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AQUÍ ACABAN LOS HOMBRES

KEITH LUGER

CAPITULO PRIMERO
    El ayudante del sheriff de Encinitas, Edward Horton, entró precipitadamente en la
oficina.
    —Jefe, ¿dónde está...?
    El sheriff, Charles March, estaba durmiendo en la silla y despertó de un salto
echando mano al revólver.
    —¡Todo el mundo manos arriba!
    —Jefe, soy yo —exclamó Edward Horton bailando ante la mesa.
    El sheriff se restregó los ojos con la mano libre.
    —¡Maldita sea, Edward! ¿Qué infiernos te pasa? ¡Te he dicho mil veces que no me
despiertes de esa forma!
    —¡Jefe, está aquí!
    —Conque ya llegó Bill el Esqueleto. ¿Es eso lo que te preocupa? ¿Qué te dije,
Edward? ¿Es que ya no lo recuerdas? Lo metería en una celda inmediatamente si en
media hora no salía del pueblo.
    —No, jefe, no es Bill el Esqueleto.
    —Ya sé. Se trata de Jim Manos de Plata... Le hice la misma advertencia que a Bill. La
última vez que estuvo aquí robó el reloj al alcalde, aunque malas lenguas dicen que
también le robó algo más, a su esposa.
    —Tampoco es Manos de Plata, jefe .
    —Edward, ¿a quién diablos te refieres? ¿Por qué no dejas de jugar a las adivinanzas?
¿Cuántas veces he de decirte que nuestro trabajo es muy serio, y que nos debemos
preocupar por los contribuyentes que nos pagan...?
    —Por eso estoy aquí, sheriff. Porque es ahora cuando se tiene que preocupar de
verdad por los contribuyentes. Acaba de llegar Kenneth Loder.
    —¡Estás de broma!
    —No, jefe. Es el mismísimo Kenneth Loder.
    —¡No puede ser! ¡Me dijeron que se había ido hacia el Este!
    —Lo he visto con estos ojos que se han de comer la tierra, jefe, y hasta me habló.
Kenneth Loder me dijo: «Edward, acabo de descubrir una mina de oro y traigo un par
de lingotes.»
    —¡Ese truco ya lo puso en práctica en San Lorenzo! El marshal de allá me lo
comunicó por telegrama.
    —¿Cuál fue el resultado, jefe?
    —Kenneth Loder se llevó de San Lorenzo más de seiscientos dólares. Logró formar
una sociedad para la explotación de la mina inexistente.
    El sheriff se levantó de golpe, devolviendo el revólver a la funda.
    —¿Adónde va, jefe?
    —A por Kenneth Loder. Te ofreció dos ladrillos de oro.
    —El dijo eran lingotes.
    —¿Es que no lo ves claro, Edward? Apenas llegó y ya quiso pegártela. Eso es
suficiente, y tú eres una autoridad. Debiste detenerlo. ¿Por qué no lo hiciste?
¡Acompáñame, Edward!
    —¿Para qué?
    —¿Para qué va a ser? Le obligaremos a que nos enseñe los lingotes.
    —Querrá decir los ladrillos.
    —Claro que quiero decir los ladrillos, y con eso Kenneth Loder se habrá ganado un
encierro por dos años. Te lo aseguro —el sheriff rió satisfecho—. Esta vez el mismo
Kenneth Loder se metió en la trampa. Sí, muchacho, lo encerraremos en una celda, y
mañana el juez celebrará el juicio. ¿Y cuál será el veredicto?
    —Usted ya lo dijo. Dos años de condena.
    —Puede que sean cinco —repuso el sheriff , cada vez con los ojos más brillantes—.
¿Qué estás esperando, Edward? Vamos a por Kenneth Loder.
    —Sí, jefe.
    Los dos salieron de la oficina, pero el ayudante tuvo que trotar para no quedarse
atrás porque su jefe tenía una gran zancada.
    —Imagino que habrá entrado en el saloon , Edward.
    —Sí, señor, está en el saloon de Maureen Cavanagh.
    —Ojalá esté cazando incautos.
    —¿Agregará más pena?
    —Naturalmente, Edward. Sería hermoso que lo hubiese intentado dos veces,
primero con una autoridad y luego con un honrado ciudadano.
    El sheriff y su ayudante se detuvieron ante las hojas de vaivén del saloon de
Maureen Cavanagh al oír una voz:
    —¡Damas y caballeros, es para mí un honor encontrarme en Encinitas! Siempre que
he venido a esta ciudad me he llevado los más gratos recuerdos.
    El ayudante del sheriff dijo:
    —Y o diría que se llevó algo más que recuerdos. Dinero.
    —Silencio, Edward, y agacha la cabeza. No es recomendable que Kenneth te vea.
    El sheriff era bajo y rechoncho, pero su ayudante era alto y delgado, y Edward
obedeció reduciendo su talla.
    Siguieron oyendo la voz de Kenneth Loder en el interior del saloon :
    —Allá por el ancho mundo que he recorrido, no me canso de cantar los hermosos
paisajes de Encinitas y, sobre todo, la amabilidad, la simpatía de sus gentes... Pero hoy
no he venido a hablaros de eso, damas y caballeros, porque vosotros mejor que nadie
conocéis vuestros maravillosos paisajes... Y también estáis al corriente de las opiniones
de otras personas, que no han tenido la fortuna de nacer aquí, acerca de vuestro
carácter, de vuestra personalidad. Y en este lugar amigos míos, en donde yo, Kenneth
Loder, como homenaje a todos los ciudadanos de Encinitas, he decidido ofrecer una
gran satisfacción... Aquí estoy con el noble deseo de ofreceros un regalo, el más
estupendo de los regalos...
    —Ahora va a soltar lo de los lingotes, jefe.
    —Sí, Edward, está claro —repuso el sheriff sintiendo que la boca se la hacía agua.
    —Y ahora mismo sacará los ladrillos, jefe. Es para morirse de risa.
    El sheriff le pegó un pisotón en el pie derecho. Su ayudante soltó un chillido.
    —¡Silencio, Edward! ¡No puedo consentir que te rías o te oirá! ¡Hemos llegado al
gran momento...!
    Edward se frotó el pie con la mano, haciendo la cigüeña, sosteniéndose sobre un
solo remo.
    Kenneth Loder decía:
    —¡Damas y caballeros, llegó el gran momento! Vean lo que voy a sacar de mi
maleta... Pero, ¿saben lo que contiene? Ahora mismo lo van a saber. ¡Aquí está! ¡Oro!
    —¡Ahora, Edward! —rugió el sheriff, y empujó las hojas de vaivén.
    Edward se apoyaba en uno de los batientes y, como no esperaba la súbita reacción
de su jefe, se venció hacia adelante y cayó de bruces.
    El sheriff no se detuvo para socorrer a su ayudante porque siguió corriendo hacia la
mesa en donde Kenneth Loder gritaba:
    —¡Aquí, en esta maleta, está el oro!
    Kenneth Loder era un joven de unos veintiocho años, moreno, de cara granujienta,
pero simpática, ojos negros que brillaban como el alquitrán recién cocido.
    —¡Kenneth Loder! —exclamó el sheriff—, ¡Lo detengo en nombre de la ley...!
    Se abrió paso entre los numerosos espectadores que rodeaban a Loder, clientes del
saloon y girls.
    Kenneth Loder enarcó las cejas y al ver al sheriff, sonrió.
    —Damas y caballeros, ésta sí que es una sorpresa. La autoridad de Encinitas no
quiere perderse comprar oro.
    El sheriff llegó ante la primera fila de espectadores. Se detuvo, sonrió con ferocidad
a Kenneth.
    —Sí, Loder, yo también estoy muy interesado en adquirir lo que trajiste en tu
maleta.
    —¿Lo oyen, damas y caballeros? —exclamó Loder—. Eso debe de ser una garantía
para ustedes. El valeroso, el abnegado sheriff de Encinitas, quiere ser el primero en
aprovecharse, perdón, en adquirir el magnífico presente que hoy tengo el honor de
ofrecerles...
    —Abre la maleta, Loder, y déjate de cuentos... —rezongó el representante de la ley.
    Su ayudante llegó a su lado.
    —Eh, jefe, ¿lo pilló con las manos en la masa?
    —Todavía no ha abierto la maleta, pero ya lo va a hacer, ¿no es verdad, Loder?
    —Si usted lo ordena...
    —¡Te lo ordeno, Loder!
    —Muy bien, sheriff. Ahora mismo va a quedar descifrado el misterio... ¡Damas y
caballeros, van a participar en mi secreto! Un servidor de ustedes les va a garantizar
que serán felices sobre la Tierra, porque les ofrezco nada menos que su destino en
oro... Sí, damas y caballeros, su pasado, su presente y su futuro en legítimo oro...
    —¡Ya quiero ver ese legítimo oro! —gritó el sheriff—. Basta de palabrerías, Loder.
    Kenneth abrió su maleta y sacó una cadena con una medalla.
    El sheriff frunció el ceño.
    —Eh, ¿qué es eso, Loder?
    —El Zodíaco del Amor...
    —¡No consiento que me pongas apodos!
    —¿No es simpático el sheriff ? —rió Loder a los presentes—. No, jefe, no le he
puesto ningún apodo. Se lo voy a repetir. Esto que ve en mi mano le parecerá una
medalla, pero no es una simple medalla. De ninguna de las maneras lo es... Dígame,
¿cuándo nació, señor March?
    —El 23 de agosto... Pero ¿qué tiene que ver eso?
    —Jefe, se lo acerté. Porque el zodiaquito que tengo en mi mano corresponde a Virgo
—Loder movió la cadena con aquella medalla de oro ante los ojos del sheriff.
    —Eh, quítame de encima eso... Me estás mareando.
    —Claro que lo mareo. ¿Por qué? Yo se lo diré, sheriff. Porque está viendo su pasado,
su presente y su futuro. Y yo también lo estoy viendo. Su pasado fue de hambre,
sheriff. No tenía donde caerse muerto...
    —¡Loder!
    —Porque eran doce de familia, pero usted, sheriff, era el hermano mayor, ¿y qué fue
lo que hizo? Labrarse un porvenir, trabajar duramente en los ranchos para dar de
comer a sus hermanos.
    Los ojos del sheriff se llenaron de lágrimas.
    —¡Pero ya estamos en el presente, sheriff, —gritó Loder—, Un presente maravilloso,
porque es nada menos que el representante de la ley de este condado, un hombre
respetado, un hombre temido, un hombre que hace justicia y que ha ido colocando a
sus hermanos como marshal, o en importantes compañías de ferrocarriles como la
Wells y Fargo... ¡Y su futuro será todavía más esplendoroso y lo veo aquí, en el brillante
zodiaquito de oro de Virgo, que en estos momentos entrego al sheriff a cambio de
cinco miserables dólares...!
    Charles March se metió la mano en el bolsillo y sacó unos dólares que entregó a
Loder.
    —Eh, jefe, ¿qué hace? —preguntó su ayudante.
    Antes de que el sheriff pudiera impedirlo, Loder le arrebató de un zarpazo el dinero y
le puso en la mano vacía la medalla con la cadena.
    —¡Damas y caballeros, hay zodiaquitos para todos! Tengan en cuenta sólo el día de
su nacimiento y díganmelo en voz alta...

 
     
    CAPITULO II
    —¡Yo nací el 22 de junio! —gritó una girl rubia y muy mona.
    —Pues tu zodiaquito es Cáncer —dijo Kenneth Loder.
    Se inclinó sobre la maleta y sacó un racimo de medallas con su cadena. Apartó una
de ellas que entregó a la rubia a cambio de cinco dólares.
    Aquello sólo había sido el comienzo.
    —¡Yo nací el 27 de noviembre! —dijo un hombretón.
    —Su zodiaquito es Sagitario.
    —¡Yo el 15 de enero!
    —Capricornio, amigo.
    Una girl rubia platino se abrió paso a codazos.
    —¡A mí me echaron al mundo el 24 de febrero!
    —¡Piscis, ojazos, Piscis es tu zodiaquito!
    Los espectadores le quitaban de las manos las medallas y entregaban sus cinco
dólares.
    El ayudante del sheriff pegó con el codo a su jefe.
    —Eh, señor March, présteme dos dólares.
    —¿Para qué, Edward?
    —¿Para qué va a ser? Para el zodiaquito.
    —¡Maldita sea, Edward, otra vez nos la pegó!
    —¿A qué se refiere, jefe?
    —Vinimos aquí a detener a Kenneth Loder, ¿no te acuerdas?
    —Oh, sí, claro, usted tiene la medalla de la suerte y no quiere que la tenga yo.
    —Edward, tú eres un tonto como los demás.
    —Perdone, jefe, pero usted fue el primer tonto.
    —¡Silencio, Edward!
    El local se había convertido en una olla de grillos.
    El sheriff sacó el revólver e hizo un disparo al techo.
    —¡Silencio! ¡Todo el mundo a callar...!
    Los clientes se callaron por efectos del estampido y Kenneth Loder señaló al
representante de la ley.
    —Eh, sheriff, no tiene derecho a suspender un acto público.
    —¿Qué acto público ni qué niño muerto...? Pero esta vez te atrapé, Loder...
    —Ya sé a lo que se refiere. A la broma que le gasté a su ayudante. Le hablé de
venderle lingotes de oro y apuesto que usted creyó que se trataba de ladrillos, pero ya
ve que esto es un negocio honrado.
    El sheriff lanzó una carcajada de sarcasmo.
    —Loder, si tú alguna vez metieses tus manos en un negocio honrado, yo sería una
danzarina del vientre.
    —Pues empiece a bailar a ver qué tal lo hace, sheriff, porque estoy vendiendo la
mercancía más honesta que comerciante alguno haya podido ofrecer...
    Las palabras de Loder arrancaron

grandes risotadas entre los espectadores.


    El sheriff disparó otra vez al techo y ahora arrancó mucho yeso y polvo.
    —¡Loder! —exclamó—. Has dicho varias veces que estás vendiendo oro.
    March levantó la medalla y la cadena que había adquirido casi por hipnosis.
    —¿Me vas a decir que esto es oro?
    —Tiene un buen baño de oro.
    —Tres gotitas, diría yo, y puede que exagere.
    —Jefe, no querría que por cinco dólares le vendiera una cadena y una medalla de
oro que pesa doscientos cincuenta gramos. Pero el baño es legítimo. Está el contraste.
Usted mismo lo puede comprobar, detrás de la medalla.
    Fue Edward Horton quien le dio la vuelta a la medalla de su jefe.
    —Caramba, sheriff, es verdad. Aquí está el contraste.
    Loder dio por zanjado el asunto.
    —¡Damas y caballeros, quedan una veintena de zodiaquitos...! ¿A quiénes se los
doy?
    Otra vez se formó un gran griterío.
    —¡Yo nací el 2 de noviembre!
    —¡Su zodiaquito es Escorpión!
    —¡Yo el 23 de abril!
    —Acérquese, monada, que le voy a dar su zodiaquito Tauro.
    —Eh, ¿qué haces, Edward? —rugió Charles March.
    —Los dos dólares que me hacen falta.
    —¡Tómalos, maldita sea! ¡No me los robes!
    El ayudante, con sus cinco dólares, compró su zodiaquito que resultó ser Acuario.
    —¡Ya tengo el mío, jefe! ¡Ya tengo el mío...!
    —Los dos estamos chiflados, Edward...
    —¿Por qué dice eso, sheriff!
    —¿Por qué lo voy a decir? Vinimos aquí a detener a Loder. ¿Y qué es lo que pasa?
Que le compramos su mercancía.
    —Pero esta vez no fueron ladrillos pintados de purpurina.
    —¿Vas a creer de verdad en los signos del zodíaco? ¿Crees que con eso vas a tener
suerte? ¿Qué serás feliz el resto de tu vida gracias a un trozo de metal? El único que
tiene el porvenir claro es Kenneth Loder. ¿No le ves? ¡Se está poniendo las botas!
    —Demonios, no le va a quedar ni uno de sus zodiaquitos.
    —Y calcula lo que ganará vendiéndolos a cinco dólares.
    —Eh, jefe, ¿por qué no se le ocurrió a usted la idea?
    —¡Edward!
    —Perdone, señor March. Se me escapó...
    En aquel momento se produjeron varios estampidos y esta vez no era e\ sheriff el
autor de ellos.
    —¡Condenación! —gritó el sheriff—. ¡No consiento que nadie...! —se interrumpió.
    Acababa de identificar a. los tres tipos que estaban haciendo fuego con sus armas.
Eran Jack Vaugh, Allen Jordan y Joseph Ulric, tres forajidos de la peor especie,
requeridos en no menos de tres estados.
    El jefe de ellos era Jack Vaugh, y ocupaba el centro del trío.
    Girls y clientes se apartaron rápidamente de la mesa sobre la que se encontraba
Kenneth Loder.
    —Hola, Loder—dijo Jack Vaugh.
    —¿Qué tal, Jack?
    —Muy bien, pero ya veo que tú estás mejor.
    —No lo creas, Jack. Me duele una muela.
    —Te va a doler algo más.
    —Oh, no, de ninguna forma, Jack. Sé cuidarme y, cuando estuve en San Lorenzo, el
doctor Watson me recetó unos polvos medicinales que son estupendos para todo,
para la bronquitis, para el asma, para el dolor de huesos... Le compré una docena de
cajas.
    Uno de los forajidos intervino:
    —Eh, señor Loder, ¿me puede vender una?
    —Trato hecho, si tienes el dólar con que comprarla, Allen.
    El llamado Allen se dispuso a sacar el dólar, pero su jefe, Jack Vaugh, se lo impidió.
    —¡Eres un estúpido, Allen! No hemos venido aquí a comprar su medicina, sino a
recetársela a Loder.
    El sheriff intervino:
    —Señor Vaugh, no quiero escándalos en el pueblo.
    —Calle la bocaza, sheriff, o se la parto.
    Charles March no replicó a la amenaza del forajido.
    —Loder —dijo Jack Vaugh—, vas a escupir el dinero que has ganado aquí.
    —Eh, Jack, no hablarás en serio... Estoy haciendo mi trabajo... Tú eres un hombre
culto, instruido... Si te dedicases a un negocio honrado, como yo, sacarías mucho
provecho. Siempre te lo he dicho, Jack. ¡Hay que ser hormiga y no cigarra!
    —¡Basta, Loder, o te mando ya el plomo...! Nos tomaste el pelo en Abilene. Nos
limpiaste a cada uno diez dólares.
    —No deberías decir eso, Jack. No os limpié diez dólares a cada uno. Yo lo llamaría de
otra forma.
    —¿De veras? ¿Y cómo lo llamarías tú, Kenneth?
    —Una compraventa. Tú me diste diez dólares y yo te entregué a cambio una parte
del mapa del tesoro del emperador Maximiliano... Allen y Joseph compraron las otras
dos partes y así tuvisteis el mapa completo. Y todo por la cifra insignificante de treinta
dólares. Bien sabe el cielo que no habría vendido el mapa, de no ser porque me estaba
persiguiendo el padre de una linda muchacha, empeñado en que yo pasase a engrosar
la fila de los hombres casados. Ella se llamaba Rosario, ¿te acuerdas, Jack? Te hablo de
la joven, una morena muy desarrollada...
    —¡Basta, Loder!
    —Creí que a ti y a los muchachos os interesaría conocer lo que me pasó después.
    —Déjalo que termine de contar su historia, Jack —intervino Joseph Ulric—. Debe de
ser gracioso.
    —Eres tan imbécil como Allen, Joseph... —dijo Vaugh—. ¿No te das cuenta de que lo
que quiere Loder es liarnos? Hemos hecho este viaje para ajustarle las cuentas a
Kenneth y lo hemos seguido desde Abilene. Quedamos de acuerdo en dejarle hacer su
negocio, ¿para qué? Para quitarle el dinero. Y luego, al hoyo con él.
    —Sí, Jack, tienes razón —asintió Joseph.
    Loder oyó aquello y dijo:
    —Eh, Jack, está feo matar a las personas.
    —Hemos matado a mucha gente y nos acostumbramos —repuso Jack.
    Sus dos compinches soltaron grandes carcajadas celebrando aquella respuesta.
    Loder dio un suspiro.
    —De modo que va en serio... Os tengo que dar todo mi dinero y encima me
mandaréis al cementerio.
    —Tú lo has dicho, muchacho —asintió Jack Vaugh.
    —Está bien. Cada hombre debe de hacer frente a su destino. Y ya lo decía mi
zodiaquito... Hoy sería un día de mala suerte... Ahora mismo os entrego el dinero... —
se agachó sobre la maleta.
    Los tres forajidos miraron la maleta en donde se apilaban las monedas y los billetes
de los compradores.
    Loder metió las manos en los billetes y, cosa curiosa, por entre ellos empezó a
escupir lenguas de fuego.
    Los tres fulanos también le dieron al gatillo, pero ninguno de ellos lo hacía con la
debida puntería porque los plomos estaban mordiendo su carne.
    Jack Vaugh fue a golpear contra una columna. Allí se puso bizco y se derrumbó.
    Allen Jordan cayó hacia atrás y tuvo mala suerte porque además de tener un plomo
en el centro del pecho, golpeó la cabeza contra una escupidera de bronce y se hizo un
chichón descomunal, aunque él no se enteró.
    Joseph Ulrich inició una extraña danza debido a que un par de plomos lo habían
ensartado por el vientre. Primero levantó una pierna, luego la otra, y al faltarle el
apoyo de los dos remos se cayó sobre los cuartos traseros. Luego no pudo resistir el
fuego que le quemaba los intestinos y se murió.

 
     
    CAPITULO III
    El local de Maureen Cavanagh se había convertido en un panteón, tal era el silencio
que siguió a los disparos.
    Las girls y algunos clientes estaban escondidos tras las mesas que en el último
momento volcaron.
    El sheriff y su ayudante habían ido a parar tras de una de ellas.
    —Pobre Loder —dijo Edward Horton—. R.I.P.
    El sheriff asomó la cabeza. Pegó un brinco.
    —No está muerto.
    —Agoniza.
    —No, Edward. Está vivo y los muertos son los otros tres.
    Edward también se levantó y después de ver los cadáveres, desvió los ojos hacia la
mesa en donde Kenneth Loder había realizado su venta.
    Loder soplaba el revólver con el que había disparado y, ahora, con mucha
parsimonia, se puso a recargar el cilindro.
    March corrió tras él.
    —Loder, te advertí que si armabas otro jaleo en este pueblo lo ibas a pagar caro.
    —Eh, jefe, ¿qué le pasa...? Debería darme las gracias. Usted podrá telegrafiar a sus
colegas anunciándoles que aquí han encontrado la muerte Jack Vaugh y sus dos
compinches. Sabe que estaban requeridos en muchos sitios... Le dedicarán homenajes.
    Charles March fue cambiando el gesto malhumorado por otro de satisfacción.
    —Eh, sheriff —dijo Loder—, No olvide que las cantidades que daban por las cabezas
de esos pillastres le corresponden a un seguro servidor... Y que yo recuerde, daban
doscientos cincuenta dólares por Jack Vaugh y ciento veinticinco por cada uno de los
otros dos, lo cual hace un total de quinientos machacantes...
    —Loder, eres el mismo diablo... ¿De qué forma te las arreglas para sacar provecho
hasta de las peores situaciones?
    —Algún día le contaré la historia de mi vida. Pero no quiero entristecerme ahora,
señor March.
    Kenneth cerró la maleta y saltó de la mesa, yendo al encuentro de una pelirroja.
    —Querida, perdona que no te haya atendido antes como mereces, pero los negocios
son los negocios.
    Dicho esto, Kenneth Loder rodeó a la joven por la cintura y los dos echaron a andar
hacia la escalera que conducía a las habitaciones superiores.
    El sheriff y su ayudante acompañaron con la mirada la marcha de Loder y la pelirroja,
hasta que desaparecieron tras una puerta y entonces Edward dijo:
    —No sé bajo qué signo nació Kenneth Loder, pero ya me gustaría tener el mismo
que él... ¡Madre mía, nunca conocí a nadie tan suertudo...!
     
    * * *
    La pelirroja se desperezó y dijo:
    —Eres maravilloso, Kenneth.
    —Eso no es mérito mío. Fue culpa de papá y mamá.
    Kenneth unió los labios a los de la pelirroja.
    Había dejado la maleta en el suelo para ocuparse mejor de la chica apenas entraron
en la habitación reservada.
    En aquel momento la puerta se abrió de golpe y la maleta salió despedida golpeando
contra las piernas de Flora y Kenneth, y los dos se vinieron abajo.
    Loder saltó gritando:
    —¡Le voy a romper la cara a quien sea!
    Vio a un hombre de cabello blanco que acompañaba al sheriff. La cara del
representante de la ley era todo un poema, ya que estaba verde, pero, en cambio, el
del cabello blanco había enarcado las cejas interrogativamente.
    — Sheriff, ¿este hombre es Kenneth Loder?
    —Sí, senador Mac Donald... Loder, ¿qué haces por el suelo? Levántate. Estás ante un
caballero...
    Kenneth ayudó a levantarse a Flora y dijo:
    —Oiga, sheriff, yo no dije que me trajese tan rápido los quinientos dólares, y si el
senador Mac Donald ha venido a darme las gracias por el servicio que he prestado al
país, será mejor que lo demore... Ahora tengo que resolver un negocio muy privado.
    Charles March se congestionó otra vez. Quiso replicar y las palabras se le
atropellaron en la boca. El hombre del cabello blanco dijo:
    —Señor Loder, soy Philip Mac Donald, senador del estado de Texas, y también he
venido aquí a resolver un asunto privado.
    —Perdone, senador, pero tendrá que hacer cola porque primero está la pelirroja.
    El sheriff pudo recuperar el habla.
    —¡Loder, una palabra más y le meto en la cárcel!
    —¿Cuál sería el cargo, sheriff?
    —Insultos a un senador.
    Loder se dirigió al hombre de cabello blanco.
    —Senador, ¿lo he insultado?
    —No, y usted me va a permitir que haga un poco de trampa.
    —¿A qué se refiere?
    El senador metió la mano en el bolsillo y sacó un montón de billetes que alargó a la
pelirroja.
    —Aquí tiene, señorita. Cincuenta dólares. ¿Puede marcharse y dejarnos a solas
durante quince minutos?
    Flora atrapó con rapidez los cincuenta dólares y se colgó del cuello del político, a
quien besó en las mejillas.
    —Senador, es usted mi padre...
    —Por favor, señorita, me temo que eso no es posible.
    —Eso se lo dirá usted a todas —dijo Flora con una sonrisa y salió de la habitación.
    Loder se cruzó de brazos.
    —Senador, ¿utiliza siempre el soborno?
    El sheriff pegó una patada en el suelo.
    —¡Kenneth, te estás ganando un encierro a perpetuidad!
    —Entiéndalo, sheriff, no me gusta que me quiten las chicas.
    —No se la pisé, señor Loder —habló el senador—.

Sólo he comprado un poco de tiempo de la pelirroja, porque la cuestión que le voy a


exponer es muy urgente...
    —Si vino a por un zodiaquito, se acabaron, senador. Pero tengo buenas noticias para
usted. En tres o cuatro días me llegará un nuevo pedido de Kansas City.
    —¡El senador no quiere ningún zodiaquito! —gritó el sheriff —. ¿Por qué no lo
escuchas, Kenneth?
    —Está bien, senador, escupa el pico.
    March dijo rabioso al político:
    —Ya se lo advertí, senador. No tiene nada que hacer con Kenneth Loder. Es lo que yo
le dije. Un charlatán, un vivales, un caradura...
    —Sheriff— repuso Loder con voz paciente—, si ya terminó de insultarme, le diré lo
que es usted.
    —¿Qué soy?
    —Lo más parecido a un sapo.
    Mac Donald se puso entre los dos hombres.
    —Caballeros, no es momento de ofensas... Señor Loder, ¿puede permanecer
durante unos instantes callado?
    —Lo intentaré. Adelante con su fábula, senador.
    Mac Donald inspiró profundamente y dijo:
    —Soy presidente de la Compañía del Ferrocarril de Gordon Spring... Seguramente
usted sabe que cubrimos el itinerario entre Abilene y Harrisburg, lo cual comprende
exactamente treinta y cuatro ciudades.
    —Sí, ya sé que se están ustedes hinchando.
    Mac Donald sonrió con benevolencia.
    —Señor Loder, tenemos unas tarifas muy económicas.
    —Sí, eso es cierto, pero ¿qué me dice del negocio de tierras? Consiguieron del
gobierno unas buenas concesiones de miles de hectáreas a lo largo del tendido, y
ahora las están vendiendo a precio de oro...
    El senador tosió suavemente.
    —Señor Loder, un tendido de ferrocarril no se hace con unos centenares de dólares.
Se necesita mucho capital y, naturalmente, hay que resarcirse... Pero imagino que no
está interesado en lecciones de altas finanzas.
    —No, senador, yo soy un comerciante muy honesto.
    —Sin embargo, tengo las mejores referencias de usted.
    —Creo que le voy entendiendo, senador Mac Donald. Ha venido a ofrecerme un alto
cargo en su empresa.
    —Sí, he venido a contratarlo para darle un cargo, pero no será alto.
    —¿Sí? ¿Y de qué puede contratarme?
    —De camarero.
    —Pues todavía se quedó corto. Es demasiado alto. ¿Por qué no me contrata como
descargador de bultos? De esta forma, cuando le vea, le podré pegar un balazo en la
cabeza.
    El sheriff pegó un respingo.
    —¡Ya te la ganaste, Kenneth! ¡Ya te la ganaste por insultar al senador!
    —Yo también tengo mi corazoncito. ¡Lárguense los dos y devuélvanme a mi
pelirroja!
    March sacó las esposas.
    —¿Lo detengo ya, senador?
    —Espere un momento, March. Señor Loder, no me ha dejado hablar y es natural que
haya sufrido una confusión...
    Loder dijo con sarcasmo:
    —No me diga que el cargo es de jefe de camareros.
    —Señor Loder, lo de camarero sólo será una tapadera, un disfraz... Quiero algo más
importante de usted.
    —Conque de tapadera, ¿eh? Ya lo estoy imaginando. Usted es casado, ¿no, senador?
    —Sí.
    —Y como presidente de la compañía, tendrá su vagón particular a todo lujo.
    —Es cierto.
    —Y naturalmente, lo que usted quiere es un cómplice para llevarle las chicas a
domicilio, quiero decir al vagón.
    —¡Ahora lo esposo! —gritó el sheriff y saltó sobre Kenneth.
    Pero Loder le hizo una zancadilla y el sheriff se derrumbó sobre la cama como una
bolsa de patata, sin haber conseguido su propósito de esposarlo.
    — Sheriff —exclamó el senador—, estése quieto o no terminaremos nunca este
absurdo diálogo.
    —Como usted quiera, señor Mac Donald, pero este individuo lo volverá loco. Ya me
volvió a mí...
    —¿Quiere callarse, sheriff!
    —Sí, señor, como usted quiera, pero dentro de poco estará diciendo que es
Napoleón... Ya lo verá, ya lo verá...
    Mac Donald llevó aire a sus pulmones.
    —Señor Loder, nuestro tren ha sido víctima de cuatro asaltos en los últimos cinco
meses. Una pandilla de enmascarados se ha apoderado de dinero en efectivo que
totalizó cincuenta mil dólares... Por favor, no hable ahora, señor Loder. Déjeme
terminar, ya que estoy embalado... Hasta ahora no hemos tenido éxito para atrapar a
esos ladrones. Contratamos a detectives de la Pinckerton y fracasaron. Nuestros
empleados a sueldo están completamente a oscuras. Señor Loder, quiero que usted
descubra a esa pandilla de salteadores...

 
     
    CAPITULO IV
    El senador terminó su explicación y se dejó caer en una silla resoplando como si
hubiese subido a una montaña.
    Kenneth Loder esbozó una sonrisa.
    —De modo que era eso... Me quiere contratar para atrapar a una pandilla de
gentuza.
    —Sí, señor Loder.
    —¿Cuánto pagan?
    —Estamos dispuestos a abonarle mil dólares si consigue descubrir a los ladrones.
    —Miseria.
    —¿Cuántos quiere?
    —Esos mil dólares y el diez por ciento de lo que se recupere....
    —Me parece justo.
    —Apuesto a que es la propuesta que traía, pero usted es un zorro y empezó por lo
bajo.
    —Sí, confieso que lo que me han dicho de usted es verdad. Parece justo,
inteligente...
    —Y sé manejar el revólver. ¿También se lo dijeron?
    —El sheriff me contó lo que hizo hace un rato con tres gun-men de categoría.
    —¿Cuándo empiezo mi trabajo?
    —Inmediatamente. El convoy en el que usted prestará sus servicios pasará por aquí
dentro de dos horas. Para entonces tiene que estar listo. Se presentará en las oficinas
de nuestra compañía con el objeto de firmar el contrato.
    —¿Como camarero?
    —Claro.
    —¿Y qué hay del otro contrato?
    —También lo firmaremos. No se preocupe.
    —Trato hecho, senador.
    Mac Donald le tendió la mano y Kenneth Loder se la estrechó.
    —Sheriff —dijo Mac Donald—, ya terminamos. Y como podrá comprobar todavía no
he dicho que soy Napoleón.
    —Tuvo suerte, senador —repuso el sheriff —. Yo no la tuve nunca con Kenneth.
    Loder golpeó en el pecho del sheriff con el dedo índice.
    — Sheriff, lo que le pasa a usted es que es un desconfiado...

Debería saber que soy un buen chico.


    —Seguramente lo eres cuando duermes.
    —Senador —dijo Loder—, ¿querrá decirle a la pelirroja que suba?
    —Con mucho gusto. Pero por favor, Loder, no se entretenga demasiado.
    —Señor Mac Donald, por nada del mundo me perdería este viaje en tren...
     
    * * *
    Kenneth Loder corría por la acera de tablones. Se había quedado dormido y, según
su reloj, sólo faltaban quince minutos para que saliese el tren de Encinitas.
    Entró como un ciclón en las oficinas de la compañía del ferrocarril de Gordon Spring,
y eso tuvo malas consecuencias.
    De pronto tropezó con alguien y los dos se vinieron al suelo.
    Oyó un chillido femenino y vio ante sí un rostro femenino.
    Se quedó con la boca abierta porque él no había visto un rostro como aquél en todos
los años de su vida. Calculó rápidamente que había visto no menos de veinte mil caras
de mujer.
    Ella poseía una frente abombada, unos ojos maravillosamente azules, muy claros,
una nariz recta, perfecta, griega, y una boquita en forma de hociquito, con labios muy
rojos.
    —¡Usted...! ¡Usted me ha roto...! —dijo ella.
    —No se preocupe, muñeca, si la he roto, ahora mismo la recompongo.
    Kenneth la cogió por los brazos y luego por la cintura.
    —¡Quíteme las manos de encima! ¡No me ha roto nada!
    —Pero usted dijo...
    —¡Ha roto mi regalo, un recuerdo de Encinitas...!
    —Entonces no se preocupe. En Encinitas no hay nada que recordar.
    —Era un botijo mexicano.
    —¿Un qué?
    —Una cosa de esas que sirven para beber agua.
    Kenneth vio por el suelo trozos de barro, y uno de los trozos tenía un lacito rosa.
    —No se preocupe, le compraré media docena de botijos, señorita.
    —¡No se trata de que usted me compre media docena! ¡Era un recuerdo de
Frederick!
    —¿Su esposo?
    —No.
    —Qué suerte... Por un momento pensé que tuviese dueño.
    —Señor como se llame...
    —Kenneth Loder. ¿Y el suyo?
    —Alice Parker... ¡No quise decírselo! ¿Por qué me lo preguntó?
    —Bueno, ya lo dijo, señorita Parker.
    —Si se entera Frederick de eso le pegará dos bofetadas.
    —¿Es boxeador?
    —¿Boxeador? Claro que no.
    —Pensé que era pegón profesional.
    —Entérese de una vez... Es un hombre importante y trabaja para la Compañía del
Ferrocarril de Gordon Spring.
    —Qué casualidad. Yo también trabajo para esa compañía.
    —¿Sí? ¿Y de qué trabaja usted?
    —Soy camarero.
    —¿Camarero?
    —Sí, eso he dicho.
    Alice levantó la barbilla.
    —Frederick es el abogado de la compañía.
    —Como ve, hay poca diferencia, puesto que tenemos el mismo patrón.
    Kenneth la cogió por un brazo.
    —¿Qué hace, señor Loder?
    —Ayudarla a levantarse. Llevamos un rato en el suelo. ¿O prefiere que sigamos la
conversación así?
    —No quiero proseguir la conversación con usted de ninguna forma, señor Loder!
    —Pues yo lo siento.
    —¿Por qué lo siente?
    —Porque es usted la mujer más fea del mundo.
    —¿Ha dicho fea?
    —Sí.
    —¿Qué clase de vista tiene usted, señor Loder?
    —Oh, perdón, no quise decir fea.
    —Menos mal.
    —Quise decir horrorosa.
    —¡Señor Loder, es usted un insolente! ¡Un deslenguado! ¡Un...!
    Kenneth la dejó sin habla por el simple procedimiento de aplastar su boca contra la
de ella.
    La joven le golpeó con los puños en los hombros, pero Kenneth sólo la dejó libre
cuando necesitó llevar aire a sus pulmones.
    —¿Qué es lo que ha hecho, señor Loder?
    —Nada. Sólo besar a la mujer más fea y horrorosa del mundo. Y ahora, adiós. Me
están esperando.
    Kenneth hizo un saludo con la mano y desapareció por la puerta de la oficina.
    Le dijo a un empleado quién era y fue introducido en una oficina que estaba siendo
medida por el senador Mac Donald a grandes pasos.
    —¡Señor Loder, por fin está usted aquí...! Envié un mensajero a ese saloon donde
estaba pasando el rato con la pelirroja.
    —Aquí me tiene, señor Mac Donald. Yo nunca fallo.
    —Tengo preparados los contratos.
    —¿Los dos?
    —Sí, los dos, pero no tiene tiempo para leerlos.
    —Espero que no me engañe, senador. Estamparé mi firma y me largaré al convoy.
    —Preséntese al jefe del tren, al señor Kolkor. El le entregará su uniforme de
camarero.
    —¿Sabe el jefe de tren la clase de trabajo que voy a realizar?
    —Claro que no, señor Loder. No lo sabe nadie. Sólo yo. Con eso quiero decir que en
el tren tendrá que realizar sus servicios como camarero. Recuerde que se trata de un
trabajo sumamente secreto.
    —Ha procedido bien, señor Mac Donald. Es así como yo hubiese organizado las
cosas.
    —Celebro que estemos de acuerdo.
    Kenneth Loder firmó los dos contratos y estrechó una vez más la mano del senador.
    —Señor Loder, confío en usted.
    —Yo también.
    Inmediatamente, Kenneth echó a correr.
    El convoy estaba haciendo sonar por tercera vez su silbato cuando el joven se metió
en el último vagón, donde viajaba el jefe de tren. Allí había un hombre con una gorra
de visera.
    —¿Es usted el señor Kolkor?
    —Sí.
    —Soy el nuevo camarero. Kenneth Loder... Aquí tiene el contrato que me acaban de
facilitar en la compañía.
    Kolkor echó un vistazo al papel y después de doblarlo se lo devolvió a Kenneth.
    —Señor Loder, quiero que se meta esto en la cabeza. Yo soy su patrón, y por tanto,
debe seguir mis órdenes al pie de la letra. ¡Una sola infracción y lo despido...!

CAPITULO V
    El jefe de tren presentó a Loder al cocinero, un grandullón que respondía al nombre
de Tom Preston.
    —Quiero que todo marche bien en este viaje —dijo Kolkor con voz agria.
    Y acto seguido, el jefe de tren dio media vuelta y desapareció.
    Tom Preston alargó la mano a Kenneth.
    —Tanto gusto de conocerte, Loder.
    —¿Hace mucho tiempo que estás aquí, Tom?
    —Unos dos años.
    —¿Y no le has roto la cara a Kolkor?

—Algunas veces he estado tentado de arrojarlo por una ventanilla, pero pensé en la
cárcel y eso me contuvo.
    Kenneth había empezado a cambiarse de vestimenta.
    —Sí, Tom. Hiciste bien. Déjamelo a mí.
    —¿Lo vas a arrojar tú por la ventanilla?
    —Eso va a depender de él —repuso Loder sonriente.
    —Kenneth, será mejor que calmes tus ánimos. Si estás aquí es porque te hace falta
dinero...
    —A propósito de dinero. Me han dicho que han pegado unos cuantos asaltos al tren.
    —Sí, se llevaron buenas cantidades. El último asalto ocurrió hace un par de semanas.
    —¿Has visto alguna vez a los ladrones?
    —No. Yo, por fortuna, soy el cocinero y el vagón-restaurante está al otro extremo, ya
sabes, al lado de la máquina. De modo que, cuando ha ocurrido un asalto, me he
enterado cuando ya no tenía arreglo...
    —Sin embargo, te habrán preguntado mucho.
    —Sí, claro, no han dejado de molestarme. Primero los investigadores de la compañía
y luego los detectives de la Pinckerton, pero les dije lo mismo que a ti, que es igual a
nada.
    —¿Y Kolkor?
    —A Kolkor lo dejaron sin conocimiento la primera vez. La segunda lo encerraron en
un excusado para señoras... En el tercer asalto le hicieron saltar del tren a la salida de
una curva, y en el cuarto lo amordazaron en el propio vagón-correo...
    —¿Y qué dijo Kolkor de los fulanos?
    —Que son lo menos seis, tipos normales y llevan la cara cubierta con pañuelos.
Kolkor no pudo dar más señales de ninguno de ellos. Las veces que los vio no retuvo
ninguna cosa especial. ¿Por qué te interesas por los asaltos, Kenneth?
    —Ahora que trabajo en este convoy. Quiero saber las seguridades que hay. Tengo
necesidad de plata, pero a cambio de ella no quiero que me manden al otro mundo.
    —Si vuelve a ocurrir, acepta el mejor consejo. No ofrezcas resistencia. Nunca se han
metido con los camareros. Recuerda que estamos muy lejos del vagón-correo, en
donde se transporta el dinero. Mantente alejado de él todo lo que puedas y no te
verás complicado en nada...
    —Sí, Tom, creo que puedes tener razón. Trataré de no olvidar tus palabras.
    —Anuncia el primer turno. Ahí tienes la campanilla. Ya sabes cómo hacerlo.
    Kenneth tomó la campanilla y salió del vagón-cocina.
    Cruzó el vagón-restaurante y pasó al primero de los siguientes, en donde estaban los
pasajeros. Se puso a agitar la campanilla mientras gritaba:
    —¡Primer turno para el almuerzo...! ¡Primer turno para el almuerzo...!
¡Aprovéchense! Sólo se admitirá medio dólar de propina...
    Un hombre le interrumpió:
    —Eh, venga aquí, amigo.
    —¿Qué quiere, amigo?
    El pasajero puso cara de mal genio.
    —¿Por qué me llamó amigo, camarero?
    —Porque usted me llamó amigo primero.
    —Soy Robert King, de Galveston City, el fabricante número uno de fajas.
    —Menudo pillastre es usted, señor King —le guiñó un ojo Loder.
    —¿Cómo? ¿Qué?
    —Se dedicó a lo que más divierte... Eso debe de ser estupendo. En cuanto vea a una
mujer le dirá: «¿Qué número gasta, preciosa?»
    —¡Camarero! —exclamó King indignado.
    —Soy Kenneth Loder, amigo.
    —Loder, yo soy un honrado y honesto fabricante de fajas. Sólo me preocupo de
colocar mi mercancía y pertenezco a tres asociaciones de caridad y a dos que tienen
por objeto conservar las buenas costumbres... Y si vuelve a gastar una broma con
respecto a mis fajas, lo denunciaré al jefe de tren.. Apúnteme en el primer turno.
    —¿Con pelirroja o con rubia?
    —¡No hay pelirroja ni rubia!
    —Entiendo. Viaja con la arpía.
    —¿Qué arpía?
    —Su esposa.
    Robert King puso cara de sorpresa.
    —¿Cómo lo supo?
    —Por su genio, señor King, por su genio... —Loder apuntó con un lápiz en un
cuaderno—. Tendrá la mesa número tres. La colocaré a ella de espaldas para que
pueda guiñar el ojo a la que tenga por delante.
    Antes de que Robert King pudiese decir nada, Kenneth Loder se alejó haciendo agitar
la campanilla.
    —¡Primer turno de almuerzo...! ¡Primer turno de almuerzo...!
    Dos hombres le llamaron. Vestían con trajes que parecían muy nuevos, a rayas.
    —Eh, muchacho —dijo uno de ellos que era de pómulos altos y mejillas chupadas.
    —¿Los apunto al primer turno?
    —Desde luego, pero queremos algo más de ti.
    —¿Qué cosa?
    —Que nos apuntes también a una partida de póquer para después del segundo
turno del almuerzo.
    —Ya entiendo. Son tahúres y quieren desplumar a los primeros que se dejen.
    Los dos quedaron con la boca abierta mirando a Kenneth.
    —Eh, camarero, menos confianzas. Tenemos una honrada profesión y utilizamos
honrados métodos para ganar. Y por si te sirve de algo, te daremos un par de dólares
para atender la mesa de juego como es debido...
    —¿Dijo un diez por ciento de lo que ganen?
    —¿Eh? ¿Qué?
    —Me ha oído perfectamente, señor...
    —Rudy Wilson, y éste es Brian Ruggles, y no estamos dispuestos a darte un diez por
ciento de las ganancias. Es demasiado.
    —Entonces, piénselo mejor o no hay partida... Tienen la mesa número cinco para el
almuerzo —dijo Loder apuntando—. Dos tahúres.
    —¡No ponga eso!
    —Oh, perdón, el señor Wilson y el señor Ruggles...
    Kenneth siguió su camino agitando la campanilla y anunciando el primer turno del
almuerzo.
    De pronto vio a Alice Parker. Allí estaba, en compañía de un hombre de unos
veintiocho años, guapo y rubio. Los dos dialogaban animadamente. Pasó por su lado
agitando con más fuerza que nunca la campanilla en la oreja del rubio.
    —¡Eh, que no soy sordo! —gritó el rubio.
    —Perdón, creí que no me había oído.
    —¿Cómo no voy a oír la campana?
    —No me refería a la campana, sino a lo que estoy diciendo.
    —¿Qué es lo que dice?
    —Que si van a comer.
    —¡No voy a comer!
    —Entiendo. Está siguiendo un régimen para guardar la línea. Ya he oído que muchos
hombres hacen lo mismo que las mujeres.
    El guapo y rubio acompañante de Alice Parker agrandó los ojos.
    —¿Qué está diciendo, insensato?
    Alice Parker estaba observando al camarero.
    —Caramba, si es la señorita Parker —dio Kenneth Loder—. ¿Logró comprar otro
botijo, señorita Parker?
    El rubio habló antes que Alice.
    —Pero ¿de qué botijo está hablando, Alice?
    —Del tuyo, Frederick. Se me rompió...
    —La culpa fue de usted, Frederick —dijo Loder—. ¿Por qué le regaló un botijo? Esta
chica se merece algo mejor. Por ejemplo, un collar de perlas o un abrigo de visón,
¿verdad, señorita Parker?
    Alice, al oír aquello, inició una sonrisa y sus ojos cobraron un nuevo brillo pero en
seguida rectificó.
    —Señor Loder, yo tenía en mucha estima el botijo.
    —Ya lo ha oído, Frederick —repuso Kenneth—. Tendrá que regalarle una docena,
porque se romper fácilmente.
    El rubio estaba indignado.
    —¡Loder, o como quiera que se llame! —chilló—. ¿Olvida quién es? ¡Entérese de una
vez que yo soy...!
    —El abogado de la compañía —le interrumpió Kenneth.
    —¿Quién se lo dijo?
    —La señorita Parker.
    —¡Se está tomando demasiada confianza, camarero!
    Alice intervino:
    —No tiene importan, Frederick. Recuerda que no quiero jaleos.
    —Gracias, señorita Parker... —le sonrió Kenneth—. ¿Les apunto para el primer
turno?
    —No, no hay primer turno —exclamó Frederick.
    —Para el segundo.
    —Tampoco hay segundo turno.
    —¿Por qué no se lo pregunta a la señorita Parker? Quizás ella tenga ganas de comer.
    —Sí, Frederick, tengo apetito —dijo la joven.
    —Perdona, Alice, creí haberte oído decir que no comerías hasta la tarde, porque
pegaste un bocado en Encinitas...
    —Pero ahora tengo hambre. Primer turno, señor Loder, si me hace el favor...
    —Sí, señorita Parker. Ahora lo apunto. —Loder empezó a escribir en un bloc—. La
señorita Parker y el picapleitos.
    —¿Cómo ha dicho? —gritó Frederick Fenton.
    —Eh, usted protesta de todo, Frederick. No debería tomarlo así. La vida es muy corta
y el infierno muy largo...
    Kenneth siguió su camino, agitando la campanilla.
    —Eh, moreno —dijo una voz femenina.
    Era una pelirroja y estuvo claro para Kenneth que era girl, por sus labios pintados,
por sus ojos pintados y por el resto de su pinta...
    —Aquí tienes, preciosidad...
    —Soy Glenda Jewell.
    Kenneth dijo su nombre y añadió:
    —Escupe por esa boca ardiente.
    —¿Cómo sabes que es ardiente, Kenneth?
    —Porque soy especialista en apreciar labios como los tuyos. Glenda rió con ganas.
    —Se te ve granuja, muchacho. Llegarás muy lejos.
    —Me conformo con el final del trayecto.
    Glenda rió.
    —Apúntame para el primer turno, Kenneth. Lástima que no me puedas hacer
compañía.
    —Quizá más tarde.
    Glenda Jewell, con mucha intención, abatió los párpados.
    —¿Mientras la máquina del tren agujerea la oscuridad de la noche?
    —Eso te salió muy poético, Glenda.
    —Yo soy poética de la cabeza a los pies.
    Kenneth la midió de la cabeza a los pies y empezó a marearse con tanta curva.
Continuó su camino y apuntó a otros seis viajeros para el primer tumo, y nueve para el
segundo.
    Por fin pasó al vagón-correo. Dos empleados que había allí no notaron su entrada,
porque entró sigilosamente. Uno de ellos estaba diciendo:
    —Fred, esta vez transportamos 25.333 dólares. Un buen bocado para esa pandilla de
salteadores.
    —Seguro, Hugh.

CAPITULO VI
    Kenneth Loder hizo notar su presencia con una carraspeo.
    Los dos empleados del vagón-correo lo miraron con asombro.
    —Eh, ¿qué haces aquí? —exclamó el llamado Fred, de facciones que lo asemejaban
a un mono.
    —Me llegué para saludaros, muchachos. Soy Kenneth Loder, el nuevo camarero.
    —Aquí no puede entrar un camarero, y será mejor que te lo metas en la cabeza a
partir de ahora...
    —Oh, sí, sólo entran los salteadores.
    Fred miró a su compañero.
    —Eh, Hugh, el muchacho resulta gracioso.
    —Seguramente la compañía ha contratado a un payaso para amenizar el viaje a los
pasajeros.
    Fred se puso en pie. Era tan alto como un mono gigante.
    —Loder, yo soy el jefe del vagón-correo y Hugh es mi ayudante. Tenemos una gran
responsabilidad... Nos eligieron por nuestra dureza. Hasta ahora hemos cumplido con
nuestro deber y esos salteadores no aparecieron.
    —Así que hasta ahora no habéis perdido un solo centavo...
    —Eso es, muchacho inteligente. Hugh y yo hemos logrado transportar el dinero de
un sitio a otro sin mermas... Pero da la casualidad de que hasta ahora la compañía sólo
nos dejó que transportásemos pequeñas cantidades. Nunca pasó de quince mil. Es la
primera vez que se deciden a reanudar los envíos en gran cantidad... ¿Lo vas
entendiendo, Loder...?
    —Sí, Fred.
    —No vuelvas a entrar aquí sin que te llamemos.
    —Bueno, yo estoy aquí para ayudaros. Si me decís a qué hora os tengo que servir la
comida, la traeré sin ningún compromiso y sin agregar propina.
    Fred cambió la mirada con su empleado Hugh y éste hizo un gesto afirmativo.
    —Está bien, Kenneth —dijo el jefe del vagón-correo—. Tráenos unos bocadillos de
queso dentro de un rato.
    —De acuerdo, muchachos —asintió Loder—. Espero que tengáis suerte y que
transportéis sin novedad esos 25.333 dólares sin centavos...
     
    * * *
    Kenneth Loder sirvió pollo en salsa al fabricante de fajas y al ver a su mujer, que era
fea como un demonio, le murmuró al oído:
    —Mi pésame, señor King.
    —Gracias.
    —¿Qué murmuras con el camarero, Robert? —exclamó la señora King.
    —Le estaba diciendo que el pollo estaba bueno.
    —¿Cómo lo sabes si no lo has probado, Robert?
    —Es por el aspecto que tiene.
    Glenda Jewell se acercó a Loder.
    —Kenneth, ¿Me vas a atender?
    —En seguida, Glenda.
    El fabricante de fajas se quedó mirando a la pelirroja.
    —Qué pechuga —murmuró inconscientemente.
    —¿Qué has dicho, Robert? —chilló la señora King.
    —Digo que la pechuga del pollo también tiene muy buen aspecto —se apresuró a
contestar King y manejó el cuchillo y el tenedor.
    La pelirroja sonrió al fabricante de fajas y se marchó a su mesa. Kenneth dio un
suspiro.
    —Aprenda, señor King, aprenda...
    —¿Qué es lo que tienes que aprender? —preguntó la señora King con muy mal
genio.
    —Le estaba diciendo a su marido que, además de fajas, debería fabricar medias.
    —¡Le basta con las fajas, camarero! ¡Y no se meta en camisas de once varas!
    —Eso, y también debería fabricar camisones para mujer.
    —¡Camarero, dese una vuelta por ahí!
    —Usted también se la podría dar, señora King.
    La esposa del fabricante de fajas pegó una palmada en la mesa.
    —Robert, ¿has oído eso? ¡El camarero me está insultando!
    —Yo no he oído nada.
    —¿Es que estás sordo?
    —Perdona, querida.
    —Que no vuelva a ocurrir.
    —No, querida, no volverá a ocurrir.
    Kenneth dio un suspiro y se marchó a la cocina a por más platos.
    Regresó en seguida. Le había llegado el turno de servir la mesa en que se encontraba
Alice Parker y su prometido Frederick Fenton.
    —Pollito caliente para la nena —dijo Kenneth.
    —¿Qué ha dicho? —saltó Frederick Fenton.
    Loder había acercado mucho la bandeja a Fenton y ocurrió la catástrofe que había
previsto. Fenton hizo saltar un plato y Kenneth inclinó la bandeja como necesitó
inclinarla para que el pollo cayese sobre las piernas del rubio.
    El abogado chilló:
    —¡Mire lo que ha hecho, salvaje...!
    —Señor Fenton, el pollo no se come así.
    —¿Qué está diciendo, insensato?
    —¿Ve lo que pasa por tener malas pulgas?
    —¿Quién tiene malas pulgas? —gritó Frederick a punto de darle una apoplejía.
    —No se debe estar nervioso cuando se viaja, señor Fenton. Debería viajar más a
menudo para acostumbrarse.
    —¡Ya viajé bastante!
    —¿Fue a Alaska?
    —¡Claro que no estuve en Alaska!
    —Pues es donde le convenía ir para refrescarse.
    —¡Señor Loder, se está jugando el cargo...!
    —Ande, insúlteme, métase ahora con mi familia. Ustedes, los capitalistas
aprovechan todas las oportunidades para humillarnos a los que estamos a su servicio...
Yo sólo soy un pobre empleado, ¿y qué es usted? Un hombre que está en la crema, en
la más alta capa social. ¿Y qué es lo que pretende? ¡Arruinar a mi familia...! ¡A mi
mujer...! ¡A mis siete hijos...!
    Frederick Fenton dijo atropelladamente:
    —Voy a cambiarme, Alice.
    El abogado se marchó.
    Kenneth puso el otro plato de pollo en salsa ante la joven, pero ella no se dio cuenta
porque lo estaba mirando con fijeza.
    —Quiero que me haga una confesión, señor Loder.
    —Estoy loco por usted, Alice.
    —¿Eh?
    —¿No quería una confesión? Pues ya se la hice.
    —¡No me refería a esa confesión, sino a lo que hizo con Frederick! ¡Admítalo! Todo
fue intencionado.
    —¿Qué cosa?
    —¿Qué cosa va a ser? ¡Tirarle el pollo por encima!
    Kenneth se sentó al lado de Alice y dijo:
    —No me gusta ese hombre para usted.
    —¡Ocúpese de su mujer y de sus siete hijos!
    —No hay mujer ni siete hijos.
    —¡Júrelo!
    —Se lo juro.
    La joven inició una sonrisa pero la borró en seguida.
    —Es usted un botarate, señor Loder.
    —¿Qué encontró en Frederick?
    —Es un hombre de carrera.
    —¿Es eso lo que quiere de su marido, que haya estudiado en una universidad...?
Alice, hay otros aspectos de un hombre que debe tener más en cuenta.
    —¿Qué cosas?
    —Su valor, su hombría, y sobre todo su amor por usted, y también su dedicación al
hogar, a la mujer, a los niños que hayan de venir.
    Kenneth ya estaba rozando sus labios con los de Alice, y ella, al darse cuenta, se
echó hacia atrás.
    —Señor Loder, no hace falta que se acerque tanto para decirme lo que me está
diciendo.
    —Perdone, pero es que usted me atrae como el imán al metal, como la luz al
mosquito...
    —¿No puede decir nada más romántico?
    —Como la Luna al búho...
    Uno de los tahúres empezó a dar palmadas.
    —Camarero, ¿se ha olvidado de nosotros?
    —Sírvase usted mismo.
    —¿Qué dice?
    —¿Es que no ven que estoy atendiendo a una dama?
    —Sí, la está atendiendo demasiado bien.
    Alice enrojeció las mejillas.
    —Señor Loder, será mejor que no me siga comprometiendo.
    —Yo no la comprometería a usted aunque me fuese en ello la vida.
    Otra vez se fue a la cocina y volvió con los platos que debía servir a los tahúres.
    Rudy Wilson soltó un risita.
    —Se te dan bien las mujeres, ¿eh, muchacho?
    —No me puedo quejar.
    —¿Qué hay de esa partida?
    —Nada de nada.
    —Nosotros ya la preparamos. De modo que necesitamos tu ayuda.
    —Con un diez por ciento.
    —Eres un chantajista, vivales, pero te aceptaremos.
    —Con una condición, amiguetes. La de que no hagan trampas.
    Wilson soltó una risita.
    —¿Oyes, Brian? —se dirigió a su compañero que estaba comiendo a dos carrillos—.
Aquí tenemos al reverendo Loder que se preocupa de su prójimo como de sí mismo.
    —Muchachito —rió Brian—, sé bueno y te ganarás un trozo de cielo. Wilson y yo
somos dos jugadores profesionales, pero no hacemos trampas.
    —Bueno, quizá me anime yo a ser de la partida.
    —Estupendo. Serás admitido. Pero tus pérdidas correrán a tu cargo.
    —Y también mis ganancias.
    —Seguro, muchachito, seguro. Tú corres con todos los gastos personales si te
sientas en una silla en nuestra mesa, y estamos dispuestos a darte el diez por ciento de
nuestros beneficios.
    —Aceptado.
    Los dos hombres cambiaron una mirada y se sonrieron. Kenneth comprendió por
qué. Ambos jugadores se las prometían muy felices, porque tenían la intención de
desplumarlo como a los demás primos.
    Frederick Fenton llegó con otro traje nuevo y al ver que Loder estaba sirviendo a la
pelirroja Glenda, gritó:
    —¡No se acerque a mí! ¡No se acerque!
    Kenneth se detuvo con un plato de salsa en la mano.
    —¿Qué le pasa, señor Fenton?
    —¡Que no quiero que me manche otra vez!
    —Pase por detrás de mí.
    —¡Ni hablar! Pasaré cuando haya dejado el plato delante de la señorita.
    —Está bien, pero no chille tanto. Las damas creerán que ha visto un ratón.
    La esposa del fabricante de fajas gritó:
    —¡Un ratón, Robert! ¡Un ratón...!
    Sobrevino la catástrofe porque la señora King, al pretender subir a una silla, golpeó
la mesa y todos los platos saltaron por el aire.
    Frederick estaba en su día de mala suerte. Pasaba precisamente junto a la mesa y su
pantalón recibió la descarga de un litro de salsa y algunos trozos de pollo.
    —¡No, cielos! ¡No! —dijo a punto de echarse a llorar, viendo cómo la salsa le
resbalaba por las perneras del pantalón.
    Kenneth, que ya había puesto el plato delante de la pelirroja Glenda, se le acercó y
dijo:
    —Esta vez yo no soy el culpable.
    —¡Usted siempre será el culpable, señor Loder...! ¿Lo oye bien? ¡Siempre!
    Y luego, a paso de carga, se encaminó otra vez al vagón donde tenía que cambiarse.
    La señora King chilló desde lo alto de la silla.
    —¡Todo fue una treta de ese camarero, Robert! ¡Quiero que lo denuncies a la
policía, al sheriff, al jefe de tren...!
    —Señora —repuso Kenneth—, debería comportarse usted con más decoro. Está
enseñando las pantorrillas.
    Era cierto porque la señora King se había subido mucho las faldas para escapar del
supuesto ratón. Ahora se bajó el vestido de golpe y gritó:
    —¿Has oído, Robert? ¿Lo has oído?
    —Querida, Loder ha dicho la verdad.
    —¡Estás en contra de mí! ¡Te pasas la vida llevándome la contraria, Robert! ¿Por
qué? ¿Por qué me tuve que casar contigo?
    Kenneth pegó con el codo al señor King.
    —A que le acierto por qué se casó... El dueño de la fábrica fue su suegro.
    Robert King sacudió la cabeza pesaroso.
    —Sí, Loder, sí...
    —Debió tener en cuenta el proverbio, señor King. La ambición rompe el saco.
    —Lo tuve en cuenta demasiado tarde —repuso Robert King.
    La señora King chilló:
    —¿Qué estás murmurando, Robert...? ¡Sácame de aquí y no te quedes quieto!
    Loder perdió todo interés por la discusión entre los esposos King y se encaminó
hacia el lugar donde estaba Alice.
    —¿Qué? ¿Está bueno el pollo?
    —Sí, muy bueno. Señor Loder, quiero pedirle un favor.
    —Y a está concedido, feílla...
    —No trate así a mi prometido, o Frederick llegará al final del trayecto nadando en
salsa de pollo.
    —Tengo una sorpresa para usted.
    —¿Sí?
    —Esta noche tenemos salsa de tomate.
    —¡Oh, no, pobre Frederick! ¡Aborrece la salsa de tomate...! ¡Y tampoco consentiré
que lo siga manchando...!
    —A propósito, señorita Parker, todavía no me dijo adónde van.
    —Al final del trayecto. A Harrisburg.
    —Qué casualidad. Yo también voy hasta allí.
    —Claro. Usted es el camarero...
    —Es cierto. Soy el camarero. Ya lo había olvidado. ¿Y sabe por qué? Su proximidad,
Alice, me hace olvidar todo. Lo que soy, lo que he sido...
    —¿Qué ha sido?
    —Muchas cosas, pero todo eso ha quedado atrás. Sí, Alice, mi pasado quedó en la
estación de Encinitas. En cuanto cogí este tren me he senado otro hombre. ¿Y todo por
qué? Por usted, Alice... Porque es usted maravillosa, porque es usted encantadora,
porque es usted mi ángel...
    —Señor Loder, le ruego que no me haga el amor.
    —¿Por qué no? Es usted tan bonita, tan hermosa, tan atractiva, tan seductora...
    —Pero es que estoy comprometida, señor Loder. Llegó usted tarde.
    —Nunca es tarde para que un hombre exprese lo que siente por una mujer...
    —Señor Loder, he tomado la firme decisión de no escucharle más. Se lo ruego, se lo
suplico, apártese de mí...
    —No lo dice en serio.
    —Nuestros caminos no se pueden juntar. Soy la hija de un cultivador de algodón.
    —Siempre me ha gustado el algodón.
    —Mi padre es muy rico.
    —No tengo inconveniente en que su padre sea rico.
    —¿Es que no se da cuenta de que me he de casar con un hombre que esté a mi
altura?
    —Yo treparé hasta donde está usted. Sólo necesito que me dé la dirección.
    —Señor Loder, con usted es imposible discutir.
    —Pues dejemos de discutir y hagamos algo práctico.
    —¿Qué cosa?
    —Esta por ejemplo —dijo Kenneth y la besó en la boca.
    Alice no hizo nada por separarse y hasta cerró los ojos. Kenneth le pasó la mano por
la cintura y aumentó la presión del beso.
    —Que aproveche —dijo una voz.
    Era el jefe del tren, Kolkor.
    —Gracias, jefe —repuso Kenneth.
    Kolkor abrió los ojos de besugo.
    —¿Qué haces, Loder? —exclamó.
    —La señorita se estaba mareando y necesitaba de mis cuidados —Kenneth se
levantó e hizo un saludo ante la joven—. Espero que se encuentre mejor.
    —Mucho mejor —contestó Alice sin saber lo que decía.
    —Pasaré luego a repetirle el tratamiento.
    Kenneth se retiró y Kolkor corrió detrás de él. Se reunieron en la cocina, donde Tom
seguía preparando la comida que debía servirse a los viajeros.
    —Loder, no me gusta cómo estás haciendo las cosas —rezongón Kolkor.
    —¿Recibió alguna queja?
    —Hasta ahora ninguna, pero noté un extraño desconcierto en el vagón-restaurante.
Y por el camino me encontré dos veces con el señor Fenton que llevaba los pantalones
llenos de salsa.
    —Es un tipo muy descuidado para comer.
    —Pero lo que más me alarmaba es que la chica a la que besabas, quiero decir la que
le tratabas el mareo, es la señorita Alice Parker, la prometida de Frederick Fenton.
    —Caramba, no lo sabía.
    —Conque no, ¿eh?
    —¿Qué le sirvo, jefe?
    —Tranquilidad. Eso es lo que quiero que me sirvas.
    —¿Con o sin pimienta?
    —¡Loder!
    —Oh, perdón me había confundido... Perdone, jefe, pero tengo que llevar unos
bocadillos de queso a los del vagón-correo... ¿Ya los tienes listos, Tom?
    —Aquí están.
    Kenneth puso los bocadillos de queso en la bandeja y salió antes de que Kolkor
empezase otra vez a recriminarle.
    Al pasar junto a Alice, le dirigió una sonrisa, pero ella le contestó levantando la
barbilla, en un gesto que quería decir: «Apártese de mí, señor Loder. No conseguirá de
mí más besos.»
    Mientras cruzaba el siguiente vagón, se encontró con Frederick, que ya se había
cambiado por segunda vez.
    —Caramba, tiene usted una muy buena colección de trajes, señor Fenton.
    —¡No se acerque! ¡No se acerque...!
    —Sólo llevo bocadillos de queso, señor Fenton.
    —Vaya, menos mal —dijo Frederick—. Usted es tan peligroso como la
nitroglicerina...
    —Ya que habla de cosas explosivas voy a hablarle de su chica, señor Fenton.
    —Eh, no me gusta que compare a Alice con la nitroglicerina...
    —Está bien. Lo dejaré en dinamita.
    —¡Señor Loder, no comprendo todavía cómo fue admitido como camarero en este
tren! ¿Qué es lo que hizo? ¿Hipnotizar al hombre que lo contrató?
    —Vayamos al punto más importante, señor Fenton.; Quiere usted a Alice?
    —Claro que la quiero, pero usted no tiene ningún derecho a preguntármelo...
    —Debo suponer que no tendrá ninguna cosilla por ahí, ya sabe, amoríos con una
mujerzuela. Eso es algo que Alice no se merece... Si me entero de que se la está
pegando, le retorceré una oreja...
    Frederick sonrió enseñando unos dientes blancos y parejos.
    —Señor Loder, boxeé en la universidad.
    —Enhorabuena.
    —Y gané todas mis peleas por fuera de combate
    —Caramba, debe de tener una buena pegada.
    —Quiero avisarle por última vez. Aléjese de mí y aléjese de Alice, o va a tener que
soportar el impacto de mis puños en sus narices... Eso es todo, señor Loder. ¡Ya
terminé con usted...!
    Fenton echó a andar por el corredor.
    Loder continuó su camino hacia el vagón-correo, pero, al llegar ante la puerta, se
detuvo porque oyó una voz en el interior que decía:
    —Sí, muchachos, esto es un asalto, y si no se están quietecitos, habrán balas para los
dos...

CAPITULO VII
    Kenneth movió la mano hacia el revólver, pero sintió una dura presión en su espalda
y luego una voz le dijo:
    —Calma, muchacha, calma.
    Volvió la cabeza y vio un tipo que se cubría la cara con un pañuelo negro y cuya
mano derecha manejaba un revólver.
    —Soy sólo un camarero. No dispare.
    —Adentro con los bocadillos, chico.
    Kenneth abrió la puerta y pasó al interior, seguido del hombre que lo había
capturado.
    En el vagón las cosas se habían puesto feas. Fred y Hugh estaban sentados en el
suelo, con las manos en la cabeza, y dos hombres, también con el rostro cubierto con
pañuelo negro, los amenazaban con sendos revólveres.
    —Eh, ¿por qué traes a éste? —dijo uno de los ladrones.
    —¡Al suelo, camarero!
    —¿Y qué hago con los bocadillos de queso?
    —Demonios —dijo otro de los enmascarados—, ¿cómo acertaste mi gusto?
    Atrapó los bocadillos que guardó en la chaqueta.
    Kenneth se sentó junto a los dos vigilantes. No le habían registrado. De modo que
continuaba con el revólver.
    Los tres salteadores parecían muy seguros.
    —Bien —dijo el más alto—, llegó la hora del reparto. ¿Dónde está el dinero, Fred?
    —Esta vez traemos muy poco.
    —¿Cuánto?
    —Ya saben que la compañía redujo los transportes de dinero por culpa de ustedes.
    El hombre que estaba hablando se acercó a Fred y le pegó con el cañón en la cara.
    —Pregunté cuánto, Fred.
    El empleado soltó un chillido y contestó con rapidez.
    —Hay 25.333 dólares.
    —Repámpanos —exclamó uno de los salteadores—. ¡Es el mayor botín con que nos
tropezamos hasta ahora! Ya os dije que estábamos de suerte.
    —Fred —dijo el que parecía el jefe—, ¿dónde están las valijas que contienen la
plata?
    —Las cuatro que hay al fondo.
    —Ahora mismo lo comprobaré y, si me has engañado, te vas a ganar un plomo extra.
    Apartó las valijas a que Fred se había referido. Volcó el contenido de una de ellas
sobre una mesa.
    —Sí, ésta tiene dinero...
    Hizo lo mismo con la segunda y se desparramó una lluvia de sobre.
    —¿Qué es esto, Fred? ¿Un engaño?
    —Son cartas. Es que me equivoqué.
    —Te voy a hacer saltar del vagón en marcha como te equivoques otra vez.
    —Es la valija de color marrón oscuro.
    El jefe tomó aquella valija y la volcó en la misma mesa. Contenía también sobres,
pero en ellos había dinero.
    Fred señaló una tercera y tampoco esta vez los engañó.
    Uno de los enmascarados se ocupó de meter el botín en su saco.
    —Bien. Ya está terminado el asunto —dio cuando hubo cerrado la embocadura con
un cordel.
    El jefe del trío apuntó a Fred.
    —Nos bajaremos del tren en la Curva de los Pájaros, antes de llegar a Dove Creek.
    —Para llegar a la curva sólo faltan unos minutos.
    —Sí, ya estamos preparados, pero antes saltaréis vosotros, y no será precisamente
en la Curva de los Pájaros.
    —Eh, oiga —dijo Fred—, si nosotros bajamos ahora, nos mataremos. Estamos
cruzando el Paso del Aguila y hay despeñadero por los dos lados.
    —Qué pena. Mis amigos y yo creo que lo vamos a sentir mucho, pero saltaréis.
    —Escuchen, ustedes están enmascarados. No les hemos visto el rostro. No sabemos
quiénes son. Pueden marcharse tranquilamente.
    —Hemos recibido un soplo. La compañía metió aquí a un tipo vivo... El senador Mac
Donald no debió hacer eso con nosotros. Es jugar sucio y, como no sabemos quién es
el soplón, nuestro mandamás dijo que empezásemos a cargarnos a gente para meter
un poco de sensatez en la cabeza de Mac Donald —se dirigió a uno de sus dos
hombres, al más bajo—. Muchacho, abre la puerta... Nuestros invitados de honor se
disponen a dar el gran salto.
    Su compañero se echó a reír estremeciendo los hombros.
    —Será un gran espectáculo —hizo correr la puerta.
    Los prisioneros pudieron comprobar entonces que el tren marchaba a una gran
velocidad, y Fred no se había equivocado porque cruzaba por un lugar muy rocoso.
Prácticamente, las vías habían sido tendidas en aquella parte sobre un abismo.
    —Fred, tú primero —ordenó el jefe.
    —¡No!
    —Eso o una bala en la cabeza. Ya sabes que, con el ruido del tren, nadie oirá el
estampido.
    —Tengo esposa y tres hijos.
    —No te preocupes. La compañía del ferrocarril se encargará de pagarles la pensión
todos los meses y hasta puede que el mismo senador se encargue de tu viuda. Me han
dicho que le gustan las mujeres de luto...
    —¡Es usted un canalla...!
    Aquel enmascarado arqueó el dedo en el gatillo para disparar, y entonces Kenneth
intervino:
    —Eh, un momento, quiero ser el primero.
    —¿El primero en qué?
    —En saltar, naturalmente.
    Todos se quedaron de muestra porque no era usual que un hombre quisiera perder
la vida antes que los demás.
    —¿Cómo te llamas, muchacho?
    —Loder.
    —¿Estás bien de la cabeza, Loder?
    —Bueno, la última vez que un médico me hizo un reconocimiento dijo que yo era
algo taquillo.
    —¿Algo nada más? Yo diría que estás como un rebaño de cabras.
    Kenneth inspiró profundamente y dijo yendo hacia la puerta:
    —Siempre he tenido ganas de volar.
    Los salteadores quedaron más asombrados que nunca al oír aquella frase.
    Kenneth, mientras andaba, decía:
    —Cuando yo tenía siete años me fabriqué unas alas y me lancé desde lo alto de la
granja de mi abuelo. Tenían que haberme visto. Logré volar no menos de veinte
metros.
    —¿Y qué pasó luego? —preguntó el jefe de los salteadores.
    —Que me pegué un tortazo.
    —Claro, y por eso quedaste así, completamente chiflado.
    —Bueno, yo me voy a volar —dijo Kenneth—. ¡Allá voy!
    Se agachó para saltar al vacío, pero de pronto se revolvió con un revólver en la mano
que se puso a soltar plomo a discreción.
    Los tres salteadores recibieron las balas que le habían sido destinadas, dos por
cabeza, y sólo uno de ellos logró disparar, pero lo hizo contra el techo, cuando ya se
estaba tambaleando.
    Todo sucedió tan aprisa que red y Hugh estaban con la boca abierta y no habían
tenido tiempo para cerrarla.
    Kenneth se movió rápidamente de un enmascarado a otro. Los tres estaban
muertos. No les había podido conceder ninguna oportunidad porque cada uno de ellos
tenía el arma en la mano.
    Fred recuperó el habla:
    —Eh, Loder, esto que has hecho es algo maravilloso.
    —Una cosilla sin importancia, Fred.
    —Has impedido que cometiesen el asalto y es la primera vez que ocurre.
    —La verdad es que yo no tenía ni la menor idea de volar y, entre romperme los
huesos y acabar con ellos, no tuve más remedio que decidirme por la última solución.
Eso es todo. Y ahora ayudadme a quitarles los pañuelos.
    Dejaron al descubierto los rostros de los ladrones.
    —Yo no conozco a ninguno —dijo Loder—. ¿Y vosotros?
    Fred negó con la cabeza.
    —Es la primera vez que los veo.
    Hugh frunció el ceño.
    —A ése creo que lo conozco —estaba señalando al jefe.
    —¿Quién es?
    —Lo vi una vez en Abilene, en una casa de juego.
    —¿Sabes su nombre?
    —Estaba jugando en una mesa de póquer. Recuerdo que lo llamaban Gleasson.
    —¿Y qué más?
    —Sólo eso.
    —¿Cuándo ocurrió?
    —Hace cosa de un mes. Lo he recordado porque un amigo mío estaba jugando en la
misma mesa.
    —¿Qué amigo?
    —Se llama Buddy Kruger.
    —¿Dónde vive?
    —En el próximo pueblo adonde llegaremos en unos instantes, Dove Creek. Es el
herrero de esa localidad.
    —¿Hay otro herrero?
    —No. Es el único.
    En aquel momento se abría la puerta y Kenneth dirigió allí su revólver.
    Era el jefe del tren, Kolkor, quien, al ver los cadáveres en el suelo, se tambaleó.
    —Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? —Dio un chillido—. Loder, tú eres un salteador.
    —Cálmese, señor Kolkor. Yo sólo impedí que se llevasen el dinero.
    A continuación, Fred contó al jefe de tren lo que había pasado en aquel vagón.
    Kolkor se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo y dijo:
    —Loder, haré un informe completo de este suceso, y ya puedes estar seguro de que
la compañía sabrá recompensarte.
    —Gracias, señor Kolkor.
    —Pero contéstame a una pregunta, Loder. ¿Por qué tú, un camarero, usa revólver?
    —La respuesta es sencilla, señor Kolkor. Hoy día, tal como está el mundo, uno no
puede confiar en nadie. Ni siquiera en un jefe de tren.
    Seguidamente, Loder dio media vuelta y salió del vagón, dejando a Kolkor más
perplejo.

 
     
    CAPITULO VIII
    El tren estaría detenido en Dove Creek media hora.
    Kenneth Loder fue el primero en saltar y se dirigió hacía el jefe de estación, dándose
a conocer como el nuevo camarero de aquel convoy.
    —Necesito ver al señor Kruger, ¿dónde está su herrería?
    El jefe de estación le dijo que estaba al principio de la calle principal y allí se dirigió
Loder.
    Oyó el golpeteo de un martillo y, al entrar en la herrería, vio a un tipo que trabajaba
a torso desnudo.
    —¿Señor Kruger?
    —Sí, soy yo. Pero no puedo atenderle porque tengo mucho trabajo.
    —Sólo se trata de una pregunta, señor Kruger... ¿Se acuerda de Gleasson?
    Buddy Kruger arrugó el ceño.
    —No, no sé de quién me habla.
    —Usted estuvo en Abilene hace un mes. Jugó una partida de póquer y uno de sus
compañeros era Gleasson.
    —Oh, sí, ahora lo recuerdo, un tipo de unos treinta y cinco años, moreno.
    —El mismo.
    —Jugaba bien al póquer. Ganó un centenar de dólares y yo fui uno de los
perdedores, aunque no perdí mucho.
    —¿Qué me puede decir de él?
    —Lo conocí en aquella mesa. No lo había visto con anterioridad, pero a la chica con
la que estaba sí que la he vuelto a ver, justamente aquí.
    —¿Una chica?
    —Sí, una muy mona. Se acercó a Gleasson cuando estábamos jugando. Me fijé en
ella porque hay chicas que uno no ve con frecuencia.
    —¿Recuerda su nombre?
    —Desde luego. Gleasson la llamó Martha.
    —¿Cómo es ella?
    —Algo sensacional. Se lo aseguro. Rubia platino, y con una figura para morirse —el
herrero trazó una figura geométrica en el aire—. Usted me entiende, ¿verdad?
    —Imagino que debe continuar en Dove Creek.
    —La vi ayer mismo. Está hospedada en el hotel Saratoga. Tres casas más allá de la
comisaría, en esta misma acera.
    —Gracias, señor Kruger.
    —¿Ocurre algo?
    —Muy poco. Gleasson era un tipo de cuidado, pero ya no hará mal a nadie... Hasta la
vista.
    Loder le arrojó una moneda de a dólar y el herrero la cazó de un zarpazo.
    Poco después entró en el hotel Saratoga, cuyo registro era atendido por un hombre
grueso, carirredondo, de triple papada.
    —¿Está Martha? —preguntó Kenneth.
    —¿Qué Martha?
    —Sólo hay una Martha que uno pueda recordar a la hora de quitarse los calcetines, y
es la que usted cobija en su hotel.
    —Es de los que no tienen pelos en la lengua, ¿eh?
    —No, señor. De pequeño hice muchos enjuagues con agua de río.
    —Martha no recibe a nadie, y ya puede marcharse.
    —A mí me recibirá.
    —¿Y por qué está tan seguro?
    —Porque me manda Gleasson.
    —Lo comprobaré.
    —Pues aquí lo esperaré. Si tiene ganas de subir la escalera, es asunto suyo.
    El gordo salió del registro y subió por una corta escalera. Sólo estuvo ausente un par
de minutos. Reapareció con cara de circunstancias y, cuando llegó abajo dijo
resoplando por el esfuerzo realizado:
    —La señorita dice que puede subir. Habitación cuatro.
    —Se podía haber ahorrado el trabajo —le sonrió Kenneth.
    Subió la escalera y golpeó en la puerta número cuatro.
    —Adelante.
    Entró en la habitación y, a pesar de que estaba preparado para ver una muchacha
sensacional por el informe del herrero, se dijo que éste se había quedado corto. La
rubia platino estaba de pie, junto a la ventana y por ello su perfil se notaba más,
debido al contraluz. Era un perfil impresionante, debido a la altura y a los descensos
que se prodigaban en su anatomía, justo donde se debían prodigar.
    —¿Quién es usted? —preguntó ella después que le concedió un minuto para el
examen.
    —Kenneth Loder, y me manda Gleasson.
    —¿Dónde está él?
    —Viajando.
    —Todo esto es muy raro. Yo no lo he visto a usted en mi vida, y Gleasson me
informó que vendría personalmente. Ya debería estar aquí. ¿Por casualidad iba usted
en ese tren, en el que acaba de llegar?
    —Seguro.
    —¿Qué pasó, Loder?
    —Gleasson se fue al otro mundo.
    La hermosa rubia platino hizo un hociquín de asombro.
    —Usted dijo que estaba viajando.
    —¿Y no acerté?
    —Un chistoso, ¿eh?
    —No hay chiste, Martha. Gleasson y los dos hombres que lo acompañaban ya no
existen. Recibieron mucho plomo, y ninguno de ellos lo pudo soportar.
    La rubia platino abrió más sus magníficos ojos.
    —¿Y lo dice con esa tranquilidad? Ya sé, está mintiendo.
    —No, no te miento —la tuteó él—. Y la razón es muy sencilla. Yo soy el tipo que les
recetó el plomo. Gleasson y sus dos compañeros fracasaron al intentar el asalto. Fue
una mala suerte para ellos porque si no llega a ser por mi oposición, a estas horas
Gleasson habría traído aquí un poco más de veinticinco mil dólares...
    Kenneth estaba diciendo aquello para que aquella rubia saltase y ella saltó.
    —¡Maldito seas, pedazo de animal! ¡Te voy a sacar los ojos...!
    Kenneth conocía las mujeres y había clasificado a Martha apenas entró. Pertenecía
al grupo de las más fieras, las que tenían una capa de educación, y que, en cuanto ésta
desaparecía, dejaban al descubierto su naturaleza salvaje.
    Kenneth estaba preparado y atrapó a Martha por las dos muñecas, pero había
llevado tanto impulso que los dos cayeron en el suelo. Dieron un par de vueltas y al fin
se detuvieron, quedando Kenneth encima.
    —Nena, te conviene cambiar de bando.
    Ella parpadeó.
    —¿Quieres decir que vas a pegar tú el asalto?
    —No, cariño. Yo trabajo para la compañía.
    —¡Puerco! —gritó ella y le pegó un rodillazo y de nuevo se pusieron a rodar.
    Otra vez Loder la inmovilizó en el suelo.
    —Martha, me ofrecen el diez por ciento del dinero que recupere y estoy dispuesto a
repartirlo contigo si me ayudas...
    —Te va a ayudar tu tía.
    —No seas tonta. Gleasson y los demás probaron que el negocio de los asaltos al
ferrocarril se arruinó.
    —Acabarán contigo y otra vez volverá a ser próspero.
    —Sólo quiero que me digas quién es el jefe de la banda, cuántos miembros la
componen, sus nombres...
    Una voz ronca dijo:
    —Yo se lo voy a decir, Loder.
    Kenneth miró hacia la puerta y vio al herrero Buddy Kruger con un revólver en la
zurda.
    La rubia platino rió.
    —Te creías muy listo, ¿eh, Loder?
    —Sí, y ahora descubro que soy tonto.
    —Levántate y apártate de ella —le ordenó el herrero.
    —Eh, Buddy —repuso Kenneth, mientras se levantaba—, ¿por qué te metes en esto?
Deberías estar pegando martillazos.
    —Cada uno defiende lo que es suyo.
    —No te voy a quitar tu herrería, Buddy. Estoy seguro de que Martha me considerará
su tipo. ¿Por qué no sales? La prefiero a ella.
    —Buddy —dijo Martha—, Loder ha dicho que fue él quien mató a Gleasson.
    —Es cierto. Vi pasar al funerario y le hice preguntas. Se iba a hacer cargo de los tres
cadáveres que hay en el vagón-correo. Alguien impidió un asalto, un camarero llamado
Kenneth Loder.
    —¿Un camarero? —repitió la rubia platino.
    Kenneth se miró los pies con aire de modestia.
    —En mis horas libres me dedico a impedir los robos.
    —¡Ya no vas a impedir ninguno! —amenazó Kruger.
    —¿Por qué no eres más sensato, Buddy? Le estaba diciendo a Martha que vuestro
negocio está más podrido que una manzana llena de gusanos. Las personas
inteligentes saben cuándo han perdido... Por eso la estaba invitando a que hiciese la
confesión.
    —¡Yo te voy a hacer la confesión!
    —Estupendo, Buddy.
    —Mataste a tres, pero todavía quedan en el tren otros tres, y ellos se ocuparán de
hacerse cargo del dinero... Y está también el jefe.
    —¿Viaja en el tren?
    —Claro que viaja en el tren, y él está muy furioso contigo por haberle estropeado el
mayor asunto que se nos presentó hasta ahora... El jefe lo ha pensado todo con la
cabeza, como se debe pensar. Nada habría fallado de no ser porque tú lo impediste.
    —Con los bocadillos de queso.
    —¿Eh?
    —Quiero decir que los empleados del vagón-correo me pidieron bocadillos de queso
y entonces yo los puse en una bandeja y fui a llevárselos...
    Kenneth saltó en el aire pensando que Buddy ya estaba maduro para intentar el
saque.
    Casi se equivocó porque el herrero se puso a mandar plomo, y Kenneth sólo se libró
gracias a su gran salto.
    Mientras iba por el aire estaba gatilleando.
    El herrero falló sus dos disparos, pero Loder no falló el suyo.
    Kruger recibió el impacto entre los dos ojos y su cabeza se convirtió en algo
demasiado horrible para ser descrito. Cayó junto a la puerta.
    La rubia platino soltó un gritito.
    —Martha, prepárate a soltar carrete o hay plomo para ti también.
    —¿Te atreverías a matarme?
    —El tren sólo se detiene aquí media hora y está a punto de pasar el tiempo. Tengo
que regresar para seguir sirviendo comidas.

 
     
    CAPITULO IX
     
    —No sé nada —dijo la rubia platino.
    —Inténtalo de nuevo, preciosa.
    —Te juro que no sé nada. Quiero decir que no conozco a los demás. Gleasson era mi
novio. Nos íbamos a casar. Le pregunté por la pandilla, pero nunca me informó de
nada. Yo debía esperarlo aquí. Ni siquiera sabía que el herrero formaba parte del
grupo. Palabra que te digo la verdad.
    —¿Quiénes el jefe?
    —No lo sé. Te juro que no te puedo ayudar.
    —Como no sé si me dices la verdad, coge tu maleta.
    —¿Para qué?
    —Vas a viajar.
    —¿En el tren?
    —Claro. En el tren.
    —¡Yo no quiero ir a ninguna parte!
    —Tú no hablaste, pero Buddy lo hizo. Según él, en el tren viajan los otros tres
miembros de la banda y el jefe. Sería una lástima que faltases tú, la novia del difunto
James Gleasson... Vamos, rápido.
    La joven se humedeció los labios con la lengua.
    —Después de todo, has dicho que podría cambiar de bando.
    —Sí.
    —Y puedo trabajar para ti y me darás la mitad de lo que consigas —la bella sonrió—.
Caramba, no está nada mal, y serviría a la justicia.
    —Sí, nena. A la mismísima justicia.
    —Ellos deben conocerme porque fui con James a muchas partes.
    —Y terminarán por darse a conocer. Si eso llega a ocurrir, debes avisarme en
seguida.
    —Desde luego, Kenneth.
    La joven abrió un viejo armario y sacó una maleta que puso en la cama.
    En aquel momento llamaron a la puerta y Kenneth apuntó con el revólver hacia allí.
    —¿Quién es?
    —El señor Fuller, el gerente... Oí un estampido. ¿Pasa algo?
    —Nada, señor Fuller.
    —¿Por qué no contesta la señorita Sleeper?
    La rubia platino se apresuró a responder:
    —Señor Fuller, todo está en orden.
    —De acuerdo. Ya me voy.
    Los pasos del gerente se alejaron por la escalera.
    Martha metió en la maleta un poco de ropa y la cerró.
    Salieron de la habitación. El gerente ya estaba abajo, detrás del registro, pero no
estaba solo. Había un hombre sentado en un sillón, con un revólver en la mano, y que
exhibía una estrella en el pecho.
    —Párense ahí —ordenó el hombre de la estrella.
    Martha y Kenneth obedecieron y entonces, el marshal de Dove Creek dijo mirando al
encargado:
    —Fueron tres disparos, ¿verdad, Fuller?
    —Sí, marshal Leming. Ni uno más ni uno menos. Tengo buen oído. Fueron casi
simultáneos, pero fueron tres.
    —Como las hijas de Elena —repuso Kenneth.
    El marshal lo miró con aire de cansancio.
    —El señor Fuller dice que, hace un rato, el herrero subió a la habitación de la
señorita Sleeper. Y como ustedes son dos y ella lleva una maleta, es fácil adivinar que
en la habitación número cuatro de este hotel hay un cadáver.
    —Caramba, marshal, usted sabe sacar buenas conclusiones.
    —No me felicite, muchacho. Soy un hombre al que le gusta el cargo y, de vez en
cuando, leo algún libro que habla del crimen y de cómo atrapar a los criminales...
    — Marshal, yo soy un tipo como usted.
    —No me diga.
    —Me llamo Kenneth Loder y soy el camarero héroe.
    El marshal abrió la boca.
    —¿Se refiere al tipo que impidió el asalto en el tren?
    —Dio en la diana.
    —Estupendo. También lo detengo por eso.
    —¿Por impedir un asalto?
    —Por llenarme la ciudad de cadáveres. Nos entregaron tres a la llegada del convoy y
ahora agregó uno extra.
    —Oiga, marshal, yo tengo que salir en ese tren.
    —Ordené que no saldría hasta que yo tuviese un rato de conversación con usted.
    —No irá a detenerme por haber impedido un asalto...
    En aquel momento entró en el hotel un personaje que Loder conocía bien. El
senador Mac Donald, el presidente de la compañía de ferrocarril.
    —Hola, marshal, hola, Loder—dijo.
    —¿De dónde sale usted, señor Mac Donald? —preguntó Kenneth.
    —Del tren, naturalmente.
    —No sabía que venía con nosotros.
    —Decidí no perderme este viaje. Sólo lo sabía Kolkor, pero le ordené que guardase
silencio. Deje libre a Loder, marshal. Sólo cumplió mis órdenes.
    —Pero mató en este hotel a Buddy Kruger, el herrero.
    —Estaba en combinación con los salteadores —repuso Kenneth— y, si no lo cree,
aquí está la señorita Sleeper para aclarar las cosas.
    La hermosa rubia platino se humedeció los labios con la lengua.
    —El señor Loder fue quien mató a Buddy en legítima defensa. Fue el herrero quien
iba a liquidarlo a él. Buddy pertenecía a la banda de ladrones...
    El senador Mac Donald intervino:
    —¿Algo más, marshal?
    El hombre de la estrella cabeceó:
    —No, señor Mac Donald. Pero mi deber era investigar.
    —Gracias por todo, marshal. ¿Nos podemos ir?
    —Claro, senador. Están libres de toda sospecha.
    Mac Donald, Kenneth y la rubia platino salieron del hotel encaminándose hacia la
estación.
    —Señor Mac Donald —dijo Kenneth—, Martha Sleeper sólo conocía a uno de los
salteadores, James Gleasson, pero viene conmigo porque tengo la esperanza de que se
le acerque el jefe de la pandilla o el resto de los salteadores que siguen viajando en
nuestro tren.
    —Estupendo, señorita Sleeper. Si usted quiere colaborar con nosotros, será
debidamente recompensada —el senador dejó resbalar su mirada por el bello rostro
de Martha y un par de palmos más abajo.
    —Es usted un encanto, senador —dijo Martha abanicando las pestañas.
    Llegados a la estación, Kenneth vio que estaban enganchando un vagón muy lujoso.
Mac Donald explicó:
    —Decidí prescindir del incógnito, puesto que con el fracaso del asalto se habría
acabado el peligro. Ya no me puedo volver atrás. Así que viajaré en este vagón
destinado a los jefes de la compañía... Señorita Sleeper, espero que me haga una visita
de vez en cuando. Naturalmente, para darme algún informe... Me gustaría que viajase
conmigo, pero usted debe exhibirse porque es nuestro cebo para los salteadores.
    —No se preocupe, señor Mac Donald. Comprendo su razón, pero en cuanto tenga
algo que informarle, me pasaré por su vagón.
    El senador soltó un carraspeo porque la forma en que hablaba Martha le turbó un
poco. Luego se dirigió a Loder.
    —Hasta ahora lo ha hecho muy bien, Kenneth.
    —Gracias, señor Mac Donald.
    —Siga así y se ganará los mil dólares.
    —Y el diez por ciento de lo que se recupere.
    —¿Cree de verdad que se recuperará algo, señor Loder?
    —Tengo esa esperanza.
    —Ojalá obtenga un éxito completo —asintió Mac Donald y, tras saludar a Martha
llevándose la mano al sombrero, se dirigió hacia el vagón que habían terminado de
enganchar.
    —Eh, nena —habló Kenneth a Martha—, yo he visto que le echaste el ojo al senador
Millones. ¿Por qué no lo dejas en paz? Es muy viejecito y sería mejor que te dedicases
a ayudarme si quieres sacar provecho de este viaje.
    —Una puede hacer muchas cosas al mismo tiempo. Tú me gustas más que el
senador Millones, pero ya sabes lo que es la vida... La juventud pasa, la belleza se
agota, y el día menos pensado estaré también convertida en una viejecita. ¿No tengo
derecho a prepararme un ataúd de lujo?
    —Lo malo es que el que busca un ataúd de pedrería, acaba por estar encerrado en
uno de pino.
    —No seas tan pesimista, querido —Martha le puso una mano en los hombros y lo
besó suavemente en los labios.
    Luego la joven echó a andar con su maleta y subió al tren, aunque no había
comprado el billete.
    Los ojos de Kenneth Loder se encontraron con los de Alice, quien estaba en
compañía de Frederick Fenton. Este hablaba, pero la joven parecía no hacerle ningún
caso. Kenneth llegó a la conclusión de que eso se debía a que había visto cómo la rubia
platino lo besaba. Las pupilas de Alice despedían chispas de furia. Estaba celosa. Tal
descubrimiento hizo sonreír a Loder y la joven levantó otra vez la barbilla con altivez y
dedicó su atención al abogado.
    En aquel momento, el jefe de estación hizo sonar la campana y la máquina silbó tres
veces anunciando la salida.

CAPITULO X
     
    Kolkor le dio un papel a Kenneth Loder.
    —¿Qué es esto, jefe?
    —El vagón de las literas. Están todas ocupadas. Si algún viajero quiere dormir, le
dices que llegó demasiado tarde.
    —¿Y por qué no ponen más literas?
    —Porque un vagón de esa clase cuesta mucho dinero.
    —¿Y no ganan bastante para dar mejor servicio?
    —Loder, yo no soy el jefe de la compañía. Sólo un empleado. Además estamos
todavía en período de ensayo.
    —He leído que algunos trenes, en el Este, llevan coche-cama.
    —También los tendremos aquí, muchacho, pero llevamos un poco de retraso.
    Kolkor terminó aquel diálogo y salió del vagón-restaurante. Quería inspeccionar el
vagón de las literas donde todavía no había nadie. Se movieron unas cortinillas y una
voz dijo:
    —Kolkor...
    —Jefe, ¿está ahí?
    —Sí. Quería hablar contigo. Todo está saliendo mal.
    —No es culpa mía, jefe.
    —Sois una pandilla de estúpidos... Llegó un camarero y lo estropeó todo. Hemos
perdido nada menos que 25.333 dólares.
    —Jefe, no soy el responsable. Ese camarero resultó un entrometido.
    —Ya va a dejar de entrometerse.
    —¿Qué quiere decir?
    —Que dos muchachos se van a ocupar de él.
    —Esa es una noticia muy buena, jefe... Kenneth Loder me cae gordo. Se ha hecho el
valentón desde que, por casualidad, se cargó a tres
    de nuestros muchachos. La verdad es que pensé que usted había desistido de pegar
el asalto.
    —No voy a desistir. Ese dinero va a ser nuestro antes de que lleguemos a Harrisburg.
Pero ahora lo importante es que quitemos del medio a Kenneth Loder. Ese camarero
no volverá a ver la luz del día. Te lo prometo, Kolkor. Y ahora márchate.
    —Sí, jefe.
     
    * * *
    Frederick Fenton se despidió de Alice ante la litera que correspondía a la joven.
    —Dulces sueños, querida —dijo con voz engolada—. Ya sabes que mi litera es la del
fondo. Si necesitas alguna cosa, sólo tienes que llamar.
    —No creo que necesite nada.
    Frederick dio un suspiro.
    —Espero que sea una noche tranquila.
    —Yo también.
    En aquel momento apareció Kenneth Loder y en el rostro de Fenton se dibujó una
mueca de terror.
    —¿Qué hace aquí? ¿No está encargado del vagón restaurante?
    —Me encargaron también del vagón-litera... Señorita Parker, ¿necesita un
almohadón?
    —¡Ya tiene almohadón! —chilló Frederick.
    —Le pregunté a ella.
    La joven respondió:
    —Es usted muy amable, señor Loder, pero no necesito nada.
    —¡Ya lo oyó! ¡Nada! —repitió Fenton.
    —¿Y usted, señor Fenton? ¿Quizás está acostumbrado a beber un vaso de leche?
    —¿Por qué supone que estoy acostumbrado a beber un vaso de leche?
    —Porque los tipos como usted son muy morigerados y beben leche antes de irse a la
cama.
    —Frederick —dijo Alice—. Te lo acertó.
    —Muy bien, señor Fenton. Le traeré su vaso de leche —asintió Loder.
    —¡No quiero ningún vaso de leche! —gritó Frederick.
    —¿Cree que nuestra leche es mala?
    —No sé si es buena o mala, pero no quiero leche. ¿Comprende? ¡No quiero leche!
    —Le aseguro que es de vaca, y para demostrárselo me llevo ahora mismo a la
señorita Parker...
    —¡Usted no se lleva a nadie!
    —Sólo quería demostrarle que era de vaca auténtica. La llevamos en el vagón de los
animales.
    —¡Basta de vaca! ¡Basta de animales...! ¡Señor Loder, queremos dormir!
    Fenton gritó tanto que varias cortinas se abrieron.
    La esposa del fabricante de fajas, gritó:
    —Señor Loder, ¿qué es lo que pasa ahí fuera? ¿Por qué hay tanto jaleo?
    —Por una vaca.
    —¿Quiere decir que se perdió una vaca y la están buscando?
    —No. La vaca sigue en el tren.
    La señora King, que llevaba la cabeza cubierta de bigudíes, gritó:
    —¡Robert! ¡Robert!
    Se abrió la cortina de abajo y Robert King se dejó ver.
    —¿Qué pasa, amor mío?
    —¡Ese camarero me ha llamado vaca!
    —Señor Loder, no tiene derecho a llamarle eso. ¿Es que no le vio es aspecto de
persona?
    —¡Robert, no sigas defendiéndome! —exclamó la señora King—, ¡Te lo prohíbo...! ¡Y
usted, señor Loder, mañana mismo, en cuanto amanezca, presentaré una reclamación
contra usted!
    —Gracias, señora King.
    —¿Por qué me da las gracias?
    —Por eso, por contentarse con hacer una sola reclamación.
    —Es usted muy optimista. Ya veremos de aquí a entonces cuántas reclamaciones
presento contra usted.
    La señora King cerró la cortinilla y su esposo también se escondió en la litera.
    Alice Parker cogió por el brazo a Frederick antes de que éste protestase de nuevo.
    —Frederick, será mejor que nos acostemos.
    —Sí, querida —dijo Frederick.
    —Eh, señor Fenton, no se haga ilusiones —repuso Loder—. Ustedes tienen que
acostarse separados porque no están casados. El reglamento no permite esas cosas.
    El rostro de Fenton se puso verde.
    —¡Loder, ahora sí que se la ganó!
    Le tiró el puño a la cara, pero Kenneth se desvió y Frederick Fenton golpeó en uno
de lo barrotes de la litera.
    Se puso a saltar, mientras gritaba:
    —¡Mis nudillos! ¡Mis nudillos...! ¡Me los ha roto...!
    —Eh, señor Fenton, no debió intentar pegarme... Eso está muy feo.
    Otra vez se abrieron las cortinillas y varios pasajeros se pusieron a protestar.
    —Señor Loder —dijo Alice—, ¿por qué no se da una vuelta por otro lado? Regrese
en quince minutos y este vagón de literas estará como una balsa de aceite.
    —Muy bien, señorita Parker. Si usted lo dice, trato hecho.
    Loder salió de aquel vagón y se detuvo en la plataforma. Sacó un cigarrillo del
bolsillo y lo encendió.
    Del otro vagón salió Martha Sleeper.
    —Kenneth —dijo la rubia platino—, han preguntado por ti en el vagón-restaurante.
    —¿Quién?
    —Están jugando una partida de póquer.
    —Ah, sí, lo había olvidado. Voy para allá... A propósito, Martha, te has quedado sin
litera.
    —Iré a charlar un poco con el senador Millones.
    —Hasta ahora no me diste ninguna noticia acerca de los de la pandilla.
    —Nadie ha intentado establecer contacto conmigo. Me he paseado de un lado a
otro para que me viesen bien. ¿Crees que no me habrán notado?
    —A ti se te notaría en una noche de ventisca, nena.
    Martha lo besó en los labios.
    —Eso como premio, granuja.
    Kenneth oyó una exclamación a su espalda. Era Alice.
    —¿Que quería, señorita Parker? —inquirió Loder.
    —Hacerle una pregunta, pero ya no hace falta.
    La rubia platina soltó una risa y se marchó hacia el vagón donde viajaba el senador
Mac Donald.
    Alice también se fue a retirar, pero Kenneth se lo impidió cogiéndola del brazo.
    —Hable, Alice, ¿qué desea?
    —Es la segunda vez que lo veo.
    —¿Qué es lo que ve?
    —No se haga el tonto. Sabe perfectamente a qué me refiero.
    —Oh, sí, a la rubia platino.
    —Y a los besos. Se besaron en la estación y otra vez se estaban besando ahora.
    —Sólo eran besos de agradecimiento.
    —¿Y qué es lo que le tiene que agradecer ella?
    —Su novio murió.
    —¿Espera que me crea eso?
    —¿No se enteró de que maté a tres hombres en el vagón-correo?
    —Claro que me enteré.
    —Uno de ellos era el prometido de Martha.
    —Pues debería estar muy triste.
    —Martha es de las que practican el lema: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo...»
Pero todavía no me ha dicho lo que quería de mí, Alice.
    —El otro almohadón.
    —Oh, sí, en seguida se lo doy.
    Kenneth abrió un compartimiento por encima de su cabeza, en la misma plataforma,
donde había algunos almohadones. Sacó uno de ellos y, al alargarlo a Alice hizo como
que tropezaba y se abrazó a la joven.
    Ella perdió el equilibrio y él la estrechó más fuerte contra sí.
    —Caramba, estos trenes todavía no andan muy seguros por la vía —dijo la joven.
    —Tienes razón, Alice. No son nada seguros. Pero resulta magnífico que sean así.
    —¿Por qué?
    —Por los resultados —dijo Kenneth, y aplastó su boca en contra la de ella.
    Alice apartó su cabeza al cabo de un rato.
    —Kenneth, es horrible...
    —Bueno, nena. A ver qué te parece éste —repuso Loder, y la volvió a besar.
    Pasaron otros treinta segundos y ella dijo:
    —No me refería al beso, sino a mi situación... Estoy prometida a Frederick Fenton.
    —Lo importante es que no estás casada con él.
    —Pero nos vamos a casar.
    —Eso no ocurrirá nunca, Alice.
    —¿Por qué no?
    —Porque te vas a casar conmigo.
    —Oh, Kenneth, ¿es eso cierto?
    —¿Dónde está tu padre?
    —¿Para qué?
    —Para pedirle tu mano.
    —Oh, no, no le puedes pedir mi mano...
    —Bueno haré un pedido de toda la mercancía...
    —Kenneth, ¿por qué no eres formal? Me refiero a que, cuando mi padre sepa que
quiero cambiar un abogado de la compañía del ferrocarril por un camarero de la
compañía del ferrocarril, querrá encerrarme en un manicomio...
    —También casan en los manicomios.
    Ella dio una patadita en el suelo.
    —¿Lo ves, Kenneth? Sigues sin ser formal.
    —Escucha, nena. Tengo un asunto entre manos que me va a permitir
independizarme. Será mi último viaje como camarero. Quiero decir que, en Harrisburg,
voy a dejar de ser mozo del restaurante. No voy a tener plata para comprarte una
plantación de algodón. Pero, entre nosotros, no me interesa esa clase de trabajo. Para
cultivar algodón se necesitan negros y yo soy un hombre con sentimientos. ¿Qué te
parece esto, Alice? Nos casaremos y nos iremos a San Francisco... Es una ciudad que
está creciendo día a día, y allí hay oportunidades para todos...
    —Mi padre no querrá que me vaya tan lejos.
    —Tu padre tendrá que acostumbrarse a la idea de que tienes totalmente el derecho
a crear una familia, a tener hijos, aunque sea en Hong Kong...
    —Qué maravilloso...
    Kenneth la volvió a besar.
    De pronto ella se apartó nuevamente.
    —Nos hemos olvidado otra vez de Frederick. ¿Cómo voy a arreglar eso?
    —Déjalo. Es cuenta mía.
    —Oh, no. Ya estoy viendo tu plan. Aprovechando la noche, serías capaz de perderlo
por el camino...
    Loder se echó a reír.
    —No, Alice, te prometo que no lo arrojaré del tren. Y ahora, vete a dormir tranquila.
    Le dio otro beso y Alice desapareció.
    Entonces, Kenneth se dio cuenta de que la joven no se había llevado el almohadón
por el que había ido allí.
    Dio un suspiro y pasó a dejarlo otra vez en el compartimiento de arriba.
    Luego se encaminó al vagón-restaurante, en donde los dos tahúres estaban
ventilando la partida de póquer.

CAPITULO XI
     
    Rudy Wilson y Brian Ruggles habían empezado ya la partida con otros dos
compañeros. Rudy los presentó a Kenneth. Uno era Lionel Boland, agente de forrajes
de Harrisburg y el otro Basil Foster, representante de ferretería que viajaba de un lado
a otro.
    —Estoy en la racha —dijo el rubio Wilson—. Será mejor que no te metas conmigo,
Loder.
    —Siempre me ha gustado enfrentarme con el ganador...
    Kenneth inició el juego perdiendo cinco dólares, pero luego hizo una buena jugada
con una escalera máxima y se llevó doce dólares porque enganchó a Lionel Boland con
un trío de ases.
    Le tocaba repartir las cartas a Ruggles.
    Kenneth se vio con una doble pareja de reyes y reinas y abrió con un dólar. Todos
fueron a la jugada poniendo el dólar, pero Brian Ruggles dijo:
    —Yo lo voy a subir a tres dólares.
    También fueron a la jugada Rudy Wilson y Basil Foster, pero no Lionel Boland porque
ya perdía demasiado.
    Kenneth pidió una carta y al pintarla descubrió que era un rey. Tenía un full.
    Brian Ruggles pidió tres cartas, Basil Foster una y Rudy Wilson pidió dos.
    —Subo cinco dólares más —dijo Loder.
    Brian Ruggles consultó sus naipes.
    —No puedo —y se retiró.
    Basil Foster esbozó una sonrisa y agregó los cinco dólares.
    Rudy Wilson pintó los dos naipes que había pedido y se quedó muy serio.
    —Parece que lograste algo gordo, ¿eh, Kenneth?
    —Creo que no está nada mal.
    —Vamos a ver si es verdad. Yo pongo esos cinco dólares y quince dólares más.
    —¿Tanto?
    —Y a te lo advertí. Es mi racha.
    —Si subes tanto, deberías tener póquer.
    —Quizá, pero eso sólo lo sabrás poniendo quince dólares más.
    —Los voy a poner.
    —¿Y usted, señor Foster?
    —Y a tengo bastante con lo que perdí —dijo el representante de ferretería y abatió
sus cartas abandonando la jugada.
    De esa forma sólo quedaron enfrentados Rudy Wilson y Kenneth Loder.
    —¿Qué tiene, Wilson? —preguntó Kenneth.
    —Un póquer.
    —Si es un póquer gana, porque yo sólo tengo un full.
    —Es un póquer.
    —Todavía no ha enseñado las cartas.
    —Eres un hombre de poca fe, ¿eh?
    —Lo soy tratándose del juego.
    —Pues míralo con sus propios ojos —dijo Wilson y mostró un póquer de nueves.
    Soltó una risita y alargó la mano para coger el dinero, pero Kenneth se la inmovilizó.
    —¿Qué te pasa, Loder?
    —En la baraja hay cinco nueves.
    —¿Cómo?
    —Yo he tirado un nueve y tú me enseñas cuatro. Que yo sepa, de cada figura de la
baraja sólo hay cuatro palos. Por lo tanto, uno de los nueves tiene que estar repetido.
    —No me gusta que me llamen tramposo.
    —Quizá se debió a una equivocación.
    —¡Repito que nadie me llama tramposo! Brian y yo somos jugadores, pero
honrados... Y tenemos una fórmula para acabar con los tipos que no saben perder.
    —¿De veras? ¿Y cómo acaban?
    —Con plomo —dijo Rudy Wilson.
    Kenneth se dio cuenta de que se encontraba en una mala posición porque sujetaba
el brazo de Rudy Wilson, mientras Brian Ruggles estaba completamente libre, y
comprendió que Ruggles iba a sacar. Sólo podía hacer una cosa, y lo hizo, golpear la
mesa con la rodilla lanzándola sobre Rudy. Luego se dejó caer en el suelo.
    Brian había perdido el equilibrio, pero tenía ya el revólver en la mano, y ahora
estaba sacando Rudy, que había saltado a tiempo para no ser alcanzado por la mesa.
    El que seguía estando en condiciones menos ventajosas era Loder, pero se probó
que era el más hábil con el revólver, porque en unos segundos lo tuvo en su diestra
vomitando lenguas de fuego.
    Rudy se estrelló contra la pared, abrió mucho los ojos y se desplomó al momento.
    Brian logró hacer un disparo que abrasó superficialmente el cuello de Loder, y luego,
el camarero le mandó la respuesta. Una bala en el corazón.
    Los otros dos jugadores que no tenían nada que ver con aquello estaban blancos
como la pared. Uno de ellos, Lionel Boland, fue a parar en el suelo, pero el otro, Basil
Foster, logró quedarse en pie, y exclamó:
    —Ha matado a los dos, Loder.
    —Es lo que iban a hacer conmigo.
    —Pero todavía no se probó que hicieran trampas.
    Kenneth señaló el naipe boca abajo del que se había descartado antes de hacer el
full.
    —Levante esa carta, señor Foster.
    Basil la puso boca arriba.
    —¡Un nueve! —exclamó.
    —Nunca miento, señor Foster. Rudy Wilson agregó un nueve, el de trébol, y lo sacó
de la manga.
    Kolkor se precipitó en el vagón-restaurante y frenó a punto de caerse.
    —¡Dios mío, otros dos cadáveres! ¿Quién disparó?
    —Yo, jefe.
    —Kenneth, esta vez no mataste a esos dos hombres por impedir un asalto. Quedas
detenido.
    —¿Por qué no se informa primero?
    —¿De qué tengo que informarme?
    —Estos dos hombres intentaron liquidarme. Estaban haciendo trampas en el póquer
y los descubrí. En lugar de llegar a un entendimiento, trataron de sacar el revólver, y si
no me cree, aquí tiene a dos testigos. Interróguelos.
    Kolkor preguntó a Basil Foster y a Lionel Boland. Los dos dijeron lo mismo,
ateniéndose a lo ocurrido.
    El jefe de tren sacó un pañuelo con el que se enjugó el fuerte sudor de la cara.
    —Kenneth, ¿por qué para variar no duerme?
    —Eso iba a hacer —repuso Loder—. Pero antes tengo que retirar mis ganancias.
    Guardó el dinero que le había correspondido en aquella partida y salió del comedor.
     
    * * *
    Kolkor entró en el vagón de los equipajes. Estaba a oscuras y una voz dijo:
    —¿Qué pasó, Kolkor?
    —Lo peor para nosotros, jefe.
    —Explícate.
    —Kenneth Loder se cargó a los dos que lo debían matar.
    —Ese tipo está demostrando ser peligroso.
    —Jefe, ha dejado la pandilla en cuatro.
    —No seas estúpido, Kolkor. Esos dos tahúres no formaban parte de la pandilla.
    —Yo creí que sí, y que Kenneth no había dejado a nadie vivo excepto a nosotros dos.
    —No quise correr un riesgo inútil con nuestros muchachos, porque ellos son
necesarios para pegar el asalto. Por eso contraté a los tahúres. Les había prometido
cien dólares por cabeza si liquidaban a Loder. Pero ahora comprendo que cometí un
error. Esos jugadores profesionales se confían demasiado. Buscaron la excusa de
siempre. Hicieron una trampa clara para sacar de sus casillas a Kenneth Loder, pero no
tuvieron en cuenta que tenían que haberlo matado sin enfrentarse con un tipo más
habilidoso que ellos con el revólver. Les advertí que no hiciesen ninguna concesión a
Loder, pero ellos perdieron mucho más que nosotros, puesto que se fueron al otro
mundo.
    —¿Qué vamos a hacer ahora, jefe?
    —Continuaremos con el plan adelante. El asalto tendrá lugar antes de que lleguemos
a Harrisburg.
    —Pero ¿y Kenneth Loder?
    —Yo me ocuparé de él.
    —¿Usted personalmente?
    —Sí, yo personalmente. Está visto que no puedo delegar a nadie... Y ahora, lárgate.
    —Sí, señor. Ya me voy, pero esto no me gusta nada...
    —No pregunté tu opinión, Kolkor.
    —Suponga que descubren el pastel. Yo sufriría una grave condena. Tenga en cuenta
que me considerarían como un salteador y mi responsabilidad se vería aumentada por
ser un funcionario de la compañía. He abusado de su confianza.
    —Kolkor, no me gusta que nadie se ablande. Te elegí para esto y estuviste satisfecho
al principio.
    —Le di la información precisa pero hasta ahora no he sido jefe del tren en que se
cometió el asalto. Nunca hubo muertos y ahora están pasando muchas cosas por culpa
de Kenneth Loder. Es el hombre que debieron eliminar desde el principio y todo habría
salido bien.
    —¿Ya terminaste con las recriminaciones, Kolkor?
    —Sí, señor, y perdone, pero es que estoy un poco atemorizado.
    —No tienes que preocuparte. He dicho que desde ahora tomaré sobre mis hombros
la responsabilidad de libraros de Loder.
    —Espero que tenga éxito.
    —Está absolutamente asegurado, Kolkor. Conozco bien el lado débil de Kenneth
Loder.
    —¿A qué lado débil se refiere?
    —A las mujeres.
    —Imagino que se trata de alguna en particular.
    —Sí, Kolkor, hay una mujer que viaja en este tren y por la que Loder ha perdido el
sentido. Admito que debí considerarlo antes de echar mano a los sucios tahúres, pero
todavía estamos a tiempo de rectificar. Puedes estar tranquilo. Pronto todo habrá
terminado, y nosotros tendremos un hermoso botín de 25.333 dólares. Kenneth Loder
ha liquidado a tres de nuestros mejores hombres y a dos asesinos contratados. Sí, ha
acabado con muchos y ha convertido el tren en un cementerio. Eso me recuerda el
cementerio de mi pueblo. El sepulturero le puso un nombre muy bonito: «Aquí acaban
los hombres», y este tren se ha convertido también en un camposanto. Aquí también
va a acabar Kenneth Loder. Te lo juro, Kolkor.

 
     
    CAPITULO XII
     
    —Kenneth —dijo Kolkor—, el señor Mac Donald quiere que le lleves una botella de
whisky. Se le acabaron las existencias.
    —¿Quién de los dos bebe?
    —¿Cómo?
    —Me refiero a la rubia platino.
    —Está prohibido censurar a los jefes de la compañía, y el senador Mac Donald es el
más alto de todos. Llévale la botella de whisky y ahórrate los comentarios.
    —¿Es que no tengo derecho a dormir?
    Kolkor se mojó los labios con la lengua pensando en que Kenneth hubiese conciliado
un profundo sueño. Sería el mejor momento para rebanarle la nuez. Pero recordó que
eso no era cosa suya. El jefe se iba a encargar de aquel aguafiestas.
    Kenneth puso la botella de whisky en la bandeja y se dirigió al vagón especial en que
viajaba el presidente de la compañía del ferrocarril.
    Llamó una sola vez a la puerta y no esperó a que le autorizasen la entrada.
    Pasó al interior cerrando los ojos.
    —Señor Mac Donald, si hay algo que no pueda ver, me lo dice y le entregaré la
botella a tientas.
    La respuesta fue una carcajada de la rubia platino.
    —Eh, senador, ¿por qué elige a sus empleados tan graciosos?
    Loder abrió los ojos y vio que el senador estaba en pie, mientras que Martha se
encontraba tendida en un diván, fumando un cigarrillo.
    Mac Donald carraspeó.
    —Me he permitido invitar a la señorita Sleeper a mi vagón, puesto que se quedó sin
litera.
    —Usted es un alma caritativa, senador.
    —Uno debe de preocuparse por los contribuyentes si quiere mantener el cargo
político.
    —Sabias palabras, señor Mac Donald, pero no me sirven. No pienso ser nunca
senador.
    —Kenneth, ¿quiere hacer compañía a Martha, mientras yo tomo un baño?
    —Es usted un hombre muy aseado, señor Mac Donald.
    —Han sido famosas mis campañas de limpieza en todo el estado. En Austin, una vez
me salieron a recibir a la estación con docenas de pancartas, y en todas ellas decían:
«Abajo los estercoleros. Contamos contigo, senador.»
    —Me imagino que no sería una indirecta.
    —Kenneth, ¿qué clase de intención hay en sus palabras?
    —Ninguna, senador. Sólo se me ocurrió hacer un comentario.
    —Hay ciertos comentarios que no se deben hacer... Y ahora perdónenme los dos,
pero voy a tomar el baño.
    El senador desapareció por una puerta. Apenas ésta se hubo cerrado, Martha saltó
del diván, se dirigió a Kenneth, se colgó de su cuello y lo besó en la boca.
    —Kenneth, ¿por qué eres tan estupendo?
    —Eh, ¿a qué viene esto, nena?
    —¿Qué tiene de malo que me sienta atraída por un hombre como tú?
    —Mira, cariño, yo no creo en el flechazo y menos tratándose de una mujer como tú.
Aquí hay gato encerrado.
    —Eres un tonto por decir esas cosas. Me estás haciendo daño, Kenneth. ¿Es que una
mujer como yo no puede enamorarse de un hombre como tú?
    —Puede, pero sólo ocurre una vez cada cien años.
    —Pues ya llegamos al año bueno —repuso la rubia platino y lo volvió a besar.
    —Nena, ¿quieres aflojar tus brazos de mi cuello?
    —¿Por qué, bonito?
    —Porque estás a punto de ahogarme, y todavía no quiero morir. Me quedan algunas
cosas por hacer...
    —De momento, sólo puedes hacer una cosa.
    —¿Cuál?
    —Amarme, cariño.
    —¿Olvidas dónde estás? Este es el vagón especial del senador Mac Donald y él ha
ido a tomar un baño.
    —Ese hipopótamo tardará por lo menos media hora en regarse todo el pellejo. ¿Te
das cuenta, Kenneth? ¡Media hora para nosotros!
    —Treinta minutos. Mil ochocientos segundos.
    —Casi toda una vida tratándose de ti y de mí.
    Martha se apartó con una sonrisa y cogió un vaso que contenía unos dedos de licor.
Lo acercó a la boca de Kenneth.
    —Necesitas entonarte, ¿verdad, amor?
    —Es posible.
    —Anda, bebe.
    Kenneth cogió el vaso y ella se colgó otra vez de su cuello.
    —Eres único, Kenneth... A partir de ahora lo compartiremos todo.
    —Estupendo. Bebe del vaso.
    —¿Qué?
    —fías dicho que lo vamos a compartir todo y empezaremos a compartir este
whisky...
    —Y o bebí bastante, y queda muy poco para ti.
    Kenneth señaló la botella que había traído en la bandeja.
    —Hay whisky hasta para marear al senador.
    —¿Quieres olvidar de una vez a ese hipopótamo? Ahora estamos tú y yo en este
vagón... Lo demás ya ha dejado de existir... Bebe, querido.
    —Bebe, querida.
    Ella dio una patadita en el suelo.
    —Kenneth, pero qué tozudo eres.
    Loder la cogió por el cuello.
    —Kenneth, ¿qué haces?
    —Te quiero mucho y deseo tenerte lo más cerca posible.
    —¡Es que me estás haciendo daño en el pescuezo!
    —Eres injusta contigo misma al llamar a tu cuello de esa forma, porque es como el
de un cisne.
    —Qué cosas tan bonitas sabes decir, Kenneth.
    Loder le acercó el vaso a la boca.
    —Bebe, querida.
    —¡No!
    —Bebe o te lo hago tragar de golpe.
    Martha desorbitó los ojos.
    —¡No, Kenneth, no quiero!
    —¿Por qué no?
    —Ya te lo he dicho. Bebí mucho.
    —¿Quién te ordenó que pusieses el veneno?
    —¿Cómo?
    —Está envenenado. Por eso no quieres beber.
    —Te equivocas.
    —Muy bien. Si estoy equivocado, te voy a hacer tragar hasta la última gota.
    Kenneth apretó más el cuello de Martha y ella exclamó:
    —¡Es cierto! ¡Hay veneno!
    —Y lo pusiste tú...
    —Me obligaron. ¡Te lo juro, Kenneth! ¡Me obligaron! Me dijeron que, si no lo hacía,
yo moriría antes de que llegásemos a la próxima estación. ¡Y la próxima estación es
Estes Park!
    —Sí, y, según el itinerario marcado, estaremos allí a las siete de la mañana.
    —Yo quiero vivir para cuando lleguemos a Estes Park, a Harrisburg y hasta el
mismísimo Washington.
    —No llegaremos a Washington, porque el final de trayecto es Harrisburg. Y ahora
volvamos al veneno. ¿Quién te dijo que me preparases tan hermosa combinación?
¡Dilo o te troncho el pescuezo!
    —Dijiste que tengo cuello de cisne.
    —Y a es pescuezo, nena, y estoy hablando en serio al hablar de retorcerlo —para
que ella no dudase de sus intenciones, apretó un poco más.
    —¡Recibí una carta amenazadora! Me lo pusieron en el bolso cuando fui al
excusado. Ahora mismo te la enseño.
    —Abrirás el bolso y lo que sacarás de allí será una pistola.
    —Si no te fías de mí, saca tú mismo la carta del bolso. Cógelo, está en el sofá.
    Kenneth dio un empellón a Martha alejándola de sí y cogió el bolso del sofá. Lo abrió
y tardó muy poco tiempo en sacar un papel que estaba escrito con una letra clara:
«Martha, eras la novia de James Gleasson, un hombre que sólo pensó en ti y que
estaba dispuesto a ofrecerte mucho dinero, toda su fortuna. Un sujeto ha echado por
tierra todos tus sueños, Kenneth Loder. En el bolso te hemos dejado un frasquito que
contiene veneno. Debes servirlo a Kenneth Loder de la forma que sea. Tiene que morir
esta noche. Si no lo consigues, serás muerta antes de que el tren haya llegado a Estes
Park. Eso es todo. O muere Kenneth Loder o mueres tú.»
    No había ninguna firma.
    Loder vio el frasquito también en el bolso. Estaba vacío.
    —Un consejo, nena. No vuelvas a leer anónimos.
    —¿Qué vas a hacer?
    —Marcharme y dejarte con el senador.
    —Kenneth, ¿es que no te das cuenta? No te he matado y eso quiere decir que me
matarán a mí.
    —¿Y qué quieres que haga? ¿Que beba el veneno para darte gusto?
    —Estoy aterrorizada, Kenneth... Soy demasiado joven para morir.
    —Sí, y demasiado bella, hermosa, atractiva y seductora...
    —Kenneth, tienes que protegerme...
    —Te protegeré, pero me tienes que ayudar.
    —¿De qué forma?
    —En primer lugar, no salgas de este vagón.
    —Eso va a depender del senador.
    —Eso va a depender de ti, puesto que lo he visto muy interesado en tu personita. Y
puesto que eres tan bella, tan atractiva y tan seductora, echa mano a tus recursos de
gatita para que no te eche al corredor...
    —Prefiero estar contigo.
    —Oye, también tengo que dormir y me dieron cama para uno solo.
    —Dormiré a tus pies.
    —Supón que estás dormida cerca de mí y que entran dos pistoleros y que se ponen a
apretar el gatillo...
    —¡No digas, Kenneth! ¡Me quedo!
    —Eso suponía. Y ahora, adiós.
    —¿Qué le digo al senador cuando salga?
    —Que tuve que marchar porque necesitaban mis servicios urgentes en otra parte.
    —Quiero que me hagas un favor, Kenneth. Date una vuelta de vez en cuando por
aquí.
    —No voy a estar despierto toda la noche, Martha.
    —Tal como están las cosas, debes tener abierto al menos un ojo.
    —Procuraré seguir tu consejo.
    Kenneth salió del vagón especial de Mac Donald y regresó al restaurante.
    Kolkor se puso en pie de un salto mirándolo como un aparecido.
    —¿Qué le pasa, Kolkor?
    El jefe del tren trató de disimular.
    —Creí que alguien lo seguía.
    Kenneth se volvió sacando el revólver, pero no se veía a nadie detrás de él.
    —Señor Kolkor, voy a descansar un rato.
    —Sí, muchacho. Creo que te mereces un buen descanso.
    Kenneth fue al vagón de la cocina, en cuya parte posterior se encontraba su litera y
la de Tom Preston.
    Vio que Tom dormía en la de arriba y se tendió vestido en la de abajo, porque pensó
que debía estar preparado para cualquier emergencia.
    No tardó en dormirse y la última imagen que tuvo en su mente fue la de Alice
Parker, y por eso se durmió con una sonrisa en los labios.
    Sin embargo, despertó en seguida oyendo un campanilleo. Instantáneamente, se
alzó diciendo:
    —¡Primer turno del desayuno!
    Sin embargo, todo estaba a oscuras a su alrededor. Y persistía el sonido de la
campanilla.
    De pronto lo comprendió.
    En aquel vagón había una serpiente de cascabel.
    A eso era debido el campanilleo. Calculó mentalmente la distancia en que se podía
encontrar el ofidio. A menos de dos metros, frente a él. Se quedó rígido. Tenía el
revólver bajo la almohada y justamente sus manos se apoyaban muy lejos.
    El campanilleo se iba haciendo más intenso, pero Tom continuaba durmiendo y
ahora se puso a roncar.
    Deslizó una mano, pero se quedó otra vez quieto al ver brillar dos ojos en la
oscuridad. La serpiente de cascabel se disponía a atacar.
    Sintió que su cuerpo estaba bañado en sudor. No, nunca en su vida había pasado
unos momentos como aquéllos. Al fin, la pandilla de salteadores se iba a salir con la
suya. No habían podido con él echando mano a los pistoleros, al veneno, pero un
simple animal, una serpiente, iba a conseguir el éxito.
    Su mano rozó el revólver y se maldijo por haberlo colocado tan mal, porque estaba
tocando el cañón. No, no podía coger el revólver y arrojarlo sobre la cabeza de la
serpiente. Con eso no lograría nada.
    El campanilleo persistía y los ojos de la serpiente parecían aumentar de tamaño de
segundo en segundo. Su mano dio la vuelta con habilidad al revólver. Por fin tocó la
culata. Apretó el gatillo.
    Aquellos ojos desaparecieron y luego sonó un golpe, cuando el cuerpo del reptil
golpeó contra la pared.
    Kenneth Loder apoyó la cabeza en la almohada pensando que había vuelto a nacer.

 
     
    CAPITULO XIII
     
    Tom Preston despertó de un salto.
    —¿Qué zambombazo ha sido ése?
    —La puerta se cerró mal.
    —Pues debiste tener más cuidado, Kenneth.
    Loder saltó de la litera y abrió la puerta que comunicaba con la cocina, justo en el
momento en que se cerraba la del fondo.
    Echó a correr y en un momento entró en el vagón-restaurante.
    Kolkor estaba allí, sentado ante una mesa, vestido con su uniforme.
    —¿Qué pasa, Kenneth?
    —¿No oyó nada?
    —Claro. Un disparo. Pero, ¿contra quién hiciste fuego esta vez, Kenneth?
    —¿No lo sabe usted?
    —¿Por qué había de saberlo? —gritó Kolkor.
    —Metieron una serpiente de cascabel en el dormitorio.
    Kolkor parpadeó un poco asombrado y luego dijo:
    —Nadie te metió la serpiente... Ha ocurrido otras veces. Atravesamos el desierto por
millas y millas y cuando nos detenemos se nos meten los reptiles en los vagones. Ellos
buscan la sombra. Deberías saberlo. Durante los dos últimos años cuatro de nuestros
empleados fueron mordidos por serpientes de cascabel. Uno murió, pero tres de ellos
pudieron ser salvados. Llevamos botiquín.
    —Apuesto a que conmigo no hubiesen llegado a tiempo...
    —¿Por qué no? Yo sé cómo curar a un hombre cuando es mordido por una serpiente
de cascabel. Un jefe de tren debe saber muchas cosas. La compañía nos exige mucho.
    Kenneth siguió andando.
    —¿Adónde vas, Kenneth?
    —A echarle un vistazo al vagón-correo.
    —Ya estuve hace un rato y no había novedad.
    —Perdone, jefe, pero quiero cerciorarme.
    —Te acompañaré.
    —Me parece buena idea.
    Los dos caminaron hasta el vagón-correo.
    Kolkor fue el que abrió la puerta, y por tanto, el primero en entrar. Lanzó un grito.
    —¡Cielos! ¡Qué masacre...!
    Kenneth vio un cuadro desolador.
    Kolkor tenía razón. Allí había sobrevenido una masacre.
    Fred y Hugh habían sido degollados. Los dos yacían en el suelo como muñecos.
    —Compruebe las valijas, señor Kolkor.
    —¿Crees que hace falta?
    —Compruébelas de todas formas mientras me ocupo de los dos vigilantes.
    —Están más muertos que mi abuela.
    —Obedezca, jefe.
    Kolkor empezó a examinar las valijas, mientras Kenneth se inclinaba sobre Fred y
Hugh.
    —No hay nada que hacer, señor Kolkor. Usted acertó. Hace ya mucho rato que les
mataron.
    —Y las valijas Se hicieron humo.
    —Estarán en el tren.
    —¿Por qué han de estar en el tren? La puerta corredera está abierta. Hemos cruzado
por varias curvas en donde la marcha no llegó a los cuarenta kilómetros por hora.
Seguro que los ladrones saltaron en cualquiera de ellas, y eso quiere decir que nunca
les volveremos a ver el pelo.
    —Yo no quiero ser tan pesimista, jefe.
    —Porque no tienes en cuenta la realidad. He estudiado bien los asaltos anteriores.
Nunca se quedaron en el tren después del robo.
    —Sólo es cierto en parte. La última vez se decidieron a saltar y cambiaron de opinión
para hacernos saltar a nosotros.
    —Pero después habrían bajado ellos.
    Kenneth Loder se puso en pie y también él examinó las valijas.
    —Jefe, esa gente trabaja sobre seguro.
    —Naturalmente.
    —Quiero decir que conocen las valijas que contienen el dinero. Fred intentó
engañarles y no pudo.
    —¿Qué quieres decir?
    —Que un empleado está traicionando a la propia compañía que le paga.
    —¡Te prohíbo que digas eso, Kenneth! ¡Es una calumnia! ¡Yo respondo por todos los
empleados de este tren!
    —¿Y quién responde de usted?
    —¿Cómo?
    —Ha hecho demasiadas cosas raras en muy poco tiempo, jefe.
    —¡Kenneth, no consiento que nadie me calumnie y menos alguien que está obligado
a obedecer mis órdenes! ¡Una palabra más y yo mismo te doy el cese!
    —No soy un vulgar camarero, Kolkor.
    —Oh, no, claro, tú eres un camarero de clase especial porque sabes usar el revólver.
    —Quiero decir que fui contratado como camarero, pero era una tapadera. Debía
impedir el asalto y descubrir a la pandilla que anda detrás del dinero y que otras veces
se lo llevaron. Como acabo de fracasar, ya estoy en situación de quitarme la máscara.
    —¿Quién te contrató, Kenneth?
    —El propio señor Mac Donald.
    —No lo puedo creer.
    —Vamos a preguntárselo a él.
    —Desde luego. Ten la completa seguridad de que se lo preguntaremos.
    —Usted primero, jefe —dijo Kenneth, ofreciéndole el paso.
    Los dos fueron al vagón especial.
    Kolkor golpeó la puerta.
    Transcurrió un minuto sin que del otro lado hiciesen la menor intención de abrir.
    —¡Dios mío, Kenneth! ¡Lo habrán matado también a él! ¿Cómo no lo pensamos
antes? ¡Es un senador y el presidente de la compañía!
    En aquel momento se abrió la puerta y Mac Donald dejó ver su cabeza por el
estrecho hueco.
    —¿Qué infiernos pasa, Kolkor? Es hora de dormir y no de molestar a los viajeros.
    —Señor Mac Donald, acaba de ocurrir... Me refiero al asalto.
    —¿Qué? ¿Cómo?
    —Asesinaron a Fred y a Hugh. Los degollaron...
    —¡Oh, no! ¡No puede ser...! Kenneth, ¿qué infiernos ha hecho usted? ¿Para qué le
contraté?
    —Señor Mac Donald, me han intentado matar, y no sólo una vez... He hecho cuanto
he podido para impedir que se llevasen el dinero.
    —Y ha fallado.
    —Todavía no.
    —¿Logró atrapar a alguno de los salteadores?
    —No, señor Mac Donald.
    —¿Entonces?
    Kolkor intervino:
    —Señor Mac Donald, debió informarme acerca de que había contratado a un
hombre para investigar el caso.
    —No me creí obligado a informarle a usted, señor Kolkor.
    —¿Quiere decir que desconfía de mí?
    —Tengo que desconfiar de todo el mundo. —Mac Donald clavó los ojos en el rostro
de Kenneth—, No ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué cree que no ha fracasado?
    —Dígaselo usted, señor Kolkor.
    —Desde luego, Kenneth cree que los salteadores están en el tren.
    —¿Y usted?
    —Me parece una estupidez. La puerta del vagón-correo estaba abierta, y ya le dije a
Kenneth que hemos pasado por muchas curvas en donde el tren disminuye su
velocidad, de forma que un hombre puede saltar perfectamente sin riesgo a romperse
un hueso. Mi opinión es que los salteadores se encuentran a estas horas muy lejos del
convoy.
    Mac Donald exhaló el aire de sus pulmones.
    —Sí, Kolkor, por desgracia pienso como usted. No existe ninguna posibilidad de que
los ladrones se hayan quedado en el tren, después de degollar a dos vigilantes. Serían
retrasados mentales y esos tipos están demostrando que son muy listos... Señor Loder,
queda relevado de su trabajo.
    —Pienso seguir la investigación.
    —Pero yo no le autorizo. Con ello quiero decirle que está despedido. Tenía puestas
muchas esperanzas en usted, Kenneth, pero sólo ha demostrado que es un hombre
que maneja bien el revólver, pero con muy poco seso.
    —Señor Mac Donald, se está excediendo. Es cierto que no pude impedir el asalto,
pero todavía puedo descubrir a los ladrones.
    —Señor Loder, yo tengo que vivir de realidades. Represento a los demás accionistas
de la compañía. ¿Es que no se da cuenta todavía de cuál es mi situación? Hasta ahora
no había viajado en un tren que fuese asaltado y ha ocurrido justamente ahora,
cuando hice enganchar un vagón especial en Dove Creek... Han robado 25.333 dólares
en mis propias narices. ¿Con qué cara cree que me puedo presentar en la próxima
junta de accionistas? Yo le diré lo que pasará en esa asamblea... Se pedirá mi cese y se
procederá a la votación y, naturalmente, perderé mi cargo...
    —Está yendo demasiado lejos, señor Mac Donald. Usted ya está hablando de una
próxima reunión de los accionistas de su compañía, cuando todavía nos encontramos
en el tren que corre hacia Estes Park.
    —¿Cree que soy un niño, señor Loder? Sé que el convoy está corriendo en estos
momentos hacia Estes Park, justo la estación donde usted se bajará porque ya no son
necesarios sus servicios.
    Kenneth dio media vuelta y se alejó furioso.
    Su camino fue interceptado por Frederick Fenton.
    —Quiero hablar con usted, Loder.
    —¿Cuál va a ser el tema?
    —Alice.
    —Entonces, olvídelo.
    —No puedo olvidarlo, porque da la casualidad de que ella va a ser mi esposa.
    —¿Está seguro?
    —Absolutamente.
    —¿Es eso lo que quería decirme?
    —Apártese de ella. Sé los grandes efectos nocivos que produce usted en Alice.
    —¿A qué efectos nocivos se refiere?
    —¿Por qué no me ahorra ciertos comentarios, Loder?
    —Hágalos, hombre... No se quede con ellos en el buche.
    —Muy bien, si usted quiere... Recuerde que ha sido culpa suya.
    —Adelante, Fenton.
    —Usted es un tipo del tres al cuarto, Loder... Todo lo consigue a base de caradura...
Se olvida de que el mundo es algo muy serio. Está acostumbrado a tratar con
mujerzuelas y sabe conquistarlas. Eso es un trabajo muy simple, Loder. Estas mujeres
están esperando que llegue el hombre de su vida. Por eso son fácilmente engañadas...
Dedíquese sólo a ellas, Loder. Tiene el éxito garantizado.
    Kenneth proyectó la cara hacia adelante. Sus ojos eran dos ascuas.
    —Es usted un estúpido, Fenton.
    —Cuidado, Loder...
    —Oh, sí, debo tener cuidado porque usted fue campeón en la universidad.
    Frederick Fenton golpeó el puño de la mano derecha contra la palma de la otra
mano, disponiéndose a lanzárselo contra la cara de Kenneth.
    —Está comparando a Alice con una mujerzuela porque da la casualidad de que ella
me ha preferido a mí.
    —Ahí es donde se equivoca, Loder. No lo ha preferido. Alice sólo se ha dejado ganar
por su supuesta gracia... Es normal que un hombre como usted, con tantos recursos,
produzca efecto en la mayoría de las mujeres. Y Alice no ha sido una excepción. Voy a
suponer por un momento que usted y ella se casasen. ¿Qué pasaría?
    —Que tendríamos hijos.
    —¿Lo ve? Está soltando el chiste... Sí, ya sé que tendrían hijos, pero me estoy
refiriendo a sus relaciones con Alice, a su intimidad, al vivir de todos lo días. ¿No sabe
que ella tiene una educación, una cultura, unos conocimientos? ¿De qué iban a hablar
ustedes al cabo de unos meses de vida matrimonial, cuando se apagase la llama de la
pasión?
    —Es usted un tipo ridículo, Fenton. Sí, es tan cursi como un repollo... Un hombre y
una mujer que se quieren pueden estar hablando durante toda la vida y no importa el
tema que tratan porque ellos, a su modo, ya tienen bastante. No hace falta ser un
erudito en una materia determinada para llevar una conversación normal. Sólo usted
echa de menos esa cultura en una mujer, porque es un tipo insoportable...
    —¡Ahora sí que se la ganó! —gritó Fenton.
    Disparó el puño contra la cara de Kenneth. Este giró un poco a la izquierda y dejó
que el brazo de Frederick le pasase por el hombro. En seguida replicó con un tremendo
zurdazo al hígado.
    Fenton retrocedió mientras su cara adquiría un color verdoso.
    Kenneth no se estuvo quieto. Aquel hombre había tenido el don de la inoportunidad.
Justamente se había metido con él cuando acababa de ser despedido por el senador
Mac Donald, después de su fracaso en impedir el asalto al vagón-correo.
    Le pegó con la derecha en la mandíbula.
    Frederick cayó sobre los cuartos traseros y se puso bizco, pero todavía no perdió el
sentido. Empezó a levantarse.
    —No se vaya, Loder... —tartamudeó—. ¡Voy a acabar con usted...!
    —Será mejor que renuncie, o sí seré yo el que acabe con usted, Frederick.
    En aquel momento se oyó la voz de Alice Parker.
    —¿Qué está pasando aquí?
    La joven se cubría con un batín y por el escote dejaba asomar el encaje de su
camisón.
    Frederick se restañó la sangre de la boca.
    —Este hombre es un cualquiera, Alice. Me pegó a traición.
    —Es falso —repuso Loder—. Fue él quien inició la pelea. Fanfarroneó de sus hazañas
en la universidad. Creyó que iba a ganar su combate conmigo, pero se equivocó.
    —Sólo ganó el primer asalto, Loder. Ahora vendrá el segundo.
    —Cuando quiera.
    La joven se puso entre los dos rivales.
    —Frederick, debo decirte algo muy aprisa.
    —Me lo dirás más tarde.
    —Ha de ser ahora, Frederick. Quiero a Kenneth. Estoy enamorada de él.
    Fenton terminó de recuperarse porque las palabras de Alice le hicieron el efecto de
un frasquito de sales.
    —No sabes lo que dices, Alice.
    —Lo sé muy bien, Frederick. Quiero a Kenneth.
    —No te pongas a la altura de una mujerzuela.
    Kenneth fue a lanzarse sobre Frederick, pero Alice se lo impidió.
    —No, Kenneth. Estate quieto.
    —Y a te ha insultado varias veces y ahora le voy a cerrar la boca por un rato.
    —Lo voy a solucionar yo, Kenneth... Frederick, te lo repito. Quiero a Kenneth.
Perdóname que te dé este disgusto, pero no puedo casarme contigo.
    Frederick Fenton se quedó sin habla. Miró a Kenneth, luego otra vez a Alice, y por
último, dio media vuelta y desapareció de la escena.

 
     
    CAPITULO XIV
     
    Al quedar a solas, Alice se echó en los brazos de Kenneth.
    Se besaron.
    —Kenneth, creí que no se lo podría decir nunca...
    —Estoy admirado por tu valor, feílla.
    —Vosotros lo provocasteis con la pelea, y ahora yo estoy muy satisfecha.
    —Yo no.
    Ella frunció el ceño.
    —Eh, Kenneth, ¿es que te vas a arrepentir ahora de lo nuestro?
    —No me refería a eso —sonrió Loder—, sino a mi situación. Verás, Alice, yo no soy
realmente un camarero de ferrocarril.
    A continuación, Kenneth Loder le contó la historia y, cuando hubo terminado, Alice
lo besó otra vez.
    —¡Es maravilloso, Kenneth...!
    —¿No te das cuenta de que he fracasado porque llevaron a cabo el asalto al vagón-
correo...?
    —Pero ya no tendremos necesidad de informar a papá de que me he enamorado de
un mozo de tren.
    —Te has enamorado de un charlatán...
    —Eres el mejor hombre del mundo.
    —¿Lo dices en serio?
    —Absolutamente. No te cambiaría por nadie. —Alice unió su boca a la de él.
    —Ahora vuelve a tu litera, Alice. Tengo trabajo.
    —¿Qué vas a hacer?
    —Atrapar al jefe de la pandilla de atracadores.
    —¡Oh, no, Kenneth! Te despidieron. Además, ellos pueden tener razón. ¿Y si los
ladrones hubiesen huido?
    —Suponiendo que me equivocase y los ladrones huyeron en una de las curvas, el
jefe se quedó. ¿No crees que tiene lógica?
    —La única lógica que yo conozco es que te quiero, Kenneth, y que si te matasen
querría morirme yo también.
    —Sé buena chica y te prometo que me cuidaré.
    —Eres un testarudo.
    —Y por eso te he conseguido. En cuanto te vi me dije: «Esa mujer es para mí.» Y ya
lo ves. No me he equivocado.
    —Voy a pensar mucho en ti.
    —Y yo también, preciosa.
    Se volvieron a besar y Alice se dirigió a su litera.
    Kenneth fue al vagón-restaurante y se encontró allí con Tom Preston, que tenía la
cara pálida.
    —Pareces un muerto, Tom.
    —No era la puerta que se cerró mal, Kenneth. Vi la serpiente. Bajé para ir al
excusado y tropecé con la serpiente... Estoy enfermo...
    —Lo siento, Tom, pero yo pasé un rato peor.
    —Te iba a atacar, ¿verdad?
    —Sí.
    —Y le pegaste un tiro.
    —Es lo que te pareció el portazo. Tienes el sueño muy pesado, pero no podías hacer
nada por mí. Hablé con Kolkor y quiso convencerme de que la serpiente se había
metido en el vagón por propia iniciativa.
    —¿Eso te dijo? No es verdad, Loder.
    —¿Y cuál es la verdad?
    —Kolkor es aficionado a esos bichos. De vez en cuando los recoge y los vende a los
circos. Ya sabes, son los números que hacen los supuestos indios, pero que son blancos
como nosotros y se disfrazan...
    —Me explicó que habían salvado la vida a varios empleados y que uno se murió.
    —Fue él. Salvó la vida a unos cuantos porque conoce el veneno de esas serpientes...
    En aquel momento entró Kolkor.
    —Tom —dijo el jefe del tren—. ¿Quieres prepararme un café?
    —Prepararé otro para mí.
    Kenneth se acercó a Kolkor.
    —Jefe, acabo de saber quién intentó asesinarme.
    —Loder, ya oí bastantes tonterías. De modo que será mejor que te mantengas
calladito hasta que lleguemos a Estes Park.
    Kenneth disparó su puño derecho.
    Kolkor fue alcanzado en el pómulo y se derrumbó en el suelo.
    —¿Qué infiernos has hecho. Loder? ¡Esto es un ataque a un superior!
    —¿No se acuerda de que me despidieron?
    —¡Ahora mismo tiraré del timbre de alarma!
    —¿Para qué?
    —El tren se parará y ordenaré que te dejen en este desierto...
    —Es usted bastante idiota, Kolkor. ¿Cree que lo voy a consentir?
    —¡Tendrás que consentirlo porque soy el jefe de tren!
    —Usted sólo es un asesino y ya he comprendido su juego. Forma parte de la pandilla
de salteadores.
    —Me niego a escuchar más tonterías —dijo Kolkor, y se dispuso a salir del vagón-
restaurante.
    Kenneth lo hizo girar y lo golpeó en la cara.
    Kolkor no cayó esta vez porque logró sujetarse a la pared.
    —¡Déjame en paz, Loder!
    —Le dejaré en paz cuando haya cantado...
    —No sé a qué te refieres...
    —Ya le he puesto al corriente de mis acusaciones. Forma parte de esa pandilla.
Usted es el elemento con el que contaban. De modo que los debe conocer a todos.
    —No los conozco. Quiero decir que en realidad no sé quiénes son los salteadores.
    —¿Quién es el jefe?
    Loder sacó el revólver y Kolkor desorbitó los ojos.
    —¡Tom! ¡Socorro, Tom...!
    Preston estaba haciendo el café. Le dirigió una mirada triste y dijo:
    —Jefe, eso que hizo estuvo feo. Nos metió una serpiente de cascabel en el
dormitorio. Pudo morder a Kenneth, pero también me pudo morder a mí. No pida
auxilio, porque no se lo voy a dar. Conteste a las preguntas de Kenneth.
    Al fallarle la ayuda de Tom, Kolkor se sintió lleno de pánico:
    —¡Por lo que más quieras, Kenneth! ¡No me hagas ningún daño! ¡Soy un viejo!
    —Usted no es un viejo, porque todavía no ha cumplido los cincuenta años.
    —Tengo cuarenta y cinco y estoy muy cerca de los cincuenta.
    —El miedo no lo deja hablar con sensatez, Kolkor. Y yo sé por qué, porque se siente
culpable. Pero usted va a vaciar el saco de sus secretos y ya verá cómo después se
encuentra mucho mejor...
    —Mi secreto es muy pequeño...
    —Deje que sea yo quien lo juzgue.
    —Me amenazaron.
    —¿Quiénes?
    —Los salteadores.
    —¿Cómo le amenazaron?
    —Me mandaron una carta.
    —¿Dónde está la carta?
    —La destruí.
    —¿Qué le decían?
    —Que debía colaborar con ellos o, de lo contrario, me matarían. Me citaron en un
lugar.
    —¿En qué ciudad recibió la carta?
    —En Harrisburg.
    —Continúe. ¿Qué pasó?
    —Conocí al jefe, y a los demás miembros de la pandilla.
    —Estupendo. ¿Quiénes son?
    —No puedo decirlo. Ellos me matarán.
    —Yo le daré protección.
    —Tú no eres representante de la ley.
    —Kolkor, ha llegado la hora de hablar y de que se ponga en paz con su conciencia.
Piense en lo que ha pasado. Fred y Hugh, dos fieles empleados de la compañía,
murieron degollados. Al pensar en ellos, tengo deseos de romperle la dentadura. No
me gusta pegar a un enemigo que se encuentra en inferioridad de condiciones, pero, si
me obliga, le juro que lo hago trizas. ¡Hable! ¡Dígame el nombre del jefe y de los
miembros que componen la pandilla! ¡Tiene cinco segundos para responder...! Sólo
cinco segundos.
    Kolkor llevó aire a sus pulmones.
    —Hablaré, Kenneth.
    —Vamos. Suéltelo de una vez y sin tomarse descanso.
    En aquel momento sonó un estampido y Kolkor se desplomó sobre Loder.
    Tom estaba apartando la cafetera del fuego y ésta se le cayó a los pies.
    Kenneth sujetó a Kolkor y eso le impidió echar a correr hacia la puerta que
comunicaba con el otro vagón, desde donde habían disparado.
    Dejó al jefe del convoy. Este no podría decirle nunca nada, porque había recibido la
bala en la sien izquierda.
    Echó a correr en busca del asesino.
    —¡Kenneth! —gritó Tom—. ¡No me dejes solo!
    —¡Han matado a Kolkor!
    Kenneth abrió la portezuela, pero en la plataforma no había nadie y la puerta del
otro vagón estaba cerrada. Hizo rechinar los dientes pensando que se encontraba en
peor situación, ya que un minuto antes tenía a Kolkor vivo, listo para hablar, y ahora
había perdido aquella esperanza.
    No obstante, pasó al vagón-restaurante. Tal como esperaba, estaba desierto.
    El asesino se había dado mucha prisa en hacer su trabajo y desaparecer.
    Recorrió los otros vagones, pero tampoco obtuvo resultado. En el que estaba
destinado a las literas, los pasajeros parecían sumergidos en un profundo sueño,
porque sólo se oía algún ronquido y respiraciones acompasadas.
    Desistió de seguir buscando y regresó junto a Tom, el cual, si antes estaba pálido, ya
se encontraba amarillo.
    —Kenneth, si esto sigue así, no va a quedar ni el maquinista.
    —Yo me encargaré de que eso no llegue a ocurrir.
    —¿Sabes ya quién es el jefe de la pandilla?
    —Todavía, no, pero lo voy a saber aunque sea lo último que haga en mi vida.
    —En cuanto lleguemos a Estes Park, presentaré la dimisión. No, Kenneth, yo no voy
a seguir en este tren ni aunque me aumenten el sueldo.

 
     
    CAPITULO XV
     
    —¿Qué está haciendo, Kenneth...? —preguntó Tom al ver a Loder arrodillado ante el
cadáver de Kolkor.
    —Todavía no le registré.
    Encontró algunos documentos relacionados con el cargo de Kolkor en la compañía
de ferrocarriles, y luego un papel cuyo contenido le hizo fruncir el ceño. Allí se decía:
«Seis fajas a tres dólares por unidad.» Y más abajo: «Siete bajas a tres dólares por
unidad.»
    En aquel momento se abrió la puerta y apareció Robert King, el fabricante de fajas.
Se había puesto los pantalones sobre el camisón y eso le daba un aspecto ridículo.
    —Dios mío, ¿qué ha pasado? —exclamó al ver el cuerpo de Kolkor.
    —Está muerto, señor King.
    —Pero ¿quién le mató?
    —Yo—mintió Loder.
    —Imagino que habrá tenido motivos.
    —Sí, señor King, lo maté para evitar que él me matase a mí.
    —Lo comprendo, señor Loder. Me había parecido oír un disparo.
    —No se equivocó.
    —Mi mujer tenía un gran dolor de cabeza. De modo que le dije como excusa que
vendría a por un vaso de agua y un calmante. Pobre señor Kolkor... Ahora ya es un
cadáver... Me dijo que ustedes tenían un botiquín.
    —Tom, ¿quieres servirle el calmante y el vaso de agua?
    —Desde luego.
    Kenneth permaneció pensativo mientras Tom iba por el vaso de agua y el calmante.
    —Señor King, no sabía que Kolkor fuese cliente de usted.
    —¿Qué?
    —Aquí hay dos pedidos. Uno de seis fajas y otro de siete fajas.
    —Sí, claro. Por un momento me había dejado usted sorprendido.
    —Todavía lo estoy yo, señor King.
    —Es cierto, Kolkor era cliente mío. Me pidió seis fajas y luego me pidió siete fajas.
    —Es lo que dice aquí. Pero ¿qué iba a hacer Kolkor con las trece fajas? ¿O es que
tenía tantos amores secretos como fajas encargó...?
    Robert King sonrió débilmente.
    —Oh, no, señor Loder, no creo que fuese eso. Le hice un precio especial a Kolkor...
Está claro que él las vendía.
    —¿No le parece una profesión ridícula para un jefe de tren? Y que yo sepa, en
ningún momento le oí ofrecer fajas a los viajeros. ¿O quizá las ofrecía a las viajeras en
ciertos momentos? Me parece más absurdo todavía.
    Tom llegó con el agua y con el calmante.
    —Tom —dijo Kenneth—, ¿sabías que Kolkor vendía fajas?
    —¿Fajas? No. ¿Es un chiste, Kenneth?
    —No, en las presentes circunstancias no me gusta hacer chistes.
    King intervino:
    —Hay otra explicación, señor Loder.
    —Démela. Se lo agradeceré.
    —El señor Kolkor revendía las fajas a algún comerciante o almacenista. El precio que
le puse le dejaba un gran margen de beneficios.
    —Así que usted vendió a Kolkor fajas a un precio inferior al que pagan los propios
comerciantes o almacenistas...
    —Fue un favor especial. He viajado por aquí muchas veces y conocía a Kolkor...
    —Tenía que conocerlo y da la casualidad de que Kolkor intervino en los asaltos.
    —No me diga eso, señor Loder. Kolkor pasó muy malos ratos con los ladrones.
    —Recuerdo lo que me dijo Tom. A Kolkor lo dejaron si conocimiento la primera vez.
La segunda lo encerraron en un excusado para señoras. Más tarde, en el tercer asalto,
lo obligaron a saltar del tren, y cuando por cuarta vez los ladrones hicieron de las
suyas, amordazaron a Kolkor en el vagón-correo... Sólo hoy no le pasó nada. Yo lo
encontré en el restaurante. Le insinué que me iba a dar una vuelta por el vagón- correo
y él dijo que había estado allí y que no había encontrado ninguna novedad, pero insistí
y vino conmigo. Fue cuando descubrimos a los dos vigilantes degollados...
    —Perdone, Tom —dijo King—, Todo esto me está produciendo también dolor de
cabeza. ¿Tiene otro calmante?
    —Sí, señor King. Ahora le traigo otro para usted.
    Tom dejó en una mesa el vaso de agua y el calmante que había traído y se marchó a
la cocina.
    —Señor King—dijo Kenneth—, tengo una explicación para la nota que encontré en el
cuerpo de Kolkor.
    —¿Sí?
    —Verá, aquí dice: seis fajas a tres dólares por unidad, y da la casualidad de que en el
tercer asalto se llevaron un poco más de seis mil dólares, y luego dice siete fajas, y
quizá también por azar, en el cuarto asalto se llevaron poco más de siete mil...
    —No comprendo la relación.
    —Es la mar de sencillo, Kolkor escribía el importe de lo robado para retenerlo a
efectos de liquidación.
    —¿Quiere decir que el señor Kolkor estaba en combinación con los asaltantes?
    —Sí, señor King, y eso lo confesó.
    —¿Cuándo lo confesó?
    —Antes de que lo matasen. Y ya puedo decirle que no lo maté yo.
    —Dios mío, no es posible... ¿Kolkor en combinación con los salteadores? Ah, no, no
lo puedo creer. Kolkor era un hombre honrado. Siempre fue un fiel empleado de la
compañía.
    —Claro, y fue elegido porque no se tendría duda de él. Los salteadores necesitaban a
un empleado para que les facilitase los informes necesarios en cada uno de los asaltos.
¿Y quién mejor que Kolkor?
    Tom regresó con la otra porción de calmante y se adelantó para dejarlo en la mesa,
interponiéndose entre Kenneth y Robert King. Este sacó el revólver del camisón. Lo
había tenido escondido junto al pecho, en donde su ropa estaba arrugada.
    Tom vio el revólver y se quedó inmóvil.
    —Eh, ¿qué hace, señor King?
    El fabricante de fajas le pegó con el cañón entre los dos ojos.
    Tom se derrumbó soltando un gemido.
    Kenneth seguía con una rodilla en tierra, junto al cadáver de Kolkor, y movió la mano
hacia la funda pero ya era demasiado tarde porque King le estaba apuntando.
    —¿Quiere morir, Loder?
    —No, todavía no.
    —Pues aparte esa mano del revólver.
    —Encantado —sonrió Kenneth y dejó la diestra en el suelo.
    Robert King esbozó una sonrisa.
    —Es usted duro, Loder.
    —¿De veras se lo parezco?
    —He intentado muchas cosas con usted.
    —Oh, sí, me ha querido matar de varias formas y nunca lo consiguió.
    —Ahora lo conseguiré. Le dije a Kolkor que yo me ocuparía personalmente de usted.
    —No lo hizo personalmente, puesto que se valió de la rubia platino y del frasco de
veneno.
    —No crea que tenía muchas esperanzas de que esa mujerzuela lograse quitarle de
en medio. Pero pensé que la chica de Gleasson podía ahorrarme el trabajo. Valía la
pena. Después de todo, ella no me conocía...
    —Debo felicitarle por eso y por algo más. Eso de hacerse pasar por un esposo
atemorizado por su mujer fue realmente digno de un actor de categoría.
    —Gracias.
    —¿Quién es ella? ¿Su esposa realmente?
    —Sí, es mi esposa y se asombraría mucho si la conociese cómo es en realidad...
    —No me quiero perder esa parte de la historia.
    —Lo siento, pero se la va a perder, Loder.
    Tom yacía en el suelo, sin conocimiento. Tenía una grieta de sangre entre las dos
cejas de la que manaba sangre.
    Kenneth fue a moverse hacia su compañero.
    —Quieto, Loder —lo amenazó King.
    —Sólo quiero curarle.
    —No sea estúpido. Ya no puede curar a nadie porque se va a ir al otro mundo.
    —Espere. ¿Tiene realmente una fábrica de fajas?
    —Sí, claro. Debía cubrir las apariencias.
    —¿Y dónde tiene la fábrica de fajas?
    —En San Felipe. Tenemos que pasar por allí.
    —Conozco el itinerario.
    —La fábrica no es muy importante.
    —Pero con el dinero que está consiguiendo de la compañía del ferrocarril, ampliará
el negocio.
    —No soy tan idiota como usted, Loder. Pensaba marcharme a California.
    —Y es allí donde ampliará el negocio.
    —Desde luego.
    —Parece que le ha tomado gusto a los asaltos al tren.
    —Esto sólo ha sido un entrenamiento.
    —No me diga.
    —Pedí información sobre algunas compañías de ferrocarril de California. Hasta
ahora, el transporte del oro se ha hecho en mulos o en galeras... Pero el ferrocarril lo
está revolucionando todo. Dentro de unos meses empezarán a transportar el
maravilloso metal y yo quiero estar allí para ayudarles.
    —Claro. Usted hará el transporte en beneficio propio. ¿Siempre se ha dedicado a
robar, King?
    —Hice un buen aprendizaje.
    —¿Dónde?
    —En el Este. Ya sabe, establecimientos, sobre todo joyerías.
    —¿Y bancos también?
    —Sólo un banco, pero era pequeño. Lo mío ha sido la ciencia, señor Loder. No sirvo
para dar la cara. He pensado desde hace tiempo que podía organizar una buena
pandilla y apoderarnos del botín sin necesidad de derramamiento de sangre...
    —Sin embargo, en esta ocasión ha matado a mucha gente.
    —Fue necesario.
    —¡Intervino usted en el degollamiento de Fred y de Hugh?
    —No, no intervine directamente como es lógico, pero ordené que lo hiciesen.
    —¿Por qué lo ordenó, King?
    —Porque usted me puso nervioso, Loder. Había hecho fracasar el primer asalto.
Decidí hacer un escarmiento. Soy el más inteligente de todos y merezco el éxito... Le
dije a Kolkor que recordé algo relacionado con mi pueblo... El cementerio que allí
tenemos... El cuidador le dio un nombre apropiado: «Aquí acaban los hombres...» Y
sentí deseos de convertir este tren en un cementerio. Sólo falta una víctima para
completar el panteón. Usted, señor Loder...
 
     
    CAPITULO XVI
    —Está chiflado, King—dijo Kenneth.
    Robert arqueó el dedo en el gatillo.
    —No va a tener mucho tiempo para insultarme, Loder...
    —Debió renunciar ya al asalto cuando le hice fracasar la vez anterior...
    —Yo no podía renunciar a este botín. Era el mayor de todos. Más de veinticinco mil
dólares, justo lo que necesitaba para largarme. Tenga en cuenta que hay gastos. Tenía
que repartir con mis cómplices...
    —Comprendo. Hay que pagar bien a los empleados si se quiere conseguir un trabajo
eficiente.
    —Exacto, Loder.
    Tom se movió en aquel momento y soltó un gemido porque volvía en sí.
    Kenneth vio que los ojos de King miraban a su compañero y saltó sobre el jefe de la
pandilla.
    Fue un salto increíble, de abajo arriba. El propio Loder comprendió que tenía muy
pocas probabilidades de éxito, pero su instinto de conservación hizo lo necesario.
    Logró atrapar la mano del fabricante de fajas y, aunque el revólver se disparó, la bala
no alcanzó a nadie.
    Kenneth arrastró en su caída a King.
    —Maldito... —dijo el jefe de la pandilla.
    Loder no le dejó agregar más porque le soltó un puñetazo en el maxilar inferior.
    King exhaló un chorro de aire y se desmayó.
    Kenneth se apoderó del revólver del ladrón que había iniciado su carrera asaltando
joyerías y otros negocios en las ciudades del Este.
    Tom ya se había puesto en pie aunque se tambaleaba.
    —¡Lo agarraste, Kenneth!
    —Sí, Tom, ya lo tengo.
    —Demonios, no podía imaginar que este tipo fuese un bicho de esa especie.
    —Nadie se lo podía imaginar, Tom.
    Loder cogió el primer vaso de agua que Person había traído y lo volcó sobre la cara
de Robert King.
    El salteador volvió en sí ahogándose. Sus ojos se detuvieron en el rostro de Kenneth.
    —¿Espera que le felicite?
    —No, no lo haga hasta que lo cuelguen en el patio de la prisión, aunque yo no estaré
allí para verlo.
    —No me van a colgar, Loder.
    —Usted es el responsable de la muerte de esos dos empleados y asesinó a Kolkor...
    —Admitiré eso.
    —Admitiéndolo, usted mismo se pone la soga al cuello.
    —Usted me va a dejar marchar, Loder.
    —No empiece a ofrecerme dinero, King. Sería estúpido que lo hiciese. Antes dijo que
era el más inteligente de todos. Pruébelo guardando silencio.
    —He dicho que usted me va a dejar marchar, y hay una razón muy importante para
que lo haga, Loder.
    —No conozco ninguna.
    —Alice.
    Kenneth sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
    —¿Se refiere a esa viajera, la prometida del abogado de la compañía del ferrocarril?
    —Sí.
    —¿Qué pasa con ella?
    —La tiene mi mujer. Sí, Loder, está prisionera.
    —No tiene nada que ver conmigo —mintió Loder—. Es la prometida de Frederick
Fenton, el abogado. Usted me acompañará hasta el lugar donde se encuentra su mujer
y dejará libre a Alice. Jugaron y perdieron y, cuanto antes se den por vencidos, será
mejor.
    —Qué débil es su argumento, Loder —siguió sonriendo Robert King—. Su voz ha
perdido fuerza. ¿Por qué? Está la mar de claro... ¿Cree que no soy observador? Me di
cuenta desde el principio de que esa mujer, Alice, lo atraía a usted. Y debo darle la
enhorabuena nuevamente. Supo conquistarla. Sí, Loder, usted es un gran tipo para
enamorar a una mujer... Le bastaron unas horas para conquistarle la novia al abogado
de la compañía.
    —Es usted un canalla, King.
    —Di en el clavo, ¿eh, Loder...? Le interesa hacer el cambio. Usted recupera a Alice y
yo me voy con Anne... Todo esto ha ocurrido cuando debía ocurrir. En treinta minutos
llegaremos a Estes Park.
    —¿Va a bajar en la estación, King?
    —No, no me conviene. Ha de parar el tren antes, y Anne y yo desapareceremos.
    —¿Y sus cómplices?
    —Bajarán con nosotros.
    —¿Cuántos son?
    —Dos.
    —¿Están con su mujer?
    —Desde luego.
    —¿Dónde?
    —En el vagón-correo. Me están esperando. Y claro, también está Alice. Ande, deme
el revólver.
    —Aún no, King.
    —¿Qué es lo que quiere? ¿Que muera su chica?
    —Quiero comprobar que ella no está en la litera.
    —Muy bien. Lo comprobaremos... —King señaló a Tom—. El también viene con
nosotros.
    —No tiene nada que ver con el asunto.
    —Soy yo el que da las órdenes, Loder. ¿Gracioso, verdad? Usted es el que tiene el
revólver en la mano, pero yo soy el que mando —rió estremeciendo los hombros.
    Tom se había puesto un pañuelo en la herida de la cabeza.
    —No te preocupes, Kenneth —dijo—. No tengo inconveniente en ir contigo.
    Echaron a andar hacia el vagón de las literas y, al llegar allí, Kenneth abrió con el
revólver las cortinillas de la que correspondía a Alice. Estaba vacía. Miró la cara
sonriente de Robert King y éste inquirió:
    —¿Ya está convencido?
    —Vamos al vagón-correo.
    Siguieron andando y poco después llegaban ante la puerta del vagón-correo.
    —Voy a entrar yo primero —dijo King—, y tendrá que aceptar eso o me pongo a
gritar. Usted podrá matarme, pero Alice tampoco lo contará.
    —Entre primero.
    Robert King se introdujo en el vagón y Kenneth le oyó decir:
    —Anne, aquí está Loder, pero me amenaza con un revólver... Señorita Parker, hable
para que Loder sepa que es usted nuestra prisionera.
    Kenneth no oyó a Alice de momento, pero de pronto la joven soltó un chillido.
    Sintió deseos de golpear con el cañón la cabeza de King, pero se contuvo a tiempo.
    Robert King dijo:
    —Anne se ha limitado a retorcer la muñeca de Alice, pero todavía no ha sufrido nada
grave. La tiene usted completa, Loder —alargó la mano—, déme el arma.
    Kenneth se la dio y King le obligó a entrar seguido de Tom.
    A pesar de que King le había advertido que su mujer era muy distinta a la que habían
conocido, Kenneth no estaba preparado para aquella sorpresa.
    La arpía era ahora una bella pelirroja. Estaba apuntando con una pistolita a Alice
Parker.
    —Se disfrazó bien, señora King.
    La pelirroja se tocó la nariz y la boca.
    —Tengo una masilla especial para afear mi rostro.
    —Y también posee un buen arte para disimular.
    —Sí, hice bien de mujer insoportable, ¿verdad, querido?
    King sonrió satisfecho.
    —Has representado tu papel maravillosamente y lo continuarás representando en
California.
    —Oh, sí, desde luego. Tengo grandes deseos de exhibirme ante aquel público.
    Alice había estado callada y dijo:
    —Lo siento, Kenneth, pero me pilló de sorpresa.
    —No te recrimines, Alice. Los esposos King son estupendos. No va a pasar nada. Sólo
quieren bajar del tren antes de llegar a Estes Park.
    Había allí otros dos hombres, los cómplices de King. Los dos observaban divertidos la
escena. Kenneth los conocía de vista, pero eran dos viajeros que se dedicaron a leer el
periódico o a dormir.
    Robert King hizo chasquear la lengua.
    —Bien. Ya hemos llegado al final, y debo hacerle una rectificación, Loder.
    —¿Cuál es la rectificación?
    —Ustedes van a morir.
    —¿Nosotros?
    —Usted, Tom y Alice.
    —Pero usted dijo...
    —No importa lo que dijese. Hasta ahora nadie nos había conocido. ¿Cree que los
íbamos a dejar con vida sabiendo quiénes somos? Y Anne les ha mostrado su
verdadero rostro. No podríamos realizar nuestro trabajo en California. Bastaría con
que alguno de ustedes diese el soplo para arruinarnos el negocio...
    En aquel instante el tren disminuyó bruscamente la velocidad.
    Todos perdieron el equilibrio.
    Fue el momento en que King apretó el gatillo.
    Kenneth saltó sobre King porque la bala no le había alcanzado, y los dos cayeron al
suelo forcejeando.
    Alice se dedicó a la extraña y bella señora King, y también las dos se fueron contra la
pared, porque Alice había logrado atrapar también la mano con la que Anne
empuñaba la pistolita.
    Tom sabía el final que le había sido destinado, el ataúd, y también luchó por su vida,
pero lo hizo de una forma muy original. Atrapó una barra de hierro a la que le había
echado el ojo y que servía para abrir cajones y se lanzó sobre los dos cómplices de los
esposos King. Aquellos dos hombres no habían sacado el revólver porque no lo
creyeron necesario y Tom golpeó a uno en el cuello y al otro en la cabeza, todo con
mucha rapidez, y dejó a los dos sin conocimiento.
    El arma que manejaba King se disparó y fue la pelirroja quien recibió la bala en el
estómago. Lanzó un aullido.
    —¡Robert!
    King dejó de hacer fuerza y Kenneth le pudo quitar el revólver.
    La señora King estaba en el suelo y Alice se había alejado de ella unos pasos al
hacerse dueña de la pistolita.
    —Me muero, Robert... —dijo la pelirroja.
    —¡No, Anne...! ¡Tenemos mucho trabajo que hacer en California...! ¡Seremos
ricos...! ¡No te mueras, Anne!
    Pero la herida era mortal y la vida de Anne se extinguió.
    Robert King fue colgado en la prisión de Harrisburg, un 27 de setiembre, y sus dos
cómplices ingresaron en la prisión para pasar allí una larga temporada, veinte años por
cabeza.
    Kenneth Loder recibió el premio de la compañía del ferrocarril, la cantidad a que se
había comprometido el senador Mac Donald y el diez por ciento de lo recuperado,
pero entregó un tercio a Tom.
    La rubia platino, Martha Sleeper, obtuvo mucho más de lo que pensó. Un año más
tarde se casó con el senador Mac Donald, que había enviudado, y según dicen las
crónicas, fue una atractiva anfitriona en su mansión de Austin.
    Alice y Kenneth se casaron y el cultivador de algodón no puso ningún obstáculo, ya
que Loder se había convertido en un héroe del que hablaron muchos periódicos del
país.
    Y los esposos Loder hicieron lo que tenían pensando, marcharse a San Francisco de
California. Allí adquirieron una granja cuya explotación les fue muy bien. Tuvieron tres
hijos, un varón y dos hembras, y fue precisamente una de éstas quien, en 1911, al
convertirse en una famosa actriz de teatro, escribió sus memorias, libro en el que
contó la forma en que sus padres se conocieron, y del que nos hemos servido para
hacer este relato.
     
    F I N

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