Está en la página 1de 266

Mamo Martínez Crespo

Nosotros los abogados

Reflexiones acerca de úna profesión controvertida


Sr. Lector:
POR FAVOR, NO ESCRIBA
NI SÜSBRAYÉ ÉSTE LIBRO.
La. Biblioteca
Nosotros los abogados
Reflexiones acerca de una profesión controvertida
© Copyright by
Editorial Hammurabi s.fll.
Talcahuano 481 - 4S piso.
1013-Buenos Aires.
TeL: 382-3586.
Fax: (54-1) 3B2-4745
Impreso en febrero de 1995
en los talleres gráficos
"GraflitS.R.L.“,
Perú 675,29 piso,
Buenos Aires.
Hecho el depósito de ley 11.723.
Derechos reservados.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Impreso en Argentina.
Pnnted in Argentina
edición rústica
ISBN 950-891-005-4
Nosotros los abogados
Reflexiones acerca de una profesión controvertida

0
íiammafaCi
José Luis Depalma/ editor
I
I

)
_• (

')

Haz de mi un instrumento de tu Paz


Allí don de haya odio, panga yo el Amor-
San Francisco de Asís '

Nada se puede conocer, y menos que ninguna


otra cosa al hombre, si no se lo ama
La verdadera virtud del abogado y del juez,
la única que los hace dignos de su oficio,
es la de amar a aquel a quien deben conocer •
y juzgar, aunque parezca indigno de Amor ,
Francesco Cameluiti

,)¡

}>

)i
’.ll

)’

)l I

> I

)l
i ; I

I ,
A Marita, hija, esposa
y madre de abogados
Indice general

Palabras previas ......... 15

VOCACION: SENTIDO DE JUSTICIA


....... -....................................................................................................... 35

’i 2

LA FORMACION DEL ABOGADO


.................................................................................................................................................. 45

\ ~3~
VlRTUDES QUE SE REQUIEREN
PARA SER UN RUEN ABOGADO
.................................................................................................................................................. 61

U —4 —
EL PATRIMONIO LETRADO OBLIGATORIO
83
12 INDICE GENERAL

\) -5-

Obligaciones del abogado


PARA CON SU CLIENTE
............... . ...................................................... ................... 105

, —6—
Obligaciones del abogado
COMO AUXILIAR DE LA JUSTICIA
..................................................... 123

i
— 7—

EL ABOGADO Y SUS COLEGAS


......................... ...................... 147

—S—

El abogado y la comunidad
........................................................................... 159

—9—

Abogado general y especializaciones


.............................................. 169

— 10 —

El estudio jurídico
.................... ................................ 187

— 11 —

La clientela
........................................................................................................ 209

— IS­

LA consulta
227
INDICE GENERAL 13

<j — 13 —

LOS PLEITOS
......................... 235

Epilogo............................ 267
Palabras previas

No estamos por simple azar en un determinado lugar


y tiempo en el mundo. Somos dentro de la creación tan
insignificantes como un pequeño puntito, una gota de
agua en el océano, pero de ninguna manera intrascen­
dentes. Sin nosotros el mundo sería otro. En los planes
de Dios cada persona tiene un rol, propio e instransfe-
rible, que debemos tratar de cumplir en la mejor forma
posible. La familia, la patria, el oficio o la profesión, son
realidades tan cercanas que llegan a confundirse con
nosotros mismos, son fuente de felicidad, o de dolor, ab-
sorven nuestro diario quehacer y nuestros sueños.
Siento a mi profesión en crisis, y me duele. De allí es­
te libro cuyo propósito es colaborar en algo para su re­
cuperación. Ño hacerlo es dejar de cumplir :—íntima­
mente lo siento así— un deber que a mí me toca.
Hubo un tiempo en que experimenté verdadero or­
gullo de ser abogado. Muy joven —me recibí a los 21
años— ingresé al Estudio del que eran titulares mi pa­
dre y un viejo maestro de la universidad y tribunales,
el doctor Carlos Ernesto Deheza. Con ellos trabajaba
un grupo de jóvenes y excelentes abogados al que me
16 PROLOGO

incorporé, lleno de temores y carencias, pero con un in-


disimulable sentimiento de orgullo.
Admiraba el rol que desempeñaban mi padre y los
demás profesionales del Estudio, la consideración y el
respeto con que eran tratados dentro y fuera de él; el
prestigio social que —me parecía así al menos— goza­
ba por entonces la abogacía. Empecé a conocer lo que
era un escrito, admiraba el esmero que se poma tanto
en su redacción como en su presentación. Justamente
mi primer tarea fue la de pasarlos en limpio, como dac­
tilógrafo, cuidando un perfecto centrado en el fino pa­
pel romaní que por entonces se utilizaba y que cada
página tuviera exactamente 22 renglones 1
A poco logré mi primer “especialidad”: conocer la
letra de todos los abogados —algunas muy semejan­
tes a los jeroglíficos egipcios— que generalmente me
daban sus borradores manuscritos para que los pasa­
se en limpio. A través del ejercicio de esa tarea “auxi­
liar” fui conociendo poco a poco el derecho vivo. Lo
que muy rápidamente había escuchado o leído como
alumno de la Universidad Nacional de Córdoba, em­
pezó a tomar cuerpo, a hacerse realidad por obra y
gracia de la dactilografía.
Es indispensable para ser un buen abogado ser tam­
bién un buen dactilógrafo (hoy, es ser un buen operador
sobre el teclado de una computadora, que ha suplanta­
do a las viejas máquinas de escribir de mi época). Con­
fieso que mi habilidad en esa materia ha merecido mu­
chas veces más elogios que mi saber jurídico. Volar con
los dedos sobre la máquina en la redacción de un con­
trato o en la recepción de un testimonio en las audien­
cias de tribunales suele despertar la admiración de
clientes y colegas, lo que es muy difícil de conseguir en
aspectos ya más sustanciales de la abogacía.
PROLOGO 17

Pero en mi caso personal la mayor utilidad fue desa­


rrollar el interés por el derecho, plantear los primeros
interrogantes acerca de una u otra solución en el pro­
blema concreto, abrir conversaciones y polémicas con
mi padre o con los demás abogados sobre esos mismos
temas y soluciones, en fin, recibir ya en mi Estudio las
clases prácticas que la universidad no me dió —segu­
ramente como consecuencia de mi propia desidia—. El
Estudio me fue insuflando entusiasmo por la aboga­
cía, por el derecho vivo, la contienda en tribunales, los
expedientes, sin el cual resulta difícil marchar entre
las tantas dificultades de los pleitos.
Lo cierto es que, entonces, sentía verdadero orgullo de
una profesión que recién empezaba a conocer y a balbu­
cear a través de los primeros juicios que el Estudio —se­
guramente con la mirada vigilante de los verdaderos
abogados— se animó a poner en mis manos. Así, poco a
poco, me fui haciendo abogado, sin graves tropiezos.
Recuerdo, por ejemplo, mi debut en una audiencia.
Se trataba de un divorcio, y me preocupó de tal mane­
ra el problema que tenía entre manos que, como luego
sucediera muchas veces, perdí el sueño angustiado por
los imprevistos que pudieran presentarse y las res­
puestas que, en cada situación, tendría que dar.
Mi defendido era el esposo, padre de dos niños, cuya
tenencia reclamaba su cónyuge quien había hecho
abandono del hogar conyugal aduciendo infidelidades
de su marido. Sabía por los libros que muy difícilmen­
te los chicos, creo que contaban con nueve y diez años,
fueran entregados a su padre, pero éste no comprendía
esas razones teóricas y se aferraba a sus hijos.
Lo cierto es que llegó el día de la audiencia y el padre
fue a ella con sus dos hijitos —no recuerdo si le dije que
2 — Nosotros ios as ogados
18 PROLOGO

los llevara, o tal acierto debe atribuirse exclusivamen­


te a los ángeles de la guarda—. El juez hizo pasar en
primer término a los abogados para que conversára­
mos en su despacho y allí advertí la dificultad insalva­
ble en la que me encontraba. El defensor de la señora,
antiguo abogado penalista, era un verdadero principe
en la fúndame ntación de los derechos de su cliente y,
en cambio, con cuánta pobreza y brevedad exhibí mis
argumentos! —los que, como ya he dicho, enfrentaban
nada menos que a una jurisprudencia prácticamente
inamovible—. Luego el juez hizo pasar a las partes, y
un poco la escena se repitió.
La tenencia a mi juicio estaba totalmente decidida
en favor de la madre y sólo restaba la pura formalidad
procesal, con desmedro para mi novísima carrera pro­
fesional que tan mal así se iniciaba! De repente, la
puerta del despacho se abrió una y otra vez, y las cabe­
zas de los chicos aparecieron, seguramente asustados
poi' la soledad que sufrían en el pasillo o aburridos por
el tiempo que la audiencia insumía.
Fue entonces cuando el juez Morrogh Bernard —có­
mo no recordarlo en este momento!— los invitó a pasar
y así lo hicieron, dirigiéndose sin pausa hacia su padre
que estaba sentado justamente en la parte opuesta de
la habitación. Los chicos en su paso habían rozado casi
a su madre sin decirle palabra, tal como si no hubieran
advertido su presencia en la sala, lo que motivó la pre­
gunta del juez: —¿por qué no saludan a mamá? No la
han visto desde hace varios días y ni siquiera le dan un
beso!— Y uno de los chicos contestó: —No lo hacemos
porque ella se fue de casa sin decirnos tampoco nada;
no fue siquiera capaz de despedirse de nosotros con un
beso—. La sentencia comenzó entonces a cambiar, e
inesperadamente mi cliente conservó la tenencia de
PROLOGO 19

sus hijos, a mérito de mi estruendoso éxito profesional!


—Felizmente los ángeles de la guarda existen, tam­
bién los buenos jueces, y a veces tanto al éxito como a
los fracasos se los atribuye erróneamente, como en el
caso, a quien poco o nada tuvo que ver con el dictado de
la resolución—.
Recuerdo también el primer alegato. Se trataba de
una simplísima colisión entre dos automóviles, pero a
mí me llevó varios días de tirar gráficos, y ensayar hi­
pótesis a través de las fotografías obrantes en el expe­
diente, calcular velocidades, etcétera. El caso exigió de
tal manera mi atención que gasté la última noche en
rehacer nuevamente todo el escrito que se presentó a
primera hora del día subsiguiente al vencimiento,
dentro del plazo de gracia otorgado por nuestro Código
Procesal. Confieso que en ese caso me decepcionó la
sentencia, porque los muchos argumentos de mi escri­
to ni se mencionaban en ella. Seguramente que el juez,
con su larga experiencia en la materia, advirtió que
ambos conductores eran igualmente responsables en
el producido de la colisión y dió empate: concurrencia
de culpas, en proporciones iguales, sin advertir que el
abogado de la contraria sólo gastó minutos en un bre­
vísimo escrito de rigor, en cambio yo había insumido
semanas enteras para la redacción del mío, denso, con
gráficos y fotografías, transcripción de fallos y citas de
autores, sin logros efectivos. Para colmo de males mi
padre arregló rápidamente el tema con el abogado de
la contraria, y el asunto terminó con el declarado em­
pate a pesar de mi esfuerzo.
Pero ¿por qué en esos primeros tiempos sentía orgu­
llo de ser abogado? Me lo pregunto ahora, treinta y
ocho años después. ¿Sería talvez porque no me pesaba
la profesión? Porque no sentía responsabilidad por sus
20 PROLOGO

deficiencias y todo mi tiempo estaba centrado en el


diario quehacer profesional, en los tribunales; sus em­
pleados, amigos unos, antipáticos otros; mis colegas,
mis clientes; el listado de los trámites que continua­
mente se repetían, porque lo que hoy debía salir sim­
plemente no salía y al día siguiente, mansamente, ha­
bía que requerir nuevamente al mismo empleado. Me
parecía natural que asi fuera, no tenía una actitud crí­
tica al sistema, sentía a los abogados viejos —perma­
nentes rezongones!— protestar contra los magistra­
dos o los secretarios, pero no le daba más importancia
que la de una simple charla de café.
Por entonces los cafés de tribunales tenían para mí un
sabor especial. Nada más gratificante que la conversa­
ción amistosa con algún colega al terminar una audien­
cia o por un encuentro casual en los pasillos del Palacio
de Justicia. Servían para muchas cosas: para enterarse
de lo que pasaba en “la cocina” de los juzgados, para
arreglar los juicios, y para arreglar el mundo también.
Hoy las cosas han cambiado. En raras ocasiones voy
a los tribunales porque esa “carga” —antes era un
placer!— la llevan mis hijos. Cuando lo hago me en­
cuentro con una enorme mayoría de jóvenes que no co­
nozco, y me cuesta reconocer a mis contemporáneos
por las huellas que inexorablemente dejan los años en
nuestro físico; otros no me identifican seguramente
por la misma causa. Mis amigos o se jubilaron o son
camaristas, o, como en mi caso, mandan a sus hijos a
los tribunales.
Los empleados me hacen notar los años que pasa­
ron cuando cortesmente me tratan de “Doctor” en ba­
randilla, haciendo una excepción al permanente “tu­
teo”. Me impacienta ahora —lo reconozco—la terrible
PROLOGO 21

demora en los trámites, como muchas deficiencias


que antes no advertía. Los café-bares de mis comien­
zos ya no existen, o han sufrido cambios que los hacen
irreconocibles. Nunca como entonces encuentro más
grato mi Estudio, mis libros, los cuadros que adornan
mi despacho, los viejos muebles que fueron de mi pa­
dre y siguen inmutables viendo pasar generaciones de
abogados, de clientes, y casos seguramente muy pare­
cidos a pesar de las distintas rotulacir nes propias de
los tiempos y la novedad que siempre parece presen­
tar cada litigio.
Mucho menos voy a ellos, y sin embargo me duelen
los tribunales. Escucho hablar mal de los jueces y de
nosotros los abogados; antes también lo escuchaba pe­
ro simplemente me resbalaba porque las críticas no
me rozaban siquiera. Hoy me lastiman. Seguramente
porque es hoy también la profesión de dos de mis hijos
y los padres sentimos en carne propia todo lo que ata­
ñe a nuestros hijos.
A medida que crecemos en años crecemos también
en responsabilidades, y actualmente me parece que
en los déficit de mi profesión no estoy exento de algu­
na culpa. Pero, ¿qué ha ocurrido entre los años 56 a
94, en Argentina y en el.mundo, particularmente en el
ámbito de la justicia, en la abogacía, que me han he­
cho perder aquel orgullo inicial y me han movido a es­
cribir este libro?
La gente habla hoy mucho de la justicia, porque se­
guramente sufre demasiadas injusticias que nuestro
sector no resuelve. Es posible que siempre pasara lo
mismo pues desde los más remotos tiempos hubo jue­
ces injustos, picaros abogados o poderosos que se que­
daban con los bienes de los pobres. Mientras el mundo
22 PROLOGO

sea mundo los hombres serán siempre una melange de


virtudes y defectos, de luces y de sombras, aquellos
personajes u otros parecidos ocuparán siempre parte
del escenario de la vida y ya nadie debería admirarse.
Sin embargo, en esta época se habla demasiado de la
injusticia seguramente porque muy graves han de ser
nuestras fallas profesionales. Los diarios, la radio y la
televisión se ocupan invariablemente de nosotros, tal
vez porque son muchos los que padecen hambre y sed
de justicia y nuestro auxilio no sirve, por nuestra falta
de ciencia, de virtudes, de entrega, por incumplimien­
to de nuestros deberes.
Los colegios profesionales también lo advierten, pe­
ro adjudican las deficiencias a falta de recursos, a edi­
ficios inadecuados, carencia de personal o vetustez del
régimen procesal, mas nunca a sus colegiados.
Cometería una grave falta si sólo me limitara a se-
ñalai' esos mismos déficit, que por supuesto también
existen y en alguna medida contribuyen al mal am­
biente que goza hoy la justicia. Creo que somos noso­
tros, abogados y jueces, los que hemos desmejorado en
estos últimos años produciendo una insatisfacción ge­
neral que se hace inocultable.
En el fondo de la cuestión hay como siempre un proble­
ma moral. La sociedad toda se ha despojado de antiguos
valores y formas de vida reemplazándolos por otros bien
distintos. El hedonismo —la búsqueda del bienestar
personal como objetivo vital— en reemplazo de la auste­
ridad y la sencillez de costumbres que campeó larga­
mente en nuestro medio, tuvo que repercutir necesaria­
mente en una institución de servicio como es la justicia.
El servir ya poco cuenta, todos pretendemos ser ser­
vidos. El servidor es mal visto y hasta despreciado; só­
PROLOGO 23

lo valen los que tienen, los que pueden acceder a la cul­


tura del consumo, los que disponen de medios econó­
micos, los poderosos.
Hoy parece una bobería la antigua conducta de los
jueces que no sólo debían cumplir con todas sus obliga­
ciones propias sino que cargaban con exigencias socia­
les —más imperativas que aquéllas— que les llevaba
a ser verdaderos modelos de conducta. Conocí a mi
suegro, camarista del crimen, que nunca pisó un casi­
no o un hipódromo porque estimaba que no eran luga­
res propios para un magistrado judicial, que no tenía
automóvil porque el presupuesto no le alcanzaba, que
nunca viajó fuera del país, y que sin embargo era enor­
memente feliz en su modesta vida de familia, con bue­
nos amigos a quienes permanentemente frecuentaba,
entre sus libros, sus estudios y el mes de vacaciones en
las sierras de Córdoba, en un rancho arreglado a la ori­
lla de un arroyo que compartía con otra familia parien­
te, de calidades y gustos similares.
Eran épocas en que la jerarquía de la gente se medía
conforme otros patrones: la honradez, la buena educa­
ción de la familia, el arreglo de la casa, el buen modo
en el trato social, etcétera. El dinero ayudaba... per o no
era decisivo. La gente rica —industriales, comercian­
tes, propietarios rurales— tuvo que adoptar las mis­
mas costumbres para poder incorporarse sociahnente.
Los valores tradicionales, fruto de muchos años de
educación cristiana, colocaban al juez en un puesto de
privilegio; también a las profesiones de servicio como
la abogacía, o la medicina.
Pero la modernidad llegó —aunque tardíamente— a
Córdoba, como seguramente a todos los puntos de
nuestra hispanoamérica. La Segunda Guerra Mundial
24 PROLOGO

dió el golpe de gracia a una civilización y la reemplazó


por otra nueva, muy distinta a la anterior, que creyó
ver ataduras y tabúes en las antiguas creencias y cla­
mó por todas partes el derecho a la felicidad aquí y aho­
ra, la libertad personal en una amplitud que llegó a
confundirse con el libertinaje, el no dejar para el más
allá lo que puede hacerse ahora mismo...
Ya algunos años antes, uno de mis abuelos —juez
también—, hombre de muy buen humor, se reía de las
nuevas épocas diciendo que con los norteamericanos
había llegado la civilización del Pato Donald, nuevo
Atila que con su bondad animal, utilizando como caño­
nes las estridencias del jazz al modo de las trompetas
bíblicas, barrería con toda la vieja Europa, sus moda­
les paquetes y los cuellos duros, lo que hasta podía con­
siderarse sano y bueno mientras el cambio de formas
no se trasladara más allá a lo sustancial y se destruye­
ran los verdaderos tesoros de la humanidad logrados
con tantos esfuerzos a través de la historia.
Y tuvo razón mi abuelo. Todo cambió. El gusto de la
gente se fue modificando, los colores del Pato Donald
suplantaron completamente al blanco y negro tanto en
el cine, la vestimenta de la gente, las tapas de los li­
bros, o la pintura de los automóviles, la televisión
reemplazó a la literatura, el turismo al exterior al ve­
raneo en las sierras, el departamento a las casonas fa­
miliares, pero al mismo tiempo los antiguos patrones
de conducta asentados en la austeridad y la vida vir­
tuosa, parecieron tan añejos como el pesado ropero de
la casa de nuestros padres que empezó a no tener cabi­
da en los nuevos apartamentos.
Poco a poco todo se empezó a medir de manera dis­
tinta: quien más tenía, más podía, y también más as-
PROLOGO 25

candía socialmente. El que no podía hacerlo, se venía


abajo. Recuerdo por ejemplo cuan cotizado era hace
unos años un empleado bancario, hoy tan venido a me­
nos. Su permanente contacto con dinero ajeno hizo de
él un hombre fundamentalmente honrado, desprendi­
do totalmente de ese valor material que pasaba por
sus manos sin despertar su codicia. Medido con los an­
tiguos patrones el empleado bancario era un hombre
muy bien conceptuado. Hoy, juzgados ya por el magro
sueldo que se les paga, han descendido muchísimos lu­
gares en su status y la mayoría de ellos desearía conse­
guir algún kiosco o negocito de barrio para ganar algu­
nos pesos más.,..
Al juez y a los profesionales les pasó un poco lo mis­
mo que al empleado bancario. Su caída dentro del cua­
dro social fue evidente. Los bajos sueldos con que el
Estado retribuye a sus empleados —y ya el juez es mi­
rado como un empleado más—? lo llevaron a ese “des­
censo” que para muchos resultó muy penoso. La auste­
ridad dejó de ser un valor para convertirse en caren­
cia, en una limitación impuesta por circunstancias
desfavorables que habría que revertir. El tener reem­
plazó al ser. Tener cosas, tener poder, tener dinero, se
convirtió en el desiderátum de los nuevos tiempos. Pri­
varse del automóvil último modelo, o no veranear' en
las playas de Uruguay, Brasil o Chile pareció intolera­
ble. La vida austera, el sentirnos servidores de los de­
más pasó a molestarnos.
En la universidad también llegó el aggionamiento,
traducido en el facilismo. Lo que importaba era tener
un título profesional para luego ganar dinero. Saber,
ser útil, aprender a servir perdió valor. Miles de profe­
sionales recibían su diploma de cientos de universida­
des que por todo el país se abrieron, a pesar de que a
26 PROLOGO

todos nos constaba que en su mayoría no estaban bien


preparados, que el país no los necesitaba, que había un
exceso de abogados, que la mayoría se frustraría en el
intento de serlo..
Recuerdo la impresión que me produjo el acto acadé­
mico de la graduación de mi hijo mayor Ese día se di­
plomaron más de quinientos nuevos abogados, que por
orden alfabético iban pasando al escenario para reci­
bir el diploma de manos de las autoridades universita­
rias. Estoicamente debí sufrir un plantón de varias ho­
ras hasta que todos mis nuevos colegas —desde la A
hasta la Z— recibieran su título profesional y poder
abandonar prestamente el salón de actos.
Allí me di cuenta de esta gigantesca ola que lejos de
favorecer a la sociedad, necesariamente, por su defor­
midad, debía dañarla. Cada uno de ellos, “tenía” ahora
su diploma; de allí en adelante se vería si lograrían
“ser” verdaderos abogados. Individualmente no esta­
ba todo dicho: todavía era posible zafar de la frustra­
ción supliendo como autodidacta lo que no se recibió de
la universidad. Socialmente, un verdadero desastre.
Se desperdició tiempo y esfuerzos en un objetivo daño­
so, o al menos inútil.. Formar —y a veces malformar—
profesionales para una sociedad que no los necesita es
un absurdo.
Las universidades se llenaron de “estudiantes” que
se vieron en dificultades serias para “estudiar”. Los
profesores no podían dar ciertamente una clase a cien­
tos o miles de alumnos. Si se llegaba a tomar “lista de
asistencia” el tiempo que insumía su lectura no permi­
tía luego el dictado de la clase. La universidad se hizo
tan gigantesca que no había presupuesto que diera a
vasto y los recortes afectaron al punto más débil: los
PROLOGO 27

profesores, que continuaron siéndolo por puro patrio­


tismo, acendrada vocación docente o simplemente por
la vanidad de adornar un curriculum. Con tantos
alumnos las agrupaciones estudiantiles se hicieron ca­
da vez más fuerte, y en el afán de sus dirigentes de ga­
nar votos cayeron en la más cruda demagogia brindan­
do a los jóvenes el facilismo de poder obtener el ansia­
do diploma con el menor esfuerzo.
Estimo que en nuestro país debería haber menor pro­
porción de abogados que en los países europeos. Nues­
tra actividad económica es bastante menor, y menores
deben ser por supuesto los problemas que se generan.
Sin embargo superamos largamente el promedio euro­
peo; hay allí un abogado cada mil habitantes mientras
que en Argentina hay ocho o más. Y este exceso, natu­
ralmente, se hizo notar en nuestro medio.
Muchos no pudieron ejercer su profesión de aboga­
dos, al menos libremente; o ingresaron a la Adminis­
tración Pública que se llenó de profesionales y depar­
tamentos técnicos sin razones valederas o se dedica­
ron al comercio, la industria o a cualquier otra activi­
dad utilizando sus conocimientos universitarios como
un barniz cultural. Muchos se dedicaron a la poEtica o
al periodismo y finalmente una gran parte de ellos in­
gresó a tribunales o a un estudio jurídico o abrió su
propio bufete "tirándose a la pileta”... con suerte di­
versa, por supuesto.
Algunos advirtieron sus carencias, y como autodi­
dactas retornaron a los libros, estudiando sobre el caso
con responsabilidad, y son hoy excelentes abogados.
Otros se las ingeniaron para desenvolverse dentro de
la profesión con poco estudio pero apoyándose en do­
nes innatos: viveza, temperamento emprendedor, fací-
28 PROLOGO

lidad para hacer amigos, etcétera. Otros, desvirtuaron


la abogacía utilizándola para sus bajas apetencias: el
cliente se convirtió en víctima, privilegiaron su bolsi­
llo, y aprovecharon todas las oportunidades que la vi­
da profesional les brindó en beneficio propio, sin im­
portarles un perico ni su cliente ni la justicia. Las leyes
arancelarias se tornaron un garrote en sus manos y
pobre el que pasó cerca de ellos; el abuso, la malicia y
la temeridad, el pan de cada día...
Y como éramos tantos, y todos teníamos que comer
del mismo plato, se recurrió a expedientes de muy du­
dosa moralidad: mayor litigiosidad, aumento del cos­
to de los juicios para nutrir nuestras cajas de jubila­
ciones —luego los abogados fuimos también burlados
pues el dinero que ingresó a ellas fue destinado prin­
cipalmente a sus propios empleados—y finalmente a
aumentos de honorarios procurando que aunque los
juicios fueran pocos para los tantos abogados que éra­
mos, resultaran más nutritivos y todos así pudiéra­
mos vivir.
Dos brevísimos ejemplos para corroborar lo que digo:
cuando me inicié, el impuesto de justicia era sólo del
seis por mil, hoy es ocho veces mayor. Cuando comencé
la Caja de Abogados casi tenia nombres propios: Don
Barzola que cobraba las cuotas en los Estudios, la seño­
ra que archivaba nuestras boletas de aportes, y segura­
mente un par de empleados más. Hoy la Caja de Aboga­
dos se parece a un banco donde ya no entran los escrito­
rios ocupados por cientos de “funcionarios”.
Por supuesto que cada porción de nuestra sociedad
argentina se defendió de manera más o menos pareci­
da. Defensa individual o sectorial y que la comunidad o
el país se arregle... Y así nos fue. El facilismo mostró
PROLOGO 29

sus garras como enfermedad social. La parálisis ganó a


todos los sectores, y Argentina de ser el séptimo país del
mundo a principio del siglo veinte bajó más allá del cin­
cuenta puesto en el ranking y hasta llegó un par de ve­
ces a la hiperinflación, a la anarquía, y a desbordes so­
ciales que sólo por milagro hoy estamos dejando atrás.
Conforme los nuevos parámetros de medición social
el status de un juez descendió, los sueldos no alcanza­
ban para lograr lo que tantos otros conseguían, la fun­
ción ya no gozaba de aquel antiguo prestigio, y muchas
veces se ocupaba el cargo por no tener otra cosa, sim­
plemente por carecer de temperamento para ejercitar
con éxito la profesión de abogado.
Un juez con pérdida de jerarquía y autoridad, sin
ánimo, acorralado por bajos sueldos no es, por cierto,
un modelo ideal. Tampoco fue ayudado por una aboga­
cía meritoria. El alto grado de litigiosidad llevó a los
abogados a desarrollar verdaderas luchas campales
en cada juicio, exigiendo del juez un esfuerzo titánico
para mantener al proceso dentro de cánones de racio­
nalidad. Cuánto tiempo insumido sólo en buscar ex­
pedientes, que los abogados llevaban sin recibo —o a
hurtadillas o con la anuencia de algún empleado
irresponsable— y muchos hacían desaparecer como
último “recurso” para impedir la derrota en el pleito!
Rehacer un expediente... cuánto desgaste en una ta­
rea de tan bajo nivel!
La buena abogacía conlleva a lograr mejores jueces,
como un buen juez mejora a la abogacía. Si los aboga­
dos prestaran al magistrado la ayuda, el “auxilio” que
están obligados a prestarle, defendiendo a sus clientes
con empeño pero también con corrección, brindando al
juez todos los argumentos, de uno y otro lado para el
30 PROLOGO

dictado de una sentencia justa seguramente que el juez


realizaría su tarea mejor y más rápidamente y por su­
puesto que también con mayor satisfacción personal. El
exceso de litigiosidad, chabacanería, chicanas y otros
recursos más propios de “aves negras” que de abogados
debe dañar seguramente el ánimo de un juez, produ­
ciéndole un hastío interior difícil de superar, que trae
como consecuencia un menor rendimiento en el trabajo,
lentitud en sus resoluciones y otros déficit.
Por supuesto que en la adversidad siempre habrá
quijotes que encuentren en ella un motivo más para
multiplicarse en su labor. Y recuerdo aquí a otro juez
de mis primeras épocas de abogado: el doctor Jorge Ro­
mán, menudo en su físico pero con un temperamento
mayúsculo. En un juicio que como actor tuve en su juz­
gado, el demandado que no tenía ninguna razón se va­
lió exclusivamente de chicanas para demorar lo que
válidamente no podía evitar. Recurso tras recurso: a
una reposición seguía inmediatamente una apelación
o se abría un nuevo incidente. Con un juez timorato o
cómodo no habría terminado nunca con el pleito. Sin
embargo Román advirtió la maniobra y se volvió una
máquina de “no hacer lugar” a los pedidos de mi con­
traparte. Me llamó un día a su despacho y me dijo que
no me detuviera notificando tantos “no”, que siguiera
adelante el juicio sin atender a la vana polvareda le­
vantada por quien tan ruinmente se defendía. Y así y
sólo así pude llegar al final. —El juez Román era joco­
samente recordado en tribunales por el portazo con
que despidió a un letrado mañoso apretándole un dedo
de la mano, lo que le valió ser acusado penalmente—.
Y así como los buenos abogados mejoran la magis­
tratura, un buen juez mucho puede ayudar para ele­
var a la abogacía. Tiene todos los medios legales para
PROLOGO 31

exigir a los profesionales intervinientes en un proceso


el cumplimiento de los deberes que les atañe: decoro,
lealtad, buena fe, etcétera. Tiene también el poder de
sancionarlos, de acusarlos ante el Tribunal de Disci­
plina o enviar sus antecedentes a la justicia del cri­
men, aún el de separarlos de la misma causa por su in­
conducta. Pero sin llegar siquiera a la sanción tiene la
autoridad que la sociedad le confiere y que debe hacer
valer, por lo que una palabra o un consejo al abogado
será siempre muy benéfica.
Aunque seguramente hay casos de escopeta, perso­
najes extraordinarios que escapan a la regla. Me rela­
tó un día otro juez, hoy jubilado, que descubrió que un
abogado contaba con un “equipo” de testigos y median­
te ellos ganaba los juicios de daños por accidentes de
automóviles que él mismo fabricaba o le adjudicaba
una magnitud fruto de su temeridad. Llamó entonces
al abogado, y viéndolo joven y hasta con un excelente
porte, se permitió aconsejarle ejercitara su profesión
de otra manera, lo que le reportaría mayores satisfac­
ciones. Recibiendo como respuesta, y a boca de jarro,
pero, doctor, qué quiere! No tengo ninguna gana de lle­
gar a viejo como Ud., pobre y todavía pleiteando! —No
sé que hizo en el caso el bueno del juez, pero me dijeron
que el joven y audaz abogado pasó algún tiempo en la
cárcel y fue excluido de la matrícula—.
Jueces y abogados debemos servir a Injusticia y para
lograrlo se requiere hacer el esfuerzo de mejorarnos. No
podemos dar a los demás aquello de lo que carecemos.
Cuando recuperemos aquel viejo estilo de nobleza, y
ejercitemos de veras las virtudes que fundamentan
nuestra profesión, la recuperación habrá empezado.
¿Por donde comenzar? No lo sé. Tal vez luchando en
todos los frentes simultáneamente. En la universidad
32 PROLOGO

procurando incorporar “maestros” en las cátedras


que, a la par de informar acerca de su materia, formen
buenas personas que puedan ejercitar su profesión
dentro de normas éticas, con alumnos que estudien, y
que crezcan tanto en su intelecto como en su espíritu.
Con exigencias que reduzcan a un número razonable
la matrícula de abogados, con verdadera vocación, de
modo de adecuarlo a las verdaderas necesidades del
país.. Los colegios de abogados luchando no en pos del
facilismo del sector sino por su verdadera jerarquiza-
ción; procurando instrumentar una suerte de pasan­
tía que permita al recién recibido una práctica previa
que realmente lo habilite para servir con corrección a
la sociedad; conformando tribunales de disciplina efi­
cientes que corrijan las deformaciones profesionales y
limpien al sector de mala praxis. El Gobierno seleccio­
nando con mayor severidad y sin ataduras políticas o
de otro orden a los jueces, procurando elegir personas
con verdadera vocación, conocedores del derecho y con
firmeza de temperamento para conducir los procesos
con energía y autoridad. Los abogados, finalmente,
procurando entre las partes soluciones razonables,
evitando los juicios que puedan conciliarse, y si se de­
be llegar a ellos, hacerlo con el mayor decoro recor­
dando que a la par de defensores de las partes somos
auxiliares de la justicia. Que cuando ganamos un plei­
to, con desmedro de la justicia, perdemos todos pues
se frustra el objetivo principal del mecanismo en que
estamos insertos, y contribuimos a incrementar la
desconfianza en el sistema.
Cuando el público vea en nosotros los abogados a per­
sonas verdaderamente dedicadas al triunfo de la justi­
cia, a pesar de deficiencias y errores ínsitas en nuestra
humana condición, preocupados por la paz social, el de­
PROLOGO ¿3..

recho y en que cada uno reciba realmente lo suyo, ten-tf


drá confianza en nosotros, y por ende en los tribunales,
y podrán lograrse los altos objetivos profesionales.
Cuando nos vean más interesados en el servicio que en
el cobro de una retribución, cuando adviertan un espí­
ritu de sacrificio y desinterés restauraremos el anti­
guo prestigio de tan noble profesión.
Escribo este libro dolido por la crisis de la abogacía,
pretendiendo llevar a la reflexión al lector, de modo
que todos contribuyamos a un verdadero cambio ci­
mentado en la moral y la ética..
Para que el país mejore en todos sus sectores debe­
mos contribuir a ello. No podemos caer nuevamente
en el facilismo de que el cambio debe exigirse a los de­
más pero que a nosotros no nos molesten. El único
privilegio que debemos pedir es justamente el de es­
tar en la vanguardia.
Sigo creyendo en la nobleza de la abogacía, aún cuan­
do su blanca vestidura se manche continuamente por
las penurias humanas que son su pan de cada día.
Cuando el material con que se actúa es barro, nunca los
operarios podrán librarse de él. Pero no importa tanto
como se nos ve sino como somos en realidad. El ropaje
podrá ensuciarse pero mientras breguemos con limpie­
za de alma en favor de Injusticia, cumpliendo nuestro
rol con dignidad, profesionalidad y corrección, estamos
enbuen camino.
Es cierto que jugar con barro es peligroso: y no cui­
darse de esos peligros, tonto. Este libro pretende mos­
trar distintas facetas de nuestra profesión a través de
mi propia experiencia, procurando que el lector alcan­
ce a comprender la belleza y dificultad de la abogacía,
sus cimas inalcanzables, y valorar el esfuerzo de tan­

3 — Nosotros tos abogados


34 PROLOGO

tos buenos profesionales, cualquiera sea su status o sa­


piencia, que bregan por alcanzar una pizca más de jus­
ticia aquí en la tierra; igualmente que se advierta la
incongruencia de quienes desvirtúan su finalidad y la
utilizan como herramienta de su egoísmo, como pelda­
ño de ascenso social, de carrera política o universita­
ria, o simplemente como fuente de lucro.
Me estimula saber que la Iglesia Católica, a la que
pertenezco, llama a María, madre de Dios, “abogada
nuestra”: lo que quiere decir que la abogacía es uno de
los mejores servicios que puede prestarse a los hom­
bres. Necesitaremos, por supuesto, de Ella a la hora de
nuestro juicio y nunca agradeceremos tanto como po­
der contar con tanta excelencia en nuestra defensa. Só­
lo con abogada de tanto fuste podemos tener fundadas
esperanzas de triunfo en el proceso de nuestra vida.
VOCACION: SENTIDO DE JUSTICIA
La abogacía es una profesión libre e independiente
destinada a colaborar con la justicia en su objetivo de
concordia y paz social, mediante el consej o y la defensa
de derechos e intereses público s y privados, aplicando
criterios propios de la ciencia y técnica jurídicas.
Abogar significa presentar y apoyar ante quienes han '
de juzgar las razones en favor de una persona o de una
causa, función principal del abogado, siempre unida al
proceso judicial. Legalmente se otorga esta denomina­
ción al graduado en derecho que ejerce con habituali- =
dad y profesionalmente la dirección y defensa de las ;
partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y j
consejo jurídico1.
El concepto usual de la palabra abogado coincide con
el legal. Así, abogado, en el sentido corriente de nues­
tro idioma, significa protector, defensor, el que interce­
de, media, ruega o suplica en favor de otro.
El Código de ética de nuestro país en su artículo 62 ex­
presa que es misión esencial de la abogacía el afianzar

1 Gómez del Liarlo González, Fernando, Abogacía y proceso, Ed.


Forum, Buenos Aires, 1990, p.113.
38 MARTINEZ CRESPO

la justicia y la intervención profesional del abogado,


función indispensable para la realización del derecho.
Justicia es una virtud puesta por Dios en el corazón
de los hombres por la que tendemos a dar a cada uno
lo suyo, frustrada permanentemente por el egoísmo y
otros defectos que nos alejan de ella, lo que ha llevado
desde los inicios de la historia al dictado de normas y
preceptos tendientes a regular conductas procurando
tan noble finalidad. El desarrollo de la humanidad
muestra los permanentes vaivenes en la marcha ha­
cia ese objetivo, avances y retrocesos propios por otra
parte de todas las acciones humanas.
En un principio aquellas normas y preceptos eran
pocos y sencillos, pero luego adquirieron una entidad
cuantitativa y cualitativa de tal magnitud que hicie­
ron desarrollar una ciencia para su estudio, el dere­
cho, del más alto nivel por sus exigencias, riqueza, me­
todología, como por la nobleza de sus metas.
Las universidades cuentan con facultades especia­
les que han estructurado la carrera de derecho, gene­
ralmente con seis años de estudios y a cuya finaliza­
ción se otorgan títulos profesionales que acreditan
los conocimientos indispensables para ejercer la abo­
gacía, defendiendo intereses ajenos, o la magistratu­
ra judicial, juzgando las causas o disputas que le son
planteadas.
El sentido de justicia es un sentimient_o..generaliza-
do en toda persona racional. Desde su nacimiento todo
hombre lleva en germen esa especie de equilibrio que
comporta el “dar a cada uno lo suyo”. Esa semilla pue­
de crecer naturalmente más o menos de acuerdo a ap­
titudes propias e individuales, pero puede desarrollar­
se por estímulos exteriores hasta lograr su completa
maduración y hacerla fructífera.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 39

El sentido de justicia es en este aspecto semejante a


la aptitud artística. Todo niño nace con ella, y no es
cierto que hay que tener un “oído” o una “mano” espe­
cial para ser músico o pintor, pues cualquier chico
puede cantar o dibujar —aunque algunos lo hacen
mejor que otro, naturalmente— sino que todo consis­
te en hacer germinar la semilla, colocándola en terre­
no favorable, cultivándola de modo que se desarrolle y
de sus frutos.
Como en todos los órdenes de la vida los logros son
fundamentalmente consecuencia del esfuerzo y en mu­
cho menor medida de dones gratuitos recibidos por vía
genética. El jurista, al igual que un artista, es la perso­
na que supo desarrollar, en su casa, con sus padres y
hermanos, con sus amigos, en el colegio primero y lue­
go en la universidad, ese “talento” que en mayor o me­
nor medida Dios a todos regaló.
Es frecuente encontrarnos con familias de músicos, de
pintores, de militares, de religiosos, de médicos y tam­
bién de abogados. Me inclino a creer que más que por ra­
zones genéticas es por’ causa de un “clima familiar” que
favorece el desarrollo de una determinada aptitud, que
luego se transforma en “vocación”, que lleva a realizar
estudios especializados, y conforman en definitiva el ofi­
cio o profesión que llena nuestra vida.
Cuando se advierte una„particular inclinación hacia,
la justicia, cuando la injusticia hiere y provoca rebel­
días, se está frente a una verdadera vocación por el de­
recho,cualesquiera fueren las aptitudes que se pó^éaif
en orden a la buena expresión de las ideas, al hablar o*
argumentar_bien,_.al aplomo, etcétera. Estas últimas
cualidades si bien importantes no son fúndamentales.
Ayudan pero no hacen a lo sustancial. Lo que no puede
.faltar es la apetencia de justicia, deí orden y la armo­
40 MARTINEZ CRESPO

nía. que representa el dar a cada uno lo suyo, de la


equidad que como su etimología lo sugiere es una suer­
te de equilibrio, de equivalencia, de proporcionalidad.
En general quien cuestiona la solución de la..ley. y
procura con sus propias razones modificarla es quien
revela una mayor vocación por la justicia; quien, por el
contrario, es sumiso a las leyes impuestas y las acepta
sin cuestionamientos, no demuestra un interés parti­
cular por el tema. Parece una contradicción, pero el jo­
ven rebelde a las normas preestablecidas, más dado a
discutirlas que a aceptarlas por razones de autoridad,
es quien tiene una verdadera predilección por todo lo
que se relaciona con la justicia. Es como a quien escu­
chando música le “duele” una desafinación, que para
otros pasa desapercibida. En general, los jóvenes pro­
curan desarrollar sus “talentos” en un orden precons-
tituído que aceptan y no discuten; aquellos que lo ha­
cen porque difieren con los límites que la sociedad les
impone, son los que tienen “talento” para estudios so­
ciales como el derecho.
Si la ley positiva no armoniza con la ley natural, ins­
cripta por Dios en nuestros corazones, se produce una
“desafinación” que despierta la resistencia de quienes
no la toleran. Ellos son los que revelan con claridad
una vocación cierta por Injusticia, las leyes, la carrera
del derecho y el ejercicio de la abogacía.
La sociedad requiere del abogado su auxilio.parado-,
grar la justicia allí donde ella ha sido burlada-o-ha su­
frido mengua de cualquier naturaleza,, y lo. hac_e_sa-
biendo que se recurre a quien está especialmente ga-
pacitado para prestar ese servicio por sus conocinaien^
tos del derecho. El abogado es un técnico preparado
por la comunidad para satisfacer su legítima apeten-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 41

ciade justicia, del mismo modo que el médico en reía- \


ción a la salud, o el artista. a..la.belleza.--
Desde luego que el abogado (e incluyo aquí a los jue­
ces, que antes que jueces son primariamente aboga­
dos) no puede ser solamente un técnico o un científico,
sino que debe ser sobre todo un hombre prudente,
pues quien a él recurre es muchas veces unenfermo
que necesita también ser curado en su espíritu. El
buen abogado debe estar dotado de muchas virtudes
que examinaremos más adelante de modo que no sólo
pueda dar una solución jurídica o económica al tema,
sino también prestar el auxilio integral que en cada
caso se requiera.
Es que —como hemos dicho— en la base de todo
buen abogado debe haber un hombre virtuoso con ca­
bal "sentido de justicia”, fuertemente desarrollado, co­
ronado por cierto, de estudios especializados. Primero,
pues, un criterio jurídico bien formado, que de por sí no
lo distingue del resto de la comunidad pero que le es
fundamental, luego la ciencia y la técnica específicas,
adquirida y no natural, cuyas reglas son desconocidas
por las demás personas, y que en consecuencia dife­
rencian al abogado.
Dos condiciones, pues, para llegar a ser un buen abo­
gado: una primera y fundamental, vocación por la jus­
ticia, cultivada y permanentemente desarrollada, por­
gue no se puede dar a otros lo que no se tiene, después,
inuchp despué s, sólidos conocimientos de la ciencíaTu-
rídica de modo de hacer.eficaz nuestro accionar.
Se puede ser un músico, y no saber ejecutar ningún
instrumento, pero no se puede ser un buen pianista o
violinista sin ser antes que nada un artista. Aunque se
estudie diez horas diarias durante días el piano, si no
42 MARTINEZ CRESPO

se ha cultivado un espíritu artístico, se llegarán a mo­


ver muy bien los dedos y hasta ejecutar con corrección
una partitura de Beethoven, por ejemplo, pero nunca .|
se podrá trasmitir el hondo mensaje que el genio de
Bonn legó en sus obras. Así, el juez o el abogado que se
concrete a ejercitar su oficio, sujeto con corrección a le­
yes escritas positivas —que en el caso son como la par- J
titura del músico— sin la búsqueda del mensaje pro­
fundo y sin la ansiedad y la angustia del que apetece |
de j usticia (como el artista de la belleza) quedará siem- |
pre en la pura superficie en el mejor de los casos, co­
rriendo el grave peligro de que su carencia de vocación i
lo lleve a convertir una noble profesión en un ruin ofi­
cio, dejando de lado a la justicia y poniendo la mira en
sus propias apetencias —poder, bolsillo, etc.— olvi­
dando que nuestro rol primero es servir a los demás. |
Es por eso que el solo estudio de las materias que con- I
forman la carrera de derecho no habilita por sí al ejercí- |
ció profesional. Ser abogado es conocer la ciencia jurídj- f
ca suficientemente, pero a la vez ser un poco psicólogo, i
aprender a dar consejos, saber imponerse. guando-Co­
rresponde, saber renunciar si ello es preciso, adquirir |
día a día un mayor sentido de justicia, que como el oído
musical va concertando hechos y voluntades de modo |
que las almas humanas afinen en la justicia y perciban
la belleza y la alegría. Más adelante volveremos sobre
estos temas; por ahora nos quedamos con el concepto 1
primordial: la abogacía es una profesión que tiene su
razón de ser y su basamento en el servicio a quien nos
llama en su auxilio. |
Si sólo pensamos en nosotros mismos, no queramos J
ser abogados porque haremos un daño a los demás y J
fracasaremos rotundamente. Si nos interesa funda­
mentalmente el lucro, no seamos abogados y enderece-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 43

mos nuestros esfuerzos hacia otras actividades, que


más indirectamente también resultan beneficiosas a la .
comunidad, como el comercio, la industria, etcétera. El <
abogado si se dedica a su profesión puede obtener un 1i
buen nivel de vida, no ser rico, pero sus mayores logros H
los obtendrá en la lucha por las buenas causas que le re- p
compensarán espiritualmente de muchos sinsabores. J }
Es que en la medida en que más elevada es una mi­
sión, mayor también es la recompensa que se obtiene
al cumplirla. Mientras más alta es la montaña que es­
calamos, mayor es el esfuerzo que exigirá el ascenso,
pero también mayor es la alegría que produce el arribo
a la cima, con sus panoramas inigualables.
La sonrisa de un niño será la mejor recompensa para i
la abnegación de una madre, así como la paz espiritual
en el alma para los que dedican su vida a la gloria de
Dios, o el aplauso agradecido de un pueblo al político
que por él se sacrifica, etcétera. En cambio, a medida
que más se materializa nuestra prestación, la recom­
pensa también disminuye en calidad. Quien comercia
sólo puede pretender una contraprestación material. ;
Así el abogado cuyo objetivo principal sea el dinero ha­
brá trocado un “honorario” (que como la palabra lo dice
concede primacía al “honor”) a la simple condición de
un “precio” y, al mismo tiempo, habrá rebajado también ,
en muchos escalones la dignidad de su profesión. (
Felizmente conozco infinidad de casos en que los t
abogados trabajaron (muchas veces intensamente) y
se abstuvieron de exigir lo que podía corresponderles 11
como honorario, por consideración a sus clientes, a mé- 4
rito de la escasez de sus recursos, comprensión a sus
carencias, o simplemente por los lazos antiguos de 1 ,
amistad que los vinculaba o que llegaron a formarse
44 MARTINEZ CRESPO

en el curso del proceso. Lo cierto es que en esos casos se­


guramente, el abogado recibió de parte de su cliente
agradecido alguna muestra de cariño, que con el tiem­
po adquirió mucho mayor valor que los pesos que pudo
haber cobrado. Los primeros duraznos de la quinta, la
caja de salame de la Colonia que todos los años suelo re­
cibir, o las tarjetas que en las fiestas navideñas me lle­
gan de distintos lugares, de tan cariñosos amigos, que
alguna vez fueron mis clientes, y que cubren gran par­
te de mi biblioteca, renuevan ciertamente mi voluntad
para continuar enfrentando las muchas desventuras
que el ejercicio de la profesión trae aparejada.
El cuadro del pintor cordobés Cerrito, representan­
do ese niño de ojos grandes que con tanta dulzura nos
mira desde hace más de veinte años en la sala de mi
casa, me recordará siempre a la buena señora, madre
de un empleado bancario amigo, a quien atendí en un
desalojo. Cualquier suma que hubiera podido pagar­
me en concepto de honorario, por elevada que fuera,
habría durado mucho menos seguramente que el pla­
cer que ese niño plácido ya ha brindado a mi familia.
LA FORMACION DEL ABOGADO
Cuando el doctor Carlos Ernesto Deheza, titular de
nuestro Estudio al tiempo de mi graduación, enseñaba
Der echo romano en la Universidad Nacional de Córdo­
ba, los estudiantes solían preparar su materia por la
obra de Maynz, compuesta de dos gruesos tomos, lo
mismo que cualquier alumno de una buena universi­
dad europea. Veinte años después mi padre lo sucedió
en la cátedra, pero ya entonces no se utilizaba la obra
de Maynz sino la de Petit, excelente libro, aunque mu­
cho menos voluminoso que aquél (tal vez haciendo ho­
nor a su nombre!).
Poco después, cuando cursé Derecho romano, el titu­
lar de la cátedra er a el doctor Agustín Díaz Bialet, pro­
fesor excelente, que también recomendaba estudiar por
libros de prestigiosos romanistas europeos como Jors
Kulken, Bonfante o algún otro que ahora no recuerdo,
pero nosotros los estudiantes ya lo hacíamos por el
apunte extraído de sus clases. Habiámos dejado de es­
tudiar por libros... y descendido también muchos pel­
daños en la escala intelectual. Luego supe por mis hijos
que apuntes como el de Díaz Bialet llegaron a resultar
insoportables para el alumnado y que el Derecho roma­
no se estudia por el “Romanito”, apretada síntesis he­
cha por algún alumno de las notas de clase del profesor.
48 MARTINEZ CRESPO

Y este acelerado descenso que en el transcurso de los


años ocurrió con el Derecho romano sin duda se repitió
en las demás materias de la Universidad Nacional de
Córdoba.... y en las del país entero.
Todo esto sucedió no sólo como consecuencia de apli­
car la ley del menor esfuerzo por parte del alumnado
—y del profesorado— sino a causa de una deliberada
política trazada por las autoridades educacionales, que
so pretexto de popularizarla universidad barrieron con
exigencias de calidad, ejercicio de virtudes, primacía
del servicio, etcétera, savia cristiana que nutría la vida
universitaria occidental desde sus orígenes.
Es que como expresa Alvaro D’Ors1: “La ideología
socialista y marxista, al mantener necesariamente un
punto de vista sociológico, es extraña al interés del es­
tudio del derecho propiamente dicho; convierte el de­
recho en una técnica social y tiende a transformar las
Facultades de Derecho, tradicionalmente destinadas
a la formación de letrados, en escuelas de gestores.
Procura con ese fin, evitar, una previa educación hu­
manística de la juventud, y la reduce a una nueva for­
ma de analfabetismo —de illiteracy— como dicen los
ingleses, de la que cada día se hace más difícil extraer
unos letrados”.
Necesariamente la ciencia jurídica debe ser adquiri­
da con esfuerzo a través del libro. Su aprendizaje re­
quiere la lectura de Códigos, textos de doctrina y de ju­
risprudencia pues el derecho es en definitiva lo que los
jueces dicen en sus sentencias. Como hay demasiados
libros es indispensable un buen guía —el buen profe­

1 D’Ors, Alvaro, Introducción al estudio del derecho, Ed. Rialp,


Madrid, 1987.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 49

sor— que nos indique cuales deben ser “nuestros” li­


bros. Luego en el ejercicio profesional continuaremos
aprendiendo y con mayor formación, y experiencia, in­
corporaremos otros libros útiles destinados a temas
puntuales pero que nunca desplazarán a los que nos
hicieron abogados.
La formación de un abogado requiere fundamental­
mente dos cosas: el necesario conocimiento de la cien-
cia jurídica a través del estudio de buenos libros, com­
plementados por las enseñanzas de buenos profesores,
dedicados a la docencia, y_del_ejercicio de las virtudes
propias como son la justicia y la prudencia.
Mi padre en conferencia que pronunciara en un en­
cuentro de romanistas expresó los conceptos que
transcribo: El buen profesor universitario inculca al
alumno criterios jurídicos de modo que borradas de la
memoria, poi’ el paso del tiempo, los nombres, los nú­
meros, las leyes, los autores, quede el sabor de lo justo
que es el verdadero saber.
Hay que enseñar a vivir el derecho, de modo que to­
das las clases sean siempre prácticas, donde más que
doctrinas y leyes se enseñe donde está la justicia en los
casos que se presente y todos participen de su búsque­
da, insistiendo siempre que lo primero es lo justo, lo se­
gundo el derecho y recién lo tercero es el código.
Debe formarse el “buen sentido”, que es como el “ojo
clínico” del médico, para descubrir en la complejidad
de las cosas, donde está lo justo. Porque por allí debe
comenzarse, averiguando con buen sentido donde está
la justicia y ya luego encontraremos los artículos con­
firmatorios del código..
En el siglo pasado Bravard Veyrieres publicó un tra­
bajo sobre la enseñanza del Derecho romano y los re­
4 — Nosotros los abogaoos
50 MARTINEZ CRESPO

saltados que deben esperarse de su estudio. Dijo allí


que debe procurarse despertar y cultivar las inclina­
ciones vocacionales del futuro jurista, especialmente
“la rectitud de sentido y de juicio que sirviendo de guía
en el laberinto de las opiniones, hace presentir donde
está lo verdadero o lo falso, ese golpe de ojo que domina
el problema, esa penetración que va al fondo de las co­
sas, esa sagacidad que no deja escapar nada y que, en
medio de las razones para dudar, distingue las razones
para decidir, ese arte profundo de argumentación que
llega por deducciones rigurosas a una demostración
evidente, a una construcción irrecusable”.
Un maestro no enseña un “derecho de profesores”, un
derecho aislado en las bibliotecas, sino también una ac­
titud moral. Hay que tener siempre presente aquel
consejo de Cicerón en su trabajo De ¿zwen£zo??e, de que
en los juicios lo que hay que buscar es lo equitativo. En
esto yo diría que así como en la Academia de Platón ha­
bía una inscripción que decía: "Quien no sepa geome­
tría no entre aquí”, en nuestras facultades de derecho y
en nuestr os tribunales debería haber una inscripción
que dijera: “Quien no busque Injusticia no entre aquí”.
Ahora bien, ¿dónde está la justicia? ¿en la ley? No; la
ley sólo es una norma, una pauta: el derecho tiene ne­
cesidad de la ley para guiar a los hombres, pero le es­
torba para juzgarlos. La ley —repito— no es más que
una guía, una regla de carácter general que, en los ca­
sos concretos, necesita ser bien interpretada para su
recta aplicación. Quienes hemos actuado en el dere­
cho, sabemos bien cuantas veces, para juzgar con equi­
dad, la letra de la ley es un obstáculo2.

2 Martínez Casas, Mario, El derecho romano como arte de lo jus­


to, Conferencia pronunciada en Vaquerías en el “leí-. Encuentro de
NOSOTROS LOS ABOGADOS 51

Dice Colmo en su obra postuma titulada La Justicia:


“Lo justo debe hallar complemento en lo equitativo, lo
escrito en las leyes ha de ceder a lo reclamado por la alu­
dida justicia natural, en supuestos en que la literalidad
no condice con la realidad de los intereses en juego ya
por su rigor ya por su evidente desadaptación” (p.28).
Y más adelante continúa: “Para muchos la ley o el
derecho no deja nada sin prever, y al magistrado no le
queda sino analizar la situación sometida a él para
luego encuadrarla en el correspondiente marco jurídi­
co. La función no diferiría, salvo en lo intelectual, de la
de un comerciante o un ama de llaves que distribuyen
en los estantes y cajones de sus negocios o despensas
los nuevos artículos que van recibiendo” (p.56).
Los ingleses, que imitan bastante al Derecho roma­
no, tienen un aforismo que alienta, pese a toda dificul­
tad, a encontrar solución en la justicia, aunque la ley
parezca impedirla: “Donde hay un derecho —dicen—
tiene que haber un camino”.
Pero volvamos a la formación del jurista. En las uni­
versidades se abunda en datos que a veces sólo sirven
al lucimiento del memorista más que a la verdadera
construcción del criterio jurídico o buen sentido que, co­
mo lo venimos repitiéndoles lo verdaderamente funda­
mental. Había en mi época profesores que exigían a sus
alummos en los exámenes recitar artículos al pie de la
letra y se decía que un viejo profesor de reales no nece­
sitaba mirar el Código Civil porque lo sabía íntegra­
mente —¡tiene más de cuatro mil artículos!— sin olvi­
dar una palabra. Como curiosidad y como modo de ejer-

Profesores de Derecho Romano”, Mayo 1977, con el auspicio de la


Universidad Nacional de Córdoba, editado por el Banco de la Provin­
cia de Córdoba, 1977.
52 MARTINEZ CRESPO

citar la memoria —que no es nada malo— puede que el


método resulte, pero para formar a un jurista no! |
Se peca a veces de falta de una visión general de con- |
junto, distinguiendo las líneas fundamentales de lo pu- |
ramente circunstancial, histórico o anecdótico. El Dere­
cho romano, por ejemplo, es útilísimo en su conjunto pe- f
ro me parece muchas veces inútil el estudio de minucias
del Digesto, que seguramente resultarán de primera J
magnitud para especialistas mas no para el abogado. Se
debería procurar, por el contrario, que el alumno olvide
rápidamente la envoltura accesoria y extraiga las ense- |
ñanzas fundamentales de la materia. En Derecho inter­
nacional público pasa lo mismo. Recuerdo que en mi f
curso se nos exigía aprender casi de memoria, fechas de 1
tratados y su contenido, que por supuesto debíamos re- f
tener sólo hasta el momento del examen y olvidarlos de
inmediato porque nuestra memoria debía ocuparse con J
nuevos datos provenientes de otra materia. f
En el estudio de las treinta materias que entonces J
comprendía la carrera de abogacía, ya se vislumbraba
la inclinación del alumno. Había quienes tenían un es-
pecial entusiasmo por el derecho público, muchos de los
cuales seguramente serían luego tentados por la políti- |
ca, otros por el Derecho penal, finalmente otros como |
yo, preferíamos el Derecho privado, especialmente los j
cursos en que se dividía el análisis del Código Civil. Las
materias “preferidas” eran estudiadas mejor que las |
otras, simplemente porque interesaban más.
Un pequeño grupo de alumnos se destacaba por su f
dedicación al estudio, su incorporación a los institutos,
su ingreso a las distintas cátedras como ayudantes-
alumnos, etcétera. Eran naturalmente los mejores J
“promedios” de la facultad, teniendo en cuenta las no- |
tas de sus exámenes. 1
!3

[ NOSOTROS LOS ABOGADOS 53

Recordando a alguno de esos brillantes alumnos


pienso que en su mayoría ingresaron a la justicia y fue­
ron jueces o quedaron en la misma universidad como
profesores. Muy pocos de esos jóvenes “diez” continua­
ron brillando luego en ejercicio de la abogacía.
Es que el abogado debe ser estudioso, como ya he­
mos dicho, pero su vida no se agota en los libros sino
? que debe tener un pie en ellos y otro en la ralle, en la vi­
da corriente, en los problemas de su comunidad.
Un erudito, un jurisconsulto, es un hombre que dedi­
ca su vida al estudio. En sus libros, en la reflexión per­
manente, en sus ensayos hace “ciencia”, y se convierte
en un “científico” del derecho. El abogado, en cambio,
aplica esos conocimientos a la vida real y es en primer
término el hombre, su comunidad, el mundo y sus cir­
cunstancias, su primer gran preocupación; los libros, la
ciencia jurídica, que también está obligado a conocer,
son sólo para él un instrumento que le permite cumplir,
en el caso concreto que le toca actuar, los altos objetivos
j que se ha propuesto.
Recuerdo que en una oportunidad un antiguo profe­
sor universitario, abogado también pero que nunca
había ejercido la profesión, me encomendó un juicio
de desalojo de un departamento de su propiedad, y ad­
vertí que estaba a kilómetros de distancia de lo que
era un proceso, las leyes de alquileres, y todo lo referi­
do a su problema. Su cabeza estaba en su ciencia, en
un plano de pura teoría y no tenía ningún interés en
| “tocar tierra”.
Durante todo el pleito el viejo profesor me llamaba
periódicamente para estar informado, pero se limitá­
is ba a ello, nunca dejó traslucir su condición de abogado
Ií ni se introdujo en la contienda.
54 MARTINEZ CRESPO

Como decíamos, la formación del abogado no se ago­


ta en la universidad. La abogacía es un “quehacer”, un
“arte” que se aprende haciendo, más allá de los libros.
El título universitario acredita el estudio suficiente de
las materias comprendidas en la carrera de derecho,
pero de ningún modo que se está capacitado para “ac­
tuar” como abogado. La práctica previa de esos conoci­
mientos a los casos concretos es tan necesaria como po­
dría serlo para un médico recién recibido, que antes de
actuar libremente por cuenta propia requiere una
ejercitación intensa bajo la supervisión de médicos ex­
perimentados, que vayan haciendo fructificar en lo
concreto los conocimientos puramente teóricos adqui­
ridos en la universidad.
Horacio Lynch, un destacado abogado de Buenos Ai­
res que mucho ha trabajado por el mejoramiento de
nuestra profesión, desde una fundación de su creación
que llamó “Fores”, escribió hace unos años una nota ti­
tulada La situación de la abogacía en la Capital Fede­
ral3, en la que dice:
“Una reciente encuesta reveló que el 96% de los
egresados de las facultades de derecho de la Capital
Federal, consideraban que los estudios universitarios
no los habían capacitado convenientemente para el
ejercicio responsable de su profesión...(el 5% contestó
afirmativamente, el 37,6% contestó resueltamente
que no mientras que el 57,2% estimó que debían com­
pletar sus estudios). En esa misma encuesta el 96%
estimó que deberían completarse los estudios me­
diante práctica forense, y casi el 50% estimó que no
debería autorizarse el ejercicio profesional sin esa
práctica previa”.

3 Lynch, Horacio, La situación de la abogacía en la Capital Fede­


ral, JA, 1977-1-825.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 55

El nivel de los recién recibidos es muy deficiente» di­


ce Lynch, pese a lo cual están autorizados para ejercer
sin más trámite. En las universidades sólo se imparte
enseñanza teórica que no se ve complementada por
ninguna otra de carácter práctico y así los futuros pro­
fesionales nacen huérfanos de la técnica necesaria pa­
ra aplicar los conocimientos adquiridos.
De nuestras facultades se lanzan abogados al foro,
directamente, sin ningún tipo de etapa intermedia o
de introducción gradual en la profesión. Es que no pue­
de ser la misma la preparación de un abogado que tra­
bajará como asesor interno de una empresa o ministe­
rio que el que dedicará su vida al ejercicio de la profe­
sión en tribunales o el que será juez., Las consecuen­
cias están a la vista.
Las soluciones que propugna Lynch son las siguientes:
a) Selección, limitación y capacitación de los profe­
sionales a través de un Instituto de Práctica Forense,.
Con cursos obligatorios para los graduados universita­
rios como paso previo para la inscripción en la matrí­
cula. La universidad otorgaría títulos meramente aca­
démicos que permitirían al egresado actuar en otros
campos: docencia, asesoramiento, sindicaturas, acce­
so al notariado, pero no a ejercitar la profesión de abo­
gado ante los tribunales ni a ser magistrado o secreta­
rio judicial. El ingreso al mencionado instituto se ha­
ría estrictamente por capacidad y en el mismo se ad­
mitiría únicamente el número de profesionales que el
foro necesita. Serviría también para determinar y se­
leccionar los ingresos al Poder Judicial.
Expresa que de tal forma se opera en los países más
adelantados como Alemania, Francia, Inglaterra, Ja­
pón, etcétera. Que mientras en la universidad resulta
56 MARTINEZ CRESPO

bueno impartir una enseñanza general y teórica para


todos, pues su fin es brindar cultura y promover la in­
vestigación, la abogacía requiere la enseñanza de un
arte práctico, en la que debe predominar el espíritu ju­
rídico, el análisis clínico, el sentido práctico y un pro­
fundo conocimiento de la vida y de las personas. Que
si no se hace una verdadera y auténtica selección de­
mocrática —dando iguales oportunidades a todos—
teniendo en cuenta las capacidades de los abogados o
licenciados por la universidad, será el mercado quien
efectuará esa selección conforme a otros parámetros
mucho menos justos.
Este instituto debería quedar bajo la supervisión de
la Corte y la colaboración de los colegios profesionales
y facultades de derecho. Los profesores serían cuida­
dosamente seleccionados entre jueces, docentes uni­
versitarios y especialmente abogados en ejercicio. Se
estima que ello es imprescindible para abordar el te­
ma con la especialización que requiere4.
b) Un control de matrícula y arancelamiento profe­
sional que aleje a los que ejercitan ocasionalmente la
profesión y protejan a los verdaderos estudios.
c) Lograr regulaciones justas, concientizando a los
jueces en el uso de los aranceles de modo de premiar el
buen trabajo profesional.
En definitiva cualquier plan de reformas judiciales
debe tener por objetivo lograr una magistratura capa­
citada y una profesión desempeñada por abogados que
conozcan su profesión y donde no exista exceso de pro­
fesionales.

4 Ver Carlos Eduardo, Clínica jurídica, Ed Ejea, Buenos Aires,


1959
■íf
¿i
J NOSOTROS LOS ABOGADOS 57

Aún cuando la encuesta citada por Lynch pudiera


ser hoy inexacta, frente a mejoras en las universida­
des estatales o superior nivel de algunas privadas, lo
cierto es que un egresado requiere un tiempo de prác­
tica para poder ejercitar sin riesgos la profesión de
abogado.
Se me ocurre pensar que el alumno que egresa con
su título de abogado en una universidad argentina de­
be efectuar una práctica obligatoria o pasantía antes
de que se lo habilite para ejercitar por sí la profesión.
Esta práctica o se hace en un instituto especial, del ti­
po de “Fores” del que ya hemos hablado, o se cumple
como empleado ad honorem en los tribunales o como
pasante en un estudio jurídico.
Creo que la pasantía además de resultar muy útil al
joven egresado, obliga a los titulares de los estudios ju­
rídicos a cumplir una labor docente que redundaría en
su propio beneficio, y llevaría rápidamente a una reje-
rarquización profesional.
Por nuestro Estudio, en su ya larga vida, han hecho
sus primeras armas muchos jó venes que ingresaron co­
mo empleados y continuaron ejercitando algún tiempo
después de recibirse de abogados, y creo que ese paso
resultó para ellos de suma utilidad.
En la “calle" aprendieron a conocer la administra­
ción pública, los bancos, a efectuar gestiones de toda
índole, a tratar con lá gente, con el funcionario, el ge­
rente o un simple empleado. Además, a aprovechar el
tiempo, o al menos no perderlo y a ser amables y sim­
páticos para ganar la voluntad de los demás.
En tribunales a conocer lo que es un expediente, un
proceso vivo, a interiorizarse del modus operandi de
un juzgado o de una cámara, hacerse amigos de los
58 MARTINEZ CRESPO

“que mandan” detrás de barandilla —que algunas ve­


ces no son los jueces—, aprender a comportarse con los
colegas, conocer a los clientes, tomarles el gusto a la
pulseada que el juicio comporta, hacerlo con una sonri­
sa, esconder los disgustos, ser pacientes y corteses,
ejercitar el dominio de sí mismos, etcétera.
Dentro del Estudio, finalmente, aprendiendo a con­
vivir, a servir a los demás, a reconocer jerarquías pero
al mismo tiempo hacerse valer, estudiar un caso, aten­
der a un cliente, manejar una biblioteca, saber consul­
tar los tomos de jurisprudencia, valorar los buenos li­
bros distinguiéndolos de los que no lo son, llevar bien
una carpeta o redactar un escrito.
Las pasantías “de hecho” que estos jóvenes realiza­
ron en nuestro Estudio —idéntica, por otra parte, a la
que yo mismo hice en su momento— “formaron” profe­
sionales que egresaron de la universidad con bastante
“información” pero sin conocimientos empíricos indis­
pensables para el ejercicio de la abogacía.
No pretendo hacer revista de tales “pasantes”, sin
embargo, no puedo dejar de recordar a quien de simple
auxiliar de nuestro Estudio llegó, joven aún, a ser pre­
sidente del Tribunal Superior de Córdoba. Extraño al
medio, pues sus padres eran de la provincia de Santa
Fe, se ganó por su inteligencia y tenacidad un lugar
entre nosotros, ingresó luego a otro Estudio y al poco
tiempo a la justicia como asesor. Luego juez, pronto vo­
cal de cámara, integrando posteriormente el más alto
Tribunal al que presidió por muchos períodos dejando
una huella imborrable. Se lo recuerda siempre por su
firmeza y espíritu de justicia, como por los nombra­
mientos de auxiliares que se hicieron durante su go­
bierno, todos ellos por rigurosa selección, atendiendo a
los promedios obtenidos en la universidad, como a su
NOSOTROS LOS ABOGADOS 59

escritura a máquina. Los postulantes ingresaban por


sólo seis meses a prueba y recién, conforme la clasifi­
cación que acerca de ellos hacían sus superiores, que­
daban efecti /os. —Esto que parece el más simple pa­
rámetro de selección, se sigue recordando con admira­
ción en Córdoba, donde han primado siempre otras ra­
zones, partidarias o de familia, para el acceso a los tri­
bunales. Los auxiliares que nombró mi amigo se dis­
tinguen hasta hoy entre sus compañeros de tareas—.
En el medio chico de nuestro Estudio lo recordamos
por su admirable habilidad para imitar letras y firmas.
Lo hacía tan bien que era realmente imposible distin­
guir la verdadera de la imitada. Antes de irse, y con mo­
tivo de un onomástico, me regaló un pergamino muy
bien hecho y que aún conservo, de su exclusiva autoría,
con las firmas de Perón, Evita, políticos y artistas de fa­
ma, todos los integrantes del Estudio, Cristóbal Colón
y San Martín! —Imagino que tales cualidades caligrá­
ficas las habrá utilizado con mucha moderación y cui­
dado en su paso por el Tribunal Superior de Justicia.
Jubilado en su cargo, mi amigo no volvió a la abogacía;
prefirió desarrollar sus dotes artísticas, haciéndolo con
todo éxito a través de la pintura—.
Basado en mi experiencia me animo a decir que se
haría muy bien en exigir a todo egresado universitario
esa práctica previa en un estudio jurídico o en los tri­
bunales o mediante un curso de capacitación al modo
estructurado por Lynch5.

° Foí es, además de publicar trabajos sobre la justicia y la aboga­


cía, dicta el curso de perfeccionamiento para abogados, cuyos resul­
tados estimo han sido excelentes; vease un análisis de esos cursos
por el mismo Lynch, enLL, 1982-B-911.
__________ 3
Virtudes que se requieren
PARA SER UN BUEN ABOGADO
El campo propio de la abogacía es la justicia; en todo
su accionar el abogado debe procurar hacer justicia:
con su consejo al cliente, en su labor dentro del proce­
so, intentando evitar los litigios mediante soluciones
extrajudiciales razonables.
Desde luego, quien profesionalmente se dedica al lo­
gro de Injusticia, tiene que destacarse en el ejercicio de
esta virtud.¡Qué contrasentido poner gran afán en la
defensa de un cliente para que sea reconocido en sus
derechos y no ser congruente en lo propio, en su casa
con los suyos, en el Estudio con los clientes o sus em­
pleados! Imagino que el ejercicio de la abogacía nece­
sariamente forma una conciencia delicada en cuanto a
los valores de justicia y que esa misma conciencia re­
clamará por tan incongruente proceder. Es —se me
ocurre pensar— como el médico que exige a sus pa­
cientes no fumar por el daño que causa el tabaco a la
salud, y lo hace con un cigarrillo en la boca.
Ser justo significa saber analizar las cosas con la
mayor objetividad, de modo que el propio interés no in­
terfiera en las buenas soluciones. Si es posible lograr
una solución razonable, que pueda ser aceptable para
ambas partes, el abogado debe procurarla...aún con
frustración de sus propias espectativas.
64 MARTINEZ CRESPO

En nuestra profesión juegan intereses disímiles: to­


dos son legítimos pero de distinta jerarquía: deben pri­
mar los de nuestro cliente, luego procurar no dañar in­
necesariamente los de la contraparte, y recién final­
mente atender a los propios. No a la inversa..
El litigio es en sí mismo un mal, aún cuando se lo
procure resolver por vías civilizadas como el proceso
judicial o el arbitraje. Suele haber en las posturas de
las partes una suerte de claro oscuro, mezcla de justi­
cia y arbitrariedad, de pasiones, de amor propio, etcé­
tera. El abogado es quien debe separar la paja del tri­
go, ayudando a reflexionar a su cliente para evitar el
conflicto en lo posible, o de ponerle fin mediante un
arr eglo decoroso si ya estuviera en trámite.
El abogado debe saber privarse de juicios que se le
brindan y que podrían reportarle buenas ganancias,
priorizando valores superiores. Optar por el pleito
cuando se puede lograr la paz puede llegar a ser tan
ruin —en escalas distintas— como la de los fabrican­
tes de armas que lucran con la guerra y corrompen a
políticos y gobernantes para crearlas o estimularlas.
Primero mi bolsillo y mis intereses particulares, luego
el bien de los demás. Notable incongruencia para
quien pretende ser un “profesional de la justicia”.
A veces el logro de una solución pasa por una renun-
cia importante del abogado, que en cada caso debe va-
lorarse con espíritu recto. Es lógico que el interés del
abogado también cuente, pues es un profesional que
dedica su tiempo a una tarea que tiene todo el derecho
a ser remunerada. Pero es él quien, por encima de los
demás, tiene por rol la prestación de un servicio, quien
debe dar ejemplo de nobleza, quien está educado para
buscar la justicia, por lo que a mi juicio ese examen de­
be hacerse extremando el desinterés. La paz es un
NOSOTROS LOS ABOGADOS 65

gran bien, y quien resulta un artífice de la paz, la con­


sigue para si mismo.
Al final del pleito, y al momento de reclamar sus pro-
pios honorarios, el abogado también debe ser equitati- V
yo. Ño cobrar en demasía sino lo que corresponde en
justicia al trabajo realizado, al tiempo, al monto del
juicio, a la responsabilidad puesta en juego. A veces
ser justo significa cobrar menos a pesar de que las le­
yes admitieran mayores emolumentos.
Las leyes arancelarias contemplan supuestos abs­
tractos que a veces no se compadecen con la realidad, y
pueden llevar en su concreción a abusos que el aboga­
do debe rechazar. A pesar de las leyes el abogado debe
ser recto y equitativo y no puede reclamar en concepto
de honorarios sino lo que es justo.
Mis colegas cordobeses recordarán los vaivenes de
las leyes locales en La materia, y como después de un
tiempo en que los jueces no reconocían los efectos de la
inflación y los abogados estábamos condenados a reci­
bir honorarios menguados por la desvalorización mo­
netaria, se dictó un Código Arancelario que puso fin a
tan notable injusticia pero —talvez como compensa­
ción— estableció pautas demasiado generosas para
nuestra labor, quitando límites máximos, prohibiendo
convenios por cifras menores, realzando las tareas
prestadas en incidentes o trámites menores, etcétera.
En su aplicación se llegó a situaciones abusivas, ya
que los jueces en la sumatoria de instancias, inciden­
tes, medidas cautelares, ejecuciones de sentencia, et­
cétera. llegaban a establecer honorarios muy abulta­
dos que a veces no se compadecían con los verdaderos
valores en juego, con el agravante que en esos tiempos
las cosas menguaban su valía en la realidad del mer­
cado. Llegóse a veces a la paradoja de que los honora-
5— Nosornos los abogados
66 MARTINEZ CRESPO

zios superaran el precio de la cosa discutida o el capital


reclamado en juicio, o a aberraciones parecidas.
En general jueces y abogados se movieron con mode­
ración dentro de la economía de esa ley, pero hubo ex­
cepciones verdaderamente escandalosas que llevaron
a la abogacía al primer plano de la página policial de los
diarios. No eran tantos los abusos como se decía, ni sus
autores todos los abogados de Córdoba, pero lamenta­
blemente hubo excesos en la aplicación de la ley, algu­
nos profesionales inescrupulosos hicieron mucho daño,
no sólo a sus víctimas directas, sino a la abogacía de
Córdoba en general que sufrió el menoscabo público,
consiguiendo también que la ley se reformara y fuera
suplantada —el corsi e ricorsi permanente en nuestro
país!— por otra de signo contrario, nuevamente muy
mezquina en la valoración del trabajo profesional.
Cuando los honorarios deben ser pagados por nues­
tro cliente, el monto se establece convencionalmente
con justicia, y con la mutua consideración de quienes
tienen interés en mantener una vinculación perma­
nente y cordial. El aprovechamiento injusto, el abuso,
se produce generalmente en el cobro de honorarios a la
contraria, en concepto de costas, o a quien ya dejó de
ser nuestro cliente; se procura una regulación máxima
del tribunal, como si la fijación por parte de un juez bo­
rrara cualquier abuso o inequidad.
Al reclamar a un juez la determinación de nuestros
honorarios debemos ser justos, más que en ningún
otro caso. La petición ya está referida a nosotros mis­
mos —que si estamos en el proceso ha sido ejercitando
un rol de servicio— lo que exige ser extremadamente
cuidadosos para no aparecer con otro rostro al tratar
de lo propio. Si sólo fue una “careta” la probidad y me­
NOSOTROS LOSABOGADOS 67

sura dentro del juicio, en el rol de abogado, y la quita­


mos a su terminación mostrando toda nuestra codicia,
brindaremos un triste espectáculo, y caerá sobre noso­
tros el descrédito y la desconfianza social; merecería­
mos en verdad el mote de buitre, de los que todo el
mundo huye o procura evitar.
Sin embargo, es lo que lamentablemente suele verse
en los tribunales, y lo que llevó a un viejo juez amigo a
retirarse “asqueado” del bochornoso espectáculo de los
abogados que en el juicio se movían con mucha frial­
dad y cortedad de esfuerzos y que se volvían tigres a la
hora de reclamar sus honorarios. El verdadero juicio
comenzaba allí, me decía talvez con exageración el vie­
jo magistrado. Las largas disquisiciones, el estudio
profundo, los escritos meticulosos que no se vieron en
el juicio principal, aparecían a la hora de los honora­
rios procurando que el juez o la cámara interpretase
en su favor las leyes arancelarias.
Es que, ya lo dijimos, ni la ley positiva, ni aún las
propias resoluciones judiciales otorgan en sí mismas
justificación moral a sus preceptos. A veces la ley per­
mite malas acciones, aprovechamientos, abusos, y no
blanquea esos malos procederes.
Si como abogados podemos pedir para nuestro clien­
te lo más porque ya la contraparte bregará por lo me­
nos, y un juez hará en definitiva justicia, para noso­
tros, en cambio, debemos pedir lo estrictamente justo
y nada más, a pesar de que la ley pudiera autorizarnos
una pretensión mayor. Traspasado ese límite de justi­
cia que nuestra propia conciencia debe imponer habre­
mos caído en la torpeza o en la injusticia, el abuso o la
inequidad, que son precisamente los enemigos perma­
nentes contra los que debemos combatir.
68 MARTINEZ CRESPO

' Qtra virtud de ja que debe hacer gala un buen abo­


gado es la prudencia. Prudente es quien calcula los
riesgos en relación al resultado buscado, y mide sus
pasos de modo de evitar efectos indeseados.
Cuando actuamos en nuestras propias cosas las con­
secuencias de la imprudencia recaen sobre nosotros
mismos. Tenemos, por asi decirlo, el derecho a la im­
prudencia! Cuando los demás dependen de nosotros,
no podemos darnos el lujo de ser imprudentes.¿Qué
madre no pone la máxima prudencia en el cuidado de
sus hijos pequeños o qué padre de familia no busca la
seguridad de un ingreso fijo para su casa que evite
riesgos y malos ratos?
Recuerdo el dolor de un padre, a quien atendí su ca­
so: en un accidente de tránsito que él protagonizó con
su motocicleta llevando a un hijo menor consigo, tuvo
la desgracia que éste cayera sobre el pavimento su­
friendo lesiones cerebrales que le produjeron una dis­
capacidad mental permanente. A pesar de ganai' el
pleito y recibir una indemnización bastante importan­
te del joven automovilista que lo rozó con el coche a al­
ta velocidad e hizo caer al niño, no pudo soportar la
carga moral de la concurrencia de culpas; aún cuando
la sentencia sólo le adjudicó un diez por ciento de ellas!
No supo asimilar jamás tal condena y se aferró al hijo
enfermo, sirviéndole a toda hora, en el afán de liberar
su conciencia de la imprudencia que a los ojos de los
jueces él habría cometido en la emergencia.
El abogado, como un padre, .debe obrar con mucha
prudencia en la atención de jos intereses encomenda­
dos por el cliente, mayor todavíajcuando por cualquier
circunstancia éste puso toda su confianza en el letra-
do, dejó todo en sus manos, otorgándole amplios pode­
res decisorios.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 69

Se puede tener una mayor audacia cuando el cliente


está en condiciones de analizar junto a su abogado,
asimila y entiende los argumentos, y se decide por sí a
afrontar riesgos en pos de otras ventajas, pero cuando
tal cosa no ocurre el abogado está necesariamente
constreñido a seguir el camino seguro, el más pruden­
te. La elección de riesgos siempre comporta una acti­
tud personalísima, indelegable, que se toma con toda
conciencia y posibilidades reales de valoración. Quien
asume intereses ajenos, como el abogado, debe necesa­
riamente seguir el camino más seguro, tratando de mi­
nimizar el peligro.
Ser prudente no significa, por supuesto, ser timorato.
No hacer nada en tren de evitar riesgos me hace recor­
dar la parábola de los talentos y de aquel siervo que pre­
firió enterrar el suyo para poder devolvérselo a su amo y
evitar así el albur de perderlo. Promover una demanda
representará siempre la posibilidad de una derrota,
pues a pesar de que se haga todo lo necesario para ga­
nar, y la causa sea indubitable, el error judicial es siem­
pre posible. Ser prudente significa ser objetivo en el
análisis del caso, otorgar a las razones del cliente como
a las de su contradictor su justa medida, sopesar tam­
bién todas las circunstancias que pueden mover el áni­
mo del juez en determinadas direcciones, examinar con
detenimiento la doctrina y la jurisprudencia.
Prudencia en el abogado significa confrontar su pro­
pio pensamiento con elementos más firmes de modo de
no llevar al cliente por caminos aventurados o de altos
riesgos, más aún cuando el objetivo final no lo merece.
Prudencia comporta examen de costos, hacer números
para que el cliente pueda saber de antemano lo que
tendrá que gastar en tiempo y en dinero para conse­
guir un determinado logro. Prudencia es a veces tam-
70 MARTINEZ CRESPO

bien no conformarse con su propio criterio sino consul­


tar con los que más saben, profesores universitarios o
especialistas.
La imprudencia se muestra recién en el desastre fi­
nal. Como en una guerra, la audacia de los primeros
golpes confunden al adversario y la suerte parece acom­
pañar al audaz. Pero, muchas veces, luego de los episo­
dios iniciales llega la verdadera batalla y el resultado
suele inclinarse en favor de las mejores razones, las
más firmes, las que cuentan con el favor de sólida doc­
trina o de la más importante jurisprudencia. Los jueces
suelen ser conservadores, poco dispuestos a salirse de
los caminos trillados, y la audacia suele pagarse caro al
final del pleito. Entonces se valora la actitud prudente
de quienes aconsejaron un arreglo decoroso o simple­
mente procuraron disuadir a su cliente del pleito.
Me ha tocado intervenir en litigios en que campeaba
una gran imprudencia, y los recuerdo para ayudar a
no repetir errores. Promover demandas abultadas
contra personas que carecen de solvencia adecuada, es
una gran imprudencia. Quien se defiende, poco o nada
tiene que perder porque cualquier condena resultará
puramente teórica frente a su insolvencia; en cambio,
si llega a resultar vencedor podrá beneficiarse con cos­
tas importantes que el actor perdidoso deberá cargar.
Inútiles riesgos para míseros logros, sólo sentencias
para poner en un cuadro! Nada más cómodo para el
abogado del demandado insolvente que enfrentar esos
grandes reclamos pues arriesga muy poco y puede ga­
nar mucho...
Como abogado de un Banco oficial recibía a veces
órdenes de promover juicios en contra de personas de
dudosa solvencia —y hasta existencia!—. Me negaba
NOSOTROS LOS ABOGADOS 71

a hacerlo hasta tanto no contara con informes técni­


cos que justificaran realmente la acción de cobro...y
los riesgos propios de todo juicio. Conozco los padeci­
mientos de muchos abogados que promovieron cuan­
tiosas demandas sin tomar esos recaudos, paralizan­
do luego los juicios frente a la desaparición o insolven­
cia del demandado. Sorpresivamente éste reaparecía
despachándose con un pedido de caducidad de instan­
cia generador de importantes costas que el impruden­
te abogado no tenía más remedio que pagar de su pro­
pio peculio, pues aparecía como único culpable de la
paralización del pleito.
A veces en concursos o quiebras que como es sabido
poco o nada repartirán a la hora de la liquidación se li­
tiga para verificar créditos enormes —y absolutamente
incobrables!— que generan honorarios de mucha im­
portancia. En tales casos me parece que el abogado de­
be impedir tales “imprudencias” mostrando a su clien­
te de la inconveniencia de tales litigios o verificaciones
de créditos. Su mayor conocimiento y experiencia debe
llevar a su ánimo el convencimiento de la incobrabili-
dad y la locura que significa irrogar gastos y costas sin
compensaciones reales y efectivas.
Saber decir que no —que a veces no es tan fácil!—
suele ser una actitud prudente que evita los desastres
finales a que nos hemos referido. No dejarnos seducir
por las primeras ventajas sino sopesar con objetivi­
dad el caso procurando otear su final con máxima ra-
zonabilidad.
Por supuesto que a veces la actitud de un abogado no
puede llamarse sólo imprudente sino que requiere un
adjetivo mucho más duro. Quien promueve una acción
temeraria—aún cuando el cliente la solicite o exija—pa­
ra “hacer honorarios” más que imprudente es un ruin.
72 MARTINEZ CRESPO

íz Otra virtud indispensable para el ejercicio de la


A. abogacía es la fortaleza. Para poder atacar, para em~
prender alguna acción que supone un esfuerzo prolon­
gado Hace falta fuerza física y fuerza moral. Fortaleza
_en lo que respecta a la firmeza del obrar. Se necesita
tener iniciativa, decidir y luego lleváracaBo lo decidi­
do, aunque cueste un esfuerzo importante. No ser “in­
diferente” pues la iniciativa es un poco soñar con lo
que podría ser mejor.
“En general, acometer cuando se trata de aprove­
char una situación positiva para mejorar supone ini­
ciativa y luego perseverancia”...“Por otra parte habrá
que gobernar la osadía para que lo que se hace se haga
con prudencia, sin gastar los esfuerzos personales inú­
tilmente”, “La única manera de asegurarnos de que so­
brevivimos como personas humanas, dignas de este
nombre, es llenarnos de fuerza interior, de tal modo
que sepamos reconocer nuestras posibilidades, y reco­
nocer la situación real que nos rodea para resistir y
acometer, haciendo de nuestras vidas algo noble, ente­
ro y viril”1.
/ El optimismo es otra de las virtudes que requiere el
ejercicio de la abogacía. Supone ser realista y conscien­
temente buscar lo positivo antes de centrarse en las dL
ficultadespdgú-nas personas son optimistas sólo cuan-
do las circuñstancia^leson totalmente favorables, pero
otras consiguen libeTars^deda atadura de lg_inmedia-
to, fijándose más en lo quebergiguep. Ser optimista e s
poner confianza en la justicia, en los jueces, y no ver só­
lo los aspectos negativos. La crítica negativa no es com-

1 Isaac, David, Educación de las virtudes humanas, Ed. Rialp,


Madrid, p. 66 y siguientes..
................................. ............

í| NOSOTROS LOS ABOGADOS 73


É-. ---- 1 "

I
| patible con el optimismo! Se es emprendedor cuando se
|; es optimista.
g:

| Calamandrei en su magnifico libro El elogio de los


l jueces recuerda cuando ingresó por primera vez a los
| tribunales al lado de su padre, antiguo abogado del fo­
ro, y escuchó a éste decir: “Si no se tiene confianza en
los jueces mejor es no ser abogado. Ellos están para ha-
¡i cer justicia y procuran siempre hacerla. Seguramente
1 al término de tu carrera, cuando examines mental-
| mente los casos en que te tocó actuar, ya libre de las
¡ pasiones que todo pleito acarrea, verás como habrás
I ganado los juicios que has debido ganar y perdido los
| que correspondía perder”.
I Pero la virtud que se precisa en altísimo grado para
j ypoder ser un buen abogado es la perseverancia: una vez_
í tomada una decisión llevar a cabo las~actividades nece-
| sarias para alcanzar lo decidido aunque surjan dificul- ’
i tades inter nas o externas o pese a que disminuya la
í motivación personal a través del tiempo transcurrido2.
Perseverancia no es terquedad: si se da cuenta que
se ha equivocado en la decisión o si surgen impondera­
bles que hacen dictaminar al sentido común que no es <
I prudente seguir. Tampoco se la debe confundir con la
j rutina. La perseverancia se refiere a la superación de
j las dificultades que provienen de la prolongación del
í esfuerzo en el tiempo mientras que la constancia se re- i
I fiere a la superación de todas las demás dificultades.
Cuando se emprende una tarea larga como es un
pleito generalmente se comienza con mucho entusias-
¡ mo como si el fin propuesto estuviera allí nomás, muy
I
Ii
| 2 Escriva de Balaguer, José María, Caminos, p. 107.
£
74 MARTINEZ CRESPO

próximo; luego vendrá el cansancio y la desazón cuan­


do parece que no hay más que dificultades y obstáculos
que vencer; el tercer momento llega recién al final
cuando se vuelve a ver con nitidez el objetivo, ahora sí
próximo y alcanzable, y se recobra el mismo entusias­
mo inicial, madurado ya en el esfuerzo.
La perseverencia se relaciona con la necesidad de
abstenerse de otras actividades quizá más interesan­
tes o divertidas. Se trata de prever con anticipación las
dificultades para poder enfrentarlas una vez que apa­
rezcan. Un estudio inicial de la causa resulta indis­
pensable: examinar las pruebas, estudiar la doctrina y
la jurisprudencia, de modo de estar preparado a las
contingencias previsibles.
El vicio que se opone a la perseverancia es la incons­
tancia, la dispersión de esfuerzos, el poner preocupa­
ción sólo en algunos momentos, distrayéndonos en
muchos otros. Inconstante es quien, por ejemplo, hace
muy buenos escritos pero se muestra perezoso a la ho­
ra de las pruebas y olvida notificar audiencias o dili­
genciar oficios, u omisiones por el estilo.
En mi vida profesional he tenido que aprender a ser
perseverante, en largos y difíciles juicios, con suertes
disímiles por supuesto. Pero viene a mi memoria uno
de los casos que más me hizo sufrir, seguramente por
lo que me tocaba muy de cerca, la amistad con mi clien­
te, la claridad con que yo veía las cosas y la falta de re­
conocimiento por parte de los jueces. La perseverancia
me llevó finalmente a ganarlo.
Se trataba de un accidente ferroviario en el que per­
diera la vida un amigo muy querido: atravesando un
paso a nivel con su automóvil fue atropellado por una
locomotora y falleció instantáneamente. Aconsejé a la
NOSOTROS LOS ABOGADOS 75

Ís viuda promover acción en contra de la empresa ferro­


viaria atento el mal estado del paso a nivel, falta de ba-
| rrera, mala visibilidad, alta peligrosidad demostrada
ya en otros accidentes allí acaecidos, etcétera. Varios
| años antes me había tocado defender a la familia de un
quintero italiano que falleciera también arrollado por
| una locomotora en otro paso a nivel próximo, y el juicio
| se había desenvuelto sin ninguna clase de problemas y
| con excelente resultado, por lo que conocía bien el tema,
la defensa de los abogados de la empresa, las pruebas
I que debían aportarse, la jurisprudencia en la materia.
Sin embargo, y a pesar de la extremada prolijidad con
j que mi Estudio llevó este caso, se rechazó la demanda
en la primera instancia, sentencia que luego confirmó
también la Cámara. Inútil fue todo el esmero que puse
en la redacción de los alegatos y expresiones de agra-
| vios. El caso llegó a afligirme tanto que hasta afectó mi
| salud. La familia de mi amigo corría el riesgo de perder
j sus cosas, las que fueron embargadas a pedido de los
j abogados de la empresa ferroviaria para atender las
costas que íntegramente le habían sido impuestas.
Muchos aconsejaron poner fin al pleito y no probar
con recursos ante la Suprema Corte de Justicia que en
general tienen poco éxito. Estimaban más prudente
I hacer algún ofrecimiento de honorarios a los abogados
ganadores y evitar un desastre final. Sin embargo, yo
I mantenía confianza en la justicia de la causa avalada
por argumentos valiosos y una jurisprudencia muy fa-
( vorable a nuestra postura, que a mi juicio equivocada­
mente los jueces cordobeses habían dejado de lado. Fi-
| nalmente la familia de mi amigo me instó a proseguir,
renovándome su confianza; se interpuso el recurso y la
| Corte, después de años y sinsabores, hizo lugar a nues­
tra demanda declarando culpable a la empresa ferro-
s
|
Si.
76 MARTINEZ CRESPO

viaria por el mal estado del paso a nivel, y disponiendo


se pagara una indemnización a los familiares de la víc­
tima. La perseverancia triunfó en este caso...en tercera
instancia. (Casualidad o no lo cierto es que cuando se
produjo la muerte de mi amigo yo le atendía otro pleito
difícil que también se perdió en primera y segunda ins­
tancia. .. y recién pudo ganarse mediante otro recurso
extraordinario. Llegué a pensar que mi querido amigo,
de notable buen humor en su paso por esta vida, me
gastó una de sus chanzas desde lo alto....).
Otra virtud que debernos procurar profundizar es el
/;orden: cuando en un Estudio se llevan muchos juicios,
en el que los pasos procesales deben sujetarse a un rit-
mo preestablecido, en el que vencen términos y fene-
cen derechos si no se los ejercita en tiempo, resulta in­
di spensabl e .trabajar ordenadamente. Tener carpetas
de cada asunto, divididas en secciones: cartas, escri-
tos, documentos. Controlar vencimientos de términos,
llevar agendas, listado de audiencias, etcétera. Crear
mecanismos seguros, dentro del Estudio, para no olvi­
darnos nada.
Siempre duele perder un pleito, pero si se lo pierde
con la conciencia tranquila, no pasa nada. Pero que
Dios nos libre de perderlo por una omisión nuestra:
por haber dejado vencer un término, por presentar
tardíamente un escrito, por dejar de hacerlo que nece­
sariamente deberíamos haber hecho...
El orden significa “organización”. Contar en el Estu­
dio con personal adecuado, con biblioratos, ficheros,
archivos, de modo que no se pierdan en un maremag-
nun de papeles los antecedentes que buscamos, o que
su búsqueda nos lleve el tiempo que debemos disponer
para otras tareas.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 77

Yo tuve la ventaja de encontrar un Estudio ya orga­


nizado, y todo lo que me tocó hacer fue mantener un
rumbo, adecuando el sistema a los nuevos tiempos. Se
suprimieron las cartas y escritos pasadas a “libros co­
piadores”, y la informática —con sus “ordenadores” co­
mo llaman a las computadoras en España— ayudó a
reducir tiempo y esfuerzos en muchas cosas. Sin em­
bargo, creo que nunca llegaremos a superar en proliji­
dad a nuestros viejos archivos, y aquí viene a mi me­
moria una anécdota muy reciente que revaloriza esta
virtud del orden de la que venimos hablando.
Pidió verme un señor desconocido cuyo apellido ale­
mán yo creía recordar como la de un antiguo cliente y
amigo de mi padre. En efecto, se trataba de un hijo de
éste que acudía al Estudio en búsqueda de un docu­
mento imprescindible. Me relató que una de sus her­
manas vivía en Alemania Occidental y que, como fruto
de la caída del muro de Berlín, y recordando que su fa­
milia tenía una casa en Leípzing, viajó a esa ciudad, la
ubicó, constatando que aún en los registros comunales
figuraba a nombre de un tío que emigró a principios de
siglo a la Argentina, se instaló en La Falda, y como no
tuviera hijos dejó como heredero testamentario a su
sobrino, el padre de mi inesperado visitante.
Se trataba de encontrar el testamento y el juicio tes­
tamentario para demostrar ante las autoridades ale­
manas quienes eran ahora los dueños de esa casa de
Leípzing. La nueva Alemania Unificada otorgaba un
plazo de dos o tres meses, de modo que en poco tiempo
los inmuebles ubicados en la ex Alemania Oriental
que el comunismo había confiscado a sus propietarios,
se reintegraran a sus herederos.
Luego de mostrar mi asombro por la celeridad ale­
mana en resolver tantos problemas (en Argentina se­
78 MARTINEZ CRESPO

guramente demorarían décadas), y expresarle la difi­


cultad de encontrar viejos expedientes en los archivos
públicos, muchas veces destrozados por el tiempo, la
humedad (o las ratasl) le pedí un momento para revi­
sar los viejos ficheros de la época y constatar si nuestro
Estudio había realmente intervenido en ese juicio, co­
mo mi visitante creía, si existía carpeta archivada en
viejos biblioratos, etcétera.
La suerte quiso que nuestra organización, en este
caso, mostrara toda su eficiencia pues no pasaron diez
minutos cuando regresé a la sala con la antigua testa­
mentaria en mis manos (guardada hacía medio siglo
dentro de su respectiva carpeta y archivada en el lugar
correspondiente) permitiéndome hacerle algún chiste
acerca de la “ineficacia alemana” y todo lo que tenían
que aprender de nosotros.
Días después mi nuevo amigo pudo enviar a Alema­
nia su expediente traducido y cumplir en término el
recaudo exigido. Ante mi curiosidad me enteré luego
que la casa de Leipzing fue recuperada, aunque debie­
ron reconocer como inquilinos a las cinco o seis fami­
lias que la ocuparon durante años, en épocas comunis­
tas. Dios castigó mi vanidad patriotera, pues el mismo
señor al poco tiempo me encomendó un asunto judicial
y volvió a mi Estudio para firmar la demanda, oportu­
nidad en que pudo tomarse revancha, observándome
como revolvía los papeles de mi escritorio buscando
vanamente el escrito que yo mismo había redactado,
ripeado y preparado horas antes. Por error —o exceso
de orden— mi secretaria lo había colocado dentro de
su nueva carpeta y guardado en el fichero correspon­
diente, lo que impedía su encuentro y llevó a ganarme
las sonrisas sarcásticas del alemán.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 79

En relación al orden me permito algunos consejos


prácticos, fruto de la experiencia que dan los años: Ir a
tribunales a primera hora y no a las últimas, con las
ventajas siguientes: los funcionarios y empleados es­
tán bien descansados y atienden mejor, hay muy poco
público y rápidamente nos desocupamos, evitamos
que la parte contraria se adelante o tome alguna ven­
taja como primer conocedor de algún decreto, resolu­
ción, medida, providencia, etcétera. (Por supuesto que
a primera hora es difícil encontrar a ciertos jueces a
quienes se les pegan las sábanas y a algunos amigos
para disfrutar de su grata charla, café de por medio).
Aconsejo también no dormirse dentro de los plazos,
dejando para mañana lo que puedas hacer hoy Los
días pasan muy rápido —¡los que ya no somos tan jóve­
nes lo sabemos bien!—y la pereza de hoy se paga cara
mañana. Cuántas veces el destino parece jugamos
una mala pasada y surge un inconveniente tras otro
para poder cumplir en término nuestro compromiso!
En un caso bastante reciente la Compañía Eléctrica
de Córdoba fue la encargada de castigar "la última ho­
ra” con el consabido sofocón. El escrito estaba en reali­
dad preparado y en la memoria de mi computadora pe­
ro cuando mi secretaria se dispuso a imprimirlo, con el
cliente ya en la salita de espera para firmarlo, compro­
bó el corte de luz. Esperamos unos minutos, el desper­
fecto no se solucionaba y hubo que comenzar a dictar
sobre una máquina de escribir; el plazo judicial se con­
sumía, la electricidad continuó cortada y todo terminó
en una espectacular carrera junto a mi cliente desde el
Estudio a los tribunales, con una escalera final de a
dos escalones por salto. Llegamos a pocos minutos del
vencimiento, y el escrito pudo felizmente presentarse,
con la lección aprendida de que fiarse ciegamente en la
80 MARTINEZ CRESPO

informática tiene sus riesgos, y más aún dejar correr


los términos hasta el último día, pues no puede prever­
se lo imprevisible.
Cumplir con premura los deberes procesales tiene en­
tre otras ventajas contar con tiempo suficiente para so­
lucionar inconvenientes, que no sólo pueden obedecer a
la falta de energía eléctrica. En general los mayores im­
previstos provienen de la aplicación de las previsibles
normas del Código Procesal. Como me decía un colega
protesten, los abogados debemos aprender tantos Códi­
gos como juzgados existen en el foro. Lo que en nuestro
modesto criterio sólo admite una lectura —y se supone
que los redactores de un Código cuidaron bien de ello—
se entiende cabeza para abajo en el juzgado donde
“manda” la antigua secretaria —para no decirle vieja—
cuyos “dictámenes jurídicos” han sobrevivido ya a va­
rios jueces titulares. Imposible desde luego convencerla
—so pena de enojarse con ella y no poder litigar más
allí—y necesariamente debemos presentar las cosas co­
mo ella quiere —y dice con testarudez que el Código exi­
ge—. Es así que si uno se olvida de “ese” detalle procesal
y presenta mal el escrito tiene siempre tiempo a solucio­
narlo.... si en cambio lo hace en el último momento se
puede ganar un contundente “No ha lugar”.
Aconsejo también ser extremadamente prolijo en la
presentación de las pruebas. Tratándose de documen­
tales verificar una y otra vez el no omitir ninguno, ver
que estén completos, que sean esos y no otros, que si
son copias puedan leerse. Fijarse bien en los nombres
y domicilios de los testigos pues podemos encontrar­
nos con el mal rato que la persona que va a declarar no
es la misma —al menos conforme a sus credenciales—
que la indicada en nuestro escrito. Con esa minuciosi­
dad debemos controlar nuestra prueba en general, pe-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 81

ro aconsejo hacerlo especialmente en relación a la


fe prueba pericial.
fe La pericia es normalmente una prueba fundamen-
I tal, pues sin ella el juez queda rengo de conocimientos
que completan su saber. Sólo a través de un perito se
puede mostrar que es verdadera la firma de un docu-
mentó no reconocido; se puede establecer las causas de
fe una lesión médica o del derrumbe de una casa, o la au-
tenticidad de una obra de arte, etcétera. Y ocurre que
J el perito suele ser un señor no demasiado apurado por
& nuestro proceso, que nos dice que recién en la semana
fe próxima tendrá tiempo de estudiarlo y que... Ocurre
también que los plazos procesales para la producción
J de la prueba son estrictos y que, al menor descuido,
nos encontramos con que la parte contraria (que tiene
especial interés en que la pericia no se produzca por-
que de este modo seguramente gana el pleito) nos acu­
sa negligencia y entonces empieza nuestra desespera-
■ ción para demostrar que no tuvimos culpa en el atraso.
En materia de prueba pericial los abogados debemos
I/: ser implacables con los términos: notificarlo apenas
designado, emplazarlo bajo apercibimiento de reem-
j;: plazo, hacerle fijar por el juez términos perentorios pa­
ra la presentación del trabajo. Estar, en fin, con la lupa
puesta sobre el tenia ya que generalmente hay otra lu­
pa examinando con intenciones opuestas.
Los jueces —hombres al fin!— se dejan tentar mu­
chas veces por la facilidad del rechazo de una acción
ante la ausencia de las pruebas indispensables como
modo sencillo y también legal de solucionar las causas,
evitando así la doble dificultad de tener que estudiar
no sólo la negligencia probatoria sino abrir la puerta
del fondo de la cuestión con la pesada tarea de estudiar
el caso en su profundidad.

6 — Nosotros los abogados


82 MARTINEZ CRESPO

En fin, insisto en el orden, como herramienta indis­


pensable para el ejercicio profesional. Así como no
puede faltar serrucho, martillo o tenazas en el taller
de un carpintero, tampoco puede faltar el orden en el
Estudio de un abogado.
El patrimonio letrado obligatorio
¿Sejustifica la abogacía? ¿Quépasaría si lisa y lla­
namente se la suprimiera? ¿Ño sería méjór~ qñe“las;
partes~se~éñteñdieráñ directamente con el juez o en to-
docaso a travesde fiincionaríos judiciales, asesores le-
trados, que procuraran la justicia, mas directamente,
sin las argucias de los abogados?
¿Sirven a la justicia quienes procuran hacer ganar a
sus clientes, aún cuando éstos no tienen razón, apro­
vechándose de errores u omisiones de su contraria, o
valiéndose de su mayor experiencia, o de sus condicio­
nes oratorias, o de la brillantez de sus escritos? ¿En
tales casos, no se constituyen más bien en un factor de
injusticia, al desnivelar con su propio peso la balanza,
introduciendo un factor ajeno a lo específico de cada
causa? ¿Los juicios no se ganan o se pierden por causa
de los abogados, a causa del mayor dominio que uno
tiene sobre otro respecto al manejo del proceso, convir­
tiendo a éste de un mero instrumento en un fin en sí
mismo? ¿En este juego de intereses que es el pleito no
resulta contraproducente ana^rle”pJros.rnuevQsJjite-
résés, eTcfe loFafiógadós, que luchan en último térmi-
ño'pbr sus propios honoraríosiháciéndoZamFm¿s3ífí--
cil una^cbncíliacipn o el dictado de una sentencia ver-
daderamente justa?
86 MARTINEZ CRESPO

Evidentemente que si los litigantes fueran dos per­


sonas de. perfecta moral y buena fe, que están con tes-
tes en la relación de los hechos, y deben dirimir sola­
mente acerca de la interpretación de la ley o de un con-
trato, de la que dependen sus derechos, es claro míe
podrían acercarse a un juez, sin necesidad de recurrir
a abogados, y éste dar de inmediato su veredicto, que
se acepta y cumple por los respetuosos contendientes.
) Han recurrido a un juez, con la intención de que se les
/ aclare la norma a la que se obligaron y están cóñfo¿
mes de antemano con la solución que éste pudierajdar-
les^Podrían haber llevado su inquietud a un amigo co­
mún, a un amigable componedor, porque en realidad
sé trata de dos partes amigas, que se guardan mutua
consideración, y se han visto perturbadas por un dile­
ma interpretativo que no han podido resolver en forma
directa. Ninguna de las dos partes tiene interés en una
confrontación y sólo procuran un esciarecimigntn_au-
torizado.de. su.problema. Recurren naturalmente a un
juez que es un técnico en derecho, y en cuyas condicio­
nes morales las dos confían, para que efectúe la clarifi­
cación que ambas necesitan.
Talvez si, separadamente, hubieran recurrido al
“auxilio” de dos abogados distintos, obtendrían dos
consejos también diferentes a los que se hubieran afe­
rrado, y en lugar de una solución inmediata se habría
generadoun largo.píeito.
Podría decirse que estos dos “amigos” en busca de la
correcta interpretación que ponga fin a su dilema ha­
brían podido concurrir al Estudio de un solo abogado, y
no se habría llegado tampoco al pleito, porque encon­
trarían fórmulas conciliatorias o aceptarían el dicta­
men legal del letrado, o, como lo permite la ley, ambas
aconsejadas y patrocinadas por el letrado único ha­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 87

brían presentado una demanda “conjunta1’ (que las


modernas leyes procesales admiten) al solo efecto de
obtener la palabra final del juez.
Hay que convenir jpieejemplos como el quenemos
puesto no~sé_repiten normalmente. Se llega al pleito
porJa_ enemistad —no por la^aqnistad— de las partes,
por posturas irreconciliables, por una distinta apre­
ciación de los hechos o circunstancias que rodean el ca­
so. Muchas veces por caprichos o por el deseo o necesi­
dad de no pagar o cumplir con una obligación. ¡Qué el
pleito demore todo lo posible; si tengo que pagar que
sea allá a lo lejos, lo más lejos que se pueda!
Sidesaparecieran los abogados el juez se encontraría
normalmente no frente a dós"áimgos que reclaman una.
respuesta legal sino ante posturas inconciliables, perso-
nas enemistadas de tal modo que todo diálogo entre
ellas resultaría difícil, ofuscadas por el problema, que se
cerrarían en sus pareceres muchas veces caprichosos.
El magistrado naturalmente procuraría llevar un poco
de paz a esos contendientes y los invitaría a una conci­
liación, que contaría con muy escasas chances de que
pudiera lograrse atento el escaso conocimiento del juez
acerca del problema, y la vehemencia inicial que gene­
ralmente embarga a las partes. El proceso judicial se
torna_asíindispensable, pero el juez nopuede ayudar a
los litigantes a efectuar presentaciones claras y razona-
bles, como a filtrar sus pretensiones separando la paja
deTtrigo, porque la imparcialidad de su papel no lo per­
mite y porque tampoco cuenta con tiempo necesario pa­
ra ello. O esas presentaciones, pues, las harían directa-
mente los propios interesados o deberían recurrir—^su--
primida la abogacía— al auxilio de un asesor legal.
Si el abogado desapareciera sería necesariamente
reemplazado por ün funcionario, el estudio jurídico
88 MARTINEZ CRESPO

por un despacho oficial, y ya estaríamos frente, a.una


suerte de estatización de la abogacía, con todos los in­
convenientes que derivan de la actividad estatal: enor­
me pérdida de tiempo para los interesados, una aten-
ción mucho menos personalizada (elidiente” _s_e..vuel­
ve para el funcionario-asesor un número, una carga),
desinterés por uña tarea que al funcionario no le re­
porta beneficios, fuente innegable de corrupción pues
la retribución “por debajo de la mesa” para incentivar
al asesor oficial sería inevitable.
Se me dirá que pensar así es descreer de las buenas
intenciones de los hombres; que los que han elegido la
carrera judicial son personas que buscan la justicia sin
fijarse en retribución ni en el bolsillo de los litigantes,
porque ellos estarían pagados por un sueldo del Esta­
do, y carecerían de todo interés pecuniario, cumplirían
su cometido con altruismo e imbuidos de una vocación
firme por procurar la justicia en este mundo.
Como creo en los santos, creo también en la posibili­
dad de que existan personas de tal calidad, que sean
capaces de mantener inalterable su vocación por años,
que puedan desarrollar una tarea despojada de todo
egoísmo. Sin embargo creo también que personas de
esta calidad son excepcionales y no pueden construir­
se instituciones que requieren un gran número de
componentes en base a la posibilidad de encontrar dia­
mantes de esos kilates.
La experiencia nos enseña —y los ejemplos son mu­
chísimos— que deben tenerse en cuenta a la par de las
virtudes, las limitaciones normales que padecemos los
hombres. Que estamos sujetos a tentaciones, y cuando
éstas resultan demasiado fuertes caemos —líbrános
de las tentaciones dice el Padrenuestro— y que otras
NOSOTROS LOS ABOGADOS 89

veces necesitamos de estímulos para despertar nues­


tra voluntad frágil.
No me ocuparé en seguir imaginando, porque el de­
sastre de la estatización generalizada, construida a
partir de utopías o idealizaciones, está a la vista. Para
que un proceso técnico pueda desarrollarse con efica­
cia hace falta contar con participantes eficaces tam­
bién, y a la par del juez —funcionario imparcial desig­
nado por el Estado— debe haber profesionales libres
(que él litigante también elige con completa libertad)
dedicados a la ciencia jurídica que ayuden o represen­
ten a sus clientes ante los tribunales de justicia, procu­
rando para ellos el mejor resultado en sus pleitos, y
que a la par coadyuven con el juez para que éste pueda
cumplir su alto cometido de hacer justicia.
En momentos en que se pone en tela de juicio todo lo
que el Estado llegó a absorver, procurando devolver a
la actividad privada lo que ella pueda hacer directa­
mente (el famoso principio de subsidariedad), y hasta
se estimula, justamente, el reemplazo del juez del Es­
tado por un árbitro, designado directamente por las
partes, que se estima ventajoso en cuanto a la capaci­
dad, rapidez y costos, pensar en reemplazar a profesio­
nales libres como somos los abogados por funcionarios
dependientes del Estado es francamenté’üha antigua­
lla, una idea absurda, a contrapelo de la historia.
Es cierto que los males de la abogacía y de la justicia
en general son grandes, que muchas veces los aboga­
dos fomentan los pleitos, que los entorpecen, que de­
fraudan a sus clientes, que lejos de colaborar con el
juez lo perturban con sus chicanas, pero esos males no
se curan suprimiéndola, pues el funcionario que nece­
sariamente lo reemplazaría caería también en ellos y
90 MARTINEZ CRESPO

le añadiría muchos más.. Lo que debe hacerse es procu­


rar salvar los errores, que exista una política que tien­
da a enmendarlos, que la sociedad se defienda de los
abusos y le ponga coto, que se castigue al infractor
Porque la humanidad no ha encontrado nada mejor
para ejercitar la defensa de las partes en el proceso
que los abogados libres, la abogacía es casi tan antigua
homo el hombre mismo, y aún con altibajos se ha man­
tenido incólume durante más de veinte siglos. En to­
dos los pueblos y civilizaciones han existido personas
que por sus cualidades personales o su especial prepa­
ración se encargaban de auxiliar a quienes descono­
cían las leyes o a los que por cualquier otra razón eran
incapaces de defenderse por sí solos.
No bien surgieron las leyes o preceptos, como la au­
toridad aún en sus formas más primarías, y fue me­
nester aplicarlas, obligando coactivamente a alguien a
hacer o dar alguna cosa, o castigándolo con una san­
ción por el quebrantamiento de aquellas reglas, surgió
el juez, el proceso, y con él la abogacía.
En la India, por ejemplo, la defensa era generalmen­
te personal, pero el Código de Manú estableció que
cuando los interesados no se sentían con fuerzas pro­
pias para sostener sus respectivas alegaciones, podían
llamar en su auxilio a parientes o amigos para que los
defendiesen. Existían también unos sabios que, ilus­
trando al pueblo sobre puntos de derecho, constituían
una especie de jurisconsultos con el carácter de oficia­
les de justicia, aunque no podían recibir estipendio al­
guno por el desempeño de su sagrado ministerio.
En Egipto, los pleitos se tramitaban necesariamente
por escrito, estando totalmente prohibidas las alega­
ciones verbales por temor de que la mímica de los ora­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 91

dores sedujese a los jueces. Como quiera que el conoci­


miento de la escritura estaba muy limitado, hacía que
los interesados tuviesen que valerse de otra persona,
generalmente especializado en la materia, para que
los defendiese.
Por el contrario, en Grecia, patria de grandes orado­
res, los procedimientos eran verbales, y para evitar
abusos estaban prohibidos los gritos desaforados, las
gesticulaciones inútiles, las excitaciones a la piedad o
indignación de los jueces, y los discursos no podían du­
rar más de tres horas, para lo cual tenían los tribuna­
les unos relojes de agua.
Los acusados de delitos o los litigantes en las contien­
das civiles, intervenían personalmente en los procesos.
La reconocida vocación oratoria de los atenienses ex­
cluía en la práctica la necesidad de la defensa a cargo de
un profesional. Excepcionalmente ésta era encomenda­
da a un amigo que, más que versado en derecho, era un
virtuoso de la elocuencia, cuyo poder persuasivo tenía
reconocida importancia en las defensas, además de la
que se atribuía a todos aquellos actos vinculados a la po­
lítica y en general al manejo de la cosa pública.
La necesidad de dotar a las piezas oratorias de un
contenido retórico, determinó la aparición de los “logó-
grafos”, que eran verdaderos profesionales y como ta­
les su actividad fue reglamentada por Solón.
Los logógrafos no siempre asumían la defensa o in­
tervenían en los procesos, pues se daba el caso de que
su trabajo consistía en redactar las piezas oratorias
con que era sostenida la defensa o la acusación.
La celebridad adquirida por oradores como Feríeles,
Isócrates, Andósides, Antifón, Lisias e Iseo nos están
92 MARTINEZ CRESPO

indicando la importancia atribuida a la oratoria, al


servicio de las causas judiciales y de la política.
Pero de todos ellos fue Iseo quien reveló auténtica
vocación y aptitudes de abogado. Su extraordinaria fa­
ma se debió a su doble condición de talentoso jurista y
orador elocuente.
Pero naturalmente fue en Roma donde la abogacía
tuvo un desarrollo más conforme a como la vemos ac­
tualmente y en donde se sentaron las bases del modelo
que hoy tenemos.
El emperador Justino fue quien organizó la clase de
los abogados, constituyendo un colegio u orden a que
debían pertenecer todos los que se consagrasen de
cualquier modo a la defensa de los derechos de los ciu­
dadanos. Para el ejercicio de la profesión se exigía te­
ner, cuando menos, cumplidos diez y siete años; haber
sido aprobado en el examen de aptitud científica y
acreditar ante el Gobernador de la provincia de su na­
cimiento, una buena reputación y costumbres, estan­
do excluidos absolutamente el infame, el sordo y el
mentecato. Tenían el deber de defender a quien el pre­
tor les mandaba y la prohibición de abogar por la false­
dad y la injusticia, de pactar la cuota litis con el clien­
te, de injuriar al contrario y de abandonar la defensa
una vez encargados de ella.
Los abogados, después de haber pasado quince o
veinte años en la curia del pretor, eran elevados al car­
go de abogados del fisco, de donde ascendían con el títu­
lo de clarisirni a las más altas dignidades del Imperio.
En Roma, el desarrollo logrado por las instituciones
del derecho, originó el correlativo aumento de las con­
troversias y con ellas la necesidad de la defensa.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 93

A los patronos de los primeros tiempos, cuya activi­


dad consistía más en el desempeño de un papel protec­
tor y consejero de su cliente, siguió la de los abogados.
No obstante en ciertos casos, el patrono asumía la
defensa de su cliente. Los jurisconsultos verdaderos
creadores de fuentes de derecho mediante la elabora­
ción de sus responsa, eran abogados que aplicaban la
ciencia del derecho, confesores y consejeros en cuestio­
nes jurídicas, económicas y hasta en las cuestiones do­
mésticas, según lo refiere Ihering en El espíritu del de­
recho romano, en su volumen III.
Es pues Roma, donde con mayor nitidez se advierte
la diferenciación substancial entre el jurisconsulto y el
abogado. El primero consejero, el segundo, defensor en
las causas judiciales.
En cuanto a la calidad del abogado romano me limi­
to a transcribir la opinión de Cicerón acerca de un co­
lega de su época de nombre Cayo Aquilio: “Este era un
verdadero varón cuya sabiduría era conocida ante to­
do el pueblo romano.
Destacábase no por las argucias, sino por sus me­
morables aciertos en las fórmulas recomendadas...
que jamás se apartaron del derecho civil y eran deco­
radas con la equidad... Este hombre, quien desde
tantos años atrás ya se consagró con su talento, tra­
bajo y virtudes al servicio del pueblo romano, se puso
a la inmediata disposición de sus conciudadanos; era
justo y honrado, y sus opiniones parece que fueron
inspiradas por la misma naturaleza, más infalible
que la ciencia. ¡Era tan perito y prudente que parece
deber al Derecho civil no sólo la sabiduría, sino tam­
bién la bondad de su alma, que era genial y grande!
¡Era tan espontánea su probidad que todo lo que de él
94 MARTINEZ CRESPO

provino, comprenderás que no pudo ser otra cosa que


claro y puro”1.
Los romanos dieron al derecho un realce tal que el
‘‘derecho romano” es seguramente la más brillante jo­
ya producida por quienes centralizaron la historia de
la humanidad durante varios siglos, construyeron Eu­
ropa, sus ejércitos dominaron la tierra, formaron el
Imperio más poderoso que se recuerde, etcétera. Sin
embargo, todas estas glorias se oscurecen si se las
compara con el legado eterno del “derecho romano”
que tanto contribuyó a mejorar al hombre.
Es que como expresa el profesor Alvaro D’Ors, de la
Universidad de Navarra, escribiendo acerca de los be­
neficios del estudio del derecho romano, lo que llama­
mos la cultura occidental se asienta sobre tres pilares:
la Biblia, que son los libros por antonomasia, las obras
de Aristóteles y el Corpus luris. “Cada una de estas ba­
ses o raíces han venido a informar nuestra cultura no
sin dejar, a veces, de combinarse. Por ejemplo, todo el
desarrollo científico y tecnológico moderno procede de
la ciencia griega, las formas de expresarse, por su lado,
provienen ante todo de la Biblia, y también la religión
y la moral, pero el derecho se funda en aquellos libros
jurídicos romanos, con esto de importante, y es que in­
cluso otras ciencias, como sucede con la Teología, se
hallan bajo el influjo de la terminología jurídica roma­
na, de suerte, que sus conceptos fundamentales tienen
un claro origen jurídico, es decir romanístico... El de­
recho romano nos muestra, ante todo, que el derecho
no puede reducirse a un orden impuesto por la potes­

1 Kornel Zoltan Mebesz, Advocatus Romanus, Ed. Víctor P. de


Zavalía, Buenos Aires, p„ 52 y siguientes.
NOSOTROS LOSABOGADOS 95

tad del poder, mediante la forma imperativa de las le­


yes, sino que es, ante todo, un producto de laprudentia
iuris, es decir, de la ciencia propia de especialistas con
autoridad en el campo de la resolución de conflictos in­
terpersonales sobre los bienes. De ahí su virtud incom­
parable para la formación de juristas, de los “pruden­
tes” de hoy y, en concreto, la conveniencia de colocar la
enseñanza del Derecho romano privado como intro­
ducción, por tanto en el primer año de la carrera, al es­
tudio del derecho actual. Sólo un confuso sociologismo
que ha dominado en algunos ambientes de hoy, pudo
perturbar esta correcta estimación de la utilidad del
estudio del Derecho romano en nuestras facultades de
derecho, un error que viene a deteriorar la dignidad de
los juristas de nuestro tiempo por falta de la debida
formación y de la necesaria libertad crítica ante el po­
sitivismo legalista... Es todavía más apremiante para
el mantenimiento del estudio romanístico en nuestras
facultades de derecho, la consideración de que lo más
formativo de aquel estudio es de carácter moral: la dig­
nificación del oficio del jurista frente al despotismo del
capricho legislativo. Pero para ello no basta contentar­
se con la trivialización de unos cuantos datos recepti­
vos ■—algo así como precedentes del Derecho privado
moderno— sino que se requiere una compenetración
inteligente y reposada con el hábito mental de la ejem­
plar jurisprudencia romana, es decir, con el “derecho
clásico romano”2.
En España, después de la época romana, con las le­
yes visigodas, la abogacía sufrió un eclipse debido a la
sencillez de las leyes, que posibilitaban la defensa per­

2 D’Ors, Alvaro, Cuatro logros del genio jurídico romano, LL,


1984-B-594,
96 MARTINEZ CRESPO

sonal. El Fuero Juzgo imponía a las partes el deber de


acudir personalmente ante los jueces para razonar y
defender sus causas, permitiendo tan sólo llevar la voz
ajena al marido por la mujer, y al jefe de familia por
sus servidores o domésticos.
Cuando el Derecho romano vuelve a informar el es­
pañol, surge otra vez la abogacía como una profesión
básica de la sociedad. Alfonso X es quien dispone que
las partes que no supieren por sí razonar, pueden re­
clamar abogado que lo haga por ellas.
Los Reyes Católicos, en su Ordenanza de Abogados
del año 1495, establecieron que para serlo había que pa­
sar un examen previo ante los Oidores de la Audiencia y
la inscripción en una matrícula especial de abogados.
Prohibían totalmente los pactos de cuota litis así como
la ingerencia oficiosa de los abogados en los pleitos.
Un siglo después, y dada la tendencia general a la
agremiación, por entonces tan en boga, se estableció la
Congregación de Abogados, bajo la invocación de Ma­
ría Santísima y del bienaventurado San Ivo, siendo
aprobados sus estatutos en el año 1596. En 1617 se
dictó un Auto que prohibía actuar en los tribunales a
los abogados no inscriptos en ella3.
El rol de los abogados fue siempre discutido e in­
comprendido por muchos. Despertó recelos entre los
que ejercían la autoridad por su empeño en pos de ob­

3 Pelaez del Rosal, Manuel y otros, Profesiones judiciales y jurídi­


cas, Córdoba, España, 1988, a quien be seguido en buena parte de es­
ta brevísima síntesis. Para una historia más completa de la abogacía
recomiendo leer la que contiene el clásico libro de Caravantes, Dere­
cho Procesal. El Diccionario Espasa Calpe, en la voz “Abogacía”, in­
cluye también una excelente referencia histórica.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 97

jetivos que muchas veces desvirtuaban los fines del


Estado: la defensa de los presos políticos, la impugna­
ción de leyes dictadas por el soberano que sin embargo
atentaban en contra de derechos individuales, el en­
frentar al poder público en tantos aspectos como los
impuestos, restricciones al dominio, confiscaciones o
expropiaciones, etcétera. Los abogados no fueron nun­
ca personajes simpáticos al poder, porque sus “miras”
pequeñas e individuales no correspondían a aquellos
“grandes” objetivos públicos que los gobernantes creen
representar.
A veces la antipatía hacia el abogado no sólo provie­
ne del príncipe sino del propio pueblo. La defensa del
“enemigo público” exige de parte del abogado defensor
un temple muy vigoroso. Todos tenemos derecho al au­
xilio de un abogado, pero qué poco se comprende ésto
en relación a esos odiados personajes!
Yo estaba a punto de recibirme de abogado cuando
fue juzgado ante los Tribunales de Córdoba una de es­
tas personas, quien se había desempeñado durante el
gobierno peronista y hasta la Revolución del 16 de Sep­
tiembre de 1955 como interventor del Poder Judicial de
Córdoba, dejando cesantes a un gran número de jueces
y funcionarios por razones puramente políticas o reli­
giosas. Seguramente no encontró en Córdoba penalis­
tas de fama que se animaran a defenderlo porque recu­
rrió al doctor Deheza, civilista reconocido pero ajeno
absolutamente a las lides del derecho penal. El doctor
Deheza lo conocía porque ambos habían compartido
temporadas de descanso en el Hotel Sierras de Alta
Gracia, desde hacía unos años, y no dudó siquiera un
momento cuando el odiado interventor le pidió su auxi­
lio, ni hicieron merma en su ánimo los silbidos e impro­
perios que recibía en sus entradas y salidas de los tri­

7 — Nosotros los abogados


98 MARTINEZ CRESPO

bunales para cumplir su tarea de defensor. Estoy segu­


ro que para nada simpatizaba con el impiadoso inter­
ventor, y que compartía el sentimiento generalizado de
la mayoría de los cordobeses, sin embargo primó el sen­
tido del deber y no lo detuvieron las dificultades. Era
ante todo un abogado, así se lo conocía en Córdoba, y lo
debía ser en las buenas y en las malas. És que como di­
ce Osorio y Gallardo: “Es la abogacía ministerio del
más alto interés social y requiere para su ejercicio vir­
tudes excelsas. Pero cuando destaca más su grandeza
es cuando se aplica a amparar el derecho de un hombre
caído frente a todo un pueblo que lo acosa y persigue’’.
Es asi como a lo largo de la historia muchas veces se
llegó a la supresión de la abogacía (la Revolución Fran­
cesa, Napoleón, Federico el Grande de Prusia, los bol­
cheviques en 1918, etc.) pero al poco tiempo debió res­
taurarse frente a la comprobación de los grandes males
que su desaparición comportaba.
¿Pero es legítimo que se obligue a un litigante a te­
ner que recurrir a un abogado, cuando cree puede ha­
cerlo directamente? ¿Se puede obligar a recurrir a un
“auxilio” que no se precisa?
Podría arguirse que es inconstitucional la exigencia
obligatoria de tener que recurrir a un abogado para la
defensa de un derecho, cuando la parte se considera
suficientemente capaz para hacerlo en forma directa-—
Que nadie está obligado a recurrir a un médico cuando
se siente enfermo o a un sastre para que le confeccione
un traje; que si lo hace por sí solo, y lo hace mal, será él
únicamente quien cargará con las consecuencias de su
equivocada postura. Tal razonamiento podría valer si
realmente su directa intervención no dañara a los de­
más, pero lo cierto es que si se carece de los conocí-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 99

mientos técnicos del jurista la labor del juez puede en­


torpecerse grandemente con imprecisiones terminoló­
gicas, examen de pruebas innecesarias, eternas alega­
ciones y, en fin, un cúmulo de incidentes impropios, fru­
to de la ofuscación, que tornarían inacabables ios plei­
tos e imposibilitarían al juez concentrar esfuerzos en
su tarea propia: la de juzgar acerca de temas previa­
mente pulidos por las propias partes, a través de sus
abogados, técnicos en el derecho.
En mi vida profesional be podido distinguir dos cla­
ses de clientes: quienes confían en su abogado por sus
calidades propias o talvez porque el proceso judicial
les excede, y aquellos que procuran moverse dentro del
juicio por decisiones propias y no admiten ser conduci­
dos. Me ha pasado con alguno de ellos que hasta llegó a
traer el escrito hecho, disculpándose que para no ha­
cerme perder tiempo me alcanzaba ese 'borrador”.
Perfeccionistas en sus cosas, si por desgracia caen en
un pleito, lo primero que hacen es estudiar el entorno,
comprarse un Código, leerlo y subrayarlo en las partes
que le atañen de modo de hacer su “propia composición
de lugar”. Un cliente-amigo cuya empresa frente a si­
tuaciones caóticas del país no tuvo más remedio que
presentarse en concurso, estudió en una noche todas
las normas de esa ley, y me preguntó asombrado si lo
que él había leído y subrayado en tan corto tiempo
comportaba toda una materia en nuestra carrera...No
me fue fácil, por supuesto, hacerle comprender lo que
ciertas autoridades universitarias tampoco entien­
den: que lo que hace a un abogado es un criterio jurídi­
co foimado más que la memorización de datos que hoy
están y mañana resultan completamente inútiles!
Cuestionada-judicialmente la exige ncia_del.patro.ci-
nio letrado obligatorio, se ha declarado por la Corte
100 MARTINEZ CRESPO

Suprema de Justicia de la Nación su constitucionali-


dad: su carga no implica una restricción Irrazonable
del .derecho- de- defensa4. Estimo, sin embargo, que no
debe extenderse innecesariamente la exigencia más
allá de sus reales motivos de bien público. Me parece
inconstitucional, por ejemplo, exigir patrocinio letrado
para simples actuaciones administrativas o requerir
título de abogado al perito inventariador o al partidor
en el juicio sucesorio, etcétera.
La obligatoriedad debe corresponder a una real ne­
cesidad, no más allá. Traspasar ese límite de la necesi­
dad significa otorgar un privilegio a un sector profesio­
nal en desmedro de la sociedad toda. Es necesario des­
regular, un verbo muy en boga en nuestro tiempo. Pro­
curar que sean los propios interesados, cuidando sus
propios intereses, los que adopten las medidas adecua­
das, y que las protecciones no sean impuestas desde el
poder público.
f

El abogado —dice Calamandrei5—es unprecioso cola­


borador del juez, porque labora en su lugar para recoger
los materiales del litigio, traduciendo en lenguaje técni^
co las fragmentarias y desligadas afirmaciones de la
parte; sacando de eHas la osaméntá^del caso jurídico pa-
; ra presentarlo al juez en forma clara y precisa y en los
= modos procesalmente; correctos; por donde, gracias a ese
abogado paciente que en el recogimiento dé su despacho
interpreta, recoge y ordena “los elementos informes pro­
porcionados por el cliente, el juez llega a estar en condi­
ciones de ver de golpe, sin perder tiempo, el punto vital
de la controversia que está llamado a decidir”.

* JA, 1960-VI-523.
D Calamandrei, Fiero, Demasiados abogados, cit-, ps. 5 y 6.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 101

Es_ppr_esta colaboración indispensable parados jue- i


ces que modernamente se ha impuesto el patrocinio le- \
trado obligatorio.. No como una manera de generar ma­
yores ingresos en favor de un sector profesional acre­
ciendo los límites de su incumbencia, sino como un mo­
do de que la ciudadanía ejercite con plenitud el derecho
constitucional de la defensa enjuicio, y el Estado pueda
brindar el servicio de justicia a que está primordial­
mente obligado.
Por otra parte, se comprobó que cuando el patrocinio
letrado fue voluntario,.en el.exceso.deBbertad;,_se prq-’
dujeron muchos abusos que ocasionaron graves per-
"jmcibs a los"litigantes; al amparo de él, surgieron los
llamados aves negras, personas que actuaban en los
tribunales, sin título y por ende sin preparación y lo
que es peor, irresponsables y sin moralidad, que entor­
pecen la marcha de los juicios y explotan alqs incautos
qué les encomiendan sus asuntos, .envolviendo en el
descrédito a la abogacía y a la procuración. •
Tratándose de pequeñas causas se admite que las
partes actúen directamente, sin el patrocinio de abo­
gados, aún cuando se faculta a los jueces para exigirlo
cuando así lo requirieran las dificultades del litigio, o
la buena marcha del proceso. Se supone en primer tér­
mino que por la índole de las cuestiones, y su escaso
valor económico, la conciliación resulta factible más
cuando el juez la procura con todo vigor. Por otro lado
se presupone que se trata de cuestiones jurídicas sim­
plísimas, muy repetidas y estandarizadas, por lo cual
todo el mundo conoce la clase de pruebas de la que de­
be muñirse. Finalmente en ellas el juez suple de algún
modo las carencias de las partes ocurriendo directa-
mente^a¿as probanzas e investigando por su cuenta de
““modo de conocer la verdad y poder dictar una senten-
102 MARTINEZ CRESPO

cía justa. Desde luego, que si la causa no tuviere la


sencillez que se supone, o las partes perturbaran de
cualquier modo el proceso, el juez exigirá la presencia
de un abogado que filtre pasiones, posibilite la igual­
dad entre las partes, el ejercicio pleno del derecho de
defensa y, en definitiva, una sentencia fundada en de-
; recho, tal como nuestra Constitución lo manda.
La exigencia de hacerse auxiliar comporta, pues, un
bien para la parte aunque pueda ser recibida contra su
voluntad (a un enfermo muchas veces no se le pregun­
ta si acepta una medicina, simplemente se le aplica),
pero sobre todo comporta un bien para la comunidad
pues permite —al menos en teoría— lograr una justi­
cia más rápida y eficaz.
La primacía del interés general sobre el particular
otorga legitimidad al patrocinio letrado obligatorio; el
rol del abogado como “auxiliar de la justicia” que deja­
ría de cumplirse por la sola voluntad de quien no desea
ser auxiliado en el proceso, conllevaría el riesgo de un
daño social que es preciso evitar.
Desde luego que si el abogado deja de cumplir sus
funciones, la justificación de aquella obligación legal
se diluye y se torna irritante a los ojos de la gente, que
no sólo debe sufrir la injusticia que motivó el proceso
judicial, sino que debe cargar con el “auxilio obligado”
de quien resulta ignorante de su materia, ineficaz en
su accionar, torpe o negligente dentro del proceso, o vo­
raz a la hora de cobrar honorarios.
De allí que los jueces deban velar en la materia para
que el abogado cumpla con su misión, en resguardo de
quienes tal vez obligadamente recurrieron a él, casti­
gándolo con la pérdida de honorarios (cuando estos re­
sultaran inmerecidos) o aún con la carga de las costas
NOSOTROS LOS ABOGADOS 103

a la contraria si el juicio se perdió por negligencia o im­


pericia evidente y valorando la actuación del buen abo­
gado con premios tangibles, menciones especiales en la
sentencia, honorarios diferenciales conforme a la cali­
dad de los trabajos, etcétera.
No es indiferente a los jueces contar con una colabo­
ración eficiente o sufrir la torpeza de quienes más que
auxiliares resultan un contrapeso. Es de su interés,
pues, sanear la abogacía mediante un sistema de pre­
mios y castigos de modo que sólo la ejerzan los dedica­
dos, capaces y honestos.
Además son los colegios profesionales los que deben
velar también por el saneamiento de la abogacía, in­
terviniendo a través de sus tribunales de disciplina en
las denuncias que se le formulen en contra de sus cole­
giados. En la medida en que funcione de veras un sis­
tema de sana competencia, que fomente una mejor
preparación y dedicación, como aquellos incentivos y
sanciones a que nos hemos referido, la abogacía recu­
perará el prestigio que nunca debió perder.
Cabe en esta reflexión recordar aquella gran verdad
expresada por Couture al manifestar que el derecho
exige de cada uno de nosotros el constante ejercicio de
todas las virtudes porque “la tentación pasa siete ve­
ces por día ante el abogado. Porque esta profesión pue­
de hacer de su misión la más noble de las profesiones o
el más vil de todos los oficios”.
Cuando los abogados actúen en causas propias y aún
cuando los tribunales no requieren en esos casos la pre­
sencia de otro letrado, y permitan al letrado-litigante
defenderse directamente o accionar contra otros en los
juicios en que sea parte, estimo que el juez siempre po­
drá exigirle el “auxilio” de otro abogado. Si bien es cier­
104 MARTINEZ CRESPO

to que en este caso “la parte” cuenta ya con los conoci­


mientos necesarios para ejercitar técnicamente su pro­
pia defensa, puede ocurrir que el ofuscamiento o la pa­
sión propia del pleito le lleve a trabar el litigio impi­
diendo al juez desarrollar un proceso correcto. En el ca­
so que examinamos el rol de “auxiliar de la justicia”
puede que no se cumpla o se minimice para dar priori­
dad a la defensa apasionada de sus propios intereses.
Estimo, pues, que puede exigirse a la parte, aunque sea
abogado, el patrocinio letrado como modo de desarro­
llar el proceso sin alteraciones ni vehemencias.
Obligaciones del abogado
PARA CON SU CUENTE
¿so.
La primera obligación de un abogado es la de tener i
ima„3íerdadera actitud de servicio ^Etimológicamente ■
ad vocatus significa ser llamado, ser requerido para la .
prestación de auxilio por parte de quien se ve cómpélido' ■
albrmular un reclamo ante los tribunales o a defender-
se_en ese mismo terreno, o por el que sufre una situación
de injusticia que desea revertir o, en fin, por quien desea
conocer cual es su situación légálen una determinada ¡
circünstañci^ypi^cisa^eun consejo autorizado.
Llamados a prestar ayuda debemos en -principio •
prestarla, aceptando la.tarea encomendada, .salvo que j
existan circunstancias especiales que nos inhiban de ¡
intervenir en el caso.
Sólo^cabe rechazar el encargo cuando exista un ím- j
pedimento moral grave, como ocurre con el juicio de di-
vorció’vincular para el abogado católico, o cuando de-”

ria~EFííuestras convicciones más caras o en temas en /


los que hayamos asumido públicamente otra tesitura. /
Tratándose de temas opinables de derecho, que sue­
len dividir a la doctrina y a la jurisprudencia, no veo
dificultad de adoptar una postura distinta en defensa
del nuevo cliente a otra anterior asumida necesaria­
108 MARTINEZ CRESPO

mente en la defensa de otro. En nuestros escritos judi­


ciales estamos obligados a defender de la mejor mane­
ra posible una determinada causa, y lo hacemos con
argumentaciones extraídas de autores que estudiando
especialmente la cuestión se inclinaron por una deter­
minada tesis. La utilización de esos argumentos en es­
critos judiciales o alegatos in voce no significan adhe­
sión personal a esas tesis. Técnicos como somos de la
ciencia jurídica presentamos al juez los mejores argu­
mentos en favor de la postura de nuestro cliente, no es­
tando obligados de ningún modo a comprometer nues­
tra íntima convicción. De allí que en otra causa y fren­
te a necesidades opuestas podemos exponer, con la
misma fuerza, la doctrina contraria sin revelar tampo­
co nuestro propio pensamiento. El tema puede ser dis­
cutible, y se dice que muchos reprochaban a Cicerón
encargarse indistintamente de todas las causas, y que
en cada pleito cambiaba de opinión.
Cicerón, en efecto, pasó su vida contradiciéndose; en
cierta ocasión, en que demasiado abiertamente decía lo
contrario de lo que había sostenido la víspera, como se
le apremiara para.que explicase tan bruscos cambios,
repuso sin alterarse: “Se equivocan quienes crean ha­
llar en mis discursos la expresión de mis opiniones per­
sonales; son el lenguaje de la causa y de las circunstan­
cias y no del hombre y del orador”.
Por supuesto que si como autor de libros o en la cá­
tedra hemos asumido públicamente una de las postu­
ras en debate deberíamos, en principio, ser congruen­
tes y rechazar causas que exigieran tirar por la borda
nuestras enseñanzas.
¡ Debemos rechazarla también cuando tenemos al-
i gún interés particular en el caso o cuando cualquier
i circunstancia de parentesco, o amistad pudiera afee-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 109

tar la necesaria libertad moral para dirigir y atender


el proceso.
También cuando ya actuamos en defensa dgjotro.
Obviamente no^podiiam.os_intervenir representándola
actor y demandado, ni so pretexto de procurar una
conciliación. Tampoco podríamos defender a dos code­
mandados cuando de alguna manera tienen entre sí
intereses contrapuestos: des contraria a la ética la con­
ducta del letrado que patrocina dos intereses si no con­
trapuestos, al menos distintos, manejados profesio­
nalmente con especial cuidado respecto de un code­
mandado, en desmedro de igual atención hacia los de­
más puestos bajo su única dirección1.
^ justifica también eljechazo.decausas que exigen
una preparaciónespecial que no poseemos, cuando
una défivácíón del caso a un^pecialista pueda resul­
tar más convenienté^al requirente. Pero debemos cui­
dar que nuestra negativa no sea fruto de pereza o co­
modidad o de nuestra vanidad o codicia, del mirar con
menosprecio las pequeñas causas (tal vez muy gran­
des para quien las sufre), de temer empequeñecernos
o malgastar nuestro tiempo sin recompensas mate­
riales importantes. Por el contrario, el atender esas
causas nos engrandece, oxigenan el ambiente dema­
siado cargado de materialismo; más que hacer un
bien nos hacen bien. Nada hay más reconfortante que
ver a un gran abogado poniendo todo de sí para defen­
der a quien carece de capacidad económica para pagar
esos servicios!
Sabido es que los honorarios tienen relación con la
cuantía de los bienes en litigio, de modo tal que los

1 Tribunal de Disciplina de la Capital Federal, ED, 133-359.


110 MARTINEZ CRESPO

grandes juicios compensen los pequeños posibilitando


así que nadie quede sin defensa; se trata de un regi­
men que tiene en vista ya las diferencias económicas
permitiendo, democráticamente, que ricos y pobres ac­
cedan por igual a la justicia. Y faltaría gravemente el
abogado que, con trampa al sistema, elude las peque­
ñas causas y sólo intervenga en las grandes...
En principio no tenemos obligación de expresar los
mptiyps .que nos mueven a la aceptación p al rechazo
j del caso, salvo que se trate de un nombramientojifi-
i cial, judicial o del Colegio de Abogados, en que la decli­
nación debe ser justificada2.—
Una segunda obligación del abogado, íntimamente
ligada a la primera, es la de examinar el problema que
se le presenta con detenimiento de modo de convertír-
: sé frénteaTsu diente en el primer juez dé'la‘causa:
í Este estudio, —a fondo— debe hacerse antes de asu-
! mir la defensa en el terreno judicial (o admimstrati-
i vo), de modo de poder disuadir a quien.no.tienejcazgn,
í evitándole así un mayor desgaste de tiempo y dinero (a
la par de malos ratos) y prestando al mismo tiempo
j una ayuda indirecta a los tribunales judiciales que ,s_e_
• liberan de la carga de una demanda infundada o ca-
• rente de razonabilidad.
Para hacer este examen el abogado debe solicitar al
cliente le haga_cono.cer todos los antecedentes del^ca-
? s(^_dejmo.do_de poder extraerle’ su relato las pautas
' para lademanda. o defensa, y especialmente cuales"
serán los medios probatorios que se usarán en ebpro-
céso, procurando la mayor exactitud en la valoración

2 Morello - Berizonce, Abogacía y colegiación, Ed. Hammurabi,


Buenos Aires, 1983, p.31.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 111

de esas probanzas, tal como el mismo juez deberá ha­


cerlo al momento del dictado de la sentencia. Sería
inútil, pues, interponer una demanda judicial si lue­
go en la etapa probatoria del proceso no podrían apor­
tarse las pruebas indispensables para que aquélla
pueda prosperar3.
Por supuesto que en este examen, y la actitud que
como consecuencia de él se asuma, juega el tempera­
mento de cada abogado. Hay quienes no corren ries­
gos, y el menor obstáculo que avizoran les lleva a re­
chazar el encargo. Son los abogados de causas fáciles,
que a veces sólo trabajan en sucesiones o juicios ejecu­
tivos. Otros, en cambio, miran también los riesgos, pe­
ro se arriesgan. A pesar de las razones que sabe puede
esgrimir la contraparte, valora también las de su
cliente, tieneje-en darles el mayor brillo, en fin, no se
amilana por las dificultades que sabe se le presenta­
rán y se decide a afrontar el litigio. Por supuesto que
ésta clase de abogados, ganen o pierdan juicios, son los
verdaderos abogados, los que asumen el peso y la difi­
cultad de las causas difíciles (y muchas veces tremen­
damente largas!).
El abogado “seguro”, no pierde los juicios simple­
mente porque no los tiene, los ha rechazado. Sus expe­
dientes tienen sólo la apariencia de un juicio, pero en
ellos no hay las batallas que caracterizan al litigio.
Hay que cumplir con trámites, obrar con prolijidad y
eso es ya bastante. Más que un abogado se es un sim­
ple gestor que conoce tribunales y cierta rutina curia-

3 Por eso es que se ha responsabilizado al abogado que dejó peri-


mir la instancia, a pesar de que en su defensa adujo que su inactivi­
dad obedecía a la falta del cliente de proporcionarle el nombre de los
testigos, JA, 1975-111-339.
112 MARTINEZ CRESPO

lesea, vive de eso y se conforma con eso...pero no ejerci­


ta una verdadera abogacía.
Por supuesto que no alabo al abogado que asume
cualquier pleito! El examen de la_causa debe hacerse
antes_de_asumirla y realizarse con la mayor objetivi­
dad posible. Valorar —como posteriormente lo hará el
propio juez— tanto las razones de su cliente comojas
que podrá esgrimirla parte contraria y decidir conja
mayor prudencia, posible. Pensar sí que los jueces son
naturalmente conservadores y difícilmente se aparta­
rán de los caminos ya trazados por la jurisprudencia,
pero tampoco quedar paralizados por temor a rutinas.
Pensar que la justicia tiene que triunfar, a pesar de to­
do, y si se advierte justa la postura del cliente, asumir
la misión por dura que sea con la confianza de quien se
sabe con razón. San Alfonso María de Ligorio que an­
tes de ser sacerdote era un brillantísimo abogado4 de­
cía que cuando se ve la razón, la autoridad de las opi­
niones contrarias deben acicatearnos para hacerla
triunfar a pesar de ellas, más que desanimarnos.
Me adelanto a decir que me parece más difícil el exa­
men previo de la causa cuando se trata de demandar
que cuando se asume una defensa frente al reclamo
contrario. Cuando el cliente es demandado y recurre a
nuestro Estudio para que lo defendamos y lo hace con
alguna razón valedera, nuestro proceder resulta sen­
cillo: contestaremos la demanda blandiendo esas mis­
mas razones, que si no tienen peso suficiente para
triunfar en el pleito, puede que sí lo tengan para llegar
en algún momento del proceso a conseguir un arreglo

4 Se doctoró a los dieciséis años y tuvo que esperar hasta los vein­
te para actuaren Tribunales confQrme las leyes vigentes; lo hizo tan
espléndidamente que cosechaba grandes aplausos en las audiencias.
NOSOTROS LOSABOGADOS 113

ventajoso. Por supuesto que si tales razones no lo son


en verdad, y sólo obedecen al deseo ciego del cliente de
postergar en el tiempo el cumplimiento de una obliga­
ción cierta y exigible o de poner una traba o chicana
por el solo hecho de causar un peijuicio, no podemos
asumir la defensa y estamos obligados a convencer al
cliente de que debe desistir de su oposición inútil y
buscar extrajudicialmente el mejor convenio posible.
En cambio tratándose de promover demanda —ya
no de contestarla— el examen debe ser mucho más
exaustivo y prolijo, puesto que como actor deberemos
soportar el mayor esfuerzo dentro del proceso, asu­
miendo, por ejemplo, la dura tarea de probar. Como
demandado, no hay elección, el proceso ya existe por
obra de la contraparte; como actor, es nuestro cliente
el que debe dar el primer paso abriendo un proceso que
en lo posible deberíamos evitar.
Aconsejo documentar este examen previo mediante
un memorándum dirigido al cliente con una síntesis
del caso, la solución legal con cita de las normas aplica­
bles y las acciones que podrían ejercitarse, las posibles
defensas de la contraria, el valor de las pruebas y, co­
mo consecuencia, las reales posibilidades del litigio, el
costo, el tiempo que insumiría, y el consejo final.
Este memorándum tiene varias ventajas. Primero,
que se lee con detenimiento por parte de todos los que
tienen que resolver, y su lectura lleva a una reflexión
más profunda, mucho menos superficial que la que de­
riva de una simple conversación, en que algunas pala­
bras se escuchan y otras se dejan pasar. En segundo
lugar será un recordatorio permanente para el propio
abogado de modo de mantener firmeza en la postura
estratégica elegida y no devariar conforme los recodos

8 — Nosotros los abogados


114 MARTINEZ CRESPO

que todo proceso judicial presenta. Y por último, ten­


dremos un documento fehaciente frente al cliente, que
muchas veces en su apasionamiento “olvida” lo que no
le conviene y arremete contra su propio abogado; releer
el memorándum “refrescará” conceptos y posibilitará
mantener una relación —en ocasiones muy difícil—
dentro de bases acordadas. Bielsa en su libro La aboga­
cía* aconseja también el memorándum como modo de
deslindar responsabilidades y evitar así que se car­
guen sobre el abogado culpas ajenas, como suele suce­
der frente a la pérdida del pleito y recuerda que la No­
vísima Recopilación exigía sabiamente la firma de un
documento inicial redactado por el abogado, y que de­
bía llevar la firma del cliente, de modo de poder juzgar
oportunamente la actuación profesional, exigencia
que luego cayó en desuso.
fQEn tercer lugar el abogado está obligado a prestar a
su cliente e¡ mejor de los servicios, efectuando un estu­
dio prolijo del tema, redactando los escritos con corree-,
cióri, convicción y prolijidad formal, ejecutando con to­
dos los actos procesales que es menester cumplir, erue.1
tiempo oportuno, de modo que verdaderamente sirya-
mpTpZaüSHémds y no compliquemos ni hagamos más
' daños (que ya el litigio es suficiente daño!).
Se presume que el abogado es un conocedor del dere­
cho, un experto en la ciencia jurídica, y no debemos de­
fraudar al cliente con nuestras propias ignorancias. El
derecho es muy vasto, las leyes son muchas, y eviden­
temente que todo no puede estar en nuestra cabeza
(creo que las leyes argentinas son tantas que no en­
tran ni en la memoria de una computadora!). Sin em-

° Bielsa, Rafael, La abogacía, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 35


ed.,n°53-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 115

bargo se presume que contamos con un criterio jurídi­


co formado y que ya en el caso sabremos recurrir a las
fuentes necesarias del conocimiento puntual. Tene­
mos nuestros libros, sabemos manejarlos, y en cada
asunto debemos estudiarlos con detenimiento, de mo­
do que los argumentos en favor de nuestro cliente ad­
quieran la mayor eficacia posible.
No se trata de hacer de cada escrito un tratado, por­
que entre otras cosas los jueces suelen no leerlos, sino
que es menester que contengan en forma breve y conci­
sa todo lo que sea necesario decir, y decirlo en la forma
más convincente posible. Lo bueno si breve, dos veces
bueno! Utilizar la apoyatura de la doctrina y de la ju­
risprudencia, porque como ya he dicho, los caminos ya
recorridos son los más fáciles de recorrer, pero otorgar­
les un valor secundario. Lo principal está en la clari­
dad de nuestros propios argumentos, porque a la vo­
luntad del juez se la gana con razones y no por el peso
de autores célebres..
Calamandrei, un maestro de psicología forense, de­
dica varias páginas de su Elogio a los jueces para
aconsejar a los abogados en este punto. Recojo sólo
dos párrafos:
“La brevedad de las defensas escritas y orales (los
abogados no lo aprenderemos nunca) es acaso el medio
más seguro para ganar los pleitos; en efecto, el juez
que no se ve constreñido a la lectura cansadora de
abultados memoriales o a escuchar bostezando inter­
minables discursos, presta atención con la cabeza des­
pejada a las pocas cosas que lee o escucha, no tiene que
hacer complicados resúmenes para comprenderlas y
la gratitud hacia el defensor que ha reducido su traba­
jo al mínimo, lo induce a darle la razón aunque no la
116 MARTINEZ CRESPO

tenga. La brevedad y la claridad, cuando consiguen ir


juntas son los medios seguros para corromper hones­
tamente al juez.
—Y si no consigo ser al mismo tiempo breve y claro,
¿cuál de las dos condiciones debo sacrificar a fin de mo­
lestar menos al juez?
— Inútil la claridad si el juez, vencido por la proliji­
dad, se duerme; decídete más bien, por la brevedad,
aunque sea oscura; cuando un abogado habla poco, el
juez, aunque no comprenda lo que dice, comprende
que tiene razón”6.
Más que buscar nuestro propio lucimiento en los es­
critos debemos procurar la mayor eficacia. Faltaría­
mos a nuestro deber si aprovecháramos del proceso
para ganar prestigio postergando a nuestro cliente.
Por eso si en alguna oportunidad se nos abren varias
alternativas, debemos pensar primero en el cliente.
Cual es el camino que a él realmente conviene, por su
menor costo, economía en el tiempo, etcétera, poster­
gando nuestros propios intereses.
F El abogado está obligado a asumir la defensa de su
I cliente con el mayor vigor posible, sin contemplacio-
| nes, aunque con corrección. No debe pretender ser “im*
i parcial” en una causa en la que justamente se lo ha
j buscado para ser parcial, defendiendo a una de las
/ partes. Debe iluminar con la mayor luz los argumen-
s< tos que favorezcan a su cliente y empalidecer los de la
i contraria; resaltar las pruebas aportadas por su parte
I y quitarle trascendencia a los de su contendor. Será el
juez, el verdadero "imparcial”, quien sopese argumen­

6 Autor y obra citados, ps. 85 y 93..


NOSOTROS LOS ABOGADOS 117

tos y valore las pruebas para el dictado de una senten­


cia justa.
“Por eso —dice Alvaro D’Ors en su Introducción al es­
tudio del derecho1— que los abogados no deben presu­
mir de imparcialidad ni ponerse en la posición de jue­
ces, pues con ello dificultarían la labor del juez, el cual,
para formar su propio criterio, debe ver agotadas antes
todas las posibles razones a favor de uno y otro litigan­
te. El abogado debe ser parcial y sólo así cumple a la vez
con el deber de defender bien al litigante que le ha enco­
mendado su defensa y con el deber de presentar al juez
todas las razones posibles favorables a una parte”.
La corrección nos obliga a la cortesía con el abogado
contrario y su defendido, pero en principio debemos
anteponer los derechos de nuestro propio cliente. Será
muy duro a veces acusar una negligencia o pedir una
perención de la instancia, pero debemos hacerlo. Fal­
taríamos gravemente si no usáramos las armas que la
ley nos concede por comodidad o blandura de tempera­
mento, quitando a nuestro cliente la posibilidad de
triunfar en el litigio.
Sin embargo, ante circunstancias especiales, cuando
por ejemplo hemos comprometido nuestra palabra
frente al colega debemos respetarla tal como si hubiéra­
mos firmado un convenio escrito. Si por ejemplo esta­
mos en tratativas de un arreglo, el colega nos hubiera
pedido un cierto plazo para consultar con su cliente, y
aprovecháramos la circunstancia para cercenarle un
derecho, cometeríamos una verdadera traición, que de
ninguna manera puede justificarse. En tal sentido, me

7 D’Ors, Introducción, al estudio del derecho, cit., p. 38.


118 MARTINEZ CRESPO

permito aconsejar no dejar abiertas esas posibilidades.


Cuando se quiera suspender un término debe acudirse
a las formas legales correspondientes, en forma escrita.
í En la defensa de nuestro cliente debemos extremar,
utilizando todos los recursos que la ley admita. Tratán-
. dose de los recursos ordinarios, estamos obligados a
i plantearlos; en cuanto a los extraordinarios debemos
i utilizarlos también si advertimos posibilidades ciertas
j de éxito, aunque resulta conveniente reexaminar la
i causa junto con el cliente, haciéndole conocer los mayo-
j res gastos que devengaría, etcétera, de modo que sea el
i cliente y no nosotros quien resuelva en definitiva.
/Una obligación permanente del abogado es actuar
• con vigor, pero con frialdad profesional. De ninguna
manera dejarnos ganar por el apasionamiento del
cliente, ya que justamente una de las razones que jus­
tifica la obligación del patrocinio letrado es la necesi­
dad de profesionalizar el proceso, trocando las pasio­
nes en argumentos de derecho.
En tal sentido me animo a decir que no es infrecuen­
te que el abogado, en el correr del proceso y en el per­
manente contacto con la pasión del cliente, se conta­
gie y contraiga esa especie de “enfermedad profesio­
nal” tan desagradable como dañosa. Cuantas buenas
relaciones entre colegas, o entre abogados y funciona­
rios judiciales se han roto simplemente por obra de
esa enfermedad!
Conozco casos tragi-cómicos en que los clientes se
amigaron y el proceso para ellos terminó sin dejar hue­
llas y los abogados quedaron en cambio enemistados,
llenos de odio, nada dispuestos a terminar la batalla.
Resulta útil un permanente examen en el tema. Si
quien ejerce la abogacía no lo hace profesionalmente,
NOSOTROS LOS ABOGADOS 119

¿con vigor pero sin que le llegue al alma, mejor que se


dedique a otra cosa. Se envenenará, se aislará, y per­
derá la alegría de vivir.
Hay que ponerse la camiseta del cliente, como deci­
mos en la jerga tribunalicia, para cumplir nuestro rol
profesional con espíritu deportivo, para no desfallecer
y sacar fuerzas de nuestra debilidad, tal como lo hacen
los buenos deportistas. Pero nunca que la camiseta se
nos meta dentro del alma y nos cambie, nos haga otro,
porque tal deformación conlleva a un doble daño: a no­
sotros mismos que dejamos de ser lo que somos, con
desmedro de nuestra verdadera personalidad, y a
nuestro cliente y a la propia sociedad que requiere de
abogados “independientes”, o sea Ubres de pasiones,
que puedan mirar siempre, al comienzo y durante todo
el transcurso del proceso, con la objetividad necesaria
para adoptar las posturas que mejor convengan, conci­
liar, transar o aún allanarse sabiendo evitar males
mayores. Tales actitudes sólo se pueden lograr me­
diante el auxilio de letrados que actúen como verdade­
ros abogados y no como partes. Que su saber y su crite­
rio jurídico se mantengan incólumes de las pasiones
del cliente, de modo que ellas nuncan puedan gober­
nar el proceso.
Asi como el actor que ejerce un papel en una obra
teatral debe imbuirse de su espíritu para lograr una
correcta representación, pero de ninguna manera de­
be dejarse tomar por esa personalidad que sólo asume
en el escenario, asi el abogado debe poder siempre ba­
jarse del proceso —que es su escenario específico— con
su propia personalidad incólume.
Se ha dicho con toda razón que el cliente es quien de­
cide la iniciación del proceso, pero que los abogados
120 MARTINEZ CRESPO

son los responsables de su conducción. De ninguna


manera el abogado debe convertirse en sirviente del
cliente, poniendo su saber al servicio de las pasionesb
dé intereses espúreos. Cuando asi ocurra el abogado
debe saber retirarse de la causa, y en eso estriba justa­
mente la nobleza de la profesión, y el clima de libertad
que el ejercicio profesional requiere.
Por el contrario, es el abogado quien poco a poco de­
be llevar a su cliente a la normalidad. Las circunstan-
ciás que motivaron el litigio le han dañado, y el aboga­
do, como el médico, procurará curarlo.
Con paciencia le hará comprender que a la par de
sus razones existen otras, también valederas, que su
contradictor esgrime con justicia. Que el caso puede
verse con una doble óptica, y que es tan legitimo un
punto de visto como el otro.
Tales razonamientos, resultan muy pesados para el
abogado, pues demandan mucho esfuerzo y está ex­
puesto a muchas incomprensiones, pero es menester
actuar así. Cuando se avanza en esa dirección, el clien­
te se ve liberado de una carga, aprende a mirar las co­
sas con mayor amplitud u objetividad, y su espíritu
empieza a inclinarse a dar término al litigio mediante
un convenio razonable.
Para el logro de una conciliación se requieren dos
buenos abogados, que con paciencia la hayan procura­
do. Cuando todo está envuelto en la ofuscación de las
pasiones, el arreglo resulta imposible. La paz es siem­
pre el fruto de espíritus serenos.
El abogado está siempre obligado a procurar poner
fin al litigio, en forma amigable, evitando la palabra fi­
nal de.la. sentencia definitiva. Desde luego su sola vo-
luntad no puede imponer un arregló no querido por su
NOSOTROS LOS ABOGADOS 121

cliente. Es éste último quien en definitiva limitará sus


pretendidos derechos, pero los abogados como conseje­
ros de sus clientes tienen el deber de hacer verlos erro­
res o límites de sus posturas, los derechos de su contra­
dictor, los riesgos de una sentencia desfavorable, la
conveniencia, en fin, de un arreglo extrajudicial. Los
mejores abogados no son los que ganan los juicios, son
los que le ponen fin anticipadamente, haciendo que
sea el propio cliente quien dicte su propia sentencia.
Como las “tomas de decisiones” fundamentales corres­
ponden siempre al cliente —iniciar el pleito, arreglarlo,
terminarlo, desistirlo, etc.— el abogado, a cuyo cargo se
encuentra la estrategia y el desarrollo técnico del proce­
so, tiene el deber de mantenerlo informado de modo que
pueda decidir en tiempo y con pleno conocimiento lo que
estime más conveniente para sus intereses8.
El abogado que toma decisiones fundamentales por
propio arbitrio, despoja a su cliente de derechos que le
pertenecen con exclusividad; tanto el de propiedad co­
mo el de resguardo a la intimidad aparecen violados.
La conveniencia de un arreglo debe ser analizada
por el cliente quien es el único que puede adoptar una
resolución sobre el particular. El abogado necesaria­
mente ha de consultar sobre cualquier propuesta que
se le formule por la contraparte, aunque el cliente no
tenga posibilidades económicas de acceder a algunas
de las alternativas9.

8 Sobre el tema Ghersi, Carlos, La responsabilidad de los aboga­


dos. El deber de información al cliente y la responsabilidad por daño
moral, en el libro homenaje al Dr. Luis Andorno titulado “Las res­
ponsabilidades profesionales", Ed Platense, La Plata, 1990, p 325.
9 Kemelmajer de Carlucci, Aída, Daños causados por abogados y
procuradores, JA, 1993-IH-704.
122 MARTINEZ CRESPO

Faltaría a su deber el abogado que estimando muy


conveniente una propuesta de arreglo la acepta sin
previa consulta a su cliente. Quitas o formas de pagos
son renuncias que sólo atañen al titular del derecho y
no al abogado, salvo que se hubiera facultado a este úl­
timo, expresamente, para dar término al juicio cuando
así lo estimara conveniente, a su solo arbitrio. Aún en
este caso parece prudente contar con un asentimiento
concreto del cliente, posibilitándole que pueda reali­
zar su análisis o reflexión sobre situaciones fácticas
conocidas y no como lo hizo inicialmente al otorgar
aquellas primitivas facultades sobre meras posibilida­
des y movido por un especial estado de ánimo.
El abogado es un profesional independiente que pue-
de'libfemente retirarse de un asunto cuantiólas deci-
siones dér cliente le parezcan inaceptables. Si trasmiti­
da una propuesta el cliente no la acepta, siempre podrá
el abogado apartarse, pues no se le puede obligar ¿ que­
dar por años “pegado" a un pleito que a su criterio care­
ce de sentido y sólo se mantiene por inflexibilidad ólo-
sudez inadmisible.
__________________ 6
Obligaciones del abogado
COMO AUXILIAR DE LA JUSTICIA
El abogado además de ser eldefensQr de.su_cliente.es
un auxiliar o colaborador de la justicia. En el primer
caso^Ool és de.estrictQdéfechó..privado,_Ías relacio­
nes con su cliente giran en el terreno puramente con-
tractual; en cambia, jentra en el terreno del derecho i
publico su función de colaborador del juez.
Es que no resulta indiferente al bien público la ac­
tuación del abogado dentro del proceso. Hacer justi- \
cia, procurando dar a cada uno lo suyo, es una de las
funciones eminentes del Estado, y todo lo que a ella
concierne es misión de gobierno. La abogacía es, pues,
una tarea de interés público alistar mtimam^nte..li-
gada_a.unodélós p~fimeros objetivos fundaméntales -
del Gobierno.
Por eso se ha dicho con razón que esta profesión,
“aunque no configure_eLeiercícÍQ_de una función.públi-
ca en sentido propio, tiene una particular relevancia
publicística”*1. “

1 Cattaneo, Giovanni.La responsabilitá civile del legale, en “Riv.


di Diritto Civile”, 1957, l8 parte, Cedam, Padova, p. 78, citado por
Kemelmajer de Carlucci, Aida, en Daños causados por abogados y
procuradores, JA, 1993-III-704.
126 MARTINEZ CRESPO

De allí el poder .disciplinario de los jueces en relación


a los abogados que intervienen en el proceso, de allí
tarnbiéii€j„dictadoj^ejejyes^ reglamentan la profe­
sión de a_bogado, la organización del colegí o. profesio­
nal, de los tribunales de disciplina, etcétera.
Es que los abogados de ambas partes conforman
dentro de un proceso resortes indispensables de un
mecanismo único destinado a impartir justicia. Ambos
comparten con él juez el mismo ideal de justicia, que el
litigio ha opacado, por lo que en tal sentido cumplen
una noble tarea en común.
Esto no quiere decir—ya lo hemos dicho antes— que
los abogados sean imparciales, porque dentro de aquel
único mecanismo de hacer justicia cumplen un rol de
defensor de cada una de las partes, con la parcialidad
propia que esa función les exige, y es justamente en el
juego balanceado de esas parcialidades como el juez,
con la mayor imparcialidad, debe dictar su sentencia..
I Dos abogados como auxiliares de. la Justicia deben
esforzarsei enobtenerla, priorizando siempre.eLobjeti-
i vojmal que los llevó aabrazard_der.echo como.misióm
En tal sentido, me permito anotar algunas obligacio­
nes que en ese sentido deben asumir.
| J?En primer término el abogado contrae un deber de
• lealtad para con el juez que se traduce en_no engañar-
‘ lo, es decir actuar con honradez en relación ajaexposi-
I ción de los hechos y armateriarprohátófíó que se apor-
ta al proceso. El falseaiméJító^comporta una actitud
ilícita e inmoral, un verdadero fraude. Se debe procu­
rar ganar un juicio pero con buenas armas y no a tra­
vés de actitudes maliciosas que dañan seriamente la
imagen de la justicia defraudando a la contraparte y a
la propia sociedad.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 127

Se debe actuar con lealtad procurando-quejeLjuezje-


ciba de ambas partes, por igual, todos los elementos
que. le son menester..para~el dictado de un fallo justo.
No perturbar, entonces, el desarrollo dé la prueba con­
traria, no distraer el proceso mediante argucias proce- ;
sales, conforman una conducta profesional correcta y ■
moralmente ética, Y esta corrección debemos tenerla,,
a pesar de cualquier sugerencia de nuestro cliente,
pues como se ha dicho muchas veces “desde el punto de
vista técnico el abogado no puede guiarse por las suge­
rencias del cliente”2.
De allí que el abogado es responsable individual o
solidariamente con su cliente de reclamos o defensas
temerarias, debiendo cargar con las costas provenien­
tes de su accionar. Está obligado a resistir la preten-•
sión de su cliente, temeraria o maliciosa, pues su obli­
gación primordial es impeler el procedimiento con un i
carácter ético y profesional3. El letrado no puede en
ningún caso defender una postura que conduciría en el
hipotético caso de su acogimiento a un notorio, irritan­
te y desmesurado enriquecimiento sin causa de su de­
fendido, o el perjuicio de las costas derivadas del venci­
miento frente a su seguro rechazo.
El sentido de la abogacía es la justicia, y la petición
irrazonable e inexcusable procura justamente lo
opuesto: una injusticia.Se ha dicho que aún cuando la
ley no contemple tal imposición de costas al letrado,
“los magistrados no pueden ser ajenos a la directiva
axiológica de moralización del proceso porque consti­
tuyen principios generales del derecho la exigencia de
buena fe y la proscripción de todo abuso. En el caso no

2 Tribunal de Disciplina de la Capital Federal, ED, 133-353.


3 Gozaini, Carlos, Costas procesales, p . 221.
128 MARTINEZ CRESPO

hay un mero error de derecho, y ni siquiera una simple


equivocación con algún grado de culpabilidad, sino
una defensa afrentosa para el más elemental sentido
común, violatoria del umbral mínimo de razonabili-
dad y justicia, productora de un desgaste procesal y ju­
risdiccional inútil, de resultado adverso prácticamen­
te seguro y por ende, previsible y extremadamente da­
ñosa para el propio cliente”4.
Esto no quiere decir que no debamos participar del
interés de nuestro cliente de triunfar en el pleito, u ob­
tener una sentencia lo más favorable posible. Ese inte­
rés es legitimo, lo que legitima también la “parciali­
dad” del abogado dentro del mecanismo judicial procu­
rando que el juez se incline por nuestras razones, dese­
che en cambio las de la contraria, otorgue mayor peso
a nuestras pruebas, quitándoselas a las de la contra­
parte, etcétera.
Alvaro D’Ors nos dice: “Los litigantes, mejor dicho,
los profesionales del derecho o abogados que los repre­
sentan deben calificar los datos de hecho en la forma
más favorable para defenderlos intereses de sus clien­
tes, y gracias a la contraposición de las opiniones de los
abogados puede formar el juez su propio criterio; los
abogados no deben presumir de imparcialidad ni po­
nerse en la posición de jueces”5.
Todo esto entra dentro del juego dialéctico y es per­
fectamente legítimo, y quien no lo sienta así carecerá

4 Del voto de la Dra. Matilde Zavala de González, en Cám. 8C Civ.


y Com. Córdoba, 29/4/93, “Semanario Jurídido”, nc 937 del 17/6/93.
5 D’Ors, Una introducción al estudio del Derecho, cit, p. 38 y ss.;
en el mismo sentido Tribunal de Disciplina de la Capital Federal,
20/12/88, ED, 133-353.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 129

de la garra del buen abogado, permanentemente en­


contrará pruritos para su accionar, y su temperamen­
to lo traicionará impidiéndole cumplir la misión enco­
mendada. Quien se resista a afrontar la actividad par­
cial del abogado, en favor de su parte, y en contra de
otra, no puede ser abogado; es posible que su espíritu
se acomode más a la función de juez, siempre impar­
cial, destinada a dar la palabra final en el pleito, ajeno
a las ásperas batallas de la abogacía..
Fácil es hablar de la lealtad en el proceso, para con el
juez y la contraparte, pero suele resultar bastante difí­
cil practicarla. Situaciones abundan en que los debe­
res frente al cliente y de colaboración a la justicia pare­
cen imposible de armonizar. La agresividad de la con­
traria, o la tolerancia judicial a ese tipo de actitudes,
nos mueve a la ofuscación y a contestar tales actitudes
con otras similares. En tal sentido aconsejo enfriar la
cabeza y no permitir que el corazón se nos llene de re­
sentimientos. Es menester hablar, dialogar con el cole­
ga invitándole a un cambio de conducta, a la cordiali­
dad o al menos a la caballerosidad, a tener aquella pos­
tura deportiva de la que antes habláramos, traspirar
la camiseta como lo hace el buen deportista, pero no
perder la línea ni la sonrisa. Como último recurso ha­
blar con el juez haciéndole conocer nuestra molestia y
la necesidad de todos que el proceso se desarrolle con
la corrección exigida en la misma ley, quien segura­
mente adoptará medidas conciliatorias o persuasivas
para poner fin a aquella desagradable agresividad.
Los^abogados tienen para con el. juez o tribunal de
justicia-el .deber.de,filtr.ar..el.reclamo de sus defendidos
demodo d.e_d.e.spojarle de todo apasionamiento y pre­
sentarlo c_o_nforme las exigencias de la ciencia jurídica.
Esto es lo que los jueces esperan de los abogados de las
130 MARTINEZ CRESPO

i partes en litigio, comojayuda para el dictado de la sen-


i tencia final, deber^ueTieñéñtodo.el derecho de exigir-
lio imperativamente, adoptando las medidas discipli-
' narias que la ley les concede a ese fin .
En primer término el abogado debe expresarse fren­
te al juez —ya sea lo haga a través de escritos o in uo-
ce— con corrección técnica. El derecho es una ciencia
que ti_ene^”como todas, su propia terminología y-es.ne­
cesario utilizarla con precisión. Cada acción, por ejem-
plo, debe ser llamada por su nombre y no es dable pen-
sar que el abogado pueda confundir una con otra. En
tal sentido los tribunales suelen enmendar la plana a
garrafales errores de los abogados, entendiendo que se
quiso ejercitar una determinada acción a pesar de que
en el texto del escrito se la designó en forma errónea.
Me inclino a pensar que una actitud no formalista sue­
le ser beneficiosa para el desarrollo del proceso, en la
búsqueda de la “verdad real”, pero que el informalismo
no puede llegar a cambiar las peticiones de las partes
ni menos colocar a la otra en situación de inferioridad,
pues le obligaría a defenderse de dos acciones a la vez,
la interpuesta por la parte en su escrito y la que segu­
ramente quiso interponer...
He leído quejas acerca del uso de un lenguaje jurídi­
co incomprensible para el vulgo, y estimo razonable la
pretensión de que tanto los escritos de las partes como
las sentencias judiciales puedan ser entendidas por
cualesquiera de modo que sirvan a un perfecciona­
miento jurídico y moral de la comunidad. Se debe utili­
zar una correcta redacción y un estilo claro y muy con­
creto, evitando caer en barroquismos o expresiones
más propias de una obra literaria que de un escrito. Lo
que no admito es la chabacanería y la imprecisión ab­
soluta; somos profesionales de la palabra —oral o es­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 131

crita— y debemos utilizarla con corrección, cuidando


de caer en redacciones confusas o inentendibles.
Se de_b,e_ser conciso y no hacer perder tiempo a los ¡
jueces.que_aLlado. de.nuestro pleito.tienen.o tros, mu- I
chas-qumatender En tal sentido nuestra misión se pa- 1
rece a la de los médicos que ayudan al cirujano en una
operación, debemos ser impecables en la colaboración
con el juez —que en el proceso opera a su modo-— en­
tregándoles cada instrumento en su momento oportu­
no, sin errores, con la mayor precisión. Así ha dicho la
Corte Suprema de Justicia de la Nación que: “Debe co­
rregirse la conducta del profesional, cuando el escrito
no sólo posee una extensión desproporcionada a las
cuestiones que somete, sino que en su mayor parte re­
sulta ininteligible y lógicamente inconexo y en lo que
resulta inteligible aparece desprovisto de toda rela­
ción fundada en normas legales y evidencia desconoci­
mientos del derecho por parte de los letrados que lo pa­
trocinan, demostrando con ello una insistencia en rei­
terar planteos por completo inadmisibles, estorbando
de ese modo la labor del tribunal”6.
Sobre todo, los escritos de demanda, contestación y
pruebas deben ser especialmente concisos y precisos,
de modo que el juez pueda rápidamente conocer con
exactitud cual es eTreclamo, cuales las defensas, y cua-
léslos elementos probáronos, el alegato, el abogado
puede explayarse, glosando jodos los elementos intro-
dúcídos_ya_en _el_prpceso, profundizando la cuestión ju­
rídica planteada, examinando su. tratamiento por la.
doctrina y la jurisprudencia, aunque recordando. siem=

6 CSJN, 25/9/90, ED, 140-739, con nota de Bidart Campos, Lon­


gitud, densidad y estilo de los escritos abogadiles.
132 MARTINEZ CRESPO

pre que el. al ega to está destinadoaLiuezjmás.-que_a la


lectura del cliente, o ^ugsti^luGÍ^ento^erseggli_^
Aún en el alegato la brevedad se impone y deben evi­
tarse citas inútiles o al menos no indispensables, o un
tratamiento teórico y libresco de la cuestión tal como si
escribiéramos una monografía o rindiéramos un exa­
men escrito; deben evitarse así las largas transcripcio­
nes de fallos jurisprudenciales que muchas veces sólo
sirven para gastar páginas y tiempo, pues son mera
repetición de otros.
Tal actitud perturba al juez, le hace perder tiempo y,
en definitiva, resulta contraproducente a los intereses
de nuestro cliente pues el ánimo del juzgador se pre­
dispone en su contra.
Aconsejo, en cambio, ayudar al juez en asuntos en­
gorrosos con una labor menos brillante pero mucho
más útil. Es la de terminar el alegato con una síntesis
del litigio; con un brevísimo cuadro sinóptico que será
de una gran ayuda para el juez, al que permanente­
mente se recurrirá.
Por supuesto, a pesar de que es nuestra obligación
defender la postura de nuestro cliente con vigor y fuer­
za (a veces hasta la vehemencia nos es permitida),
nunca debemos perder estilo y caer en la torpeza o en
el agravio personal hacia la contraparte, sus abogados
o en contra del juez o de los funcionarios judiciales. Tal
actitud comporta una grave falta a nuestro deber de
“colaborar con la justicia”; pues habríamos trastocado
—en perturbación la colaboración exigida. Caeríamos
además en un grave error estratégico respecto a nues­
tra misión de “defensor de la parte”, pues seguramen­
te nos habríamos ganado el disfavor de los magistra­
dos que deben juzgar la causa.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 133

-v
En tal sentido advierto que muchas veces se recurre
al “facilismo” de atacar en el escrito de expresión de
agravios duramente al juez de primera instancia que
dictó un fallo adverso. En lugar de afinar los argumen­
tos y rebatir los que sirvieron al magistrado para el
dictado de esa sentencia desfavorable se cae en la gro­
sería de descalificar al juzgador con ironías o adjetivos
hirientes. Muchas veces he leído en sentencias de se­
gunda instancia que a la par de resolver la causa se
llama la atención o se castiga al abogado por esa con­
ducta agraviante; en tales casos seguramente se
transgredió todo límite, Pero estoy seguro que siempre
que se recurre al torpe agravio personal como método
de impugnación se comete grave error, pues un cama­
rista es también un juez y sabe el esfuerzo que signifi­
ca la tarea de juzgar y la rectitud de ánimo que requie­
re; sabe también la dificultad que presentan muchos
casos y el dilema que enfrenta un juez para tomar un
camino u otro..
Es necesario tener confianza en el juez que va a re- I
solver una causa, y mostrarle esa confianza en todo !
momento. Si se duda de su imparcialidad debe recu- |
sérsele y en tal sentido siempre he sido partidario de I
la amplitud de la recusación —sea con causa o sin cau- ¡
sa— de modo que los litigantes tengan la mayor segu­
ridad en cuanto a la conducta equidistante e imparcial
del juez, le otorguen su confianza y le permitan real­
mente “procesar” con la mayor libertad. Si se ata a las
partes a un determinado juez, a pesar de la descon­
fianza que pueda despertar en alguna de ellas, sólo ca­
be esperar un proceso anómalo, lleno de improlijida­
des que no tienen otra causa más que la creencia (tal
vez falsa) de que el juez está inclinado en favor de una
de las partes, y su sentencia está escrita en su corazón
134 MARTINEZ CRESPO

. A veces los jueces se


antes de pasada en el protocolo7*
molestan con las recusaciones, sé enorgullecen de su
pretendida imparcialidad, y suelen vanagloriarse de
haber fallado en contra de abogados amigos. Me pare­
ce, sinceramente, una actitud equivocada; creerse “su­
perhombre” no es propio de la madurez; somos simple­
mente “hombres” con sus debilidades y apegos, simpa­
tías o antipatías, amores, temores, rencores, etcétera.
A veces no podemos mantener sereno nuestro espíritu
y la razón se ve perturbada por aquellas inclinaciones
del corazón. Por otra paite, los jueces deben pensar
que no basta su imparcialidad, es menester que las
partes y sus abogados tengan seguridad de ella, y de­
ben admitir —aunque cueste!— las dudas que su per­
sona pudiera despertar. Sólo así el proceso será nor­
mal y fructífero.
Al juez “superhombre” que se resiste a apartarse de
sus causas porque las causales de recusación “no le lle­
gan” le gusta pavonear de tal superioridad de espíritu
y las emprende en contra de sus allegados, que ven
perder malamente juicios que podrían haber ganado,
por el solo pecado de “ser amigo del juez”. Aquí la má­
xima del Martín Fierro se invierte y el pobre amigo de­
be sufrir un tropiezo injusto para saciar el orgullo de
quien cree estar más allá de todo mal. Lamentable­
mente esto se ve —no es teórico— y suele encontrarse
entre los jueces mejor dotados intelectualmente... pe­
ro que se dejan vencer por su vanidad, y no gustan caer
en la vulgaridad del “amiguismo” ni que nadie pueda

7 Ver mi nota, Necesidad de una interpretación amplia de las


causales de recusación, en “Revista del Colegio de Abogados de Cór­
doba”, año 1979, n9 6, p. 29, y “Causales de recusación”, nü 38 de mi
obra Temas prácticos de derecho procesal civil.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 135

creer que su espíritu es tan pobre, y por eso las em­


prenden contra sus conocidos.
El abogado no sólo debe guardar una actitud ética
respecto al juez, sino que esa misma conducta debe
ser observada en las relaciones con el colega de la con­
traparte.
La primera regla es no dañar. El litigio ya es por sí so­
lo un daño y nuestra primer misión debe ser no aumen­
tarlo. En tal sentido el imperativo es lograr un proceso
tan limpio como una operación quirúrgica —los médi­
cos visten de blanco, utilizan guante y guardan absolu­
to silencio— de modo de que todos puedan cumplir su
rol con precisión, y con buenos frutos.
Lamentablemente vemos algunas veces abogados
que actúan con torpeza frente a sus colegas, segura­
mente para congraciarse con su cliente o con el temor
de que pudiera sospecharse un sentimiento de infe­
rioridad o lo que es peor algún vínculo doloso para
perjudicarlo. Se trabaja de cara al cliente y no de cara
al tribunal!
Los litigantes en su ofuscación suelen ver demasia­
das complacencias entre los abogados y hasta llegan a
preferir las actitudes torpes a las cortesías. Por allí
justamente debe empezar a operar el abogado para
curar esa perturbación. Explicar si a su cliente cual es
su función y cual la del letrado de la contraria, recor­
darle que “lo cortés no quita lo valiente” y que se pue­
de ser muy firme, y al mismo tiempo obrar con cordia­
lidad. Debe hacerle comprender también la utilidad
de poder servirle en alguna oportunidad de puente,
“conectando” con el abogado de la contraria. Que esa
comunicación siempre resulta útil, y puede permitir
un arreglo, una transacción, una conciliación, que en
136 MARTINEZ CRESPO

muchísimos casos suelen resultar más beneficiosas


que una sentencia.
Expresa Cario Lega en su obra Deontología de la
profesión de abogado^ que es deber del abogado “inten­
tar constantemente la amigable composición de la li­
tis, como se deduce de la deontología forense y como
también se subraya en las colecciones de reglas deon-
tológicas. Se ha dicho que el litigio corresponde, al me­
nos de hecho, a una especie de guerra establecida en­
tre el actor y el demandado y por desgracia no siempre
con armas cordiales. El hecho mismo de la contienda
que se realiza en el proceso y el propio desarrollo pro­
cesal, aparte de constituir un trauma psíquico para las
partes litigantes, contribuyen a disminuir sus valores
éticos, incrementando el fenómeno de la litigiosidad, y
constituyen un gasto inútil no sólo para las partes sino
para el Estado, por no decir otras cosas. Por todos es­
tos motivos relevantes desde el punto de vista social y
económico, se debe admitir que el litigio, aunque se lle­
ve a cabo con la máxima objetividad y caballerosidad,
constituye un mal que conviene eliminar del mejor
modo posible, intentando restablecer el acuerdo entre
las partes a través de la composición de sus intereses
contradictorios”.
Esta buena relación de colegas no debe llevarnos a
modificar las reglas procesales en su favor. Si la ley
otorga un plazo para cumplir un acto procesal y no se
cumple por negligencia del colega, debe ejercitarse con
premura la facultad legal y aprovechar en beneficio de
nuestro cliente la ventaja concedida. No estamos fa­
cultados de ninguna manera para cambiar las reglas

s Cario Lega, Deontología de la profesión de abogado, 2L‘ ed., p. 137.


NOSOTROS LOS ABOGADOS 137

preestablecidas —absolutamente igualitarias— en


desmedro de nuestro cliente y en pos de una mal en­
tendida “caballerosidad”.
Sin embargo nadie puede exigirnos que cometamos
“tropelías” validos de la ley, porque el “abuso del dere­
cho” tampoco es bueno y debemos contemplar como lo
hace cualquier persona en la vida corriente las situa­
ciones especiales que pudieran plantearse. Postergar
una audiencia —aunque no medie pedido de la contra­
ria— enterados de un contratiempo familiar del colega
es de hombre de bien, mientras que aprovechar esa
contingencia para obtener ventajas, propio de un ruin.
Se nos eligió entendiendo que éramos lo primero y no
podemos obrar indignamente. Aún sin consulta con el
cliente debemos actuar siempre correctamente, con­
fórme a la ley pero también según los “usos y costum­
bres” que como aquélla cuentan con fuerza legal, de
modo de mantener incólume las reglas igualitarias del
procedimiento; no quebrarlas ni tampoco tomar venta­
jas tan malamente.
Los jueces —observadores naturales de la conducta
de las partes y de sus abogados— apreciarán estos ges­
tos, que son naturales y corrientes, y castigarán, en
cambio, el proceder de quienes pretenden ganar los
pleitos con artilugios y no por buenas razones.
Pero los abogados estamos obligados también frente
a nuestros colegas, y ante la sociedad toda, a guardar
corrección y conducta adecuada en resguardo de la
abogacía como institución auxiliar de la justicia.
Si la justicia está en crisis lo es en muy pequeño gra­
do por causa de las leyes que nos rigen o por la escasez
de recursos que los estados destinan a ese fin, la pade­
ce sobre todo por razón de las personas que la repre­
138 ________________________________________ MARTINEZ CRESPO ;|j

sentamos, jueces y abogados, que no estamos segura-


mente a la altura de las exigencias sociales.
Las instituciones mejoran o decrecen en la misma
medida que la calidad de sus hombres. El ejército no \
vale tanto por la bondad de sus reglamentos o la como-
didad de sus cuarteles, como por la calidad de sus ofi- 3|
cíales; la educación no depende tanto de sus planes de ?
estudio como por la entrega y dedicación de sus maes­
tros y profesores. La jerarquía de la justicia depende jj
también de sus operadores, y mejorará cuando los jue­
ces y abogados sean mejores, cumplan con mayor en­
trega, sabiduría y eficacia la noble tarea que la socie-
dad les ha asignado. Inglaterra, sin mayores pergami­
nos en cuanto a la calidad de sus leyes y de sus tratadis­
tas, cuenta con una justicia de primer orden por la au­
toridad y prestigio que gozan sus jueces como por el es­
tilo de su abogacía. Nosotros en cambio, como la mayo­
ría de los países latinoamericanos, estamos al día en le­
gislación pero en déficit en cuanto al material humano.
Es duro decirlo pero es así. El facilismo en las univer- í-J
sidades y particularmente en las facultades de derecho
ha llevado a diplomar a una enorme cantidad de perso­
nas con el título de abogado, con escasa preparación y
lo que es peor, muchas veces sin verdadera vocación. j
Los países europeos tienen un promedio de un abo- |
gado cada mil personas y en Córdoba hay ocho, lo que
es ciertamente una exageración que seguramente se .;/•
revertirá con el tiempo. En tanto, los abogados jóvenes
procuran ganar clientela y a veces lo hacen de cual­
quier modo y suelen lograrla por una vía también faci-
lista: adular al cliente, correrle al lado, apañar sus pa­
siones, en fin, dejar de cumplir un servicio de justicia
para convertirse en un instrumento técnico que en de­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 139

finitiva es manejado por el propio cliente. Los escritos


se hacen para el cliente, se aprende a dictaminar como
al cliente le gusta (aunque en definitiva no le conven­
ga) y, entre otras cosas, se litiga con agresividad, pro­
curando mostrar al cliente que se es capaz de todo.
Es triste expresarlo pero lo he escuchado muchas ve­
ces: Fulanito es un buen abogado, pero antiguo en su
estilo, como si el mundo no hubiera cambiado! Cree que
los juicios se ganan sólo por medio de buenos escritos!
No se da cuenta de ‘‘las necesidades de la modernidad”,
de los loables, de que hay que mover influencias, de pi­
sar la cabeza del contrario porque sino es él el que te la
pisa! Me produce mucha pena escuchar expresiones
así de personas de bien; me desalientan y a veces sien­
to el deseo de abandonar la profesión, pero felizmente
he encontrado siempre a la par estímulos para conti­
nuar ejercitándola con renovados bríos en la esperanza
de que la justicia vuelva a ser creíble y respetada.
La Argentina ha sufrido una honda crisis, en todos
sus aspectos, y Injusticia no podía ser la excepción. Tbn-
go por ello la esperanza de que su recuperación —que en
muchos terrenos ya puede avizorarse— comprenda
también a nuestro sector.
Para recuperar la justicia y la abogacía es menester:
desterrar el facilismo en las universidades, evitar que
se elija la carrera de derecho sólo por su sencillez o sea
más fácil trabajar como abogado que en otra profesión
u oficio; no permitir su ejercicio sin más recaudo que el
título, sin una preparación práctica como las de las pa­
santías, europeas; castigar severamente a quienes
desvirtúan la profesión ya sea a través de los jueces o
de los Tribunales de Disciplina de los colegios profesio­
nales, estimular en cambio al buen abogado distin-
140 MARTINEZ CRESPO

guiándolo en las sentencias judiciales, con mayores


honorarios, desterrar a la política en la designación de
los jueces procurando seleccionar a los mejores recor­
dando el prestigio de la justicia inglesa que los elige
entre los más exitosos y antiguos abogados.
Muchas veces se teme a la formación de una “casta”
de jueces, pero alabado sea si se logra formar un gru^o
de personas de alta jerarquía moral e intelectual, que
ocupen los cargos más por vocación que por razones
pecuniarias, con gran experiencia profesional. Segu­
ramente llegarían a gozar —al igual que en Inglate­
rra— de una enorme autoridad, y confiabilidad. Si al­
guien viera en este grupo tan jerarquizado una “cas­
ta”, no debiera temer por ella pues se habría foimado
en razón de su saber y sus virtudes personales, y no
por las que suelen ser comunes como el dinero, el sía-
tus social, la presencia permanente en la televisión u
otros medios de difusión, etcétera. Estaríamos frente a
una verdadera aristocracia, pero en el mejor sentido
de su acepción; habríamos conseguido nuclear a las
mejores personas para servir a la comunidad en un
punto tan delicado como es la justicia.
Ya en el terreno de la abogacía, estimo que los cole­
gios profesionales deben ser muy severos con sus aso­
ciados respecto a su actuación profesional, eliminando
a quienes malversan dinero de sus clientes, falsean
sus informaciones, o utilizan su título de abogado para
defraudar al público, de una u otra manera. Los jueces
deben sancionar también a los profesionales que ac­
túan indecorosamente dentro del proceso judicial, per­
turbándolo, o advierten una actitud despreocupada o
negligente que cause daño a su defendido.
El público debe colaborar también denunciando in­
fracciones e inconductas de modo de posibilitar la ne-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 141

cesaría depuración. En tal sentido resulta muy cómo­


do quejarse de algo que anda mal y no hacer nada para
remediarlo. Si nadie se mueve seguirán ejercitando la
abogacía los buenos y los malos, y todos cargaremos
con el pato de la boda y el desprestigio del sector Ya lo
decía Colmo en su obra postuma La justiciad "El pú­
blico no tiene título para colocarse entre los ungidos y
separarse de los reprobos, echando en cabeza ajena
más de una falta que le es propia. Es cómodo, pero no
justo, eso de hacer cargar al Gobierno con los males de
la política o la administración, como es igualmente có­
modo e injusto achacar a los magistrados los defectos
de Injusticia. Si nada hacemos de lo que está en nues­
tras manos, bien escaso derecho tenemos para espe­
rarlo todo del Gobierno o de funcionarios judiciales”.
"Esa es la gran falla de nuestro público: la carencia de
iniciativa individual, base angular de todas las iniciati­
vas. Lo más triste es que tal iniciativa entrañaría una
función de colaboración, de necesaria colaboración, que
así queda descartada: la administración de justicia sin
colaboración tiene que cojear, quiero decir, fracasar’ en
parte... Lo innegable es el hecho mismo: sin desconocer
lo que incumbe a los funcionarios de la administración
judicial, el correspondiente público niega una colabora­
ción que debe, al no ejercer derechos que exclusivamen­
te le pertenecen”.
Pero no sólo debe exigirse al juez o al abogado correc­
ción en los tribunales o en su Estudio, congruente con
sus respectivos roles profesionales, sino también una vi­
da privada decorosa y digna que prestigie a la profesión.
Cuando se ve a un juez en un casino o en un hipódromo,
o en la farándula, se desmerece a la justicia; cuando un

9 Colmo, Alfredo, La justicia, Abeledo - Perrot, Buenos Aires,


1957, p. 95 y siguientes.
142 MARTINEZ CRESPO

abogado lleva una vida licenciosa y se deja ver en cual­


quier parte acompañado por personas de mala vida, to­
do el sector profesional también se desprestigia.
O se valora a la justicia como virtud individual y so­
cial. y entonces es dable exigir congruencia a las perso­
nas que a ella dedican su existencia mediante una vi­
da también virtuosa, del mismo modo que es dable-exi-
girla a un sacerdote, o se cambia el objetivo justicia por
otro de mucho menor jerarquía —como por ejemplo,
redactar bien o ser un buen orador, tener buenas rela­
ciones políticas, etc.— en cuyo caso para mantener
aquella necesaria congruencia las exigencias también
serían por supuesto mucho menores.
El tener buena conducta, primer requisito para per­
tenecer a un colegio de abogados y ejercitar la profe­
sión, no debe quedar limitado a la presentación de un
certificado policial que cualesquiera consigue. Se debe
tener realmente buena conducta y en toda la vida pro­
fesional debe mantenérsela. No es posible tener “mala
conducta” y ser a la vez juez o abogado; tal dualidad de
vida resulta inadmisible. Difícilmente se de, por otra
parte. Quien lleva una vida privada desordenada se­
guramente trasladará su desorden a su escritorio o
despacho y faltará también a los más primordiales de­
beres profesionales. Sólo quien ejercita normalmente
la rectitud de vida en su hogar otorga seguridad en su
vida profesional.
No estamos acostumbrados a esas exigencias. Parece­
ría que atentan contra la libertad personal. Que cada
uno puede hacer lo que quiera con su vida. Pero olvida­
mos que debemos cuidar a la sociedad en primer térmi­
no y que para prestarle un servicio de justicia de calidad
debemos cuidar la calidad personal de sus agentes. Ib-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 143

dos tenemos, por supuesto, el derecho de elegir nuestra


propia vida, pero si queremos ser abogados o jueces de­
bemos mantenernos siempre dentro de límites severos
de corrección, honradez y decoro.
Es difícil el tema, pues los colegios profesionales ac­
túan a base de una denuncia concreta, y no tenemos el
hábito —por el contrario, suele estar mal visto— de
denunciar. En Alemania, país que es ejemplo del or­
den, las institucciones funcionan por el cuidado que
tienen sus propios asociados o el pueblo en general. El
alemán está acostumbrado a “perder su tiempo” para
efectuar una simple denuncia de infracción en el tráfi­
co y sabe protestar cuando alguien quiebra las reglas
que manejan sus instituciones. Les interesa primor­
dialmente el cuidado de esas reglas porque todos sa­
ben que cuidándolas, aún con severidad, la institución
cumple su cometido en beneficio de “todos”. El infrac­
tor es castigado, la sociedad se beneficia en su genera­
lidad. Lamentablemente en nuestros países hemos in­
vertido las cosas: nadie se compadece de la sociedad
(que somos nosotros mismos) y protegemos al infrac­
tor concediéndole toda clase de derechos, con lo que ca­
da cual termina haciendo lo que le plazca.
El reclamo, la protesta, la denuncia son incómodos
pero hay que acostumbrarse a utilizarlos (y a receptar­
los!) cuando corresponde, como protección social. A la
abogacía y a la justicia en general le falta también esa
debida “colaboración pública”, del cuidado por parte de
la ciudadanía. Cuando ello ocurra para ejercer la abo­
gacía habrá que tener en verdad “buena conducta”, y
la abogacía llegará a ser lo que nunca debió dejar de
ser: una profesión relevante.
Finalmente me referiré a un mandato vinculado a
esa buena conducta social que todo abogado debe asu­
144 MARTINEZ CRESPO

mir: el de abstenerse de publicitar sus servicios profe­


sionales en un tono “comercial”. En todas las normas
positivas de ética profesional suele encontrarse este
deber del abogado, que demuestra acabadamente el
espíritu con que debe encararse la profesión: no de
“vender” un servicio sino de prestarlo percibiendo o no
el honorario que corresponde al trabajo prestado. No
es una cuestión de palabras, como muchos cre'en. En el
comercio se da prioridad al “lucro”, si me pagan tanto
yo entrego tal mercadería o realizo un determinado
ser-vicio u obra; en la abogacía yo acudo al llamado de
alguien que me “necesita”. Salgo en su ayuda y procu­
ro prestarla en la mejor forma posible; recién enton­
ces, prestado el servicio, cobraré o no un honorario.
Comerciar es poner mi interés en primer término;
prestar un servicio profesional es priorizar al otro,
cumplirlo por vocación de servicio; después recién el
honorario si es que el auxiliado puede pagarlo. Ya he­
mos dicho que el sistema retributivo del abogado tiene
en cuenta esas circunstancias, y si alguna vez el hono­
rario es grande lo es porque, como contrapartida, mu­
chas veces no hay honorarios, y el servicio se presta sin
pretensión ninguna de retribución pecuniaria.
De allí que el “estilo” no puede ser el mismo en él co­
merciante que en el profesional. Los prestadores de
servicios podrán anunciar su presencia en el medio
mediante avisos publicitarios o placas muy austeras,
de modo de no descalificar de manera alguna a otros
prestadores del mismo servicio. En esto se diferencia
también del comercio, que pretende ensalzar las virtu­
des del producto que se vende en desmedro de otros. Es
la “competencia comercial” que resulta especialmente
útil para mejorar la calidad del producto y disminuir
NOSOTROS LOS ABOGADOS 145

su precio, pero que no redunda asi en las profesiones


de servicio como la abogacía.
Vigilando este aspecto ético no veo inconveniente en
que la presentación de un Estudio se efectúe en forma
moderna, cuidadosa en su faz estética. Así como es
bueno una presentación esmerada dentro del Estudio
(y es natural que el cliente tenga en cuenta para ele­
girnos hasta esos detalles de trabajo), también lo pue­
de ser en una legítima publicidad.
Sin embargo los abogados deberíamos tener presen­
te siempre que la mejor publicidad la hace espontá­
neamente un cliente bien atendido: un juicio ganado
siempre trae otros. Los “éxitos” profesionales trascien­
den del mismo modo que una mala atención conlleva
inexorablemente a la pérdida de clientela.
Los avisos que podemos insertar en un periódico,
por más grande que sea su tamaño, nunca serán tan
eficientes como un cliente que ha ganado su pleito y
procura hacer conocer a todo el mundo su victoria.

10 — Nosotros los abogados


Es un deber del abogado mantener con sus_colegas
un trato cordial, de respeto mutuo, de consideración a
su labor profesional. Ya lo hemos dicho pero conviene
recalcarlo.
En un pleito se_enfrentan los intereses de dos partes
distintas, y en la defensa de ellas intervienen dos abo­
gados que a la par de procurar el triunfo de sus defen-
didos^deBeiFestar empapados de un sentimiento de
justicia y luchar por el derecho. Ambos cumplen idén- f *
tico rol —procurar que el juez, a través-de un proceso
correcto, pueda hacer justicia en el caso—, aún cuando
lo hacen desde dos ángulos diametralmente opuestos
—la defensa de los contendientes—.
Los_abogados no son partes, ni se enfrentan en el
pleito como directamente interesados. Son_splamente
profesionales, ocasionalmente.colocados_e^unqfrehte
ál otro que ccm su saber y su experiencia procuran que
los derechos de sus defendidos, como las deficiencias’
de sus oponentes, cobren elmayor finllo. Es eFinétodo
elegidóparaque el juez, con todas las luces encendidas
por tan singulares “auxiliares”, pueda dictar la sen­
tencia más adecuada y justa.
150___________ __________________________________________ MARTINEZ CRESPO

El rol idéntico que los abogados de ambas paites cum­


plen en el proceso .debe.moverlos al respetcLdel colega.
Es la base para respetarse a sí mismos. Ambos forman
parte de un mismo Colegio Profesional, y el desprestigio
de uno, alcanza también al otro. Vilipendiar al colega es
como “escupir para arriba”, cuando el abogado se con­
vierte en parte, y se extralimita en su defensa tirando
barro al colega oponente, nos cubre a todos de fango,
mermando así el prestigio social que es fundamental
para lograr una buena abogacía. Por supuesto que esta­
mos suponiendo una actuación correcta por parte de los
dos profesionales; si alguno de ellos faltara a sus debe­
res, trasgrediendo las normas éticas, el contradictor de­
be ponerlo a conocimiento del juez o del colegio para su
castigo. Dejar pasar por alto actitudes contrarias a la
moral profesional perjudican a todos los abogados.
Debe reinar la confraternidad entre los colegas que es
algo masque una estimación recíproca; hermañdad~de -
los qué han_acep.tado las -nusmas-reglas... de-vidlQieb
compartirlo que Peguy llamabaeiKónor del mismo, fue'
go. Anotamos la siguiente definición-de.confraternidad -
“Respetarse y amarse los unos a los otros, prevenir
cuidadosamente, mediante una afectuosa tolerancia
el choque inevitable de las naturales susceptibilida­
des; exagerar en cada detalle los escrúpulos de la deli­
cadeza y de la lealtad; ayudarse mutuamente y soste­
nerse en las pruebas; huir por peligroso y mortal, del
éxito obtenido a costa de la humillación de un adversa­
rio; aplaudir el talento de un rival; unirse, en fin, ínti­
ma y enérgicamente por la inteligencia y el corazón, en
el combate contra la arbitrariedad y la infamia”1.

1 De Jules Fabres, Discours de rentrée, 1861, citado en el libro


“Iniciación ala abogacía” de Molierac, J., México, 1981.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 151

Los abQgados_prestigiosos son respetados por sus


clientes,-por. los jueces, por.sus..colega s,.por-lacomunú
dad en general. Cuando, ese.prestigioy-ese-respeto-se-
pierden el verdadero rol del abogado no puede yapan*-.,
plirse eficazmente y nos convertimos en “operadores”
o “loobistas” de nuestros clientes, que nos usan, en
“perturbadores” de los jueces, que no nos escuchan, en
“enemigosldeJoS-abogados'contrarios, que riós~detes^
tan, en leguleyos a los ojos deí pueblo para quíen~s~ólo
servímos para trampear la ley —hechalaley,¿hecha la
trampa— o “enredadores” que conseguimos enturbiar
lo que_está_claro y hacer gruesos éxpediéhfáFdFIas’cb-
sas. más.sencillas.
Para_q_ue esto no sea así es indispensable,_r_e.spetar y
hacer respetar a la abogacía como institución, sus no-
blés objetivos dejusticia,_sus.fines^públicoZdejcoIabb-
ración con el juez. De ningún modo dejar deslizar fra­
ses ofensivas que desmerezcan al eventual colega; en
principio en los escritos se debe hablar en nombre de la
partg,_y los abogados deben pasar desapercibidos en la
polémica. Ya bastante tienen los jueces con la disputa
entre actor y demandado, para que se añada a ella la
de sus abogados.¡Si todos se confunden en la riña, la
polvareda será tal que impedirá la buena visión del
juez! El hábito de la tolerancia, el trato cotidiano crea \
un sentimiento de recíproca estimación entre los abo- i
gados, la que no puede debilitarse por la fuerza o ener- /
gíaque el adversario p.Qne.en.la.defensa de su cliente. /
Los combates .judiciales no deben dejar heridas: los
abogados-dehen.limitarse_a_^defender'sinanimosidad-y_
sin pasión. Se debe ser_moderádqsy corte^es~ai~refirtar~
á~~síTáHversario, sin utilizar ni laúnixiriá ni la ironía,
que síla primera actúa como, un torpe masazo, la. se­
gún da hiere al mgdp_de,.unagudg y sutil estilete.
152 MARTINEZ CRESPO

No admitamos, de ninguna manera, sospechas o


desprecios por el lado de nuestros clientes. Es necesa­
rio, al respecto, una labor docente para que compren­
dan el verdadero rol del abogado contrario: quitarle el
carácter de “enemigo”, y enseñarles a ver en él a un en­
granaje más de la justicia, que es indispensable allí,
cumpliendo con una labor antipática a sus ojos pero
útil a la comunidad.
Me ha tocado en el ejercicio profesional litigar dos o
tres veces en juicios en que la contraparte era un abo­
gado que actuaba por sí en su propia defensa, y mi ex­
periencia al respecto ha sido muy penosa. La vehemen­
cia y la ofuscación del abogado en causa propia es mu­
cho mayor que la normal de cualquier litigante; esto
quiere decir que entre los dos roles se es ante todo par­
te y desaparece completamente la función del abogado..
El profesionalismo, la frialdad que permite mirar el
problema con objetividad, el esfuerzo por procurar una
solución razonable que ponga fin al pleito, no existen.
El abogado-litigante conoce leyes, sabe como hacer un
escrito, o como se desarrolla una audiencia, pero nor­
malmente no está en condiciones de actuar como un
verdadero “abogado”, como un profesional de Injusticia
que “lubrica” el proceso con el aceite de su estilo profe­
sional y el ejercicio de las virtudes que le son propias:
prudencia, caballerosidad, comprensión, etcétera.
En todos esos casos en que debí actuar en contra de
un abogado en causa propia, el proceso se hizo suma­
mente turbulento. Mi labor profesional no fue com­
prendida, a pesar de mi esfuerzo el colega me confun­
dió con su contraparte, me atacó duramente, y recibí
toda clase de agresiones de su lado. Era evidente que
el colega-litigante, como cualquier otro mortal, estaba
ciego en el caso, requería la “ayuda” de un buen aboga­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 153

do que comenzara por aquietar sus pasiones, a litigar


con cordura. En mi opinión, y de acuerdo a esas expe­
riencias entiendo que los jueces deberían exigir a tales
litigantes que actúen en juicio con el patrocinio de un
verdadero abogado —en el caso propio, el rol de parte
ahoga el titulo profesional—, como modo de normali­
zar los procesos, quitándole turbulencias.
Relato estas experiencias propias para mostrar la
necesidad de que el proceso cuente con el “abogado de
la contraparte”, antipático para nuestro cliente pero
indispensable para la normalidad y razonabilidad del
proceso. Los que creen ingenuamente que los aboga­
dos deberíamos desaparecer y que ellos están en con­
diciones de actuar ante los jueces sin nuestra partici­
pación, no saben los malos ratos a los que se exponen.
Un proceso al que le falta el “aceite” del profesionalis­
mo de los abogados es como un motor seco: no puede
marchar porque los fierros se destrozan entre sí.
Cuando el respeto prime entre los colegas, el proceso
será otro seguramente, la justicia habrá ganado enor­
memente, y la abogacía habrá empezado a recuperar
su perdido status.
En países de alto nivel cultural, como Francia, Bél­
gica o Suiza, el respeto se traduce en formas y costum­
bres de fortísima raigambre —como que nadie osa
quebrantarla— tales como el intercambio de docu­
mentación, que consiste en la obligación moral de todo
abogado de no utilizar como prueba un documento si
antes no lo hace conocer a su colega, pues se tiene el
concepto arraigado que es una inmoralidad sorpren­
der al adversario, y que se debe dar todos los elemen­
tos para que el abogado pueda cumplir en plenitud su
principal rol de consejero de su cliente.¡El respeto a la
154 MARTINEZ CRESPO

justicia prima sobre el interés mismo del litigante! Pe­


ro lo que más asombra es que el intercambio de carpe­
tas conteniendo los documentos del litigio se'háce sin
formular inventarios ni darse recibos2-
Evidentemente que costumbres de esta índole mues­
tran una comprensión social de la abogacía, de la que
estamos muy lejos. Se me dirá que es una utopia y una
ingenuidad “mostrar las cartas” al adversario, y me
animo a contestar que hasta que no aprendamos a ju­
gar “con estilo de caballeros”, limpiamente, sin hacer
trampas, poniendo en la balanza de la justicia del lado
de nuestro cliente las mejores razones y nunca la des­
lealtad, jamás llegaremos a “civilizar” el proceso. O el
expediente judicial es una muestra de moral cívica,
casi una obra de arte edificada por dos buenos aboga­
dos, o en poco se diferencia de un reñidero en donde to­
do se permite.
Mi padre solía recordar su experiencia acerca de la
abogacía en Gran Bretaña. Ocurrió que al fallecimien­
to de un cliente de nuestro Estudio quedaron como ac­
tivo de la herencia algunas acciones nominativas de
una compañía inglesa. Aprovechando un viaje de tu­
rismo visitó en Londres a un abogado que le habían re­
comendado, munido de los títulos correspondientes,
declaratoria de herederos y poder, pensando que segu­
ramente sería menester alguna tramitación judicial
que demandaría quizás meses para que los títulos se
transfirieran a nombre de los herederos y pudieran
venderse. No fue necesario: bastó el juramento de mi
padre, que por el hecho de ser abogado se presumía fi­
dedigno, y las acciones quedaron transferidas y pudie­

2 Molierac, Iniciación, a la abogacía, cit, p. 100 y siguientes,


NOSOTROS LOS ABOGADOS_____________________________________________ 155

ron comercializarse. El juramento, sin embargo, no se


prestó de cualquier modo como ocurre entre nosotros;
exigió una audiencia muy formal ante un personaje ju­
dicial de nobilísima presencia y en una sala especial­
mente destinada para esta clase de actos “solemnes”.
De inmediato se colocaron en los títulos las constan­
cias del caso y ese mismo día pudieron ser llevados al
Mercado de Valores de Londres y liquidados..
Ciertamente mi padre quedó confundido frente a
tanta confianza en la sola palabra de un abogado y así
se lo comentó a su colega inglés. Este le expresó que la
confianza es la base de la abogacía inglesa, y que no
pueden ejercitarla quienes no son “confiables”. Que un
joven recién graduado debe practicar algún tiempo en
un estudio jurídico, cuyo titular decide cuando el pos­
tulante se encuentra en condiciones de instalarse por
su cuenta, no sólo por su saber sino, sobre todo, por su
“confiabilidad”. Y esa decisión se expresa invitándolo
a ocupar una silla en la cena anual de confraternidad
que jueces y abogados llevan a cabo: recién cuando se
está en condiciones de compartir esa mesa se está para
ejercitar libremente la abogacía.
Hay que empezar poniendo confianza, en el juez y en
el colega contrario, como piezas necesarias de un pro­
ceso, que cumplen de un modo y otro un cometido co­
mún. Si la emprendemos en contra de ellos, el meca­
nismo de relojería se estropeará —hoy lo está segura­
mente—y el reloj descompuesto en lugar de ser un ins­
trumento útil confunde a todos.
La solidaridad tiene un ámbito muy especial que son
los Cole-gios de Abogados, de profundas raicés fiistófí-
cas, destinados a fomentar un clima de compañerismo
yayi¿ammtuaentrelos colegiadoscomo a^defenderel-
156 MARTINEZ CRESPO

interés general de la abogacía procurando se manten-


ga dentro de líinites de honor y dignidad;'
Los hay_obligatorios_y los hay libres. Los primeros fí
cumplen un rol de derecho público al tener a su cargo el .W
CQrdrol_de_la matrícula y el funcionamiento del-Tribu-
nal de Disciplina_que juzga las jaitas a. la. ética_q.ue_co- .¿i;
metieran los colegiados, indudablemente tienen una
fuerza mayor que los colegios libres porque su repre- '■£
sentación es mayor, aunque corren, elriesgo-dejuna ex-
cesiva-politización y su instrumentación por los partí-
dos y facciones. , :J;
Recuerdo la opinión de Bielsa, siempre válida a pe-
sar del tiempo transcurrido3: “No se puede admitir la
agremiación obligatoria. Esa agremiación suele inte- <3
resar a los que quieren utilizar la institución (centros,
colegios, federación) para fines políticos o aún perso- j|
nales de orden burocrático: acollarar a todos para ser
dirigidos por unos pocos. No advierten algunos que por §
ese camino se va al del “partido único” muy caro a los
regímenes totalitarios pero que es la negación de la li­
bertad de opinión, de discusión y de critica, tan salu- :'.J
dable en los regímenes políticos y especialmente en el
“republicano y representativo que ahora se confunde
con el democrático”. J
En sentido opuesto, otra vieja pero muy autorizada
opinión, la del vocal de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación doctor Tomás Casares4: “Al derecho de
asociarse con fines útiles corresponde sin duda la li­
bertad de no asociarse. Pero tanto aquel derecho como
esta libertad se refieren a sociedades cuya existencia 7

3 LL, 87-704.
4 CSJN, Fallos, 203:100
NOSOTROS LOS ABOGADOS 157

no sea requerida por el buen orden y el bienestar de la


superior colectividad. Hay deber de entrar en las es­
tructuras sociales (cuerpos intermedios) cuya consti­
tución legal es requerida por razones de orden y de
bien común, mientras se la disponga sin menoscabo de
los derechos que hacen esencialmente a la persona,
para cuyo bien existe la comunidad que se trata de
perfeccionar mediante dichas estructuras. Ellas se
formalizan para la disciplina y el mejor resguardo mo­
ral del ejercicio de la profesión. Por lo demás, esos mis­
mos abogados quedan en libertad de constituir, con fi­
nes lícitos, las asociaciones profesionales privadas que
deseen”. Se agrega que “la experiencia demuestra que
las organizaciones profesionales en las cuales se dele­
ga el gobierno de las profesiones, con el “control” de su
ejercicio regular y de un régimen adecuado de discipli­
na, son prenda de acuerdo y de seguridad. Sus propios
miembros están en condiciones de ejercer mejor la vi­
gilancia permanente e inmediata, con un incuestiona­
ble sentido de responsabilidad, porque están directa­
mente interesados en obtener el prestigio de la profe­
sión y se les reconoce autoridad para vigilar la conduc­
ta ética en el ejercicio de aquélla”. {Fallos, 208:128).
Engeneral, los colegios profesionales se han ocupado
preferentemente de la preparación de los abogados,“me­
diante cursos complementarios, conferencias, revistas
jurídicas, etcétera, de modo de completar la prepara­
ción que el.profesional adquiriera en su paso por la uni-
versidacL Han procurado crear ámbitos favorables para
estimular la confraternidad de-los. colegiados, de formar
buenas bibliotecas que complementen los libros, básicos
que conformarías normales de cualquier Estudio Jurí­
dico, etcétera. En tal sentido puede decirse que los cole­
gios profesionales han desarrollado una tarea eficaz.
158 MARTINEZ CRESPO

Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos la calidad de


la abogacía ha decaído notoriamente, como lo venimos
expresando en este libro, del mismo modo que el nivel
de la magistratura ha descendido también. Los^cple-
gios po han podido evitar las designaciones de jueces
por meras razonesjpo.líticas más._que funcionales, como
tampoco se ha cuidado suñcientementeja_caljdad de
los colegiados,_Ía.“buena_conducta” deLabpgadq_tanto
en su vida pública como en_la_prívada, en su estudio o
en los tribunales. Desde ya que no culpo por ello sola­
mente a quienes gobernaron los Colegios sino espe­
cialmente al gremio, al conjunto de los abogados, a la
sociedad toda, que poco hizo para mantener la excelen­
cia profesional que los tiempos requerían.
EL ABOGADO Y LA COMUNIDAD
El abogado tiene una misión que trasciende su Es­
tudio y los tribunales. Vive inmerso en la comunidad,
y es responsable ante ella, como lo es ante sus clientes
o ante los tribunales. El abogado carga, pues, con una
triple responsabilidad: defensor de su cliente, auxi­
liar de la justicia, y modelo u orientador de sus con­
ciudadanos.
El abogado debe enseñar a respetarlas leyes, a prac­
ticar la verdad, la sencillez, la austeridad, el orden,
etcétera, que son las verdaderas fuerzas creadoras en
una sociedad. Por sus conocimientos del derecho, su
formación humanística y su experiencia de vida, el
abogado está ubicado en una posición privilegiada pa­
ra reformar las costumbres y procurar un mejor enten­
dimiento entre los hombres.
Mediante su consejo, y particularmente con su ejem­
plo, debe enseñar a los demás a limitarse, a valorar los
derechos ajenos, a respetar la ley y también a luchar en
contra de ella cuando consagra una injusticia o una in­
moralidad. A no abusar del derecho positivo, en cuanto
pudiera generar una lesión injusta al otro, poniendo en
práctica la sabia máxima de no hacer a los demás lo que
no deseo se haga conmigo. Saber moderar las preten-
162 MARTINEZ CRESPO

sienes exageradas, enseñar que a la par de los dere­


chos individuales que muchas veces se desnaturalizan
hay una realidad social que estamos obligados a cui­
dar, que nos exige restricciones y límites.
El abogado debe ser, en su Estudio o fuera de él, un
pacificador que por vocación y por oficio ha aprendido
a mirar al mismo tiempo desde distintos ángulos: com­
prende a su cliente, se esfuerza por encontrar un sen­
tido a su eventual contendor, y examina también su
entorno, la salud de la comunidad a la que todos deben
contribuir, pero de la que el abogado es una suerte de
guardián, maestro y sacerdote al mismo tiempo.
Es el abogado una persona con una alta sensibilidad
social y lo demuestra su actividad en el mundo de la
política, el libro, la prensa, la radio y televisión, las
instituciones de bien público, fundaciones, conferen­
cias, etcétera, aunque en los últimos tiempos es nota­
ble que a pesar del elevado crecimiento en el número
de profesionales aquella presencia se ha reducido con­
siderablemente. Es que el aumento en la cantidad con­
lleva a una pérdida de calidad que se traduce inmedia­
tamente en un detrimento de su jerarquía o, lo que es
escandaloso, en su corrupción. Repito una vez más la
enseñanza de Couture: la abogacía es la más noble de
las profesiones pero si se la desvirtúa puede llegar a
convertirse en el más ruin de los oficios!
La proximidad de la abogacía con la política es evi­
dente, y prueba de ello es que si se examina la historia
nacional nos encontraremos que son abogados los que
ocuparon la mayoría de los cargos ejecutivos y las ban­
cas legislativas a través de los tiempos, aunque hoy
esa presencia también se ha menguado. El abogado
por formación está mejor dotado para la confrontación
de opiniones, indispensable para el buen ejercicio de
NOSOTROS LOS ABOGADOS 163

esos cargos políticos: sabe escuchar y valorar, mejor


que la generalidad de las personas, las opiniones aje­
nas, buscando conciliarias en lo posible con las pro­
pias, flexibilizando una y otra para lograr soluciones
consensuadas.
El abogado, conoce mejor que nadie la existencia de
puntos de vista distintos pues en el proceso judicial el
suyo debe confrontar con el de la contraparte, los ma­
gistrados, etcétera.. Es en consecuencia, más humilde
y flexible en relación a sus opiniones, y procura por lo
general encontrar salidas pacificadoras a los conflictos
sociales y políticos.
La organización y actividad del Estado, la economía
y sus consecuencias sociales, la educación pública, los
impuestos, la vida sindical, la previsión social y tantas
otras cosas que conforman el quehacer de una comuni­
dad, son objeto permanente del interés de un abogado.
Por naturaleza se siente inclinado a los temas sociales
y por oficio a expresar a viva voz sus opiniones, en una
conferencia por ejemplo, o por escrito a través de la
prensa o del libro.
José María Martínez Val en su excelente obra Abo­
gacía y abogados1 expresa que ser abogado debe con­
sistir en ofrecer confianza a todos, a cualquiera. “Fren­
te a la picaresca forense, donde la sátira literaria ha
metido tantas veces el escalpelo, hay que reivindicar
para la abogacía esta cualidad en grado máximo. La
sociedad respetará al abogado si por sus cualidades
personales se hace digno de que se confíe en él”. “Se ha
dicho que la abogacía es una aristocracia. Sin duda,
vemos que se trata de una selección. Se sublima el abo-

1 Martínez Val, Abogacía y abogados, Bosch, Barcelona, 1981.


El abogado tiene una misión que trasciende su Es­
tudio y los tribunales. Vive inmerso en la comunidad,
y es responsable ante ella, como lo es ante sus clientes
o ante los tribunales. El abogado carga, pues, con una
triple responsabilidad: defensor de su cliente, auxi­
liar de la justicia, y modelo u orientador de sus con­
ciudadanos.
El abogado debe enseñar a respetarlas leyes, a prac­
ticar la verdad, la sencillez, la austeridad, el orden,
etcétera, que son las verdaderas fuerzas creadoras en
una sociedad. Por sus conocimientos del derecho, su
formación humanística y su experiencia de vida, el
abogado está ubicado en una posición privilegiada pa­
ra reformar las costumbres y procurar un mejor enten­
dimiento entre los hombres.
Mediante su consejo, y particularmente con su ejem­
plo, debe enseñar a los demás a limitarse, a valorar los
derechos ajenos, a respetar la ley y también a luchar en
contra de ella cuando consagra una injusticia o una in­
moralidad. A no abusar del derecho positivo, en cuanto
pudiera generar una lesión injusta al otro, poniendo en
práctica la sabia máxima de no hacer a los demás lo que
no deseo se haga conmigo. Saber moderar las preten­
162 MARTINEZ CRESPO

siones exageradas, enseñar que a la par de los dere­


chos individuales que muchas veces se desnaturalizan
hay una realidad social que estamos obligados a cui­
dar, que nos exige restricciones y límites.
El abogado debe ser, en su Estudio o fuera de él, un
pacificador que por vocación y por oficio ha aprendido
a mirar al mismo tiempo desde distintos ángulos: com­
prende a su cliente, se esfuerza por encontrar un sen­
tido a su eventual contendor, y examina también su
entorno, la salud de la comunidad a la que todos deben
contribuir, pero de la que el abogado es una suerte de
guardián, maestro y sacerdote al mismo tiempo.
Es el abogado una persona con una alta sensibilidad
social y lo demuestra su actividad en el mundo de la
política, el libro, la prensa, la radio y televisión, las
instituciones de bien público, fundaciones, conferen­
cias, etcétera, aunque en los últimos tiempos es nota­
ble que a pesar del elevado crecimiento en el número
de profesionales aquella presencia se ha reducido con­
siderablemente. Es que el aumento en la cantidad con­
lleva a una pérdida de calidad que se traduce inmedia­
tamente en un detrimento de su jerarquía o, lo que es
escandaloso, en su corrupción. Repito una vez más la
enseñanza de Couture: la abogacía es la más noble de
las profesiones pero si se la desvirtúa puede llegar a
convertirse en el más ruin de los oficios!
La proximidad de la abogacía con la política es evi­
dente, y prueba de ello es que si se examina la historia
nacional nos encontraremos que son abogados los que
ocuparon la mayoría de los cargos ejecutivos y las ban­
cas legislativas a través de los tiempos, aunque hoy
esa presencia también se ha menguado. El abogado
por formación está mejor dotado para la confrontación
de opiniones, indispensable para el buen ejercicio de
NOSOTROS LOS ABOGADOS 163

esos cargos políticos: sabe escuchar y valorar, mejor


que la generalidad de las personas, las opiniones aje­
nas, buscando conciliarias en lo posible con las pro­
pias, flexibilizando una y otra para lograr soluciones
consensuadas.
El abogado, conoce mejor que nadie la existencia de
puntos de vista distintos pues en el proceso judicial el
suyo debe confrontar con el de la contraparte, los ma­
gistrados, etcétera.. Es en consecuencia, más humilde
y flexible en relación a sus opiniones, y procura por lo
general encontrar salidas pacificadoras a los conflictos
sociales y políticos.
La organización y actividad del Estado, la economía
y sus consecuencias sociales, la educación pública, los
impuestos, la vida sindical, la previsión social y tantas
otras cosas que conforman el quehacer de una comuni­
dad, son objeto permanente del interés de un abogado.
Por naturaleza se siente inclinado a los temas sociales
y por oficio a expresar a viva voz sus opiniones, en una
conferencia por ejemplo, o por escrito a través de la
prensa o del libro.
José María Martínez Val en su excelente obra Abo­
gacía y abogados1 expresa que ser abogado debe con­
sistir en ofrecer confianza a todos, a cualquiera. ‘Tren­
te a la picaresca forense, donde la sátira literaria ha
metido tantas veces el escalpelo, hay que reivindicar
para la abogacía esta cualidad en grado máximo. La
sociedad respetará al abogado si por sus cualidades
personales se hace digno de que se confíe en él”. “Se ha
dicho que la abogacía es una aristocracia. Sin duda,
vemos que se trata de una selección. Se sublima el abo­

1 Martí nez Val, Abogacía y abogados, Bosch, Bar celona, 1981.


164 MARTINEZ CRESPO

gado en labrarse perfecciones para merecer la pública


estimación en que se basan los buenos bufetes. Se va
tallando, a golpes de renuncia y de trabajo, una difícil
y siempre debatida personalidad. Es —o debe ser— un
asceta que diga no a mil solicitudes cuando su tiempo
personal —el de la familia, el de las diversiones y el del
propio descanso— tenga que ser absorbido por la efica­
cia y la perfección de su trabajo. Ha de vencer la suges­
tión de la lectura amena por la del texto legal, el co­
mentario o la jurisprudencia. Ha de resistir a la tenta­
ción de la creación literaria que a él, hombre de letras,
tantas veces le acosa, para dedicarse a su esquemático
lenguaje de demandas y contestaciones. Pues todo és­
to es otra suerte de ascetismo. El del deber, cumplido
minuto a minuto, en aras de una ejecutoria que todos
los días se conquista poco a poco” (pag.106).
Recuerda el mismo Martínez Val que Alfonso el Sa­
bio en Las Partidas determinaba que ‘los voceros (abo­
gados) después que hayan tenido veinte años escuela
de leyes deben tener honra de Condes” (Ley 8a.,titulo
XXXI, Partida II) y expresa que la nobleza tuvo siem­
pre la misma génesis: ascesis, renunciación, sacrificio.
Antes se conquistaba con la espada; ahora —cada vez
más—, con la pluma, el microscopio o el teodolito. Pero
en el fondo el motivo es el mismo: el cumplimiento aca­
bado de una misión social: ir adelante, ser los mejores,
servir más, dar con magnánima liberalidad su saber,
su tiempo su trabajo. “No debiera haber profesión más
generosa para dar, sigue diciendo, porque la sociedad
tiene que ser dirigida. La gran masa social precisa de
una minoría que le impulse y oriente”.
Lamentablemente la abogacía sufrió como la que
más los embates de una filosofía materialista, enemi­
ga acérrima de toda nobleza espiritual, que luchó y de­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 165

nostó al hombre virtuoso, se mofó de las virtudes y su


ejercicio, viendo en ellas sólo mojigatería, privilegios
de clases, o puro fariseísmo.
Proclamó la igualdad e igualó por lo más bajo, y en
su afán de terminar con todo signo de nobleza no sólo
despojó de la toga al abogado, sino que procuró torcer
su propio rol: ¡Basta de aristocracia, modelos y virtu­
des! ¡Como uno más del montón, sólo un técnico en le­
yes, ni más ni menos que un electricista lo es en elec­
tricidad!; la abogacía no debería ser más que un oficio
para ganarse el sustento, que como cualquier otro exi­
ge pensar primero en sí mismo, en el propio bolsillo,
que profesionalmente se limita al asesoramiento o la
consulta o a ganar el pleito que se le encomienda apli­
cando sus conocimientos y su experiencia. ¡Y basta! Ni
nadie le pide más ni él debe pretender roles sociales
que no le competen!
“El derecho no debe ser una superstición —termina
diciendo Martínez Val en sus hermosas páginas que
venimos glosando— sino una devoción práctica y dia­
ria, un saber que tiene fines concretos y límites defini­
dos. Señalarlos en cada caso, enseñarlos siempre, vi­
virlos ellos mismos, es grave responsabilidad de los le­
trados. Que no hay peor corrupción que la de quien de­
biendo ejemplo y enseñanza produce escándalo”.
“El don de consejo que profesa el abogado versa so­
bre una concreta parcela de la realidad: el derecho.
Por eso, al prodigarlo sobre el cuerpo social, corte
cuanto de ignorancia o mala fe haya en el abuso parti­
cular para que impere el bien común. Consideradas
así las cosas, plasma la misión del abogado en una es­
pecie de higiene social. No productor de pleitos, sino
hábil encauzador de intereses y almas, a concordan-
166 MARTINEZ CRESPO

cía con los ajenos. Esto es lo que en definitiva tiene


que ser”.
El abogado es un humanista cuyo material de traba­
jo es el hombre, a quien comprende porque lo conoce
profundamente, sabe de sus limitaciones y sus sufri­
mientos —porque son también los propios— simpatiza
con él y procura la paz de su espíritu, paz consigo mis­
mo y paz con el prójimo. De allí que el abogado no sólo
debe conocer las leyes sino que, ante todo, debe cono­
cer al hombre, que es el verdadero objetivo de su labor
profesional. Así como el sacerdote cuida del alma, el
médico de su cuerpo, el abogado tiene el deber de aten­
der sus dimensiones sociales, sus relaciones con los
otros hombres, el cumplimiento de las leyes que per­
mitan la justicia y la primacía del bien común.
Por eso el abogado debe ser un conocedor cabal del
corazón humano, conocimiento que no sólo se adquiere
a través de la vida social, sino mediante una adecuada
formación humanística.
La lectura de las obras maestras de la literatura uni­
versal son indispensables para comprender al hombre,
sus apetencias de infinitud, sus temores al futuro, a la
muerte, su grandeza y sus miserias. La ILiada, La Odi­
sea, Las Cartas Morales de Séneca, Las Vidas Par alelas
de Plutarco, las tragedias de Shakespeare o las grandes
novelas de Dostojevsky, Iblstoi o Víctor Hugo como el
teatro de Lope de Vega, Calderón de la Barca o Molióte,
para barrer en pocos ejemplos todo un enorme espectro
de géneros y épocas, han sido, son y serán una lección
inacabable del más alto conocimiento humanístico.
No debe olvidar jamás el abogado que es su deber es­
tar compenetrado de las leyes como de su aplicación, lo
que exige la diaria lectur a de libros y publicaciones ju-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 167

ridicas, pero que a la par, en la misma medida, no debe


descuidar al hombre, a la vida social, al mundo, en el
cual desarrolla su trabajo y en donde, como hemos di­
cho, es guía y ejemplo. Al respecto, la sola lectura de
diarios o el dejar transcurrir las horas frente a un apa­
rato de televisión, lo masificarán y tornarán día a día
más superficial; la buena literatura, el mensaje artís­
tico profundo, la reflexión silenciosa, elevarán su espí­
ritu y le servirán de acicate para el logro de los más al­
tos objetivos de su misión de abogado.
__________________ 9
Abogado general y especializaciones
El derecho tiene muchos aspectos, y no basta con co­
nocerlo para ser abogado. Unos lo conocen en sus prin­
cipios, en sus fundamentos, tal como es en su propia
esencia y naturaleza, son los filósofos del derecho.
Otros en su vida real, en su manifestación temporal y
positiva: son los jurisconsultos. Otros no sólo conocen
el derecho positivo, sino que lo aplican a casos prácti­
cos, dando respuesta a las cuestiones sobre las que son
consultados, son los jurisperitos. Hay, porque no decir­
lo, los que sólo tienen un conocimiento empírico y ruti­
nario de las leyes, cuyo fundamento ignoran, pero en
cuya aplicación suelen ser más hábiles que los mismos
jurisperitos, son los leguleyos.
El abogado propiamente dicho es aquel que cono­
ciendo científicamente el derecho, se dedica a realizar­
lo y a aplicarlo en la vida de los hechos. Por tanto, el
abogado es o debe ser jurisconsulto y jurisperito, sin
degenerar en leguleyo. Pero lo que realmente le carac­
teriza como tal, no es sólo resolver consultas, sino ade­
más, y muy principalmente, mostrarse en los tribuna­
les defendiendo de palabra y por escrito los derechos
de sus clientes, invocando la ley y exigiendo el pronto
y exacto cumplimiento de la justicia1.

1 Pelaez del Rosal, Profesiones judiciales yjurídicas, cit., p. 187 y


siguientes.
172 MARTINEZ CRESPO

Ahora bien, así como en la medicina algunos profe­


sionales hacen clínica general, otros cirujía y a la
par están los especialistas en la atención de determi­
nadas enfermedades o partes del cuerpo, en la abo­
gacía también existen los abogados generales y los
especialistas.
Abogado general es aquel que atiende toda clase de
pleitos, se trate de defensas penales, materia civil, co­
mercial, laboral, administrativa, etcétera.
Así,con tal amplitud, ya es difícil encontrarlo; por
lo general se distinguen primariamente entre quie­
nes se dedican exclusivamente al derecho penal y
quienes lo hacen en el civil entendiendo por tal todas
las demás materias.
El derecho penal comporta por sus características
una rama muy especial de la ciencia jurídica. Se trata
de la prevención y el castigo al delito, la investigación,
la acusación por parte de un funcionario público, el
fiscal, y la defensa del presunto delincuente a cargo
del abogado penalista, quien para atender debida­
mente a su defendido, con las urgencias que un dete­
nido demanda, desarrolla gran parte de su tarea fue­
ra de su Estudio, en las seccionales de policía, unida­
des carcelarias o en los despachos de los funcionarios
judiciales. Su tarea es en general urgente, muy conci­
sa y puntual; en su mayor parte oral, y tiene su culmi­
nación en el acto de la audiencia de vista de causa,
momento en que la oratoria de un abogado parece al­
canzar máxima importancia.
La literatura y el cine se ocupan de él con mucha
frecuencia dado el clima dramático en que se desen­
vuelve el debate y el rol fundamental que desempeña
el defensor.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 173

Como dice Martínez Val, refiriéndose al penalista2,


“En muchas ocasiones no es indiferente la sucesión en
que son presentados los testigos o los peritos, ni mucho
menos el orden en que se articulan las preguntas, el to­
no en que se piden las aclaraciones o el instante justo
en que debe solicitarse un careo. Con mucha razón es­
tas observaciones tienen valor referidas al interroga­
torio de los procesados y de los peijudicados por el de­
lito. Es un complejo juego psicológico, cuya vigilancia
tensa e intencionada se hace inexcusable, porque tiene
dos objetivos: producir la confianza, la sorpresa o la
contradicción de aquel que está testimoniando ante el
tribunal y a la vez, la convicción moral del juzgador”.
En todo caso —termina diciendo el mismo autor— el
abogado en la causa penal asume una de las más gra­
ves responsabilidades de su noble función: demostrar­
se hombre de derecho ante un pequeño o grande dra­
ma humano, aureolando la majestad de la justicia con
el halo cristiano de la caridad”.
El penalista es dentro de la abogacía, como el ciruja­
no en la medicina. Máxima tensión, momentos de hon­
do dramatismo, tan intenso como breve. Los cirujanos
como los penalistas pueden llegar a ser famosos, y los
que alcanzan renombre ganar mucho dinero.
El derecho penal es, a mi parecer, más circunscripto
y breve que el civil (en la acepción amplia, que ya he­
mos expresado, es decir incluyendo ramas derivadas
como el derecho comercial, el laboral, etc.) pero exige
del abogado una dedicación exclusiva y conocimientos
muy afianzados. La ley penal es sencilla pero su apli­
cación es ardua. A diferencia de quienes trabajamos

2 Martí nez Val, Abogacía y abogados, cit., p. 96,


174 MARTINEZ CRESPO

en nuestros estudios, apoyados en nuestra biblioteca,


y contando con tiempo suficiente para la meditación
del tema, examen de la doctrina y de la jurisprudencia,
preparación de escritos, etcétera, el abogado penalista
debe actuar en la mayoría de las veces oralmente, sin
tiempo, y sin libros. De allí es que necesite de una pre­
paración muy sólida, memorizar el Código Penal y el
Procesal Penal de modo de poder utilizarlo con rapidez
y eficacia. Como el cirujano, el campo donde desarrolla
su tarea puede ser más limitado, pero ésta es mucho
más intensa. No se puede dudar, se debe actuar de in­
mediato, casi con movimientos reflejos.
En mi Estudio no hacemos derecho penal, pero a ve­
ces las circunstancias obligan a nuestra asistencia
ocasional, al menos en un primer momento. Cuando
uno de nuestros clientes sufre algún percance y es de­
tenido, debemos intervenir personalmente con toda
premura, aún cuando luego, si fuere menester, derive­
mos su causa a profesionales expertos en la materia.
Seguramente por nuestra inexperiencia, cada vez
que nos ha tocado actuar, no afrontamos el caso con
frío profesionalismo, sino que nos dejamos ganar por
la misma angustia del cliente, y sufrimos a su lado.
En una ocasión un amigo tuvo la desgracia de em­
bestir con su automóvil a una viejita que se le cruzó
imprevistamente en una avenida, produciendo su
muerte. Me avisaron de su detención y concurrí a au­
xiliarlo a la seccional policial. Lo animé pensando
que dadas las circunstancias en que el accidente se
produjo, y la culpa indudable de la anciana, que has­
ta sus propios hijos reconocían, seria puesto en liber­
tad no bien el juez tuviera en sus manos sus intacha­
bles antecedentes.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 175

No fue asi sin embargo; uno de esos “imprevistos”


que suelen cruzarse en las causas.para complicar la vi­
da del abogado apareció en la oportunidad: cuando lle­
garon los antecedentes prontuariales y con ellos la es­
perada solución para un cliente, advertí como el perso­
nal policial comenzó a inquietarse y mirarnos con ex-
trañeza. Ocurría que las fichas enviadas con los mis­
mos nombres y apellido de mi cliente correspondían
exactamente a un famoso delincuente buscado por to­
da la policía argentina. Mi amigo era un docente se­
cundario de aspecto tranquilo y cuya decencia se evi­
denciaba con sólo mirarlo; era, sin duda, la contrafigu­
ra del pistolero homónimo, pero la “casualidad” por
llamarle de algún modo le llevó a pasar dos o tres no­
ches en la celda de la comisaría, hasta que fehaciente­
mente se aclarara la verdadera identidad del deteni­
do. Recuerdo que cuando se dispuso la libertad el comi­
sario tuvo la deferencia de saludarnos y de disculparse
por la demora, pues nunca tuvo dudas acerca de la ho­
norabilidad de mi amigo, a pesar de llevar tan peligro­
sos nombres. Devolvió las pertenencias que al produ­
cirse la detención se le secuestraron, momento en que
por lo bajo me dijo sonriente: no encontré ningún re­
volver, y sí estas estampas de la Virgen del Valle y del
Cura Brochero!
Otra de mis incursiones por el campo penal derivó
de una causa de familia a mi cargo. Atendía al esposo
en un juicio de divorcio y estábamos luchando por lo­
grar un régimen de visitas que le permitiera volver a
ver a sus hijitos de corta edad, que habían quedado con
su madre en casa de los suegros de mi cliente. Este era
un personaje muy singular como que a la par de aten­
der un pequeño comercio con sus hermanos se dedica­
ba a hacer exhibiciones de fuerza, habiendo llegado
176 MARTINEZ CRESPO

hasta sostener un pesado camión colocado en un ta­


blón sobre los músculos de su estómago, y otras prue­
bas por el estilo. Lamentablemente no gozaba nuestro
“Tarzán” de ninguna simpatía por parte del padre de
su mujer que lo había amenazado con pegarle un tiro
si aparecía por su casa..
Según la versión de la “otra parte” el marido era un
juerguista que ni se ocupaba de su mujer ni la trataba
como correspondía. Yo, por mi lado, contaba con el re­
lato de su hermano —antiguo cliente de nuestro estu­
dio— de que se trataba de un buen muchacho, tal vez
un poco inmaduro, pero que quería mucho a su mujer y
a sus hijos. Que los verdaderos causantes de la separa­
ción eran los suegros que en realidad pretendían rete­
ner para sí a su hija menor.
El régimen de visitas naturalmente se dispuso: nú
cliente debía concurrir los días sábado por la mañana
a la casa de sus suegros y allí mismo ver a sus hijitos
dentro de un horario predeterminado. La resolución
se dictó un día viernes y de inmediato encargué la no­
tificación que me prometieron se haría efectiva esa
misma tarde.
Como mi cliente estaba desesperado por ver a sus
chicos, y no lo hacía desde hacía varios meses, me ani­
mé a decirle que ese mismo sábado, sin esperar que la
resolución quedara firme, se llegara a la casa de su
suegro, resolución en mano (que ya debía estar notifi­
cada) y obrar en la emergencia con “máxima amabili­
dad”, para que la primera visita se efectuara sin tro­
piezos. No fue así: a la tardecita de ese sábado me ubi­
caron en el domicilio de mis padres para avisarme que
mi cliente estaba detenido; que al llegar a la casa de
sus suegros le impidieron la entrada, se abrió paso de
NOSOTROS LOS ABOGADOS 177

todas maneras a la sala pero allí se encontró con su


suegro que pistola en mano lo obligó a dejar la casa; mi
cliente formuló de inmediato denuncia policial por
abuso de armas y desobediencia a una orden judicial
contra su suegro, mientras que éste hizo exactamente
lo mismo en relación a su yerno por haber forzado el in­
greso a su casa contra la voluntad de sus propietarios.
Cuando llegué a la policía me encontré con una es­
cena más propia de un sainete que de una cuestión ju­
dicial. Al patio de la casa donde funciona la seccional
se abrían dos ventanas, una frente a otra, correspon­
dientes a dos habitaciones opuestas, y en cada una de
ellas —como en dos escenarios— aparecían numerosí­
simas figuras que de cuando en cuando se insultaban
mutuamente. Se trataba de las dos familias: la de mi
cliente, y la de su esposa, que al menos habían mos­
trado idéntica solidaridad con sus parientes. Entre
ambas conformaban un grupo de doce o catorce perso­
nas, todas las cuales se hallaban detenidas por deso­
bedecer las órdenes del señor comisario y provocar es­
cándalo con su conducta.
De todas maneras mi llegada fue bien recibida por
ambos bandos. El abogado de la señora no apareció, se­
guramente mejor escondido que yo ese sábado, y resul­
taba ser el único letrado para procurar el único objetivo
común: no permanecer el fin de semana en la seccional
policial, ni tener que pasar un par de noches durmien­
do en el suelo o en algún duro banco. Tbdo dependía del
juez de turno, a quien tampoco se encontraba.
En este caso el “imprevisto” jugó en mi favor porque
el juez resultó ser un antiguo compañero de facultad
con quien me unía y une un particular afecto; le conté
lo sucedido, y se avino a acompañarme hasta la seccio­

12 — Nosotros los abogados


178 MARTINEZ CRESPO

nal donde hizo comparecer a todos los detenidos, y tras


de darles una filípica por su mal comportamiento, dis­
puso la libertad de todos. Con gran áutorXÍad comple­
tó su cometido hablando separadamente con mi clien­
te, su esposa, y sus padres —ignoro que les dijo—, lo­
grando que la próxima visita, y de allí en adelante las
restantes, se llevaran a cabo con absoluta normalidad.
Creo que el temor a quedar “adentro” puso fin a las pa­
siones de unos y otros. A través de las “visitas” los es­
posos recomenzaron un nuevo diálogo, luego un no­
viazgo y al poco tiempo rehicieron su matrimonio. Se­
guramente que el bueno de “Tarzán” desde entonces
habrá dado más importancia a su familia que a sus ex­
hibiciones de fuerza.
La materia civil es bien distinta: mientras las figu­
ras delictuales contenidas en el Código Penal son rela­
tivamente pocas y muy precisas, son infinitos los casos
qué pueden presentarse en la vida profesional de un
abogado “civilista”.
Las continuas novedades que, por ejemplo, el dere­
cho comercial presenta, al igual que el derecho del tra­
bajo, el minero, el marítimo, etcétera, o el mismo dere­
cho “civil” propiamente dicho, son una muestra de la
constante renovación de las relaciones humanas y la
necesaria adaptación de la ciencia jurídica a la ince­
sante creación e inventiva del hombre.
En consecuencia, una primera división, ya clásica es
la que diferencia al abogado penalista del civilista. Y
es en esta última categoría (considerada siempre la
palabra civil en su acepción más general) donde más
fácilmente podremos encontrarnos con un abogado
“general” que atienda cualquier asunto que se le enco­
miende, o con el “especialista” que sólo recibe causas
en que se debaten temas de su materia.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 179

Esa “especialización” puede tener, por cierto, límites


muy distintos. Un abogado “comercialista” tiene un
campo de acción todavía muy amplio, quien se dedique
a las quiebras o al derecho societario, uno menor, y la
reducción puede llegar aún. a temas muy puntuales,
como el leasing, la sindicación de acciones, la prepara­
ción o impugnación de balances, las UTE o unión tran­
sitoria de empresas, etcétera.
La enorme variedad y complejidad de la actual legis­
lación, y la intervención cada vez mayor del Estado en
la regulación de la actividad de los ciudadanos, impu­
so la figura del abogado especializado y que se fueran
reduciendo los que ejercían la profesión al estilo clási­
co, que atendían todos los asuntos que normalmente
se les podían plantear a una persona.
Por ejemplo, los impuestos tienen hoy una legisla­
ción tan engorrosa, compleja y mutante, y su trascen­
dencia es de tanta importancia patrimonial, incluso
con efectos penales, que se necesita una verdadera es­
pecializaron para estar al día con las disposiciones vi­
gentes y de la manera de cumplirlas correctamente.
De aquí la cada vez mayor existencia y generalización
de abogados dedicados al asesoramiento fiscal.
La Ley de Divorcio ha hecho que proliferen los con­
flictos matrimoniales, con todas sus secuelas en rela­
ción con la guarda de los hijos, el derecho a tenerlos o
visitarlos, las aportaciones económicas de los cónyu­
ges, todo ello dependiente de circunstancias siempre
variables, por lo que la asistencia a una persona en es­
tos problemas requiere un conocimiento y un tacto
muy especial. Se necesita la formación de un abogado
mediador cuyo mérito consistirá en la posibilidad de
captar la situación y capacidad de crear un clima de
comprensión y de disponibilidad para el acuerdo, como
180 MARTINEZ CRESPO

para acotar los puntos de la controversia limpiando el


campo de toda hojarasca que oculte los verdaderos
problemas3.
Igual cabe decir de la casi infinita variedad de nor­
mas administrativas, también de índole nacional, pro­
vincial o local, y la con bastante frecuencia actuación
abusiva de los organismos públicos que debe ser regla­
da, pero que en muchos casos es arbitraria. De ahí que
las cuestiones contencioso-administrativas hayan pro-
liferado extraordinariamente dando lugar a que haya
abogados especializados en ella.
Otro campo que también la requiere y es de suma im­
portancia es el laboral. Tiene una jurisdicción y procedi­
mientos muy específicos, con unas peculiaridades que
exigen conocimientos muy determinados para abarcar­
lo con la eficacia requerida.
Él cada vez mayor número de accidentes de tránsito y
los daños de distinta índole que ocasionan, con una
trascendencia económica siempre en aumento, hace
que las compañías aseguradoras tengan sus abogados
dedicados en gran medida a defender a sus asegurados,
acabando por ser especialistas en esta área del derecho.
Una ley que da lugar a gran número de conflictos es
la de Propiedad Horizontal, bien por los choques exis­
tentes entre los dueños de viviendas y locales comer­
ciales, bien por el cumplimiento de las normas por las
que necesariamente haya de funcionar la comunidad
de propietarios para sus juntas y acuerdos. Para su
asesoramiento es cada vez más frecuente que tengan

3 Véase, Alies Monasterio de Ceriani Cernadas, Ana, Del aboga­


do de pleito al abogado mediador, LL, 1992-A-740
NOSOTROS LOS ABOGADOS 181

un abogado asesor e incluso administrador. El conti­


nuo aumento de relaciones de toda índole con ciudada­
nos o empresas extranjeras, con aplicación de dere­
chos positivos distintos al nuestro, presenta un campo
infinito y muy especializado para poder ejercer la abo­
gacía correctamente y que está dando lugar a una cada
vez mayor interrelación entre despachos de distintas
nacionalidades45.
Leía hace poco en un articulo publicado por un joven
argentino que trabajó algún tiempo en los Estados
Unidos de América que allí los abogados más cotiza­
dos son los que encabezan los grandes estudios gene­
rales que afrontan toda clase de temas —de hasta 500
profesionales— o, en la otra punta, aquellos otros que
en su pequeño bufete individual se dedican a atender
causas especialísimas, relativas a temas también muy
específicos0.
Si es conveniente o no mantener á un abogado gene­
ral tal como se ejercitó la abogacía por siglos o son pre­
feribles los especialistas es un tema por cierto muy
opinable. Los europeos, parecen preferir al primero,
los americanos a estos últimos.
El abogado especialista dedica toda su atención al
estudio de temas específicos, y esto le permite estar
muy interiorizado de los cambios legislativos y juris­
prudenciales. Recibe revistas y compra libros especia­
lizados, concurre a congresos y conferencias sobre su
materia; en fin, puede responder con solvencia y rapi­

4 Peí aez del Rosal, Profesiones judiciales y Ju rídicas, cit., p. 190 y


siguientes.
5 Véase, De Jesús, Marcelo O., La profesión pública: la abogacía
en los Estados Unidos, LL, 1991-D-1251.
182 MARTINEZ CRESPO

dez a las consultas que sobre esos temas se le efectúen.


Conoce a los abogados de su “especialidad” con quien
suele encontrarse más o menos frecuentemente en las
causas judiciales, a los jueces con competencia especí­
fica en la materia, de modo que parecen aventajar teó­
rica y prácticamente a quienes atienden toda clase de
pleitos sin limitación de materia.
El abogado general, en cambio, carece de aquellos
conocimientos puntuales, y debe “perder tiempo” con­
sultando legislación, doctrina y jurisprudencia actua­
lizada que forman parte de la metiere del especialista.
Pero esa desventaja se compensa, a mi juicio con cre­
ces, por una mayor experiencia y conocimiento del de­
recho en general que le permite mirar la causa no a
través de la lupa del investigador sino con una gran
perspectiva que le mueve a la comparación, a distin­
gan’ lo general de lo específico, a señalar excepciones,
apoyarse en institutos análogos, extraer nuevas con­
clusiones, etcétera. El especialista, a mi juicio, se ve
más ceñido por la “autoridad” de su disciplina, el abo­
gado general, en cambio, no tiene esas ataduras, es
más desprejuiciado y suele ser mucho más ingenioso; a
la desventaja de saber menos de un punto específico
contrapone su “criterio jurídico”, amplio y fructífero,
que le lleva a utilizar las armas de la razón frente a los
embates del “autoritarismo” autoral.
Es que a veces quienes se dedican a un tema muy
puntual suelen olvidar lo troncal y “se van por las ra­
mas” construyendo teorías a partir de bases no dema­
siado sólidas, que un viejo abogado general con forma­
ción clásica puede hacer caer con relativa facilidad.
Creo que en este tema, como en tantos otros, la ver­
dad está en el justo medio. Es bueno formar “especia­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 183

listas”, pero debe mantenerse siempre a los “abogados


generales” que permanecen como más apegados a las
viejas raíces. Nadie puede negar que algunas ramas
del derecho van requiriendo una preparación tan es­
pecial como la del “penalista” al que antes hemos he­
cho referencia.
Lo ideal es la formación de estudios jurídicos colecti­
vos, que congregue a especialistas en torno a un aboga­
do general,con mucha experiencia,. Que los asuntos se
distribuyan conforme su índole, de modo que cada uno
de los abogados se vaya formando en la especialidad
que mejor se acomode a su temperamento como a su vo­
cación y estudios universitarios. De esta manera los te­
mas serán mirados en primer término por quien lo ha­
ce desde una perspectiva amplia, sin ataduras doctri­
nales ni jurisprudenciales, desmenuzándolo conforme
a r azonamientos propios y formando una opinión que
luego se confrontará con la del “especialista” y, a veces,
moverá a un debate más amplio con los demás miem­
bros del Estudio atrapados por el interés del caso.
Asi quien elija una especialidad conocerá todo lo
que deba conocer un “especialista”; la materia será
permanente objeto de su estudio, a sus manos llega­
rán revistas especializadas y estará al tanto de las
novedades de “su” materia, pero el contacto perma­
nente con los temas generales, y la participación en
asuntos de otra incumbencia, no lo harán perder la
tan necesaria visión general del derecho, ni se des­
vinculará de los principios perennes que nutren las
cambiantes instituciones.
No se me oculta, por otra parte, que una de las razo­
nes que llevó a la formación de “especialistas” fue la
disparidad entre la extensión de los temas que el abo-
El abogado debe residir y mantener Estudio en el lu­
gar donde habitualmente ejerza su profesión.
La instalación y mantenimiento del Estudio es cada
vez más costosa, pues incluye la adquisición o alquiler
del local, una biblioteca y colecciones legislativas y de
jurisprudencia, computadora, impresora, máquinas
de escribir, teléfonos y un personal de secretaría; todo
ello hace que cada vez sea más infrecuente el despacho
individual, imponiéndose los que sirven a varios abo­
gados, con la ventaja de repartirse los gastos, servirse
de los mismos elementos, sustituirse en determinadas
diligencias o juicios, e incluso el complementarse en el
conocimiento de las distintas ramas del derecho que
cada día se diversifican y complican más.
Piénsese que hasta hace pocos años las colecciones
legislativas, comprendían en un solo tomo normal las
disposiciones de un año, y que hoy, en cambio, se nece­
sitan cuatro gruesos volúmenes. Si a esto añadimos la
legislación variadísima de las provincias, las ordenan­
zas municipales, las circulares del Banco Central o de
la Dirección General Impositiva, etcétera, es claro que
el ejercicio de la abogacía se ha complicado sobrema­
nera, y cada vez será más necesaria la colaboración de
varios letrados.
190 MARTINEZ CRESPO

Ahora bien, los Estudios pueden ser comunes o co­


lectivos. Los primeros son aquellos en que varios abo­
gados costean en común las oficinas y todos sus gastos,
servicios y personal auxiliar, para poder servirse de
ellos, pero cada uno de los comuneros actúa en el ejer­
cicio de la profesión independientemente, de tal mane­
ra que él tiene sus propios clientes, él lleva sus asuntos
y él los cobra. En cambio, en el colectivo los componen­
tes no tienen, en muy concreto sentido del concepto,
personalidad propia, sino que ésta es asumida por el
grupo profesional. El cliente lo es del Estudio y cada
asunto lo lleva el profesional elegido conforme el siste­
ma de reparto que se haya preestablecido.
Estas normas reguladoras de su organización y fun­
cionamiento deben ser aprobadas por el colegio y los
letrados que lo componen deben figurar en un libro
que necesariamente tiene que estar siempre al día1.
Es lo que hoy se exige en España y lo será, seguramen­
te, muy pronto en la Argentina donde ya las leyes que
regulan la abogacía contemplan —aunque no obligato­
riamente todavía— la inscripción de las sociedades de
abogados en el Colegio Profesional del lugar.
Nos referiremos en este Capitulo a los Estudios co­
lectivos en la que existen abogados asociados ya que
en los que sólo se comparte espacios o servicios comu­
nes, pero se trabaja individualmente, cuentan con to­
das las características de la labor particular. De todos
modos es normal que la proximidad y el trato diario o
frecuente entre los distintos abogados comuneros ge­
nere en un primer momento juicios comunes, socieda­
des accidentales, algún modo de especialización y, co­

1 Pelaez del Rosal, Profesiones judiciales y jurídicas, cit., p. 189 y


siguientes
NOSOTROS LOS ABOGADOS 191

mo culminación, la formación de un verdadero “Estu­


dio Jurídico” con abogados asociados, clientela, res­
ponsabilidades y honorarios en común.
El “Estudio” como su propio nombre nos lo está indi­
cando tiene su verdadero corazón en la biblioteca que
permite a sus integrantes “estudiar” un caso y un am­
biente adecuado a ello, que no se limita por supuesto a
la sola lectura y reflexión del libro sino a la posibilidad
de compartir esa reflexión con otros profesionales.
Si un “Estudio” no resultara un habitat grato que fa­
cilite y mueva al estudio así entendido, a la lectura, a la
reflexión, al cambio de ideas, al debate, no sirve. Si sus
integrantes se ven precisados a estudiar en su casa, con
sus propios libros, no se interesan tampoco por los te­
mas que manejan sus compañeros ni surge frecuente­
mente el estímulo y la ayuda del debate que exija depu­
ración de ideas, nuevas lecturas y en fin nuevos estu­
dios, habrá sólo una fachada de “Estudio Jurídico”.
Yo recuerdo el permanente debate entre el doctor De-
heza y mi padre del que era espectador y oyente en mis
primeros años de abogado, con derecho a meter la cu­
chara siempre que el tono lo permitiera, pues general­
mente ambos interlocutores ya tenían un rol preesta­
blecido: el doctor Deheza siempre bregaba en favor del
cliente y mi padre hacía de “abogado del diablo” ponien­
do toda clase de inconvenientes y de argumentos que
terminaban exasperando a su interlocutor. Remar en­
tonces al lado del doctor Deheza era lo cómodo y simpá­
tico, apoyar a mi padre en sus argumentos contrarios,
muy peligroso si las aguas ya estaban demasiado turbu­
lentas. Que útil resultaba sin embargo ese renovado de­
bate, como se iban afilando los argumentos preparándo­
se para ser vertidos en el escrito y pudieran alcanzar su
máxima eficacia mostrándose como invulnerables o lo
184 MARTINEZ CRESPO

gado debe enfrentar y su limitada “capacidad de me­


moria”, problema hoy resuelto por la computadora que
almacena toda la información que necesitamos y a la
que podemos acceder con notable rapidez. Tan eficaz
auxilio me lleva a pensar que “la información” perderá
valor por una simple razón de “mercado”, el estar al al­
cance de cualesquiera: basta apretar unas teclas para
acceder a un banco de datos y conocer las últimas nor­
mas dictadas, la última jurisprudencia, o tener a la
vista las opiniones más autorizadas de la doctrina na­
cional o extranjera. Que, en cambio, volverá a valori­
zarse el “criterio jurídico” del abogado general experi­
mentado, las enseñanzas clásicas, los principios recto­
res, el razonamiento, la lógica que hoy son seguramen­
te mucho más difíciles de encontrar.
De allí es que sabiamente Bielsa, en su excelente
obra sobre la abogacía, aconseja a los profesores uni­
versitarios no recargar con información, siempre cam­
biante y de imposible memorización, sino procurar la
formación de criterios jurídicos que en cualquier su­
puesto permitirán solucionar la infinita variedad de
situaciones puntuales.
La universidad debe formar ese sentido de justicia,
más que informar, de modo que el egresado pueda
adaptarse a la temática que le toca vivir, apoyándose
en cursos de posgrado especializados, conferencias o
en la lectura de libros y revistas de la materia.
De autores, teorías, textos, etcétera, de todo lo que
se aprendió en la Universidad para rendir, el tiempo lo
borra, y el abogado lo olvida. Sin embargo al que estu­
dió bien, y formó en la universidad una buena base, le
queda el sabor de todo aquello que recibió y si, como se
enseña, saber viene de sabor, ese sabor suele ser el
único y auténtico saber del abogado.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 185

Para hacer una comparación recuerdo el alto con­


cepto que en los Estados Unidos gozan los ingenieros
argentinos, por cuanto no están afectados por una ex­
cesiva especialización. El ingeniero argentino más
acostumbrado a la aplicación de principios generales,
está mejor dotado que su colega americano para en­
frentar situaciones nuevas, es más creativo, cuenta
con una mayor flexibilidad y sabe “arreglarse” cuando
los libros se le queman. En cambio el profesional ame­
ricano recibe una enseñanza mucho más empírica que
reflexiva, sabe hacer determinadas cosas, en forma
perfecta, pero sin conocer demasiado las reglas teóri­
cas generales que en el caso se han aplicado, tiene una
menor respuesta frente a los imprevistos y no sabe co­
mo proceder en lo que no le han enseñado.
La mayor especificidad de un rol lleva a una mejora
en todo aquello referido a esa actividad puntual, pero a
la vez a una pérdida de valores que hacen a lo general.
Un atleta que se dedica específicamente al lanzamien­
to de la bala adquirirá una notable musculatura en su
brazo derecho, y el especialista en salto en alto una
agilidad felina, pero con desmedro del equilibrio gene­
ral que reune, por ejemplo, el decatlonista, que aun­
que no se destaque en ninguna debe cumplir airosa­
mente diez pruebas muy distintas: lanzamientos, sal­
tos, carreras, vallas, etcétera. Un verdadero “atleta”
es por cierto este último; así si tuviéramos que elegir
un abogado, preferiríamos al abogado general.
10
El estudio jurídico
192 MARTINEZ CRESPO

menos objetable posible. A último momento el doctor


Deheza cedía (aunque públicamente no daba su brazo a
torcer y continuaba manteniendo sus primitivos puntos
de vista) en todo lo que realmente tenía de endeble su
postura, y lo que realmente favorecía a nuestro cliente
se volcaba con cuidada redacción en el papel.
En alguna ocasión el doctor Deheza impuso el dere­
cho de los años y como más viejo decidió que se recu­
sara a un camarista bastante amigo de mi padre que
no se apartaba a pesar de esa amistad y había fallado
dos o tres casos del Estudio en forma desfavorable, y
con gran enojo del doctor Deheza. En esta nueva oca­
sión mi padre insistió acerca de las altas condiciones
morales del camarista en cuestión pero no pudo impe­
dir la recusación. El doctor Deheza estaba furioso y
dijo a mi padre que si no quería firmar el escrito no lo
hiciera, que el escrito llevaría su propia firma. Y así
sé hizo. Después, como a modo de dispulpas, se acercó
a mí que estaba sobre la máquina de escribir y me di­
jo por lo bajo “tu padre es muy bueno...pero demasia­
do crédulo”. El juicio se ganó y no sé, ciertamente, si
en algo tuvo que ver la firmeza del doctor Deheza y el
apartamiento del camarista amigo, ni con que ánimo
recibió éste nuestra recusación..
Como decíamos, el corazón de un Estudio Jurídico
es su biblioteca. Su importancia suele saltar a la vís­
ta, porque hoy los libros son tantos que invaden todas
las paredes de la casa. Un Estudio necesita contar con
las revistas jurídicas usuales en el país: La Ley, Juris­
prudencia Argentina y El Derecho, o al menos una o
dos de ellas, que recopilan fallos nacionales de impor­
tancia y contienen artículos doctrinarios que permi­
ten al lector “estar al día” en los principales temas de
nuestra profesión. Cualesquiera de esas revistas pu­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 193

blica entre cinco a siete tomos por año, a los que hay
que añadir los cuatro tomos anuales de Anales de Le­
gislación Argentina o alguna otra similar, y se com­
prenderá como las paredes empiezan a no alcanzar
para colocar tantos libros.
Por supuesto, al lado de las revistas que sirven para
conocer las “novedades” y revisar la jurisprudencia es­
tán los libros propiamente dichos. Los hay de distintas
clases, de diferente valor y no faltará quien los elija por
la calidad de su presentación o por el color de sus tapas.
Los libros que tenemos a nuestro lado son nuestros
amigos y por aquello de “dime con quien andas y te diré
quien eres” con sólo mirar sus libros se conoce al dueño.
Están los libros “clásicos”, verdaderos mojones en la
ciencia jurídica universal: Aubry et Rau, Demolombe,
Troplong, en el derecho civil, para poner un ejemplo,
Caravantes o Manresa en el procesal civil, o más
atrás todavía el Digesto o Las Partidas. Los hay no
tan antiguos como Rocco, Bolafio y Vivante en el dere­
cho comercial o Carnelutti o Chiovenda en el mismo
derecho procesal. Los ejemplos serían, por supuesto,
interminables.
Las ediciones antiguas despiertan menos el interés
del jurista que el del coleccionista. Hemos perdido ap­
titud para leer libros de gran tamaño, escritos con le­
tras barrocas, sobre todo si se cuenta con modernas
ediciones de cómoda y fácil lectura. Los bibliófilos, en
cambio, encuentran en ellos encantos insospechados.
Mi padre —que lo era y siempre que podía enriquecía
su biblioteca con algún hermoso ejemplar de colec­
ción— mostraba con orgullo sus “rara avis”, volúme­
nes con sellos distintivos de sus antiguos dueños, ju­
ristas famosos o colecciones reales, y hasta un hermo­

13 — Nosotros los abogados


194 MARTINEZ CRESPO

sísimo libro editado en "Argentina” 1475, que dejaba


perplejo al lector que no podía comprender como pudo
ser editado aquí antes de que Colón llegara a estas tie­
rras, desconociendo que “Argentina” era el nombre la­
tino de Strasbourg o ciudad de la plata.
El libro clásico sirve no solamente para dar lustre a
nuestra biblioteca —¡que la da!— sino también para
estudiarlo. Mi padre solía decir que cuando el tema es
fácil mucho encontraremos en cualquier libro de la
materia; cuando es difícil, poco o nada, y es entonces
que debemos recurrir a “los clásicos” que nos guiarán a
salir de la dificultad. Cuyacio, decía mi padre en una
conferencia ante profesores de derecho romano, le
ayudó a ganar varios pleitos.
Están también las obras nacionales básicas, de ilus­
trados autores,argentinos, citadas por abogados y jue­
ces, estudiadas por los alumnos universitarios, libros
que no pueden faltar en la biblioteca de un Estudio Ju­
rídico. Sin pretensión de hacer un catálogo, señalaré a
Salvat, Borda o Llambías en Derecho civil, los libros
del doctor Héctor Cámara, Malagarriga, Halperín o
Alegría en Derecho comercial, AIsina o Palacio en Pro­
cesal civil, Bielsa en Derecho administrativo, Gonzá­
lez Calderón, Bidart Campos, Ramella en Derecho
constitucional, etcétera. Estas obras constituyen, sin
duda, nuestras herramientas de trabajo permanente,
obligadas citas en nuestros escritos.
Están por último los libros “puntuales” de mil temas
distintos, que las empresas editoriales argentinas pu­
blican en número exagerado, y que nuestros amigos li­
breros pretenden incluir en nuestra biblioteca, con gra­
ve lesión para nuestro bolsillo. En esta clase de libros la
diferencia de calidad y valor suele ser sideral. Los hay
NOSOTROS LOS ABOGADOS 195

de real importancia, que agotan un tema puntual, por la


prolijidad del análisis y la bibliografía y jurisprudencia,
nacional y extranjera, que el autor ha examinado, clasi­
ficado, meditado sobre ella, etcétera. Son libros verda­
deramente elaborados, en los que se palpa el esfuerzo y
la sapiencia del autor. Estos libros—por supuesto—va­
le la pena adquirirlos y tenerlos, más si el tema se en­
cuentra en el ámbito de nuestro trabajo habitual.
De otros, en cambio, no puedo decirlo mismo. Son li­
bros “comerciales”, referidos a temas de mucha “sali­
da", y en consecuencia muy “vendibles”. No hay la ela­
boración ni el esfuerzo que elogiáramos, sino se limi­
tan a recopilar opiniones de otros autores y alguna ju­
risprudencia sobre el tema, poniendo más énfasis en
consumir muchas páginas (a veces se transcriben inú­
tilmente fallos y más fallos que dicen lo mismo, lo que
no puede tener sino ese propósito) que en mostrar per­
files nuevos o reflexiones interesantes sobre distintos
aspectos de la cuestión. Son libros que ocupan espacio,
que pasado un corto tiempo ya nadie se acuerda de
ellos, libros inútiles!
¿Cómo distinguir entre las “novedades” editoriales,
un buen libro del puramente comercial e inútil? Yo los
elijo por el autor que los escribe. Los tratadistas serios
escriben libros serios: se podrá disentir con ellos pero el
solo nombre de Morello, Alvarado Velloso, Alterini,
Moisset de Espanés, etcétera, garantiza su nuevo libro.
Generalmente el autor va adelantando parte de sus re­
flexiones a través de notas doctrinarias que se publican
en las ya citadas revistas jurídicas argentinas, y es me­
diante la lectura —siquiera una lectura rápida, que
más que eso no se puede!— que los lectores vamos cono­
ciendo al autor, valorándolo, y visualizando problemas,
que bien podrían planteársenos en cualquier momento.
196 MARTINEZ CRESPO

En suma, me permito subrayar una vez más la im­


portancia de nuestra biblioteca; la necesidad de cono­
cerla bien para utilizarla con eficacia cuando sea me­
nester; acrecentarla con buenos libros y defenderse de
la invasión de aquellos regulares y malos que con tan­
ta insistencia nos ofrecen los libreros. Tenerla bien or­
ganizada, de modo que cuando un libro se busque se
encuentre rápidamente y si la biblioteca llega a ser de­
masiado grande, hacer un fichero o un ordenamiento a
través de un programa informático.
Entre los integrantes de un Estudio debe haber un
espíritu de colaboración que generalmente nace de
una amistad anterior, de una mutua consideración,
del convencimiento de las ventajas que el sistema les
reporta. Si no existen esas condiciones indispensables:
amistad, consideración y convencimiento de los bene­
ficios del trabajo en común, el Estudio no perdurará o
modificará, al menos, su integración.
Los miembros del Estudio deben tener un trato fran­
co y abierto que permita la camaradería en su más no­
ble expresión. Es indispensable que reconozcan en los
demás sus valores de cualquier índole: morales, cultu­
rales, de temperamento, etcétera. Deben considerarse
tales valores como verdaderos aportes sociales y
aprender a aprovecharlos para ventaja del grupo. Si se
llegara a mirar con disfavor, o peor aún con envidia,
esos valores ajenos, el Estudio será un foco de trastor­
nos y malos ratos que terminará desgastando a todos.
Como en cualquier trabajo de equipo, los integran­
tes de un Estudio Jurídico deben tener conciencia de la
bondad de la sincronización y aprender a trabajar pa­
ra los demás, aún cuando el esfuerzo individual pudie­
ra resultar poco sobresaliente. Evitar competencias
NOSOTROS LOS ABOGADOS 197

dentro del grupo, y actitudes tendientes a la preemi­


nencia individual, que para nada favorecen al conjun­
to, y sólo generan reacciones opuestas.
En una orquesta todos sus componentes son impor­
tantes, desde el primer violín a los timbales. En la me­
dida en que todos y cada uno de ellos vayan mejorando,
más perfecta será la ejecución de la obra musical que
se encare. Nadie puede “cortarse solo”: el éxito es fruto
del esfuerzo de todos, de la dedicación y estudio de ca­
da uno de su propia partitura y de la sincronización
que se logre del conjunto instrumental.
La “sincronización” es también clave en un Estudio
Jurídico, pues si cada uno de sus integrantes se siente
un “divo” y cree ser la fuente exclusiva del éxito, desa­
parecerá la armonía, y las desinteligencias —como los
desencuentros de los intrumentos en una orquesta—
llevarán indefectiblemente al fracaso final.
Cuando el grupo es relativamente pequeño, como en
la orquesta de cámara, puede que no se requiera de un
“Director”. Todos miran de reojo al primer violín o al
más antiguo del grupo, para recibir sus indicaciones y
éstas resultan bastantes. En cambio, cuando el Estu­
dio —como la orquesta— crece, se requiere normal-
mente de una batuta directriz, que no atienda en par­
ticular ningún asunto...pero que esté en todos, y co­
nozca más que nadie la ejecución de cada partitura y
pueda sortear las dificultades de cada instrumento.
Me viene a la memoria aquí esa hermosa película
del cineasta polaco Wajda titulada “El Director de Or­
questa” que muestra la infructuosa lucha de un joven
director pueblerino al frente de una agrupación local,
formada por músicos aficionados, y la envidia que le
produce lo que logra hacer, con los mismos músicos, un
198 MARTINEZ CRESPO

famoso y viejo director que vuelve a su patria tras años


de destierro, y ofrece un concierto en el pueblo. La pe­
lícula muestra como la dirección ejercitada con cariño,
y respetada por todos, consigue frutos inalcansables a
los enojos, la violencia, o el autoritarismo.
¿Cómo funciona un Estudio Jurídico colectivo, cuál
es el número ideal de componentes, cómo se distribu­
yen los asuntos, cómo se reparten los honorarios o uti­
lidades, quién devenga los gastos? Tiene, por supues­
to, una infinidad de respuestas distintas. Se trata de
una sociedad profesional —grande, mediana o peque­
ña según los casos— destinada a mejorar la prestación
del servicio jurídico, a una complementación de los va­
lores individuales en beneficio de la clientela común y
de los propios integrantes del grupo que se sienten
apoyados, liberados de tareas y gestiones que absorve-
rían gran parte de su tiempo, y estimulados al estudio
y actividad más congruente con sus propias inclinacio­
nes culturales o espirituales..
Desde el Estudio familiar en el que un padre trabaja
con sus hijos abogados, hasta los grandes Estudios,
con treinta o cuarenta abogados, como los hay en Bue­
nos Aires (en Estados Unidos suelen asociarse gran­
des firmas de distintas ciudades y formar agrupa-
mientos de hasta 500 abogados!), se requiere una or­
ganización, que puede ser por cierto muy variada. Lo
más frecuente es que a partir de un estudio de familia,
se incorporen colegas amigos, o que del estudio forma­
do por amigos se incorporen luego sus hijos.
Múltiples, pues, pueden ser las reglas asociativas de
un Estudio como sus modos de organización. Procura­
ré señalar, sin embargo, algunas notas distintivas:
NOSOTROS LOSABOGADOS 199

a) En principio debe estar constituida exclusiva­


mente por abogados. Sin embargo caben las composi­
ciones mixtas: abogados y contadores; abogados e in­
genieros o tener un permanente apoyo de otros profe­
sionales: médicos, ingenieros, contadores, etcétera. La
ley prohíbe la conformación de sociedades entre abo­
gados y personas sin títulos.
Tuve oportunidad de conocer un gran Estudio de la
ciudad de Buenos Aires que se dedicaba fundamental­
mente a temas impositivos, y estaba constituido por
tantos abogados como contadores. En este tema de los
impuestos como en otros muy relacionados a la em­
presa, en general, abogados y contadores o licenciados
en economía se complementan. Si, en cambio, se abor­
daran temas de la construcción o urbanísticos, la cola­
boración más o menos permanente entre abogados e
ingenieros o arquitectos podría justificar un Estudio
en común.
b) Los objetivos éticos de la abogacía deben tener
siempre primacía sobre las necesidades sociales. El
abogado ya sea actúe en forma individual o como com­
ponente de un Estudio tiene las mismas responsabili­
dades individuales frente a su cliente y como auxiliar
de la justicia.
De allí que si alguno de los abogados esgrime repa­
ros éticos para asumir una determinada causa, debe­
ría ser suficiente para que el Estudio la desechara. El
grupo debe alentar a un mejor examen de la eticidad, y
nunca utilizarlo como un modo práctico de “salvar
apariencias”, efectuando oportunos reemplazos para
saltar sobre cualquier obstáculo.
Cada uno de los abogados integrantes, como el Estu­
dio en su integridad, se ve íntimamente comprometido
200 MARTINEZ CRESPO

por la actuación de sus compañeros, la nobleza de la


causa asumida, el comportamiento dentro del pleito,
etcétera. No puede ser que sea socio para las buenas y
ajeno en las malas.
La empresa de servicios jurídicos, en la que el aboga­
do es sólo un empleado de la firma, cuyos directivos po­
drían ser simples "capitalistas” o “empresarios”, igno­
rantes por supuesto del derecho, de la ética, y de los
reales problemas de su clientela es simplemente un
mamarracho. Una empresa así constituida, se preocu­
pará naturalmente mucho más por sus propias ganan­
cias, que por la salud espiritual de su clientela. El abo­
gado, en cambio, debe dejar para el último su propio
interés dando primacía a los de su cliente. Su tarea es
esencialmente de servicio no de lucro.
De allí que comportaría un contrasentido una em­
presa al estilo capitalista cuyos socios naturalmente
pretenden obtener el mayor dividendo posible, y abo­
gados-empleados ceñidos por otras pautas. El abogado
que por esencia debe ser libre, convertido en un simple
engranaje de una “empresa” aunque más no sea de
servicios se encuentra tironeado por dos deberes mu­
chas veces contrapuestos: el deber hacia su empleado­
ra y las obligaciones para con su cliente.
Me podrán decir que esta objección mía hacia la em­
presa de servicios jurídicos al modo capitalista se ex­
tiende necesariamente a la abogacía ejercitada dentro
de cualquier empresa, en calidad de empleo. Tal vez ha­
bría que hacer distinciones y disquisiciones que no co­
rresponde hacerlas aquí pero, como regla general, esti­
mo que el abogado no puede ser a la vez empleado por­
que la libertad de actuación no se compadece con la su­
bordinación laboral. El abogado es por esencia defensor
NOSOTROS LOS ABOGADOS 201

de su cliente pero a la vez un auxiliar de la justicia. Aún


cuando aceptemos que un abogado-empleado puede de­
fender a su empleador con la misma eficacia que lo ha­
ce un abogado-libre (en lo que discrepo, pues el lazo de
subordinación aún es molesto para ejercitar la mejor
defensa, y para poder actuar en el pleito como verdade­
ro conductor), lo que no puede cumplirse es el segundo
papel, quasi público de auxiliar de la justicia, rol que
requiere máxima independencia. Los deberes para los
jueces, los órganos de la justicia, el abogado de la con­
traria, etcétera, que hacen necesariamente a nuestra
profesión no pueden cumplirse como corresponde cuan­
do se depende de órdenes o disposiciones de un emplea­
dor, particularmente interesado en el pleito.
Cuando el abogado-empleado se ve entre la espada y
la pared, es decir entre las instrucciones de su jefe o
sus deberes de lealtad con la empresa y los deberes pú­
blicos de colaboración con la justicia, debería optar por
estos últimos atendiendo a la jerarquía de los valores.
Sin embargo, los años en la empresa, su “carrera” y je­
rarquía dentro de ella, el temor de perder escaños o
hasta verse privado del único emolumento con que
cuenta su familia para vivir, le llevan a crear una con­
ciencia laxa y pasar por alto las exigencias propias de
la abogacía. Se va convirtiendo poco a poco en un técni­
co en leyes, habilitado a intervenir en los juicios de la
empresa, pero que verdaderamente no se desenvuelve
en el proceso como un “abogado” sino como un repre­
sentante de su empleador.
El abogado-empleado no conduce con la libertad
que lo hace un verdadero abogado. Ambos se sientan
al volante de un mismo coche, pero sólo uno conduce
realmente, haciéndolo girar conforme su propia vo­
luntad, saber y experiencia, el otro es simplemente un
202 MARTINEZ CRESPO

chofer que responde a las órdenes que le imparte el se­


ñor que va en el asiento trasero, que lo necesita como
técnico conocedor de su instrumental, sus marchas,
su frenaje, etcétera. Es este señor, quien dirige en rea­
lidad “su” automóvil “a través” de un chofer, sin asen­
tar las manos en el volante, mediante instrucciones
imperativas, indiscutibles.
El abogado debe conducir el proceso, en beneficio de
su cliente, procurando la serenidad de su espíritu a la
par que el bien común. Sólo puede lograr su objetivo
con independencia. Subordinado a su cliente por una
relación de empleo, desaparece su rol, mueren los no­
bles objetivos propuestos, y el juez se ve enfrentado al
duro golpeteo de los contendientes, sin el aceite amor­
tiguador, moderador y puriñcador de la buena aboga­
cía. Cualquier arma será entonces válida, la agresivi­
dad aumentará notablemente, las pasiones y la ofus­
cación muchas veces oscurecerán de tal modo al litigio,
que el juez se verá precisado —sin la ayuda de las lu­
ces de los abogados contenientes— a fallar en oscuras.
Es tal vez uno de los males que hoy todos sufrimos. Pa­
recería que no hay jueces, y talvez deberíamos decir,
no los hay porque no encuentran la colaboración de
verdaderos abogados.
c) El Estudio es responsable frente a sus clientes
por los daños que le pudiera causar cualquiera de sus
componentes. Todos los componentes son solidaria­
mente responsables o al menos lo son los dueños del
Estudio. De allí que siempre es conveniente la inscrip­
ción del Estudio en los colegios profesionales de modo
de conocer cual es la responsabilidad de sus compo­
nentes. En caso de duda, todos responden como en
cualquier sociedad de hecho.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 203

Limitar la responsabilidad solamente al profesional


que atendía el juicio y firmaba los escritos es, cierta­
mente, defraudar al cliente que concurrió a un “Estu­
dio Jurídico” colectivo, integrado por varios profesio­
nales Es posible que recurrió a ese Estudio a través de
otro de los abogados y no por quien atendiera su asun­
to y provocara la falta profesional. El cliente ignora,
ciertamente, la distribución de los asuntos dentro del
Estudio y, sucede, que sus asuntos son llevados por
abogados distintos.
Esta responsabilidad compartida, debe llevar a un
mejor cuidado, por parte de todos, de los asuntos con­
fiados al “grupo”. Así como sus cobros provienen del
trabajo colectivo, así también la responsabilidad debe
ser común.
d) Quienes se asocian para trabajar en común es
porque encuentran ventajas o de mayores ingresos, de
mejorar en su capacidad profesional, en reducir sus
gastos o en poder dedicarse a una especialidad. Esas
ventajas deben mantenerse y acrecentarse en el tiem­
po pues de no serlo se crearía una tensión disolvente
dentro del grupo. Por ejemplo, si el trabajo debe ser so­
portado en su mayor peso por parte de algunos, si los
asuntos importantes y de mayor responsabilidad re­
caen siempre en el mismo integrante del plantel, si la
clientela de donde provienen los ingresos es aportada
por algunos mientras los otros se despreocupan del te­
ma, si unos bregan por reducir los gastos generales, y
otros se desinteresan de ello, las fricciones se suscita­
rán, o al menos las ventajas del Estudio desaparece­
rán para algunos de sus componentes y procurarán
alejarse de el..
e) Debe haber entre los integrantes del Estudio com­
pañerismo, respeto, afectio societatis. Resulta conve­
204 MARTINEZ CRESPO

niente que cada uno de ellos tenga un área específica


determinada de modo que no exista “competencia” in­
terna. Cada uno de ellos es en relación a los otros un
apoyo, un complemento, no un obstáculo. Como en
cualquier orden de la vida no todo agrupamiento suma;
es indispensable que todos “tiren para el mismo lado”
para que el grupo avance con máximo vigor; ocurre a
veces que no todos lo hacen, y hasta suelen perturbar y
restar energías a los demás. Hay pueblos ejemplares
como muestra de los beneficios de la actividad común:
Japón es el más claro exponente del trabajo colectivo..
Los argentinos, lamentablemente, tenemos que apren­
der,a hacerlo —y ésto es fundamental para nuestro
progreso— ya que somos demasiado individualistas, y
tal vez un poco envidiosos como lo señalara Ortega y
Gasset. Los pueblos educados en el “facilismo” como el
argentino no se dan cuenta todavía bien de las ventajas
del trabajo colectivo. Los que han tenido que pasar por
guerras y penurias, como los países europeos o el Ja­
pón, saben cuanto significa el trabajo en común y como
“todos avanzan” cuando los esfuerzos se suman. Que­
rer ser el primero en un tren detenido es una tontería,
una falta total de sentido común o de experiencia.. En
un tren en marcha todos avanzan, cualesquiera sea el
lugar que se ocupe dentro del vagón.
f) Es conveniente que las personas que se asocian
para trabajar en conjunto se complementen, no sólo
por su distinta especialización en una determinada
rama o materia del derecho, sino también por su dotes
personales, experiencia, campo de acción, etcétera.
En Estados Unidos en un gran Estudio no puede fal­
tar ni el abogado negro ni la mujer, y lo es, sin duda,
porque hay situaciones que sólo un abogado de color o
una abogada mujer puede resolver con mayores posi-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 205

bílidades de éxito. Carezco de experiencia en temas


raciales, aunque supongo las preferencias entre per­
sonas del mismo color de piel; conozco sí esa especie
de lazo invisible que une a todo el género femenino, y
la ayuda y comprensión que entre ellas se prestan en
momentos difíciles.
Mi sobrina, única mujer entre los integrantes de mi
Estudio, resulta para mí prueba suficiente de las ven­
tajas de contar con una abogada en un plantel profe­
sional. Ella resuelve con métodos femeninos los pro­
blemas insolubles que el quehacer de tribunales pre­
senta a diario.
En un juicio sucesorio en el que los abogado s-varo-
nes habíamos fracasado frente a la terquedad de una
asesora letrada que por defender a los menores no
aceptaba ninguna forma de división racional y todos
los días se descolgaba con una nueva exigencia, decidí
como director del Estudio hacer uñ enroque y adjudi­
car la sucesión a mi sobrina, con la esperanza secreta
que pudiera ganarse el favor de la inasequible funcio­
naría y superar tan difícil escollo, lo que felizmente
así sucedió.
Cuando comenzó su tarea decidió asentir a todo y
no enojarse por nada, lo que resultó una labor agota­
dora por cierto. Sin embargo, poco a poco fue “ganan­
do” la voluntad de la asesora con conversaciones entre
líneas extrañas a los roles profesionales que ambas
desempeñaban y referidas a la esfera específicamente
femenina:
— Perdóneme doctora, pero quien le hizo ese peina­
do tan lindo o donde compró esa blusa tan mona.
A eso siguió el tuteo, más tarde las conversaciones
sobre los respectivos hijos, sobre las dificultades del
206 MARTINEZ CRESPO

servicio doméstico, y las vallas fueron cediendo, la fle­


xibilidad o la tolerancia reemplazó a la habitual rigi­
dez, en suma, la sucesión se enderezó y pudo terminar­
se, pese a tan particular asesora.
Muchas anéctodas como ésta podría relatar aquí,
porque el tema me divierte y siempre le tiro la lengua
a mi sobrina acerca de la “metodología jurídica” que
tan exitosamente practica; no es del caso, por supues­
to, pero me aferra en la tesis de que todo Estudio debe
procurar una integración completa, donde no puede
faltar la nota femenina.
En un grupo de varios profesionales, seguramente
habrá quien se destaque por la facilidad de hacer ami­
gos, quien por la de ser frontal y directo, quien por di­
plomático, quien por su oratoria, quien por la excelen­
cia de sus escritos, quien por su contracción al estudio,
etcétera. En cada uno de los integrantes habrá un cú­
mulo de virtudes (como de carencias) que si se combi­
nan armónicamente pueden resultar muy beneficio­
sas al grupo. Por ejemplo, abogado conciliador por na­
turaleza es, sin duda, el más apto para llegar a arre­
glos amistosos y dentro del Estudio adjudicársele ta­
reas adecuadas a ese temperamento: podrá atender
asuntos de familia o asistir a audiencias laborales de
conciliación. Cuando se requiere dureza especial, esa
misma persona seguramente no cumplirá demasiado
bien el rol, el que podrá ser desempeñado por quien se
destaque por su firmeza.
Se ha dicho con mucha razón que el abogado tiene
un pie en la calle y otro entre sus libros; mezcla de agi­
tación, estudio, sociabilidad, etcétera. Seguramente
que es muy difícil lograr en una misma persona esas
características en proporciones equilibradas, lo que si
NOSOTROS LOS ABOGADOS 207

es posible alcanzarlo en un grupo profesional. Algunos


habrá aptos para las relaciones públicas y facilidad
para arrimar nuevos clientes, otros en cambio son ab­
solutamente ineptos para esas tareas, pero superan
ampliamente a aquéllos en la meditación del caso, en
la redacción de escritos importantes, etcétera.
El modo de ser de cada uno de los integrantes des­
pierta muchas veces simpatías, y también antipatías
en la clientela. Esto resulta muy importante para la
atención de los asuntos. Algún miembro del Estudio
puede no caer demasiado bien a un cliente, y en cam­
bio simpatizar con otro. Resulta conveniente, a veces,
hacer primar estos lazos naturales de armonización y
entendimiento sobre otras pautas técnicas de adjudi­
cación del trabajo. El cliente busca naturalmente al
abogado con quien se entiende mejor, y cuando esto re­
sulta evidente, lo mejor es que queden bajo su exclusi­
va atención todos los asuntos, cualesquiera sea su ín­
dole, sin perjuicio por supuesto, del apoyo interno que
deberá brindarle el grupo y sobre todo quien se espe­
cialice en la materia del caso.
La clientela
Tener clientela, formarse una clientela, el desiderá­
tum de todo abogado. Sin clientes se podrá estar dota­
do de una gran vocación jurídica, gusto por el estudio
del derecho, tener un hermoso despacho regiamente
amoblado, buenos libros, pero no se es abogado. Verda­
dero interrogante para el joven recién recibido que se
apresta a formar su propio Estudio, ¿'alguien me enco­
mendará sus asuntos?, ¿tendré que pasar horas en mi
escritorio esperando quien llegue a requerir mis servi­
cios profesionales? o ¿deberé buscarlos en la calle, en
un club, dónde?
Confieso que mi experiencia al respecto es casi nula
pues como ya he relatado ingresé a un Estudio forma­
do, con “buena clientela” según se decía en Córdoba.
Sin embargo, alguna tuve y me animo a contarla.
Un gran amigo y compañero de universidad, que se
recibiera junto conmigo, me propuso abril’ Estudio en
Arroyíto, en donde conocía algunos vecinos importan­
tes. Me insistió que era indispensable ir al menos una
vez por semana al lugar pues la gente del interior gus­
taba ver la cara del abogado y no viajaba a la ciudad.
Así lo hicimos. Nos facilitaron la pequeña oficina de un
martiliero de la localidad, hicimos imprimir papelería,
MARTINEZ CRESPO
212

tapetas, y una linda placa que colocamos en la entrada


del flamante “Estudio Jurídico’*. Algún Código segura­
mente llevamos pero en este caso en nuestro novísimo •
“Estudio” poco era lo que podía estudiarse.
Viajábamos juntos con mi amigo lo que hacia más
llevadera “la espera”. Dos o tres personas vinculadas
con el martiliero nos consultaron y algún pequeño
asunto se nos encomendó, pero pasado cerca de un año q
el balance ciertamente desfavorable nos llevó a cerrar
el Estudio de Arroyito; mi amigo empezó a trabajar
con otros hermanos suyos, abogados, y al poco tiempo
ingresó a la justicia. De todos modos la experiencia re­
sultó muy divertida; se profundizó nuestra amistad y
aprendí a jugar discretamente al billar que solíamos
practicar ante la carencia de trabajo.
Sonrío al recordar aquella experiencia de Arroyito y
la “visión” que revelaron tener algunos amigos de esa
localidad. Por entonces comenzaba a funcionar allí
una pequeñísima fábrica de caramelos, que se envol­
vían en una casa de familia, muy próxima al “Estudio”
por cuatro o cinco chicas empleadas. Recuerdo que
procuramos ganarnos el cliente, pero nuestros amigos
visionarios nos disuadieron:¡esos gringos no van a nin­
gún lado, se fundirán en cualquier momento, no les
convienen! Quien conozca la provincia de Córdoba su-,
pone bien, que me estoy refiriendo a la Empresa Arcor
hoy una potencia mundial en caramelos, la más impor­
tante según creo en Sud América, donde trabajan mi­
les de operarios, en numerosísimas fábricas. Arroyito
vive principalmente de su actividad, y la calle princi­
pal de la localidad lleva el nombre de su fundador ya
fallecido. Ese solo cliente, naturalmente, hubiera jus­
tificado muchos años de viajes e impedido mi perfec­
cionamiento en la carambola.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 213

La clientela empieza normalmente por encargos que


se estiman “fáciles” procurando conocer la dedicación
del joven profesional. El cobro de alquileres impagos,
pequeñas facturas comerciales, la defensa ante un re­
clamo laboral en sede administrativa, etcétera. Nadie
puede confiar en la experiencia de un recién recibido,
tampoco en su saber que se desconoce completamente;
se empieza probándolo en su dedicación o tenacidad
mediante encargos que comportan más bien una mo­
lestia para cualquier otro abogado.
Si el primer asunto camina, y rápido, vendrán otros;
porque siempre —y esto vale para el recién recibido co­
mo para el que está pronto a jubilarse— cuando el abo­
gado tiene éxito es premiado con nuevos juicios o nue­
vos clientes y, en cambio, cuando pierde un asunto, las
consecuencias suelen ser graves. El litigante es siem­
pre un ‘"bocina”—como los leprosos del Evangelio que
desparraman a todo el mundo su curación... o su frus­
tración. Si lo primero, otros se acercan al mano santa, si
lo segundo huyen asustados de la experiencia ajena.
Lo cierto es que esmerándose en atender bien los
“primeros encargos”, preocupándose y estudiando los
próximos que comienzan ya a no ser tan sencillos, la
clientela empieza a formarse.
Cualesquiera sea su composición y su número, ricos
o pobres, viejos o jóvenes, los clientes son los que nos
proporcionan trabajo, nos dan. de comer, a la par que
nos stressan y hacen rezongar. Son quienes van fami­
liarizándose con nosotros, a veces de tal modo, que
creen tener el derecho de hablarnos a la hora del al­
muerzo o de la cena, un domingo por la noche o aún en
la misma Fiesta de Navidad.
Es difícil hacer el retrato de un cliente, porque millo­
nes son los litigantes y muy disímiles, por cierto. Sin
214 MARTINEZ CRESPO

embargo la clientela normal de los Estudios Jurídicos


está constituida por personas que habitualmente tie­
nen pleitos, le han perdido todo miedo, se acostum­
bran a él y, hasta creo, que se aburren si no los tienen.
Hay muchos que eluden el litigio y si deben sopor­
tarlo alguna vez en su vida lo hacen con verdadero ho­
rror; son quienes no toleran los malos ratos, les parece
una pérdida de tiempo andar “entre abogados”, procu­
ran con premura un arreglo —y si no se puede uno
bueno, hasta un mal arreglo!— con tal de liberarse del
enredo. Contrario sensu ya empezamos el esbozo de
nuestra clientela, que es la de cualquier Estudio, sin
caer en la desfiguración del “pleitista” que es un enfer­
mo como podría ser un piromaníaco o un cleptómano.
El “cliente” suele ser una persona conceptualmente
rígida, esquemática, que no admite ni se admite a sí
mismo apartarse de los parámetros trazados que con­
forman su vida y su conducta. Juzga con dureza, se
aferra a sus propios puntos de vista, y le resulta difícil
la conciliación o la renuncia. Suele convertir muchas
veces el pleito en una cuestión de honor, que no se
transa, y espera de la justicia el veredicto que tranqui­
lice su espíritu. Llega por primera vez al pleito con la
ilusión de obtener de la justicia —así con mayúscu­
las— la justicia que cree con firmeza está de su parte.
Obviamente va perdiendo poco a poco su candor y
descubre, pasado un tiempo, que los jueces son hom­
bres y no dioses y se mueven también por simpatías,
circunstancias, y hasta llegan a veces a hacerlo por in­
fluencias de amigos o de políticos. Es entonces cuando
pretende “avivar” a su abogado —-que ridiculamente
sigue creyendo en los mitos— para que a la par de bue­
nos escritos (que a veces también son necesarios!) ha­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 215

ble con los jueces, busque “influencias” (al menos para


contrarrestar los de la parte contraria) de otro aboga­
do amigo, y si se cuenta con un alto funcionario, le de
sólo un golpecito telefónico.
Muchas veces descubren también —¡felizmente!—
que las llamadas telefónicas del amigo común o de és­
te o aquél diputado o senador, o la firma que hizo es­
tampar en el escrito por aquel abogado “influyente” re­
sultaron contraproducentes y seguramente molesta­
ron al juez, que terminó fallando en contra su causa.
No se qué dirá la psicología al respecto, pero confor­
me mi experiencia, la mujer suele ser como litigante
más dura que el hombre. El varón, en general, cuenta
con menor resistencia al esfuerzo y es más fácil de con­
vencer para conciliar el pleito a mitad de camino. Hace
cálculos económicos que la mujer no hace. Esta suele
preferir el albur de las sentencias, jugarse al blanco o
al negro seguramente confiando más en su intuición
que en el razonamiento.
Me viene a la memoria aquí un cliente muy estima­
do al que había conocido desde niño, porque en su mo­
mento fue mi profesor particular. Administraba varias
casitas de su propiedad, heredadas de su padre. Era a
la sazón el típico hijo menor, hombre maduro y noble,
que supo sacrificar el matrimonio para cuidar a sus
progenitores.
Lo cierto es que mi antiguo profesor llegaba al Estu­
dio en su viejo automóvil, generalmente acompañado
de su madre, que lo esperaba pacientemente sentada
en el vehículo. Como “viejita italiana”, que lo era, ves­
tía todo de negro, de pie a cabeza. Inspiraba profundo
respeto y nadie podía dudar se trataba de un “alma
trasparente” como sus hermosos ojos celestes.
216 MARTINEZ CRESPO

Como dueño de sus propias casas, que no dejaban de


ser las de sus padres, mi cliente, era inflexible. No se
perdonaban alquileres, ni intereses ni multas, ni pla­
zos, y se era muy exigente con el estado en que la casa
debía mantenerse (que es posiblemente la obligación
menos cumplida por los inquilinos). Yo le atendía va­
rios juicios, y era visitado y “controlado” por mi cliente
con desmesura. Un día la madre falleció y mi cliente
sorpresivamente desapareció de mi Estudio. Pasado
dos o tres meses sin su acostumbrada visita, me comu­
niqué con él para hacerle conocer el estado de sus jui­
cios o recibir —como era de práctica— sus “instruccio­
nes”, Haga Ud. lo que quiera con ellos, mi querido doc­
tor —le escuché decir, más sorprendido aún—, procure
un arreglo razonable y actúe como si fueran cosas su­
yas, con toda libertad.
Comprendí entonces con toda claridad quien era ver­
daderamente el tigre y quien la oveja. La viejita pie-
montesa, buenísima seguramente en tantas cosas, era
en los pleitos “inflexible” y no estaba dispuesta a ceder
“nada” a sus inquilinos, quienes desde el momento que
cometían una falta contractual se convertían en sus
“enemigos”.
Transcurrieron uno o dos años y mi antiguo profesor
contrajo matrimonio. Asistí a la ceremonia religiosa,
pensando encontrarme con una novia muy joven por lo
que quedé algo confundido al conocer a la esposa de mi
cliente: se trataba de una persona bastante mayor, se­
guramente con algunos años más que los de su marido.
No pude menos que acordarme del vínculo tan fuerte
entre aquella madre viuda y su hijo menor... No pasa­
ron algunos meses cuando —¡oh sorpresa!— fui visita­
do por la novísima pareja que quería plantearme algu­
nos problemitas relativos a sus casas alquiladas...
NOSOTROS LOS ABOGADOS 217

Si algo se aprende en el ejercicio de la abogacía es la


psicología, y he llegado a la conclusión que las perso­
nas aunque parezcan distintas, tienen facetas comu­
nes y suelen reaccionar de modo parecido frente a cir­
cunstancias similares, de allí que he adquirido “cierta
mano” para lograr que un cliente acepte una concilia­
ción. Por supuesto que se corren algunos riesgos y has­
ta el de “perderlo como cliente”.
El juicio tiene un desarrollo puramente procesal que
se refleja en el expediente, pero a la par suscita conflic­
tos, temores, angustias, en ambos contendientes...y
sus abogados. Este proceso paralelo, que se desenvuel­
ve en el plano de lo psíquico, tiene picos y baches que
se miden de distinta manera por el abogado y su clien­
te. Una respuesta no muy acertada en una absolución
de posiciones puede no ser grave a los ojos del abogado,
pero para el cliente que cometió el error un verdadero
drama; la presencia o ausencia de un testigo suele va­
lorarse de muy distinto modo por el profesional y por el
cliente; un embargo que se traba sobre algún mueble o
cosa que ya no sólo afecta al litigante sino a todo su
grupo familiar es una verdadera “bomba” arrojada en
la casa misma del cliente.
El contradictor, su letrado, la persona del juez y sus
auxiliares suelen ser objeto permanente de la vigilan­
cia del cliente. Un tuteo con alguno de los abogados tie­
ne en este “proceso paralelo” inusitada importancia. Y
qué decú? en los pequeños foros en donde todos se cono­
cen y el juez o bien es vecino de alguno de los litigan­
tes, o juega golf en el mismo club o los hijos son compa­
ñeros de colegio! Cualquier actitud amistosa trae pá­
nico a la contraria, que naturalmente procura zafar de
tan incómoda inferioridad.
218 MARTINEZ CRESPO

Volviendo al esbozo del “cliente” me adelanto a decir


que no es ni mejor ni peor que aquél que elude los plei­
tos. Suele ser cuestión de temperamentos, y repito,
quien reclama justicia lo hace generalmente con el
convencimiento de la “falta” de su oponente y la nece­
sidad social de castigarla. Desde luego —como sucede
en las cosas humanas— todo viene un poco mezclado y
nada es tan blanco y puro; habrá siempre una pizca de
orgullo, vanidad, ira, etcétera. También se confunden,
por supuesto, en el ánimo del que “huye del pleito” la
pereza con la humildad, o la cobardía con el pacifismo.
En un libro clasico, La lucha por el derecho, Rudolph
Von Ihering afirma que tanto los pueblos como los in­
dividuos deben luchar por sus derechos, que la histo­
ria ha mostrado siempre que “el nacimiento del dere­
cho es siempre como el del hombre, un doloroso y difí­
cil alumbramiento”..“Puede afirmarse —señala con
mucha hermosura— que la energía y el amor con que
un pueblo defiende sus leyes y sus derechos, están en
relación proporcional con los esfuerzos y trabajos que
les haya costado el alcanzarlos. No es solamente la
costumbre quien da vida a los lazos que ligan a los pue­
blos con su derecho, sino que el sacrificio es quien los
hace más duraderos, y cuando Dios quiere la prosperi­
dad de un pueblo, no se la da por caminos fáciles, sino
que le hace ir por los caminos más difíciles y penosos.
En este sentido no vacilamos en afirmar que la lucha
que exige el derecho para hacerse práctico, no es un
castigo, es una bendición”.
Y más adelante expresa que “el hombre sin derecho
se rebaja al nivel del bruto”, que “más vale ser un pe­
rro que ser un hombre y verse pisoteado”. “Resistir a
la injusticia es un deber del individuo para consigo
mismo, porque es un precepto de la existencia moral;
I

NOSOTROS LOS ABOGADOS 219

es un deber para con la sociedad, porque esta resis­


tencia no puede ser coronada con el triunfo, más que
cuando es general”1.
Quien se inicia con la sana intención de propinar a su
oponente un merecido “castigo social” y se encuentra
con la sorpresa que las cosas no le salieron bien en el
pleito, empieza a descubrir que Injusticia está formada
por hombres, no demasiado inteligentes algunos, in­
cumplidos otros, terriblemente lentos muchos, vulne­
rables a las lisonjas y cortesías, a las circunstancias ex­
ternas, al que dirán y a tantas cosas más... Empieza a
entender —aunque ésto cuesta mucho más— la com­
plejidad de un sistema procesal que por supuesto él
simplificaría enormemente. Se da cuenta que la con­
traria —a pesar de que cometió la falta merecedora del
castigo que busca— tiene los mismos derechos dentro
del pleito (y aún más porque como demandada no se to­
ma la incomodidad de probar amparándose en una pre­
sunción que la protege), que cuenta también con aboga­
dos, muchas veces más avispados, más simpáticos,
más diligentes, que el propio, más aptos, en fin, para
hacer todo lo que ganar un pleito requiere.
Estos descubrimientos llevan a no actuar tan despre­
venidamente y a tomar sus recaudos en oportunidades
posteriores. Cuenta ya con experiencia y pretende ha­
cerla valer. La persona del juez tiene una importancia
que antes desconocía: de allí que averigua quien juzga­
rá su nuevo caso, quien es su secretaria, cuando fue de­
signado para establecer su pretendida simpatía políti­
ca, en fin todos los datos que sea posible obtener a fin de
no recaer en “ingenuidades”. Oportunamente hará lo

1 Von Ihering, Rudolph, La lucha por el derecho, Ed. Valletta, Bue­


nos Aires, 1992, p. 56 y siguientes.
220 MARTINEZ CRESPO

mismo en Cámara, procurando estar amparado al me­


nos por jueces imparciales, aunque si se lograra alguna
ventaja en este aspecto... mejor todavía.
Su experiencia llevará a tomar algunas medidas de
seguridad en puntos que juzga preocupantes: la rela­
ción de su propio abogado con el de la contraria, la faci­
lidad con que cuenta este último en el ámbito de la se­
cretaría en donde radica el expediente, la excesiva to­
lerancia que su abogado tiene con planteos carentes de
toda buena fe de parte de su colega, etcétera. Advier­
te, entonces, que su confianza en el propio abogado tie­
ne un límite: lo sabe correcto, sus escritos, tal vez de­
masiado simples y breves, le gustaría un tempera­
mento más agresivo, menos ceñido a reglas éticas o
procesales caídas en desuso.
La justicia nunca llegará a ser captada en su integri­
dad por este modelo de “cliente-tipo” que venimos per­
filando porque sus verdaderas cimas son inalcanza­
bles en esta vida y la perfección pretendida resulta
sencillamente imposible. Los hombres que quieren lle­
gar al cielo mediante torres sufren una decepción por­
que ocurre lo de Babel y se confunden las lenguas o
simplemente se caen.
Como supo decirnos Camelutti en sus magníficas
conferencias por la Radio y Televisión italiana, recopi­
ladas bajo el título Cómo se hace un proceso2, a modo
de epílogo:
“Desgraciadamente si pedimos al proceso la verdad
verdadera, la verdad pura, la verdad al ciento por cien­
to, tenemos que reconocer que no nos la puede dar. Lo

2 Carne] ut ti, Francesco, Cómo se hace un proceso, Ed. Edeval,


Valparaíso, 1979, p. 165 y siguientes.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 221

que nos da es, en la mejor de las hipótesis, un porcen­


taje de verdad, una especie de verdad de baja ley,
cuando no sea incluso, en vez de moneda de oro, un bi­
llete de banco”.
“Es una triste conclusión de nuestras conversaciones
—continúa el gran procesalista italiano— pero una
conclusión saludable. Es necesario que los hombres
pierdan la ilusión de que se pueda obtener por fuerza la
justicia en este mundo. Desgraciadamente, no es una
ilusión que acarician solamente los que no se ocupan de
ella: conozco a técnicos y aún científicos del derecho y
del proceso que creen de buena fe poder construir una
máquina maravillosa en la cual, introducida por una
parte la demanda de justicia, salte fuera por la otra la
respuesta, perfecta, sin una tilde. Esta, como todas las
ilusiones, es peligrosa, ya que desvía a los hombres del
camino único que conduce a la justicia: ese camino no
es el de la fuerza, sino el del amor La litigiosidad y la
delincuencia son enfermedades sociales que pueden
encontrar en el proceso una terapéutica sintomática no
una terapéutica radical. No hay otra justicia que la jus­
ticia divina; pero esta justicia, y én esto está el grandio­
so misterio, se resuelve en la caridad”.
Ya dijimos que la mujer suele diferenciarse del hom­
bre en su rol de cliente o litigante, también advertimos
como ciertas profesiones imprimen rasgos tan fuertes,
que condicionan conductas y mueven a reacciones
idénticas.
El médico, en general, es un hombre que teme al plei­
to (como nosotros los abogados a su bisturí), que no sa­
be ni pretende entender nada de la ciencia jurídica por­
que ya bastante tiene con la suya. Suele lucir en mate­
ria de pleitos una mentalidad muy simple. No com­
222 MARTINEZ CRESPO

prende las complejidades de los abogados, sus tiem­


pos, sus modos de actuar, la organización judicial, et­
cétera. El ingeniero, en cambio, procura inmediata­
mente situarse dentro del pleito, conocer sus reglas;
compra los códigos correspondientes y subraya los ar­
tículos pertinentes, hace su carpeta del caso con las co­
pias de todos los escritos, documentos, cédulas, actas
judiciales, pericias, resoluciones y hasta recortes de
diarios que tratan temas similares al suyo; se encarga
organizadamente de “sus” pruebas, de modo que no
vaya a faltar un testigo, y nos recuerda el vencimiento
de los términos. Aprende notablemente en el transcur­
so del juicio la materia propia de su pleito y hasta se
anima a acercar a su abogado algunos apuntes o refle­
xiones de su propio cuño (en la mayoría de las veces
muy atinadas y aprovechables).
En una oportunidad un cliente ingeniero que cono­
cía bien el Código Procesal y por ende la disposición
que establece un término máximo de cuarenta días pa­
ra que el juez dicte su fallo, me pidió habláramos con el
juez pues ese término había ya vencido y no se había
dictado aún la sentencia. Lo acompañé, requiriendo
del juez el dictado de la resolución, aduciendo circuns­
tancias especiales para apoyar el pedido. El magistra­
do adujo a su vez el cúmulo de trabajo, pero prometió
ocuparse a la brevedad posible del caso. Mi amigo-in­
geniero preguntó entonces para cuando calculaba el
dictado de ese fallo, a lo que el juez respondió que no
excedería los treinta días. Mi amigo anotó en su libre­
ta con prolijidad cual era esa fecha y al día treinta y
uno volvió al juzgado solo y sin ningún temor alentado
por la buena atención con que había sido recibido.
Anunciada su presencia el juez salió hasta la puerta
de su despacho y le comentó los inconvenientes con
NOSOTROS LOS ABOGADOS 223

que había tropezado y lo habían demorado. Mi amigo


preguntó entonces, nuevamente, cuanto tiempo debía
calcular y otra vez le fue prometido fallo en los próxi­
mos treinta días. Las visitas se fueron repitiendo mes
a mes y siempre tras las disculpas venía una nueva
promesa. A la tercera o cuarta vez, mi cliente leía pa­
cientemente el diario en el pasillo de tribunales espe­
rando ser atendido por el juez cuando éste apareció en­
frentando a su inoportuno visitante con estas pala­
bras: Ingeniero, ésto no es una fábrica de chorizos, es­
tá Ud.. ante un Tribunal de Justicia y los tiempos no
pueden medirse como Ud. lo hace. Mi cliente se retiró
confundido, por supuesto, y empezó a pensar que los
números del Código de Procedimiento no son iguales a
los que él maneja en sus cálculos.
El ingeniero suele ser un verdadero co-piloto en la
carrera imaginaria de su propio juicio; el médico, en
cambio, no quiere saber nada ni con la pista, ni con el
vehículo, que ya sufre bastante con soportar al piloto.
Finalmente anoto una distinción nada objetiva, por
cierto, pero que los abogados hacemos en lo más pro­
fundo de nuestra intimidad con respecto a los clientes:
los que tienen suerte y aquéllos que no la tienen. La
diosa Fortuna merodea los tribunales y distribuye sus
caprichosas dádivas de manera muy arbitraria, bene­
ficiando siempre a los mismos en el reparto, en desme­
dro de los demás.
Entre mis clientes hay algunos que siempre “caen
parados”; las circunstancias del proceso se anudan de
tal modo para que ellos finalmente triunfen. Se me
viene a la cabeza uno, habitual protagonista con su au­
tomóvil de pequeñas colisiones urbanas cuya causa él
adjudica siempre a imprudencias del “otro” conductor.
224 MARTINEZ CRESPO

Del litigio que cada una de ellas genera, obtiene bene­


ficios que le posibilitan ir mejorando la jerarquía de su
vehículo. La suerte le ayuda y logra a través de senten­
cias o arreglos lo que otros nunca obtienen. Aquéllo del
maleficio gitano de desear el mal del prójimo a través
de un pleito, no ha llegado hasta mi afortunado cliente
que hasta parece divertirse con ellos, autoconvencido
de una conclusión feliz.
Cuántas veces, en cambio, asuntos sencillos se enre­
dan de tal modo que se hacen inacabables, y agotan la
paciencia del cliente desafortunado... y la nuestra!
¿Porqué lo que es fácil para uno es tan gravoso para el
otro? ¿Qué misterio insondable separa a réprobos y
elegidos del favor de la diosa Fortuna? Cómo asombra
a los abogados advertir que la ciencia procesal, y el es­
fuerzo acumulado de legistas, jueces, y los suyos pro­
pios no alcanzan a torcer muchas veces lo que se re­
suelve desde lo alto y se ejecuta acá abajo sin que se
nos permita conocer sus porqué!
Se me dirá que la clasificación en razón de la suerte
deberían hacerla los clientes respecto a los abogados,
pues los hay muy agraciados en este aspecto y otros
que descuellan por su absoluta carencia. Es cierto, y
no puedo sino recordar aquí a un buen colega, de tan
extraordinaria suerte, que generaba un sinnúmero de
anécdotas de café que él mismo festejaba con su risa.
Las he olvidado a todas menos a una que me causó mu­
cha gracia: nuestro amigo junto con otro abogado ha­
bían atendido en conjunto a un cliente que no pudien-
do pagarles los honorarios les había obsequiado con
dos caballos de salto, sabiendo que ambos eran aficio­
nados a ese deporte. Instalados en el club hípico que
ambos frecuentaban, resultaba notable su diferencia
ya que uno era un hermoso alazán muy bien dotado en
NOSOTROS LOS ABOGADOS 225

sus características anatómicas mientras que el otro,


en cambio, aparecía tan desvalido que más bien pare­
cía destinado al matadero que a las competencias.
Lo cierto es que nuestro amigo demoró en llegarse
hasta el club y cuando lo hizo el vistoso alazán ya tenía
dueño, elegido por el otro abogado, y debió conformar­
se con el esperpento seguramente porque devolverlo
era demasiado violento y trabajoso o a causa del viejo
refrán de que “a caballo regalado no se le miran los
dientes”. Ambos ejemplares quedaron en el club bajo
el cuidado del mismo entrenador que ciertamente no
cabía de asombro cuando advirtió los resultados de su
entrenamiento: mientras el hermoso alazán sólo sirvió
para modelo de pintores y nunca llegó a saltar las va­
llas y obstáculos que vanamente se le colocaban en su
marcha, el esperpento con la monta de nuestro amigo
hicieron furor en el club llegando a alturas considera­
bles y a la conquista de valiosos trofeos que adornan la
biblioteca del colega, quien a la postre cosechó tam­
bién una importante suma de dinero como precio de
venta al extranjero de tan codiciado equino.
Y así podríamos seguir haciendo desfilar distintas
clases de “clientes” pero nos habríamos apartado del
tema de este libro. Mejor será que nos ocupemos ahora
de la labor del abogado, de la consulta y del pleito.

1 S—Nosotros los abogados


___ 12
La CONSULTA
Los abogados en el ejercicio de su profesión atienden
consultas o pleitos. Las primeras están referidas nor­
malmente a situaciones conflictivas, de las que podría
derivar un litigio. Quien formula la consulta pretende
conocer cual es su situación frente a los hechos acaeci­
dos, sus derechos, sus obligaciones, sus posibles recla­
mos. Se trata, por ejemplo, de responder a un requeri­
miento formal en el que deben cuidarse las palabras, o a
redactar la minuta para un acta notarial, o examinar la
documentación ya existente, etcétera. Los temas de una
consulta jurídica pueden ser tan variados que cualquier
clasificación resulta absolutamente inútil.
Lo importante es la atención que el abogado debe
prestar a esa consulta, la actitud a asumir frente a
ella. Salvo asuntos de extrema sencillez es preciso que
el abogado se tome un tiempo para responderla, ya que
podría tener una gran importancia para quien la for­
mula, y no puede apresurarse una respuesta ligera.
Distintas son, por cierto, aquellas preguntas que la
gente en general suele dejar correr en la calle, en una
reunión social o en la mesa de un café. No pueden to­
marse como verdaderas consultas sino que a propósi­
to de ellas se pretende abrir una conversación de inte­
rés en la que se espera escuchar la palabra autorizada
de un abogado.
230 MARTINEZ CRESPO

Si así se las formula, con ese objetivo social, bien, pero


admitir una consulta puntual y de índole privada plan­
teada fuera de lugar, más todavía si se lo hace en públi­
co, es consentir en una verdadera impertinencia. Yo
siempre he procurado zafarme de ellas porque aveces el
“consultante” cuenta ya con una respuesta de su propio
abogado y lo que pretende es confrontarla con otras opi­
niones, que luego tira como propias a su letrado. Tal ti­
po de “consultas” callejeras sólo sirven para fastidiar.
Las consultas reales y formales que se nos formulan
en nuestro Estudio, deben ser respondidas previo exa­
men y reflexión, por escrito si fuera posible. Es mejor
responderla así, para que pueda ser analizada tam­
bién con detenimiento por el cliente, quien tomará la
decisión que corresponda con bases sólidas.
La redacción de nuestra respuesta debe tener pre­
sente la persona de su destinatario. No se trata de un
escrito dirigido a un juez o a un experto en la ciencia
jurídica. Nuestro cliente suele ser un lego en la mate­
ria para quien las explicaciones deben destacarse por
su sencillez y claridad. Las citas de autores o de juris­
prudencia, podrán hacerse, y servirán no sólo para dar
más seguridad al cliente, sino también para nuestro
propio recuerdo; contaremos, si se generara un pleito,
con un estudio previo del caso.
El cliente tiene todo el derecho de confrontar —aho­
ra sí— nuestra opinión con la de otros abogados, si
subsistieran sus dudas, como medio para adoptar una
decisión bien fundada. El dictamen escrito al que he
hecho referencia, como sus citas doctrinarias y juris­
prudenciales, servirán a nuestros colegas para expre­
sar mejor sus propios pareceres.
¿Cómo estudiar el caso consultado? Voy a repetir
aquí el orden de prelación que el doctor Deheza me en­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 231

señara. Comenzar primero por reflexionar sobre él y


advertir por donde pasa, según nuestra conciencia,
una solución justa. Utilizar la lógica natural en esta
reflexión, y nuestros criterios de justicia, al margen de
ios textos legales. Luego, en segundo término, confron­
taremos nuestra solución con la del Código. Coincidi­
rán, sin duda, nos decía, porque Vélez Sársfield era
también lógico, procuraba Injusticia, contaba con rec­
ta conciencia, y sólida formación. En un tercer mo­
mento, y ya conociendo los textos legales, examinar la
doctrina mediante la lectura de algún tratadista de
primera línea. Recién en último término, la jurispru­
dencia comenzando por el Repertorio del último año,
hacia atrás, de modo de conocer los fallos más moder­
nos e interesantes en la materia.
El consejo repetido del viejo maestro de nuestro Es­
tudio combatía la ligereza o superficialidad de los jóve­
nes, influidos por el consumismo dél mundo moderno,
que pretenden encontrar en los libros de jurispruden­
cia fórmulas hechas casi a medida para el caso que se
nos presentaba.
El doctor Deheza otorgaba a la jurisprudencia un va­
lor menor al que hoy se le acuerda, pues los jueces dic­
tan su fallo para un caso muy particular, procurando
hacer justicia en ese litigio mediante una sentencia que
resuelva equitativamente el problema de los conten­
dientes, pero que de ninguna manera puede extender­
se más allá como si fuera una ley. Los buenos jueces, de­
cía, no se atan con la letra de la ley y buscan ser justos
aún a pesar de ella. Por eso es que tan buenos jueces
son los que hacen decir A a la ley, porque de tal modo
dan una solución justa al caso, como aquellos que le hi­
cieron decir B porque en otra causa, con sus propias
particularidades que a veces ni trascienden al papel,
232 MARTINEZ CRESPO

resultaba más justo a su criterio B que A. Los jueces no


son legisladores, ni sus fallos son leyes.. De allí que sue­
le ser conveniente al menos, según el mismo doctor De-
heza, una lectura completa del fallo, interiorizarse de
sus propias particularidades como modo de entender
mejor los porqué de la resolución, que el mero resumen
del Repertorio que prescinde de sus peculiaridades.
La consulta puede ser respondida por un juriscon­
sulto, o un profesor universitario, que no ejerzan acti­
vamente la abogacía. Sus mayores conocimientos
científicos o la especializacíón en el tema enriquece­
rán, sin duda, su respuesta. El abogado en plena acti­
vidad, en cambio, formulará un dictamen seguramen­
te más pobre desde un punto de vista académico pero
tal vez más práctico a la hora de las decisiones por su
mayor experiencia en los tribunales de hoy, donde los
litigios deberán desarrollarse. El abogado práctico
llega a formar una especie de sexto sentido que le per­
mite prever que una causa, a pesar de su apoyatura
doctrinaria, no pasará los filtros tribunalicios, y que
en cambio presentándola de otra manera, con otro
planteo, pudiera llegar a tener éxito.
El abogado experimentado en la práctica profesio­
nal sabe de los vaivenes de la justicia, su versatilidad
frente a los cambios de la sociedad. Sabe que en tiem­
pos “distribucionistas” los derechos obreros gozarán
de la mayor protección en los estrados judiciales, y
que la manga ancha termina cuando la sociedad entra
en tiempo de restricciones y ajustes; que hubo épocas
en que los jueces eran generosos a la hora de fijar in­
demnizaciones y que en cambio, lo son mucho menos
en otras; que hay tiempos de altos honorarios, porque
los jueces son entonces muy amplios en sus estimacio­
nes, y en otros los abogados debemos sufrir sus mez-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 233
í" •<
quindades. El abogado práctico sabe que los jueces
son hombres, inmersos también en la sociedad, y que
acompañan a ella en sus emociones, sus apetencias,
sus idas y vueltas... y valoran estas circunstancias
grandemente, lo que no es propio ni de los jurisconsul­
tos ni de los científicos.
___ 13
LOS PLEITOS
Pero más que la consulta, que suele presentarse solo
esporádicamente en la agenda del abogado, son los plei­
tos los que ocupan su mayor atención, su rutina diaria.
Los hay de toda magnitud, y es lógico que conforme a
ella, el abogado haga una evaluación de su cartera. El
juicio grande importa mas no sólo porque podrá repor­
tarle un ingreso interesante sino también porque es
mucho mayor la responsabilidad que el abogado pone
enjuego. Si por su inactividad o por no hacer lo que de­
bía hacer el juicio llegara a perderse, estaría obligado
frente a su cliente a pagarle los daños sufridos, que po­
drían ser muy cuantiosos. Un juicio pequeño —aunque
pudiera ser importante para el cliente— genera una
responsabilidad menor, por lo que se justifica que otor­
gue prioridad al otro a la hora de hacer evaluaciones.
Nunca olvidaré el mal rato que me produjo un gran
asunto que se nos había encomendado y en el que de­
bíamos defender a una empresa que había perdido con
costas un pleito atendido por sus abogados internos, y
en ejecución de sentencia se resistía a la enorme pre­
tensión del letrado de la parte ganadora en la cuantifi-
cación de sus honorarios. Al término de la primera ins­
tancia no habíamos obtenido un buen resultado, pues
238 MARTINEZ CRESPO

los honorarios del abogado ganador se establecieron


conforme sus pautas y pretensiones con solo alguna
pequeña reducción. Apelamos y fundamos la apela­
ción, pues nos parecía que un honorario tan importan­
te no guardaba relación con el verdadero monto de la
causa, que no era el pretendido por el colega-ganador
sino otro muchísimo menor.
El destino nos jugó, en la ocasión, una mala pasada
pues al presentarse nuestro escrito de apelación no se
advirtió que el expediente ya no estaba en ese juzgado
por la llegada y apartamiento de un nuevo juez, y en
definitiva se dejó el recurso en lugar equivocado.
Una hora después del vencimiento del término ad­
vertí, releyendo el escrito, al posar mi mirada sobre el
cargo puesto por el Juzgado en la copia, que se había
cometido el error en cuestión. Conocía que la jurispru­
dencia, aunque vacilante, nos era desfavorable: a pe­
sar de que el error fuera más o menos excusable si el
escrito no estaba presentado en el Juzgado y Secreta­
ría correspondiente, carecía de toda eficacia. Conocía
también mi responsabilidad en el tema, la vergüenza
que tendría que afrontar frente a mi cliente por el
error cometido, y el costo de los perjuicios que estaba
obligado a reparar. Su magnitud la calculé en aquel
momento en el doble del valor de una buena casa de
campo que acababa de vender.
Verdaderamente abatido comencé a preparar el es­
crito que seguramente tendríamos que presentar re­
clamando se tuviera en cuenta el recurso, frente a la
excusabilidad del error cometido. Debía apoyarme en
razones de justicia, en que no se podía caer en un “ex­
cesivo rigor formal”, y en los pocos fallos en nuestro fa­
vor. Presumiblemente todo sería en vano y no tendría
más remedio que afrontar las consecuencias de la res­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 239

ponsabilidad profesional, dar la cara, y pagar de mi


bolsillo la suma que mi cliente estimaba no le corres­
pondía pagar, y para lo cual me habían buscado.
De pronto la puerta de mi escritorio se abrió y entró
como una tromba nuestra seeret?ri?, la misma que al
“hacer tribunales” cometió el err or en la presentación.
Estaba eufórica de alegría. Me contó que a media ma­
ñana ella también advirtió su propio error, al exami­
nar la lista de sus encargos. Retiró entonces el escrito
del juzgado a donde equivocadamente lo había dejado
y lo llevó al que correspondía, aceptando la secretaria
incorporarlo con un cargo de primera hora y no a la
verdadera hora de su presentación. Me relató que era
tan grande su aflicción que no bien le abrieron la puer­
ta de la secretaría se puso a llorar desconsoladamente
frente a todo el personal del juzgado, llanto espontá­
neo fruto de su estado nervioso, que facilitó la com­
prensión de la funcionaría y a que se diera la solución
que en definitiva se dio al caso.
De todas maneras cada juicio —por pequeño que
sea— comporta una atención permanente del aboga­
do, sin respiros, y que sólo acaba con la conclusión del
pleito. Es más, muchas veces, el juicio en donde el abo­
gado pone su corazón no tiene monto, puede ser aún el
más pequeño de nuestra cartera, pero está dotado de
un “gancho” que lo hace atractivo: la personalidad del
abogado contrario, el interés jurídico del tema que se
debate, las circunstancias que lo rodean, etcétera. He
pensado siempre, que el abogado conservará siempre
algo de “quijote”, y es bueno que así lo sea, para evitar
los riesgos de que se incline a los poderes del dinero.
En nuestro proceso civil, escrito y con doble instan­
cia (al margen de los recursos extraordinarios y los
240 MARTINEZ CRESPO

trámites de ejecución de sentencia) la duración prome­


dio puede estimarse entre tres y cuatro años.
Hace unos años un grupo de procesalistas hicieron
un trabajo estadístico de gran interés. A él se refieren
Berizonce-Hitters en una nota titulada Evaluación
provisional de una investigación empírica trascenden­
te para el mejoramiento del servicio de justicia1 donde
comentan el estudio llevado a cabo en un Departamen­
to Judicial de la Provincia de Buenos Aires para esta­
blecer cuales son las reales causas de la morosidad.
Sus resultados son sorprendentes. Baste como ejem­
plo señalar que el promedio para notificar la sentencia
de primera instancia, que podríamos pensar se hace
de inmediato dado el apuro lógico de la parte vencedo­
ra, es de 53 días!
Conforme a esa investigación un juicio ordinario tie­
ne una duración promedio de 1263 días, es decir alrede­
dor de 3 años y medio, conforme los siguientes parciales:
—De fecha iniciación a notificación demanda 67 días
—De notificación demanda a apertura a prueba 122 días
—De apertura a prueba a “autos para sentencia” 241 días
—De sentencia la. instancia a notificación 53 días
—De notificación a radicación en Cámara 51 días
—Desde esa radicación a “autos para sentencia” 37 días
—Para el dictado sentencia 2a.instancia 89 días
—Desde la sentencia hasta devolución juzgado 103 días
—Desde devolución a promoción ejecución 74 días
—De promoción ejecución a sentencia ejecutoria 119 días
—De sentencia ejecutoria a cobro acreencia 238 días
Duración promedio del proceso 1.263 días

1 ED, 114-860.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 241

Por supuesto, estos tres o cuatro años, son sólo un


promedio. He debido soportar en mi vida profesional
juicios muchos más extensos, que se prolongaron más
allá de los diez años! Esto es, evidentemente, una bar­
baridad que excede todo límite de paciencia y de capa­
cidad de atención, y que clama por algún tipo de refor­
ma que limite la duración de los pleitos.
La seguridad jurídica es un valor fundamental que
lleva a la prolongación del juicio en pos de su obten­
ción: nuevo examen de la causa en una segunda ins­
tancia, posibilidad de revisar o casar la sentencia defi­
nitiva en algunos supuestos, máximas posibilidades
para la aportación de pruebas, hechos nuevos, inci­
dencias procesales, etcétera. Pero a la par de ese valor
es indispensable poner el acento en la celeridad, ya
que como suele repetirse o Injusticia es rápida o sim­
plemente no existe. No hay que inventar nada en la
materia: en países como Alemania o Austria un juicio
tiene una duración promedio de cuatro meses, y su le­
gislación es bien conocida.... pero allí se trabaja mucho
más y mejor, y el rendimiento de un tribunal (y tam­
bién de un abogado, de un perito o de un auxiliar) es in­
dudablemente superior al nuestro.
Todas las cosas tienen su tiempo, y debe procurarse
que se correspondan con la capacidad humana. Escu­
char un buen concierto de quince o veinte minutos re­
sulta muy agradable, si se prolonga hasta treinta co­
mienza a fatigarnos, y si más allá se vuelve intolera­
ble. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Los deportes
deben tener también una duración adecuada: entu­
siasman en un primer momento, fatigan luego. Sucede
lo mismo con el pleito para los abogados. Interesan vi­
vamente en sus comienzos: cualesquiera sea el tema
siempre lucirá sus notas distintivas que mueven a la

16 — Nosotros ios asogaoos


242 MARTINEZ CRESPO

curiosidad y a su estudio. El juicio nuevo tiene el en­


canto de la novedad y atrae, ciertamente, al abogado.
Pero con el transcurso del proceso, el desgaste que
significan las mil idas y venidas para los tribunales,
las luchas para lograr que las pruebas se rindan en
tiempo, que el perito, que el oficio, que el informe, que
el embargo, que el Registro, (y podríamos seguir larga­
mente con tan machacona enumeración), la fatiga nos
gana, y se comienza a desear que termine y poder libe­
rarnos prontamente del hastío en que llegó a conver­
tirse el entusiasmo inicial. Por supuesto, una senten­
cia favorable fortalece nuestro ánimo, como la que se
dicta en nuestra contra lo abruma, aún cuando el abo­
gado de temple encuentra en esos escollos nuevos
bríos para continuar en su batalla.
Mi padre recordaba siempre a un procurador muy
pintoresco de sus años mozos que así resumía su ac­
tuación en un pleito: nos ganaron en segunda instan­
cia, pero los barrimos en primera!
A veces deben valorarse las sentencias conforme la
calidad de los jueces que la suscriben. Hay resolucio­
nes de primera instancia, que difícilmente se modifi­
carán, por el prestigio del juez interviniente: el estu­
dio y la prolijidad que el fallo evidencian lo hacen ina­
movible. El abogado lo sabe, y aún cuando interponga
la apelación acostumbrada debe apresurarse a buscar
una solución razonable que salve a su cliente del rigor-
de una sentencia final, que ya se la ve venir. En cam­
bio, la sentencia desfavorable no es tan grave si por su
pobreza o la mala imagen de que goza el juez que la
dictó, hace presumir su revocación por la Cámara. En
tal caso, probablemente, sea el abogado contrario
quien busque “aprovechar” la ventaja de su senten-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 243

cía, y procure consolidarla mediante un arreglo ven­


tajoso para su cliente.
En una oportunidad, la sentencia de segunda ins­
tancia resultó contraria a los derechos de mi cliente
por dos votos contra uno. Pero ese uno por la calidad
del vocal disidente pesaba más que los dos restantes
en su conjunto.
Al plantear el recurso de revisión ante el Tribunal
Superior de Justicia de Córdoba procuré en mi escrito
dar el mayor realce a ese voto minoritario, fundado im­
pecablemente con gran lógica y sentido de justicia. A
pesar de la dificultad de tales recursos, en la práctica
escasamente acogidos, esperé con gran confianza la
resolución final pues mi posición estaba avalada por el
voto de un gran magistrado.
El abogado de la contraria, seguramente también
advirtió su debilidad a pesar de su triunfo judicial,
pues me visitó para pr oponerme un arreglo que no lle­
gó a concretarse, tal vez porque su parte valorizaba en
demasía su sentencia y nosotros confiábamos en nues­
tro recurso de la mano del voto disidente. Nos tocó ga­
nar, y yo creo que más allá de mis escritos, la suerte del
pleito la decidió el vocal de la minoría. Es que a veces
los votos no se cuentan sino que se pesan.
Como se ve, los abogados debemos ser expertos en
leyes y también calculistas. Tenemos que hacer análi­
sis objetivos valorando nuestras posturas, los dere­
chos de nuestro cliente, frente a los de la contraria, y
calculando las verdaderas posibilidades de triunfo que
nos asiste. Arriesgar diez o cien para ganar sólo uno,
es una verdadera tontería. Siempre deberemos mover­
nos en el pleito con chances ganadoras.
244 MARTINEZ CRESPO

Cuando una evaluación objetiva nos lleva a pensar


que no contamos con esas chances, debemos procurar
poner fin al pleito mediante un arreglo que salve del
desastre a nuestro cliente, y no ilusionarlo demoran­
do y agravando ese fatal desenlace. Cuando tenemos
cartas ganadoras, en cambio, debemos hacerlas valer.
En tal sentido, ya he dicho, como se desarrolla un pro­
ceso paralelo en la psiquis de litigantes y abogados, y
es en ese terreno donde el buen abogado suele mover
sus piezas con mayor eficacia que sus oponentes, y
aprovecha mejor los picos o baches que tal proceso
brinda, para obtener arreglos ventajosos o lograr em­
pates con sabor a triunfo.
Conozco algunos colegas testarudos, que no miden
estas contingencias, rechazando por “absurdo” todo lo
que se opone a sus puntos de yista. Son abogados de
blancos y negros, que se juegan en cada causa (a mi
criterio, muchas veces imprudentemente) y obtienen
triunfos rotundos, en los que fundan su prestigio, o co­
sechan desastres a pesar de todos sus pataleos. Suelen
enamorar a sus clientes que lo ven jugarse con porfía,
pero también perjudicarlos o arruinarlos con testaru­
dez y apasionamiento.
Veo en ellos una falta de profesionalidad, y si se
quiere de carácter. Es más fácil seguir al cliente en sus
apetencias (cualesquiera sea la justicia de sus postu­
ras) que guiarlo, separar lo que es correcto de lo que no
lo es, saber decirle que no en lo que no corresponde, ha­
cerle ver sus errores, sanar su espíritu, que debe cons­
tituir la verdadera labor de un abogado.
El pleito tiene sus etapas fundamentales: demanda
y contestación, constituyen una primera etapa, el pe­
ríodo de prueba conformaría una segunda, luego los
NOSOTROS LOS ABOGADOS 245

alegatos y finalmente llega la sentencia de primera


instancia. Después la apelación abriendo una segunda
instancia: el escrito de expresión de agravios, y su res­
ponde, una suerte de demanda y contestación impug­
nativa de la primer sentencia. En casos especiales
puede haber un replanteo de la prueba y luego deviene
la sentencia “definitiva” o de segunda instancia, que
pone fin a la causa, salvo que existan motivos especia­
les para los recursos extraordinarios. Las recorrere­
mos brevemente para reflexionar acerca del trabajo de
los abogados en el desarrollo de un pleito.
El actor en su demanda formula un reclamo. Sin ac­
tor no hay acción, y sin acción no hay proceso. Es un ac­
to libérrimo el suyo que ni el juez ni nadie puede darle
una extensión o un sentido distinto. Nadie puede obli­
gar al actor a dirigir su acción contra quien no quiere:
si pudiendo demandar a Ay B sólo lo hizo respecto a A,
no se le puede obligar a incluir a B'en su reclamo. Lo
hará, luego, si así lo decide libremente. Tampoco pue­
de obligársele a reclamar cosa distinta que la que pre­
tende. A él, y exclusivamente a él, atañe lo que corres­
ponde demandar. La renuncia es también una posibili­
dad, y solo el titular del derecho sabe el porqué de esta
actitud: ¿temor?, ¿caridad?, ¿compasión?, ¿desidia?
El abogado al redactar la demanda debe especificar
con claridad contra quien la dirige, cual es la acción
que se ejercita, que y cuanto se reclama. Debe relatar
con brevedad los hechos en que se funda la demanda e
invocar las normas legales en que apoya su reclamo.
Salvo en este último punto, en el que el saber del juez
puede suplir al de la parte —tura novit curia— y la
errónea calificación de una acción o la equivocación de
citas legales se corrige por el juez, en lo demás los ma­
gistrados carecen de potestad para salvar errores, en­
246 MARTINEZ CRESPO

mendar la plana, entender en un conflicto distinto al


planteado por el actor.
El escrito debe ser breve y claro. Limitarse a lo es­
trictamente necesario y no abundar en "argumentos”
que más adelante serán motivo de los alegatos, cuando
el pleito se encuentre en otra etapa y ya las pruebas es­
tén rendidas. Mostrar las cartas antes de tiempo sólo
facilita la labor de la contraparte, sin ningún beneficio
para el “apresurado”.
Es gracioso, pero algunos colegas creen que a mayor
extensión de sus escritos, su retribución aumentará.
Uno de los que asi pensaba me aconsejó alguna vez que
tratándose de juicios "grandes” redactara escritos más
extensos porque los jueces eran remisos en regular "al­
to” cuando los escritos eran “cortos”. Nada dije, pero re­
cordaba con orgullo indisimulable que los alumnos uni­
versitarios me comentaban que en la Cátedra de Dere­
cho Procesal un profesor de gran renombre les enseña­
ba un escrito de página y media, mostrándolo como mo­
delo de demanda clara, concisa y breve, la mejor que él
había tenido oportunidad de leer como juez. Y esa de­
manda llevaba la firma de mi padre.
La claridad es esencial, pues el demandado debe po­
der ejercitar con plenitud el derecho de defensa y, en
consecuencia, necesita conocer que se le reclama. Po­
drá, en su caso, oponer la excepción previa de "defecto
legal” o “libelo oscuro” obligando al actor a clarificar su
demanda, total o parcialmente.
En la contestación, el demandado debe responder
también con claridad, en forma también concisa. Debe
negar o aceptar ios hechos relatados por el actor o, en
su caso, hacer el propio relato de los acontecimientos
que motivaron el conflicto. Las partes deben obrar en
NOSOTROS LOS ABOGADOS 247

el proceso con “buena fe”, con rectitud, con verdad, sin


dobleces, por lo que algunas actitudes bastante comu­
nes resultan ciertamente deleznables. El silencio, la
respuesta evasiva o limitarse a una negativa genérica
sin explicar como acaecieron realmente los hechos, no
es correcto, y los jueces están facultados para tomar
tal actitud como un verdadero asentimiento.
Las defensas deben ser también expuestas con clari­
dad y brevedad. La prescripción, la incompetencia de
jurisdicción, la falta de acción, la plus petitio, etcétera,
son algunas de ellas. O no son ciertos los hechos ex­
puestos por el demandado, o si lo son no traen las con­
secuencias que él pretende, o ha pasado un tiempo ya
demasiado extenso para formular el reclamo, o existe
un impedimento legal para hacerlo, o se reclama más
de lo que corresponde:
El abogado defensor debe actuar con la verdad, real­
zando las circunstancias que favorecen a su cliente, pe­
ro no falseando los hechos. La “chicana” o la negativa
maliciosa o temeraria para postergar un cobro legítimo
es inmoral e impropia de profesionales del derecho. ¡El
derecho no puede ser nunca torcido, decía Couture!
Es en la etapa probatoria donde los abogados mues­
tran su eficacia. Los juicios se ganan y se pierden en la
prueba. No es, sin duda, el momento del lucimiento,
que recién llegará en los alegatos, sino el de las funda­
ciones o cimientos. El más bonito de los edificios para
poco serviría si no tiene buenos cimientos. Así el mejor
alegato resultaría un puro juego de palabras si no apa­
rece “fundado” sobre sólidos elementos de pruebas.
En una oportunidad un talentoso colega, que solía
atender causas penales, me pidió —no recuerdo ni el
porqué de su invitación ni el de mi asentimiento— lo
248 MARTINEZ CRESPO

acompañase a la audiencia de vista de la causa en los


tribunales del trabajo de Córdoba en el que él defendía
al co-piloto de un automovilista muy famoso en la épo­
ca, aduciendo haber estado vinculado por una relación
laboral, reclamando indemnizaciones por despido,
1 preaviso, etcétera. La relación de dependencia había
i sido negada por la contraria, y obviamente la prueba
, recaía sobre el actor. Mi amigo no se había ocupado de­
masiado de su prueba, los testigos ofrecidos habían fal­
tado, y el talentoso colega se limitó a procurar extraer
puntos a su favor de los muchos testigos ofrecidos por la
i- parte contraria. Luego pronunció una arenga impre-
„ sionante, que casi llevó a las lágrimas al auditorio. Yo
mismo llegué a tener mis dudas acerca del resultado
del pleito, pero a pesar de todo, la demanda se rechazó
,h porque no había pruebas suficientes, tal vez solo algu-
. nos indicios que no alcanzaron para el dictado de una
t sentencia condenatoria. La oratoria del colega sólo sir­
vió para emocionarnos, o quizá para disimular ante su
cliente su poca preocupación a la hora de las pruebas.
i
En materia probatoria el abogado debe mostrarse
desconfiado ante su cliente, y exigirle tener todo el ma-
;• terial en las manos antes de afrontar el proceso (o la
defensa, en su caso). Hay litigantes fabuladores que
comienzan poi’ engañar a su propio abogado, y afirman
contar con toda clase de probanzas que luego desapa­
recen a la hora de la verdad. La prueba documental de-
be requerirla el abogado desde un primer momento, y
, suele ser conveniente hasta agregarla junto a la de­
manda. Las ventajas de esta presentación anticipada
son grandes, porque clarifican la demanda y no se co­
rre el peligro del libelo oscuro y obligan al contendien­
te a expedirse expresamente acerca de la veracidad de
esos documentos. La omisión de hacerlo acarrea el
NOSOTROS LOS ABOGADOS 249

apercibimiento de tener por ciertos los documentos co­


mo su contenido.
Un tema que suele traer muchas dificultades es la
necesidad de valerse de un documento que se encuen­
tra en poder de la contraria o de un tercero, cuando és­
tos se resisten a exhibirlo o niegan su tenencia. El abo­
gado debe mostrar en esos casos toda su astucia para
procurar esa exhibición. Más vale maña que fuerza! Lo
que no podría lograrse a través de la fuerza pública,
suele conseguirse por el señuelo lanzado por un astuto
abogado. Así como en la famosa fábula del zorro y el
cuervo, éste dejó caer el queso halagado por las lisonjas
del zorro acerca de la hermosura de su canto, así hay
muchos que no resisten a la tentación de mostrar sus
cartas o jactarse vanamente por puro exhibicionismo,
lo que generalmente solo favorece a su contradictor.
Hablar de más también es una imprudencia que mu­
chas veces cometen las partes azuzadas por las pre­
guntas hábilmente formuladas por el abogado de la
contraria llamándola a absolver posiciones. Los abo­
gados que tenemos experiencia en estas cosas, solemos
decir a nuestros clientes que se limiten a contestar “sí,
es cierto” o “no es cierto”, sin añadir nada... pero es
inútil! El cliente encuentra la oportunidad para des­
pacharse a su gusto, le parece que la pregunta no pue­
de quedar sin aclaraciones, y generalmente habla de
más.. Como no está preparado para hacerlo, y los ner­
vios lo dominan, tiende a dar explicaciones o a relatar
hechos, sobre los que ya hablara a través de sus escri­
tos, cae en contradicciones, nada logra a su favor, y
mucho en su contra.
A veces son las presunciones las que deciden los
pleitos. El juez se vale de ellas para extraer sus de­
250 MARTINEZ CRESPO

ducciones lógicas, conforme el principio de normali­


dad, es decir teniendo en cuenta el acaecer normal de
las cosas.
Cuando se trata de simulaciones la prueba p res un­
ció nal suele ser muy efectiva, y a veces la única con
que se cuenta. En un caso que tuvimos en nuestro Es­
tudio el verdadero dueño de un negocio decía no serlo,
expresando que lo era un viejo empleado suyo. Se tra­
taba de una farmacia y sólo un farmacéutico diploma­
do podía estar a su frente conforme la legislación vi­
gente; el verdadero dueño era sólo un comerciante y
carecía de ese título, por lo que utilizó a su viejo em­
pleado-farmacéutico para poder abrir el nuevo nego­
cio. Nuestro cliente reclamaba al verdadero dueño
una suma bastante importante, aparentemente inco­
brable ya que éste aparecía en los libros como un sim­
ple dependiente con un sueldo mínimo. Toda la “pape­
lería” de la farmacia escondía el enroque y obviamen­
te era imposible a mi parte probar el contrato que se­
guramente alguna vez celebraron para resguardo
mutuo de sus derechos.
Averiguamos entre los Bancos de plaza y pudimos
ofrecer en el juicio una prueba muy interesante: el ver­
dadero dueño de la Farmacia, nuestro demandado, te­
nía una cuenta bancaria movidísima registrando in­
numerables cheques a Laboratorios que producían los
remedios que él comercializaba. En cambio el viejo far­
macéutico, simple empleado disfrazado de dueño, no
operaba en los bancos de plaza y sólo tenía una caja de
ahorros en la que mes a mes depositaba una pequeña
cantidad, seguramente su sueldo, que iba retirando
paulatinamente en su transcurso. Aún cuando se pre­
tendió dar algún tipo de explicaciones, la prueba era
contundente: cualquier juez presumiría quien era el
NOSOTROS LOS ABOGADOS 251

verdadero dueño y quien su empleado, lo que movió a


un arreglo razonable del pleito.
La mentira siempre tiene patas cortas, y las simula­
ciones caen por el peso de la verdad. Hace algunos años
los contratos de alquiler se prorrogaban por leyes de
emergencia, y los propietarios se veían impedidos de
recuperar sus inmuebles, pues al término de una ley se
dictaba otra de prórroga. Así pasaron cuarenta años
más o menos. Esas leyes de emergencia solían excluir
algunas situaciones, una de las cuales era la transfe­
rencia indebida. Para que el nuevo ocupante pudiera
seguir amparado por la ley, pagando un ridiculo alqui­
ler, se simulaban situaciones irreales, lo que obligaba
al ‘denodado esfuerzo probatorio de los propietarios y
sus abogados para frustrar la maniobra dolosa y recu­
perar su inmueble.
En una ocasión debimos intervenir en uno de esos
casos. El propietario, nuestro cliente, estaba seguro de
que su casa había sido objeto de una transferencia in­
debida, a pesar de que los actuales tenedores afirma­
ban ser simples cuidadores dejados por los inquilinos,
quienes por “razones de salud” y recomendación de su
médico —cuyo testimonio ofrecieron luego en el plei­
to— viajaron a las Termas de Rio Hondo.
El pleito demoró más de un año, y en todo ese lapso
los “enfermos” se mantuvieron en un Hotel de Las Ter­
mas; comprobamos que los muebles de la casa de Cór­
doba se reacomodaron en ese mismo hotel, que el ma­
trimonio se desempeñaba en el establecimiento hote­
lero como si fueran sus dueños, aún cuando oficial­
mente aparecían como titulares unos hermanos. El
juez rechazó, sin embargo, la demanda aduciendo el
derecho a la salud de los inquilinos, el de permanecer
-252 MARTINEZ CRESPO

todo el tiempo necesario fuera de su casa para reesta­


blecerla y la necesidad de que cuando se invocara una
simulación la prueba para destruirla fuere contunden­
te, es decir no dejara dudas en el ánimo del juzgador, lo
que entendía no se daba en nuestro caso. Felizmente
la sentencia se revocó en segunda instancia, con mu­
cho menor margen que la claridad que el asunto tenía
según mi propio punto de vista, por dos votos a nuestro
favor contra uno por su mantenimiento, y los falsos
“cuidadores” debieron dejar la casa, procurando antes
de hacerlo llegar a un acuerdo con nuestro cliente para
pagarle —ahora sí!— un alto alquiler, propuesta que
encontró la más rotunda negativa.
La prueba testimonial siempre ofrece para los abo­
gados ocasión de sorpresa, creando problemas que exi­
gen de su imaginación y presteza. ¿Qué abogado no
tiene sus propias anécdotas en relación a los testigos
que vió desfilar? Los hay desde aquéllos que descalifi­
can desde el inicio su testimonio afirmando paladina­
mente su parcialidad y el interés de que su “amigo” ga­
ne el pleito hasta quienes terminan descubriéndose
como ignorantes de los hechos que motivaron su decla­
ración, los que sólo conocen por el relato que les hizo la
propia parte oferente. Son los famosos “testigos de oí­
das”, al que tan escaso valor prestan los jueces.
Yo también, como los demás, tengo mis cuentos de
“testigos”. En una ocasión asistía a una audiencia de
declaración de los propuestos por la contraria, y lo ha­
cía junto con mi propio cliente. Se trataba de un desa­
lojo que éste había promovido contra unos vecinos por
“uso abusivo” fundado en que dentro del pequeño de­
partamento de dos habitaciones vivían como diez per­
sonas, que por requerimientos de espacios lo hacían
normalmente a “puertas abiertas” y ocupando los pa­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 253

sillos y lugares comunes del edificio. El departamento


se deterioraba por un uso tan intensivo de tantas per­
sonas y los vecinos, entre los que se encontraba el pro­
pio dueño de casa, mi cliente, habían agotado su pa­
ciencia en relación a tan multitudinaria como ruidosa
vecindad. Yo en estos casos siempre prefería que el
cliente fuese a las audiencias, pues los testigos se
veían más constreñidos en su presencia a decir la ver­
dad, pero nunca pensé que entre el testigo y mi cliente
se desatara una discusión en alta voz, acerca de sus
mutuas condiciones morales, con lo que la secretaria
que tomaba la audiencia se vió precisada a expulsar a
mi irritado cliente que casi fue a parar a una celda de
tribunales, cuando rubricó su expulsión con un fuerte
portazo y un montón de improperios.
Otro testimonio que recuerdo, nada ejemplar, por
cierto, es el que debí soportar en un juicio testamenta­
rio. Nuestros clientes, los sobrinos de una viejita bas­
tante adinerada, impugnaron un testamento de última
hora que favorecía a una sobrina y a la empleada do­
méstica de la casa. El testigo en cuestión era de mucha
importancia para la resolución de la causa, pues era
uno de los que aparecían suscribiendo la escritura pú­
blica atestiguando en ese instrumento que la viejita ha­
bía realmente testado. Según mis clientes la anciana no
había podido validamente hacerlo porque estaba perdi­
da de la cabeza, y el testamento en cuestión era solo la
“picaresca” obra del marido de la sobrina, un vivillo ju­
gador de cartas, carente de profesión y de vergüenza.
Esperaba la llegada de uno de mis clientes, a quien
pedí asistiera a la audiencia, cuando por pura casuali­
dad advertí la presencia del creador del enredo, expli­
cando a otra persona que imaginé era el testigo pro­
puesto, acerca de lo que debía decir. Alcanzaba a escu­
254 MARTINEZ CRESPO

charle sus datos acerca de como era la viejita, su casa,


la habitación en donde el testamento se “dictara”, como
modo de suplir su desconocimiento con estos “apuntes”
de última hora.
Minutos después la misma persona compareció ante
los abogados y las partes para prestar su declaración.
Procuré la presencia del juez estimándola fundamen­
tal pero ya estaba “comprometido” en otra audiencia, y
dió instrucciones que la nuestra la dirigiera su oficial
mayor. (Indudablemente es importante, y en este caso
hubiera resultado fundamental, que los Códigos Pro­
cesales se cumplan y sea el propio juez el que presida
las audiencias de prueba; sin embargo, los abogados
nos vemos forzados a ceder a reemplazos como el que
estamos comentando a fin de adecuarnos a una reali­
dad que hace imposible que el juez esté en todas partes
y cumpla personalmente las mil tareas de su Juzgado.
El “Juez” del Código es hoy un equipo de trabajo que el
magistrado preside pero que en realidad está confor­
mado por el personal de su Juzgado).
El testigo era un martiliero público, tan rico en labia
como mentiroso. Yo procuraba destruir su declaración
con pedidos de aclaración o mayores precisiones, pero
el hombre se comportó como un verdadero artista:
mintió sin dejar posibilidades de destruir su declara­
ción; sus descripciones fueron lo suficientemente va­
gas para que correspondieran al retrato de cualquier
viejita —¡me hacía recordar tanto a mi madre!, fue
una de las frases románticas que llegó a deslizar— o al
de cualquier dormitorio de una vieja casona.
Lo que no pudo evitar el testigo mentiroso,sin em­
bargo, fue sufrir su propio testimonio, y el temor de
desnudar su mentira sabiendo que estábamos prestos
NOSOTROS LOS ABOGADOS 255

a acusarlo penalmente si lográbamos descubrirlo. El


hombre de tanto caminar al filo de la navaja aparecía
verdaderamente sofocado, y a pesar de que no hacía
calor en la sala, estaba bañado en traspiración. Cuan­
do su declaración termino, el acta correspondiente se
sacó de la máquina de escribir y se firmó por todos los
presentes, no pudo menos que dejar traslucir su alivio
por el fin de sus penurias: Nunca más me meteré en co­
sas parecidas, alcanzamos todos a oírle (inclusive el
funcionaiio que controlaba el acto). Nos había ido mal
en la declaración pero el gesto espontáneo del testigo,
llegaría a oídas del juez por boca de su oficial mayor, y
movería su ánimo para descubrir la verdad.
Es muy frecuente encontrarnos con testigos “peina­
dos”, que procuran recitar casi de memoria lo enseña­
do previamente por el abogado de la contraria. Mu­
chas veces no se trata de testigos falsos sino que su
preparación previa obedece al deseo de que sean lo
más exacto posible en sus declaraciones. Son, en gene­
ral, dependientes del abogado que los amaestró y bus­
can permanentemente su mirada para asegurarse que
van por el buen camino. Esperan ansiosos señales in­
dicativas. El libreto, como es natural, cae fácilmente
frente a las repreguntas o preguntas aclaratorias y se
comienza ya a relatai* la verdad sin tapujos. Los jueces
que tienen una gran experiencia al respecto saben dis­
tinguir con rapidez, en la mayoría de los casos, cuando
están frente a un testigo veraz y espontáneo y cuando
con un testigo que se limita a recitar un verso previa­
mente memorizado.
En general, a la prueba testimonial suele mirársela
con desconfianza por haber sido desvirtuada tantas ve­
ces. Sin embargo, su fuerza de convicción es grande si
las declaraciones son congruentes, si se trata de perso-
256 MARTINEZ CRESPO

ñas calificadas por su edad, profesión» prestigio que go­


zan en el medio, etcétera, y muestran, como ya hemos
dicho, verdadera espontaneidad. Más vale la declara­
ción de un testigo que olvida, cuando olvidar es lo natu­
ral, que aquél que adorna sus dichos con detalles que el
tiempo borra habitualmente. El Juez al valorar la
prueba con lógica, aplicando el sistema de la “sana crí­
tica”, analiza el dicho de los testigos y no se siente incli­
nado a creer a quien aparece como un robot más que co­
mo hombre a la hora de recordar detalles nimios.
El abogado durante todo el período probatorio debe
tener especial cuidado, pues las partes están obligadas
a ofrecer la prueba y producirla dentro de un término
relativamente breve. Los cuarenta días que otorga el
Código de Córdoba para los juicios de mayor cuantía re­
sultan generalmente muy reducidos en asuntos com­
plejos. Una y otra parte están, por supuesto, interesa­
das en aportar sus pruebas y también en acusar negli­
gencia a la contraria para evitar la incorporación de
pruebas desfavorables a su postura. De allí que hay que
ocuparse que los testigos presten declaración, que los
informes solicitados se expidan, y que los peritajes se
rindan, lo que es de por sí bastante difícil, y el cuidado
debe redoblarse como lo hemos dicho en otras páginas.
Quedarse sin prueba es para el abogado un drama y
una seria responsabilidad frente a su cliente. Si se es
actor significa la casi segura pérdida del pleito, salvo
que de la propia prueba aportada por la contraria en su
“defensa” el juez encuentre fundamentos para dar cur­
so al reclamo. En situaciones, raras por cierto, el Juez
decide ejercitar sus facultades y adopta “medidas para
mejor proveer” que requiere de oficio para salvar sus
propias dudas. No pueden, obviamente, beneficiar al
negligente que ofreció la prueba y no la rindió en tiem­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 257

po sino que más bien procuran completar la aportada


por las partes. Los teóricos se quejan de lo poco que uti­
lizan los jueces este tipo de facultades, pero ellos se re­
sisten a hacerlo por el temor de aparecer beneficiando a
alguna de las partes, en desmedro de la otra.
En una de las pocas ocasiones que vi utilizar estas
“medidas para mejor proveer” el juez logró resultados
espectaculares. Se trataba de un juicio en contra de
una empresa constructora, nuestra cliente, cuya obra
se derrumbó apenas terminada. Llamamos ajuicio co­
mo terceros interesados al Ingeniero Director Técnico y
a un ingeniero-calculista, amigo de los empresarios de­
mandados, estimando que eran los verdaderos respon­
sables del evento por deficiencia en sus labores. El cal­
culista, que no había firmado nada, se cerró en pertinaz
negativa. Ninguna participación habría tenido en los
cálculos erróneos que llevaron a la caída de la estructu­
ra. El juez cuando el grueso expediente llegó a sus ma­
nos estudió muy concienzudamente el caso, y se dió
cuenta déla responsabilidad del calculista aún cuando
seguramente estimó que no estaba suficientemente
comprobada. Hilando las declaraciones prestadas por
todas las personas vinculadas de uno uotro modo con el
evento dañoso, se jugó su propia prueba respecto al ma­
ñoso calculista, obteniendo presunciones tan fuerte
respecto a su participación y a su error, que fue conde­
nado con el mayor porcentaje de culpas. Uno de los ca­
sos más evidentes que la actuación del juez, cuando de­
sempeña un papel activo y no meramente el de obser­
vador, ayuda a la obtención de la justicia.
Pero volviendo a nuestro esquema del proceso, y
traspasando la etapa probatoria llegamos a los alega­
tos, en los que los abogados analizamos el litigio, de­
manda y contestación, las pruebas que se han rendido,

17—Nosotros los abogados


258 MARTINEZ CRESPO

su valor, y procuramos poner luces sobre lo acaecido de


modo de favorecer los derechos de nuestro cliente, re­
batiendo en lo posible los argumentos de la contraria.
A pesar de que en los alegatos los abogados nos des­
pachamos a gusto, y a veces necesitamos consumir
muchas páginas para desenvolver nuestras razones y
apoyarnos en doctrina y jurisprudencia, no debemos
olvidar nunca que al juez no le sobra el tiempo y espe­
ra de nosotros colaboración (aún favoreciendo a los in­
tereses que se nos han confiado) y no parloteo inútil..
Me contaba uno de mis hijos que atiende normal­
mente asuntos laborales, cuyas audiencias se realizan
en horas de la siesta, que uno de los camaristas es un
pertinaz dormilón, que se escuda tras sus negros an­
teojos para dormir plácidamente en los largos alegatos
de los abogados. Ocurrió en una ocasión con un aboga­
do muy larguero que de golpe hizo silencio a mitad de
su exposición y ante la indicación del presidente para
que la continuara, exigió que “se completara el tribu­
nal”, lo que se consiguió con un certero codazo del ma­
gistrado a su compañero.
Fatigar a los jueces con largas citas de derecho, res­
pecto a situaciones archi conocidas, es simplemente
contraproducente. Nada mejor que ser breve y claro,
esquemático, dejando a propósito puntos suspensivos
para que los jueces lo llenen con su propio saber. Es un
método al modo de Sócrates o Platón de inducir a nues­
tro interlocutor —en este caso, el propio juez— para
que llegue por sí mismo a la verdad y no se vea “agredi­
do” por las “verdades” ajenas que se le quieren impo­
ner compulsivamente y que generalmente solo mue­
ven a un institivo rechazo y búsqueda de argumentos
contrarios para rebatir al agresor.
NOSOTROS LOS ABOGADOS 259

Carrió en una conferencia que dictó hace muchos


años para abogados recién egresados comparó al pro­
ceso con una partida de ajedrez en la que las partes se
mueven conforme un plan estratégico. Siguiendo ese
símil, podríamos decir que la primera etapa del pleito,
la demanda y su contestación, se asemeja a las aper­
turas del ajedrez, la etapa probatoria al medio juego y
los alegatos a los finales. Que el buen jugador, como
enseñaba Capablanca, es el que sabe ‘ simplificar” el
juego de tal manera que cuando atisva una ventaja
procura limitar todo a ella, limpia el tablero de piezas
inútiles y reduce la partida aun final en que quedan
al desnudo las deficiencias de su contrario o los pun­
tos débiles que conducirán inexorablemente a su de­
rrota. Así el buen abogado es el que también busca la
“simplificación” y no se entretiene entre las ramas del
proceso. Descubre, como el ajedrecista, cuales son las
debilidades del contrario y allí concentra toda su arti­
llería, llevando al juez, sutilmente, a poner su lupa so­
bre ese punto y no en otros, que pudieran no serle tan
favorables.
He dicho que muchas veces los escritos se hacen pa­
ra lucimiento ante el cliente, que suele valorar más
cincuenta páginas que cinco. Si se hacen para el juez
—como corresponde— son mucho más efectivas cinco
páginas que cincuenta. Al cliente hay que explicarle
paso a paso nuestra labor y comprenderá también las
ventajas de lo breve.
Presentados los alegatos, las partes quedamos a la
espectativa del fallo. Esperanzas y temores. Pendien­
tes todos del juez que de un momento a otro dará su ve­
redicto. Calamandrei con la agudeza que le destaca ha
pintado los desvelos de esa espera y esto me lleva a
contar una anécdota intimamente vinculada al jurista
260 MARTINEZ CRESPO

italiano. Estábamos a la espera de un fallo en un juicio


que radicaba en el interior de la provincia, que trami­
tábamos con la intervención de una colega de ese foro,
muy conocedora de los magistrados y empleados tribu-
nalicios porque ella misma lo había sido hasta hacía
muy poco, cuando un buen día recibo su llamada tele­
fónica para anticiparme una ífbuena noticia”: se había
encontrado casualmente con uno de los vocales de la
Cámara que entendía en la causa, quien luego de salu­
darla le pidió amablemente trasmitir sus felicitacio­
nes al doctor Martínez Crespo por su excelente memo­
rial, muy elogiado también por sus colegas.
Acababa de releer días antes una página de Cala-
mandrei que convertía la “buena noticia” en “pésima”.
Nunca un juez felicita al abogado que triunfará en la
causa: la sentencia basta como felicitación. Así sucedió
en nuestro caso: días después nos enteramos del dicta­
do de una sentencia desfavorable. Nuestro esfuerzo
profesional se premió con aquella felicitación pero, no
alcanzó para ganar el pleito..
Cuando la sentencia es desfavorable, el abogado de­
be recurrir, procurando su corrección. Los recursos “or­
dinarios” corresponden al “orden” preestablecido de to­
do proceso. De allí que, como norma, debe recurrirse
respecto a cualquier resolución contraria. Si la senten­
cia no es suficientemente clara en algún punto se pedi­
rá “aclaratoria” para no “recurrir” sin causa valedera.
Para fundar un recurso se debe seguir una metodo­
logía similar a la de cualquier demanda, porque en
realidad se está “demandando” o “reclamando” la mo­
dificación de una sentencia. De allí que el recurso debe
estar dirigido en contra de la sentencia, formulando
sus críticas, rebatiendo cada uno de los argumentos
NOSOTROS LOS ABOGADOS 261

del juez. Muchas veces los abogados, equivocadamen­


te, olvidan tener en cuenta en primer término la sen­
tencia cuyos errores se persiguen, y centran su aten­
ción en otros temas. Suelen replantear su alegato de
primera instancia, palabra más o menos, olvidando
que en el recurso deben sortear inexorablemente la va­
lla de la sentencia que un juez (no ya su contraparte) le
ha colocado en su camino.
El agravio es la medida del recurso, dicen los proce-
salistas, y no puede haber reforma de la sentencia en
segunda instancia si se ha consentido alguna de sus
partes. De allí que el abogado debe ser muy cuidadoso
en la fundamentación de su recurso para no dejar “fir­
me” la sentencia, al menos parcialmente.
Protestar y vociferar no es el modo de “recurrir”.
Inútiles son las descalificaciones al juez o a su senten­
cia si en el escrito de “expresión de agravios” no se re­
baten los argumentos del juez, punto por punto, de
modo que la Cámara pueda sopesar la sentencia recu­
rrida, confrontando sus fundamentos con los agravios
del recurrente.
Sencilla es en cambio la postura del abogado que se
defiende del recurso y procura el mantenimiento de la
sentencia que le favorece.. Por supuesto que la senci­
llez estará íntimamente vinculada a las bondades de
la sentencia que se defiende. Si la sentencia es muy po­
bre y los argumentos del recurrente son valiosos, lo
sencillo se torna difícil y la habilidad del abogado con­
sistirá en cimentar más y mejor un edificio terminado
de construir pero que ya amenaza ruina.
Lo “normal” es que la sentencia se confirme, ya que
el juez que la dictó es un personaje “imparcial”, técni­
camente preparado, y que no tiene motivos para prefe-
262 MARTINEZ CRESPO

rir a una de las partes en desmedro de la otra. Su fallo,


pues, debe suponerse correcto y presumirse su confir­
mación. De allí, por ejemplo, que dictada esa sentencia
suele permitirse la adopción de medidas precautorias
sin garantía, y en algunas legislaciones se permite
hasta su ejecutoria con fianza.
Carezco de estadísticas acerca del porcentaje de sen­
tencias que se confirman y de las que se revocan en se­
gunda instancia. Supongo que serán mucho más las
primeras, conforme aquellas presunciones, aunque
confieso que en mi vida profesional he visto tanto de
unas como de las otras. He advertido sí que algunas
Cámaras son excesivamente “confirmativas” mientras
que otras se destacan por su inclinación contraria.
Talvez corresponda al temperamento de sus inte­
grantes; algunos más críticos que otros, más dados a la
polémica se conforman menos con la elaboración ajena
y están más inclinados a las modificaciones. Otros, tal
vez por exceso de prudencia o condescendencia son
reacios a la revocación, y suelen valorar lo que está ya
hecho. Los que antes de llegar a la Cámara fueron jue­
ces de primera instancia, son por lo general más con­
descendientes con la elaboración de sus “inferiores”;
conocen del esfuerzo que significa cada una de las sen­
tencias y la pequeña frustración intelectual que com­
porta la revocación. Quienes no recorrieron la cañera
judicial y ejercieron previamente la abogacía, descono­
cen esas razones. Formaron siendo abogados un espí­
ritu más crítico, que favorece el reexamen total de la
causa y al dictado de una nueva sentencia.
Ajuicio de los abogados, hay Cámaras o Salas mejo­
res que otras, y no son por cierto aquellas que se limi­
tan a dictar fallos confirmatorios, sin mostrar dema­
NOSOTROS LOS ABOGADOS 263

siados esfuerzos. Las más destacadas, las que sus reso­


luciones llenan las publicaciones jurídicas, son aque­
llas que ya sea confirmen o revoquen las sentencias de
primera instancia trasuntan su empeño en hacer justi­
cia, estudian la causa prolijamente, analizando todo el
material probatorio, como los argumentos del Juez y
los de las partes, con oportunas citas de doctrina y ju­
risprudencia que apoyan sus dichos. Construyen en
definitiva sentencias de alta calidad que justifican
frente a los litigantes y la sociedad toda la nobleza de
sus objetivos.
He visto, como cualquier abogado con largos años de
ejercicio profesional, ganar y perder muchos pleitos;
he leído, en consecuencia, sentencias favorables y des­
favorables para los intereses que me fueron confiados.
Las primeras, las favorables, son para nosotros siem­
pre buenas así sean pobrísimas. Casi no se leen los
fundamentos, porque los abogados (que comenzamos a
leer las sentencias por su parte final para quitarnos la
curiosidad del “cómo salió”) nos quedamos con la ale­
gría del triunfo. Las sentencias desfavorables, en cam­
bio, se mastican lentamente, casi letra por letra, y
siempre la derrota nos dejará un sabor amargo. Sin
embargo, una buena sentencia, bien elaborada y que
demuestre todo el interés que pusieron los jueces en
hacer justicia, nos ayuda a recobrar la tranquilidad de
ánimo y talvez al convencimiento de que nuestras ra­
zones no han sido suficientes, que mayor peso tenían
los de la parte contraria, y que si hubiéramos estado
en el lugar del juez nuestro fallo sería idéntico.
No puedo decir lo mismo de aquellas sentencias que
además de sernos desfavorables exhiben su pobreza, y
muestran un cierto desinterés de parte de los magis­
264 MARTINEZ CRESPO

trados por el problema que se les ha planteado: cuando


no se otorga el más mínimo valor a nuestros argumen­
tos, y nuestros escritos parecen que ni siquiera han si­
do leídos. Algunas de ellas nos resultan francamente
incomprensibles, y nos mueve un deseo intenso de em­
prender otras tareas, de descolgar nuestro diploma.
Cuando una sentencia carece de fundamentación,
no es verdaderamente una sentencia porque constitu­
cionalmente todos los ciudadanos tenemos el derecho
a una resolución fundada, en la que se analicen nues­
tras pretensiones y defensas, y en base a ese análisis
se resuelva la causa. Los ciudadanos tenemos el dere­
cho a conocer los fundamentos, o sea el análisis de los
jueces, de modo de conocer a ciencia cierta las causas
de su negativa. Cuando la carencia de fúndamenta-
ción es grosera, o en el supuesto de que el fallo conten­
ga una arbitrariedad flagrante (se condene a algo no
pediólo, o a quien no haya sido demandado, o no se ha­
ya valorado una prueba esencial, o simplemente la vo­
luntad del juez, autoritariamente, suplante a la ley,
etc.) la sentencia de Cámara puede dejarse sin efecto
mediante recursos extraordinarios, de índole constitu­
cional. Pero en la gran mayoría de los casos tales re­
cursos no prosperan, cerrándose las puertas de los
mas altos Tribunales mediante fórmulas que más bien
constituyen necesarias defensas para impedir el flujo
incontenible de causas, y evitar así que las Cortes se
conviertan en una tercera instancia.
En consecuencia, tras la sentencia de Cámara el
juicio debe darse por terminado, salvo que hubieran
razones excepcionalísimas (no excepcionales) para
continuar la lucha. Procurar ir más allá suele consti­
tuir un desgaste inútil de nuestra parte, y multiplica-
NOSOTROS LOS ABOGADOS 265

ción de gastos para nuestro cliente. Saber ganar o per­


der, con actitud deportiva, es propio de un profesional,
y los abogados tenemos que aprender a hacerlo, a pe­
sar de su dureza.
Epilogo

He pretendido en estas páginas mostrar la nobleza


de nuestra profesión de abogado, a pesar de su descré­
dito actual. Tengo la ilusión que quienes tuvieron la
paciencia de leerme hayan recogido el mensaje y em­
prendan la tarea de restauración que reclamo..
La ética profesional más que una materia para in­
cluir en un programa universitario, que se estudia y
olvida, debe ser la savia que nutra todas las asignatu­
ras de la carrera, de modo que quien egrese con su títu­
lo de abogado jamás la olvide, se exija a sí mismo y exi­
ja de todos —a sus clientes, a sus colegas, a los jueces y
funcionarios judiciales— el respeto a sus normas.
La Argentina ha comenzado felizmente una nueva
etapa. De ser uno de los países más importantes de la
Tierra descendió a los últimos lugares, ganado por una
filosofía materialista y facilista que llegó a paralizar­
nos casi por completo. La hiperinflación que casi nos
deshace, nos hizo despertar: habíamos tocado fondo.
Los argentinos tenemos fama de no tener el sentido
del “justo medio” y seguramente asi como descendimos
268 EPILOGO

con tanta rapidez, modificado el rumbo de la flecha, re­


maremos cuesta arriba con el mismo vigor.
No pretendo, por supuesto, retroceder en la histo­
ria ganado por aquello de que “cualquier tiempo pa­
sado fue mejor”. Toda época a pesar de sus especiales
dificultades es buena, más cuando se gana experien­
cia a través de ella. En ese aspecto, creo que los ar­
gentinos somos un pueblo experimentado a pesar de
nuestra juventud. No nos dejaremos arrastrar nue­
vamente por cantos de sirena, porque ya sabemos a
donde nos conducen.
Nos adecuaremos a los tiempos modernos, porque
es “nuestro tiempo”, y no quedaremos afuera del pro­
greso.. Eso sí, cuidaremos de no perder en esa adecua­
ción todo aquello que a tantas generaciones costó for­
mar. El tesoro que el pasado nos legó, a través de
nuestros padres, tenemos obligación de cuidarlo y de
hacerlo fructificar: son nuestros “talentos”. Todo lo
que sea acrecentarlo, lo procuraremos, pero aquellos
valores “básicos”, no lo tiraremos por la borda, de mo­
do que los que vengan atrás no puedan reclamarnos
por su pérdida.
La vida virtuosa, el estudio, el sacrificio, la entrega,
la laboriosidad, un estilo decoroso para nuestra profe­
sión, son la base para el ejercicio de la abogacía de mo­
do que sea respetada por la comunidad. Sea se trabaje
con una pluma de ganso, con una máquina de escribir
o con una computadora, sea se atienda un pequeño
problema doméstico o un gran conflicto empresarial,
lo hagamos en la bohardilla de nuestra propia casa o
dentro de un gran Estudio instalado en varios pisos re­
giamente amoblados, aquella conjunción de estilo y
virtudes no puede perderse. Podemos suprimir la toga,
EPILOGO________________________________________________________________ 269

como prenda de otros tiempos, pero nunca su “alma”


que es la que nos hace “ser” abogados, que es como de­
cir sacerdotes de la justicia.
El autor reflexiona acerca de la abogacía
y advierte su crisis confrontando sus primeros pasos junto a su padre,
en su viejo estudio, y la que boy debe vivirjunto a sus hijos,
también abogados.
Lo hace en un ameno tono coloquial
en la que se mezclan el ser y el deber de su controvertida profesión,
entrelazando anécdotas y buen humor a las reglas de la ética.

B
nammufa^i
José Luis Depalma / edtor
CnrrnniAi U*i«uinAni c r» ♦ í*T*t / A<? Orr«r> iTr. OOO OCOO i CT• /ACA 4

También podría gustarte