
que el sufragio universal.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. El conde de Montemolín propugna, bajo la influencia de Balmes, un


aggiornamento del carlismo

«Durante los vaivenes de la revolución se han realizado mudanzas


transcedentales en la organización social y política de España; algunas de
ellas las he deplorado ciertamente, como cumple a un príncipe religioso y
español; pero se engañan los que me consideran ignorante de la verdadera
situación de las cosas y con designios de intentar lo imposible. Sé muy bien
que el mejor medio de evitar la repetición de las revoluciones no es empe-
ñarse en destruir cuanto ellas han levantado, ni en levantar todo lo que
ellas han destruido. Justicia sin violencia, reparación sin reacciones, pru-
LOS TRADICIONALISMOS

dente y equitativa transacción entre todos los intereses, aprovechar lo mu-


cho bueno que nos legaron nuestros mayores sin contrarrestar el espíritu
de la época en lo que encierre de saludable. He aquí mi política.»

(Manifiesto de Carlos Luis, conde de Montemolín, 23 de mayo de 1845)

2. Manifiesto de la Princesa de Beira

«La planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces:


Religión, Patria y Rey; y si a éstas queremos sustituir las contenidas en la
fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, enton-
ces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.»

(Manifiesto de María Teresa de Braganza, princesa de Beira, 25-IX-1864)

3. Carlos VII ante la revolución de 1868

«Sabiendo, y no olvidando, que el siglo  XIX no es el siglo  XVI, España


está resuelta a conservar a todo trance la unidad católica, símbolo de nues-
tras glorias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión de todos los
españoles (…) El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa,
desea verdad en todo y que su rey sea rey de veras y no sombra de rey, y que
sean sus Cortes ordenada y pacífica Junta de independientes e incorrupti-
bles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas o estéri-
les de diputados empleados o de diputados pretendientes de mayorías servi-
les y de minorías sediciosas.»

(Manifiesto de Carlos VII, 30-VI-1869)

4. Jaime Balmes y la nación española

«¿Tiene la nación un pensamiento propio? ¿Será posible formularlo


como norma de organización social y de sólido gobierno? Creemos que sí.
Estamos convencidos de que la España abunda de elementos de vida: en su
catolicismo, en su monarquía y demás leyes fundamentales están las pren-
sas de su tranquilidad y ventura.»

(Jaime Balmes, El Pensamiento de la Nación, 1844)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

5. Jaime Balmes ante la preponderancia militar y su solución

«Mucho se habla en estos últimos tiempos de le necesidad de destruir la


preponderancia militar para fortalecer el poder civil; parécenos que la
cuestión se ha planteado al revés, y que más bien debiera pensarse en ro-
bustecer el poder civil para destruir la preponderancia militar: no creemos
que el poder civil sea flaco porque el militar es fuerte; sino que, por el con-
trario, el poder militar es fuerte porque el civil es flaco (…) Hay en España
un gran problema que resolver, y consiste en combinar de la manera conve-
niente lo antiguo con lo moderno, aprovechando de un y otro lo que pueda
servir para dar fuerza al poder asegurando el orden público y fomentando
el desarrollo de los verdaderos intereses del país.»

(Jaime Balmes, La preponderancia militar, 1846)

6. Donoso Cortés exalta la función social de la religión frente a las revolucio-


nes de 1848

«Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra
exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza que cuando el
termómetro religioso está subido, el termómetro político está bajo, y cuando
el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión políti-
ca, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la Historia.»

(Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura, 1849)

7. Clero y Ejército como defensores del orden social

«No sé, señores, si habrá llamado vuestra atención, como ha llamado la


mía, la semejanza, cuasi la identidad entre las dos personas que parecen
más distintas y más contrarias: la semejanza entre el sacerdote y el solda-
do; ni el uno ni el otro viven para su familia; para el uno y para el otro, en
el sacrificio y la abnegación está la gloria (…) ¿Qué sería del mundo, que
sería de la civilización, que sería de Europa si no hubiese ni sacerdotes ni
soldados?»
(Juan Donoso Cortés, Discurso sobre Europa, 1850)

8. Catolicismo, liberalismo y socialismo

«Por lo que hace a la escuela liberal, diré que ella solamente en su sober-
bia ignorancia desprecia la teología y no porque no sea teológica a su mane-
LOS TRADICIONALISMOS

ra, sino porque, aunque lo es, no lo sabe. Esta escuela no ha llegado a com-
prender, y probablemente no lo comprenderá jamás, el estrecho vínculo que
une entre sí las cosas divinas y las humanas, el gran parentesco que tienen
las cuestiones políticas con las sociales y con las religiosas, y la dependen-
cia en que están todos los problemas relativos al gobierno de las naciones,
de aquellos otros que se refieren a Dios, legislador supremo de todas las
asociaciones humanas.»

(Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

«El socialismo no es fuerte sino porque es una teología satánica. Las


escuelas socialistas, por lo que tienen de teológicas, prevalecerán sobre la
liberal, por lo que éste tiene de antiteológica y de escéptica, y por lo que
tienen de satánicas, sucumbirán ante la escuela católica, que es, al mismo
tiempo teológica y divina.»

(Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

«Lo que hay aquí de la teoría católica consiste en el reconocimiento de


la existencia del mal y del pecado, en la confesión de que el pecado está en
el hombre y no en la sociedad y de que el mal no viene de la sociedad, sino
del hombre.»

(Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

9. Antonio Aparisi y Guijarro define el neocatolicismo

«Se me pregunta: ¿Qué sois? Contestamos: «Españoles». ¿Cómo os lla-


máis? Nosotros nos llamamos: «Ayuntamientos por insaculación»
«Empleos», en cuanto lo consientan, por oposición; «Libertad», en la provin-
cia para entender en sus especiales intereses; «Representación nacional-ver-
dad, pero que nunca supedite al Trono; Y en todo y antes de todo y, sobre
todo, Religión.»

(Antonio Aparisi y Guijarro, Programa de 1857)

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SCHRAMM, Edmund, Donoso Cortés. Su vida y su obra. Espasa-Calpe. Madrid, 1936.
SUÁREZ VERDEGUER, Federico, Vida y obra de Juan Donoso Cortés. Eunate. Pamplo-
na, 1997.
VVAA. DONOSO CORTÉS. El reto del liberalismo y la revolución. Archivos de la
Comunidad de Madrid. Madrid, 2015. (Este volumen incluye artículos de
Carlos Dardé, Luis Garrido Muro, Luis Arrouz Notario, Florencio Peyrov, Mari
Cruz Romeo y Pedro Carlos González Cuevos.)

Pensadores neocatólicos

OLIVAR BERTRAND, Rafael, Aparisi y Guijarro. IEP. Madrid, 1961.

Obras

BALMES, Jaime, Obras completas. 7 volúmenes. B.A.C., Madrid, 1950.


DONOSO CORTÉS, Juan, Obras completas, 2 volúmenes. B.A.C., Madrid, 1970.
APARISI Y GUIJARRO, Antonio, En defensa de la libertad. Rialp. Madrid, 1957.


TEMA 7
LOS DEMÓCRATAS

Pedro Carlos González Cuevas

1. EL PARTIDO DEMÓCRATA: PI Y MARGALL Y EMILIO


CASTELAR, SOCIALISTAS E INDIVIDUALISTAS

Las primeras expresiones de socialismo utópico se registraron en


España a partir de 1834, cuando fue restaurado un régimen de libertades
públicas y comenzaron a hacerse notar los efectos de la industrialización en
regiones como Cataluña. En un principio, su desarrollo se encuentra ligado
a personalidades individuales. Las fuentes teóricas de los socialistas utópi-
cos españoles son Lamennais, Saint Simon, y, sobre todo, Fourier y Cabet.
Sólo los seguidores de estos dos últimos consiguieron constituir escuelas
autónomas. En Cataluña, destacaron las figuras de dos cabetianos, Narciso
Monturiol y José Anselmo Clavé, con los periódicos La Fraternidad y El
Padre de Familia. Fuera de Cataluña, en Madrid y Andalucía, destaca la in-
fluencia de Fourier, cuyo introductor fue Joaquín Abreu, y que continúa con
Ramón de Cala y Fernando Garrido, Sixto Cámara, etc. El más prolífico de
estos propagandistas fue Fernando Garrido, autor de obras como La repú-
blica democrática federal, El socialismo y la democracia ante sus adversarios,
Historia de las clases trabajadoras, La España contemporánea, Historia del
reinado del último Borbón en España, etc. La obra de Garrido se inscribe en
un proyecto reformador dentro de la democracia política. La emancipación
de los trabajadores se producirá mediante la asociación —con la cooperati-
va como alternativa económica— y el ejercicio del sufragio universal.
Garrido reconoce el hecho de la explotación económica, pero no la lucha de
clases, ya que su objetivo es elevar al proletariado hacia el nivel de clase
media. Lo esencial es acabar con los restos del Antiguo Régimen y la cen-
tralización moderada. Y es que la regeneración de España implica descen-
tralización y democracia. Otro socialista destacado fue Sixto Cámara, quien
había publicado algunos libros de propaganda social, como El espíritu mo-
derno y La cuestión social, el más importante, y que era una crítica de la
obra de Thiers, De la propiedad, y que desarrollaba una defensa del socialis-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

mo. Por su parte, Ordax Avecilla era autor de La política en España. Pasado,
presente y porvenir, folleto de propaganda y de afirmación doctrinal republi-
cano-democrática, en la que se daba una definición del pensamiento demo-
crático, basado en la creencia en la bondad natural del hombre y en el pro-
greso indefinido de la Humanidad.

La consolidación del Partido Demócrata en 1849, fruto del impacto en


España de las revoluciones europeas de 1848, abrió unas perspectivas de
acción política que canalizará —junto, como veremos, a otras opciones po-
líticas de la izquierda del momento—, la mayor parte de las anteriores espe-
ranzas utópicas.

En abril de 1849 se había producido una ruptura en el Partido Progresista,


que dio lugar a la aparición del Partido Demócrata, cuyos principales líde-
res fueron, en un principio, Nicolás María Rivero, José María Orense, Ordax
Avecilla, Aniceto Puig, Manuel Becerra, Cristino Martos etc. Los disidentes
progresistas publicaron un manifiesto que, basado en la supremacía de los
derechos de los individuos sobre la ley, defendía la igualdad política, el su-
fragio universal, los derechos de asociación y reunión, la libertad de pensa-
miento, la existencia de una sola cámara y la intervención del Estado para
disminuir las desigualdades mediante la instrucción pública, la asistencia
social y un sistema social más justo. La mayoría de los firmantes eran repu-
blicanos, pero se vieron obligados a acatar la Monarquía, porque en la
España isabelina el republicanismo era ilegal. A partir de aquel manifiesto,
el partido comenzó a organizarse. En el partido existían distintos sectores:
tránsfugas del progresismo, progresistas radicales, republicanos socialis-
tas, como Sixto Cámara, Fernando Garrido, Clavé, Javier Moya, Monturiol,
etc. La aparición de este partido demostraba que los demócratas españoles
no eran ya liberales constitucionales, más o menos avanzados, sino republi-
canos, federalistas y socialistas.

No obstante, los dos grandes ideólogos del nuevo partido fueron


Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar y Ripoll, representantes de la línea
«socialista» e «individualista» o democrático-liberal de los demócratas. Dos
libros fundamentales reflejan esa divergencia, La Reacción y la Revolución,
de Pi y Margall, y La fórmula del progreso, de Castelar. La primera fue publi-
cada en 1854; la segunda cuatro años después.
LOS DEMÓCRATAS

Pi y Margall había nacido en Barcelona, de familia humilde, el 29 de


abril de  1824. A los siete años cursó Latinidad y Humanidades en el
Seminario de los Escolapios, y a los trece ingresó en la Universidad de
Barcelona, para estudiar Leyes. A los dieciséis años escribió obras teatrales,
como Coriolano y Don Fruela. Una vez terminados sus estudios universita-
rios, se instaló en Madrid. Colaboró, primero, en revista como La
Enciclopedia y El Renacimiento, donde escribía crítica teatral. Entre 1850
y 1852 redactó una Historia de la Pintura. Sólo publicó el primer tomo debi-
do a que en un capítulo, Pi hizo un estudio crítico y racionalista del cristia-
nismo. El gobierno de Bravo Murillo, por Real Decreto, y a petición de va-
rios obispos, suspendió la publicación el 12 de noviembre de 1852. Y lo
mismo le ocurrió cuando pretendió publicar su libro ¿Qué es la economía
política? ¿Qué debe ser? La primera entrega fue recogida por las autorida-
des. Para entonces, Pi había ingresado en el Partido Demócrata el mismo
año de su fundación, a petición de sus amigos, Estanislao Figueras y Aniceto
Puig. En 1854, se produjo el primer choque en el partido, cuando Nicolás
María Rivero estaba decidido a definirlo como monárquico. Pi, al saberlo,
dimitió de su puesto en el comité central a través de una carta a su amigo
Ignacio Cervera.
Ante la revolución de 1854, Pi planteó la idea de llevar el movimiento
hacia la República, y entendió la necesidad de un «brazo fuerte», es decir,
un militar. Así se lo propuso a la Junta Revolucionara, y busco al general
Ametller, quien rechazó su ofrecimiento. Publicó, además, una hoja volante,
El Eco de la Revolución, en la que opinaba que el movimiento había fracasa-
do porque no proclamó, desde el principio, la República. La Junta
Revolucionaria —presidida por el general Evaristo San Miguel— le mandó
detener. Poco después intentó infructuosamente salir diputado por
Barcelona como candidato demócrata.
Pi decidió entonces someter a críticas a los partidos progresista y demó-
crata por su actitud poco revolucionaria, al no declararse republicanos. Y,
con este fin, escribió su obra La Reacción y la Revolución, cuyas principales
fuentes eran Hegel y Proudhon. El ministro progresista de Gracia y Justicia,
Joaquín Aguirre y, Luis Sagasti, gobernador de Madrid, le aconsejaron que
suspendiera la publicación. Y sólo pudo sacar a la luz el primer tomo, por lo
que el resto del trabajo quiso aprovecharlo para dar conferencias en su casa.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La policía irrumpió en ella, tomó el nombre de todos los concurrentes y Pi


recibió la orden de cancelar las charlas.
La Reacción y la Revolución consta de dos partes, una teórica y otra
práctica, que incluye un proyecto de reforma administrativa. El frente ene-
migo, el de las posiciones del pasado, es la «Reacción», que Pi define como
«la esclava de la tradición histórica, el brazo del poder, y la espada de la
propiedad, de la Monarquía y de la Iglesia». Su antítesis es la Revolución, es
decir, el progreso. De los cinco elementos de la «Reacción», hay tres sobre
los que concentra su acción demoledora. El primero es el confesional. Hay
un punto de partida: las creencias religiosas no hacen falta ya que para toda
moral basta con la «ley imperiosa del deber». Pi se declara enemigo de todo
culto y «ateo» y panteísta. Concretamente caracteriza al catolicismo como
un factor históricamente regresivo, que opone la autoridad a la razón; y es
la que existía, a su juicio, un antagonismo claro entre la ciencia y la religión.
La ética transmundana es un absurdo. Y predice una próxima desaparición
del cristianismo. Su antítesis es el socialismo, porque no le promete al hom-
bre goces eternos, pero se los promete para antes del que baje al «fondo del
sepulcro». El segundo blanco es la Monarquía, cuyos principios atentan
contra los dos valores fundamentales del orden social moderno: sanciona la
desigualdad y mata la libertad, al implantar el orden. Sin duda, la institu-
ción se había adaptado a los nuevos tiempos, como lo demostraba la apari-
ción de la Monarquía constitucional. Sin embargo, Pi le reprocha la división
de poderes, porque «dos soberanías son incompatibles», al igual que el voto
censitario, la corrupción del escrutinio y el constante peligro de retorno del
absolutismo. En resumen, en la Monarquía constitucional «el rey es un ab-
surdo» y se cae en «la ficción, o lo que es lo mismo, en la mentira». El terce-
ro y más profundo objetivo de la crítica de Pi es el poder mismo. Su postu-
lado inicial es el siguiente: «todo poder es un absurdo; todo hombre que
extiende la mano sobre otro hombre es un tirano». De ahí que considere ti-
ránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno. En ese sentido, el primer
paso, sería reducir el poder a su «menor expresión posible», ya que de lo que
se trata es de «destruir la autoridad». La idea que sirve de cimiento a toda la
teoría de Pi es que «el hombre es para sí su realidad, su derecho, su moral,
su fin, su Dios, su todo». Puesto que el hombre es intelectual y volitivamente
autónomo, sólo él es árbitro de sus ideas, y sólo él tiene poder sobre sí mis-
mo. Su libertad y capacidad de autodeterminación no está condicionada
por nada ni sometida a nada; es «absoluto» e «irreductible». Esta radical
LOS DEMÓCRATAS

soberanía del individuo explica la conclusión de que el poder es un absurdo


y la de que no hay otra ley aceptable que la que nos damos a nosotros mis-
mos. Evidentemente, la sociedad pimargalliana se construye sobre la volun-
tad; pero no sobre la «general», que es la rousseauniana, sino sobre la indi-
vidual, que es la receta proudhoniana. Pi niega la soberanía nacional, que
califica de «pura ficción». La democracia equivale al «despotismo de la ma-
yoría». El principio que armoniza, según Pi, la soberanía individual y la de
los demás es el pacto, el contrato como base de todas las instituciones polí-
ticas y sociales. El poder debía estar reducido a su mínima expresión. La
Revolución debía concentrar el poder en una cámara ejercida por sufragio
universal, derribar la Monarquía y con ella todo poder ejecutivo, así como
el Senado y con él todo privilegio. Luego, debería limitarse el poder me-
diante la declaración de los derechos imprescriptibles y la federación. Pi
propugnaba como alternativa la República federal.
Aunque de ascendencia levantina, Emilio Castelar y Ripoll había nacido
en Cádiz el 7 de diciembre de 1832. Su padre era un acomodado comercian-
te, que falleció cuando Emilio era todavía un niño. Su madre lo educó con
mimo y con esmero. Castelar cursó el bachillerato en Alicante; y continuó
sus estudios en Madrid, donde ingresó en 1848 en la Escuela Normal de
Filosofía. Tres años más tarde logró un puesto de profesor auxiliar en este
centro, iniciando de este modo una brillante carrera docente que culmina-
ría en 1857, con la obtención del grado de doctor en Literatura. Pocos meses
después, consiguió por oposición la cátedra de Historia crítica y de Filosofía
de la Universidad Central en Madrid. Afiliado al Partido Demócrata, Castelar
se distinguió como un portentoso orador. Su discurso pronunciado en la
asamblea del partido celebrada en el Teatro de Oriente de Madrid el 25 de
septiembre de 1854, le proporcionó una súbita notoriedad política. Algo que
propició su inclusión en las listas electorales del partido. Sin embargo, el
fracaso de los demócratas en las elecciones de 1854 le impidió conseguir un
escaño; y motivó su dedicación al periodismo, colaborando, de la mano de
Sixto Cámara, en diarios como El Tribuno del Pueblo y La Soberanía
Nacional; luego, en La Discusión. Pese a su amistad con Cámara, Castelar
no participó de sus planteamientos políticos. Junto a Nicolás María Rivero,
trató de representar a los sectores más moderados del Partido Demócrata,
partidarios de un pacto con los progresistas. Durante este período, Castelar
alternó su actividad periodística con la docencia universitaria. Sus interven-
ciones en el Ateneo de Madrid fueron cimentando su fama de orador. En ese
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

sentido, tuvo especial resonancia su ciclo de conferencias, pronunciado en-


tre 1857 y 1858, publicado posteriormente bajo el epígrafe de Historia de la
Civilización en los primeros siglos del cristianismo, muy influidas por Hegel.
De 1858 data la publicación de su libro La fórmula del progreso, com-
puesto a base de artículos publicados en la prensa. Son páginas de pleni-
tud. La aparición de la obra constituyó un acontecimiento en la vida po-
lítica e intelectual española, como lo demuestra la polémica que provocó.
Frente a él, estuvieron Ramón de Campoamor, con sus Polémicas sobre
la democracia. Y Juan Valera, con La doctrina del progreso. Luego se es-
cribieron libros de controversia como el de Carlos Rubio, Teoría del pro-
greso, publicada en 1859; y el de M. Boada, Emilio Castelar o refutación
de las teorías de este orador, en 1872. La obra tuvo dos reimpresiones
en 1870 y 1876.
Lo que Castelar califica de «fórmula de progreso» es la democracia,
concretamente los derechos fundamentales y el sufragio universal. En sus
páginas, hay una labor constructiva y una previa acción demoledora de
las instituciones más o menos vinculadas al Antiguo Régimen. El vocablo
«absolutismo», de marcado signo peyorativo, tiene en Castelar una signifi-
cación lata, puesto que se aplica a los ideales del llamado partido absolu-
tista, o carlista, y, en cierta medida, también al Partido Moderado. Castelar
ataca al llamado derecho divino de los reyes, que el autor califica de la
«blasfemia más horrible». Igualmente, impugna el principio hereditario,
que juzga incompatible con «la libertad y la justicia divina». La democra-
cia es incompatible con la Monarquía. Las posiciones moderadas o ecléc-
ticas entre principios contrapuestos las juzga Castelar como escépticas,
incapaces de estimar la necesaria tensión dialéctica. Algo que implicaba,
además, «el aniquilamiento del régimen parlamentario» y la «muerte del
sistema» falto de «las dos fuerzas, centrípeta y centrífuga». Para Castelar,
la noción básica es la libertad, «la fuente de todos nuestros bienes, la raíz
de nuestra vida». La condición libre del hombre es algo tan originario que
Castelar lo relaciona con Dios y con el «derecho natural». Desde el punto
de vista de la experiencia histórica, llega a conclusiones rotundas acerca
de la noción de progreso, «una verdad filosófica y una verdad histórica».
El progreso tiene en cada edad una fórmula que tiende a la libertad. La
fórmula que sea más liberal, esa es la más progresiva. En ese sentido, la
fórmula más liberal es la democracia. Frente a los tradicionalistas, la con-
sidera compatible con la fe católica. La democracia no era lo contrario del
LOS DEMÓCRATAS

cristianismo; era «la realización del cristianismo»; es una doctrina de


«paz y de misericordia, como el cristianismo». La democracia consiste en
los derechos fundamentales, el sufragio universal, la república federal y el
jurado. Los derechos fundamentales como «condición de la existencia mo-
ral» del ser humano. Castelar los enumera: libertad de pensamiento, de
imprenta y de derecho de asociación. La técnica política por excelencia o
procedimiento absoluto es el voto. El sufragio debía de ser universal, por-
que «queremos la igualdad». El voto censitario es rechazado. Sin embar-
go, Castelar, como católico, no considera la voluntad nacional como una
instancia suprema; podía valer para nombrar los legisladores y para san-
cionar la ley; pero existe, para el autor, una instancia superior: «la ley de la
naturaleza humana grabada por Dios en mi conciencia». Y es que «el
Derecho es anterior y superior al dogma de la soberanía nacional».
Castelar se refiere al Derecho natural, «obra de la voluntad divina». A ese
respecto, rechaza «el despotismo del pueblo», capaz de justificar «todas
las injusticias».
Las otras instituciones que Castelar considera inseparables de la demo-
cracia son la República en su forma «federal». El criterio administrativo es
el de la descentralización. Divide las competencias en estatales, provincia-
les y municipales, citando como ejemplo las provincias vascongadas; y exal-
ta la autonomía municipal. La otra institución predilecta de Castelar es la
del jurado, que, según él, estimula la «caridad social», y, sobre todo, permite
acabar con la división de poderes: «la sociedad manda y la sociedad juzga».
En economía, Castelar defiende el librecambio. Su esquema económico se
deduce del clásico: «laissez-faire».
La confusión acerca de los objetivos del Partido Demócrata volvió a ma-
nifestarse a lo largo de la polémica de Fernando Garrido con José María
Orense en  1860, después de publicar el primero un folleto sobre Sixto
Cámara, recientemente fallecido. Orense era partidario de un acercamiento
a los progresistas, y contrario al «socialismo» preconizado por Garrido.
Éste, como sabemos, no era, en realidad, un socialista, sino un cooperati-
vista y coincidía con Orense en su repudio del intervencionismo estatal. La
diferencia residía fundamentalmente en el énfasis. Garrido quería que los
demócratas formulasen un programa social positivo y una menor concen-
tración en actividades puramente políticas. Orense, como Castelar, conside-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

raba el sufragio universal como la panacea que resolvería todos los proble-
mas sociales y económicos.

Pi y Margall intentó mediar entre ambas posiciones con la «Declaración


de los Treinta», en la que echaba los cimientos del ideario demócrata, cen-
trado en «el principio de la personalidad humana o de las libertades indivi-
duales, absolutas e ilegislables y el del sufragio universal». Sin embargo, las
discusiones continuaron, sobre todo a partir del momento en que Castelar
comenzó a dirigir La Democracia, que significó un refuerzo del sector anti-
socialista. Al frente de La Discusión, Pi criticó las posiciones liberales, re-
chazando los contenidos de los diversos procesos de desamortización.
Según Pi, los liberales, como ya había sostenido Flórez Estrada, habían
perdido la ocasión de convertir a los jornaleros en clase propietaria, porque
en vez de establecer un sistema de tenencia enfiteútica, habían vendido las
tierras desamortizadas en mercado libre. A su juicio, el sufragio universal
no era suficiente para lograr la democracia. Además, resultaba necesaria la
existencia de un campesinado independiente, apoyado en un crédito estatal
barato. Los demócratas tenían que comprometerse en un programa social,
lo que implicaba legislar sobre la distribución de la propiedad, lo cual hacía
referencia especialmente a la propiedad de la tierra. Hostil a la concentra-
ción de la propiedad agraria, a las industrias monopolísticas y al monopo-
lio de las facilidades crediticias en manos de los grandes financieros, Pi
deseaba una clase campesina de pequeños terratenientes independientes
junto a pequeñas industrias regidas por cooperativas obreras, unidas por
federaciones libres a las que el Estado proporcionaría créditos ventajosos.
Al igual que Proudhon, Pi tendría a ver el crédito a bajo interés como la
clave de la reforma social. A diferencia de lo sustentado en La Reacción y la
Revolución, ahora Pi justificaba que el Estado interviniera en los asuntos
económicos y en la administración de los bienes de interés general. La prin-
cipal función del Estado sería la de ser un mecanismo regulador que asegu-
rara el equilibrio entre los derechos colectivos y los individuales.

En contraste, Castelar y los individualistas continuaban teniendo una fe


firme en el libre juego de las fuerzas económicas. El Estado no tenía que
entrometerse en las leyes providenciales de la armonía natural de los intere-
ses. La emancipación de los trabajadores sólo podía venir de sus propios
esfuerzos. Por tanto, la única finalidad de los demócratas tenía que ser la
acción política para acabar con los obstáculos a la libertad de asociación.
LOS DEMÓCRATAS

La influencia de Frederic Bastiat, el popularizador francés del libre cambio,


era evidente en el pensamiento de Castelar. En los debates del Ateneo sobre
el libre cambio, en 1863, en los que Castelar desempeñó un papel destacado,
la influencia de Bastiat fue muy marcada entre los demócratas individualis-
tas y los progresistas. En el fondo, las disputas de Castelar con Pi eran un
eco de las críticas de Proudhon a Bastiat sobre el libre crédito.
Castelar aceptó, para garantizar la unidad del partido, una solución de
compromiso, abandonando la presidencia del comité demócrata de Madrid
y aceptando la permanencia de los republicanos filosocialistas, en su seno.
A cambio, consiguió que el programa demócrata incorporara la mayoría de
las tesis que había defendido frente a Pi.
Ante la cada vez más evidente deriva autoritaria del moderantismo y,
por ende, del régimen isabelino, Castelar adquirió, por sus críticas, un ma-
yor prestigio político. Aupado al poder una vez más, Narváez y su gobierno
—eran los tiempos del Syllabus y el Quanta cura— prohibieron que los cate-
dráticos expresaran ideas contrarias al Concordato de 1852 y a la Monarquía,
en la Universidad o fuera de ella. Castelar publicó una declaración en la que
se oponía a tales limitaciones de la libertad de opinión y de cátedra; y forzó
a la opinión pública a tomar partido. Su famoso artículo «El rasgo», en el
que acusaba a la propia Isabel II de corrupción económica, inició el desen-
lace de todo el enfrentamiento con el gobierno moderado. Se pidió la desti-
tución de Castelar. Los estudiantes apoyaron al catedrático republicano; lo
que tuvo como consecuencia los sangrientos sucesos de la «Noche de San
Daniel». Estos acontecimientos provocaron la caída de Narváez y su sustitu-
ción por un gobierno de la Unión Liberal, presidido por Leopoldo O’Donnell,
quien repuso a Castelar en su cátedra.
Sin embargo, Castelar había llegado a la conclusión de que la opción re-
publicana era inevitable. Eventualmente, demócratas y progresistas sella-
ron su alianza para acabar con el régimen isabelino. El Partido Demócrata
no llegó a participar en el frustrado pronunciamiento militar progresista de
enero de 1866, pero sí intervino activamente cinco meses después en la pre-
paración de un levantamiento en Madrid en apoyo a los suboficiales de ar-
tillería del cuartel de San Gil. Ante el fracaso del movimiento, Castelar hubo
de exiliarse; y lo mismo hizo Pi y Margall.
Ni Castelar ni Pi participaron en el pacto de Ostende, entre las fuerzas
contrarias a Isabel II: progresistas, unionistas y demócratas. Sí lo hicieron,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

por estos últimos, Cristino Martos y Manuel Becerra. Tras su reconciliación


con Pi, Castelar tuvo una participación más activa en la Junta Revolucionaria
constituida por los republicanos en París, desde la cual éstos consiguieron
coordinar a la mayoría de los comités demócratas que, en numerosas loca-
lidades españolas, mantenían una precaria existencia clandestina.

Muertos Narváez y O’Donnell, el régimen isabelino se quedó práctica-


mente sin apoyos sociales y políticos. La coalición cívico-militar antiisabe-
lina, cuya principal figura era el general Juan Prim, triunfó fácilmente en la
batalla de Alcolea. La derrota del marqués de Novaliches dejó el camino
expedito de los rebeldes hacia Madrid.

2. EL INTERREGNO DEMOCRÁTICO

Planteado en principio como un golpe de Estado de amplios sectores


de la elites dirigentes descontentos con la estrecha gestión de las camari-
llas de los últimos gobiernos moderados, el movimiento de septiembre
de 1868 rebasó, por su propia dinámica, sus primeros propósitos refor-
mistas, al verse obligados a contar con el apoyo de los sectores populares
urbanos, cuyas demandas superaban en muchos casos las consignas polí-
ticas de profundización en el liberalismo, para entrar en el terreno de las
demandas políticas y sociales. Por de pronto, el movimiento derrocó a
Isabel II y acabó con el sistema político característico del moderantismo
clásico. En el fondo, se estaba ante una experiencia inédita no sólo en
España, sino en la mayoría de las sociedades europeas. Sólo Suiza podía
ser conceptualizada como una república democrática. Francia lo sería, y
con dificultades, años después. Al menos en la esfera político-simbólica,
tuvieron lugar cambios cualitativos, si bien pronto estuvieron claros sus
límites, ante la realidad de un conjunto social profundamente atrasado.
De hecho, la continuidad de las elites fue la característica más llamativa
del período.

El gobierno provisional, anticipándose a la mayoría de las naciones eu-


ropeas, decretó la implantación del sufragio universal masculino. No obs-
tante, más trascendentes fueron las innovaciones religiosas. Se instauró la
libertad de cultos; poco después se disolvió la Compañía de Jesús, se expul-
só a sus miembros y se incautaron sus bienes. Se decretó la extinción de los
LOS DEMÓCRATAS

conventos y de las casas religiosas, e incluso se derogó el fuero eclesiástico.


El régimen político de 1868 se configuró de acuerdo con las líneas doctrina-
les del liberalismo radical y democrático.

Castelar fue elegido diputado en las Cortes constituyentes de 1869,


por la circunscripción de Zaragoza; mientras que Pi y Margall lo fue por
la de Barcelona. Sin embargo, el Partido Demócrata se desintegró a par-
tir del debate sobre la forma de gobierno. Una minoría invocó el pragma-
tismo para aceptar la Monarquía constitucional planteada por el gobier-
no provisional, a cambio de que éste asumiera la mayor parte del
programa demócrata; mientras que la mayoría republicana consideró in-
negociable esta cuestión y sostenía que Monarquía y democracia eran
conceptos antagónicos. La escisión de la minoría monárquica del parti-
do, los denominados cimbrios, para constituir, junto a progresistas y
unionistas, el bloque monárquico-democrático, que regiría los destinos
del país hasta su propia división en el verano de 1871, fue seguida de in-
mediato por la creación del Partido Demócrata-Republicano en noviem-
bre de 1868.
Dentro del grupo republicano, Castelar llevó la voz cantante. Pi y
Margall intervino en el Parlamento para anunciar su rechazo a la solución
monárquica, «traidora a la revolución» y afirmar su fe en la República fede-
ral. A su juicio, la República no podía salir nunca, «sino de las bayonetas
del pueblo». «Creer que pueda salir de la Asamblea, es una locura, es un
delirio». Una vez votada la Monarquía como forma de gobierno, Pi y la ma-
yoría de los republicanos, dejaron de pensar en las Cortes como lugar para
hacer política.
Por su parte, Castelar atacó a la Monarquía señalando su responsabi-
lidad histórica en el secular atraso español. Y, lo que era más grave, la
incompatibilidad doctrinal entre Monarquía y democracia. En su opi-
nión, la imposibilidad de conjugar ambos conceptos provenía de que la
Monarquía implicaba un gobierno de carácter unipersonal, extraño al
carácter electivo y temporal que habían de tener necesariamente las al-
tas magistraturas del Estado para garantizar las libertades individuales
que constituían el ideario democrático. Para él, sólo la república podía
permitir el establecimiento de un régimen verdaderamente democrático,
basado en el derecho de la sociedad a gobernarse a sí misma consignado
por el principio de la soberanía nacional, que constituía uno de los fun-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

damentos de la democracia. Siguiendo el esquema hegeliano, Castelar


distinguía tres etapas en la Historia de España, cada una de las cuales
correspondía al predominio de una de las tres grandes opciones políticas
que creía ver en las Cortes constituyentes. El pasado estaría representa-
do por la opción conservadora, alfonsina o carlista; el presente, por la
coalición monárquico-demócrata; y el futuro, por los republicanos.
Castelar sintetizaba el ideario demócrata en torno a tres principios: sobe-
ranía nacional, derechos individuales y el principio de justicia, para con-
cluir que la Monarquía era incompatible con cada uno de ellos y, por lo
tanto, con la democracia. El concepto de «progreso» estaba presente, de
nuevo, en los discurso del líder republicano, que sostenía la existencia de
una relación directa entre la forma de gobierno y el grado de desarrollo
de los pueblos. Para Castelar, el «progreso» había hecho que la Monarquía
quedara completamente desfasada y constituyera una rémora para el de-
sarrollo de aquellas sociedades que la conservaban como un sistema de
gobierno. Castelar rechazó el modelo británico; y puso como ejemplo a
Suiza y Estados Unidos.
Con respecto a la cuestión religiosa, Castelar rechazó cualquier tipo de
relación entre el Estado y la Iglesia católica, acusando a ésta de ser la cau-
sante de la creación de un régimen autocrático y de haber puesto fin a la
fecunda convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes a lo largo de la
Edad Media. Señaló, además, la responsabilidad de la Iglesia católica en la
progresiva decadencia de España bajo los Austrias. Por otra parte, la identi-
ficación de la Iglesia católica con el absolutismo carlista y con el régimen de
Isabel II sirvió a Castelar para rechazar el sostenimiento del clero católico.
Frente al canónigo Vicente Manterola, Castelar pronunció uno de los dis-
cursos más célebres, «Dios en el Sinaí», de la historia del parlamentarismo
español, en el que rechazó la unidad católica de España, a partir de argu-
mentos religiosos para rebatir la tesis de su oponente. Castelar intercaló
una gran cantidad de citas bíblicas en defensa de la tolerancia y del carácter
voluntario y libre que debía asumir la creencia en cualquier religión:
«Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo la acompaña, la luz
le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más
grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el más humilde
Dios del calvario, clavado en la cruz, herido, coronado de espinas, con la
hiel en los labios». El discurso fue comparado, por no pocos, con La Corona,
de Demóstenes.
LOS DEMÓCRATAS

Defendió, además, Castelar la concesión de la autonomía a las Antillas.


En su discurso, definió tres modelos posibles de relación entre las colonias
y la metrópoli. El sistema antiguo, dominante entre los siglos XVI y XVIII, in-
compatible con el régimen liberal. El sistema medio, consistente en asimilar
progresivamente el régimen político-jurídico al de la metrópoli. Y el sistema
racional, que extendiera a las colonias las conquistas democráticas del 68,
mediante el sistema autonómico, cuyo modelo sería Canadá; y la abolición
de la esclavitud.
Finalmente, en la nueva Constitución quedaron recogidos los derechos
de inviolabilidad de correspondencia, de expresión de la libre emisión de
pensamientos, de reunión y de asociación. La cuestión religiosa tuvo igual-
mente un tratamiento avanzado: libertad de cultos, privada y pública, man-
tenimiento por el Estado del culto y clero, pero con ninguna referencia ex-
plícita al valor religioso. Hay que subrayar, además, la inclusión del sufragio
universal y se reconocía la soberanía nacional como origen del poder hasta
el punto de encontrar en ella la legitimidad de la Monarquía. La división de
poderes y la descentralización eran los principios por los que se regían la
organización del Estado. El centro del poder residía en las Cortes formadas
por el Congreso y el Senado. El monarca aparecía como un rey constitucio-
nal, cuyas facultades debían ser ejercidas por los ministros.
De hecho, las mayores dificultades de orden filosófico-político vinieron
de la necesidad de compatibilizar la Monarquía con los principios demo-
cráticos. Contestando a las críticas de los sectores demócratas y republica-
nos, los miembros de la coalición gobernante —Segismundo Moret, Antonio
Ríos Rosas, Manuel Silvela, Romero Girón, etc.— afirmaron la compatibi-
lidad entre Monarquía y democracia en base a dos ideas clave: el Estado
que se constituía garantizaba de forma plena y segura los derechos indivi-
duales y políticos de los ciudadanos; y que los poderes de la Corona y su
misma condición hereditaria se articulaban y limitaban de tal modo que
nunca podrían ser obstáculos al ejercicio del poder soberano del pueblo. Se
aducía, además, que la jefatura hereditaria del Estado era compatible con
la soberanía nacional, ya que el pueblo no abdicaba de su soberanía en el
monarca, sino que la delegaba, lo mismo que se hacía en las repúblicas,
con la sola diferencia de que en éstas la delegación es temporal y en la
Monarquía vitalicia. Esa delegación era vitalicia y, por lo tanto, limitada: a
cada heredero se renovaba mediante el requisito de la jura tanto del
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Príncipe de Asturias como del Rey, y las Cortes, representantes de la sobe-


ranía nacional, siempre tenían poder para excluir del Trono, a quienes no
reunieran las condiciones exigidas; por lo tanto, nunca perdían su poder
constituyente. Además, la Monarquía representaba la continuidad de la na-
ción; y el monarca podía ejercer una función moderadora entre las distin-
tas fuerzas políticas.

Sin embargo, la coalición vencedora nunca fue estable. El motivo de


sus fricciones residía en su mayor o menor dosis de liberalismo, en los acu-
sados personalismos de los líderes y en las distintas opiniones sobre quien
debería ser el Rey. En un primer momento, contribuyó a la cohesión la fi-
gura del general Juan Prim Prats, nuevo hombre fuerte del régimen. El
héroe de los Castillejos excluyó de la candidatura regia el príncipe Alfonso,
hijo de Isabel II, y al candidato carlista, Carlos VII, duque de Madrid.
Entre los candidatos se contempló la posibilidad de elegir al general
Espartero, pronto desechada; y surgieron los nombres de Fernando de
Coburgo y Luis  I de Portugal, los duques de Aosta, de la casa real de
Saboya; el príncipe Leopoldo de Honhenzollern-Simeringen, o el duque de
Montpensier. Finalmente, sólo quedó la candidatura de italiana de Amadeo
de Saboya, hijo de Víctor Manuel de Italia. Y, en noviembre de 1870, las
Cortes constituyentes eligieron al nuevo monarca, con el nombre de
Amadeo I, por 191 votos a favor y 100 en contra y 18 abstenciones. Cifras
que mostraban no sólo que su aceptación distaba de ser unánime, sino la
debilidad de las bases sociales y políticas del nuevo régimen. Además, Prim
murió asesinado el mismo día que Amadeo llegaba a España. Desde el pri-
mer momento, Amadeo careció de legitimidad ante el conjunto de la pobla-
ción española. Para los católicos, era un miembro de la familia que había
despojado al Papa de su poder temporal. Para los carlistas y los alfonsinos,
un usurpador. Naturalmente, tampoco podía contar con el apoyo de los
republicanos.

De la misma forma, tuvo lugar, a lo largo de este período, una alta con-
flictividad social y un importante desarrollo del movimiento obrero revo-
lucionario. La Asociación Internacional del Trabajo (A. I. T.) experimentó
un avance importante en su número de militantes, treinta mil aproxima-
damente; lo cual tuvo como resultado, sobre todo a partir de los aconteci-
mientos de la Comuna de París, una gran repercusión política. En no-
viembre de 1871, se discutió en el Parlamento la decisión gubernamental
LOS DEMÓCRATAS

de prohibir la I Internacional en suelo español. En las sesiones parlamen-


tarias, Sagasta condenó la Internacional porque su dirección se encontra-
ba en «el extranjero», y porque quería destruir con «la fuerza bruta». El
carlista Nocedal la proscribió porque atacaba a la propiedad privada y al
catolicismo. Alonso Martínez porque atentaba a «la moral pública».
Cánovas del Castillo la consideró representante del «proletariado ignoran-
te». Por su parte, Castelar criticó la pretensión internacionalista de abolir
la propiedad privada, que era la base de las libertades individuales. El
concepto de progreso defendido por el líder republicano le condujo asi-
mismo a centrar sus críticas en el anarquismo de Bakunin y Kropotkin,
al que consideraba una regresión a las etapas más primitivas de la civili-
zación. Sin embargo, defendió la legalidad de la I Internacional, señalan-
do, entre otras cosas, el carácter inofensivo de la ideología marxista, ya
que, a su entender, ésta nunca podría pasar de un estadio puramente teó-
rico. La Internacional fue igualmente defendido por Nicolás Salmerón y
Pi y Margall. Para el primero, el derecho de asociación era imprescripti-
ble y anterior al Estado. La Internacional defendía los derechos del «cuar-
to estado» como portavoz del progreso en ese momento histórico. Pi no
distinguió entre los fines de la Internacional y los medios. El fin era com-
pletamente lícito: la emancipación del proletariado; y los medios eran
igualmente lícitos. Finalmente, Sagasta firmó en enero de 1872 el decreto
de disolución de la Internacional.
Por otra parte, la nueva coyuntura política animó el debate ideológico
en su conjunto, al facilitar la apertura de nuevos discursos culturales y cien-
tíficos. No sólo el krausismo influyó en las cátedras, sino que aparecieron el
positivismo y los planteamientos darwinianos, que potenciaron la contro-
versia intelectual. Todo lo cual supuso un importante desafío para las men-
talidades tradicionales.
El carlismo entró de nuevo en acción. Carlos VII entró por Vera del
Bidasoa, pero fue rápidamente derrotado en Oroquieta. Pero, dentro de sus
feudos tradicionales, logró edificar un embrión de Estado. La nueva guerra
carlista hostigó, desde entonces, a los sucesivos gobiernos, con indudables
repercusiones en la vida política nacional.
Amadeo I trató de consolidarse como monarca apoyándose en el Partido
Constitucional de Sagasta, y en el Partido Radical, de Ruiz Zorrilla. Sin
embargo, la desunión de sus partidarios, la falta de raigambre y de apoyo
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

popular, la imposibilidad de orientarse en el campo político español, termi-


naron por casar a don Amadeo, que sufría la animadversión, además, de la
alta sociedad madrileña, fanáticamente proalfonsina. Un grave problema
profesional del Cuerpo de Artillería, que quiso zanjar el gobierno con su
disolución, acabó con la paciencia del monarca, que abdicó. Las Cortes, al
aceptarlo, proclamaron la I República.

3. LA I REPÚBLICA

La República de 1873 no fue el producto de una explosión popular en las


calles ni en las urnas. Llegó porque era, en aquellos momentos, la única so-
lución viable, salvo un golpe militar, que la mayoría quería evitar; y estuvo
condicionada por la mayoría parlamentaria de los radicales que habían go-
bernado con Amadeo I. Su historia fue la de una progresiva pérdida de las
bases sociales que hubiera podido tener, frustrándose todos los consensos
mayoritarios. Su fragilidad inicial en los órganos de decisión —gobierno,
Asamblea Nacional— se concretó en acción recíproca con una serie de des-
ilusiones en la base social y de contradicciones a nivel de órganos de decisión
y de ejecución; de ahí vendría una extremada ineficacia de su resortes de
poder, cuya legitimidad se niega, con las armas en la mano, por el carlismo
en el norte; por los insurrectos cubanos en las Antillas; más tarde por los
cantonalistas en las localidades de mayor arraigo republicano; por la conspi-
ración del partido alfonsino dirigido por Cánovas del Castillo, catalizador de
los intereses de la aristocracia, terratenientes y alta burguesía, que se presen-
ta con el banderín de enganche de la defensa del orden y de la Monarquía
constitucional. A ello se unió la acción de los sectores obreros bakuninistas
que incitaron a otras sociedades obreras a desinteresarse de la política de los
«burgueses». Y por razones distintas el sector «societario» de la Internacional
predicó igualmente la abstención de la vida pública. Tampoco tuvo la I
República excesiva fortuna a nivel internacional; en el contexto de una
Europa marcada por la hegemonía alemana, sólo fue reconocida por Suiza.
En el primer gobierno republicano, ocupó la presidencia Estanislao
Figueras, y Pi y Margall se encargó de la cartera de gobernación. Pero, ha-
biendo renunciado Figueras a la presidencia, fue Pi quien la ocupó, lo que
hizo desde el 11 de junio al 18 de julio de 1873.
LOS DEMÓCRATAS

Desde el punto de vista de la historia del pensamiento político, lo más


interesante del efímero período republicano fue el proyecto de constitución
federal, auspiciado por Castelar y Pi. El proyecto reconocía como forma de
gobierno la República federal, integrada por diecisiete Estados. De ellos tre-
ce eran peninsulares: Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias,
Castilla La Nueva, Castilla La Vieja, Cataluña, Extremadura, Galicia,
Murcia, Navarra, Valencia y Regiones Vascongadas; dos insulares: Baleares
y Canarias; y las dos restantes, ultramarinas: Cuba y Puerto Rico. Las de-
marcaciones correspondían, por lo tanto, a los territorios y reinos históri-
cos, de los que sólo faltaba León —ya que Santander y Logroño continua-
ban siendo consideradas como parte de Castilla La Vieja—. El proyecto
reconocía autonomía político-administrativa a los Estados federados; pero
se trataba de una autonomía limitada por la existencia del Estado, por la
soberanía de la nación. Así, se explicitaba que la constitución de cada Estado
no podía contravenir la Constitución de la República; el poder federal rete-
nía amplias competencias y, desde luego, las competencias fundamentales:
fuerzas armadas, el orden público federal, el mantenimiento de la paz y la
declaración de guerra, la unidad e integración nacionales, la forma misma
de Estado. Se transferían numerosas facultades y responsabilidades a los
Estados federados, como la constitución interna, industria, hacienda, obras
públicas, caminos regionales, beneficencia, instrucción e incluso fuerzas
policiales y seguridad interiores. Pero, de hecho, el proyecto no era sino un
sistema de descentralización regional en la que la unidad del Estado queda-
da plenamente salvaguardada.

El proyecto establecía, además, a través de sus artículos 34 a 37 una ab-


soluta separación entre la Iglesia y el Estado.

La nueva ordenación constitucional no pasó de proyecto, y fue rápida-


mente desbordada por la insurrección cantonal y, sobre todo, por la reac-
ción autoritaria y antifederal provocada por ésta última.

El levantamiento cantonal tuvo su localización preferente en la fachada


levantina y meridional: Castellón, Vinaroz, Valencia, Alicante, Alcoy,
Cartagena, Granada, Málaga, Cádiz, Sevilla, etc, sin que faltasen focos en el
interior de la Meseta: Salamanca, Toledo, Béjar, etc. Socialmente, los prota-
gonistas del levantamiento fueron, con la excepción de Alcoy, núcleos loca-
les de carácter republicano federal exaltados.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Pi y Margall fue sustituido por el más conservador Nicolás Salmerón,


que, a su vez, fue sustituido por Emilio Castelar, ya en manifiesta evolución
hacia la derecha, ante la negativa de Salmerón a violentar su conciencia
firmando unas penas de muerte.

Para los cantonalistas, el gobierno de Madrid, al que negaban obediencia,


al igual que a las Cortes, era «centralista» y antipatriótico por oponerse a la
Federación. Para Castelar, los insurrectos eran unos «separatistas», que, lle-
vados por la «demagogia» de la izquierda intransigente, se habían alzado en
armas contra los poderes de la nación para destruir a la Patria. Esta lucha
desacreditó por mucho tiempo cualquier proyecto de carácter federalista.

Durante el breve período en que estuvo al frente de la República, Castelar


experimentó un giro radical en sus planteamientos políticos. En un princi-
pio, ante el creciente eco del carlismo entre los católicos, paralizó el proceso
de secularización del Estado e intentó llegar a un acuerdo con el Papado en
torno a la provisión de sedes episcopales vacantes, que hacía algunas conce-
siones a la Iglesia a cambio del reconocimiento por Pío IX del derecho de
presentación de obispos por las autoridades republicanas. Con respecto al
tema antillano, Castelar intentó un consenso con los grupos de presión co-
loniales. No sólo se resistió a las presiones del ala izquierda del republica-
nismo para decretar la abolición de la esclavitud en Cuba, sino que permitió
que las autoridades de La Habana vendieran en pública subasta a los escla-
vos pertenecientes a los insurrectos cubanos. En relación a la reforma del
régimen político-administrativo cubano, Castelar adoptó una posición am-
bigua. Por una parte, difirió cualquier tipo de medida final de la crisis colo-
nial y nombró gobernador de la isla al general Joaquín Jovellar, próximo a
los conspiradores alfonsinos. Pero, por otro, derogó las facultades excepcio-
nales atribuidas a los gobernadores generales de Cuba. Sus esfuerzos para
consolidar la autoridad del Estado le condujeron a buscar el apoyo del
Ejército, de la administración colonial y de los sectores conservadores de la
sociedad en un intento infructuoso de ampliar la base social de la República.
Este intento movió a Castelar al abandono de cualquier intento de aproxi-
mación a los insurrectos cubanos para acercarse a los grupos de presión
interesados en el mantenimiento del status quo colonial.

Todo este proceso de inestabilidad política generó el «Gran Miedo» en


extensos sectores de la sociedad, algo que contribuyó eficazmente al triunfo,
LOS DEMÓCRATAS

tras el golpe de Estado del general Pavía, de la Restauración alfonsina en


diciembre de 1874, de la mano del general Martínez Campos en Sagunto.

4. CASTELAR Y PI ANTE LA RESTAURACIÓN

Tras la experiencia de 1873, Emilio Castelar perdió por completo su con-


fianza en la capacidad de la sociedad española para disfrutar de una
República democrática. Después del triunfo de Cánovas, Castelar constitu-
yó entre 1875 y 1876 el Partido Republicano Posibilista y aceptó el marco
político creado por la Restauración, pese a que se basaba en el concepto de
soberanía compartida. El antiguo presidente de la I República esperaba
convertir a su agrupación en una alternativa reformista al conservadurismo
de Cánovas. Siguió siendo teóricamente republicano; pero abandonó cual-
quier planteamiento de carácter federal para reivindicar una República uni-
taria y presidencialista, que convirtiese las instituciones republicanas en la
principal garantía del orden social y permitiera atraer al republicanismo a
los sectores de la burguesía liberal que se habían distanciado de la República
por su incapacidad política. Asimismo, dejó de propugnar la separación de
la Iglesia y el Estado, mostrándose a favor del sostenimiento del clero y culto
católicos. En octubre de 1894, Castelar fue recibido por León XIII durante
una visita privada a Roma. Su modelo a seguir no era ya Estados Unidos o
Suiza, sino la III República francesa. Al abandonar la vida política, aconse-
jó a sus partidarios el acercamiento al Partido Liberal de Sagasta.
Emilio Castelar falleció el 25 de mayo de 1899.
Distinta fue la evolución de Pi y Margall, quien jamás inició una palinodia
ni confesó un error. A pesar del fracaso del régimen republicano, lejos de rec-
tificar, defendió su gestión presidencial y aún el caótico sistema en su libro La
República de 1873, publicado en 1874. Sin embargo, su obra más célebre fue
Las nacionalidades, que data de 1876, como base de su proyecto federalista. Pi
trata de considerar en el libro el problema general de las nacionalidades y los
criterios adecuados para la reorganización de las naciones europeas. Además,
Pi persigue realizar una exposición del modelo teórico federal para luego
abordar la dimensión española de la cuestión tanto en su perspectiva históri-
ca como en su vertiente actual. Para Pi, el hombre tiene dos esferas de acción
distintas. Una, en la que se mueve sin afectar la vida de sus semejantes; por
ejemplo, la de su pensamiento y su conciencia: en ella es autónomo. En la otra
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

esfera no puede moverse sin afectar la vida de sus semejantes: tal constituye
la vida de relación con los demás hombres: en ella es heterónomo.
Absolutamente soberano, el hombre pacta con los demás hombres, conser-
vando la autonomía de su primera esfera. Del pacto, nace la familia. Del pac-
to, van naciendo todas las sociedades: la ciudad, la provincia, la nación. Cada
una de ellas es soberana y autónoma, y, en su respectivo orden de intereses,
tiene determinada su órbita y su libertad. Entre ellas, siendo entidades igua-
les y soberanas sólo cabe un pacto para formar la entidad siguiente, atendien-
do lo que es común. Soberanía y pacto, autonomía y federación. El sistema, la
federación, el pacto, «se acomoda a la razón y a la naturaleza». Pi está contra
la «uniformidad absurda» del Estado, causa de innumerables males, como las
guerras. La revolución supondría descentralización, federación, pacto «sina-
lagmático, conmutativo, limitado y concreto». La revolución equivale a paz; el
pacto es «la condición de vida de los individuos y los pueblos». Pi aborrecía las
grandes naciones, aunque manifestó su admiración por Alemania y Estados
Unidos. La base de la libertad se encontraba en «los países de pequeñas divi-
siones». Aún le desagradaba más las invocaciones a la raza, el lenguaje, las
fronteras naturales e incluso la Historia, que se empleaban para justificar el
nuevo nacionalismo. En opinión de Pi, la única base para la creación de nue-
vas naciones era si preservaba la autonomía de las unidades que habrían de
ser reabsorbidas y cediendo sólo al poder central el dominio en cuestiones de
defensa y de intereses comunes. A juicio de Pi, España proporcionaba un
ejemplo de lo que ocurría si las autonomías locales se sacrificaban a los inte-
reses de un Estado centralizado. Uno de los principales objetivos de la obra
era razonar que la unidad nacional española sólo se había conseguido me-
diante la concesión de fueros a ciudades que de esa manera estuvieron dis-
puestas a apoyar la posibilidad de unificación. Las «provincias» son, en gene-
ral, los antiguos reinos, pero Pi admite que después de cincuenta años de
existencia de la nueva división provincial, algunas nuevas provincias se ha-
bían consolidado. Por consiguiente, las unidades integrantes de la federación
son los antiguos reinos y algunas de las nuevas provincias, siendo bajo la ini-
ciativa de unas y otras, sin coerción alguna. Finalmente, acabó considerando
que estas provincias son «naciones de segundo grado», con lo cual el concepto
de «Nación española» se transforma en «Nación de naciones».
A nivel socioeconómico, Pi seguía pensando en un modelo industrial
basado en el predominio de la economía urbana y de la multiplicación de
los pequeños productores libres e iguales unidos por el pacto, en el seno de
LOS DEMÓCRATAS

una sociedad descentralizada y apoyada en la vida autónoma de sus ele-


mentos orgánicos. Era partidario igualmente de una reforma social, centra-
da en el pacto entre obreros y patronos, a través de los jurados mixtos, en el
reconocimiento del asociacionismo obrero y en el derecho de huelga.
Preconizó una reforma agraria con formas de propiedad y cultivos colecti-
vos, pero no propugnó la expropiación y la distribución gratuita de las tie-
rras, sino la adquisición por compra en forma de transformación de los
arrendamientos en censos y la redención de los censos a plazos.
Francisco Pi y Margall falleció el 29 de noviembre de 1901.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Pi y Margall define la reacción

«La reacción es, en su mayor generalidad, la esclava de la tradición his-


tórica, el brazo de la idea de poder, la espada de la propiedad, de la monar-
quía y de la Iglesia. Hoy, admite ya límites para las tres instituciones; mas
rechazada sin cesar, parte por la fuerza, parte por la de los sucesos, trabaja
a pesar suyo por la completa restauración de su principio.»

(Francisco Pi y Margall, La Reacción y la Revolución, 1854)

2. El progreso según Emilio Castelar

«La verdad es que no se puede ir contra las leyes de la naturaleza, con-


tra las leyes de la conciencia. El espíritu es uno, como la naturaleza es una
en esencia. La ley del espíritu es la contradicción, porque el espíritu es li-
bre. Si no hubiese bien y mal, no habría moral; si no hubiese vicio, no ha-
bría libertad; si no hubiera versad y error, no habría ciencia; si no hubiera
fealdad y hermosura, no habría arte; si no hubiera materia y espíritu, no
habría hombre. Esta es la eterna antítesis de la naturaleza humana.»

(Emilio Castelar, La fórmula del progreso, 1858)

3. Emilio Castelar define la democracia

«No existe sólo la ley de las sociedades y del individuo, sino que existe
una serie de leyes fundamentales que corresponden a cada una de las facul-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

tades humanas; la voluntad que se expresa en el sufragio universal; la con-


ciencia, en el jurado; la razón, por las universidades, y todas las grandes
asociaciones humanas se han de organizar en estos dos principios de liber-
tad y de igualdad, los cuales se resumen en estos otros sublimes, que deben
coronar todo el edificio social en el principio de justicia. He aquí toda la
escuela democrática.»

(Emilio Castelar, Discurso a favor de la forma republicana de gobierno,


Diario de Sesiones del Congreso, 20-V-1869)

4. Emilio Castelar defiende la libertad religiosa

«Y, sin embargo, la conciencia humana ha concluido para siempre el


dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El Estado no tiene re-
ligión; no la puede tener, no la debe tener. El Estado no confiesa, el Estado
no comulga, el Estado no se muere. Yo quiero que el señor Manterola tuvie-
se la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va estar el día del
Juicio el alma del Estado que se llama España.»

(Emilio Castelar, Diario de Sesiones del Congreso, 12-IV-1869)

5. Emilio Castelar defiende la República como alternativa a la Monarquía

«La República es una forma de gobierno saludable, porque impide a un


solo hombre, a una sola familia, convertir en ley sus caprichos y arrastrar
una sociedad entera en el torbellino de las pasiones, dejando al individuo,
al municipio, a la provincia, que se gobiernen dentro de sus propios dere-
chos, y reduciendo el poder central en sus facultades hasta el punto de deri-
varlo del pueblo, tenerlo sujeto al pueblo, y renovarlo en breve plazo para la
voluntad del pueblo.»

(Emilio Castelar, «Manifestación republicana», en La Igualdad, 30-XI-1868)

6. Pi y Margall define el modelo federal

«Queremos la autonomía de las provincias todas, y a todas con la liber-


tad para organizarse como lo aconsejan la razón y sus especiales condicio-
nes de vida. Somos federales precisamente porque entendemos que las di-
versas condiciones de vida de cada provincia exigen no la uniformidad, sino
la variedad de las instituciones (…) Diversidad de condiciones de vida exige
LOS DEMÓCRATAS

en los pueblos diversidad de leyes, por no partir de este principio el régimen


unitario es en España, como en todas partes, perturbador y tiránico.»

(Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades, 1876)

7. Pi y Margall define la nación

«¿Qué es al fin un pueblo? Un conjunto de familias. ¿Qué es la provin-


cia? Un conjunto de pueblos. ¿Qué es la nación? Un conjunto de provincias.
Ha formado y sostiene principalmente estos tres grupos, la comunidad de
intereses ya materiales, ya morales, ya sociales, ya políticos. Los intereses
del municipio mantienen reunidos a los individuos, la de la provincia a los
pueblos; los de la nación a la provincia.»

(Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades, 1876)

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Obras de Emilio Castelar

La fórmula del progreso. Madrid, 1858.


Discursos políticos. Comunidad de Madrid, 1999.

Obras de Francisco Pi y Margall

La Reacción y la Revolución. Madrid, 1854.


Las Nacionalidades. Madrid, 1876.
Pensamiento social. Ciencia Nueva. Madrid, 1968.


TEMA 8
LA RESTAURACIÓN

Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN

El advenimiento del régimen de la Restauración supuso el triunfo fi-


nal del orden conservador-liberal, si se quiere «doctrinario», sobre el pro-
yecto liberal-democrático que se intentó llevar a cabo a lo largo del deno-
minado «Sexenio Revolucionario», primero con la Monarquía de Amadeo I
y luego con la efímera I República. Igualmente, fue un triunfo del libera-
lismo sobre el tradicionalismo carlista y sobre los intentos de retorno al
orden moderado de 1845. En ese sentido, el régimen de la Restauración ha
sido considerado, según el prisma ideológico del historiador, como el más
estable y duradero de la España contemporánea —más de medio siglo— o
como un sistema farsante de una España «oficial» divorciada de la «real»
e incapaz de modernizarse. La primera interpretación destaca su carácter
«civilista» y liberal e igualmente los progresos experimentados por la so-
ciedad española bajo su égida. Frente a esa opinión, la segunda de las in-
terpretaciones destaca sus aspectos negativos: denuncia el autoritarismo,
el sistema oligárquico de partidos «turnantes», el caciquismo, la corrup-
ción del sistema electoral, la falta de representatividad popular del Estado
y la incapacidad de llevar a cabo las reformas sociales y políticas y una
real estabilidad del sistema.
Ni que decir tiene que ambas interpretaciones contienen importantes
dosis de verosimilitud; pero ninguna de las dos resulta, a nuestro modo de
ver, enteramente válidas. No obstante, es preciso señalar que el régimen de
la Restauración supuso respecto a las prácticas políticas cotidianas de la
España isabelina, una nueva cultura de gobierno para las fuerzas conserva-
doras. A lo largo de la Restauración, se valoraron más los elementos de con-
senso en la vida política y existió una mayor sensibilidad hacia lo moderno.
Sin embargo, la Restauración fue igualmente el reflejo de la debilidad del
liberalismo en la sociedad española. La hegemonía intelectual de los secto-
res conservadores, sobre todo de la Iglesia católica, fue una de las caracte-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

rísticas esenciales de este período. El conservadurismo liberal terminó ce-


rrando las puertas a la integración de nuevas fuerzas sociales, políticas e
intelectuales. La inicial conciliación canovista de las distintas familias polí-
ticas liberales, válida, quizás inevitable en 1876, fue una cosa; y otra muy
diferente su extensión, por así decirlo, a lo largo de casi cincuenta años.

1. ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO: EL LIBERALISMO


ECLÉCTICO

Nacido en Málaga en 1828, Antonio Cánovas del Castillo se distinguió,


desde edad muy temprana, por una profunda vocación intelectual y políti-
ca. A los veinte años, publicó una novela histórica, La campana de Huesca, y
poco después acometió una obra, no de investigación, sino de interpreta-
ción histórica, Historia de la decadencia de España, de cuyo contenido se
arrepintió posteriormente; pero nunca renunció a una visión muy pesimista
de la historia de España. Cánovas inició su carrera política en el sector «pu-
ritano» del Partido Moderado; y fue el redactor del célebre Manifiesto de
Manzanares, origen de la Unión Liberal. En ese sentido, y pese a sus cam-
bios de perspectiva ideológica, existió una profunda continuidad en su tra-
yectoria política. Siempre consideró que la consolidación del Estado liberal
pasaba por la reconciliación efectiva entre las diversas familias liberales.
Doctrinalmente, Cánovas no se sintió influido por el krausismo; y, en
general, estuvo de acuerdo con los críticos católicos. Krausismo equivalía a
«panteísmo». Su interés estuvo centrado en las aportaciones de los liberales
doctrinarios —François Guizot, en particular—; al igual que en la obra de
Edmundo Burke, cuyas Reflexiones sobre la Revolución en Francia, conside-
raba un monumento de sabiduría política. De igual forma, se identificó con
los planteamientos de los moderados «puritanos» como Nicomedes Pastor
Díaz, Pacheco y de ilustrados como Jovellanos. Sus relaciones intelectuales
con los tradicionalistas españoles y franceses, como Balmes, Donoso o
Joseph de Maistre, fueron ambiguas; críticas y asuntivas, a la vez. Tampoco
fue inmune a la influencia de la filosofía neoescolástica que el Padre
Zaferino González se encargó de difundir en España.
Culto y con vocación intelectual, Cánovas careció, en el fondo, de origi-
nalidad teórica y de sistematismo. Su idea de socialismo, influida por Pastor
LA RESTAURACIÓN

Díaz, fue muy vaga; y desconoció a Karl Marx. No existen huellas en su


pensamiento del positivismo de Augusto Comte, ni del idealismo de Hegel.
La base filosófica del político malagueño fue mínima y muy tradicional.
Ante todo fue un ecléctico y un pragmático.
Su proyecto político se inscribe en la percepción de la crisis y disfuncio-
nalidad del liberalismo democrático en el contexto de una sociedad como la
española y en los problemas suscitados por la consolidación del régimen li-
beral. Su objetivo fue la disolución del potencial subversivo de la articula-
ción entre liberalismo y democracia, reafirmando la centralidad del libera-
lismo, concebido, ante todo, como defensa del derecho de propiedad, y en
oposición al componente democrático que se apoya en la igualdad de dere-
chos y en la soberanía popular. A ese respecto, puede hablarse en Cánovas
de un intento consciente de «conservadurización» del liberalismo; y esta es
la razón de que el político malagueño recurra a un conjunto de temas del
tradicionalismo ideológico, del conservadurismo liberal y de la neoescolás-
tica a la hora de legitimar la desigualdad social y política.
Fiel heredero de la tradición conservadora-liberal, el proyecto canovista
admitía de modo pragmático aquellas transformaciones políticas y sociales
que parecían ya irreversibles; pero intentaba conservar, al mismo tiempo,
determinadas concepciones e instituciones tradicionales. A partir de ahí,
Cánovas recurre a la teología, si bien desde una perspectiva más seculariza-
da que la de los tradicionalistas, en cuyo marco conceptual podía darse so-
lución a la problemática fundamental de la justificación del orden social,
mediante el recurso a la fundamentación divina. Como tradicionalistas y
neoescolásticos, Cánovas sometió a una dura crítica los supuestos del posi-
tivismo y del krausismo, filosofías ambas inmanentistas y materialistas,
propugnando como alternativa el «espiritualismo católico», en el que veía
no sólo el más sólido fundamento de las ciencias sociales, sino de la misma
sociedad, que sólo podía alcanzar auténtica legitimidad en «las altas regio-
nes de la Metafísica y de la Teodicea».
De acuerdo con esta perspectiva, existe en Cánovas una valoración pro-
fundamente negativa de las consecuencias sociales y políticas del proceso
de secularización, en la que veía una de las causas profundas, quizás la
fundamental, de los progresos del socialismo entre las clases trabajadoras.
Consecuentemente, está presente en Cánovas una concepción providencia-
lista de la historia. Dios es autor del organismo social y de «los destinos
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

peculiares de la humana especie». Lo fundamental del providencialismo


eran sus consecuencias políticas, al implicar una visión restringida de la
vida social y política. De ahí su insistencia en que sólo podemos aspirar a
transacciones —se transige con los males menores, para evitar los mayo-
res—; y sus críticas al igualitarismo, consecuencia y desarrollo, desde la
Ilustración a la Revolución francesa, del deletéreo «espíritu moderno». Sin
embargo, este providencialismo no implicaba una negación estricta de la
libertad humana ni del progreso. La suya no era una concepción catastro-
fista que en cada avance vive dramáticamente el contraste entre la imposi-
bilidad y del deseo de regreso; era una concepción pragmática que conside-
raba la historia como un proceso que se desarrolla de manera continua a
través de la inserción de lo nuevo en lo viejo, derivado de una evolución y no
producto de metas o intenciones. Su mismo concepto de Restauración tenía
que ver con ello. Cánovas no buscaba un retorno al pasado sin más, sino un
nuevo equilibrio entre las nuevas y viejas realidades políticas y sociales:
«(…) continuamos —dirá— lo que no podemos por menos que continuar,
que es la historia de España».
Sobre la base del derecho natural católico, Cánovas justificó el capitalis-
mo y la libre concurrencia. La propiedad privada era un derecho natural,
un derecho absoluto y exclusivo del individuo anterior al Estado. La socie-
dad civil se constituye como perfeccionamiento de las diferencias reales en
el orden de la posesión; en definitiva, la propiedad es «a modo de raíz de esa
planta magnífica que apellidamos civilización». Cánovas daba prioridad a
la propiedad inmueble sobre la industrial, porque era la garantía de la con-
tinuidad social, ya que era capaz de establecer una relación armónica entre
los poseedores y la propiedad, al conferir al propietario los derechos y pri-
vilegios que la dan su posición en la sociedad, en tanto que no se da por
compra, sino por herencia; y que «prolonga más allá del sepulcro la familia,
y en la familia la patria, y en la patria el orden social por entero».
La propiedad privada tenía por fundamento la existencia de capacidades
diferentes entre los hombres. Fue característico de Cánovas, en ese sentido,
el recurso a la naturaleza como realidad inmutable a la hora de explicar y
legitimar las desigualdades sociales. Estas desigualdades procedían de Dios
y las minorías inteligentes «gobernarán siempre el mundo, en una forma u
otra». La propiedad privada no sólo simboliza una relación de poder social,
sino también una relación de poder político. Si una persona tiene derecho a
la propiedad es porque la ley le protege; y, por lo tanto, depende, en última
LA RESTAURACIÓN

instancia, de las instituciones políticas, aunque éstas últimas dependan, a su


vez, de la compenetración con las estructuras sociales. Aquí se dan los rasgos
característicos de la concepción realista que siempre caracterizó a Cánovas.
Pese a su permanente recurso a la metafísica, la esfera de la política fue, para
él, la esfera donde se desarrollan las relaciones de poder y dominación, rela-
ciones marcadas por la lucha incesante entre individuos, grupos y clases so-
ciales en torno a la propiedad. Por ello, el concepto de legitimidad que subya-
ce en sus escritos es de claro signo pragmático. El requisito funcional
prioritario a partir del cual debía juzgarse la viabilidad o la legitimidad de
cualquier sistema político era su capacidad de defensa del orden social con-
creto: «(…) quien alcance a defender la propiedad ese tendrá aquí y en todas
partes, aún cuando nos opusiéramos, la verdadera legitimidad».

De esta concepción de la sociedad y de tal fundamento material se de-


duce el concepto de Estado y la fórmula nacional defendida por Cánovas.
En el contexto de una sociedad individualista y competitiva, el ejercicio de
la libertad era solo posible en un Estado fuerte. Con su habitual realismo,
Cánovas percibió claramente que el individualismo liberal necesitaba recu-
rrir permanentemente a la autoridad del Estado. El resultado del libre jue-
go de las fuerzas sociales y económicas no producía armonía entre los in-
dividuos y las clases, sino desigualdad y perturbaciones. En tales
condiciones, resultaba necesario configurar un Estado capaz de hacer
frente a la conflictividad social. En ese sentido, el Estado es para Cánovas,
aunque luego como veremos evolucionó en sus concepciones sociales, una
instancia política comisionada de forma prácticamente exclusiva para la
defensa del orden social en general y de la propiedad privada en particular.
Pero, a juicio de Cánovas, el Estado no es verdaderamente fuerte y podero-
so si no resulta ser una «gran creación de los siglos». El Estado canovista
es producto y servidor de la nación; no su creador. De ahí su concepto de
nación. En principio, Cánovas partía de la diversidad de ambientes geográ-
ficos y culturales; y veía en ellos una razón para mantener la diversidad de
las leyes y de las agrupaciones humanas. El espíritu de los individuos no es
una tabula rasa; se encuentra informado gracias a las tradiciones a las que
pertenece; y los propios pueblos se comportan de acuerdo con su historia:
«Joseph de Maistre tuvo razón al decir que basta que un Constitución pue-
da aplicarse a distintos pueblos para saber que a ninguno conviene». Por
ello, rechazó el planteamiento voluntarista del hecho nacional, que identifi-
có con las ideas defendidas por Ernest Renan en su conocida conferencia
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

¿Qué es una nación? Las naciones sobre «obra de Dios» o de «la naturale-
za»; y, en consecuencia, unidas por principios anteriores y superiores a
cualquier pacto social expreso; son producto de un largo proceso de agru-
pación y de formación,
«... fábricas lentas y sucesivas de la historia, nacen de una aglomeración
arbitraria o violenta, la cual poco a poco se va solidificando y hasta fundien-
do al calor del orden, de la disciplina, de los hábitos correlativos de obe-
diencia y mando, que el tiempo hace instintivas, espontáneos, como natu-
rales…»

En consecuencia, la existencia de una nación no se encuentra vinculada


a la voluntad de sus habitantes, sino que goza de una superpersonalidad,
que no se crea ni se destruye por la voluntad de sus miembros. Cánovas
acepta el concepto de voluntad nacional, pero no se trata de la voluntad de
los individuos, sino de la tradición histórica. Como creación de los siglos, la
nación tiene su propio desarrollo; y éste se configura en torno a la denomi-
nada «constitución interna» o «histórica», es decir, la fórmula política acu-
ñada por la nación a lo largo de su historia, y que, en España, se define de
acuerdo con el dogma doctrinario por la unión permanente de la Corona y
las Cortes. Corona y Cortes no son, sin embargo, términos equivalentes. La
Corona no es una simple fórmula de gobierno; es la médula misma del
Estado español, que representa, por sí misma, una legitimidad histórica
que se encuentra por encima de las determinaciones legislativas. Pero en la
valoración canovista de la Monarquía entran no sólo argumentos de carác-
ter historicista. Para Cánovas, la debilidad del liberalismo español, al no
surgir espontáneamente de la sociedad, necesita del apoyo y de la tutela de
las instituciones tradicionales. Y es que, por otra parte, dada la fragmenta-
ción nacional y social, la Monarquía venía a ser el «único vínculo de uni-
dad». Como liberal, su ideal era el de una Estado centralista unido por un
sentimiento nacional común sin territorios dotados de instituciones políti-
cas privativas y donde ele eje de la soberanía fuesen la Cortes con el Rey. A
juicio de Cánovas, la centralización había supuesto la «civilización y la li-
bertad».
Además, la Monarquía venía a sancionar y a defender el principio de
propiedad privada y su continuidad social. La idea de trasmisión heredita-
ria del poder era uno de los principales momentos que ligaba la familia al
orden social y estatal. La imagen de la Monarquía era, pues, la imagen ori-
LA RESTAURACIÓN

ginaria del dominio social y político de la propiedad, «su desenvolvimiento


histórico». De la misma forma, Cánovas vio en la Monarquía el instrumento
más eficaz para estabilizar definitivamente el régimen liberal en España,
poniendo fin a la preponderancia militar, mediante la figura del «Rey solda-
do», en cuya configuración influyó el modelo prusiano.
En contraste, la República aparecía, en la formulación canovista, como
una forma de gobierno esencialmente revolucionaria y anárquica, que re-
presentaba «la utopía religiosa», es decir, el ateísmo; lo mismo que la utopía
«política» y «económica», es decir, la igualdad.
Por otra parte, Cánovas juzgó esencial para su proyecto político la alian-
za con la Iglesia católica. Religión y política eran dos caras de la misma
moneda. Cánovas contempló a la religión como instrumentum regni. La re-
ligión y la Iglesia católica podían garantizar un consenso tácito de amplias
capas de la población al sistema político y social. En el fondo, para él, la
religión era la única forma de educación directa del hombre carente de ilus-
tración y de propiedad, socializándolo a través de la comunicación autorita-
ria de dogmas y prejuicios, convirtiéndose, por lo tanto, en la antítesis de la
revolución y del socialismo.
A lo largo de toda su vida política, Cánovas se mostró como un enemigo
encarnizado de la democracia y del sufragio universal, a los que interpreta-
ba como antesala de la revolución y del socialismo, al otorgar potestad deci-
soria a las masas desprovistas de propiedad. Fue siempre defensor del voto
censitario, basado en criterios de propiedad e ilustración.
A nivel de la política cotidiana, el método canovista era la transacción, el
encuentro en el punto medio; no la aplicación estricta de unas tesis progra-
máticas. La política era, a su juicio, «el arte de realizar en cada momento
histórico aquella porción del ideal del hombre que taxativamente permiten
las circunstancias».
Una vez conseguido el poder, tras el pronunciamiento del general
Martínez Campos en Sagunto, Cánovas gobernó, durante el proceso de
asentamiento del nuevo régimen, hasta 1877, con medidas de excepción; fue
la denominada «dictadura de Cánovas», en la que se aplicó la represión y el
control de las libertades públicas y de prensa, aunque con criterios muy se-
lectivos. Creó, además, su propio partido político, el Liberal-Conservador.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

De inmediato, Cánovas intentó integrar a la Iglesia católica en el régimen.


Con ese objetivo, procedió a cambios legales, como el de la diferenciación
entre hijos legítimos e ilegítimos, el restablecimiento del matrimonio canóni-
co, la devolución de archivos, bibliotecas, etc., a los cabildos y corporaciones
religiosas, y de las propiedades del clero existentes en poder del Estado, ex-
ceptuadas la permutación consensuada con la Santa Sede. Se dispuso, ade-
más, que fuesen castigados con suspensión los diarios que insertasen insul-
tos contra la Iglesia o la religión católica. La medida más polémica fue la
expulsión de la Universidad de los catedráticos krausistas, cuya presencia en
los claustros había sido tan criticada por los sectores católicos. Se decretó la
fidelidad de toda enseñanza, incluso científica, al dogma católico; y se prohi-
bió que en cualquiera de las explicaciones hubiera afirmaciones contrarias a
los principios católicos. La expulsión de los catedráticos krausistas llevó a la
fundación de la Institución Libre de Enseñanza, pronto convertida en autén-
tica bête noire de las fuerzas católicas. En gran medida, los objetivos de
Cánovas de cumplieron. El Vaticano reconoció al nuevo régimen.
De la misma forma, logró neutralizar al carlismo, todavía en guerra, a
los tradicionalistas y a los moderados históricos partidarios del retorno de
Isabel II al trono. A los carlistas no sólo los derrotó en el campo de batalla,
sino políticamente con la atracción del clero y de la figura de Ramón
Cabrera al campo alfonsino. Tras el final de la guerra carlista, se abolió el
régimen foral en las provincias vasconavarras. No obstante, Cánovas ins-
tauró, como contrapartida, el sistema de concierto económico.
Otra de las tácticas seguida por Cánovas para afianzar el régimen por la
derecha fue la del ennoblecimiento de las elites militares, empresariales e
intelectuales. De hecho, durante la Restauración, se produjo una auténtica
edad de oro para la nobleza, que adquirió un nuevo volumen y protagonis-
mo social.
Consolidada la situación política, Cánovas convocó, tras unas elecciones
por sufragio universal necesariamente fraudulentas, una comisión de nota-
bles encargada de redactar las bases de una nueva Constitución. La
Monarquía no fue sometida a discusión; era el gobierno «natural», la «cons-
titución interna» de España; y, en consecuencia, no había lugar a deliberar.
El principal objeto de discusión fue el artículo 11, donde se postulaba la to-
lerancia de cultos, y no la unidad católica. Una tolerancia ciertamente muy
restrictiva; pero que levantó oleadas de indignación en la Santa sede, en la
LA RESTAURACIÓN

nunciatura, en la aristocracia, en los moderados históricos y en los tradicio-


nalistas. Cánovas, con apoyo de Alfonso XII, se enfrentó a esta ofensiva. Su
tesis era fundamentalmente pragmática, señalando que en la inmensa ma-
yoría de los países europeos se practicaba «si no la libertad absoluta, la to-
lerancia religiosa, por lo menos». En ese sentido, la intolerancia total era
incompatible con el mundo moderno. Finalmente, y tras no pocas discusio-
nes, el artículo 11 aprobó la confesionalidad católica del Estado, estable-
ciendo, a continuación, la tolerancia religiosa «salvo en el respeto debido a
la moral cristiana» y no permitiendo «otras ceremonias, ni manifestaciones
públicas que las de la religión del Estado». Todo lo cual, sobre todo con res-
pecto a la situación inaugurada a partir de 1868, supuso un claro triunfo
del catolicismo. A partir de ese artículo, el Estado no se inhibía de la cues-
tión religiosa; se colocaba al lado del catolicismo; le apoyaba y se dejaba
apoyar por él. No reconocía la libertad de cultos; se prometían tolerancias.
El «error» era lo que la Iglesia católica consideraba tal. Sólo que, frente a la
intolerancia preconizada por la jerarquía católica, tradicionalistas y mode-
rados históricos, el Estado, en tanto que liberal, decía garantizar un míni-
mo de privacidad donde el «error» debía ser tratado con ciertos límites.
El resto de los artículos se aprobó prácticamente sin debate. La
Constitución de 1876 siguió los postulados doctrinarios de soberanía com-
partida entre el Rey y las Cortes. Aumentaron los poderes del Monarca: el
Rey podía convocar, suspender y cerrar las Cortes; nombrar y separar libre-
mente a los ministros. Disponía, además, del mando supremo del Ejército y
la Armada; lo cual se consideraba vital tanto para evitar nuevos pronuncia-
mientos militares y de partido como para defender de forma más coherente
el orden social y político. Sin embargo, ello iba a tener como consecuencia
una importante autonomía del poder militar sobre el civil. Las relaciones
del Ejército con la Corona no pasaron, sobre todo a lo largo del reinado de
Alfonso XIII, por el tamiz del Parlamento. Y, de hecho, el militarismo no
desapareció durante la Restauración; simplemente, adoptó nuevas formas y
nuevos contenidos; en particular, la militarización de importantes parcelas
de la Administración. Las Cortes, formadas por el Congreso y el Senado,
eran copartícipes con el Rey en la soberanía nacional. El Congreso estaba
compuesto por representantes elegidos, en un primer momento por voto
censitario; y luego, a partir de 1890, por sufragio universal masculino. El
Senado se configuró como feudo de la aristocracia, de los poderes tradicio-
nales —Ejército e Iglesia— y de las élites sociales y políticas.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Pronto salieron a la luz las críticas de los grupos liberales y krausistas


fuera del sistema restaurador, al que denominaban despectivamente
«Monarquía doctrinaria». Así, Gumersindo de Azcárate estimaba que la
construcción política de Cánovas dejaba «vivo en el fondo lo esencial del
antiguo régimen». Otro krausista, Francisco Giner de los Ríos, acusó per-
manentemente al doctrinarismo canovista de carencia de sistema, de estar
«vacío de contenido», convirtiéndose en mero oportunismo político, al ser-
vicio de las oligarquías reaccionarias.
Sin embargo, Cánovas tuvo, como veremos, el suficiente talento político
para propiciar el acuerdo con algunos sectores políticos provenientes de la
Septembrina, de cara a la consolidación del régimen. Cánovas era admira-
dor del modelo bipartidista británico. Dos grandes partidos coincidentes en
lo esencial; y que, en consecuencia, fueran capaces de alternar en el poder
mediante un pacto previo. Ambos partidos debían ser, según Cánovas, «dos
aspectos del mismo organismo, dos fuerzas que indistintamente sean em-
pleadas por la Corona según las circunstancias». A ese respecto, Cánovas
distinguió entre partidos legales e ilegales, dinásticos y antidinásticos. Los
primeros eran los que aceptaban la Monarquía de Alfonso XII y los princi-
pios de la «constitución interna»; los segundos, aquellos que no aceptaban
aquellas condiciones. Quedaban, así, fuera de la legalidad de la Restauración
republicanos, carlistas y partidos obreros, anarquistas y socialistas.
Cánovas evolucionó en sus planteamientos económicos y sociales. De
ello fue muestra el proteccionismo que adoptó y su polémica política arance-
laria. En un principio, negó que el liberalismo implicara el librecambio. En
el fondo, el proteccionismo era la consecuencia natural y lógica de su con-
cepción del hecho nacional. Cánovas consideraba el cosmopolitismo como
una doctrina artificial y falsa; tampoco creía en las confederaciones supra-
nacionales. Por ello, definió igualmente a la nación en términos económicos
como «una vasta sociedad agrícola y mercantil, y hasta una sociedad coope-
rativa». Desde tal perspectiva, el librecambismo era «una doctrina irracio-
nal y atentatoria ante todo y sobre todo del principio de las naciones inde-
pendientes». Frente al librecambismo se imponía, en consecuencia, en las
naciones pobres la cooperación entre los distintos sectores sociales para de-
fender la independencia nacional, constituyendo mercados nacionales.
Otro desafío ideológico vino de la nueva doctrina social de la Iglesia pro-
pugnada por León XIII en la encíclica Rerum novarum. A partir de la pro-
LA RESTAURACIÓN

mulgación de la encíclica e igualmente de la política social propugnada por


el canciller alemán Otto von Bismarck, teorizada, entre otros, por Lorenz
von Stein, Cánovas no dudó en someter a crítica su anterior individualismo
económico. A la altura de 1890, Cánovas rechazó la doctrina del laissez fai-
re y propugnó la necesidad de un «eclecticismo práctico sediento de conci-
liación y de paz». El sentimiento de caridad y de resignación cristiana no
eran ya suficientes. Era más ventajoso «el concierto entre patronos y obre-
ros, con o sin intervención del Estado, pero llegando éste siempre que haga
falta». Los conservadores presentaron en 1891 y 1892 sendos proyectos de
ley sobre descanso dominical y condiciones de trabajo de mujeres y niños,
que no lograron suficiente consenso parlamentario.

2. LA UNIÓN CATÓLICA: UN INTENTO DE TRADICIONALISMO


ALFONSINO

A lo largo del primer período de la Restauración, se pusieron de mani-


fiesto las divisiones del carlismo en torno a la política a seguir en el nuevo
régimen, tras la derrota militar. Unos eran partidarios del retraimiento po-
lítico; otros de la preparación de un nuevo alzamiento militar. Existió, sin
embargo, un sector de la derecha antiliberal, no proveniente del carlismo,
sino de las diversas facciones neocatólicas, dispuesto a la transacción con la
legalidad alfonsina. Fue el grupo de la llamada Unión Católica, dirigido por
Alejandro Pidal y Mon.

Miembro de una acaudalada familia de tradición moderada, Pidal y


Mon había nacido en Madrid en 1846. Cursó estudios de Derecho en la
Universidad Central y se sintió atraído por la filosofía de Santo Tomás de
Aquino. Sus ideas políticas y filosóficas son inseparables de la restauración
tomista propugnada por la Iglesia católica a partir del Concilio Vaticano I y
la encíclica Aeternis Patris, de 1879. Su maestro por antonomasia fue el
Padre Zaferino González y Díaz-Tuñón, en quien Pidal veía al sucesor de
Balmes y Donoso Cortés en el campo de la apologética católica. Y tuvo oca-
sión de recibir sus lecciones en el madrileño convento de la Pasión, al lado
de Ortí y Lara y de Eduardo Hinojosa.

La neoescolástica ocupó el puesto del tradicionalismo, en tanto que


filosofía católica. La Santa Sede condenó el tradicionalismo en sus enun-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ciados de carácter dogmático —revelación primitiva, denuncia de la razón


natural, etc.—; pero aceptó, de hecho, la teoría tradicionalista del Estado
y de la sociedad, sobre todo en la autocomprensión práctica de la autori-
dad eclesiástica. La doctrina tradicionalista de la soberanía fue asumida,
a través de la concepción práctica del primado y la infalibilidad del Papa.
Pidal ofreció a la Restauración esa filosofía legitimadora. La neoesco-
lástica establecía la razón soberana de Dios y los límites de la razón huma-
na, mediante la restauración de la metafísica. De esta forma, se superaba, a
nivel especulativo, la crisis inaugurada por el racionalismo, cuyo principal
efecto social y político era la secularización de las sociedades. La metafísica
ofrecía la imagen de un mundo acabado y perfecto, sin contradicciones,
como producto de la voluntad suprema de Dios. Igualmente, Pidal se mos-
tró acerbo crítico del krausismo, en cuya entraña veía un «panteísmo socia-
lista», que había nacido para dar legitimidad a la revolución.
Pidal fue, en un primer momento, uno de los críticos más acerados, desde
la derecha, de Cánovas y su proyecto político. Consideró la Constitución
de 1876 contaminada de liberalismo, sobre todo por su abandono del princi-
pio de unidad católica; y defendió la restauración del texto constitucional
de 1845. El político católico fue consciente, sin embargo, de la estabilidad
conseguida por el orden canovista y, no sin reticencias, fue adaptándose a la
nueva situación, con todas sus consecuencias. Pidal fue un posibilista de de-
recha, a medio camino entre el tradicionalismo carlista y el conservadurismo
liberal de Cánovas. Sin viabilidad, por el momento, su «tesis» de la unidad
católica, no vio otra posibilidad que aceptar la «hipótesis», tal y como la veía
Cánovas; y confiar al tiempo y a nuevos esfuerzos la tarea de rehacer y revisar
el orden político surgido del pronunciamiento militar de Sagunto. «Querer lo
que se debe y hacer lo que se puede», tal fue la divisa de su acción política.
En ese sentido, su proyecto político fue una reedición del propugnado
por Balmes y el marqués de Viluma, es decir, la apertura al carlismo y la
extensión del frente político tradicional contra los liberales. En un princi-
pio, Pidal lanzó, desde el Parlamento, una llamada a «las honradas masas
carlistas», con el objetivo de formar un bloque político católico. El llama-
miento fue muy mal recibido por la dirección carlista, que acusó a Pidal de
pretender atraerse a sus bases para consolidar en el trono a Alfonso XII y,
de paso, al régimen liberal. Lo cual no impidió que los pidalianos y algunos
antiguos neocatólicos se reuniesen en enero de 1881, con el pretexto de feli-
LA RESTAURACIÓN

citar al obispo francés Freppel por sus campañas contra la legislación lai-
cista de la III República. A iniciativa de Pidal se redactó una carta de adhe-
sión al obispo en la que aparecían los nombres de importantes miembros de
la intelectualidad católica, junto a un buen número de aristócratas: Pidal,
Ortí y Lara, Galindo y Vera, Carbonero y Sol, Valentín Gómez, Damián
Isern, Sánchez de Toca, Marcelino Menéndez Pelayo, Eduardo Hinojosa, etc.
Los anatemas carlistas contra Pidal y sus partidarios no tardaron en
llegar; se les apellidó «mestizos», «apóstatas», «traidores» y, sobre todo, «li-
berales». Pese a ello, Pidal fue organizando la que vino a llamarse Unión
Católica, que, en sus comienzos, contó con el apoyo de un sector de la inte-
lectualidad católica y de la aristocracia, con el beneplácito de un influyente
sector de la jerarquía eclesiástica. Frente a sus críticos tradicionalistas,
Pidal presentó sus objetivos como meramente religiosos, «conservar y de-
fender su Fe y para ejercitarla en obras», «poner dique a la revolución anti-
católica y antisocial y para estrechar más y más los vínculos entre sí y sus
pastores los Reverendos Señores Obispos».
La nueva agrupación se decía heredera de las aspiraciones de los pontí-
fices Pío IX y León XIII, así como de los proyectos de Balmes y de Aparisi y
Guijarro. No tenía otro objetivo que la recatolización de la sociedad españo-
la, instaurando «el reinado social de Jesucristo».
Contra las disensiones de los católicos españoles, León XIII publicó,
en 1882, la encíclica Cum Multa, donde exhortaba a unir fuerzas. Pero ni
ésta ni las recomendaciones de los obispos hicieron posible el proyecto pi-
daliano, que en ningún momento pudo disfrutar del apoyo popular del car-
lismo. En vista de este fracaso, Pidal optó finalmente por integrarse en el
Partido Liberal-Conservador de Cánovas.
La importancia de la Unión Católica fue, ante todo, de orden intelectual.
Entre sus militantes, se encontraba Zeferino González, principal represen-
tante de la neoescolástica española, promovido por la Restauración al arzo-
bispado de Sevilla y Toledo; y luego al cardenalato. Fue autor de una serie
de obras interesantes como Historia de la Filosofía o La Biblia y la Ciencia,
de carácter apologético. El cardenal González no fue, al menos en el contex-
to español de la época, un reaccionario integral; y, de acuerdo con los pos-
tulados de la neoescolástica, sometió a fuerte crítica los puntos más radica-
les del tradicionalismo filosófico, en particular el fideísmo, el pesimismo y
la denuncia de la razón natural. Aunque muy crítico con los contenidos del
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

proyecto de la modernidad, consideraba imposible un retorno a la etapa


aristotélica, premoderna. Como Balmes, fue un ecléctico. Su programa po-
lítico consistía en la restauración de una «Monarquía templada», «muy lejos
de nuestras monarquías constitucionales en las que el rey reina pero no
gobierna»; y en la crítica a la economía política liberal, a la que oponía «la
economía política cristiana», centrada, no en el individuo, sino en el «bien-
estar moral de la comunidad».
Otros miembros de la Unión Católica fueron la novelista Emilia Pardo
Bazán, autora de Los pazos de Ulloa; el historiador del Derecho Eduardo
Hinojosa; el marqués de Vadillo, defensor del derecho natural y crítico de la
secularización. Y, sobre todo, el historiador Marcelino Menéndez Pelayo,
cuya figura y obra merece párrafo aparte.

3. EL HISTORICISMO TRADICIONALISTA DE MARCELINO


MENÉNDEZ PELAYO

Nacido en Santander en 1856, Marcelino Menéndez Pelayo fue el histo-


riador por antonomasia de la derecha española. Lo que Hipólito Taine y
Numa Denis Fustel de Coulanges fue para la derecha francesa lo fue
Menéndez Pelayo para el conjunto de la española.
Nacido en un ambiente de clase media tradicional, su formación intelec-
tual tuvo una clara impronta catalana. A lo largo de su etapa de estudio en
Barcelona, se impregnó del romanticismo conservador que caracterizó a
los ambientes universitarios catalanes. La llamada «generación floralista»
representada por Martí D´Eixalá, Milá i Fontanals y Llorens i Barba, fue la
más influeyente en la formación del historiador santanderino. A ello habría
que añadir la del neocatólico Gumersindo Laverde, muy interesado en el
estudio de la ciencia española. Llorens i Barba desarrolló la doctrina idea-
lista del Volkgeist, el espíritu del pueblo. Íntimamente ligada a esta perspec-
tiva filosófica se hallaba la impronta de pensadores tradicionalistas como
Jaime Balmes. Para Menéndez Pelayo, el filósofo catalán no sólo supuso un
poder intelectual alternativo al liberalismo, sino que expresó, en su opinión,
un proyecto político realista y digno de llevarse a la práctica en las circuns-
tancias españolas, como era el final de la excisión dinástica, mediante el
matrimonio de Isabel II con el conde de Montemolín y la consiguiente re-
conciliación entre isabelinos y carlistas. Aquel proyecto era «el único que
LA RESTAURACIÓN

hubiese atajado desastres sin cuento, dando acaso diverso giro a nuestra
historia». Igualmente expresó su deuda intelectual con José María Cuadrado,
Joseph de Maistre y Edmundo Burke.
Menéndez Pelayo se dio a conocer con la célebre polémica de la ciencia
española, que fue algo más que una mera digresión sobre el saber filosófico
y científico de la España antigua. Se trató, en el fondo, de una polémica so-
bre la historia de España y el papel del catolicismo en su desarrollo cultural.
La cuestión que se desató no fue tanto la existencia o inexistencia de la cien-
cia española como la definición de lo «lo» español y su necesario correlato,
la dirección intelectual y moral de la sociedad española. Frente al krausista
Gumersindo de Azcárate y positivistas como Revilla, Menéndez Pelayo in-
tentó rebatir, con gran acopio de datos, la visión liberal-progresista de la
trayectoria histórica de España, según la cual el catolicismo —y en particu-
lar de la Inquisición— era la causa profunda de la decadencia del país y de
la inexistencia de filosofía y ciencia propiamente española. Por el contrario,
para el historiador santanderino había existido en España no sólo ciencia
empírica, sino tres escuelas filosóficas acordes con su «genio» nacional: el
lulismo (Ramó Llull), el vivismo (Juan Luis Vives) y el suarismo (Francisco
Suárez). A su entender, la decadencia española a nivel político, social, cientí-
fico y filosófico se produjo, por el contrario, a partir del siglo  XVIII con el
advenimiento de la Casa de Borbón y la Ilustración. No obstante, a lo largo
de la polémica, que se prolongó durante años, Menéndez Pelayo hubo de li-
diar igualmente con los neoescolásticos como el Padre Fonseca y su propio
jefe político Alejandro Pidal, que le acusaron de antitomista.
Su hábil y erudita intervención en la polémica le ganó el aprecio de las
elites políticas conservadoras y en particular de Cánovas del Castillo. Y,
gracias al apoyo de Pidal, logró acceder a la cátedra de Historia de la
Literatura en la Universidad Central, a pesar de su juventud. Posteriormente,
ingresó en la Real Academia Española, al igual que en la de Historia, Bellas
Artes y de Ciencias Morales y Políticas.
Tras su paso por la Unión Católica, ingresó, al lado de Pidal, en el Partido
Liberal-Conservador de Cánovas. Aunque nunca fue ideológicamente libe-
ral y mantuvo hasta el final su fidelidad a los planteamientos balmesianos,
Menéndez Pelayo consideró que sólo en el Partido Conservador se encontra-
ba «hoy la verdadera y genuina representación de los principios tradiciona-
les; sin exageraciones absurdas, fantásticas e imposibles». Como militante
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

conservador, llegó a ser diputado y senador por Palma de Mallorca y


Zaragoza; pero la política activa nunca le interesó. Sin embargo, en todo
momento fue consciente de la dimensión específicamente política del «sa-
ber» histórico. La historia, a su juicio, tenía por misión juzgar el pasado e
instruir para el porvenir: «No debe ser escrita con esa indiferencia que pre-
sume de imparcialidad».
Como ya señalamos, en Menéndez Pelayo la influencia del nacionalismo
cultural de Herder se complementa con el nacionalismo balmesiano. La in-
fluencia de Llorens i Barba impregnó al santanderino de la idea de la nación
como un conjunto orgánico dotado de un «espíritu» particular e incardinado
permanentemente en ella, a lo largo de su historia. El «espíritu del pueblo» se
identificaba con una tradición específica. Como defenderá en su Historia de
los heterodoxos españoles, el Volkgeist español era inseparable del catolicismo,
«el eje de nuestra cultura». Español equivalía a católico. La historia de España
se presenta, en esa obra, como una perpetua disputa entre ortodoxia y hetero-
doxia religiosa, que se va repitiendo en ciclos de ascenso y decadencia, según
sea la Iglesia católica quien dirija moral e intelectualmente a la sociedad espa-
ñola. El «genio» nacional se define por su componente latino y católico. La
unidad cultural española procedía de Roma; lo cual excluía la influencia ra-
cial y cultural de los germanos. Los visigodos se romanizaron pronto, bajo la
influencia de la Iglesia. La conversión de Recaredo al catolicismo dio origen a
la unidad nacional, como consecuencia de la unidad de creencias religiosas.
La caída del reino visigodo se debió a cuestiones de orden moral, como conse-
cuencia de la relajación de costumbres y el abandono progresivo del catolicis-
mo por parte de la minoría dirigente. Sin embargo, la continuidad del ideal
cristiano, como base de la Reconquista, era, a su juicio, evidente. Menéndez
Pelayo desdeñaba la influencia de árabes y judíos en la configuración del «ge-
nio» nacional. Precisamente, el «carácter» español se forjó en la lucha contra
ambos pueblos. Durante el período de la Reconquista, se fortaleció la unidad
religiosa y quedó consolidada en la lucha contra el Islam. Inspirada por la
Iglesia, la raza hispanolatina obtuvo la victoria final sobre los musulmanes en
el reinado de los Reyes Católicos. Menéndez Pelayo justificaba, en ese sentido,
la Inquisición con el argumento de que era el instrumento de la unidad religio-
sa, que tan sólo podía mantenerse mediante el control de las minorías de con-
versos, judíos, árabes, protestantes y alumbrados. A partir de ahí, Menéndez
Pelayo exalta la España de los Austrias, auténtica «Edad de oro», en la que los
españoles se convierten en «espada y brazo de Dios»; y donde todo se subordi-
LA RESTAURACIÓN

na a la expansión del catolicismo, sobre todo con el descubrimiento y conquis-


ta de América, y con la lucha contra el protestantismo en Europa.
La decadencia española fue producto de la modernidad. Se inicia como
consecuencia directa del abandono del ideal religioso por parte de las clases
dirigentes españolas desde el advenimiento de la Casa de Borbón y de sus
ministros ilustrados en el siglo XVIII. Siglo «afrancesado»; siglo de miseria y
relajamiento moral; siglo de despotismo administrativo, sin grandeza ni glo-
ria; siglo de impiedad vergonzante, como demostraba la expulsión de los je-
suitas; de paces desastrosas, bajo la hegemonía francesa; siglo de centraliza-
ción administrativa y de asfixia de las libertades municipales y forales. A
diferencia de la mayoría de los historiadores españoles del siglo XIX, Menéndez
Pelayo no fue castellanista. En su concepción, España era una unidad, sobre
todo por la fe, y luego por la historia y la geografía. No obstante, esa unidad
«orgánica» no excluía la diversidad regional. Su formación catalana le hizo
receptivo a los planteamientos regionalistas —no nacionalistas— que consi-
deraba acordes con la característica espontaneidad del «genio» nacional es-
pañol, «un gran elemento del progreso y quizá la única salvación de España».
La prueba de la superficialidad de la influencia ilustrada en la sociedad
española fue la significación de la guerra de la Independencia, auténtico
movimiento popular en defensa de la identidad católica y monárquica. Las
Cortes de Cádiz supusieron, en contraste, una auténtica traición al signifi-
cado profundo de la contienda, dando lugar a una Constitución «abstracta
e inaplicable». Al santanderino sólo le merecieron elogios Pedro de Inguanzo,
Alvarado, Vélez y los demás críticos tradicionales de la obra gaditana. El
posterior triunfo y desarrollo del liberalismo fue condenado sin paliativos
por Menéndez Pelayo. La desamortización, en concreto, fue, a su juicio, «un
inmenso latrocinio», «compra y venta de conciencias». Sin embargo, ello no
le llevó a justificar a Fernando VII ni a los carlistas. Seguidor como sabe-
mos de Jaime Balmes, Menéndez Pelayo interpretó las guerras carlistas
como guerras de religión; pero nunca se identificó con los partidarios de
Don Carlos, e incluso les acusó de ausencia de proyecto político; y es que la
cultura carlista «había llegado a tal extremo de penuria que en nada y para
nada recordaba a la gloriosa ciencia española de otras edades, ni podía as-
pirar por ningún título a ser continuadora suya».
Tampoco vio en el reinado de Isabel II más que un conjunto de errores
y desafueros, condenando tanto a los moderados como a los progresistas,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

a la Unión Liberal y a los demócratas. Sólo Balmes y, con salvedades,


Donoso Cortés, y luego los neocatólicos, representaban la genuina tradi-
ción nacional. La caída de Isabel II fue interpretada, por Menéndez Pelayo,
como una consecuencia no sólo del liberalismo, sino del reconocimiento
por parte de España el reino de Italia, que había acabado con el poder
temporal del Papa. El «Sexenio» resultó ser una auténtica galería de los
horrores, culminación política, social y religiosa del proceso extranjeri-
zante y demoledor que arrancaba de la Ilustración y del posterior desarro-
llo del liberalismo. El grueso de la culpa lo hacía recaer en los intelectua-
les krausistas. El antikrausismo de Menéndez Pelayo no tuvo límites; y era
heredero de las críticas de Balmes, Navarro Villoslada, Ortí y Lara,
Caminero, etc. Para el santanderino, el krausismo llegó a España por ca-
sualidad como consecuencia de la «lobreguez» intelectual de Sanz del Río.
Negaba asimismo la religiosidad de éstos, que no eran, en el fondo, otra
cosa que «ateos disfrazados».

Sin embargo, la Restauración no llegó a satisfacerle del todo, al menos


en un principio. Como Pidal, aspiraba a una restauración integral del cato-
licismo, según el proyecto de Balmes. El eclecticismo canovista y su capta-
ción de los liberales sagastinos, su aceptación de la tolerancia de cultos,
equivalían a una nueva ruptura de la tradición nacional.

4. CARLISMO E INTEGRISMO

La Unión Católica fue, en realidad, la única aportación del catolicismo


tradicional al régimen de la Restauración. El carlismo se mantuvo absolu-
tamente impermeable a las llamadas de Pidal y a los consejos de la jerar-
quía católica. Sin embargo, fue políticamente ineficaz; y ni tan siquiera
supo aprovechar para su causa la conmoción política provocada por la
muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885.

Además, el carlismo demostró nuevamente que era incapaz de mante-


nerse unido. Cándido Nocedal murió el 16 de junio de 1885. Y Carlos VII,
que, en un principio, había apoyado la táctica de retraimiento electoral pro-
pugnada por Ramón Nocedal, el hijo del fallecido líder, fue dando mayor
protagonismo a los partidarios de la participación política y reorganización
del movimiento. Finalmente, nombró su representante político a Francisco
LA RESTAURACIÓN

Navarro Villoslada. La escisión no tardó en llegar. En plena crisis, Nocedal


acusó a Carlos VII de no adecuar su actividad política a la legitimidad de
ejercicio, acusándole de «traidor» y de «liberal». El Duque de Madrid consu-
mó la expulsión de los disidentes en el Manifiesto de Loredán de 10 de junio
de  1888, al que Nocedal respondió con la vehemente Manifestación de
Burgos, de 25 de junio de 1889, donde se expuso detenidamente el proyecto
político del nuevo Partido Tradionalista o Integrista.
El Integrismo llevó hasta sus últimos supuestos el ideal teocrático, se-
gún el cual la sociedad el Estado debía estar subordinado a la Iglesia y no
tendría que existir la dicotomía entre poder político y poder religioso. Y se
apoyaba en los siguientes puntos; absoluto imperio de la fe católica «ínte-
gra», condena del liberalismo como «pecado»; negación de los «horrendos
delirios que con el nombre de libertad de conciencia, de cultos, de pensa-
miento y de imprenta abrieron las puertas a todas las herejías y a todos los
absurdos extranjeros»; descentralización regional y un cierto indiferentis-
mo en materia de formas de gobierno. En realidad, su modelo político ideal
era el régimen teocrático de Gabriel García Moreno en El Ecuador, que
duró desde 1861 a 1875.
El teórico más significativo del Integrismo, aparte del propio Ramón
Nocedal, fue el propagandista católico Félix Sardá y Salvany, director de la
influyente Revista Popular. Su obra El liberalismo es pecado —traducida a
ocho idiomas— data de 1885. Para Sardá y Salvany, liberalismo suponía,
ante todo, autonomía del individuo con respecto a los dogmas religiosos y a
la Revelación. Principios liberales eran, en ese sentido, «la soberanía absolu-
ta del individuo», «soberanía nacional», «soberanía de la sociedad», «secula-
rización», etc. Pero en Sardá y Salvany la crítica al liberalismo adquiría una
perspectiva materialista y, en el fondo, anticapitalista y antiburguesa, con la
denuncia de la desamortización como «inocuo despojo», base material del
liberalismo político. Así pues, para cualquier católico consecuente el libera-
lismo era sinónimo de «blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier
otra cosa de las que las que prohíbe la Ley de Dios y castiga su justicia».
La aparición del Integrismo contribuyó aún más a la división de los sec-
tores políticos de la derecha antiliberal. No pudo competir con el carlismo;
su incidencia electoral fue escasa; pero ejerció una indudable influencia so-
bre importantes sectores del clero católico.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

5. EL POSIBILISMO LIBERAL: SAGASTA

Como hemos tenido oportunidad de ver a lo largo de este capítulo, el


régimen de la Restauración nació escorado a la derecha. No obstante,
Cánovas del Castillo y los conservadores liberales estuvieron abiertos a la
transacción con algunos sectores políticos provenientes de la Septembrina,
de cara a la consolidación del sistema político. Los denominados «constitu-
cionales», partidarios del texto de 1869, nominalmente encabezados por el
general Serrano, pero bajo la dirección real de Práxedes Mateo Sagasta,
aceptaron el papel de oposición dentro del régimen. A partir de  1877,
Sagasta se declaró dispuesto a gobernar en el cuadro costitucional de la
Restauración. Y es que, tras la experiencia del Sexenio, los liberales más
pragmáticos y posibilistas habían llegado a la conclusión de que, antes de
haber alcanzado un nivel mínimo de prosperidad y de educación, el experi-
mento democrático-liberal podría ser peligroso. Sagasta supo encarnar
esta nueva actitud. Como señaló el historiador Jesús Pabón, con Sagasta
«el liberalismo de hoguera y antorcha había de transformarse en un libera-
lismo al baño maría». Sagasta acató el nuevo régimen, pero proclamando
su voluntad de convertirse en «el partido de gobierno más liberal dentro de
la Monarquía constitucional de Alfonso XII», al tiempo que afirmaba su
fidelidad a la Constitución de 1869: «Amantes sinceros de la libertad, y por
lo mismo amantes sinceros del orden; que no hay libertad sin orden ni or-
den sin libertad».

A diferencia de Cánovas del Castillo, Sagasta no fue un doctrinario, sino


un político pragmático. Nunca escribió un libro donde expresar de forma
abstracta su ideario. Su convicción profunda era que el liberalismo culmi-
naría, tarde o temprano, en la democracia. Y que los liberales debían parti-
cipar en el consenso político a condición de que hiciera suya paulatinamen-
te los contenidos de la Constitución de 1869.

Sagasta intentó llevar a cabo su programa durante el denominado


«Parlamento Largo», entre 1885 y 1890. En esos años, el líder liberal fraca-
só en su proyecto de «fusionar» el conjunto de los grupos liberales en una
organización disciplinada. No obstante, su gobierno consiguió un acuerdo
con el Vaticano, que permitió, aunque en condiciones muy restrictivas, el
matrimonio civil. Acabó con la esclavitud disfrazada de «patronato» en las
Antillas. Procedió a la codificación legislativa en el Código civil de 1889,
LA RESTAURACIÓN

que instauró la unidad de la ley en el conjunto del país, aunque respetó


también los ordenamientos forales de Navarra y el País Vasco. Estableció
el juicio por jurado, símbolo de la democratización de la justicia. Y legali-
zó las asociaciones, algo que abrió el camino a la participación en la vida
pública de los sindicatos de clase y de nuevos partidos políticos. Para re-
matar su labor, Sagasta consiguió que el Parlamento promulgara la res-
tauración del sufragio universal masculino. Sin embargo, esta ley terminó
aprobándose mediante un pacto tácito en el que las virtualidades demo-
cratizadoras quedaron muy mermadas. Los liberales sagastinos asumie-
ron, de hecho, la doctrina canovista sobre la soberanía; y, en el fondo, la
ampliación del derecho electoral fue para el gobierno un mero sufragio-
función, y no el reconocimiento de un derecho político que implicara la
soberanía popular.
De hecho, la corrupción electoral siguió siendo uno de los rasgos más
acusados del régimen. Y es que, bajo la fachada democrático-liberal, existía
una sociedad cuyas estructuras socioeconómicas adolecían de un profundo
atraso y un régimen político corrupto. Hechos que adquirieron un mayor
relieve a raíz del Desastre de 1898.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. La soberanía nacional según Cánovas del Castillo

«Yo no tengo que decir que para mí la soberanía nacional no es la volun-


tad de un número cualquiera de individuos, ni grandes ni pequeños, ni
unánimes, que la soberanía nacional, como su mismo nombre indica, es la
voluntad de la nación no es una reunión de hombres fortuitamente reuni-
das y aglomeradas en cualquier parte. La soberanía nacional es aquel esta-
do de la voluntad de la nación que nace de sí misma, que está, por lo tanto,
conforme a su propio espíritu; cuando la nación no se inspira en su propio
espíritu, sino que se lanza por otros caminos y sustituye a su vida histórica
los caprichos momentáneos de la pasión o de la aritmética, la nación no
ejecuta entonces, no puede hacer nunca en tales casos actos de verdadera
soberanía.»

(Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 17-I-1884)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

2. La propiedad según Cánovas del Castillo

«La propiedad, representación del principio de continuidad social; la


propiedad en que está representado el amor del padre al hijo y del amor del
hijo al nieto; la propiedad que desde el principio del mundo hasta ahora es
la verdadera fuente y verdadera base de la sociedad humana.»

(Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 6-XI-1871)

3. Corona y Cortes como fundamento de la soberanía nacional

«(…) invocando toda la historia de España creí entonces, creo ahora,


que deshechas como estaban por movimientos de fuerza sucesivos todas
nuestras constituciones escritas, a la luz de la historia y a la luz de la reali-
dad presente, sólo quedaban intactos en España dos principios: de una par-
te el principio monárquico, el principio hereditario, profesado profunda-
mente, sinceramente a mi juicio, por la inmensa mayoría de los españoles,
y de otra parte la institución secular de las Cortes.»

(Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 15-III-1876)

4. Defensa de la Monarquía constitucional

«(el rey) es el factor más importante del sistema constitucional, institu-


ción elevadísima con atribuciones propias, que exigen la propia iniciativa e
inspección continua, como que tiene el derecho y del deber de mantener el
concierto de los poderes públicos, imponiendo a todos el respeto a la
Constitución del Estado (…) yo no he sostenido nunca la teoría de que el rey
reina y no gobierna. Eso, que más bien una frase que una verdadera teoría,
eso no ha formado nunca parte de mi credo político (…) tengo al rey por
mucho más que un poder moderador.»

(Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 8-XI-1876)

5. Crítica del sufragio universal

«El sufragio universal será siempre una farsa, un engaño a las muche-
dumbres, llevado a cabo por la malicia o la violencia de los menos, de los
privilegiados de la herencia y el capital, con el nombre de clases directoras;
LA RESTAURACIÓN

será en estado libre, y obrando con plena independencia y conciencia, co-


munismo fatal e irreductible.»

[Antonio Cánovas del Castillo, «Pesimismo y optimismo» (1871),


en Problemas Contemporáneos. Madrid, 1884]

6. Función social de la religión

«Lo único de naturaleza moral que llega al hombre privado de toda ins-
trucción, lo único que fácilmente comprende cuando se lo transmiten los
propios padres oralmente, es el límite de la religión verdadera.»

(Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 8-IV-1869)

7. Defensa de la existencia de partidos políticos

«Los partidos políticos son instrumentos necesarios, absolutamente ne-


cesarios del progreso; y unas veces alabados, vituperados en otros, existen
en todas partes, y existirán donde quiera que haya vida pública. Ellos son la
variedad que dentro de la unidad realiza todas las cosas del espíritu y fe-
cundiza la materia en el mundo.»

(Antonio Cánovas del Castillo, Problemas contemporáneos. Madrid, 1884)

8. Valor político de la unidad católica según Menéndez Pelayo

«Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios;
sin juzgarnos todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramen-
to común; sin ser visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sen-
tirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la
plaza del municipio nativo; sin creer que ese mismo favor del cielo vierte el
tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él
establece en sus hermanos; y consagra en el óleo de la justicia la potestad
que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el círculo de la for-
taleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño;
¿qué pueblo habrá grande y fuerte?»

(Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1884)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

9. La heterodoxia crimen político

«(…) el crimen de heterodoxia tiene un doble carácter; como crimen


político que rompe la unidad y armonía del Estado; y ataca las bases socia-
les, estaba y está en los países católicos penado por las leyes civiles, más o
menos duras según los tiempos, pero en la penalidad no hay duda.»

(Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1884)

10. Los principios conservadores según Menéndez Pelayo

«El partido conservador es, o debe ser, la congregación de todos los


hombres de buena voluntad que no han renegado de su tradición y de su
casta y que sostienen y defienden la unidad del espíritu español y dentro de
él de la riquísima variedad de sus manifestaciones regionales; de los que en
vez de la unidad yerta y puramente administrativa sueñan con la unidad
orgánica y viva; de la producción nacional, hoy tan comprometida y vejada,
y de la fe en materias más altas opinan que la mayor pureza de creencias no
es de ningún modo incompatible con los únicos procedimientos de gobier-
no hoy posibles y con toda la racional libertad que puede tener una política
amplia, generosa, expansiva y verdaderamente española, única que puede
dar vida a una administración honrada.»

(Marcelino Menéndez Pelayo, Discurso al ser elegido diputado por Aragón, 1891)

11. Sardá y Salvany condena el liberalismo

«¿Qué es el liberalismo? En el orden de las ideas es un conjunto de ideas


falsas; en el orden de los hechos es un conjunto de hechos criminales, con-
secuencia práctica de aquellas ideas.

En el orden de las ideas, el liberalismo es el conjunto de lo que se lla-


man principios liberales, con las consecuencias lógicas que de ellos se deri-
van. Principios liberales son; la absoluta soberanía del individuo con entera
independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con ab-
soluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional,
es decir, del derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta inde-
pendencia de todo criterio que no sea el de la propia voluntad, expresada
por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de
pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en Religión; li-
bertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; liber-
LA RESTAURACIÓN

tad de asociación con iguales anchuras. Estos son los principios del libera-
lismo en su más crudo radicalismo.»

(Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, 1881)

12. La legitimidad teocrática según Ramón Nocedal

«Lo que digo es que el derecho divino consiste en no creer que la autori-
dad viene de las muchedumbres, ni de las Cortes, ni de los hombres, llá-
mense como se llamen, sino de Dios; consiste en no creer que la nación ni el
Estado es el origen de la autoridad ni la fuente primera del derecho, sino
que toda autoridad viene de Dios y que no es Estado católico el que no esté
subordinado en lo espiritual a la Iglesia.»

(Ramón Nocedal, DSC, 24-III-1892)

BIBLIOGRAFÍA

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Marcelino Menéndez Pelayo

La Ciencia Española. CSIC. Madrid, 1953.


Historia de los heterodoxos españoles. BQAC. Madrid, 1968.
Historia de las ideas estéticas. CSIC. Madrid, 1974.
Textos sobre España. Rialp. Madrid, 1964.

Alejandro Pidal y Mon

Discursos y artículos literarios. Madrid, 1887.


LA RESTAURACIÓN

De la metafísica contra el naturalismo. Real Academia de Ciencias Morales y


Políticas. Madrid, 1885.
Balmes y Donoso Cortés. Orígenes y causa del ultramontanismo. Madrid, 1887.

Zeferino González

Historia de la Filosofía. Madrid, 1887.


Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás. Madrid, 1887.
Estudios científicos, filosóficos y sociales. Madrid, 1873.

Los integristas

NOCEDAL, Ramón de, Obras. Madrid, 1907.


SARDÁ Y SALVANY, Félix, El liberalismo es pecado. Madrid, 1884.


TEMA 9
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Pedro Carlos González Cuevas

1. VICISITUDES DEL KRAUSISMO ESPAÑOL (1840-1875)

Deseoso de congraciarse con los sectores católicos, Cánovas del Castillo


integró, en su primer gobierno, al marqués de Orovio, quien ocupó de nuevo
la cartera de Fomento, y redactó de inmediato una circular en la que se esta-
blecía que en las cátedras sostenidas por el Estado no se podía impartir en-
señanzas en contra de la Monarquía ni del dogma católico. El decreto tuvo
como consecuencia la expulsión, el destierro y la renuncia de los catedráti-
cos krausistas, cuya presencia en los claustros universitarios había alarma-
do a la opinión católica y conservadora a lo largo de la última etapa del rei-
nado de Isabel II y, sobre todo, durante el sexenio democrático. Entre los
expulsados se encontraban Francisco Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón y
Gumersindo de Azcárate, quienes no serían reintegrados en sus cátedras
hasta 1881, con la llegada de Sagasta al gobierno. La expulsión condujo a la
fundación de la denominada Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de
un conflicto que venía de lejos. Y es que la Institución Libre de Enseñanza
era inseparable de la presencia en España de la filosofía krausista.
El krausismo era una filosofía elaborada por Karl Christian Friedrich
Krause (1781-1832), y que, en resumen, resulta ser una síntesis especulativa
de teísmo y panteísmo. El Universo está contenido en Dios, el mundo viene
a ser una manifestación de Dios; el mundo, dividido entre naturaleza y espí-
ritu, es una síntesis de ambos. Esta doctrina, que tuvo escaso eco en
Alemania, sí que la tuvo en Bélgica, algo que facilitó su recepción en España,
al ser igualmente vertida al francés, una lengua más accesible a los españo-
les que el alemán. A nivel político-social, no se trataba de una filosofía de
carácter radical o revolucionario. Se trataba de una filosofía antimaterialis-
ta, antipositivista, casi mística, liberal y conservadora, aunque reformista, y
burguesa, que, en su país de origen, estuvo asociada a posiciones políticas
moderadas aunque laicas. Su concepción de la sociedad era organicista,
armonicista, en oposición al socialismo y al atomismo liberal. La sociedad
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

aparecía como un todo orgánico, que evoluciona desde la familia a la


Humanidad; y en el que se relacionan armónicamente, a la manera del
cuerpo humano, cabeza y miembros, órganos y funciones. Es claro que,
desde esta perspectiva, todo conflicto social —no digamos una revolución—
se considera como una situación patológica, una enfermedad que intenta
ejercer funciones diversas, a las que les corresponde y que acaba desbara-
tando la armonía del conjunto social. No en vano, esta teoría social fue
acusada por los socialistas españoles de burguesa y contrarrevolucionaria.
Su modelo político era liberal-organicista. Enrique Ahrens, discípulo de
Krause y célebre jurista, muy influyente en España, abogaba, en sus escri-
tos jurídicos y políticos, por una sistema político bicameral, en el que estu-
viesen representados los intereses generales y territoriales en el Congreso, y
un Senado en el que lo estuvieran los profesionales y corporativos. Se trata-
ba, además, de una filosofía muy interesada en la pedagogía, en la transfor-
mación de los hombres mediante la educación.

No obstante, lo más conflictivo para su recepción en España fue el factor


religioso. Y es que la doctrina krausista pretendía ser, por su forma, racional
y no revelada; y por su contenido no quería ser una mera secularización, al
modo de las sectas protestantes, de la doctrina católica o cristiana, porque
precisamente se mostraba crítica con esa doctrina. No se presentaba, por
tanto, como la versión secular o laica de la doctrina cristiana, sino su con-
culcación. Porque la racionalidad de la doctrina krausista comienza por ne-
gar la divinidad personal de Cristo, que es visto como un sabio profeta más
de la serie histórica de los sabios o profetas: Moisés, los esenios, Sócrates,
Mahoma, etc. De igual manera, se negaba, por ejemplo, el dogma del pecado
original; y no se reconocía a ninguna de las iglesias magisterio alguno.

Como señala Rafael Orden, es preciso distinguir dos períodos en la re-


cepción del krausismo en España: el de importación (1839-1845) y el de im-
plantación (1845-1860).

En un primer momento, la recepción krausista fue protagonizada por


algunos sectores del Partido Moderado. Lejos de presentarse en sus inicios
como una filosofía progresista, el krausismo fue considerado por este sec-
tor de los moderados como una fórmula adecuada para dar un fundamento
sólido a su proyecto político, sustituyendo al eclecticismo francés. Es en la
figura de Santiago Tejada y su viaje a Alemania en 1837 donde se encuentra
el primer acercamiento efectivo a la obra de Krause y cuando se observa
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

que puede constituir un ingrediente adecuado para dotar al moderantismo


de una filosofía más coherente y sistemática que la ofrecida por Cousin y
los doctrinarios franceses. Junto a Tejada, se encuentran las figuras de
Eusebio María del Valle y Ramón de la Sagra. Las obras de Enrique Ahrens,
Curso de Derecho Natural (1839) y la de Tiberghien, Ensayo teórico e históri-
co sobre la generación de conocimiento humano, constituyen, en un princi-
pio, referentes centrales de la difusión de las ideas del maestro. Con la difu-
sión de las ideas, el armonismo krausista se presentaba a los ojos de Santiago
Tejada como el complemento adecuado del espiritualismo francés, ya que la
metafísica krausista portaba, a su entender, unos planteamientos de carác-
ter racional que avalaban los contenidos de la fe cristiana y no ponían en
cuestión la religión ni la función social de la Iglesia. Igualmente, le resulta-
ban plausibles las aportaciones krausistas en derecho y economía. Tales
planteamientos fueron continuados por Eugenio María del Valle, catedráti-
co de la Facultad de Leyes de la Universidad Central y de Economía Política
del Ateneo, y su discípulo Ruperto Navarro Zamorano. En el terreno econó-
mico, Ramón de la Sagra mostró su adhesión a las ideas del Curso de
Derecho Natural, de Ahrens.
Sin embargo, tuvo una mayor trascendencia político-intelectual la etapa
de implantación protagonizada por Julián Sanz del Río. Y es que, a partir
de los años cincuenta del siglo XIX, se produjo una clara ruptura del mode-
rantismo con los planteamientos krausistas y sus representantes españoles.
Julián Sanz del Río había nacido en la localidad soriana de Torre Arévalo
en 1814. Al quedar huérfano, a la edad de diez años, le acogió un pariente
canónigo, por cuya mediación ingresó en el Seminario de Córdoba.
Siguiendo al canónigo se trasladó luego a Toledo, donde presentó la Memoria
Apuntes sobre los diezmos (1837), y se graduó en cánones. En Granada, se
licenció en Derecho. Entre  1840 y  1843, ejerció la abogacía en Madrid,
Conoció entonces la versión española del Curso de Derecho Natural, de
Ahrens. En 1843, al reorganizarse la recién creada Universidad de Madrid,
bajo el gobierno progresista, se le encargó la cátedra de Historia de la
Filosofía, y se le encomendó la misión de estudiar en Alemania la enseñan-
za de la disciplina, Sanz del Río se dirigió primero a Bruselas, donde Ahrens
le recomendó instalarse en Heidelberg, porque allí se encontraban los discí-
pulos más activos de Krause, uno de ellos, el barón Leonhardi, su yerno.
Allí permaneció algo más de un año aprendiendo el alemán y familiarizán-
dose con el pensamiento krausista. A su regreso a España, renunció a la
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

docencia y se retiró a la localidad toledana de Illescas, donde permaneció


casi un decenio meditando sobre el krausismo. En 1854 fue nombrado cate-
drático de Historia de la Filosofía en la Universidad Central, al inicio del
bienio progresista. Su primera obra escrita son las Lecciones sobre el siste-
ma de filosofía analítica (1850); luego imprimió su tesis doctoral La cuestión
de la filosofía novísima (1856). El primer texto más propiamente original fue
su Discurso (1857) de inauguración del curso académico, cuyo contenido
alarmó a la opinión conservadora y católica. Simultáneamente apareció
Ideal de Humanidad para la vida (1860). Esta obra, muy influyente en la in-
telectualidad progresista de la época y aún después, fue presentada por
Sanz del Río como una traducción y adaptación de la voluminosa obra de
Krause, Urbild der Menschheit (1811), pero que, en realidad, fue una traduc-
ción literal de unos artículos que el propio Krause había publicado en 1812
en su revista Tagblatt der Menschheit Sens. Enrique M. Ureña, que ha estu-
diado este asunto no duda en calificar de fraude el comportamiento de
Sanz del Río, no sólo por sugerir o por dejar de decir que su Ideal de
Humanidad era la expresión y adaptación española de la obra de Krause,
sino por dar pistas falsas a fin de ocultar la verdadera fuente de su traduc-
ción. El mismo año 1860 publicó Sistema de la Filosofía. Análisis.
Sanz del Río no fue un pensador original, sino un epígono, más exacta-
mente un comentador de Krause. Y sus exégesis no son lúcidas, sino, de ordi-
nario, más confusas que los textos del maestro. Y cuando el pensador de
Illescas sitúa el krausisismo dentro de la historia de la filosofía como una su-
peración del kantismo, no hace sino dar por ciertas las pretensiones del pro-
pio Krause y repetir los pareces encomiásticos de sus discípulos, especial-
mente de Tiberghien, muchas de cuyas obras fueron traducidas al español.
En las posiciones filosóficas de Sanz del Río destacan, en primer lugar,
el racionalismo: «sólo de la razón sana y sistemática a la vez espera la
Humanidad una ley de vida».
En segundo lugar, el armonismo, que no es una yuxtaposición ecléctica
de doctrinas anteriores, sino que pretende ser una superación dialéctica. Se
trata de conciliar la razón y los sentidos, las leyes y los hechos, el espíritu y
la materia, el mundo espiritual y el mundo natural, lo finito y lo infinito. De
intenta superar el dualismo lógico entre el sujeto y el objeto; el psicológico,
entre el espíritu como actividad reflexiva y el cuerpo; el ontológico, entre a
sustancia y el accidente; el teo-cosmológico entre Dios y el mundo; y el his-
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

tórico, entre el idealismo y el materialismo. Por eso, se denomina «raciona-


lismo armónico» al sistema de Krause, y se le considera como la culmina-
ción del pensamiento filosófico anterior.

En tercer lugar, el practicismo. Sanz del Río condena el «conocimiento


puro» en la medida en que es «vana abstracción». Postula, por el contrario,
que los saberes filosóficos sean «acercados a la vida y utilizados para el des-
tino histórico de la Humanidad». En su opinión, las ciencias filosóficas tie-
nen como motivo y como fin último «el conocimiento y la dirección del
hombre mismo». En su polémica con el idealismo absoluto condena reitera-
damente lo que denomina «filosofía abstracta», es decir, la que no tiene una
dimensión ética, «bellos caminos que no llevan a puerto».

En cuarto lugar, el teosofismo. El vocablo que aparece con mayor reite-


ración en la obra de Sanz del Río es «Dios». Niega el panteísmo; se autodefi-
ne como «panenteísta», en el sentido de que sostiene que todo es «en Dios».
Pero Dios no se agota en el mundo, y lo trasciende. Considera la religión
como «fin último»; y cree en la inmortalidad del alma. Como krausista,
Sanz del Río no reconoce la divinidad de la persona de Cristo; niega el dog-
ma del pecado original; y no reconoce a la Iglesia magisterio alguno.
Además, atribuye al catolicismo graves responsabilidades en lo que a la
«educación del género humano» concierne: supersticiones, mitologías, per-
secuciones. Las diversas religiones y filosofías preparan, a su juicio, «una
organización unitaria de la Humanidad».

En quinto lugar, el antimaterialismo. Sanz del Río denomina al «mate-


rialismo del siglo  XVIII» «dolorosa experiencia de anteriores pecados».
Condena la «moral empírica»; y señalaba que no se debía confundir «el sa-
ber empírico, ni menos la ciencia llamada positiva de mundo con el saber y
la ciencia sistemática».

En sexto lugar, el estoicismo moral. Sanz del Río insistía en la fugacidad


de la existencia; denuncia los instintos; y cita como figuras ejemplares a
Zenón, Cleantes, Crisipo, Cicerón, Séneca y Epicteto.
Políticamente, Sanz del Río manifestó su enemiga hacia el Partido
Moderado. La década moderada fue definida por el pensador krausista
como «el sistema represivo y reaccionario elevado desde 1843 a la cuarta
potencia». Y en 1854 apoyó la revolución de julio, celebrando a la Unión
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Liberal. De acuerdo con su concepción del mundo armonista, su teoría de la


sociedad es orgánica. Para Sanz del Río, la sociedad es orgánica «cuando el
trabajo de todos está repartido entre asociaciones diversas».
Sanz del Río en particular y luego en general sus seguidores no fueron,
siguiendo la lógica krausista, pensadores abstractos. Su dimensión política
siempre estuvo clara: el krausismo se convirtió en la filosofía cuyo objetivo
era disputar la hegemonía ideológica tanto al incipiente positivismo como
a la escolástica y al tradicionalismo. No es extraña, pues, la rápida y, en
ocasiones, feroz réplica de las distintas tendencias, particularmente la ca-
tólica. El primer crítico español de Krause fue Jaime Balmes, para quien
esa filosofía seguía los derroteros marcados por el idealismo alemán, que
«un conjunto de hipótesis sin fundamento alguno en la realidad». El krau-
sismo, según Balmes, era un panteísmo negador de la religión revelada y de
toda metafísica.
En octubre de 1857, Sanz del Río fue protagonista de un acto académico
rutinario, que, debido a su intervención, resultaría trascendental. Sanz del
Río leyó el discurso que inauguraba el año académico, en la Universidad
Central. Y, en ese sentido, propugnó la reforma de la Universidad y de la
sociedad española por una elite intelectual que, en sus líneas generales, de-
bía seguir los planteamientos krausistas. El discurso causó gran sensación,
tanto en los sectores progresistas como en los moderados y tradicionalistas.
El krausismo se fue expandiendo. En 1860, se fundó el Centro Filosófico
en la calle madrileña de Cañizares, presidido por Manuel Ruiz de Quevedo,
y donde colaboraron, además, de Sanz del Río, Nicolás Salmerón y Francisco
de Paula Canalejas.
Los krausistas fueron conquistando, además, ámbitos de la Universidad
y de la academia. Francisco Fernández y González ocupó la cátedra de
Literatura en la Universidad de Granada y después la de Ética en la
Universidad Central. Federico de Castro era catedrático de Historia y, más
adelante, de Metafísica en la Universidad de Sevilla. Valeriano Fernández y
Ferraz, catedrático de Lengua Árabe en la Universidad de Madrid. A ello
hay que añadir un grupo más joven compuesto por Nicolás Salmerón,
Gumersindo de Azcárate, Rafael María de Labra, Segismundo Moret, José
María Meranges, Juan Uña y Francisco Giner de los Ríos.
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Entre los discípulos de Sanz del Río destacó, en los primeros momentos,
la figura de Fernando de Castro y Pajares, antiguo monje franciscano, pre-
dicador y capellán de honor de Isabel  II, catedrático de Elementos de
Historia General y de España, en el Instituto San Isidro y luego catedrático
de Historia General en la Facultad madrileña. Tras unos viajes por el ex-
tranjero, perdió la fe, refugiándose en la filosofía krausista. Castro solía
asistir a las clases de Sanz del Río en la Universidad Central. Su heterodo-
xia doctrinal se hizo cada vez más evidente en sus sermones de Palacio y en
su célebre discurso académico sobre Caracteres históricos de la Iglesia espa-
ñola. En su denominado «Sermón de las barricadas», de 1 de noviembre
de 1861, en conmemoración del terremoto de Lisboa, profetizó un posible
terremoto social, criticando el lujo e irresponsabilidad de las clases altas.
Además, hizo referencia a «una gran revolución religiosa» y a «una nueva
aplicación de las doctrinas cristianas». Algo que le costó su dimisión de la
Capellanía de Honor de Palacio. Su Discurso acerca de los caracteres históri-
cos de la Iglesia española, leído en la Academia de la Historia en enero
de 1866, fue otra de las manifestaciones de esa rebeldía. En el discurso ins-
taba a la Iglesia española a defender su autonomía frente a Roma, sobre
todo en lo referente al principio de infalibilidad pontificia, y a que aceptara
los principios de la civilización moderna. Y propuso a la Iglesia española
que solicitase al Pontífice la celebración de un concilio ecuménico, en el que
se abriera a todas las sectas cristianas a un certamen, igual que el celebrado
en Trento en el siglo XVI.
Como señalara Juan López Morillas, el krausismo se fue convirtiendo no
ya en una filosofía o en una ética, sino en un auténtico «estilo de vida», ca-
racterizado por la confianza en la razón como norma de vida y en la predi-
lección por ciertos temas intelectuales. Algo que igualmente percibieron,
aunque en sentido muy negativo, sus más férvidos contradictores, como el
historiador católico Marcelino Menéndez Pelayo, en su célebre Historia de
los heterodoxos españoles:

«Se ayudaban y se protegían unos a otros; cuando mandaban se repar-


tían las cátedras como botín conquistado; todos hablaban igual, todos ves-
tían igual, todos se parecían en su aspecto exterior, aunque no se pareciesen
antes, porque el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica las fi-
sonomías, asimilándolas al perfil de don Julián o de don Nicolás. Todos
eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por fórmulas hasta en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

las insulseces de la vida práctica y ordinarias; siempre en su papel, siempre


sabios, siempre absortos en la vista real de lo absoluto».

Todo ello provocó la reacción de los moderados y de los tradicionalistas


neocatólicos. El krausismo fue criticado por moderados como el poeta
Campoamor, Juan Varela, Pidal y Mon; y neocatólicos como Aparisi y
Guijarro, Juan Manuel Ortí y Lara, Francisco Navarro Villoslada, etc. El
más prolífico y agresivo fue Ortí y Lara, con obras como Krause y sus discí-
pulos convictos de panteísmo, Lecciones sobre el sistema de filosofía panteísta
del alemán Krause, Sofistería democrática, etc. Siguiendo en lo fundamental
de la crítica balmesiana, Ortí veía en el krausismo una filosofía panteísta,
cuyas consecuencias prácticas conducían a la secularización de la sociedad,
«el veneno de la impiedad y de la ciencia».

El Pensamiento Español, diario neocatólico, recogió las críticas de Ortí y


Lara, arremetiendo contra el espíritu liberal de la legislación. Los neocató-
licos se apoyaban en el Concordato de 1851, que establecía el derecho de los
obispos a vigilar la instrucción, en todos los grados, para que, desde la en-
señanza primaria a la superior, fuese conforme a la doctrina católica. Y
demandaban la destitución de los profesores krausistas y heterodoxos. Los
sectores neocatólicos desarrollaron la campaña contra los «textos vivos»
—es decir, los catedráticos— y los «textos muertos» —es decir, sus libros y
doctrinas—. El neocatólico Gabino Tejado clamó contra «las doctrinas de
perdición». Navarro Villoslada acusó a los krausistas no sólo de ateos, sino
de antinacionales, dado que en España el catolicismo era sinónimo de iden-
tidad nacional. La ofensiva coincidió con un momento en que la Iglesia ca-
tólica, durante el pontificado de Pío IX, condenó el proyecto de la moderni-
dad, con la publicación del Syllabus y la encíclica Quanta cura (1864). Una
tendencia que se consolidó en el Concilio Vaticano I, en 1870.

Finalmente, el gobierno presidido por Narváez fue asequible a las deman-


das neocatólicas. En octubre de 1864 se dio a conocer que el gobierno mode-
rado prohibió que los catedráticos expresar ideas contrarias al Concordato y
a la Monarquía. Una medida que provocó los disturbios estudiantiles de la
«Noche de San Daniel». Tras la caída de Narváez, se levantaron las condenas
contra los krausistas. Sin embargo, la ofensiva continuó cuando los modera-
dos fueron de nuevo llamados al gobierno. Un nuevo decreto, firmado por el
marqués de Orovio, a la sazón ministro de Fomento, en el que se establecía la
expulsión de la Universidad de aquellos que impartieran doctrinas anticatóli-
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

cas y antimonárquicas. Y fueron separados de las cátedras Sanz del Río,


Fernando de Castro, Salmerón y Francisco Giner de los Ríos.
La revolución de 1868 fue, en consecuencia, bien recibida por los krau-
sistas. La Junta Revolucionaria de Madrid, en la que figuraba el krausista
José María Moranges, decretó la reposición de los profesores separados o
suspensos en sus cátedras. Se nombró Director General de Instrucción
Pública a José Echegaray. Se ofreció el rectorado de la Universidad Central
a Sanz del Río; pero renunció alegando motivos de salud; murió al año si-
guiente. El nombramiento recayó en Fernando de Castro. A Sanz del Río se
le nombró decano de Filosofía y Letras.
Durante esta etapa, Castro pretendió llevar a cabo una reforma de la
Universidad. Se fundó el Boletín-Revista de la Universidad de Madrid, cuyo
objetivo era divulgar las ideas y realizaciones del equipo universitario diri-
gente, y en el que colaboraron Giner de los Ríos, Juan Uña Gómez, José
Fernando González y otros. Se realizó entonces un primer intento de lo que
después se denominaría Extensión Universitaria, y se iniciaron las clases
nocturnas para obreros, gratuitas, impartidas por profesores adictos, entre
ellos Giner de los Ríos. En general, eran clases prácticas: de higiene, dibujo,
matemáticas e idiomas, y de antropología, lenguas clásicas, derecho y eco-
nomía. El nuevo ministro, Ruiz Zorrilla, decretó el 21 de octubre de 1868 el
libre ejercicio de la enseñanza en la totalidad de sus grados. La función do-
cente correspondía a la sociedad; el Estado tendría una función subsidiaria.
Fernando de Castro se ocupó de la situación de la mujer, para lo que se
fundó la Academia de Conferencias y Lecturas Públicas para la Educación
de la Mujer. Tenían lugar en el Paraninfo de la Universidad y se impartían
los domingos. Además, los krausistas colaboraron en proyectos de reforma
de la enseñanza y del régimen penitenciario.
El advenimiento de la Restauración sería, en un principio, muy adverso
para los krausistas. Poco después, fallecería Fernando de Castro, cuya céle-
bre Memoria testamentaria fue muy crítica con la Iglesia católica, propug-
nando una «Iglesia Universal», que aceptara la libertad de conciencia y cu-
yos profetas fueran, entre otros, Buda. Moisés, Cristo, Sócrates, Dante,
Cervantes, Miguel Ángel, Copérnico, Descartes, Kant, etc. Las formas de
culto se expresarían mediante el cultivo del Arte y de la Ciencia.
Además, el marqués de Orovio retornó a la cartera de Fomento, inicián-
dose la «segunda cuestión universitaria», de consecuencias mucho más gra-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ves que la anterior. Orovio puso fin a las academias de profesores, a las aso-
ciaciones de alumnos, a las conferencias en la Universidad, a las clases para
obreros, al Boletín-Revista; y ordenó incoar expedientes de separación contra
quienes explicasen doctrinas contra el dogma católico —«que es la verdad
social de nuestro país»— o que redundasen en menoscabo de la persona del
Rey o del régimen monárquico constitucional. Giner de los Ríos fue deporta-
do a Cádiz. Salmerón y Azcárate lo fueron a Lugo y Cáceres respectivamente.

2. LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA:


PEDAGOGÍA Y POLÍTICA

2.1 Proyecto pedagógico

La expulsión de los catedráticos condujo a la fundación por parte de


Giner de los Ríos, Laureano Figuerola, Segismundo Moret, Nicolás
Salmerón, Augusto González Linares y Gumersindo de Azcárate de la deno-
minada Institución Libre de Enseñanza, un centro de educación primaria y
secundaria que iba a disfrutar de una considerable y muy discutida influen-
cia en la vida cultural y política española en un sentido antitradicional y
secularizador. Los krausistas habían llegado a la conclusión de que el fraca-
so de los revolucionarios del 68 había demostrado que la sociedad española
no estaba preparada para el régimen liberal progresista; y que, por lo tanto,
se imponía una labor intelectual, pedagógica y moral más lenta, a más lar-
go plazo. En ese sentido, nada cabía esperar ni de la España oficial; y mu-
cho menos de las revoluciones, porque la «de arriba» degeneraba en orde-
nancismo abstracto y la «de abajo» en barbarie.
La sociedad se financió mediante suscripción de acciones en número
ilimitado, la matrícula de futuros alumnos y los donativos que recibiese. El
gobierno de la Institución correría a cargo de una Asamblea General de so-
cios que habría de reunirse anualmente; una Junta Directiva y una faculta-
tiva; esta última compuesta por todo el profesorado titular y dirigida por un
Rector. Los cargos de ambas Juntas eran electivos, renovables por bienios,
parcialmente y reelegibles. Más adelante, la Junta facultativa tendría un
número limitado de componentes. La primera Junta quedó compuesta por
Laureano Figuerola (presidente), Justo Pelayo Cuesta (vicepresidente),
Eduardo Gasset y Artime, Eduardo Chao, Federico Rubio, Manuel Ruiz de
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Quevedo, Gumersindo de Azcárate y Augusto González de Linares (consi-


liarios), Hermenegildo Giner de los Ríos (secretario). Figuerola, Azcárate y
González de Linares (representantes del profesorado). Figuerola actuó
como primer rector; y en los años siguientes lo fueron Montero Ríos, Pelayo
Cuesta, Azcárate, Giner, etc.
La Institución resaltó que era
«...completamente ajena a todo espíritu o interés de comunión religiosa,
escuela filosófica o partido político, proclamando tan sólo el principio de
libertad e inviolabilidad de la ciencia y la independencia de su indagación
y exposición respecto de cualquier otra autoridad que no sea la propia con-
ciencia del profesor».

Sentaba así los dos principios básicos de la Fundación: libertad de ense-


ñanza y libertad de cátedra.
Entre las asignaturas impartidas se encontraban, en el nivel de segunda
enseñanza, gramática latina y castellana; elementos de retórica y poética;
nociones de geografía y de historia universal; aritmética y álgebra; geome-
tría y trigonometría; nociones de historia natural, psicología, lógica y filo-
sofía moral; fisiología e higiene. En el año preparatorio para Derecho: his-
toria universal, Principios generales de literatura e historia de España;
literatura latina. En la escuela de Derecho: primero y segundo curso de
Derecho: derecho romano, derecho civil español común y foral; derecho
mercantil y penal; derecho político y administrativo; derecho canónico;
economía política; ampliación de derecho civil; disciplina eclesiástica; pro-
cedimiento jurídico; práctica forense. En el doctorado: filosofía del dere-
cho y derecho internacional; legislación comparada; historia eclesiástica; y
lenguas vivas: alemán, francés, inglés y portugués.
El profesorado que tenía a su cargo estas asignaturas era Giner, Azcárate,
Moret, Labra, Pelayo Cuesta, Soler, Costa, Montero Ríos, Francisco Quiroga,
Laureano Calderón, González de Linares, Eulogio Giménez, José Echegaray
y los médicos Federico Rubio y Luis Simarro. En el campo de la pedagogía,
destacaron Manuel Bartolomé de Cossío, Serna, Flórez, etc. Se dieron, ade-
más, conferencias sobre la naturaleza de la música, a cargo de Gabriel
Rodríguez y José Inzenga.
El curso académico empezaba el primero de octubre para concluir el 30
de junio, con las interrupciones de las vacaciones de Navidad y las de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Semana Santa, porque la Institución pretendió ser respetuosa con las creen-
cias y las costumbres de la sociedad en que vivía. Fuera de los domingos, no
admitió nuevas festividades religiosas y oficiales. En consecuencia, los
alumnos y profesores católicos tenían que asistir a misa sin faltar a clase.
Estaba prohibida la fiesta de los toros y el boxeo.
La pedagogía institucionista arrancaba de Sócrates, Juan Luis Vives,
Jean Jacques Rousseau, Pestalozzi, y Froebel, actualizada por Francisco
Giner de los Ríos y su discípulo Manuel Bartolomé de Cossío. Con el tiem-
po, los sectores krausistas asumieron el positivismo, llegando a hablarse de
«krausopositivismo». Ya Menéndez Pelayo, en su Historia de los heterodoxos
españoles, señaló la influencia del positivismo en las Lecciones de Psicología,
de Francisco Giner, lo que planteaba el paso del krausismo al positivismo.
Por otra parte, Salmerón conoció el positivismo francés durante su exilio
en Francia. Su prólogo al libro de Hermenegildo Giner de los Ríos Filosofía
y Arte era ya claramente positivista. Dicha evolución podía verse igualmente
en el libro de Urbano González Serrano, La sociología científica, presentan-
do una línea intermedia entre el krausismo «metafísico» y el los krausistas
«positivistas». Un elemento de gran interés a la hora de analizar el krauso-
positivismo lo aporta la conexión desarrollada por sus seguidores entre el
organicismo espiritual —de origen krausista— con el organicismo biológi-
co —de origen positivista—. El krausopositivismo realzó fundamentalmen-
te una mentalidad científica relacionada con la pretensión de Giner de los
Ríos de llevar a cabo una «educación integral», científico-humanista.
Darwin fue nombrado, en ese sentido, profesor honorario de la Institución
Libre de Enseñanza. En su plan de estudios fueron introduciéndose asigna-
turas como ciencias naturales, psicología, sociología, etc.
En cuanto a los métodos de enseñanza, la Institución prescindió de los li-
bros de texto: los alumnos debían servirse de los apuntes de clase y de las
obras recomendadas para su lectura y comentarios subsiguientes. Los niños
estudiaban durante las horas hábiles de clase, nunca en sus casas. Los llama-
dos deberes estaban prohibidos; el hogar debía dedicarse al descanso, a las
aficiones privadas, etc. Una de las bases de la pedagogía institucionista lo
constituían las excursiones a laboratorios, museos, a las localidades fuera de
Madrid, iglesias, fábricas, fundiciones, imprentas, periódicos, lugares de inte-
rés urbanístico y ecológico, etc. Loa días festivos y, sobre todo, las vacaciones
de Navidad y Semana Santa brindaban ocasión de aprovechar el mayor núme-
ro de días libres para las excursiones a las poblaciones próximas: Toledo, Avila,
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

El Escorial, Aranjuez, Guadalajara, etc. Durante los veranos, tenían lugar las
excursiones largas a Valladolid, Burgos, Palencia, León, Santander, Picos de
Europa, Covadonga, etc. Se enseñaba a los alumnos a conocer el país y anotar
costumbres, recogiendo canciones populares, refranes, etc. Sus métodos pe-
dagógicos nunca se limitaron a un esquema fijo; ensayaba los que parecían
más idóneos, en cada momento de su trayectoria educativa. El punto de arran-
que para la escuela de niños fueron los kinderganten de Federico Froebel.

En febrero de  1887 apareció el Boletín de la Institución Libre de


Enseñanza, en cuyas páginas, además sus miembros, colaboraron intelec-
tuales y pedagogos españoles y extranjeros, como Maeztu, Ortega y Gasset,
«Azorín», Baroja, Benavente, Pérez de Ayala, Madariaga, Américo Castro,
Juan Ramón Jiménez, Santiago Ramón y Cajal, Miguel de Unamuno, Benito
Pérez Galdós, Henri Bergson, John Dewey, Emile Durkheim, Giovanni
Gentile, Rudolf Ihering, Lucio Lombardo Radice, María Montessori,
Rabindranath Tagore, Eliseo Reclus, Bertrand Rusell, Jean Sarrailh,
Herbert Spencer, Ugo Spirito, H. G. Wells, etc.

El proyecto pedagógico institucionista se centró en la reforma de la so-


ciedad española a través de la educación. Toda la pedagogía de Giner de los
Ríos y de sus discípulos tiene como fundamento las tesis de que los seres
humanos son diferentes por su temperamento por su carácter; lo que reque-
ría una pedagogía individualizada y concreta. La segunda idea es la de la
«educación integral» de las inteligencia, del sentimiento estético, de la mo-
ralidad y del cuerpo. La espontaneidad y las buenas maneras son los tópi-
cos del pensamiento gineriano. Giner aspiraba a crear un nuevo tipo de
«caballero español», distinto, parangonable al británico gentelman. De ahí
la crítica de los pedagogos y políticos marxistas, acusándolo de idealista y
elitista, y de suponer una renovación de los principios aristocráticos de
«cuna, honor, dones naturales, rango, carisma» (Carlos Lerena). El historia-
dor marxista Manuel Tuñón de Lara interpretó el significado de la
Institución como portavoz y representante de los intereses de la «burguesía
liberal». Con posterioridad, el conservador Florentino Pérez Embid hará re-
ferencia a la «izquierda burguesa» al definir a la Institución.

Los institucionistas propugnaba una universidad descentralizada y con


catedráticos seleccionados al margen del sistema de oposiciones. El punto
más polémico de su proyecto pedagógico fue el de la educación religiosa.
En los estatutos fundacionales de la Institución se declaraba «completa-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

mente ajena a todo espíritu o interés de comunión religiosa». Giner estima-


ba que, tras el Concilio Vaticano I, la cuestión religiosa había entrado en
una nueva etapa en la que ya no se trataba de decidir entre el catolicismo o
el protestantismo sino entre «Religión natural» y «Religión revelada», apos-
tando por la primera en detrimento de la segunda. Esta última era «dogmá-
tica y autoritaria», mientras que la «Religión natural» reconocía «la necesi-
dad de un vínculo entre Dios y el hombre», declarándose puramente natural
y racional, y rechazando «todo elemento dogmático, todo misterio, toda re-
velación y todo milagro». En principio, Giner se mostraba respetuoso con
las confesiones positivas, pero contrario a la enseñanza confesional. La
educación religiosa no requería el «auxilio de dogmas particulares de una
teología histórica». El objetivo fundamental de la formación religiosa era
«la tolerancia positiva, no escéptica e indiferente, hacia todos los cultos y
creencias». En ese sentido, propugnaba la denominada «escuela neutral»,
no la escuela laica, a la que acusaba de actuar «en nombre del libre examen
racionalista y en odio a una religión positiva o a todas», «bandera de un
partido, muy respetable sin duda, pero que en vez de servir a la libertad, a la
tolerancia, a la paz de las conciencias y de las sociedades, sirve para lo con-
trario». La «escuela neutral» quedaba justificada por la urgencia de respe-
tar la conciencia del niño. En consecuencia, la enseñanza confesional o
dogmática no sólo debería excluirse de las escuelas públicas, sino igualmen-
te en las privadas, porque tanto la escuela pública como la privada deberían
ser el campo neutral, maestras de «paz, de tolerancia y de respeto».
De la misma forma, la pedagogía institucionista defendía la coeduca-
ción:
«La Institución estima que la coeducación es un principio esencial del
régimen escolar —dirá un Prospecto fechado en 1898— y que no hay fun-
damento para prohibir en la escuela la comunidad en que uno y otro sexo
viven en la familia y en la sociedad».

2.2 Proyecto político

Los planteamientos pedagógicos de los institucionistas no eran sino una


parte de un proyecto político más ambicioso basado en la crítica al tradicio-
nalismo, al conservadurismo liberal y al doctrinarismo característico de la
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Restauración. Como señaló Luis Díez del Corral, en los krausistas e institu-
cionistas «la vista casi nunca se desentiende de miras políticas muy concre-
tas». Los planteamientos políticos de la Institución pueden verse en los es-
critos de Francisco Giner de los Ríos y, sobre todo, en los de Gumersindo de
Azcárate. Su modelo político era un régimen liberal y laico. La mayoría de
los institucionistas eran republicanos, pero optaron por una táctica acci-
dentalista.
La filosofía política de Francisco Giner de los Ríos es la misma que la de
Krause y la de Sanz del Río. Nacido en Ronda en 1839, hizo sus primeros es-
tudios en Cádiz, los secundarios en Alicante y los universitarios en Barcelona,
donde recibe la influencia de Francisco Javier Llorens, uno de los maestros de
Menéndez Pelayo. Prosiguió sus estudios en Granada. En 1863, se instaló en
Madrid y se incorporó al Ministerio de Estado como agregado diplomático.
Conoció a Sanz del Río y asistió a las reuniones de la calle Cañizares.
Consiguió a los veintisiete años la cátedra de Filosofía del Derecho en la
Universidad de Madrid. En rigor, no escribió más que tres libros: Principios de
Derecho Natural sumariamente expuestos (1873), Lecciones sumarias de
Psicología (1874), y Resumen de Filosofía del Derecho (1898). Desde el punto de
vista epistemológico, Giner considera que la ciencia es «el primer factor de la
Historia de la Humanidad». Ataca, sin embargo, el prurito especialista y pre-
coniza un entendimiento amplio, y en cierto modo clásico, del saber. Como
Krause, acepta la distinción entre naturaleza y espíritu, y afirma la existencia
de Dios. Por eso, distingue entre Metafísica, de la Cosmología y de la Teología
racional. Sin embargo, donde Giner de los Ríos destacó fue en la filosofía ju-
rídica. Para él, el concepto de Derecho podía descubrirse «en vista de lo que
inmediatamente nos dice la conciencia», es decir, «partiendo de la percepción
inmediata de nuestro propio derecho». El Derecho es un orden «necesario»,
«inmaterial» e «independiente de la voluntad». Su único fundamento se halla
en «nuestra naturaleza». En ese sentido, Giner se opone al formalismo jurídi-
co y proclama la sustancia ética del Derecho, en lo que coincide con el iusna-
turalismo cristiano. Al aproximar la ética y el Derecho, Giner niega la distin-
ción clásica que se funda en el carácter coactivo del Derecho y en el simple
imperativo moral. Cree que la distinción es más de razón que real. La morali-
dad es actuar «por amor al bien mismo», y el Derecho es actuar para «el cum-
plimiento de los fines racionales de la vida». Lo que lleva a la equiparación del
Derecho Natural y el positivo; son, según Giner, «una sola y misma cosa».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

El pensamiento social y político de Giner está influido por Enrique


Ahrens, basado en una sociedad orgánica de corporaciones autónomas, con
ciudadanos que son miembros naturales de un Estado y que se realizan en
una pluralidad de personales sociales, y que requiere una fórmula represen-
tativa de liberalismo y corporativismo. En ese sentido, deben existir dos cá-
maras representativas, «una con representación del Estado en su unidad», y
otra como «expresión jerárquica del mismo en cuanto consta de estados
particulares». Lo cual tiene su complemento en alusiones críticas al esque-
ma demoliberal. Giner niega que el ejercicio del sufragio sea «un derecho
individual, natural o civil de todo hombre». De la misma forma, niega su
conveniencia. El sufragio debería ser limitado, «más solo en razón de la ca-
pacidad del sujeto», «en atención a su estado de desarrollo moral y jurídico».
Y es que la democracia conducía a un «despotismo de la libertad, impío, sa-
crílego, que, por desgracia, no bajó al sepulcro con Robespierre»; y que seña-
laba el
«... advenimiento —harto prematuro, es verdad— del cuarto estado a las
funciones políticas: el pueblo es para ella no la comunidad social en toda
variedad y riqueza de su interior organismo, sino la masa atomística de los
individuos, en abstracto, y su tendencia irresistible, la de funda el principio
de privilegio de una clase sobre las ruinas de los privilegios de las demás.»

Las críticas de Giner se centraron, además, en el liberalismo doctrina-


rio, cuyo formalismo le parecía «vacío de contenido», convirtiéndose en
mero oportunismo político, al servicio de las oligarquías reaccionarias.
Para Giner, el doctrinarismo tenía sus antecedentes en la obras de Rousseau
y Montesquieu, y en tratadistas políticos ingleses como Locke y Macaulay, y
alemanes como Stahl. En defecto, el doctrinarismo era «la más perfecta
encarnación y la más rigurosa consecuencia del sentido que inspira todo el
liberalismo contemporáneo en sus diversos matices». El doctrinarismo par-
tía de un planteamiento falso de los problemas políticos. Su preocupación
fundamental frente al régimen político es la cantidad, es decir, «la parte de
be reconocerse al súbdito en el gobierno, la mayor o menor extensión de las
llamadas libertades individuales, la preferencia por la forma republicana o
monárquica». No le interesaban al doctrinarismo, en cambio, «la esencia y
la cualidad de un sentido político». Su teoría sobre el Derecho era, según
Giner, una colección caprichosa de contradicciones entre la libertad y la ley,
entre la igualdad y la libertad, entre la utilidad y la justicia, entre el Derecho
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Natural y el positivo, entre la conservación y el progreso. Todo lo cual hacía


perder «el concepto del derecho, convertido en una suma de complicada de
fórmulas». Y lo mismo ocurría con su concepto de Estado, que pecaba de
abstracto, extensivo y mecánico; el cual era preciso sustituirlo por un con-
cepto unitario, ético, íntimo, auténticamente filosófico de Estado. El doctri-
narismo no podía tener un concepto auténticamente unitario de Estado por
las bases filosóficas de que arranca: ese eclecticismo, que es
«... un hacinamiento de principios opuestos sin discernimiento crítico ni
proceso interior, que enseña a interrogar las cosas y los hechos de la
Historia pasada, en vez del hecho eterno de la conciencia y la voz siempre
igual de la razón.»

Más concreto se mostraba Gumersindo de Azcárate en sus críticas al li-


beralismo doctrinario. Nacido en León en 1840, Azcárate era hijo de Patricio
de Azcárate, gobernador civil en varias ocasiones y escritor prolífico. En
Oviedo y Madrid, cursó estudios de Derecho y, desde 1873, fue catedrático
de Legislación Comparada. Su destierro en Cáceres y los subsiguientes años
de cese en sus funciones como catedrático hasta 1881, los empleó en recopi-
lar y escribir varios libros: Minuta de un testamento (1874), que firmó bajo el
pseudónimo de «W»; Estudios filosóficos y políticos (1876); Estudios econó-
micos y sociales (1876); El self-government y la Monarquía doctrinaria (1877);
y El régimen parlamentario en la práctica (1878). El más significativo desde
el punto de vista religioso fue Minuta de un testamento; y, desde el punto de
vista político, El self-government y la Monarquía doctrinaria y El régimen
parlamentario en la práctica.
Minuta de un testamento es el testimonio personal de la pérdida de fe
católica y de su sustitución por un racionalismo teísta, que denomina «uni-
tarismo» y «cristianismo liberal». Azcárate cree en un Dios personal y pro-
vidente y en la vida futura, y su religiosidad, al modo krausista, tiene una
marcada inclinación ética, práctica y activa.
Su pensamiento social y político resulta representativo de la segunda
generación krausista. Metódicamente, este pensamiento arranca de su
aceptación de la sociología, planteada desde bases metafísicas. El organi-
cismo biologizante —característico de la sociología positivista, orientada,
entre otros, por Herbert Spencer— es sustituido en Azcárate, como igual-
mente en Giner, por el organicismo espiritualista heredado de Krause. La
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

sociología es todavía para él sinónimo de filosofía social, no investigación


puramente empírica, sino que implica una actitud normativa y deontológi-
ca y se continua en un «arte social», encargado de instaurar la justicia so-
cial. Su liberalismo organicista, opuesto al liberalismo individualista y al
socialismo colectivista, es el suelo del que brotan sus soluciones políticas y
sociales. Por de pronto, Azcárate entiende que deben fomentarse los llama-
dos «cuerpos intermedios» entre el individuo y el Estado, como los munici-
pios y los gremios. Tal pluralismo social supone una concepción jurídica
igualmente pluralista, en la que la sociedad tiene una esfera propia diferen-
te del individuo y del Estado. Cada uno de estos centros de actividad se au-
torregula, con lo que existen diversas fuentes de derecho. Se considera a
éste constituido, según la concepción krausista, por «todas las condiciones
necesarias para hacer posible el cumplimiento de nuestro destino».
Su obra El sel-government y la Monarquía doctrinaria es una crítica al
sistema político instaurado por Cánovas del Castillo. La idea de «self-gover-
nment» es la idea fundamental que vertebra la obra y que sirve de concepto
polémico a la construcción política de Azcárate. Se trata del gobierno de la
sociedad por sí misma; lo que implica una serie de prácticas esenciales: la
existencia de opinión pública, partidos políticos y de un auténtico régimen
parlamentario. La obra no es una crítica de la Monarquía en sí, sino de las
prácticas políticas concretas, que bajo su égida se estaban produciendo en
España desde 1875. Azcárate hace referencia al derecho a la revolución si el
autogobierno de la sociedad fuese conculcado; pero optó por una práctica
política concreta de carácter reformista. A su entender, la «Monarquía doc-
trinaria» resultaba incompatible con el «self-goverment». En ese sentido, cri-
ticaba la división entre partidos legales e ilegales; algo que conducía a una
división social entre privilegiados legales y silenciados ilegales, entre opreso-
res y oprimidos. En su lugar, defiende la existencia de partidos políticos sin
restricciones y las libertades básicas. Igualmente, la Monarquía doctrinaria
instauraba un gobierno de tipo personal, suponía la negación «parcial» de la
soberanía, porque, en su lugar, promovía un «artificio de equilibrios, balan-
zas, contrapesos, que produjo, entre otros efectos, el descrédito del sistema
parlamentario». Acusaba, además, a Cánovas y a las elites de la Restauración
de inmovilismo en la concepción del régimen político, ya que concebía a la
Monarquía y a la Constitución como un pacto entre los individuos y el mo-
narca, que sacraliza el orden constitucional y la propia figura del rey; y que
lo legitima sin aceptar cambios. Por otra parte, la Monarquía doctrinaria
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

obstaculizaba el libre desarrollo del régimen parlamentario, mediante la co-


rrupción, el falseamiento de las elecciones y el control de los gobiernos. En
la práctica, el Parlamento estaba subordinado al poder ejecutivo. Otro de los
defectos de la Monarquía doctrinaria era la centralización, que Azcárate
juzgaba contraria al «self-government». Como krausista, era partidario de la
descentralización política y administrativa. Desde su modelo organicista,
planteaba una forma de descentralización jurídico-política del Estado, en
que las particularidades regionales de España como nación tuvieran cabida.
La centralización, como sistema de gobierno, dañaba a la educación libre,
gradual y progresiva de la sociedad y de las esferas sociales en su vida inte-
rior. Otra de sus críticas a la Restauración fue la supresión del jurado, una
institución que era, a su entender, un elemento esencial del autogobierno
social. Era una conquista propia de los pueblos verdaderamente libres. Y es
que de la misma manera que el ciudadano participa en el poder legislativo
mediante el voto, debe hacerlo en el poder judicial integrándose en el jurado.
No menos graves eran las prerrogativas que la Monarquía doctrinaria atri-
buía a la Corona. Y es que el rey de la Restauración no sólo reinaba, son que
gobernaba. Era inamovible, indiscutible e inviolable; y conservaba prerroga-
tivas tan decisivas como la disolución de las cámaras, el derecho de veto, la
sanción y la iniciativa. Todo lo cual le dotaba de un carácter sagrado propio
de la Monarquía del Antiguo Régimen.
Complemento de El self-government y la Monarquía doctrinaria fue El régi-
men parlamentario en la práctica, donde denuncia las deficiencias del sistema
de la Restauración, el caciquismo, el favoritismo, la política de amigos, la
corrupción, etc. El capítulo dedicado al poder y los partidos es un inventario
de corruptelas. Lamenta Azcárate que «en vez de servirse el país de los parti-
dos y los partidos de los jefes, éstos se sirven de los partidos y los partidos se
sirven del país». Deplora igualmente «el gran mal de los gobiernos de parti-
do»; lo que daba lugar a una cuádruple tiranía: doctrinal, política, adminis-
trativa y judicial, y favorecía la corrupción electoral, parlamentaria, burocrá-
tica y social, con lo que, en definitiva, resultaba desconocido el fin del Estado.
Azcárate propugna, como solución, el retorno a la pureza de la teoría liberal.
Era preciso tener siempre presente que los partidos, como las escuelas cientí-
ficas, «son órganos de una verdad incompleta, de un punto de vista exclusivo,
de una tendencia parcial, y precisamente por esto es una condición necesaria
para la salud de la sociedad que todos ellos puedan influir en ella». La conse-
cuencia de esta parcialidad constitutiva es la corresponsabilidad. Cada parti-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

do debía reconocer a los otros como «elementos coadyuvantes, admitiéndo-


los, por tanto, a su lado como compañeros y amigos, no como enemigos y
adversarios». La solución del problema se encuentra, pues, en la moraliza-
ción de la vida política, es decir, en una adecuación de la realidad política al
deber-ser, «teniendo en cuenta que su fin es la justicia, su guía la idea, su
móvil el desinterés, su regla de conducta con respecto a sí mismos la discipli-
na, respecto a los demás la tolerancia, respecto a la patria, la paz».
En lo que respecta a la cuestión obrera, Azcárate entiende, en sus escri-
tos sociológicos, que es la sociedad, más que el Estado, quien debe resolver-
la, principalmente mediante una intensa acción cooperativa y educadora.
En 1881 concretó su pensamiento: «Para resolver el problema social deben
inspirarse: el individuo, en la solución cristiana; la sociedad en la solución
socialista, y el Estado, en la solución individualista».
Finalmente, Azcárate, como la mayoría de los krausistas e institucionis-
tas, templó sus críticas juveniles al sistema de la Restauración, aunque
siempre se mantuvo fiel al liberalismo organicista. El régimen le colmó de
honores, nombrándole académico de la Historia, de Ciencias Morales y
Políticas y de Jurisprudencia y Legislación. Presidió, además, el Instituto de
Reformas Sociales. En  1913 ratificó públicamente su acatamiento a la
Monarquía en una célebre visita a Alfonso XIII. Sus enemigos por excelen-
cia fueron los mauristas y, sobre todo, los miembros de la Asociación
Católica Nacional de Propagandistas, que les acusaron de heterodoxia reli-
giosa y de radicalismo político.

2.3 Nación e historia

En otro orden de cosas, el krausismo y luego la Institución se mostraron


partidarios de una idea orgánica de nación. La nación era una totalidad
orgánica, una comunidad unitaria que realizaba de forma peculiar, de
acuerdo con sus instituciones y su carácter, todos los fines de la vida. En el
pensamiento de Giner de los Ríos, se trata de una comunidad y persona
social constituida por la unidad de la raza, de la lengua, del territorio y de
la cultura; era un órgano de la Humanidad. Seguidor de Herder, Giner iden-
tificó el «genio» español con la tierra, con el paisaje y encontró la expresión
de su pasado en el arte y la mística. La pintura de El Greco fue igualmente,
para algunos institucionistas como Manuel Bartolomé de Cossío, expresión
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

de ese «genio» nacional. A partir de tales planteamientos, los institucionis-


tas realizaron un diagnóstico de la historia de España, haciendo hincapié
en la problemática religiosa. El catolicismo no sólo suponía un obstáculo
intelectual y moral para el progreso de la nación sino que encarnaba un
claro elemento disgregador de la sociedad y del libre desarrollo individual.
El ideario histórico de los institucionistas resultaba antagónico del tradi-
cionalismo cultural defendido por Marcelino Menéndez Pelayo, quien, en la
célebre polémica sobre la ciencia española, calificó a Gumersindo de
Azcárate y al conjunto de los krausistas de antipatriotas. Para el historiador
institucionista José Deleito y Piñuela, Menéndez Pelayo era «la insigne cabe-
za de nuestros pensadores casticistas». Tal «casticismo» llevaba hasta sus
últimos límites el tradicional misoneísmo español y su «terror a lo exótico»;
lo cual tendría a perpetuar «todo lo propio, aunque sean vicios o errores
nacionales, disfrazándolos con piadosos eufemismos». En el fondo, se trata-
ba de un «falso españolismo». Y es que la trayectoria histórica de España
fue por buen camino hasta el siglo XVI, cuando la Casa de Austria siguió en
el orden interior «una loca política centrífuga», arruinando a España con
«lejanas y quiméricas empresas», lo que nos incomunicó espiritualmente
con Europa; y fomentó un orgullo patriótico «pueril». Su aspiración a una
irrealizable unidad católica convirtió a España en «un inmenso convento»,
«víctima de ideales generosos, pero suicida». Las reformas borbónicas fra-
casaron porque sólo fueron emprendidas «para un elite de los más cultos».
Y lo mismo ocurrió con la obra de las Cortes de Cádiz, ya que «a la masa
general del pueblo le repugnaban las innovaciones, porque olían a cosa ex-
tranjera a veinte leguas» Deleito sólo consideraba figuras de positivas a
Mendizábal, Sanz del Río y Giner. Y propugnaba una europeización respe-
tuosa con los valores nacionales tradicionales, podando «si es preciso sus
ramas secas o añadiendo injertos exóticos, que le vitalicen con nueva y fres-
ca savia». Más respetuoso con Menéndez Pelayo y su obra se mostró otro
historiador institucionista, Rafael Altamira y Crevea, cuya obra significa
una respuesta a la crisis del 98, desde la perspectiva de la Institución. Algo
que puede verse en su significativa obra Psicología del pueblo español.
Devoto de Fichte y de Herder, Altamira consideraba el conocimiento de la
historia nacional como una condición esencial a la labor regeneradora. Era
labor primordial —que Altamira asignaba a las universidades— «restaurar
el crédito de nuestra historia para devolver al pueblo español la fe en sus
cualidades nativas y en su actitud para la vida civilizada», aprovechando los
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

elementos útiles de nuestra ciencia y nuestra conducta pasadas. Sin embar-


go, se apresuraba a matizar la conveniencia de evitar todo aquello que pu-
diera conducir a la resurrección de formas pasadas, a un «retroceso ar-
queológico». Por el contrario, la reforma debía hacerse en el sentido de la
civilización moderna, cuyo contacto haría que se vivificase el «genio» na-
cional español, prosiguiendo «conforme a la modalidad de la época» el que-
hacer español. A ese respecto, Altamira exaltaba la participación de España
en la obra de «civilización universal»: arte pictórico durante la Prehistoria y
el período ibérico; romanización, con la figura señera de Séneca; período
visigodo, con San Isidro de Sevilla; Reconquista y, al mismo tiempo, convi-
vencia entre cristianos y musulmanes; colonización y civilización de
América, con Vitoria y Las Casas; literatura y filosofía en el Siglo de Oro,
etc. Su labor como historiador americanista tuvo como objetivo la reivindi-
cación del proceso colonizador.

Como posteriormente ocurriría con Joaquín Costa, en Altamira apare-


ce, ante la conciencia de la necesidad de reformas, la idea de «dictadura
tutelar» o pedagógica. Ya en 1895, el historiador alicantino pronunció en el
Ateneo de Madrid una conferencia sobre «El problema de la dictadura tute-
lar en la historia», en la que se declaró a favor de la legislación y ordenación
jurídica del estado de excepción. El problema esencial era, a su juicio, «la
explicación de cómo en un pueblo infante, o enfermo, y aún moribundo, se
pueden producir personalidades vivas y superiores que saquen al pueblo de
su estado inferior».

Progresivamente, la Institución Libre de Enseñanza fue conquistando


espacios de influencia en la España de la Restauración, sobre todo a través
de la legislación promulgada por el Partido Liberal dinástico. Buena parte
de los institucionistas militaron en el Partido Reformista de Melquíades
Álvarez, que defendía la accidentalidad de las formas de gobierno y aboga-
ba por una reforma progresiva en sentido liberal del régimen de la
Restauración. Los institucionistas influyeron decisivamente en la creación
del Museo Pedagógico de Instrucción Primaria, en el Instituto de Reformas
Sociales, en la extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo, en la
Junta de Ampliación de Estudios y de Investigaciones Científicas, en la
Residencia de Estudiantes, etc.
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

La labor de Giner de los Ríos —fallecido el 18 de febrero de 1915— fue


continuada, hasta 1936, por su discípulo Manuel Bartolomé Cossío —muer-
to en 1935—, José Castillejo y Alberto Jiménez Fraud.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Krause/Sanz del Río: la religión de la Humanidad

«Así como nuestra humanidad está llamada a constituirse en un Reino


y Estado sobre toda la tierra, está llamada a reunirse en una sociedad fun-
damental religiosa (una Iglesia) bajo la subordinación a Dios, y en el amor
de todos los hombres en Dios.»

(Krause/Sanz del Río, El Ideal de Humanidad para la Vida, 1860)

2. Defectos de las religiones no universales, según Krause/Sanz del Río

«La esclavitud y la tiranía reinaron aún largo tiempo en la sociedad


cristiana; y en los siglos medios de la Europa cayeron estos pueblos en abo-
minaciones que corren parejas con las del gentilismo: Renegación y marti-
rización del cuerpo, ingratitud para con la naturaleza, su belleza y sus le-
yes, persecución contra los disidentes, herejías, inquisición, asesinato en
masa del pueblos jóvenes (América-Asia), guerras civiles y religiosas (…)
tales han sido los efectos del imperfecto conocimiento de la unidad de Dios
y del amor de los hombres según fue enseñado por Jesucristo.»

(Krause/Sanz del Río, El Ideal de Humanidad para la Vida, 1860)

3. Julián Sanz del Río y el culto a la ciencia

«Abriéndose para nosotros hoy las puertas de la Ciencia, no se nos cie-


rran las puertas de la sociedad entramos en un santuario del gran templo,
como cuando entramos en el santuario de la Justicia o en el santuario de
las Leyes; y lo significa el involuntario respeto con que nos acercamos a su
recinto, para escuchar a los que hablan en su nombre del espíritu que allí
reina, y recoger las bellas inspiraciones que despierta en nosotros su voz
solemne, y que, pasando con viva y recreadora efusión de nuestra naturale-
za, simpática con toda la verdad, bondad y belleza en la vida. Durante al-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

gún tiempo este lugar, silencioso y desierto, ha estado guarda por el Genio
titular de nuestra Institución: ¡que no se hizo tan gran fábrica solo para
recibir muchos hombres en ella, sino para ser digna morada de una idea
divina, y señal visible de que esta idea vive entre nosotros y quiere ser para
todos honrada y cultivada, como es honrada la idea del derecho, en el tem-
plo de la justicia, la idea de poder en el templo de las leyes, la idea de la
unidad social en el trono de los Monarcas!»

(Julián Sanz del Río, Discurso inaugural del curso 1857-1858)

4. Fernando de Castro y la Iglesia Universal o de Los Creyentes

«4.º Mandamiento: «Proponerse en todos los actos un fin moral: el cum-


plimiento del Derecho y realizar siempre el bien libremente y por buenos
medios.»

(Fernando de Castro, Minuta de un testamento, 1874)

5. Gumersindo de Azcárate relaciona la libertad política y del desarrollo de la


ciencia

«Según que, por ejemplo, el Estado ampare la libertad de la ciencia, así


la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en
este orden, y podrá hasta darse el caso de que abrogue casi por completo su
actividad como ha sucedido en España durante tres siglos.»

(Gumersindo de Azcárate, El self government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

6. Gumersindo de Azcárate y el principio de self-government

«(…) el principio de self-government admitido casi sin contradicción en


la esfera de la ciencia, reconocido como base esencial de la organización
del Estado en los pueblos que a la par son libres y viven en paz, y meta a que
se dirigen aquellos otros que todavía no han hallado un equilibrio estable
en este siglo de crisis y de revoluciones. Bien se nos alcanza que la cuestión
religiosa, que con razón preocupa hoy a todos los que presencian temerosos
y desconfiados de las aspiraciones de la teocracia, deseosa de recobrar el
poder que seguramente ha perdido para siempre; cuestión social, que cier-
tos partidos y determinadas clases se esfuerzan en confundir e identificar
EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

con algunas de sus manifestaciones, para que así recaiga sobre aquella el
anatema de reprobador que solo estas merecen; y la cuestión jurídica relati-
va a los derechos de la personalidad, de los cuales unos son a la vez civiles
y políticos, como la libertad de prensa y de asociación y de reunión, y otros
como los de conciencia y de cultos, tan trascendentales que respetarlos es
respetar la civilización y desconocerlos es alejarse de ella…»

(Gumersindo de Azcárate, El self-government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

7. La Monarquía doctrinaria según Gumersindo de Azcárate

«En efecto, sin el monarca recibe su autoridad directamente de Dios, o


la deriva de un derecho preexistente, fundado sobre una ley inmutable o en
la voluntad de sus predecesores, la nación no puede desconocer, ni modifi-
car, ni siquiera consagrar lo que por sí mismo subsiste y es perfecto y aca-
bado. Por el contrario, su no hay otra fuente de poder que la soberanía de la
sociedad, es evidente que la autoridad del rey proceso de la declaración del
pueblo, el cual no sólo la reconoce y la consagra, sino que la crea y por lo
tanto, se presenta la voluntad de modificarla, y aún sustituirla, dado que los
derechos que se refieren al orden social y público no son renunciables.»

(Gumersindo de Azcárate, El self-government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

8. Francisco Giner de los Ríos y la democracia

«La democracia ha presentado en nuestros días grandes afirmaciones,


pero, de un lado, aquellos vicios, y de otro, la escasa cultura de las clases a
quienes se abraza para compensar con su peso material el de los antiguos
partidos gobernantes, tuercen su primera dirección aún contra sus mejores
deseos y la empujan fatalmente hacia ese despotismo de la libertad, impío
sacrílego que, por desgracia, no bajó al sepulcro con Robespierre. Por esto
señala el advenimiento (harto prematuro, es verdad) del cuarto estado a las
funciones políticas: el pueblo es para ella no la comunidad social en toda la
variedad y riqueza de su inferior organismo, sino la masa atomística de los
individuos en abstracto y su tendencia irresistible, la de fundar el privilegio
de un clase sobre las ruinas de los privilegios de las demás.»

(Francisco Giner de los Ríos, La política antigua y la política nueva, 1872)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

9. Francisco Giner de los Ríos y el sufragio universal

«El sufragio, como intervención directa en la gestión oficial del Estado


social, no puede ser ejercido sino por aquellos de sus miembros que poseen
la plenitud de la facultad de obrar. De aquí el profundo error que encierra
el llamado sufragio universal, en tanto que se halla necesariamente limitado
el ejercicio de este poder, no debiendo hacer uso de él el loco, el menor, el
delincuente, el que no ofrece garantías de actitud intelectual y moral para
el bien público: todas las cuales contribuyen, es cierto, poderosamente a la
determinación del Derecho social, pero en la forma consuetudinaria.»

(Francisco Giner de los Ríos, La política vieja y la política nueva, 1872)

10. Rafael Altamira ante la crisis de 1898

«En suma, el verdadero problema que ha latido en este dolorosísimo


proceso, y que aún palpita, agitando todo el cuerpo social, es el de la patria,
planteándose en las formas de su concepto, de su valor, de su estado actual
y su historia, de su significación en el mundo y del sentido y carácter que ha
de llevar la necesaria regeneración de nuestro pueblo, considerado como
una persona claramente definida y real en el concierto de las otras muchas
en que se divide hoy la humanidad civilizada.»

(Rafael Altamira, Psicología del pueblo español, 1901)

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TEMA 10
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN

El Desastre de 1898 supuso un auténtico aldabonazo nacional, al menos


para las elites intelectuales y políticas. Los valores en que hasta entonces se
asentaba el concepto de patria española y la legitimación del régimen político
se hundieron. Algo que favoreció la emergencia de los nacionalismos perifé-
ricos catalán y vasco; y pareció dar la razón a los críticos del sistema, tanto a
la derecha como a la izquierda del espectro político. En un primer momento,
el Desastre y su repercusión en la opinión pública hicieron presagiar una
pronta y próxima caída del régimen, a manos de sus adversarios o simple-
mente de los militares. A la vista de no pocos, era obvio que el grueso de la
responsabilidad política e histórica recaía en las elites dirigentes, en los con-
servadores y liberales dinásticos y en instituciones como la Monarquía. Sin
embargo, la rapidez de la derrota ante Estados Unidos y la atonía con que fue
recibida por la mayoría de la sociedad, impidió la organización de un partido
de la guerra y la consiguiente articulación de una alternativa autoritaria. Sin
embargo, las elites dinásticas recibieron un golpe del que nunca se repon-
drían. Como ya sabemos, las críticas al régimen de la Restauración fueron
muy anteriores al Desastre de 1898. Ya hemos hecho referencia a las críticas
de krausistas e institucionistas como Gumersindo de Azcárate o Francisco
Giner. Pero ahora surgirá un nuevo tipo de crítica distinta al moralismo y al
formalismo jurídico-político de estos autores. La crítica regeneracionista in-
cidiría a la Restauración, influida por el positivismo, el organicismo y el his-
toricismo, en otros factores, como la economía, el atraso social y político. El
mismo término «regeneración» es consecuencia de esa concepción organicis-
ta de la sociedad que se ve sometida a los mismos procesos biológicos que el
de los seres vivos individuales: un organicismo con el que se interpreta tanto
el funcionamiento social normal, sano, de la sociedad, como sirve para inter-
pretar sus males, sus enfermedades. De modo que la decadencia de la nación
es también decadencia de la raza. Esta concepción organicista se acentuará
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

desde 1898, presentando al país como un cuerpo enfermo, sin pulso, necesi-


tado de nueva sangre, de regeneración, de intervención quirúrgica. El tema
de la dictadura aparece así como solución, al menos provisional, a los proble-
mas de la sociedad española. En el caso de los regeneracionistas, se trata de
una dictadura «tutelar», una tutela excepcional y plena que ciertas naciones
requieren en etapas de inmadurez o de crisis. Y es que la crítica regeneracio-
nista no sólo someterá a crítica al régimen de la Restauración, sino a la tra-
yectoria del liberalismo español. No debemos ver en estos planteamientos
«prefascismo» alguno, como sostuvo superficialmente hace años Enrique
Tierno Galván, suponiendo que dicho término o concepto tenga un conteni-
do preciso. Los regeneracionistas tenían el liberalismo como principio nor-
mativo, el autoritarismo como transición práctica y la dictadura comisaria
como recurso de excepción, pues, como señaló Carl Schmitt, existe:
«la tradición de una dictadura nacida a partir de un racionalismo inme-
diato y absolutamente consciente de sí mismo: la dictadura educativa de la
Ilustración, el jacobinismo filosófico, el despotismo de la razón, una unidad
formal que radica en el espíritu racionalista y clasicista, la alianza de la fi-
losofía y el sable.»1

A ello se unirían posteriormente los intelectuales noventayochistas,


que, a la problemática específicamente española, sumaron las corrientes
antiracionanalistas características de la «revolución intelectual» (Stuart
Hughes) finisecular. Además, las críticas regeneracionistas condicionaron
progresivamente la dinámica del sistema de la Restauración, algunos de
cuyos representantes, como Antonio Maura y José Canalejas, intentaron,
desde distintos supuestos, su modernización y adecuación a los nuevos
tiempos.

1. LOS PRECURSORES

1.1 Ricardo Macías Picavea

Nacido en la localidad santanderina de Santoña en  1847, la vida de


Macías Picavea no fue novelesca; fue la de un intelectual laborioso, serio,

1
Carl SCHMITT, Sobre el parlamentarismo. Madrid, 1990, p. 68.
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

con gran afición a la literatura, a la ciencia y a las humanidades. El perio-


dista Luis Antón del Olmet, lo describió como «maestro modesto de un lu-
gar olvidado, sin un gran genio ni una ciencia muy vasta, pero hombre se-
rio, de recto corazón, buen patriota, de sentido iberista». Macías Picavea
procedía de una familia de tradición militar. Su padre llegó a ser teniente
coronel de Infantería. La profesión paterna obligó a su numerosa familia a
continuos traslados. Por ello, el joven Ricardo comenzó sus estudios prima-
rios en León, y los universitarios en Valladolid, donde se matriculó en
Derecho y Filosofía y Letras. Alternó sus estudios con el servicio militar en
Madrid, donde conoció a Julián Sanz del Río y se familiarizó con la filoso-
fía krausista. Retornado a la vida civil, residió en Valladolid hasta conse-
guir por oposición en 1874 la cátedra de Psicología, Lógica y Ética en el
Instituto de Segunda Enseñanza de Tortosa. Cuatro años después, ocupó,
por traslado, la cátedra de Latín y luego de Geografía e Historia en el
Instituto de Valladolid. Miembro del Partido Republicano Progresista, fun-
dó el diario La Libertad; y fue elegido concejal del ayuntamiento de
Valladolid, llegando a formar parte de la Comisión de Instrucción Pública.
Al cesar como concejal, abandonó la política activa, dedicándose al perio-
dismo, a la literatura y a sus actividades pedagógicas. Elegido miembro de
la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, publicó La
mecánica de choque y El derecho a la fuerza, novelas en las que se plantea-
ban problemas morales resueltos desde una perspectiva puritana típica-
mente krausista. Su novela más conocida fue, sin embargo, Tierra de
Campos, inserta en una temática galdosiana, que intenta responder a la no-
vela regionalista española, creando un espacio narrativo representativo de
Castilla. Fue igualmente autor de una Gramática Latina.
No obstante, Macías Picavea adquirió celebridad, en el ámbito del pen-
samiento español de la época, por su obra El problema nacional, en el que,
al socaire del Desastre de 1898, analiza las causas de la decadencia españo-
la; y propone un plan de reformas. La obra iba dirigida a «los representan-
tes del país productor», es decir, Cámaras de Comercio, Cámaras Agrarias,
Sociedades de Amigos del País, etc. El autor atribuye los males del presente,
desde el punto de vista histórico, al «austracismo», o sea, a la llegada de una
dinastía extranjera a la dirección del país. La Casa de Austria impone a
España un proyecto histórico ajeno a sus intereses, impidiendo la consoli-
dación de la prometedora trayectoria inaugurada por los Reyes Católicos.
Por culpa del «austracismo» las cualidades negativas del pueblo español ad-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

quirieron un desarrollo asombroso. Estos males y vicios son los siguientes:


cesarismo, caciquismo, centralismo, unidad católica, intolerancia, vagan-
cia, irreligiosidad decadentista, etc. Frente a estos males ofrece un reperto-
rio de «soluciones practicables»: cierre de las Cortes, suspensión de los par-
tidos políticos, corporativismo, descentralización general, y una amplia
política hidráulica, pedagógica y moralizadora. Para llevar a cabo este pro-
yecto, el autor desconfía de la Monarquía y de los partidos políticos, tanto
dinásticos como antidinásticos. La solución sólo podría venir de un «hom-
bre histórico», una especie de dictador comisario que encabezara la trans-
formación de la sociedad española. Ricardo Macías Picavea murió en
Valladolid el 11 de marzo de 1899.

1.2 Lucas Mallada y Pueyo

Como en el caso de Macías Picavea, la vida de Lucas Mallada carece de


episodios extraordinarios. Es la de un apacible profesor y científico. A ello
se unía su propio carácter descrito por sus contemporáneos como huraño,
pesimista, retraído, parco en palabras, proclive al enojo. «Tenía un tempera-
mento», se dijo en el momento de su muerte, «hepático, que se mostraba, a
las veces y a pesar suyo, en un carácter malhumorado y desapacible».
Nacido en Huesca el 13 de octubre de 1841, en el seno de una familia de
clase media baja, Mallada siguió la carrera de Ingeniero de Minas. Y, una
vez terminados sus estudios, ocupó una cátedra en la Escuela de Capataces
de Langreo. Al consolidarse la Comisión del Mapa Geográfico de España,
consiguió ser destinado a ella para realizar su vocación de geólogo de cam-
po y paleontólogo. Su labor en el Cuerpo de Ingenieros de Minas y en el
Instituto Geológico y Minero, fue muy importante. Recorrió el conjunto del
territorio español confeccionando mapas geológicos. Fue nombrado cate-
drático de Paleontología en la Escuela de Ingenieros de Minas. Sus méritos
científicos le valieron el ingreso en la Real Academia de Ciencias en 1892.
Su discurso de entrada versó sobre el tema de los Progresos de la geología
española durante el siglo XIX.
Al tiempo que científico y profesor, Mallada fue un activo y prolífico
arbitrista. En 1881, propuso una nueva división territorial de España, ba-
sada en unidades que eran simplemente el producto de los millares de ki-
lómetros cuadrados por el número de habitantes. Esta nueva división su-
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

ponía la desaparición de nueve provincias, siendo el número total de las


que formarían la nueva distribución, cuarenta. Igualmente, propuso una
serie de reformas urbanas en Madrid. Sin embargo, su obra más célebre
fue, en el campo del pensamiento político, Los males de la Patria, recopila-
ción de artículos publicados en el diario republicano El Progreso y en el
Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. El libro salió a la luz en 1890.
Los males de la Patria —todo un clásico de la literatura decadentista— era
un análisis de la situación social y política española, cuyas deficiencias
Mallada atribuía, entre otros factores, a la pobreza del suelo, a la progresi-
va pérdida de fe religiosa, a los defectos del carácter nacional —mezcla de
ignorancia, fantasía, rutina y falta de patriotismo—, al atraso de las co-
municaciones, al caciquismo, al desbarajuste administrativo y a la inmo-
ralidad de la clase política. Como soluciones, Mallada abogaba por la re-
ducción de los presupuestos del Estado en algunos ministerios, como el de
Gracia y Justicia, Hacienda, Guerra y Marina, que debía ir acompañado de
la descentralización de servicios en Fomento e Instrucción Pública.
Igualmente, recomendaba una atención preferente a la agricultura. El geó-
logo aragonés esperaba que a realización de este programa viniera de las
nuevas generaciones y, sobre todo, del advenimiento de un caudillo, al gri-
to de «¡Viva España con honra!».
Los males de la Patria tuvo su continuación en una serie de artículos pu-
blicados en la Revista Contemporánea entre 1897 y 1898, bajo el título de La
futura revolución española, en cuyas páginas predice la derrota ante Estados
Unidos en Cuba y el estallido de una revolución que acabaría con el régimen
de la Restauración. Siete años más tarde publicó sus Cartas aragonesas al
Rey Alfonso XIII, en las que realiza una exposición de sus diagnósticos so-
bre la situación española al nuevo monarca, con motivo de su mayoría de
edad, insistiendo en visión pesimista del presente social y político, cuya res-
ponsabilidad hacía caer en los partidos dinásticos y en las clases dirigentes
—aristocracia, alta burguesía y clero—. Sus esperanzadas se depositaban,
en cambio, en el Ejército y en las clases trabajadoras.

Desengañado de la viabilidad de sus proyectos, cesaron sus escritos po-


líticos, dedicándose a lo estudios de Geología Aplicada.
Lucas Mallada murió en Madrid el 6 de febrero de 1921.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

1.3 César Silió y Cortés

César Silió y Cortés nació en la localidad vallisoletana de Medina de


Rioseco el 18 de abril de 1865. Su padre, Eloy Silió, fue uno de los repre-
sentantes más característicos de la burguesía de Valladolid: fundador de
la Tejera Mecánica, miembro de la Junta Directiva de la Cámara de
Comercio Vallisoletana, accionista de El Águila y de la Sociedad Industrial
Castellana, así como fundador de los Círculos Obreros Católicos. Silió es-
tudió la carrera de Leyes en la Universidad de Valladolid y en la Central,
licenciándose en derecho civil y canónico. Una vez terminados sus estu-
dios, se incorporó al Colegio de Abogados de Valladolid y, para ejercitarse
en la práctica profesional, fue pasante en el despacho de Ángel María
Alvarez Taladriz, criminalista adscrito a la escuela positivista italiana de
Lombroso, Ferri y Garofalo. La influencia de estos autores fue muy impor-
tante en su formación intelectual. En sus primeras publicaciones sobre
criminología, Salió se autodefinió como un «positivista crítico», cuyo obje-
tivo era «armonizar la perspectiva materialista y determinista de la escue-
la positiva con los dogmas del catolicismo tradicional. En ese sentido, Silió
sometió a una crítica radical los supuestos del iusnaturalismo. Desde su
perspectiva, tanto el jurista como el criminalista no podían partir de con-
ceptos apriorísticos, sino del estudio de las causas, de los datos empíricos
que suministraban la antropología, la historia, la sociología, la geografía y
demás ciencias positivas.
De acuerdo con la perspectiva positivista —y también con la católica—
existía una clara analogía entre la sociedad y el organismo. La sociedad en
sus varias formas un sistema orgánico, un todo que es más que las partes, y
que representa un consenso universal de sus miembros. Ambos, sociedad y
organismo, son agregados celulares sometidos a la necesidad de mantener-
se en la lucha por la existencia. Y era aquí donde radicaba la posibilidad de
aplicar a los organismos sociales las leyes biológicas estructurales y evoluti-
vas. Concebida la sociedad como un organismo, ha de defenderse de sus
enemigos: los criminales, los delincuentes, los anarquistas; todos aquellos,
en fin, que pretenden subvertir las bases del orden social. Por ello, Silió cri-
ticaba, junto a la permisividad de las leyes penales, el juicio por jurado.
Junto a la escuela positivista italiana, es perceptible la influencia del
sociólogo francés Gabriel Tarde, en quien vio al principal representante de
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

la «nueva ciencia» sociológica. La genética de los usos sociales desarrolla-


da por Tarde fue recogida por el vallisoletano en varias de sus obras. Como
en Tarde, Silió tiene por base el binomio invención-imitación, donde el ele-
mento realmente importante corresponde al hombre eminente, pensador,
soldado, político. Toda sociedad vive en un estado permanente de imita-
ción que es un estado no racional. Se imita por la fuerza del prestigio, no
por propio razonamiento. Las clases inferiores imitan a las superiores. En
directa relación con esta perspectiva, Silió recogió igualmente las aporta-
ciones del sociólogo Gustave Le Bon sobre la psicología de las multitudes.
Como el francés, Silió veía en las masas una serie de peligrosas predisposi-
ciones hacia la violencia y el entusiasmo político, que debían ser canaliza-
das por las élites. Intelectualmente, la multitud es siempre inferior al indi-
viduo, pero moralmente puede ser buena o mala, cobarde o heroica; todo
depende de sus minorías directoras.
Esta secularizada perspectiva positivista intentaba enlazarse, por parte
de Silió, con los supuestos del conservadurismo católico español, lo que él
llamaría «la ideología españolista», cuyos máximos representantes eran, a
su juicio, Balmes, Donoso Cortés, Cánovas del Castillo, y Menéndez Pelayo.
Esta posición ecléctica puede verse no sólo en su posterior producción his-
torio gráfica, sino en su concepción del hecho nacional. Aquí la influencia
de Taine es igualmente manifiesta. La ciencia política no podía considerar-
se en términos estrictamente universales, sino que era preciso atender al
proceso singular de formación de cada pueblo. Cada nación se ha constitui-
do a través de las determinaciones del medio físico, geográfico y de las cos-
tumbres; lo que venía a dar una imagen peculiar de cada pueblo, de cada
nación: el «carácter nacional». «La raza, el territorio, el aire, el cielo, el gé-
nero de vida, cuanto interviene en la formación del carácter nacional, se
refleja en las obras producidas en cada una de esas agrupaciones en que la
humanidad se subdivide…». El «carácter nacional» se identifica con una
tradición específica. La Patria era «la difusión del alma propia, que se detie-
ne en las lindes del solar reducido en que la vista se esparcía de ordinario,
donde reposan las cenizas, de padres y abuelos, sobre la cual se destaca la
vieja torre de la Iglesia que escuchó sus plegarias y que fue testigo de su fe,
ora se extiende hasta las remotas fronteras abarcándola todo en su solo
amor, todo orgullo». La tradición española se identificaba básicamente con
la Monarquía y la religión católica. Sin embargo, no nos encontramos ante
un ente estático. La nación no es solo la tierra y los muertos, o las institucio-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nes tradicionales; es igualmente un ente que se proyecta, siguiendo las di-


rectrices de los individuos egregios y de las minorías conscientes, en un
programa de quehaceres propios que permiten conseguir toda una serie de
bienes —utilidad, bienestar, riqueza, civilización—; tal es su perspectiva
conservadora y modernizadora, a la vez.
Su vida política se inició en las instituciones locales vallisoletanas, sien-
do concejal y diputado provincial dentro de la corriente gamacista. A lo
largo de esta etapa, su interés se centró en los problemas demográficos y de
higiene pública que azotaban a la capital castellana: «Valladolid pierde
anualmente —dirá en una conferencia— 1041 vidas que podría conservar.
La muerte roba a nuestra población batallones cada año». El grueso de la
responsabilidad recaía en «la inacción inexplicable de las autoridades y po-
deres que debieran establecer y reglamentar la higiene públicas». Al mismo
tiempo, Silió participó, en 1893, en la fundación de El Norte de Castilla, jun-
to a Santiago Alba, compañero de estudios en la Facultad de Derecho y ca-
sado con su prima Enriqueta Delibes.
El Desastre de 1898 supuso para el vallisoletano un motivo capital de
reflexión política, intelectual e incluso histórica. Su posterior militancia
maurista y sus proyectos regeneracionistas son producto directo de la apa-
bullante impresión de decadencia que siguió a la derrota del 98. Para Silió,
el Desastre inaguró «una crisis aguda de patriotismo», a la que era preciso
poner término. Su visita, como corresponsal de El Norte de Castilla, a la
Exposición de París fue la primera ocasión que tuvo para reflexionar sobre
las causas de la derrota militar ante los Estados Unidos. Silió quedó verda-
deramente asombrado al contemplar la pujanza industrial, política y econó-
mica de Francia, Gran Bretaña y Alemania. La insignificancia española, en
cambio, le dejó consternado. ¿Cuáles eran las razones de esta situación?
Armado con las herramientas del organicismo, de la sociología positivista y
del conservadurismo católico, Silió iba a intentar dar una respuesta a esta
interrogante, en su obra Problemas del día, publicada en 1900. Siguiendo las
teorías de Tarde, Silió estimaba como una de las causas la ausencia de un
hombre ejemplar, capaz de mover a los demás a seguirle e imitarle. «No hay
multitud sin jefe, y solo vive la multitud mientras conserva una cabeza que
la guíe». Por ello, la circunstancia española no podía ser considerada como
consecuencia directa de una tara innata del «genio nacional» hispano, y es
que, como sabemos, para Silió, la existencia de un sustrato étnico configu-
rador de la nación no era un dato especialmente significativo; el problema
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

radicaba en la ausencia de una minoría dirigente digna de tal nombre, ca-


paz de dar forma a la colectividad mediante mecanismos correlativos de
ejemplaridad, es decir, «por ausencia total de dirección, por falta de fe, de
iniciativas, de ejemplos provechosos de nuestras clases superiores». De esta
forma, el vallisoletano adelanta, en su diagnóstico, algunas de las tesis de-
sarrolladas por José Ortega y Gasset en su España invertebrada.
El atraso global y la invertebración de la sociedad española se reflejaban
igualmente en la influencia del movimiento anarquista en importantes sec-
tores de la clase obrera. Para Silió, el anarquismo no pasaba de ser «una
secta de criminales fanáticos», cuyo único objetivo era el retorno «al estado
salvaje» y «la destrucción universal». Pero su mera presencia implicaba la
existencia de «un profundo trastorno de la economía social». Por todo ello,
debía ser combatido no sólo mediante la represión policial, sino con una
política de reforma social destinada a erradicar «las desigualdades irritan-
tes». Otro de los factores de decadencia nacional era el escaso nivel demo-
gráfico de la sociedad española. España era «el país de la mortalidad indis-
culpable»; y ello era consecuencia del «abandono incalificable de los
preceptos de la higiene» por parte no sólo de los poderes públicos, sino de
los particulares. Mayor importancia y transcendencia poseía, sin embargo,
la emergencia de los nacionalismos periféricos, al socaire de la crisis del 98.
A juicio del vallisoletano, esta aparición se debía a la debilidad de la capaci-
dad directora de los poderes públicos y a la escasa representatividad del
sistema político, es decir, «al divorcio grande, total, entre el Gobierno y los
gobernados». La nación era concebida por Silió corno un sistema surgido
por agregación de unidades inferiores, que se integran en torno a una cola-
boración común, nacida de la «imitación» y de la interacción entre sus di-
versos componentes. En ese sentido, tanto el nacionalismo vasco como el
catalán suponían un intento regresivo de detener el proceso de articulación
orgánica de las distintas unidades sociales en un nivel superior de integra-
ción. Se trataba, además, de un movimiento político abiertamente regresi-
vo, cuya idealización de las formas de vida rurales, del pasado preindustrial
y de la raza vasca suponían un claro obstáculo a la modernización social y
económica de aquella región. Frente a la brutal franqueza del bizkaitarris-
mo, el nacionalismo catalán se mostraba «menos descarado y radical», pero
su actitud ante el resto de la nación española resultaba cuando menos equí-
voca y, en cualquier caso, «tan escasa de apariencia de grato y dulce deber
impuesto por el corazón mismo, que ni nos satisface, ni es posible que satis-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

faga a ningún español». Por otra parte, su insistencia en factores de carác-


ter cultural o lingüístico diferenciadores era, de cara a la legitimación de
cualquier proceso independentista, por completo irrelevante. No obstante,
el vallisoletano en modo alguno se mostraba partidario de una centraliza-
ción a ultranza, que juzgaba «una adulteración desdichada del centralismo
francés». Y, por ello, propugnaba una reforma de la vida local, que supri-
miera la influencia del caciquismo.
Todos estos problemas exigían una decisión por parte de los individuos
egregios y de las minorías conscientes, capaces de articular una moral na-
cional y de llevar a cabo lo que él llamaba la «revolución desde arriba».
«Una dirección nueva, ejercitada sabiamente desde el poder, que corrigiera
con mano fuerte los malos hábitos y fomentara aquellas inclinaciones de
cuya práctica y cultivo deriva la grandeza de los pueblos modernos». Silió
encontró al líder por antonomasia en la figura de Antonio Maura.

2. JOAQUÍN COSTA

2.1 El hombre y su formación intelectual

Fue, sin embargo, Joaquín Costa quien supo encarnar y teorizar el rege-
neracionismo. En gran medida, Costa fue una figura anómala. La mayoría
de los pensadores y profetas del siglo  XIX español han sido debidamente
etiquetados y clasificados. Las doctrinas, influencias y personalidades de
Balmes, Donoso Cortés, Sanz del Río, Cánovas o Menéndez Pelayo han
sido colocadas en sus respectivos anaqueles del museo de la historia del
pensamiento español. Costa sigue, en cambio, sin clasificar, como lo estu-
vo, por otra parte, en vida, reclamado y repudiado tanto por las derechas
como por las izquierdas. Dionisio Pérez lo calificó de «oligarquista».
Manuel Azaña, de «conservador». Alfonso Ortí, de «populista». «Prefascista»
lo denominó Enrique Tierno Galván; y Gonzalo Fernández de la Mora, de
precursor del «Estado de obras». No en vano Rafael Pérez de la Dehesa dis-
tinguió entre costismo liberal y costismo autoritario. Ello es debido, al me-
nos en parte, a que la producción costista, por su carácter polifacético, y
tal vez hasta contradictorio, no facilita el análisis y la formulación de una
valoración global y por ello ha dado lugar a múltiples interpretaciones, has-
ta el punto que después de su muerte pudieron reivindicarlo políticos e in-
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

telectuales de bandos tan divergentes que pronto se enfrentarían en una


cruenta guerra civil.
Nacido en la localidad aragonesa de Monzón el 14 de septiembre de 1846,
Costa procedía de una familia de pequeños campesinos, de profundas con-
vicciones tradicionales y católicas. La pobreza de su origen le acompañaron
gran parte de su vida, marcando sus actitudes básicas: la ética del esfuerzo
y del trabajo, la lucha contra el destino, el estoicismo y la austeridad, la des-
confianza hacia el poder y a los que viven del presupuesto estatal, el realis-
mo y el materialismo de base de la cosmovisión campesina, así como la de-
fensa de una propiedad básica, familiar como garantía de la libertad
individual (Cristóbal Gómez Benito). En ese sentido, su niñez y adolescen-
cia fue mucho menos segura y cómoda que la de Macías Picavea, Mallada o
Silió. Designado para seguir la tradición campesina familiar, Costa eligió, a
contracorriente, la vida intelectual. Y abandonó el hogar paterno para estu-
diar en Huesca. Mientras trabajaba de peón de albañil, aprendió francés,
visitó París y se hizo bachiller. Su estancia en la capital francesa fue decisi-
va para su evolución intelectual y sus preocupaciones económicas, sociales
y políticas, tomando conciencia del atraso español, especialmente en cien-
cia y tecnología. En medio de increíbles penurias, que le pusieron al borde
del suicidio, concluyó sus estudios universitarios de Derecho y Letras en la
Universidad de Madrid. Entonces conoció a Giner de los Ríos, quien le in-
trodujo en los círculos krausistas, llegando a figurar en el primer elenco de
profesores de la Institución Libre de Enseñanza. Entre 1880 y 1883, dirigió
el Boletín de la Institución, en cuyos locales vivía. El influjo de Giner es pal-
pable en los supuestos morales de la obra política y pedagógica de Costa;
pero su poderosa y rebelde personalidad rebasó los límites de escuela hasta
el punto de que se desdibujaron sus orígenes institucionistas.
A diferencia de lo sustentado por algunos críticos, como Enrique Tierno
Galván, Costa no fue, en realidad, un autodidacta. Su paso por la Universidad
y su contacto con Giner de los Ríos le proporcionó una sólida y polifacética
formación. En sus obra, está clara la impronta de krausismo, de la Escuela
Histórica del Derecho alemana, con su insistencia en el «espíritu del pue-
blo» (Volkgeist); y la del positivismo. Del krausismo tomó la primacía de la
sociedad frente al Estado; de ahí la primacía de la costumbre (emanación
de la sociedad) frente a la ley (emanación del Estado); y también la primacía
y de defensa de los organismos intermedios —familia, comunidad, munici-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

pio, región, asociación, etc.— frente a la burocracia y el centralismo estatal.


Igualmente, su personalismo y su enfoque sustantivista frente a cualquier
tipo de formalismo y doctrinarismo. Del historicismo alemán, el interés por
el estudio de las tradiciones —el derecho consuetudinario, la economía po-
pular, el colectivismo agrario, los refraneros como fuentes que expresan las
concepciones políticas e ideológicas del pueblo, el conocimiento y el saber
populares—. Del positivismo, toma su pasión por el conocimiento de los
hechos concretos —su erudición sobre la que apoyar e ilustrar afirmaciones
y opiniones—; su optimismo científico, su idea de progreso, ante todo mate-
rial; y su posición materialista. Su positivismo es también evolucionista y
organicista, de clara impronta spenceriana.
A pesar de su filiación intelectual, nunca se sintió suficientemente ligado
a la Institución; y en 1883 dejó de trabajar en ella, aunque siguiera vincula-
do personal e intelectualmente a la misma. En 1875, había logrado una pla-
za de Oficial Letrado de la Administración Económica, algo que le deparó
una cierta estabilidad económica.
Entre 1876 y 1890, Costa se convirtió en un intelectual conocido y reco-
nocido en la sociedad culta madrileña y en los círculos políticos y cultura-
les. Fue el promotor y fundador de sociedades diversas, como la Asociación
para la reforma de los Aranceles de Aduanas en defensa de la libertad de
comercio; de la Sociedad Geográfica Comercial y director de la revista del
mismo nombre en sus primeros años, organizando el Congreso de Geografía
Comercial y Mercantil de 1883 en Madrid, del que saldría la Sociedad de
Africanistas. Participó en los congresos de Agricultores de 1880 y 1881, don-
de presentó su programa de reforma de la agricultura española y su política
hidraúlica. Costa era muy crítico con los procesos de desamortización lle-
vados a cabo por el liberalismo a lo largo del siglo  XIX. La privatización de
la propiedad tenía como base la concepción romana de dominio absoluto
sin ninguna clase de límites. En sus estudios sociales, Costa predica y exal-
ta las ventajas de las instituciones colectivas que sobrevivieron a la desa-
mortización: huertos comunales, comunidades de pastos, etc, por la solu-
ción que representaban para los pobres, impidiendo la existencia de
desheredados. En ese sentido, Costa se mostraba partidario de la restaura-
ción de estas formas de propiedad colectiva. En su libro Colectivismo agra-
rio en España, Costa exalta las figuras de Fray Alonso de Castrillo, Juan
Luis Vives, Juan de Mariana y Álvaro Flórez Estrada, precursores, a su jui-
cio, de las doctrinas del economista Henry George; y tendentes a establecer
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

limitaciones al derecho de propiedad privada. Otro tipo de autores estudia-


dos por Costa, en esta obra, eran los que bajo el impacto producido en los
españoles por las instituciones indígenas americanas llegaron a considerar
el comunismo como ideal humano, bien diferente a la corrompida sociedad
europea. Ejemplos de esta tendencia eran el jesuita Acosta o Murcia de la
Llana. Sin embargo, la doctrina colectivista fue perdiendo vigencia a lo lar-
go del siglo  XVII, al reducirse a los arbitristas. En el siglo siguiente existe
una continuidad de estas tendencias; pero finalmente son las doctrinas in-
dividualistas de Jovellanos las que triunfan en las Cortes de Cádiz y en la
posterior legislación liberal. Algo que, en opinión de Costa, llevaba consigo
«el fracaso entero de la revolución». De este estudio, Costa deducía la exis-
tencia de una escuela colectivista españolas, cuyas notas comunes eran: re-
clamación de alguna intervención del Estado en la regulación de la produc-
ción y distribución de la riqueza; ausencia de partidarios del comunismo
integral, agrarismo, concesión del pleno dominio de las tierras al Estado o
a los concejos, transfiriendo a los particulares sólo el dominio en calidad de
infiteutas o arrendatarios.
Igualmente, Costa se mostraba partidario de una política colonial en
África, en un momento de expansión colonial europea. En 1884, se fundó
con su participación la Sociedad de Africanistas y Colonialistas, promo-
viendo más de cinco expediciones exploratorias y científicas a Río de Oro, el
Sahara y el Golfo de Guinea. El escaso apoyo gubernamental a todos estos
proyectos llevó a Costa a abandonar en 1887 las cuestiones coloniales y re-
clamar la atención gubernamental a la «colonización interior» de España.

2.2 Ante el 98

A partir de 1890, Costa decide intervenir directamente en política desde


la defensa de los intereses de los agricultores y de la población de la comar-
ca de Graus. En 1891 crea la Liga de Contribuyentes de Ribagorza y un año
después la Cámara Agrícola del Alto Aragón. Con estas campañas trató de
transformar a la agricultura en una fuerza política, con un programa de
desarrollo agrario propio, fomentando la agricultura en la comarca a través
principalmente de la construcción de canales de riego por cuenta del Estado.
La primera campaña de la Cámara Agrícola del Alto Aragón se centró en
conseguir la construcción por el Estado del Canal de Tamarite.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En 1893, la Cámara presentó candidaturas propias a las elecciones mu-


nicipales, y a las generales en 1896, en las que Costa no logró salir elegido.
Su programa abogaba por la construcción de caminos, canales de riego por
el gobierno; abrir mercados para producción agrícola, facilitar el crédito
territorial, suspender la desamortización civil, dar autonomía administrati-
va a los municipios, codificar el derecho civil aragonés, introducir econo-
mías en el presupuesto nacional, organizar un sistema de seguros de vida,
socorros mutuos y cajas de retiro regidos por el Estado, y mejorar la ins-
trucción primaria. Justicia para Puerto Rico y Cuba. Mayor ligazón a
Hispanoamérica, para poner freno a la expansión norteamericana. Unión
con Portugal y africanismo.
En Desastre de 1898 hizo tomar conciencia a Costa de que sus progra-
mas de reforma económica y social no podían realizarse en el marco del
régimen de la Restauración. A su juicio, era necesaria una «revolución des-
de el poder», «desde arriba», que sustituyera a la clase gobernante e impu-
siera un cambio de régimen. Una revolución promovida por las clases «neu-
tras» y «productoras», por la alianza de los intelectuales y de los sectores
económicos progresivos. En un principio, lanzó el reto de la «resurrección
de España», mediante una «política para la blusa y el calzón corto, ya que
por muchos años se ha hecho política para la levita buscando al hombre
interior y formarlo para que trabaje y se sacrifique y elabore la obra magna
de la resurrección». El 12 de noviembre de 1898, Costa, por medio de la
Cámara, lanzó un programa-manifiesto dirigido a todas las Cámaras agrí-
colas y comerciales, y a los sindicatos, en el que apuesta por un período
constituyente, de ruptura radical con el régimen de la Restauración y su
clase dirigente; una respuesta para la «total rectificación de nuestra histo-
ria», pues España es «una nación frustrada», «amorfa», porque no se había
dado a sí misma «una constitución adecuada a su psicología y a la calidad y
posición de su territorio».
De nuevo, intentó la construcción de una fuerza política ahora de ámbi-
to nacional. El primer paso fue la organización de la Asamblea Nacional de
Productores, en colaboración con Basilio Paraíso y Santiago Alba. La
Asamblea acordó la creación de la Liga Nacional de Productores, en contra
de la opinión de Costa de constituir un partido político nuevo. No obstante,
el nuevo movimiento se inspiraba en su pensamiento. Por iniciativa parale-
la, ajena a Costa, se creó en marzo de 1900 el partido Unión Nacional, pre-
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

sidido por Basilio Paraíso y Santiago Alba, en el que se integró la Liga


Nacional de Productores, donde Costa estuvo en su directorio. Sin embar-
go, las disensiones internas sobre la estrategia a seguir y el carácter de la
oposición al sistema político, llevaron al fracaso de la Unión Nacional y a su
desaparición en 1901. Algo que contribuiría a radicalizar las posturas de
Costa, que evolucionó a una posición de crítica radical a la Restauración, a
la que calificó de «oligárquica y caciquil».
Costa exigió la jubilación de la clase política de la Restauración. Su
principal argumento fue histórico. La situación española era semejante a la
de Francia tras la derrota de Sedán y los gobernantes españoles debían
sufrir la suerte de Napoleón III y sus partidarios, es decir, el fin de la clase
política, el cambio de régimen y el acceso de hombres nuevos al poder. Los
gobernantes no habían hecho nada; ni tan siquiera se habían disculpado.
El Parlamento era «órgano de los oligarcas», «feria de vanidades», «bolsa
de contratación del poder». Los partidos eran «oligarcas de personajes sin
ninguna raíz en la opinión ni más fuerza que la puramente material que les
comunica la posesión de la Gaceta». Esta denuncia era complementaria de
su célebre tesis sobre que la constitución real de España no era la Monarquía
constitucional, sino un cacicato oligárquico. Era la tesis de la famosa en-
cuesta, que elaboró Costa, celebrada del Ateneo de Madrid en 1901, que
llevaba por título Oligarquía y caciquismo, en la que participaron, entre
otros, Antonio Maura, Adolfo Bonilla, Rafael Altamira, Adolfo Posada,
Pompeyo Gener, Enrique Gil Robles, Damián Isern, Juan Manuel Ortí y
Lara, Francisco Pi y Margall, Pedro Dorado Montero, Emilia Pardo Bazán,
Antonio Royo Villanova, Santiago Ramón y Cajal, Joaquín Sánchez de
Toca, Vicente Santamaría de Paredes, Eduardo Sanz y Escartín,
Gumersindo de Azcárate, etc. Hay un texto que sintetiza esa conclusión:
«Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directi-
va o gobernante, distribuida o encasillada en partidos»; tales gentes eran, a
juicio de Costa, «minorías de los peores según la selección al revés».
Tampoco confiaba el aragonés en la dinastía. Durante su juventud, Costa
había sido indiferente a las formas de gobierno. A raíz del Desastre, confió
en que la Regente María Cristina le diese el acceso al poder. Luego, se hizo
antidinástico y, posteriormente, republicano hasta el final de sus días.
Costa denunció la ineficacia constitucional del «poder moderador». El Rey,
dirá, «es una ficción»; era la española, «una Monarquía absoluta, refugiada
entre caciques y oligarcas y en sus miserables instrumentos». La fórmula
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

política de Costa une el elitismo y el populismo. El primer impulso de la


revolución desde arriba debía venir de la elite, de una minoría del «patri-
ciado natural» no responsable del Desastre; esa elite cancelaría los mitos e
ilusiones de la Restauración y elaboraría un programa concreto, movili-
zando a las «clases neutras», la inmensa mayoría del país; esas clases elegi-
rían un presidente de la República, que ejercería el poder independiente-
mente del Parlamento. El gobernante costista es resueltamente autoritario:
el «cirujano de hierro», «brazo de acero», «mucho bisturí», capaz de aplicar
un tratamiento quirúrgico, es decir, «físico y coactivo», al conjunto de la
sociedad. No en vano en su obra existen multitud de alabanzas a figuras
como Cromwell, el conde de Aranda, Colbert, Bravo Murillo, o Bismarck; y
estudió la doctrina de la dictadura de Donoso Cortés. El dictador costista
ejerce la tutela sobre un cuerpo enfermo, asume la plenitud del poder eje-
cutivo y nombra a sus ministros «entre las personas más competentes en
cada una de las ramas de la Administración, sin tener que sujetarse a com-
promisos, exigencias o combinaciones de los grupos parlamentarios». Era
preciso, además, que las Cortes funcionasen «separadamente del Gobierno
y que el Gobierno funcione separadamente de las Cortes, sin que por una
crisis o por una votación del uno haya de disolverse el otro». El Parlamento
debía conservarse, pero aislado, poniendo «sordina a su voz para obtener, a
pesar de él, los efectos bienhechores del silencio, dejándolo al propio tiem-
po en píe como un ejercicio de aprendizaje; reducirlo, en fin, a la pura fun-
ción legislativa». El programa costista, sintetizado en los «criterios de go-
bierno», se concreta en la educación, la higiene popular, la reducción del
gasto público, el equilibrio presupuestario, la previsión social, etc. Cuando
la «tutela» del pueblo español haya dejado de ser necesaria, porque el em-
peño regeneracionista se haya cumplido, el presidencialismo, que Costa de-
nomina «neoliberal», dará paso al «régimen parlamentario como ideal», en
el «self-government del país por el país».
A partir de 1903, Costa se incorpora a la Unión Republicana, ya que juz-
gaba que la regeneración nacional iba unidad al cambio de régimen políti-
co. Ese mismo año se presentó a las elecciones por las circunscripciones de
Zaragoza, Madrid y Gerona, saliendo elegido por las tres ciudades, pero no
llegó a ocupar el escaño y al año siguiente presentó su dimisión. Progresiva,
aunque lentamente, fue perdiendo sus convicciones religiosas, especialmen-
te bajo la experiencia del pleito llamado de «La Solana», en el que intervino
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

como abogado de la parte eclesiástica. Y murió el 11 de febrero de 1911 fue-


ra del seno de la Iglesia católica.

La vida política de Costa fue una sucesión de clamorosos fracasos. Sin


embargo, sus objetivos deslegitimadores se cumplieron plenamente. El régi-
men de la Restauración nunca se repuso de sus críticas. La clase política
fue incapaz de responder intelectual y doctrinalmente a las diatribas de que
fue objeto por parte del aragonés. Es más: las interiorizó, aunque, como
tendremos oportunidad de ver, no hizo demasiado por solucionar los pro-
blemas que suscitaba. Además, los incipientes sectores antiparlamentarios
encontraron en la producción costista munición altamente aprovechable.
Su resuelta y ambigua denuncia del parlamentarismo y su exaltación del
«cirujano de hierro» iba a tener, en lo sucesivo, singular transcendencia.

3. EL «ESPÍRITU DEL 98»

La crisis del 98 generó una reacción de carácter intelectual, muy seme-


jante a la ocurrida en otros países europeos. Lo que se ha venido en llamar
«espíritu del 98» significó una demostración de inconformismo, de rebeldía
y de inquietud por parte de las elites intelectuales emergentes con respecto
al sistema, la sociedad y al esquema de valores de la Restauración. Algo que,
en el fondo, envolvía la búsqueda de una tradición sustentadora de un nue-
vo nacionalismo español. Esta apelación fue igualmente tributaria del enra-
recido momento filosófico y literario finisecular, la «revolución intelectual»
(Stuart Hughes), teñida de vitalismo, decadentismo e irracionalismo, here-
dera de Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard. Frente a la razón ilustra-
da, lo irracional resurgía. Algo que explica el voluntarismo de que está im-
pregnado el conjunto de las obras y de las tesis de estos autores. El conjunto
de los noventayochistas —Unamuno, Baroja, «Azorín», Maeztu— no fue ni
liberal ni demócrata. En ese sentido, autores como Gonzalo Sobejano los
han calificado de «anarcoaristócratas». Otros, como Ramón Iglesias Parga,
han hecho referencia al «reaccionarismo» de la generación del 98. En reali-
dad, nunca tuvieron una posición política coherente y fija. Aquí destacare-
mos las ideas de Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, los dos noventa-
yochistas de mayor calado intelectual y político.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

3.1 Miguel de Unamuno y Jugo

Nacido en Bilbao el 29 de septiembre de 1864, Miguel de Unamuno fue el


principal representante del «espíritu del 98». Como la mayoría de los noven-
tayochistas, no fue liberal ni demócrata; fue un «ocasionalista» (Carl
Schmitt), es decir, un representante del romanticismo político, para quien
las ideas y/o los acontecimientos eran tan sólo «ocasiones» para la exhibi-
ción de un hipertrofiado «yo». Unamuno se dejó seducir, primero, por el
fuerismo; después, por el socialismo; más tarde, por la república; y, final-
mente, por la contrarrevolución.
El primer credo político del bilbaíno no fue, como a veces suele soste-
nerse, el nacionalismo vasco, sino el fuerismo, o más exactamente, el fueris-
mo «intransigente» de los euskalerriacos, que iría abandonando cuando
marchó a Madrid para estudiar en la Universidad, donde descubrió el pen-
samiento moderno —Kant, Hegel, Spencer—; y pierde la fe religiosa.
En 1884, se doctoró, con el grado de sobresaliente, con una tesis titulada
Críticas del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en la que
defiende que en la lengua vasca hay muchos elementos tomados del latín o
del románico. Progresivamente, Unamuno consideró que el vascuence care-
cía de porvenir como lengua en la cultura moderna.
Ya en posesión de su cátedra de griego en Salamanca, se acercó a los
socialistas, manifestando su animadversión hacia las elites industriales
vascas, cuya figura descollante era Víctor Chávarri, el fundador de Altos
Hornos de Vizcaya. En 1894, Unamuno ingresó en la Agrupación Socialista
de Bilbao, a la que perteneció hasta 1897. Su órgano oficial era La lucha de
clases, en la que colaboró Unamuno desde su cuarto número. También cola-
boró en El Socialista, La Nueva Era, La Revista Socialista, y en órganos
anarquistas como Ciencia Social y La Revista Blanca. El socialismo para
Unamuno era una doctrina económica, cuyo fundamento era la socializa-
ción de los medios de producción; pero igualmente un ideal por realizar, un
ideal de reforma intelectual, moral, económica y política; una nueva con-
cepción total de las relaciones humanas. La influencia de Marx en sus escri-
tos fue escasa. Según la mayoría de los estudiosos de su pensamiento, debía
más a otros pensadores como Achille Loria, Nittti, Henry George, Costa,
Spencer, Tolstoi o Ruskin. Unamuno se mostraba partidario de la industria-
lización del país. Defendía, además, el individualismo, ya que, a su juicio, el
capitalismo no veía en el hombre un fin, sino un medio; algo que el socialis-
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

mo tenía que superar. Y es que el socialismo era, en realidad, el auténtico


liberalismo, si continuación y realización, al consolidar sus bases materia-
les para el desarrollo individual, es decir, la capacidad crítica, el uso de la
razón y la insumisión. La organización socialista garantizaría la esponta-
neidad creadora de los artistas frente a un capitalismo que afeaba y degra-
daba tanto el entorno social como el propio arte, al que convertía en mera
mercancía. En fin; Unamuno concebía el socialismo como un capitalismo
que funciona sin proteccionismo, con altos salarios y como Estado indus-
trial; algo a lo que habría que llegar no mediante la violencia revoluciona-
ria, sino a través de reformas.
En 1897, Unamuno abandona la Agrupación Socialista de Bilbao, para
seguir otra línea de actuación pública, alejado ya de la anterior tendencia
cientifista, obsesionado por los temas de Dios, la inmortalidad personal y el
problema de España.
Su obra En torno al casticismo, escrita en 1895, entraba de lleno en su
preocupación por el problema español. Se trataba de una crítica directa a
los supuestos del tradicionalismo representado por Menéndez Pelayo, de
quien había sido discípulo en Madrid. En Salamanca, había polemizado
igualmente con el tradicionalista Enrique Gil Robles. Deseoso de dar funda-
mento a una nueva idea de nación española, Unamuno opuso al concepto de
tradición el de «intrahistoria», basado en
«la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas
horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol
y van a su campo a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna,
esa labor como la de las madréporas subocéanicas echa las bases sobre las
que se alzan los islotes de la Historia.»

La «intrahistoria» era «la sustancia del progreso, la verdadera tradición,


la tradición eterna, no tradición mentida que se suele ir a buscar al pasado
encerrado en los libros y papeles, y monumentos y piedras». La vía propues-
ta para acceder a la «intrahistoria» no era sino una relectura vitalista de las
tesis positivistas de Hipólito Taine, según las cuales el pasado y el presente
forman una sola y única realidad, dada la similitud de los condicionamien-
tos geográficos y raciales que vienen conformando desde los más remotos
orígenes hasta el momento actual de la comunidad nacional. Por el contra-
rio, los tradicionalistas eran meros «desenterradores de osamentas», «los de-
dicados a ciertos estudios llamados históricos y esfuerzos por escapar a la
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ley viva de la prescripción y del hecho consumado y sueños de restauración».


Unamuno consideraba a Castilla como la forjadora de la unidad nacional
española. Lo castellano era «lo castizo», cuya mejor expresión era el teatro
de Calderón de la Barca. El casticismo castellano, reflejado en la España del
siglo  XVI, se caracterizaba por el «horror al trabajo», «la resignada indolen-
cia y medida parsimonia», «la holganza y la pobreza», el «sofoco de la liber-
tad civil», el «ordenancismo», la «bárbara ley del honor», etc. El lazo social
de aquella época era la religión, fundada en la «hermandad entre el sacerdo-
te y el guerrero». Unamuno pensaba que, pese a los cambios experimentados
por la sociedad española, pervivía el espíritu casticista frente a los intentos
de europeización. En ese sentido, la labor de los «españoles europeizados»
no era la creación de abstractos proyectos políticos, sino redescubrir los te-
soros ocultos del «alma» del pueblo, herencia de un pasado que el propio
pueblo desconocía, del que no tenía memoria expresa, porque era incons-
ciente. La solución debía encontrarse en el «presente vivo y no en el pasado
muerto», en que la juventud se vuelva «con amor a estudiar al pueblo, que
nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las corrientes todas ul-
trapirenaicas y sin encerrarse en los capullos casticistas, jugo seco y muerto
del gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive
con la lucha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el español
colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor».
En 1901, Unamuno pronuncia un discurso en Bilbao como mantenedor
de unos Juegos Florales, donde proclama como compensación a la pérdida
de las últimas colonias en América una política no centrífuga, sino centrípre-
ta, en la que las regiones y los pueblos tendrían que renovar y salvar a Castilla
y a España entera. Para ese programa el vascuence resultaba «estrecho».
Con todo, no debemos, sin embargo, tomar excesivamente al píe de la
letra el europeísmo o el liberalismo unamunianos. Obsesionado con el
tema de la inmortalidad personal, abominó luego, en su obra El sentimien-
to trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de la idea de progreso
como representación de una «enfermedad que arranca del pecado origi-
nal». Condenó la cultura moderna, calificando a los europeístas españoles
de «papanatas». Terminó rechazando, además, el regeneracionismo, califi-
cándolo de «hórrido». Para entonces, su antiguo amigo Joaquín Costa apa-
recía como «un archiespañol», «uno de los espíritus menos europeos que
hemos tenido».
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

A lo largo de su vida. Unamuno se convirtió en un «agitador de espíri-


tus». Criticó la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera, la II República;
y apoyó a los sublevados de 1936, para luego criticados igualmente. Pero fue
incapaz de articular un proyecto político coherente.

3.2 Ramiro de Maeztu

Más coherente se mostró Ramiro de Maeztu, nacido en Vitoria el 4 de


mayo de 1874. Tras los avatares que supusieron la ruina familiar y su acci-
dentada trayectoria vital por tierras de Francia, Cuba y Bilbao, y su poste-
rior instalación en Madrid, se convirtió en uno de los más afamados perio-
distas de la España finisecular. Anonadado por la derrota española ante
Estados Unidos, su ideal era, por entonces, «otra España». Las adversas
circunstancias en que hubo de desenvolverse en su juventud, le abocaron a
una formación de autodidacta y de aluvión, que convirtió su producción
periodística de la época en un acervo de perspectivas filosóficas y doctrina-
les muy diversas. Sus ídolos intelectuales eran, en aquellos momentos, los
representantes del vitalismo, del darwinismo social y del decadentismo:
Schopenhauer, Huxley, Kidd, Wells, D´Annunzio, Nietzsche, Sudermann.
Novicow, Ibsen, Malthus, Stirner y Spencer, a los que habría que añadir
Marx, Costa y Unamuno.
Sus reflexiones delatan una acusada nostalgia de un desarrollo capita-
lista español y el análisis de los factores limitativos del mismo. Según sus
propias palabras, aspiraba a convertirse en «hacedor de los hombres que
hagan dinero». El elitismo intelectual fue una de las constantes de su pen-
samiento político. El intelectual, a su juicio, era el agente por excelencia del
cambio social. Íntimamente ligado a ello, se encontraba la misión de activar
la conciencia nacional mediante la doble función de preservar y legitimar
su futuro, dando respuesta a las necesidades de la sociedad de la que la na-
ción depende. En el fondo, el intelectual era igualmente el creador de la
nación, «un ideal aglutinador de regiones antagónicas y de clases sociales
en pugna, un ideal que extrae su fuerza del mutuo instinto de conserva-
ción». Aquí entraba la influencia nietzscheana, cuya impronta nunca le
abandonó del todo. La explosión de vitalidad que implicaba el superhombre
nietzscheano era lo que necesitaba la sociedad española. En él se conjuga-
ban «el hombre idea» y el «hombre voluntad», capaz de conducir a la socie-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dad a «una vida más grande, más noble, más intensa». En Maeztu, el ideal
de revolución industrial se expresa y tiene como sujeto al superhombre; se
trata de una labor suprahumana, fáustica. El escritor vasco depositaría su
esperanza en la capacidad transformadora de heroicos capitanes de indus-
tria e individualidades «sensatas» y «enérgicas», que impulsaran sin trabas
el desarrollo económico de la nación. Complemento de su nietzscheanismo
era el darwinismo social. Herbert Spencer era, a su entender, «el verdadero
creador de la ciencia social moderna». La sociedad era concebida por
Maeztu como una parte perfectamente homogénea de las leyes cósmicas de
la naturaleza: las relaciones sociales eran relaciones de competencia, de lu-
cha entre individualidades y clases. El desarrollo de las sociedades consis-
tía en la elevación de los grados de sociabilidad. El máximo exponente de
cohesión social era la nación, concebida como una sociedad que engarza en
su seno tanto a individuos como a clases sociales. En el joven Maeztu, la
nación no se define como una sociabilidad adscriptiva, sino como un pro-
yecto, como un proceso, que es preciso realizar para trascender su propia
situación atrasada en el esfuerzo de desarrollo económico y modernización.
En ese sentido, el patriotismo esclarecido debía de ser crítico, es decir, diri-
gido hacia la sociedad nacional por el camino de progreso social; y no de la
glorificación del pasado. A ese respecto, Maeztu veía en Costa «la posibili-
dad de un patriotismo popular, de un patriotismo en el que se funden las
ideas de patria y pueblo, un patriotismo que se proponga fundamentalmen-
te la educación y el bienestar del pueblo».
En ese sentido, Maeztu se mostraba muy crítico con el régimen de la
Restauración, un sistema político y social que calificaba de «burocrático,
teocrático y militar». Igualmente, se mostraba muy adverso al catolicismo,
ya que el proceso de modernización era inseparable de la secularización de
las conciencias. El papel social de la Iglesia católica en el aparato educativo
era negativo, porque impedía la cristalización de una mentalidad pragmáti-
ca y desarrollista en el seno de las clases dirigentes. La educación católica
era incapaz de crear «hombres de voluntad e inventiva». Además, el catolicis-
mo español era tan «ácido» que sólo servía para «llenar de bilis el estóma-
go»; y, en consecuencia, era incapaz de garantizar la cohesión social. Esta
crítica se extendía a sus portavoces intelectuales, como Menéndez Pelayo, a
quien no dudó en calificar de «triste coleccionador de muertas naderías».
Los nacionalismos periféricos catalán y vasco eran otra de las grandes
amenazas para el proceso de modernización y consolidación nacional. Las
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

bases sociales del bizkaitarrismo se reclutaban al margen de las clases so-


ciales progresivas como eran la alta burguesía y el proletariado industrial.
Sus tesis fundamentales —la raza, la lengua, localismo y ruralismo— care-
cían de virtualidad histórica. Y es que la construcción de una sociedad mo-
derna y del mercado nacional exigía la asunción de un centro lingüístico,
capaz de asumir plenamente la función unificadora, eliminando en lo posi-
ble la diversidad de idiomas y dialectos, al igual que la urbanización y la
mezcla de etnias. El catalanismo le parecía «menos instintivo y violento»;
era «una mixtura de agua y fuego, de corderos y lobos, de trovas y arance-
les, tan inconsistente al análisis como incomprensible al corazón». En reali-
dad, la misión histórica de vascos y catalanes, y sobre todo de sus burgue-
sías industriales, no era la construcción de naciones alternativas a la
española, sino la colonización de la subdesarrollada Meseta castellana, «un
doble negocio de importancia suprema para el litoral».
Muy crítico se mostraba Maeztu igualmente con el socialismo español,
al que acusaba de exclusividad clasista, al negarse a establecer alianzas con
otros partidos de izquierdas y/o liberales. Pablo Iglesias predicaba «la lucha
de clases a palo seco» y defendía un marxismo dogmático carente de conte-
nido positivo; algo que culminaba en unas actitudes abiertamente antiinte-
lectuales. Los dirigentes socialistas no parecían ser conscientes de la nece-
sidad de tener «espíritus superiores que critiquen magistralmente el sistema
social». De ese desprecio nacía la simplicidad de los análisis socialistas na-
cidos de la pluma de sus militantes.
La solución al problema español vendría, para Maeztu, no sólo del desa-
rrollo económico capitalista, sino de una auténtica reforma intelectual y
moral. En primer lugar, de un nuevo modelo educativo, cuyo objetivo fuese
la racionalización de la sociedad, basado, por tanto, en saberes empíricos,
ciencias positivas, sociología y geografía. Igualmente, era indispensable
promover y estimular entre la población los deportes: equitación, gimnasia,
esgrima y tiro al blanco. Por su parte, los intelectuales y artistas debían
elaborar imágenes y mitos configuradores de un nuevo espíritu nacional
español. Y, de la misma forma, pedía al Ejército colaboración a la hora de
socializar entre la población «ese espíritu nacional que tanto contribuye al
resurgimiento de la ciencia, de las letras, de la industria y las demás activi-
dades de la ciencia moderna». Por aquel entonces, Maeztu se autodefinía
como «militarista convencido». En realidad, lo fue siempre.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En 1905, Maeztu viajó a Inglaterra como corresponsal de La Corresponden-


cia de España, donde haría suyos, durante algún tiempo, los ideales del «nue-
vo liberalismo» británico, para luego evolucionar hacia planteamientos cor-
porativistas y católicos.

4. EL REGENERACIONISMO DINÁSTICO

Ante tal cúmulo de críticas, las élites políticas dinásticas —o, al menos,
un sector de éstas— fueron capaces de percibir el agotamiento táctico de la
vía política característica del conservadurismo liberal, tras el Desastre. En
ese sentido, el regeneracionismo dinástico tendría dos adalides fundamen-
tales: Antonio Maura y José Canalejas.

4.1 Antonio Maura y Montaner

Por la derecha dinástica, quien encarnó las nuevas tendencias regenera-


doras fue el mallorquín Antonio Maura. Nacido en 1853, había entrado en
política en el Partido Liberal, de la mano de Germán Gamazo. Como minis-
tro, elaboró un proyecto de autonomía para Cuba, que fracasó. Luego, a la
muerte Gamazo, pasó al Partido Conservador, convirtiéndose en su líder
frente a Raimundo Fernández Villaverde. Maura era ideológicamente un
liberal, pero su pensamiento político presentaba, al mismo tiempo, acusa-
dos perfiles conservadores e incluso tradicionalistas. Para Maura, el catoli-
cismo era la «médula histórica de nuestra nacionalidad»; y la Monarquía,
una institución intangible a priori, la médula misma del Estado español, el
«núcleo de la nacionalidad». En ese sentido, su proyecto político renovador
pretendía desenvolverse en el continuidad de la vida histórica tradicional,
no pretendía «variar el sentido y el genio del pueblo», sino establecer «sobre
su total integridad las instituciones políticas». De la misma forma, partici-
paba de la concepción organicista de la sociedad. Sin embargo, la defensa
del organicismo y del voto corporativo no pasaba de ser, en su pensamiento,
una solución correctora de las deficiencias del sistema y no implicaba, por
lo tanto, una crítica trascendente al liberalismo.
El proyecto maurista nace de la percepción del agotamiento del modelo
político canovista. Como diría en uno de sus discursos, la crisis política y
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

de legitimidad era consecuencia de que «la inmensa mayoría está vuelta de


espaldas, no interviene para nada en la vida pública». Al socaire de este
diagnóstico, Maura utilizó, como Costa, el concepto de «revolución desde
arriba», consistente en reformas de carácter político, para lograr el «des-
cuaje del caciquismo» y la movilización de las «masas neutras». En su con-
testación a la encuesta sobre Oligarquía y caciquismo, de Joaquín Costa,
Maura se mostraba muy crítico con la situación política, denunciando que
la sociedad española era un ente invertebrado, sin jerarquías sociales sóli-
damente establecidas y cuyas instituciones representativas eran muy débi-
les y carentes de auténtico apoyo ciudadano; y en donde la única organiza-
ción vigorosa era precisamente el caciquismo: «Debajo de la mentida
armazón constitucional, lo que de veras existe es un cacicato, editor de la
Gaceta y distribuidor del presupuesto». No obstante, juzgaba que, dada la
situación social del país, una destrucción inmediata del entramado caci-
quil podía sumir a la nación «en la anarquía, porque todos los órganos le-
gítimos de su vida pública están atrofiados o muertos». Se imponía, pues,
una reforma paulatina de las costumbres y de las prácticas políticas, que,
con el tiempo, lograra erradicar «la abstención y la abdicación de los au-
ténticos y legítimos partícipes en las funciones políticas de gobierno y di-
rección social».
La «revolución desde arriba» maurista pasaba por la renovación de la
vida política local, de los procedimientos electorales y de la representati-
vidad parlamentaria y de reforma electoral. Fue, sin embargo, la preten-
sión gubernativa de descentralizar e introducir el voto corporativo en la
vida municipal, así como la elección de segundo grado en la designación
de diputados provinciales, lo que mayor polvareda levantó en la oposición
liberal y republicana. Finalmente, los proyectos mauristas no pudieran
aprobarse.
A lado de la aprobación de estas medidas, Maura intentó una política de
reconstrucción militar, sobre todo de la Marina, y la reafirmación de los
valores que él y sus partidarios consideraban inherentes a la nación españo-
la. Durante el «gobierno largo» maurista (1907-1909), la Institución Libre de
Enseñanza, y en particular la Junta de Ampliación de Estudios, sufrió gra-
ves quebrantos. Igualmente, derogó la Real Orden de Matrimonio Civil; y su
actuación contribuyó a conservar la influencia del clero en la enseñanza, si
bien aumentó la escolaridad obligatoria de los seis a los doce años. Bajo su
mandato, se creó el Instituto Nacional de Previsión y se aprobaron las leyes
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

de Conciliación y Arbitraje, que sentaron en jurisprudencia el concepto de


Jurados Mixtos y el de huelga.
Este proceso de modernización conservadora acabó abruptamente
como consecuencia de los graves sucesos de Barcelona —la llamada
«Semana Trágica»— y la represión subsiguiente, sobre todo la ejecución del
pedagogo Francisco Ferrer Guardia, que produjo una clara ofensiva anti-
maurista tanto en el interior como en el exterior, y que contó incluso con el
apoyo del Partido Liberal. Alfonso XIII se adelantó, ante la marejada políti-
ca, a la dimisión del mallorquín, abriendo el paso a los liberales.

4.2 José Canalejas y Méndez

Tras la muerte de Sagasta, en 1903, el Partido Liberal tardó en encon-


trar el líder adecuado. Segismundo Moret y Eugenio Montero Ríos fueron
incapaces de llenar el hueco dejado por el prócer riojano. Las nuevas ten-
dencias liberales estuvieron representadas por el gallego José Canalejas.
Nacido en 1854, Canalejas procedía de una familia de la burguesía. Su tío,
Francisco de Paula Canalejas, representaba un liberalismo de signo pro-
gresista, adscrito al republicanismo y a la influencia del krausismo. Sin
embargo, su sobrino acabó desembocando en el ala izquierda del liberalis-
mo dinástico. Para ello, reinterpretó la tradición progresista y la herencia
de «La Gloriosa», dando un giro democrático al liberalismo de la
Restauración sobre unas bases programáticas que nacían de una raíz co-
mún: la defensa del Estado. A su juicio, si algo podía salvar en España los
intereses morales y los materiales era «la soberanía del Estado». Una con-
vicción que se desplegó en tres dimensiones ideológicas y prácticas distin-
tas, pero inseparables: la afirmación de las prerrogativas del poder civil
frente al clericalismo, la intervención estatal en las relaciones sociales y,
como suma de sus preocupaciones, la fusión de todas las energías naciona-
les en torno a la Monarquía. Esta última faceta, identificada con el nacio-
nalismo español de cuño liberal. Antes de la crisis de 1898, Canalejas había
abogado por conservar las posesiones ultramarinas a cualquier precio y se
opuso a la concesión de la autonomía a Cuba.
Uno de los aspectos más discutidos de su proyecto político fue el anticle-
ricalismo. Canalejas ha sido definido como un «anticlerical católico» (Javier
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

Moreno Luzón): profesaba la fe católica, pero distinguía entre la religión,


que constituía un factor básico en la sociedad española y un elemento posi-
tivo en la cultura nacional, y el clericalismo, influencia ilegítima y un peli-
gro para el progreso de España. Canalejas no pensaba en la separación de
la Iglesia y el Estado, sino que prefería algún tipo de patronato del segundo
sobre la primera. El programa anticlerical abogaba igualmente por la regu-
lación del matrimonio civil para que los contrayentes no tuvieran que abju-
rar de la fe católica; la eliminación del juramento en el acceso a los cargos
públicos; o el ejercicio de las atribuciones estatales para regular las ense-
ñanzas impartidas para los colegios religiosos y defender, al mismo tiempo,
una escuela pública neutra que respetase la libertad de conciencia de profe-
sores y alumnos. No obstante, el problema fundamental se ubicaba en la
relación de las órdenes religiosas con las autoridades. En ese sentido, era
necesario, a juicio de los liberales, someter el funcionamiento de las órde-
nes religiosas al derecho común.
De la misma forma, Canalejas se mostró interesado en la cuestión obre-
ra. Estimaba acabada la era del liberalismo abstencionista; y aseguraba que
había llegado el «período de sociabilidad», consistente en una mayor inter-
vención del Estado en las relaciones sociales. En este aspecto, las fuentes
doctrinales de Canalejas eran el catolicismo social, el estatismo alemán, el
nuevo liberalismo británico y el organicismo krausista.
Como nacionalista, Canalejas abogaba por un Estado activo que inte-
grara a todos los ciudadanos en una comunidad unida y fuerte. Para ello,
vio en la Monarquía un instrumento de nacionalización. Creía que la na-
ción, en la era de las masas, podía galvanizarse mediante el imaginario
monárquico. Y fue partidario de la implicación española en Marruecos,
mediante la penetración pacífica, a través del comercio y las obras públi-
cas. Con respecto al catalanismo, lo definió como un instrumento de sub-
versión de los «elementos de la Patria». El político gallego estaba muy iden-
tificado con la estructura unitaria y centralizada del Estado liberal.
Canalejas asimiló catalanismo a separatismo y con el clericalismo y el tra-
dicionalismo. No obstante, durante su gobierno se llegó al acuerdo de la
Ley de Mancomunidades.
Tras no pocas luchas en el seno del liberalismo dinástico, Canalejas acce-
dió al gobierno, con el apoyo del propio Alfonso XIII, en febrero de 1910; y se
dispuso a realizar su proyecto. Su célebre y discutida «Ley del Candado» pro-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

hibía la creación de nuevas asociaciones pertenecientes a órdenes o congrega-


ciones religiosas canónicamente reconocidas, sin la autorización del
Ministerio de Gracia y Justicia. En el ámbito social, destacó la Ley de
Supresión del Impuesto de Consumos. Igualmente, a lo largo de su gobierno,
se aprobaron una serie de leyes que regulaban las condiciones de trabajo. La
denominada «Ley de la Silla», que obligaba a tener asientos para las mujeres
en los lugares de trabajo. Otra ley prohibía el trabajo industrial nocturno de
las mujeres en talleres y fábricas y establecía un descanso mínimo consecuti-
vo de once horas entre jornada y jornada. Importante fue la reforma de la
composición y funcionamiento de los Tribunales Industriales. Y la Ley de
Reclutamiento, que establecía el servicio militar obligatorio, aunque luego, en
la ulterior Ley de Servicio Militar, se introdujo la figura del soldado de cuota.
En el verano de 1911, Canalejas ordenó la ocupación de las ciudades de
Larache y Alcazarquivir, que intentó frenar las intenciones expansionistas
de Francia; y sentó las bases de un entendimiento que fructificaría en el
Tratado Hispano-Francés del 27 de noviembre de 1912.
El gobierno de Canalejas contó con la oposición no sólo de la derecha más
clerical y tradicionalista, sino de socialistas y anarquistas, que provocaron
una aguda conflictividad a lo largo del período. El 12 de noviembre de 1912
Canalejas moriría asesinado en Madrid, víctima de un atentado anarquista.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Ricardo Macías Picavea aboga por la abolición temporal de las Cortes

«¿Cuál es el nido de aquella borra, el avispero de ese pus, el foco de se-


mejante gangrena? ¡Las Cortes al uso!. Caigan, pues, las tales Cortes al
impulso de la misma sentencia. ¡Siquiera para no injuriar más al nombre
de las cosas!. No conozco medicina más indicada. Clara e incondicional-
mente precisa. Son las Cortes la navaja de Albacete que España lleva meti-
da en el costado y por cuya ancha herida viértesela la sangre a borbotones
y éntresela la infección traumática y purulenta a manos llenas. Hay que
extraer antes que nada el mohoso hierro y acudir al cuidado de la herida
profunda y envenenada.»

(Ricardo Macías Picavea, El problema nacional, 1898)


LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

2. Lucas Mallada y el carácter nacional

«Serán cuestión de raza, serán cuestión de latitud geográfica, serán


cuestión de añejas costumbres; influirán las ventajas obtenidas, en todas
las manifestaciones de trabajo, por otras naciones más civilizadas; influi-
rán nuestras discordias civiles, tan largo tiempo sostenidas, e influirán si
los optimistas lo permiten, y si es verdad aun cuando no lo permitan, la
pobreza de nuestro suelo; pero son de todo el mundo conocidas, y por noso-
tros repetidamente confesadas, nuestra insigne pereza, nuestra afrentosa
ignorancia, nuestra grande apatía. Es nuestra pereza tan inmensa como el
mar, cuyos límites no se pueden distinguir de una sola ojeada y cuyo fondo
no se puede comprender sin largo y distinguido sondeo.»

(Lucas Mallada, Los males de la Patria y la futura revolución española, 1890)

3. La crisis según César Silió

«Se ha perdido en España hasta tal punto la noción real de lo que es o


significa el poder público, que toda ley, todo mandato, parecen abusiva im-
posición, concitadora de protestas y justificadora de rebeliones, por lo mis-
mo que a los que mandan y gobiernan parece el ejercicio de su autoridad
función libre de toda traba y de todo obstáculo, sin más limitaciones que
las impuestas por el propio capricho, ni más finalidad, muchas veces, que
la de entretener el apetito de la clientela política. A la anarquía mansa de
arriba, responde como un eco la anarquía desordenada de abajo. El poder
no se ejerce como tutela paternal sobre los súbditos, encaminada a mejo-
rarlo. La ley no se obedece, la autoridad no se respeta, porque se nos anto-
jan tiránicas e injustas.»

(César Silió, Problemas del día, 1900)

4. Costa contra la Restauración

«Monarquía, partidos, Constitución, Administración, Cortes, son puro


papel pintado con pasajes de sistema parlamentario, dice Macías Picavea; a
un Estado de derecho regular y perfecto, agrega Silvela, se opone en España
un Estado de hecho que lo hace del todo en todo ilusorio, resultando que
tenemos todas las apariencias y ninguna de las realidades de un pueblo
constituido según ley y orden jurídico…»

(Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«En conclusión: no es la forma de gobierno en España la misma que


impera en Europa, aunque un día lo haya pretendido la Gaceta; nuestro
atraso en este respecto no es menos que en ciencia y cultura, que en indus-
tria, que en agricultura, que en milicia, que en Administración pública. No
es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por co-
rruptelas y abusos, según es uso entender, sino al contrario, un régimen
oligárquico, servido que no moderado, por instituciones aparentemente par-
lamentarias. O, dicho de otro modo, no es el régimen parlamentario la re-
gla, y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en la prensa
y en el Parlamento mismo durante sesenta años: al revés eso que llamamos
desviaciones y corruptelas constituyen el régimen en la misma regla.»

(Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)

5. Costa invoca al cirujano de hierro

«Se requiere sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir


sangre, injertar músculo; una verdadera política quirúrgica…que tiene que
ser cargo personal de un cirujano de hierro.»

(Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)

6. Miguel de Unamuno socialista

«Sólo el socialismo puede unir los miembros naturales, sólo la solidari-


dad económica universal, basada en el libre cambio de la producción socia-
lizada puede acabar con estos vastos sindicatos que llamamos naciones. El
socialismo es quien, uniendo económica y libremente a los pueblos, puede
darles más ancho margen para que cada cual desarrolle sus peculiares ap-
titudes. Al integrarlos, favorecerá su diferenciación.»

(Miguel de Unamuno, «¿Qué es la nación?», en La lucha de clases, 6-VIII-1898)

7. La intrahistoria según Miguel de Unamuno

«Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente
momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se
hiela y cristaliza en los libros de registros, y una vez cristalizadas así, una
capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre cor-
teza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro.
LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin


historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a
una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor
cotidiana y eterna, esa labor que, como las madréporas suboceánicas, echa
las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia. Sobre el silencio au-
gusto, decía, se apoya y vive el sonido, sobre la inmensa humanidad silenciosa
se levantan los que meten bulla en la Historia. Esa vida intrahistórica, silen-
ciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la
verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir
a buscar en el pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras.»

(Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, 1895)

8. Ramiro de Maeztu ante el Desastre del 98

«¡Responsabilidades! Las tiene nuestra desidia, nuestra pereza, el géne-


ro chico, las corridas de toros, el garbanzo nacional, el suelo que pisamos,
el agua que bebemos, y puesto que a todos alcanzan, a todos —aun a los
más sensatos que la catástrofe preveíamos— nos llegue, por no haber grita-
do contra la corriente patriotera de los periódicos, hasta quedarnos sin la-
ringe, todos, absolutamente todos, debemos sufrir el castigo.»

(Ramiro de Maeztu, Hacia otra España, 1899)

9. Industrialización como respuesta al problema español

«Si España presenta una resistencia a la iniciada industrialización bur-


guesa, nuestra nacionalidad será arrollada por extranjeras manos (…) Si
España cambia con decidido paso hacia delante, podemos esperar de nues-
tros suelos mayor bienestar, de nuestra fecundidad un pueblo más grande,
y de nuestro espíritu un renacimiento intelectual.»

(Ramiro de Maeztu, Hacia otra España, 1899)

10. La crisis de la Restauración según Antonio Maura

«Las Cortes que son uno de los más principales órganos de Poder y
como una irradiación del Gobierno, mueren sin duelo y nacen sin alegría.
¿Por qué? En primer lugar, porque la inmensa mayoría del pueblo español
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

está vuelta de espaldas, no interviene para nada en la vida política. De los


que quedan, eliminad las muchedumbres socialistas, anarquistas y liberta-
rias; restad las masas carlistas y las masas republicanas de todos los mati-
ces; id contando mentalmente lo que queda; subdivididlo entre las faccio-
nes gobernantes, y decidme la fuerza verdadera que le queda en el país a
cada una, la fuerza que representa cada organismo gobernante con su ma-
yoría, con su voto decisivo, con la acción y dirección que ejerce en los nego-
cios de la nación.»

(Antonio Maura, DSC, 15-VII-1901)

11. El nacionalismo español de Canalejas

«Nosotros no somos centralistas; nosotros somos, en el recto sentido del


vocablo, yo lo soy, por lo menos, nacionalistas, somos hombres que quere-
mos una solidaridad de todos los elementos y de todas las fuerzas de la
Patria española. En ese concepto, somos solidarios, tenemos esperanza en
la grandeza de la Nación, a la cual representamos, que es el objeto de todos
nuestros amores, lo que suscita nuestros entusiasmos, por lo cual nos pare-
cerían exiguos todos los sacrificios, la Nación española.»

(José Canalejas, DSC, 7-XI-1907)

BIBLIOGRAFÍA

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

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GÓMEZ BENITO, Cristóbal, Estudio introductorio a Crisis política de España, de
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MAURICE, Jacques, y SERRANO, Carlos, J. Costa: Crisis de la Restauración y populismo
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Oligarquía y caciquismo como fórmula actual de gobierno: urgencia y modo de cam-
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Sobre Miguel de Unamuno

CEREZO GALÁN, Pedro, Las máscaras de lo trágico. Trotta. Madrid, 1996.


DÍAZ, Elías, Unamuno. Pensamiento político. Tecnos. Madrid, 1966.
— Revisión de Unamuno. Análisis crítico de su pensamiento político. Tecnos.
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Vida de Don Quijote y Sancho. Alianza. Madrid, 2010.
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Sobre Ramiro de Maeztu

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Sobre Antonio Maura

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— Ciudadanía y acción. El conservadurismo maurista (1907-1923). Siglo XXI.
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MORENO LUZÓN, Javier, «José Canalejas. La democracia, el Estado y la nación», en
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Obras de Canalejas

La cuestión social. Madrid, 1900.


TEMA 11
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

Juan Olabarría Agra

1. SABINO ARANA Y EL NACIONALISMO VASCO

La aparición del nacionalismo vasco se asienta sobre una serie de ante-


cedentes locales de larga data. Es el primero la prolongada vigencia de una
institución medieval, el Señorío de Vizcaya gobernado mediante un sistema
foral. La foralidad vasca sirvió de argumento para la obtención de privile-
gios, el más importante de los cuales fue la declaración de la hidalguía uni-
versal de todos los vascos, dada su supuesta «pureza de sangre», no mezcla-
da con moros o judíos. Desde el siglo  XVI se desarrollo una abundante
apologética foral, cuyo rasgo común fue «el afán de sacar consecuencias
políticas de las diferencias culturales… un rasgo que caracterizará con el
tiempo al nacionalismo romántico». Según este discurso los vascos serían
los pobladores primigenios de España, salvados de todas las ulteriores inva-
siones, y no mezclados con la sangre mora o judía. Eran, por tanto, «espa-
ñoles de primera» y cristianos viejos, cuya proclamada limpieza de sangre
los convertía también en católicos de primera. Es así como desde el siglo XVI
hasta finales del  XIX la defensa del privilegio aparece asociada en el País
Vasco a «una trayectoria crecientemente particularista… un largo proceso
de ensimismamiento, un movimiento resistencial, que va acentuándose,
contra la ilustración, liberalismo, democracia, industrialismo».
Las élites locales, organizadas en torno al carlismo o al liberalismo mo-
derado (cuyos miembros acabarán transitando con el tiempo hacia la extre-
ma derecha neocatólica primero e integrista después), intentan preservar
de la «amenaza liberal» al «oasis vasco navarro», refugiándose en la litera-
tura vasquista legendaria, parapetándose tras los restos de gobierno local y
creando un cultura política profundamente anti-liberal. Así en 1867 el dipu-
tado Ortiz de Zárate (un cacique local pasado de la derecha liberal al carlis-
mo) proclama con orgullo que» en el País Vasco la colectividad lo es todo y
nada el individuo», a la vez que propugna «hacer una política puramente
vascongada… contra el liberalismo individualista… que se asentase sobre
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

una base familiar y local como alternativa al sufragio universal de los de-
mócratas». La historia del siglo  XIX en el País Vasco se caracterizó por el
predomino de unas élites locales, muy vinculadas al catolicismo político y
empeñadas en el mantenimiento del privilegio y el combate contra las con-
secuencias de la revolución liberal. La abolición foral que siguió a la última
derrota carlista en 1876 y la modernización industrial subsiguiente provo-
caron en las élites (un heterogéneo conglomerado de integristas, carlistas y
fueristas tibiamente liberales) un estado de ánimo muy próximo al separa-
tismo. Pero el catalizador del nacionalismo se activó como consecuencia de
dos hechos sincrónicos: la última abolición foral y la industrialización. La
primera produjo un aumento del nivel de protestas de signo foralista, pero
los efectos más importantes son los que se vinculan con la revolución indus-
trial en Vizcaya. Esta significó la aparición de una nueva y reducida élite de
poder económico político, la «Piña», un grupo de industriales adheridos al
partido canovista liberal conservador, muy bien conectados con el gobierno
de Madrid, del cual obtuvieron la ventaja del proteccionismo para la side-
rurgia. Además los inmigrantes necesarios para cubrir las nuevas necesida-
des laborales comenzaron su organización política en torno al socialismo y
sufrieron un rechazo generalizado de las antiguas élites que, para referirse
a ellos, pusieron en circulación el término despectivo «maqueto» (adultera-
ción del clásico «meteco»). Finalmente hay que tener en cuenta a una serie
de grupos sociales que, aunque económicamente resultasen favorecidos por
el proceso, se sentían excluidos políticamente y percibían la decadencia de
la cultura autóctona: las élites tradicionales, las nuevas clases medias admi-
nistrativas, la clase obrera autóctona y la gran burguesía excluida de la
«Piña» y de sus privilegiadas relaciones con la Corte (tal es el caso del navie-
ro Ramón de la Sota). A la larga esta será la cantera social y política que
alimentará al nacionalismo.
Sabino Arana Goiri (Abando, Bilbao, 1865; Pedernales, Vizcaya, 1903)
era hijo de una prominente familia carlista dedicada a la construcción na-
val; su padre subvencionó la sublevación a favor del Pretendiente en 1872,
razón por la cual la familia hubo de exiliarse a Francia hasta la victoria y
pacificación liberal, que permitió la vuelta de sus miembros. En su niñez
recibió una educación católica muy estricta orientada por los jesuitas. A la
muerte de su padre en 1883 parte de la familia se desplaza a Barcelona,
donde Sabino se matricula en Derecho, carrera por la que no sentía voca-
ción y que dejará inacabada. Según confesión del propio autor su
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

«conversión» al nacionalismo habría tenido lugar en 1882 por influencia de


su hermano Luis, es decir a los 17 años. Esta proclamada confesión habría
tenido lugar el domingo de Resurrección, hecho asociado a la resurrección
de la patria vasca y explicado como una revelación debida «al favor de Dios».
Al margen de esta evocación legendaria sabemos que Sabino Arana evolu-
cionó del carlismo puro al carlismo fuerista primero y al integrismo más
tarde hasta concluir en el nacionalismo independentista. Diversos autores
han supuesto la influencia del concepto de raza, vigente en las corrientes
catalanistas de la época. Sin embargo, tal como ha demostrado Pedro José
Chacón, la más importante influencia que sufre el joven estudiante provie-
ne en realidad del integrismo católico, encarnado en la importante figura
del sacerdote Félix Sardá y Salvany (El liberalismo es pecado). El integrismo
desvinculó a la extrema derecha católica de la causa carlista, poniendo la
religión por encima de la fidelidad dinástica e incluso de la forma de gobier-
no monárquica: este alejamiento respecto al carlismo venía produciéndose
desde 1885, aunque la escisión integrista no se produce hasta 1888. La des-
vinculación inicial del integrismo respecto al carlismo influyó en Sabino
Arana y la ruptura explícita de 1888 pudo influir posteriormente, facilitan-
do el paso de los militantes integristas al PNV. Por otra parte el integrismo,
que tenía numerosos partidarios en el País Vasco, extremó en esos años su
programa fuerista. Otro rasgo del integrismo quedó indeleblemente graba-
do en la retórica sabiniana: la seguridad dogmática de tener el monopolio
de la verdad religiosa, por encima de los otros católicos y el odio implacable
al adversario político, tomado como enemigo de Dios. Por otra parte Arana
toma la obsesión integrista por la pureza religiosa y la mezcla con su propia
obsesión por la pureza racial, de tal manera que perder la raza supondría
perder igualmente las cualidades morales que hacen posible la salvación
eterna. Con esto se intensificó al máximo el racismo y la xenofobia preexis-
tentes en el País Vasco.
Los primeros documentos sabinianos que certifican su nacionalismo
son los Pensamientos (1886) que constituyen un documento privado y los
Pliegos Histórico-Políticos (escritos en 1886 y publicados en 1888, por tanto,
su primer acto de propaganda política). En los Pensamientos se encuentra
ya en germen toda la doctrina sabiniana: la Vizcaya independiente en el
pasado era una comunidad racial pura cuyo fin primordial no era otro que
la salvación eterna. «Bizkaya» (pues en principio no se habla del País Vasco)
conservaba su lengua y sus leyes e instituciones antiguas. Esa situación
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

idílica se vio alterada por la «anexión» ejecutada por el Estado liberal espa-
ñol en 1839. «Bizkaya», perdió su independencia institucional a la vez que,
desde la industrialización fue invadida por gentes venidas de España, lo que
dio lugar a la pérdida de la lengua, a la mezcla de la raza indígena y al con-
siguiente alejamiento de Dios, «eterno señor de Bizkaya». En estos primeros
escritos aparece ya el lema «Jaungoikoa eta Lagi-zarra («Dios y Ley Vieja»):
«Ley, raza y lengua pueden reducirse a una y ser incluidos en la idea de Ley,
forman el cuerpo del Estado; el elemento Dios constituye su espíritu. Así
como el cuerpo debe sujetarse al espíritu… así también la Ley debe subor-
dinarse a…Dios». Para nuestro autor «Dios y patria vasca son inseparables,
de manera que “pecar” contra la patria es pecar contra Dios y “pecar” con-
tra Dios (siendo liberal) es pecar contra la patria». De esta manera cual-
quier opción política que no fuera el propio nacionalismo sabiniano era
pecado: el carlismo y el integrismo por se contrarios a la patria vasca y el
liberalismo por se contrario a Dios. Por otra parte el odio y la violencia,
constantes en su obra posterior, se expresan ya en esta sombría premoni-
ción: «Quien hace de tripas corazón, puede mañana hacer una muralla de
muertos».
El racismo teológico será la esencia del nacionalismo sabiniano, alcan-
zando su máximo desarrollo en un artículo muy posterior: Efectos de la in-
vasión (1897). En este escrito el pecado original aparece como la causa del
mal en el hombre y el liberalismo como uno de sus efectos:
«El liberalismo teórico o doctrinal se aprende… pero el práctico está en
la propia naturaleza humana, empezó con el pecado original y está expreso
en muchos, latente en todos: manifiesto está en el carácter y las costumbres
del español.»

Es decir que el pecado hereditario no afecta a todas las razas en la mis-


ma medida (idea que pudo tomar del tradicionalista francés Joseph de
Maistre); por eso el pecado original está latente en unos, manifiesto en
otros». El autor pensaba que los vascos padecían el pecado original en esta-
do de latencia, pero si establecían uniones matrimoniales con los españoles
(degenerados como todos los latinos), este pecado pasaría al estado de rea-
lización plena, lo cual alejaría de Dios a la raza vasca, haciendo imposible
su salvación eterna, máximo objetivo que debe perseguir una sociedad.
«Salvar a nuestros hermanos, proporcionándoles los medios adecuados
para alcanzar su último fin, he aquí el único y verdadero fin del nacionalis-
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

mo (…). Si en las montañas de Euskeria ha resonado al fin… el grito de in-


dependencia, SÓLO POR DIOS HA RESONADO» (mayúsculas del autor).
El racismo sabiniano entronca con la teoría de los cristianos viejos,
[como] raza como «limpieza de sangre» (La pureza de la raza, 1895), pero
también se acoge a las teorías pseudocientíficas de la época, cuya negación
«sería querer coartar la natural e inevitable libertad de la razón y entorpe-
cer el adelantamiento de las ciencias» (Efectos de la invasión, 1897).
De hecho este nacionalismo de base religiosa parece considerar a Dios y
a la Patria Vasca, como dos objetos de culto de similar importancia:
«Ideológicamente hablando antes que la Patria está Dios, pero en el orden
práctico y del tiempo, aquí en Bizkaya para amar a Dios es necesario ser
patriota y para ser patriota es necesario amar a Dios» (La Patria de los
Vascos, 1895). Por otra parte Sabino Arana toma implícitamente conceptos
prestados del liberalismo, como la soberanía popular; así cuando deposita
el poder político en «la raza tradicional… por la cual se constituye el pueblo
vizcaíno, único depositario en principio de los poderes constituyentes, legis-
lativos y ejecutivos» (La Pureza de la raza, 1895).
La doctrina sabiniana comienza a extenderse en 1890 a partir del ar-
tículo Bizcaya por su independencia, reeditado en 1892 con una Advertencia
en la que por primera vez Arana utiliza para designar a los españoles la
palabra «maqueto», tomada de vocabulario utilizado en la época por los
partidos fueristas. Los «maketos» serán en adelante el objeto preferente de
su odio: «ese camino del odio al maqueto es mucho más directo y seguro
que el que llevan los que se dicen amantes de los fueros, pero no sienten
rencor hacia el invasor. Si fuese moralmente posible una Bizkaya foral y
euskalduna (o con euskera), pero con raza maketa, su realización sería la
cosa más odiosa del mundo, la más rastrera aberración del pueblo» (Los
invasores, 1893).
En 1893 Sabino Arana es invitado por el naviero Ramón de la Sota y los
fueristas «euskalerríakos» al convite de Larrazabal, y pronuncia un discur-
so independentista intentando inútilmente su adhesión. Son varios los pun-
tos de fricción con los comensales: su liberalismo de origen, su fuerismo
autonomista y su participación como capitalistas en la transformación in-
dustrial del País Vasco. Sin embargo, los contactos con los euskalerríakos, a
los que Arana llamaba despectivamente «fenicios», no cesaron hasta que
en 1898 se produjo su definitiva adhesión. En el mismo año 1893 se edita el
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

primer periódico nacionalista («Bizkaitarra») y se funda el «Euskeldun


Batzokija», embrión de partido político bajo la cobertura de «Círculo
Euskaldún». Bajo el lema »Dios y leyes viejas» se establece un reglamento
en el que los socios aparecen clasificados según un criterio racial en «origi-
narios», «adictos» y «adoptados», pudiendo sólo los primeros acceder a los
cargos directivos». Es a partir de este año cuando el proyecto independen-
tista aparece ampliado a todo el País Vasco, incluidos los departamentos
franceses. La nueva patria lleva el nombre de «Euskeria», que será transfor-
mado en «Euskadi» a partir de 1902. En 1895 el proceso de difusión ideoló-
gica acabó cristalizando en la fundación del Partido Nacionalista Vasco.
Por entonces Sabino Arana proyecta para un futuro independentista un
plan de segregación racial basado en las restricciones jurídicas y territoria-
les, para las «familias mestizas», reservándose la ciudadanía plena a las
«familias originarias». Pues la pureza de la raza permanece como el princi-
pal objetivo del nacionalismo sabiniano: «Si se diera una Bizkaya, libre sí,
pero constituida por la raza española, ¿sería en verdad Bizkaya? Sólo en los
mapas… valiera más que (al territorio) le hundiera un terremoto» (La pure-
za de raza, 1895).
1898 es un año decisivo en la expansión del PNV: se produce la pérdida
de las últimas colonias españolas, con el consiguiente desprestigio para la
metrópoli y para la idea de nacionalidad española y es entonces cuando
Sota y los euskalerriakos se incorporan al PNV, aportando pragmatismo
político y apoyo económico a una propaganda impresa deficitaria. Sota, que
era autonomista, quiere romper el monopolio de poder de la «Piña», partici-
par en la política local y conseguir favores del gobierno central, alcanzados
bajo el gobierno maurista (derecho diferencial de bandera, nombramientos
por real decreto en la alcaldía de Bilbao). Nacionalistas y fueristas son dos
grupos incompatibles ideológicamente, pero complementarios en la prácti-
ca: el uno aporta el entusiasmo militante de la pequeña burguesía y el otro
el pragmatismo y respetabilidad conservadora de las élites mesocráticas.
Por otro lado y como producto de una alianza antiliberal con los carlis-
tas e integristas, Sabino Arana consigue un puesto representativo en las
elecciones a la Diputación de Vizcaya. Todo ello implicará a medio plazo un
cierto éxito político gracias a las adhesiones de antiguos euskalerríakos,
carlistas e integristas, avance en el proselitismo que la represión esporádica
del gobierno y el encarcelamiento ocasional de su líder no bastarán a frenar.
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

Paralelamente se inicia en Sabino Arana un cambio más aparente que


sincero hacia la moderación, atenuando y ocultando en un segundo plano
la parte más radical de su ideología independentista, a la vez que aceptaba
los beneficios del industrialismo. Incluso llegará al final de su breve vida
(1902-1903) a proponer una «liga vasco españolista», como tapadera contra
la persecución gubernativa, proyecto truncado por su muerte en 1903. En
realidad esta política pragmática en el corto plazo no le había impedido
«mantener tesis básicas de su doctrina acerca de la raza y de la religión…
mitigando sus connotaciones más extremistas». Tras su muerte convivirán
las tendencias moderada (Sota) y radical (Arana) luchando perpetuamente
en el seno del PNV.

2. LOS CATALANISMOS

2.1 Valentín Almirall

Durante la primera mitad del siglo se produce una conciencia del par-
ticularismo catalán («provincialismo»), basada en las diferencias idiomáti-
cas, en el recuerdo de las antiguas instituciones de gobierno y el contraste
entre la prosperidad catalana y el retraso español. En 1860 los diputados
provinciales de Barcelona elevan una proposición a las Cortes en la que de-
claran:
«La provincia (…) no es una mera circunscripción administrativa, sino
una entidad natural e histórica (…) esta peculiar condición de su ser, que
presentan las provincias de España, aconseja (…) dejarlas en libertad de
desenvolvimiento con voluntad y medios propios.»

En los años  50 y  60 se perfila también un provincialismo cultural


(Renaixença) animado desde 1859 por los «juegos florales» e influido por la
escuela del historicismo romántico (Herder y Savigny). La filosofía históri-
ca de la «Renaixença» fuertemente influida por el catolicismo, se basa en la
existencia de un «espíritu nacional» o «comunidad natural catalana», pero
sin que esto se traduzca en un movimiento político ni suponga la ruptura de
la unidad española.
El paso del provincialismo al catalanismo político se produce después
del sexenio revolucionario y sus causas son: la demanda de proteccionismo
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

económico para la industria catalana y la crítica al estado liberal-demo-


crático por una burguesía que desde la experiencia del Sexenio, se siente
amenazada por los movimientos revolucionarios. Por otra parte en el cata-
lanismo van a confluir los dos grandes movimientos que en 1876 ya habían
sido derrotados: desde la izquierda el federalismo republicano y desde la
extrema derecha el carlismo, ambos adscritos a programas descentraliza-
dores.

Durante la Primera República Pi y Margall había intentado llevar a cabo


sus teorías federalistas que descentralizaban el poder desplazándolo hasta
el nivel local. Teóricamente se trataba de dar paso a una concepción radi-
calmente voluntarista e individualista de la democracia como contrato libre
y recíprocamente realizado en los niveles básicos de la sociedad. La socie-
dad, según Pi y Margall, ha de fundarse en el consentimiento expreso y
permanente de todos sus individuos. El «pacto social» se descompone
en una serie de micropactos hasta llegar a la célula social base», siendo esta
una fórmula para la reducir al máximo el poder estatal mediante su subdi-
visión y segmentación territorial. La teoría federalista podía atraer tanto a
los partidarios radicales de la «democracia de base» como a los descentrali-
zadores de inspiración catalanista, ya que su autor incurría en una notable
contradicción: por un lado apelaba a la libre voluntad del individuo en la
formación del Estado, y, por el otro, a la existencia de entidades territoriales
«naturales» organismos heredados de la historia.

Valentín Almirall, que había militado en el republicanismo federal, re-


solvió abandonarlo a partir de 1881 para fundar el primer catalanismo con
vocación política. La conversión de Almirall al catalanismo implicaba va-
rios cambios decisivos respecto los principios doctrinales del federalismo:
Cataluña será ahora el objetivo exclusivo de su acción política debiendo «te-
ner por única bandera el amor a Cataluña». Los principios idealistas utópi-
cos proyectados sobre el porvenir serán sustituidos ahora por el positivis-
mo, entendido como necesidad de aceptación de lo existente, como herencia
necesaria. Consecuencia de ello será el rechazo del voluntarismo político
individualista y la aceptación de la nacionalidad como un hecho necesario,
incompatible con la libre elección de los individuos: la nación es un hecho
natural y hereditario no el resultado de un libre acto humano. El individua-
lismo federalista se trueca ahora en colectivismo nacional, dado que la na-
ción es una colectividad de seres que comparten una identidad común here-
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

dada de los antepasados. Es la diferencia colectiva hereditaria y no el


plebiscito quien hace la nación. Frente al federalismo, considerado como
expresión individualista y democrática del contrato social y como exigencia
del racionalismo utópico, Almirall propone un modelo basado en la expe-
riencia histórica y en la identidad colectiva. Así, en 1885 critica el raciona-
lismo individualista de Pi y Margall «que no reconoce otra fuente de verdad
que la razón individual, ni otras bases sociales o científicas que las que en
esa misma razón se fundan». La utopía del racionalismo es sustituida por la
adhesión a una concepción de la historia, inspirada en Hipólito Taine y la
escuela positivista francesa: «El regionalismo, hijo de la realidad, toma las
sociedades tal y como son… no parte de los sueños de igualdad absoluta
contrarios a todas las enseñanzas de la naturaleza».

Para Almirall «España es una nación plural o, mejor dicho, un agregado


de naciones»: «España no es una nación» ya que existe «una gran diversi-
dad de razas… el grupo central-meridional, bajo la influencia de la sangre
semítica… se distingue por su espíritu soñador… el grupo pirenaico, salido
de las razas primitivas, se muestra mucho más positivo». Por otra parte en
su obra capital, Lo catalanisme de 1886, Almirall no duda en fundir la per-
sonalidad individual con la nacional: «Cada agrupación de hombres tiene
su personalidad propia que, por herencia, se transmite de generación en
generación». Así pues el pueblo catalán, debido a su base racial, a su lengua
y a su desarrollo histórico, tiene una psicología colectiva que lo hace más
apto para «la libertad y la vida moderna». Almirall identificará la naciona-
lidad catalana con el Renacimiento, la Revolución francesa, la seculariza-
ción cultural, la urbanización y el industrialismo. Se trata de librar a
Cataluña de las ensoñaciones medievalizantes y cristianizadoras que se ha-
bían vuelto características del catalanismo reaccionario de su época y de
programar hacia el futuro su proyecto nacional.

En  1882 se funda el Centre Catalá, una asociación cultural donde


Almirall converge con los hombres de la Renaixença, que representan al
catalanismo conservador. En el «Centre Catalá» se propugna la creación de
partidos de ámbito exclusivamente catalán, sin que tal proyecto llegue a
realizarse. En 1885 y bajo la influencia de Almirall el «Centre» presenta
ante Alfonso XII un memorial de demandas catalanistas [al que poste-
riormente titularon Memorial de Agravios. En síntesis el «memorial» propo-
ne una organización federal de la monarquía, autonomía para Cataluña
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

(con un sistema representativo parcialmente corporativo), proteccionismo


para su industria y oficialidad del catalán].
Por otra parte el proyecto republicano de revolución radical y social di-
rigido por los menestrales se transforma ahora en un proyecto de revolu-
ción democrática liderado por la burguesía catalana. Almirall sueña como
sujeto de su proyecto político con una burguesía laica y modernizadora ca-
paz de romper sus lazos con los «elementos reaccionarios» que rigen la po-
lítica española, aunque sin romper con el Estado español.
Almirall fue un precursor del catalanismo político, aunque fracasó en lo
inmediato debido a que la «burguesía progresista» que buscaba para su
proyecto le dio la espalda y ello a pesar de las concesiones hechas al catala-
nismo conservador, fundamentalmente el corporativismo, que figura no
sólo en el «Memorial», sino en su principal obra, Lo Catalanisme (1886). Es
más: el sector conservador abandonará en 1886 el Centre Catalá», bloquean-
do así el proyecto de acción conjunta ideado por Almirall.
En esta época el catalanismo conservador se manifestó sobre todo en
dos textos: en 1887 se publicó El regionalismo de Mañé y Flaquer, que inten-
taba atraer al sistema de la Restauración a las masas carlistas. Se trata de
un texto a la derecha del liberalismo conservador, lleno de invectivas contra
el racionalismo, la Revolución francesa, el individualismo, el parlamenta-
rismo, los derechos del hombre y el «centralismo jacobino». Para Mañé «el
parlamentarismo y el toreo» son típicamente españoles.
En 1892 apareció La tradición catalana, de Josep Torras y Bages, futuro
obispo de Vich. Se trata de una versión clerical e integrista del catalanismo,
que, además tuvo una considerable influencia en Prat de la Riba. Para
Torras las naciones han sido creadas por Dios y por la naturaleza; estas
agrupaciones humanas poseen un personalidad común que el hombre no
debe alterar. Todos los movimientos modernos, como el Renacimiento y el
liberalismo o incluso «las calaveradas del arte» y su búsqueda de la origina-
lidad, son incompatibles con la tradición catalana, tradición que se funde
con el catolicismo. El «pensamiento nacional» es unitario y excluye el plura-
lismo. «El estudio del pensamiento nacional es de una importancia esencial
quien se apodera del pensamiento de un pueblo se hace su amo, lo posee,
domina y dispone de él». Torras y Bages, representante de un catalanismo
teocrático, pensaba que la tarea de descubrir el «pensamiento nacional» es
misión del sacerdocio».
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

2.2 Prat de la Riba y las Bases de Manresa

Enrique Prat de la Riba fue, tanto por su actuación práctica en el terreno


político como por su elaboración doctrinal, el verdadero fundador del cata-
lanismo político. En 1885 Prat de la Riba, Guimerá y Doménech fundan la
Unió Catalanista, organización de los conservadores de la «Renaixença»
contrarios al federalismo de Almirall. En 1891 asume la secretaría de la
«Unió Catalanista» con el objetivo de transformar el catalanismo cultural
en una fórmula institucional de autogobierno. Al año siguiente Prat de la
Riba convoca una magna asamblea catalanista en Manresa, con el objetivo
de elaborar un proyecto institucional que dé salida política a las aspiracio-
nes del regionalismo catalán. El resultado de esta convocatoria, de la que
fueron excluidos Almirall y su grupo, se plasmó en la redacción de las «Bases
de Manresa», proyecto autonomista radical. Según las «Bases» el poder cen-
tral radicaría en el Rey asesorado en su función legislativa por una asam-
blea de las regiones. Las competencias de esta «monarquía federal» consis-
tirían en Defensa, representación exterior, aduanas y obras públicas de
interés general. El «poder regional» en cambio estaría dotado de numerosas
y exclusivas competencias. En la base 6 se determinaba que «Cataluña será
la única soberana de su gobierno interior». La lengua catalana será la única
que podrá usarse en Cataluña y en las relaciones de la región con el poder
central (base 3.ª). Tanto las Cortes de Cataluña como los ayuntamientos ten-
drían una composición basada en el sufragio orgánico, dado que sus miem-
bros serían elegidos como representantes de los gremios y de las distintas
actividades económicas y sociales, exigencia que constituía una de las de-
mandas del tradicionalismo. Por otra parte se propugnaba una constitución
interna inspirada en el foralismo y en los principios historicistas de Savigny:
«En la parte dogmática de la Constitución catalana se mantendrá el tempe-
ramento expansivo de nuestra legislación antigua» (base 2.ª). Finalmente
Cataluña se reservaba la acuñación de moneda propia, que debería circular
por toda España así como las demás «monedas regionales». Las «Bases de
Manresa» no fueron satisfechas por el gobierno central, pero funcionaron
como doctrina y como propaganda política en el interior de Cataluña.
La estrategia política de Prat se basó en las siguientes premisas: en pri-
mer lugar transformar las aspiraciones culturales en objetivos políticos,
mediante la creación en 1901 de un partido propio, la Lliga Regionalista de
Cataluña, entendida como organización bisagra entre católicos y republica-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nos. En el mismo sentido consiguió aglutinar electoralmente a las fuerzas


políticas del territorio en torno a un programa común (Solidaritat en 1907),
acción con la cual Prat consiguió expulsar de la escena a los partidos dinás-
ticos e imponer en la agenda política los objetivos catalanistas. Esta acción
aglutinadora requería un alto grado de ambigüedad en la formulación de
los principios con el fin de combinar elementos contrarios: la teocracia del
obispo Torras con un mínimo de autonomía frente a la Iglesia (conseguía
así servirse del apoyo eclesiástico, sin verse subordinado al catolicismo inte-
grista). Prat reconcilió a la ciudad liberal con el campo carlista de donde él
mismo provenía. Ya en 1893, en el Compendi de doctrina catalanista presen-
taba a carlistas y liberales como «campeones de la libertad catalana». Este
sincretismo sin escrúpulos entre principios poco compatibles fue preci-
samente la clave de su éxito como aglutinador político. Pero además Prat
aspiraba a ir consiguiendo la instauración de instituciones catalanistas, ta-
les como la Mancomunidad de Cataluña en 1913 obtenida por real decreto
gracias a sus buenas relaciones con el conservadurismo español en el poder.

La obra doctrinal más importante de Prat de la Riba es La nacionalidad


catalana, obra publicada en 1906, pero que recoge conceptos elaborados y
expresados por el autor en obras anteriores: el Compendi de doctrina catala-
nista de 1893 y, sobre todo, las conferencias sobre la nacionalidad, escritas
en 1897 y transcritas literalmente en La nacionalidad catalana. Tampoco
hay que excluir la posibilidad de que algunos capítulos, sobre todo los refe-
ridos al imperialismo, pudiesen deberse a la pluma de su discípulo más
aventajado: Eugenio D’Ors.

Son muchas las influencias intelectuales en lo formación ideológica de


Prat de la Riba: Herder y su teoría de la lengua como molde del pensamien-
to nacional, los historicistas románticos como Savigny o los intelectuales
catalanes de la Renaixença; tradicionalistas como José de Maistre; positi-
vistas como Hipólito Taine que contrapone las determinaciones del hecho
histórico a las «utopías» del racionalismo político. Así, al fundar la naciona-
lidad en la naturaleza, y en la historia, la idea de autogobierno quedaba
desvinculada de sus connotaciones democráticas, y del voluntarismo políti-
co asociado a la Revolución francesa.

Especial importancia tuvo la influencia del «nacionalismo integral» de


L’Action Françoise, fundada por el nacionalista autoritario y antiliberal
Charles Maurras: las principales ideas que el nacionalismo catalán tomó
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

del «nacionalismo integral», fueron su exigencia de sustituir el parlamenta-


rismo liberal por la representación corporativa, la primacía absoluta de la
nación sobre las personas, la monarquía federal y autoritaria («un César
con fueros»). Sin embargo, Prat de la Riba, adscrito al romanticismo medie-
valizante y hostil Renacimiento, rechazó la restauración del clasicismo pro-
pugnada por Maurras. Por el contrario sería Eugenio D’Ors quien hiciese
del clasicismo maurrasiano uno de los puntales de su filosofía.
Prat entiende la nación a la manera romántica como una comunidad hu-
mana que participa de los mismos rasgos distintivos. Los estados son produc-
tos artificiales de la historia, pero las naciones, los pueblos, son producto de
la naturaleza y existen desde el principio de los tiempos. La labor de los inte-
lectuales nacionalistas consiste en «despertar» a la nacionalidad dormida,
volviendo así a los principios naturales que la historia jamás debió alterar. Se
trataba de un concepto ya acuñado por el obispo Torras y Bages, principal
inspirador de Prat. En «La nacionalidad catalana» se define al pueblo como
«la unidad fundamental de los espíritus», frase que engloba prácticamente lo
esencial del libro. Los factores de esa identidad común son físicos (la raza),
pero sobre todo lo es la cultura, entendida como una forma de ser y de pensar
común a todos los individuos que componen la nacionalidad. Parte esencial
de esa psicología colectiva es la que proviene de la lengua, ya que ésta no es
sólo un medio de comunicación, sino un molde para el pensamiento («la len-
gua nos da hechas las ideas»). Así, todos los rasgos de la personalidad le son
arrebatados al individuo para transferirlos a la colectividad nacional.
Rebelarse contra la pertenencia nacional, no luchar por la nacionalidad es el
mayor pecado que puede cometer un individuo. El ideal de absorción del in-
dividuo puede realizarse también con los inmigrantes mediante el trabajo
incesante por inculcar una «cultura común»:
«Poned bajo el espíritu nacional gente extraña y veréis como sua-
vemente… va modificando sus maneras, sus instintos, sus aficiones,
infunde ideas nuevas en su inteligencia… Y si, en vez de hombres ya hechos
le dais niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta.»

Si para Torras era misión del clero nacionalizar a los catalanes, para Prat
esta función corresponde a un partido, que, además, se identifica con la na-
ción: «no somos un partido político, somos un pueblo que renace».
Prat de la Riba concebía al Estado español como una federación de pue-
blos diferentes y a la institución regia como una monarquía federal agluti-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nadora de distintos estados dotados de un considerable grado de autonomía.


Cataluña debía ejercer una función hegemónica en lo económico y en lo
cultural, utilizando para ello el entramado de su articulación política en el
Estado español e incluso llegando a las zonas de influencia hispano portu-
guesa en Iberoamérica: «Ya en el nacionalismo catalán ha comenzado la
segunda función de todos los nacionalismos, la función de la experiencia
exterior, la función imperialista», con el fin de «aglutinar el conjunto de
pueblos americanos, hijos de Castilla y Portugal». A veces, incluso da la im-
presión de que el imperialismo soñado no se limitará a la influencia cultu-
ral o económica: «Entonces será la hora de trabajar para reunir a todos los
pueblos ibéricos, desde Lisboa al Ródano, dentro de un solo Estado, de un
solo Imperio…como la Prusia de Bismarck».

2.3 Eugenio D´Ors y el Noucentismo

Eugenio D´Ors (Barcelona, 1881-1954) estudia derecho en Barcelona don-


de entra en contacto con la Lliga y comienza su colaboración en diarios cata-
lanistas como La Veu de Catalunya donde publicará una serie de artículos
recopilados como Glosari. Muy pronto llega a ser un joven y exitoso intelec-
tual del partido bajo la protección de Prat de la Riba. Tras doctorarse en
Madrid con una tesis sobre Genealogía ideal del imperialismo recibe una beca
que le permitirá estudiar en París (1904-1906) donde recibe la influencia de
Charles Maurras fundador del nacionalismo integral de L’Action Françoise,
grupo político de la extrema derecha monárquica. También se inspirará en el
nacionalismo de Maurice Barrés cuya influencia se transparenta en La bien
plantada, modelo d’orsiano de la mujer catalana y mediterránea, cuya cuali-
dad esencial es un sólido realismo asentado en un sentido clásico de la medi-
da. A partir de 1911, y bajo la influencia del maurrasiano «Círculo Proudhon»
inspirado por Georges Sorel, D’Ors ensaya la propagación de fórmulas pre-
fascistas basadas en la unión de nacionalismo y sindicalismo: «el triunfo con-
junto del nacionalismo y del socialismo, dos fuerzas que, si se llegasen a unir,
nadie se les resistiría». En 1913 es nombrado director de Instrucción Pública
de la Mancomunidad. Pero a partir de la muerte de Prat de la Riba en 1917 la
carrera de D´Ors en el nacionalismo catalán sufre un rápido declive: será
obligado a abandonar sus cargos en la Mancomunidad y acabará por aban-
donar la Liga en 1919, desvaneciéndose así su sueño de convertirse en un líder
autoritario de sus juventudes. En adelante y hasta su muerte en 1954 pasará
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

a integrar las filas intelectuales de la extrema derecha españolista, sin que


ello suponga un cambio sustancial en sus principios político-culturales.
Desde el comienzo de su carrera publicística Eugenio D’Ors experimen-
ta la influencia maurrasiana al menos en varios aspectos: en primer lugar
en cuanto a la estructura política basada en un monarquismo antiliberal de
carácter federalizante, a fin de hacer compatible un poder central autorita-
rio con el desarrollo de las culturas regionales del movimiento «felibre». En
segundo lugar un modelo ideológico en el que el individuo quedara subsu-
mido en la nación, pero concibiendo ésta al margen de cualquier definición
relacionada con la Revolución francesa o con el romanticismo germánico.
Maurras no aceptaba la herencia revolucionaria según la cual la nación de-
pende de la voluntad política de los ciudadanos. Tampoco aceptaba la con-
cepción historicista de Herder, para quien la nación se define como una
comunidad dotada de rasgos culturales diferenciales y surgida en un mo-
mento determinado de la historia. Para Maurras la «diosa Francia» no po-
día depender de los avatares de la historia ni de la voluntad de los hombres.
Finalmente el modelo cultural debía atenerse al clasicismo (aquí el mismo
Maurras debía mucho a la influencia de la «Escuela Romana» del poeta
Jean Moréas y del clasicismo católico). La sustancia cultural francesa se
asentaba en una hibridación de catolicismo romano y clasicismo latino ins-
pirado en la Antigüedad. El retorno al clasicismo servía de base cultural a
un nacionalismo tan hostil al refrendo democrático revolucionario como al
par ticularismo cultural herderiano. El modelo clasicista se inspira en la
perfección y en cuanto perfecto es universalizable, y eterno; además este
clasicismo teñido de rasgos mediterráneos se opone al modelo surgido del
romanticismo germánico (como diría Menéndez y Pelayo, uno de los inspi-
radores del clasicismo católico en España, «lejos de mí las hiperbóreas nie-
blas»). Finalmente, Maurras emprendió una batalla cultural contra el ro-
manticismo, movimiento cuya subjetividad y sentimentalismo considera
femeninos, decadentes y demoledores para el mantenimiento de una cultu-
ra y una sociedad que aspiren a la permanencia.
La filosofía política de Eugenio D’Ors se despliega en torno a dos concep-
tos fundamentales: Imperialismo y Novecentismo o «Noucentisme». El impe-
rialismo se presenta como la fase superior del nacionalismo: «El imperialis-
mo ha comenzado la segunda función de todos los nacionalismos, la función
de la influencia exterior, la función imperialista». Paradójicamente el destino
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

del nacionalismo triunfante es una transmutación en la que perderá los ras-


gos individualizantes y efímeros de diversidad e historicidad. La nación se
transforma en Imperio y como tal adquiere unos atributos que trascienden el
particularismo y la contingencia. El Imperio significa influencia externa y,
por tanto, va más allá de los límites territoriales de la primitiva nación. Pero
el imperio significa también una forma alternativa de nacionalismo, en la
cual la nación transformada ha sido puesta a salvo de la historicidad y de la
contingencia. López Aranguren ha hecho notar que D’Ors intenta obtener
para la nación catalana «una victoria sobre el tiempo y sobre la diversidad
espacial». Pero el precio a pagar es la desaparición de la nación herderiana
entendida como particularidad colectiva surgida en la contingencia temporal
de la historia, como justificación de la diversidad de lenguas y culturas. Así,
para este nacionalismo transformado en imperialismo universalista, unita-
rio, inmutable y eterno, la nación sufre «una crucifixión» del sentimiento
patrio (particularismo) en «el ara impasible de la unidad universal de la cul-
tura». D’Ors, que había recibido de Prat de la Riba un concepto de nación
romántico, legitimador de las diversidades culturales, particularista, ruralis-
ta y medievalizante, lo transformó en un modelo de aspiraciones hegemóni-
cas universales, inspirado en la ciudad antigua y en una cultura mediterrá-
nea en la que se armonizasen catolicismo romano y latinidad clásica. En la
creciente inclinación d´orsiana por este nuevo modelo de clasicismo perenne,
caracterizado por la unidad y la eternidad, modelo que él consideraba uni-
versalista, influyeron diversos precedentes: el clasicismo católico de
Menéndez y Pelayo, pero sobre todo el clasicismo cultural de Charles Maurras
y la Escuela Romana de Moréas. Naturalmente, esta ruptura con el modelo
del nacionalismo romántico originó tensiones permanentes «entre un loca-
lismo nacionalista y un universalismo mediterraneísta… esta lucha entre lo-
calistas y universalistas fue feroz. Posiblemente el localismo nacionalista
acabó imponiéndose». Ello se debió sin duda a la derrota personal del propio
Eugenio D´Ors y de su proyecto político autoritario para Cataluña.

La gran empresa cultural d’orsiana fue el novecentismo, movimiento ar-


tístico e intelectual que tuvo vigencia en Cataluña entre 1906 y 1923 en opo-
sición al modernismo, que era la tendencia cultural predominante en la
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

Barcelona finisecular. Para D´Ors el decadentismo modernista no es sino la


consecuencia del romanticismo iniciado por Rousseau. Sus atributos son el
culto a la naturaleza, al hombre primitivo, y a la espontaneidad y al sen-
timiento. Además en su fase de pleno desarrollo el romanticismo ha predica-
do el subjetivismo del arte como expresión del yo, la ruptura con la tradición
en pos de la originalidad, la diversidad particularista, la anarquía en cuanto
falta de reglas, la ruptura con el pasado como oportunidad de cambio, la
infinitud como superación de límites. El nuevo paradigma cultural propues-
to por D’Ors, el Noucentisme que desde un principio aparece vinculado al
concepto de clasicismo, es la antítesis del romanticismo modernista:
«Somos imperialistas y defendemos una tradición humana enriquecida
con matices diversos, pero fundamentalmente única, es decir, derivada de
la cultura grecolatina y proseguida en el transcurso de los siglos constan-
temente, aunque con interrupciones y temporales medievales, románticos.»

El Novecentismo opone la civilización a la naturaleza, el esfuerzo a la


espontaneidad, el aprendizaje de la tradición (el padre) frente a la originali-
dad (el hijo), la unidad frente a la diversidad, la continuidad frente a la rup-
tura, el perfil y la forma como límite y medida frente a la infinitud ilimita-
da de la materia, la jerarquía y las normas frente a la anomia anárquica, la
razón y el artificio frente a la irracionalidad instintiva, permanencia frente
a cambio. Volver a las reglas y reanudar el contacto con la tradición será
tanto una norma de vida como una estética. «Sólo hay originalidad verda-
dera cuando se está dentro de una tradición… copiará fatalmente quien no
sepa heredar…cuanto no es tradición es plagio».

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

El racismo teológico de Sabino Arana

«Entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen hoy a nuestra ama-


da patria, ninguna tan terrible y aflictiva… como el roce de sus hijos con
los hijos de la nación española… ni la extinción de su lengua, ni el olvido de
su historia, ni la pérdida de sus propias y santas instituciones e imposición
de otras extrañas y liberales, ni la misma esclavitud política… que padece,
la equiparan en gravedad y trascendencia (…) borradas han quedado las
fronteras que apartaban a la familia euskeriana de la familia española, rota
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

y deshecha la barrera que a una de otra separaba… en el solar de la familia


euskeriana penetra la española a título de amiga, y de amiga pasa luego a
pariente… se hablan sin recelos sus inteligencias, se comunican sus corazo-
nes, se compenetran sus espíritus; y el criterio extraviado vence y ahoga al
buen sentido moral, la malicia a la bondad, la corrupción a la pureza… y ya
la familia euskeriana, acosada y estrechada por la impetuosa invasión, va
viendo perecer, arrollados por el inmundo torbellino, a todos sus hijos, no
quedándose ya libre del general naufragio más que la cumbre de sus más
altas montañas, cuna de nuestra raza.(…) Si hoy nuestra lengua… fuese
adquirida y usada por el invasor, y … Euskeria gozase de sus instituciones
tradicionales y estuviera cristianamente legislada… ¿qué valor tendría todo
aquello… al lado del contagio del carácter social del español, naturalmente
impío e inmoral? ¿Qué le importaría de todo ello a Euskeria, si, a pesar de
su lengua nacional… de sus propias instituciones y de su libertad política,
aún del catolicismo de su gobierno… el roce íntimo y fraternal de la socie-
dad española descarriaba las inteligencias de sus hijos, pudría sus corazo-
nes y mataba sus almas?».(…) Para el hombre solamente una cosa es impor-
tante: la salvación de su alma… nada que no sea procurarle al hombre el
conocimiento y el cumplimiento de sus deberes podrá constituir el fin de la
sociedad o de la familia… Bizkaya, dependiente de España, no puede diri-
girse a Dios, no puede ser católica en la práctica.»

«No es, no, el liberalismo del gobierno… la causa inmediata y principal


de la perversión de nuestro pueblo… el liberalismo teórico se aprende…
pero el práctico está en la naturaleza humana, empezó con el pecado origi-
nal y está expreso en muchos, latente en todos: manifiesto está en el carác-
ter y en las costumbres del español… la sociedad euskeriana se pierde en su
roce con la española y es preciso aislarla para salvar a sus miembros… el
carlismo, el integrismo y el moderno regionalismo católico no podrán ja-
más salvar a Euskeria, porque desde el momento que establecen la íntima
unión social del pueblo euskeriano con el español, se oponen a que aquél
cumpla su fin, sirvan sus hijos a Dios y salven sus almas» (…) «Si la causa
es justa… y necesaria como único remedio de un gravísimo mal moral,
Dios nos manda servirla»… Se trata de salvar almas: perecen las de nues-
tros hermanos… Si en las montañas de Euskeria… ha resonado al fin en
estos tiempos de esclavitud el grito de independencia, SOLO POR DIOS HA
RESONADO.»

(Sabino Arana, Los efectos de la invasión, 1897)


LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

Las Bases de Manresa

Base 6.º Cataluña será la única soberana de su gobierno interior; por lo


tanto dictará libremente sus leyes orgánicas, cuidará de su legislación civil,
penal, mercantil, administrativa y procesal; del establecimiento y percep-
ción de los impuestos; de la acuñación de la moneda…

Base 7.º «Las Cortes se formarán por sufragio de todos los cabezas de


familia agrupados en clases, fundadas en el trabajo manual, en la capaci-
dad o en las carreras profesionales, en la propiedad industrial y el comer-
cio, mediante la correspondiente organización gremial que sea posible».

(Bases de Manresa, 1892)

Torras y Bages. La nación catalana como obra de Dios

«La infusión de la gracia divina se hizo en una raza fuerte, juiciosa y


activa… el elemento humano, fecundado por aquél elemento divino, produ-
jo una virtud y energía que se desarrolló en una organización resistente y
armónica»… «La Iglesia es regionalista porque es eterna… Los Estados se
hacen y deshacen según las circunstancias… reaparecen las antiguas na-
ciones, las unidades sociales naturales formadas en los eternos consejos de
la providencia divina.»

(Josep Torras i Bages, La tradició catalana, 1892)

Prat de la Riba. Personalidad nacional

«Y viene entonces un gran pensador (Torras y Bages) y nos enseña que


Cataluña tiene… un espíritu y un carácter nacionales… un pensamiento
nacional… de pensamiento, carácter y espíritu nacionales sacábamos la
Nación, es decir, una sociedad de gentes que hablan una lengua propia y
tiene un mismo espíritu… la existencia de la Nación era un hecho natu-
ral…»

España como Estado plurinacional: «España no es nuestra patria,


sino una agrupación de varias patrias; que el Estado español es el Estado
que gobierna la nuestra como las otras patrias españolas… el Estado es una
entidad artificial, que se hace y deshace por la voluntad de los hombres,
mientras la patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior
a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni mudarla».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La nación es la unidad espiritual. «El pueblo es un principio espiri-


tual, una unidad fundamental de los espíritus, una especie de ambiente
moral que se apodera de los hombres y los penetra y los moldea y trabaja
desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacio-
nal gente extraña, gente de otras naciones y razas y veréis como suavemen-
te… va revistiéndolas de barniz nacional, va modificando sus maneras…
infunde ideas nuevas en su inteligencia y hasta llega a torcer un poco sus
sentimientos. Y si en vez de hombres ya hechos, le dais niños recién naci-
dos, la asimilación será radical y perfecta».

El hombre y la nación: «Y el hecho para los sociólogos es este. El


hombre nace, crece, se forma y vive dentro de una sociedad»… «Su espíri-
tu se despierta a la vida de la inteligencia con los acentos de una lengua
determinada, que le da hechas y acabadas las ideas y todo un sistema de
vínculos intelectuales que se apodera de su entendimiento de niño y le
pliega y moldea a voluntad». (…) «La sociedad le ha formado y él vive su
vida… su espíritu individual queda orgánicamente soldado para siempre
con el alma colectiva» (…). «La sociedad que da a los hombres todos estos
elementos de cultura, que los liga forma con todos una unidad superior,
un ser colectivo informado por un mismo espíritu, esta sociedad natural
es la NACIONALIDAD».

Contra el racionalismo abstracto y el individualismo, culpables de


la Revolución francesa: «el idealismo abstracto y generalizador… que llegó
a la cima de su esplendor con el triunfo del doctrinarismo apriorista de la
Revolución francesa… provocó un reacción vigorosa… la gran revolución
romántica… Thierry, el historiador artista, se siente… herido por la intuición
del papel de las razas en la vida de los pueblos y se eleva a la concepción et-
nológica de la historia, detrás de Herder»… «Schelling fue el hombre que
generalizó el concepto introducido por De Maistre de la evolución orgánica.
Y esta idea fue acentuándose, como reacción natural …contra el individua-
lismo atómico que iba invadiendo las instituciones y las leyes».

La cultura común es, por encima de la raza, el elemento esencial


de la nacionalidad: «el hombre nace miembro de una raza, recibe por he-
rencia los caracteres que un trabajo de siglos ha acumulado… pero la raza
no es la nacionalidad, por más que sea un factor importantísimo… el pue-
blo que no ha sabido construir una lengua propia, es un pueblo mutilado,
porque la lengua es la manifestación más perfecta del espíritu nacional»…
«El pueblo es… un principio espiritual, una unidad fundamental de los es-
píritus, una especie de ambiente moral que se apodera de los hombres y los
LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

penetra y los moldea y trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned
bajo la acción del espíritu nacional gente extraña… de otras naciones y ra-
zas y veréis como suavemente, poco a poco… va modificando sus maneras,
sus instintos, sus aficiones, infunde ideas nuevas en su inteligencia y llega
hasta a torcer poco o mucho sus sentimientos. Y, si en vez de hombres ya
hechos, le dais niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta».

(Enric Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, 1906)

Eugenio D’Ors. Alianza de la tradición y el nacionalsindicalismo

«Somos imperialistas y defendemos una tradición humana enriquecida


de matices diversos, pero fundamentalmente única, es decir, derivada de la
cultura grecolatina y proseguida en el transcurso de los siglos constan-
temente, aunque con interrupciones y con temporales medievales románti-
cos… somos, en fin, sindicalistas y comulgamos con la noción de una nue-
va era proletaria… y hacemos, incluso, con Georges Sorel la apología de la
Violencia. Pero esta violencia… nada tiene que ver con el revolucionarismo
democrático. La revolución, concepto esencialmente aburguesado y parla-
mentario nos repugna esencialmente… un Georges Sorel se encuentra hoy
con un Charles Maurras para decir: "Debemos liquidar, contradecir, la obra
de la Revolución".»

(Eugeni D’Ors, Glosari, 1910)

Contra los «metecos»: «el hecho de una renovación constante, por obra
de turbias fuentes de inmigración, en nuestras masas populares ciudada-
nas… el deslizamiento irruptor de gentes sin valor social, inciviles e igna-
ros —humana arena de los desiertos— dócil para alzarse a los vendavales
de los agitadores… un proteccionismo de raza… ¿no sería legítima defensa
en nosotros?»

(Eugeni D’Ors, Glosari, 1910)

BIBLIOGRAFÍA

Sobre el nacionalismo vasco

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TORRAS I BAGES, Josep, La tradició catalana. Barcelona, 1888.


TEMA 12
LOS SOCIALISTAS

Pedro Carlos González Cuevas

1. KARL MARX Y ESPAÑA

La difusión del marxismo fue en España sorprendentemente pobre. A la


hora de explicarlo, se ha recurrido a factores como el arraigo del anarquis-
mo, espacialmente en Levante, Cataluña y Andalucía. Igualmente, a la
amistad de algunos líderes obreros españoles, como Rafael Farga Pellicer y
Gaspar Santiñón, con Mijail Bakunin. Por otra parte, Suiza, Italia y España
fueron los países donde la concepción marxista de una Internacional cen-
tralizada y disciplinada chocó con una mayor oposición. La atmósfera de
suspicacias que se creó en torno a este problema, entre «autoritarios» y los
defensores de federaciones autónomas, fue la causa decisiva del hun-
dimiento de la I Internacional. Las disidencias entre Marx y Bakunin en el
terreno teórico afectaban a puntos tan fundamentales como el papel del
Estado, pero tenían, en realidad, que ver con la interpretación global de la
táctica y la estrategia que ambos propugnaban. Marx establecía un orden
de prioridades, en el que el espontaneísmo y el instinto de las masas debían
someterse a disciplina y educación, a fin de que la acción política no reca-
yera en el utopismo, sino que se orientase a partir de un proyecto sociopolí-
tico acorde con esas prioridades. Para Bakunin, las palabras «libertad» o
«revolución» parecían tener, en cambio, un contenido por sí solas o, al me-
nos, que las masas se lo darían sin necesidad de ser dirigidos por «tutores»
de las Humanidad. Las ideas internacionalistas llegaron a España en el úl-
timo tercio del siglo  XIX a través de los seguidores de Bakunin, como
Giuseppe Fanelli, con la consiguiente deformación del pensamiento del ad-
versario que suele ser habitual en toda polémica de carácter político, lo que
obstaculizó la difusión del pensamiento de Marx. De la misma forma, es
necesario señalar el atraso industrial de la sociedad española a lo largo del
siglo  XIX; y añadir factores de carácter cultural e intelectual, sobre todo la
ausencia de una importante tradición de pensamiento filosófico sistemáti-
co en España. Ni el idealismo ni el positivismo disfrutaron de un gran pre-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dicamento en nuestro suelo. España, a diferencia de Italia, no tuvo su


Benedetto Croce ni su Giovanni Gentile y, por lo tanto, tampoco su Antonio
Gramsci.
Karl Marx y Friedrich Engels se interesaron por la situación social y
política española e incluso por su historia. En una carta a Engels, Marx se
decía admirador de la literatura española, en particular de Calderón de la
Barca, cuyo Mágico prodigioso consideraba antecedente del Fausto, de
Goethe; y Miguel de Cervantes, cuyo Don Quijote leyó con pasión. En mo-
mentos de ocio, aprendió español. E incluso leyó en este idioma las obras de
Chateaubriand y de Bernardin de Saint Pierre, que en su lengua original le
era imposible digerir.
Marx nunca estuvo en España. Sí lo estuvo su hija Laura, acompañada
de su marido Paul Lafargue, que, en su huida de la represión de la Comuna de
París, fue a parar a España en 1871.
Marx comenzó a ocuparse de la situación española a partir de 1854, con
motivo de los sucesos revolucionarios de aquel año. Lo hizo como periodis-
ta del New York Daily Tribune, diario fundado por el admirador de Fourier,
político antiesclavista y partidario de Abraham Lincoln, Horace Greely. A la
hora de escribir sobre España, Marx se documentó a partir de las obras de
Marliani, Toreno, Southey, Hughes, Miñano, Jovellanos, Blanco-White,
Ford, Napoleón, Miraflores, etc. Marx analizó la realidad española desde la
perspectiva de lo que hoy denominaríamos teoría de la modernización:
España era un país que emergía «del estado feudal», que se movía «hacia la
civilización de clase media»; y que, como cualquier otro pueblo, se distin-
guía por «el peculiar colorido derivado de la raza, la nacionalidad, el len-
guaje, las costumbres del lugar y el vestido».
Como señaló en su día el filósofo Manuel Sacristán, los análisis de Marx
de la historia española están centrados en factores que, desde la perspectiva
marxista, denominaríamos supraestructurales —tradición, cultura, políti-
ca, religión, etc.— en detrimento de los infraestructurales. Llama la aten-
ción igualmente, como ya denunció el hispanista Gerald Brenan, que Marx
apenas mencione los procesos desamortizadores de las tierras eclesiásticas
y comunales.
Marx estimaba que no existía otro país, salvo Turquía, tan poco conoci-
do y tan sumariamente juzgado en Europa como España. Algo que conside-
LOS SOCIALISTAS

raba una consecuencia de la ignorancia de los recursos y de la fuerza de los


pueblos en su organización provincial y local. Ante todo, España era una
sociedad con un Estado muy débil. El movimiento de las Comunidades fue,
en el fondo, «la defensa de las libertades de la España medieval contra el
avance abusivo del modelo absoluto». Carlos  I intentó transformar la
Monarquía feudal de los Reyes Católicos en una Monarquía absoluta, ata-
cando a las Cortes y ayuntamientos. En esa lucha, «las viejas libertades de
España perecieron». Con la Inquisición, la Iglesia se transformó en «el ins-
trumento más formidable del absolutismo». Sin embargo, la centralización
nunca logró echar raíces en suelo español porque mientras la aristocracia
se sumía en la impotencia sin perder sus privilegios, las ciudades perdieron
su poder medieval, sin adquirir importancia moderna. Desde el estable-
cimiento de la Monarquía absoluta las ciudades vegetaron en una continua
decadencia. De ahí que, según Marx, la Monarquía española, al igual que
Turquía, debiera ser incluida en «la clase de las formas asiáticas de gobier-
no». España era «una aglomeración mal administrada de repúblicas regi-
das por un soberano nominal». Y es que no impidió que subsistiesen en las
provincias leyes y costumbres distintas, banderas militares de distintos co-
lores y diferentes sistemas fiscales.
«El despotismo oriental —señala Marx— ataca el antagonismo munici-
pal sólo cuando se opone a sus intereses directos, pero permite gustosamen-
te que esas instituciones persistan mientras descarguen de los hombros del
déspota la obligación de hacer algo y le liberen de la preocupación de admi-
nistrar regularmente.»

Al invadirla, Napoleón se encontró con una sociedad «llena de vida y que


cada una de las zonas rebosaba capacidad de resistencia». Como conse-
cuencia, se produjo «el gran movimiento nacional», dividido entre una elite
liberal y el pueblo tradicional. La Junta Central se dividió entre las figuras
de Floridablanca y Jovellanos. El primero era «un burócrata plebeyo», el
segundo «un filántropo aristocrático». Floridablanca era un «déspota ilus-
trado», Jovellanos, un «amigo del pueblo», que esperaba elevar a éste a la
libertad «con una serie penosamente prudente, de leyes económicas y la
propaganda literaria de doctrinas generosas». Los dos eran hostiles al feu-
dalismo; pero Floridablanca desconfiaba de la «espontaneidad popular»; y
Jovellanos no era un «hombre de acción revolucionaria», sino un «reforma-
dor bienintencionado, que, por exceso de escrupulosidad con los medios,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

jamás se habría atrevido a cumplir un objetivo». Se encontraba, además,


muy inclinado a la «anglomanía de Montesquieu». Según Marx, la Junta
Central, dirigida por «semejantes reminiscencias sobrepasadas», no podía
llevar a cabo una revolución. Su labor fue, pues, reaccionaria, ya que orde-
nó suspender la venta de los bienes de las manos muertas; no reformó un
sistema fiscal «proverbialmente injusto, absurdo y engorroso»; y fue inca-
paz de romper con las cadenas del feudalismo.
Marx incidió igualmente en factores desencadenados por el conflicto
como la guerrilla, en cuyo desarrollo distinguió tres períodos. En el prime-
ro, que correspondió el momento del levantamiento, la población de las pro-
vincias tomó las armas. En el segundo, la guerrilla estuvo formada por los
restos del Ejército español, por los desertores del Ejército francés y por con-
trabandistas. A la vez, este sistema de guerrillas hizo surgir del pueblo a
una serie de héroes. Estos factores incidirían posteriormente en el proceso
que condujo al pretorianismo. Debido a la debilidad del Estado, el Ejército
tuvo un papel de primer orden en la historia contemporánea española, tan-
to cuando tomaba una iniciativa revolucionaria cuanto echando a perder la
revolución bajo su influencia.
En ese sentido, Marx se extrañaba que la innovadora Constitución de 1812
saliera de «la cabeza de la vieja España monástica y absolutista, justamente
en la época en que parecía totalmente absorbida en una guerra santa contra
la Revolución». A su entender, la Constitución de Cádiz no era una mera imi-
tación del texto francés de 1791, sino la «reproducción de los antiguos fueros,
pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades
de la sociedad moderna»; era fruto de «un compromiso establecido entre las
ideas del siglo  XVIII y las oscuras tradiciones de la teocracia»; «un vástago
genuino y original de la vida intelectual española, que regeneró las antiguas
instituciones nacionales, que introdujo las medidas de reforma clamoro-
samente exigidas por los autores y estadistas más célebres del siglo XVIII, que
hizo inevitables concesiones a los prejuicios populares». Finalmente, dada la
situación del país, las Cortes de Cádiz se caracterizaron por tener «ideas sin
acción», mientras que en el resto de España hubo «acción sin ideas».
Por todo ello, la Constitución de Cádiz pudo ser abolida fácilmente por
Fernando VII y por los sectores sociales más interesados en derogarla: los
Grandes, el clero, los abogados, etc. Fernando VII era «un cobarde despóti-
co, un tigre con corazón de liebre, un hombre tan ávido de autoridad como
LOS SOCIALISTAS

incapaz de ejercerla, un príncipe en pos del poder absoluto para poder re-
nunciar a él dejándolo en manos de sus lacayos». Tampoco los liberales mo-
derados salían mejor parados de su pluma. Por ejemplo, Martínez de la
Rosa era caracterizado como «un verdadero partidario de la escuela doctri-
naria de Guizot, consistiendo la moderación de esos caballeros en su idea
fija de que las concesiones a la masa de la humanidad nunca pueden ser de
un carácter demasiado moderado»; en «erigir una aristocracia liberal y el
dominio supremo de la burguesía combinado con el mayor número posible
de abusos y tradiciones del antiguo régimen». La revolución de 1820-1823
fue «una revolución de clase media y, más específicamente, una revolución
urbana, mientras el campo ignorante, perezoso, aferrado a las pomposas
ceremonias de la Iglesia, permanecía espectador pasivo de una lucha de
partidos que apenas entendía». El campesinado se consideraba «hidalgo» y
era «indiferente u hostil a las nuevas leyes». Y es que la legislación liberal
apenas contribuyó a la mejora de sus formas de vida. Muy al contrario,
arrojó la tierra de

«... manos de los indulgentes monjes a las de los calculadores capitalis-


tas, perjudicó la situación de los antiguos labradores por elevar las rentas
que éstos tenían que pagar, de forma que la superstición de esa numerosa
clase, herida ya por la venta del santo patrimonio quedó exageradamente
engrosada por las sombras de intereses materiales.»

La guerra carlista supuso el exterminio «a fuego y hierro» de los «ele-


mentos antiguos de la sociedad española». Dada la tradición española, esta
lucha tomó la forma de lucha de dos intereses dinásticos opuestos: «La
España del siglo XIX hizo su revolución —dirá Marx— con facilidad cuando
se le permitió darle la forma de las guerras civiles del siglo XIV».

La figura de Espartero, como beneficiario de la revolución de 1854, cen-


tró igualmente la atención del pensador alemán. Sus conclusiones fueron
muy negativas. Se trataba de un personaje ambiguo, cuyos méritos milita-
res y políticos resultaban muy discutibles, «pura suerte». Además, un hom-
bre «falto de valor para romper las cadenas del régimen parlamentario».

Ni Marx ni Engels analizaron la revolución de 1868; pero sí el adve-


nimiento de la I República. En su opinión, la Monarquía, como forma de
gobierno, había entrado ya en decadencia, marchando hacia formas de ce-
sarismo. Sin embargo, la república no corría mejor suerte, porque ya no
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

existían, a su juicio, republicanos puros. La república era «la más acabada


forma de la dominación burguesa» y, a la vez, «la forma de Estado en la que
la lucha de clases se libra de sus últimas cadenas y que prepara el campo de
batalla para esa lucha»; su «campo de batalla». La sociedad española se en-
contraba retrasada industrialmente; y, por ello, seguía habiendo mucho que
hacer a favor de una república burguesa, cuya misión no era otra que «dejar
limpio el escenario para la lucha de clases que se avecina». La república
preparaba «el terreno para una revolución proletaria en unas condiciones
que sorprenderían incluso a los obreros españoles más avanzados». Sin em-
bargo, la experiencia terminó en fracaso, según Engels, a causa de la in-
fluencia de los anarquistas. En su artículo «Los bakuninistas en acción»,
acusó a los anarquistas de ser los promotores de los levantamientos canto-
nales y de fomentar el apoliticismo de las masas obreras; todo lo cual inci-
dió en el fracaso de la I República. La actitud de los anarquistas fue, para
Engels, «un ejemplo insuperable de cómo no se hace una revolución».

Marx no fue un admirador de los procesos de independencia hispanoa-


mericanos. Así lo demuestra su interpretación de la figura de Simón Bolívar,
a quien comparaba no ya con Napoleón III —su gran enemigo—, sino con
Soulouque, el emperador haitiano. Marx vio en Bolívar un remedo de bona-
partismo o, mejor dicho, un tipo de dictador bonapartista. Fue, según él, un
«cobarde, brutal y miserable».

Los escritos de Marx y Engels sobre España fueron traducidos muy


tardíamente al español. La primera traducción, que no incluía la totalidad
de los textos, corrió a cargo de Andrés Nin. Y los escritos fueron comenta-
dos por el historiador conservador-maurista Antonio Ballesteros. Poste-
riormente, en 1960, el filósofo Manuel Sacristán realizó una traducción
más completa, pero tampoco exhaustiva, porque todavía no se conocían la
totalidad de esos escritos marxistas. Sólo en 1998 Pedro Ribas publicó el
grueso de los artículos.

Entre los propagandistas del marxismo en España destacó la figura de


Paul Lafargue, yerno de Marx, nacido en Cuba den 1842. Su conducta se
ajustó, frente a los bakuninistas, a las instrucciones de Engels: organizar
un sector fiel al Consejo General de la AIT y a difundir las doctrinas mar-
xistas. De acuerdo con ellas, Lafargue entró en contacto con los redactores
del periódico internacionalista de Madrid, La Emancipación e inició desde
sus páginas una campaña contra los anarquistas y a favor de las concepcio-
LOS SOCIALISTAS

nes marxistas reflejadas en los acuerdos del Congreso de Londres sobre la


necesidad de acción política del proletariado. La tarea de difusión ideológi-
ca de Lafargue se reflejó en sus numerosos artículos sin firma publicados
en La Emancipación: «La Huelga de los ricos», «La organización del traba-
jo», «Pío IX en el Paraíso». Su «marxismo hedonista» (Kolakowski) tuvo
influencia en los socialistas españoles. El derecho a la pereza era citado por
el propio Pablo Iglesias. Y, en las bases socialistas, sus obras de carácter
anticlerical y antirreligioso, como La religión del capital, etc.

Aparte de la labor del yerno de Marx, se habían traducido al español al-


gunos capítulos de Miseria de la filosofía y el capítulo IV de El Capital, con
anterioridad a 1880. El Discurso inaugural de la AIT, en 1869; en 1871, La
guerra civil en Francia; y al año siguiente, Manifiesto Comunista. Entre 1880
y 1894 se abrió una nueva época en la difusión de Marx: cuatro ediciones
del Manifiesto Comunista. En 1886 se publicó por vez primera, aunque in-
completo, el volumen I de El Capital. La primera obra de Engels traducida
al español, en 1884, fue El origen de la familia, de la propiedad privada y del
Estado. Del socialismo utópico al socialismo científico se hizo la primera
edición en 1886; y una segunda en El Socialista cuatro años más tarde.
En 1887, fue publicada La situación de la clase obrera en Inglaterra.

2. PABLO IGLESIAS POSSE Y EL PSOE

El 2 de mayo de 1879 se fundaba, en la clandestinidad, en Madrid, el


Partido Socialista Obrero Español, cuyo programa era casi una traducción
del defendido por l´Égalité, que apareció en Francia desde 1877. Las relacio-
nes de Paul Lafargue y de otros socialistas españoles con el dirigente fran-
cés Jules Guesde hicieron en cierto modo del PSOE transunto de lo que
andando el tiempo se denominaría en Francia «guesdismo».

Jules Guesde (1845-1922) era el pseudónimo de Mathieu Jules Bazile,


fundador del Partido Socialista Francés y director del diario L´Égalité. Era
un creyente en la irreversibilidad del socialismo como resultado del de-
sarrollo económico capitalista hacia una concentración cada vez mayor de
poder. Igualmente, se mostraba partidario de la acción parlamentaria para
conseguir reformas inmediatas y, a la vez, estaba convencido de que el de-
rrocamiento del capitalismo sólo sería posible mediante la acción revolucio-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

naria. Opuesto, frente a Jean Jaurès, a toda colaboración con los republica-
nos, lo era también a la política de empresas municipales y a la
administración pública de ciertos servicios, porque podrían favorecer la
política de los gobiernos burgueses. No era menos hostil a la autonomía del
movimiento sindical, que, según él, dividía a los obreros en intereses corpo-
rativos. Pensador poco original, autor de algunos modestos folletos, fue di-
vulgador de un marxismo determinista y mecanicista que ejerció una pro-
funda influencia sobre Pablo Iglesias Posse, el líder por antonomasia
de PSOE. Durante la Gran Guerra, Guesde incurrió, finalmente, en el peca-
do de colaboracionismo, ya que formó parte entre 1914 y 1916, como minis-
tro de Estado, del gobierno de «Unión Sagrada» de Viviani y Poincaré cons-
tituido para dirigir el conflicto contra Alemania.
Ferrolano de 1850, Paulino de la Iglesia Posse fue hijo de un modesto
empleado en el ayuntamiento de El Ferrol, Pedro de la Iglesia Expósito, a
quien el capellán de la incluso de Orense le regaló el nombre y los dos ape-
llidos. Muerto el padre, en 1859, la madre, Juana Posse, cargó con sus hijos
Paulino y Manuel; y marchó a Madrid. Finalmente, los dos hermanos aca-
baron recogidos en el hospicio de Madrid. Dos años estuvo en el centro be-
néfico. Los malos tratos y el cariño a la madre le forzaron a salir del hospi-
cio. Luego comenzó su vida azarosa de imprenta en imprenta; y se hizo
obrero tipógrafo. De muy joven, dejó las prácticas religiosas. Su diversión
favorita fue la lectura. Sus autores preferidos fueron muchos y de índole y
producción muy variada: desde Plutarco a Cervantes; desde Dante a Víctor
Hugo, Maquiavelo y Voltaire, Proudhon y Condorcet, César Cantú, Büchner,
Darwin, Haeckel, Draper, Nordau, etc. En lo referente al marxismo, Iglesias
leyó algunas obras de Engels como Socialismo utópico y socialismo científi-
co, Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, etc. Hay que añadir
el Manifiesto Comunista, que, según todos los testimonios, fue su evangelio.
Sin embargo, la mayor influencia en su pensamiento fue ejercida por
Lafargue y Guesde. Nunca intentó Iglesias presentarse como un teórico
marxista. Su única ambición en ese terreno fue difundir algunas «verdades
escuetas» que sirvieran de pauta para el comportamiento del partido y del
sindicato UGT. En sus escritos, más que elaboraciones teóricas, se encuen-
tran incesantes repeticiones de los principios marxistas elementales o ex-
hortaciones al esfuerzo de los militantes. El punto de partida de Iglesias se
encuentra en la consideración de que el proceso de concentración capitalis-
ta se halla prácticamente consumado en España, reduciendo el antagonis-
LOS SOCIALISTAS

mo a dos, y sólo dos, polos opuestos: el Ejército, la magistratura, el clero, la


policía, etc., no son clases sociales, sino instituciones mantenidas o creadas
por la burguesía para que defiendan sus intereses. Semejante reduccionis-
mo permitía alcanzar una división básica entre «política obrera» y «política
burguesa» en que concluyen una serie de connotaciones económicas, políti-
cas y morales. Para comenzar, la situación de la burguesía como clase do-
minante determina la subordinación a la misma del aparato estatal, que se
limita a administrar sus intereses. No cabía, pues, abrigar la menor espe-
ranza respecto a un reformismo legal, abordado desde el Estado burgués.
Una y otra vez, Iglesias negó validez a las posibles intenciones reformistas
de la clase en el poder. El gobierno siempre es definido como un gestor de
los intereses políticos de la burguesía y, en consecuencia, la encarnación de
las notas que caracterizan la política burguesa: falsedad, incoherencia y
tendencias represivas frente a la clase obrera.

Junto a la clase burguesa, otro de los enemigos del proletariado son los
partidos republicanos, a los que Iglesias pretendía desenmascarar como
desmovilizadores de la acción revolucionaria del proletariado y, por otra
parte, como defensores de los intereses básicos de la clase explotadora. Los
republicanos eran «falsos revolucionarios», portadores de una ideología que
no persigue la emancipación de los trabajadores, desviándolos de los proce-
dimientos trazados por el socialismo. Iglesias repitió este argumento una y
otra vez para legitimar su negativa a cualquier alianza o pacto con los par-
tidos republicanos. En ese sentido, el líder socialista insistía en el inexora-
ble proceso de proletarización de las pequeñas burguesías, que la conduci-
ría al «campo del socialismo llena de coraje y ardor para pelear contra sus
enemigos de hoy y enemigos implacables del mañana». El determinismo
económico proporcionaba la seguridad de una pronta revolución. De ahí su
alusión a la «ceguera burguesa».

El objetivo último de la constitución del PSOE no era otro que alcanzar


el socialismo mediante la revolución; y su aceptación del marco político
burgués sólo tiene por objeto utilizar una plataforma para la difusión de
unas ideas llamadas a triunfar a corto plazo, «la hora de la desaparición de
los antagonismos sociales y era de la paz y de armonía entre los hombres
está muy próxima». Incluso la plataforma electoral carece de valor en sí
misma y su única función es servir de soporte a la preparación revoluciona-
ria. El sufragio universal tan sólo servía de «barniz de legitimidad» al poder
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

burgués. La transición al socialismo se define por una vía revolucionaria en


que la organización obrera se vería favorecida por el proceso de proletariza-
ción de la pequeña burguesía y la crisis económica. La revolución se haría
mediante «la fuerza». Y la conquista del poder significaba el inicio de la
dictadura del proletariado «para expropiar a la burguesía» e impedir «todo
intento de rebelión por parte de los individuos de aquella clase contra el
nuevo orden de cosas, vigilará la conducta de las colectividades producto-
ras para que todos sus individuos perciban el fruto de su trabajo». Una vez
expropiada la burguesía y eliminado el régimen de salariado, se organizará
la «producción social», «entregando a las colectividades productoras, no en
propiedad, sino para que realicen aquélla».
En 1909, como consecuencia de los sucesos de la denominada «Semana
Trágica» de Barcelona, se produjo un cambio evidente en ciertos aspectos
del discurso socialista. El cambio de contexto político hizo que Iglesias mo-
dificara en alguna media los contenidos de su esquema de pensamiento.
Pactó con una fracción de los republicanos, articulando la llamada «con-
junción republicano-socialista»; y, por vez, primera, Iglesias pudo acceder
al Parlamento español. Sin embargo, el planteamiento maniqueo se mantu-
vo, aunque ahora más en el plano directamente político. En aquellos mo-
mentos, la Monarquía vino a ser la encarnación del Mal y la República del
Bien. La Monarquía era responsable «con los políticos débiles que la com-
placieron, de muchas desdichas nacionales y de grandes desastres». El nue-
vo Mal se encarna en los políticos dinásticos, sobre todo en Antonio Maura,
el hombre que, según Iglesias, «lanzó a España a la guerra del Rif en las
desastrosas condiciones en que lo hizo; que despreció profundamente la
opinión del país contrario a ella; que abolió todas las libertades para que no
se protestase contra tan dañoso y torpe error». Por esta vía, llegó a justificar
el «atentado personal».
Igualmente aparece en el discurso de Iglesias un profundo anticlerica-
lismo. Desde la fundación del PSOE, apareció invariablemente la voluntad
de los fundadores de dar una expresión netamente laicista a toda la socie-
dad. Para el líder del PSOE, la Iglesia católica no era otra cosa que «una
servidora celosa de la burguesía, la encargada de sancionar en nombre de
Dios todas las tropelías, todos los despojos y todas las infamias que con los
asalariados comete aquélla». Sin embargo, Iglesias no quería que se con-
fundiera a su partido con los agresivos anticlericales burgueses republica-
nos, que intentaban persuadir a los trabajadores de que la causa principal
LOS SOCIALISTAS

de su malestar y miseria se debía a «la existencia de las religiones, y, sobre


todo, en la que tiene por director y jefe a León XIII». Las energías revolucio-
narias del proletariado debían ir hacia los patronos. Además, Iglesias creía
que España era «uno de los países más escépticos del mundo, y en el que
late como en ninguno el odio hacia el clero regular y secular». A su enten-
der, bastaba con aplicar la supresión de las subvenciones del Estado a la
Iglesia católica para que el clericalismo finalizara. Y es que, según Iglesias,
la casa real y la aristocracia palaciega eran «el verdadero núcleo del clerica-
lismo español», rodeado de varias filas del capitalistas, «que se sirven de su
clericalismo para apoderarse de los monopolios y de los altos cargos que
disfrutan de retribución generosa».
A diferencia de otros líderes socialistas europeos, como Lasalle o Jaurès,
Iglesias no dio excesiva importancia, en sus escritos, al tema nacional espa-
ñol ni a los nacionalismos periféricos. Los socialistas españoles aceptaron
el marco nacional; pero rechazaron en todo momento cualquier política
expansionista o colonialista. Criticaron la guerra de Cuba y luego la de
Marruecos. Los socialistas rechazaron la fiesta del 2 de mayo por su carác-
ter nacionalista. En su lugar, propugnaron la del 1 de mayo. El programa
del PSOE no recogía términos y conceptos como «nación», «patria» o
«España». Iglesias y sus partidarios fueron inmunes a los planteamientos
del austromarxismo de Otto Bauer y Karl Renner.
No obstante, existió una historiografía de carácter socialista y obrero en
la que podía percibirse la ambivalencia que la idea nacional provocaba en-
tre algunos militantes socialistas. Así, Francisco Mora, en su Historia del
Socialismo Obrero Español desde sus primeras manifestaciones hasta
nuestros días, expresó una postura internacionalista y antinacionalista des-
mitificadora de la historia de España, relacionada, sobre todo, con el descu-
brimiento de América, las campañas militares de los Austrias y la guerra
antinapoleónica. Por el contrario, Juan José Morato, en sus Notas para la
historia de los modos de producción en España, se muestra más identificado
con la historia nacional, siguiendo, por lo general, las pautas de la historio-
grafía de Modesto Lafuente, Picatoste, Seignobos, Buckle, Dozy, Menéndez
Pelayo y Joaquín Costa. En esta obra, se valora positivamente la presencia
árabe y judía en España. Se critica la lectura tradicional de la Reconquista
y sus motivaciones. Rebaja el entusiasmo de algunos historiadores por las
instituciones políticas de la Edad Media, como concejos, cortes, fueros,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

franquicias y libertades. Los Reyes Católicos eran presentados como los


fautores de la unidad nacional, pero igualmente de la decadencia de España.
El descubrimiento de América fue, a juicio de Morato, una gloria nacional,
pero que trajo aparejado graves efectos como una profunda crisis indus-
trial, comercial y demográfica, incidiendo en la ruina del país y en la explo-
tación de la población indígena. Su valoración de las Comunidades era
negativa, mientras que las Germanías eran representadas como una mani-
pulación de la lucha de clases. Los reinados de Carlos I y Felipe II son cali-
ficados de desastrosos, al igual que los de sus sucesores. La dinastía Borbón
causó, a su juicio, menos males y algunos de sus miembros de «preocupa-
ron, con buenos resultados, del bien público». Juzgaba «necesaria» la revo-
lución liberal. En la Guerra de la Independencia, distinguía Morato dos
grupos, los reformistas liberales y los «fanatizados por curas y frailes». En
consecuencia, se valoraba positivamente la labor de las Cortes de Cádiz y de
forma absolutamente negativa el reinado de Fernando VII. Morato interpre-
taba las guerras carlistas como el enfrentamiento entre partidarios del
Antiguo Régimen y los elementos avanzados. La desamortización civil es
sometida a crítica por cuanto privó de los medios de vida a «muchos infeli-
ces» y cegó la principal fuente de ingresos de los concejos. La implantación
del régimen burgués convirtió a la alta burguesía en clase dominante, dan-
do paso a un nuevo ciclo revolucionario protagonizado por la pequeña bur-
guesía en 1868. Finalmente, Morato señalaba que «ninguna reforma benefi-
ciosa para los trabajadores ha sido llevada a la legislación durante el tiempo
que lleva la dominación burguesa».
Durante bastante tiempo, el PSOE estuvo cerrado hacia las elites inte-
lectuales; algo que fue muy criticado, entre otros, por Ramiro de Maeztu y
José Ortega y Gasset. En sus estatutos, la Agrupación Socialista Madrileña
establecía que «los obreros intelectuales» quedaban excluidos de cualquier
cargo y representación de tipo colectivo. En contraste, Pablo Iglesias de-
sarrolló una especie de ideología carismática y de claro contenido religioso
secular, de cara a garantizar su mandato y la cohesión del partido. En la
propaganda socialista, Iglesias aparece como un «santo laico» o, más aún,
un santo anticlerical e irreligioso. El líder del PSOE era, desde esta perspec-
tiva, un compendio de virtudes, ya que encarnaba la «honradez», la «auste-
ridad», la «abnegación», la «rectitud» y la «sinceridad». Era, además, el
«profeta» del socialismo, el «apóstol de las reivindicaciones proletarias»,
el «redentor del obrero», «el otro Mesías». Sus enemigos eran definidos
LOS SOCIALISTAS

como «judas», «traidores» o «sacrílegos», que sólo movidos por las fuerzas
infernales podían poner en duda la santidad del «redentor del obrero». Con
posterioridad, ya más paternalmente, sería conocido como «El Abuelo». Los
órganos intelectuales y periodísticos socialistas aparecieron muy lentamen-
te y con muchos altibajos. En 1886, apareció El Socialista. En 1897, La
Ilustración del Pueblo, que desapareció aquel mismo año. La Nueva Era,
en  1903. La Revista Socialista, el mismo año que la anterior. Acción
Socialista, que se publicó entre 1914 y 1915; y Nuestra Palabra, entre 1918
y 1920.

3. JAIME VERA LÓPEZ, EL MARXISMO CIENTIFICISTA

Una excepción al antiintelectualismo dominante en el PSOE fue la figu-


ra del doctor Jaime Vera López. Nacido el 20 de marzo de 1859, era hijo de
Rafael Vera, amigo de Pi y Margall y del general Prim, demócrata, funda-
dor de varios periódicos y, durante la I República, fue jefe superior de
Estadística en Filipinas y tesorero general del Archipiélago. El joven Jaime
cursó las primeras letras en el colegio Internacional, fundado por los krau-
sistas. En el Instituto San Isidro, obtuvo el grado de bachiller, en junio
de 1873. Posteriormente, cursó la carrera de Medicina, convirtiéndose en
alumno predilecto del doctor Esquerdo. En el primer curso, conoció a
Alejandro Oncina, antiguo miembro de la Internacional, quien le facilitó los
primeros textos marxistas. Mientras estudiaba Medicina, leyó el Manifiesto
Comunista y El Capital. Según manifestó en alguna ocasión, no llegó al so-
cialismo «por odio a la sociedad», ni por «sentimentalismo», ni por «roman-
ticismo», sino por «plena convicción científica, como deberían estar cuantos,
sincera y seriamente, buscan la verdad».

En 1877, se adhirió al grupo de los «socialistas autoritarios», frecuen-


tando las tertulias que se celebraban en el café de Lisboa y en el del Brillante,
donde solían celebraban reuniones generales. En el curso 1878-1879 se li-
cencia en Medicina. En junio de 1880 obtuvo el grado de doctor. Afiliado
al PSOE, fue en todo momento un defensor del materialismo científico,
aplicado a la psicología y al derecho penal.

Su celebridad como pensador socialista vino de la mano de la redacción


del Informe presentado por el PSOE en 1884 a la Comisión de Reformas
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Sociales. Un documento que ha sido considerado como la más clara y más


elocuente vulgarización de las ideas marxistas en la España de finales del
siglo XIX. Según Juan José Morato: «El pensamiento del socialismo español
es Jaime Vera en el Informe».
A lo largo de sus páginas, aparecen los temas de las luchas de clases so-
ciales como consecuencia de la evolución capitalista, entre obreros (oprimi-
dos) y poseedores (opresores). Los obreros vienen «desnudos de todas las
armas a la lucha por su existencia». Vera hace referencia igualmente a la
acentuación progresiva de las divisiones entre las clases, que lleva a la lucha
final. Considera el sistema capitalista como transitorio e inevitable la revo-
lución proletaria. Defiende el derecho del trabajador al producto íntegro de
su trabajo, algo que había criticado Marx. Somete a análisis el proceso eco-
nómico capitalista: mercancía, capital, jornada de trabajo, salario, plusva-
lía; el antagonismo entre producción colectiva y apropiación individual den-
tro del sistema, lo que lleva al antagonismo de clase y la anarquía de la
producción. Sostiene la necesidad histórica de la sociedad socialista como
consecuencia de las contradicciones internas del desarrollo capitalista. Y la
propiedad social de los medios de producción como único camino abierto a
la evolución y progreso económico y como solución científica del problema
social, «en cuanto es la única compatible con la realidad económica, tal
como se presenta en su desarrollo natural». La caracterización del gobierno
y, por ende, del Estado como simples administradores de los intereses de la
clase capitalista. La función de los intelectuales en la sociedad capitalista y
en la futura sociedad socialista. Finalmente, y por lo que se refiere a la so-
ciedad española, Vera analiza el retraso en la evolución económica capita-
lista; las características que ha de seguir el desarrollo económico en España;
la crítica a la organización y eficacia de la Comisión de Reformas Sociales;
la Monarquía y la República en relación a los intereses de la clase obrera
española; la posible colaboración, siempre condicionada por los antagonis-
mos de clase, con los sectores progresistas de la clase burguesa; y la necesi-
dad de que el proletariado ejerza sus derechos políticos de la manera más
plena posible.
Las fuentes consultadas por Vera en relación al Informe fueron el
Manifiesto Comunista, el primer tomo de El Capital, Socialismo utópico y
socialismo científico, de Engels; La ley de los salarios y sus consecuencias, de
Jules Guesde, etc. A lo que hay que añadir Adam Smith, Necker, Lassalle,
Ricardo, Say, Bastiat y Linguet.
LOS SOCIALISTAS

Vera considera que el sistema capitalista no podrá responder a los retos


de la sociedad contemporánea y que, por lo tanto, «pasará como pasaron
otras concepciones sociales, religiosas y políticas que se creyeron perdura-
bles». Por su parte, la clase burguesa «desposeída de sus medios de produc-
ción, que monopoliza, nada es, nada vale, nada representa, para nada sirve.
No encarna ninguna idea, ni religiosa, ni filosófica, ni científica». La evolu-
ción histórica es irreversible; la revolución proletaria, inevitable. Y es que
la ciencia y la moral condenan el sistema social burgués; expresan la «ten-
dencia natural del desarrollo económico» y fortalecen la necesidad y evolu-
ción histórica hacia el socialismo. Quedan así identificados el desarrollo
económico y la evolución histórica con la verdad científica; y, a su vez, la
verdad científica es un argumento a favor del determinismo histórico.
Vera no propugna, sin embargo, la pasividad, sino que, en más de una
ocasión, hace hincapié en la necesidad de acción política tanto por parte del
proletariado como de la burguesía. Incluso en no pocas ocasiones propugna
la acción violenta del proletariado. En concreto, las candidaturas socialis-
tas al parlamento no eran sino «un episodio de la guerra de clases próxima
a desencadenarse en el terreno de la fuerza».
Sin embargo, no debe exagerarse la influencia de Vera en el aparato y
dirección del PSOE. Vera discrepaba de Iglesias en lo relativo a la alianza
con el republicanismo de izquierda. E igualmente sobre el papel de los inte-
lectuales en el movimiento socialista. Fue uno de los escasos socialistas es-
pañoles que mostró interés por el estatuto y la función social del trabajo
intelectual y de la ciencia en el marco de un equilibrado concepto del nexo
entre teoría y práctica. Vera creía en una futura identificación de ciencia y
proletariado, algo que luego matizaría. Nunca tuvo responsabilidad ni car-
go alguno político dentro del PSOE. Su labor quedó limitada a la presenta-
ción ritual como candidato socialista a las elecciones a diputado, en las que
siempre salió derrotado; y la asistencia al Congreso Internacional Obrero
de Londres celebrado en 1896.
El determinismo optimista de Vera sufrió una inflexión a raíz del esta-
llido de la Gran Guerra. En diversos artículos e intervenciones, atribuyó el
desastre a los intereses económicos y al imperialismo. En el X Congreso
del PSOE, su postura fue a favor de Francia y Gran Bretaña y contraria a
Alemania, lamentando que «el espíritu nacionalista y autoritario haya nu-
blado la conciencia política en gran número de los socialistas alemanes y
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

de sus poderes directores». En cambio, Vera recibió, como la mayoría de


los socialistas, positivamente el triunfo de la revolución rusa, aunque no
tuvo tiempo de analizar su desarrollo. Murió en Madrid el 19 de agosto
de 1918.

4. FERNANDO DE LOS RÍOS, EL SOCIALISMO HUMANISTA

Con el tiempo, la presencia de los intelectuales en el seno del PSOE


fue  en aumento. Aparte de Vera López, militaron en sus filas, Julián
Besteiro —procedente de la Institución Libre de Enseñanza—, Fabra Ribas,
Verdes Montenegro, Núñez Arenas, Miguel de Unamuno, Luis Araquistain y
Fernando de los Ríos. El más reseñable e innovador fue, sin duda, Fernando
de los Ríos Urruti. Nacido en Ronda el 9 de diciembre de 1879, pertenecía a
una familia de la alta burguesía rondeña. Estudió Derecho en Madrid, rela-
cionándose con Francisco Giner de los Ríos —su tío— y con la Institución
Libre de Enseñanza. «Venerado» y «amado maestro», dirá refiriéndose a
Francisco Giner, al cual dedicó un extenso libro sobre su filosofía jurídica y
varios artículos necrológicos. De los Ríos se formó en el krausismo y fue
uno de los pocos españoles que se remitió a los textos germanos originales.
Se autodefinió como «hombre de la Institución». Después de su viaje por
Alemania en 1909 abandonó el krausismo y adoptó elementos del neokan-
tismo, del positivismo y del marxismo. Este eclecticismo le mantuvo muy
alejado de la ortodoxia marxista característica del PSOE. En Alemania,
aprendió alemán, y se familiarizó con las obras de Kant, Cohen, Rickert,
Nartorp y Eucken.

En 1911, obtuvo la cátedra de Derecho Político en la Universidad de


Granada. Militó en la Liga de Educación Política, patrocinada por José
Ortega y Gasset, y en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez. Colaboró
en el diario El Sol y en la revista España. Como institucionista educado en
los principios krausistas, De los Ríos defendió el organicismo social. En
plena crisis de la Restauración, denunció la «garrulería e incompetencia»
del sistema parlamentario de la Restauración. En ese sentido, propugnó lo
que denominaba «sofocracia» o gobierno de los que saben, basado en «la
competencia y profesionalismo como sus ejes ideales». El sistema político
tenía por base dos cámaras, una política y otra corporativa. De los Ríos
atribuye a la primera, que es el clásico congreso de los diputados, la función
LOS SOCIALISTAS

de acordar «qué hacer» sobre las cuestiones fundamentales de la política,


como el Derecho público subjetivo, la guerra, la suspensión de garantías,
etc. En cambio, a la «cámara sindical o profesional» atribuye «el cómo rea-
lizar lo que es necesario a los intereses profesionales, las unidades sindica-
les, no las clases». De los Ríos se sitúa muy distante de la dialéctica marxis-
ta y no cree que se deba «mantener totalmente separados, como lo están
hoy, el interés del personal administrativo y obrero y el de los capitalistas,
personal técnico y obrero deben elaborar conjuntamente la regla jurídico-
económica que va a fijar la situación de cada cual». Este esquema político
no fue abandonado por De los Ríos cuando ingresó en el PSOE. Un esque-
ma parecido fue defendido por Julián Besteiro, educado igualmente en la
Institución Libre de Enseñanza.

Existe en la filosofía de Fernando de los Ríos una evidente religiosidad


de raigambre krausista, muy crítica con el catolicismo. La teología y los
dogmas eran producto, a su juicio, de «la actividad religiosa, pero no son en
sí religión y, no obstante, pretenden inmovilizar la religiosidad y dar una
fórmula de razón que aquiete a los que anhelan y suplante el lugar que solo
puede corresponder a esa fuente viva y fecunda de la intimidad sentimen-
tal»; y es que la religiosidad era «emoción, anhelo, poesía, y el dogma es el
otro extremo polar, un tejido de conceptos de cuya defensa se encarga a las
iglesias». Por ello, el catolicismo era incapaz de dar satisfacción a «las almas
anhelantes, a los espíritus que, encendidos por el ansia de infinito, de lo
absoluto, viven lo religioso en la esfera que a mi juicio es peculiar a este: en
el seno de la sentimentalidad». El catolicismo era cada vez menos religioso
y más teológico. Además, el catolicismo español era antisocial, porque se
encontraba «íntimamente solidarizado con el capitalismo».

Como historiador del pensamiento español, De los Ríos centró su inte-


rés en la España del siglo  XVI y en la colonización de América. Signi-
ficativamente, fue colaborador de la revista conservadora Raza Española,
que dirigía la escritora menéndezpelayista Blanca de los Ríos. Su perspec-
tiva moderadamente crítica contrastaba con la dominante en los círculos
institucionistas; y es que aspiraba a estudiar «objetivamente y no de modo
partidista» la historia de España. A su entender, la nación española, tras la
Reforma protestante, «se encierra dentro de sí misma, Estado y sociedad
nacional se funden para un empeño religioso para salvar los valores espiri-
tuales que España vio simbolizados en la causa del catolicismo». En ese
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«Estado-Iglesia» español no había lugar para «las minorías, para la hetero-


doxia, para las posiciones discrepantes». Era un «Estado-Iglesia», en el que
luego vería una premonición de la «fe civil» de Rousseau y del totalitaris-
mo de Giovanni Gentile. Pero esta interpretación, en buena medida ucró-
nica, no llevó a de los Ríos a una descalificación histórica global de la
España de la Contrarreforma, ya que valoró positivamente las aportacio-
nes de juristas como Francisco Vitoria, Domingo de Soto, Alonso Cano,
Suárez, etc., fundadora, en su opinión, del Derecho Internacional moder-
no. Igualmente, interpretó la guerra de las Comunidades como «el último
acto del drama entre privilegios establecidos, de carácter más o menos me-
dieval, y el moderno Estado absolutista. A lo largo del reinado de los
Austrias, España fue «una fuerza directiva». El conjunto de los países eu-
ropeos seguían las «modas españolas, traducían e imitaban a los poetas
españoles, así como a los escritores dramáticos y a los novelistas»; «un país
que exportaba primeras materias y productos industriales». De los Ríos,
que llegó a autodefinirse como heredero de los erasmistas españoles, insis-
tió en el papel de Erasmo en el reinado de Carlos I, con «su idea de interio-
rización, tan congénita con el estoicismo español», de tolerancia, etc. De la
misma forma, hizo hincapié en el desarrollo de la colonización española
de América. En su opinión, las críticas a la colonización estaban justifica-
das; pero lo que estaba «fuera de disputa es la increíble firmeza y temeri-
dad con que emprendieron las más audaces proezas». No sólo Bartolomé
de las Casas defendió a los indios; lo hicieron igualmente «y con mayor
ecuanimidad y eficiencia» Montesinos, Minaya, Juan de Zumárraga, Vasco
de Quiroga, Vitoria, etc.

Fracasada su experiencia política reformista, Fernando de los Ríos in-


gresó, en 1919, en el PSOE, consiguiendo un escaño por Granada. Junto a
Daniel Anguiano, De los Ríos acudió al II Congreso de la Tercera In-
ternacional, en 1920. Ambos llegaron a Petrogrado y celebraron largas con-
versaciones con los miembros del Comité Ejecutivo de la Internacional
Comunista y muy particularmente con Lenin. En su libro Mi viaje a la Rusia
sovietista, De los Ríos narró su conversación con el líder bolchevique. «—¿Y
la libertad, compañero Lenin? —La libertad ¿pour quoi faire?». Es decir, li-
bertad, ¿para qué? Este testimonio fue muy criticado por algunos historia-
dores marxistas como Manuel Tuñón de Lara, quienes lo acusaron de des-
contextualizar el contenido de aquella conversación.
LOS SOCIALISTAS

Anguiano y De los Ríos retornaron a España con criterios diame-


tralmente opuestos. En el Comité Nacional del PSOE, la proposición de
Anguiano fue rechazada. Fernando de los Ríos, apoyado por Pablo Iglesias,
propuso la ruptura con la III Internacional. Este proposición fue igualmen-
te rechazada; y, por acuerdo unánime, se convocó un congreso extraordina-
rio encargado de tomar la decisión definitiva, que fue la de no afiliarse a la
nueva Internacional.
En 1923, De los Ríos ganó las oposiciones a la cátedra de Estudios supe-
riores de Derecho Político de Doctorado de la Universidad Central.
En 1926, publicó su obra más significativa El sentido humanista del so-
cialismo. Para De los Ríos, el socialismo debía ser «un método a desarrollar
mediante la elección de los medios adecuados» y «no como posición de cla-
se, sino con la exigencia humana nacida del análisis general». El humanis-
mo era la base de su concepción del mundo y de la praxis política. Este hu-
manismo procede de un triple origen histórico: Renacimiento, Reforma y
Racionalismo. El Renacimiento suponía la «exaltación del hombre y, por
ende, de las fuerzas psicológicas que son capaces de coadyuvar a ir enrique-
ciendo de espiritualidad lo humano». La Reforma era un eco en el mundo
religioso, pese a sus defectos de intransigencia, del impulso histórico que
dio vida al Renacimiento, al estatuir la soberanía de la conciencia. La
Reforma «humaniza la religión al interiorizarla en la conciencia y en el sen-
timiento y hacerla, por tanto, inmanente». El racionalismo era evaluado por
De los Ríos a partir de la concepción de Kant y de los neokantianos. El ra-
cionalismo implica una ética, desde esta perspectiva: la consideración del
ser humano y de la Humanidad como un fin en sí mismo. No obstante, De
los Ríos critica a Kant por su ruptura entre espíritu y naturaleza, algo que
contribuía a desvitalizar la herencia renacentista, «una ruptura entre lo te-
rrestre y lo moral».
De los Ríos celebra la Revolución francesa como heredera del
Renacimiento, la Reforma y el Racionalismo, pero criticaba su individualis-
mo económico, ya que «vio armonía donde las fuerzas expansivas de la ac-
tividad económica han revelado discrepancias radicales». El desarrollo del
régimen liberal, seguía en ese sentido según De los Ríos, tres fases sucesi-
vas: constitucionalismo formal e individualista, que se orienta en la defensa
de la libertad civil y de las garantías personales; el constitucionalismo libe-
ral-democrático, donde las libertades y la participación se hacen más gene-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

rales; y la etapa que De los Ríos denomina «constitucionalismo social», cu-


yos orígenes se encuentra en la Constitución francesa de  1848 y cuyos
precedentes serían las ideas de Fichte y Krause, continuando con Lasalle,
Jaurès y el movimiento neokantiano de Lange, Natorp, Cohen, Vorländer,
Staudinger y Eduard Bernstein.

De los Ríos se muestra muy crítico con Marx, a quien acusa de determi-
nismo, economicismo y positivismo. Marx era el defensor de una «inter-
pretación económica y mecánica de la vida humana», desde cuya perspec-
tiva era imposible edificar una ética y crear una política, es decir, un
deber-ser. Sin embargo, valoraba algo más positivamente sus críticas al
capitalismo. Y es que el capitalismo no consideraba al hombre como un fin
en sí mismo, sino un medio, como un objeto económico. Capitalismo y hu-
manismo eran dos términos «antitéticos, contradictorios»; y, en ese senti-
do, lo consideraba consustancial con la indiferencia, cuando no la hostili-
dad, ante el humanismo. El antihumanismo capitalista radicaba en «la
preeminencia de las cosas sobre las personas». «El capitalismo forma una
tabla de valores en que las cosas materiales tienen la más alta jerarquía».
Lo propio del capitalismo es «desentenderse del carácter de hombre de
quien se utiliza como mercancía, comprando su trabajo», mediante «un
contrato de explotación». El socialismo, por el contrario, era el control y
sometimiento de las cosas para lograr así la libertad de las personas. El
socialismo sustraería al hombre del mercado, y con respecto de las cosas,
«someter la vida del mercado a las exigencias de interés general». En el
socialismo se invierte la relación desigual entre productividad y rentabili-
dad, entre trabajo y propiedad, característica del capitalismo. De los Ríos
insistía en todo momento, en la «primacía de la productividad», es decir,
del trabajo. No obstante, mostraba un cierto temor hacia la lucha de clases
y rechazaba la lucha armada, e igualmente la fórmula de dictadura del
proletariado.

El contenido de El sentido humanista del socialismo fue bien recibido


por la prensa liberal, que señaló que el libro suponía la primera formula-
ción española de un socialismo no marxista, de un socialismo liberal, algo
que podía encaminar al PSOE hacia posiciones reformistas, dejando de
lado las posiciones de las líneas «obreristas» y revolucionarias. Por el con-
trario, la prensa socialista no expresó excesivo entusiasmo ante las tesis
defendidas en la obra. Julián Zugazagoitia señaló que el libro de Fernando
LOS SOCIALISTAS

de los Ríos era «el primer libro revisionista español sobre la doctrina mar-
xista», cuyo contenido no satisfacía «a muchos de los jóvenes socialistas».
Por su parte, Julián Besteiro, que se mostraba como seguidor de Kautsky,
criticó, en su conferencia La lucha de clases como hecho y como teoría, su
antimarxismo y su rechazo del conflicto clasista.
Para entonces, Pablo Iglesias había muerto en diciembre de 1925; y dos
años antes se había producido el advenimiento de la Dictadura de Primo de
Rivera, acontecimiento que contribuyó a la división en el seno del PSOE. Un
sector, capitaneado por Besteiro y Francisco Largo Caballero, se mostró
partidario de la colaboración con el nuevo régimen, mientras que De los
Ríos e Indalecio Prieto rechazaron esa estrategia. Finalmente, triunfó la
primera opción.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Marx y la historia de España: el despotismo oriental

«España, igual que Turquía, continuó siendo una aglomeración, mal


administrada, de repúblicas regidas por un soberano nominal. El despotis-
mo cambiaba su carácter en las diferentes provincias según la interpreta-
ción arbitraria de virreyes y gobernadores daban a las leyes generales. Pero
aun siendo el gobierno despótico, como lo eran no impidió que subsistiesen
en las provincias leyes y costumbres distintas, banderas militares de distin-
tos colores y diferentes sistemas fiscales. El despotismo oriental ataca el
antagonismo municipal solo cuando se opone a sus intereses directos, pero
permite gustosamente que estas instituciones persistan mientras descar-
guen de los hombros del déspota la obligación de hacer algo y le liberen de
la preocupación de administrar regularmente.»

(Karl Marx, «La España revolucionaria», 1854)

2. Pablo Iglesias y la Iglesia católica

«Enfrente de los miopes de la burguesía que afirman que la Iglesia


constituye hoy una clase social con intereses propios y distinta de las otras,
hemos sostenido nosotros que, muerta como clase desde que perdió el
Poder, desde que la arrebataron la fuerza material con que dominaba a los
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

demás elementos sociales, la Iglesia no es otra cosa que una servidora celo-
sa de la burguesía, la encargada de sancionar en nombre de Dios todas las
tropelías, todos los despojos y todas las infamias que con los asalariados
comete aquélla.»

(Pablo Iglesias, «La Iglesia y el socialismo», en El Socialista, 25-III-1887)

3. Pablo Iglesias y el republicanismo

«Si: cuando nosotros decimos que los partidos republicanos son tan
burgueses como los monárquicos por defender con igual interés que éstos
los privilegios de la clase capitalista su respuesta es el silencio. Cuando de-
cimos que todos ellos, desde el posibilismo que dirige Castelar hasta el fe-
deral que acaudilla Pi, sostienen el régimen del salario, es decir, la explota-
ción de unos hombres por otros, y por consecuencia la esclavitud de una
clase, nada responden a ello.»

(Pablo Iglesias, «Los enemigos principales del Partido Obrero»,


en El Socialista, 2-IX-1887)

4. Pablo Iglesias y la alianza con los republicanos

«Socialistas y republicanos deben marchar de acuerdo, deben ponerse


en contacto siempre que haya necesidad de realizar algún acto que favorece
la finalidad de la Conjunción. Pero, fuera de esto, socialistas y republica-
nos, deben mantener su independencia para trabajar con entera libertad
por lo que constituye el programa de su respectivo partido (…) Los socialis-
tas defenderán y propugnarán la lucha de clases, la socialización de los
medios productivos y de cambio, la conquista del Poder político por la clase
trabajadora y cuantas consecuencias derivan de estos principios.»

(Pablo Iglesias, «Nada de confusiones», en El Socialista, 12-I-1910)

5. Pablo Iglesias contra el maurismo

«Tan ignominiosa sería para el país la vuelta inmediata de Maura al


Gobierno, que a todo sería necesario aprobar antes que tal cosa suceda (…)
Y si alguien intentara llevarle a él, si con el esfuerzo de los suyos, Maura
pretendiera ocuparle de nuevo todo, todo estaría justificado para impedir-
LOS SOCIALISTAS

lo; desde la protesta ruidosa, la huelga general y la revolución, hasta el aten-


tado personal.»

(Pablo Iglesias, «Los mauristas», en La Mañana, 7-I-1910)

6. Jaime Vera y el socialismo

«(…) estoy con el Socialismo, y a él vine, por plena convicción científica,


como deberían estar cuantos sincera y seriamente buscan la verdad. Mi
tarea profesional es buscarla; la he visto en el Socialismo y a él he ido. He
aquí por qué soy socialista: por plena y absoluta convicción científica. Y la
verdad está en los obreros, porque el interés y la causa de éstos es el interés
y la causa de la sociedad, de todos. Está con ellos la verdad, dada por la
observación de las cosas y de los hechos.»

(Jaime Vera Discurso en el Liceo Rius, 1901)

7. Jaime Vera ante la Comisión de Reformas Sociales

«Bien evidente resulta que el progreso de los tiempos no ha modificado


todavía el fondo de las relaciones sociales; que la revolución burguesa, de la
que sois conservadores, no dio fin con la clasificación de los elementos so-
ciales en jerarquías subordinadas. Cambió únicamente la forma de depen-
dencia. Era personal en la esclavitud y la servidumbre; es hoy enteramente
impersonal, derivada tan sólo de relaciones económicas, pero no es menos
efectiva y tiránica.»

(Jaime Vera, Informe de la Agrupación Socialista Madrileña


ante la Comisión de reformas Sociales, 1884)

8. Fernando de los Ríos y el Renacimiento

«La facundia del Renacimiento pónenos de manifiesto cuando se pien-


sa en su fuerza renovadora. Al concentrar al hombre en sí mismo y afirmar
que su valor nace de él, de su interior, y no de un motivo extraño a él ni
trascendente de lo humano, cambió el sistema de normas, cambió la con-
cepción de la vida y, por tanto, la aparición del valor de éste y de su finali-
dad; se modificó la física y al par varió la apreciación de la Historia; se en-
sanchó y cambió la concepción mecánica del Universo y el rectificó la idea
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

que se había formado de su lugar en él; podía más de lo que había imagina-
do, pero su lugar era menos preeminente de lo que creyera.»

(Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

9. Fernando de los Ríos y el marxismo

«Marx, al que tanto debe el socialismo para el análisis genial a que so-
metió al régimen capitalista y por su capacidad profética, no sólo para en-
cender una nueva fe, sino para dictar reglas de conducta política que han
impelido a una acción conjunta a inmensas masas sociales, dejó al mo-
vimiento socialista, a más de eso y en parte por eso mismo, una pesada
herencia que le embaraza y dificulta en su camino; y la primera oposición
que para el socialismo humanista suscita el marxismo es la interpretación
económica y mecánica de la vida humana.»

(Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

10. Fernando de los Ríos y el capitalismo

«La sensibilidad humanitaria, hija de la concepción humanista de la


vida, choca desde el comienzo con el moderno capitalismo, juntos vienen al
mundo de la Historia, y ni por un instante cesa la pugna entre el ideal que
la una favorece y la realidad social en que el otro se forma y a la cual fo-
menta (…) Capitalismo y humanismo son, en efecto, dos términos antitéti-
cos, contradictorios, la oposición con ellos es esencial, y por mucha que sea
la elasticidad del capitalismo en cuanto régimen económico, y es extraordi-
naria, no puede, en tanto perviva, negar lo que le es consustancial: su indi-
ferencia, cuando no hostilidad, ante lo humano; es su Némesis.»

(Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

BIBLIOGRAFÍA

General

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Obras Completas. Antrhopos. Madrid, 1997.


TEMA 13
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Javier Zamora Bonilla

Se presenta un pensamiento, el de José Ortega y Gasset, políticamente


complejo a la luz de los distintos momentos de su biografía (1883-1955), cen-
trándonos en el periodo de su juventud y primera madurez hasta el final de
la Dictadura de Primo de Rivera. Resumiendo mucho, podríamos decir, y
habría que ir matizando en cada etapa, que el ideario político de Ortega se
sustenta en el liberalismo político (defensa de los derechos y libertades fun-
damentales y del parlamento) y en la democracia como forma de represen-
tación, pero entendidos a la altura del «siglo  XX», es decir, un régimen
político más eficaz que los decimonónicos, lo que supone que el parlamen-
tarismo no frene constantemente al poder ejecutivo (o sea, Gobiernos fuer-
tes, lo que no quiere decir autoritarios), y necesidad de llevar a cabo la
reforma social como modelo para corregir las consecuencias antisociales
del liberalismo económico del siglo  XIX, para integrar así a las clases obre-
ras en la sociedad política (educación pública y seguros sociales financia-
dos a través de impuestos progresivos) pero evitando que el Estado se con-
vierta en un Leviatán todopoderoso que entierre a la sociedad civil.

1. EL NUEVO LIBERALISMO SOCIALISTA

Podemos hablar de tres etapas distintas del liberalismo de Ortega. La


primera pivota en torno a «La reforma liberal» (1908), cuando el liberalismo
aparece como una «Idea», un sistema de abstracciones y una ética científi-
ca. El liberalismo, le dice Ortega a su novia en 1906, es sólo una palabra, y
el liberal tiene que ser ahora más que liberal, «por ej. socialista». A este cre-
do socialista no le llevaba ni el materialismo dialéctico, ni la creencia en la
lucha de clases, sino la convicción de que «sólo en él serán posibles de un
lado las libertades íntimas, de otro las virtudes viriles» En 1908, desde la
nueva revista Faro, el joven José Ortega y Gasset lanza un proyecto de refor-
ma del liberalismo con el artículo citado sobre «La reforma liberal».
Entiende que el liberalismo es un ideario político que antepone la realiza-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ción del ideal moral a la utilidad de cualquier grupo o nación. Al liberalis-


mo ningún régimen le parece, afirma, definitivamente justo; por eso, siem-
pre permanece en el pueblo el derecho sobreconstitucional de transformar
las constituciones. Este derecho es a lo que llama «revolución», y el liberalis-
mo, según el joven filósofo, había sido siempre un «sistema de revolución»,
lo que le parecía, sin duda, mucho mejor que una revolución sin sistema.
Frente a este liberalismo, lo que en Europa se llamaba «el nuevo liberalis-
mo», el liberalismo conservador, el conservadurismo se detiene, según el
filósofo, ante las exigencias ideales, se ancla en lo que hay o pretende el re-
torno a formas políticas pasadas. No es una idea —«¡supremo nombre!»,
escribe—, sino un instinto. Ortega pensaba que los conservadores españo-
les habían conseguido convencer a los liberales de que la libertad implica
sólo tolerancia —laissez faire, laissez passer—, mientras que en verdad es
siempre una amonestación del estancamiento de la ley política. El liberalis-
mo no es pensar un futuro utópico, afirma, sino la anticipación de una rea-
lidad futura. Y la realidad futura que se presentaba a principios del siglo XX
en Europa se llamaba, dice con rotundidad, «socialismo». El liberalismo,
según el filósofo, tenía que hacer suyos los valores éticos del socialismo. Por
esas mismas fechas le hablaba a Joaquín Costa en una carta de construir
un «socialismo ético» y a Miguel Unamuno en otra, de la necesidad de que
el Partido Socialista fuera el gran partido constructor de cultura y europei-
zador. Hacía falta, según Ortega, un verdadero partido liberal y una prensa
que vociferara enérgicamente las nuevas ideas políticas, abandonando su
actual colaboracionismo con la vida parlamentaria y con la «parsimonia
académica», para que naciera una España «salubre, enérgica e inteligente».
El pensamiento político de Ortega pasaba en estas fechas por el neokan-
tismo de Marburgo, por el socialismo de cátedra de sus maestros Herman
Cohen y Paul Natorp. Citando a su querido Ernest Renan, Ortega escribe en
otro artículo publicado en Faro, «La conservación de la cultura», que el libe-
ralismo era la forma más elevada del desarrollo humano. El nuevo liberalis-
mo, decía kantianamente, era un deber y un ideal. Él estaba en el plano de la
«Política» con mayúscula y si querían acusarlo de antipatriota, que lo acusa-
ran. A él le interesaba España en la media en que se integrara espiritualmen-
te en Europa, y para eso nuestro país necesitaba tener una vida íntima que
le permitiera ocuparse de «lo universalmente justo, verdadero y bello», seña-
laba con claros ecos kantianos. La libertad, frente a lo que afirmaba Gabriel
Maura, con quien polemiza sobre el tema, no se había hecho conservadora,
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

sino socialista, los que se habían hecho conservadores eran los liberales; de
ahí que se atreviera a decir que en España no había más que conservadores.

2. LA LIGA DE EDUCACIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA:


NUEVA POLÍTICA FRENTE A LA VIEJA POLÍTICA

Hubo un cierto momento en que los jóvenes de la Generación del 14 tuvie-


ron la esperanza de que el régimen de la Restauración emprendiese un cami-
no democrático; fue cuando el rey, a principios de 1913, recibió, tras el asesi-
nato de José Canalejas, a Santiago Ramón y Cajal, José Castillejo, Gumersindo
de Azcárate y Manuel B. Cossío, prohombres de las ciencias y de la pedago-
gía en España. Pero estas esperanzas, por lo menos en algunos como Ortega,
se disolvieron pronto. Miembro de una de las familias más importantes del
liberalismo dinástico, los Gasset, rompe con éste en 1913 de forma explícita
con un artículo publicado en El Imparcial, el periódico de su familia, y que le
supone el abandono del mismo. En él califica al Partido Liberal de «estorbo
nacional». Este planteamiento rupturisma, que no quiere transacciones con
la vieja política, es el que aparece en la Liga de Educación Política Española
que varios jóvenes de la que será conocida como Generación de 1914 fundan
en el otoño de 1913. Ortega la presenta en público, ya en marzo de 1914, con
una conferencia titulada «Vieja y nueva política». En ella, el joven intelectual,
ya catedrático de Metafísica desde 1910, hizo una demoledora crítica del sis-
tema político de la Restauración, de la «vieja política», de la que, decía, for-
maban parte no sólo el Gobierno y el Parlamento sino también «los periódi-
cos», «las Academias», «las Universidades» y «unos partidos fantasmas que
defienden los fantasmas de unas ideas». Presentó al régimen como una mez-
cla de falsedad e incompetencia. «La Restauración, señores —afirmó—, fue
un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmago-
ría». La Restauración era el pasado. Ortega y la Liga representaban el futuro
o, por lo menos, así veían a sí mismos. La Liga estaba formada por un grupo
de hombres que se hallaban «en el medio del camino de la vida» y que venían
a expresar «ideas», «sentimientos», «energías», «resoluciones comunes»,
compartidas por haber vivido «un mismo régimen de amarguras históricas»
al haber nacido «a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898» y no ha-
ber vivido ni «un día de gloria ni de plenitud», ni siquiera «una hora de sufi-
ciencia». Aseveró que los miembros de su generación no habían tenido maes-
tros y, sin embargo, habían sabido vivir con «severidad y con tristeza» y
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«rehacerse las bases mismas de su espíritu», sin negociar «con los tópicos del
patriotismo». Para el filósofo, los jóvenes «al escuchar la palabra España» no
recordaban «a Calderón ni a Lepanto», no pensaban «en las victorias de la
Cruz», sino que «meramente» sentían, y eso que sentían era «dolor».
La Liga se dirigió a «aquellas minorías» que gozaban «del privilegio de
ser más cultas, más reflexivas, más responsables», aunque eran conscientes
de que sólo había política donde intervenían «las grandes masas sociales».
Deseaban movilizar a estas minorías para hacer una «nueva política», que
partiera, como decía Fichte —al que Ortega cita, no sin intención, como
constructor de la nación alemana—, del reconocimiento de la realidad, de
«declarar lo que es». Una política que fuera a un tiempo «pensamiento» y
«voluntad» para buscar en el «alma colectiva» las «opiniones inexpresas».
Según el filósofo, era necesario proponer nuevos usos porque no era sufi-
ciente con corregir los abusos del sistema, sino que había que idear, proyec-
tar, ensayar, aumentar y fomentar «la vitalidad de España» desde «toda una
actitud histórica» para «servir a la sociedad frente a ese Estado, que
es —añade— sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo
de su vida». Por eso, la Liga se proponía constituir «órganos de sociali-
dad, de cultura, de técnica, de mutualismo, de vida, en fin, humana en to-
dos sus sentidos», «cooperativas, círculos de mutua educación, centros de
observación y de protesta» para «impulsar» un «imperioso levantamiento
espiritual de los hombres» en las ciudades, pueblos y aldeas de España.
Ortega afirmó que los integrantes de la Liga veían en el «partido socialis-
ta» y en «el movimiento sindical» las «únicas potencias de modernidad»,
pero sus «credos dogmáticos» les parecían «inconvenientes para la liber-
tad», por lo que no podían seguirlos. En el fracaso de la Restauración y de
sus partidos turnantes, «alas anquilosadas» en expresión del filósofo, veían
también el fracaso del republicanismo tradicional. Ante este panorama, sólo
podían poner sus ojos en el nuevo republicanismo del Partido Reformista de
Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate, pero durante la conferencia
Ortega no señaló una vinculación estricta: «No vamos a ocultar —dijo—
nuestra gran simpatía por un movimiento reciente que ha puesto a muchos
republicanos españoles en ruta hacia la Monarquía», pero a la vez criticó la
visión accidentalista de las formas de gobierno que era, en ese momento,
uno de los pilares ideológicos del reformismo. La mayoría de los miembros
de la Liga, según afirmó su presentador, no habían sido nunca republicanos;
para ellos lo importante era el ejercicio práctico de la función y no una teo-
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

ría ideal. Pensaban que todavía eran posibles reformas dentro del sistema
que permitiesen hacer la experiencia monárquica, con una Corona que se
recluyese «dentro de la Constitución» y que justificase cada día «su legitimi-
dad». «Somos monárquicos, no tanto porque hagamos hincapié en serlo,
sino porque ella —España— lo es», afirmó con palabras que en los días su-
cesivos la prensa de izquierdas criticó duramente. La Liga no fue nunca un
órgano del Partido Reformista aunque varios de los firmantes de su mani-
fiesto (Manuel Azaña, Luis de Zulueta, el propio Ortega) formaron parte de
la junta directiva del Partido. Ortega abandonó el Partido en 1915.
El filósofo señaló en su conferencia algunos principios que debían ser las
bases de la nueva política, aunque no quisieron presentar un programa ni
buscar el voto, es decir, convertirse en partido político. Estos principios fue-
ron «liberalismo» y «nacionalización». Liberalismo, entendido como un libe-
ralismo radical, es decir, verdaderamente defensor de todos los derechos y
libertades fundamentales, incluida la libertad de cultos que no recogía explí-
citamente el artículo 11 de la Constitución de 1876 en tanto que sólo permi-
tía el ejercicio privado de otras religiones distintas a la católica; un liberalis-
mo que supiera al mismo tiempo asumir «los ideales genéricos, eternos, de
la democracia», que incluía «en sí, naturalmente, todos los principios del
socialismo y del sindicalismo en lo que éstos tienen —afirma— de no nega-
tivos, sino de constructores»; un liberalismo, en fin, ético y jurídico que en-
salzase la justicia, la eficacia, la competencia, y que mirase a Europa como
modelo para la necesaria modernización de España. «Nacionalización», que
no nacionalismo en el sentido de que una nación impere sobre otras, sino en
el de anteponer el bien común a cualquier interés de parte, por lo que era
necesario, entre otras cosas, nacionalizar la Monarquía, el ejército, el clero,
el obrero, es decir, que todos los grupos sociales e instituciones dejasen de
guiarse por sus propios intereses y mirasen al general para construir «una
España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie».

3. LA SEGUNDA ETAPA DEL LIBERALISMO ORTEGUIANO.


UNA CONCEPCIÓN MÁS PERSONAL QUE POLÍTICA,
PERO PLAGADA DE PROPUESTAS SOCIALES

En esta segunda etapa, que abarca desde mediados de la segunda déca-


da del siglo XX a finales de los años 30, lo que caracteriza al liberalismo or-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

teguiano es, más que una visión del sistema político y de los fundamentos y
funcionamiento del mismo, la definición del liberalismo como una nota ra-
dical sobre la vida de cada uno; lo importante de su concepción liberal es,
por tanto, la franquía en que queda todo hombre para desarrollar su propia
personalidad. En esta época, Ortega ha dejado atrás el progresismo utópico
de Saint-Simon y Auguste Comte, el neokantismo socialdemócrata de
Marburgo y el socialismo nacional de Ferdinand Lasalle y Jean Jaurès, y se
ha volcado en una interpretación crítica de la democracia.

Esta segunda etapa coincide con el proceso de maduración de la filoso-


fía de la razón vital e histórica, sin la cual no se puede entender bien el pen-
samiento político orteguiano. Son años en los que se produce un proceso de
«conservadurización» de su pensamiento político, más acentuado desde fi-
nales de los años 20, frente a la primera etapa que hemos visto. Se refleja,
por ejemplo, en su matizada oposición inicial ante la dictadura de Primo de
Rivera y en la concepción social que expresan textos como España inverte-
brada y La rebelión de las masas, que luego comentaremos.

Esta concepción del liberalismo no supone, en cualquier caso, una rup-


tura radical con la primera etapa. De hecho, hay bastante continuidad entre
las propuestas de política social defendidas entre 1908 y 1920 y las que pre-
senta la Agrupación al Servicio de la República que Ortega funda en 1931 y
que lleva su programa a las Cortes Constituyentes de la Segunda República.

El verano de  1917 marco un antes y un después en la crisis de la


Restauración. La posición de Ortega era claramente rupturista con el régi-
men y con el sistema del turno de partidos, que estaba ya gravemente en
crisis. Según el filósofo, había que barrer la vieja política y dejar que se
mostrasen las nuevas sensibilidades sociales. El levantamiento de las Juntas
Militares de Defensa a principios de junio fue recibido como un síntoma de
vitalidad nacional. Aunque a Ortega le hubiese gustado que el elemento que
provocase la quiebra del sistema fuese otro, en concreto la expresión del
sufragio, las Juntas se le presentaron como el actor que podía hacer el papel
de barrendero. España estaba, en su opinión, «Bajo el arco en ruina», como
tituló un artículo en 1917, y había que dar paso a una nueva situación, a
Cortes Constituyentes. El diario El Sol, que nace a finales de este año, se
convertirá en el altavoz de las voces reformadoras tanto desde las filas inte-
lectuales como de las sociales y económicas. Ortega será editorialista de
este diario desde su nacimiento hasta 1920 y publicará casi íntegra toda su
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

obra en él hasta 1931. Desde sus páginas propone un amplio programa de


reformas, coincidente en gran parte con los planteamientos del Partido
Reformista. Los tres pilares del programa eran la reforma constitucional, la
descentralización y la política social.
Cuando en 1919 se oyeron voces que pedían la dictadura, el filósofo dijo
que eso era sinónimo de anarquía y que los pueblos ya no admitían dictado-
res. Sólo irónica y desesperadamente se atrevía a decir que los militares
debían jugar el papel de Hércules en el establo de Augias como limpiadores
de los escombros del viejo régimen. El camino preferido por Ortega era la
vuelta al «ejercicio normal del Parlamento», impidiendo que la Corona ejer-
ciera su poder moderador inmoderadamente. El filósofo criticaba el par-
ticularismo de todos los grupos e instituciones españoles, que se negaban a
contar con los otros y presentaban a los políticos como la fuente de todos
los males cuando, en realidad, estos no eran peores que el resto de los ciu-
dadanos. Ortega deseaba que se diese paso a una nueva situación mediante
unas elecciones sinceras para convocar Cortes Constituyentes, que redacta-
sen una nueva Constitución. Lo importante era que hubiese nuevos usos
que impidiesen que los abusos se convirtieran en norma. Ortega propo-
nía que se garantizase la libertad de conciencia, se secularizase el Estado
aunque éste mantuviese las cargas de culto y clero, se evitase la constante
suspensión de las garantías jurídicas y se estableciese un recurso de defen-
sa de los derechos fundamentales.
Ortega pensaba que se debía llamar a formar Gobierno a los regionalis-
tas y a los «izquierdistas» moderados que defendieran «un verdadero e inte-
gral liberalismo». En este grupo, incluía a los reformistas, cuyo principal
problema, decía, era seguir bajo la bandera del Partido Reformista; a los
socialistas más moderados, y a profesionales independientes (médicos, abo-
gados, profesores); en definitiva, a hombres ejecutivos «libres de todo radi-
calismo extravagante», pues ni los liberales, ni los conservadores, ni los
«evaporados» republicanos tenían nada que ofrecer. El filósofo, como
en 1914 con la Liga de Educación Política, proponía la formación de un «di-
rectorio» formado por ingenieros, abogados, profesores, comerciantes, in-
dustriales y otros profesionales independientes, y socialistas que, sin consti-
tuirse en partido sino como un movimiento social genérico y abierto que
excluyese a todos los que hubiesen gobernado en España, recorriesen los
pueblos para formar a la opinión pública y constituir asambleas gremiales
que obligasen al gobierno a prestar atención a la España vital.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La segunda de las reformas que proponía Ortega era la concesión de au-


tonomía a las distintas regiones españolas, de forma que España se constitu-
yese en una «organización federativa». Tras la puesta en marcha de la
Mancomunitat catalana en 1914, a finales de 1918 se estaba discutiendo en
las Cortes la concesión de un estatuto de autonomía para Cataluña, que fi-
nalmente no se aprobó. Durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera,
el filósofo defenderá en varias ocasiones la organización de España en diez
regiones autónomas (Galicia, Asturias, Castilla La Vieja, País Vasconavarro,
Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla La Nueva).
Reunió en un libro los artículos publicados en El Sol entre noviembre
de 1927 y febrero de 1928 y les añadió otro censurado por Primo de Rivera.
Tituló el libro La redención de las provincias y la decencia nacional (1930). El
filósofo proponía que las regiones autónomas —ya no hablaba de «federa-
ción»— asumiesen la mayoría de las competencias y el Estado central con-
servase para sí las relativas a ejército, justicia, comunicaciones de interés
general, asuntos exteriores, educación, ciencia, economía y derecho a inter-
venir en los asuntos de régimen local para actuar cuando las regiones no
cumpliesen con la ejecución de sus propias competencias. Ortega preveía
que cada región tuviese un gobierno ejecutivo, nacido de y fiscalizado por
una asamblea legislativa cuyos miembros fueran elegidos por sufragio uni-
versal en circunscripciones que agrupasen a varios de los distritos anterio-
res para impedir el caciquismo. Estas asambleas elegirían luego a los noven-
ta o cien diputados que compondrían el parlamento español. En el
organigrama territorial propuesto por el filósofo, los municipios tendrían
cierta autonomía para sus asuntos propios, pero desaparecería la provincia
—de la que Ortega creía que se debía borrar hasta el recuerdo—, cuyas fun-
ciones asumirían unos consejos de circunscripción elegidos por los ayunta-
mientos.
Frente a la reforma de la sociedad y del hombre que defendía el filósofo,
esta cuestión territorial era secundaria, pero Ortega pensaba que en las re-
giones, así organizadas, aparecerían grandes capitales que contribuirían al
cambio del hombre y de la sociedad, pues elevarían el tipo medio del ciuda-
dano español curando su provincianismo. El filósofo quería revitalizar la
vida provincial e intentar que el mayor número de ciudadanos se interesa-
sen por la política.
Unos años más tarde, en la discusión constitucional de las primeras
Cortes republicanas y en el debate posterior para la aprobación del Estatuto
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

de Autonomía de Cataluña (1931-1932), Ortega definirá estrictamente los


conceptos de federación y autonomía con la soberanía como referencia, y
apostará claramente por la organización de España en regiones autónomas,
porque esta solución no pondría en cuestión la unidad de la soberanía del
pueblo español, lo que sí haría una posible federación basada en soberanías
independientes de los distintos Estados que compusiesen un Estado federal.
Sobre todo, le parecía que no tenía sentido hablar de federar unas regiones
que ya lo estaban, que ya convivían en unidad y bajo una misma soberanía
nacional desde la Constitución de 1812. A pesar de su autonomismo, Ortega
se mostró en las Cortes republicanas muy reticente a la cesión de algunas
competencias a Cataluña en materia de economía, justicia y educación.

El tercer punto —aunque el primero en prioridad, según indica— del


programa mínimo de gobierno que Ortega proponía en torno a 1918-1920
era la política social. Tras la represión de la huelga del verano de 1917 y el
encarcelamiento de los principales líderes sindicales, el filósofo había dicho
que se debía hacer un esfuerzo de comprensión para entender «el fondo co-
mún y nacional de justas exigencias» que había en las reivindicaciones
obreras, a pesar de lo que Ortega consideraba errores de táctica. El filósofo
proponía que se caminase paulatina y democráticamente hacia la consecu-
ción de buena parte de las peticiones socialistas por medio de la política
parlamentaria. Más política y menos huelgas, solía decir, y añadía que para
eso era necesario que no se falsease el sufragio y así, creía, llegarían más
diputados socialistas a las Cortes. También proponía que se crease un
Ministerio de Organización Obrera, una especie de sindicato de sindicatos,
dirigido en gran parte por los propios trabajadores, y que, separado de los
conflictos huelguísticos, asumiese las competencias para el desarrollo de
las políticas que mejorasen la condición social de los obreros, como la regu-
lación de las condiciones de trabajo, el fomento de la educación, los incenti-
vos a la vida cooperativa y la previsión para las situaciones necesitadas de
seguridad social. Ortega pensaba que ese Ministerio debería tomar como
base la ya intensa labor del Instituto de Reformas Sociales y que debía do-
tarse con fondos que se sustrajesen de lo destinado a la política militar.
Ortega también proponía que los obreros participasen en los órganos de
decisión de las empresas, sobre todo en temas de contratación laboral, ho-
rarios, despidos y otros que afectasen directamente a los trabajadores. El
filósofo estaba convencido de que el capitalismo había desmoralizado a la
humanidad. Para superarlo, la sociedad debía organizarse según el princi-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

pio del trabajo, que suponía que nadie dejara de ganar un cierto mínimo ni
nadie ganara más de lo que su trabajo efectivamente valiera, teniendo pre-
sente que el trabajo tiene tres dimensiones: la calidad, el esfuerzo y la capa-
cidad de ahorro de que es capaz cada trabajador. Su propósito era incre-
mentar los salarios más bajos y evitar que muchos hogares llegasen a fin de
mes con deudas. También preveía un aumento de los impuestos sobre aque-
llos que más tenían y una disminución para los que tenían menos. Esta idea
se traducía en un impuesto progresivo sobre la renta y una fuerte imposi-
ción sobre las herencias.

4. ESPAÑA COMO PROBLEMA. EUROPA COMO SOLUCIÓN

Desde sus primeros textos, Ortega defendió la europeización de España


como el único camino posible para su modernización, pero si en 1910 afir-
ma que los miembros de su generación pronto se dieron cuenta de que
«España era el problema y Europa la solución», en 1914, incluso antes del
estallido de la Gran Guerra, el filósofo era ya consciente de que Europa era
también un problema, que estaba en crisis, que estaban en crisis sus funda-
mentos filosóficos. Por eso, ya no se trataba tanto de europeizar España,
labor a la que Ortega, por otro lado, nunca renunció, sino de dar respuesta
a esta crisis europea, y para eso se hacía necesario insertar los valores de la
cultura española en la cultura europea como parte de la cultura occidental
porque el racionalismo, el cientifismo no habían servido para dar respuesta
suficiente al hombre. Esta es la propuesta de Meditaciones del Quijote (1914).
La cultura europea no se podía entender sin la obra espiritual, intelectual,
española y, dentro de ella, a pesar de los muchos errores, había también al-
gunos aciertos que merecían atención y estudio. El Quijote, como cumbre
de la obra cervantina, era, por ejemplo, uno de los hitos de la tradición en
que apoyar la modernización de España, la cual seguía siendo para Ortega
un problema a la altura de 1914, pero quizá porque sentía nacer una nueva
sensibilidad, frente a las muchas expresiones críticas de años atrás en que
veía a España como «una turbera de detritus históricos», calificativos pre-
sentes incluso en Vieja y nueva política, ahora definía su país como «proa
del alma continental» y «promontorio espiritual de Europa».
Ortega inicia en diciembre de 1920 la serie de artículos que después
formarán la primera parte de España invertebrada. Llevó por título
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

«Particularismo y acción directa. Bosquejo de algunos pensamientos histó-


ricos». España invertebrada, a pesar de ser un libro que trata la actualidad
política española, es un ensayo analítico, un intento de explicación histórica
de España, una meditación sobre su país y sobre el porqué de la circunstan-
cia alcanzada.
Cuando Ortega abrió sus ojos a la vida intelectual, allá en su adolescen-
cia, el ambiente era propicio para entender la historia de la España presente
como una decadencia desde los tiempos gloriosos del Imperio. La visión de
España como una raza formidable, que vivía en una tierra rica y fértil y
había sido capaz de llegar a cabo grandes hazañas —así la describían las
Historias generales del tipo de la de Modesto Lafuente—, había dado paso a
un análisis crítico de la raza y de la tierra. La literatura regeneracionista del
último cuarto del siglo  XIX insistía en las carencias de España, frutos de
una historia imperfecta. El Desastre de 1898 fue un aliciente más para que
esta tendencia prosperase, y quizá el elemento decisivo, pero no el origen.
Ortega se sentía hijo intelectual de aquel Desastre. Si Costa se había aventu-
rado a ver el principio de la decadencia hispana en las primeras contrarie-
dades bélicas que sufrió el Imperio, Ortega iba más allá y se atrevía a decir
que no se podía hablar de decadencia española en sentido estricto porque
para decaer hay que caer desde algún sitio y España no había llegado a cús-
pide alguna, pues incluso sus éxitos más encomiados eran más aparentes
que reales. El único hecho verdaderamente importante había sido, en opi-
nión del filósofo, la colonización, y era muy relevante que, frente a la elitista
colonización inglesa, la española había sido obra del pueblo.
Según Ortega, España había tenido una «embriogenia defectuosa» por-
que el elemento diferenciador de las naciones europeas, el elemento bárba-
ro, era en sí mismo ya decadente. El godo frente al franco o a los otros
pueblos bárbaros que colonizaron el antiguo Imperio Romano era un pue-
blo débil. La base autóctona (ibera, gala, etc.) y el componente uniformiza-
dor romano eran secundarios frente a ese factor esencial en la constitución
de las naciones europeas. La debilidad de ese elemento es lo que hizo que
España no tuviera feudalismo. Por éste, Ortega entendía una concepción de
la vida donde lo predominante era el valor, el espíritu caballeril de lucha, la
defensa de los propios derechos, que nada tiene que ver con la imagen de
injustos privilegios que se tenía y se tiene del feudalismo. La carencia de
feudalismo, de personalidades autónomas fuertes, es lo que había permiti-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

do que la unidad nacional se hiciera antes que en otros pueblos continenta-


les. Castilla fue capaz de imaginar un «proyecto sugestivo de vida en co-
mún», que, a la postre, es lo que permite unir a varios pueblos dispersos en
una nación, y así se convirtió en la hacedora de España. La historia de una
nación, dice Ortega siguiendo a Mommsen, es «un vasto sistema de incor-
poración», de convivencia, que crece por unión de grupos dispersos y no por
dilatación de un núcleo inicial. La incorporación no deshace los núcleos
iniciales, que siguen existiendo con su personalidad propia, pero ahora
compartiendo el quehacer hacia adelante. La identidad de raza, de sangre,
no es suficiente para constituir la nación, hace falta una fuerza ideativa
proyectada hacia el futuro. De ahí que Ortega remita a la idea renaniana de
que la nación es un plebiscito cotidiano.

El poder creador de naciones, dice Ortega, es un quid divinum, un saber


querer y un saber mandar, que no es simplemente convencer ni simplemen-
te obligar, sino una «sugestión moral» unida a una «imposición material».
Por eso, en el surgimiento de toda nación, la fuerza, siendo un elemento
fundamental, tiene siempre un carácter adjetivo frente al papel esencial que
juega el proyecto de futuro. En el siglo  XV, Castilla supo mandar y superar
«la tendencia al hermetismo aldeano» de los otros pueblos ibéricos. Su pro-
yecto de futuro fue la unidad nacional y la fusión de dos políticas interna-
cionales, la de Aragón hacia el Mediterráneo y la de Castilla hacia África y
hacia el Continente y, poco después, hacia América. La visión global de
Castilla junto al «espíritu claro, penetrante, de Fernando el Católico» hizo
posible España, que tuvo su máxima expresión en una original Weltpolitik.

Ortega tomaba esta perspectiva histórica para analizar lo que sentía


como una España enferma. Esa peculiar y esquemática forma de acercarse
a la historia, con fundamentos más que discutibles, era un intento de au-
toorientación. Para él una nación es una comunidad de individuos, «una
masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos se-
lectos». La forma jurídica que esa sociedad adopte puede ser todo lo demo-
crática que se quiera, pero la forma transjurídica, la realmente vivida por
los hombres, será siempre aristocrática, será por ley natural «la acción di-
námica de una minoría sobre una masa».

La enfermedad de España no era, en opinión de Ortega, solamente polí-


tica. Si sólo hubiese sido política no hubiera sido grave porque lo político es
siempre el dintorno o cutis de la sociedad. La enfermedad de España era
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

social. Los españoles, creía, se equivocaban al achacar todos los males de la


patria a los políticos, porque estos en el fondo no eran peores que el resto de
los ciudadanos, a pesar de ser fiel reflejo de los «vicios étnicos». España se
estaba disociando como nación, pero también como sociedad.

Ortega pone nombre a esa enfermedad, la llama particularismo, que es


«aquel estado de espíritu en que creemos no tener que contar con los de-
más», donde todos quieren vivir a parte y no formar parte de un todo. A la
integración unificadora de Castilla siguió casi inmediatamente la desinte-
gración, cuyo origen Ortega sitúa en el reinado de Felipe II y concretamente
en el año 1580. A la pérdida de los Países Bajos, del Milanesado y de Nápoles,
siguió a principios del XIX la de la mayor parte de las colonias americanas y,
ya a finales, la de los últimos territorios antillanos y de Oceanía. Con falta
de perspectiva histórica, olvidando las revueltas independentistas anterio-
res y toda la tradición cultural y política decimonónica de algunas regiones
españolas, Ortega dice que justo tras la pérdida de Cuba y Filipinas empezó
el intento de descomposición intrapeninsular. Catalanismo y bizcaitarris-
mo son los máximos ejemplos de esa descomposición, pero no son artificios
sino que muestran un sentimiento profundo, verdadero, aunque desenfoca-
do porque tienen una hipersensibilidad para lo que consideran males pro-
pios. Dice Ortega que a todas luces es falsa la visión que Cataluña y el País
Vasco tienen de ser pueblos oprimidos, pues, en ese momento, son los terri-
torios más prósperos de España, pero eso no significa que el sentimiento
que les hace tener esa apreciación sea falso. En cualquier caso, es erróneo,
según Ortega, pensar que el particularismo es algo peculiar de estas regio-
nes, pues, por contra, es algo que cunde en toda España, aunque sólo allí
había adoptado una forma agresiva. Además, el primer particularista fue el
poder central: «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho».
Ortega duda de que las regiones nacionalistas hubieran conseguido la uni-
dad de España y les critica que no hayan sido capaces de idear un nuevo
proyecto de futuro cuando Castilla dejó de hacerlo.

El grave problema de la España de los años veinte no es, en cualquier


caso, según Ortega, el particularismo regionalista, sino el particularismo
de todas las clases e instituciones. En España, afirma, nadie quiere contar
con nadie, y por eso se odia al político, no en cuanto gobernante sino en
cuanto parlamentario, porque el Parlamento liberal es la expresión de la
necesidad de contar con los otros. La Iglesia, la Monarquía, los militares
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

son tan particularistas como lo puedan ser los nacionalistas. Todos los par-
ticularismos coinciden en no querer contar con nadie y en preferir la acción
directa al consenso, la imposición de las propias opiniones al diálogo; son
compartimientos estancos, cerrados hacia adentro, que ni conocen ni quie-
ren conocer las ideas y los deseos del resto. Siguen la táctica del victorioso y
no la del luchador, y eso es lo que ha permitido que no se establezca una
fuerte confrontación entre los distintos grupos sociales, porque cada uno
de ellos desprecia a los otros, ni siquiera quiere luchar contra ellos. Así,
piensa Ortega, se ha llegado a una parálisis de la vida nacional porque to-
dos tienen fuerza para deshacer pero ninguno para construir. La Iglesia y la
Monarquía no se han preocupado de los intereses de la nación, sino de los
suyos propios, y han producido una selección inversa, prefiriendo siempre a
los peores.
Ortega estaba convencido de que había que transformar el concepto de
democracia añadiendo a la declaración de derechos una declaración de
obligaciones. Junto a los derechos igualitarios, había que señalar los «dere-
chos diferenciales y máximos». La igualdad no podía ser un principio polí-
tico general, pues sólo tenía sentido como base de la política para la expre-
sión de la soberanía y para el reconocimiento de los mínimos de convivencia
y de humanidad, que ya hemos visto que para Ortega eran bastante amplios
dada su proximidad al socialismo. Más allá de esos mínimos, la desigual-
dad era evidente. Había que formar una nueva aristocracia y establecer «un
sistema de rangos». Esta aristocracia estaría basada en la capacidad de es-
fuerzo de cada uno, en la inteligencia, en la cultura, y no conllevaría privi-
legios injustos, sino justos reconocimientos a los esforzados y mejores.
De los distintos particularismos que Ortega veía en el panorama nacio-
nal, salvaba o, mejor, diferenciaba el particularismo obrero, que no era el
«espontáneo y emotivo» de las clases e instituciones españolas, sino que
respondía a una teoría y, además, no era exclusivo de España.
Según Ortega, nuestro país es, como Rusia, una raza pueblo, cuya ca-
racterística más acusada es el ruralismo, la visión centrada excesivamente
en lo inmediato, en lo próximo. Todo lo importante en la historia de España
lo había hecho el pueblo, pero el pueblo, decía Ortega, no puede hacer mu-
chas cosas, y esas cosas se habían quedado sin hacer por falta de una mino-
ría. Entre esas cosas que el pueblo no puede hacer, Ortega citaba —con no-
table injusticia en muchos casos— la ciencia, el «arte superior», «una
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

civilización pertrechada de complejas técnicas», «un Estado de prolongada


consistencia» o «destilar de las emociones mágicas una elevada religión».

La contraposición minoría-masa es una idea central en la filosofía orte-


guiana. Encontrará su expresión más desarrollada en La rebelión de las ma-
sas, pero es una constante en su pensamiento. Ya en 1908 había dicho que
en España no había más que pueblo, que faltaba la levadura para la fermen-
tación histórica. Según Ortega, España vivía bajo «el imperio de las ma-
sas», muy significativamente afirmaba que de las masas de la clase media y
superior. Que la subversión de las masas hubiera llegado a la política, signi-
ficaba que ya había hecho todo el recorrido social, por lo que la gravedad
era extrema. En España, dice el filósofo, falta ejemplaridad y sobra indoci-
lidad. Hay «aristofobia», odio a los mejores.

5. DEFENDER EL LIBERALISMO EN TIEMPOS DE DICTADURA:


DUDAS Y AFIRMACIONES

Contra la vieja política creyeron Ortega y Nicolás María de Urgoiti, fun-


dador de El Sol, que iba el general Miguel Primo de Rivera, quien se pro-
nunció en Barcelona en septiembre de 1923 y al que el monarca decidió
encargar la formación de un nuevo Gobierno, lo que suponía una clara veja-
ción de la Constitución. Ortega, cuyas diatribas contra los gobiernos ante-
riores —a pesar de todo constitucionales— habían sido tan duras, no se
pronunció ahora inmediatamente. Hacía tres años que no era editorialista
de El Sol y sus artículos ya no tenían la inmediatez política de años anterio-
res, pero el silencio resultó llamativo a muchos. En realidad, tanto él como
Urgoiti pensaban que el nuevo dictador venía a cumplir el papel de barren-
dero de la vieja política que desde 1917 reclamaban. Dos meses después El
Sol y Ortega se darían cuenta de que el dictador no venía a cumplir la mi-
sión que ellos pensaban e iniciaron una campaña consejera para que la
Dictadura pudiera dar paso a una nueva situación constitucional. Algunos
de los artículos de Ortega críticos con «los generales septembristas» fueron
censurados. Ortega solicitaba por estas fechas, como hemos visto, una rebe-
lión de las minorías contra las masas, porque si éstas constituían la opinión
pública se volvería a la vieja política. Lo que había hecho el Directorio mili-
tar en los primeros tres meses —el barrido de la vieja política— era fácil,
pero lo que había que emprender ahora —la construcción de algo nuevo—,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

era una labor más difícil y se tenía que hacer, le decía Ortega al dictador,
contando con el pueblo. En distintas ocasiones durante la Dictadura, inten-
tará Ortega exponer en la prensa sus ideas políticas, pero acabará siempre
chocando con la censura. El filósofo insistirá en estos años en la idea de que
la principal reforma que había que emprender en España era la del hombre
y, a partir de ella, la de la sociedad, porque toda transformación de los usos
políticos sería insuficiente sin una mejora del hombre concreto. Desde sus
primeros artículos y conferencias, como «La pedagogía social como pro-
grama político», de 1910, había insistido en la necesidad de la educación
como elemento clave para la convivencia.

Ortega no tuvo veleidades con el fascismo y creía que de este movimien-


to, como del comunismo soviético, no se podía esperar nada de cara al
futuro, pues eran un síntoma de la crisis del liberalismo y no una nueva
aurora. Ortega sabía, y se lo decía públicamente al dictador desde la prensa
que en un momento u otro habría que volver a gobernar con el parlamento,
pero afirmaba que la Dictadura podía ser en toda Europa una «admirable
experiencia pedagógica» para que las masas, «que no se convencen con ra-
zones, sino por los efectos sufridos en su propia carne», aprendieran que
ciertas libertades no eran cuestiones políticas sobre las que cupiese discu-
sión. Para Ortega, estas libertades habían dejado de ser banderas de com-
bate y se habían convertido en principios universales «como los de la corte-
sía». Cualquier régimen político futuro en Europa tenía que tomar como
bases el liberalismo y la democracia, aunque Ortega pensaba que estos dos
conceptos estaban alarmantemente confundidos en las cabezas de su tiem-
po, cuando en realidad eran muy diferentes. La democracia, afirmaba, se
preocupa de quién debe ejercer el poder público y considera que debe ser el
conjunto de los ciudadanos, pero nada dice de los límites de este poder. De
esto, de los límites, es de lo que se preocupa el liberalismo, que viene a de-
cir que ejerza quien ejerza el poder hay unos derechos previos a toda inje-
rencia del Estado, hay siempre unos privilegios, unas franquías inviolables
que el propio individuo tiene que defender. Según el filósofo, la confusión
de estos conceptos había llevado a pensar que la democracia es el régimen
más liberal, cuando en realidad la autocracia más feroz es la del demos,
como demostraba la historia de Grecia y Roma, que no conocieron el libe-
ralismo.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Ortega ya había criticado en 1917 la «democracia morbosa», el intento


de llevar más allá de la política el imperativo cuantitativo del número que
acabaría en el triunfo del «plebeyismo» en todos los órdenes de la vida. A
Ortega le interesaba fundamentalmente que la política fuese liberal y la or-
ganización y gestión de la misma democrática, pero estaba alarmado por-
que se intentase imponer la democracia en todos los aspectos de la cultura,
pues creía que acabaría predominando el mal gusto y todos tendríamos que
rendirnos a los mismos ocios y negocios. Si para el Ortega de principios de
siglo el liberalismo era un «sistema de revoluciones», cuyo fundamento es-
taba en no considerar nunca un régimen político lo suficientemente justo y
luchar por transformarlo, ahora el liberalismo parecía quedar reducido a
una serie de franquías individuales que el propio individuo debía sostener y
que ni el Estado ni otras organizaciones o individuos debían violar. La con-
cepción orteguiana del liberalismo, sin dejar de ser política, se centraba en
este momento mucho más en el individuo, al tiempo que como entonces
otorgaba al Estado un importante papel en la transformación de la socie-
dad, aunque había que evitar que éste se extralimitase, pues era el mayor
peligro. Ortega no estaba contra las masas sino contra el hombre-masa,
cuyo mejor representante era el pequeño burgués. En 1926, el filósofo lla-
maba con ecos unamunianos de la Vida de don Quijote y Sancho a los jóve-
nes para llevar a cabo la restauración de España —la otra había sido de la
Monarquía— y lanzaba como grito de guerra: «¡Halalí, halalí jóvenes: dad
caza al pequeño burgués!», aunque matizaba que con las únicas armas de la
voluntad y de la inteligencia.

6. «LA REBELIÓN DE LAS MASAS»

Ortega analizó el fenómeno del ascenso de las masas en su obra más


famosa, La rebelión de las masas, publicada como libro en 1930. Allí señala
que el hecho que caracterizaba su tiempo era el hecho del lleno, de la aglo-
meración. De pronto, en unos pocos años, nos dice el filósofo, todos los lu-
gares públicos, muchos de ellos antes vedados para las masas, se habían
llenado de gente. Todo estaba lleno: la calle, los cines, los teatros, los restau-
rantes, las exposiciones, los estadios deportivos… El hecho tenía una expli-
cación cuantitativa: el enorme aumento de la población europea a lo largo
del siglo XIX y principios del siglo XX, pero a Ortega esta explicación le pare-
cía insuficiente porque «el lleno» se había producido de forma repentina, en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

muy pocos años, sin que el aumento de la población durante los mismos
hubiera sido significativamente mayor que en años anteriores.
La explicación cuantitativa era insuficiente y había que buscar una ex-
plicación cualitativa: la subida del nivel histórico. El hombre medio había
mejorado su nivel de vida y tenía acceso a una serie de bienes de los que
hasta entonces no había podido disfrutar, entre ellos uno muy importante:
el ocio, el tiempo libre. Aunque las diferencias sociales seguían siendo muy
evidentes en tiempos de Ortega, lo cierto era que importantes capas de po-
blación, las clases medias, habían mejorado su condición, habían consegui-
do ganar más dinero con menos horas de trabajo y por eso podían ahora
disfrutar de un tiempo de ocio para el que las nuevas grandes urbes (un fe-
nómeno estrechamente asociado a la sociedad de masas) empezaban a ofre-
cer importantes alicientes. Las posibilidades de gozar han aumentado en lo
que va de siglo de una manera fantástica, afirma Ortega. El progreso de la
alfabetización y paralelamente de la educación técnica había jugado un pa-
pel importante en este ascenso del nivel de vida. La vida había mejorado no
sólo para el ocio sino también en lo cotidiano gracias a la luz eléctrica, los
nuevos medios de transporte (el tranvía, el metro, el automóvil) que ensan-
chaban las ciudades espacialmente pero las reducían en tiempo de despla-
zamiento, las canalizaciones de agua y al alcantarillado, las mejores cons-
trucciones de las viviendas, los medicamentos y las nuevas vacunas. No
todo el mundo podía gozar de los nuevos lujos, pero éstos eran muy visibles
gracias a los nuevos medios de comunicación (diarios de grandes tira-
das gracias a las rotativas, revistas a color con grandes fotografías, el cine y
más tarde la radio). La buena vida parecía al alcance de la mano. La publi-
cidad la ofrecía en sus diversas formas: vestidos, bebidas como el champagne,
automóviles, tabaco, jabones, etc.
Para Ortega, la rebelión de las masas presentaba un aspecto bifronte.
Por un lado un aspecto positivo, la subida del nivel histórico, y, por otro, un
aspecto negativo, el surgimiento de un nuevo tipo de hombre, el hombre-
masa, que era el que propiciaba la rebelión de las masas: «El advenimiento
de las masas la pleno poderío social» y el surgimiento de movimientos polí-
ticos típicos de hombres-masa como el bolchevismo y el fascismo, que sur-
gían frente a la democracia liberal, cuya verdad, según Ortega, debía con-
servar cualquier régimen político que para Europa se idease en el futuro.
Esa verdad era para el filósofo la confianza en la razón y en el diálogo y la
creencia firmemente asentada del respeto al otro, a las minorías, porque en
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

el fondo el hombre desconfía de que en algún momento pueda tener toda la


razón. La sociedad es para él siempre una relación dinámica entre dos fac-
tores: las minorías y las masas. La sociedad es siempre aristocrática, pero
esta división no es una división en clases sociales, ni de castas. Si las mino-
rías imponen unos buenos principios y las masas los siguen dócilmente,
todo funciona, pero las masas, según Ortega, a veces se rebelan.

El hombre-masa es un «tipo de hombre hecho de prisa, montado nada


más que sobre unas cuantas abstracciones», «vaciado de su propia historia,
sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llama-
das ‘internacionales’ (…), más que un hombre, es sólo un caparazón de
hombre constituido por meros idola fori; carece de un ‘dentro’, «tiene sólo
apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el
hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob», «hostil al libe-
ralismo» y «no tiene auténtico quehacer», por eso cae en un «politicismo
integral» y es «un hombre hermético, que no está abierto de verdad a nin-
guna estancia superior». «La masa —escribe Ortega— es el conjunto de
personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas
sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es «el hombre medio (…):
es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se
diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico», y de
ahí la «coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser en los individuos»
que integran la masa. Pero «la masa puede definirse, como hecho psicológi-
co, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomera-
ción. Delante de una persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo
aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones espe-
ciales, sino que se siente ‘como todo el mundo’ y, sin embargo, no se angus-
tia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás» frente al hombre hu-
milde que reconocería sus limitaciones y se sentiría mediocre y vulgar.

«La vieja democracia —escribe el filósofo— vivía templada por una


abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos
principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina
difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar
y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos.
Hoy —añade— asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa
actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo
sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas


especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso
era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos
sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más
de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tie-
ne derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo —es-
cribe— que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre
llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo
de hiperdemocracia». Y añade:

«Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el inte-


lectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para
escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el
lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin
de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no
coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los indi-
viduos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos
no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica.
Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene
el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera.
Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla
todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea
como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de
ser eliminado. Y claro está que ese “todo el mundo” no es “todo el mundo”.
“Todo el mundo” era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías
discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa.»

El hombre-masa, afirma Ortega, «carece de proyecto y va a la deriva»,


es «un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísi-
ma civilización», es un hombre nacido de la democracia liberal y de la téc-
nica del siglo  XIX (investigación científica más industrialismo), que no son
creaciones del XIX sino anteriores, pero que cuajan en ese siglo, que es tam-
bién el del colectivismo, aunque aparentemente triunfe el liberalismo. Un
hombre que vive en medio de una «omnímoda facilidad material», y que se
permite la «libre expansión de sus deseos vitales», al tiempo que tiene una
«radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible su existencia», tiene la
«psicología del niño mimado» y no quiere «contar con los demás», sobre
todo no quiere «contar con nadie como superior a él». Considera las cosas
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

de que disfruta como una «naturaleza» y sólo le preocupa su bienestar pero


al mismo tiempo es insolidario «de las causas de ese bienestar». Este tipo
de hombre mezcla en sí «dos formas puras»: «la masa normal y el auténtico
noble o esforzado», de ahí su indocilidad política, y lo que es aun más grave,
señala el filósofo, su indocilidad intelectual y moral, que le lleva a usar la
violencia y la acción directa como principales armas políticas y sociales. Es
un tipo de hombre que no quiere tener razón sino imponer la suya.

Esta situación se había producido, según Ortega, por «la deserción de


las minorías directoras», lo que había hecho que el mundo pareciera «vacia-
do de proyectos, anticipaciones e ideales», porque «nadie se preocupó de
prevenirlos». Pero no se trataba de hacer borrón y cuenta nueva de toda la
historia política reciente. De los logros de la democracia liberal y la técnica
durante el siglo XIX, Ortega saca tres consecuencias: «Hecho tan exuberante
nos fuerza, si no preferimos ser dementes, a sacar estas consecuencias: pri-
mera, que la democracia liberal fundada en la creación técnica es el tipo
superior de vida pública hasta ahora conocido; segunda, que ese tipo de
vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que
conservar lo esencial de aquellos principios; tercera, que es suicida todo re-
torno a formas de vida inferiores a la del siglo XIX».

Ortega analiza en la primera parte de La rebelión de las masas la «des-


moralización de Europa», y en la segunda, titulada «¿Quién manda en el
mundo?», plantea un proyecto de futuro que podría sacar a Europa de esta
desmoralización: «los Estados Unidos de Europa».

Bolchevismo y fascismo, las dos grandes novedades políticas de la épo-


ca, eran, según Ortega, movimientos de hombres-masa, y la crisis institu-
cional de las democracias liberales era también un reflejo de la desmorali-
zación europea que había desembocado en la rebelión de las masas. No sé
sabía qué hacer con las viejas instituciones liberales como el Parlamento,
pero eso no significaba que la democracia liberal hubiese caducado, sino
sencillamente que se quería verter en odres viejos los nuevos vinos que ha-
bían fermentado durante la Gran Guerra, por ejemplo el ascenso de los par-
tidos socialistas y la incorporación de la mujer al mundo laboral y a la vida
política. Y Ortega, al que tanto se ha acusado —y precisamente por este li-
bro— de tibieza democrática y aun liberal, cuando no explícitamente de
prefascista o fascista, era aun más contundente unas líneas después:
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«Más valía recordar que jamás institución ninguna ha creado en la his-


toria Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamenta-
rios del siglo  XIX. El hecho es tan indiscutible, que olvidarlo demuestra
franca estupidez. No se confunda, pues, la posibilidad y la urgencia de re-
formar profundamente las Asambleas legislativas, para hacerlas «aún más»
eficaces, con declarar su inutilidad.»

A Europa, según Ortega, se le había secado la fontana de desear, de idear


nuevos proyectos. Nadie, según el filósofo, había sustituido a Europa en el
mando, porque ni Washington ni Moscú podían de momento sustituirla en tal
función dado que en realidad eran partes de ella que, al disociarse, habían
perdido su sentido. Estados Unidos le parecía a Ortega una aplicación prag-
matista de la cultura europea; y del bolchevismo le interesaba sobre todo lo
que tenía de ruso, no lo que tenía de comunista, porque esto último era una
herencia europea, y lo otro era lo que realmente podría suponer nuevos «man-
damientos». A Ortega le faltó perspicacia para darse cuenta de lo que
Washington y Moscú iban a representar en el futuro inmediato. Le preocupa-
ba mucho que Europa se acostumbrase a no mandar, porque pensaba que, si
esto sucedía, en muy pocos años el mundo entero caería en la inercia moral,
en la esterilidad intelectual y en la barbarie omnímoda. Lo que Europa nece-
sitaba era un gran proyecto ilusionante. El filósofo, como otros muchos en la
época, proponía construir «los Estados Unidos de Europa», un gran Estado
supranacional que permitiese desarrollar todo el potencial que los europeos
llevaban dentro, y ponía como ejemplo el mundo económico, porque no suce-
día que el empresario alemán o francés se sintiera con menos capacidad que
el norteamericano sino que se encontraba con una serie de trabas que le impe-
dían acceder a un mercado tan amplio como en el que aquél vendía sus pro-
ductos. Y así en todos los ámbitos de la vida europea. Si tiempo atrás el inglés,
el francés o el alemán encontraban que siendo inglés, francés o alemán eran
lo máximo que se podía ser, ahora se habían dado cuenta que ser inglés, fran-
cés o alemán era ser provinciano y que la parte europea constitutiva de cada
uno de ellos era mucho mayor y no podía desarrollarse plenamente porque
faltaba una estructura política que lo permitiese. La unidad política de Europa
era para Ortega además de un proyecto capaz de tensar las almas de los euro-
peos hacia nuevos blancos, una política defensiva contra el bolchevismo.
Sobre esta propuesta de constituir unos Estados Unidos de Europa Ortega
volverá una y otra vez tras la Segunda Guerra Mundial, especialmente en la
conferencia que dio en Berlín en 1949 titulada De Europa meditatio quaedam.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

7. LA APUESTA POR LA REPÚBLICA Y LA TEMPRANA


DESILUSIÓN. LA TERCERA ETAPA DE SU LIBERALISMO

En los últimos años de la Dictadura, Ortega se pondrá al lado de los jó-


venes que se habían rebelado contra el régimen y dimitirá su cátedra de
Metafísica de la Universidad Central de Madrid —en la que luego sería re-
puesto—. Esos jóvenes, que asistieron masivamente a su curso público so-
bre ¿Qué es filosofía?, continuación del que venía dando en la Facultad, le
reclamarán una mayor implicación política. Ortega acabará decantándose
abiertamente por la transformación de España en una República y consti-
tuirá un movimiento político bajo el nombre de Agrupación al Servicio de la
República, que pedirá el voto para las candidaturas republicanas en las
elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que trajeron la República, y
obtendrá trece diputados en las Cortes Constituyentes republicanas. Las in-
tervenciones de Ortega en éstas no fueron muchas y su voz no tuvo el eco
que él esperaba. Pronto se desilusionó del rumbo que tomaba la política re-
publicana y lanzó famosas diatribas contra la misma: «¡No es esto, no es
esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo»,
escribió en septiembre de 1931. Su propuesta de rectificar la República por
medio de un partido nacional, insuficientemente elaborada, no encontró los
apoyos esperados y se diluyó rápidamente. Se recluyó entonces en la elabo-
ración de su filosofía, que había descubierto en la razón vital e histórica un
método para acercarse a la comprensión del hombre y del mundo. Sólo vol-
vió a alzar su voz públicamente para denunciar el accidentalismo de la
Confederación Española de Derechas Autónomas, pidiendo «claridad» y
gritando «Viva la República» tras las elecciones de noviembre 1933 en un
famoso artículo. La revolución obrera de octubre de 1934, la radicalización
del lenguaje y de las formas políticas y la violencia desatada en la primavera
de 1936 le hicieron perder definitivamente la confianza depositada en la
República, que ya no era la suya ni creía que pudiese ser nacional, es decir,
de todos los españoles.

Podemos hablar de una tercera etapa del liberalismo orteguiano centra-


da en «Del Imperio Romano» (1940) y en Sobre una interpretación de la
Historia universal (1948-1949), en la que la libertad ya no sería para Ortega
la resultante de una pluralidad de fuerzas que se enfrentan sino un simple
estar a gusto un pueblo con las instituciones vigentes. Los viejos liberales,
decía Ortega en el primero de estos textos, se habían empeñado en convertir
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

la libertad en unas cuántas libertades y pensaban que si éstas se establecían


en un texto legal, la sociedad iba a funcionar perfectamente. El liberalismo
no había caído en la cuenta de que la vida como libertad es algo mucho más
profundo que unas cuantas libertades, las cuales son sentidas en cada mo-
mento de forma diferente y mañana aparecerán otras apremiantes ni si-
quiera pensadas años atrás. Esto le había impedido al liberalismo, según el
filósofo, ver que el hecho fundamental de la historia de Occidente frente a la
de Oriente es la vida como libertad. La libertad es, en el fondo, la franquía
en que está o debe estar el hombre para afrontar su destino, es decir, su
vocación.

A la altura de los años cuarenta, el «liberalismo avuncular», decía en re-


ferencia al siglo  XIX, le parecía una filosofía política con «ingredientes de
extremada ternura», como el respeto a las minorías, pero que había sido
ciego para ver cuánto de maldad hay en la sociedad. Por eso el liberalismo
había despreciado el papel del Estado, porque creyó que la sociedad marcha
«como un relojín suizo» con sólo laissez faire y laissez passer, cuando la so-
ciedad es una cosa «terrible», donde se dan a la par la beneficencia y el cri-
men. En realidad, dice Ortega, ninguna sociedad ha llegado nunca a ser tal
sino que todas son «conato o esfuerzo, más o menos intenso para llegar a
serlo, cuando no es todo lo contrario: descomposición y desmoronamiento
de una relativa socialización antes lograda». No olvidemos que esto se escri-
be en 1940. Este error de perspectiva del liberalismo estaba costando ahora,
afirma el filósofo, «los más atroces tormentos». Había que ser conscientes
de que «todas las cautelas, todas la vigilancias» eran pocas para conseguir
que «lo social» predominara sobre las fuerzas insociales, porque no siem-
pre, aunque sí con frecuencia, la sociedad se regula «miríficamente a sí mis-
ma, como un organismo sano». El Estado, «necesidad congénita de toda
sociedad» en cuanto poder público no como forma política determinada, es
el que vela porque predominen las fuerzas sociales, y para eso no queda más
remedio que utilizar «en última instancia» la violencia. Cuanto mejor vaya
la sociedad, menos necesidad habrá de que actúe el Estado, y éste será sen-
tido como una piel. Pero en otros momentos el Estado es, añade Ortega, una
cosa tremenda. Es siempre, en todo caso, una «presión de la sociedad sobre
los individuos», como lo son los usos y vigencias sociales. La limitación de
nuestro albedrío que el Estado «incuestionablemente representa es —escri-
be— del mismo orden que la impuesta a nuestros músculos por la dureza de
los cuerpos; es decir, que esa antilibertad pertenece a la condición básica del
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

hombre, forma parte inalienable de nuestro ser». Según sea esa opresión,
que no es solamente jurídica, así será la libertad política de cada tiempo. Y
Ortega señala que el europeo nunca ha admitido que el poder público inva-
da toda su persona. Aunque en este mismo texto afirma que el «dulce libera-
lismo» —refiriéndose al decimonónico, al que califica de «mermelada inte-
lectual»— ha muerto, lo cierto es que Ortega seguía siendo un liberal porque
creía firmemente que la libertad es elemento esencial de toda la vida huma-
na auténtica —Ortega contraponía la «vida como libertad» a la «vida como
adaptación»—, pero es evidente que la idea del liberalismo político como un
sistema de revoluciones y su idea de un liberalismo social habían quebrado
y que, quizá impotente, y constreñido por las circunstancias estaba dispues-
to a asumir las consecuencias de la «vida como adaptación», entre escéptico
e ilusionado de que su palabra todavía podía ejercer alguna influencia.

Junto a la libertad, la otra clave para la convivencia entre los hombres es


para el Ortega de los años 40 la concordia, que se expresa en último térmi-
no en el acuerdo sobre quién debe mandar (y en algún momento pensó que
la mejor opción para España podría ser la vuelta de la Monarquía).
Concordia y libertad son los fundamentos políticos que el filósofo español
lanzaba a un mundo en guerra. Su gran proyecto político seguía siendo en-
tonces, no obstante, la construcción de los Estados Unidos de Europa.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Masificación

«(…) en una nación en que la masa se niega a ser masa, esto es, a seguir
a la minoría directora, la nación se deshace, la sociedad se desmembra y
sobreviene el caos social, la invertebración histórica.»

(José Ortega y Gasset, España invertebrada, 1922)

2. Ausencia de minorías en España

«Mírese por donde plazca el hecho español de hoy, de ayer o de ante-


ayer, siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Este fenómeno explica toda nuestra historia, incluso aquellos momento de


fugaz plenitud.»

(José Ortega y Gasset, España invertebrada, 1921)

3. Dos Españas, la oficial y la vital

«(…) dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas:
una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fene-
cida; y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy
fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acier-
ta a entrar de lleno en la Historia.»

(José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)

4. Europeización

«Europa no es una negación solamente; es un principio de agresión me-


tódica, al achabacanamiento nacional (…) La europeización es el método
para hacer esa España, para purificarla de todo exotismo, de toda imita-
ción. Europa ha de salvarnos del extranjero.»

(José Ortega y Gasset, «Nueva Revista», El Imparcial, 27-IV-1910)

5. Nacionalización y nacionalismo

«Nacionalización del ejército, nacionalización de la Monarquía, nacio-


nalización del clero, nacionalización del obrero, yo diría que hasta naciona-
lización de esas damas que de cuando en cuando ponen sus firmas detrás
de unas peticiones cuyas importancia y trascendencia ignoran (…) No se
entienda, por lo frecuente que ha sido en este mi discurso el uso de la pala-
bra nacional, nada que tenga que ver con el nacionalismo. Nacionalismo
supone el deseo que una nación impere sobre otras, lo cual supone, por lo
menos, que aquella nación vive. ¡Si nosotros no vivimos!. Nuestra preten-
sión es muy distinta: nosotros nos avergonzamos tanto de querer una
España imperante como de no querer una España de buena salud, nada
más que una España vertebrada y en pie.»

(José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)


EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

6. Crítica de la Restauración

«¿Qué es la Restauración? (…) La Restauración significa la detención de


la vida nacional (…) Hacia el año 1854 —que es donde en lo soterráneo se
inicia la Restauración— comienzan a apagarse sobre este haz triste de
España los esplendores de aquel incendio de energías; los dinamismos van
viniendo luego a tierra como los proyectiles que han cumplido su parábola:
la vida se repliega sobre sí misma. Este vivir el hueco de su propia vida fue
la Restauración.»

(José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)

7. Interpretación del fascismo

«El fascismo tiene un cariz enigmático, porque aparecen en él los con-


tenidos más opuestos. Afirma el autoritarismo y la vez organiza la rebelión.
Combate la democracia contemporánea y, por otra parte, no cree en la res-
tauración de nada pretérito. Parece proponerse la forja de un Estado fuerte
y emplea los medios más disolventes, como si fuera una facción o una so-
ciedad secreta. Por cualquier parte que tomemos el fascismo hallamos que
es una cosa y a la vez la contraria, es A y no A». «Sólo puede imaginarse una
situación en que, efectivamente, a un puñado de hombres le es fácil adue-
ñarse del poder público: cuando éste es res nullius, cuando el resto del cuer-
po social no se siente solidario de él, cuando nadie estima las instituciones
vigentes. Entonces, claro está, cualquiera que tenga alguna resolución y no
se ande con miramientos podrá echar mano a un gobierno que todos, en
rigor, han desamparado.»

(José Ortega y Gasset, «En torno al fascismo», en El Espectador, 1925)

8. La rebelión de las masas

«(…) las masas ejercitan hoy un repertorio vital que coincide en gran
parte con el que antes parecía reservado exclusivamente a las minorías (…)
las masas gozan de los placeres y usan los utensilios inventados por los gru-
pos selectos que antes sólo éstos usufructuaban. Sienten apetitos y necesi-
dades que antes se calificaban de refinamientos, porque eran patrimonio de
pocos (…) las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, mu-
chas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos especializados.»

(José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 1929)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

BIBLIOGRAFÍA

1. Obras de carácter político

Vieja y nueva política. Madrid, 1914.


España invertebrada. Madrid, 1922.
La rebelión de las masas. Madrid, 1930.
La redención de provincias y la organización de la decencia nacional. Madrid, 1930.
Rectificación de la República. Madrid, 1932.

2. Obras sobre José Ortega y Gasset

CEREZO GALÁN, Pedro, Voluntad de aventura. Ariel. Barcelona, 1984.


GRAY, Rockwell, José Ortega y Gasset. El imperativo de la Modernidad. Una biografía
humana e intelectual. Espasa-Calpe. Madrid, 1994.
LASAGA, José, José Ortega y Gaset (1883-1955). Vida y Filosofía. Fundación Ortega y
Gasset/Biblioteca Nueva. Madrid, 2000.
LÓPEZ CAMPILLO, Evelyne, La Revista de Occidente y la formación de minorías.
Taurus. Madrid, 1972.
MARÍAS, Julián, Ortega, circunstancia y vocación. Revista de Occidente. Madrid, 1967.
MÁRQUEZ PADORNO, Margarita, La Agrupación al Servicio de la República. La acción
de los intelectuales en la génesis del nuevo Estado. Fundación Ortega y Gasset.
Madrid, 2003.
REDONDO, Gonzalo, Las empresas políticas de Ortega y Gasset. Rialp. Madrid, 1970.
SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio, La teoría de la minoría selecta en el pensamiento de Ortega
y Gasset. Tecnos. Madrid, 1986.
ZAMORA, Javier, Ortega y Gasset. Plaza y Janés. Barcelona, 2002.


TEMA 14
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

Pedro Carlos González Cuevas

1. LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN, CRISIS DEL LIBERALISMO

El Desastre de 1898 puso en duda los valores en que hasta entonces se


asentaba el concepto de patria española y la legitimación del régimen políti-
co. Lo que favoreció, además, la emergencia de los nacionalismos periféricos
catalán y vasco como movimientos políticos de envergadura. Sin embargo,
la rapidez de la derrota ante Estados Unidos y la atonía con que fue recibida
por la mayoría de la población, impidieron la formación de un partido de la
guerra y la consiguiente articulación de una alternativa de carácter autorita-
rio y antiparlamentario. Pero el Desastre del 98 no puede considerarse un
hecho esencialmente castizo de la historia de España. Existió también
un «98» portugués, francés e italiano. En estrecha coincidencia con ello, la
Europa finisecular experimentó un período histórico de profundos cambios
psicológicos, filosóficos y culturales, produciéndose una «revolución intelec-
tual», que puso en cuestión los fundamentos del positivismo, dando lugar a
la creación de nuevas perspectivas en el pensamiento europeo. En ese mo-
mento, como señala Stuart Hughes, se definen las rupturas con el positivis-
mo a cargo del historicismo culturalista, el intuicionismo, el irracionalismo,
la estética literaria, etc. Frente a la razón ilustrada, lo irracional resurgía.
Consecuentemente, las tendencias antiparlamentarias y nacionalistas
fueron ganando posiciones en las sociedades europeas, al socaire tanto de la
ineficacia de las instituciones parlamentarias ante la sucesión de crisis políti-
cas, sociales y coloniales como ante la crisis de la razón ilustrada. En Francia,
aparece L´Action Française, cuyo máximo teórico fue Charles Maurras, quien
abogaba por la instauración de un sistema político monárquico, tradiciona-
lista, antiliberal, antiparlamentario y descentralizado. La Monarquía tradi-
cional encarnaba, a su juicio, el «nacionalismo integral» para Francia, mien-
tras que la República era sinónimo de anarquía y desnacionalización,
provocada por los partidos políticos, la lucha de clases y la influencia de ju-
díos y «metecos». Este proyecto político incidía igualmente en factores de ín-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dole estética, contraponiendo polémicamente clasicismo, que implicaba or-


den y jerarquía, a romanticismo, sinónimo de individualismo y anarquía.

En directa relación con los planteamientos maurrasianos, apareció en


Portugal, a raíz de la caída de la Monarquía, el Integralismo Lusitano, funda-
do en 1914 por Antonio Sardinha e Hipólito Raposo. Los sectores católicos se
agruparon, en respuesta al anticlericalismo de los republicanos, en asociacio-
nes y partidos como el Centro Católico Portugués, con un programa corpora-
tivo, confesional y antiliberal; y en cuyas filas militó Antonio Oliveira Salazar.

También en Italia salió a la luz un nuevo nacionalismo, distinto del fran-


cés, representado primero por escritores como Giovanni Papini, Giuseppe
Prezzolini y Gabriele D´Annunzio, que abogaba por un sistema político auto-
ritario y por la expansión imperial. En 1910, se fundó el Partido Nacionalista
Italiano, por escritores, intelectuales y políticos como Luigi Federzoni,
Alfredo Rocco, Francesco Coppola, Paolo Orano y Enrico Corradini; algu-
nos de los cuales tendrían cargos importantes en el régimen fascista. Tras la
Gran Guerra, surgió el fascismo italiano como movimiento político-social
de envergadura, en oposición tanto al bolchevismo ruso como al régimen
liberal de partidos. Se trataba de un fenómeno político nuevo. Era una ma-
nifestación de modernismo político opuesto a la modernidad racionalista,
liberal o socialista, basado en la movilización de masas, la expansión colo-
nial, la sacralización de la política, la subordinación total del individuo al
Estado totalitario y la organización corporativa de la economía, a través de
la ampliación de la esfera de intervención del aparato estatal y de la colabo-
ración de las clases productoras bajo el control del régimen, con el objetivo
de garantizar el desarrollo capitalista sobre bases centralizadas y el engran-
decimiento de la nación concebida como comunidad orgánica.

La Gran Guerra contribuyó a la aceleración de la crisis del sistema libe-


ral. Ante todo, tuvo como consecuencia el aumento por doquier del papel
del Estado. El conflicto llevó a los países participantes a exaltar el interven-
cionismo del aparato estatal, convertido en principal adquisidor de bienes y
creó sistemas productivos que potenciaban la capacidad autárquica de las
naciones. El Estado y los grandes centros de poder económico estrecharon
sus vínculos e imprimieron su impronta en las políticas económicas del pe-
ríodo de paz. Por otra parte, el desarrollo del conflicto decisivamente a la
transformación de la mentalidad y la cultura política de las masas, a lo que
el historiador George L. Mosse ha denominado «brutalización de la políti-
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

ca», es decir, la indiferencia ante la muerte en masa y del deseo de destruir


al enemigo, un fenómeno que se perpetuó a lo largo de la etapa posterior.

A ello se unió el desafío provocado, a partir de 1917, por el triunfo y la con-


solidación de la revolución bolchevique en Rusia. Al final de la Gran Guerra,
las sociedades europeas entraron, en consecuencia, en una fase de inquietud
interna y profunda inestabilidad política. Las viejas elites sociales se batieron
en retirada. Las legitimidades tradicionales entraron en una profunda crisis.
La Monarquía cayó en Grecia, Rusia, Alemania, Austria, Hungría, etc. Este
eclipse de la legitimidad tradicional favoreció el desarrollo y la expansión de
nuevas legitimidades políticas, como la democrática y la carismática.

Por otra parte, en la nueva coyuntura se desarrolla el período descrito


por Charles S. Maier como de «refundación» de la Europa capitalista. Maier
denomina «corporativo» al nuevo sistema institucional, cuya edificación
implicaba la creación de nuevos mecanismos para la transacción entre inte-
reses sociales, en detrimento de un parlamentarismo cada vez más debilita-
do y a favor de las fuerzas organizadas de la economía. La sociedad no po-
día ser concebida ya como un mero conglomerado de individuos atomizados;
tampoco podía seguirse manteniendo que la voluntad política fuese el re-
sultado de la agrupación de voluntades individuales.

En la sociedad española la recepción de estas tendencias nacionalistas,


antiparlamentarias y autoritarias iba a ser mucho más lenta que en otros
países europeos. Al socaire de la prolongada crisis de la Restauración, se
produjo una renovación, a nivel político e ideológico, del tradicionalismo
carlista; apareció el catolicismo social y político; la decadencia de los parti-
dos dinásticos y el final del «turno» darían lugar al maurismo como grupo
político diferenciado; algunos intelectuales evolucionaron, desde el regene-
racionismo, hacia posiciones nacionalistas y antiliberales. Pero el naciona-
lismo autoritario como proyecto político no cristalizará hasta la Dictadura
de Primo de Rivera y, sobre todo, a partir del advenimiento de la II República.

2. SUPERVIVENCIA Y RENOVACIÓN DEL TRADICIONALISMO


CARLISTA

Pese a su derrota en 1876, la aparición de la Unión Católica y la escisión


integrista de 1888, el tradicionalismo carlista continuó siendo una fuerza
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

política importante en la sociedad española. Lo que resulta más fascinante


en el carlismo es su homogeneidad, su capacidad de supervivencia, a lo lar-
go de más de un siglo, fenómeno sin paralelo en la historia política europea.
Algo que ha sido interpretado como fruto de su éxito a la hora de lograr
articular una peculiar cultura política, basada en los usos y costumbres de
la familia troncal, capaz de movilizar y de renovar su militancia en áreas
geográficas concretas.

Sin embargo, su actuación tras el Desastre del 98 no fue muy significati-


va. No obstante, a diferencia de otros partidos de la derecha, los carlistas
consiguieron dotarse de nuevas formas de organización y de acción políti-
cas para conseguir sus objetivos y garantizar su supervivencia. La nueva
organización combinó nuevos tipos de acción, desde el mitin a la propagan-
da oral, manifestaciones, actos conmemorativos, celebraciones de fiestas,
círculos tradicionalistas, organización de juntas y de milicias como el
Requeté.

Además, el ideario carlista fue sometido a un proceso renovador bajo el


impulso de Enrique Gil Robles, primero, y luego de Juan Vázquez de Mella.
El primero fue el doctrinario más sistemático del tradicionalismo a co-
mienzos del siglo  XX. Catedrático de Derecho Político en Salamanca, tra-
ductor de Stahl, crítico del krausismo, Gil Robles atribuía a la «revolución
burguesa» triunfante en el siglo  XIX las patologías propias del liberalismo,
la oligarquía y el caciquismo. La clave de su proyecto restaurador fue la crí-
tica al liberalismo y la articulación de una alternativa al mismo. Su punto
de partida era el concepto orgánico de sociedad, desde cuyos marcos de re-
ferencia se considera «lo social» como un ámbito autónomo ante lo que el
Estado, si no reducido a la pasividad absoluta, ha de tener una intervención
secundaria. Consecuencia de esta concepción organicista de la sociedad es
la doctrina de la «democracia cristiana», es decir, la atribución y el recono-
cimiento al pueblo del status, de la posición que le corresponde en el con-
junto social; y, además, la soberanía ejercida por los grupos sociales inter-
medios, familia, municipio región, Iglesia, conservando su esfera de
autogobierno, a través de las organizaciones corporativas y gremiales. De
esta forma, se articula la soberanía específicamente «social» distinta de la
«política» como «el derecho que corresponde a la persona superior de una
sociedad para obligar a los miembros de ella a los actos conducentes al fin
social, en cuanto por naturaleza y circunstancias, sean incapaces esos
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

miembros de ordenarse a dicho bien o fin». Lo que conduce a la legitima-


ción de la autocracia monárquica, en la que el rey ocupa «la plenitud del
poder legislativo, ejecutivo y judicial que cada persona ejerce en la de su
correspondiente autarquía». Esta concepción de la soberanía y de la socie-
dad culmina en la doctrina de la representación, donde se desenvuelve la
soberanía política del monarca y las «autarquías» de los diferentes cuerpos
intermedios. La representación se resuelve en las peticiones y consultas que
se realizan a través del diálogo institucional entre el rey y el pueblo organi-
zado corporativamente en cortes estamentales. La representación debía ar-
ticularse en dos cámaras: la cámara baja, nutrida fundamentalmente de
diputados y procuradores de los cuerpos intermedios; mientras que la cá-
mara alta tendría un fuerte componente selectivo y aristocrático, dando re-
presentación a los estamentos de la nobleza y de la Iglesia.

Sin embargo, la figura política por excelencia del tradicionalismo carlis-


ta, a lo largo del último período de la Restauración, fue Juan Vázquez de
Mella, quien a partir de las premisas social-católicas y tradicionalistas, se
esforzó en construir su propia variante corporativa, el «sociedalismo jerár-
quico» que se coloca en una posición radicalmente antiestatista. De ahí que
defienda, como Gil Robles, una doble soberanía, la social y la política, en
cuyo dualismo se encuentra la salvaguardia de los libertades concretas, al
cristalizar en él las «autarquías» de los grupos sociales y de los gremios,
que emergen de la familia como núcleo esencial de la integración del indivi-
duo en la totalidad social. La sociedad civil se encuentra estratificada jerár-
quicamente en clases sociales, a cada una de las cuales corresponde una
función determinada. Vázquez de Mella divide la sociedad en tantas clases
cuantos son los intereses colectivos, en torno a los que se agrupan las perso-
nas: religiosos, intelectuales, morales, aristocráticos y de defensa. De acuer-
do con ello, entre las clases figuran la intelectual —Universidad—, religio-
sos y morales —la Iglesia—, económicas —agricultura, comercio e
industria—, militar y aristocrática. Son estas clases, y no los partidos, las
que deben estar representadas en los Ayuntamientos, en las Juntas
Regionales y en las Cortes de la Nación, a través de las cuales se ejerce la
soberanía social. La concepción orgánica de la sociedad llevaba a Vázquez
de Mella a planteamientos regionales y foralistas. España era, a su juicio,
una federación de regiones, es decir, una unidad política superior compues-
ta de regiones autárquicas, en las que el soberano, es decir, el rey, comparte
con ellas la soberanía. En la concepción mellista, las regiones son pequeños
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

estados autónomos, en los que el rey común posee la concepción medieval


de Conde de Barcelona, Rey de Castilla y de Navarra, Señor de Vizcaya, etc.
De ahí que la Monarquía tradicional hubiera de tener una estructura fede-
rativa: las regiones disfrutarían del derecho a estar representadas por las
Juntas y Diputaciones; conservarían el derecho privativo y su lengua; y dis-
pondría de «autarquía social y económica».

El discípulo por antonomasia de Vázquez de Mella fue Víctor Pradera


Larrumbe. Con Pradera, se acentuó la evolución del tradicionalismo carlis-
ta hacia la defensa de la unidad nacional frente a los nacionalismos perifé-
ricos; la afirmación del regionalismo y del corporativismo. Desde los
comienzos de su vida pública, Pradera fue un crítico implacable de los na-
cionalismos periféricos, en particular del vasco. A su juicio, tanto el catala-
nismo como el bizkaitarrismo carecían de fundamento histórico y racional
en sus reivindicaciones de carácter político. La irracionalidad del naciona-
lismo vasco resultaba proverbial. La raza, por ejemplo, aparte de ser un
concepto oscuro, privaba a la comunidad política y, por ende, a la nación de
su calidad de fuerza mantenedora del Estado, porque, en el fondo, suprimía
la comunidad de cultura. Tampoco resultaban histórica y políticamente
convincentes las argumentaciones nacionalistas en lo relativo a la defensa
de una supuesta identidad ajena al conjunto español. La lengua, en concre-
to, no podía servir de fundamento a la configuración de un Estado indepen-
diente. La oficialidad de la lengua castellana era perfectamente compatible
con la existencia y vigencia social de las lenguas vernáculas, como el cata-
lán y el vascuence. Los nacionalismos periféricos compartían, además, con
el liberalismo su centralismo y su unitarismo uniformista, incompatibles
con las autarquías forales, como lo demostraban sus planes anexionistas de
Navarra.

La alternativa a los nacionalismos periféricos y al centralismo liberal


era el «foralismo» o «regionalismo». Siguiendo en lo fundamental a Vázquez
de Mella, Pradera partía de una concepción organicista de la sociedad, que
considera al Estado descompuesto en varias partes —familia, municipio,
región— en cuya cúspide y por un proceso de agregación natural, se sitúa la
nación. Desde esta perspectiva, el poder central ha de aceptar esa organiza-
ción preexistente, «natural», en tanto que las regiones son unidades anterio-
res a él, con sus rasgos propios, configurados orgánicamente a lo largo de la
historia. En ese sentido, España se presentaba como un «Imperio»; era una
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

unidad política superior compuesta por regiones autárquicas o, lo que es lo


mismo, una federación de regiones en la que el soberano, es decir, el Rey,
comparte con todas ellas la soberanía nacional. En contraste, Vascongadas
no podían ser considerada una nación, sino una «sociedad menor» dentro
de la unidad superior de la nación española. La restauración de las autar-
quías regionales sólo podía tener lugar en el marco político e institucional
de la Monarquía tradicional y federativa, único sistema capaz de garanti-
zar, al mismo tiempo, la «unión social» entre las distintas regiones y sus
identidades diversas. El marco histórico de referencia de Pradera era, a ese
respecto, la Monarquía de los Reyes Católicos, que consiguió conjugar la
diversidad de los distintos reinos con la necesaria unidad política.

Otra de las preocupaciones de Pradera fueron los temas sociales y eco-


nómicos. Su concepción organicista de la sociedad le sirvió para legitimar
el orden capitalista. Una de las consecuencias del organicismo social era la
concepción de la empresa como una comunidad de intereses entre los dis-
tintos factores de producción: patronos, técnicos y obreros. En el marco de
la empresa, cada una de las clases sociales ejercía su función «natural», que
era interdependiente de las demás; en consecuencia, la lucha de clases era
un absurdo; todo conflicto social era una situación patológica, una enfer-
medad que intenta ejercer funciones diversas a la que le corresponde y que
acaba por desbaratar la «armonía» del conjunto social. En el fondo, la em-
presa era concebida por Pradera una sociedad familiar en un sentido am-
plio, donde la empresa se confunde con la sociedad patronal, una condición
en que las relaciones son de superior e inferior; y, por lo tanto, son relacio-
nes de desigualdad, como lo son las de padre-hijo. El «patrono» es, en la
empresa, lo que el padre en la familia, es decir, a quien compete dirigir el
proceso productivo. Por todo ello, Pradera se mostraba ferviente partidario
del capitalismo, al que consideraba el único «modo de producción» «natu-
ral», «racional» y «científico». Sus defectos debían ser imputados, no a su
esencia y organización, sino al pecado original, «la manifestación eterna
del estado de caída del hombre».

La Gran Guerra contribuyó a dividir al movimiento carlista. A lo largo


de la contienda, Vázquez de Mella fue un incondicional partidario de los
imperios centrales y, sobre todo, del kaiser Guillermo II, estimando que la
derrota de Gran Bretaña redundaría en beneficio de España, que podría
conseguir, libre de la presión inglesa, la consecución de lo que denominaba
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

«tres dogmas nacionales», es decir, la unidad peninsular, la reconquista de


Gibraltar y la reorientación de la política exterior española hacia
Hispanoamérica.

Finalizada la guerra, Don Jaime de Borbón, sucesor de Carlos  VII


desde 1909, publicó un manifiesto donde desautorizaba a los que, como
Vázquez de Mella, habían defendido posturas germanófilas. El líder tradi-
cionalista rechazó el contenido del manifiesto, abandonando el carlismo, y
fundando, junto a Pradera y otros, el Partido Tradicionalista. Ante la crisis
de la Restauración, Vázquez de Mella y sus partidarios apostaron por la
dictadura militar.

3. EL CATOLICISMO SOCIAL

El Desastre del 98 tuvo otra de sus consecuencias en el replanteamiento


de la influencia de la Iglesia católica en la sociedad española. La España de
comienzos del siglo  XX experimentó un nuevo rebrote de anticlericalismo.
La importante participación del clero católico en la propaganda de la gue-
rra contra Estados Unidos y, sobre todo, la percepción cada vez mayor de la
influencia católica en el aparato educativo, en las instituciones, en la vida
social e incluso su creciente poder económico fueron algunos de los hechos
que llevarían a ese replanteamiento del problema de la secularización.
Además, el catolicismo español hubo de enfrentarse al tema cada vez más
acuciante de la cuestión social. Caracterizó a la doctrina social católica una
concepción jerárquica de la sociedad, la rehabilitación del régimen corpo-
rativo-gremial y la concepción de la democracia no como gobierno del
pueblo sino para el pueblo. Las encíclicas papales de la época no abandona-
ron, por otra parte, el principio tradicionalista de que el pensamiento
moderno —liberalismo, socialismo, democracia, nacionalismo, etc.— era
radicalmente erróneo. En las encíclicas, uno de los pilares fundamentales
era la defensa de la propiedad privada, sancionada como de acuerdo con la
naturaleza humana. Sin embargo, frente al liberalismo abstencionista, las
encíclicas defienden un cierto intervencionismo estatal, que tiene como
complemento la doctrina de la subsidiariedad, según la cual el Estado debe
tener una función subsidiaria con respecto a las asociaciones interme-
dias —familia, gremio, iglesia, etc.—, cuyo contenido está constituido por
la ayuda —subsidium— que les aporta.
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

Estas ideas tuvieron una amplia difusión en la sociedad española, pero


la organización del catolicismo social y político fue relativamente tardía. La
posición privilegiada del catolicismo obstaculizó su movilización social y
política. Además, tanto en su nivel cultural como en su capacidad intelec-
tual reflejó una profunda mediocridad. El catolicismo español de la época
hizo hincapié en factores de religión popular, con motivos coloristas y sen-
cillos de intenso valor simbólico y acento emocional. Un catolicismo pasa-
dista, con un mensaje teológicamente magro e históricamente arcaizante.
La Iglesia católica española no se vio afectada por el modernismo, ni parti-
cipó en la renovación de la escolástica que arranca del Concilio Vaticano I.

Como respuesta al reto social y cultural, el Padre Ángel Ayala fundó


en 1909 la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, de cara a la
creación de élites de orientación y a la articulación de un movimiento uni-
tario siguiendo como norte ideológico las encíclicas papales. No menos im-
portante fue la labor católica en lo relativo a los medios de difusión de la
ideología. En ese aspecto, fueron esenciales las Campañas de Propaganda y,
sobre todo, la aparición de El Debate como portavoz de la opinión católica.
Sin embargo, en lo referente a la ideología la aportación de la Asociación
fue escasa. En todo momento, siguió las líneas generales del pensamiento
tradicionalista español que arrancaba de Balmes y de Menéndez Pelayo, al
lado de los planteamientos social-católicos perfilados en las encíclicas pa-
pales. El líder de la Asociación, Ángel Herrera Oria, personificaba la pobre-
za intelectual del catolicismo español; su pensamiento fue una reiterativa
exposición de los esquemas clásicos de la escolástica y del tradicionalismo
menendezpelayista. Doctrinalmente, Herrera era un monárquico tradicio-
nal de profundo sesgo patrimonialista y paternalista. La Monarquía se en-
contraba de acuerdo, a su juicio, con el principio de que todo poder nacía
del derecho que poseía el padre de mandar a sus hijos; y era, además, la
garantía de la unidad política y de la continuidad social. Como Menéndez
Pelayo, Herrera identificaba la nación con el catolicismo y el régimen mo-
nárquico. Su rechazo de la democracia liberal era taxativo; ya que iusnatu-
ralismo y voluntarismo jurídicos resultaban incompatibles. Su modelo
institucional era, según sus propias palabras, «una forma de democracia
orgánica que empiece a vivificar con savia del pueblo las primeras institu-
ciones de la vida pública y de las organizaciones económicas». «Las más
importantes instituciones en ese sentido, después de salvar los derechos de
la familia, son el municipio y la corporación».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La actividad de los católicos no se limitó a la creación de elites de orien-


tación, ni a los órganos de difusión ideológica; de la misma forma, intentó
configurar formas de religiosidad interclasista, a través del sindicalismo.
Sin embargo, los primeros pasos del sindicalismo confesional fueron decep-
cionantes, sobre todo en el ámbito industrial, a causa de su paternalismo y
de su directa dependencia de los patronos. Los católicos tuvieron un mayor
éxito en las zonas rurales, a través de la Confederación Católico-Agraria,
que logró integrar a los pequeños agricultores y a los grandes propietarios.

4. EL MAURISMO: LA MODERNIZACIÓN CONSERVADORA

Ante las críticas de que fue objeto el régimen de la Restauración, un sec-


tor de su clase política fue capaz de percibir el agotamiento táctico de la
vida restrictiva del canovismo. La figura más sobresaliente del reformismo
dinástico fue Antonio Maura, líder del Partido Conservador. Su proyecto
político nacía de la percepción del agotamiento del modelo canovista. La
crisis política y de legitimidad era consecuencia de que «la inmensa mayo-
ría está vuelta de espalda, no interviene para nada en la vida política». Al
socaire de este diagnóstico, Maura popularizó, asumiendo algunas de las
críticas regeneracionistas a la Restauración, el lema de la «revolución desde
arriba», consistente en reformas de carácter político, para lograr el «des-
cuaje del caciquismo» y la movilización de las «masas neutras»; lo que
pasaba por la renovación de la vida local, de los procedimientos electorales
y de la representatividad parlamentaria, que intentó plasmar en sus discuti-
das leyes de Administración Local y de Reforma Electoral.
Los graves sucesos de la «Semana Trágica» de Barcelona contribuyeron
decisivamente a su caída, sobre todo por la ejecución del pedagogo Francisco
Ferrer Guardia, que produjo una clamorosa ofensiva antimaurista en el in-
terior y en el exterior; y que contó con la solidaridad de los liberales dinás-
ticos, lo que contribuyó a romper la solidaridad del «turno». El propio
Alfonso XIII se adelantó a la dimisión de su primer ministro; un golpe
del  que nunca se repondría. Maura suscitó la admiración de Charles
Maurras, que le consideró «el enérgico sucesor de Cánovas», «el ilustre cam-
peón del regionalismo y del autoritarismo español». Los nacionalistas fran-
ceses defendieron a Maura frente a las izquierdas tras la «Semana Trágica»
y el propio Maurras justificó la ejecución de Ferrer Guardia.
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

La promoción del conservadurismo «idóneo» de Eduardo Dato, en 1913,


consumó la división de la derecha dinástica, produciendo la aparición del
maurismo como «facción» política diferenciada. El nuevo movimiento polí-
tico fue, aunque no desde el principio, la manifestación española más próxi-
ma al paradigma del nacionalismo autoritario. Con el maurismo entró en la
arena política una nueva generación: Antonio Goicoechea, José Calvo
Sotelo, José Félix de Lequerica, el conde de Vallellano, César Silió, Gabriel
Maura, etc. Desde su óptica, las reformas políticas propugnadas por Maura
iban a tener un carácter más concreto. Se trataba de un proyecto de moder-
nización conservadora, de racionalización económica y vertebración políti-
ca, cuyo objetivo era el establecimiento de las premisas sociales a partir de
las cuales se hiciera viable el desarrollo industrial controlado por las elites
tradicionales.

La elaboración de ese proyecto coincidió con el estallido de la Gran


Guerra; lo que agravó la crisis del liberalismo clásico y la emergencia de un
nuevo orden socioeconómico «corporativo», consistente en la articulación
de nuevos mecanismos de distribución del poder que favorecieran a las
fuerzas organizadas de la economía y la sociedad en detrimento de un par-
lamentarismo cada vez más debilitado. Esta nueva realidad fue claramente
percibida por los mauristas. Así, Antonio Goicoechea presentó al maurismo
como la superación del canovismo. No el liberalismo doctrinario, sino la
democracia conservadora; no el centralismo, sino el regionalismo; no el in-
dividualismo posesivo, sino el intervencionismo estatal; y, sobre todo, no el
resignado pesimismo canovista, sino la fe en «el espíritu creador y en las
inagotables energías de la raza». Y es que, a su juicio, las nuevas realidades
socioeconómicas habían superado la concepción social característica del
liberalismo; y, en consecuencia, se imponía un nuevo tipo de democracia
«conservadora» y «orgánica», síntesis de la representación corporativa e in-
dividual. La nueva política que se perfilaba en el horizonte era el ascenso
del imperialismo y del proteccionismo, del paternalismo estatal y del au-
mento del poder estatal sobre la sociedad civil. En síntesis, el tránsito del
liberalismo a la «sociocracia».

Los mauristas se erigieron en portaestandartes del nacionalismo econó-


mico. El Estado debía participar directamente en la actividad económica
garantizando el proceso industrializador en un sentido abiertamente pro-
teccionista, a partir del fomento de la iniciativa privada y del impulso a las
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

industrias nacionales; lo que implicaba igualmente la transformación del


aparato estatal, aumentando el nivel de burocratización y de las exigencias
administrativas.

Por su parte, José Calvo Sotelo abogaba por la edificación de un Estado


benefactor, organización general de retiros y pensiones, de seguros contra
el riesgo y la enfermedad. En la edificación de este Estado benefactor ten-
dría una función esencial el sindicato. El sindicalismo encerraba la doble
virtud de garantizar la descentralización de los servicios públicos y, sobre
todo, de otorgar la preeminencia a los problemas de carácter social y eco-
nómico.

Estas transformaciones no debían acarrear la pérdida de la identidad


nacional, concebida en un sentido abiertamente tradicionalista. En el dis-
curso maurista, la tradición adquiría un claro sesgo normativo; lo que era
perceptible en su idea nacional, cuya explicación se hace en referencia al
pasado. En la tradición de la Monarquía y del catolicismo se encontraba la
esencia de la Patria. De ahí la condena por antinacionales del krausismo, el
costismo, el institucionismo y el noventayochismo, productos de una intelli-
gentsia descastada y europeísta. Por ello, César Silió propugnaba una «pe-
dagogía nacional» basada en las humanidades clásicas y en el catolicismo.

El regionalismo era igualmente otro de los puntos programáticos de la


derecha maurista. Goicoechea criticaba el centralismo y los intentos del
Estado de absorber la vida local. Su regionalismo era, en cambio, adverso al
federalismo, cuyas tesis no hacían sino reproducir la concepción contrac-
tualista de Rousseau, que contemplaba la nación como un producto conven-
cional, nacido el pacto social originario. De acuerdo con la concepción or-
ganicista de la sociedad, las partes estaban en función del todo; y, por ello,
la autonomía regional no podía tener otro fundamento que la unidad nacio-
nal superior, «una unión indestructible de regiones indestructibles».

5. LOS INTELECTUALES Y EL NUEVO NACIONALISMO

La crisis del 98 generó igualmente una reacción de carácter intelectual,


muy semejante a la de otros países europeos. Lo que se ha venido a llamar
el «espíritu del 98» significó una manifestación de inconformismo por par-
te de las elites intelectuales emergentes con respecto al régimen y a la socie-
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

dad de la Restauración; y que envolvía la búsqueda un nuevo nacionalismo


español. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en Francia, esta reacción
no se identificó, en principio, con la derecha. Y es que en la sociedad fran-
cesa, desde el siglo XVIII, se produjo una transferencia del sacralidad desde
el espacio religioso hacia un nuevo medio intelectual portador de sentido.
Así, el intelectual ocupó el terreno que anteriormente correspondía al sacer-
dote; algo que en España estaba todavía lejos de ocurrir. Bajo la hegemonía
del clero, al conjunto de la derecha española los intelectuales le resultaban
sospechosos. De ahí la ulterior acusación de heterodoxia a los noventayo-
chistas. Sin embargo, no pocos de los planteamientos de estas nuevas elites
intelectuales concordaban con el nuevo conservadurismo fraguado en otras
naciones europeas, a partir de la experiencia de la crisis de la razón ilustra-
da de finales de siglo; y luego con la crisis del liberalismo posterior al esta-
llido de la Gran Guerra, en 1914.

José Martínez Ruiz, «Azorín», terminó militando en el conservadurismo


dinástico dentro de la facción acaudillada por Juan de la Cierva. Pero su
conservadurismo no era el liberal, sino que tomó a Charles Maurras y
Maurice Barrès como ejemplo. El nuevo conservadurismo habría de basar-
se, a su juicio, en la física social de Comte; su estética en el lema barresiano
de «la tierra y los muertos»; y la economía en la defensa de las estructuras
agrarias de producción. Todo lo cual era contrario a los principios liberales
de sufragio universal, parlamentarismo y juicio por jurado, que debían ser
erradicados de la vida pública.

Tras su etapa liberal-socialista, Ramiro de Maeztu evolucionó, sobre


todo tras el estallido de la Gran Guerra, y bajo la influencia del «guildismo»
británico y de escritores como Hilaire Belloc, Cecil Chesterton y Thomas
Ernest Hulme, hacia los principios católicos, tradicionales y corporativos.
Esta evolución es visible en su obra La crisis del humanismo, publicada pri-
mero en inglés y luego traducida al español. Bajo la impresión del desarro-
llo del conflicto europeo, Maeztu acusaba al relativismo y al subjetivismo
característico tanto del humanismo como del romanticismo de ser la causa
de aquella catástrofe. En el Renacimiento, apareció un nuevo tipo de hom-
bre, seguro de su individualidad y cada vez más alejado de la trascendencia;
libre de frenos, la ética se antropormizó, relativizándose. El hombre se con-
virtió en esclavo de sus propias pasiones. Y en este relativismo ético se en-
contraba la raíz de los dos errores característicos de la modernidad: el libe-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ralismo y el socialismo estatista. El liberalismo tenía como sustrato el


individualismo atomista, que no contemplaba otra fuente de certeza que el
individuo aislado, sobre el cual resultaba imposible fundamentar una socie-
dad bien organizada. De igual forma, el socialismo, a pesar de sus diferen-
cias ideológicas con el liberalismo, tenía su raíz última en el relativismo
subjetivista, sustituyendo la arbitrariedad del individuo por la del Estado,
error en el que habían incurrido Hegel y el conjunto de la intelectualidad
alemana. El proyecto socialista convertía al Estado en el único propietario
de los medios de producción, que, de esta forma, asumía las funciones de
juez y parte en su relación con la sociedad civil, encarnado en una burocra-
cia despótica. Frente a todo ello, Maeztu propugnaba la superación del rela-
tivismo mediante el retorno al principio de «objetividad de las cosas», es
decir, la defensa de los valores eternos, que se encuentran por encima de la
subjetividad humana, como la Verdad, la Justicia, el Amor y el Poder, cuya
unidad se encarna en Dios. Desde tal óptica, el hombre ha de servir, no a su
particular subjetividad, sino a esos valores superiores. Sobre la base de esa
moral objetiva, era posible edificar una teoría objetiva de la sociedad.
Maeztu se servía para ello de las aportaciones de León Duguit, en cuánto
éste negaba en su obra la noción de derecho subjetivo individual y admitía
los derechos objetivos nacidos de la función de cada uno en el conjunto so-
cial. La organización de la sociedad en torno al principio de «función» pues-
to al servicio de los valores objetivos conduce a una estructura social corpo-
rativa. El conflicto entre autoridad y libertad, individuo y sociedad es
superado mediante la restauración de los gremios, que servirían de correc-
ción tanto al individualismo anárquico como al estatismo de los socialistas.
La razón de ser de los gremios era la de la existencia de una pluralidad de
clases sociales y de sus respectivos intereses. El principio funcional com-
prende todas las actividades del hombre y sanciona cada una de ellas con
los derechos correspondientes a esa «función». En el reparto de funciones y
competencias se encuentra la garantía de las libertades reales, concretas.
Maeztu se inclinaba, a ese respecto, por la tesis «pluralista» frente al princi-
pio de soberanía estatal. Conceptos tales como «voluntad general» defendi-
do por Rousseau o «Estado» defendido por Hegel carecían de contenido
real. Antes al contrario, la sociedad ofrecía el espectáculo de multitud de
grupos sociales y corporaciones, dueños cada uno de su propia esfera y ser-
vidores de sus propios fines y funciones.
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

Otro intelectual afín al nacionalismo conservador fue José María


Salaverría, un auténtico outsider en la derecha española por su agnosticismo
religioso. Admirador de Nietzsche, de Schopenhauer y de Maurras, Salaverría
propugnaba un nacionalismo español dinámico y laico, frente a los naciona-
lismos periféricos y a la ofensiva del movimiento obrero. El nacionalismo
salaverriano se distinguía por su escaso apego a la Iglesia. Tenía por base la
historia y las figuras carismáticas que habían forjado España; pero la tradi-
ción invocada no era la católica. Exaltaba a los conquistadores españoles de
América, como Cortés y Pizarro, en un sentido heroico, vital, individual, tan
próximo a Carlyle como a Nietzsche; y no a los evangelizadores del indio.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Enrique Gil Robles ante el fenómeno oligárquico-caciquil

«La oligarquía presente es una burguesocracia en que todas las capas


de la clase media se han constituido en empresa mercantil e industrial para
la explotación de una mina: el pueblo, el país; es una tiranía y un despotis-
mo de clase en contra y en perjuicio, no de las otras, porque ya no las hay,
sino de toda la masa inorgánica, desagregada y atomística que aún sigue
llamándose nación.»

(Enrique Gil Robles, Contestación a la Encuesta Oligarquía y caciquismo,


de Joaquín Costa, 1902)

2. Enrique Gil Robles define su concepto de «democracia cristiana»

«Llamamos, pues, democracia al total estado jurídico del pueblo, es de-


cir, a la garantía y al goce de todos los derechos privados, públicos y políti-
cos que corresponde a la clase popular, la cual si no es soberana, es tam-
bién imperante y gobernante en proporción a su valor y fuerzas sociales.
Esencial condición y medio de mantenerlos y hacerlos efectivos es el gre-
mio, o sea, la asociación permanente de los populares para todos los fines e
intereses legítimos de clase en corporaciones formadas por los industriales
de un mismo análogo oficio.»

(Enrique Gil Robles, Tratado de Derecho Político según los principios de la Filosofía
y el Derecho Público Cristianos, 1899)
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

3. Juan Vázquez de Mella define su concepto de «soberanía social»

«La soberanía social es la jerarquía de personas colectivas, de poderes


organizados, de clases, que suben desde la familia, que es su manantial
hasta la soberanía, que llamo política, concretada en el Estado, que deben
auxiliar, pero también contener.»

(Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Parque de la Salud, de Barcelona, 17-V-1903)

4. La sociedad según Juan Vázquez de Mella

«Entre el Estado nacional y ello hay una jerarquía intermedia de socie-


dades que han precedido como causas al Estado, que es su efecto. Antes le
precedió la familia, y con las necesidades múltiples de la familia el munici-
pio, y en las hermandades de comarcas, la región, que por punto general
fue el Estado; y ahora él, el último que llega, quiere crear los anillos ante-
riores, sin los cuales él no existiría. Es la cúpula y la techumbre social, y
dice que él tiene derecho a hacer los muros y los cimientos del edificio,
cuando claro es que, si los muros y los cimientos no preexistieran, la cúpula
y la techumbre estarían en el aire; lo cual quiere decir que el Estado estaría
en el suelo, como los escombros.»

(Juan Vázquez de Mella, Obras Completas. Tomo VIII)

5. Víctor Pradera critica los fundamentos ideológicos del nacionalismo vasco

«Las sociedades nacen de la combinación del carácter sociable de la


naturaleza humana, con hechos que determinan la eficacia de la acción de
la autoridad en un cierto número de familias, que podían ser de la misma o
de diferente raza (…) La raza es una realidad que no constituye una dife-
rencia de humanidad, sus notas no arrancan de la esencia humana, sino
que son añadidos al hombre por efecto de influencia exteriores.»

(Víctor Pradera, Regionalismo y nacionalismo. Madrid, 1917)

6. Víctor Pradera define la realidad española

«España, en substancia, nunca se ha podido llamar reino, ni lo ha sido


jamás. España ha sido un Imperio. El Rey de España tenía este título, pero
este título era el que le daba la soberanía absoluta; más al lado de este título
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

ponía otro que hoy aparece todavía como un resto que parece muerto, pero
que está dormido (…): Rey de Guipúzcoa, Rey de Navarra, Rey de Castilla,
Rey de Andalucía, y Señor de Navarra, y Conde de Barcelona (…) España es
una suma de pueblos; esto es, en España no hay más que una Patria y un
solo Estado, al cual pertenecen todas las personalidades que se llaman
Castilla y León, Aragón y Navarra y Cataluña (…) Hay que decir que era
una confederación nacional que era una Patria, la Patria de todos.»

(Víctor Pradera, El misterio de los Fueros Vascos. Madrid, 1918)

8. Antonio Gocoicoechea define el maurismo como antítesis del canovismo

«El canovismo y el maurismo son, indudablemente, cosas diversas,


como correspondientes que son a diversos períodos históricos. Cánovas era
doctrinario y nosotros somos demócratas: Cánovas era centralista y noso-
tros somos partidarios de la autonomía local; Cánovas era, a despecho de
sus amores al cristianismo práctico de Bismarck, un individualista conven-
cido, nosotros venimos a la vida pública respirando un ambiente social de
protección ilimitada al débil; Cánovas era un pesimista resignado, nosotros
somos optimistas, porque tenemos fe en el espíritu creador y en las inago-
tables energías de la raza.»

(Antonio Goicoechea, Hacia la democracia conservadora. Madrid, 1914)

9. José Calvo Sotelo critica el liberalismo económico

«El liberalismo cree dar plena libertad al obrero, ¡en realidad se la arre-
bata! Y se le arrebata porque le priva de toda defensa al prohibirle su aso-
ciación profesional como algo pecaminoso y hasta criminal (…) Esa es la
obra del liberalismo. Con el «laissez faire laissez passer» promueve una
brutal libre concurrencia; un strugle for life, en que los débiles perecen bajo
los zapatos de los fuertes.»

(José Calvo Sotelo, El proletariado ante el socialismo y el maurismo. Madrid, 1915)

10. «Azorín» y el nuevo conservadurismo

«Gobierno parlamentario es gobierno de incoherencia. No se podrá ha-


cer obra duradera en un país de parlamentarismo. Lo que haga de fecundo
y de bienhechor un Gobierno lo destruirá otro. Los Gobiernos serán pandi-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

llas de políticos profesionales. Sólo una fuerte dirección suprema que neu-
tralizara en lo posible, si no anulara, los efectos del régimen, podía hacer
que un país parlamentario progresara (…) El sufragio universal es una su-
perstición, como lo es el jurado.»

(«Azorín», Un discurso de La Cierva. Madrid, 1914)

11. El régimen social-católico según Ángel Herrera Oria

«Se debe desechar el principio de sufragio universal y la llamada demo-


cracia inorgánica (…) Ha de defenderse una forma de democracia orgánica
que empiece a vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la
vida pública y de las organizaciones económicas. Las más importantes ins-
tituciones en ese sentido, después de salvar el derecho de la familia, son el
municipio y la corporación.»

Conferencia en la ACNP
(Ángel Herrera Oria, 1930)

12. Ramiro de Maeztu critica el Renacimiento

«El hombre del Renacimiento ha perdido el freno espiritual porque no


se siente pecador. Es el hombre de Shakespeare: Otelo, Macbeth, Falstaff,
Romeo, Hamlet. Nada le detiene. Es una ley para sí mismo, para usar la
feliz palabra de San Pablo. Precisamente porque no cree más que en sí
mismo, está a punto de cesar de ser hombre; no es sino un esclavo de sus
propias pasiones.»

(Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Barcelona, 1919)

13. El liberalismo según Ramiro de Maeztu

«El error fundamental del liberalismo individualista consiste en consi-


derar el individuo aislado como el origen de todo bien y como el bien supre-
mo (…) Querer construir la sociedad, no sobre solidaridades positivas, sino
sobre barreras que impidan la coacción de unos individuos por otros, es
como querer fundar el matrimonio no en el sacramento, ni en el amor, ni en
el hogar, ni en la futura familia, ni siquiera en obligaciones mutuas, sino
sencillamente en el sentido de profesarse respeto inviolable a la personali-
dad, de conservar cada uno de los cónyuges su vivencia particular, sus me-
LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN

dios de fortuna y sus costumbres de soltería, de no hacer preguntas indis-


cretas, de no sentirse obligados el uno al otro y de no tener nada en común.»

(Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Madrid, 1919)

14. El socialismo según Ramiro de Maeztu

«Es evidente que el socialismo de Estado abolirá también la riqueza del


rico cuando establezca la propiedad en común de los instrumentos de pro-
ducción, distribución y cambio, confiriendo al Estado su propiedad y admi-
nistración. Lo que no habrá abolido es el poder ilimitado de los poderosos.
El Estado socialista no será, en efecto, un ente de razón, sino un gobierno,
un poder ejecutivo, una burocracia, y los hombres asumirán el poder que
ahora ejercen los capitalistas, serán hombres de carne y hueso, constitui-
dos en clase gobernante.»

(Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Madrid, 1919)

15. José María Salaverría ante el socialismo

«El obrerismo actual no admite esa leyes naturales; protesta contra


todo abuso de la biología, y quiere dar al mundo el sentido de la igualdad
absoluta que los dioses no acordaron crear desde el principio.»

(José María Salaverría, En la vorágine. Madrid, 1919)

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TEMA 15
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

Pedro Carlos González Cuevas

A diferencia de Italia, la crisis del sistema liberal en España no condujo


a la constitución de un movimiento antiliberal unitario. Las distintas fuer-
zas autoritarias —tradicionalismo, maurismo y social-catolicismo— care-
cieron de cohesión y de liderazgo; lo cual abrió el camino a la intervención
del Ejército y luego a la instauración de una dictadura de carácter militar.
En ese sentido, la Dictadura de Primo de Rivera se configuró como un in-
tento de encauzar la crisis del sistema liberal a través del corporativismo, el
dirigismo económico, la política de obras públicas y el nacionalismo con-
servador.

1. LA DICTADURA PRIMORRIVERISTA COMO PROYECTO POLÍTICO

1.1 El tradicionalismo ideológico de la Unión Patriótica

El advenimiento de la Dictadura tuvo importantes consecuencias tanto


en el plano social como en el económico y político, a corto, medio y largo
plazo. Por de pronto, supuso un profundo corte en la trayectoria del libera-
lismo español. Sin dudarlo, Primo de Rivera suspendió la Constitución
de 1876, el pluralismo partidario, la libertad de prensa; estableció la censu-
ra previa y un Directorio militar. Y, lo que es más significativo, el conjunto
de la sociedad no se manifestó en su contra. De la misma forma, la llegada
de la Dictadura supuso el ascenso de nuevas elites políticas derechistas for-
madas en el regeneracionismo, el catolicismo social, el maurismo y el tradi-
cionalismo, en cuyo horizonte mental sobresalía el rechazo de la tradición
liberal. Unas elites inclinadas al respeto de la disciplina, la debilidad por la
conducción autoritaria de las masas; y que soñaba con una sociedad regi-
mentada, por lo cual se mostraba tan sensible al encanto de los experimen-
tos corporativos y dirigistas.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La Dictadura fue un sistema político personal y apenas institucionaliza-


do; por lo cual, resultó inseparable de la personalidad de Miguel Primo de
Rivera. Marqués de Estella, miembro de la aristocracia militar, antiguo mi-
litante del Partido Conservador, su mundo se configuró en torno a los cuar-
teles y los círculos de la alta sociedad madrileña y andaluza. Primo de
Rivera careció de inquietudes de tipo cultural e intelectual. Su mentalidad
fue una curiosa amalgama de espíritu militar, arbitrismo regeneracionista,
nacionalismo conservador y tradicionalismo aristocratizante. En su menta-
lidad subyacía una perspectiva fundamentalmente antipolítica, que intenta-
ba suplantar los conceptos políticos por categorías morales. Como señaló
en su célebre manifiesto de septiembre de 1923, no quedaba a los auténticos
patriotas otra salida que liberar a España de «los profesionales de la políti-
ca»; y es que la política no era otra cosa que una «entelequia y un enredo».
Miembro del Centro de Acción Nobiliaria, destacaba en sus escritos el pa-
ternalismo social característico del estamento a que pertenecía. Primo de
Rivera se mostraba partidario de una política de «nivelación social», «sin
populachería, doctrinarismos, ni espíritu de desquite», «con espíritu cris-
tiano y democrático, pero con disciplina».

Lejos de pretender dejar cuanto antes el poder, Primo de Rivera quiso,


desde el principio, dar continuidad a su política más allá del transitorio
Directorio Militar. Fundó la Unión Patriótica, que, fruto en un principio de
los proyectos políticos de Ángel Herrera Oria y de los propagandistas cató-
licos, pretendió ser algo semejante a un partido político moderno; y el
Somatén se extendió por toda España. En su desarrollo, la Dictadura de
Primo de Rivera reflejó las contradicciones e insuficiencias de un poder
político excepcional, que, nacido en un principio como meramente «comi-
sario», intentó posteriormente convertirse en una dictadura auténticamente
«soberana», es decir, «constituyente».

Primo de Rivera tuvo siempre dificultades a la hora de dar una visión


clara de lo que era —o debía ser— la Unión Patriótica. El Dictador la defi-
nió, en alguna ocasión, con inepcias tales como «asociación de hombres de
buena fe» o «liga de ciudadanos para un fin concreto». Más claro pareció
ser su propósito de recoger la herencia no sólo del regeneracionismo costis-
ta, sino del conjunto de la derecha antiliberal, tradicionalista, social-católi-
ca y maurista. A su entender, la Unión Patriótica habría de convertirse en
«la nueva forma derechista conservadora».
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

En torno al diario La Nación y la revista Unión Patriótica se gestó una


especie de equipo intelectual, en el que destacaron José María Pemán, José
Pemartín, Vicente Gay, Manuel Bueno, Wenceslao González Oliveros,
Eduardo Aunós, José Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, etc.

Finalmente, el ideario primorriverista se decantó por una suerte de «tra-


dicionalismo ideológico», en el sentido que define este término el sociólogo
Gino Germani, es decir, un proyecto político que surge en sociedades que, a
través de un proceso de rápidos cambios, están pasando por una etapa de
democratización fundamental; y cuyo objetivo no es el rechazo liso y llano
del desarrollo económico y la modernización, sino la aceptación parcial de
los mismos y el intento de limitar sus efectos socioculturales tan sólo a la
esfera técnico-económica. En ese sentido, la situación social y política ideal
consistía en una sociedad que mientras puede valerse de una estructura
capitalista más o menos desarrollada, mantiene todo el resto de la sociedad
en las instituciones tradicionales: familia, Monarquía, Iglesia, educación y
estratificación social.

El punto de partida del ideario político de la Unión Patriótica fue la con-


cepción del hecho nacional español dotado de una «constitución interna»
dentro de la cual los valores histórico-institucionales y religiosos adquirían
una dimensión normativa. Decir nación española equivalía, según José
María Pemán, a Monarquía y Catolicismo, «las dos máximas realidades es-
pañolas». La nación engloba el conjunto social concebido de forma preesta-
tal, como un orden de asociaciones, clases y gremios, que se comprende
desde una óptica general organicista y jerárquica, regida, en el fondo, por
una lógica teológico-política.

A ese respecto, los ideólogos de Primo de Rivera ignoraron por completo


las innovaciones políticas características del fascismo italiano. Mientras
Mussolini defendía los principios del totalitarismo —«Todo en el Estado,
nada contra el Estado»—, Primo de Rivera siguió anclado en los principios
tradicionales de «Patria, Religión y Monarquía». En concreto, José María
Pemán acusó al fascismo italiano de defender un «estatismo dogmático»,
imposible de transplantar a una sociedad como la española.

No obstante, este tradicionalismo ideológico pretendió compaginarse


con una política regeneracionista y de modernización económica. El recur-
so a la «tradición» no significaba el rechazo del desarrollo económico, sino,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

como ya adelantamos, la aceptación parcial del mismo. En ese sentido, José


Pemartín abundaba no sólo en cifras y estadísticas relativas a la eficacia
económica de la Dictadura, sino en cantos líricos al «brillo plateado de pan-
tanos y embalses». En ese sentido, en los planteamientos primorriveristas
subyacía una concepción «conservadora-burocrática» de la gestión del
Estado, cuyo sentido último era reducir la actividad política al mínimo ne-
cesario, subordinándola a la actividad administrativa y al desarrollo econó-
mico. En palabras de Wenceslao González Oliveros, «anteponer la gestión
económica y estimular la producción nacional».
Lo cual es igualmente perceptible en la producción intelectual de Ramiro
de Maeztu a lo largo del período primorriverista. Tras su colaboración en el
diario El Sol, el escritor vasco dio su apoyo a la Dictadura, afiliándose a la
Unión Patriótica y colaborando en La Nación. En aquellos momentos,
Maeztu consideraba al Ejército como la única fuerza vertebradora de la so-
ciedad española. En su obra Don Quijote, Don Juan y la Celestina, teorizó
sobre su nuevo ideal político. Se trataba de un estudio sobre las tres figuras
literarias, en la que Don Quijote aparece como la encarnación del Amor;
Don Juan, del Poder; y la Celestina, del Saber o la Verdad. En definitiva,
representan la versión española de los atributos divinos que Maeztu había
establecido en La crisis del humanismo. A partir de este análisis, Maeztu
buscaba la época histórica en que España encontró la síntesis de estos atri-
butos; y fijó su interés en el Siglo de Oro, que, con su arte, su arquitectura,
su literatura y su política, reflejaba «una voluntad de idea y de creencia que
sobrepone a la realidad a la evidencia de los sentidos y al natural discurso».
Los sujetos sociales de este proyecto sobrehumano habían sido el hidalgo y
el sacerdote. No obstante, Maeztu consideraba que aquella época adoleció
de «menosprecio de las cosas temporales». La solución, en ese sentido, no
era otra que la síntesis del ideal mundano y del ultramundano, de tradición
y modernidad, es decir, la canalización progreso material y económico, a
través de un ideal nacional basado en los principios católicos. Algo que teo-
rizará con su discutida tesis del «sentido reverencial del dinero», un intento
de compatibilizar el catolicismo tradicional con el liberalismo económico.
La Dictadura se configuró como una variante de los regímenes militar-
burocráticos, donde los altos cuerpos del Ministerio de Hacienda, y en par-
ticular los de Abogados del Estado, disfrutaron de una amplia influencia y
autonomía, algo que permitió introducir un cierto aire mangerial en el seno
del Estado.
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

La trayectoria de la Dictadura puede dividirse en dos grandes períodos:


el Directorio Militar y el Directorio Civil.

1.2 El Directorio Militar: la reforma de la administración

Sin embargo, lo más significativo del período bajo la hegemonía del


Directorio Militar fueron las transformaciones de la estructura del Estado,
a través de los estatutos municipal y provincial de 1924 y 1925. Obsesionado
con el caciquismo, Primo de Rivera hizo suya la tesis conservadora de refor-
mar el régimen local, y así eliminar de una vez por todas la lacra caciquil.
Para llevar a cabo tales reformas, el Dictador recurrió a José Calvo Sotelo,
quien había recibido positivamente, desde el principio, el advenimiento de
la Dictadura. Primo de Rivera le ofreció el cargo de Director General de
Administración Local, que éste aceptó. Su proyecto de Estatuto Municipal
pretendió seguir los planteamientos anteriormente defendidos por Antonio
Maura.

Calvo Sotelo contó a la hora de llevar a cabo la reforma con mauristas y


social-católicos como José María Gil Robles, el conde de Vallellano, Luis
Jordana de Pozas y su hermano Leopoldo. El proyecto quedó ultimado en
un mes y medio. Fue presentado y debatido en tres sesiones. Resultaron
desestimadas propuestas como la de conceder el derecho al voto a las muje-
res; solo lo consiguieron las españolas mayores de veintitrés años, no suje-
tas a la patria potestad, autoridad marital, etc. Tampoco prosperó el dere-
cho electoral pasivo a los sacerdotes, o la municipalización de las finanzas
y del inquilinato. Prosperó, en cambio, la propuesta de que los maestros
fuesen habilitados para desempeñar cargos de alcalde y concejal, de igual
modo que las mujeres y los parlamentarios.

El Estatuto Municipal constaba de 585 artículos más una disposición


adicional y 28 transitorias. En su preámbulo se establecía que el Municipio
no era hijo ideal del legislador; era «un hecho social de convivencia anterior
al Estado y anterior también, y además superior a la ley». Tomando este con-
cepto como punto de partida, el Estatuto no discriminó la mayor o menor
concentración de ciudadanos. Igualmente, quedó admitida la personalidad
municipal de los anejos y entidades locales menores y tanto estos como los
municipios tendrían plena capacidad jurídica. El Estatuto derogó definiti-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

vamente la legislación desamortizadora, que afectaba a los municipios y en-


tidades locales menores. Se estableció la representación corporativa para los
ayuntamientos. El alcalde representaba al gobierno y dirigía la
Administración. Su elección sería entre los concejales o por los electores con
capacidad parta ser concejales; lo que suponía la ruptura con la vieja cos-
tumbre de nombramiento de alcaldes de real orden. Se ampliaba el régimen
de incompatibilidades; se eliminaban las suspensiones y nombramientos de
carácter gubernativo, por lo que era preceptiva la decisión de la Audiencia
Provincial para suspender en su ejercicio a los concejales. Los acuerdos de
los Ayuntamientos no podían ser revocados por ninguna autoridad guberna-
tiva, sino exclusivamente por la judicial; y los recursos eran gratuitos. Se
atribuían numerosas competencias a los ayuntamientos en ferrocarriles, su-
burbanos, obras de ensanche, urbanización, saneamientos, etc. Reconoció
igualmente la municipalización de servicios con carácter de monopolio. Se
creó el Cuerpo de Secretarios de Ayuntamiento y el Cuerpo de Interventores
de la Administración Local. Sobre la Hacienda Municipal prosperó el crite-
rio de aumentar los ingresos de los ayuntamientos. De igual forma, sustrajo
el intervencionismo de los gobernadores civiles en la vida financiera y muni-
cipal a favor de los Delegados de Hacienda, pasando las reclamaciones de los
contribuyentes a la jurisdicción de los Tribunales económico-administrati-
vos provinciales. La regulación de los presupuestos extraordinarios fue la
ocasión aprovechada para encubrir el déficit de los ordinarios. El recurso al
crédito público fue otra novedad aportada por el Estatuto. El instrumento
para lograr el adecuado desarrollo crediticio fue el Banco de Crédito Local.

Una vez en vigor, el Estatuto Municipal, se redactó el Provincial, comple-


tándose la reforma del régimen local en España. El Estatuto incidía en la
tendencia descentralizadora, limitando los poderes de los gobernadores ci-
viles, cuyas funciones se redefinían, que ya no presidirían las diputaciones,
ni tendría voto en las mismas; tampoco podrían suspender sus acuerdos,
salvo en el caso de infracción manifiesta de las leyes o destituir a sus miem-
bros. Los acuerdos de las diputaciones y los ceses de sus componentes tan
sólo podrían ser determinados por los tribunales. Las atribuciones que se
les concedían iban desde la construcción de ferrocarriles, al tendido de lí-
neas telegráficas, pasando por la Beneficencia, la Sanidad, la Cultura, etc.
Por lo que se refiere a su composición, se establecía que la mitad de los di-
putados serían de elección directa, y la otra mitad nombrados por los con-
cejales de los diversos ayuntamientos. Los primeros formarían la comisión
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

provincial. El mandato de los diputados de elección directa sería por seis


años. En las elecciones se mantenía el voto de las mujeres. Y se convertía a
la provincia en una circunscripción única, con el propósito de luchar contra
el caciquismo. Para hacer frente a los gastos que suponían las nuevas com-
petencias, el Estado asignaba a las diputaciones recursos no inferiores a los
que hasta entonces habían asignado a las tareas delegadas, al tiempo que se
configuraba un sistema de tributos locales basados fundamentalmente en
el recargo de contribuciones estatales.

Según la mayoría de los estudios sobre el tema, ambos estatutos reafir-


maron, en la práctica, el control de los gobernadores civiles, como portavo-
ces del poder central, sobre todo en la Administración Local. La decisión
última de los nombramientos y destituciones de los ayuntamientos y dipu-
taciones quedó en sus manos, siendo los hombres de la Unión Patriótica los
que ocuparon ese espacio de poder. Sin embargo, se mantuvieron los pre-
ceptos que afectaban a la racionalización económica y administrativa de los
municipios, y a su eficacia y limpieza gestoras, con mayor vigilancia de las
corruptelas de la vida local, Los Estatutos de Calvo Sotelo lograron regular
las haciendas locales españolas, fijando una estructura de los presupuestos
municipales y provinciales que se mantuvo a lo largo de varios años. Los
gastos municipales aumentaron hasta el 15,8% frente a un 16,9% de los in-
gresos. Las burocracias locales salieron reforzadas, hasta el punto de que la
principal partida de gasto municipal a partir de entonces estuvo constituida
por los gastos en Administración (46,3% en 1926). La imposición municipal
también mejoró ostensiblemente.

1.3 El Directorio Civil: la reforma social y económica

A finales de 1925, el Directorio Militar dio paso al Directorio Civil, reclu-


tado entre mauristas, social-católicos, técnicos y militares. Sus miembros
más representativos fueron José Calvo Sotelo, en Hacienda; y Eduardo
Aunós, en Trabajo.

Los años de la Dictadura fueron cruciales en el proceso de la formación


de la sociedad capitalista española. Sus dirigentes se erigieron en acérrimos
defensores del nacionalismo económico. Como habían defendido sobre todo
los mauristas, el Estado debía participar directamente en la actividad eco-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nómica, garantizando el proceso industrializador en un sentido abier-


tamente proteccionista, mediante el fomento de la iniciativa privada y el
impulso a las industrias nacionales; lo que implicaba igualmente la trans-
formación del aparato estatal, aumentando el nivel de burocratización y de
sus exigencias administrativas. A ese respecto, fue muy significativo la crea-
ción en marzo de 1924 del Consejo de Economía Nacional, que «reunirá
todas las funciones referentes a la formación de los aranceles y aduanas,
defensa de la producción y gestión, y negociación de convenios comerciales,
que se encuentran actualmente repartidos en los distintos departamentos
ministeriales». Su política económica se caracterizó, pues, por el naciona-
lismo económico, el intervencionismo estatal, las prácticas de monopolio, el
apoyo al poder financiero, los ensayos de nuevas fórmulas de fomento de la
producción y de distribución de la renta; ordenación corporativa, nuevas
entidades crediticias, retoques al sistema tributario, etc. En la Dictadura, el
poder estatal no se limitó ya a mantener, mediante la fuerza coactiva, un
orden establecido y legitimado de relaciones de producción, sino que entró
en la fase activa de cooperar mediante inversiones, subvenciones, ayudas
administrativas, grandes pedidos con las grandes industrias y los servicios
claves. De esta forma, el poder revistió un matiz social de formas más pre-
cisa que cuando constituía un mero defensor de la propiedad.
Al frente del Ministerio de Hacienda, José Calvo Sotelo inició una discu-
tida gestión que duró cuatro años. El antiguo maurista propugnó una polí-
tica de reformismo audaz, que chocó, en más de una ocasión, con los inte-
reses de los sectores económicamente hegemónicos. A juicio de Calvo
Sotelo, la corrección por parte del Estado de los efectos disfuncionales de la
sociedad capitalista competitiva, no sólo era una exigencia de justicia so-
cial, sino igualmente una necesidad política. Sus proyectos de reforma tri-
butaria y sus medidas contra el fraude fracasaron ante la oposición de las
clases altas. Triunfó, en cambio, su empeño de creación del monopolio de
petróleos, la CAMPSA, encaminado al afianzamiento de la vía nacionalista
del capitalismo español.
El proceso de nacionalización e intervención económica exigía la creación
de nuevos mecanismos institucionales de distribución del poder social que
implicaban un desplazamiento a favor de las fuerzas organizadas de la econo-
mía y de la sociedad. Y a ello fueron encaminados los intentos de edificación
del sistema corporativo de la Dictadura. El 26 de noviembre de 1926 se esta-
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

bleció la Organización Corporativa Nacional, cuyo principal objetivo era que


los distintos elementos sociales «se articulen y colaboren», «conseguir su con-
centración y convergencia en un esfuerzo general para el progreso, para la
justicia…». Como ministro de Trabajo, correspondió a Eduardo Aunós Pérez
la plasmación de aquel proyecto. Antiguo militante de la Lliga Regionalista y
exsecretario de Francecs Cambó, luego miembro de la anticatalanista Unión
Monárquica Nacional, Aunós era un hombre formado en las corrientes so-
cial-católicas, organicistas y tradicionalistas. Desde su juventud, fue lector de
La Tour du Pin; y luego, durante sus estudios de Derecho en El Escorial, se
familiarizó con Le Play, Ketteler y otros representantes del corporativismo
católico. En ese sentido, Aunós siempre se mostró receloso y crítico respecto
del corporativismo fascista, al que frecuentemente acusó por estar monopoli-
zado por el partido único y, sobre todo, por su «exagerado estatismo».

En realidad, el corporativismo primorriverista se mostró mucho más


afín a la vertiente social que a la estatista. La organización corporativa es-
pañola tuvo por eje el comité paritario sobre cuyos mecanismos de arbitraje
y conciliación se establecía la corporación obligatoria, supeditada al Estado
como «órgano de derecho público», que ejercía sus funciones por delega-
ción estatal. De esta forma, se creó una institución de conciliación y arbitra-
je obligatorios, que pretendía coordinar todos los comités paritarios locales
y que funcionaba como un cuerpo profesional del Estado. La corporación
no era una agrupación sindical, pero necesitaba a los sindicatos para su
funcionamiento. A ese respecto, el sistema español seguía el modelo social-
católico basado en el «sindicalismo libre en la corporación obligatoria». A
diferencia del sistema fascista, por entonces en proceso de edificación, el
modelo primorriverista careció de la presencia fundamental del partido
único y de la Magistratura de Trabajo, al igual que del Consejo de
Corporaciones. Por otra parte, Aunós buscó la colaboración de los socialis-
tas de la UGT, intentando convertir ese sindicato en un órgano de gestión y
colaboración de clases. Algo que fue muy discutido y criticado por las orga-
nizaciones sindicalistas católicas, que lo interpretaron como una peligrosa
concesión a los socialistas. Y lo mismo ocurrió con el conjunto de las clases
conservadoras, que comenzaron a ver en el intervencionismo primorriveris-
ta una amenaza para sus intereses más inmediatos.

Junto a las reformas socioeconómicas, la nacionalización de las masas


españolas. Uno de los primeros decretos del Directorio militar fue el de po-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ner en práctica una serie de medidas para la represión del «separatismo»,


en septiembre de 1923. En el texto, se establecía que serían juzgados por
Tribunales militares «los delitos contra la seguridad y unidad de la Patria y
cuanto tienda a disgregarla, restarle fortaleza y rebajar su concepto, ya sea
por medio de la palabra o por escrito». No se podría «izar ni ostentar otra
bandera que la nacional en buques, edificios, sean del Estado, de la provin-
cia o Municipios, ni en lugar alguno». Las penas oscilaban entre seis meses
de arresto y multas de quinientas o cinco mil pesetas.

La ofensiva primorriverista se centró sobre todo en el nacionalismo ca-


talán, prohibiéndose izar la Senyera, cantar «Els Segadors» o usar el cata-
lán en las comunicaciones oficiales, al tiempo que se castellanizaban los
nombres de las calles y los pueblos. Igualmente, se estableció la obligación
de publicar solo en castellano los anuncios de las obras teatrales, limitándo-
se los bailes de la sardana, etc. En octubre de  1923, una circular de la
Dirección General de Enseñanza dirigida a los inspectores declaró la edu-
cación exclusiva en castellano, y en febrero de 1924 exigió a los inspectores
el control ideológico y lingüístico de las escuelas privadas.

Primo de Rivera disolvió el 12 de enero de 1924 las diputaciones pro-


vinciales, salvo en las provincias vascas. Esta decisión supuso una vir-
tual disolución de la Mancomunidad de Cataluña. Sin embargo, el anti-
catalanismo primorrevirista chocó con la Iglesia católica, ya que la
prohibición del uso del catalán en lugares públicos afectó a la liturgia; y
puso al clero en primera línea de la defensa de la lengua vernácula y de
la autonomía cultural. Esta política anticatalanista fue muy criticada
por los tradicionalistas Víctor Pradera y Juan Vázquez de Mella, que fa-
lleció en 1928.

Coherentemente, la Dictadura contempló a la escuela como el principal


vehículo de socialización y nacionalización. A lo largo del período primorri-
verista, La enseñanza estatal experimentó una expansión extraordinaria.
Entre 1924 y 1929, el número de escuelas primarias aumentó un 23%; as-
cendió igualmente el número de profesores. La enseñanza media aumentó
un 20%. El crecimiento de la enseñanza superior fue notable: el alumnado
universitario aumentó un 7% anual en el curso 1925-1926; pero en los si-
guientes el crecimiento fue de un 20%.
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

En agosto de 1926, se puso en marcha la reforma del bachillerato, que


incluyó la implantación de un texto único, medida que dividió al clero. Para
un sector de éste, constituía una ventaja económica para la familia; para
otro, una imposición estatal intolerable. De todas formas, Primo de Rivera,
de acuerdo con el ideario de «Patria, Religión y Monarquía», aumentó la
influencia del clero en el aparato educativo. Se destituyó a maestros e ins-
pectores librepensadores y se dieron órdenes para hacer obligatoria la asis-
tencia a misa de profesores y alumnos. Miembro de la ACNP y catedrático
de Derecho Natural en la Universidad de Valladolid, Eduardo Callejo, mi-
nistro de Instrucción Pública, puso énfasis en la educación tecnocientífica;
en la Historia de España, estudiada y difundida desde una óptica tradicio-
nalista; y que declaraba obligatoria la asignatura de Religión en los estudios
secundarios. En noviembre de 1927, Callejo presentó un proyecto para la
Reforma de los Estudios Universitarios, cuyo punto más polémico fue su
artículo 53, donde se reconocía la concesión de títulos a las universidades
confesionales, como la de los Agustinos de El Escorial y la de los Jesuitas de
Deusto; algo que provocó un amplio rechazo en el profesorado universitario
y graves revueltas estudiantiles.

Como vehículo de nacionalización, se utilizaron un conjunto de fiestas


patrióticas: el aniversario del golpe de Estado, el Día de la Raza, la Fiesta
del Árbol, ceremonias de bendición de la bandera del Somatén. En muchos
casos, los sacerdotes de la localidad ofrecían una misa en la que bendecían
la bandera nacional, mientras que los alumnos cantaban himnos patrióti-
cos. Se creó la Fiesta del Libro en febrero de 1926 para conmemorar el na-
cimiento de Cervantes cada 7 de octubre. Tuvieron lugar desfiles militares o
de los somatenes locales, discursos patrióticos de las autoridades militares
y religiosas. Los delegados gubernamentales organizaron conferencias pa-
trióticas y se publicaron catecismos ciudadanos.

En esa misma línea, la Dictadura se esforzó en acercarse a los países


iberoamericanos, patrocinando ampliamente una visión del hispanismo
muy acorde con el sustrato tradicionalista de su proyecto político; y que
había tenido su órgano de difusión en la revista Raza Española, dirigida
por la escritora Blanca de los Ríos, cuya influencia reconoció el propio
Primo de Rivera. La Dictadura procuró crear, entre otras cosas, una in-
fraestructura diplomática, que no existía o que era muy precaria. A ello
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

respondió el nombramiento de Ramiro de Maeztu como embajador en la


Argentina.

2. LA ASAMBLEA NACIONAL CONSULTIVA Y EL ANTEPROYECTO


CONSTITUCIONAL DE 1929

El 5 de septiembre de 1926, Primo de Rivera anunció la convocatoria


de una Asamblea Nacional, donde estuvieran representados «con debida
ponderación todas las clases e intereses». Un año después, se hacía públi-
co un Real Decreto estableciendo la Asamblea Nacional Consultiva. Esta
nueva institución trabajaría normalmente, según el proyecto que la dio
vida, en Secciones y Comisiones. Se dividía en dieciocho secciones, inte-
gradas por once asambleístas cada una, dirigidas por la Presidencia. La
composición de la Asamblea estaba sujeta a las siguientes normas: un re-
presentante municipal y otro provincial por cada una de las provincias
españolas; un representante de cada organización provincial de la Unión
Patriótica; representantes del Estado, a quienes se confiriera carácter de
asambleísta; representantes por derecho propio; representantes de la cul-
tura, la producción, el trabajo, el comercio y «demás actividades de la vida
nacional».
Con aquel Decreto, la Dictadura pasaba de ser meramente «comisaria» a
«soberana». Lo que, naturalmente, fue muy mal recibido por los partidarios
del retorno de la Monarquía constitucional, que rechazaron cualquier par-
ticipación en la Asamblea Nacional. La convocatoria provocó en el PSOE y
en la UGT una serie de discusiones en torno al mantenimiento de la colabo-
ración con la Dictadura. En una nota oficiosa, se dio una lista de posibles
asambleístas, en las que aparecían los nombres de personas consideradas
de izquierda o liberales opuestos a Primo de Rivera, que rechazaron de in-
mediato su participación; y lo mismo hicieron los socialistas y los miem-
bros de la UGT. De esta forma, nacida desde el poder y sin ninguna autono-
mía política, la Asamblea careció de legitimidad y de operatividad. La
representación de redujo a grupos de interés corporativo, a miembros de la
Unión Patriótica y a sectores conservadores.
Políticamente inoperante, la Asamblea Nacional Consultiva, tuvo ma-
yor trascendencia en su proyección constitucional. Su Sección Primera
elaboró un anteproyecto de Constitución que sirviera para establecer una
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

nueva legalidad política. Su composición fue netamente conservadora:


José Yanguas Messía —presidente—; José María Pemán —secretario—,
Ramiro de Maeztu, Antonio Goicoechea, Víctor Pradera, Alfonso Sala,
Juan de la Cierva, César Silió, Gabriel Maura, Mariano Puyuelo, Diego
Crehuet, Carlos María Cortezo, Carlos García Oviedo, el marqués de Santa
Cruz, etc.

En una de las primeras sesiones, intervino Primo de Rivera para esta-


blecer una especie de «guía» sobre el desarrollo de los temas que era preciso
tratar en las discusiones. El Dictador se mostraba partidario de una nueva
Constitución en la que estuvieran presentes los principios de unidad nacio-
nal, confesionalidad católica del Estado, preeminencia del poder ejecutivo,
monarquismo, independencia del poder judicial, unicamerialismo, instruc-
ción obligatoria, intervencionismo estatal en las relaciones laborales y re-
presentación corporativa. Los miembros de la Sección Primera se dividie-
ron en partidarios de una mera reforma de la Constitución de 1876 y los
partidarios de un nuevo texto constitucional. Triunfaron los segundos. Los
principales fautores del anteproyecto fueron Antonio Goicoechea y Gabriel
Maura.

El 17 de mayo de 1929 se hizo público su contenido. Se trataba de un


producto híbrido, que intentó armonizar las corrientes corporativas y or-
ganicistas con el tradicionalismo ideológico y elementos del liberalismo
doctrinario. El régimen de gobierno seguía siendo la Monarquía constitu-
cional y se mantenía la confesionalidad católica del Estado. El sistema
constitucional respondería «al doble principio de diferenciación y coordi-
nación de funciones». El matrimonio y la familia estarían «bajo la espe-
cial protección del Estado». La propiedad privada estaría garantizada, se-
ñalando que nunca se impondría la confiscación de bienes. El trabajo
gozaría de «la especial protección del Estado», que proveería «con el con-
curso de las clases interesadas, por el seguro o por otros medios, a la con-
servación de la salud y capacidad de trabajo del obrero manual o intelec-
tual, y a las consecuencias económicas de la enfermedad, la vejez y los
accidentes que procedan del riesgo profesional». Se garantizaban los dere-
chos de libertad de expresión y de reunión. Quedaba suprimido el Senado,
por una cámara única de composición mixta. La mitad sería elegida por
sufragio universal, en el que se incluían por vez primera a las mujeres; y
otro por derecho propio, designación real y elección corporativa. El cor-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

porativismo laboral adquiría rango constitucional, a tal efecto la ley po-


dría estatuir «un sistema jerárquico de organismos paritarios u otros di-
versos con análoga finalidad, y atribuir a esos organismos la misión de
reglamentar el trabajo, aprobar contratos individuales o colectivos y resol-
ver con jurisdicción arbitral las diferencias que se produzcan entre patro-
nos y obreros». Se establecía la posibilidad de considerar esos organismos
como «instituciones de Derecho público y gocen de plena capacidad jurí-
dica». De la misma forma, se podría atribuir «el carácter de servicio públi-
co a determinadas industrias o empresas que satisfagan las necesidades
de interés general y reconocer al Estado el derecho de explotarlas, con
monopolio o sin él, por sí mismo, mediante concesión o por arrendamien-
to». El territorio español seguiría divido en provincias; y se reconocía la
«personalidad del Municipio, como asociación natural de personas y bie-
nes, determinadas por necesarias relaciones de vecindad». Las
Diputaciones de dos o más provincias contiguas «podrían agruparse en
mancomunidades administrativas, previo cumplimiento de los requisitos
legales, para la realización, con carácter interprovincial, de los fines que
la ley asigna a cada cual de ellas». Los establecimientos de enseñanza y
educación estarían «bajo la inspección del Estado»; y se garantizaba el
derecho a la enseñanza pública con el fin de que «se facilite el acceso a la
instrucción y a los grados a cuantos alumnos posean capacidad y carez-
can de medios para obtenerlo».

Los poderes del Monarca salían reforzados. Y es que los temas referen-
tes «a la política exterior y las concordatarias, defensa nacional o reforma
constitucional, y las que impliquen rebaja de las contribuciones o aumento
de los gastos públicos serían de «exclusiva iniciativa del Rey con su Gobierno
responsable». La pieza clave del proyecto constitucional era el llamado
Consejo del Reino, que acumulaba grandes poderes y cuya función era ase-
sorar al Monarca. La institución estaría compuesta por un Presidente, de
nombramiento real; un vicepresidente y un secretario general, elegido por
los consejeros. La mitad de estos últimos ocuparían su puesto por derecho
propio o por designación real; el resto por sufragio universal o corporativo,
a partes iguales. Serían consejeros por derecho propio: el heredero de la
Corona, los hijos del Rey, el arzobispo de Toledo, el capitán General del
Ejército y de la Armada, el Presidente del Consejo de Estado, el Presidente
del Tribunal Supremo de Justicia, el de Hacienda Pública, el Presidente del
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

Consejo Supremo del Ejército y del Decano-Presidente de la Diputación


Permanente de la Grandeza.

Una vez conocido el contenido del texto, fue rechazado por el conjunto
de la opinión pública. Incluso ministros como Calvo Sotelo se mostraron
contrarios; y el propio Primo de Rivera acabó rechazándolo. Tan sólo los
social-católicos de la ACNP y El Debate dieron, al menos en un primer mo-
mento, y con matices, su apoyo al anteproyecto.

Para entonces, los días de la Dictadura estaban contados. A lo largo de


su mandato, Primo de Rivera se había enemistado con sectores del Ejército,
como el Cuerpo de Artillería, por la supresión de la escala cerrada; con un
sector de la Iglesia católica, por su pretendido regalismo en materia educa-
tiva y por su conflictos con el clero catalán; con los empresarios y la aristo-
cracia, por su política social; con los sectores catalanistas, por su centralis-
mo; con los intelectuales y estudiantes universitarios, por su política
universitaria. Por su parte, los partidarios de la Monarquía constitucional
conspiraron contra la Dictadura, recurriendo a los militares. El propio
Alfonso XIII fue retirando progresivamente su apoyo al Dictador. Sin el
apoyo del Ejército y del Monarca, sin haber podido crear un auténtico mo-
vimiento político, Primo de Rivera no tuvo otra salida que la dimisión, que
presentó al rey el 28 de enero de 1930.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Primo de Rivera critica el sistema de partidos de la Restauración

«Nada tan absurdo y perturbador como la periodicidad con que los par-
tidos turnaban en el Poder; nada tan falso e hipócrita como las elecciones
verificadas bajo la regencia de un partido llamado a gobernar, y nada tan
sorprendente como el triunfo que siempre obtenía, por lo menos en nuestra
casa. Esto era posible, y aún fácil, y me aventuraría a decir que necesario,
por la indiferencia y el escepticismo del cuerpo electoral, corrompido ade-
más, en la mayoría de los distritos rurales, en los que se cotizaba como
mercancía el voto y se les otorgaba al mejor postor.»

(Miguel Primo de Rivera, Prólogo a El hecho y la idea de la Unión Patriótica,


de José María Pemán, 1929)
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

2. José María Pemán define el ideario de la Unión Patriótica

«La nueva trilogía «Patria, Religión, Monarquía», representa sobre la


antigua «libertad, igualdad, fraternidad», el triunfo de las realidades positi-
vas, sobre los derechos del individuo (…) Sobre los derechos individuales
puede fundarse una revolución, no una política. Una política tiene que fun-
darse sobre aquellos valores externos e inmutables, que superando lo indi-
vidual, lo limitan y lo unen: por ejemplo, sobre la Patria, la Religión y la
Monarquía.»

(José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, 1929)

3. José María Pemán critica el fascismo italiano

«Porque no es cierto, como Rocco cree, que el Estado moderno concebi-


do como creador de sus fines y de su derecho, deje de ser agnóstico. Tan
agnóstico es como el Estado liberal: porque el mismo agnosticismo hay en
encogerse de hombros y no proclamar afirmación alguna, que es lo que
hace el Estado liberal, que en escoger arbitrariamente, porque sí, como una
libre determinación de su voluntad soberana, la afirmación fascista o la
afirmación soviética. Desde el momento en que la afirmación no nace del
reconocimiento de unos fines objetivos, reales, exteriores y superiores a él,
el Estado sigue siendo agnóstico.»

(José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, 1929)

4. Ramiro de Maeztu exalta el desarrollo económico

«Empieza a sentirse una voluntad que no se contenta con la herencia de


las glorias históricas, sino que quiere reinar sobre los vivos y reverdecer
con otros nuevos, y propios de los tiempos, los laureles antiguos (…) El
tiempo ha de luchar ahora con el espíritu que le cierra el paso a sus depre-
ciaciones. Los trenes, cuya impuntualidad nos ridiculizaba a los ojos del
mundo, siguen el ritmo nuevo y llegan a su hora. Las carreteras se hacen
transitables; Madrid se encuentra un día con un ferrocarril subterráneo,
como París y Londres. El turismo deja de ser un sueño y empieza la era de
la multiplicación y adecentamiento de los hoteles (…) La aristocracia se sa-
cude el horror a los negocios y cada prócer empieza a cuidar de sus olivos y
viñas, a refinar su aceite y a dar a los vinos el aroma que trueca en exquisi-
tos caldos populares.»

(Ramiro de Maeztu, «El ritmo de un reinado», Unión Patriótica, 17-V-1927)


LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA

BIBLIOGRAFÍA

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TEMA 16
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN

Era evidente que, dada la constelación de fuerzas políticas y sociales que


propiciaron su advenimiento, la II República nació escorada, desde sus ini-
cios, a la izquierda. Por vez primera en sesenta años, el liberalismo de iz-
quierda y el socialismo ocupaban el poder. Sin embargo, las izquierdas es-
pañolas se hallaban profundamente divididas en sus proyectos políticos y
sociales. En el socialismo existió una clara división entre reformistas y re-
volucionarios. Por su parte, la izquierda republicana adolecía no sólo de
una escasa base social, sino de una profunda ambigüedad ideológica: de-
moliberal y jacobina a un tiempo.
Como ha señalado Stanley Payne, a la altura de 1930, España había caí-
do en una especie de «trampa del desarrollo», que, situada en una fase in-
termedia de la modernización, es la que desata el conflicto más grave. El
crecimiento había sido lo suficientemente grande como para fomentar la
reivindicación de mejoras más rápidas; sin embargo, no se disponía de me-
dios para responder a esas demandas hasta que país no lograra alcanzar
una fase de modernización madura. De repente, España se vio embarranca-
da a mitad de camino, que es la situación más peligrosa, y el potencial de
radicalización lo agravó aún más la estructura demográfica. Al igual que en
Rusia, Alemania e Italia, en términos absolutos la nueva generación españo-
la había alumbrado la cohorte de jóvenes varones más nutrida de la histo-
ria, que proporcionalmente también era más grande que ninguna de las
cohortes anteriores.
El nuevo régimen tuvo, desde sus inicios, una clara voluntad de ruptura
con el pasado más inmediato. En ese sentido, supuso un serio intento de
transformación de la sociedad y del Estado. Sentó los principios de igual-
dad ante la ley, laicismo, autonomías regionales, reforma social y económi-
ca. Pero en muchos casos, los intentos iban a ser puramente voluntaristas,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

dada la escasa base social de los gobiernos, la división de las izquierdas o la


precariedad del aparato estatal. Como era de esperar, la aplicación de tales
proyectos, contó con la resistencia de los sectores más representativos de la
derecha social y política. No era para menos. Los grandes temas se convir-
tieron pronto en grandes problemas generadores de conflicto. Así ocurrió
con las relaciones Iglesia/Estado, ya que los proyectos de secularización
desembocaron en una clara ofensiva anticlerical; y lo mismo puede decirse
de los intentos de reforma agraria, de descentralización del Estado o de
control estatal de las relaciones laborales. Todos estos intentos, asumidos
en el texto constitucional de 1931, provocaron, a derecha e izquierda, y des-
de el principio, profundos resentimientos en los grupos afectados, que se
extendieron luego al conjunto de la sociedad. La Constitución de 1931, apro-
bada por republicanos de izquierda y socialistas, establecía la posibilidad
de nacionalización y socialización de la propiedad; la plena secularización
de las instituciones; la prohibición a las órdenes religiosas de ejercer la in-
dustria, el comercio y la enseñanza; la disolución de la Compañía de Jesús;
la jurisdicción civil de los cementerios; y la transformación de la estructura
del Estado. Los dirigentes republicanos fueron, en ese sentido, incapaces de
lograr un consenso básico entre la mayoría de la población. De ahí que un
analista político tan agudo como el italiano Guiglielmo Ferrero no dudara
en calificar a la II República como una forma de gobierno «prelegítima»1.

Con frecuencia, se ha denominado a la II República, «la República de los


intelectuales». Indudablemente, importantes sectores de la intelectualidad
española tuvieron, en principio, un papel de primer en el advenimiento del
nuevo régimen. Pero luego fueron las elites intelectuales las primeras en
deslegitimar la II República. Ortega y Gasset no tardó en criticar el desarro-
llo de los acontecimientos, para luego tirar la toalla. Luis Araquistáin, des-
pués de un momento de euforia republicana, se mostró partidario de la
dictadura del proletariado. Ramiro de Maeztu no vio otra tabla de salvación
que una dictadura militar que restaurara la Monarquía. De hecho, en el
campo del pensamiento político, la II República no produjo ninguna obra
digna de recuerdo. Sus fundamentos políticos e ideológicos se encuentran
en el proyecto republicano cuyo máximo teorizador fue Manuel Azaña Díaz;
y en las diversas posiciones dominantes en el socialismo español, a lo largo
de su existencia.

1
Guiglielmo FERRERO, El Poder. Los Genios invisibles de la ciudad. Madrid, 1988, p. 142.
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

1. MANUEL AZAÑA DÍAZ, EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO

1.1. El reformismo

Manuel Azaña había nacido en la localidad madrileña de Alcalá de


Henares en 1880, en el seno de una familia burguesa de tradición liberal. Su
bisabuelo fue uno de los alcalaínos que proclamaron la Constitución de 1812
desde el balcón del Ayuntamiento. Su abuelo había participado en la revolu-
ción de 1868 y su padre se integró en las filas de la Monarquía constitucional
de la Restauración, después del período revolucionario entre 1868 y 1873.
Fue enviado a estudiar Derecho a una de las instituciones que formaban a
las futuras elites del régimen, regentada por los agustinos, en el monasterio
de San Lorenzo de El Escorial. Su experiencia no fue positiva; y lo mismo le
ocurrió, entre otros, a José Ortega y Gasset o a Ramón Pérez de Ayala con los
jesuitas. En su novela autobiográfica El jardín de los frailes sometió a dura
crítica la enseñanza eclesiástica y expuso gráficamente algunas de las obse-
siones permanentes del futuro líder republicano, como era el papel del clero
en la sociedad española de su tiempo y la interpretación tradicionalista de la
historia nacional. Aquella interpretación se caracterizaba, a su juicio, por
«su aridez inhumana» y, sobre todo, por la vinculación absoluta de la nación
española a la Monarquía católica del siglo  XVI. En el fondo, Azaña aspiró a
ser un Menéndez Pelayo al revés, liberal; su gran contradictor. Frente a la
tradición católica imperial, el escritor alcalaíno llegó a oponer «la tradición
humanitaria y liberal». De todas formas, Azaña no tenía una mala opinión
intelectual de Menéndez Pelayo, «poeta, humanista, filósofo, orador elocuen-
te aunque algo tartamudo», «de gran entendimiento, sapientísimo, en su cor-
ta edad». Sin embargo, no coincidía con el polígrafo santanderino en su va-
loración de la ciencia y la filosofía del siglo  XVI, que eran, salvo en la figura
de Juan Luis Vives, muy pobres, «apenas puede citarse otro nombre en aque-
lla época que haya influido en el pensamiento filosófico de Europa».

Azaña nunca fue miembro activo de la familia krausista e institucionis-


ta, aunque mostro su admiración por Francisco Giner de los Ríos: «Hombre
extraordinario, fue el primero que ejerció sobre mí un influjo saludable y
hondo (…) Cuando yo comencé a frecuentar la clase de Giner de los Ríos ya
se habían apagado los últimos rescoldos de la religiosidad que me infundie-
ron los frailes». En su relación con el problema religioso, los institucionistas
y Azaña no parece que recorriesen el mismo camino. Sus manifestaciones
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

están muy lejos de la emoción religiosa de un Miguel de Unamuno o de un


Luis de Zulueta. Azaña se acercó a la religión desde sus dimensiones políti-
cas y jurídicas, despachando su relación personal con la religión y remitién-
dose al terreno privado. La religión, para Azaña, es un territorio de la con-
ciencia individual.

Colabora en las revistas Brisas del Henares, Gente Vieja y periódicos


como La Correspondencia de España y El Imparcial. En sus primeros escri-
tos, sobre todo en su trabajo La libertad de asociación y, posteriormente, en
su conferencia El problema español, se mostraba ya partidario de la demo-
cracia liberal. Y es que el problema de España era un problema de constitu-
ción del Estado y esto sólo podría solucionarse mediante la democracia,
arrancándolo «de las manos concupiscentes que lo vienen guiando». Becado
en París por la Junta de Ampliación de Estudios en 1911, se sintió muy iden-
tificado con las ideas y las instituciones de la III República francesa, aun-
que, hasta el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, no se decla-
ró republicano, mostrándose partidario de la reforma de la Monarquía de
la Restauración en sentido demoliberal. En la capital francesa, Azaña si-
guió los cursos de Derecho, entre ellos varios en la Escuela Nacional de
Chartres, dependiente de la Sorbona, como el impartido por el célebre juris-
ta Saleilles y el hispanista Morel-Fatio. Igualmente, asistió a las conferen-
cias del modernista Loisy.

En 1913 fue elegido secretario del Ateneo madrileño; y es uno de los fir-
mantes del Manifiesto de la Liga de Educación Política, dirigida por José
Ortega y Gasset. Milita en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez.
Candidato a un acta de diputado por Alcalá de Henares, pierde la elección.
Años después, le ocurre lo mismo en la localidad toledana de Puente del
Arzobispo.

A lo largo de la Gran Guerra, Azaña es un apasionado aliadófilo. En su


conferencia Los motivos de la germanofilia, lamenta la «forzosa» neutrali-
dad española en la contienda, ya que se encontraba, de hecho, en la parte
del mundo amenazada por el pangermanismo. Pese a ello, los germanófilos
se servían de los viejos pleitos históricos entre España, Francia e Inglaterra,
como el tema de Gibraltar, para defender sus viejos prejuicios antiliberales
y absolutistas, algo que constituía, a su juicio, una aberración. Los germa-
nófilos pretendían una «restauración de la política imperialista de hace tres
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

siglos» bajo la protección de Alemania. Sin embargo, el interés de España se


encontraba en la alianza con Francia e Inglaterra.

En 1919 publica sus Estudios de política francesa contemporánea, una


especie de incubación de su proyecto político. En el prólogo a la obra, Azaña
afirma expresamente que estos estudios se habían hecho pensando en su
aplicación concreta a España. Un primer capítulo en que se define la políti-
ca militar y se establecen los límites históricos y metodológicos del proble-
ma. Luego, se estudian los antecedentes políticos de la reforma militar de
la III República francesa. Los cuatro últimos capítulos están dedicados a la
democratización del Ejército, la oposición contrarrevolucionaria —Renan,
Taine, Maurras, Barrès—, la oposición de extrema izquierda, socialista,
marxista y sindicalista, y las vísperas de la Gran Guerra. Para Azaña, la
originalidad francesa radicaba en que, a diferencia de España, donde el
Ejército era costoso y constituía una amenaza para las libertades públicas,
había sabido construir una poderosa fuerza militar dejando incólumes la
soberanía y el carácter civil del Estado. A su juicio, un Ejército que merecie-
ra ese nombre debía tener en su base una «concepción política fuerte», es
decir, un número de ideas sobre la vida humana, la organización social, fi-
nes del individuo, etc. «Cuando esta base falta, el Ejército no será una cons-
trucción consciente y racional, propia de una nación civil».

En 1920 funda la revista La Pluma; y tres años después aceptó la direc-


ción de España, puesto el que sucedió la Ortega y Gasset y a Luis Araquistáin.

El advenimiento de la Dictadura primorriverista supone la ruptura de


Azaña con el reformismo de Melquíades Álvarez y con la institución monár-
quica. Su Apelación a la República supone su adhesión nítida al republica-
nismo. Y es que el apoyo de Alfonso XIII a una dictadura militar mostraba
el carácter antinacional de la Monarquía. «La cuestión es siempre —dirá—
la misma: querer la libertad o no quererla». En su ensayo sobre el «Idearium
de Ganivet», analiza las raíces históricas de la debilidad del liberalismo es-
pañol. Al contrario que el escritor granadino, Azaña estimaba que el mo-
vimiento de las Comunidades de Castilla era un movimiento revolucionario
que luchaba contra el absolutismo representado por Carlos I. Los comune-
ros encarnaban, por tanto, el liberalismo. Por ello, desde el siglo XVI, con la
derrota de las Comunidades quedó cortado «el normal desenvolvimiento
del ser español». En ese sentido, Azaña negó, en su conferencia «Tres gene-
raciones del Ateneo», la existencia de una auténtica revolución liberal en
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

España. Los moderados fueron los que canalizaron el pacto de los escasos
liberales españoles «con la nobleza, más aún, con la dinastía». «Transigen
con la Iglesia y en apoyo del Estado, nacido de la Revolución, llamaron a
potestades en cuyo menoscabo la Revolución se había hecho». El precio de
aquellas transacciones fue nada menos que «la libertad de conciencia, lo
más valioso del principio liberal». Cánovas había sido el creador del «siste-
ma más irreal de la historia española»; un sistema político que proscribía
«el examen de las realidades del cuerpo español». Todo lo cual explicaba la
facilidad del triunfo del golpe de Estado de Primo de Rivera, auspiciado por
el Rey, la Iglesia y el Ejército. Azaña propugnó entonces «una ideología po-
derosa, armazón de las voluntades tumultuarias», que emancipase a la so-
ciedad española de «la Historia». Pero Azaña extendió su crítica hacia el
espíritu del 98, que innovó y transformó los valores literarios, pero, a nivel
político e ideológico, lo dejó todo como estaba anteriormente. Su supuesto
profeta, Joaquín Costa, cuyo nombre invocaban los partidarios de la
Dictadura, era, en la práctica, un hombre que «quisiera dejar de ser conser-
vador y no puede». Su cirujano de hierro no pasaba de ser, en el fondo, «un
modesto jefe de República presidencial», «un artificio improvisado por la
desesperación» y de su «pesimismo radical y de su recelo de la democracia».
En el fondo, la suya era «una revolución conservadora».

En ese sentido, Azaña no fue un mero reformista liberal. Como ha seña-


lado Manuel Aragón, su liberalismo era revolucionario, encaminado a «la
total transformación de las instituciones». Típico constructivista, aspiraba
a diseñar una España poco menos que exnihilo. Como dijo en una de sus
conferencias más célebres, «Tres generaciones del Ateneo»: «Ninguna obra
podemos fundar en las tradiciones españolas, sino en las categorías univer-
sales, humanas». Este espíritu rupturista resulta evidente en su tratamien-
to de la cuestión nacional. En marzo de 1930, ya caída la Dictadura de
Primo de Rivera, había reconocido, en un discurso en Barcelona, la hipóte-
sis de la secesión, la aplicación incondicionada del principio de autodeter-
minación:

«Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra


voluntad y resolviera ella tomar sola su navío, sería justo el permitirlo y
nuestro deber consistiría en dejaros en paz, como el menor perjuicio posi-
ble para uno y para otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la
herida pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos.»
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Posteriormente, matizaría muy mucho esta opinión; pero el concepto de


nación española nunca estuvo claro en sus escritos.

Y es que Azaña nunca fue, en rigor, un auténtico pensador político; es


decir, careció de una teoría. Sus planteamientos son, en general, respuestas
coyunturales a problemas políticos específicos. Y, en muchos casos, predo-
mina en sus respuestas la dimensión estético-literaria sobre la reflexión ge-
nuinamente política. No existe en sus escritos y discursos la menor mención
o una posibilidad de diálogo con lo más creativo del pensamiento político y
social de la época. Marx no aparece nunca; tampoco Max Weber, Carl
Schmitt o Hermann Heller. Su provincianismo cultural fue proverbial. El
mundo de Azaña fue el de la España decimonónica, al lado del de la III Re-
pública francesa: Juan Varela, Ángel Ganivet, el 98; y poco más. En su obra,
no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el fascismo italiano,
el nacional-socialismo alemán o el New Deal. La crisis del modelo capitalis-
ta liberal o del parlamentarismo no parece que suscitara su interés. De la
misma forma, llama la atención su desconocimiento absoluto de los temas
de carácter económico-social.

1.2 La apuesta radical

La II República, para Azaña, debía de ser para los republicanos. No era


un mero cambio de forma de Estado, sino que se encontraba ligada a un
proyecto de transformación social y política, que se concretaba en la secu-
larización de las instituciones, la reforma agraria y la revisión de la estruc-
tura territorial del Estado. Quien hubiese quedado f uera de las
Constituyentes de 1931, quedaba igualmente fuera de la vida política activa.
En ese sentido, pretendía que la «derecha» del régimen estuviera represen-
tada por el Partido Radical de Alejandro Lerroux; la «izquierda», por el
Partido Socialista Obrero Español; y el «centro», por él y por su partido,
Acción Republicana. Como luego se vería, nada más fuera de la realidad
política concreta. Y es que ese esquema abstracto y voluntarista dejaba fue-
ra del régimen a importantes fuerzas políticas y sociales, sobre todo en la
derecha tradicional, en particular a la Iglesia y a los católicos. Igualmente,
a los revolucionarios de la izquierda obrera, anarquistas y comunistas.
Azaña siempre se declaró partidario de la alianza con el sector reformista
del PSOE.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En el gobierno provisional republicano, Azaña ocupó el ministerio de la


Guerra, desde el cual se propuso reformar el Ejército. En primer lugar, pro-
mulgó un decreto en el que se exigía fidelidad al nuevo régimen; y quienes
deseasen pasar a la situación de retiro conservarían su sueldo y quedarían
libres para ejercer cualquier actividad. Además, se redujeron el número de
divisiones y de regimientos. Se suprimieron las regiones militares y capita-
nías generales, transformándolas en divisiones orgánicas. Se eliminaron
los empleos de capitán general y de teniente general. Se crearon tres inspec-
ciones generales con cuartel en Madrid. Acabó con la autonomía jurisdic-
cional de las Fuerzas Armadas, cuyos órganos de justicia sólo podrían aten-
der los delitos específicamente militares y bajo la dependencia, en última
instancia, de una sala del Tribunal Supremo. Se creó el cuerpo de subofi-
ciales. Se suprimió la Academia General Militar, etc.

Junto al Ejército, la Iglesia. El 13 de octubre de 1931 Azaña se erigió,


como jefe de gobierno, en indiscutible líder de las Cortes y de la II República.
Allí pronunció, dentro de un contexto verosímil, su célebre frase, que, aisla-
da, constituía la declaración de guerra por parte de la II República no sólo
a la Iglesia, sino a la misma religión profesada todavía por una gran mayo-
ría de los españoles: «La premisa de este problema, hoy político, la formulo
yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político
consiguiente es organizar el Estado de forma tal que quede adecuado a esta
fase nueva de la historia del pueblo español». Y señalaba: «Que haya en
España millones de creyentes, yo no lo discuto; pero que queda al ser reli-
gioso de un país, de un pueblo, de una sociedad no es la suma numérica de
creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el ritmo que
sigue su cultura». Algo que llevaba no sólo a la separación de la Iglesia y del
Estado, sino a la supresión del derecho a la enseñanza a las órdenes religio-
sas, medida que Azaña juzgaba de «salud pública». Y es que la influencia de
las órdenes religiosas había sido nefasta para la evolución política, social y
espiritual de la burguesía española.

Las Cortes, seducidas por Azaña, aprobaron el artículo 26, con lo que


quedaba extinguido, en un plazo de dos años, el presupuesto del clero; las
órdenes y las congregaciones religiosas se sometían al estatuto de asociacio-
nes civiles; sería inmediatamente disuelta toda orden ligada al Vaticano con
un voto de especial obediencia; lo que suponía un ataque directo a la
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Compañía de Jesús; y se prohibía a las demás el ejercicio del comercio, la


industria y la enseñanza.
Ya como presidente del gobierno, hubo de enfrentarse a temas como el
Estatuto de Cataluña y la reforma agraria. Se había aprobado en Barcelona
el llamado Estatuto de Nuria, cuyos puntos más conflictivos era necesario
armonizar con los contenidos del texto constitucional de 1931. Además, el
filósofo José Ortega y Gasset, líder de la Agrupación al Servicio de la
República, había criticado, en sus intervenciones parlamentarias, algunos
puntos del Estatuto, y al nacionalismo catalán. A su juicio, Cataluña adole-
cía de «señerismo», una voluntad de «vivir aparte», que resultaba incoerci-
ble, y que tan sólo podía «conllevarse» por parte del resto de los españoles.
No se mostró el filósofo partidario de ceder a las instituciones la enseñanza
ni el orden judicial. Había que dar satisfacción, sin duda, al «anhelo regio-
nalista»; pero sin merma de la soberanía nacional.
El 27 de mayo de 1932 Azaña pronunció un largo discurso, de más de
tres horas, en el que fijó su posición «histórica» en el debate. Se trataba, a
su juicio, de una cuestión cuyo encaje dentro de la República era «principal
y primordial en la organización del Estado español», en tanto que el Estatuto
era un proyecto legislativo «que aspira, ni más ni menos, que resolver el
problema político que está ante nosotros». Un problema que Ortega había
considerado insoluble; algo que Azaña consideraba exagerado. El problema
político que había que afrontar, en suma, era el de «conjugar la aspiración
particularista o el sentimiento o voluntad autonomista de Cataluña (y de las
regiones españolas) con los intereses o los fines generales y permanentes de
España dentro del Estado organizado por la República», tal y como lo defi-
nía la Constitución. Azaña no creía, como Ortega, que el problema tan sólo
pudiera «conllevarse». Por el contrario, el líder republicano estimaba que
una «política inteligente» podía forjar modos satisfactorios de convivencia
nacional si sabía armonizar «tradición» y «razón». Además, en el caso de las
libertades regionales españolas y de los diversos pueblos peninsulares, la
razón no estaba en desacuerdo con la propia tradición española. La política
seguida por la Monarquía y por la Dictadura había consistido en negar la
existencia del catalanismo. Un error que podía ser subsanado por una polí-
tica que fuera capaz de corregir la tradición mediante el uso de la razón,
definida como «una fuerza de invención y de creación que introduce en la
vida política un giro nuevo». En concreto, Azaña propone la aprobación del
Estatuto de autonomía, que ha de mantenerse dentro de los límites concep-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

tuales de la Constitución. Una vez aprobado, su significación estaba clara:


«el organismo de gobierno de la región —en el caso de Cataluña, la
Generalidad— es una parte del Estado español, no es un organismo rival,
ni defensivo, ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del
Estado de la República española». Frente a Ortega y Gasset, Azaña no era
partidario de una doble Universidad; era mejor una sola para lograr la com-
penetración moral e intelectual mediante la convivencia y la comunicación
diaria entre jóvenes que emplean como primera lengua el catalán y el caste-
llano. La cuestión de la lengua y de la enseñanza era, en palabras de Azaña,
«la parte más interesante para los que tienen el sentimiento autonómico,
diferencial o nacionalista, porque es la parte espiritual que más les afecta y
singularmente lo es de un modo histórico porque el movimiento regionalis-
ta, particularista y nacionalista de Cataluña ha nacido en torno a un mo-
vimiento literario y de una resurrección del idioma». Y es que la República
debía ser «más generosa y comprensiva con el sentimiento catalán». La
Universidad «única y bilingüe» era «el foco donde pueden concurrir unos y
otros». Para Azaña, el castellano no necesitaba ninguna protección política,
ya que no puede «suponer que los catalanes y los vascos o quien fuera autó-
nomo en España, quieran dejar de hablar castellano», por su propio interés;
y, de hecho, «la expansión de la lengua castellana en las regiones españolas
no se ha hecho nunca de real orden».
El debate del Estatuto catalán se complicó, al coincidir con la discusión
de la ley de reforma agraria. Poco interesado en los problemas de carácter
económico-social, Azaña apenas se implicó en ese debate. Sin embargo, el
pronunciamiento militar acaudillado por el general José Sanjurjo y su pos-
terior fracaso tuvieron como consecuencia la aprobación tanto del Estatuto
como de la reforma agraria. Por expresa iniciativa de Azaña se incluyó a
última hora en la ley de reforma agraria una vindicativa disposición para
expropiar sus tierras a la Grandeza de España, a la que se consideraba in-
serta en la conspiración y en la que se veía a la clase social enemiga por ex-
celencia de la República.
Sin embargo, tras estas victorias políticas, iba a iniciarse, a muy corto
plazo, el declive político del líder republicano. El escándalo por la matanza
de Casas Viejas, la reorganización y auge de las derechas tradicionales; y, a
nivel exterior, la llegada de Adolfo Hitler al poder, condicionaron la caída de
Azaña. La victoria de las derechas y del Partido Radical de Alejandro
Lerroux en las elecciones de 1933, fue, lógicamente, muy mal recibida por
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Azaña, quien consideró una traición a la esencia de la República la posible


participación de la CEDA en el gobierno. Azaña llegó a poner en duda la le-
gitimidad y la legalidad de los resultados de las elecciones. Algo que, indi-
rectamente, favoreció a los planteamientos subversivos de un sector
del PSOE y de las izquierdas nacionalistas catalanas. Relacionado sin prue-
bas con el intento revolucionario de la izquierda socialista en Asturias y de
la izquierda catalanista en Cataluña, la figura de Azaña terminó convirtién-
dose en aglutinante de las izquierdas, para la ulterior organización del
Frente Popular. Tras la victoria electoral de la coalición de izquierdas,
Azaña preside el gobierno y luego, una vez destituido Niceto Alcalá Zamora,
la presidencia de la II República.

Durante la guerra civil, la labor político-literaria de Azaña adquirió nue-


vos perfiles. Todos sus discursos estuvieron presididos por una preocupa-
ción casi obsesiva, la de que él representaba «el Estado legítimo». «Mi pre-
sencia en este atrio —dirá en Valencia en  1937— significa y denota la
continuidad del Estado legítimo republicano». Su pesimismo era absoluto.
Nunca creyó en una posible victoria de los republicanos; y el porvenir de
España como nación era muy oscuro: «Durante cincuenta años los españo-
les están condenados a pobreza estrecha y trabajos forzados». Se sintió trai-
cionado, además, por el «eje» Barcelona-Bilbao, constituido por nacionalis-
tas vascos y catalanes, desleales a la causa republicana y deseosos de
conseguir la independencia pactando con las potencias extranjeras. Temía,
además, la hegemonía de los sectores revolucionarios en el Estado republi-
cano. Su obra más significativa fue, en este período, La velada en Benicarló,
una significativa pieza político-literaria, en la que ofrece su interpretación
del significado de la guerra civil y reflexiona sobre la trayectoria histórica
de España. En la obra, Azaña se desdobla en los personajes de Garcés y
Elíseo Morales. A su entender, la sociedad española buscaba, desde hacía
cien años, «un asentamiento firme». «No lo encuentra. No sabe construir-
lo». La II República había pretendido ser una solución a ese problema; una
solución de «término medio». Lo fundamental era, en su opinión, defender
«la República legal», no la revolución social ocurrida en España tras el esta-
llido de la guerra civil, «un derrame sindical, paralizante como un derrame
sinovial», fruto del «cabilismo social de los hispanos». Azaña volvía a soste-
ner, en esta obra, que en España «no se había consumado la revolución libe-
ral»; el siglo XIX había sido «un siglo de liberalismo superficial».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Vencido y desanimado, Manuel Azaña pasó el  4 de enero de  1939 a


Francia. Dimitió de su cargo de presidente de la República el 27 de febrero;
y murió el 3 de noviembre de 1940 en la localidad francesa de Montauban.

2. EL SOCIALISMO ESPAÑOL, ENTRE EL REFORMISMO


RADICAL Y LA REVOLUCIÓN

2.1. El bienio reformista

Al producirse la caída de la Monarquía, el Partido Socialista Obrero


Español asumió un nuevo papel histórico como máximo soporte de la nue-
va legalidad republicana. El socialismo pasó a ser la piedra angular del
nuevo régimen. Los socialistas españoles habían participado en las institu-
ciones y organismos estatales de reforma social. Existió, además, una clara
colaboración del PSOE y la Dictadura de Primo de Rivera. Francisco Largo
Caballero, el líder de la Unión General de Trabajadores, había ocupado el
cargo de consejero de Estado en la etapa primorriverista. Algo que fue muy
criticado por comunistas y anarquistas, que habían sido perseguidos a lo
largo del período dictatorial. El heterodoxo comunista Joaquín Maurín, en
su discutido libro Los hombres de la Dictadura, presentaba a Largo Caballero
y Pablo Iglesias, entre otros, como propiciadores y colaboracionistas con
Primo de Rivera. Y es que, para Largo Caballero y sus seguidores, las for-
mas de gobierno venían a ser accidentales e instrumentales al lado del im-
perativo básico, la consolidación del sindicato y del partido en la sociedad
española. Tanto en sus artículos periodísticos anteriores a la Revolución
rusa, como en su defensa de los comités paritarios en 1927, o en su librito
Presente y futuro de la UGT, la argumentación es la misma: el deber de pro-
tección que respecto a sus asociados corresponde a las organizaciones obre-
ras, exige «vigilar permanentemente en los sitios donde se trate algo que
directa o indirectamente se relacione con los intereses obreros; abandonar
esos sitios es abandonar la defensa de esos intereses en beneficio de los pa-
tronos y dejar el campo libre a toda clase de enemigos». De modo similar se
explica la permanencia de representantes obreros en los gobierno de iz-
quierda en los dos primeros años de la II República. En las elecciones mu-
nicipales de 1931, Largo Caballero defendió la forma de gobierno republica-
na como único marco posible del socialismo. Sin embargo, no era posible
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

ceñirse a colaborar en las instituciones del nuevo régimen. Apoyados en un


reconocimiento explícito de la debilidad de la burguesía republicana, los
socialistas condicionaron su participación al momento en que la II
República fuera autosuficiente. De esta suerte, en los sucesivos congresos y
en las reuniones de los órganos directivos del partido —con la constante
oposición de la minoría acaudillada por Julián Besteiro— se establecieron
unos límites morales y materiales de una colaboración que se fue prolon-
gando en el tiempo.

En este contexto, proliferaron, a lo largo del primer bienio republicano,


una serie de publicaciones socialistas de signo reformista, al lado de los
manifiestos oficiales del partido, los discursos de los líderes de la central
sindical, y las intervenciones de los diputados socialistas al discutirse el
texto constitucional. Cuatro libros del momento, destacan en ese sentido:
Los socialistas y la revolución, del dirigente sindical Manuel Cordero;
Nosotros los socialistas. Lenin contra Marx, del periodista Antonio Ramos
Oliveira; La UGT ante la Revolución, de Enrique de Santiago; y El Estado
socialista. Nueva interpretación del comunismo, de Javier Bueno. La argu-
mentación de esta publicística se redujo a destacar la necesidad de la inter-
vención socialista para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores,
a intentar contrarrestar las acusaciones de «socialfascismo» y «colaboracio-
nismo» con Primo de Rivera, que llovían desde el comunismo y el anarquis-
mo. «La República —explicaba Ramos Oliveira— está haciendo socialismo.
Para mañana, eso vamos ganando los socialistas. Que no nos ocurra lo que
a los rusos: que la República nos dé resuelto o casi resuelto un problema
que después de la revolución socialista, hurtaría esfuerzos formidables al
nuevo Estado». En el libro de Manuel Cordero, la argumentación central es
la de Eduard Berstein: mediante una constante evolución podrá ser supri-
mido el capitalismo, «emancipando al trabajador de la esclavitud del sala-
rio», «desapareciendo las clases en pugna». De Santiago critica la actitud de
los anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo, «producto de la
reacción de la burguesía ignorante, explotadora y perversa de nuestro país,
y desaparecerá con ella tan pronto como el obrero se eduque y pueda respi-
rar libremente». Justificaba, además, la estrategia socialista ante la
Dictadura, que había sabido desarrollar una oposición constructiva frente a
Primo de Rivera. Lo fundamental era garantizar la protección del trabaja-
dor, promulgando una legislación que los patronos que comprometiesen a
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

cumplir. Sólo si el capitalismo incumpliera ese compromiso «su arrogancia


precipitará el término de la etapa capitalista».

Por su parte, Javier Bueno, militante de la UGT, no del PSOE, proponía


un proyecto de Estado socialista como Estado sindical. A su entender, el
capitalismo había llegado a su fin; y tenía que ser sustituido por una nueva
organización social, en donde las clases desapareciesen y fueran sustituidas
por «los núcleos o agrupaciones profesionales, los Sindicatos». La organiza-
ción de este Estado cobraría forma mediante núcleos sociales o sindicatos
profesionales, desde los primeros del taller, fábrica, oficina o distritos, pa-
sando por los «sindicatos o consejos regionales» hasta el «Congreso de los
sindicatos (Parlamento)». Como consecuencia, «el Congreso de represen-
tantes de los Sindicatos es en el Estado socialista la máxima representación
de la soberanía popular».

En los sucesivos gobiernos republicanos del primer bienio, los socialistas


ocuparon diversas carteras ministeriales. Indalecio Prieto fue ministro de
Hacienda y de Obras Públicas. Fernando de los Ríos, ocupó las de Justicia,
Instrucción Pública y Bellas Artes y la de Estado. Y Francisco Largo
Caballero la de Trabajo y Previsión Social. Sin duda, la más discutida fue la
gestión de éste último. El rasgo esencial de su proyecto político fue la preten-
sión de colocar la maquinaria de las relaciones de trabajo en el corazón mis-
mo del Estado, que supusiese un control global del mundo del trabajo desde
el poder, abandonando la concepción de la regulación las relaciones labora-
les como un actividad subsidiaria o paliativa, que era la idea del liberalismo
intervencionista desde comienzos del siglo  XX. Prestó, en cambio, menos
atención a los asuntos de la Seguridad Social. Su proyecto de control obrero
no llegó a ser discutido en el Parlamento. Muy polémica fue igualmente la
Ley de Jurados Mixtos, objeto de resistencia por parte de los empresarios, las
derechas y los anarcosindicalistas. No menos polémica fue la de Contratos
de Trabajo, tachada de amenaza contra el orden social. Y lo mismo ocurrió
con la de Términos Municipales. Dada la oposición suscitada, los objetivos
de la legislación no se cumplieron; lo que, según Julio Aróstegui, desencade-
nó una profunda revisión de la dinámica futura del sector socialista que re-
presentaba Largo Caballero. La radicalización posterior, fue consecuencia
de su salida del gobierno, de la crisis económica y del temor a la destrucción
de la obra legislativa llevada a cabo a lo largo del bienio.
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Fuera ya del gobierno y perdidas las elecciones de noviembre de 1933,


buena parte del PSOE consideró imposible realizar su proyecto político
dentro de la «democracia burguesa». Largo Caballero y otros líderes socia-
listas hicieron referencia a la «dictadura del proletariado» y se valoró posi-
tivamente la experiencia bolchevique. Se denunció al nuevo gobierno presi-
dido por el líder radical Alejandro Lerroux, que encarnaba, a su juicio, la
«reacción fascista» y al que, posteriormente, se calificó de «dictadura bur-
guesa». De aquella nueva coyuntura nació el mito de Largo Caballero como
«Lenin español». Y el líder socialista hizo llamadas a la insurrección a la
revolución social. No fue Largo Caballero, sino Indalecio Prieto quien ela-
boró un programa revolucionario para el PSOE, en el que se propugnaba,
entre otras cosas, la abolición de la Guardia Civil y del Ejército, la socializa-
ción de la propiedad agraria, no de la industrial, la reforma radical de la
enseñanza, la disolución de las órdenes religiosas, etc. A ello añadió Largo
Caballero el planteamiento de la organización de un «movimiento franca-
mente revolucionario», con participación de otros partidos obreros.

2.2 Luis Araquistáin y Leviatán

En mayo de 1934 apareció la revista Leviatán, cuya dirección recayó en


el periodista Luis Araquistáin Quevedo. Nacido en la localidad santanderi-
na de Bárcena de Pie de Concha en 1886, Araquistáin era un periodista au-
todidacta, asiduo colaborador España, El Sol, La Voz y El Liberal. Su estan-
cia en Alemania le facilitó la toma de contacto con círculos filosóficos e
intelectuales, empezando por el neokantiano Hermann Cohen y los sectores
de influencia diltheyana. Sus escritos delatan igualmente la influencia de
Joaquín Costa, Friedrich Nietzsche y Marcelino Menéndez Pelayo. En ese
sentido, su insistencia en la importancia de factores como «el carácter na-
cional» resulta muy significativa. En realidad, Araquistáin nunca fue un
marxista; ni conoció con profundidad el pensamiento de Marx. En sus aná-
lisis de la situación española brillaba por su ausencia del materialismo his-
tórico. Para Araquistáin, el problema de España tenía sus raíces en la psico-
logía; era un problema psicológico en el que la religión católica tenía un
papel de primer orden. La «hipertrofia de la domesticidad» que padecían, a
su juicio, los españoles era consecuencia del «espíritu originario de renun-
cia del catolicismo, que, al predicar que el hombre no se preocupe salvo de
la gloria ultraterrena, le induce al desdén por lo mundanal y a no ver cual-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

quier aspiración de tejas abajo sino pecado de vanagloria». El catolicismo


español había retrasado, además, por su estructura de imperio universal,
«la formación psicológica de la nacionalidad».

Durante el primer bienio republicano, Araquistáin comparte el refor-


mismo radical de Largo Caballero. Antes de su embajada en Alemania, en-
tre 1932 y 1933, colaboró estrechamente como subsecretario del Ministerio
de Trabajo, al mismo tiempo que intervino como miembro de la Comisión
Parlamentaria en la preparación del texto constitucional de 1931. Suya fue
la paternidad oficial de la célebre fórmula de España como «República de
trabajadores de toda clase». En aquellos momentos, creía que había que
completar el programa expuesto en sus libros anteriores acabando con los
residuos feudales existentes en la sociedad española en aras de una moder-
nización que relegaba a largo plazo los objetivos genuinamente socialistas.
Tampoco aplicó, en estas circunstancias, categorías marxistas al análisis de
la circunstancia española. Acentuó incluso su fidelidad a la «psicología de
los pueblos» y veía en la «decadencia del carácter español» el motor de la
crisis a superar en la España de los años treinta.

El corte teórico que condujo al escritor santanderino hacia posiciones


revolucionarias fue el provocado por la crisis de la coalición republicano-
socialista y el asentamiento de las derechas en el poder. Igualmente tuvo
influencia, aunque mucho menor de lo que ha solido afirmarse, la crisis de
la social-democracia alemana y el ascenso del nacional-socialismo al poder.
Durante un año, ocupó la embajada española en Alemania y tuvo oportuni-
dad de contemplar los progresos del nacional-socialismo. Incluso pronun-
ció una conferencia sobre Menéndez Pelayo y la cultura alemana, muy elo-
giosa hacia el historiador cántabro. Araquistáin dimitió de su cargo poco
después de la llegada del Hitler al poder, obligado, además, por la promul-
gación de la ley de incompatibilidades, que, entre otras cosas, contenía la
prohibición de desempeñar simultáneamente el cargo de diputado y los li-
bre nombramiento por el gobierno.

Sin embargo, no creía que en España hubiera, por el momento, un peli-


gro fascista, ya que no existía, diría en un informe, «ni un Mussolini, ni tan
siquiera un Hitler». Para entonces, estimaba que el reformismo socialdemó-
crata había periclitado; tan sólo quedaba la alternativa revolucionaria y el
recurso al marxismo como criterio de análisis. De esta experiencia y de es-
tas premisas nació la revista Leviatán. El término «leviatán» había formado
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

parte del léxico de Araquistáin. Se trata de designar un símbolo de poder


sobreimpuesto a las fuerzas individuales, ya sea un sistema político, una si-
tuación o un artefacto guerrero. En 1934, el precursor es claramente Thomas
Hobbes. Sólo la viñeta recuerda al monstruo bíblico del Libro de Job. Para
Araquistáin, el título de Leviatán aludía, por tanto, al nuevo Estado que se
estaba gestando en las entrañas de la sociedad contemporánea como única
salvación en el caos a que le ha conducido la anárquica economía individua-
lista. En consecuencia, el Estado absoluto de Hobbes como sistema de poder
que se ejerce sobre la colectividad en su propio interés, para superar los con-
flictos individuales, representa en los preliminares de la sociedad burguesa
lo mismo que el nuevo Leviatán, la dictadura del proletariado, prevista por
los fundadores del socialismo científico para cancelar definitivamente las
contradicciones de dicha sociedad. Leviatán, como sistema de poder absolu-
to, surge en los inicios de la sociedad burguesa y sella su desaparición.

El núcleo más coherente de colaboradores de la revista procedía


del PSOE. Figura igualmente un fuerte contingente de extranjeros, y en par-
ticular de hispanoamericanos. Entre los primeros, colaboran inicialmente
los prohombres del partido, como Julián Besteiro, Fernando de los Ríos,
Rodolfo Llopis, o Luis Jiménez de Asúa, que abandonaron sus páginas pos-
teriormente conforme se acentuaba el radicalismo de la revista. La continui-
dad se aseguró a través del círculo interno de escritores allegados al direc-
tor, como Francisco Carmona Nenclares, Antonio Ramos Oliveira, Juan
Falces Elorza, Alfredo Lagunilla, Julio Álvarez del Vayo, etc. Otros colabora-
dores fueron comunistas y sindicalistas como Andrés Nin, Joaquín Maurín,
Ángel Pestaña. Entre los extranjeros, destacan Otto Bauer e Ilya Eremburg.

Para Araquistáin y sus colaboradores, la alternativa estaba clara. El di-


lema no era ya Monarquía o República, sino «dictadura capitalista o dicta-
dura socialista». La vía reformista, propugnada por el PSOE entre 1931
y 1933, quedaba olvidada. Así lo señaló entre otros, Antonio Ramos Oliveira
en su entonces famoso libro El capitalismo español al desnudo, en cuyas pá-
ginas afirma que el fracaso de la experiencia reformista del primer bienio
republicano sólo podría explicarse a la luz de la dominación ejercida por las
clases titulares del poder económico sobre el aparato estatal que en teoría
escapaba a su control.

Una de las secciones permanentes de la revista era la selección de textos


de Karl Marx y Friedrich Engels, particularmente AntiDühring. Karl
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Kautstky se consideraba peligroso, por ser «la fuente del reformismo». De la


misma forma, se sometió a crítica severa el New Deal, de Roosevelt, al que
se presentaba como un «prolegómeno del fascismo».
El fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán son analizados, en
Leviatán, como frutos de la crisis económica; el apoyo de parados ganados
por formulaciones demagógicas; sus bases sociales provenientes de las cla-
ses medias, de los artesanos, etc; el apoyo del gran capital como beneficiario
del proceso de fascistización. Luis Araquistáin establecía un paralelo entre
los partidos fascistas y las bandas de la Italia renacentista, «una banda de
condottieros, un ejército privado de mercenarios que pagan los grandes in-
dustriales de ambos países por temor al comunismo». Además, Araquistáin
creía que el problema de la universalidad del fascismo dependía de «las va-
riantes psicológicas de la clase media de cada nación». Existían naciones
con «espíritu de mercenarios» (Italia y Alemania), de «vocación aventurera»
(España) y las poseedoras de colonias que le sirve de «válvula de escape»
(Francia e Inglaterra). En las páginas de Leviatán se popularizarían las tesis
de Wilhelm Reich sobre la psicología de las masas del fascismo.
En contraste, existía una valoración muy positiva de la Unión Soviética,
que, en opinión de los redactores, se iba encaminando hacia un régimen de
democracia perfecta, al borde de la desaparición definitiva de las diferen-
cias de clase. Era, a juicio de Segundo Serrano Poncela, la transformación
de la dictadura en «democracia social».
En las páginas de Leviatán se dio igualmente una mitificación de la fi-
gura de Pablo Iglesias como revolucionario y marxista. Según Ramos
Oliveira, Iglesias era «un intérprete inteligentísimo del marxismo». Y, de
acuerdo con esta interpretación, su trazado doctrinal resultaba incompati-
ble con las pretensiones de modificar el sistema económico mediante refor-
mas graduales. El fundador del PSOE era colocado en la trayectoria ideoló-
gica que llevaba de Marx y Engels a Lenin, al reconocer, según Araquistáin,
«como necesaria la conquista revolucionaria del Poder por el proletariado y
la dictadura de la clase obrera inmediatamente tras esa conquista».
Leviatán se mostró extremadamente agresivo con algunos intelectuales
de la derecha, como Ramiro de Maeztu, Armando Palacio Valdés o Salvador
de Madariaga. No obstante, el más atacado fue José Ortega y Gasset, a
quien Araquistáin tachó de «profeta del fracaso de las masas», «corruscante
escritor», «pequeño burgués», «romántico» —en el sentido de Carl Schmitt—,
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

«egocéntrico», etc. Luego, descalificó su pensamiento como «inconcluso y


contradictorio», «como obra casi siempre improvisada por lo general y des-
provisto de una información completa o bastante amplia, cuyas fuentes,
por otra parte, rara vez aparecen en sus escritos». Ortega y Gasset era un
«individualista vitalista a ultranza, para quien la sociedad, ahora y siempre,
tiene una inmutable estructura». Su vitalismo era, en consecuencia, «esen-
cialmente contrarrevolucionario», heredero de Schopenhauer y Nietzsche.
El largocaballerismo no sólo estuvo representado por Leviatán y su filial
Claridad, sino por las Juventudes Socialistas, dirigidas por Santiago
Carrillo. La causa de la unidad obrera, el enfrentamiento con los sectores
disidentes del socialismo y la preparación para el asalto revolucionario al-
canzaron en su acción, una explicación contundente. El proceso de bolche-
vización terminó, tras la unificación de las Juventudes Socialistas y
Comunistas en abril de 1936, en el desplazamiento de un sector importante
de las Juventudes al PCE.
Largo Caballero hizo mención reiteradamente a la necesidad de organi-
zar milicias socialistas, a las que se refería como «nuestro ejército». Un pró-
logo a este proceso insurreccional fue la huelga campesina puesta en marcha
por la Federación de Trabajadores de la Tierra, finalmente fracasada ante la
acción del gobierno. Finalmente, la reiterada amenaza de huelga general re-
volucionaria se hizo realidad cuando el líder católico José María Gil Robles
logró acceder al gobierno con tres carteras ministeriales. La insurrección de
octubre de 1934 se caracterizó por su mala organización y sólo pudo triunfar
momentáneamente en Asturias durante dos semanas. Sin embargo,
«Octubre» se convirtió en un mito positivo para la mayoría de los socialistas.

2.3 Julián Besteiro, la alternativa reformista

Frente a estas tendencias claramente revolucionarias, surgió la defensa


del reformismo, cuyo principal teórico fue Julián Besteiro Fernández.
Nacido en Madrid el 21 de septiembre de 1870, en el seno de una familia de
clase media, Besteiro había sido alumno de la Institución Libre de Enseñanza.
Fue discípulo de Giner de los Ríos, de quien declaró: «él era mi mayor afecto
y él influyó decisivamente en los derroteros de mi vida», «fue mi maestro,
fue mi padre espiritual, fue mi todo». Entre 1896 y 1900 publicó varios ar-
tículos breves de psicología en el Boletín de la Institución; pero no aceptó la
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

filosofía krausista. Inició sus estudios en la Universidad Central. Una vez


obtenido el título, se trasladó a París y Alemania en viaje de estudios, donde
recibió la influencia del positivismo y del neokantismo. Besteiro se vio
igualmente influido por el guildismo británico. A su regreso, concursó y ob-
tuvo en 1911 la cátedra de Lógica en la Universidad de Madrid. En un prin-
cipio, militó en el republicanismo primero en la Unión Republicana y luego
en el Partido Radical de Alejandro Lerroux, hasta 1912, año en que solicitó
el ingreso en el PSOE. En el XI Congreso de la UGT fue elegido miembro del
Comité Nacional del sindicato; y al año siguiente, en el X Congreso del PSOE,
miembro del Comité Nacional del partido. Durante la crisis del 1917, fue
miembro del Comité de Huelga del movimiento de agosto; y, una vez fraca-
sado, condenado a reclusión perpetua, junto a Anguiano, Largo Caballero y
Andrés Saborit. Su participación en la revolución política de 1917 tenía como
fundamento su concepción de que, para llegar al socialismo, era preciso que
España tuviera un desarrollo capitalista y unos cambios políticos. Para él,
«España es un país de negociantes y rentistas que explotan al pueblo». Las
movilizaciones en pro de la amnistía cobraron importancia, y en las eleccio-
nes a diputados de febrero de 1918, el Comité de Huelga resultó elegido para
la representación parlamentaria y, por tanto, fue amnistiado.

Desde entonces, Besteiro se asoció al reformismo teórico de los sectores


de la UGT, que encarnaron los líderes Saborit, Trifón Gómez y Lucio
Martínez, partidarios de potenciar como valor fundamental la estabilidad y
la disciplina de la organización. En 1926, sucedió a Pablo Iglesias en la pre-
sidencia del PSOE y de la UGT. Aunque se declaró marxista, Besteiro here-
dó de la Institución el organicismo social; y fue siempre partidario de una
segunda cámara de representación de intereses sociales, la sustitución del
Senado por una «Cámara corporativa», en la que estuvieran representados
el trabajo manual y la inteligencia. La otra Cámara sería la clásica demoli-
beral, surgida del sufragio universal.

Besteiro dimitió de la presidencia del PSOE y de la UGT en febrero


de 1931, en la antesala de la proclamación de la II República. Y es que no
consideraba conveniente la participación del PSOE, primero en el Comité
Revolucionario, y luego en los posibles gobiernos republicanos, de acuerdo
con su idea de que el papel de la burguesía no debía desempeñarlo el prole-
tariado, y de que éste colaborase en el poder sólo cuando pudiese realizar
plenamente sus fines políticos.
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Elegido diputado en julio de  1931 fue presidente de las Cortes


Constituyentes. Como presidente de la UGT, se mostró contrario a la apues-
ta revolucionaria de Largo Caballero y sus partidarios. Quedó, sin em-
bargo, en minoría en la discusión del Comité Nacional de la UGT de 27
de enero de 1934, dimitiendo a continuación de la presidencia. Besteiro
llegó a calificar la tendencia defendida en Leviatán de «socialismo mito-
lógico».

La defensa de las posiciones de Besteiro corrió a cargo del semanario


Democracia, fundado por Andrés Saborit en junio de 1935. La pretensión
del semanario era, según su director, la vuelta del PSOE a «táctica glorio-
sa y tradicional». Enfatizaba su oposición a cualquier tipo de dictadura,
«somos, por el contrario, defensores de la democracia, sin pactos, confu-
siones ni colaboracionismos de carácter permanente con los partidos bur-
gueses». «Para todos, nuestro respeto, nuestra solidaridad, nuestro apoyo
frente al fascismo, esto es, frente a la dictadura». Democracia no sólo sir-
vió de plataforma Besteiro en su polémica con Leviatán, sino que repro-
dujo artículos de Indalecio Prieto y otros socialistas críticos con las pos-
turas revolucionarias de Largo Caballero. En sus páginas, colaboraron
Trifón Gómez, Lucio Martín Gil, Juan José Morato, etc. El peso de la línea
teórica cayó en Saborit y su blanco principal fue la bolchevización del
partido impulsada por las Juventudes Socialistas. Los textos clásicos so-
cialistas reproducidos fueron traducciones de Kautsky y ocasionalmente
aparecieron colaboraciones ajenas al socialismo, con las firmas de
«Fabián Vidal», Xanti de Meabe y Ángel Pestaña. Democracia tan sólo
duró seis meses; pero las tendencias besteirianas no se limitaron a dicha
publicación. Besteiro llevó a cabo la edición de otro órgano socialista, ti-
tulado Los marxistas, con la colaboración de Gabriel Mario de Coca, que
intentó cubrir el vacío teórico para el que Democracia había resultado del
todo ineficiente. Otro órgano fue Tiempos Nuevos, dirigido por Saborit,
donde se insertaron textos del «planista» belga Henri de Man, partidario
de una economía mixta con intervención del Estado. La campaña de
Besteiro culminó con la publicación del libro de Gabriel Mario de Coca,
Anti-Caballero.

Sin embargo, el principal texto de la corriente reformista fue Marxismo


y antimarxismo, discurso de entrada en la Academia de Ciencias Morales y
Políticas de Julián Besteiro, pronunciado el  28 de abril de  1935. Para
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Besteiro, el marxismo es ciencia y, concretamente, su método ha de ser el


de las ciencias físicas. El marxista ha de proceder como el físico, el biólogo
o todos los investigadores u hombres de ciencia. En último término, esta
metodología marxista tiene valor en sí mismo, como instrumento de cono-
cimiento científico. Algo que tiende a relegar a un segundo plano la praxis
revolucionaria en nombre del evolucionismo. Según Besteiro, «el triunfo
del socialismo es función de la ciencia». La teoría precede a la praxis y de-
termina la ciencia social. Besteiro concibe la dialéctica como la dinámica
de las ideas, al afirmar que «la dialéctica es movimiento de las ideas, que
progresan, que se transforman por causas internas, inmanentes, como di-
cen los filósofos, dadas por ellos mismos, no por causas que vienen del
exterior». En el ámbito de lo específicamente político, el autor valoraba po-
sitivamente las experiencias reformistas europeas y el New Deal norteame-
ricano. La defensa del reformismo se asienta en la «teoría de la impregna-
ción», de raíz fabiana, que entendía la penetración progresiva del socialismo
en la sociedad capitalista, prueba empírica de su validez. Es un principio
que preside todo el discurso: «Las tendencias opuestas al progreso del so-
cialismo se han ido impregnando de la misma doctrina que combatían». Al
desarrollarlo, Besteiro proclama su fe en la capacidad de transformación
social de gobernantes como Roosevelt, y de tránsfugas del socialismo como
MacDonald o Millerand. De la misma forma, celebra las tendencias «pla-
nistas» de Henri de Man. Besteiro veía igualmente impregnación socialista
en el fascismo y en el nacional-socialismo alemán. La ideología fascista era
«una nueva forma de romanticismo». Su función histórica consistía en la
eliminación del poder de la burguesía liberal. Sin embargo, esta toma del
poder por el fascismo es sólo el precio a pagar por la defensa a ultranza de
la propiedad privada. El recurso al fascismo le sirve a Besteiro para criticar
la doctrina de la dictadura del proletariado. A su entender, Marx, cuando
empleaba dicho concepto, quería decir «ejercicio democrático del poder por
la clase obrera». Y señalaba que un Partido Socialista fuera del poder que
acentuara el culto a la violencia «puede fácilmente degenerar en un refor-
mismo revolucionario y violento de psicología y actuación muy semejante a
la del fascio». Para Besteiro, se trata de contraponer «un socialismo autori-
tario, cuartelero, despótico dominado por pasiones ciegas» y «un socialis-
mo inteligente, dueño de sus propias acciones y verdaderamente libertador
de los esclavos del capitalismo», y en cuanto a tal marxista: el socialismo
democrático.
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

La respuesta de Leviatán no se hizo esperar. Araquistáin publicó en la


revista dos largos artículos titulados «El profesor Besteiro o el marxismo en
la Academia» y «Un marxismo contra Marx». Para Araquistáin, los supues-
tos de Besteiro no eran marxistas, sino fabianos. Le reprochaba su admira-
ción por Roosevelt, al igual que la apología de los tránsfugas del socialismo.
Le acusaba, además, de superficialidad en su análisis del fascismo y del
nacional-socialismo: «El fascismo —como Roosevelt— sirve a la burguesía
en la sociedad y en el Estado, que son una misma cosa. Si a la burguesía,
mientras sea dueña del capital, no le conviniesen las dictaduras de Hitler y
Mussolini y los paños calientes de Roosevelt, estos hombres no estarían en
el Poder ni veinticuatro horas. Pensar otra cosa es no darse cuenta del mar-
xismo ni de lo que está ocurriendo en el mundo». En definitiva, el de
Besteiro era un marxismo «para uso de académicos», «un marxismo contra
Marx». Y es que, a diferencia de lo sustentado por el catedrático de Lógica,
el marxismo no era evolucionista, ni partidario de la democracia liberal,
sino partidario de la revolución, de la violencia y de la dictadura: «Estado
burgués y democracia burguesa son sinónimos, instrumentos ambos de
opresión del proletariado por la burguesía».

Las luchas políticas e intelectuales continuaron en el seno del PSOE a lo


largo del período republicano, incluso tras la victoria electoral del Frente
Popular, en el que los socialistas habían entrado coaligados con la izquierda
republicana y los comunistas. Buena prueba de ello fue la rivalidad y la ani-
madversión entre Claridad y El Socialista, que terminó a bofetadas entre
Luis Araquistáin y Julián Zugazagoitia durante la ceremonia de proclama-
ción de Manuel Azaña como presidente de la II República el 10 de mayo en
el Palacio de Cristal del Retiro madrileño.

Al estallar la guerra civil, Largo Caballero, fue nombrado presidente del


gobierno, pero caería en mayo de 1937, víctima de la estrategia comunista.
Aislado políticamente, Besteiro acabó dando su apoyo al golpe de Estado
del coronel Segismundo Casado contra Juan Negrín. La unidad del PSOE
tardaría mucho en restablecerse. Desde sus exilio, Luis Araquistáin, años
después, expresó una valoración muy negativa de su labor político-intelec-
tual realizada en Leviatán:

«Algunos amigos y yo marxistizamos un poco en la revista Leviatán du-


rante dos o tres años de la República, pero sin entrar muy a fondo en el
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

tema y más bien con propósito de vulgarización. En suma, repito: de verda-


dera originalidad nada.»

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Crítica de Azaña a la revolución liberal española

«El moderantismo se instala para siempre mediante una corta oligar-


quía de hombres entendidos en la administración y en los negocios, y acaba
por anexionarse el Estado, convirtiéndole en dependencia de un partido. Su
política consiste en hallar un orden legal que cubra el despotismo y en ce-
bar las ambiciones con el fomento de los intereses materiales.»

(Manuel Azaña, Tres generaciones del Ateneo, 1930)

2. Crítica de Azaña a la Restauración

«Cánovas, político de realidades, ha creado el sistema más irreal de la


historia española. La restauración proscribe las realidades del cuerpo espa-
ñol; no podía progresar dentro de sus líneas y se condenaba a la esterilidad;
o si progresaba iba derecha a su propia destrucción. Cánovas, lo sabía.
Nadie ha tenido de los españoles peor opinión que Cánovas, y al caer fulmi-
nado como pertenecía a sus pretensiones de titán, llevándole quizás la con-
vicción de que su patria no le había merecido, rodó también el fardo que
llevaba a cuestas.»

(Manuel Azaña, Tres generaciones del Ateneo, 1930)

3. Crítica del regeneracionismo de Costa

«A Costa le faltó comprender por qué un pueblo puede sublevarse, en


ciertos momentos, para cambiar la Constitución, y no se subleva para que
le construyan pantanos. Todo Costa es, seguramente, realizable el día me-
nos pensado, sin que desaparezcan ninguna de nuestras aspiraciones ac-
tuales. Por añadidura era jurista. Su tragedia es la de un hombre que qui-
siera dejar de ser conservador, y no puede. Caso muy español. Entre su
historicismo, su política de «calzón corto», su despotismo providencial y
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

restaurador, y el análisis, la introspección y la egolatría de los del 98 hay un


mundo de distancia.»

(Manuel Azaña, «¡Todavía el 98!», España, 20-X-1922, 2-IV-1923)

4. La República para los republicanos

«(…) la República sería, habría de ser para todos los españoles, pero que ha
de estar pensada, gobernada y dirigida por los republicanos. Esto es la evi-
dencia misma, y sin embargo, esto se olvida todos los días por algunos re-
publicanos (…) cuando se habla de República, se habla de política republi-
cana, se habla de doctrina, de medidas de gobierno, de propósitos que los
partidos republicanos españoles, pueden tener en su ideario y en la compe-
tencia de partidos, que es indispensable para el desenvolvimiento del régi-
men.»

(Manuel Azaña, «Los partidos y la República», DSC, 22-VI-1932)

5. Secularización de la enseñanza

«(…) en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi


partido, ni yo, en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en vir-
tud de la cual siga entregándose a las órdenes religiosas el servicio de la
enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defen-
sa de la República.»

(Manuel Azaña, «El artículo 26 de la Constitución», DSC, 13-X-1932)

6. Autonomía de Cataluña

«(…) no puedo suponer que los catalanes o los vascos o quienes fuesen au-
tónomos en España, puedan dejar de hablar en castellano; y si dejaran, allá
ellos; la mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español
sería atenerse a su vascuence o a su catalán, y prescindir del castellano
para las relaciones con los demás españoles, con los cuales vamos a seguir
tratándonos, y para las relaciones culturales, mercantiles, etc, con toda
América. ¿Adónde va a ir un fabricante catalán, un exportador catalán sin
el castellano? ¿Adónde va a ir? A Zaragoza, no será.»

(Manuel Azaña, «El Estatuto de Cataluña», DSC, 21-V-1932)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

7. Ante la guerra civil

«El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses na-
cionales son solidarios; y, donde uno quiebra, todos los demás se precipitan
en pos de su ruina, y lo mismo le alcanzan al proletario que al burgués; al
republicano que al fascista; a todos igual. Durante cincuenta años los espa-
ñoles están condenados a pobreza estrecha y a trabajos forzados si no quie-
ren verse en la necesidad de sostenerse de la corteza de los árboles.»

(Manuel Azaña, Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona, 18-VII-1938)

8. Luis Araquistáin presenta Leviatán

«En última instancia, el Leviatán de Hobbes es el Estado sin derechos


individuales, singularmente el de propiedad, fuente de toda injusticia; pero
un Estado donde no exista el derecho de propiedad individual acaba necesa-
riamente siendo un Estado sin clases. Es el Estado perfecto. Tan perfecto
que su existencia se hace inútil. Leviatán concluye devorándose a sí mismo,
porque, después de todo, es un buen monstruo (…) En rigor, Marx y Engels
no hace sino completarla, llevarla a sus últimas consecuencias; no habrá
paz civil hasta que los expropiados se apoderen del Leviatán, y con su fuerza
expropien a los expropiadores, socializando, definitivamente, la propiedad.»

(Luis Araquistáin, «El mito de Leviatán», en Leviatán n.º 1, mayo 1934)

9. Lucha de clases

«La Historia es una guerra civil permanente, y ¡ay! de los que lo ignoran
o no quieren reconocerlo, o de los que pretenden estar a bien con todos los
beligerantes: a la postre, serán aplastados o esclavizados (…) No fiemos
únicamente en la democracia parlamentaria, incluso si alguna vez el socia-
lismo logra una mayoría: si no emplea la violencia, el capitalismo le derro-
tará en otros frentes con sus formidables armas económicas.»

(Luis Araquistáin, «La nueva etapa del socialismo», en Leviatán n.º 1, mayo 1934)

10. Defensa del gradualismo en Besteiro

«En las lucha revolucionaria de nuestro tiempo no sean los cañones ni


la fuerza ciega de las materias explosivas lo que dé el triunfo; será la inteli-
LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

gencia, porque a la naturaleza social como la naturaleza física no se la pue-


de utilizar ni dominar ni vencer más que de un modo: conociendo sus leyes
y sometiéndose a ellas.»

(Julián Besteiro, Marxismo y antimarxismo, 1935)

11. Reformismo social

«Si, con una inspiración marxista, pudiéramos optar, sin duda alguna
habríamos de decidirnos por la solución que representa Inglaterra y los
Países Escandinavos.»

(Julián Besteiro, Marxismo y antimarxismo, 1935)

BIBLIOGRAFÍA

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TEMA 17
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

Pedro Carlos González Cuevas

Como hemos señalado en el anterior capítulo, la II República nació con


una clara vocación de ruptura social y política. La reacción de las derechas
no se hizo esperar; pero no fue completamente homogénea. Un sector, repre-
sentado por los social-católicos de Ángel Herrera, optó por la revisión cons-
titucional en un sentido corporativo, confesional y autoritario. Monárquicos
y carlistas, promovieron, desde el principio, la insurrección y el golpe de
Estado militar. Durante el período republicano, apareció el fascismo espa-
ñol como proyecto autónomo. Uno de los mayores handicaps de la II Re-
pública fue la inexistencia de una derecha genuinamente republicana.

1. LA REACCIÓN MONÁRQUICA: ACCIÓN ESPAÑOLA

En diciembre de 1931, salió a la luz el primer número de la revista Acción


Española, organizada igualmente como sociedad de pensamiento monár-
quico y como editorial. Su principal promotor fue el joven integrista
Eugenio Vegas Latapié. Su maître a penser fue Ramiro de Maeztu, quien,
desde 1934, se ocupó de la dirección de la revista, tras una primera etapa en
que ejerció esa función el conde de Santibáñez del Río. La revista, cuyo títu-
lo era de claras resonancias maurrasianas, pretendió ante todo actualizar el
pensamiento tradicionalista español.; y servir de aglutinante al conjunto de
las derechas tradicionales de cara al retorno de la Monarquía, que, a dife-
rencia de la de la Restauración, ya no seguiría el modelo liberal-constitucio-
nal, sino el tradicional y corporativo. No obstante, en modo alguno puede
considerársele como un mero remedo de L´Action Française, de Charles
Maurras, ya que el positivismo que servía de base a la construcción mau-
rrasiana fue explícitamente condenado por Maeztu, al igual que su agnosti-
cismo religioso y su nacionalismo omnicomprensivo. Su inspiración fue so-
bre todo católica. La revista consiguió congregar en sus páginas, lo mismo
que en la sociedad de pensamiento homónima, a los diversos sectores de la
derecha nacional. Antiguos mauristas como José Calvo Sotelo y Antonio
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Goiceoechea; carlistas como Víctor Pradera y el conde de Rodezno; social-


católicos, como el marqués de Lozoya; integristas, como Vegas Latapié; pri-
moriveristas, como Eduardo Aunós, José Pemartín y José María Pemán, etc.

Partiendo de la percepción de que la democracia republicana llevaba,


dada la situación social española, a la revolución social, sus promotores
confiaban en el colapso más o menos próximo del régimen político y en la
posibilidad de convertirse en la elite orientativa de una eventual dictadura
militar previsible o preparada por ellos mismos.

El núcleo esencial del proyecto político de Acción Española fue el de la


«tradición» nacional. Según Ramiro de Maeztu, la nación no dependía del
suelo, ni de la raza, ni de la economía, ni de la lengua, ni de otros factores
singularmente tomados; lo que la nacía surgir y permanecer era el «espíri-
tu» dominante, «un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiem-
po un valor de historia universal». Esa idea nacional se configura como una
amalgama de universalismo cristiano, voluntad de afirmación dinástica y
tradicionalismo católico. En ese aspecto, resulta esencial la figura de
Marcelino Menéndez Pelayo como intérprete dotado de autoridad, ya que
en su obra los monárquicos encontraron el paradigma historiográfico a tra-
vés del cual frenar los avances de la secularización y las transformaciones
sociales. La nación española era inseparable del catolicismo; y la perviven-
cia nacional se encontraba condicionada a la continuidad de su «espíritu».
La historia de España comprendía momentos verdaderos y falsos, que en-
gendraban un proceso cíclico de decadencia y ascenso que siempre coinci-
día éste último con el apogeo del catolicismo como religión de Estado y la
forma de gobierno monárquica, pero con una clara preponderancia del fac-
tor religioso.

La nación española es hija de la herencia romana y cristiana. Tras la caí-


da del Imperio romano el cristianismo asume con Recaredo el papel de reli-
gión de Estado, lo que supone la definitiva cristalización política y simbóli-
ca de la nación española. La invasión jarabe puso de manifiesto la capacidad
integradora del ideal católico. La Reconquista se encarnó en Castilla, quien
la condujo a través de su estilo y de su lengua. El papel desempeñado por
árabes y judíos en la cristalización de la identidad española fue negativo. La
españolía auténtica rechazó ambas influencias. De hecho, el carácter nacio-
nal español se forjó en la lucha contra los dos pueblos. Con los Reyes
Católicos se consigue la unidad nacional y espiritual. Fiel a su destino provi-
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

dencial, España fue la única nación europea que se mantuvo fiel a su sus-
tancialidad católica. En 1492, no sólo se logró la unidad nacional, sino que,
con el descubrimiento de América, nació la «Hispanidad», base de la «cultu-
ra universal» y de la «unidad moral de todos los hombres». A lo largo de los
siglos aúreos, España se convirtió en un instrumento del catolicismo. La
decadencia nacional se inició en el siglo  XVIII, a causa de la discontinuidad
del ideal católico. Se trata de un siglo mimético, vulgar imitador de la cultu-
ra francesa y de los postulados secularizadores de la Ilustración. Esta deca-
dencia se prolonga a lo largo del siglo  XIX con el triunfo del liberalismo, lo
que es sinónimo de fragmentación, disgregación y descomposición. Las gue-
rras carlistas fueron consecuencia del conflicto entre catolicismo y liberalis-
mo;. La I República resultó ser el punto de máxima dispersión de la historia
española contemporánea. Pero la Restauración canovista tampoco llegó a
ser una alternativa plausible y positiva a ese proceso degenerativo, por su
pacto con el liberalismo y su incapacidad para la defensa del orden frente a
las fuerzas subversivas liberales, democráticas, socialistas y comunistas.

La identificación de la nación española con el catolicismo llevaba


igualmente a la condena de todas las tradiciones intelectuales juzgadas hete-
rodoxas, tales como el krausismo, la Generación del 98, Ortega y Gasset, etc.

La crisis de la modernidad exigía el retorno a la tradición hispánica,


adaptada a la nueva situación social, política y económica. El fin del libera-
lismo económico, la crisis de la democracia, la emergencia de los fascismos
y del comunismo habían puesto en cuestión los fundamentos de la sociedad
liberal. En consecuencia, era necesario edificar un régimen político monár-
quico, intervencionista y corporativo. Frente a la República, la Monarquía
tradicional y católica era el garante de la unidad nacional y de la defensa
social. Un poder político fuerte, como el de la Monarquía, podría descentra-
lizar sin peligro para la unidad nacional.

La Monarquía tradicional se vincula al sistema corporativo. En las


Cortes, tendrían representación, no los individuos, a través del sufragio
universal, sino las clases sociales, la magistratura, el Ejército, la Iglesia y
la aristocracia. Pieza esencial sería el Consejo del Rey, que asesorara al
monarca.

Este régimen autoritario-corporativo defendería un nuevo modelo de ca-


pitalismo. En la revista, las páginas económicas corrieron a cargo de José
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Calvo Sotelo, el antiguo ministro de Hacienda de la Dictadura, para quien


eran ya disfuncionales las fórmulas del capitalismo liberal, lo que hacía ne-
cesario la edificación de un Estado interventor, gestor colectivo en índole
subsidiaria del capital privado. La «economía dirigida» operaría eficazmen-
te como factor de racionalización del aparato productivo, de la supresión de
los desequilibrios y de las crisis cíclicas que en el capitalismo liberal se pro-
ducían periódicamente. El modelo económico debería seguir la orientación
hacia adentro. Junto al intervencionismo, el proteccionismo y el nacionalis-
mo. Lo que llevaba consigo el fomento de la iniciativa privada y el estímulo
a las industrias nacionales.

Complemento e instrumento esencial de este proyecto era el corporati-


vismo laboral, cuyo máximo teorizante fue Eduardo Aunós, quien defendió
el modelo católico-social del período primorriverista con algunas modifica-
ciones. La representación del trabajo y del capital convergería en el Consejo
Superior de las Corporaciones, dependiente de la presidencia del Consejo de
Ministros. Cuatro clases de representaciones, aparte de la de Estado, se re-
unirían en ese Consejo: la patronal de las corporaciones de trabajo, agríco-
las e industriales; la obrera; la de los consumidores —cooperativas, mutua-
lidades, jefes de familia—; y la de los técnicos, elegidas por sus respectivos
mandatarios en los consejos corporativos nacionales. Tal esquema corpora-
tivo era inseparable de un modelo de relaciones laborales, basado en el con-
trato colectivo de trabajo, en virtud del cual el Estado aceptaba a su lado,
para la creación de derecho, a los grupos sociales interesados en la repre-
sentación de los intereses de los miembros y llegar a acuerdos para fijar las
normas que regularan las condiciones de trabajo.

A nivel internacional, la revista se mostró partidaria de la constitución


de una comunidad hispánica de naciones: la «Hispanidad», basada en los
principios católicos. No se trataba de un ideal imperialista; era el proyecto
de «convertir en una sola familia a todos los pueblos de la tierra». La
«Hispanidad» llevaba implícita la idea de pluralidad, a semejanza de la
Cristiandad; era el conjunto de los pueblos hispánicos, dando a esa palabra
«su sentido latino y general», sin que ninguno de ellos —y tampoco España—
tuvieran derecho a monopolizarlo.

Acción Española ejerció una profunda influencia doctrinal en el conjun-


to de las derechas españolas; especialmente en la monárquica representada
primero por Renovación Española, bajo la dirección de Antonio Goicoechea;
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

y, sobre todo, en el llamado Bloque Nacional, que intentó aglutinar a los


monárquicos alfonsinos y carlistas, y cuyo máximo dirigente fue José Calvo
Sotelo.

2. TRADICIONALISMO Y ACCIDENTALISMO: ACCIÓN POPULAR


Y LA REVISTA DE ESTUDIOS HISPÁNICOS

En contraste con los monárquicos de Acción Española, la derecha católi-


ca accidentalista dirigida por Ángel Herrera Oria y José María Gil Robles,
partidarios del acatamiento de las instituciones republicanas con el objetivo
de transformarlas en un sentido corporativo y confesional, no desarrolló
una labor intelectual tan intensa.

A las dos semanas de proclamada la II República, se constituyó una or-


ganización política de signo conservador que adoptó el nombre de Acción
Nacional. Y el 7 de mayo de 1931 hizo público su primer manifiesto bajo el
lema «Religión, Familia, Orden, Trabajo, Propiedad». En el manifiesto, la
organización se presentaba como dique contra la revolución y se autodefi-
nía como un grupo de «defensa social», que se proponía actuar en la vida
pública dentro del sistema establecido «de hecho» para defender «institucio-
nes y principios no esencialmente ligados a una forma de Gobierno, sino
fundamentales y básicos en cualquier sociedad que no viva a espaldas a
veinte siglos de civilización cristiana».

Sin embargo, la candidatura de la nueva organización política no consi-


guió apenas representación parlamentaria en las elecciones a Cortes consti-
tuyentes. A finales de año, la jefatura de Acción Nacional recayó en el abo-
gado y diputado salmantino José María Gil Robles y Quiñones. Nacido
en  1898, era hijo de Enrique Gil y Robles, el pensador tradicionalista.
Formado en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, colaboró
con la Dictadura de Primo de Rivera. Su tesis doctoral, titulada El Derecho
y el Estado y el Estado de Derecho, escrita en 1922, es una buena síntesis de
su pensamiento político juvenil. Se trata de una obra profundamente influi-
da por el pensamiento de su progenitor, junto a la perspectiva de otros auto-
res como Ahrens, Bossuet, Santo Tomás de Aquino, Balmes, Vázquez de
Mella, Taparelli, Taine, etc. El liberalismo era presentado como producto
del «individualismo igualitarista dominante en la Edad Moderna, que in-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

fundió en los espíritus y en los corazones un hábito de extraviada indepen-


dencia»; y la Revolución francesa, «errónea en sus principios y doctrinas,
injusta en sus fines e inmoral e inicua en sus procedimientos». Defendía,
además, la restauración de los gremios, a los que consideraba un modelo a
seguir ante los nuevos retos sociales y económicos.

Esta perspectiva tradicionalista y social-católica le hizo rechazar, desde


el primer momento, el fascismo como alternativa política. Gil Robles consi-
deró los movimientos fascistas «inadmisibles para quien afirma los princi-
pios cristianos del Derecho Público»; y es que el fascismo era «una manifes-
tación más aguda del socialismo que hoy domina en los países modernos».
En el fondo, se trataba de una revolución filosófico-política que comenzaba
con «el individualismo criteriológico y el subjetivismo psicológico de
Descartes, para concluir en el monismo panteísta de Hegel».

El ideal de Gil Robles y su partido era un régimen corporativo, sin par-


tidos políticos —cuya existencia consideraba «un mal en sí mismo»—, «un
orden nuevo», cuyo modelo más próximo era el Estado novo portugués, pre-
sidido por Antonio de Oliveira Salazar.

Bajo la presidencia de Gil Robles fue aprobado el programa de Acción


Nacional. A la cabeza aparecía, no el accidentalismo respecto al tema de las
formas de gobierno, sino la inhibición ante aquella problemática. Lo priori-
tario era la defensa del catolicismo amenazado por la legislación laicista y
anticlerical republicana. Íntimamente ligado a ello, la defensa del naciona-
lismo español frente al «universalismo pacifista y socialista» y «la degene-
ración malsana del regionalismo extremista», afirmando la «sustantividad
de España». Otro punto esencial era la defensa de la propiedad privada,
definida como «condición necesaria para el ejercicio provechoso de las acti-
vidades humanas y base insustituible y perpetua de toda organización dig-
na de tal nombre». Era necesario, además, «vigorizar el principio de autori-
dad». Su programa social consistía en los supuestos reformistas del
catolicismo social: accionariado obrero, salario familiar, seguros sociales,
etc. Se consideraba inaceptable la Constitución de 1931, al ser obra de un
solo partido, el socialista, al que se presentaba como enemigo de «todo co-
nato de vida libre, digna y civilizada».

Tras el fracaso de la intentona golpista acaudillada por el general José


Sanjurjo, los sectores accidentalistas se vieron obligados a una definición
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

más clara de su actitud legalista. El Debate condenó la insurrección y reco-


mendó a las líderes de Acción Popular, nueva denominación del partido exi-
gida por el gobierno republicano, dar un paso más en el sentido de aclarar
su relación respecto a la República, teniendo como norte las directrices de
León XIII sobre el acatamiento al orden establecido, aunque absteniéndose
de manifestaciones de republicanismo explícito y manteniendo la bandera
de la revisión constitucional. Línea que triunfaría en la asamblea de Acción
Popular celebrada en octubre de 1932.

Meses después, el 28 de febrero de 1933, tuvo lugar en Madrid, a instan-


cias de Acción Popular y de la Derecha regional Valenciana, el Congreso que
dio lugar a la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), al
que asistieron delegaciones de los distintos grupos accidentalistas. El
Congreso aprobó un programa de acusados perfiles contrarrevoluciona-
rios. La CEDA declaraba, en el primero de sus puntos, que «su finalidad
principal y la razón fundamental de su existencia es laborar por el imperio
de los principios del derecho público cristiano en la gobernación del Estado,
de la región, de la provincia y del municipio, sin más límite que la posibili-
dad de cada momento político». Y, en ese sentido, expresaba «su más enér-
gica protesta contra el laicismo de Estado y contra las leyes de excepción, y
de la persecución de que se ha hecho víctima a la Iglesia católica en España»,
demandándose la anulación de todas las leyes de carácter anticlerical y lai-
cista, lo que llevaba a la revisión constitucional. Se propugnaba el régimen
corporativo, tanto a nivel político como a nivel social; «el robustecimiento
del Poder Ejecutivo», regionalismo y municipalismo; defensa de la familia;
libertad de enseñanza; rechazo de la lucha de clases, etc.

A lo largo de de su existencia, la CEDA fue un conglomerado mal articu-


lado de grupos y tendencias —conservadores autoritarios, tradicionalistas,
democristianos, social-católicos— donde el carisma de José María Gil Robles
fue esencial. Los ideólogos del partido elaboraron una suerte de ideología
carismática en la que Gil Robles aparecía como «el Jefe» e incluso como «el
Caudillo», cuya presencia en la vida pública adquiría un carácter providen-
cial. Un caudillaje que para sus prosélitos enlazaba históricamente con los
defensores de la tradición católica española, tales como el Padre Zeballos y
«El Filósofo Rancio», pasando por Balmes, Donoso Cortés, Aparisi y Nocedal.

La táctica accidentalista dio, en un primer momento, buenos resultados


electorales. En las elecciones de 1933, la CEDA consiguió ciento quince di-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

putados, convirtiéndose en la primera fuerza parlamentaria. Siguiendo su


táctica posibilista, Gil Robles apoyó, en un principio, a un gobierno presidi-
do por el líder radical Alejandro Lerroux. Pero la participación de tres mi-
nistros cedistas en un nuevo gobierno provocó la insurrección socialista de
octubre de 1934, que, en Asturias, solo pudo ser sofocada mediante la inter-
vención del Ejército; lo que tuvo como consecuencia una radicalización aún
mayor de la vida política española; y, en concreto, de la derecha católica,
cuya perspectiva tradicionalista se agudizó.

Así lo demuestra la salida a la luz, en enero de 1935, de la Revista de


Estudios Hispánicos, cuyo perfil ideológico, si excluimos el tema monárqui-
co, fue similar a la de Acción Española. La revista nacía bajo el patronzazo
de Menéndez Pelayo, del pensador integralista portugués Antonio Sardinha,
de Milá y Fontanals y de Luis de Camoens. El enemigo era «la Revolución,
cuyo pensamiento es siempre antagónico de España, por lo que España re-
presenta». El equipo intelectual de la revista fue reclutado sobre todo en
torno a los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas,
muchos de los cuales eran igualmente colaboradores de Acción Española,
como su director, el marqués de Lozoya, Miguel Herrero García, Rafael
García y García de Castro, Oscar Pérez Solís, etc.

La Revista de Estudios Hispánicos defendió en todo momento, como


Acción Española, una concepción teológica de la política, contraponiendo
Donoso Cortés a Karl Marx, estableciendo, al modo donosiano, analogías
entre la metafísica de una época y la acción de los hombres en sociedad: «Es
preciso —dirá el marqués de Lozoya— que busquemos sus fundamentos en
los principios eternos, que solo en Dios pueden tener origen». Siguiendo el
paradigma menéndez-pelayista, la revista desarrolló un concepto de cultu-
ra nacional antagónico de los supuestos laicistas y secularizadores. La iden-
tidad española era inseparable del catolicismo. A partir de tal planteamien-
to fue desarrollándose en sus páginas la alternativa político-cultural: un
Estado confesional, que garantizara la influencia católica en la sociedad,
sobre todo en la enseñanza; y corporativo, según los parámetros de la doc-
trina social católica.

La Revista de Estudios Hispánicos tuvo una existencia efímera; desapa-


reció en febrero de 1936. En total, catorce números.
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

Mención aparte merece la Juventud de Acción Popular (JAP), rama juve-


nil del partido. Frente a las izquierdas, la JAP negó en todo momento su
carácter fascista, alegando no comprender «la deificación del Estado». Su
estadista favorito no era Mussolini, mucho menos Hitler; como en el caso
de Gil Robles, admiraban a Oliveira Salazar, cuyo régimen político marca-
ba el camino a seguir. Un régimen autoritario, no totalitario, sin partido
único y basado en las encíclicas papales. Se trataba, según los jóvenes cató-
licos, del «justo medio sin caer en la democracia degenerada ni en el estatis-
mo absorbente y panteísta». Sus críticas hacia el partido fascista espa-
ñol, FE-JONS, fueron muy duras, asociándole a la heterodoxia doctrinal de
la generación del 98 y de Ortega y Gasset, y cuyo programa político califica-
ba de «sencillamente monstruoso» y «enteramente revolucionario».

3. EL FASCISMO ESPAÑOL: DE LAS JONS A FE

Polémica sigue siendo hoy cualquier definición del fenómeno fascista.


No obstante, la historiografía más solvente suele presentar el fascismo como
una «derecha revolucionaria», cuya ideología consistió en una síntesis de
nacionalismo y socialismo. Desde el punto de vista sociológico, fue la expre-
sión de unas clases medias «emergentes», deseosas de una participación
mayor en el poder social y político. En ese sentido, tanto el movimiento
como luego el régimen fascista se distinguen de los sistemas políticos con-
servadores clásicos en cuanto promueven la movilización de las masas y
por su pretensión de mostrar una nueva faz de civilización, su idea de crear
un hombre nuevo y una nueva sociedad bajo la égida del líder carismático y
del partido único. Desde el punto de vista económico, fue un intento de lo-
grar el desarrollo industrial capitalista mediante la intervención del Estado
a gran escala y sobre nuevas bases centralizadas. Desde la óptica religiosa,
el fascismo resultó ser un producto de la época de la secularización; sus
fundamentos filosóficos eran inmanentistas y activistas.

El fascismo español apareció en la escena política nacional a lo largo del


período de la II República como resultante de sucesivas fusiones, que, en-
tre 1931 y 1934, protagonizaron una serie de movimientos políticos e inte-
lectuales unidos por una común perspectiva nacionalista. El fascismo espa-
ñol tuvo como principales promotores políticos e intelectuales a Ramiro
Ledesma Ramos, Ernesto Giménez Caballero y José Antonio Primo de
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Rivera, quienes, como tendremos oportunidad de ver, defendieron posicio-


nes no siempre coincidentes desde el punto de vista ideológico y estratégico.

3.1 Ramiro Ledesma Ramos: el voluntarismo fascista

A finales de febrero de 1931, se hizo público un manifiesto que llevaba por


título La Conquista del Estado, y que servía, además, para preparar publicita-
riamente la aparición de un semanario homónimo, que saldría a la luz en
marzo y cuyo director era Ramiro Ledesma Ramos. Nacido en 1905, Ledesma
Ramos había sido discípulo de Ortega y Gasset, colaborador de la Revista de
Occidente; y era un ávido lector de Nietzsche, Maurras, Heidegger, Gentile y
Unamuno. Fue, sin duda, el primer y más destacado teorizante del fascismo
español. La mayor parte de lo que luego sería el corpus ideológico de Falange
procede de su pensamiento, en particular su antiliberalismo, populismo y
nacionalismo dinámico. Ledesma Ramos fue, además, un gran creador de
símbolos: la bandera roja y negra, el grito «Arriba España», los lemas «Una,
Grande, Libre», «Patria, Paz y Justicia», «Revolución nacional», etc. Ledesma
tenía una concepción leninista del partido. La subversión contra el sistema
liberal había de actuar bajo la dirección del partido, como auténtico guar-
dián de la conciencia nacional. Había de ser un partido centralizado y jerar-
quizado en torno a una elite. Su tarea fundamental era la de explotar todos
los elementos y formas de oposición y canalizar todas las energías dirigidas
contra el régimen republicano, utilizándolas para sus propios fines.

Ledesma Ramos definió el fascismo como producto de la rebelión políti-


ca y social de las clases medias. Sus características eran las siguientes: «Idea
nacional profunda. Oposición a las instituciones demoburguesas y al Estado
liberal parlamentario. Desenmascaramiento de los verdaderos poderes feu-
dales de la actual sociedad. Incompatibilidad con el marxismo. Economía
nacional y economía del pueblo frente al gran capitalismo financiero y mo-
nopolista. Sentido de la autoridad, de la disciplina y de la violencia».

Esencial en su proyecto político fue la definición del hecho nacional. En


ese aspecto, Ledesma Ramos siguió a Ortega y Gasset, Renan, Hegel y
Gentile. La nación era, para Ledesma, una realidad moral: el asidero supe-
rior a la efímera vida personal, porque el individuo solo adquiría plena rea-
lidad objetiva como miembro de la comunidad nacional. La nación no era
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

un ente estático, cuya explicación pudiera darse con exclusiva referencia al


pasado; era un proyecto. Por ello, el objeto preferido de sus críticas fue la
concepción tradicionalista de la identidad nacional, ligada al catolicismo.
Esta crítica era de principio; y ello debía ser así porque existía una contra-
dicción fundamental entre el catolicismo y la idea moderna de nación.
Legitimarse mediante la nación y no mediante Dios era una forma de prefe-
rir la propia nación en detrimento de los principios universales. A causa de
su universalismo, el catolicismo era incompatible con la idea nacional.
Además, Ledesma juzgaba que el catolicismo había sido en España un ins-
trumento de «debilidad y resquebrajamiento». Históricamente, la unidad
nacional no podía considerarse en sí misma una aspiración; era una reali-
dad desde los Reyes Católicos, pero se trataba de una unidad «en peligro,
deficiente y a medias». La tarea de consolidación de la unidad nacional re-
caía en una nueva elite dirigente y en la construcción de un nuevo Estado. Y
es que el problema de España era un problema de Estado, porque el régi-
men liberal no sólo era un gestor y administrador ineficaz, sino que, ade-
más, se había mostrado incapaz de consolidar la unidad nacional. De ahí
que el problema solo podría ser solucionado a partir de la elevación del
Estado a la categoría de absoluto. Lo verdaderamente esencial era que el
pueblo y la nación pudieran dotarse de unas estructuras de poder eficaces,
porque los pueblos y las naciones no son sujetos de la historia hasta que no
se constituyen realmente en Estado. Así, el Estado totalitario y unipartidis-
ta no es sino un poder fuerte, capaz de llevar a cabo el desarrollo nacional,
social y económico tardío de una sociedad dejada al desamparo por la ines-
tabilidad gubernamental y la corrupción del pseudoEstado parlamentario.
Su objetivo era, pues, edificar un Estado moderno, cuyo designio esencial
era reformar y modernizar la sociedad a escala nacional, mediante el diri-
gismo económico, el corporativismo de Estado y el partido único como cau-
ce de integración de las masas en la vida pública.

3.2 Ernesto Giménez Caballero: el esteticismo fascista

Distinta fue la concepción del fascismo de otro de sus principales teóri-


cos en España: Ernesto Giménez Caballero. Escritor vanguardista, en su
pensamiento se impone la literatura a la dimensión práctica. Colaborador
de la Revista de Occidente y discípulo de Ortega y Gasset, fue el fundador de
La Gaceta Literaria, publicación asombrosamente plural, en la que colabo-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

raron escritores de las más variadas tendencias políticas: comunistas, so-


cialistas, monárquicos, católicos, fascistas, republicanos etc. Influido por el
«futurismo» de Marinetti, Giménez Caballero evolucionó hacia el fascismo,
tras el advenimiento de la II República.
Su obra Genio de España fue la primera teorización del fascismo español.
En esta obra, Giménez Caballero parte del concepto unamuniano de «intra-
historia», en el sentido de una auténtica historia del pueblo español, que dis-
curre por debajo de la superficie. El «genio» es básicamente la acumulación
de esencias históricas de una patria. Giménez Caballero reconoce tres vastos
y fundamentales «genios»: el oriental, el occidental y, como mística asunción
de ambos, el «genio» de Cristo o universo católico. Occidente es el individua-
lismo, mientras que Oriente significa colectivismo. El «genio» de Cristo es la
síntesis de ambos; incorpora el libre albedrío, gracia, progreso material, mo-
ral e intelectual, combinado, a su vez, con aspectos del «genio» oriental. El
«genio» cristiano se identifica con la Roma de Mussolini, que había consegui-
do garantizar el equilibrio entre Oriente y Occidente, a través de la síntesis
dialéctica establecida por el fascismo entre capitalismo y socialismo, entre li-
bertad y jerarquía, entre orden y libertad. Como nación, España no se identi-
fica ni con Oriente ni con Occidente. Ocho siglos de Reconquista supusieron
una lucha entre el Islam y la tradición cristiana germánica. De ahí que España
fuese una nación de síntesis, es decir, «Cristiandad», «Catolicidad», «Genio de
Cristo», «Genio Romano-Germánico», «fundidor y antirracista». De esta for-
ma, sólo los partidarios del fascismo eran, en realidad, leales al «genio nacio-
nal». La referencia de Giménez Caballero a la «Catolicidad» española no signi-
ficaba una adhesión al catolicismo como fe religiosa o teología política. Así lo
sostendrá en otra de sus obras, La Nueva Catolicidad, donde especifica que
por «Catolicidad» no hay que entender «catolicismo», sino «universalidad». El
fascismo es una «catolicidad», pero no un catolicismo. Se trata de una idea
secular, propia de la cultura política del siglo  XX. De hecho, el nuevo Estado
fascista no sería confesional, ya que «la Iglesia no deberá mezclarse en el
Estado, porque sólo el Estado podrá garantizar la misión religiosa».
Se debe a Giménez Caballero igualmente una teorización de la estética
fascista, defendida en Arte y Estado. En sus páginas, el autor descalifica el
principio liberal de autonomía del arte. La creación artística es, sobre todo,
«propaganda», no mera imagen. Tampoco es la expresión de un ser en sí,
sino de las características esenciales del «genio» nacional. El arte español
era, en consecuencia, un arte sintético, «universo, integrador, fecundo, ecu-
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

ménico, catolizal»; y su expresión más genuina era el clasicismo cristiano,


síntesis del misticismo asiático y del romanticismo occidental. El clasicismo
cristiano era la respuesta a la crisis que padecía el arte europeo, debida a
tres causas: el maquinismo, el «purismo» y la ausencia de mercado. La
emergencia de artes mixtas, como el cine, la radio, las artes gráficas y de
propaganda, demostraba que la máquina amenazaba el monopolio del ar-
tista en la expansión estética. El «purismo» significaba la tendencia a elabo-
rar un arte para iniciados, cuyo arquetipo era el «cubismo». La falta de
mercado era fruto de la ausencia de poder adquisitivo por parte del público.
Todo ello obligaba al artista a pedir protección al Estado, a convertirse en
«funcionario» al servicio de la política. Al someterse al Estado, el artista
lograría protección; saldría de la introspección y entraría en contacto con el
«genio» nacional. El nuevo Estado totalitario debía practicar una política
artística deliberadamente antiformalista, ligada a la vida social y a las ma-
sas. En ese contexto, la misión del artista español era crear un arte en con-
sonancia con el «genio» nacional, un arte clásico, cristiano, sintético, cuyo
paradigma arquitectónico no podría ser otro que El Escorial.

3.3 José Antonio Primo de Rivera: El clasicismo fascista

Nacido en 1903, José Antonio Primo de Rivera era el primogénito de


Miguel Primo de Rivera, un hecho que marcó de forma indeleble su trayec-
toria vital. La reivindicación de la memoria de su padre fue, en el fondo, la
razón profunda de su entrada en la vida política activa. Sus orígenes políti-
cos fueron, por tanto, netamente conservadores. Sin embargo, tras su mili-
tancia en la Unión Monárquica Nacional, que agrupó a los primorriveristas,
su pensamiento se radicalizó. Era un lector entusiasta de Ortega y Gasset,
Unamuno, D’Ors y Maeztu. No hay duda de que el fundador de Falange
Española era más mesurado, más conservador que Ledesma Ramos, y que
careció de la imaginación de Giménez Caballero. Nunca pretendió, como
Ledesma Ramos, emanciparse de la tradición católica. Aunque partidario
de la separación de la Iglesia y el Estado, siempre afirmó su catolicismo.

En no pocos aspectos existe una clara influencia del tradicionalismo, per-


ceptible en la referencia, frente a Rousseau, a una verdad política permanente,
objetiva, anterior a la época liberal. El liberalismo había destruido un mundo
estable, comunitario, en el que los hombres se hallaban seguros dentro de una
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

realidad social espiritualmente unificada. A ese respecto, Primo de Rivera


reconocía virtualidad a los planteamientos socialistas: la crítica antiburguesa
del marxismo coincidía con el tradicionalismo en u enemistad hacia los libe-
rales partidarios de la racionalización a ultranza. Su ataque al liberalismo
puso mayor énfasis en acusarle de individualista y abstracto, de racionalista y
antisocial, que olvidaba la concreta realidad humana practicando una inhibi-
ción que entregaba la vida social a la lucha de todos contra todos. No obstante,
la legitimidad del socialismo acababa ahí, ya que resultaba inaceptable su in-
sistencia en la lucha de clases y en una cosmovisión de carácter materialista.
Frente al liberalismo y al marxismo, Primo de Rivera proponía, en su discur-
so fundacional de Falange Española, un modelo político-social conforme al
cual el Estado practicara un programa de intervención en los intereses socia-
les bajo la dirección de un movimiento político, el «antipartido», que estable-
ciera los lazos de «hermandad» entre las distintas clases sociales.

La clave de su proyecto político se encontraba en el concepto de nación.


Siguiendo en buena medida a Ortega y Gasset, Primo de Rivera definió el he-
cho nacional como «unidad de destino en lo universal». Ser español no signi-
fica únicamente haber nacido en un lugar concreto del globo, sino ser llamado
a una empresa específica que realizó y realizará España en la historia univer-
sal. La nación se justifica por su misión consistente en defender en el mundo
la preeminencia de los valores cristianos occidentales. Del concepto de «uni-
dad de destino» se deriva un patriotismo que se presenta como «clásico»,
como racional, frente al patriotismo «romántico», basado en sentimientos ele-
mentales como la lengua, la raza, la geografía, etc. En ese sentido, los nacio-
nalismos periféricos catalán y vasco era producto del espíritu romántico, sen-
timental, nativista, particularista, localista. Pero no sólo ellos; igualmente
entraba en la categoría de nacionalismo «romántico» el nacional-socialismo
alemán, frente al «clasicismo» que caracterizaba al fascismo italiano.

Como el resto de las fuerzas políticas de la derecha española, Primo de


Rivera concebía la nación y, por ende, a la sociedad como un ente orgánico.
En consecuencia, la representación política no tendría como sujeto a los in-
dividuos y a los partidos políticos, sino a las «unidades naturales de convi-
vencia», es decir, la familia, el municipio y el sindicato. Mediante éstas, pero
a su servicio, se articulaba el Estado, que viene obligado a reconocerlas.

A comienzos de 1934, se produjo la unificación entre las muy minorita-


rias Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas, de Ledesma Ramos, con
LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

Falange Española, de Primo de Rivera. Una unificación llena de recelos por


ambas partes. Ledesma Ramos siempre sospechó de Primo de Rivera por
excesivamente conservador; mientras que éste consideraba al líder jonsista
un radical. A pesar de tales diferencias, se mantuvo la unidad a lo largo de
unos meses. Ambos líderes redactaron un programa de 27 puntos, que equi-
valían a un moderado proyecto de modernización social y política en senti-
do fascista. Falange dio preeminencia a la España rural como «vivero per-
manente» de la nación. En el programa, se hizo mención igualmente a la
nacionalización de la banca, así como a la reforma social de la agricultura.
Uno de los temas más debatidos fue el de las relaciones Iglesia-Estado, lle-
gando a una solución ecléctica: «La Iglesia y el Estado concordarán sus fa-
cultades respectivas, sin que admita intromisión o actividad alguna que
menoscabe la dignidad del Estado o la integración nacional».

Este punto provocó el abandono de Falange por parte del marqués de la


Eliseda, que era uno de los grandes apoyos económicos del partido. Desde
entonces, Falange entró en declive. Ledesma Ramos intentó infructuosamen-
te desbancar a Primo de Rivera del liderazgo falangista. Expulsado del parti-
do, el fundador de las JONS llegó a la conclusión de que en España no existía,
a la altura de 1935, fascismo; había, eso sí, «fascistizados», a saber, los mo-
nárquicos de Acción Española y del Bloque Nacional, la CEDA, la propia
Falange y un sector del Ejército; tales fuerzas, con «una acción militar con-
vergente», tenían, en su opinión, «muchas posibilidades». No obstante, con
aquellas palabras Ledesma Ramos redactó el epitafio del fascismo español.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. El Siglo de Oro como ejemplo y momento culminante


de la historia de España

«Tómese la esencia de los siglos XVI y XVII: su mística, su religiosidad, su


moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostra-
rán una obra a medio hacer, una misión inacabada (…) Para los españoles
no hay otro camino que el de la antigua monarquía para servicio de Dios y
del prójimo.»

(Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad. Madrid, 1934)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

2. Concepción idealista de la nación

«(…) la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu;


aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable, por haber
sido creación de nuestros padres, de nuestra tierra (…) lo que forma la pa-
tria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo de
un valor universal o de un complejo de valores a los elementos ópticos.
Toda patria es, en suma, una encarnación.»

(Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, 1934)

3. España nación católica

«Toda la historia de España es, en el más ambicioso sentido del vocablo,


historia eclesiástica. Los triunfos de que nos ufanamos son esplendor de la
Cristiandad y luz celeste de los fastos católicos.»

(Eugenio Montes, «Discurso a la Catolicidad española»,


en Acción Española, n.º 50, 1-IV-1934)

4. La dictadura como régimen de emergencia; la Monarquía


como régimen permanente

«La dictadura es régimen de emergencia; la Monarquía de permanen-


cia. La dictadura se establece para conjurar un peligro urgente; la
Monarquía para vivir siglos. La dictadura se funda en la necesidad del mo-
mento; la Monarquía en la justicia.»

(Ramiro de Maeztu, «La dictadura», en ABC, 8-VI-1935)

5. Gil Robles ante la democracia liberal

«En el mundo entero están fracasando el parlamento y los excesos de la


democracia. Por eso, nosotros no sólo atacamos a la Constitución en su
parte dogmática, donde se encuentran todos los atropellos a nuestra con-
ciencia, sino también a la parte orgánica que contiene un exceso de demo-
cracia. El parlamentarismo está hundiéndose en el mundo entero. Ante
esas corrientes antidemocráticas que llegan a España, las próximas Cortes
pueden suponer el desprestigio del Parlamento. No podemos caer envueltos
en ese descrédito. Las derechas deben constituir la reserva para el porvenir,
cuando hayan fracasado los partidos del centro.»

(José María Gil Robles, Alocución radiada a toda España, 18-XI-1933)


LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

6. La CEDA ante el fascismo

«Doctrinalmente, los movimientos fascistas son inadmisibles para


quien afirme los principios cristianos del Derecho Público. El fascismo vie-
ne a mantener la identificación de la nación con el Estado y la función del
Estado con un partido político, con total anulación de la personalidad indi-
vidual. El fascismo es, en definitiva, una manifestación más aguda del so-
cialismo que hoy domina en los países modernos.»

(José María Gil Robles, «El pensamiento de la CEDA ante el fascismo»,


en El Debate, 21-III-1933)

7. El pensamiento de la Juventud de Acción Popular (JAP)

«La JAP manifiesta su decisión de trabajar por todos los medios lícitos
que estén a su alcance, para instaurar en España una nueva vida de disci-
plina, autoridad, de continuidad, de limitación de las libertades criminales,
dando de un lado a los falsos dogmas del liberalismo e inspirando sus doc-
trinas en las tradiciones de España, dentro del sentido moderno y construc-
tivo de la realidad.»

(JAP, n.º 45, 21-XII-1935)

8. El fascismo según Ledesma Ramos

«El fascismo nace y se desarrolla en capas sociales desasistidas y en pe-


ligro. Su representación más típica la constituyen las clases medias, que des-
pués de experimentar la inanidad de la democracia liberal no se entregan
sin embargo a la pasión clasista de los proletarios (…) Son gentes desconten-
tas de la poquedad de su patria, de la indefensión de sus pequeños patrimo-
nios o negocios, de la rapacidad e ineptitud de los partidos, de la impotencia
del Estado demoburgués en presencia de los conflictos sociales y de la crisis,
de la monotonía y el vacío de la vida nacional encarnecida y, en fin, de sen-
tirse preteridos o subestimados en las injusticia de los poderes dominantes.»

(Ramiro Ledesma Ramos, ¿Fascismo en España? Madrid, 1935)

9. Fascismo y catolicismo

«¿La moral católica? No se trata de eso, camaradas, pues nos estamos


refiriendo a una moral de conservación y de engrandecimiento de «lo espa-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ñol», y no simplemente de «lo humano». Nos importa más salvar a España


que salvar al mundo. Nos importan más los españoles que los hombres (…)
El hecho de que los españoles —o muchos españoles— sean católicos no
quiere decir que sea la moral católica la moral nacional. Quizás la confusión
tradicional en torno a esto explica gran parte de nuestra ruina. No es a tra-
vés del catolicismo como hay que acercarse a España, sino de modo directo,
sin intermediario alguno. El español católico no es por fuerza, y por el hecho
de ser católico, un patriota. Puede también no serlo o serlo muy tibiamente.»

(Ramiro Ledesma Ramos, Discurso a las juventudes de España. Madrid, 1935)

10. Fascismo y Estado

«El Estado es ya para nosotros la suprema categoría. Porque o es la mis-


ma esencia de la Patria, el garante mismo de las supremas coincidencias
que garanticen el rodar nacional en la historia, o es la pura nada.»

(Ramiro Ledesma Ramos, «Ideas sobre el Estado»,


en Acción Española, n.º 24, marzo de 1933)

11. La nación según José Antonio Primo de Rivera

«La nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es


sencillamente una unidad histórica. Un agregado de hombres sobre un tro-
zo de tierra sólo es nación si lo es en función de universalidad, si cumple un
destino propio en la historia; un destino que no es el de los demás. Siempre
los demás son quienes nos dicen que somos uno.»

(José Antonio Primo de Rivera, «¿Euzkadi libre?», en FE, 7-XII-1934)

12. El Estado falangista

«Nuestro Estado será instrumento totalitario al servicio de la integri-


dad patria. Todos los españoles participaran en él a través de su función
familiar, municipal y sindical. Nadie participará a través de los partidos
políticos. Se abolirá implacablemente el sistema de partidos políticos con
todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos
en lucha y Parlamento de tipo conocido.»

(Puntos programáticos de Falange Española de las JONS, noviembre de 1934)


LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS

13. El Escorial como símbolo del Estado español

«Ahí está como símbolo de su Estado supremo alcanzado un día, unos


años del siglo  XVI: El Escorial. Estado hecho piedra, jeroglífico, esfinge.
Hoy fundido en el tiempo, como en una sima desde cuyo fondo, sus torres,
campanas, cruces y cúpulas, nos dan voces de angustia, de socorro, de tem-
plo sumergido para que una generación titánica española lo vuelva a sacar
a la luz y a vértice de su historia.»

(Ernesto Giménez Caballero, Arte y Estado. Madrid, 1935)

14. Fascismo como «Nueva Catolicidad»

«Cuando yo decía que el Genio de Oriente significa Dios sobre el


Hombre y el de Occidente el Hombre sobre Dios, y el Genio romano, cris-
mático, la Armonía de Dios y el Hombre, el espíritu de conciliación, sentaba
con nuevas diseminaciones el dogma trinitario. Y al referir ese espíritu de
conciliación, de Espíritu Santo al fascismo —sobre el bolchevismo (Oriente)
y liberalismo (Occidente)— asignaba al fascismo, certeramente, la misión
continuadora de una «nueva Catolicidad.»

(Ernesto Giménez Caballero, Arte y Estado. Madrid, 1935)

BIBLIOGRAFÍA

General

BORRÁS, Tomas, Ramiro Ledesma Ramos. Editora Nacional. Madrid, 1971.


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TEMA 18
EL RÉGIMEN DE FRANCO

Pedro Carlos González Cuevas

1. EL FRANQUISMO: SÍNTESIS DE TRADICIONES

La sublevación militar fue apoyada por el conjunto de las fuerzas de la


derecha, cuya situación, por otra parte, era de enorme perplejidad. Los fa-
langistas estaban huérfanos de liderazgo, con la muerte de José Antonio
Primo de Rivera; los carlistas y alfonsinos, divididos por fidelidades dinás-
ticas; la CEDA, desprestigiada por su participación en las instituciones re-
publicanas. Los monárquicos supervivientes de Acción Española optaron
por ponerse al servicio de los militares; pero sus planes de hegemonizar la
sublevación sufrieron un duro golpe con la muerte del general Sanjurjo en
accidente de aviación. También su sumaron a la sublevación los militantes
del Partido Agrario, del Partido Radical de Alejandro Lerroux y los catala-
nistas de la Lliga, cuyo militante Juan Estelrich dirigió la propaganda de
los rebeldes en los países no fascistas. Y numerosos intelectuales, entre los
que destacaron Unamuno, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal, Zuloaga,
Pemán, Manuel Machado, Wenceslao Fernández Flórez, Concha Espina,
Ernesto Giménez Caballero, Eduardo Marquina, Pío Baroja, Gregorio
Marañón, Manuel García Morente, Salaverría, Manuel Halcón, Agustín de
Foxá, Melchor Fernández Almagro, etc. El intelectual más comprometido
con los sublevados fue Eugenio d’Ors, a quien el alzamiento había sorpren-
dido en París. Consecuente con su pasado y su ideología próxima a L’Action
Française de Charles Mauron, optó por los nacionalistas con todas sus con-
secuencias. Su Glosario reapareció en 1937 en el diario Arriba España, que
se editaba en Pamplona; e ingresó en Falange. Luego fue nombrado Jefe
Nacional de Bellas Artes. Sus textos ilustraron los números de la revista
Jerarquía, órgano intelectual de Falange, dirigida por el sacerdote Fermín
Yzurdiaga; y donde colaboraron, entre otros, Pedro Laín Entralgo, Bruno
Ibeas, Carlos Foyaca de la Concha, Gonzalo Torrente Ballester, etc.
Pero la legitimación del alzamiento correspondió más al clero que a los
intelectuales. La teología política de la sublevación se inició con la carta
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

pastoral publicada por el cardenal Pla y Deniel el 30 de septiembre de 1936,


donde se analizaba, desde una óptica agustiniana, los inicios del conflicto,
legitimando la acción de los rebeldes, que estaban llevando a cabo una
auténtica»Cruzada» religiosa. No obstante, fue el cardenal Isidro Gomá,
Primado de España, el teólogo por excelencia de la «Cruzada». Creía Gomá
que la guerra daría comienzo a una nueva era en la vida de los hombres.
Continuamente, aparecieron en sus pastorales frases implacables para mos-
trar el carácter «satánico» de la revolución; su aspecto criminal e inhuma-
no: «antidivina», «nihilista», «destructiva», «bárbara», «anticristiana». La
participación de Gomá en la redacción de la Carta colectiva del Episcopado
español sobre la guerra civil fue decisiva. De esta manera, los rebeldes ga-
naron una importante baza propagandística, tanto a nivel nacional como
internacional.

Las jerarquías militares consiguieron imponer su hegemonía en las


fuerzas políticas sumadas a la sublevación. La Junta de Defensa comenzó a
actuar como mando supremo del Ejército; y también como gobierno en
ciernes. Y otorgó el mando único al general Francisco Franco Bahamonde,
uno de los fundadores de la Legión y prototipo del militar africanista.
Nacido en 1892, durante la II República había sido votante de la CEDA,
amigo de Víctor Pradera y fue suscriptor de Acción Española. No era un
hombre de pensamiento; pero sí, como luego demostraría, un político frío,
realista e implacable, imbuido de una idea casi mesiánica de su misión his-
tórica. En el fondo, fue un hobbesiano, un conservador escéptico hacia las
ideologías, cuya convicción última era que, como había demostrado la ex-
periencia republicana, el gobierno y el orden sólo pueden surgir de la auto-
ridad omnipotente y de una comprensión astuta de las pasiones de los
hombres. Un pragmático que llegó a la conclusión de que sin un Leviatán
que castigase a los revolucionarios la sociedad era incapaz de escapar al
caos. Seguramente, se creyó llamado a ejercer la función de «dictador tute-
lar», por la que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares.
En ese sentido, el principal problema que se le planteó fue la coordinación
de las distintas fuerzas políticas, sobre todo de Falange y de la Comunión
Tradicionalista, convertidas, tras el estallido de la guerra, en los grupos
hegemónicos de la España nacionalista. Para ello, contó con la ayuda de su
cuñado Ramón Serrano Súñer, jurista, afiliado a la CEDA, amigo de José
Antonio Primo de Rivera y admirador de Mussolini. Como arbitro político
de la situación, Franco era del todo consciente que, para ganar la guerra,
EL RÉGIMEN DE FRANCO

necesitaba un frente y una retaguardia perfectamente unidos. Y el 19 de


abril de 1937 hizo público el Decreto de Unificación, redactado por Serrano
Súñer; y que establecía el partido único, nombrando tan sólo a Falange y al
Requeté como «los dos exponentes auténticos del espíritu del alzamiento
nacional». Se daba por hecho que en España se establecía un «régimen to-
talitario», cuya norma programática eran los puntos de Falange. La nueva
entidad, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva
Nacional-Sindicalista, era definida como «Movimiento» y sería una organi-
zación intermedia entre la sociedad y el Estado. Los órganos rectores se-
rían un Secretariado o Junta Política y el Consejo Nacional. El decreto de-
jaba abierta la posibilidad de «instauración» de la Monarquía.
La unificación no dejó de producir tensiones entre los dirigentes de
Falange y de la Comunión Tradicionalista. Manuel Fal Conde sufrió destie-
rro; y Manuel Hedilla, el jefe nacional falangista, fue detenido y condenado
a muerte, tras los sucesos de Salamanca, donde se pusieron de manifiesto
las divisiones en Falange. Sin embargo, Acción Española fue integrada en el
partido único. Antonio Goicoechea disolvió Renovación Española. Y Gil
Robles dio su apoyo a la unificación.
No debemos ver, sin embargo, en el nuevo régimen una mímesis estricta
del totalitarismo fascista. En realidad, el partido único iba a tener una es-
casa importancia en la configuración del sistema político. Algunos sociólo-
gos, como Raymond Aron, han clasificado al régimen español, al lado de la
Francia de Pétain y del Portugal salazarista, como carente de partido políti-
co hegemónico. El historiador Ernst Nolte, por su parte, señala que la uni-
ficación decretada por Franco «fue más allá de lo que un partido fascista
puede soportar en síntesis; por la misma razón, el partido estatal de la
España franquista no debe contarse entre los partidos fascista». En ese sen-
tido, la caracterización más aproximada a la esencia del régimen fue la ela-
borada, años después, por el constitucionalista Rodrigo Fernández Carvajal,
al definirlo como una «dictadura constituyente». Y es que lo que significati-
vamente se llamaría con posterioridad «franquismo» fue un sistema mucho
más personal que institucionalizado. Una «dictadura soberana», es decir,
que no reconoce ni puede reconocer una normatividad preexistente y, en
rigor, se atiene al «autoctoritas, no veritas facit legem» de Thomas Hobbes.
Al igual que toda dictadura, la soberana está sujeta y, en última instancia,
referida a la figura de un hombre. Esa incapacidad de disociar la estructura
del régimen de la personalidad en que se encuentra el poder —que no es un
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

órgano o una figura jurídica— marca a fuego toda dictadura soberana; y


fue el talón de aquiles del régimen nacido de la guerra civil, que, hasta el
final de sus días, se identificó con la figura de Francisco Franco. El papel de
su autoridad como «Caudillo» fue decisivo. Franco acertó a situarse por
encima de las tendencias políticas y, gracias a su imagen de vencedor de la
guerra y de «Salvador de España», le fue atribuida una personalidad caris-
mática, de la que se aprovechó para afianzar su poder. Su carisma estuvo
impregnado de un claro componente religioso. La fórmula «Caudillo por la
gracia de Dios» era producto no sólo del propio contexto social, sobrecarga-
do de instancias religiosas, sino de la propia situación en que hubo de perfi-
larse su liderazgo. No era el jefe de un partido político; ni, por su condición
de militar, podía ser exaltado como tribuno del pueblo. La legitimidad reli-
giosa contribuyó a enfatizar su carácter irresponsable. En tales circunstan-
cias, las fuerzas políticas concurrentes en el alzamiento no pudieron tener
otra estrategia que la de, por emplear la expresión de Carl Schmitt, el «acce-
so al poderoso».

Y es que, lejos de ser monolítico, el nuevo régimen fue, de hecho, plural,


una maraña inextricable de organizaciones rivales, de camarillas dirigen-
tes, que se hostilizaban entre sí. El predominio de una u otra corriente cam-
biaría, según los períodos, las coyunturas y, sobre todo, la voluntad de
Franco, que tuvo, desde el primer momento, el papel de árbitro y mediador
entre aquellas abigarrada constelación de fuerzas sociales y políticas. A ese
respecto, lo que ha venido en llamarse «franquismo» resultó ser el recipien-
te en el que confluyeron todas las corrientes políticas de la derecha españo-
la, viejas y nuevas, de modo que, en un primer momento, pudo presentar las
dos caras de un movimiento, que, por un lado, al menos retóricamente, aus-
piciaba un nuevo orden regido según los modelos de Italia y de Alemania; y
unos sectores conservadores que querían la preservación del orden social
tradicional. Tras la unificación, Falange salió aparentemente reforzada; y
los sectores tradicionales recelaron de su posible influencia. El cardenal
Gomá se escandalizó, en una de sus Pastorales de Guerra, de que el Discurso
a las juventudes de España, de Ledesma Ramos, con su claro componente
laicista y anticatólico, pudiera publicarse en la España nacional. Y poste-
riormente, opondría al totalitarismo fascista el totalitarismo «divino». Y
José Pemartín, monárquico de Acción Española, invocó, en su obra ¿Qué es
lo nuevo?, al «Caudillo Hacedor de Reyes» y a la «Monarquía Religioso-
Militar» frente al Estado unipartidista.
EL RÉGIMEN DE FRANCO

La Iglesia fue, al lado del Ejército, el pilar fundamental del régimen. En rea-
lidad, la originalidad de éste radicó principalmente en sus pretensiones de ser el
exponente más claro en Europa de un proyecto restaurador del catolicismo.
Las leyes y la legislación tuvieron un acusado carácter confesional. El régimen
reprimió hasta la saciedad a los enemigos del catolicismo. La Iglesia ejerció el
control y la vigilancia en materia de enseñanza y moral en todo tipo de escue-
las; y la censura de obras literarias y artísticas. Además, suprimió el divorcio.

Importante fue también la promulgación en marzo de 1938 del Fuero del


Trabajo, que aunó las tendencias conservadoras, social-católicas y falangis-
tas. Influencias católicas fueron el salario mínimo, el subsidio familiar, el fo-
mento del artesanado, el acceso a la propiedad, el papel subsidiario del Estado,
etc. La huelga quedó proscrita como «delito de lesa patria». El Fuero asumió
también el legado falangista, considerando al nuevo Estado como «instru-
mento totalitario al servicio de la integridad patria». El sindicato «vertical» se
configuraba como un ente unitario, exclusivamente de «productores» y, a la
vez, como un organismo de carácter público, integrado en el Estado. Desde el
punto de vista económico, se reforzaron las tendencias autárquicas del capi-
talismo español. El proteccionismo arancelario, el nacionalismo económico y
el intervencionismo estatal crecieron a niveles inigualados.

En su intento de dotarse de legitimidad histórica, el régimen hizo uso


del tradicionalismo cultural de raíz menendezpelayana. Basta consultar
cualquier publicación de la época para leer alabanzas del Siglo de Oro y de
la España de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, al lado de críticas ab-
solutas contra el siglo  XVIII, la Ilustración y el liberalismo. La escolástica
adquirió el rango de filosofía cuasi oficial en las universidades.

La concepción nacionalista del nuevo régimen no admitió hechos dife-


renciales, ni pluralidades lingüísticas en pie de igualdad, ni descentraliza-
ción de los poderes del Estado, ni concesiones de autogobierno.

2. LOS TEÓRICOS DEL FALANGISMO: FRANCISCO JAVIER


CONDE, LUIS LEGAZ LACAMBRA, JOSÉ LUIS LÓPEZ
ARANGUREN Y PEDRO LAÍN ENTRALGO

Mientras duró la Guerra Mundial y la hegemonía del Eje en Europa, el


falangismo logró influir de manera importante en la gestación del nuevo
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Estado. Los falangistas consiguieron que se creasen organismos nuevos,


como el Instituto de Estudios Políticos, y su órgano doctrinal; la Revista de
Estudios Políticos y la Facultad de Ciencias Políticas. El 31 de julio de 1939 se
aprobaron los estatutos de FET de las JONS, atribuyendo al Jefe Nacional el
Movimiento el título de «Caudillo», bajo cuya autoridad funcionaba el Consejo
Nacional del Partido. Las juventudes fueron organizadas en el famoso Frente,
siguiendo el modelo italiano y alemán. La influencia falangista fue importan-
te en el mundo universitario; y por la Ley de Ordenación Universitaria, profe-
sores y alumnos quedaron alistados en el Sindicato Español Universitario. La
Sección Femenina pretendió servir de vehículo de adoctrinamiento de las
mujeres en la exaltación de los valores tradicionales: madre y hogar. El sector
falangista contó, además, con un selecto grupo de intelectuales, algunos de
los cuales se consideraban discípulos de Eugenio D’Ors y de Ortega; o habían
estudiado en Alemania e Italia y se sentían seducidos por la experiencia fas-
cista. Ninguno de ellos había militado en Falange durante la II República.
Algunos procedían de la derecha republicana, como Legaz Lacambra; otros,
como Francisco Javier Conde, de la izquierda socialista, o de la FUE, como
Antonio Tovar; no faltaban católicos más o menos independientes como Laín
Entralgo o López Aranguren.

Nacido en 1908, Luis Legaz Lacambra se había formado primero en la


escuela de Kelsen y luego fue influido por Carl Schmitt. Se le puede consi-
derar el primer teórico del partido único. Legaz partía de la crisis del Estado
liberal, «un Estado desintegrado en falsos antagonismos». Su contraste, el
Estado unipartidista, no estaba basado en la polémica, sino en la exclusión
del principio de alteridad. Para Legaz, el partido no es un órgano del Estado,
ni un ente autárquico, ni una corporación de derecho público; era una
«ecclesia», que guarda con el Estado una relación ontológica y jerárquica a
lo que, en tesis católicas, mantiene el Estado católico con la Iglesia católica.
De lo que se deducen una serie de consecuencias. El credo y el dogma deben
ser respetados por el Estado, que constituye el movimiento político, y que
adquiere el compromiso de protegerlo jurídicamente, persiguiendo la «here-
jía política» y exigiendo a los altos cargos lealtad a los ideales.

No menos importante fue la labor teórica de Francisco Javier Conde,


el principal discípulo español de Carl Schmitt. Desde la perspectiva
schmittiana, Conde criticó el formalismo kelseniano y las doctrinas «plura-
listas» del Estado, cuya consecuencia era la «tiranía de los grupos sociales»
EL RÉGIMEN DE FRANCO

que pretendían arrancar su soberanía al Estado. No obstante, la aportación


más reseñable de Conde a la legitimación del nuevo régimen fue, empero, su
teoría del caudillaje, a la que no fue ajena la influencia de Max Weber y de
Carl Schmitt; sobre todo en la crítica de este último al intento kelseniano de
sustituir el mando y el poder de los hombres concretos, capaces de acaudi-
llar carismáticamente, por imperio de las normas abstractas.

A su lado, cabe destacar la labor intelectual del filósofo, médico y ensa-


yista Pedro Laín Entralgo. Nacido en 1908, había colaborado en Arriba
España, Jerarquía y FE. Admirador de Ortega y D’Ors, sus primeros escritos
tienen como claro objetivo perfilar una ética nacional falangista acorde con
los valores católicos. En aquellos momentos, no era viable, para Laín, la
alianza del Trono y del Altar, por la «total pérdida de vigencia social por
parte de la idea monárquica dinástica». Igualmente, criticaba la democra-
cia cristiana, que no era, a su juicio, una alternativa adecuada para la res-
tauración de los valores católicos. De lo que se trataba, en el fondo, era de
dar una interpretación no tradicionalista de la fórmula falangista de «in-
corporar el sentido católico a la reconstrucción nacional». La solución era el
Estado totalitario; y por ello criticaba las reticencias del catolicismo oficial
en relación a la Alemania nacional-socialista, cuya «estrecha amistad» era
vital para la nueva España.

Pero la principal obra de Laín fue, en aquellos momentos, la que efectuó,


al lado de sus camaradas Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, con la crea-
ción de la revista Escorial, órgano cultural ligado a Falange. Su objetivo era
la búsqueda de fundamentos teóricos, culturales e ideológicos para el
Estado totalitario que se proyectaba. Los promotores de la revista se mani-
festaron reiteradamente favorables a la entrada de España en la Guerra
Mundial, en defensa del «Nuevo Orden» europeo, de las seculares reivindi-
caciones del nacionalismo español —Gibraltar, África, Riotinto—; y de los
tres ejes radicales de la europeidad: la Antigüedad clásica, el Cristianismo y
la Germanidad.

No obstante, Escorial iba más allá en sus objetivos; la revista aspiró a


integrar a los miembros de la comunidad científica e intelectual que no se
habían exiliado. Y dio audiencia en sus páginas a viejas glorias de la litera-
tura, la historia y la filosofía española: «Azorín», Menéndez Pidal, Baroja,
Marañón, etc. Se comentaron elogiosamente los nuevos trabajos del exilia-
do Ortega y Gasset. Y se ofreció oportunidad de expresarse a las nuevas
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

generaciones intelectuales, desde antiguos colaboradores de Acción


Española y propagandistas católicos, pasando por falangistas y discípulos
de Ortega: Montes, Aunós, García Valdecasas, Calvo Serer, Dámaso Alonso,
Marías, García Gómez, Fernández Almagro, Zubiri, Gullón, etc.

Entre los colaboradores de la revista se encontraba igualmente el escri-


tor católico José Luis López Aranguren, que, por aquel entonces, pasaba
por ser el principal discipulo de Eugenio d’Ors, a cuya obra dedicó uno de
los primeros libros. En sus páginas, López Aranguren hacía suya «la filoso-
fía militante» del catalán, «una Aüfklarung católica, esto es, religioso-uni-
versal y tradicional». Y celebraba su lucha contra «el sentido espiritual del
luteranismo y todo su cortejo de males para la inteligencia, a saber, soledad,
abstracción, vida interior, individualismo, libre examen, antitradicionalis-
mo y nacionalismo religioso». Y es que, a su juicio, era imposible separar lo
político de lo teológico.

Por su parte, Laín inició una reinterpretación del legado menendezpela-


yano y noventayochista, con vistas a establecer una genealogía del pen-
samiento político falangista y de su concepción de la historia de España.
Laín estimaba que el polígrafo santanderino no había sido, en el fondo, el
integrista que dibujaron los hombres de Acción Española y sus herederos
intelectuales. Hombre de su tiempo, Menéndez Pelayo supo sobrepasar, en
su madurez, gracias a su conocimiento de la cultura europea moderna, tan-
to el «extremismo progresista», característico de krausistas y positivistas,
como el «extremismo reaccionario», de los escolásticos y tradicionalistas.

En esa misma línea, reivindicó el legado noventayochista y orteguiano,


continuando la línea de Ledesma Ramos, Primo de Rivera y Giménez
Caballero. Su meditación sobre el  98 se sintetizaba en el «problema de
España». Los noventayochistas fueron el primer grupo intelectual español
que supo sustituir el amor declamatorio y pasadista de la historia española,
por su patriotismo crítico y proyectivo, cuyo heredero principal era Ortega
y Gasset, que asumió el auténtico «ideal de eficacia» tendente a la europei-
zación definitiva de la sociedad española, aunque cometió, a juicio de Laín,
el error de no tener en cuenta la importancia de la tradición católica.

Tales planteamientos fueron, como tendremos oportunidad de ver, muy


criticados por otros sectores político-intelectuales integrados en el régimen,
sobre todo los herederos de Acción Española, capitaneados por Rafael Calvo
EL RÉGIMEN DE FRANCO

Serer. Pero, en cualquier caso, el sueño falangista de un Estado totalitario


pleno se disolvió pronto en retórica inútil, dada la realidad interior de una
España en ruinas y tutelada por un clero tradicionalista reacio a tales nove-
dades; y que, además, vio deshacerse, tras el final de la Guerra Mundial, las
empresas políticas de Italia y Alemania.

3. LA NUEVA DERECHA MONÁRQUICA: RAFAEL CALVO SERER,


FLORENTINO PÉREZ EMBID, ÁNGEL LÓPEZ AMO

De hecho, a partir de 1942, el régimen comenzó a dejar explícitas sus


diferencias ideológicas con las potencias del Eje. En la Revista de Estudios
Políticos, Alfonso García Valdecasas manifestó que no podía ponerse en el
mismo plano al Estado español y a los Estados totalitarios. Y es que España
había mantenido una postura ética en defensa de los valores objetivos reli-
giosos frente al maquiavelismo de las otras naciones europeas. De ahí que
en la tradición española no tuviera cabida la visión del Estado como fin en
sí mismo: «Por encima del Estado —dirá— hay un orden de verdades y pre-
ceptos a que él debe atenerse».

Franco comenzó a dar perfil institucional a su régimen. El 17 de julio


de 1942 se promulgó la Ley de Constitución de las Cortes Españolas. En esta
Ley, las Cortes se configuraban como «instrumento de colaboración» en la
tarea legislativa, que era atribución del Jefe del Estado. Su función era deli-
berativa y auxiliar. Los llamados «procuradores» se dividían en dos catego-
rías: natos y electivos, con gran diferencia de los primeros sobre los segun-
dos, ocupando la mayoría el escaño en función del cargo público o
administrativo que desempeñaran. Existían, además, un número de «pro-
curadores» —no superior a cincuenta— directamente designados por el Jefe
del Estado. La idea básica en la que se sustentaban las Cortes era el organi-
cismo. La nación española era contemplada no como un conglomerado ató-
mico de individuos, sino como «un organismo unitario formado por grupos
sociales naturales y permanentes»·.

Tras el final de la Guerra Mundial, el monárquico de Acción Española


José Pemartín propugnó, en la Academia de Legislación y Jurisprudencia,
una evolución del régimen al socaire de las nuevas circunstancias políticas
e internacionales, pero sin romper con su estructura esencial. Pemartín cri-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ticaba al fascismo como portaestandarte de un «idealismo totalitario» y de


una «revolución de signo contrario». Derrotados los fascismos, el enemigo
más temible era, naturalmente, el comunismo, contra el que era necesario
elaborar una alternativa política viable y realista, que, en el caso español,
no podía ser otra que la «democracia orgánica tradicional».

No fueron, en principio, los monárquicos quienes fueron llamados para


llevar a cabo la necesaria reacomodación política. Franco recurrió a los
más cualificados representantes del catolicismo político oficial, a los discí-
pulos de Ángel Herrera Oria. Los cambios ministeriales del 18 de julio
de 1945 significaron un auténtico salto cualitativo en la influencia y poder
de los sectores católicos plenamente integrados en la ideología de la
«Cruzada». Franco renovó los titulares de ocho ministerios y dejó sin cubrir
momentáneamente la Secretaría General de FET de las JONS. En el nuevo
gobierno aparecieron importantes miembros de la Asociación Católica
Nacional de Propagandistas, como Ibáñez Martín, José María Fernández
Ladreda y Alberto Martín Artajo. La Iglesia católica aparecía como el prin-
cipal sostén político e ideológico, tanto a nivel interior como exterior. Se
inició un claro proceso de «desfalangización», cuyo máximo exponente fue
el llamado Fuero de los Españoles, obra en parte del Primado Enrique Pla y
Deniel. Se trataba de una especie de declaración de derechos fundamenta-
les entre los que se encontraba la igualdad ante la ley, libertad de expresión,
libertad de residencia, habeas corpus, libertad de asociación, seguridad ju-
rídica, etc. Al mismo tiempo, se afirmaba la confesionalidad del Estado,
que se hacía compatible con la afirmación de libertad de cultos. El recono-
cimiento de los derechos estaba condicionado a la protección de los «princi-
pios fundamentales del Estado» y de la «unidad espiritual, nacional y social
de España». Igualmente, se daba apoyo a la doctrina social de la Iglesia.

A diferencia de los falangistas y luego de los herederos de Acción


Española, los discípulos de Ángel Herrera siguieron sin distinguirse por la
densidad conceptual de su pensamiento político. Como sus antecesores, si-
guieron siendo, más que nada, hombres de acción. Sus principales repre-
sentantes, aparte del propio Herrera, fueron Fernando Martín Sánchez-
Juliá, Joaquín Ruíz Giménez, José Larraz, Alberto Martín Artajo, José
María Sánchez de Muniaín, etc. Tras la guerra civil, su Boletín y el dia-
rio YA, heredero de El Debate, continuaron desarrollando, sin excesiva ori-
ginalidad, las pautas ideológicas de su proyecto político: corporativismo,
EL RÉGIMEN DE FRANCO

tradicionalismo cultural, anticomunismo, monarquismo, etc, cuya base


ideológica era el pensamiento papal.

Esta mediocridad cultural se vio paliada, en cierta forma, por la crea-


ción de la Biblioteca de Autores Cristianos y la Editorial Católica, donde,
aparte de la célebre Biblia Nácar-Colunga, se publicaron una importante
antología de Menéndez Pelayo; y las obras completas de Donoso Cortés y de
Jaime Balmes.

El proyecto católico pasaba por la instauración de la Monarquía tradi-


cional. Los sectores sociales y políticos partidarios del retorno de la
Monarquía fueron, en su mayoría, desde el principio, uno de los puntales
de apoyo al régimen nacido de la guerra civil. Sin embargo, las relaciones
entre Franco y Juan de Borbón pasaron, sobre todo a partir del final de la
Guerra Mundial, por períodos de profunda enemistad. Los consejeros más
próximos al versátil pretendiente, en particular Pedro Sainz Rodríguez y
José María Gil Robles, pensaron que Franco y su régimen caerían bajo la
presión de Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo cual no significaba que am-
bos políticos hubieran evolucionado ya entonces hacia posturas demolibe-
rales; en realidad, su opción era puramente pragmática. Se trataba, en el
fondo, de salvar lo salvable de la victoria de 1939. Siguiendo esta táctica, el
conde de Barcelona instó al general Franco a la restauración de la
Monarquía tradicional; y en marzo de  1945 hizo público el llamado
Manifiesto de Lausana, donde denunciaba al régimen como «inspirado en
los sistemas totalitarios de las potencias del Eje, tan contrarios al carácter
y la tradición de nuestro pueblo» y «fundamentalmente incompatible con
las circunstancias que la guerra presente está creando en el mundo». Como
alternativa, ofrecía un «Estado de Derecho», basado en la «concepción
cristiana del Estado». La Monarquía tradicional sería garante de una serie
de reformas: una constitución, libertades públicas, regionalismo, amnis-
tía, etc.

El manifiesto no fue bien recibido por los monárquicos del interior. Tan
sólo el duque de Alba, el conde de Vallellano y el infante Alfonso de Orleans
dimitieron de sus cargos en el Estado. Por contra, Antonio Goicoechea,
Ramón de Carranza, el marqués de Sotohermoso, el duque de Alcalá y otros
criticaron el contenido del manifiesto.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En febrero de 1946, el conde de Barcelona se trasladó a la localidad por-


tuguesa de Estoril. Y poco después se hicieron públicas las Bases
Institucionales de la Monarquía Española, obra de Gil Robles, Sainz
Rodríguez, el conde de Rodezno y Antonio Iturmendi. El contenido de las
Bases era claramente tradicionalista. La nación española descansaría en
los postulados «esenciales» e «inalterables» del catolicismo y la Monarquía
tradicional. Se hacía explícita la confesionalidad del Estado; y, al modo car-
lista, se insistía en la «autarquía» de las regiones. El rey ejercería sus pre-
rrogativas asistido por el Consejo del Reino, como entidad consultiva, inte-
grada por miembros de derecho propio, de nombramiento real y electivo.
Existiría una sola cámara de carácter corporativo, cuya función sería deli-
berativa y auxiliar.

A su vez, Franco tenía ya un proyecto de Ley de Sucesión, que coincidía


ampliamente con los postulados de las Bases: confesionalidad católica,
Monarquía tradicional, Consejo del Reino, Consejo de Regencia, etc. No
obstante, la Ley atribuía nominalmente la Jefatura del Estado a Franco y no
a Juan de Borbón. Además, algunos de sus puntos eran un arma de Franco
contra éste; en particular aquella que establecía la ley de las dos legitimida-
des, la de origen y la de ejercicio. El Jefe del Estado podía excluir de la suce-
sión a las personas que se desviasen de los «principios fundamentales del
Estado», e incluso el Consejo de Regencia podía proponer un Regente en
lugar de un Príncipe.

En un principio, el conde de Barcelona rechazó la nueva Ley, que fue


aprobada en referéndum; lo que fue aprovechado por Gil Robles para llegar
a un pacto con los sectores no revolucionarios de la izquierda en el exilio,
capitaneados por Indalecio Prieto. No obstante, el pretendiente optó fi-
nalmente por jugar la carta de Franco, entrevistándose con éste en el yate
Azor, donde se llegó a una serie de acuerdos, entre ellos que su hijo Juan
Carlos, heredero al trono, vendría a estudiar a España. A partir de ese mo-
mento, se abrió un nuevo período en las relaciones de los monárquicos con
el régimen. Un período en el que tuvo lugar un nuevo proceso de renovación
ideológica del conservadurismo tradicional, a través de las actividades de
una nueva generación de intelectuales que sustituiría a la vieja guardia de
los supervivientes de Acción Española.

La nueva derecha monárquica comenzó a manifestarse ideológicamente


a través de la revista Arbor, órgano del Consejo Superior de Investigaciones
EL RÉGIMEN DE FRANCO

Científicas. Desde el final de la guerra, el Consejo se había convertido en la


contrarréplica católica de la Junta de Ampliación de Estudios. La idea de su
creación partió de José María Albareda, científico miembro de la asocia-
ción religiosa Opus Dei. A través de su influencia, la Obra iría ocupando
gran número de cátedras universitarias.

El Opus Dei había sido fundado en octubre de 1928 por el sacerdote José
María Escrivá y Albás, que luego propició el cambio de su apellido por el de
Escrivá de Balaguer, más tarde ennoblecido, además, con el marquesado de
Peralta. Seguramente, Escrivá no fue inmune a la influencia de Acción
Española, como no lo fueron algunos de sus seguidores, entre ellos Rafael
Calvo Serer, Juan José López Ibor o Leopoldo Eulogio Palacios. Su célebre
obra Camino fue la expresión de sus ideas religiosas y políticas. Una especie
de réplica a Formación de selectos del Padre Ángel Ayala. El hombre del
Opus Dei ha de ser un creyente viril, ambicioso, a la par que sumiso; y siem-
pre al servicio de la fe católica y de la Obra: «Tienes ambiciones… de sa-
ber… de acuadillar… de ser audaz. Bueno bien. Pero por Cristo, por Amor».
El Opus Dei no sólo esperaba de sus afilados que ejercieran su profesión
civil, sino que cumplan de manera ejemplar las tareas relacionadas con su
trabajo. La teología moral y política de Escrivá se apoyaba en una constante
defensa de lo secular, de lo corpóreo, de lo terrenal; en un deseo de «mate-
rializar lo espiritual». En el fondo, el proyecto de Escrivá fue la creación en
el seno del catolicismo español de nuevas elites de orientación, cuyo objetivo
era lograr la simbiosis entre la mentalidad tradicional católica y el pragma-
tismo característico de la burguesía empresarial.

La revista Arbor fue fundada en Barcelona, en marzo de 1943, por Rafael


Calvo Serer, Raimundo Paniker y Ramón de Roquer. La mayoría de sus co-
laboradores y miembros directivos pertenecían al Opus Dei: Calvo Serer,
Rafael de Balbín, Víctor García Hoz, Rafael Gibert, Vicente Rodríguez
Casado, Alvaro d’Ors, Ángel González Álvarez, Florentino Pérez Embid,
Federico Suárez Verdeguer, Ángel López-Amo, Vicente Marrero, etc.
Tampoco faltaron las firmas de algunos supervivientes de Acción Española,
como José Luis Vázquez Dodero, José Pemartín, Eugenio Vegas, etc. Y tam-
bién colaboraron intelectuales no pertenecientes a la Obra, como Gonzalo
Fernández de la Mora.

Los grandes animadores de Arbor fueron Calvo Serer y Pérez Embid.


Ninguno de los dos eran pensadores políticos de altura, pero sí buenos or-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ganizadores. Sus colaboradores de mayor prestancia intelectual fueron


Ángel López-Amo, nacido en 1917, profesor del Príncipe Juan Carlos y teóri-
co de la Monarquía «social» en la línea de Von Stein. Y, sobre todo, Gonzalo
Fernández de la Mora, barcelonés de 1924, representante de un neoconser-
vatismo abierto a la modernización económica y tecnológica.
Pero Arbor no fue la única plataforma de la nueva derecha monárquica;
lo fueron también los diarios ABC e Informaciones; las revistas Nuestro
Tiempo y Ateneo; y, sobre todo, la Biblioteca del Pensamiento Actual, editada
por Rialp, quizás la empresa ideológica más ambiciosa de la historia de la
derecha española contemporánea. En ella se publicaron una serie de obras
de escritores y filósofos españoles y extranjeros, entre los que destacaban
Vicente Palacio Atard, Calvo Serer, Fernández de la Mora, López-Ibor,
Gambra, López-Amo, Millán Puelles, Elías de Tejada, Muñoz Alonso,
Guardini, Haecker, Gilson, Schmitt, Fanfani, Dawson, Wust, Massis,
Löwith, Voegelin, etc.
Favorables a un entendimiento entre Juan de Borbón y Franco, su alter-
nativa institucional era la Monarquía «tradicional, hereditaria, antiparla-
mentaria y descentralizada». Esta invocación a una Monarquía de resonan-
cias maurrasianas, se veía completada por las aportaciones de la perspectiva
«social» de Lorenz von Stein. No fue López-Amo el introductor de Von Stein
en España; anteriormente, había expuesto sus ideas y planteamientos
Manuel García Pelayo en las páginas de la Revista de Estudios Políticos, a la
altura de 1944; y luego, por Luis Díez del Corral, al prologar Movimientos
sociales y Monarquía, del pensador alemán. Lo que hizo López-Amo es de-
sarrollar esas ideas, adaptarlas al caso español y convertirlas en alternativa
política. Basándose en Von Stein, López-Amo estimaba que no existía co-
munidad política propiamente dicha si el Estado no podía independizarse
de la sociedad, colocándose a su servicio. Si la sociedad dirige al Estado el
poder se encuentra en manos de la clase dominante; y esta situación de des-
equilibrio conduce a la injusticia; y, en último término, a la guerra civil. Si
el Estado, como en el fascismo, tiende a la absorción de la sociedad, ésta
queda indefensa y termina tiranizada. La democracia tiende a edificar la
sociedad con el Estado; por eso, el triunfo de la legitimidad democrática si-
túa a la sociedad y al individuo en una disyuntiva total: o el Estado es dueño
de la sociedad; y entonces hay dictadura de clase; o la sociedad se adueña
del Estado y, en consecuencia, habrá lucha de clases sin cuartel. De ahí que
el Estado, para servir a la sociedad y recobrar su soberana independencia,
EL RÉGIMEN DE FRANCO

como había señalado Von Stein, tendría que tener una estructura y un con-
tenido monárquico, cuya legitimidad le hacía estar por encima de las dis-
cordias civiles y los intereses sociales y económicos en liza, constituyendo
un poder neutro, capaz de servir de moderador de los demás poderes del
Estado y la sociedad. Era, en fin, el monárquico el único poder legítimo
capaz de realizar la reforma social.

Arbor y la Biblioteca del Pensamiento Actual acogieron igualmente las


ideas de pensadores carlistas como Rafael Gambra y Francisco Elías de
Tejada, partidarios de una Monarquía tradicional, según fue esbozada en
su día por Juan Vázquez de Mella: católica, social, representativa y federati-
va, como alternativa al totalitarismo falangista.

Pero los jóvenes monárquicos no se limitaron a defender los viejos es-


quemas menendez-pelayistas. Igualmente, se produjo una revalorización de
la Monarquía ilustrada de Carlos III, como garante de un proyecto de mo-
dernización social sin ruptura con los fundamentos de la tradición católica.
Así, el historiador Vicente Rodríguez Casado sostuvo que en el siglo  XVIII
tuvieron lugar en España importantes cambios en la estructura social, aná-
logos a los iniciados en Gran Bretaña o Francia. Era el intento de una «re-
volución burguesa» desde arriba propiciada por los «ilustrados cristianos».

Y es que la restauración a la que aspiraban tenía por base una clara filo-
sofía conservadora de la historia. Calvo Serer distinguía, en la marcha del
tiempo histórico, tres momentos interrelacionados: revolución, reacción y
restauración. En esa dialéctica, montada sobre la metafísica del filósofo
alemán Peter Wust, la restauración venía a ser una síntesis del pasado/pre-
sente. La restauración implicaba un desarrollo histórico no revolucionario,
cuya posibilidad se habría creado con la nueva relación de fuerzas sociales,
económicas, políticas y culturales, suscitadas por el éxito del movimiento
contrarrevolucionario: «Lo viejo necesita de lo nuevo para remozarse y po-
der mantener su duración y vigencia; lo nuevo necesita también de lo viejo
para no degenerar en un movimiento sin sentido para adquirir las catego-
rías de duración y permanencia». En un sentido análogo, el filósofo Antonio
Millán Puelles estimaba que el criterio para determinar el carácter de la
historicidad no podría consistir en el ser «recordado», ni tampoco en el ser
«testimoniado», sino en la permanencia virtual del ser histórico. La existen-
cia histórica aparecía, para Millán Puelles, como radicalmente paradójica
si se pretendía concebirla dentro de los moldes de una contraposición abso-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

luta entre el ser y el no-ser, porque estriba en un «no ser ya», que, sin embar-
go, «es, de algún modo, todavía». La existencia histórica es, en suma, la
virtualidad de un pasado en el presente condicionado por él.

De ahí la síntesis entre tradición y progreso. La institucionalización del


régimen político era inseparable de la profundización en el proceso de arti-
culación de la «conciencia nacional unitaria», iniciada tras la guerra civil y
basada en los supuestos del tradicionalismo menéndez-pelayista, con su
identificación entre catolicismo y espíritu nacional. Gracias a la obra del
polígrafo santanderino, España había dejado de ser problemática. Y, una
vez fuera de discusión el tema de la identidad nacional y restaurada la
Monarquía, podría darse solución a los problemas concretos de la sociedad
española, en particular los de carácter socioeconómico, asumiendo los su-
puestos del neocapitalismo, e intentando compatibilizarlos con la visión
católico-tradicional del mundo. Como diría Pérez-Embid, se trataba de lo-
grar la «españolización de los fines y la europeización de los medios».

Arbor asumió los supuestos de la economía de mercado, e insertó en


sus páginas las críticas del economista liberal Friedrich von Hayek al
«constructivismo» y al «historicismo» como bases filosóficas del colecti-
vismo contemporáneo. La economía capitalista era, sin duda, el marco
más adecuado para acrecentar la productividad y asegurar la innovación
tecnológica, asegurando el consumo de las masas: «Todo el progreso so-
cial del siglo  XIX —señalaba Salvador Milet— se basa en el hecho de que
durante el período en cuestión predominaron más que en otra época cual-
quiera, el sistema de mercado y el sistema de competencia». Ángel López-
Amo criticaba, en ese sentido, los supuestos del sindicalismo vertical y del
intervencionismo estatal. La sociedad civil era distinta del Estado; lo so-
cial era el ámbito ante el que lo estatal debía permanecer, si no inactivo, sí,
al menos, respetuoso de su autonomía esencial. López-Amo condenaba,
en cierta medida, al Estado a la pasividad, confinado en el desarrollo or-
gánico de las formas sociales y en el sentido positivo de las comunidades
naturales.

El antisocialismo tenía su correlato ético en una clara oposición al tota-


litarismo. Para Gonzalo Fernández de la Mora, el Estado totalitario supo-
nía «la consagración de la tiranía y la amputación de las más inalienables
libertades del hombre». Anteriormente, Fernández de la Mora se había dis-
tinguido por su crítica a la autarquía económica y su defensa del europeís-
EL RÉGIMEN DE FRANCO

mo y del cosmopolitismo. No menos polémica fue, en su día, su defensa del


Tribunal de Nüremberg y su decidido apoyo a la constitución de entidades
supranacionales que juzgaran los crímenes de guerra.

Sin embargo, la nueva derecha monárquica se caracterizó, en el ámbito


cultural, por su militancia abiertamente antiliberal. La constitución de la
«conciencia nacional unitaria» exigía una labor censora. La censura debía
considerarse, según José María García Escudero, como «la defensa de una
serie de libertades, y esencialmente la libertad de ser lo que somos, y uno de
los valores más altos que los mismos valores estéticos».

Especialmente radical fue su crítica a la política cultural seguida por el


nuevo ministro de Educación Nacional, el católico Joaquín Ruiz Giménez.
El ministro no era, por entonces, un liberal, sino un franquista incondicio-
nal. En sus discursos invocaba a José Antonio Primo de Rivera, a Menéndez
Pelayo y al propio Franco; y anatematizaba la «revolución materialista» y la
«apostasía». Pero, al mismo tiempo, bajo la influencia de Laín Entralgo,
propugnaba una cierta apertura intelectual, afirmando «la importancia y la
urgencia del diálogo», la necesidad de «asimilar cuanto halla de valioso en
cualquier sector de la cultura o de la política y para desprendernos de cuan-
to sea caduco y estéril». En ese sentido, juzgó necesaria la normalización de
la vida cultural e intelectual española. Y en torno a su ministerio se agrupa-
ron Laín Entralgo, Tovar, Pérez Villanueva, Ridruejo, Fernández Miranda,
López Aranguren, Maravall, etc. Bajo su dirección se realizaron homenajes
a Menéndez Pidal, Unamuno, Ortega y Gasset, Zubiri, etc.; y se promovió el
regreso de algunos catedráticos exiliados como Arturo Duperier, Recasens
Siches, Miaja de la Muela, etc.

Los jóvenes monárquicos tacharon aquella política de «Yalta cultural».


Calvo Serer atacó a los falangistas, en particular a Laín y Tovar, acusándo-
les de «estatismo heterodoxo», heredero de todas las herejías modernas: en-
ciclopedismo, afrancesamiento, institucionismo, orteguismo, etc. Se inició
entonces la polémica entre los partidarios de la «España sin problema» y los
de la «España como problema», entre los «excluyentes» y los «comprensi-
vos», protagonizada no sólo por Calvo Serer y Laín Entralgo, sino por revis-
tas como la propia Arbor, Nuestro Tiempo, Ateneo, Alcalá, Alférez, Revista,
Cuadernos Hispanoamericanos, etc. En realidad, seguía siendo una polémi-
ca dentro del régimen y su ortodoxia ideológica. Además, el ámbito de coin-
cidencia entre ambos bandos era, en el fondo, bastante amplio. No se trata-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

ba de una pugna directa entre tradicionalismo y liberalismo, sino entre


distintos sectores del régimen, que compartían el hispanismo, el catolicis-
mo y la fidelidad al nacionalismo español.

En el fragor de la batalla intelectual, Calvo Serer publicó, en la revista


francesa Ecrits de París, un artículo sobre la situación política española,
donde se sometía a crítica la actitud de los distintos grupos políticos conver-
gentes en el régimen. A los católicos de Herrera les acusaba de carecer de
proyecto político; mientras que a los falangistas aparecían como totalita-
rios y enemigos de las instituciones tradicionales. Además, Ruiz Giménez
había cometido el error de iniciar una nueva política de mano tendida a los
vencidos en la guerra civil, al dar el poder a los falangistas de izquierda. El
programa del falangismo seguía siendo el mismo, A la tolerancia con error
de la ideología anticristiana vencida en 1939». Frente a todo ello, se alzaba
lo que él llamaba «Tercera Fuerza», constituida por los herederos de Acción
Española, caracterizada por la «solidaridad con cuanto positivo se ha reali-
zado en la España de Franco». El artículo costó a su autor la expulsión de
sus cargos en el CSIC, aunque no su cátedra universitaria.

El proyecto monárquico tradicional tendría, en alguna medida, conti-


nuidad en la revista Punta Europa, fundada en 1956 y dirigida por Vicente
Marrero. Al frente de la revista aparecían tradicionalistas, hombres del
Opus Dei, social-católicos, monárquicos, etc: José Luis de Oriol, Juan José
López Ibor, José Camón Aznar, Santiago Ramírez, José María Millas
Vallicrosa, Carlos Ruíz Castillo, Fernando Martín Sánchez Juliá, José
Ramón de Sampedro, Joaquín Entrambasaguas, Gregorio Marañón, etc.
Entre los colaboradores, había filósofos e intelectuales españoles y extrenje-
ros, como Arnold J. Toynbee, Christopher Dawson. Henri Massis, Romano
Guardini, Evelyn Waugh, Russell Kirk, Vintila Horia, George Uscatescu,
etc. Los españoles estaban representados por Vicente Risco, Alberto Martín
Artajo, Manuel Lora Tamayo, Antonio Millán Puelles, José María García
Escudero, Jorge Vigón, Gerardo Diego, José María Pemán, Rafael Morales,
José García Nieto, Victoriano Crémer, Francisco Umbral, etc.

Nacida bajo el mecenazgo de la familia Oriol, su máximo definidor fue


Marrero, cuyos ídolos intelectuales eran Menéndez Pelayo, Ramiro de
Maeztu y el Padre Santiago Ramírez. Sus enemigos, Pedro Laín Entralgo,
Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, es decir, el «trust de cerebros falangis-
ta» revisor de los valores tradicionales; pero, sobre todo, Ortega, a quien
EL RÉGIMEN DE FRANCO

dedicó un libro muy crítico, no exento de ingenio, titulado Ortega, filósofo


mondain. Alternativa política era la Monarquía católica, social y represen-
tativa.

Las disputas entre las distintas facciones continuaron. La muerte de


Ortega en 1955 tuvo un importante impacto en la juventud universitaria. El
entierro del filósofo fue el anuncio de un cambio en la situación. Poco des-
pués se proyecto un congreso de escritores jóvenes, que contó con el apoyo
de Laín, como rector de la Universidad Complutense. Luego, se pidió la con-
vocatoria de un congreso de estudiantes. Se rechazaron, además, los candi-
datos oficiales del SEU para los puestos de delegados de curso. Pero se sus-
pendieron las elecciones y los estudiantes antifalangistas se apoderaron de
la Facultad de Derecho y asaltaron el local del SEU. Todo lo cual culminó
en los sucesos del 9 de febrero de 1956, con motivo de las ceremonias del
estudiante caído. Ante la magnitud de los acontecimientos, Franco resolvió
la crisis despidiendo a Ruiz Giménez y al secretario general de Movimiento,
Raimundo Fernández Cuesta. Dioniso Ridruejo fue detenido. Y destituidos
Laín y Tovar, como rectores de las universidades de Madrid y Salamanca.
Todos ellos pasarían, junto a López-Aranguren, José María Valverde, etc, a
la oposición al franquismo, o a un ambiguo «exilio interior». La actitud de
López Aranguren, el antiguo d’orsiano, fue, sobre todo a partir de su expul-
sión de la Universidad en 1965, arquetípica. En su libro Ética y política, sos-
tuvo que «el totalitarismo comunista es menos malo que el fascista… y pre-
tende realizar los fines de lo que nosotros llamanos Ética social por medios
no morales».

4. LA CRISIS DEL PENSAMIENTO FALANGISTA:


JOSÉ LUIS DE ARRESE, ADOLFO MUÑOZ ALONSO

El nuevo secretario general del Movimiento, José Luis de Arrese y Magra,


creyó llegada el momento de detener la operación restauradora y relanzar
Falange. Nacido en 1905, Arrese fue en todo momento un falangista leal a
Franco. Hasta entonces, su producción ideológica había tenido como objeti-
vo, sobre todo tras el final de la II Guerra Mundial, renovar el ideario falan-
gista, en un sentido abiertamente social-católico y conservador. A ese res-
pecto, se esforzó en negar el carácter totalitario del pensamiento de José
Antonio Primo de Rivera. Cuando el fundador de Falange empleaba el tér-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

mino «totalitario» hacía referencia a un Estado que integra a todos los ciu-
dadanos y a todas las clases sociales en la nación, sin hacer distinciones de
origen, religión, raza o lengua, a través de las estructuras básicas de la so-
ciedad, es decir, la familia, el municipio y el sindicato.

Bajo su impulso, se constituyó una comisión de la que formaron parte


González Vicén, José Antonio Elola-Olaso, Diego Salas Pombo, Rafael
Sánchez Mazas y Francisco Javier Conde, que pronto abandonó sus labores
de doctrinario político para iniciarse en la diplomacia. Transcurridos unos
meses, la comisión entregó un dictamen detallado, acompañado de varios
anteproyectos. En su exposición de los proyectos, Arrese destacaba como
dogmas esenciales del régimen la aceptación de la moral católica como nor-
ma individual y colectiva de la vida, la organización democrática de la so-
ciedad, a través de las entidades naturales de convivencia; la estructura eco-
nómica anticapitalista y antimarxista; la estructura social de la empresa
como participación del obrero en los beneficios y en la dirección; la estruc-
tura sindical de la colectividad y la proclamación del pueblo como deposita-
rio del poder. Frente a las críticas de los monárquicos, el dirigente falangis-
ta estimaba que la Monarquía no era algo esencial para el régimen, ni podía
entrar, por lo tanto, en «lo incuestionable desde el punto de vista del dogma
político»; a lo sumo, era accidental. El órgano encargado de la definición de
los dogmas permanentes era el Consejo Nacional. Esta función no podría
recaer en el futuro Jefe de Estado, porque esa jefatura se ejercería «con va-
lor simbólico». El jefe del Gobierno sería elegido libremente por el Jefe del
Estado entre los militantes del Movimiento y éste respondería de sus actos
ante el Consejo Nacional, al igual que los ministros responderían de la suya
ante las Cortes.

De inmediato, el proyecto suscitó la oposición de los restantes grupos


políticos, desde el militar hasta el católico, pasando por los monárquicos,
capitaneados por el conde de Vallellano y Jorge Vigón. No obstante, el golpe
de gracia vino de la jerarquía eclesiástica, que presentó a Franco una decla-
ración en la que se rechazaban las pretensiones de Arrese, que se compara-
ban con los programas totalitarios del nacional-socialismo, del fascismo y
del peronismo, «formas todas condenadas por la Iglesia».

Era el final de Falange como fuerza política influyente en el seno del


régimen. El pensamiento falangista, que, tras la derrota del Eje, había en-
trado en una profunda crisis, fue incapaz de articular un auténtico proyec-
EL RÉGIMEN DE FRANCO

to de futuro; y acabó limitándose a repetir las viejas fórmulas políticas sin


posibilidades de renovación. Y es que, además, su alternativa autárquica,
proteccionista y totalitaria chocaba con las necesidades de la economía es-
pañola y con las líneas generales diseñadas por los organismos internacio-
nales en los que España se había integrado.
El cambio de gobierno de febrero de 1957 fue el comienzo del giro radi-
cal en la política económica, que culminaría en el Plan de Estabilización
de 1959; y de la adquisición de nuevos criterios de legitimidad para el régi-
men. Hacienda y Comercio fueron ocupados por hombres del Opus Dei,
como Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio. Luis Carrero Blanco se-
ría nombrado Subsecretario de la Presidencia del Gobierno. Laureano
López Rodó obtuvo la de Administración Pública y la Oficina de
Coordinación y Programación Económica. José Antonio Girón fue cesado,
tras once años, en el Ministerio de Trabajo. Arrese ocupó el ministerio de la
Vivienda.
Quizás donde pueda percibirse con mayor claridad la crisis ideológica
del fascismo español sea en la obra del filósofo agustinista Adolfo Muñoz
Alonso. Nacido en 1915, Muñoz Alonso se distinguió como político activo y
como un prolífico doctrinario. Plenamente inserto en el aparato político
franquista, su objetivo fue enfatizar aún más el carácter católico del pen-
samiento falangista, en la línea de las corrientes «personalistas». La ambi-
güedad de sus planteamientos tuvo la manifestación más nítida en su estilo
literario, plagado de paradojas y retruécanos. Más que un fascista estricto
sensu, era un católico-social. Desde su perspectiva, persona y sociedad son
dos realidades «completantes», en el sentido de que el hombre, al hacer «so-
cio», se «personaliza», es decir, se realiza como persona; y mediante el pro-
ceso estructural de realizarse como persona, se «socializa», se integra en
las pautas de la comunidad social. Para Muñoz Alonso, el hombre es un ser
dinámico en constante interacción social; lo que lleva a una definición esen-
cial de la persona como realidad y la sociedad como un invento necesario.
En definitiva, el hombre es «un ser de relaciones», «relaciones de subordina-
ción a personas divinas, de ordenación a las cosas, de cooperación con las
cosas». Ello se concretaba en la familia; era un ser familiar por naturaleza,
no como ser social, que no sólo no lo es, sino que aparece en el mundo como
asocial, aunque con capacidad de serlo, pero a costa de un proceso de «so-
cialización» dentro de la familia, porque en ésta radica su medio «connatu-
ral» y su atmósfera vital».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

A ese respecto, el problema político por antonomasia es la consecución


del «Bien Común», «la razón que legitima la autoridad; la razón que funda-
menta a la sociedad y la funda; la razón que justifica a la ley». Por «Bien
Común» ha de entenderse «el bien de la persona humana en cuanto perso-
na, si la persona es, en cuanto persona, social», «el bien exigido a las perso-
nas en virtud de su condición de personas». Ni el comunismo ni la democra-
cia liberal podían garantizar, en ese sentido, el «Bien Común». El primero
tendía a «la comunidad, como fuerza; con desprecio para la persona, como
debilidad»; aspira a «una comunidad de bienes, no de personas»; sustituía
«a la persona humana por la comunidad social». «Se hipostasia a la socie-
dad, mediante la despersonalización singular». Por ello, Muñoz Alonso cri-
ticaba igualmente al totalitarismo, al concebir el «Bien Común» «como fun-
ción estatal, y no social», subordinando al Estado «a cualquier otra
consideración, con la pretensión noble, pero falaz e irrealizable, de encua-
drar a las personas en un formalismo rígido de formulación social y políti-
ca». La democracia liberal era, en cambio, «un estado de permanente rebel-
día por lograr algo que le resulta imposible de ejercer», o sea, el gobierno del
pueblo por el pueblo y para el pueblo. Era «la más perfecta anarquía política
y social». Además, el liberalismo tenía como consecuencia la injusticia a ni-
vel socioeconómico y la secularización a nivel espiritual y religioso:

«El capitalismo ha ensayado la más diabólica de las tentaciones y la más


tentadora invitación a la apostasía de las masas (…) El individualismo ago-
ta los valores y su consideración en el individuo. No defiende la supremacía
de la persona, sino que se reduce la persona al individuo como mónada sin
ventanas abiertas a la trascendencia moral.»

Siguiendo al filósofo italiano Antonio Rosmini y a José Antonio Primo


de Rivera, Muñoz Alonso anatematizaba la existencia de los partidos políti-
cos, porque «se enfrentan con la justicia y con la moralidad, precisamente
en cuanto partidos». Su nacimiento era «antisocial, injusto, deshonesto». Y
es que los partidos políticos perseguían «las ventajas de las clases sociales»;
consagraban «las costumbres como fórmula de vida social»; y favorecían
«las pasiones del pueblos».

El «Bien Común» sólo podía ser defendido y garantizado por un «Estado


fuerte, nacional —que no es precisamente nacionalista—, autoritario»,
«única solución frente al Estado inestable, paradójicamente anti-estado, es-
pectante de las luchas electorales; pero es también, la única solución
EL RÉGIMEN DE FRANCO

presente frente a un Estado tiránico». Un Estado bajo la dirección no de un


partido, sino de un «antipartido»; en fin, «una democracia con forma
aristocrática», es decir, el orden «cultural humano, el jerárquico, el orde-
namiento racional».
No era Muñoz Alonso un entusiasta de la libertad de prensa; y se mos-
traba partidario de «asegurar el territorio de contaminaciones», denuncian-
do que «la radiactividad informativa de desnacionalización penetra por to-
dos los poros, que no están cubiertos por la fortaleza de una fe, de unos
valores morales y de una organización jurídica aplicada por un Estado
fuerte». De ahí que juzgara necesaria «la garantía informativa frente a los
poderes indirectos». A propósito de la organización social y económica, de-
fendió siempre la unidad sindical y la «obligatoriedad de la sindicación»,
aunque pidió igualmente «una más amplia, clara y pura autenticidad repre-
sentativa». Tanto el control de la opinión pública como el sindicalismo ver-
tical eran la garantía del «Bien Común» frente al liberalismo capitalista y
frente al marxismo. El régimen autoritario garantizaba un Estado interven-
tor, pero no destructor de la sociedad civil. Su función social era, siguiendo
la doctrina pontificia, subsidiaria.
El filósofo era consciente, por otra parte, de la debilidad del sector fa-
langista en el interior del régimen. Su biografía intelectual de José Antonio
Primo de Rivera, titulada Un pensador para un pueblo, fue más que nada el
canto del cisne del falangismo. El Movimiento Nacional no era identificable
ya con «El Estado nacional-sindicalista»; y las razones eran múltiples, pero
existía una esencial, y era «la impresionante personalidad del general
Franco y su capacidad para residenciar fervores revolucionarios en aras de
una progresiva continuidad evolutiva que no violentara la convivencia ni
alterara el equilibrio de otras fuerzas, efectivas o presuntas, del país».

5. LA CRISIS DEL TRADICIONALISMO CARLISTA:


RAFAEL GAMBRA, FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

El carlismo se hallaba dividido, desde el Decreto de Unificación, entre


colaboradores y disidentes respecto al régimen de Franco. En el fondo, la
del 36 fue la primera carlistada que habían ganado. En el País Vasco y
Navarra, impusieron su moral social, sus símbolos y sus monumentos. No
consiguieron recobrar los fueros; pero tampoco hicieron demasiado por re-
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

clamarlos. Franco contó con el apoyo de tradicionalistas como la familia


Oriol, Esteban Bilbao, Iturmendi, etc., que, por lo general, ocuparon el
Ministerio de Justicia. Otros, como el conde de Rodezno, tras colaborar con
Franco, optaron por apoyar la candidatura de Juan de Borbón y colabora-
ron en la redacción de las Bases de Estoril. Este sector daría un paso más,
al reconocer al heredero de Alfonso XIII, como rey en Estoril en diciembre
de 1957. Juan de Borbón se solidarizó con el tradicionalismo invocando la
figura de Carlos  VII en ese mismo acto; y caracterizó su modelo de
Monarquía como el perfilado en la Ley de Sucesión., «Tradicional, Católica,
Social y Representativa». Por último, otro sector tradicionalista, acaudilla-
do por Manuel Fal Conde, criticó la colaboración con el régimen y a los
partidarios de la fusión dinástica. En un primer momento, la familia
Borbón-Parma jugó la carta de Franco, quien los utilizó para atemorizar a
Juan de Borbón. En 1962, concedió a Carlos Hugo —hijo y heredero de
Javier— el título de duque de San Jaime. Esteban Bilbao apostaba por la
candidatura de Carlos Pío Habsburgo, conocido como «Carlos VIII», que
murió en 1953.

Javier de Borbón-Parma había hecho pública su pretensión al trono es-


pañol en 1952; y solía jurar en Guernica y en Montserrat los fueros vascos y
catalanes. Su hijo Carlos Hugo siguió, en un principio, los dogmas tradicio-
nalistas, esperando que Franco tuviera en cuenta su candidatura. Pero la
familia Borbón-Parma fue expulsada de territorio español por unas decla-
raciones de Carlos Hugo, que no gustaron al régimen. Al tiempo que el nom-
bramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco en 1969 selló
su ruptura con Franco.

Desde entonces, Carlos Hugo se hizo portavoz de una confusa y contra-


dictoria alternativa «socialista autogestionaria», basada en el autogobierno
a nivel provincial, local y comunitario; el control obrero de las empresas; y
una Monarquía, que descansaría en un «pacto» entre el Rey y el pueblo. La
Comunión Tradicionalista pasó a ser Partido Carlista, e incluso se intentó
avalar ideológicamente el cambio mediante una nueva interpretación histó-
rica del carlismo defendida, entre otros, por el periodista Josep Carles
Clemente, en la que éste aparecía como un movimiento popular y anticapi-
talista contra al oligárquico y centralista Estado liberal.

Sin embargo, el tradicionalismo carlista hubo de enfrentarse a otro tipo


de problemas, no menos graves, de cara a su supervivencia. Como conse-
EL RÉGIMEN DE FRANCO

cuencia del desarrollo económico de los años sesenta, la sociedad agraria


tradicional acabó disgregándose; y la modernización social llevó a la secu-
larización cultural y a la progresiva deslegitimación de la tradición católica,
que fue erosionada de manera radical. A ello se unieron las repercusiones
del Concilio Vaticano II, que fueron igualmente determinantes. Su conteni-
do doctrinal —nuevo concepto de Iglesia y del papel de los laicos, nueva
forma de ver la relación del catolicismo con la modernidad, declaración de
libertad religiosa, etc.— deslegitimó la teología política tradicional. Como
señaló el tradicionalista Miguel Ayuso: «solamente a la crisis de la Iglesia en
la segunda mitad del siglo XX no ha podido resistir el carlismo, porque no le
afecta solo accidentalmente, sino que toca esencialmente a su soporte, que
es la cosmovisión de la cristiandad».
En ese contexto, se desarrollaron las obras de los últimos doctrinarios
del tradicionalismo carlista: Rafael Gambra Ciudad y Francisco Elías de
Tejada. El «socialismo autogestionario» carlista careció de doctrinarios;
fue tan sólo una veleidad oportunista, que rompía, de hecho, con la trayec-
toria histórica del legitimismo español.
El pensamiento de Rafael Gambra fue fundamentalmente tomista, si
bien estuvo influido por Henri Bergson y por la reacción antirracionalista y
antipositivista representada por Albert Camus y Etienne de Saint-Exuspérry,
Gustave Thibon, etc. Desde sus primeros escritos se mostró adverso al fa-
langismo y, sobre todo, a las tendencias democristianas, que asociaba con el
modernismo. Igualmente, rechazó el nacionalismo integral de Charles
Maurras, por su tendencia secular; a su modo de ver, era «un tradicionalis-
mo de izquierdas». Su enemigo fundamental fue, sin embargo, el progresivo
aggiornamento de la Iglesia católica, cristalizado en el contenido del
Concilio Vaticano II; y que concluiría en las leyes de libertad religiosa del
franquismo. Contra ello, publicó su libro La unidad religiosa y el derrotismo
católico, en defensa de la unidad católica y la confesionalidad del Estado
español. Su doctrina política era básicamente una renovación de los su-
puestos de Vázquez de Mella. Gambra concibe la vida humana, no como
autorrealización o liberación de trabas, sino como entrega o compromiso e
intercambio con algo superior que se asimila espiritualmente. Ligado a esto
se encuentra la concepción de la sociedad como una organización en el es-
pacio y en el tiempo. La sociedad es una proyección de las potencialidades
humanas, incluida la individualidad; y que tiene igualmente una funda-
mentación religiosa, ya que sus orígenes se encuentran en unas creencias y
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

en una cosmovisión colectivas. Si el hombre es un compuesto de alma y


cuerpo llamado por la gracia al orden sobrenatural y, por otra parte, la so-
ciedad emerge como eclosión de la misma naturaleza humana, también la
de un poder en alguna manera santo y sagrado, es decir, elevado sobre el
orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hom-
bres. A partir de tales planteamientos, Gambra defiende una concepción
organicista de la sociedad y el régimen monárquico tradicional y federativo.
El principio representativo se encuentra encarnado en la corporación. El
proceso federativo consiste en la progresiva superposición y espiritualiza-
ción de los vínculos unitarios, contrapunto del Estado liberal o de la nación
sacralizada de los fascismos y de los separatismos nacionalistas. El federa-
lismo es, según Gambra, algo radicado en la misma historia de España,
porque en su seno perviven y coexisten en su superposición mutua regiones
de carácter étnico, como la vasca; geográficas, como la riojana; políticas,
como la aragonesa o la Navarra. El vínculo superior que las une es la cato-
licidad y la Monarquía.

A partir de tales supuestos, Gambra criticó, en su obra Tradición o mi-


metismo, el centralismo franquista, lo mismo que su aceptación de los prin-
cipios laicistas y tecnocráticos, sintetizados en su reconocimiento de la li-
bertad religiosa.

Iusfilósofo e historiador de las instituciones políticas, Francisco Elías de


Tejada intentó, a diferencia de Gambra, teorizar, en plena guerra civil, sobre
el derecho público nacional-sindicalista, aunque su pensamiento político
fundamental se rigió posteriormente por los paradigmas del tradicionalis-
mo y el iusnaturalismo. En su primera etapa, Elías de Tejada se adelantó a
Francisco Javier Conde a la hora de dar una interpretación del caudillaje de
Franco. Para él, el Caudillo era esencialmente un jefe militar, siendo la ma-
gistratura más análoga la de jefe supremo del Ejército. En aquellos momen-
tos, su rol era el de dirigir a la masa a través del Estado, con la ayuda de los
brazos militar y civil, es decir, el Ejército y el partido único. Su misión era
doble: de un lado, impartir órdenes; de otro, simbolizar la continuidad del
Estado. A ese respecto, la esencia del Estado nacional-sindicalista era la
simbiosis de un elemento activo, el Caudillo, con tres pasivos: el Pueblo, el
Ejército y la Falange. Por aquel entonces, dedicó igualmente un estudio al
escritor Ángel Ganivet, llegando a la conclusión de que se trataba de un pen-
sador tradicional.
EL RÉGIMEN DE FRANCO

Posteriormente, Elías de Tejada evolucionó en sus opiniones sobre el cau-


dillaje franquista, tachándolo de «artificial»; en el fondo, se trataba de una
«herejía de carácter protestante» y era una «tiranía anticatólica». En esos
momentos, Elías de Tejada se erigió en uno de los partidarios más firmes del
tradicionalismo carlista y del iusnaturalismo jurídico. A su entender, el car-
lismo era el único tradicionalismo legítimo. Por ello, llegó a descalificar a
Jaime Balmes, como un pensador que ignoraba la tradición jurídico-filosó-
fica catalana; era un liberal revolucionario. De igual manera descalificó a
Donoso Cortés, a Ramiro de Maeztu y al grupo de Acción Española, al que
calificó de remedo de L’Action Française, de Charles Maurras.
La tradición política española se manifiesta, para Elías de Tejada, en
dos cuestiones fundamentales: la concepción católica de la vida y la
Monarquía federativa de «las Españas». En su opinión, la causa diferencia-
dora de las comunidades políticas no la constituye ningún factor físico, ni
la raza, ni la lengua, ni la cultura, ni el espíritu, ni motivos psicológicos;
esta causa diferenciadora radica en la tradición y en la nación. Las comu-
nidades políticas tienen una finalidad que cumplir en la historia. Por na-
ción se entiende aquella nota característica de un pueblo a lo largo de todo
un período de la Historia. La tradición es el sustrato que cada uno de esos
períodos deja, el alma de las gentes forjadas en el fraguar de esas empresas
colectivas. Para Elías de Tejada, la tradición política española se forja du-
rante la Edad Media, con la Reconquista, y alcanza su punto culminante
en el reinado de Felipe II. España se forja en el catolicismo y considera
esencial a esa identidad el «federalismo histórico», «el federalismo de nues-
tra tradicional monarquía orgánica, hija de la historia y de las necesidades
nacionales, españolísima y foral, magnifica y patriota; es la organización
clásica de los fueros». La tradición española está integrada por el conjunto
de las tradiciones de los pueblos que la componen, a tenor de la idea de los
fueros. En la Península, comprende las tradiciones particulares de Castilla,
Galicia, del Portugal, de Euskalerría y Cataluña, de Andalucía, de Aragón;
en América, la de todos los pueblos que hay desde Río Grande para el Sur;
en Oceanía, las Filipinas; en Occidente, Nápoles, Cerdeña y Flandes.
Así, pues, los tres conceptos principales de la tradición española son la
religión católica, cuya traducción política se plasma en la unidad católica;
la Monarquía federativa y misionera; y los fueros, «conjunto de normas pe-
culiares por las que se rige cada uno de los pueblos españoles basados en la
concepción del hombre como ser concreto histórico».
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

6. GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA: LA TEORIZACIÓN


DEL ESTADO TECNOAUTORITARIO

El cambio de gobierno de febrero de 1957 fue el comienzo de un giro


radical en la política económica, que culminaría con el Plan de Estabilización
de 1959; y de adquisición de nuevos tipos de legitimidad por parte del régi-
men. Una de las luminarias del Opus Dei, Laureano López-Rodó, catedráti-
co de Derecho Administrativo, se reunió con Gonzalo Fernández de la Mora
en El Escorial, para elaborar las primeras bases de la Ley de Principios del
Movimiento Nacional; y de lo que luego sería la Ley Orgánica del Estado.
Promulgada el 17 de mayo de 1958, la Ley de Principios del Movimiento
Nacional era el triunfo final de los conservadores autoritarios sobre lo que
quedaba de Falange. Suponía una clara continuidad con la Ley de Sucesión
de 1947, ratificando como forma política la Monarquía tradicional. No se
reconocía ningún papel esencial a Falange. El Movimiento se definía como
«comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada». Se
garantizaba la confesionalidad católica; y hacía suya la doctrina social de la
Iglesia. La representación corporativa era la única representación legal. Y
los principios eran, por esencia, «permanentes e inalterables».
Tanto López-Rodó como Fernández de la Mora suponían, por una parte,
que el desarrollo económico era, en aquellos momentos, la necesidad priori-
taria; lo que implicaba, por otra, mayor libertad económica y, por supuesto,
autoridad política como instrumento eficaz para las reformas, capaz de ven-
cer los obstáculos que a ellas se opusieran. No es extraño que López-Rodó
prologara las obras de un teórico del desarrollo económico como Walt
Whitman Rostow e hiciera suya su teoría de las etapas de crecimiento.
Curiosamente, en los escritos de López-Rodó aparecía una nueva legitima-
ción de la figura carismática de Franco, en la que ya no aparecían factores
religiosos, sino económicos. Franco cubría, en esta etapa, el papel de los
grandes hombres, como Bismarck, catalizadores, a través de su carisma, de
los impulsos endógenos que garantizaban el «despegue» económico de las
naciones.
Sin embargo, el teórico por excelencia de lo que podemos llamar, si-
guiendo a Manuel García-Pelayo, Estado tecnoautoritario, fue Gonzalo
Fernández de la Mora, quien en 1965 publicó, en la editorial Rialp, El cre-
púsculo de las ideologías, obra que supuso un cambio de paradigma en el
desarrollo doctrinal de la derecha española. Fernández de la Mora acepta-
EL RÉGIMEN DE FRANCO

ba, en esta obra, la conciencia moderna, que es tanto como decir la raciona-
lidad funcional del cálculo y la eficacia; la racionalidad que acepta el «des-
encanto del mundo»; y con ello la fragmentación de cosmovisiones; la
pérdida de la unidad cosmovisional religiosa y, sobre todo, la experiencia
del relativismo. En consecuencia, descartaba por completo el pesimismo, el
integrismo religioso o la visión cíclica de la historia. Al contrario, su concep-
ción del proceso histórico, tomada de Comte, era decididamente progresis-
ta. La historia es «el laboratorio del mithos al logos». Progreso es sinónimo
de racionalización de los distintos aspectos de la vida social y política. En
ese sentido, el pensamiento de Fernández de la Mora gira en torno a los es-
quemas correlativos de «logos/pathos». Complemento de esta concepción ra-
cionalista del proceso histórico es la afirmación explícita de la necesidad de
modernización social y desarrollo económico. El ideal por antonomasia de
le edad contemporánea es el desarrollo económico, «motor primigenio de la
Humanidad», cuyas consecuencias sociales eran sumamente importantes:
homogeneización de las clases sociales, pragmatismo, bienestar y modera-
ción política. En consecuencia, eran necesarias formas más racionalizadas
de organización política y económica. La organización política evoluciona-
ba desde el estadio «carismático» al «ideológico» para culminar en el «cien-
tífico». En aquellos momentos, las sociedades más avanzadas se encontra-
ban en un período de transición entre la edad «ideológica» a la «científica o
positiva». Fernández de la Mora definía las ideologías, siguiendo a Vilfredo
Pareto, como «derivaciones», es decir, conjuntos de razonamientos seudoló-
gicos que construye el hombre para persuadirse y persuadir a los demás
para que crean ciertas cosas o ejecutar diversas acciones; son «mitos»,
«creencias», filosofías políticas «simplificadas», «patetizadas». Las ideolo-
gías a batir y a extinguir eran, en aquellos momentos, el socialismo, el libe-
ralismo, la democracia cristiana y el nacionalismo. Para demostrarlo,
Fernández de la Mora recurre a una serie de apreciaciones sobre hechos
sociales contemporáneos: la despolitización, el alto nivel técnico y asisten-
cial de las sociedades desarrolladas, el fin de la lucha de clases y, en conse-
cuencia, la «convergencia» entre ideologías hasta entonces aparentemente
antagónicas, como el liberalismo y el socialismo. Por otra parte, la religión
iba siendo desplazada a la periferia social y política, recluyéndose en la «in-
timidad»; era el momento de la «interiorización de creencias». A ese respec-
to, la democracia cristiana no era el testimonio de la religiosidad genuina,
sino el producto de una táctica política; y, además, resultaba anacrónica. El
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

nacionalismo venía a ser una afirmación sentimental, polémica e irracional,


que respondía a una mentalidad primitiva. La progresiva racionalización de
la vida política impelía a formaciones de carácter supranacional, como el
Mercado Común. El socialismo, sobre todo en su versión marxista, era in-
sostenible racionalmente. Y el sistema demoliberal había degenerado en
partitocracia; y, en consecuencia, distaba mucho de ser representativo.
Tampoco el laissez-faire, después de Keynes, podía sostenerse. Así, tal era el
diagnóstico: se imponía en la vida económica el intervencionismo estatal, la
planificación indicativa y las políticas de bienestar; en la vida política, la
preeminencia de los «expertos» sobre los ideólogos, y la autoridad del ejecu-
tivo sobre el legislativo, lo mismo que la representación de intereses, no por
ideologías; y en la política internacional, el cosmopolitismo.
El tipo de Estado que se correspondía con la nueva «edad positiva» no
era el demoliberal, ni el socialista, ni el nacionalista; era lo que denominaba
«Estado de razón», plenamente desideologizado, sustituyendo las ideologías
por la «ideocracia», es decir, por la soberanía de las ideas rigurosas y exac-
tas, basadas en las aportaciones de las ciencias sociales; y cuya élite directi-
va no eran los ideólogos, sino los «expertos». Su legitimidad no radicaba en
la voluntad nacional o popular, ni en la nación, ni en una utopía social, sino
en la «eficacia», es decir, en la capacidad de garantizar el orden, la justicia y
el desarrollo económico. La concreción española de ese «Estado de razón»
era el régimen franquista, a quien llegó a denominar «Estado de obras», por
su capacidad para modernizar a la sociedad española, a lo largo de su égida.
Pero la «racionalización» no se reducía únicamente a la economía y a la
política; implicaba igualmente una auténtica reforma intelectual y moral.
Fernández de la Mora, como crítico del pensamiento español contemporá-
neo, elaboró, a partir del dualismo «pathos/logos», un nuevo canon de la
historia cultural española. La nueva realidad social y política exigía el re-
chazo de las perspectivas irracionalistas, perceptibles en la obra de los tra-
dicionalistas radicales, como Donoso Cortés y Vázquez de Mella; en el krau-
sismo, que había rechazado la ciencia positiva; y, sobre todo, en el espíritu
del 98, cuya figura arquetípica era Miguel de Unamuno. Frente a ellos, el
ejemplo a seguir era el de Menéndez Pelayo, que había asumido las nuevas
tendencias historiográficas; el de Ortega y Gasset, como superador del anár-
quico espíritu noventayochista; el de Ángel Amor-Ruibal, Antonio Millán
Puelles y, sobre todo, el de Xavier Zubiri, quienes desde la perspectiva cató-
lica estaban abiertos a los nuevos horizontes científicos y filosóficos.
EL RÉGIMEN DE FRANCO

Los planteamientos de Fernández de la Mora fueron muy criticados en


todo el espectro ideológico de la época. Para tradicionalistas y falangistas,
eran antipatrióticos, secularizadores y suponían la desnaturalización del
régimen. Para la oposición liberal y de izquierdas, eran elitistas y antidemo-
cráticos.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. Francisco Javier Conde define su doctrina del caudillaje

«El criterio específico del caudillaje es el principio de legitimidad inma-


nente que está a su base. Ese principio esencial es el carisma. Acaudillar es
mandar carismáticamente.»

(Francisco Javier Conde, Espejo de caudillaje, 1942)

2. Francisco Javier Conde define el Estado totalitario

«El Estado totalitario es, a nuestro juicio, el modo de organización de la


gran potencia en su plenitud, por cuanto despliega hasta el límite máximo
las posibilidades implícitas en el concepto de gran potencia. Y como quiera
que la posibilidad límite es la guerra total, el Estado totalitario es el modo
de organización que tiene a la gran potencia capaz de mantenerse contra
todos los demás, apretada en sí misma, instrumento que hace posible la
guerra total.»

(Francisco Javier Conde, «El Estado totalitario, forma de organización


de las grandes potencias», 1942)

3. Rafael Calvo Serer expone su proyecto político restaurador

«Frente a las doctrinas políticas que el siglo  XX nos ha ofrecido como


nuevas —el totalitarismo en todas sus formas— y frente a la democracia
liberal que confiesa su impotencia ante el enemigo, cobra nuevo valor na-
cional y universal la doctrina política de la tradición española: Monarquía
no cortesana, sino tradicional, hereditaria, antiparlamentaria y descentra-
lizada.»

(Rafael Calvo Serer, España sin problema, 1949)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

4. Defensa de los fueros por parte del Francisco Elías de Tejada

«En el pensamiento hispano los Fueros suponen dos cosas: barreras y


cauce. Barrera defensora del círculo de acción que a cada hombre corres-
ponde según el puesto que en la vida social ocupa como padre de familia,
como profesional, como miembro de un municipio o de una comarca; y
cauce por donde fluye su acción libre, enmarcada jurídicamente en los
márgenes de su posición en el seno de la vida colectiva.»

(Francisco Elías de Tejada, La Monarquía tradicional, 1954)

5. Rafael Gambra denuncia la libertad religiosa

«La separación del poder político respecto del orden moral y religioso
no puede ser aceptada por un espíritu cristiano, ni aun creyente de otra fe,
más que a modo de apostasía o como pecado. El régimen estatal o de con-
vivencia neutra nació en realidad con la escisión religiosa del siglo XVI, pero
no se erigió en teoría hasta el racionalismo y el estatismo que son plantas
de suelo arreligioso y agnóstico.»

(Rafael Gambra, La unidad religiosa y del derrotismo católico, 1965)

6. Adolfo Muñoz Alonso critica la democracia

«(…) la democracia es un estado de permanente rebeldía por lograr algo


que le resulta imposible de ejercitar. La democracia no es la satisfacción
política del pueblo, sino la insatisfacción permanente, la insurrección con-
tinua. La mayoría del pueblo —que no es la democracia— es la más perfec-
ta anarquía política y social (…) La atribución de autoridad a quien no pue-
de ejercerla sólo tiene sentido demagógico y anárquico.»

(Adolfo Muñoz Alonso, Persona humana y sociedad, 1956)

7. Rodrigo Fernández Carvajal define el proceso de organización del régimen

«Se trata de injertar una monarquía limitada en el tronco de una dicta-


dura constituyente y de desarrollo; o si se quiere renovar la metáfora, se
trata de utilizar a esa dictadura como vehículo que ponga en órbita a una
monarquía limitada.»

(Rodrigo Fernández Carvajal, La Constitución española, 1969)


EL RÉGIMEN DE FRANCO

8. Gonzalo Fernández de la Mora define los criterios de legitimidad del régi-


men político

«El grado de cumplimiento de los fines sociales refleja con exactitud la


efectividad del Estado. El legítimo juicio político no es a priori, sino a pos-
teriori; no se remite en función de un módulo abstracto, sino de logros con-
cretos. Lo alcanzado en orden, justicia y desarrollo es un dato objetivo y
mensurable. Y el consenso que tales resultados suscita no es retórico, sino
empírico y, por ello, resistente al arbitrario adoctrinamiento y a la propa-
ganda falaz.»

(Gonzalo Fernández de la Mora, Del Estado ideal al Estado de razón, 1972)

BIBLIOGRAFÍA

General

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TEMA 19
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

Gabriel Plata Parga

1. ¿UN PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO?

En la España de la posguerra, la expresión de un pensamiento de oposi-


ción a la dictadura era imposible. El régimen lo ocupaba todo, situarse al
margen era la nada. Los intelectuales, periodistas, escritores, catedráticos,
o quienes aspiraban a serlo, debían poner en marcha alguna estrategia de
aproximación a la esfera oficial. Por eso, la norma entre la intelectualidad
de la época —también entre la que más tarde será la intelectualidad oposi-
tora— era el contacto o la colaboración con el régimen por medio de alguno
de los grupos o familias que lo apoyaban. Esta aproximación podía revestir
diversas actitudes: resignación, oportunismo, cinismo a veces; en ciertos
casos, podía venir dictada por el miedo (las delaciones, la depuración, las
condenas, los fusilamientos…); pero lo normal, a juzgar por lo que se escri-
bía o decía, era que viniese acompañada de un grado mayor o menor de
sinceridad, convicción, compromiso personal o hasta entusiasmo —de lo
contrario, habría que atribuir a los protagonistas una doblez en la que no
hay por qué pensar—. La cultura oficial era lo bastante sincrética —en su
vertiente falangista— y variada —había también equipos católicos o mo-
nárquicos— para ofrecer diversas modalidades o pretextos de enganche; los
más inquietos o de inclinaciones más izquierdistas podían encontrar en el
radicalismo de una parte de Falange un medio de justificación o desahogo.
Por otra parte, el Movimiento Nacional contaba con medios de expresión
intelectualmente exigentes e ilustrados, como lo muestra la bibliografía ac-
tual; baste recordar la Revista de Estudios Políticos, editada por el Instituto
de Estudios Políticos, por parte del sector falangista; y —pese a su cerrada
intransigencia— la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, animada por Rafael Calvo Serer, por parte del sector católico y
monárquico. Y esto también contribuye a hacer comprensible la atracción
hacia la órbita del régimen de muchos intelectuales de procedencia liberal.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

En las revistas dependientes del SEU, el Sindicato de Estudiantes


Universitarios, y en otras publicaciones juveniles oficiales —La Hora, Alcalá,
Laye, etc.— latía la inquietud de la joven generación que no había hecho la
guerra, el malestar por la distancia entre los ideales nacionalsindicalistas y el
conservadurismo clerical del régimen, la curiosidad por las modas culturales
europeas, etc. Estas revistas eran parte del Movimiento Nacional (o de la
oposición dentro del Movimiento), pero aun así sirvieron de bases adies-
tramiento y de partida de futuras trayectorias antifranquistas, y en ellas pue-
den rastrearse los gérmenes de una oposición intelectual que aún estaba por
nacer. Las desavenencias en el marco del régimen —que no era monolítico—
no deben confundirse con la verdadera oposición al régimen como tal.

Los incidentes en la Universidad de Madrid de febrero de 1956, a raíz de


la frustrada convocatoria de un Congreso Nacional de Escritores, provoca-
ron una crisis ministerial y mudaron la atmósfera en la que se había vivido
hasta entonces. Una parte de la intelectualidad de Falange y su entorno,
decepcionada por la caída del ministro de Educación Nacional, Joaquín
Ruiz-Jiménez, y por el fracaso de su política culturalmente integradora, se
apartó del régimen. Nació una nueva oposición interior de carácter demo-
cristiano, socialdemócrata, socialista y revolucionario (el Frente de
Liberación Popular), en la que militaban muchos jóvenes de familias de los
vencedores de la guerra, y el Partido Comunista adoptó una estrategia de
«reconciliación nacional», mejor adaptada a la evolución de los tiempos.
Los incidentes precipitaron una ruptura generacional, que alejó del régi-
men a las jóvenes promociones universitarias. Todo lo cual constituía un
punto de referencia nuevo para la actuación de los intelectuales. Para mu-
chos había llegado el momento de abrirse a las corrientes progresistas.

La aparición de una cultura progresista u opositora fue posible por una


liberalización cultural limitada pero efectiva, que se produce en los años se-
senta, sin esperar a la Ley de Prensa e Imprenta de 1966. Esta liberalización
se opera en el contexto de la petición oficial de asociación de España a la
Comunidad Económica Europea en febrero de 1962, y del rechazo de dicha
asociación, en tanto España no fuera una democracia, por parte de los gru-
pos de oposición en el llamado «contubernio» de Múnich. Desde entonces,
aunque con sobresaltos, fue posible exponer, en libros y revistas, doctrinas de
fundamentos y objetivos opuestos a los de la dictadura: ideas democráticas
(Ética y política, de José Luis López Aranguren, es de 1963); ideas socialistas
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

(Humanismo y sociedad, de Enrique Tierno Galván, es de 1964); e ideas revo-


lucionarias (el semanario Triunfo, dirigido por José Ángel Ezcurra, educó,
desde 1962, a parte de una generación de españoles en una cultura política de
izquierda radical, con un lenguaje nada críptico ni indirecto, sino transpa-
rente y preciso). El análisis de las insidias de la censura no debe hacer que se
pierda de vista la otra vertiente del asunto, lo que sí se publicaba. La censura
ya no era férrea, sino tortuosa e imprevisible; prohibía una cosa y admitía
otra equivalente. Para publicar era más seguro mantenerse en un plano teó-
rico, abstracto o, si se descendía a comentar casos concretos, referirse siem-
pre al extranjero, como si España no existiese. Aventurarse en una crítica de
la situación política española resultaba peligroso o suicida, como lo demues-
tran los numerosos secuestros, expedientes y multas que padeció la revista
Cuadernos para el Diálogo, de orientación demócrata-cristiana y socialista,
creada en 1963 por Ruiz-Jiménez; y el cierre en 1971 del diario Madrid, de lí-
nea liberal democrática, editado por Calvo Serer. Todo esto se puede descri-
bir como una liberalización notable, que permitía llegar muy lejos por ciertos
caminos, entrecortada por arbitrariedades y escarmientos lesivos y odiosos.
La aparición de la cultura de oposición no representaba «la reconstruc-
ción de la razón»; la razón es una facultad común a los seres humanos, no
el patrimonio de unos grupos, y con su ayuda se han justificado regímenes
y doctrinas de todo tipo. ¿Representaba la reconstrucción de una «razón
democrática»?
En Occidente los años cincuenta habían estado envueltos en una atmósfera
de conservadurismo y pragmatismo, y había llegado a hablarse del fin de las
ideologías. Por el contrario, los años sesenta conocieron un reverdecimiento
de las esperanzas revolucionarias y de las ansias neorrománticas latentes en el
mundo contemporáneo. Fue por entonces cuando muchos intelectuales rom-
pieron con el franquismo y se abrieron a las corrientes progresistas. El progre-
sismo de aquella década insistía en ver en el socialismo el futuro de la huma-
nidad y, desengañado del comunismo soviético, esperaba su advenimiento por
diversas «vías» —el nacionalismo revolucionario del Tercer Mundo, los comu-
nismos heterodoxos, experiencias ambiguamente democráticas como la de
Salvador Allende en Chile, los autoritarismos militares progresistas, etc.—; al
mismo tiempo, la «nueva izquierda» rechazaba como alienante la sociedad de
consumo y se rebelaba contra todas las constricciones que las costumbres, las
normas y las creencias imperantes imponían sobre la conciencia individual.
Esta doble orientación era internamente conflictiva —el rigor revolucionario
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

no casa bien con la indisciplina romántica—; ofrecía las mejores promesas y el


estilo nuevo de aquel tiempo; y condicionó la especulación de los intelectuales,
más sensibles que los demás ciudadanos a los aires de la época. Estos aires
arrastraron a todo el que se expuso a ellos, con independencia de su edad, y en
este punto, los estudios concretos no muestran diferencias esenciales de talan-
te entre las generaciones del 36, la del medio siglo y la del 68.

Así, en las revistas, en los libros y en las elaboraciones ideológicas pro-


gresistas, la «utopía» revolucionaria, el sueño de la transformación profun-
da de estructuras y mentalidades, estaba omnipresente, e imponía sus pro-
pios condicionamientos sobre todos ellos. Democracia (liberal) y revolución
son términos difícilmente compatibles; la idea de revolución comportaba
prioridades y valores distintos de los de la democracia, y por su propia lógi-
ca empujaba aceptar —donde era necesario— exigencias autoritarias (que
podían venir acompañadas de sus gotas de irracionalismo). No era casual
que hasta Cuadernos para el Diálogo, a la altura de 1974, dudara de si prefe-
ría para Portugal una democracia de tipo occidental o un autoritarismo
militar izquierdista. Todo esto evidenciaba una cultura política muy defi-
ciente desde el punto de vista de la democracia liberal. Las monografías
sobre revistas y autores señalan numerosos extremos de discontinuidad en-
tre la cultura política de la oposición de izquierdas y la democracia actual;
antes que una relación de causa a efecto entre la una y la otra, lo que se
observa es que la democracia, que llegó por sus propios caminos, fue la que
disolvió el empecinamiento radical de muchos intelectuales. Entre la ruptu-
ra generacional e ideológica con la dictadura de 1956 y la asunción de una
compartida concepción democrática en los ámbitos intelectuales, se inter-
pone todo un capítulo de la historia intelectual española, el del radicalismo
sesentayochista, que no se cierra hasta la consolidación de la democracia a
comienzos de los años ochenta. (Este capítulo es muy importante en la his-
toria de España. Fuera de él no se acaba de entender la ETA y su mundo. El
nacionalismo revolucionario era un ingrediente —envenenado de irraciona-
lismo— del espíritu del 68, y como tal tenía su cuota de presencia en Triunfo).

Como término de comparación, es interesante observar que tampoco en


Francia los autores liberales gozaron de verdadera legitimidad intelectual
hasta que, a mediados de la década de los setenta, por razones diversas,
pasó a un primer plano la denuncia del totalitarismo, y el anticomunismo
dejó de ser un pecado.
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

Este esbozo, que se mantiene en el plano de las doctrinas y las culturas


políticas, debe ser contrastado y afinado con datos y observaciones de signo
distinto. Cuando, desde 1956, los intelectuales elevaban reclamaciones colec-
tivas a las autoridades dictatoriales, utilizaban un «lenguaje de democracia»
(derecho de huelga, libertad de expresión, etc.). Se ha señalado que Cuadernos
para el Diálogo realizó la campaña de defensa de la teoría y la práctica de los
derechos individuales más intensa quizá de toda la historia de España. No
faltaban elaboraciones ideológicas que anudaban estrechamente, como fines
en sí mismos, Estado de derecho y estructuración socialista; obra de referen-
cia en esta línea fue Estado de derecho y sociedad democrática (1966), de Elías
Díaz. El «proyecto de transición» de las fuerzas opositoras (la ruptura), ins-
pirado en el realismo político y trazado con la intención de dar al país una
salida a la muerte de Franco, apuntaba a una democracia de corte occiden-
tal. La presión de la oposición —intelectual, política, sindical, eclesiástica,
social, etc.—, ejercida en una situación de inferioridad y en muchos casos de
riesgo, negó al franquismo cualquier perspectiva de prolongación tras la
muerte de Franco. Además, la historiografía señala cuatro corrientes cultu-
rales de la oposición que dejaron su impronta en párrafos significativos de la
Constitución de 1978 y, en este sentido, hicieron su contribución a la demo-
cracia actual; a saber: la tradición liberal, representada en la ponencia cons-
titucional por Miguel Herrero de Miñón; la tradición socialista, representada
por Gregorio Peces Barba; la eurocomunista, por Jordi Solé Tura; a las que
hay que añadir la nacionalista, con Miquel Roca.

En líneas generales, ya fuera por la gravitación forzosa hacia la dictadu-


ra en el primer franquismo, ya por los ímpetus radicales del 68, los intelec-
tuales, el pensamiento y la cultura política de la oposición de izquierdas
presentaban una actitud ambigua, equívoca, hacia la democracia; de todo
lo cual resulta un panorama enrevesado, paradójico, difícil de comprender
desde las categorías actuales. El triunfo de la democracia hace que resulte
incómodo, inoportuno, tanto el recuerdo del periodo de aproximación al
franquismo como el del radicalismo sesentayochista, que a menudo vemos
más o menos velados en evocaciones y relatos.

Algo de lo apuntado en este epígrafe puede observarse en los tres auto-


res que siguen, que nos dejaron algunas de las trayectorias intelectuales
más interesantes de la España de aquel tiempo.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

2. DEL CATOLICISMO A LA DEMOCRACIA:


JOSÉ LUIS LÓPEZ ARANGUREN

José Luis López Aranguren nació en Ávila en 1909, en una familia burgue-
sa acomodada. Estudió en el colegio de los jesuitas en Chamartín de la Rosa,
en Madrid, y cursó las carreras de Derecho y Filosofía y Letras. Al estallar la
guerra civil fue soldado en el bando nacional. En la posguerra entró en con-
tacto con el grupo de jóvenes escritores e intelectuales de significación falan-
gista, cuyas figuras prominentes eran Pedro Laín Entralgo y Dionisio
Ridruejo. Dedicó su primer libro a La filosofía de Eugenio d’Ors (1945), por
entonces el intelectual más prestigioso del Movimiento Nacional. Católico fer-
viente, escribió libros y artículos de temática religiosa y filosófica (Catolicismo
y protestantismo como formas de existencia, 1952, Catolicismo día tras día, 1955,
etc.). Siendo Joaquín Ruiz-Jiménez ministro de Educación Nacional, el rector
de la Universidad de Madrid, Pedro Laín, le propuso opositar a la cátedra de
Ética y Sociología, que ganó en 1955. De la «Memoria» de cátedra surgió su
libro más importante desde un punto de vista académico, Ética (1958). La éti-
ca de Aranguren se apoyaba en Aristóteles y en Santo Tomás, y desarrollaba
conceptos de Zubiri y Ortega. No quería ser una ética meramente formal, y se
abría a Dios y a la religión, sin los cuales, reconocía, era muy difícil dar un
contenido material, normativo, a la moral. La aspiración de Aranguren era
constituir un grupo católico seglar, fiel a la Iglesia, pero autónomo respecto
de la jerarquía, en el contexto de la «autocrítica» del catolicismo español de
los años cincuenta y de las conversaciones de intelectuales católicos de San
Sebastián y Gredos. Sufrió ataques de sectores intemperantes del clero, y par-
ticipó en las polémicas de aquellos años en torno a autores heterodoxos como
Unamuno y Ortega. Todo lo apuntado hasta aquí muestra a un intelectual
inserto en la vida cultural que se desenvolvía dentro los límites, los equipos y
los conflictos internos de la cultura oficialmente aceptable en la época.

Pero Aranguren iba a alejarse de estas bases de partida. En un artículo


de 1953 («A propósito de nuestra generación») proclamaba su infidelidad y
anunciaba que no se sentía embarcado con su generación. Algunos factores
iban a precipitar el cambio de rumbo. Los incidentes en la Universidad de
Madrid de febrero de 1956 provocaron la destitución, entre otros, del ministro
Ruiz-Jiménez y del rector Laín, hicieron cristalizar una conciencia juvenil de
ruptura con el régimen y fueron el punto de partida de una oposición política
interna, que constituiría en adelante un punto de atracción y de referencia.
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

Además Aranguren sufrió, hacia finales de los cincuenta, una crisis hon-
da, personal, de «fe» en la metafísica. Los grandes sistemas metafísicos em-
pezaron a antojársele grandilocuentes, remotos, vacuos; nuestra época ca-
recía de metafísica. El escepticismo metafísico dejaba sin fundamento las
éticas normativas —como la del propia Aranguren—. Y así, desde los años
sesenta empezó a volverse hacia los problemas sociopolíticos. Por entonces
trazó su propia concepción del intelectual («El oficio del moralista en la so-
ciedad actual», 1959) como conciencia moral, voz de la porción minoritaria
de la sociedad, que remueve el orden establecido y alumbra nuevos proyec-
tos de existencia.

El cambio de orientación se hizo claramente visible en Ética y política.


Este libro de 1963 no contiene una defensa embozada o en clave de la demo-
cracia y el Estado de derecho; sencillamente, la democracia y el Estado de
derecho son el supuesto que se da por descontado como base de toda la ar-
gumentación. Pero no se trataba de una democracia liberal ni tampoco de
un Estado benefactor. Había que erigir un Estado de Justicia, un Estado
intervencionista que organizase la producción, la democracia y la libertad.
El Estado de Justicia promovería la educación política, socializaría la ense-
ñanza y los medios de comunicación de masas, todo con el fin de asegurar
el bien común en lo material y de sentar las bases de la democracia y la li-
bertad reales. Esto suponía una limitación de la libertad, pero precisamen-
te para salvaguardarla en su núcleo esencial. El malhadado Estado de bien-
estar arrastraba consigo el utilitarismo, el conformismo, la desmoralización;
sólo los intelectuales estaban en condiciones de resistir las asechanzas de la
propaganda moderna. Por eso, en el Estado de Justicia correspondería a los
intelectuales una labor de vigilancia que diese conciencia y moción a las
masas. Ética y política ofrecía, pues, un proyecto, de dirigismo político, eco-
nómico y cultural ejercido en democracia, en pos de una regeneración mo-
ral, custodiada por los intelectuales, entendida como resistencia a la desmo-
ralización del Estado de bienestar. Dirigismo estatal, regeneración moral,
rechazo del utilitarismo, aquí estaba casi todo el Aranguren progresista.

Las clases y las actividades de cátedra de Aranguren desde 1955 contri-


buyeron a airear el ambiente enrarecido de la universidad, poniendo en re-
lación la ética y la sociología con problemas de actualidad e introduciendo
nuevas perspectivas, como las éticas anglosajonas, el marxismo crítico, etc.
La firma de Aranguren empezó a ser frecuente en las cartas de protesta que
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

expresaban la disidencia de los intelectuales desde los años sesenta. En 1965


la agitación estudiantil contra el SEU alcanzaba su momento álgido.
Algunos profesores fueron a meterse en el ojo del huracán de las protestas.
Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo fueron expulsa-
dos de la universidad, y otros padecieron sanciones menores.
La expulsión confirió a Aranguren un aura incomparable de intelectual
disidente de un régimen que embocaba ya su tramo final. Se le invitaba a
pronunciar conferencias, acompañadas de entrevistas, en muchas provin-
cias españolas, capitales europeas y latinoamericanas y en Estados Unidos.
Con el despertar del sueño metafísico el contenido de la moral se torna-
ba cuestionable; pero lo que nada nos podía arrebatar —proclamaba
Aranguren— era la «actitud» ética. Ésta se cifraba en someter a continua
crítica nuestro código moral, para inventar nuevas formas de compor-
tamiento. La moral como actitud se exponía por primera vez en Lo que sa-
bemos de moral (1967), un libro que insistía en la condena del consumo
como fin último de la existencia, de la americanización de la vida, etc.
Desengañado de la metafísica, Aranguren se entregó a la búsqueda ansio-
sa, a tientas, de nuevas fuentes de la moralidad, que le llevaron a dar rodeos
por el marxismo, por el cristianismo heterodoxo y, más tarde, por la contra-
cultura norteamericana. No creía Aranguren en el valor científico del mar-
xismo, pero apreciaba su sentido moral, y veía aquí el plano del diálogo entre
cristianos y marxistas, en boga por aquellos años. Rechazaba un marxismo
cerrado y monolítico, y defendía un marxismo abierto y problemático (El
marxismo como moral, 1968). Análogamente, reclamaba la transformación
del catolicismo en una estructura abierta, capaz de acoger las formas hetero-
doxas de relacionarse con él (La crisis del catolicismo, 1969). El acercamiento
de marxismo y cristianismo obedecía a que «en el mar de escepticismo occi-
dental» subsistían «como dos grandes islas de fe y esperanza». Seguramente
Aranguren pasaba durante estos años por una crisis íntima de fe.
En  1969 Aranguren obtuvo un puesto estable como profesor en la
Universidad de Santa Bárbara en California. Eran los años de apogeo de la
contracultura hippy. Aranguren se despojó de su atuendo sobrio y encorba-
tado, se dejó crecer las patillas y la melena. Moralidades de hoy y de mañana
(1973) reflejaba la influencia del entorno californiano y contribuyó a acuñar
con rasgos más precisos el perfil progresista que había hecho suyo
Aranguren. Por una parte se acentuaba la crítica, la náusea, ante la cultura
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

del neocapitalismo, del hedonismo, del puro bienestar, que ya se insinuaba


en Ética y política; y se proponía como alternativa una «moral como acti-
tud», exigente, pero desnuda, sin contenido concreto, testimoniada en la
«contestación permanente», la revisión incansable del código establecido,
de lo que se aceptaba sólo porque siempre había sido así. Alejada la posibi-
lidad de una ética normativa, Aranguren desembocaba en una especie de
tenso formalismo ético, materializado en la revolución moral, familiar, reli-
giosa, cultural, pedagógica, artística, literaria…
Atravesaba a Aranguren un desasosiego espiritual que se manifestaba
en el rechazo de la sociedad capitalista avanzada, en la búsqueda de nuevas
moralidades, en la disposición a bañarse en aguas siempre nuevas, a ensa-
yar otras formas de vida y otros modelos de sociedad. Esta disposición con-
fería a Aranguren su peculiar carisma profético o pastoral, que hacía tan
seductora su figura. Los comentarios de lecturas recopilados en La cultura
española y la cultura establecida (1975) pendían de esta misma clave mágica
de la transgresión de los códigos, de la rebeldía literaria comunicada a la
vida, de la función subversiva y revolucionaria de la creación artística.
El dirigismo estatal de Ética y política y la moral como contestación per-
manente de Lo que sabemos de moral y Moralidades de hoy y de mañana se
fundieron en la soberbia serie de artículos que Aranguren publicó en-
tre 1976 y 1978, y que lanzó en La democracia establecida (1979) como un
desafío para la izquierda y los intelectuales en los nuevos tiempos que co-
menzaban. Era un proyecto de dirigismo anarquizante. Cerrados los cami-
nos de la revolución social, la subversión cultural sí era posible, la transfor-
mación radical, desde el Estado y en democracia, de todas las costumbres,
concepciones e instituciones establecidas, en los planos de la familia, la se-
xualidad, la escuela, el sistema penitenciario, la Iglesia, la idea de España…,
pues sólo hay moral cuando hay tensión de cambio. Desconcierta el radica-
lismo disolvente de esta concepción de la vida como transgresión sin límite
(cuya consecuencia obvia es la anomia), una atrevida modulación de la ver-
tiente romántico individualista del progresismo sesentayochista.

3. EL SOCIALISMO: ENRIQUE TIERNO GALVÁN

Enrique Tierno Galván nació en Madrid en 1918, hijo de un suboficial


del Ejército. Hizo la guerra como soldado en una oficina de reclutamiento
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

en el bando republicano. Se licenció en Derecho al acabar la contienda. El


pasado republicano no impidió que contase con el apoyo, en su carrera aca-
démica, de jóvenes catedráticos del bando vencedor. El tradicionalista
Francisco Elías de Tejada, catedrático de Filosofía del Derecho, le orientó
hacia el estudio del pensamiento político español de la época de los Austrias
y dirigió su tesis doctoral; Carlos Ollero, catedrático de Derecho Político,
falangista, hizo a Tierno profesor auxiliar en la Facultad de Ciencias
Políticas; Francisco Javier Conde, también catedrático de Derecho Político,
le llevó a colaborar como comentarista de libros en la Revista de Estudios
Políticos, el laboratorio doctrinal del Nuevo Estado. En 1948 Enrique Tierno
ganó la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Murcia. Hasta
aquí, la trayectoria de Tierno se inscribía en los contextos culturales, huma-
nos e institucionales del Movimiento Nacional.
En 1953 Tierno Galván pasó a la Universidad de Salamanca. Al año si-
guiente fundó allí, con un grupo de alumnos, la Asociación para la Unidad
Funcional de Europa, cuya importancia radica en haber sido el germen de
lo que sería su propio grupo político, en el que destacaría por su capacidad
organizativa Raúl Morodo. El Boletín Informativo de la Cátedra de Derecho
Político de la Universidad de Salamanca, que se empezó a publicar en 1955,
dio a conocer corrientes novedosas como el neopositivismo y los marxis-
mos. Tierno tradujo el famoso Tractatus de Wittgenstein, y estudió la socio-
logía norteamericana. Al mismo tiempo, fundó con Jaime Miralles y
Joaquín Satrústegui el grupo monárquico Unión Española (1956). Tierno
pensaba que la monarquía de don Juan de Borbón podría facilitar, tras la
muerte de Franco, el pacto entre el viejo régimen y las fuerzas democráticas
no vinculadas a la Segunda República. Los contactos con exiliados y con el
grupo opositor de Dionisio Ridruejo provocaron una pasajera detención de
Tierno y varios miembros de su grupo en 1957.
Desde mediados de los años cincuenta el pensamiento de Tierno venía
definido por una extraña, original y sugestiva mezcla de filosofía analítica
y sociología norteamericana; a lo cual se sumó en los años sesenta, sin dis-
continuidad ni ruptura, el marxismo. Este pensamiento se expresó en libros
y trabajos como Sociología y situación (1955), «La realidad como resulta-
do» (1956-1957), «Erotismo y trivialización» (1958), «Ambigüedad y semide-
sarrollo» (1960), Tradición y modernismo (1962), etc. La lectura del marxis-
mo, a la que Tierno se entregó en  1963 en Puerto Rico, se acusa en
Humanismo y sociedad (1964), Diderot como pretexto (1965) y La humanidad
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

reducida, que recoge dos conferencias de 1967 y 1968. La filosofía analítica


enseñó a Tierno que las preguntas metafísicas no tenían respuesta, que la
trascendencia es un vicio lingüístico, y que el mundo y el lenguaje consti-
tuían un horizonte irrebasable. Por tanto, había que buscar el perfecto ajus-
te de la humanidad a la inmanencia, sin dramatismo, vacío existencial ni
nostalgia de la ascética. Pero no era Tierno antirreligioso; el cristianismo, la
religión, subsistirían como juego o adorno, «trivializados», como una fun-
ción mundanal más. La sociedad moderna —como mostraba la sociología
norteamericana— avanzaba precisamente en este sentido. Era la sociedad
del consumidor satisfecho, del bienestar como bien supremo. La aspiración
a vivir mejor disolvía irracionalidades morbosas, volvía risible el entusias-
mo cultural, dejaba sin razón de ser la intimidad como ámbito de oposición
del individuo al mundo. En la sociedad del consumidor satisfecho el gobier-
no se identificaba con la administración, la libertad era sólo un sentimien-
to, un ingrediente del bienestar. El pasado, la historia, perdían toda función
activa con relación al presente, ni lo condicionaban ni lo justificaban; se
apagaba la protesta moral y social, individual y colectiva. Ni tradición ni
modernismo representaban ya nada. Hablar de nación o divinidad como
aglutinantes era un arcaísmo. El deber del intelectual consistía en destruir
los viejos prejuicios para acelerar el proceso de trivialización y el triunfo del
bienestar como bien supremo. Así, con una coherencia desconcertante y
provocativa, Tierno iba trazando su ideal: el perfecto ajuste de la especie a
la inmanencia en una sociedad trivializada.

El marxismo introdujo desde 1964 una inflexión, pero no una ruptura,


con todo lo anterior. Ante todo, mostró un escollo en el camino hacia el
ideal: el capitalismo, la sociedad de clases, el falso humanismo de la compa-
tibilidad entre la moral de los ricos y la de los pobres; se hacía preciso el
humanismo de la incompatibilidad violenta, de la revolución. En la socie-
dad socialista se haría realidad el ser humano del futuro, sin intimidad, sin
vacío ni zozobra, igual a sus semejantes, identificado con la máquina, «en
un presente continuo y sin sobresaltos». La superación del capitalismo y el
control científico de las relaciones humanas abrirían un horizonte de felici-
dad en el que la libertad ya no sería echada de menos. El sentido de la civi-
lización estaba en disolver la contradicción entre los instintos y las institu-
ciones, alcanzar la plenitud de la animalidad, la plenitud de la especie. El
socialismo haría del hombre un ser libre, un animal perfecto.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Tierno se expresaba en un lenguaje abstracto, oracular, con tensa y cho-


cante coherencia, no exenta de humor. Había algo de visionario en la nueva
que anunciaba. Su mirada era escatológica, prodigiosa, vislumbre de una
humanidad futura perfectamente ajustada a la inmanencia, a la máquina,
al grupo, sin desgarro ni desconsuelo, sin aspiraciones infinitas ni impulsos
irracionales. Una gélida utopía, tramada a base de filosofía analítica, socio-
logía moderna y revolución marxista. Tierno volvería años más tarde en su
libro más conocido, ¿Qué es ser agnóstico? (1975), sobre este extraño, origi-
nal e inquietante pensamiento, que no ofrece conexión alguna con el libera-
lismo, ni mucho menos con el libertarismo con el que a veces se le relaciona.

En 1963, el año de la lectura de Marx, Tierno entró en el PSOE, en el que


sólo permaneció tres años, y empezó a presentarse en público como socia-
lista. En 1965 fue expulsado de la cátedra por apoyar, con José Luis López
Aranguren y Agustín García Calvo, entre otros, las protestas y manifesta-
ciones estudiantiles contra el SEU. La expulsión de la cátedra incrementó
su actividad política. Tierno y su grupo poseían un despacho de abogados
en la calle Marqués de Cubas, que constituyó un benemérito nudo de inicia-
tivas de la oposición tolerada: defensa de acusados de delitos políticos, con-
tactos con líderes políticos y sindicales clandestinos, gestiones ante las em-
bajadas y ante la prensa extranjera, etc. En 1968 Tierno y Morodo decidieron
transformar el informal «grupo Tierno» en un partido, el Partido Socialista
en el Interior, más tarde llamado Partido Socialista Popular.

El PSP ofrecía un socialismo marxista, radical, autogestionario, una al-


ternativa al capitalismo y a la propiedad privada de los medios de produc-
ción, y se distanciaba expresamente de la socialdemocracia europea. Esta
imagen de radicalismo se contrapesaba con las constantes invocaciones de
Tierno a la prudencia, la mesura, la negociación, la legalidad, los métodos
democráticos y gradualistas… La opción radical del PSP era paralela a la
radicalización marxista del pensamiento de Tierno. Razón mecánica y razón
dialéctica (1969) propugnaba la sujeción de la ciencia —la «razón mecáni-
ca»— al servicio de la política y de la revolución —la «razón dialéctica»—,
tal y como acontecía en el marxismo. Los tres «momentos colosales» de la
práctica marxista habían sido el soviético, el chino y el cubano, cuando la
ciencia había servido de instrumento analítico de la práctica dialéctica. En
La rebelión juvenil y el problema en la universidad (1972) Tierno interpretaba
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

el malestar juvenil como el principio del fin del régimen capitalista, y pedía
el «no dialéctico» a la sociedad establecida.
Se ha interpretado la radicalización de Tierno, a la que arrastró a su
partido, como una maniobra táctica o hasta oportunista para desbordar al
PSOE por la izquierda, pero lo cierto es que brotaba del fondo de la perso-
nalidad del profesor. La figura del gran intelectual aparece revestida de un
carisma sacerdotal, heredado del clero, que la hace proclive a la profecía y a
las soluciones salvíficas. La autenticidad de las posturas (en este caso, revo-
lucionarias) se comprueba cuando aparece la oportunidad de ponerlas en
práctica. A comienzos de 1973 Tierno visitó Chile, que se debatía, con el
presidente Salvador Allende, en un equívoco proceso de tránsito al socialis-
mo por vías democráticas. En Santiago de Chile Tierno presentó una po-
nencia en torno al «Derecho Constitucional de Transición hacia una socie-
dad socialista». El concepto de «Derecho Constitucional de Transición» se
acuñaba para avanzar hacia el socialismo respetando las libertades forma-
les y haciendo innecesaria la dictadura del proletariado. El poder político
no sería administrado por un partido único, sino por «un grupo dirigente
representativo», constituido por los diferentes partidos que aceptasen «la
crisis de la ideología burguesa de la clase dominante» y admitiesen «un sis-
tema constitucional que vaya contra la permanencia y los privilegios de esa
clase». Se trataba, pues, de una especie de régimen de pluralismo limitado,
que hacía depositarios del poder a los grupos que aceptaran la transición al
socialismo. Pero además, Tierno apreciaba la necesidad de una adaptación
fluida, cotidiana, del Derecho Constitucional, por medio de la consulta in-
mediata «a los organismos representativos del pueblo», a las organizaciones
obreras, menos rígidas que los partidos políticos por su mayor proximidad
a la base… El sangriento desenlace de la experiencia chilena no hizo que
Tierno dejase de invocar el «modelo Allende», pero reforzó su prudencia y
su apuesta por la vía democrática.
La visión profética de Tierno, desde los años cincuenta, llegaba mucho
más allá de una democracia convencional. El marxismo le parecía necesa-
rio como «motor» o estímulo en el avance hacia la utopía. A comienzos y a
mediados de los años setenta corresponden sus manifestaciones más deci-
didamente revolucionarias. Sin embargo, en lo que se refiere a la política
española y desde la segunda mitad de los años cincuenta, el compromiso de
Tierno en el combate contra el franquismo, por la efectiva reconciliación
nacional y por la salida democrática con la monarquía, están fuera de toda
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

duda. Sus esperanzas radicales quedaron en vía muerta cuando, tras los
pobres resultados electorales del PSP (seis diputados), sus correligionarios
impusieron la fusión con el PSOE, y cuando Felipe González, en los congre-
sos de 1979, forzó el abandonó del marxismo sin que Tierno se atreviese a
encabezar una candidatura alternativa a la dirección del partido. Relegado
a un puesto importante pero simbólico, como alcalde de Madrid, Tierno
seguiría predicando el marxismo como una ética que imprimiera dirección
a la vida colectiva y facilitara el reverdecimiento del viejo mesianismo.

4. EL COMUNISMO: MANUEL SACRISTÁN

Manuel Sacristán Luzón nació en Madrid en 1925, estudió Derecho y


Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y pasó por una etapa sig-
nificativa de radicalismo falangista. En 1947 fue codirector de la revista
del SEU Quadrante, y en 1950 se incorporó como redactor jefe y editorialis-
ta a Laye, otra revista universitaria de Falange, de notable nivel intelectual,
deudora de José Antonio Primo de Rivera y de José Ortega y Gasset. Laye,
como otras publicaciones semejantes, sirvió de expresión de las inquietudes
de la joven generación que no había hecho la guerra y de punto de partida
de futuras disidencias contra el régimen. Una beca permitió a Sacristán
estudiar lógica y filosofía de la ciencia en Münster entre 1954 y 1956, y a su
regreso se incorporó como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Barcelona. Pero para entonces se había producido un giro
decisivo en su vida. En Münster Sacristán leyó a Marx y a Engels, y recibió
las señas del contacto del PCE en París. Ya en Barcelona, se entregó a una
agotadora actividad clandestina en ambientes estudiantiles, intelectuales y
obreros, redactando textos, ofreciendo charlas, y accediendo a los órganos
de dirección del PSUC —el partido de los comunistas catalanes— y del PCE.
Al mismo tiempo, emprendía una importante labor de traducción de obras
de filosofía analítica y de los clásicos del marxismo. Habiéndose significado
como comunista cuando todavía era un simple profesor no numerario, no
encontró los apoyos precisos para acceder a la cátedra de Lógica de la
Universidad de Valencia, y en 1965 fue despedido sin gloria de la Universidad
de Barcelona cuando no se le renovó el contrato. Los años de mayor influen-
cia de Sacristán dentro del PCE fueron los comprendidos entre la crisis
de 1964 —expulsión de Fernando Claudín y Jorge Semprún— y las nuevas
tensiones de 1969 —a raíz de la invasión de Checoslovaquia por las tropas
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

del Pacto de Varsovia—. Emprendió entonces un proceso de alejamiento del


Partido.

Se reconoce a Manuel Sacristán como el pensador marxista más compe-


tente y riguroso habido en España. Animaba a Sacristán un impulso prima-
rio, moral, de veracidad revolucionaria. Esta veracidad obligaba a ir en se-
rio por el camino de la revolución y a no dar oídos a los cantos de sirena
reformistas; obligaba también a un conocimiento riguroso, pero no reve-
rente, de los clásicos del marxismo, y a aceptar las limitaciones científicas
de la doctrina marxista; eventualmente, la veracidad podría llevar a recono-
cer el incumplimiento de las previsiones de Marx y el fracaso sin paliativos
de la Tercera Internacional. Pero nada de esto iba a desgastar la adhesión
moral a unos juicios básicos sobre el bien y la verdad, situados más allá de
los desengaños históricos.

Como pensador marxista Sacristán giró en torno a la posibilidad de la


dialéctica, es decir, de un tipo de conocimiento de sociedades concretas del
que se pudiese deducir una estrategia revolucionaria. Este empeño se dio a
conocer en una serie de prólogos, conferencias y artículos de revistas, entre
los que sobresalen «La tarea de Engels en el Anti-Dühring» (1964), prólogo a
la traducción de esta obra de Engels, y «El filosofar de Lenin», conferencia
pronunciada en la Universidad Autónoma de Barcelona en 1970; a los que
hay que añadir «La veracidad de Goethe» (1963), «La formación del marxis-
mo en Gramsci» (1967), «Al pie del Sinaí romántico» (1967) y, más tarde «El
trabajo científico de Marx y su noción de ciencia» (1978).

La ciencia moderna procedía de manera analítica y abstracta, y se for-


mulaba en términos matemáticos. El conocimiento se fragmentaba y las
ciencias se escindían del resto de la cultura. Esto permitía penetrar de ma-
nera eficaz en la realidad, pero el proceder analítico destruía los «todos»
concretos y complejos (una persona, una clase, una sociedad, el mundo en
su conjunto, etc.). Las «totalidades concretas», inasibles para las ciencias
positivas, eran precisamente el objeto de la dialéctica. El pensamiento dia-
léctico, sintético, totalizador, permitía salvar la fragmentación del cono-
cimiento, atrapar las «totalidades» y alumbrar el camino de la praxis trans-
formadora, de la revolución. Este era el desiderátum, el sueño de fondo que
animaba los materiales de Sacristán sobre Marx y marxismo.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Sacristán repasó críticamente las posturas de las grandes figuras del


marxismo ante la dialéctica. Engels (como antes Goethe) confundía los ni-
veles científico y dialéctico, pretendiendo extender la dialéctica a los ámbi-
tos específicos de la ciencia y las matemáticas. Lukács había recusado im-
plícitamente la actividad científica al considerarla como un fenómeno
ideológico, ora expresión de necesidades del sistema social, ora bizantinis-
mo formalista. Frente a la incomprensión de Engels y Lukács, Sacristán
reclamaba el respeto hacia el conocimiento científico como un momento
necesario de la teoría revolucionaria; pero esta requería además una media-
ción dialéctica.
Gramsci, por su parte, había aceptado que la ideología era inevitable en
el pensamiento revolucionario, que el marxismo debía tomar la forma cul-
tural de las religiones y las concepciones del mundo, y no había llegado a
ver la posibilidad —en la que insistía Sacristán— de una mediación entre
clase y revolución de carácter racional, crítico, antiideológico. Una teoría
revolucionaria debería reunir dialécticamente retazos científicos con valo-
res y fines, pero todo formulado sobriamente, racionalmente, sin impostu-
ras cientificistas ni vaguedades románticas.
La unión racional de ambos extremos se encontraba, según Sacristán, en
el «materialismo acabado» de Lenin, que hacía de la práctica un principio del
conocimiento. La acción práctica era el catalizador que permitía que las abs-
tracciones científicas fragmentarias cristalizasen en un nuevo saber, el saber
de lo concreto. En la práctica se consumaba el conocimiento dialéctico.
En el marco de la historia del pensamiento, la especulación de Sacristán
recreó en España, al más alto nivel, los afanes del marxismo europeo de
desarrollar un conocimiento dialéctico que, mediante un gigantesco esfuer-
zo intelectual, uniese ciencia, moral y política en un todo racional y cohe-
rente; afanes que quisieron hallar un término de llegada o de reposo en la
teoría activista del conocimiento de Lenin.
Este tipo de trabajos dieron prestigio a Sacristán en los círculos marxis-
tas y comunistas; pero su nombre alcanzó a un público mucho más amplio
con el opúsculo Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores (1968),
gracias a la polémica que provocó la respuesta de Gustavo Bueno. Sacristán
creía que los saberes filosóficos eran pseudoteorías, y que no existía un sa-
ber superior a los saberes positivos. En consecuencia, Sacristán proponía
suprimir las secciones de filosofía de las facultades de letras, y las asignatu-
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

ras de filosofía de la enseñanza media. Se trataba de destruir el imperio de


la ideología filosófica dominante, la filosofía sistemática tradicional, recu-
sada como servil e ideológica.

Desde la segunda mitad de los años sesenta Sacristán empezó a perder


confianza en el destino del movimiento socialista y en toda la tradición de
la Tercera Internacional, al mismo tiempo que padecía un proceso depresi-
vo. La pérdida de certezas y esperanzas, la perplejidad y el pesimismo, eran
achaques comunes al marxismo occidental, que se encontraba en un calle-
jón sin salida histórico desde la frustración de las expectativas revoluciona-
rias que siguieron a la revolución rusa. Aun así, la renovación del socialismo
checoslovaco emprendida por Alexander Dubcek (la Primavera de
Praga, 1968) reanimó pasajeramente sus esperanzas, y permitió atisbar el
tipo de socialismo con el que soñaba Manuel Sacristán («Cuatro notas a los
documentos de abril del Partido Comunista de Checoslovaquia»).
Resplandecía ante todo la voluntad de veracidad, de honradez, de ciencia,
visible en los documentos del Partido Comunista checoslovaco, el tono polí-
tico apagado, modesto, la racionalidad del lenguaje, la libertad de la infor-
mación, la profundidad de la autocrítica, el impulso hacia una democracia
socialista. Ahora bien, de acuerdo con el propio Dubcek, la democracia so-
cialista no era una copia del parlamentarismo de la democracia formal;
ninguna fuerza no socialista podría beneficiarse de ella; confirmaba el cen-
tralismo democrático leninista y la función dirigente del partido comunis-
ta; y sus fuentes teóricas residían en las preocupaciones del propio Lenin al
final de su vida, y en ciertos documentos del Partido Comunista de la Unión
Soviética y de Mao Tse-Tung…

En 1969 Sacristán abandonó todos sus cargos en el PSUC y en el PCE. El


cuarteamiento de convicciones no debilitó la entrega del comunista barce-
lonés a la transformación de un mundo radicalmente injusto. Por aquellos
años —primera mitad de los setenta— se sintió atraído por combatientes de
causas acaso desesperadas, pero moralmente muy dignas de ser tenidas en
cuenta, como el indómito jefe apache Gerónimo y la terrorista alemana
Ulrike Meinhof.

Sacristán vio en el eurocomunismo —una estrategia hacia el socialismo


respetuosa de las formalidades de la democracia liberal— el último replie-
gue de un movimiento comunista en derrota. En 1978 abandonó el Partido.
Tal vez hubiera que reconocer el error de toda la perspectiva marxiana.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

Pero había que aguantar. No desnaturalizarse. No rebajar el programa úni-


co: el comunismo. La dialéctica marxista había sido el trabajo con lo difícil,
con lo impreciso. Lo que había que hacer era repensarla.
Y en efecto, en las elucubraciones del ecologismo acabaría por encontrar
Sacristán, ya en la Transición y hasta su muerte en 1985, un sucedáneo de
la dialéctica tal y como siempre la había concebido: la integración de datos
científicos (biológicos, demográficos, climáticos, económicos, etc.) en una
interpretación más amplia y arriesgada, metacientífica, pero racionalmente
formulada, del curso de las cosas, como asiento de una política transforma-
dora. Todo traspasado por los acentos dramáticos y escatológicos de siem-
pre. La raíz moral explica que el impulso de Sacristán no se agotase y que
llegue hasta nuestros días de la mano de sus discípulos, que ven en él al
precursor de la nueva izquierda «altermundista» que tomó vuelo en los años
noventa, después de la caída de los regímenes del Este.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

1. José Luis López Aranguren. La crisis de la metafísica

«(…) cabe incluso volver a replantear el problema metafísico; pero par-


tiendo de la convicción de que nuestra época no dispone ya de una metafí-
sica y de que, por tanto, en el mejor de los casos, tendrá que ir, paso a paso,
lográndola (…) La fabricación a gran escala de impresionantes sistemas
metafísicos es sentido como algo grandilocuente y vano. En el fondo se
piensa (…) que los solemnes sistemas metafísicos son meras secularizacio-
nes de la religión, para uso de pequeñas sectas filosóficas, compuestas por
hombres que perdieron y añoran la fe.»

(José Luis López Aranguren, Implicaciones de la filosofía en la vida contemporánea, 1963)

2. El Estado de Justicia según Aranguren

«Si la moral tiene que ser, a la vez, personal y social, esto significa que
el viejo Estado de Derecho, sin dejar de seguir siéndolo, tendrá que consti-
tuirse en Estado de Justicia, que justamente para hacer posible el acceso de
todos los ciudadanos al bien común material, a la democracia real y la li-
bertad, tendrá que organizar la producción y tendrá que organizar también
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

la democracia y la libertad (…) También la democracia política —una de-


mocracia compatible con un poder ejecutivo eficaz— tiene que ser promo-
vida, es decir, organizada socialmente. Y esto mediante el fomento, a la vez
teórico y práctico, de una auténtica educación política, y mediante la socia-
lización, sin estatificación centralizadora, de la enseñanza y los medios de
comunicación de masas. La Universidad, la radio, la televisión, etc., tienen
que ser convertidas, no política, sino administrativamente, en servicio pú-
blico (…) Que esto supone una limitación de la libertad es innegable. Pero
se trata de limitarla precisamente para su salvaguardia y para la democra-
tización de su núcleo esencial.»

(José Luis López Aranguren, Ética y política, 1963)

3. Aranguren propone revisar los códigos para crear nuevos patrones morales

«La moralización consiste, pues, no en rechazar todo código o cons-


truirnos uno arbitrariamente a nuestro subjetivo capricho, sino: 1) En po-
seer el valor moral e intelectual suficiente para someter a crítica y revisar
no sólo los «artículos», por llamarlos así, de nuestro código moral sino, re-
montándonos a su fundamento, los principios que lo inspiran (…) Obrar
conforme a normas o principios morales que aceptamos dócilmente sólo
porque están vigentes en nuestro grupo social, pero sin que nosotros vea-
mos su razón de ser, no es obrar moralmente, porque de ese modo no con-
tribuimos a la progresiva moralización (…) La moralización consiste tam-
bién, 2) en poseer la suficiente inteligencia práctica, y el necesario talante
moral, para crear nuevas pautas de comportamiento, nuevos patrones de
vida, todo ese élan creador de moralidad (…) Esta y no otra es la tarea del
reformador moral constructivo, progresista, creador.»

(José Luis López Aranguren, Lo que sabemos de moral, 1967)

4. Aranguren anuncia la revolución cultural

«Nuestra época demanda, junto a la crítica, la acción; es época de «con-


testación», lo cual significa no solamente oposición doctrinal, sino repulsa
activa y global. Nuestra época es, dicho de modo más drástico, revoluciona-
ria aunque o, precisamente, porque no ha hecho, pero está anunciando y
consiste en anunciar, la revolución: revolución literaria y artística, pedagó-
gica, familiar, moral, política, religiosa, cultural. La palabra «anarquismo»,
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

anarquismo no individualista, sino comunitario, es la que mejor caracteri-


zaría el «estilo de vida» de nuestro tiempo.»

(José Luis López Aranguren, Moralidades de hoy y de mañana, 1973)

5. Enrique Tierno Galván. El ajuste perfecto

«Estas reflexiones no son, en cierto sentido, sino una contribución mo-


desta a la lucha contra la intimidad. Yo creo, y me parece que hay bastantes
personas cultas que piensan lo mismo, que la intimidad es el obstáculo ma-
yor para obtener la felicidad material y espiritual. Me refiero a la intimidad
tal y como se empezó a evidenciar en Séneca y llegó hasta hoy. La intimi-
dad entendida como «espacio psíquico» desde el que nos oponemos al mun-
do (…) Tenemos que ajustar de modo absoluto con el mundo, de modo que
la conciencia de ese ajuste sustituya a la intimidad.»

(Enrique Tierno Galván, La realidad como resultado, 1957)

6. El primado del conformismo como sentido de nuestra época,


según Tierno Galván

«(…) no cabe otra actitud, vivida con profundidad, en nuestra época,


que la trivialización. Es paradójico, pero es cierto que el conformismo es el
modo más auténtico de vivir nuestra situación actual en cuanto estamos en
el proceso de trivialización. Pero el conformismo, en cuanto acepta, en todo
o en parte, la reducción a la trivialización, pierde el sentido del altruismo,
del sacrificio, de la autonegación cristiana. Su fórmula es la fórmula del
bienestar (…) ¿Cuál es el deber moral del intelectual en la época de la trivia-
lización? Quienes tienen conciencia del primado del conformismo, respon-
den sin titubeos: destruir. La destrucción del los viejos prejuicios acelerará
el proceso de la trivialización y el logro del bienestar como bien supremo.»

(«Erotismo y trivialización», 1958)

7. En el bienestar se disuelven conservadurismo y revolución,


según Tierno Galván

«(…) en el conservadurismo del bienestar, ni revolucionarios ni conser-


vadores tienen demasiado que hacer. Tan sólo en algunos países semidesa-
rrollados, y no mucho tiempo, la mentalidad conservadora y la revoluciona-
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

ria podrán seducir (…) El proceso de secularización ha concluido y no


caben entusiasmos secularizados. Por otra parte, el bienestar repugna al
entusiasmo (…) Revolucionarios y conservadores desaparecen (…).»

(Enrique Tierno Galván, Tradición y modernismo, 1962)

8. Inserción del marxismo en el pensamiento de Tierno Galván

«(…) hay humanismo siempre que se sostiene que la moral y las institu-
ciones de los ricos son perfectamente válidas para los pobres (…) El huma-
nismo en cuanto inventor o dador de sentido es inexcusable para los ricos,
no lo es para los pobres, porque en el ámbito de la pobreza el mundo es una
suma de fracciones. La miseria se vive como fracción, el pedazo de pan, el
instante de bienestar o alegría (…) En un fraccionamiento mecánico, vivido
con plenitud desde los mismos niveles de consumo y consumiendo las mis-
mas cosas, nos habremos aproximado a la libertad real (…) El mundo es-
quizoico será unitario cuando no haya posibilidad capitalista de diferen-
ciar un pequeño mundo de otros pequeños mundos, cuando el ser humano,
sin intimidad ni pretensiones de oponer su individualidad al grupo, sea a
través del control científico de la naturaleza, uniforme e igual, sin angus-
tias ni sobresaltos (…) Pero hasta tanto, el humanismo de la fracción puede
ser incluso el humanismo de la incompatibilidad violenta.»

(Enrique Tierno Galván, Humanismo y sociedad, 1964)

9. La ciencia («mecánica») al servicio de la revolución («dialéctica»),


en Tierno Galván

«(…) los tres momentos colosales de la práctica marxista, el soviético, el


de la China roja y el cubano, han intentado, con inexcusable lealtad a sus
principios, imponer el materialismo dialéctico por el proceso de la praxis,
haciendo de la ciencia el instrumento analítico del proceso dialéctico.
Manteniendo inconmovible el principio del proceso de la subsunción pro-
gresiva de los contrarios, han entrenado o están entrenando de acuerdo con
las exigencias del saber científico a las nuevas generaciones. Son tres pue-
blos en que la distinción entre mecánica y dialéctica comienza a no tener
sentido.»

(Enrique Tierno Galván, Razón mecánica y razón dialéctica, 1969)


HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

10. Un Derecho Constitucional de Transición para Chile,


en propuesta de Tierno Galván

«(…) el propio concepto de Derecho Constitucional de Transición pare-


ce acuñado para construir una normatividad jurídica constitucional que
haga innecesaria la aplicación del criterio de la dictadura del proletariado (…)
El grupo dirigente puede estar constituido por partidos que teniendo
Concepciones del Mundo diferentes acepten el supuesto general de la crisis
de la ideología burguesa de la clase dominante, y admitan por consiguiente
un sistema constitucional que vaya contra la permanencia y los privilegios
de esa clase (…) Otro punto de vista se refiere a una transformación fluida
en la que la consulta inmediata a las organizaciones populares permitiera
el cambio automático del Derecho constitucional. Esto implicaría la intro-
ducción en el seno de una Asamblea Parlamentaria de modos de iniciativa
para la transformación de la normatividad constitucional que pudieran ha-
cer de ésta una normatividad cotidianamente adaptable.»

(E. Tierno Galván, «Especificación de un Derecho Constitucional


para una fase de Transición», 1973)

11. Manuel Sacristán Luzón. Los «todos», ámbito de la dialéctica

«Los conceptos de la ciencia en sentido estricto —que es la ciencia posi-


tiva moderna— son invariablemente conceptos generales (…) Los «todos»
concretos y complejos no aparecen en el universo del discurso de la ciencia
positiva (…) Pues bien: el campo o ámbito de relevancia del pensamiento
dialéctico es precisamente el de las totalidades concretas. Hegel ha expre-
sado en su lenguaje poético esta motivación al decir que la verdad es el
todo.»

(Manuel Sacristán, «La tarea de Engels en el Anti-Dühring, 1964)

12. Sacristán crítica a Engels por aplicar la dialéctica en ámbitos propios


de la ciencia

«No faltan en el Anti-Dühring pasos que precisan, con mayor o menor


detalle, el ámbito de relevancia de la dialéctica, el nivel al cual tiene sentido
pasar del desmenuzamiento abstracto, analítico y reductivo de la realidad
por la ciencia positiva al lenguaje sintético, recomponedor, propio de la
concepción dialéctica (…) Sin embargo, aún más frecuentes son en el Anti-
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

Dühring los ejemplos de una aplicación impropia de la dialéctica fuera de


su ámbito de relevancia (…) a niveles y para tareas propios del análisis re-
ductivo de la ciencia.»

(Manuel Sacristán, «La tarea de Engels en el Anti-Dühring», 1964)

13. Crítica de Sacristán a Gramsci por concebir la dialéctica


como una nueva ideología

«La formación idealista-culturalista de Gramsci le hace identificar


«teoría», la palabra usada por Marx, con «ideología». Gramsci no ve pues la
posibilidad de que la mediación entre la fuerza social (la energía de la clase
obrera) y la intervención revolucionaria sea de naturaleza científica, de la
naturaleza del programa crítico. Para él, la única mediación posible es una
nueva ideología, la adopción por el marxismo de la forma cultural de las
religiones y de los grandes sistemas de creencias.»

(Manuel Sacristán, «La formación del marxismo en Gramsci», 1967)

14. Lukács incurre en irracionalismo al recusar la actividad científica,


según Sacristán

«Abundan, por el contrario, en El asalto a la razón concepciones de un


extremado ideologismo que ven, por ejemplo, la génesis de investigaciones
científicas especiales, de nuevas acotaciones del saber positivo, en necesi-
dades exclusivamente ideológicas del sistema social (…) Por ese camino de
ideologización de todo hecho de conocimiento, llega Lukács a posiciones
parcialmente infectadas por cierto irracionalismo, esto es, a posiciones de
recusación implícita de la actividad científica.»

(Manuel Sacristán, «Sobre el uso de las nociones de razón


e irracionalismo por G. Lukács», 1968)

15. La Primavera de Praga hace soñar a Sacristán con una democracia


socialista

«La veracidad del análisis, la libertad de la información, la democracia


en el aún necesario mal del estado y del aparato —o sea, del poder políti-
co— y la racionalidad del pensamiento y el lenguaje se funden en un impul-
so global (…) Las fuerzas productivas que el socialismo no tenía por qué
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

haber reprimido en su fase de «acumulación originaria» y de las que im-


prescindiblemente necesita para su salto a una fase superior componen un
complejo indescomponible de racionalidad y libertad, una libre racionali-
dad que define la democracia socialista.»

(Manuel Sacristán, «Cuatro notas a los documentos de abril


del Partido Comunista de Checoslovaquia», 1968)

16. La práctica como último principio del conocimiento, en Sacristán

«La dialéctica del conocimiento de lo concreto requiere un elemento


más, otro principio que añadir a los de abstracción y concreción. Ese prin-
cipio nuevo tiene (añadiendo una metáfora más a las de Engels y Lenin)
una función de catalizador, promotor del salto cualitativo: tiene que hacer
reaccionar las varias (no infinitas, por más que numerosas) abstracciones
ya conseguidas para que cristalice el conocimiento de lo concreto. El nuevo
(y último) principio de la concepción leniniana del conocimiento es el prin-
cipio de la práctica.»
(Manuel Sacristán, «El filosofar de Lenin», 1970)

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La democracia establecida: una crítica intelectual, Taurus, Madrid, 1979.

Obras de Enrique Tierno Galván

«La realidad como resultado», Boletín Informativo del Seminario de Derecho Político
de la Universidad de Salamanca, 12-15, noviembre-diciembre de 1956 y enero-
abril de 1957; recogido en Escritos (1950-1960), Tecnos, Madrid, 1971, 544-601.
«Erotismo y trivialización», en Desde el espectáculo a la trivialización, Tecnos,
Madrid, 1961, reedición de 1987, 319-334.
Tradición y modernismo, Tecnos, Madrid, 1962.
Humanismo y sociedad, Seix Barral, Barcelona, 1964.
Diderot como pretexto, Taurus, Madrid, 1965.
Razón mecánica y razón dialéctica, Tecnos, Madrid, 1969.
La humanidad reducida, Taurus, Madrid, 1970.
¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid, 1975.
EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO

«Especificación de un Derecho Constitucional para una fase de transición», en


VVAA., Liberalismo y socialismo: problemas de la transición. El caso chileno,
Túcar, Madrid, 1975, 109-123.

Obras de Manuel Sacristán

«La tarea de Engels en el Anti-Dühring», introducción a F. Engels, Anti-Dühring,


Grijalbo, México, 1964.
«La formación del marxismo en Gramsci», Realidad,  14,  1967; en Sobre Marx y
marxismo. Panfletos y materiales I, Icaria, Barcelona, 1983, 62-84.
Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, Nova Terra, Barce-
lona, 1968.
«Cuatro notas sobre los documentos de abril del Partido Comunista Checoslovaco»,
en A. Dubcek, La vía checoslovaca al socialismo, Ariel, Barcelona, 1968.
«El filosofar de Lenin», 1970, prólogo a V. I. Lenin, Materialismo y empirocriticis-
mo, Grijalbo, Barcelona, 1975.
«Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács»,  1968,
Materiales, 1, 1977; en Sobre Marx y marxismo. Panfletos y materiales I, Icaria,
Barcelona, 1983, 85-114.


ANEXO

PAUTAS BÁSICAS PARA EL COMENTARIO DE TEXTO

Pedro Carlos González Cuevas

Objetivos

1. Bajo la dirección puede ser una de las vías esenciales de aprendizaje


activo y participativo.
2. Se deben evitar dos riesgos en que suelen incurrir los alumnos:
a) Hacer una paráfrasis del texto.
b) Utilizarlo como un mero pretexto.
Y es que un comentario no puede ser una repetición parafraseada del
texto, es decir, una repetición con otras palabras del contenido.
Tampoco puede derivar en un ejercicio donde se usa el texto como pre-
texto para explicar un tema general que guarde alguna relación directa o
indirecta con el texto.
3. El comentario debe consistir en un intento:
1. De comprender el sentido histórico del texto.
2. De establecer su relación y vinculación con el contexto histórico en
que se generó, al que se refiere y sobre el que actuó.
Debe quedar bien claro que el comentario de un texto siempre remite,
no sólo a las ideas expresadas en él, sino igualmente al contexto histórico
donde se fraguó y donde adquiere su sentido y significado.
Debe quedar bien claro, al mismo tiempo, que ningún modelo de co-
mentario es útil si faltan los conocimientos históricos mínimos y adecuados
para comprender el asunto reflejado en el texto. Sin ese conocimiento, nin-
gún método o pauta de lectura e interpretación puede rendir frutos válidos
y carecería de todo sentido su aplicación.

Método

1. Lectura atenta y comprensiva del texto.


Es conveniente hacer dos lecturas del texto.
HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

La primera, rápida, para extraer una idea global de la forma y el conte-


nido del texto y hacerse una composición de lugar básica.
La segunda, pausada y reflexiva, para entender en todo su alcance el
significado de las palabras e ideas presentes en el texto y el sentido de los
razonamientos y argumentos contenidos en el mismo. Esa labor exige el
subrayado de expresiones y conceptos citados en el texto e incluso la enume-
ración de frases y oraciones.
2. Encuadramiento y contextualización del texto.
Se trata de comprender el marco histórico e intelectual de donde surge y
adquiere sentido preciso un texto escrito. Tres aspectos esenciales:
1) Determinación de la naturaleza del texto: qué es o podría ser el do-
cumento escrito. Lo que implica distinguir el tipo de texto, diferenciando
entre los diversos contenidos que pudieran reflejarse:
a) Jurídicos: leyes, tratados, protocolos, etc.
b) Políticos: discursos, proclamas, manifiestos, etc.
c) Testimoniales: cartas, diarios, memorias, etc.
d) Económicos: contratos, catastros, etc.
También puede establecerse la distinción entre documentos atendiendo
a su naturaleza privada o públicas (según los destinatarios), a su enfoque
interpretativo (artículo de opinión periodístico), etc.
2) Determinación del autor o autores del texto: Señalar quien o quienes
son los responsables de los textos y de las palabras comentadas.
Es conveniente conocer y enunciar la trayectoria biográfica del autor del
texto, con el propósito de iluminar la comprensión del texto y apreciar el
modo y manera como se manifiesta en el mismo su personalidad, ideología,
intereses, experiencia vital y profesional.
3) Localización cronológica: Cuándo y dónde: cuál es su tiempo, su cir-
cunstancia y operatividad.
Si no se proporciona explícitamente la fecha, la datación de un docu-
mento escrito no puede ser precisa, pues depende de las noticias contenidas
en el mismo. Pero siempre será necesario deducir de un modo razonado y
argumentado su marco histórico aproximado.
ANEXO

4) Análisis formal y temático del texto: Una vez hecho todo lo anterior,
se puede proceder al análisis, es decir, a la descomposición, disección y des-
membración del documento. Esta operación consiste en:
Separar y señalar las unidades formales y temáticas que pueden estar
presentes en el texto en un doble plano:
a) Formato estilístico y arquitectura narrativa y lógica que sirve de
soporte a los contenidos semánticos del texto en sus partes cons-
titutivas, examinando los modos de razonamiento, la coheren-
cia o incoherencia argumentativa, el uso de fórmulas expresivas
(metáforas, comparaciones, hipérboles, personificaciones, etc).
b) Descubrir, identificar sus ideas, conceptos fundamentales, ex-
presados mediante ciertos vocablos, palabras, oraciones, etc.
5) Explicación del contenido y significado del texto. Explicar, es decir,
dar cuenta y razón de lo que dice el texto y por qué lo dice. Esto requiere
progresar desde unos datos empíricos (lo que dice el texto) hasta las confi-
guraciones externas (históricas e intelectuales) que lo envuelven y en los
cuales cristalizan y adquieren todo su sentido literal.
Estamos ante lo específico del comentario:
1. Reexponer y glosar el contenido o contenidos en virtud de sus
conexiones ideológicas e históricas: texto y contexto.
2. Lo que implica referirse y aludir a coyunturas, personajes, institu-
ciones, procesos, tradiciones o fenómenos históricos e intelectuales
coetáneos al texto y enlazados por razones esenciales con el mismo.
Todo lo cual se encuentra evidentemente relacionado con el nivel del
alumno.
6) Conclusión: No se trata de una valoración subjetiva, del tipo «a mí
me parece» o «en mi opinión».
Consiste más bien en una síntesis final interpretativa del texto:
– su sentido global.
– sus antecedentes próximos o remotos.
– sus consecuencias directas o indirectas.
– su grado de trascendencia histórica.
– su similitud con fenómenos paralelos o semejantes anteriores o
posteriores, o a lo ocurrido en otros países.


Juan del Rosal, 14
28040 MADRID
Tel. Dirección Editorial: 913 987 521

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