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LOS FILOSOFOS

ENTRE BAMBALINAS

por W . W EISC H ED EL

FO N DO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
Primera edición en alemán, 1966
Primera edición en español, 1972
Primera reimpresión, 1974

Traducción, de
A g u s t ín C o n t ín

Título origina]
Die Philosophische H ínter treppe
<§) 1966 Nymphenburger Verlagshandlung GmbH.,
München

D. R. © 1 9 7 2 F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m ic a
Av. Universidad 975, México 12, D. F .

Impreso >en México


A mis nietas
K a t h a r in a y C o n sta n ze
IN TRODUCCION

b ib lio g ra fía s e le c tiv a ) a la v e rsió n e n ca s te lla n o


de e sta o b ra , p o r A. O r l a n d o P u g l i e s e
La te n ta tiv ade relacionar genéticamente la
manera de filosofar con el desarrollo biográfico
del correspondiente filósofo es tan antigua como
la filosofía misma, independientemente del tiem­
po y el modo en que se fijen los orígenes de
ésta. Ya Platón y Aristóteles transmitieron a sus
alumnos y en general a la posteridad, oralmente
y por escrito, informaciones sobre la vida de los
“presocráticos” (y sobre todo de Sócrates mis­
mo ), en la medida en que podían ser de interés
filosófico. Pero no sólo ni en primer lugar a
través de ellos se descubrió que el pensamiento
filosófico, como toda ciencia y toda doctrina, se
articula y desarrolla en el modo del “discipula­
do”, y éste implica en cada caso? por naturaleza,
sea la continuación sea la crítica de antecesores
más o menos inmediatos. La paideia, por ejem­
plo, no puede entenderse sino como proyección
antropológica en el modo de la transmisión de
formas y contenidos de vida vividos por otros,
al menos intencionalmente. Precisamente sobre
la base de esta transmisión social-integradora o
educativa puede surgir también la contradicción
práctica y/o teórica respecto de las formas y con­
tenidos convencionales, como lo muestra el caso
de Sócrates mismo. La teoría, en primer lugar
la filosófica, se autointerpretó entre los griegos
como el momento más alto y depurado de la
praxis, sea cual fuere el concepto que de ésta se
dé qn su especificidad clásica. La teoría se fue
constituyendo a partir de la praxis, no a la in­
versa. La tensión, la oposición entre teoría y
praxis, extrema desde Kant en adelante, no cons­
tituye en la Antigüedad un problema de por sí,
sino a lo sumo en el modo de la metafísica y
ética integradoras de Aristóteles. Desde el prín-'
cipio estaba pues en la naturaleza misma de la
cosa, en el carácter “paidético” ( “mayéutico” y
antropológico) de la filosofía, el hacer de las
circunstancias y “conexiones de la vida”, tanto
de la vida del individuo como de la vida de la
sociedad, el punto de partida para el acceso con­
creto a la conciencia filosófica de cada caso. Sólo
que las noticias biográficas e históricas que nos
transmiten Platón y Aristóteles, por ejemplo, so­
bre los filósofos que les precedieron no traducén
en absoluto un interés biográfico e histórico.
Esas noticias tienen ante todo sentido crítico-
heurístico, un sentido que conservándose con
diversas variantes hasta en los tiempos actuales,
vuelve a aparecer cada vez que se intenta supe­
rar la inmanencia del “círculo hermenéutico”
abstracto en dirección a una totalidad más “real”,
al menos más concreta. Este sentido se toma
modernamente decisivo, de manera peculiar, en
el historicismo, por ejemplo; pero puede atri­
buirse hasta a las famosas lecciones de Hegel
sobre la historia de la filosofía y a las discutidas
interpretaciones de filósofos griegos hechas por
Heidegger, en tanto que el análisis de los textos y
de las circunstancias no tiene tampoco en ellos
función reconstructivamente histórica.
Por otra parte, la “Escuela histórica” en ge­
neral y la incipiente filología científica en par­
ticular, más tarde W . Dilthey y su escuela —no
en escasa medida sus propias tentativas biográ­
ficas y su discípulo G. Misch con su inconclusa
Geschichte der Autobiographie—, habían dado
un decisivo impulso al método de interpretación
que toma como punto de partida la descrip­
ción y comprensión de las “conexiones vitales”,
es decir a la hermenéutica de las “cosmovisio-
nes” y de la génesis individual-histórica de las
doctrinas y sistemas filosóficos. De este impulso
aprovechó también lo que desde M. Scheler se
llama “sociología del saber”, y todavía hoy apro­
vechan de él la sociología del arte y de la litera­
tura, por ejemplo, aunque con diferentes prin­
cipios, a veces tomados por cierto del marxismo
vulgar. Esta correspondencia entre filosofía y
la característica biográfica del autor respectivo,
había sido formulada ya por J. G. Fichte —aun­
que de nuevo con sentido heurístico-sistemáti-
co y no psicológico— en un célebre principio: “La
filosofía que uno elige depende de la clase de
hombre que uno es”. Hegel, quién en sus escri­
tos había “excluido todo testimonio de necesi­
dad humana”, como decía él mismo aludiendo
a la destrucción reflexiva de la dependencia pre
y antifilosófica, expresaba lo mismo con su no
menos famosa frase del prólogo a la Filosofía
del derecho: “En lo que se refiere al individuo,
cada cual es sin más hijo de su tiempo; así tam­
bién la filosofía es su tiempo captado en pen­
samientos. Es tan necio creer que una filosofía
vaya más allá de su propio mundo como que
un individuo salte por sobre su tiempo [ . . . ] .
Si su teoría va de hecho más allá, si se construye
un mundo tal como debería ser? entonces éste
existe por cierto, pero sólo en su acto de opinar,
en este elemento maleable al que se puede dar
a discreción cualquier forma.” La relación entre
la filosofía y el mundo histórico concreto del
individuo (incluido su propio “grado de con­
ciencia” ) es pues ya en Hegel, antes del histo-
ricismo, algo más que un mero residuo “realis­
ta” y “empírico”, algo más que un “coefficient
de résistance du phénoméne”, como dice Mer-
leau-Ponty, para una construcción metafísico-ló-
gica del todo abstracta. Así, por los mismos años
de la Filosofía del derecho , entre 1819 y 1828,
A. Comte intentaba integrar en la sociología
como “totalización positiva”, es decir en una
síntesis circular concreta a la vez lógico-racional
e histórica, no sólo la filosofía misma, sino tam­
bién la totalidad de la ciencia. También F. Níetz-
sche —para citar finalmente un ejemplo arbitra­
rio de lo que suele llamarse “filosofía de la
vida”— vuelve una y otra vez a una similar ca­
racterización genética de la relación entre in­
dividuo y actitud filosófica; así por ejemplo en
Die frohliche W issenschaft: “Uno tiene, supo­
niendo que sea una persona, necesariamente
también la filosofía de su persona.”
Ya en el siglo ni de nuestra era,,Diógenes Laer-
cio nos había transmitido con sus “diez libros"
rcepi (3úov, Óoyptditcov xal ájto<p0eYfxáTcov tc ó v ev
.cpiAoao(pía E'uboxiiuioávTaiv la colección más intere­
sante y completa de biografías de filósofos e
“historias” filosóficas de la Antigüedad, Esta
fuente, conservada en lo esencial en forma com­
pleta, ha salvado directa o indirectamente nu­
merosos escritos biográficos y doxográficos, per­
didos en sus versiones originales, sobre todo del
tiempo del renacimiento alejandrino y del perio­
do postalejandrino hasta más o menos el año
200 de nuestra era, y ha configurado con ello
decisivamente las componentes biográficas (tam­
bién las doxográficas y sistemáticas) de la historia
de la filosofía antigua, en especial la prcsocrática.
(Después de las ediciones más o menos comple­
tas de Hübner (1828-31), C. G. Cobet (1850),
R. D. Hicks (1925) y otras parciales, disponemos
al fin desde hace unos años de la primera edición
crítica completa de esta fundamental obra: Dio-
genes Laertii. Vitae philosophorum. Recogn.
brevique adnot. crit. instr. H. S. Long. T . 1. 2.
Oxonii, 1964. X X , 246; X IV , 246-597 p.)
Las fuentes equivalentes para la filosofía me­
dieval, moderna y sobre todo contemporánea
son por supuesto incomparablemente más ricas
y de naturaleza muy diferente, aun sin tener en
cuenta las biografías propiamente dichas, las au­
tobiografías y los testimonios personales. Mien­
tras que en el caso de Platón, por ejemplo,
sólo disponemos en cuanto a documentos per­
sonales de las ocho cartas que se le atribuyen, es
la correspondencia de un Descartes o de un
Leibniz y, de acuerdo con una característica del
Renacimiento continuada durante el periodo de
la Ilustración y del Romanticismo, la de un Kant,
Fichte, Schelling o Hegel, enormemente amplia
y variada. Ni siquiera puede decirse que sea co­
nocida en su totalidad.
En el caso del presente libro de Weischedel
no se trata tanto, sin embargo, de biografías con­
vencionales de filósofos, menos todavía de una
colección de anécdotas como la reunida por H.
Margolius (Der hchende Philosoph , München
1963) o de una psicología de la actitud filosófica,
como había sido puesta de moda por el psicolo-
gismo a fines del siglo pasado. Tampoco de una
ejemplificación biográfica e individualizante de la
Psycliologie der W eltanschau ungen de Jaspers.
Se trata más bien de la peculiar tentativa de
describir una especie de historia cotidiana del
filosofar mismo, considerado como el más natu­
ral y humano de todos los “quehaceres” humanos.
El autor cuenta- el curriculum personal de una
docena de los filósofos más importantes de la
historia con numerosas noticias, anécdotas y de­
talles biográficos, en la medida en que estos datos
pueden arrojar luz sobre la interpretación y la
comprensión de la respectiva manera de pensar
y constituyen el “medio” propio y cotidiano de
ésta. El conocimiento por así decir familiar de la
“cotidianidad”, de la vida cotidiana de Tales
( “o el nacimiento de la filosofía”, como dice
el título del respectivo capítulo), de Sócrates
, ( “o el escándalo del preguntar” ), de Platón (“o
el amor filosófico” ), de Aristóteles ( “o el fi­
lósofo como hombre de mundo” ), de Agus­
tín ( “o la utilidad del pecado” ), de Tomás
(“o el entendimiento bautizado” ), de Des­
cartes ( “o el filósofo detrás de la máscara”),
de Spinoza ( “o el boycott de la verdad”), de
Kant ( “o Ja puntualidad del pensar”), de Fich­
te ( “o la rebelión de la libertad”), de Schel­
ling .("o el enamoramiento en lo absoluto”)
y de Hegel (“o el espíritu universal en per­
sona” ) deberá procurarnos, según la intención del
libro, acceso informal al “sentido profundo” de
los respectivos pensamientos. De la misma mane­
ra como la escalera de servicio de una casa cons­
tituye el acceso más informal, pero también más
efectivo e “íntimo” (en buen y en mal sentido),
a la totalidad de las habitaciones, inclusive a las
no destinadas a la vida social o a la comunicación
con el exterior. (En qué medida el topos litera­
rio de la “puerta” y “escalera” que desde hace
mucho vuelve a aparecer una y otra vez en la
literatura —piénsese, por ejemplo, en las Duine-
ser Elegien de Rilke—, es una oscura metáfora
que va contra la precisión exigida al concepto,
filosófica, constituye un problema que ha de que­
dar aquí sólo planteado y sin análisis.) Mérito del
libro de Weischedel —útil por ello tanto para el
lego como para el especialista en filosofía— es de
todos modos el haber reunido y ordenado con
sentido práctico-heurístico en el pequeño volu­
men una plenitud de datos generales, pero tam­
bién de detalles biográficos, que tienden a la
caracterización del respectivo filósofo y que de
lo contrario harían necesario el estudio de innu­
merables fuentes primarias y secundarias.
En efecto, si bien para la Antigüedad, por la
escasez de otras fuentes, se ha de recurrir casi
exclusivamente al citado Laercio, la correspon­
diente bibliografía primaria y secundaria para la
filosofía posterior, sobre todo para la moderna,
es en cambio de naturaleza por completo distinta.
La comparación de los documentos y testimonios,
posibles por la abundancia de éstos, y la conside­
ración de los principios hermenéuticos que rigen
su manejo, sin excluir las intenciones a veces
meramente apologéticas en lo individual o en lo
esotérico, se convierten en exigencias elementales
para un estudio de la “cotidianidad” biográfica
que pretenda ir más allá de las dimensiones sub­
jetivas de lo puramente anecdótico. Si se intentara
delinear la semblanza caracterológica de Descar­
tes, por ejemplo, sólo al hilo de la biografía de
Ch. Adam o de la construcción novelesca de M.
Leroy, si se intentara descubrir el sentido de la
biografía de Kant sólo a partir de los conocidos
relatos de sus contemporáneos L. Borowski, R.
Jachmann y A. Wasianski o determinar el des­
arrollo de J. G. Fichte sirviéndose de la extensa
biografía que su hijo Immanuel Hermann añadió
a la edición de las cartas del padre, entonces uno
llegará a resultados más bien pobres que apenas
podrían contribuir a la comprensión del respec­
tivo pensamiento en su dimensión- abstracta. El
detalle biográfico es un simple dato que sin la
mediación de la conciencia filosófica misma no
puede crear de por sí la continuidad histórica en
su carácter proyectivo. Si Tales realquiló las pren­
sas de aceite a precio de usura después de haber­
las acaparado en previsión de la buena, cosecha
de aceitunas, si Xantipa expulsó a Sócrates y sus
discípulos arrojándoles un cántaro de agua sucia,
si Kant se desayunaba realmente con dos tazas
de té y fumando en pipa, después de haber dor­
mido puntualmente hasta las cinco de la mañana
envuelto como un gusano de seda en su frazada,
si Schelling estuvo efectivamente tan enamorado
de su primera mujer Carolina, Michaelis de na­
cimiento, viuda de Bóhmer y separada de Schle-
gel, si el profesor Hegel, finalmente, a causa de
una tesis doctoral llegó a trabarse en riña a cuchi­
lladas con su colega teólogo Schleiermacher, todo
esto parece ser bastante secundario para la es­
pecificidad del pensamiento filosófico y aun extra­
ño a él. Y, sin embargo, el carácter humano e
irreductible de éste exige_ equiparar tendencial-
mente esa su especificidad a todas las demás
“humanidades” posibles, exige integrar tal espe­
cificidad en la manera de ser proyectiva propia
de la naturaleza humana, desde la más inmediata
cotidianidad hasta la más abstracta conciencia.
La tentativa de Weischedel tiene en su base
el principio inexpreso de que la actitud y la ocu­
pación filosóficas constituyen una “disposición
natural”, aunque no, claro está, en el sentido en
que empleaba Kant esta expresión aplicándola a
la metafísica. Si la “escalera de servicio” es “ac­
ceso a lo inmediatamente humano”, como dice
el autor, entonces se podría mostrar a través de
ella (es decir, reduciendo la metáfora, a través
de la cotidianidad inmediata) que la filosofía en
sus puntos culminantes ha sido la continuación
de la vida “con otros medios”. Lo que Nietzsche
escribió sobre Sócrates: “En realidad, Xantipa
lo impulsó cada vez más hacia su peculiar profe­
sión al hacerle inhabitable su casa y extraño su
hogar”, podría servir de lema a cada una de las
semblanzas biográficas expuestas en el libro de
Weischedel, pues hiciesen lo que hiciesen, estos
filósofos se adentraban cada vez más profunda e
irreversiblemente en un mundo que ya no se po­
día medir ni fundamentar con los criterios de la
“realidad” vigente en cada caso, con los criterios
de la cotidianidad concreta. La cotidianidad tien­
de a coincidir en ellos más bien con el proyecto
filosófico mismo, con la nueva forma de vida
implícita en el filosofar, y queda reducida por lo
tanto cada vez más a momentos destructivos (de
las formas convencionales transmitidas) y cons­
tructivos (de nuevas dimensiones de proyección
teórica o práctica), con exclusión creciente de los
momentos meramente reproductivos o repetiti­
vos. El tan mentado problema de la “extravagan­
cia”, de la “originalidad” y del “irrealismo” de
los filósofos (aunque no sólo de los filósofos) se
debería plantear precisamente en este contexto,
no en los esquemas de una psicología populari­
zante de la supuesta normalidad: Se podría mos­
trar así que los rasgos biográficos y caractero-
lógicos “originales” aparecen como tales, inclusive
con cierta rigidez mecánica, porque no tienen
importancia alguna respecto de la proyección
filosófica propiamente dicha, la cual no puede
salvar la subjetividad sino negándola, mientras
que la importancia y la primacía de los rasgos
normales en el curriculum que llamamos normal
deriva precisamente de la ausencia de la dimen­
sión proyectiva, del predominio de la integración
meramente repetitiva sobre la construcción crea­
tiva (la actividad científica y filosófica no está
exenta —como ningún otro aspecto de la pra­
xis— de esta posibilidad). E l límite entre bio­
grafía y curriculum no puede consistir, ni entre
los filósofos ni en ningún otro campo, en el
grado de “originalidad” de una serie de anéc­
dotas y datos escogidos en razón de su apar­
tamiento de las normas y de los usos vigen­
tes. En aquel sentido, la biografía es un método
por así decir inductivo de hermenéutica histó­
rica, pues yendo de lo particular a lo general
permite el acceso —en el caso de las anécdo­
tas “originales” en el modo del contraste— a
lo que la historia, sobre la base de su fundamento
trascendental, es en cada caso: permanente supe­
ración de dichos inmediatos concretos, o sea de
la cotidianidad, como mediación de la realidad
del futuro. (Superación que no es ni teórica ni
práctica, sino ontológicamente anterior a la dis­
tinción misma entre lo teórico y lo práctico.)
El que las doce semblanzas biográficas renun­
cien a toda referencia a las fuentes históricas y
a todo aparato bibliográfico (lo que el lector con
intereses historiográficos y filológicos no notará
sin cierta desilusión), no se debe tanto a que los
diversos capítulos fueron originariamente confe­
rencias radiales. En cambio, acaso se deba a ello,
a la ausencia de esoterismo, la rápida difusión del
libro, cuyas dos primeras ediciones alemanas se
agotaron en relativamente corto tiempo y del que
se ha publicado, además de la presente traducción
al castellano, una traducción al noruego. La biblio­
grafía especial y selectiva que añadimos al final
de estas reflexiones, aunque necesariamente redu­
cida a unos pocos títulos por filósofo, está pensada
como complemento informativo del carácter deli­
beradamente no especializado del libro. Mucho
más que la acumulación de datos bibliográficos,
históricos o técnicos le interesa a Weischedel en
su libro evidentemente ir contra aquella metodo­
logía académica y universitaria que ve en la
filosofía sólo “historia de las ideas”, un proceso
intelectivo “inmanente” a sí mismo, es decir sólo
una hiperestructura ideológica con leyes propias
de desarrollo. La intención implícita de su expo­
sición es, por el contrario y en último término,
de naturaleza práctica, suponiendo que el proble­
ma de la relación teoría-praxis sea él mismo un
problema práctico o, al menos, no del todo
teórico. En este sentido, la temática y el modo
de la exposición no deben desligarse del resto del
pensamiento del autor en otras obras ni de su
propia actitúd práctica en situaciones concretas.
Es decir: la exposición en cuanto historia concre­
ta de individuos filosofantes debe integrarse en
el círculo hermenéutico de la metodología que le
sirve de base (“acceso a lo humano”, en el sen­
tido de la proyección de las posibilidades huma­
nas radicales), a fiñ de que tal exposición mues­
tre desde la raíz los más inmediatos hasta los
más específicos grados de conciencia filosófica
y de que no aparezca como el mero “contar his­
torias”, como el mero (Ltu0oXoY£L'v, de que hablaba
ya Platón. Si, como decían los antiguos, la filoso­
fía es (5íov xvfeQvr]TYí<; —“ 'cibernética7de la vida77—,
entonces la vida del filósofo no puede dejar
de ser un centro de interés y de referencia
hermenéutica para la filosofía misma. La inten­
ción, el puntó de partida y el desarrollo del libro
de Weischedel no son sino ilustración de lo que
podría llamarse (sit venia verbo ) “resocratiza-
ción” de la filosofía: la respuesta filosófica tiene
en su esencia necesariamente el modo del radical
cuestionamiento, y ello precisamente como posi­
bilidad de la decisión humana.
En efecto, si echamos mano dé otras obras del
autor, por ejemplo Das Wesen der Verantwor-
tung, Frankfurt, 1932, Denken und Giauben,
Stuttgart, 1955, W irklichkeit undW irklichkeiten,
Berlín, 1960 y sobre todo Der Gott der Philoso-
phen I, Darmstadt, 1971, además de sus cursos
sobre Hegel, entonces se podrían determinar los
siguientes principios que están en la base inten­
cional de un tal modo de exposición filosófica:
filosofía es el más radical preguntar por encima
y por debajo de toda evidencia. En cuanto tal,
la filosofía tiene que preguntar permanentemente
también por sí misma, está ella misma en cues­
tión. La radical cuestionabilidad filosófica, en la
medida en que no está interrumpida por ningún
momento dogmático o decisionista, afecta por
así decir tanto toda posible temática como los
modos posibles de acceso a ella. Asíoste radical
preguntar es no sólo la “raíz de la metafísica”,
sino también la “raíz de la crítica a la metafísica”
(Der Gott der Philosophen I, p. 28 s.). Esta ra­
dical cuestionabilidad constituye la realidad tras­
cendente a todo lo entitativo, la trascendencia,
ontólógica . A esta cuestionabilidad radical se
accede filosóficamente en la experiencia, también
radical, de la negación de una negación, es decir
en el modo de la negación y trascendencia pro-
yectiva de la alternativa entre el ser y el no-ser
(en el modo de la superación de la pregunta leib-
niziana “¿por qué es en general el ente y no
más bien la nada?” ). El filosofar a partir de la
cuestionabilidad radical es la esencia, de la liber­
tad. En ella se funda la posibilidad de una ética
concreta como la actitud filosófica de la renuncia
a todo aseguramiento entitativo, a toda seguridad
“onto-teológica”. Históricamente, el pensamiento
de Hegel constituye el momento en que la “cues­
tionabilidad se torna mayor que la certidumbre”
(ib., p. 495). (Por eso mismo A. Herzen llamó
a la filosofía de Hegel un “álgebra de la Revo­
lución”, que “libera al hombre de una manera
INTRODUCCION 25
extraordinaria y no deja- piedra sobre piedra en
todo el mundo cristiano, en todas las rancias tra­
diciones".) Las doce semblanzas biográficas de
filósofos presentadas aquí por Weischedel preten­
den mostrar ejemplarmente que el “negocio filo­
sófico", el más humano de todos los “negocios",
es aquella “disposición natural” que induce
inclusive a gente de gran inteligencia a considerar
la cuestionabilidad, la dimensión abierta de la
certidumbre, como la “verdadera realidad”. Res­
pecto de lo cotidiano ella es, en su primer mo­
mento, necesariamente destructiva. En la “esca­
lera de servicio de la filosofía” —escribe Weische­
del— uno encuentra a los filósofos “como los
hombres que son: con sus ‘humanidades* y al
mismo tiempo con sus grandiosas y un tanto con­
movedoras tentativas de ir más allá de lo mera­
mente humano”.

Los dos aspectos de la filosofía que se ponen


de manifiesto a través de las semblanzas biográ­
ficas de Weischedel, a saber, la dimensión abierta
a lo históricamente proyectivo en las certidumbres
transmitidas por la coacción de los usos socio-cul-
turales y el carácter fundamentalmente práctico
del problema de la relación teoría-praxis, con­
fieren a su libro interés inmediato en América
Latina. No sólo en las últimas décadas, en efecto,
se ha venido planteando aquí con cierta frecuen­
cia el problema de una “filosofía americana". La
cuestión de la existencia y las características de
un pensamiento que pueda llamarse “auténtica­
mente americano” es con diversas -alternativas e
intensidades, como se sabe, tan antigua como
la conversión de este Continente en apéndice
europeo sobre la base del colonialismo y del mi-
sionerismo. Desde la independencia de los países
latinoamericanos, más que nunca en las últimas
décadas, el problema se ha tomado sólo más
agudo y consciente, también por la presencia de
factores concomitantes de decisiva importancia,
como por ejemplo la necesidad de determinar
fines a la vez sociales, humanos y nacionales para
el desarrollo. Esa cuestión constituye, por otra
parte, sólo un modo secundario o reflejado, fá­
cilmente neutralizable en problema académico,
de la cuestión de la autonomía en general. Sin
embargo, desde el principio no se trataba ni se
trata, como es obvio, de caracterizar un pensa­
miento ya existente y de integrarlo en una con­
tinuidad histórica, sino más bien de especificar
las características de tal “pensamiento americano”
y convertirlas en hábito de la conciencia filosófi­
ca y científica, en otros tantos modos operativos
de la actitud filosófica y científica.
En general puede decirse que quienes se han
ocupado de este problema han buscado la auten­
ticidad característica del pensamiento latinoame­
ricano en su acentuación de la reflexión sobre
la praxis, especialmente política, y en su orienta­
ción abierta hacia los momentos constructiva y
sintéticamente proyectivos por sobre los restaura­
tivos, imitativos y reproductivos. Sin embargo, de
hecho se puede verificar más bien !o contrario:
muchas veces, especialmente en el marco de la
enseñanza académica, no es precisamente la preo­
cupación por las praxis en ninguna de sus formas
(ni siquiera por la praxis científica) lo que puede
caracterizar la supuesta “filosofía americana”, y
tampoco puede darse tal autenticidad original­
mente creadora allí donde la filosofía se confunde
frecuentemente con la información sobre la filo­
sofía. Por otra parte, no es la praxis por la praxis
misma ni la originalidad por la originalidad misma
lo que da autenticidad y, por tanto, sentido a la
filosofía, sino su intrínseca necesidad a la vez
teórica y práctica, y esta necesidad debe pensarse,
más que como un estado, como el modo conscien­
te deliberadamente escogido, de la movilidad
histórica hacia la liberación del hombre de las
alienaciones materiales y culturales que lo aquejan
hice et nunc. Hic et nunc: éste es el punto de par-
tidá y la clave de la autenticidad filosófica en el
sentido de la creación de trascendencia. El análisis
al hilo de lo inmediatamente vital e histórico, la
conciencia filosófica de la propia situación, es lo
que podría y debería contrarrestar la inútil suce­
sión de especulaciones e informaciones exóticas
que, en fatal transgresión de los límites confusos
entre afición filosófica y filosofía, suele presen­
tarse como historia de la filosofía, aunque no sea
sino catalogación de ideas. La autenticidad filo­
sófica no depende tampoco, contra las aparien­
cias, de una temática determinada: ella es antes
que nada una actitud y una metodología.
Con doce “ejemplos” de otras tantas actitudes
filosóficas personales, en otros tantos momentos
históricos distintos y en otras tantas situaciones
irreductibles al nivel de abstracto, el libro de
Weischedel nos muestra que no hay solución de
continuidad entre la vida humana, la historia y la
filosofía, y que la necesidad de ésta tiene siempre
y por todas partes su fundamento en “absoluta”
contingencia de aquéllas. De tales “ejemplos”
y por esta vía puede llegarse inductivamente a
la conclusión de que también para este continen­
te americano el problema de la- posibilidad, sen­
tido y autenticidad de la filosofía se plantea como
el problema que en las ciencias sociales se llama
desde hace mucho de la “objetividad práctica”
y que puede reducirse a dos preguntas metodoló­
gicamente fundamentales: ¿Cómo ha de llegarse
a una verdad científico-filosóficamente “objetiva”
y al mismo tiempo operativamente “útil”? ¿Cuál
es el límite concreto entre el esfuerzo por com­
prender “objetivamente” y las decisiones proyec-
tivas, entre la “verdad objetiva” y la necesidad
del cambio?

BIBLIO G RA FIA ESPECIA L Y SE L EC TIV A

Para los aspectos generales — sistemáticos— de la re­


lación “vida” (y biografía) — filosofía cfr. por ej.:
Hegel, G. W . F.: Phánomenoíogie des Geistes, ed.
Hoffmeister, Hamburg, 61952; IV , B; V , B; especial­
mente V, C. (Hay traducción en el F C E .)
Dilthey, W .: Der Aufbau de r geschichtlichen W elt
in den Geisteswissenschaften, especialmente III, en:
Gesammelte Schriften, B. V II, Stuttgart 1958. Del
mismo, además: WeJtanschauungsIehre y Ábhandlun-
gen zui Philosophie der Philósophie, ib., B. V III,
Stuttgart, 1958. (Las obras de Dilthey están tradu­
cidas en el F C E .)
Jaspers, K.: Psychologie der Weltanschauungen, Berlín
Heidelberg, 1954; especialmente cap. m, “Einlei-
tung” y C.
Para el estudio de los métodos de la historiografía
filosófica y su enorme desarrollo en el siglo xix cfr.:
Geldsetzer, Lutz: Die Philosophie der Philosophieges-
chichte im 19. Jahrhundert. Zur Wissenschaftsthe-
orie der Philosophiegeschichtsschreíbung und — be-
trach— timg, Meisenheim (Glan) .1968.

A continuación incluimos en la bibliografía


una selección de escritos que tratan exclusiva
o al menos ampliamente los aspectos biográficos
y el desarrollo de los filósofos respectivos. Debe
tenerse en cuenta que la separación de los aspec­
tos biográficos y doxográficos en la exposición
histórica no aparece en general sino en tiempos
muy recientes y que a veces, sobre todo en el caso
de los filósofos griegos y medievales, no es ni
siquiera posible. La selección entre las obras es­
peciales debe reducirse aquí a unos pocos títulos
fundamentales, descartando en lo posible los es­
critos de carácter menos original en el manejo
de las fuentes o en la reproducción de datos e
interpretaciones. Los criterios de la selección, sin
embargo, son diversos según los casos. No se
incluyen en la bibliografía introducciones a edi­
ciones de textos ni las historias “clásicas”, genera­
les o parciales, de la filosofía (Überweg, Zeller,
Gomperz, Burnet, Windelband, Bréhier, Fischer,
Rivaud, Totok, Lamanna, etc.), de las que pue­
den extraerse amplias referencias sobre bibliogra­
fía primaria y secundaria. Tampoco se incluyen
escritos que tienen, a su vez, el carácter de fuen*
tes para sus propios autores, como los Diálogos
de Platón o las Lecciones de Hegel, ni por razo­
nes obvias bibliografía en castellano, salvo excep­
cionalmente. La ordenación es cronológica.

Para los presocráticos, Sócrates mismo, Platón y


Aristóteles cfr.:
Diogenes Laertii: Vitae philosophorum . Recogn. bre-
vique adnot. crit. instr. H. S. Long. T . 1 .2 . Oxonii
1964. (Tales en el libro I. Sócrates en el libro II,
Platón en el libro III y Aristóteles en el libro V .)
Hay numerosas traducciones a diversas" lenguas, tam­
bién al castellano.
Contienen bibliografías de filósofos de todas las
épocas:
W . Zeigenfuss: Philosophen-Lexikon. Handwórterbuch
dei Philosophie nach Personen, 2 vol., Berlin, 1949-
50. (Amplía y actualiza el diccionario de R. Eisler:
Philosophen-Lexikon . Leben, W erke und Lehren der
Denker, Berlín, 1912.)
L. Geldsetzer: Phil os oph en gal en"e, Band I, Düsseldorf,
1967. (114 biografías breves de filósofos de los
siglos xi al xvir, con bibliografía primaria y secun­
daria, así como exposición de las obras y grabados. El
tomo II está en preparación.)

T a les

F. Decker: De Thálete Milesio, Halle, 1865.


Sócrates
A. L. Godley: Sócrates and the Athenian Society in
his days, London, 1896.
A. Labriola: Socrate, Barí, 1909. (Del mismo cfr. La
dottrina di Socrate secondo Senofonte, Platone
ed Alistotele (1871). Opere I I r Milano, 1969.)
G . C, Field: Sócrates and Plato, London, 1913.
H. Gomperz: “Die sokratische Frage ais geschichtli-
ches Problem”. En Historische Zeitschrüt, Berlín,
1924, p. 377-423. (Estudio filológicamente impor­
tante.)
A. E. Taylor: Sócrates, London, 1935. (Obra impor­
tante, gemela del libro sobre Platón.)
E . Edelstein: Xenophontisches und platonisches Bild
des Sokrates, Heidelberg-Berlin, 1935. (Tesis doc­
toral que trata exhaustivamente el problema.)
R. Kraus: T he prívate and public life of Sócrates,
New York, 1940.
A. Banfi: Socrate, Milano, 1943 ( 21944).
O. Gigon: Sollates. Setn Bild in Dichtung und Ges-
chichte, Bem, 1947.
A. Tovar: Vida de Sócrates, Madrid, 1947.
E . Dupréel: La légende socratiqire et les sources de
Platón , Bruxelles, 1922. (Estudio de la concepción
socrática de Platón y la influencia en ella de los
escritos polémicos de los socráticos contra el dis­
curso de Polícrates.)
V . Magalhaes-Vilhena: Socrate et Ja légende platoni-
cienne, París. (Del mismo cfr., también: L e pío -
bléme de Socrate, París, 1952.)
G. Martin: Sokrates in Selbstzeugnissen und Bilddo-
kumenten , Hamburg, 1967 (31970). (Con amplia
bibliografía especial, sobre todo moderna, de G.
Vollmer.)

P lató n
Fr. Ast: Platons beben und Schríften, Leipzig, 1816.
G. Grote: Platón and the other companions o£ Sócra­
tes, London, 1865 (new ed. London, 1885).
E. Welper: Platón und seine Zeit. Historisch-biogia-
phisches Lebensbild, kassel, 1866. (Novela histó­
rica con ciertos visos de verosimilitud para la re­
construcción de la vida de Platón.)
A. E. Chaignet: La vie et les éciits de Platón9 París,
187V
K. Steinhart: Platons L eben , Leipzig, 1873.
A. Richter: W ahrheit und Dichtung in Platons L e­
ben, Berlín, 1887.
W . Windelband: Platón, Stuttgart, 1898 (61920).
C. Ritter: Platón , Sein Leben , seine Schriften , seine
L ehie, 2 Bde., München, 1910 u. 1923. (E l primer
tomo contiene datos importantes para la biografía
de Platón así como para la cronología de los diá­
logos.)
U . Wilamowitz-Moellendorff: Platón , I L eben und
W eik e; II Beilagen und Textkritik, Berlín, 1919
(5* ed. del vol. 1, Berlin-Frankfurt, 1955). (El
volumen I contiene una de las mejor documenta'
das y más completas biografías de Platón; parte
antes que nada de la vida y del medio social e
histórico; tiene permanentemente en cuenta la rea-
lidad del ser humano Platón, y tratando de mante­
nerse al nivel de la comprensión general, sin tras­
cender el método de la segura filología, es más bien
parco y por momentos hasta deficiente en las inter­
pretaciones estrictamente filosóficas. Obra clave.)
E . Howald: Platons Leben, Zürich, 1923.
P. Friedlánder: Platón, 3 Bde., Berlín, 1928 f. (2^
ed.,' Berlín, 1954-1960). (Tomo I: "Verdad del
ser y realidad de la vida".)
A. E. Taylor: Plator T h e Man and his W ork, Lon-
don-New York, 1926 (81955). (Como el “Bumet”,
insustituible obra de consulta y estudio en inglés.)
F. J. E. Woodbridge: The Son oí Apollo, Boston,
INTRODUCCIÓN
1929, (Sobre el nacimiento legendariamente mara­
villoso de Platón.)
G. C. Field: Plato and his Contempoiaiies, London,
1930.
L. Robin: Pía ton, París, 1935. (Estudio bio-doxográ-
fico muy difundido*)
O. Gigon: Platón. Sein Bild .in Dichtung und Ges-
chichtet Bem, 1947. (A diferencia de Burnet y
aun de Schleiermacher, atribuye sólo “realidad" fic­
ticia al Sócrates de Platón.)
G. Boas y H. Chemiss: “Fact and Legend in the
Biography of Plato”. En Philosophical Review,
Ithaca, N. Y ., L V II (1948), ;p. 439-457.
K. Gaiser: Platón und die Geschichte, Stuttgart, 1961.
O. Wichmann: Platón. Ideelle Gesamtdarstellung und
Studienwerk , Darrnstadt, 1966. (En la línea del
título precedente y en parte de Taylor, se opone
a las “tendencias positivistas" y tiende a revalorizar,
sin embargo, las aportaciones científicas de la Aca­
demia.)
G. Martin: Platón in Selbstzeugnissen und Bilddo-
kumenten , Hamburg, 1969 (21970). ( Con un
apéndice bibliográfico por D. Ferfers de casi 10
páginas, sobre todo de escritos alemanes é ingle­
ses modernos: los datos son a veces un tanto in­
completos. )
A r is t ó t e l e s

J. G. Buhle: Vita Aiistotelis per anrios digesta (en


el tomo I de la llamada “Editio Bipontina” de las
obras de Aristóteles, I-IV Zweibrücken 1791-179?,
V Strassburg, 1799). (Incluye textos antiguos, in:
clusive el “Laercio”.)
A. Westermann: Vit. graec. scrit. min. Brunsv., 1845.
(Recopila en parte antiguas “vitae” provenientes
de círculos neoplatónicos, entre ellas las de Sócra­
tes, Platón y Aristóteles, y utilizadas también por
Laercio.)
A. Stahr: Arístotelia. 2 Bde., Halle, 1830-1832. (En
el tomo I está contenida y es todavía de utilidad
Das Leben des Aristóteles von Stagira; analiza las
fuentes biográficas antiguas, también las perdidas.)
B. Blakesley: Life of Aristotle, Cambridge, 1839.
G. H. Lewes: Aristotle. A Chapter írom the History
of Science, London, 1864.
M. Carriere: “Alexander und Aristóteles”. En W est -
erm. Monatshefte, Nr. 2, 1865.
G. Grote: Aristotle, 2 vol. (ed. by Bain and Robert-
son), London, 1872 (®1884). (Biografía en el tomo
I, p. 1-37.)
A. E. Chaignet: Essai sur la psychologie dfAlistóte,
conteuant Fhistoire de sa vie et de ses écrits, Pa-
ris, 1883.
A. Busse: “Die Neuplatonischen Lebensbeschreibun-
gen des Aristóteles”. En Heimes, Nr. 28, 1893
(actualmente ed. en Wiesbaden)
U. Wilamowitz-Moellendorff: Aristóteles und Athen.
2 Bde., Berlín, 1893. (Obra histórica y filológica­
mente fundamental, que trata en el tomo I de
Aristóteles situando su vida en el amplio contexto
de la Grecia de entonces.)
E. Boutroux: Aristote, París, 1897. (Coll. JÉtudes
d’historie de la philosophie.)
F. Leo: Die griechisch-rómische Biographie nach ihrer
literarischen Forra, Leipzig, 1901. (Obra sumamen­
te importante para la historia de la biografía; con­
tiene referencias a estudios anteriores; es también
útil para la biografía de Platón.)
H. Siebeck: Aristóteles, Stuttgart, 1899 (31910).
F. Brentano: Aristóteles und seine Weitanschauung,
Leipzig, 1911. (Obra de significación para el rena­
cimiento escolástico de Aristóteles, no para su bio­
grafía.)
A. Dyroff: “Ubér Aristóteles' Entwicklung”. En Fest-
gabe für G. v. Hertlingr Berlin, 1913.
W . D. Ross: Aiistotle, London, 1923 (New York,
c195_3). (Exposición general ejemplar por el exce­
lente conocedor y editor inglés de Aristóteles.)'
W . Jaeger: Aristóteles. Grtmdlegung einer Geschichte
seiner Entwicklung. Berlin, 1923 (219£5). (Obra
ya “clásica" sobre la vida de Aristóteles y la géne­
sis y desarrollo de su pensamiento, ha merecido
aprobación general; pero ha provocado también
discusiones. Es punto de referencia imprescindible.
Cfr. del mismo Studien zur Entstehungsgeschichte
der Metaphysik des Aristóteles, Berlin, 1912.)
H. v. Arnim: Zu Werner Jaegers Grundlegung, der
Entwicklungsgeschichte des Aristóteles, Wien, 1928
(reimpr. Darmstadt, 1969). (Análisis crítico de la
cronología y ordenación de los libros de la Metafí­
sica propuestas por Jaeger en los títulos citados
precedentes; en conexión con principios biográficos
y cronológicos, estudia también la ordenación de
las "Éticas", de la Física y de la Retórica, así como
problemas de interpretación.)
A. E. Taylor: Aristotley London, 1943.
L. Robín: Aristote, París, 1944. ¡
J. M. Zemb: Aristóteles in Selbstzeugnissen und Bil-
ddokumenten, Hamburg, 1961. (Bibliografía de P.
Raabe.)
I. Düring: Aristóteles, Stuttgart, 1968. (Publicación
como separata del artículo correspondiente de la
Pauíysche Realencyclopadie der Altertumswissen-
schait.)
A. Edel: Aristotle, New York, 1969.

A g u s t ín
C. Bindemann: Der helige Augustin, 3 Bde., Berlin,
1844, 1855, 1869.
J. Poujoulat: Histoire de St. Augustin. Sa vie, ses
oeuvres, son siécle; infíuence de son génie. 3 vol.,
Paris, 1844 (31852).
G. V. Hertling: Augustin. Der Untergang der antiken
Kultur, München, 1902 (21904).
H. Becker: Augtistinus, Studien zu seinei geistigen
Entwicklung, Leipzig, 1908.
J. Popp: St. Augustinus. Entwicklungsgang und Peí-
sómichkeit, Berlín, 1908.
W . Thimme: Augustinus. Ein Lebens-und Chaiaktei-
bild auf Grund seiner Brieíe , Gottingen, 1910.
(Cfr. del mismo: Augustim Selbstbildnis in den
Konfessionen . Eine ieligionspsychologische Studie,
Güterloh, 1923, un trabajo importante para la com­
prensión histórica del neoplatonismo.)
E. Buonaiuti: Sant’Agostino, Roma, 1917.
P. Alfaric; L ’évolution intellectuelle de Saint-Augus-
tin, I, París, 1918. (Obra filosófica e históricamente
importante.)
P. Guilloux: L ’áme de Saint-Agustin, París, 1921.
W . Achelis: Die Deutung Augustins. Analyse seines
geistigen Schaffens auf Grund seinei erotischen
Struktur, Priem a. Chiemsee, 1921.
K. Holl: Augustinus' innere Entwicklung, Berlín, 1923.
E . C. Sihler: From Augustus to Augustine, London,
1923.
B. Legewie: Augustinus. Eine Psychographie7 Bonn,
1925.
—— Miscellanea Agostiniana. Testi e studi, Pubbli-
cata a cura delFOrdine Eremitano nel 15mo. cen­
tenario della morte. 2 vol., Roma, 1930-1932.
G. Papini: Sant’Agostino, Firenze, 1930.
K. Adam: Die geistige Entwicklung desheil . Augus­
tinus (1930), 2. Aufl. Darmstadt, 1958. (Confe­
rencia sobre el significado humano de S. A.)
R. Guardini: Die Bekehrung des heil. Aurelius Au­
gustinus. Der innere Vorgang in seinen Békent-
nissen, Leipzig, 1935 (2. Aufl., 1950).
D. Bassi: San t’Agostino, Firenze, 1937.
H. J. Marrou: Saint-Augustin et la fin de la culture
antique, París, 1938 (2e. éd., 1949). (Contiene mu­
chas referencias históricas interesantes.)
G. Bardy: Saint-Augustin. L'homc et Foeuvre, París,
1940 (71954). (Importante estudio de las relaciones
entre biografía y filosofía en S. A.)
M. F. Sciacca: SanfAgostino, 2 val., Bréscia, 1949'
1954. (I: “Vita ed opera”.)
A. Mandouze: Saint-Augustin. L ’aventure de la raison
et de la gráce, París, 1968.
L. F. Pizzolato: Le Confessioni di SainfAgostino. Da
biografía a confessio, Milano, 1968.
E. Gilson: Intioduction a I ’étude de Saint-Augustin
1929). 4iéme. éd. París, 1969. (Obra expositiva
“clásica”, contiene abundante bibliografía actuali­
zada. Para bibliografía sobre S. A. cfr. también: A.
Schopf: Augustinos. Einführung in sein Philosophi-
ren, Freiburg/München, 1970.)
P. R. L. Brown: Augustine o f Hippo. A Biogiaphyf
Berkeley (C al.), 1969.

T o m á s d e a q u ik o

K. Wemer: Der heilige Thomas von Aquin. 3 Bde.,


Regensburg, 1858 ss. (El tomo I trata de la vida
y los escritos.)
Ch. A. Joyau: Saint Thomas d'Aquin, Poitiers, 1886.
V. de Groot: H et leven von den h. Thomas v. Aquin,
Utrecht, 21907. (Traducción al francés: Louvain,
1909.)
D. Prümmer (editor): Fontes vitae S. Thomae Aqui-
natis. Fase. I: Petrus Calo, Vita S. Thomae, Tou-
louse, 1911; fase. II: Guillelmus de Tocco, Vita S.
Thomae, Saint-Maximin (V ar), 1924; fase. III:
Bemardus Guidonis, Vita S. Thomae.
M. Grabmann: Thomas von Aquin. PeTSónlichkeit
und Gedankenwelt. Eine Einfühiung (1912), 8.
Aufl. München, 1949. (Cfr. del mismo: Die Werke
des heil. Th. v. A. Eine literar-historische Untersu-
chung u. Einfiihrung. Münster, 1967. Es reimpre­
sión de la 3^ ed. de 1949, con ^mplia bibliografía.)
A. D. Sertillanges: Saint Thomas d’Aquin (1910), 2
vol., reimpresión, París, 1955.
E. Gilson: Saint Thomas d’Aquin, 3iéme éd., París,
1925. .
Th. Pegués-F. Maquart: Saint Thomas d’Aquin. Sa
vie par G. de Tocco et les témoins au procés de
canonisation. Traductions. París, 1925.
A. M. Walz: Delineado vitae S. Thomae Aquinatis,
Roma, 1927.
E. de Bruyne: Saint Thomas d’Aquini L e milieu, Thom-
me, la visión du monde, París, 1928.
J. Pieper: Uber Thomas von Aquin, 2. Aufl. Mün-
chen, 1948.
G. K. Chesterton: St. Thomas Aquinas, London, 1956
(reimpresión).
K. Foster (ed.): The Life o í St. Thomas Aquinas.
Biographicál Documents. Trasl. and ed. with an
introd. by K. Foster, London, 1959.
A. Ferrua (ed.): S. Thomae Aquinatis vitae fon tes
praecipui. A cura di Angélico Ferrua. Alba, Ed. Do-
minicane, 1968. (Cfr. las reseñas de W , Hinnebusch
en Thomist, Washington, 1969 (33) y de R. Her­
nández en La ciencia tomista, Salamanca, 1969
(96). (Para más bibliografía biográfica cfr.: P. Man-
donnet-J. Destrez: Bibliographie de S. Th.t París,
1960.)
E. H. Wéber: La controverse c?e 1270 a l’Université
de París et son reten tissem en £ sur la pensée de S.
Th. cfAquin, París, 1970.

D esca rtes

A. Baillet: La vie de M. Descartes. 2 vol., París, 1691.


(Una versión abreviada de esta inicial biografía apa­
reció ya el año siguiente; una reedición, en 1946,
también en París.)
}. Millet: Histoire de Descartes avant 1637; suivie de
l’analyse du Discours de la m éthode. . . , París, 1867.
(La continuación de esta biografía está dada por el
volumen del mismo autor Descartes,,, son histoire
depuis 1637, sa philosophie . . . , París, 1870.)
A. Barthel: Descartes' Leben und Metaphysik auf
Grund der Quellen, Leipzig, 188$. (Tesis doctoral
interesante también para los antecedentes del “Gil-
son” .)
E. S. Haldane: Descartes. His Life and times, London-
New York, 1905.
A. Fouillée: Descartes, Paris, 1906.
Ch. Adam: Vie et oeuvres de Descartes. Étude his-
torique, Paris, 1910. (Está en el tomo X II de la
edición de las obras completas de Descartes prepa­
rada por Adam mismo y P. Tannery entre 1897
y 1913. Una nueva edición de esta biografía, por
separado y con el título de Descartes. Su vida, su
obra, apareció en París en 1937. Constituye una
de las biografías “clásicas” de Descartes, indispen­
sable para la investigación histórica y filológica.)
J. Sirven: Les arniées d’apprentissage de Descartes
(1596-1628), Albi, 1928.
M. Leroy: Descartes, le philosophe au masque. 2 vol.,
Paris, 1929. (Se trata de una biografía novelada
que, por su gran difusión, ha contribuido a con­
solidar una determinada imagen de Descartes, por
cierto muy plausible.)
C. Serrurier: Descartes. Leer en leven, VGravenhage,
1930. (Traducción francesa París-Amsterdam, 1951:
Descartes. L ’hom me et le penseur.)
E. Gilson: Etudes sur le róle de la pensée médiévale
dans la formation du systéme cartésien, Paris, 1930.
(Nueva edición, Paris, 1951. Aunque no sea obra
biográfica, se incluye en la presente bibliografía
por haber contribuido decisivamente a la “restaura­
ción” de un Descartes metafísico.)
G. de Giuli: Cartesio, Firenze, 1933.
Ch. Adam: Descartes. Ses amitiés féminines, Paris,
1937.
L. Brunschvicg: Descartes, París, 1937.
E. Cassirer: Descartes. Lehre, Personlichkeit, Wir-
Jcung, Stockholm, 1939.
L. Brunschvicg: Descartes et Pascal, íecteurs de Mon­
taigne, Néuchátel, 1942 (21945).
H. Lefebvre: Descartes, París, 1947.
M. Neel: Descartes et la princesse Elisabeth, París,
1 9 4 6 -
G. Lewis: Rene Descartes. Frangais, philosophe7 Pa-
ris, 1953.
M. Hagmann: Descartes in der Aufíassung durch die
Historiker der Philosophie, Winterthur, 1955. (T e­
sis doctoral sobre la recepción de Descartes.)
F. Alquié: Descartes. L ’hom me et l’oe uvre, París,
1956.
S. S. de Sacy (editor): Descartes par lui-méme. Ima­
ges et textes présentés par S. S. de S., París, 1956.
R, Lefévre: La vocation de Descartes, París, 1956.
I. Behn: Der Philosoph und die Kónigin. Renatus
Descartes und Christina W asa. Briefwechsel und
Begegnung, Freiburg/München, 1957-
H. Gouhier: Les premiéres pensées de Descartes. Con-
. tribution á Fhistoire de Tanti-renaissance, París, 1958.
P. Frédérix: Monsieur René Descartes en son temps,
París, 1959.
Th. Oegema van der W al: De rnens Descartes, Brus-
sel, 1960.
R. Specht: René Descartes in Selbstzeugnissen und
Bilddokwnenten7 Hamburg, 1966. (Lleva una muy
precisa bibliografía selectiva de Helmut Riege. Para
bibliografía cfr. además G. Sebba: Bibliographia
Cartesiana. A critica! guide to the Descartes lite-
rature, 1880-1960. The Hague, 1964.)
S p in o z a
Johannes Colems: La vie de B. de Spinosa, tirée des
écrits de ce íameux philosophe et du témoignage
de plusieurs personnes. . ., La Haye, 1706. (Pri­
mera biografía aparecida originalmente en holandés,.
en 1705.).,
Jean-M. Lucas (? ): La vie et l’esprit de Mr. Benoít de
Spinosa, Amsterdam, 1719. (Atribuida a un médico
de La Haya, esta biografía/utiliza probablemente
fuentes anteriores, publicadas por Freudenthal en
1899.)
M. de Fénelon (y otros): Réfutations des erreurs de
B. de S p in o sa..., Bruxelles, 1731. (Una compila­
ción poco crítica de las dos biografías precedentes
y de otros detalles de la vida de Spinoza.)
H. F. v. Dietz: B. von Spinoza nach Leben und
Lehren , Dessau-Leipzig, 1783.
M. Philipson: Leben B. von Spinozas, Braunschweig,
1790.
. B. Auerbach: Spinoza. Ein historischer Román, Stutt­
gart, 1837. (29- ed. corregida de esta biografía no­
velada: Spinoza. Ein DenJcerleben, Mannheim, 1855
(71871)-
A. Saintes: Histoiie de la vie et des ouvrages de B.
de Spinosa, fondateur de Yexégése et de la philo-
sophie m odeine , París, 1842.
J. B. Lehmanns: Spinoza. Lebensbild und Philosophie,
Würzburg, 1864. (Tesis. )
H. Grusberg: Das Leben und Charakterbild B. Spi­
nozas, Leipzig, 1876.
F. Pollok: Spinoza. His Life and Philosophy , London,
1880. (Nueva ed., 1912.)
A. Baltzer: Spinozas Entwicklungsgeschichte nach sei-
nen Briefen geschildeit , Kiel, 1888.
K. O. Meinsma: Spinoza ein zijn kring, VGravenhage
1896. (Traducción al alemán: Spinoza und sein
Kieis, Berlín, 1909. Del mismo cfr.: “Die Unzuláng-
lichkeit der bisherigen Biographien Spinozas”, en
Aichiv í . Geschichte d. P h il , N. F. IX, 1896.)
J. Freudenthal: Die Lebensgeschichte Spinozas in Que-
llenschriften , Urkunden u. nichtamtlichen Nachrí-
chten, Leipzig, 1898.
------ Spinoza. Leben und Lehie. 2 Bde., hrsgeg. v.
C. Gebhardt, Heidelberg, 1927. (Sobre la báse de la
edición original, también en 2 volúmenes. Stuttgart,
1904; el primer tomo contiene una de las mejores
biografías.)
C. Gebhardt: Spinoza. Lebensbeschieibungen und Ges-
práche , Leipzig, 1914.
F. Mauthner: Spinoza. Der Umriss seines Lebens und
W irkens (1906), ed. reelaborada Dresden 1921.
------- Zum Chaiakter Spinozas. Erláuterung der wich-
tigsten Nachrichten über sein Leben. Vom Verf.
d. Spinoza Redivivus. , Halle/Saale, 1919.
A. W olf: T he oldest biography of Spinoza, London,
1927. (Alude a la de Lucas.)
W . Bolín: Spinoza. Ein Kultur— und Lebensbild. 2.
Aufl. bearb. von C. Gebhardt, Darmstadt, 1927.
A. Vloemans: Spinoza. De menseh , het leben en het
werlc, ’s-Gravenhage, 1931.
A. M. Vaz Dias: Spinoza. Meicator et Autodidactas,
Haag, 1932. (Documentos sobre la juventud de Spi­
noza.)
St. Dunin-Borkowski: Spinoza. 4 Bde., Münster, 1933-
1936. (Se trata de la biografía más importante. Cfr.
del mismo autor: Der /unge Spinoza, Münster, 1910.
(Cfr. en el Philosophisches Jahibuch d. Gorres-Ges.,
Freiburg, 50 Jg., 1937, el artículo de B. Jansen
“Dunin-Borkowskis Spinozaforschung”.)
S. L. Millner: The face of Benedictus Spinoza, New
York, 1946.
G. Friedmann: Leibniz et Spinozar Paris, 1946.
S. Hessing (editor): Dreihundert Jahie Ewigkeit, 2.
Aufl. ^Den Haag, 1962. (La primera ed. de este li­
bro de homenaje fue destruida en Alemania en
Í933.)
A. Zweig: Baruch Spinoza. Portrat eines freien Geistes,
Leipzig, 1961.
Alain (E . Chartier): Spinoza, Paris, 1965.
INTRODUCCION 43
Th. de Vries: Baruch de Spinoza in Selbstzeugnissen
und Bilddokumenten, Hamburg, 1970. (Excelente
bibliografía, sobre todo histórica, como apéndice.
Para más bibliografía cfr. A. S. Óleo: The Spinoza
Bibliography, Boston, 1964, con casi 7 mil títulos.)
T . de Kruyf — D. F. Frank: Spinoza, Utrecht (etc,),
1971. (Se trata de una pieza de teatro de Frank,
transformada en libreto para una ópera dramática
con música de T. de Kruyf, con motivos histórica­
mente reales.)
K ant
L. E. Borowski
R. B. Jachmann
A. Ch. Wasianski
Los tres publicaron en Kónigsberg en 1804, el año
de la muerte de Kant, sendas descripciones de la
vida y el carácter del filósofo, con quien habían te­
nido trato personal. Se trata sin duda de los más
importantes documentos para la biografía de Kant.
El escrito de Borowski fue “revisado y corregido
exactamente por Kant mismo”; el de Jachmann,
una descripción en forma epistolar, es históricamente
más importante; el de Wasianski describe los últi­
mos años de la vida de Kant. Los tres escritos fueron
publicados juntamente por A. Hoffmann, Hálle
1902, y luego por F. Gross, Berlín, 1912. De esta
última edición hay reproducción fotostática, Darms-
tadt, 1968: Immanuel K ant Sein Leben in Dais-
tellungen von Zeitgenóssen . Die Biogiaphien von L.
E . B., R. B . /. und A. Ch. W .
G. S. A. Mellin: Immanuel Kants Biographie. Bd. 1.
2., Leipzig, 1804.
F. G. Schubert: Immanuel Kants Biographie. (Está
contenida en el tomo 11, II de (la edición de las
obras completas de Kant en 12 tomos, Leipzig,
1834-1842, hecha por F. G. Schubert y K. Rosen-
kranz, el alumno e historiador de Hegel. Rosenkranz>
¡aporta, a su vez, una Historia de la filosofía Kan­
tiana (t. 12). Schubert trasmite muchos nuevos
detalles sobre la vida de Kant.)
R. Reicke: Kantiana, Kónigsberg 1860. (Aporta nue­
vos documentos menores.)
K. Fischer: Immanuel Kant. Entwickelungsgeschichte
und System der kritischen Philosophie. 2 Bde.,
Mannheim, 1860. (Estos dos volúmenes de la "clá­
sica" Historia de la filosofía de Fischer, de los que
la 4^ ed., Heidelberg, 1898-1899, ofrece una versión
completamente refundida (61928-1957), merecen ci­
tarse por excepción expresamente, por su papel en
el renacimiento de los estudios kantianos.)
O. Liebmann: Kant und die Epigonen. Eine Kritische
Abhandlung, Stuttgart, 1865. (21912). (Libro sis­
temático; se incluye aquí por considerarse en general
que con él se inicia el neokantianismo. El slogan
"¡Volver a Kant!" aparece ya en el libro de E.
Zeller Uber Bedeutung und Aufg a b e . der Erkennt-
nistheoríe, Heidelberg, 1862.)
F. Minden: Uber Portrats und Abbildungen Kants,
Kónigsberg, 1868.
E. Amoldt: Kants Jugend und die fiinf ersten jahre
seiner Privatdocentur, Kónigsberg, 1882. (Con do­
cumentos biográficos sobre el Kant del periodo pre-
crítico; cfr. del mismo: JBeítráge zu Kants Leben
und Schríftstellertatigkeit, Kónigsberg, 1898.)
M. Kronenberg: Kant. Sein Leben und seine Lehre,
Münclien, 1897 (e1922). (La primera parte es un
buen resumen de la vida y el desarrollo de Kant.
Insinúa en una nota que acaso también Kant — no
sólo su amigo inglés Green— haya dado el modelo
para la comedia teatral de Th. Hippel Der Mann
nach der Uhr, representada en 1765 en Kónigsberg.)
E. Fromm: Kant und die Preussische Zenstrr, Ham-
burg-Leipzig, 1894. (Cfr. sobre este interesante asun­
to W . Dilthey: "Kants Streit mit der Zensur", en
Archiv f. Geschichte d. Phil.f B. III.)
F. Paulsen: Immanuel Kant. Sein Leben und seine
Lehre, Stuttgart, 1898 (8192 4 ). (Exposición gene­
ral relativamente comprensible para no especialistas.)
H. Weber: Hamann und Kant, München, 1903.
(También las relaciones personales.)
II. S. Chamberlain: Immanuel Kant. Die Persóniich-
keit ais. Einfübrung in das W erk, München, 1905
(61938). (A pesar de sus puntos de vista un tanto
paradójicos y en nada convencionales, o tal vez a
causa de ellos, obra muy interesante y útil en el
contexto de esta bibliografía y del libro de Weis-
chedel.)
K. Vorlánder: Immanuel Kants Leben , Leipzig, 1911.
(Cfr. del mismo: Immanuel Kant. Der Mann und
das W erk. 2 Bde., Leipzig, 1924, y sobre todo “Die
áltesten Kant-Biographien. Eine kritische Studie”, en
Kanístudien, Ergánzungshefte, Nr. 41, Berlín, 1918.
(Vorlánder cuenta entre (los grandes especialistas de
Kant; estos trabajos — y otros varios— son impres­
cindibles histórica, biográfica y sistemáticamente. La
primera biografía apareció en el marco de la edición
de Kant en 10 volúmenes hecha por Vorlánder,
Leipzig, 1911-1926.)
B. Bauch: Immanuel Kant , Berlin-Leipzig, 1917 (3^
ed. aum. 1923).
E. Cassirer: Kants Leben und Lehre (Berlin, 1918).
(Esta biografía y exposición sistemática está conte­
nida en el tomo 11 (suplementario) de la edición
de las Obras de Kant en 11 volúmenes dirigida por
el mismo Cassirer, Berlín, 1912-1922.)
R. Reininger: Kant. Seine Anhánger und seine Gegner.
München, 1923.
K. H. Ciasen (editor): Kant-Bildnisse, Konigsberg,
1924. ( Con 20 reproducciones.)
A. Warda: Immanuel Kants letzte Ehrung. Akten-
mássige Darstellung von A. W ., Konigsberg, 1924.
A. Messer: Immanue] Kants Leben und Philosophie,
Stuttgart, 1924.
G. Rabel: Goethe und Kant. 2 Bde., Wien, 1927.
K. Breysig: Der Aufbau der Persdnlichkeit von Kant,
aufgezeigt an seinen Werkén. Ein Versuch z. See-
lenkunde d. Gelehiten, Stuttgart-Berlin, 1931.
G. Róhrdanz: Die Steilung Kants in und zu der Pre-
sse seiner Zeit, München, 1936.
H. J. de Vleeschauwer: Uévólution de ia pensée Kan-
tienne, Antwerpen, 1939.
K. Stavenhagen: Kant und Kónigsberg, Gottingen,
1949. (Con 10 láminas.)
U. Schultz: Kant in Selbstzeugnissen und Bilddoku-
menten, Hamburg, 1965 (31969). (Con 15 páginas
de bibliografía de y sobre Kant, casi exclusivamente
alemana, por Helmut Riege. La bibliografía más
completa sobre Kant puede compilarse a partir de
las ediciones de la revista Kantstudíen, desde el
vol. 45 (1953/54) ed. en Colonia por G. Martin.)
H. Heimsoeth, D. Henrich, G. Tonelli (editores):
Studien zu Kants philosophischer Entwicklung, Hil-
desheim, 1967.
F. Kaulbach: Immanuel Kant, Berlín, 1969.
S. Kórner: Kant (1955), London, 1955.
F ic h t e

Immanuel H. Fichte: Johann GottJieb Fichtes Leben


und literarischer Bricfwechsel. Von seinem Sohne
herausgegeben. 2., sehr verm. u. verb. Aufl. 1. 2.
Leipzig, 1862. (Primera edición, Sulzbach 1830;
nueva edición crítica de las cartas por H. Schulz,
Leipzig, 1925. El primer tomo contiene la biografía;
el segundo, documentos y correspondencia. Se trata
de la fuente más importante y directa sobre la vida de
Fichte.)
L. Noack: Johann Gottliéb Fichte nach seinem Leben,
Lehre und Wirkung, Leipzig, 1862.
O. Pfleiderer: Johann Gottliéb Fichte . Lebensbild ei-
nes deutschen Denkers und Patrioten, Stuttgart,
1877.
A* Spir: Johann Gottlieb Fichte nach seincn Briefen,
Leipzig, 1879.
R. Adamson: Fichte , London, 1881.
M. Carríe re: Fichtes Geistesentwicklung, München,
1894. (E l desarrollo intelectual de Fichte expuesto
por el alumno de Hegel.)
Marianne Weber: Fichtes Sozialismus und sein Ver-
haltnis zur Marx'schen Doktiin , Tübíngen-Freiburg-
Leipzig, 1900 (3Tübingen 1925).
E. Lask: Fichtes Idealismus und die Geschichte , Tü-
bingen-Leipzig, 1902 (21914). (Interesante para la
recepción de Fichte en el joven Lask.)
H. Treitschke-E. Marcks: Luther. Fichte. Tieitschke.
Bismarck. Berlin, 1905. (Ensayos biográficos sobre
esas figuras.)
J. Vogel: “Fichte's Life and Character”, en: Berlin
Centennial to Fichte , Open Court 24, 1910.
F. Medicus: Fichtes Leben , Leipzig, 1914. (29- ed.
reelaborada, Leipzig, 1922. Cfr. del mismo autor,
editor de Fichte: /. G. Fichte. Dreizehn Vorlesun»
gen a. d. Univ. Halle , Berlin, 1905.)
K. Vorlánder: Kant , Fichte, Hegel und der Sozialis­
mus, Berlin, 1920.
A. Messer: Fichte. Seine Personlichkeit und seine
Philosophie, Leipzig, 1920.
E . Engelhardt: Johann G. Fichte. Ein deutscher
Mensch und Denker, Hamburg, 1920.
H. Draheim: Johann Gottlieb Fichte, Berlin, 1920.
X . Léon: Fichte et son temps. 3 vol., París, 1922 ss.i
(Nouv. éd., 1 et 2, París, 1954-1959.) (Cfr. del
mismo: La philosophie de Fichte, París, 1902.)
H. Schulz (e d .): Fichte in vertraulichen Briefen sei-
ner Zeitgenossen. Ges. und hrsg. von H. S., Leip­
zig, 1923 (reimpresión Hildesheim 1970). (Muy
importante para la biografía y caracterización de
Fichte Schulz hizo además una nueva edición crí­
tica, en dos tomos, de la correspondencia de F.,
Leipzig, 1925.)
H. Heimsoeth: Fichte, München, 1923.
M . Wundt: Johanh G. Fichte. Sein Leben und seine
Lehre, Stuttgart, 1927 (21937). (Investigaciones ori­
ginales importantes.)
R, Schneider: Fichte. Der W eg zur Nation , München,
1932.
H. C. Engelbrecht: /. G. Fichte. A study of his poli-
tical writings with special reference to his naciona-
liswf New York, 1933 (reprint 1968).
O. Schwár: Leben des Johann G. Fichte , Berlín, 1937.
W . Weischedel: Der Aufbruch zur Gemeinschaft. Stu-
dien zur Philosophie des jungen Fichte , Leipzig,
1939. (Cfr. del mismo: Der Zwiespalt im Denken
Fichtes. Rede zum 200. Geburtstag, Berlín, 1962.)
W . O. Doring: Fichte . Der Mann und sein Werk,
Hamburg, 1947.
L. Pareyson*. Fichte. Vol. 1, Torino, 1950. (Trabajo
importante en la línea de la historiografía filosófica
italiana después de Croce.)
M. Buhr: Rcvolution und Philosophie . Die urspriing-
liche Philosophie J. G. Fichtes und die Franzósische
Revolution , Berlin (D D R ), 1965.
D. Henrich: Fichtes uisprüngliche Einsicht (Separa-
tabdruck), Frankfurt/M. 1967. Ilse Kammerlander:
Job arma Fichte . Ein F raucnschicksal der deutschen
Klassik, Stuttgart-Berlin-Koln, 1969.
(La bibliografía más completa de y sobre Fichte
(más de 3 500 títulos), preparada en parte con
computadoras, es la de M. H. Baumgartner-W. G.
Jacobs: /. G. Fichte Bibliographie> Stuttgart, 1968.)

S c h e l l in g

H. E . G. Paulus: Entdeckungen übei die Entdeckun-


gen unserer neuesten Philosophen. Ein Panorama
in fünfthalb Acten mit Nachspiel. Von Magis Arni­
ca Veritas (i. e>: H. E. G. P .), Bremen, 1835.
(Comedia sobre Schelling y los filósofos idealistas.)
K. Rosenkranz: Schelling. Vo ríe surigen a. d. Univ. zu
Konigsberg, Danzig, 1843.
K. L. Michelet: Entwicklungsgeschichte der neuesten
deutschen Philosophie mit bes. Rücksicht auf d.
gegenw. Kampf Schellings mit der Hegelschen Schu­
lo, Berlín, 1843. (Un informe polémico del alumno
de Hegel.)
F. A. A. Mignet: Notice historique sur la vie et les
travaux de M . de Schellingr París, 1858. (Conferen­
cia ante la Academie de Se. morales et politiques.)
L. Noack: Schelling und die Philosophie der Rom an-
tik, Berlín, 1859.
R. Haym: Die romantische Schule. Ein Beitrag zur
Geschichte des deutschen Geistes, Berlín, 1870.
(4192Q). (Por el autor de las importantes leccio­
nes Hegel y su tiempo.)
). Klaiber: Holdcrlin, Hegel und Schelling in ihren
schwabischen Jugendjahren. Eine Festschrift z. Ju-
belfeier d. Univ. Tübingen, Stuttgart, 1877.
Caroline Schelling: Briefe. 3 Bde. Herausgegeben von
G. Waitz, Leipzig, 1882. (Cfr. también Caroline
Schelling: Briefe aus .der Frühromantik. Nach G.
Waitz veim. hg. v. E. Schmidt. 2 Bde., Leipzig,
1913. Las cartas de la primera mujer de Schelling
constituyen un documento histórico y humano psi­
cológicamente ilustrativo sobre esa época y la per­
sonalidad del filósofo.)
O. Braun: Schelling ais Persónlichkeit, Leipzig, 1908.
W . Metzger: Die Epochen der Scheílingschen Philo­
sophie von 1795 bis 1802. Ein problemgeschich-
tlichet Versuch? Heidelberg, 1911.
Ricarda Huch (ed .): Carolinens Leben in ihren Brie-
fen, eingel. von R. Hucht Leipzig, 1914. (Cfr. de
la misma: Blütezeit der Romantik , Leipzig, 81921.)
H. Ehrenberg: Schelling , München, 1924.
H. Knittermeyer: Schelling und die romantische Schu­
le, München, 1929. (Fundamental investigación bio­
gráfica e histórica.)
INTRODUCCION
R. Sch néider: Schellings und Hegels schwabische Geís-
tesahnen, M ünchen, 1939.
V. Delbos: De Kant aux Postkantiens, París, 1940.
H. Zeltner: SchellingT Stuttgart, 1954.
J. Habermas: Das Absolute in der Geschichte. Frank-
furt/M., 1955. (La tesis doctoral de H. trata dete­
nidamente de Schelling.)
K. Jaspers: Schelling. Seine Grósse und Verhangnis,
München, 1955. (Otro de los muchos escritos apa­
recidos en el centenario de la muerte de Sch. y que
citamos un tanto marginalmente.)
E. Benz: Schelling. W erden und Wirken seines Den-
kensf Zürich, 1955.
W . Schulz: Dié Vollendung des deutschen Idealismus
in der Spátphilosophie Schellings, Heidelberg, 1955.
Carmen Kahn-Wallerstein: Schellings Fiauen: Caroline
und Pauline, Bem, 1959.
E. D. Hirsch: Wordsworth and Schelling. A. Typo-
logical Study of Rom., N. Haven, 1960.
H. Fuhrmans (ed.): F. W . J. Schelling. Briefe und
Dokumente. Bd. I (1775-1809), Bonn, 1962.
W . Schulz (e d .): J. G. Fichte-F . W . J. von Schelling.
Briefwechsel. (Son cartas extraídas de la edición de
H. Schulz (1925) citada más arriba bajo “Fichte”.
Tocan problemas de la edición de la revista filosó­
fica que ambos planeaban y ponen de manifiesto
más tarde las diferencias filosóficas entre ellos. Lar­
ga introducción de Schulz sobre el desarrollo del
idealismo.)
A. Bausola: Lo svolgimento del pensiero di Schelling.
Ricerchey Milano, 1969.
W . Weischedel: Jacóbi und Schelling, Eine philoso -
phisch-theologische Kontroverse, Darmstadt, 1969.
E . Naso: Caroline Schlegel oder Dame Lucifer, Stutt-
gart-Hamburg, 1969.
Cl. Bruaire: Schelling-, París, 1970. (Con textos y bi­
bliografía.)
H. J. Sandkühler: Friedrich W ilhelm Joseph Schelling,
Stuttgart, 1970. (Bibliografía actualizada p. 1-8; pára
bibliografía más detallada cfr.; G. Schneeberger:
Schelling-Bibliographie, Bern, 1954.)
H eg el

------ Die Winde oder ganz absolute Konstruktion der


neueren W eltgeschichte durch Oberons Horn ge-
dichtet von Absolutas von Hegelingen (i. e. O. F.
Gruppe), Leipzig, 1831. (Comedia satírica contra
Hegel y aquellos hegelianos cuyos “pensamientos. . .
llegan tan lejos como los pensó Hegel anticipada­
mente”, según palabras de Rosenkranz.)
Ph. Marheineke: Worte der Liebe und Ehre, vor der
Leichenbegleitung des Herrn Professor Hegel, am
16. November , Berlin, 1831. (El teólogo Marhei-
neke era el rector de la Universidad de Berlín a la
muerte de HegeL)
K. F. H. Goschel: Hegel und seine Zeit , Berlin, 1832.
(Colega y amigo de Hegel.)
H. G. Hotho: Vorstudien íür Leben und Kunst, Stutt-
gart-Tübingen, 1835. (E l primer editor de los cur­
sos de Hegel sobre “Estética”, nos da también una
de las mejores descripciones de su vida y de su
manera de enseñar.)
H. Leo: Die Hegelingen . . . , 2. verm. Aufl., Halle,
1839.
B. Bauer (con el pseudónimo “Otto Wigand” ): Die
Posaune des jüngsten Gerichts über Hegel, den
Atheisten und Antichfisteny Leipzig, 1841. (Una
cierta participación del joven Marx en la redacción
de este escrito contra la “máquina infernal” del
sistema hegeliano, se da por probable.)
K. Rosenkranz: Georg W ilbelm Friedrich Hegels Le-
ben, Berlin, 1844. (Apareció como “suplemento”
a la primera edición de las obras de Hegel (1832-
1845). Rosenkranz sobre esta biografía: “El Hegel
que he descrito en Qa biografía es el verdadero He-
gel, tal como pasará, en cuanto personaje histórico,
a los siglos futuros”. Hay reproducción fotostática,
Darmstadt, 1969. Cfr. del mismo: Hegel ais deuts-
cher Nationalphilosoph, Leipzig, 1870, donde con­
sidera que la entonces recientemente lograda uni­
dad de Alemania es “confirmación de Hegel”. Como
apéndice de la biografía, Rosenkranz publicó varios
documentos y manuscritos inéditos de Hegel.)
R. Haym; Hegel und seine Zeit. Vorlesungen über
Entstehung und Entwickelung , Wesen und W erth
der Hegelschen Philosophie , Berlin, 1857. (Estos
cursos terminaron hasta muy entrado el siglo xx
la recepción de Hegel. Profunda, pero a la vez apa­
sionada integración de aspectos biográficos y de
ideología política. Cfr. en contra: K. Rosenkranz:
Apologie Hegels gegen Dr. R. Haym, Berlín, 1858;
también el artículo polémico de A. Schopenhauer
“Staatszwecke der Universitátsphilosophie”. Del li­
bro de Haym hay reimpresión fotostática, Darms­
tadt, 1962. También Haym había agregado inéditos
de Hegel como apéndice.)
J. H. Stirling: The Secret oí Hegel: being the Hege-
lian System in O iig in Principie, Form and Matter.
Two volumes, London, 1865. (E l hegelianismo en
Inglaterra, con interesantes referencias históricas.)
G. Thaulow: Akten, den 100. Geburststag Hegels be-
treffend, Kiel, 1870 ff.
J. Klaiber: Hólderlin , Hegel u&d Schelling in ihren
schwabischen Jugendjahren . Eine Festschrift. . .,
Stuttgart, 1877. (Citado ya para Schelling.)
E. H. Caird: Hegel, Edinburgh-London, 1882. (Nue­
va edición: 1901.)
K. Hegel (ed .): Briefe von und an Hegel. 2 Teile,
Leipzig, 1887. (Como vol. xix de la primera edi­
ción de las obras de Hegel, su hijo publicó este
tomo de cartas. Una nueva edición de la corres­
pondencia de Hegel en el marco de la “nueva edi­
ción. crítica” de sus obras hicieron en 4 tomos (27
al 30) J. Hoffmeister. y R. Flechsig: Biiefe von
und an Hegel , Hamburg, 1952-1960.)
------ : Leben und Erinnerungen, Leipzig, 19G0. (De
significación más bien subjetiva, antes que his­
tórica.)
W . Dilthey: D ie Jugendgeschichte Hegels, Berlin,
1905. (Esta decisiva obra rompió con los métodos
de interpretación utilizados hasta entonces en la
recepción de Hegel — en general de carácter es­
trictamente sistemático, como en K. Fischer o los
neokantianos— y comenzó por historiar los años
juveniles de Hegel en su desarrollo como adecuado
acceso y comprensión del sistema. Ha renovado así
de raíz los problemas que se planteaban en la in­
terpretación de Hegel y hecho ver la importancia
de la historia del desarrollo en la constitución de ia
teoría sistemática.)
M. Lenz: Geschichte der Universitat Berlín , Halle,
1910. (Cfr, también: W . Weischedel (ed.): Ge-
denlcschríft der F. 17. Berlin zur 150. W ieáerkehr
des Gründungsjahres, Berlin, 1960.)
P. Roques: Hegel. Sa vie et ses oeuvres, Paris, 1912.
G. Della Volpe: Le origini e la. formazione della dia-
lettica hcgeli'cina. I: Hegel romántico e místico (1793-
1800), Firenze, 1929.
Th. L. Haering: Hegel . Sein Wollen und sein WerJc.
Eme chronologische Entwicklungsgeschichte der Ge-
dan ken und der Sprache Hegels. 2 Bde., Leipzig-
Berlin, 1929-1938. (Imponente investigación, sobre
todo histórica y filológica.)
H. Glockner: Hegel. 2 Bde., Stuttgart, 1929-1940
(3^ ed. mejorada 1954-1958). (El fiel reeditor de
las obras de Hegel publica, además del Hegel-Lexi-
kon, estos dos volúmenes de exposición general
de Hegel y su filosofía en el marco de la edición
(t. X X II y X X I II).)
W . Moog: Hegel und die Hegelsche Schule, Mün­
chen, 1930.
J. Hoffmeister; HólderUn und Hegel, Tübingen, 1931.
G. Aspelin: Hegels Tübingei Fragment. Eine psycho
logisch-ideengeschichtliche Un texs uch ung, Lund,
1933. (Cfr. también: H. Wacker; Das Verhaltnis
des jungen H egel zu Kant, Berlin, 1932.)
E. Staiger: Der G eist der L iebe und das Schicksal.
Schelling , H egel und Hólderlin, Frauenfeld, 1935.
J. Hoffmeister (e d .): Documente zu Hegels Entwick-
lung, Stuttgart, 1936. (Contiene numerosos docu­
mentos privados, notas, etc., importantes para la
biografía de Hegel.)
J. Schwarz: Hegels philosophische Entwicklung, Frank-
furt/M., 1938,
G. Lukács: Der /unge Hegel, Über die Beziehungen
von Dialektik und Ókonomie, Zürích-Wien, 1948.
(Nueva edición, Berlín, 1954, con el título: Der
/unge Hegel und die Probleme d ei kapitalistischen
Gesellschaft (21967). (Una de las primeras y más
importantes interpretaciones del joven Hegel con
método marxista. El desarrollo de la concepción
dialéctica en H. (hasta 1807) está interpretado
en función de categorías de la economía política.)
A. Cresson: Hegel. Sa vie, son oeuvre, Paris, 1949.
W . R. Beyer: 'Zwischen Phánomenologie und Logik.
Hegel ais Redakteur der Bamberger Zeitung, Frank-
furt/M., 1955. (Cfr. también el artículo del mismo
en el pequeño volumen de diversos colaboradores:
G. W . F. Hegel in Nürnberg ( 1808-1816), Nürn-
berg, 1966.)
G. E. H. Müller: Denkgeschichte eines Leben digen,
Bern, 1959.
C. Lacorte: II primo Hegel, Firenze, 1959. (La in­
vestigación más exhaustiva existente hasta ahora so­
bre el desarrollo de Hegel en el periodo de Stuttgart
y Tubinga, al que Dilthey mismo sólo dedica unas
pocas páginas. Contiene también la más amplia
bibliografía sobre la problemática del desarrollo ju­
venil de Hegel.)
INTRODUCCION 55
F. Wiedmahn: Hegel in Selbstzeugnissen Und Bild-
dokumenten, Hamburg, 1965 ( 31?69). (Con bi­
bliografía de y sobre Hegel por Helmut Riege.)
W . R. Beyer: “Aus Hegels Familienleben. Die Briefe
der Susanne von Tucher an ihre Tochter Marie
Hegel (1816-1832)”. (En: Hegel-Jahrbuch, 6 y 7,
Meisenheim, 1966 y 1967- Se trata de una selec­
ción de las cartas de la madre de la mujer de He­
gel, en general sobre asuntos privados»)
J. D ’Hondt: Hegel et son temps (Berliny 1818-1831),
París, 1968. (El alumno de Hyppolite intenta es­
tudiar la actitud política personal de Hegel a partir
de la situación concreta en el Berlín de entonces,
y llega a la conclusión de que la imagen conven­
cional de un Hegel reaccionario es insostenible: sub
specie politicae fue Hegel “homme de progrés” y
“reformateur progresiste”. Cfr. del mismo: Hegel
secret Recherches sur les sources cachées de la
pensée de Hegel7 París, 1968.)
J. M. Palmier: Hegel. Essai sur la formation du systé-
me hégélien, París, 1968. (Hay trad. del F.C .E .)
W . Treher: Hegels Geisteskrankheit oder das verbor-
gene Gesicht der Geschichte. Psychopathologische
Untersuchungen und Betrachtungen über das his-
torische Prophetentum, Emmendingen, 1969. (No
sólo desde el conocido libro de K. Popper se ha
intentado hacer de Hegel un caso de psicopatolo-
gía política. Aquí se establece inclusive el parale­
lismo Hegel-Hitler sobre la base de un estudio psi­
quiátrico de la petrificación de las formas dialécticas
en ambos.)
B. Bourgeois: Hegel á Francfort ou fudaisme , Chris-
tianisme, Hégelianisme , Paris, 1970. (Sobre el des­
arrollo juvenil de Hegel.)
G. Nicolin (ed .): Hegel in Berichten seiner Zeitge -
nossen, Hamburg, 1970. (Gran cantidad de docu­
mentos,, cartas, notas, etc., imprescindibles para la
biografía de Hegel.)
Hannelore Hegel: Isaak von Sinclair zwischen Fichte ,
Holderlin und H egel . Ein Beitrag zur Entstehungs-
geschichte der idealistischen Philosophie, Frankfurt/
M., 1971.
O. Póggeler: “Hegel und Heidelberg". (En: Hegel-
Studienr B. 6, Bonn, 1971.)
D. Henrich: Hegel im Kontext , Frankfurt/M. 1971.
(Cfr. sobre todo el artículo “Historische Voraus-
setzungen von Hegels System".)
(Nota bibliográfica: Hay varias bibliografías parcia­
les de Hegel y sobre Hegel; pero no existe una
completa todavía. Los problemas que plantea son
en extremo arduos. Un modelo sigue siendo aún
la.de Croce en el apéndice de su libro de 1906
Ció che é vivo e ció che é morto della filoso fia di
Hegel, suprimida en ediciones posteriores. Hay ten­
tativas parciales de Bredenfels y Kem en Hegel-
Studien 1963 y 1969 respectivamente; la del “Ober-
weg", la de Gründer en el libro de J. Ritter, la ci­
tada de Helmut Riege [ampliada por B. Gerl en
la nueva edición del “Erdmann”, Hamburg, 1971]
y otras varias.)
L a e s c a l e r a de servicio no es la entrada habi­
tual a una vivienda. No es tan clara, limpia e
imponente como la entrada principal. Es so­
bria, desnuda y, a veces, se encuentra un poco
descuidada. Pero! para subir por ella no es ne­
cesario vestirse con demasiada elegancia. Se va
tal y como se está y cada quien se presenta tal
y como es. Y, no obstante, por la escalera de
servicio se llega al mismo punto que por la
principal: a las personas que habitan arriba.
También es posible acercarse solemnemente
a los filósofos: sobre pasillos bien cuidados y
barandales inmaculadamente limpios. Pero exis­
te, asimismo, una escalera de servicio filosófica.
También para visitar a los pensadores hay un
“se va como se está” y un “uno se presenta tal
y como es”. Y si se tiene suerte, es posible en­
contrar a los filósofos tal y como son, cuando
no están esperando precisamente a algún visi­
tante respetable en la parte superior de la esca­
linata principal; se les encuentra en la parte
superior de la escalera de servicio sin ostenta­
ción rigurosa ni aspavientos solemnes. Quizá sea
posible encontrarlos como los hombres que son:
con su naturaleza humana e, incluso, con su
intento grandioso y un poco conmovedor de
proyectarse hacia el exterior sólo como seres
humanos. Cuando eso sucede, resulta evidente
la falta de formalismos para ascender por la
escalera de servicio. En esa forma, estaremos
dispuestos a sostener una conversación sincera
con los filósofos.
Probablemente habrá no pocos predicadores
de un “tono formal en la filosofía" que conde­
narán de la manera más estricta la empresa del
autor, si es que no consideran por debajo de su
dignidad tomar conocimiento de ella. Queda a
discreción suya utilizar el acceso solemne a la
filosofía, como lo ha hecho el autor en algunas
de sus obras publicadas hasta ahora. Si toma
por esta vez la escalera de servicio, es también
porque aquí se evita un peligro propio de la
escalinata principal: que en lugar de llegar de
sopetón a la morada del filósofo, se entretenga
uno entre los candelabros, los atlantes y las ca­
riátides que pueblan el portal, el vestíbulo y
el pie de la escalera. La escalera de servicio
carece de adornos y distracciones. A veces puede
llegarse en esa forma con mayor rapidez a la
meta propuesta.
Debe hacerse notar, además, que los artícu­
los siguientes fueron leídos varias veces, entre
1955 y 1966, en la emisora Berlín Libre y en la
Radiodifusora del sur de Alemania.
Q u ie n ya es viejo y ve que se acerca su fin, es
muy posible que, en algún momento de tran­
quilidad, recuerde los comienzos de su vida. Lo
mismo sucede en la filosofía. Sólo tiene dos
mil quinientos años de antigüedad, y no hubo,
pocos que le profetizaron una muerte tempra­
na. Y quien sé dedique hoy en día a la filoso­
fía puede tener a veces el sentimiento de ocu­
parse de algo que parece cansado y un poco
anticuado. De esa sensación puede surgir una
necesidad cada vez más apremiante de remon­
tarse al pasado, en busca de los orígenes, cuando
la filosofía era todavía nueva y se encontraba
llena de vigor juvenil.
Sin embargo, quien busque el momento del
nacimiento de esa ciencia se llenará de confu­
sión, ya que no existe ningún registro civil de
los acontecimientos espirituales cuyos datos se
remonten a un pasado tan lejano que pueda
encontrarse la fecha de ese nacimiento. Nadie
sabe con seguridad cuándo nació la filosofía,
puesto que sus comienzos se pierden en la os­
curidad de los tiempos pretéritos.
No obstante, hay una antigua tradición que
dice que la filosofía fue iniciada por Tales, un
hombre inteligente de la ciudad mercantil de
Mileto, en el Asia Menor griega, donde vivió
en el siglo vi a. c., siendo el primer ser humano
que se dedicó a filosofar. De todos modos, no
todo el coro de los sabios está de acuerdo. en
ello. Hay algunos que señalan que también en­
tre los vates anteriores griegos se hallan ideas
filosóficas; en esa forma, hacen que Hesíodo, o
incluso Homero, aparezcan como precursores de
la filosofía. Hay otros que van todavía más lejos
en el pasado, y sostienen que también hubo
cierto tipo de filosofía entre los pueblos orien­
tales mucho antes de que el pueblo griego hu­
biera surgido a la historia.
Aún más radical se mostraba un sabio dé
principios del siglo xvm, miembro de la Acade­
mia Berlinesa de Ciencias, Jakob Brucher o,
como se llamaba él mismo, siguiendo la costum­
bre de la época, Jacobus Bruckerus, que pu­
blicó un grueso volumen en latín intitulado
Historia crítica de la filosofía , desde Jos comien­
zos del mundo hasta nuestros días. Según este
erudito, el nacimiento de la filosofía se remonta
hasta los primeros albores del mundo o? según
la otra traducción de la palabra latina que em­
plea, hasta la cuna o la infancia de la humanidad.
En la portada del primer volumen de su obra
aparece la imagen de un paisaje primitivo, con un
oso antiquísimo ocupado en devorarse la garra iz­
quierda. El pie de la imagen es: ipse alimenta
sibi, lo cual, en español, quiere decir: “Él mismo
es su propio alimento”, lo cual debe interpretarse
en el sentido de que la filosofía no necesita nin­
gún alimento externo, de ninguna ciencia o arte
anterior, sino que se basta a sí misma. En pocas
palabras: la filosofía se manifestó por sí mis­
ma, y sus orígenes se remontan a la época en
que la humanidad se encontraba todavía en pa­
ñales.
Por ello, Jacobus Bruckerus se remonta en
sus investigaciones cada vez más allá de los grie­
gos, los egipcios y los babilonios, incluso más
allá del diluvio, hasta llegar a una época, entre
Adán y Noé, en la que la humanidad daba sus
primeros pasos. Por ello, la primera parte de
su voluminoso libro se llama “Filosofía antedi­
luviana'7. Sin embargo, Bruckerus no se detiene
ni siquiera allí, puesto que plantea la cuestión
de si no habría también filósofos entre los án­
geles y los demonios, antes de que existiera la
humanidad. A este respecto, después de inves­
tigaciones muy profundas, llegó a la conclusión
de que ni los ángeles ni los demonios son filó­
sofos. También Adán y sus hijos y descendien­
tes, tal y como los consideraba con exactitud, le
parecían dudosos. Aun cuando podía descubrir
en ellos huellas de pensamientos filosóficos, és­
tas no eran suficientes para cubrirlos con el
manto de los filósofos. Por ejemplo Adán, en
opinión de Bruckerus, no había tenido tiempo
en absoluto para dedicarse a las especulaciones
filosóficas. Quien debía preocuparse durante todo
el día por satisfacer sus necesidades de subsis­
tencia, quien, como dice'la Biblia, tenía que
ganarse el pan con el sudor de su frente, no era
posible que tuviera al caer la tarde la cabeza
lo bastante despejada como para dedicarse a re­
flexiones profundas.
También pensaba de manera similar el primer
historiador de la filosofía, el gran Aristóteles.
Según él, las ciencias y la filosofía sólo habían
podido comenzar cuando las necesidades exte­
riores pudieron satisfacerse con suficiencia y los
seres humanos comenzaron a sentir deseos de
otras cosas. Ése sólo había sido el caso, por
primera vez, en Egipto, precisamente entre los
sacerdotes de ese país, que habían descubierto
las matemáticas y la astronomía. Pero la filo­
sofía propiamente dicha apareció primeramente
entre los griegos, y gracias a los ocios que podía
permitirse en la rica ciudad de Mileto un gran
comerciante. Así fue como llegó Aristóteles al
puntp en que, desde entonces, se ha fijado siem­
pre el comienzo de la filosofía: a Tales de Mi­
leto, el filósofo.
No sabemos gran cosa de su vida y su modo
de ser. Aristóteles nos lo representa como un
comerciante muy brillante o, como podría de­
cirse en pocas palabras, muy ducho. Por ejem­
plo, cuando notó un día que los olivares prome­
tían ser particularmente provechosos, adquirió
varios trujales o prensas de aceitunas y las al­
quiló a tarifas muy elevadas. Es poco seguro
que este relato sea cierto. Por el contrario, está
comprobado que se dedicó a asuntos políticos
y que se ocupó también de las matemáticas y
la astronomía, campos en los que llegó a ser
famoso; logró calcular con exactitud y previa­
mente un eclipse de sol/ y el cielo le hizo el
favor de que, precisamente el día predicho, se
oscureciera el sol.
Ese hecho brindó la oportunidad a un his­
toriador moderno de señalar con exactitud ^1
momento preciso del nacimiento de la filosofía
al escribir la frase lapidaria: “La filosofía de los
griegos se inicia el 28 de mayo del año 585”;
puesto que ése es el día del famoso eclipse
solar. Uno se pregunta qué tiene que ver la
filosofía con los eclipses de sol y si la historia
de la filosofía no es una consecuencia de las
investigaciones y elucidaciones, sino de los eclip­
ses.
De todos modos, según todos los indicios, Ta­
les era un verdadero sabio, o sea, un hom­
bre que no sólo reflexionaba profundamente,
sino que, además, conocía la vida y sus particu­
laridades. Este hecho lo ilustraron los antiguos
cronistas con numerosas anécdotas. Su madre
le dijo que debería casarse; no obstante, él res­
pondió:
—“Todavía no ha llegado el momento para ello”.
Cuando fue haciéndose mayor y su madre
volvió a la carga de manera cada vez más in­
sistente, replicó:
—“Ya ha pasado la época apropiada para ello”.
Hay otro relato que es todavía más profun­
do: cuando le preguntaron por qué no deseaba
engendrar hijos, respondió:
—“Por amor a los niños”.
Podría considerarse esa prudencia para el ma­
trimonio y la paternidad como una caracterís­
tica loable; pero no es suficiente para convertir
a un hombre en filósofo. No obstante, lo que
escribe Platón sobre él es verdaderamente filo­
sófico:
—“Mientras Tales observaba las estrellas y
miraba hacia arriba, cayó en un pozo y lo descu­
brió una sirvienta tracia, llena de vivacidad e
ingenio. Tales deseaba saber qué había en el
cielo; pero no se daba cuenta de lo que tenía
delante suyo y bajo sus pies”. E l filósofo en el
pozo es, desde luego, una aparición bastante
curiosa. No obstante, Platón da a ese relato un
giro muy formal. “Todos los que viven dentro
de la filosofía pasan por el mismo ridículo, ya
que, en realidad, a alguien así se le oculta lo
vecino y cercano, no sólo en todo cuanto hace
sino también, casi, en su propio interior, en
el concepto de si es realmente un ser humano
o alguna otra forma de vida.. . Si se ve obli­
gado, ante los tribunales, o ante cualquier otra
audiencia, a hablar de lo que se encuentra a
sus pies o lo que tiene ante sus ojos, provoca
las carcajadas no sólo de las tracias, sino tam­
bién de todos los demás presentes. Su grande
inexperiencia lo hace caer en pozos y encon­
trarse en toda clase de apuros, lleno de con­
fusión; su torpeza es enorme y parece casi sim­
plicidad/'
Pero es a continuación cuando aparece lo más
categórico de todo: “No obstante, es precisamen­
te lo que el hombre es, lo que hace y-lo que des­
cubre lo que lo diferencia de los demás, lo que
busca y lo que se esfuerza en investigar.” Pero
también sería posible darle la vuelta a esa frase.
En esa forma Platón diría: cuando se trate de
asuntos legales o de otras cuestiones importantes
y el filósofo no sea considerado por todos los
demás como ridículo, habrá llegado el momento
apropiado para la filosofía.
Así es como puede comprenderse por qué Pla­
tón, Aristóteles y muchos otros, después de ellos,
consideraban y consideran a Tales de Mileto
como el primer filósofo. No sólo llegaba a las
cosas, sino a la esencia de las cosas. Deseaba
averiguar cuanto, había de verdad en. todo lo que
descubría en el mundo, en las formas múltiples
de las montañas, los animales y las plantas, el
viento y las estrellas, los seres humanos, sus ac-
tos y sus pensamientos. ¿Cuál es la esencia de
todo ello?, se preguntaba Tales. Y también:
¿de dónde procede, de dónde surgió todo esto?
¿Cuál es el origen de todo? ¿Cuál es la unidad
que todo lo abarca, el principio, lo que hace que
todo se desarrolle, sea y exista? Esas son las pre­
guntas principales y básicas que se hacía Tales,
aun cuando él mismo no las formulara en esa
forma, y hasta el punto en que sea el primero
que se las haya planteado, sería el iniciador de
la filosofía, ya que, desde entonces y hasta hoy
en día, la base primordial de la filosofía es ha­
cer preguntas sobre la esencia y los motivos o
fundamentos de las cosas.
Desde luego, la respuesta que dio Tales a t o
das esas preguntas es bastante singular, ya que,
según las informaciones llegadas hasta nosotros,
opinaba que el agua era el origen de todo.
¿Cómo? ¿Cómo pueden proceder del agua todas
las cosas que vemos y sentimos en el mundo,
todas las montañas, las estrellas y los animales,
nosotros mismos y el espíritu que mora en nos­
otros? ¿No es su esencia misma sino agua? Es
una filosofía bastante singular, la de los co­
mienzos.
Evidentemente, debido a su modo de pen­
sar, podría considerarse a Tales como un ma­
terialista declarado. El agua, una substancia
material, era tomada como principio original y,
de acuerdo con esa filosofía, todo tiene un ori­
gen material. Eso es lo que se lee en muchos
libros de texto de historia de la filosofía. Podría
añadirse que, desde luego, Tales era un mate­
rialista muy primitivo. Las investigaciones en­
caminadas al descubrimiento de la verdad no
han confirmado de ninguna manera su tesis; la
cuestión relativa a los elementos constitutivos
del mundo es demasiado compleja *como para
poder responder a ella con el concepto simple
de que el agua es el principio original de todo.
Tales es un materialista, pero ya no es posible
tomarlo en serio con su repetido concepto.
Pero el desdén incluido en esa considera­
ción del principio de la filosofía debe ser mo­
tivo de reflexión. ¿Se ha comprendido la frase
relativa a que el agua es el principio original
de todo tan sumamente bien como para con­
siderarla, sin más ni más, como una expresión
evidente de un materialismo filosófico? Esa re­
flexión se refuerza todavía más al tomar en cuen­
ta que ha llegado hasta nosotros la segunda
frase de Tales que no responde de ninguna ma­
nera a los conceptos materialistas. Dijo: —“Todo
esta lleno de dioses/' Como puede verse, no
hay nada en ese concepto que atribuya a algo
material el origen de la existencia. Por él con­
trario, puede interpretarse mucho mejor como
declaración de que todo cuanto vemos ante nos-
otroSj todo el mundo visible, está lleno de la
presencia de dioses. El ser humano no com­
prende bien el mundo si opina que todo cuanto
ve a su alrededor se compone simplemente de
objetos materiales; debe penetrar en ellos, para
ver su esencia, la presencia de lo divino en ellos.
¿Formuló Tales, con sus dos frases sobre el
agua y los dioses, dos conceptos totalmente
opuestos el uno al otro? Es cierto que ambas
cosas son absolutamente contrarias: o bien la
realidad es pura materia, o bien está llena de
vida divina. Tenemos aquí una brusca contra­
dicción y debemos hacernos la pregunta: ¿de
qué lado se encuentra la verdad? Esta pregunta
llega hasta los fundamentos de la explicación
del mundo y, hasta hoy, no ha podido recibir
una respuesta definitiva y concluyente. Por el
contrario, en las discusiones filosóficas sigue
planteándose la cuestión de si debe compren­
derse el mundo a partir de un principio purar
mente material, o si debemos creer que todas
las cosas son signos visibles de algo más pro­
fundo, que el mundo es la manifestación de
un principio divino que actúa en él o, incluso,
el producto directo de un Dios creador.
¿Qué puede decirse a ese respecto de Tales,
el primer filósofo? ¿Enseñó realmente, como
parece ser hasta ahora, esos conceptos contra­
rios, implacablemente contradictorios, sin dar­
se cuenta de su antagonismo? ¿O va quizá li­
gado el concepto de que todo procede del agua
al de que todo está lleno de dioses? ¿No se
deberá quizá esa incompatibilidad a que inter­
pretamos esa tesis de que todo procede del
agua en el sentido científico moderno, como
hipótesis relativa al origen material, y que, de­
bido a ello, pasamos por alto su verdadero sig­
nificado, de acuerdo con la época en que se
formuló? Es muy dudoso que una teoría cien­
tífica semejante sobre el mundo correspondiera
a las ideas que tenían los hombres del siglo vi
a. c. Por ende, lo repetimos una vez más, la
cuestión es saber qué quería decir Tales cuan­
do declaró: —El origen de todo es el agua.
A este respecto, es útil lo que nos informa
Aristóteles sobre Tales. Ni siquiera él mismo
podía saber con precisión quién debía ser con­
siderado como iniciador de la filosofía, ya que,
hasta su época, habían transcurrido ya tres si­
glos. Pero al referirse a la oscura frase relativa
al agua, Aristóteles expresa la opinión de que
Tales pensaba en el Océano, la corriente ele­
mental, que según las leyendas antiguas cubría
la tierra y se consideraba como el origen de
todo. Quizá se refería también Tales a lo que
se dice desde los tiempos más antiguos: cuando
los dioses juran invocan al Styx, el río de los
muertos, que separa el reino de los vivos del
reino de las sombras; pero este juramento, sigue
diciendo Aristóteles, es lo más sagrado de todo.
Aristóteles evoca pues esos conocimientos mí­
ticos primitivos cuando trata de interpretar la
frase de Tales: los conceptos relativos al Océa­
no y al Styx, los manantiales originales míticos,
y la magia sagrada del juramento. Ahora puede
verse con claridad a dónde deseaba llegar Aris­
tóteles. Cuando Tales habló del agua, no pen­
saba en un material elemental primitivo, sino
en la potencia mítica de lo original y en la sa­
cralidad mágica del juramento. En esa forma, la
segunda frase de Tales, relativa a que todo está
lleno de dioses, encaja perfectamente. Sin em­
bargo, no quiere decir que eso es un pedazo
de Apolo y aquello un fragmento de Zeus, sino
que significa que todo cuanto existe está ani­
mado por las fuerzas de la divinidad. Cuando
filosofamos, no podemos permitirnos considerar
al mundo simplemente como un conjunto de
objetos que se encuentran unos junto a otros.
En el mundo rige, de manera mucho más im­
portante, un principio divino, poderoso y ho­
mogéneo, del que toman su origen y su ser
todas las cosas que existen.
Pero, ¿por qué es precisamente en el agua
donde veía Tales la divinidad del origen? Gomo
lo sugiere Aristóteles, ello tiene su base en el
hecho de que todos los seres vivos nacen rodea­
dos de agua y siguen viviendo sin dejar nunca
de beber agua. Del mismo modo que ese ele­
mento les da vida a las cosas, así sucede con el
origen divino: le da vida a todo cuanto toca.
Así, la frase de Tales acerca de que todo procede
del agua, podría interpretarse como: en toda la
realidad actúa una fuerza divina de gran poder
creador^ como el manantial del mito; que lo
impregna todo, como el agua conservadora de
la vida.
Todo ello es decisivo para poder comprender
el sentido original de la filosofía, que no se ini­
ció con teorías e hipótesis de las ciencias natu­
rales. Se trataba mucho más, en una época en
que la fuerza del mito comenzaba a disminuir,
de conservar precisamente lo que tenía de
importante conservar, en una forma distinta,
las preguntas básicas sobre los orígenes y los
dioses.
Pero ¿qué era lo que la filosofía, en sus co­
mienzos, podía tomar del mito? Lo mismo que
quiso expresar Tales con sus misteriosas pala­
bras: que el mundo tiene una profundidad. To­
dos los antiguos mitos de los griegos serían
entendidos en forma excesivamente superficial
si se tomaran tan sólo como relatos curiosos
sobre ciertos seres fabulosos a los que se daba
el nombre de dioses. Cuando los griegos habla­
ban de sus dioses, se referían mucho más a la
profundidad de la verdad que se hallaba oculta,
tras ellos. Experimentaron la realidad de las
luchas, que se extendían por todos los territo­
rios del mundo, y les dieron el nombre del dios
Ares. Tuvieron conocimiento del silencio demo­
niaco del mediodía y le dieron el nombre del
dios Pan. En esa forma deseaban expresar que
todo lo real se basa en lo divino; esa presencia
de los dioses es lo propiamente real de la rea­
lidad.
Es de ahí de donde partió la filosofía. No
obstante, no podía tomar directamente lo que
decían los relatos míticos. La filosofía se inició
en una época en la que los seres humanos co­
menzaban a hacerse cada vez más escépticos en
lo tocante a todo lo religioso, y en la que des­
cubrió que ella misma tendría que formular las
preguntas y reflexionar para obtener las respues­
tas. Pero los filósofos debían esforzarse también
por no perder, en el curso de esas preguntas y
esas reflexiones, la verdad que se encontraba
oculta entre las nociones míticas y religiosas. En
esa forma descubrieron que la verdad antigua y
siempre válida es que lo real no sólo posee un
rostro vuelto hacia el frente, sino que está regido
también por algo profundo, que permanece
oculto.
La investigación de esa profundidad es desde
entonces el objeto primordial de la filosofía,
puesto que, en la actualidad, esta ciencia se en­
cuentra todavía en la misma situación que en sus
comienzos. Todavía hoy en día sigue guardando
una relación con las enseñanzas religiosas. Tam­
bién persiste el peligro, sobre todo hoy en día,
de que, en su posición a la defensiva, la filosofía
llegue a una interpretación del mundo en la que
sólo tengan cabida objetos materiales. Pero si se
dejara deslizar hacia ese lado, perdería lo que
poseía en un principio: la energía de la curio­
sidad por lo profundo y lo original. La tarea
de la filosofía consiste actualmente en preser-
var esos conceptos y en seguir siendo la sonda
que permita seguir investigando los orígenes.
Evidentemente, esta es una tarea importante
y difícil, puesto que, a primera vista, no puede
apreciarse en el mundo nada que parezca pro­
ceder de los dioses. Podemos observar/ ante
todo, una oposición, entre el nacimiento y la
muerte, entre el surgimiento y la desaparición.
¿Cómo es posible aceptar que está basada en
los dioses una realidad tan distorsionada, que
dice que somos eternos, pero que debemos so­
meternos al proceso del nacimiento y la muerte?
¿Cómo lo eterno puede ser la causa de lo pere­
cedero?
Esto es lo que constituye el fondo de las pre­
guntas que se hacen en filosofía, y era así ya
desde sus comienzos. Constituye la experiencia
básica de los griegos y, al mismo tiempo, su
mayor sufrimiento en el mundo, ya que la rea­
lidad, con toda su hermosura, permanece bajo
la amenaza constante de la muerte y la aniqui­
lación. Pero el espíritu helénico no permaneció
lleno de muda resignación ante esa visión del
mundo, sino que se dio a la tarea dolorosa de
tratar de comprender más profundamente lo
lúgubre del mundo perecedero, bajo el aspecto
de lo divino.
Eso era lo que sucedía en los comienzos de
la filosofía griega. Cuando Tales incluyó en su
imagen del agua el origen divino del mundo,
trataba de responder a la pregunta relativa al
hecho de que lo perecedero y temporal proce­
diera de lo eterno. Aunque el agua puede seguir
siendo siempre lo que es, o sea, simplemente
agua, se presenta, no obstante, en formas dife­
rentes: a veces como vapor, otras como hielo y
nieve y, otras más, como líquido, en los torren­
tes y los mares. Se presenta en todas sus formas
diversas, pero, sin embargo, sigue siendo siempre
una y la misma. Así sucede también con los
dioses y lo divino, que es siempre eterno e igual
a sí mismo; pero que es capaz de producir lo
que pasa por el proceso del surgimiento y la
desaparición: el mundo real.
En todo ello pensó profundamente el discí­
pulo principal de Tales, Anaximandro. Si tra­
tamos de llegar a alguna conclusión a partir de
los pocos datos que sobre él han llegado hasta
nosotros, veremos que el punto de partida dé su
filosofía fue también el del surgimiento y la
desaparición: el hecho de que una cosa llega
a ser y desaparece, que nosotros mismos nace­
mos y nos esfumamos, que todo el mundo es
un terrible escenario para el nacimiento y la
muerte. ¿Cómo es posible comprender esto y, sin
embargo, aceptar que lo real y perecedero se
basa en lo eterno y divino?
Al reflexionar más profundamente, en la cues­
tión, Anaximandro llegó a una interpretación
más importante de la realidad. El hecho de que
algo perezca, opinaba, no es un suceso acciden­
tal; es el castigo, la expiación de un delito; morir
significa pagar una deuda. Pero, ¿en qué con­
siste esa deuda? Todas las cosas tienen el apre-
mió de permanecer en la existencia con la masa
que les corresponde; pero, en esa forma, están en
deuda con otras cosas, ya que ocupan su espacio,
negándoles la posibilidad de llegar a existir. En
opinión de Anaximandro, todo el mundo es un
gran campo de batalla por la existencia; lo que
permanece impide que lo naciente llegue a la
existencia; pero, debido a que en esa forma lo
existente se hace culpable, experimenta la nece^
sidad de perecer con el fin de crear espacio para
la aparición de nuevas cosas.
Eso es lo que sucede en el mundo. Sin em­
bargo, según Anaximandro, ese concepto tiene
un aspecto todavía más profundo. A fin de cuen­
tas, no se trata tanto de la culpabilidad de una
cosa con respecto a otras, sino que se trata,
mucho más, de lo perecedero por oposición al
origen divino mismo. Este último, al que deben
su existencia todas las cosas reales, debe com­
prenderse como un principio perpetuo y fecundo
de vitalidad, como lo ilimitado o interminable,
como lo denominó Anaximandro. Así pues, si las
cosas permanecieran dentro de la existencia, im­
pidiendo de este modo el nacimiento de otras,
lo interminable no podría seguir siendo lo que
siempre ha sido, una vitalidad fecunda que sigue
produciendo cosas nuevas incesantemente; el
principio mismo estaría fijo y muerto. Así pues,
a fin de cuentas, lo perecedero de todas las cosas,
esa paradoja de la realidad, ha sido establecido
por los dioses. Las cosas que persisten en existir
deben perecer con el fin de que lo interminable
pueda conservar su vitalidad. Lo perecedero,
el gran misterio para la filosofía y los seres huma­
nos, tiene una explicación basada en lo impere­
cedero de la vitalidad divina. Ése es el pensa­
miento profundo de Anaximandro. Lo explica
en el único fragmento importante de su obra
que se ha conservado hasta nuestros tiempos:
“El origen de las cosas es lo interminable. No
obstante, al mismo tiempo que reciben la exis­
tencia, las cosas llevan consigo la necesidad de
perecer, ya que pagan castigos y expiaciones unas
por otras por la injusticia que cometen en el
orden del tiempo.”
En su historia posterior, la filosofía no acepta
las interpretaciones de Tales y Anaximandro
como la respuesta única y adecuada para sus pre­
guntas; en lugar de ello, ha seguido investi­
gando con el fin de encontrar nuevas soluciones
al problema. Pero sigue en vigor la pregunta
inicial. Por ello, la filosofía se vuelve siempre
hacia sus comienzos en los puntos más decisi­
vos de su historia, y plantea nuevamente* y de
manera directa el problema de la causa absoluta
de la realidad y del hecho de que lo finito pro­
ceda de lo imperecedero. Esa fue y sigue siendo
la cuestión primordial y básica de todas las
filosofías, y abarca al mundo, a las cosas y a los
seres humanos. Pero, a fin de cuenta, la pregun­
ta se refiere a la profundidad del mundo.
Si se piensa en el hecho de que el pensa­
miento de los filósofos desde Tales, el primer
metafísico, gira incesantemente en torno al orí-
gen de todo y de todos, no resultará ya sorpren­
dente que los hombres de esa categoría no pres­
ten a veces a las cosas de este mundo una aten­
ción plena y sin derivaciones. Por ello, puede
sucederles lo que a Tales: que no vean el hoyo
que se encuentra ante sus ojos y que caigan en
él. Quizá sea incluso necesario que quienes bus­
can lo profundo del mundo pierdan de vista
el suelo bajo sus pies. Las criadas tracias pueden
reírse; pero quien no se arriesgue a perder de
vista el suelo que pisa, con la esperanza osada
de llegar a una base más profunda y segura* no
podrá saber nunca lo que significa la filosofía
desde sus comienzos.
SÓCRATES O EL ESCÁNDALO
DE LAS PREGUNTAS

Q u ie nintente subir por la escalera de servicio


de la filosofía para llegar hasta Sócrates, puede
encontrarse, quizá, con que no sea éste quien le
abra la puerta, sino su esposa, Xantipa. Eso es
incluso muy posible, ya que Sócrates se va con
mucha frecuencia. Sin embargo, ese hecho tiene
también su significado, ya que si Sócrates es fa­
moso entre los filósofos, no menos lo es Xantipa
entre las esposas de éstos. Es posible decir, in­
cluso, que ella es célebre a causa de su famoso
cónyuge* Por supuesto. Pero quizá sea también
un poco al contrario, hasta cierto punto; quizá
Sócrates no hubiera sido Sócrates si no hubiera
tenido a Xantipa. Al menos, así es como lo ve
Nietzsche, un filósofo con gran sagacidad psico­
lógica: —“Sócrates encontró una esposa tal y
como la necesitaba... En verdad, Xantipa lo
hizo profundizar cada vez más en su profesión
singular/7
Pero, ¿es cierto eso? Si damos crédito a los
informes procedentes de la antigüedad, Xantipa
hizo precisamente todo lo contrario: se esforzó
en impedir que su esposo pudiera dedicarse a
sus tareas filosóficas. En el hogar le amargaba
la vida, y cuando Sócrates se cansaba y se iba
con sus amigos para tener con ellos conversa­
ciones filosóficas, Xantipa no estaba contenta.
Eventualmente, dejaba caer de manera casual un
cubo de agua sucia por la ventana sobre la ca­
beza de su cónyuge, lo perseguía o le desgarraba
la túnica en el mercado público.
Los amigos se enojaban con ella por todo eso,
y la consideraban como la mujer más insopor­
table que había existido y que podría existir
nunca. No obstante, Sócrates tomaba todas esas
tormentas, tanto en el hogar como fuera de él,
con filosófica serenidad. Cuando le cayó desde
la ventana la ducha de agua fría, se limitó a
comentar: —“¿No dije que cuando truena Xan-
tipa provoca también la lluvia?" El joven y ge­
nial Alcibíades opinó una vez: —“La gruñona
Xantipa es insoportable.7' Y Sócrates replicó:
—“También tú te dejas llevar por los graznidos
de los gansos/7
Por otra parte, opinaba que la coexistencia con
una mujer arisca tenía también su lado bueno;
que pudiera entenderse con Xantipa, tendría
la posibilidad de entenderse también, con facili­
dad, con todos los demás seres humanos.
Los biógrafos posteriores compadecen a Só­
crates mucho más de lo que lo hizo él mismo.
Con el fin de poder concederle cierta felicidad
en el amor, inventaron una hermosa historia.
Los atenienses, debido a que el número de habi­
tantes de la ciudad había disminuido como con­
secuencia de las pérdidas debidas a la guerra,
habían decidido que cada ciudadano debería te­
ner hijos de dos mujeres. Así, también Sócrates,
respetuoso de la ley, se había casado por segunda
vez, con una joven que respondía al hermoso
nombre de Mirto» Pero la historia es muy im­
probable, y Sócrates, con respecto a ese su se­
gundo matrimonio, le respondió a alguien que
le preguntaba si debería casarse o no: —“Sea lo
que sea que hagas, te arrepentirás
Volviendo nuevamente a Xantipa, ¿qué fue
lo que provocó realmente con todas sus explo­
siones? Sólo consiguió que Sócrates abandonara
con gusto su hogar hostil y que se sintiera tan
ansioso por ir a reunirse con sus amigos, con
el fin de sostener con ellos conversaciones filo­
sóficas. Fue en esa forma como Sócrates llegó
a ser precisamente Sócrates, ya que era ateniense
y en esa ciudad de Atenas, con su gusto por la
vida publica, sólo podía destacar quien se pro­
ducía en público. Si Sócrates se hubiera ence­
rrado en su estudio, no hubiera llegado a ser
nunca el Sócrates famoso. En esa forma, el con-
cepto de Xantipa se hace totalmente distinto;
incluso contrario; sus actos, si los interpretamos
de acuerdo con Hegel, equivalen, en cierto modo,
a “artimañas de las ideas”. Todo lo que le im­
pedía filosofar a ese filósofo lo hacía profundizar
cada vez más en la filosofía. Si Xantipa se ima­
ginaba que sus explosiones y sus duchas de agua
sucia iban a servir como medios de disuasión,
se equivocó del todo. Nietzsche tuvo razón en la
continuación de la frase antes citada, cuando
dijo: —“En realidad, Xantipa lo hizo adentrarse
cada vez más en su singular profesión, debido a
que convertía su hogar en algo infernal y hostil.”
Sin embargo, ¿qué era exactamente lo que
hacía Sócrates cuando salía de su casa? Parece
que se limitaba a visitar los mercados y los esta­
dios deportivos y a conversar con la gente. Era
también un redomado holgazán, que era precisa­
mente lo que molestaba a Xantipa. En lugar
de ocuparse de la casa, la esposa y los hijos o de
ejercer el oficio de cantero, que había aprendido
de su padre, o £ea, en lugar de llevar una vida
ordenada de ciudadano común, Sócrates se dedi­
caba a pasearse, sosteniendo conversaciones inú­
tiles con toda clase de gente. Aunque encontrara
a veces, como se ha señalado, dinero en la calle,
y contribuyera al financiamiento de su casa de
esa manera no habitual en aquellas tierras, ello
no es, de todos modos, igual que si mantuviera
a su familia desempeñando un trabajo regular
y honesto. Ni siquiera puede permitirse un par
de zapatos, por lo cual Aristófanes, el escritor de
comedias, lo presenta descalzo en el escenario
del teatro. Puede pasarse esa frugalidad en lo que
respecta tan sólo a sí mismo. Pero, ¿puede pe­
dírsele a una mujer, ante las muchas mercan-
cías exhibidas en la ciudad y sin un centavo para
poder adquirirlas, que muestre la misma tran­
quilidad que demostró tener Sócrates en su frase:
“ ¡Qué numerosas son las cosas que no necesi­
to!7'? ¿Y puede pedírsele a Xantipa que se eleve
hasta la altura filosófica de la otra frase, en el
sentido de que “quien menos necesidades tiene
está más cerca de los dioses”?
Por lo demás, lo más irritante en el compor­
tamiento de Sócrates es que, por naturaleza, no
era en absoluto el tipo del holgazán soñoliento.
Se dedicaba asiduamente a la gimnasia, e incluso
a la danza; lo hacía con frecuencia, según las
informaciones que han llegado hasta nosotros,
con el fin de mantenerse en buena salud. Otro
cronista posterior alabó su “excelente constitu­
ción física”. En resumen, Sócrates era un hombre
con disposiciones para actos verdaderamente vi­
riles. Lo demostró también en las campañas gue­
rreras en que tomó parte como simple soldado.
Se cuentan de él maravillas sobre su resistencia
a la fatiga. Cuando otros se arropaban debido al
frío, él caminaba descalzo sobre el hielo. Una
vez en que todos los que se encontraban en
tomo a él se dieron a la fuga, fue el único que
se quedó junto a su general “mirando tranquila­
mente a amigos y enemigos”.
Desde luego, también como soldado tenía
Sócrates sus rarezas. Alcibíades, que fue su conv
pañero en los combates, señala a ese respecto:
—“Cuando reflexionaba sobre algo, permanecía
inmóvil desde la mañana, de pie en el mismo
lugar, y si no encontraba la solución deseada,
no abandonaba sus pensamientos, sino que se­
guía de pie, meditando profundamente. Llegaba
el mediodía y la gente comenzaba a observarlo;
todos se extrañaban y se decían unos a otros que
Sócrates estaba allí de pie desde la mañana y
que debía estar pensando en algo importante.
Finalmente, cuando llegaba la noche y después
de haber cenado, algunos jonios sacaban sus lo­
nas de dormir —puesto que era verano—, en
parte para dormir con frescura y, en parte, para
observarlo y ver si permanecería allí de pie du­
rante toda la noche. No obstante, Sócrates per­
manecía de pie, hasta que el cielo se teñía de
rojo y salía el sol. Entonces, se alejaba y oraba
yendo hacia el sol.” Así era como se compor­
taba Sócrates en la guerra. Sin embargo, en tiem­
po de paz, no podía notarse en él ningún indi­
cio de su hombría y su brío. Al menos en opinión
de Xantipa, en esos momentos no era sino un
vagabundo, un charlatán y un hablantín incu­
rable.
Él mismo veía que esa era la única forma de
poder dedicarse a sus trabajos filosóficos. Tan
pronto como veía a alguien en la calle, le salía
al encuentro e iniciaba una conversación. Le
daba lo mismo que su interlocutor fuera un
estadista o un zapatero, un general o un arriero.
Opinaba abiertamente que lo que tenía que de­
cir concernía a todos. Pero lo que tenía que decir
es la indicación insistente de que lo único im­
portante es pensar correctamente. Ahora bien,
pensar correctamente significaba para él prime­
ramente y ante todo: que se comprende lo que
se dice, que está uno dispuesto a rendir cuentas
de sí mismo. Sócrates estaba convencido de que
es privilegio de los seres humanos conocerse
realmente a sí mismos. El modo en que llamaba
la atención de los demás a ese respecto lo des­
cribe, ségún un informe muy vivaz de Platón, el
famoso general Nikias: —“Parece que no sabes
lo que ocurre cuando el tal Sócrates se encuentra
cerca! y se permite uno iniciar con él una con*
versación; aunque hable al principio de cual­
quier otra cosa, lo lleva a uno en la conversa­
ción, forzosa y continuamente, a rendir cuentas
ante sí mismo de cómo vive en la actualidad y
cómo lo ha hecho hasta ahora.” Lo mismo que
con Nikias hacía Sócrates con todos. Les pre­
guntaba a todos si sabían verdaderamente de
qué estaban hablando: a alguien que hablaba
de la piedad, a otro que tenía siempre en la boca
la palabra “valentía” o a un tercero, que hablaba
con convencimiento de la política o las artes.
Si esas gentes se dejaban llevar alguna vez por
la conversación, se encontraban perdidas debido
a que, entonces, con ironía y con una gran habi­
lidad oratoria, Sócrates les demostraba que, en el
fondo, no sabían nada de lo que hablaban con
tanta autosuficiencia y que, desde luego, se en­
tendían a sí mismos todavía menos.
Por supuesto —y es comprensible—, los inter­
pelados en esa forma no siempre quedaban satis­
fechos . Goethe y Schiller tenían razón con su
dístico de Xenien en tomo a la frase del oráculo
de Delfos sobre Sócrates: “Pitias declara que
eres el más sabio de los griegos. ¡Bien! El más
sabio puede ser a veces el más fastidioso.” Así,
hay informes también de que, con frecuencia,
los atenienses trataban a Sócrates sin mira­
mientos y se burlaban de él e, incluso, que lo
agarraban rudamente, a veces, y lo maltrataban.
,¿A quién le agrada que descubran su ignorancia
y, sobre todo, en pleno mercado público? Sólo,
algunos jóvenes aristócratas, también verdaderos
holgazanes, permanecían a su lado y lo acom­
pañaban incansablemente en sus correrías por la
ciudad; pero todos los demás, los ciudadanos
honrados, no deseaban tener tratos con él en
absoluto. Y los poetas se hicieron sus portavoces.
Lo llamaron “charlatán reformador del mundo”,
“descubridor de la dialéctica más mordaz”, “en­
tremetido” y “embustero”, y se explayaron sobre
sus “frases vacías y afectadas”, sus “sutilezas”
y sus “críticas pedantes”.
Pero lo que no comprendían, así como tam­
poco lo veían la mayor parte de los atenienses,
es que aquel “magnífico testarudo”, como lo
llamó Nietzsche, no se preocupaba por las dispu­
tas con palabras y no le interesaba conservar la
razón cuando se encontraba en un combate dia­
léctico, entre los argumentos y los contraargu­
mentos. Lo que buscaba Sócrates era la verdad.
Estaba obsesionado por ella. Poco antes de su
muerte, le dijo a su amigo Gritón: —“No tene­
mos que preocupamos en absoluto por lo que
la mayoría diga de nosotros, sino por lo que diga
quien comprende lo justo y lo injusto: el único
y la verdad misma.” Deseaba tener conocimiento
de todo en el mundo, sobre los seres humanos
y su destino en el futuro. Según opinaba, del
conocimiento de esto dependía todo. Lo reco­
noció él mismo en su discurso de defensa ante
los tribunales atenienses: —“En tanto siga respi-
rando y, por tanto, me encuentre entre ustedes,
no dejaré de filosofar, los exhortaré y desenmas­
cararé siempre que me encuentre con ustedes,
y les diré, como lo he hecho siempre: 'Buen
hombre, puesto que eres ateniense, de la ciudad
más grande, más sabia y poderosa, ¿no te aver­
güenzas por el hecho de que te preocupas tanto
por el dinero, la fama y los honores, y no por la
comprensión y la verdad y por que tu alma
llegue a ser tan buena como sea posible?7” Y
además: —“Es el mayor bien de los seres huma­
nos hablar cada día de la virtud y de todo aquello
sobre lo que me oyen discutir cuando me pongo
a prueba en la conversación y pruebo a los de­
más; desde luego, para los seres humanos, una
vida sin pruebas no es digna de vivirse/7
Ésa era la pasión del filósofo Sócrates y sólo
sus amigos comprendían algo a ese respecto. Así,
Xenofonte, el famoso general y autor, escribió
lo siguiente: —“Habla siempre de los asuntos
humanos e investiga lo piadoso y lo ateo, lo her­
moso y lo injurioso, lo justo y lo injusto, lo
prudente y la locura, lo valeroso y lo cobarde,
lo que es un Estado y un estadista, qué es el
dominio sobre los hombres y qué un líder entre
ellos; hacía también preguntas sobre todos aque­
llos que suponía que sus interlocutores conocían
para informarse de si estaban bien/7 Alcibíades
lo describe de manera todavía más impresionan-
te: —“A cualquiera que deseara escucharlos, los
discursos de Sócrates debían parecerle al prin­
cipio muy graciosos; se rodeaba exteriormente
de sustantivos y verbos tales que parecía un
sátiro petulante. Hablaba de muías, de herreros,
zapateros y curtidores y parecía estar repitiendo
siempre lo mismo en sus expresiones, de tal
modo que los no preparados y que no com­
prendían muy bien lo que decía, sólo tenían el
recurso de reírse de sus discursos. Pero cuando
alguien ve cómo se forman esos discursos, y si se
acostumbra a ellos, descubrirá primeramente
que, de entre todos, son los que mayor sentido
tienen; acto seguido, que son muy piadosos y
que exaltan las virtudes, además de que hacen
hincapié en lo que es hermoso y bueno.”
¿Qué buscaba Sócrates con sus molestas pre­
guntas? Sólo, en contacto con los hombres, saber
cómo debía comportarse para ver a los seres
humanos tal y como eran en verdad. El pensa­
miento correcto debía conducir a la conducta
correcta. Parece que Sócrates no hubiera sido
tan necesario en ninguna otra época como en- la
suya propia. Vio con espanto los signos de la de­
cadencia en la vida de los griegos, la desorien­
tación en que estaba sumida su época y la apa­
rición de una crisis profunda en el espíritu griego.
Por ello, les abrió los ojos a sus discípulos y
amigos. Así fue como en una de sus cartas
escribió Platón, que estaba todavía completa­
mente bajo la influencia de Sócrates: —“Nuestro
estado no puede ocupar ya el lugar que tenía
en tiempos de nuestros antepasados... Todos
los estados que existen en la actualidad están
mal gobernados, ya que la jurisprudencia se
encuentra en todos ellos en una situación casi
irremediable.”
Precisamente el hecho de que Sócrates lo re­
conociera y que se sintiera tan impresütfiado por
ello es causa de que se plantee varias* interroga­
ciones sinceras. Sus preguntas significaban que
no dejaba que las ilusiones lo sumieran en un
sueño. Preguntar quiere decir tener el valor de
soportar la amargura de la realidad. Ese radica­
lismo en sus inquisiciones, esa introspección en
las necesidades de su tiempo, ese conocimiento
de las verdaderas exigencias de los seres humanos
fueron los que hicieron que los discípulos de
Sócrates le tuvieran un afecto tan entrañable.
No hay nada a ese respecto que sea tan reve­
lador como lo dicho por el joven Alcibíades, que
repite Platón en su Simposio. Alcibíades com­
para a Sócrates con el flautista semidiós Mar-
sias: —“Él cautivaba a la gente a través de su
instrumento, con la fuerza de su boca. ... Sin
embargo, tú te diferencias de él en el sentido de
que logras hacer lo mismo sin instrumento, tan
sólo con palabras desnudas. . . Cuando alguien
te oye, ya sea una mujer, un hombre o un
niño, o si escuchas a algún otro que repita tus
palabras, aunque sea completamente insignifi­
cante, entonces nos sentimos todos sacudidos
y fuera de nosotros mismos. Por lo menos yo, a
ustedes, los hombres, si no les parezco comple­
tamente borracho, les juraría y les diría lo mucho
que yo mismo sufrí y sufro todavía por sus dis­
cursos: porque cuando los escuchaba el corazón
me latía con mucha mayor fuerza que si fuera
uno de los bailarines coribán ticos, y sus pala­
bras hacían que derramara lágrimas. También
vi a muchos otros que experimentaban el mismo
sufrimiento... Este Marsias llegó a ponerme en
tal estado que me parecía que no valía la pena
vivir si debía permanecer como estoy. .. Porque
me obligaba a confesar que me faltaba todavía
mucho y que me descuidaba a mí mismo dema­
siado al ocuparme de los asuntos de los ate­
nienses. Me tapaba los oídos con fuerza y me
disponía a huir, como ante las sirenas, para no
permanecer sentado a su lado hasta la senectud.
Tan sólo junto a él, de entre todos los hombres,
me sucedía algo que ninguna otra persona pue­
de provocar en mí: que me avergüence ante
alguien; pero sólo me avergonzaba ante él.
Puesto que estaba consciente de que no podía
contestarle que no se debía hacer lo que él
exigía . .. Me escapaba de su lado y lo rehuía,
y cuando lo veía, me avergonzaba de todo cuanto
me veía obligado a confesar. Y con frecuencia
me decía que me vería contento cuando él deja­
ra de estar entre los humanos; pero si eso suce­
diera estaría, como lo comprendo muy bien,
todavía más compungido. No sé, pues, cómo
debo comportarme con este hombre.”
Así era como Sócrates influía en los jóvenes
como Alcibíades, y éste no fue el único al que
cautivó en esa forma. Desde luego, los funda­
mentos de ese hechizo no se conocen, ya que
Sócrates no daba a sus seguidores lo que hubie­
ran podido esperar de él: o sea, respuestas claras
y definitivas a todas las preguntas que le hacían y
que él mismo despertaba en ellos. Por el con­
trario: en cuanto se inmiscuía en el laberinto
del problema, abandonaba inmediatamente la
conversación y las dejaba sin contestar. Tan
poco como sus interlocutores podía él mis­
mo decir la importancia que tiene en verdad
aquello por lo que se preguntan mutuamen­
te: lo bueno y lo justo, los seres humanos
y la conducta correcta. Cuando alguien inten­
taba obtener de él una respuesta escueta a
ese respecto, confesaba inmediata y expresa­
mente su ignorancia. Y era sincero. Ante los
tribunales explicó lo que le acontecía en esos
momentos: —“Al principio, pensaba en mi fuero
interno que era más sabio que aquel hombre.
Porque ninguno de nosotros parece saber nada
que sea bueno y justo; pero aquél cree que sabe,
y sin embargo, no sabe; mas yo, que no sé nada,
tampoco creo saber; en esa forma, parece que
soy un poco más sabio que otros, ya que no
pretendo saber lo que no sé.” Y no obstante,
en esa sabia ignorancia, confesada con tanta fran­
queza, es donde reposa el misterio de la influen­
cia de Sócrates. En esa forma podía apreciarse
con facilidad que observaba la situación huma­
na con los ojos bien abiertos; aunque persistía el
peligro de que se extraviara en el laberinto del
no saber y permaneciera prisionero de la incerti-
dumbre.
Puesto que Sócrates les inculcó a sus discípu-
los el mismo espíritu, se ganó su veneración y
su amor.
E l efecto en los demás debía ser bastante
desagradable, ya que se preguntaban: ¿cómo es
posible que ese hombre descubra nuestra igno­
rancia de manera tan impertinente, para que, a
fin de cuentas, confiese que él tampoco sabe
nada? ¿No se trata de un petulante desvergon­
zado? Y también: El hecho de que Sócrates
ponga con tanta seguridad en tela de juicio la
validez de todos los conocimientos, ¿no es una
rebelión en contra de la tradición sobre la que
reposan la existencia y la firmeza del Estado?
Con sus destructoras preguntas, ¿no hará que se
desplome la religión, ya de por sí tambaleante?
Y finalmente: cuando un hombre que no sabe
decir nada positivo reúne en torno suyo a un
enjambre tan grande de jóvenes a los que cau­
tiva, ¿no debe considerársele como pernicioso
para la juventud? Así es como los atenienses
pusieron todo de su parte para acabar con aquel
conciudadano sospechoso. Lo sometieron a un
proceso y lo acusaron de ateísmo y de perverti­
miento de la juventud.
Ese hecho plantea una cuestión importante
relativa a la esencia de la filosofía. Filosofar sig­
nifica poner en tela de juicio, y cuanto más
filosófico sea un filósofo, tanto más radicales
serán sus preguntas. Pero poner en duda lo vi­
gente es ponerlo en peligro al mismo tiempo.
¿Puede reprocharse a los partidarios de lo vigente
que pongan todo en obra para acallar al filósofo
y poner fin a sus molestas preguntas? Por otra
parte: cuando lo vigente sé encuentra ya tan
socavado como lo estaba en tiempos de Sócrates,
de nada sirve cerrar los ojos ante la realidad.
En ese caso, lo único válido es tener el valor
de afrontar la verdad, de manera radical. Es
responsabilidad histórica de los atenienses que
no tuvieran ese valor y que no vieran en Sócrates
al hombre que, por lo radical de sus preguntas,
preparaba la renovación futura y necesaria de su
modo de vida.
No es demasiado sorprendente que la acusa­
ción progresara. Sócrates renunció a intentar que
el ánimo de los jueces le fuera favorable; por el
contrario, los irritó todavía más con su discurso
de defensa. Cuando le reprocharon sus molestas
inquisiciones, no se excusó en absoluto por ello,
sino que afirmó osadamente que lo que hacía
era en servicio al dios Apolo. Y siguió diciendo:
—“Creo que a ustedes, en su ciudad, no les ha
tocado en suerte ningún bien mayor que el de
mi servicio a los dioses, ya que lo que hago es
recorrer la ciudad, exhortando tanto a los jóvenes
como a los ancianos de entre ustedes para que
se ocupen menos del cuerpo y del dinero para
preocuparse un poco más del alma, con el fin
de que se vuelvan tan buenos como sea posi­
ble. . . Si me matan, no les será nada fácil en­
contrar otro de esta clase, que —y puede que
esto les parezca ridículo— le fue dado a la
ciudad, precisamente por los dioses, como a un
corcel grande y noble que, debido a su gran
tamaño, más bien es perezoso y necesita el es­
tímulo de las espuelas. Así pues, me parece que
fue el dios quien me mandó a la ciudad como
alguien que incesantemente trata de hacer des­
pertar a todos y cada uno de ustedes, y que los
previene y regaña.” Podemos representarnos fá­
cilmente la indignación de los jueces ante esa
actitud tan arrogante del acusado. Y todavía
más cuando Ies propuso que en lugar de un cas­
tigo deberían hacerle el honor de ser alimentado
por el municipio, la mayor distinción que podían
conceder los atenienses. En esa forma, era
inevitable que el tribunal lo condenara a
muerte.
Cuando se dictó la sentencia, pudo verse cla­
ramente de dónde procedían las enormes fuer­
zas que dedicó aquel hombre a la filosofía. Le
aconsejaron que huyera y sus amigos prepararon
al avance todo lo necesario para ello; pero Sócra­
tes se negó a hacerlo. No sería correcto, dijo,
participar durante toda una vida de los bienes
del Estado y, después, cuando las cosas se hacen
desagradables para uno, negarse a acatar las
leyes. Sabía perfectamente que el comportarse
ilegalmente sería abyecto y depravado. En rea­
lidad, había ordenado toda su vida en torno a
esa inteligencia. Cuando trató de comisionarlo
el gobierno para que les entregara a un enemigo
político, se negó a ello, y cuando, después de
una derrota naval, los tribunales atenienses con­
denaron ilegalmente a muerte a los almirantes,
fue el único que se opuso a ello. Por eso tam­
bién en esos momentos frente a la muerte podía
decir, sin equivocarse, que no es correcto pensar
que “un hombre que valga, aunque sólo sea ün
poco, debe reflexionar en lo que significan la
vida y la muerte; deberá preocuparse mucho más,
al actuar, de saber si lo que va a hac£r es justo
o injusto y si sus hechos serán los de un hombre
bueno o los de un rufián”.
Sócrates, el sabio-ignorante, no puede probar
por qué es tan categórico el que no deba hacerse
lo injusto. Sin embargo, en el fondo, no necesi­
taba hacer ninguna demostración. Es una cer­
teza enraizada mucho más profundamente que
todas las seguridades teóricas, por muy rebusca­
das que sean. Es lo que, en épocas posteriores,
se llegó a conocer como la certeza del corazón.
En ella se basaba Sócrates y en ella se encuentra
también oculto el misterio de su influencia. En
esa forma se convirtió, como lo dijo Nietzsche,
“en el punto de viraje y el pivote de la historia
del mundo”. Cuando las certezas se desmoronan,
como sucede repetidamente a los hombres en
crisis de su historia, queda una: la obligación
ineludible de obrar con justicia" que permanece
de manera indeleble en el fondo del corazón
—éste fue el gran descubrimiento de Sócrates, y
permaneció fiel a él hasta la muerte y por
su causa. no eludió su destino. Esto es lo que,
por encima de los siglos, le da todavía fuerza
a Sócrates hoy en día como modelo para los
filósofos.
Es posible que Sócrates tuviera también razón
al atribuir a la divinidad su sabiduría y los dic­
tados de su corazón. De todos modos, infor­
maba que toda certidumbre —no sólo con res­
pecto al comportamiento ético, sino a todos los
actos, aunque sólo tuvieran relación con hechos
cotidianos poco importantes— le era proporcio­
nada por una voz interior que se manifestaba
como una advertencia ineludible. Le daba el
nombre de “daimonion” y con eso vuelve al
terreno de los dioses, ya que los demonios eran
para él los intermediarios entre los dioses y los
hombres. Lo que entendía como su principal
cometido —las preguntas hechas a sus conciuda­
danos y el desenmascaramiento de sus pretendi­
dos conocimientos— lo interpretaba como obe­
diencia a una orden de los dioses. Era también
en esa forma como interpretaba su muerte,
—“Cuando alguien se mantiene en una posición
con el convencimiento de que eso es lo mejor,
creo yo que deberá perseverar en ella a pesar de
todos los peligros, sin tomar en consideración
ni la muerte ni ninguna otra cosa que no sea su
dignidad. Mi comportamiento sería paradójico,
hombres de Atenas, si yo, en la posición en
que. . . como creo, me pusieron los dioses, para
filosofar y poner a prueba tanto a los demás
como a mí mismo, abandonara esa posición por
miedo a la muerte o a cualquier otra cosa.” Con
la tranquila confianza de que podía dejar su
destino en manos de la divinidad, Sócrates tomó
el veneno, con el espíritu del cual da testimonio
la conclusión dé su discurso de defensa: —“Ha
llegado el tiempo de irse: yo hacia la muerte,
ustedes hacia la vida. Nadie sabe a quien de
nosotros le ha tocado la mejor parte, excepto
el dios/'
PLATÓN O E L AM OR FILO SÓ FIC O

C uando se oye hoy en día el nombre de Platón


en alguna conversación ordinaria, la mayor parte
de las veces se debe a que se habla del “amor
platónico". Bajo ese calificativo se entiende cual­
quier tipo de amor en el que el deseo pecami­
noso no ocupa el primer plano, sino el afecto
del alma, basado en el respeto hacia la persona
amada. Sin embargo, si alguien pregunta por qué
ese tipo de amor lleva precisamente el nombre de
Platón, es difícil darle una respuesta. Parecería
incluso que es totalmente erróneo atribuirle el
“amor platónico" a ese filósofo.
Porque si se analizan cuidadosamente las obras
de Platón, nadie puede encontrar en ellas mues­
tras de un respeto particular hacia la mujer. Por
el contrario, Platón afirmó que, en lo que se
refiere a virtudes, las mujeres les iban muy a la
zaga a los hombres y que, como pertenecientes
al sexo débil, eran mucho más taimadas e insi­
diosas que los varones. Dijo que eran superfi­
ciales, fáciles de emocionar y amargar, dadas a
las invectivas, pusilánimes y supersticiosas. Pla­
tón llegó a afirmar, incluso, que ser mujer debía
ser una maldición de los dioses; que aquellos
hombres que no sabían dominarse en la vida,
sino que actuaban de manera cobarde e injusta,
como castigo después de su muerte, volvían a
nacer como mujeres,
Quien así pensaba de las mujeres no podía
dejar en el matrimonio mucho espacio para las
emociones anímicas más tiernas* De hecho, Pía-
tón no consideraba el matrimonio-desde el punto
de vista de dos seres humanos que fundaban sus
vidas en el cariño y en los principios comunes,
sino únicamente como un medio para procrear
y criar hijos. No es la simpatía la que debe unir
al hombre con la mujer, sino el empeño por
tener descendientes tan sanos y buenos como sea
posible. Por ello, es asunto del Estado procurar
que se reúnan los cónyuges más apropiados; las
mujeres les serían concedidas a los hombres como
recompensa por sus hazañas guerreras o, de
manera todavía más radical, serían consideradas
como posesión común de todos los varo­
nes. Como vemos, la imagen que nos presenta
Platón del amor entre el hombre y la mujer
no es tampoco muy espiritual.
Ahora bien, en aquellos tiempos se practicaba
en Grecia otro tipo de relación amorosa en la
que, mejor que entre hombre y mujer, podían
experimentarse las emociones eróticas más finas:
las relaciones de un hombre mayor con un mu­
chacho. Hoy en día, nos sentimos inclinados a
ver ese comportamiento con mucho escepticis­
mo; sin embargo, entre los griegos de la época
de Platón, era casi de buen tono que un esta­
dista o un general se interesara por los adoles­
centes hermosos.
De manera similar se expresa Platón de Só­
crates, su venerado maestro. Buscaba incansable­
mente las relaciones con jóvenes hermosos, y
en una ocasión confesó estar enamorado de dos
cosas: del joven Alcibíades, el genial “niño pro­
digio” de la Atenas de aquel entonces, y de la
filosofía. Otra vez en que Carmides, reputado
como el más hermoso de todos los jóvenes de
Atenas, se sentó a su lado, reconoció Sócrates:
- “Me sentí lleno de confusión y desapareció mi
osadía anterior, cuando suponía que me sería
muy fácil hablar con él.”
Sin embargo, el comportamiento de Sócrates
con los adolescentes no puede incluirse entre las
relaciones amorosas habituales. En lo que refiere
Platón a ese respecto puede verse algo de lo que
significa el “amor platónico”. Aparece con mayor
claridad en lo expresado, por Alcibíades sobre
Sócrates, que relata Platón en su Simposio. Ex­
plica cómo los líderes intelectuales de Atenas
se habían reunido para festejar el triunfo, en un
certamen de tragedias, que había obtenido uno
de ellos. Habían alabado ya en discursos y con-
tradiscursos, durante bastante tiempo, al dios
Eros, cuando hizo su aparición en el círculo Al­
cibíades, borracho y dando traspiés, apoyado en
el hombro de una flautista, para hablar de Só­
crates. En el ambiente de ese momento par­
ticular, confiesa en público lo que mantenía
habitualmente en secreto. —“Ya ven que Só­
crates está enamorado de los efebos más hermo­
sos, que anda siempre en torno a ellos y se deja
cautivar por ellos.” Sin embargo, en realidad:
“no le preocupa en absoluto si uno es o no
hermoso... o rico o si tiene cualquier otro de
los dones alabados por la mayoría, 'Considera
que todo eso carece de valor y también a nos­
otros nos considera como si nó fuéramos nada
—os lo aseguro—; vive lleno de ironía y de desdén
por todos los seres humanos.” Eso era lo que
le había sucedido también a él? sigue diciendo
Alcibíades: “Creía que se esforzaba por conse­
guir mi belleza juvenil, y opinaba que eso cons­
tituía para mí una victoria inesperada y una
suerte maravillosa; pensaba que si me ganaba
la voluntad de Sócrates, podría escuchar y apren­
der todo lo que sabía; me hacía demasiadas ilu­
siones con respecto a mi belleza juvenil. Pero
era así como pensaba y puesto que nunca antes
había estado con él a solas, sin que estuviera
presente alguno de los criados, despedí en cierta
ocasión al sirviente y me quedé a solas con é l . ..
Creía que me hablaría inmediatamente como lo
hace un enamorado con la persona amada cuan­
do están a solas. Pero no sucedió nada parecido;
estuvo conversando conmigo como lo había
hecho siempre hasta entonces, y después de pa­
sar juntos todo el día, se fue. Más tarde, lo ani­
mé a que hiciera gimnasia conmigo, con el fin
de lograr algo en esa forma. Entonces, comenzó
a hacer gimnasia a mi lado, con frecuencia, sin
que hubiera ninguna otra persona presente. Sin
embargo, debo confesar que no me sirvió de
nada. Puesto que en esa forma no lograba nada
en absoluto, me pareció que era preciso que
persiguiera ‘a ese hombre y que no debería de­
jarlo, una vez que hubiera iniciado mi asedio;
era preciso que supiera a qué atenerme. Lo
invité a que comiera conmigo y me comporté
con él como un enamorado con el objeto de su
amor. Pero no me complació de inmediato ni
siquiera una vez; al cabo de cierto tiempó pude
persuadirlo. Cuando llegó por primera vez, quiso
irse inmediatamente después de la comida. Me
avergoncé y lo dejé ir. No obstante, volví a in­
vitarlo y una vez que terminamos de comer,
me puse a conversar con él y lo entretuve hasta
bien entrada la noche. Cuando quiso irse, argüí
que era ya muy tarde y lo convencí de que se
quedara. Se acostó pues tranquilamente en el
lecho al lado del mío, donde había comido, y
no había ninguna otra persona acostada en el
aposento, más que nosotros dos. . . Después,
cuando se apagaron las lámparas y salieron los
esclavos, me pareció que no debía andarme con
rodeos con él, sino que podía decir con liber­
tad lo que estaba pensando. Lo toqué y le
dije: 'Sócrates, ¿duermes?' ‘No’, me respondió.
‘¿Sabes lo que estoy pensando?' ‘¿Qué?', in­
quirió. Le respondí: 'Sólo tú me pareces ser un
amante digno de mí; pero me parece que dudas
en pretenderme. Pienso que es poco sensato que
no haga también tu voluntad a ese respecto...
ya que no hay nada que me importe tanto como
llegar a ser tan bueno como sea posible. Pero,
para ello, creo que no hay nadie que pueda
ayudarme mejor que tú. Por eso, si no estuviera
a la disposición de un hombre semejante, me
avergonzaría... Cuando me hubo escuchado,
me respondió con mucha ironía y en su forma
habitual: ‘Mi querido Alcibíades, no me pareces
ser malo en absoluto, si fuera verdad lo que dices
de mí y sobre la fuerza que tengo, por medio de
la que pudieras hacerte mejor. En ese caso, verías
en mí una hermosura inmensa, muy diferente de
tu apostura. No obstante, si lo ves así y tratas
por ello d e . asociarte conmigo, con el fin de
intercambiar belleza por belleza, piensas que me
aventajas mucho. Tratas de ganar, en lugar de
la apariencia, la verdad sobre la belleza y, en
realidad, piensas cambiar oro por cobre. Pero
observa con más atención, amigo mío, no sea que
se te escape que yo no tengo nada. . / Oí eso y
dije: ‘En lo que a mí concierne, sostengo lo que
dije; no he expresado nada que no fuera lo que
pensaba. Decide ahora tú mismo lo que mejor
nos convenga a los dos\ Me respondió: ‘Bien
has hablado; así pues, en el futuro, decidiremos
y haremos en todos los casos lo que mejor nos
parezca a ambos/ Después de decir y oír todo
eso y de haber lanzado, por así decirlo, todas las
flechas, creía que estaría herido. Me puse en pie
y no lo dejé seguir hablando. Lo cubrí con mi
capa —ya que era invierno—, me metí bajo ella
y rodee con los dos brazos a aquel hombre verda­
deramente divino y maravilloso, permaneciendo
así durante toda la noche.. . Sin embargo, a
pesar de lo que hice, desdeñó y se burló de mi
belleza juvenil... Así pues, por los dioses y las
diosas, deben saberlo: después de que hube dor­
mido toda la noche junto a Sócrates, me levanté
de manera no diferente a como lo hubiera hecho
dormido con mi propio padre o con el mayor
de mis hermanos.”
No valdría la pena recordar ese relato, si des­
cribiera sólo una rareza del hombre que era
Sócrates. Sin embargo, el comportamiento sin­
gular hacia la^ persona amada, el amor que se
dirige hacia el objeto amado con plena inten­
sidad y que, sin embargo, está lleno de retención
al mismo tiempo, el “amor platónico", es cohe­
rente en lo más profundo con el modo en que
Sócrates filosofaba y también con la manera en
que Platón, siguiendo el ejemplo de Sócrates,
comprendía la filosofía, ya que ésta, tal y como
la entendía Platón, y como desde entonces, en
relación más o menos expresada con él, se en­
tiende cada vez más, es ella misma una forma
de Eros, es amor por esencia.
La experiencia que tuvo Alcibíades con Só­
crates permite llegar a la conclusión inmediata
de que el Eros filosófico no es amof sensual. No
obstante, este último no queda excluido sin más
ni más. Pero la relación erótica ofrece simple­
mente el punto de partida para otro tipo de
amor: para la elevación en la que se representa
Platón a la esencia de la filosofía. Con el fin
de que se produzca esa elevación, es necesario
que el amor sensual no perdure en sí mismo, ni
como vicio, sino que debe ser superado, y precisa­
mente, elevándose.
El paso del amor sensual al filosófico se expo­
ne claramente en la representación de la ele­
vación que Platón, en su Simposio, hace expre­
sar a Sócrates, quien indica que recibió ese cono­
cimiento en secreto de Diótima, una visionaria
de Mantinea. Ella le había mostrado cuál es la
verdadera esencia del Eros: o sea, el anhelo de
la belleza o, de manera más precisa, el ansia por
procrear en la belleza. Pero eso, opina Diótima,
es lo permanente y eterno en los seres humanos.
Porque quien tiende hacia la belleza quiere
poseerla para siempre; por eso es característico
del amor el hecho de que el amante tienda a
durar, a la inmortalidad. Pero incluso esa volun­
tad de inmortalidad se realiza en las etapas de
la elevación, que van de la belleza perecedera
hasta el arquetipo eterno de la belleza eñ sí
misma. Todos los seres humanos “aman lo_in-
morta]. Los que según el cuerpo son capaces de
procrear, se vuelven hacia las mujeres y afirman
su amor en ello; en su opinión, al procrear hijos
conquistan inmortalidad, recuerdo y felicidad
para todo el futuro. Pero los que según el alma
pueden también procrear. —¿Qué sucede con
ellos?... Si uno de ellos desde su juventud es
capaz de procrear según el alma, como adoles­
cente y al comienzo de la madurez, y si desea
fecundar y engendrar, entonces, creo yo, busca
a la belleza en la que pueda engendrar a sus
descendientes; ya que nunca procreará en la feal­
dad. Se sentirá más atraído hacia los cuerpos
hermosos que hacia los feos, si es capaz de pro­
crear; y si encuentra al mismo tiempo un alma
sana, noble y hermosa, se sentirá atraído hacia
ambas cosas. Para esta persona encuentra él una
abundancia de palabras relativas a la virtud y a
lo que un ser humano bueno debe ser y hacia
lo que es preciso que tienda, y trata de educarla.
Toca la belleza y procrea aquello a lo que desde
antes su capacidad engendradora se dirigía. Pre­
sente o ausente, sólo piensa en ella y cría con
ella a sus descendientes. Así, entre ellos podrá
establecerse una comunión mucho más profunda
que la que es posible por medio de los hijos y
les será factible conservar una mayor amistad,
ya que estarán unidos por hijos más hermosos
e inmortales”.
Ahora es cuando Platón llega por primera vez
a hablar <¿el secreto propiamente filosófico del
Eros. Para ello, hace continuar a Diótima en la
forma siguiente: —“Es posible que también-tú,
Sócrates, puedas iniciarte en los misterios del
amor. Pero no sé si eres capaz de las consagra­
ciones y las celebraciones más elevadas por las
cuales suceden-todas las demás cosas, si se pro­
cede correctamente. Ahora —dijo ella—, te lo
voy a decir y no me faltará la buena voluntad;
pero tú debes tratar de obedecer, si estás en con­
diciones para ello. Quien se conduce a ese res­
pecto en la forma adecuada, debe comenzar en
su juventud a inclinarse hacia los cuerpos her­
mosos. Primeramente, si está bien dirigido, debe
amar un solo cuerpo y engendrar en ello palabras
hermosas. A continuación debe observar que la
belleza de cualquier cfierpo está hermanada con
la de otro cuerpo; que además, si se sigue lo
que es hermoso de acuerdo con la naturaleza,
puede llegarse a una falta completa de com­
prensión si no se considera que la belleza en
todos los cuerpos es una sola y la misma. Si
comprende esto, se mostrará como amante de
todos los cuerpos hermosos, y desdeñará y tendrá
en menos ceder demasiado a uno solo. En esa
forma, llegará a considerar que la belleza del alma
es más valiosa que la del cuerpo. Cuando alguien
tenga un alma grande, pero poca belleza juvenil,
esto le será suficiente. Lo amará, se interesará
por él, y creará y buscará las palabras que hacen
mejores a los adolescentes. Así se ve obligado a
reparar en la belleza en las actitudes ante la
vida y en las leyes, y a ver que todo ello va
ligado entre sí, de tal modo que la belleza,
cuando se trate del cuerpo, sea objeto de menor
interés para él. Después de las actitudes ante la
vida deberá volverse a los conocimientos, con el
fin de poder contemplar su belleza. Al ver enton­
ces a la belleza en su multiplicidad, no servirá
ya solamente a uno solo. . . Se volverá más bien
al ancho mar de la belleza y en la contempla­
ción parirá muchas palabras y pensamientos
grandes y hermosos, amando sin envidias a la
sabiduría hasta que, desarrollado y fortalecido,
divisa ese único conocimiento que concierne a
la belleza como tal. .. Una vez que ha llegado
a la meta en el amor, verá repentinamente algo
maravilloso y bello por su naturaleza: precisa­
mente aquello por lo cual, Sócrates, se hicieron
también todos los esfuerzos anteriores. Esto es,
en primer lugar, perpetuo, ni nace ni perece, ni
crece ni decrece; a continuación, no es ya her­
moso, ya feo. . . Es más bien a la manera de lo
perpetuo, que es consigo mismo una esencia
única. Sin embargo, todas las demás cosas bellas
toman parte en ello en cierta form a... Así pues,
quien por medio del amor correcto al adoles­
cente se eleva, partiendo de todo lo descrito,
comenzará a ver esa belleza y, en esa forma,
estará casi a punto de tocar la meta. Porque esto
significa afrontar de manera correcta las cosas
del amor o ser conducido por otra persona, de
modo que partiendo de una belleza simple, por
la belleza misma, comenzará a subir escalón tras
escalón: de un cuerpo hermoso a dos, y de dos
a todos, de los cuerpos hermosos a los modos
de vida hermosos, de éstos a los conocimientos
hermosos y, finalmente, de éstos a ese conoci­
miento, que no se refiere a ninguna otra cosa
sino a la belleza misma. . . En esta forma, si es
que existe alguna, es como la vida llega a ser
digna de ser vivida para los seres humanos; por­
que ahora ve la belleza misma.”
Ahora puede verse claramente el sentido más
profundo del “amor platónico”. No es simple­
mente un rechazo de los apetitos carnales. En
lugar de ello, concede a éstos sus derechos limi­
tados; pero los exalta en una forma más elevada
del deseo: por sobre la belleza del cuerpo, del
alma, del modo de vida y de los conocimientos,
tiende hacia la belleza en sí. El Eros, tal y como
lo entiende Platón, es la tendencia hacia el pro­
totipo de la belleza, del que participa todo lo
bello, y también hacia la idea de la belleza. Así
se demuestra que el “amor platónico” está muy
estrechamente ligado con lo que ha llegado hasta
la conciencia del espíritu occidental como la
grandiosa realización filosófica de Platón: su pen­
samiento sobre la idea.
Ante todo, el camino seguido por Platón para
llegar a su doctrina de las ideas no es el de la
elevación filosófica, sino el de la decepción por
la situación política en su época, por la deca­
dencia del Estado, visible por doquier. Cuando
el joven noble se encontró con el artesano Só­
crates y, como se sabe, en seguida quemó sus
tragedias, se volvió apasionadamente hacia la
política, dolido por la cuestión relativa a la jus­
ticia. Sin embargo, debía aprender que en la
política reinaban la corrupción y la injusticia.
Esto se le presentó con la mayor claridad cuando
tuvo que ver cómo juzgaban y ejecutaban a Só­
crates, a quien, sin embargo, no le importaba otra
cosa más que la virtud y la justicia. Si incluso
el hombre de mayor responsabilidad debe perecer
al desmoronarse la esencia del Estado, entonces,
concluyó Platón, ésta debe estar dañada desde sus
raíces mismas. En ese caso, no quedaba más
remedio que efectuar una toma de conciencia ra­
dical de los fundamentos del Estado, o sea, de la
naturaleza de la justicia.
Con ese convencimiento se hizo filósofo Pla­
tón. Entonces, se preguntó, qué es lo que sucede
con la justicia misma, como tal, y en qué estado
se encuentran las demás formas del comporta­
miento correcto: la valentía, la prudencia, la
piedad y la sabiduría. Por medio de tales refle­
xiones, Platón descubrió que los seres humanos
tienen el conocimiento innato de lo que es la
justicia y de las demás virtudes. Llevan en sus
almas prototipos de todas las formas correctas del
comportamiento. Y esos modelos pueden y deben
guiar su conducta.
Al seguir Platón en sus reflexiones, acudió en
su ayuda una segunda observación: que sólo par­
tiendo de ese prototipo original de la justicia
podemos establecer que un comportamiento es
correcto y otro no, o que un acto es más o menos
justo que otro. Pero esa relación de la realidad
con la idea no sólo es válida, en el campo^ del
comportamiento humano. También sabemos lo
que es un árbol tan sólo debido a que llevamos
dentro de nosotros mismos un prototipo de ár­
bol. El reconocimiento de todo lo real es sólo
posible debido a que los seres humanos llevan
en sus almas prototipos de lo existente. De
acuerdo con ese modelo, podemos decir que esto
es un árbol y aquello un animal, que esto es un
delito y aquello un buen acto.
Pero eso significa también que todo lo real
es lo que es hasta el punto en que participe de
su prototipo y en tanto tienda a asemejarse a
dicho modelo. El árbol quiere ser árbol tanto
como sea posible* lo. mismó que el hombre y
también la justicia. Todo tiende a realizar en la
existencia la idea que le es particular. Así ob­
tiene Platón una imagen viva del mundo como
el lugar de un incesante impulso hacia la per­
fección, del amor a la idea.
Pero, si todo es así, concluye Platón, es preciso
reconocer que lo propiamente real no son las
cosas sino sus prototipos. Las cosas se convierten
en lo que son sólo si forman parte del modelo;
de modo que estos prototipos, las ideas, son la
realidad original. Pero las cosas son solamente
reproducciones de las ideas y, por ello, su rea­
lidad es de poca intensidad. Lo propiamente real
en la realidad es la profundidad de esta última.
Se presenta a continuación otro concepto. Las
cosas, por su propia naturaleza, son perecederas:
nacen, se transforman y perecen. Sin embargo,
eso mismo no es válido para los prototipos idea-
les. La idea de la justicia permanece siempre
tal y como es, y del mismo modo la idea del
árbol. Así lo expresó Diótima: la belleza en sí
misma, el modelo de la belleza, es “perpetuo,
ni nace ni perece, ni crece, ni decrece”. Así, la
realidad original se encuentra por encima de todo
lo perecedero. A ella se dirigen todos los esfuer­
zos en todo el mundo, todo el Eros. Lo perece­
dero se esfuerza en pos de lo eterno: éste es,
para Platón, el misterio de la realidad.
A partir de esos pensamientos, Platón logró
también penetrar hasta cierto punto en la natu­
raleza de los seres humanos, ya que le fue preciso
lio PLATÓN
preguntarse de dónde procedían los prototipos
que tienen los hombres siempre ante los ojos
para conocer la realidad. Y le fue preciso res­
ponder que el hombre no los creó ni los imaginó
por sí mismo. Tampoco los recibió de la expe­
riencia durante su existencia temporal, ya que
antes de reconocer un acto justo como justo y
un árbol como árbol, debe conocer qué es la
justicia y qué un árbol por su naturaleza misma,
de modo que debe poseer ya el prototipo de la
justicia y del árbol. Pero, ¿de dónde, era nueva­
mente la pregunta^ surge esa sabiduría? Platón
respondió: debe proceder de antes de su exis­
tencia temporal, en alguna existencia que tenga
el hombre antes de su nacimiento. Al conocer
una cosa, si en ese momento brilla el prototipo
de ella, eso significa que la persona en cuestión
recuerda haberla visto antes, lo cual debió pro­
ducirse necesariamente antes de su existencia.
temporal. Conocer es volver a recordar. Así, la
reflexión sobre la idea conduce necesariamente
a la aceptación de una preexistencia del alma,
y de ésta a la certidumbre en la inmortalidad.
De esa existencia anterior a la vida temporal,
durante la cual el hombre contempla la idea,
nos habla Platón en una imagen extraordinaria.
Cuenta en el diálogo Fedro, cómo las almas, en
el séquito de los dioses, recorren la bóveda ce­
leste y contemplan los prototipos de todo lo real.
—“Zeus, el gran príncipe de los cielos, inicia la
marcha, conduciendo su carro alado; ordena
todo y se preocupa de todo. Lo sigue un ejército
de dioses y demonios”. A ellos se unen tam­
bién las almas humanas, uncidas por pares, con
un auriga. “Cuando han llegado a las alturas
salen y recorren la parte posterior de la bóveda
celeste. Cuando se detienen allí, se produce una
rotación y pueden ver lo que hay fuera de la
bóveda celeste. *E1 espíritu7 de cada una de
esas almas, que quiere captar en sí lo que le es
adecuado, ve en ésa forma de vez en cuando al
ser. Ama y contempla la verdad, se alintenta
de ella y la goza hasta que la rotación la devuelve
al mismo punto. Sin embargo, durante el reco­
rrido, contempla la justicia misma, la prudencia
y el conocimiento. . . y todo lo realmente exis­
tente, y se deleita en ello. Luego, el alma re­
gresa de nuevo al territorio que se encuentra al
otro lado de la bóveda celeste y emprende el
viaje a casa. Cuando llegan, el auriga lleva a los
caballos hasta los pesebres, les echa ambrosía y
les da a beber néctar.”
De esta visión en que el hombre recibe su
instrucción en su preexistencia, le queda una
nostalgia que le dura toda la vida. Se esfuerza
por volver a sus propios orígenes. De ahí hace
su intento de liberarse de la prisión de los ape­
titos sensuales, con el fin de llegar ya en esta
existencia, en la contemplación de las cosas, a
la visión de las ideas.
Entonces la belleza cobra una importancia
particular. A ese respecto dice Platón en el diá­
logo Fedro: —“Si alguien ve aquí la belleza y
recuerda al mismo tiempo la verdad, será dotado
de alas, y una vez alado, trata de elevarse. Pero
no puede hacerlo. Por ello sigue mirando como
un pájaro hacia arriba, olvidándose de lo que
hay abajo. Entonces, lo tildan de loco. Sin em­
bargo, ese es el mejor de todos los entusiasmos.”
Procede del hecho de que todas las almas, origi­
nalmente, han visto al verdadero ser. —“No obs­
tante, no les es fácil a las almas acordarse de las
cosas: ni de aquellas que antes, y durante corto
tiempo pudieron contemplar, ni de las que han
sido cambiadas infelizmente, de modo que se
encuentran dentro de la injusticia, y se olvidan
de lo sagrado que vieron antes. Sólo a unas
pocas les queda un recuerdo suficiente. Pero
cuando estas últimas llegan a ver algo, que se
parece un poco a lo que vieron antes, pierden
el control y no logran recuperarse jamás.”
El camino del entusiasmo, por el que los hom­
bres, incluso durante su existencia terrenal, pue­
den llegar nuevamente a contemplar la realidad
pura, es para Platón la filosofía. Por éllo dijo
con respecto a la filosofía que no hay “mayor
bien que hayan heredado o heredarán los morta­
les como regalo de los dioses”. Es la perfec­
ción más absoluta, del Eros a la idea. Debido a
que arranca a los seres humanos de su existencia
cotidiana y los lleva precipitadamente hacia el
prototipo ideal, se parece mucho a la locura.
Pero Platón nos dice de ese tipo de locura que
es más hermosa que cualquier cordura; mientras
que ésta tiene su origen en los mismos seres
humanos, la locura del Eros a la idea, por el
contrario, es obra de los dioses. Finalmente, Pla­
tón afirma incluso que Eros es, por naturaleza,
filósofo. Porque filosofía quiere decir amor a la
sabiduría; pero esta última se cuenta entre las
cosas más hermosas. Ahora bien, si es precisa­
mente Eros quien va tras la belleza, entonces,
su objeto debe ser la sabiduría. En esa forma,
Eros debe ser necesariamente amante de la sabi­
duría y, por tanto, filósofo.
Así, finalmente, es válido para el filósofo lo
que dice Platón de él en La República: —“Por
naturaleza tiende al ser. No puede detenerse en
los muchos detalles, de los que uno piensa que
son el ser. Va mucho más lejos y no se desa­
lienta ni se desprende de Eros, en tanto no ha
llegado a* comprender a la naturaleza por lo que
e s . .. Cuando se ha acercado al ser verdadero
y se ha ligado a él, generando así verdad y en­
tendimiento, entonces ha llegado al conoci­
miento. Entonces vive verdaderamente, crece y
se libera de sus dolores.
Eso es? a fin de cuentas, lo que tiene de par­
ticular el “amor platónico”. Es la pasión del
filósofo, y sin él no puede haber una búsqueda
verdadera de lo eterno. Así pues, es posible que
Rousseau tuviera razón cuando dijo que la filo­
sofía de Platón es la verdadera filosofía de los
amantes.
ARISTÓTELES O EL FILÓSOFO
COMO HOMBRE DE MUNDO

que junto con Platón es el mayor


A r is t ó t e l e s ,
de los filósofos griegos; Aristóteles, del cual el
famoso filólogo Wilamowitz dijo que es el hom­
bre “al que la escolástica venera y los gra­
duandos, que se meten en la cabeza su sistema
tomándolo de compendios áridos, maldicen",
ese Aristóteles nació en el año 384 o 383 a. c.,
precisamente en Estagira. Por ello se acostum­
bra llamarlo el “Estagirita"; 1° cual es lo mismo,
aproximadamente, que si nos refiriéramos a
Schelling como al “Leonberguense", a Nietz-
sche como al “Rockeniano” y a Fichte como el
“Rammenauense", más o menos en el sentido
de que: en Berlín es donde el gran. Ram-
menauense lee sus famosas “Reden an deut-
sche Nation" ( “Alocuciones a la nación ale­
mana" ).
Desde luego, en cuanto a Aristóteles, no ca­
rece de importancia el hecho de que procediera
de Estagira. Aparte de su filósofo, esa ciudad
no produjo nada digno de mencionarse. No obs­
tante, vale la pena hacer notar que Estagira se
encuentra en el corazón de la provincia, en al­
guna parte de Tracia y que, por lo tanto, Aris­
tóteles, a diferencia de Platón, su gran maestro,
no era ciudadano de Atenas, la principal ciudad
de Grecia, sino provinciano.
Se diferenciaba también de Platón por el
hecho de que no llevaba sangre aristócrata. Pero
no era tampoco un-quídam sino que procedía de
una buena familia burguesa, ya que era hijo
de un médico que llevaba el título de médico
personal del rey de Macedonia. Nada habría sido
más natural que Aristóteles hubiera tomado a su
cargo la práctica de su padre, que llevaba consigo
también el ejercicio de la farmacología, el “hacer
píldoras”, como la llamaban los antiguos cro­
nistas. Sin embargo, Aristóteles prefirió ir a
Atenas. La familia se dejó convencer y le permi­
tió irse, no sin antes haber consultado el oráculo
para saber lo que debía hacer ahí, y la respuesta
de los dioses fue que debería estudiar filosofía.
Es inconcebible cómo se hubiera desarrollado
la historia intelectual de Occidente en el caso de
que el oráculo hubiera dicho otra cosa.
El padre, que era acaudalado, dotó muy bien
a su hijo para que realizara sus estudios. Aris­
tóteles, a pesar de que se hizo filósofo, valoró
durante toda su vida la comodidad para vivir,
un servicio suficiente, una casa ordenada y la
buena alimentación. Su contemporáneo Dióge-
nes, que era famoso porque no vivía en una casa,
sino en un barril, le parecía todo menos ejem­
plar, ya que, para la felicidad, escribió más tarde,
es necesario tener también una buena partici­
pación en los bienes de este mundo. Así, se
informó a su respecto que se vestía ricamente,
sin que faltaran los anillos y los adornos para
el cabello. Sin embargo, a pesar de todo ese
aparato respetable, no parecía tener una figura
muy imponente. El cronista añade: “Tenía las
piernas débiles y ojos pequeños” y “la lengua
se le atoraba un poco al hablar”.
Así pues, ese hombre llegado a Atenas desde
Estagira, había decidido dedicarse a la filosofía.
Esto, en aquellos tiempos, no significaba dedi­
carse a una ciencia singular y extraña para con­
vertirse en un pensador profundo. En la época
de Aristóteles, la filosofía era una disciplina que
abarcaba mucho más: a ella pertenecían básica­
mente todas las ciencias y todos los conocimien­
tos. Si alguien deseaba hacerse estadista, general
o pedagogo, era conveniente que primeramente
se ocupara un poco de la filosofía.
La mayor oportunidad que existía en aquel
entonces en Atenas se llamaba Platón. Éste tenía
en su Academia, en el bosque sagrado de Aca-
demo, a todo un grupo de discípulos que se
reunían en torno a él, y con los que acostum­
braba filosofar. Aristóteles, que tenía diecisiete
años de edad, ingresó entonces a esa sociedad y
permaneció en ella durante veinte años? apren­
diendo, discutiendo y, sobre todo, estudiando
con una gran asiduidad los libros; Platón lo apo­
dó “el Lector”. Tenía verdadera veneración por
su maestro, y ese estado de ánimo perduró en él
durante toda su vida. Años más tarde, dijo que
Platón era un hombre al que los malos no tenían
permitido ni siquiera alabar y más aún, que
Platón era un dios.
Desde luego, no es posible pasar por alto el
ARISTÓTELES
hecho de que una mente tan brillante cohio í l
de Aristóteles con el tiempo llegaría a JperíW¿
mientos filosóficos propios, sin que pudiera de­
clararse totalmente de acuerdo con lo que en­
señaba el anciano Platón. Éste lo tomó coü
resignación: —“Aristóteles se ha puesto contra
mí, como lo hacen los potros jóvenes contra su
propia madre.”
Sin embargo, el conflicto abierto sólo se pro­
dujo después de la muerte de Platón. Como
director de la Academia no nombraron a Aris­
tóteles, sino a otro, desconocido. Aristóteles se
mostró en desacuerdo, se salió de la Academia
y encontró un nuevo asilo junto a un príncipe
dé Asia Menor, que había adoptado la filosofía
en el espíritu platónico de corazón y que observó
un comportamiento filosófico hasta la muerte.
Cuando lo atacaron los persas y lo condena­
ron a la crucifixión, todavía mandó decir a süs
amigos desde su prisión que no había hecho
nada, hasta su fin, que fuera indigno de la fi­
losofía.
Pero mientras tanto, Aristóteles había dejado
la residencia de ese príncipe. Entonces se pro­
dujo el segundo encuentro importante de su
vida. Después de haber coincidido en Atenas
con el mayor de los filósofos, se encontró en
Macedonia con el mayor genio militar y polí­
tico de su tiempo: Alejandro Magno, Desde lue­
go, Alejandro no era en aquel entonces el
Magno, sino un niño de trece años, y Aristóteles
no fue su consejero político, sino su maestro.
No sabemos casi nada sobre la influencia que
tuvo el arte pedagógico del filósofo en el des­
arrollo del futuro estadista y general. Y sin
embargo, sigue siendo extraordinario imaginarse
que, durante unos cuantos años, vivieron juntos
el poder y el espíritu en sus máximas expresio­
nes: el futuro conquistador del mundo y el hom­
bre que, en sentido universal, conquistó el cos­
mos espiritual.
No obstante, el puesto que ocupaba Aristó­
teles no dejaba de ser peligroso. Su sucesor como
maestro real fue detenido como conspirador —no
puede determinarse ya si justa o injustamente—;
luego, lleno de piojos y sin recibir ningún cui­
dado, fue paseado por el país encerrado en una
jaula de hierro y, finalmente, fue arrojado a los
leones. Los rumores antiguos se aprovecharan
de ese triste suceso para inculpar también a
Aristóteles de un intento de envenenar a Ale­
jandro. Lo probable es que eso no tenga absolu­
tamente nada de cierto. Pero de todos modos,
aunque fuera cierta esa acusación, el filósofo no
necesitaba ya afligirse por las consecuencias. En­
tre tantor había abandonado la corte del rey,
regresando a la ciudad libre de Atenas.
Allí reunió entonces en tomo suyo a un buen
grupo de discípulos. Se encontraban en una sala
de columnas y discutían, mientras se paseaban de
un lado a otro. Los atenienses consideraron ese
hecho tan notable que dieron al filósofo y a sus
seguidores el sobrenombre de “paseantes”. La
historia de la filosofía se les ha unido designán­
dolos como “los Peripatéticos”, nombre que sue­
na muy impresionante,, pero que sólo significa
“los paseantes”.
Como se acostumbra todavía en la actualidad,
los discípulos observaban sobre todo las particu­
laridades de su maestro. En realidad podían
notar en él varias características bastante singu­
lares. Con la malicia que caracteriza a los estu­
diantes, vigilaban principalmente a su maestro
cuando dormía, y encontraban curioso el hecho
de que siempre se colocara un odre con aceite
caliente sobre el estómago. Es probable que lo
necesitara, ya que si los informes son correctos,
Aristóteles murió de una enfermedad estomacal.
Todavía más sorprendente les parecía a los dis­
cípulos .el método que empleaba su maestro para
acortar su sueño, con el fin de despertarse tan
pronto como fuera posible, para dedicarse a sus
pensamientos. Según cuentan, cuando se acos­
taba a descansar, tomaba en la mano una bola
de bronce bajo la cual colocaba una bandeja.
Durante su sueño, cuando abría la mano, la bola
caía sobre la bandeja y se despertaba sobresal­
tado por el ruido, de modo que podía dedicarse
nuevamente a su filosofía.
Sin embargo, la colaboración del discipulado
no se agota en absoluto en esas anécdotas. Por
el contrario, Aristóteles los hace participar estric­
tamente en sus propias investigaciones. Así fue
como se formó una sociedad de investigaciones
por primera vez en la historia intelectual del
Occidente.
Desde luego, esa paz académica no duró mu­
cho tiempo. Con la muerte de Alejandro se
modificaron también en Atenas las condiciones
políticas. La ciudad se sacudió la influencia ma-
cedonia y consideró a todos los que habían te­
nido alguna vez relaciones con los macedonios
como sospechosos de colaboración. Puesto que
las pruebas de faltas políticas contra Aristóteles
no eran suficientes para acusarlo abiertamente,
buscaron otro motivo para censurar su conducta:
lo acusaron de blasfemias contra los dioses. En­
tonces Aristóteles huyó para no tener que en­
frentarse a esa acusación, con la frase irónica,
según la leyenda, de que deseaba evitar que los
atenienses, después de lo que hicieron con Só­
crates, ofendieran por segunda vez a la filosofía.
Se fue al exilio, donde murió poco tiempo des­
pués, a la edad de 63 años, no sin antes de­
jar un testamento detallado y previsor, en el
que incluyó también a los esclavos y las con­
cubinas.
Esa fue la vida del gran Aristóteles. Si pen­
samos en todo lo que sucedió en ella: numerosos
cambios de residencia, actividades que absorbían
mucho tiempo en las cortes de los príncipes,
compromisos docentes de diversos tipos, peligros
y enemistades, podemos sentirnos maravillados
por el hecho de que lograra tener tiempo para
dedicarlo a sus problemas filosóficos. Sin em­
bargo, ningún otro de los filósofos antiguos da
tanto como él la impresión de haber trabajado
continuamente y con tranquilidad. Despreocu-
pándóse de sí mismo y de su destino personal,
se dedicó por entero a las cosas y a su investiga­
ción. Característico de ello es que cuando supo
que habían lanzado una calumnia contra él, dijo:
—“Si estoy ausente, pueden también adminis­
trarme latigazos.” Así pues, no se preocupaba
tanto de sí mismo como del mundo. Por ello
puede decirse que, precisamente como sabio, era
un hombre de mundo. Todo su interés estaba
dedicado a la realidad en sus múltiples manifes­
taciones. Investigó a los animales en sus carac­
terísticas y formas de comportamiento, los astros,
las constituciones de los estados, la poesía y la
retórica. Pero sobre todo, se hizo preguntas
respecto a los seres humanos: cómo piensan y se
comportan, y cómo deben pensar y conducirse.
Pero todo ello no permanecía simplemente en
la superficie de la mera erudición; Aristóteles
era en todo esto un filósofo, y eso quiere decir
que se hacía preguntas sobre la esencia de las
cosas y, en último término, sobre aquello en lo
que se funda toda la realidad, sobre su origen y
su destino.
Como resultado de sus investigaciones, Aris­
tóteles dejó tras de sí una obra muy vasta. Un
antiguo cronista habla de 400 volúmenes, otro
incluso de 1 000, y un tercero, un auténtico
erudito, se tomó la molestia de contar las líneas
que había escrito Aristóteles, y llegó a la cifra
considerable de 445 270. Con esa obra enorme,
Aristóteles se constituyó en fundador de la cien­
cia occidental.
No tanto con los resultados que incluyó en sus
escritos sobre las ciencias naturales, debido a que
casi todos ellos han sido superados. En unión
de sus discípulos, Aristóteles se ocupó de todo
lo que se sabe de los animales y de lo que las
investigaciones más precisas permitían descubrir
a ese respecto: de qué partes se componen, cómo
se mueven, cómo se reproducen y qué enferme-
dades pueden atacarlos. Pero, a ese respecto,
llegó con frecuencia a conclusiones muy curiosas.
Por ejemplo, que hay animales que nacen en la
arena y el lodo por medio de una especie de ge­
neración espontánea, o que las ratas se quedan
encintas simplemente al chupar sal, o que las
perdices se fecundan simplemente mediante el
soplo de los seres humanos.
Cuando Aristóteles se volvió hacia los seres
humanos y los investigó desde el punto de vista
anatómico, descubrió también ciertas singulari­
dades. Por ejemplo, que el cerebro es un órgano
de muy poca importancia. La mente, en los seres
humanos, está situada en el corazón; por el
contrario, el cerebro no puede tener ninguna
relación con el intelecto; es una especie de apa­
rato de enfriamiento de la sangre, ya que “mo­
dera el calor y los borbotones del corazón”.
No obstante, a pesar de todas esas rarezas, de­
mostró tener pensamientos muy grandes y, para
la posteridad, extraordinariamente fructíferos,
como el de que no es posible considerar a los
seres vivos simplemente como un conjunto de
partes o como un aparato mecánico. Los seres
vivos son organismos: un todo que es el. que
les da sentido a sus partes;
Por encima del campo de la vida, las inves­
tigaciones de Aristóteles abarcaron todo el mun­
do: el firmamento, los astros y la Tierra. No obs­
tante, más importante que todo eso es el intento
por comprender la esencia de la naturaleza. Lle­
gó a realizar descubrimientos que influyeron
decisivamente en las ciencias de los tiempos pos­
teriores, sobre todo de la Edad Media y también
de la época moderna. Aristóteles parte de sus
investigaciones sobre la esencia del organismo.
Éste se mantiene unido como un todo particu­
lar por el hecho de que tiene una meta y una fi­
nalidad. Pero éstas no le son infundidas desde el
exterior, sino que las lleva consigo originalmente.
Pero, ¿en qué consisten la meta y la finalidad
del organismo? Tan sólo en que se esfuerza por
desarrollarse en toda la medida de sus posibili­
dades. Por ejemplo, la esencia de una planta
está en que tiende a realizar todas las posibili­
dades de ser planta, o sea, que pase por el ciclo
completo de germinación, floración y fructifi­
cación. Fue así como enunció Aristóteles el prin­
cipio de la sntelequia, diciendo que cada ser
vivo lleva en sí mismo su finalidad y su objetivo
y lo desarrolla de acuerdo con su propia tenden­
cia interna.
Lo mismo que se refiere a un organismo indi­
vidual, lo extiende Aristóteles a toda la natu­
raleza. Todo lo que existe tiende a desarrollarse
de acuerdo con el cumulo de posibilidades que
le corresponden; todo el mundo tiende hacia su
perfeccionamiento. Es ahí donde reposa la vida,
así como también la belleza de la naturaleza. El
mundo está penetrado por una tendencia al per­
feccionamiento y la naturaleza misma no es sino
esa tendencia; es un producto de la autórreali-
zación y el autoperfeccioriamiento. Esa teleolo­
gía universal constituye el pensamiento básico
más importante en la imagen del mundo que
tenía Aristóteles.
Esa afirmación es también válida, en forma
excelente, para ser aplicada a los seres humanos.
Entonces, Aristóteles se hizo la pregunta que
hacía tanto tiempo que había atraído la atención
de los intelectuales griegos: ¿cómo debe com­
portarse un ser humano en su vida tanto privada
como publica, y qué es lo más importante en la
existencia de los seres humanos? También en
este caso, respondió el filósofo, como en todo
el resto de la naturaleza, todo depende de la
autorrealización. También los seres humanos,
como todos los seres vivos, se caracterizan por
una tendencia hacia lo que es bueno para ellos
y en lo que divisan su felicidad. Pero, ¿qué es
verdaderamente bueno para los humanos? ¿Cuál
es su verdadero bien? Aristóteles respondió: que
realicen y perfeccionen tanto como sea posible
lo que son por naturaleza. En realidad, los seres
humanos deben convertirse en seres humanos;
ese es el destino que les corresponde.
En esa forma, Aristóteles se convirtió en pre­
cursor de aquel humanismo, que adoptó como
norma la de ^Conviértete en lo que eres”. Esa
ética, desde luego, sólo, es posible en una época
en la que el ser humano tenga todavía la cons­
ciencia de que, básicamente, va de acuerdo con­
sigo mismo y que se inserta sin obstáculos en el
conjunto del mundo. Eso se modificó al decaer
la antigüedad clásica e iniciarse el cristianismo,
que trajo la consciencia de una pérdida profunda
sobre la humanidad. Por el contrario, Aristóteles
podía decir todavía que, de acuerdo con su esen­
cia, el ser humano es bueno, y que su tarea
moral consiste en realizar el bien original de su
naturaleza.
De todos modos, ese destino es sólo formal,
puesto que sólo se plantea la pregunta relativa
a lo que es el ser humano de acuerdo con su
naturaleza y en qué debe convertirse. Para com­
prender esto, Aristóteles observó a los seres hu­
manos en sus diferencias con los animales. En
esa forma, Aristóteles llegó a la conclusión de
que lo que diferencia a los seres humanos de los
animales es el espíritu y la razón, el logos. Y
concluye también el filósofo: si la naturaleza,
que no puede hacer nada sin un motivo, elevó
a los seres humanos por encima de todos los
demás seres vivos, debe ser con el fin de que
puedan desarrollar lo que sólo los humanos pue­
den: precisamente el espíritu, la razón, el logos.
Ahí es donde reside el sentido de la existencia
humana, en que los hombres desarrollen su don
singular de la razón, que se conviertan verdade­
ramente en lo que son: en seres vivos racionales.
Si Aristóteles veía en el logos la verdadera
naturaleza de los humanos, no es sorprendente
que se esforzara incesantemente en estudiar ese
logos. No fue la casualidad, de cualquier otro
interés científico, la que convirtió a Aristóteles
en padre de la lógica occidental, sino el hecho
de que descubrió: es preciso que el hombre des­
arrolle como es debido el logos, esto, es, su pro­
pia naturaleza, y para ello, es preciso tener cono­
cimiento de ese logos.
Sin embargo, con la pura referencia al logos
no puede definirse en forma suficiente la natu­
raleza de los seres humanos. Es preciso. com­
prender con mayor exactitud lo que Aristóteles
entendía por logos. La respuesta sólo puede
darse a partir del concepto que tenían los grie­
gos del mundo y los seres humanos. El logos,
para los griegos, era la capacidad de conocer las
cosas y de manifestarlas, de descubrir el mundo..
Así, cuando Aristóteles decía: el hombre es el
ser que posee el logos, con ello quería decir: su
destino es conocer el mundo. Para Aristóteles y
los pensadores griegos, el sentido de la existencia
humana no era la dominación del mundo, como
se entiende en los tiempos modernos, sino el
conocimiento del mundo.
Por ello puede comprenderse que no se trata de
una presunción del sabio, sino del resultado
de una reflexión insistente sobre el ser humano,
el que Aristóteles afirmara que la forma de vida
humana más elevada es la del que conoce, , no
la del que actúa. Para él, en último término, la
inteligencia de las cosas está por encima de todas
las posibilidades humanas. Y si en la actualidad
sigue habiendo una alta consideración por las
ciencias y por el conocimiento puro, ello se debe
a los efectos de ese pensamiento aristotélico.
La prioridad del conocimiento se hizo notar
incluso en el campo mismo del comportamiento.
También aquí es la razón la que ejerce el predo­
minio. Sólo es moral el comportamiento que
permite que el ser humano dé forma a su exis­
tencia por medio de la razón, reflexionando, en
lugar de dejarse llevar por las pasiones. Sólo eso
ofrece la garantía —opinaba Aristóteles, que pro­
cedía él mismo de un pueblo sumamente apa­
sionado—, de que los seres humanos no se des­
truirán a sí mismos. Sólo la reflexión proporcio­
na la justa medida.
Sin embargo, en la preocupación por conocer
las cosas, por investigar a los seres humanos y
su comportamiento, los esfuerzos de Aristóteles
no le permitieron llegar a su meta. Como filó­
sofo se hizo la pregunta: ¿de dónde procede
todo lo que con tanta abundancia se abre ante
nuestros ojos? ¿Cuál es el verdadero origen del
mundo y de los seres humanos? Así fue como
Aristóteles tropezó también con el problema con
el que el intelecto griego había comenzado a
filosofar: la cuestión relativa a la base más pro­
funda de la realidad.
En ello gana importancia ese rasgo funda­
mental que descubría en el campo de lo real:
esa .tendencia universal. ¿De dónde procede
exactamente el movimiento extenso y grande que
penetra a todo el mundo? ¿Qué sostiene al
mundo en su movimiento universal? ¿No debía
haber, se preguntaba Aristóteles, un primer cuer­
po móvil del que surgieran todos los demás
movimientos? En realidad, respondía, debe con­
siderarse que el mundo tiene su origen en un
primer objeto móvil. Y ese primer objeto móvil
no debía tener necesidad de ser movido; de lo
contrario, podría preguntarse de dónde, a su
vez, procede su movimiento, y en esa forma no
sería el primero.
Puede comprenderse bien al primer objeto
móvil no movido al tomar en consideración todo
lo que de él procede. Puesto que existe un im­
pulso continuo, ¿de dónde procede o dónde tiene
su origen ese impulso? Evidentemente de aque­
llo hacia lo que tiende, del mismo modo que el
amor es despertado tan sólo por la persona o el
objeto amado. En esa forma, opinaba Aristó­
teles, se debe concebir el primer móvil no mo­
vido; él es el último objetivo de todos los im­
pulsos del mundo.
Aristóteles añade a éste toda una serie de des­
tinos ulteriores. Todos los impulsos del mundo
van encaminados a la autorrealización. Así pues,
el objetivo final, lo más real entre lo real, debe
ser la realidad pura. Todos los impulsos del mun­
do tienden hacía la perfección. Por consiguiente,
el fin primordial debe ser la perfección suprema.
Pero, ¿qué es lo más real y lo más perfecto?
Aristóteles responde: la divinidad. En ella pues
se basa y de ella procede ese rasgo fundamental
de la realidad, ese impulso constante hacia la
realización y la perfección. Por ello, Aristóteles
puede también decir: “Todo lo que es de la na­
turaleza, lleva en sí algo divino/'
También para Aristóteles, el sobrio investi­
gador de las cosas, el hombre de mundo, la
última palabra no es el mundo, sino Dios. Desde
luego, no el Dios creador en el sentido del cris­
tianismo, que le dio existencia al mundo desde
fuera, sino la divinidad como finalidad última del
impulso del mundo, inmanente a ese mismo
mundo. Ese concepto de Dios, tan alejado del
cristiano, lo comprendió claramente Lutero,
cuando aplicó a Aristóteles los calificativos de
“fabulista” y “filósofo rancio”.. Y sin embargo,
en sus pensamientos relativos a la divinidad,
Aristóteles iba en una dirección que hace com­
prensible que la filosofía cristiana de la Edad
Media se basara en él, e incluso que lo nom­
braran “precursor de Cristo en el campo de lo
natural”. Pues se pregunta además cómo debía
concebirse al objetivo final, a la divinidad. Y
responde: lo que es el hombre todavía en forma
no perfecta, lo que, sin embargo, es lo más
elevado en el mundo, eso debe ser la divinidad
en la perfección: el logos, la razón. Así, Aristó­
teles dijo expresamente: “Dios es espíritu o se
encuentra por encima de éste.”
Pero si Dios es un espíritu pensador y si su
naturaleza está en el conocimiento, se pregunta,
¿qué es entonces lo que conoce? No el mundo;
de lo contrario, el fin último, sería nuevamente
dependiente de su objeto, el mundo y, por ello
ya no podría ser el último fin. Pero si la divi­
nidad no conoce al mundo, ¿cuál es pues el
objeto de su conocimiento? Aristóteles responde:
nada excepto ella misma. La divinidad es el
pensamiento puro de sí misma, una especie de
contemplación profunda de su propia natura-
leza. Con ese discernimiento, el pensamiento
griego sobre el origen de lo real alcanzó su punto
culminante.
Así el pensamiento de Aristóteles, ese hombre
realista de la entrega al mundo, tiene en último
término un origen religioso. Al final de su vida
y mirando retrospectivamente su esfuerzo ince­
sante por conocer lo real, pronunció las extrañas
palabras: —“Cuanto más me encierro en mí
mismo y más solitario me encuentro, más me
enamoro del mito.” Quien había considerado al
mundo con suficiencia, debía conformarse al fi­
nal con la sabiduría relativa a Dios. Sin embargo,
decía Aristóteles, esa es la tarea de todos los
seres humanos. Así dice como conclusión de su
ética: —“No deben escucharse las advertencias
de quienes dicen que los humanos deben pensar
sólo en lo humano y los mortales en lo mortal;
por el contrario, debemos esforzarnos, hasta don­
de sea posible, por ser inmortales.”
SAN AGUSTÍN O LA UTILIDAD
DEL PECADO
contemporáneo de Agustín que lo
C u a l q u ie r
hubiera conocido en su juventud, difícilmente
hubiera podido sospechar que aquel hijo del
mundo iba a convertirse, más tarde, en un Padre
de la Iglesia e, incluso, en el más grande del
Occidente. Por el contrario, el joven Agustín
daba la impresión de dejarse llevar siempre con
placer por las diversiones del mundo. El hecho
de que estudiaba de mala gana el griego en la
escuela y de que robaba peras en la huerta del
vecino, era todavía pasable; eso servía para dife­
renciarlo de la clase dudosa de los virtuosos. Pero
cuando fue a Cartago a estudiar la retórica, se
hizo amigo de un grupo de estudiantes impetuo­
sos que se daban el nombre de los “Subversivos”,
aunque era lo suficientemente prudente como
para no tomar parte en sus asaltos nocturnos a
los inofensivos transeúntes. Por el contrario, par-
ticipó él mismo —entre la gente del mundo de
los espectáculos— en numerosos amoríos, a los
que dedicaba sus días y sus noches. Pero también
cuando comenzó a asentarse, cuando se convirtió
en profesor de retórica en Cartago, luego en
Roma yf finalmente, en profesor de la misma
disciplina en Milán, estuvo muy lejos de llevar
una vida irreprochable. Vivía con una concubina
y, a pesar de que la amaba sinceramente —como
lo sabemos por su propio testimonio— y de que
llegó a tener de ella un hijo como fruto de sus
amores, Agustín se llenó de escrúpulos. Su ma­
dre, venerada más tarde como Santa Mónica,
fomentaba esos reparos, según las apariencias,
menos por motivos moralistas que por su deseo
de que su hijo tuviera un matrimonio decoroso
y apropiado. Así pues, la amiga fue despedida
—no sin que se derramaran lágrimas por ambas
partes—, y Agustín se propuso normalizar su
vida, lo cual significaba casarse con una doncella
de buena familia. Pero al prolongarse demasiado
el periodo de noviazgo se apresuró a buscarse
otra querida. En resumen, ese joven Agustín,
un hombre del siglo iv después de Cristo, era
un típico romano de las postrimerías, de esa
época que se ha cansado de la severidad de las
virtudes de la Roma antigua y que presenta como
ideal del hombre el libertinaje, aunque con cier­
ta moderación.
Pero después, ¡qué imagen tan diferente ofrece
el Agustín posterior! Una conversión repentina
lo arrancó de la existencia que llevaba, dividida
entre el trabajo intelectual' y los placeres sen­
suales. Se bautizó a los 33 años de edad, aban­
donó la posición de primer plano que ocupaba
en Milán y regresó a África, su tierra natal.
Allí fundó una especie de monasterio de lai­
cos con el fin de poder dedicarse a los estudios
teológicos y filosóficos, rodeado solamente, en
su aislamiento, de amigos y personas que pen­
saban como él. Pero el destino no le deparaba
una vida tranquila. Cuando debía elegirse un
ayudante del obispo, en la vecina ciudad de
Hipona, fue reconocido Agustín entre los vo­
tantes que participaban en los comicios; lo im­
pulsaron con fuerza hacia el frente y lo obligaron
a aceptar el puesto contra su voluntad. Más
tarde, se hizo cargo del obispado de Hipona, lo
cual no sólo llevaba consigo una multitud de
deberes espirituales en cuanto a las predicacio­
nes y la dirección de los fieles, sino también las
tareas penosas de administración de los vastos
bienes de la Iglesia. Sin embargo, Agustín sólo
podía dedicar una pequeña parte de su tiempo
a esos cometidos de príncipe de la Iglesia. Tra­
bajó infatigablemente con la pluma, redactó gran
cantidad de escritos teológicos y filosóficos y
tomó parte, con pasión, en las polémicas religio­
sas e intelectuales de su tiempo.
Más adelante, a los setenta y dos años de edad,
se retiró de la vida pública. Poco después con­
trajo una enfermedad que tomó como pretexto
para aislarse por completo. Murió en el recogi­
miento en el año 430, lejos del mundo, al que,
no obstante, tan apasionadamente adicto había
sido en su juventud.
Cuando Agustín en sus últimos años mira re­
trospectivamente el tiempo de su juventud lo
que hizo en aquel entonces le parecía ser sim­
plemente una cadena de pecados. Con ello no
se refería sólo a las incorrecciones abiertas, como
sus devaneos amorosos un poco irresponsables,
o a la ambición desmedida de sobresalir en elo­
cuencia entre todos los demás. También se sentía-
culpable de cosas que aparentemente eran ino­
fensivas tales como el hecho de que, de estu­
diante, prefiriera los juegos a los estudios, o que
se ocupara más de la quema de Troya que de
la tabla de multiplicar, o el hecho de que fuera
de tan buena gana al teatro. Incluso se pre­
guntaba si no sería pecaminoso el que, de niño
de pecho, pidiera a gritos el alimento. Desde
luego, el Agustín de los últimos años hubiera
deseado poder borrar todo cuanto había ocurrido
con anterioridad.
Al representarnos la figura de ese hombre,
¿debemos unimos también nosotros a ese deseo?
¿Sería Agustín más venerable o más santo, si
hubiera sido desde el principio como fue des­
pués de su conversión? Quizá. No obstante, es
seguro que no hubiera sido más humano, puesto
que la humanidad de un hombre, entre otras
cosas, depende de lo amplio que sea el conjunto
de posibilidades que tenga a su alcance y que, de
hecho, las aproveche. Así pues, no es muy erró­
neo pensar que los devaneos y las turbulencias
de juventud, de que tanto se lamentaba Agus­
tín, le permitieron conocer posibilidades que, de
no haber sido eñ ese medio, nunca hubiera
podido apreciar. El hecho de que le fueran fa­
miliares todas las cosas humanas contribuyó mu­
cho a la grandeza de Agustín como hombre.
Eso contribuyó también a la grandeza que
tuvo como pensador, ya que lo que le hizo tener
la intensidad pensadora singular que era la suya
y que le pfermitió realizar grandes avances en
el campo teológico y filosófico, es el hecho de
que se toma a sí mismo como objeto de su
reflexión, con una vivacidad que nadie tuvo
antes que él. En ese sentido dijo en cierta oca­
sión: “Me había convertido en interrogación para
mí mismo.” En esa forma, Agustín fue el pri­
mero que pudo escribir una autobiografía ver­
dadera: como representación sincera y sin palia­
tivos ni encubrimientos de su propia vida. Se
trata de la famosa obra de Las Confesiones.
Pero en ellas Agustín no sólo desea mostrar
cuáles fueron las experiencias que tuvo en su
vida, sino que, de manera primordial, expone
cómo, en los acontecimientos que describe, se
encontró a sí mismo y aprendió a entenderse.
Pero también en ese aspecto fue Agustín más
lejos. Los rasgos que descubre mirándose a sí
mismo, los comprende como factores pertene­
cientes a la naturaleza humana. Precisamente es
la gran cuestión relativa al hombre la que lo
hace tender a la filosofía y lo mantiene en ella.
Su convicción básica es: el hombre sólo llega a
la verdad cuando se examina a sí mismo, cuando
observa su propio interior. Así es como Agustín,
precisamente en la vivacidad de su propia vida
interior, se convirtió en el gran descubridor de
la interioridad humana. Por eso puede escribir:
“No te proyectes fuera, vuélvete hacia ti mismo;
porque en el interior de los seres humanos se
encuentra la verdad.”
Con esa vuelta hacia la interioridad, como se
realiza precisamente en Agustín, comienza una
nueva época en la filosofía. No considera al hom­
bre, como los filósofos griegos en general, como
miembro del cosmos, ni como Sócrates y sus
seguidores, o sea, como el que actúa con otros,
ni como los neoplatónicos, que lo veían como
una parte de la divinidad esparcida en el uni­
verso. A Agustín le importa ante todo el hom­
bre en las disposiciones de su naturaleza que se
abren a él en la visión de su propio interior; el
hombre, como se muestra en la experiencia de
sí mismo.
Pero, ¿qué descubrió Agustín en el hombre?
Primeramente, no mucho más que el hecho de
que hay algo en él que no encaja. Precisamente
al recordar la confusión de su propia juventud
llegó Agustín a la conclusión de que no todo
está en orden en el hombre, puesto que vive
en el error. Pero al mismo tiempo, el hombre
ansia salir de esa situación; se le hace intolerable
permanecer en su situación equivocada. De la
confusión y la ansiedad surge como resultado
lo que es característico de su naturaleza: el desa­
sosiego. Así, Agustín resume sus reflexiones en
la breve frase: “nuestro corazón está inquieto”.
Si se lee esa frase en el contexto, será posible
ver el horizonte ante el cual se encuentra en
último término todo lo dicho por Agustín: “Nos
creaste para ti, y nuestro corazón está inquieto
hasta que reposa eñ ti.” Siempre que Agustín
habla del hombre, incluso cuando se trata de
enunciados filosóficos, no lo hace como simple
antropólogo, sino al mismo tiempo como teólo­
go filosófico. También en esa característica es
representativo de su época: aquella antigüedad
tardía que experimenta con tanta fuerza la mi­
seria y la impotencia del hombre y que por eso
se esfuerza tan fervientemente por ponerlo a
salvo en la divinidad.
Pero, en ese anhelo, Agustín es al mismo tiem­
po y sobre todo, un pensador cristiano. Desde
luego, no lo fue al principio. Llegó a la filosofía
a través del eclecticismo de Cicerón y se sumió,
presionado por su propia experiencia del mal, en
la imagen oscura que el maniqueísmo tenía del
mundo según la cual, todo lo real representa la
lucha entre un principio original bueno y otro
malo; llegó después hasta los límites del más
completo escepticismo, hasta que, finalmente, en
el neoplatonismo y en sus principios fundamen­
tales de un mundo trascendental y verdadero,
encontró la manera de filosofar adecuada para
él. De esos principios al pensamiento cristiano
sólo hay un paso, ya que los neoplatónicos veían
también al hombre completamente en relación
con la divinidad, como lo hace también, a su
manera, la interpretación cristiana del hombre.
Así, Agustín era ya un teólogo filosófico en el
momento de su conversión al cristianismo; pero
al hacerse cristiano, se transformó en el mayor
de todos los filósofos cristianos del mundo occi­
dental. En su filosofía cristiana se unen las pre­
guntas relativas al hombre y las referentes a Dios
en un gran problema que él mismo formuló
como sigue: “Deseo conocer a Dios y al alma.
¿Ninguna otra cosa? No, ninguna/7
Bajo el aspecto del concepto de Dios aquel
desorden en el ser del hombre, del que Agustín
parte, se manifiesta completamente, sobre todo
en su carácter funesto. Porque si se le relaciona
con Dios debe considerársele como pecado; por
eso el Agustín de los últimos tiempos se repro­
chaba tan continuamente sus faltas de juventud.
Pero puesto que ese desorden pecaminoso deter­
mina al hombre desde el principio de su exis­
tencia, Agustín acepta la doctrina paulina sobre
el pecado original. Ahora enseña, que el hombre
fue creado como un ser bueno, pero que fue
pervertido desde sus fundamentos por el pecado
de Adán, de modo que, desde entonces, es abso­
lutamente incapaz de estar sin pecado; perma­
nece inevitablemente bajo la fatalidad de la pe-,
eaminosidad común. Así, la interpretación que
hace Agustín de la naturaleza de los seres huma­
nos se aleja enonnemente del pensamiento grie­
go. Para éste, como lo expone Sócrates con la
máxima claridad, el hombre es bueno por natu­
raleza, y para que actúe también de manera
correcta, sólo necesita la conciencia de su bon­
dad original.
Sin embargo, cuando Agustín resuelve el pro­
blema de la perversión en la naturaleza humana
aduciendo la enseñanza sobre el pecado original,
eso lleva al pensamiento a enfrentarse con enor­
mes dificultades. La pecaminosidad en virtud del
pecado original debe ser una fatalidad inevita­
ble; luego, los seres humanos no pueden evitar
comportarse erróneamente; luego sus actos no
están subordinados a su libertad y responsabili­
dad propias. Por otra parte, el pecado debe en­
tenderse como culpa, si no se quiere vaciar com­
pletamente a su concepto de su significado.
Pero, de manera evidente, la culpa sólo puede
imputarse cuando el que actúa es responsable
de sus actos, lo cual quiere decir, cuando se le
considera como un ser libre. Así pues, en lo que
se refiere al hombre, el concepto del pecado ori­
ginal y el de la libertad se oponen absolutamente
el uno al otro.
Agustín no pensó siempre en la misma forma
con respecto a ese problema. En sus primeros
escritos hizo hincapié en la libertad y la auto-
responsabilidad. Pero más tarde dudó sobre ese
punto. Si se considera consecuentemente la om­
nipotencia de Dios, es evidente que, entonces, la
libertad del hombre se reduce a la nada. Así,
finalmente, llega Agustín al concepto de la divi­
na predestinación, que establece de antemano
todos los actos y los destinos de los humanos:
por su voluntad inescrutable, Dios redime a
quien quiere y condena a quien desea. Eso es lo
que defendía él Agustín de los últimos tiempos
con pasión frente a los qué, en su opinión,
hacían demasiado honor a los seres humanos al
concederles la libertad y, al mismo tiempo, dis­
minuyen la gloria de Dios. El concepto de Dios,
desarrollado hasta en sus últimas consecuencias,
exige que sólo a Él se atribuya la libertad abso­
luta, por difícil que sea comprender esto para el
entendimiento humano. Lo único que se puede
hacer —es lo último que dice Agustín a ese
respecto— es inclinarse ante los misterios divinos.
El que Dios se encuentre rodeado de obscu­
ridad para el entendimiento humano es una de
las primeras inteligencias de Agustín, a la que
llegó no sin influencia de los conceptos neopla-
tónicos. Durante todo el resto de su vida se
aferró a ese pensamiento. Dios es “incompren­
sible e invisible”, “está muy oculto”. El conven­
cimiento sobre la incomprensibilidad básica de
Dios aparece en forma particularmente impre­
sionante cuando la formula Agustín de manera
paradójica en el sentido de una teología nega­
tiva: de Dios no hay “ningún conocimiento
en el alma, excepto que sabe que no lo conoce”.
Sin embargo, esto indica que las simples re­
flexiones filosóficas,, la razón natural, no pueden
alcanzar un conocimiento seguro sobre Dios.
Éste sólo puede lograrse -por medio de la reve­
lación, aceptada por medio de la fe. En la bús­
queda de la verdad sobre Dios termina pues la
filosofía de Agustín; ésta desemboca en la teolo­
gía de la fe. “Somos demasiado débiles para
encontrar la verdad mediante la razón simplé;
por ello nos es necesaria la autoridad de las Sa­
gradas Escrituras.”
El hecho de que Agustín advirtiera siempre
que la fe no podía prescindir de la razón, no
abolía por completo la superioridad de.la fe sobre
el pensamiento. Porque la razón, en opinión de
Agustín, es dependiente de la fe; da a ésta por
sentada, y es la asimilación pensada de las ver­
dades que se logran originalmente mediante la fe.
Así pues, la razón no lleva en sí misma su certi­
dumbre, sino que la recibe por la gracia de la fe.
Desde luego, Agustín no siempre saca esa con­
clusión categórica de la subordinación de la
razón a la fe. En años anteriores, se había in­
troducido demasiado profundamente en los pen­
samientos filosóficos como para abandonarlos de
manera tan simple. Así, a pesar de su debilidad
fundamental, concede a la razón natural una
posibilidad de aprehender a Dios. Por supuesto,
en comparación con la fe, ese conocimiento filo­
sófico de Dios es muy deficiente. Sobre todo,
no consiste, como opinan los neoplatónicos, en
una visión directa de Dios. Si Agustín habla
ocasionalmente de las etapas de la elevación
hacia Dios, en la última de las cuales es posible
verlo, ese concepto queda aislado y, de hecho,
hacia el final de su vida, el mismo Agustín se
retractó de él. A lo largo de toda su obra expresa
el concepto de que el hombre no puede hablar
de Dios sobre la base de una visión directa,
sino de manera indirecta: a saber, que a partir
de sus propias experiencias se considera a sí mis­
mo y su situación en el mundo, y se pregunta
cómo debería representarse a Dios, si tanto el
mundo como el hombre le deben la existencia.
De esa manera, en opinión de Agustín, es
posible llegar también mediante la razón natural
a la conclusión de que Dios existe. La singula­
ridad de la prueba de la existencia de Dios que
Agustín intenta presentar consiste en que no
parte, como lo hizo más tarde Tomás de Aquino,
de la suposición de que la existencia del mundo
finito no se funda en sí misma y, por ende, hace
referencia a un Dios Creador. Agustín llegó a
su prueba de la existencia de Dios más bien
a través de la experiencia del hombre, lo cual va
de acuerdo con la tendencia básica de su pen­
samiento. Éste descubre mediante la introspec­
ción que existe la verdad. Por tanto debe haber
también una escala con la que sea posible medir
si la razón está en la verdad. Ahora bien, esa
escala de medición, a cuyo veredicto se encuentra
sujeta la razón, debe ser por ello más elevada
que esta última. Pero lo único que supera a la
razón es Dios. Así pues, concluye Agustín, debe
existir Dios, la escala de medición de la verdad.
Pero Agustín considera que puede conocerse
no sólo la existencia de Dios, sino también su
naturaleza, aunque de manera vaga. También
en este caso partía de la experiencia propia.
Sabemos que somos; ésta es, incluso, la única
certidumbre que se encuentra libre de toda duda.
Pero Dios es quien nos ha dado la existencia y
nos mantiene vivos, del mismo modo que a
todo cuanto es. Así pues, debe considerársele
como el más elevado de cuantos seres existen.
Descubrimos además, en nosotros mismos que,
desde el fondo de nuestros corazones, tendemos
hacia aquello que es bueno para nosotros —con
toda la inquietud que caracteriza al hombre; del
mismo modo, todas las demás creaturas tienden
hacia lo bueno. También esa tendencia debe en­
tenderse como provocada por Dios. Por tanto,
Dios debe ser el mayor bien anhelado, el obje­
tivo de toda ansiedad y el bien supremo.
Agustín opina que por medio del pensamiento
natural también es posible llegar más allá del
conocimiento de estas características más gene­
rales de la naturaleza de Dios. Para ello, es nece­
sario un modo especial de conocimiento que
describía* como inteligencia por analogía y que
fue el primero en desarrollar con gran estilo.
También en ese caso parte del hombre. Si éste
se comprende bien, debe considerarse como crea­
do e, incluso,^ como lo enseña la tradición cris­
tiana, como creado a imagen y semejanza de
Dios. Todas las cosas y los seres existentes, según
el pensamiento de Dios, deben considerarse como
creaturas. Ahora bien, las creaturas —sigue pen­
sando Agustín—7 llevan la huella del Creador.
Por ello busca en todo lo existente, y sobre todo
en el hombre, indicios de aquel que dio la exis­
tencia a todo. En el caso de que fuera, posible
descubrir tales huellas, podría llegarse en cierta
manera, a partir del hombre, el mundo y las
obras divinas, al creador de todo.
Esta aprehensión indirecta de la naturaleza de
.Dios, basada en el método de la analogía, es
particularmente fructífera cuando se trata de
comprender, por medio del razonamiento natu­
ral, algo sobre el Dios trinitario que enseña la fe
cristiana. De hecho, dice Agustín, el pensamiento
filosófico puede hacerlo' Si el hombre se exa­
mina a sí mismo, descubrirá que él mismo se
encuentra estructurado de manera triple; se com­
pone de memoria, voluntad e inteligencia. Tam­
bién todas las demás cosas existentes tienen es­
tructura triple. Cada cosa es singular, se dife­
rencia de todas las demás y, al mismo tiempo,
permanece en relación con éstas. Si se entiende
esa triplicidad en la naturaleza del hombre y de
todas las crea turas, con ayuda de la analogía,
como huella de Dios, es posible conocer, por lo
menos, el principio básico de la Trinidad de
Dios, y no sólo por medio de la fe, sino tam-
bién con una comprensión natural.
Todas las posibilidades citadas de llegar a
enunciados filosóficos sobre Dios se basan en
el concepto de que el hombre, y junto con él
todo cuanto existe, fue creado por Dios. Agustín
no puso nunca en duda esa afirmación y, por
ello, no consideró particularmente necesario fun­
damentarla con razones demasiado complejas. El
hecho de que Dios es el creador del mundo y
de que el mundo fue creado por Dios, es el
primer axioma en que se basa no sólo el pensa­
miento teológico de Agustín, sino también el
filosófico.
Puede decirse, incluso, que Agustín aceptó
y concibió ese concepto de la creación con una
radicalidad a la que, antes que él, ninguno de
los grandes pensadores griegos había llegado.
Para Platón, Dios era el escultor del mundo,
que había dado forma al caos y lo había orde­
nado; así pues, según él, el caos existía ya antes.
Pero Agustín consideraba que ese concepto dis­
minuía el poder de Dios, y basaba en este últi­
mo todos sus razonamientos. Si se considera el
poder de Dios como absoluto, no puede con­
cebirse que hubiera nada que precediera a su
voluntad creadora, ni siquiera un caos existente
por sí mismo. Por ende, la creación debe com­
prenderse en realidad como de la nada. En ese
concepto demasiado paradójico para el pensa­
miento de los antiguos culmina la representa­
ción de Dios como el todopoderoso absoluto,
que es la forma en que lo veía Agustín siem­
pre que reflexionaba en la divinidad.
Dios también tiene poder sobre la historia.
Esto es para Agustín de una importancia pri­
mordial, puesto que no le interesaba, como a los
filósofos griegos, el mundo natural, sino mucho
más, el mundo histórico. También esto está rela­
cionado con el hecho de que el pensamiento de
Agustín está orientado, generalmente, al hombre.
Pero no considera a éste simplemente como ser
racional ahistórico, sino como el hombre históri­
co. A partir de este concepto, Agustín desarrolló
una interpretación amplia de la historia que lo
distinguió como el primer gran teólogo y filó­
sofo de la historia del Occidente. Para él, la his­
toria de la humanidad es un escenario en el que
tienen lugar tremendas luchas entre el reino de
Dios y el reino del mundo y del diablo; las épo­
cas de la historia representan las etapas de esa
lucha. Pero también en este caso, la mirada de
Agustín pasa por encima del nivel humano para
dirigirse a los dominios de Dios. El principio de
la historia no fue el momento de la aparición del
hombre sobre la Tierra, sino que se inició con la
caída de los ángeles malos; tuvo su punto medio
en la venida de Cristo y concluirá con el juicio
final, con la condenación de los malos y la con­
sumación completa del reino de Dios. Sin em­
bargo, como podía esperarse de la visión de Agus­
tín, todo ello no es fruto de las obras del hom­
bre sino de la voluntad de Dios, según la cual
suceden todas las cosas.
En esa forma, el pensamiento de Agustín se
extiende entre los dominios humanos y los divi­
nos, en un esfuerzo inmenso por llegar a vislum­
brar las cosas divinas a partir de las humanas;
El hecho de que, como pocos antes que él, haya
logrado penetrar tanto en los misterios de Dios,
se debe a que logró profundizar los misterios
humanos como ningún otro pensador previo lo
había hecho. Pero los misterios humanos sólo
puede descubrirlos aquel que sea humano él
mismo, precisamente como lo era Agustín: un
hombre con todas las cosas humanas del hombre.
SANTO TOMÁS O LA RAZÓN
BAUTIZADA

Es c o s t u m b r e representar a los filósofos cómo


hombres de cuerpos enflaquecidos, con mejillas
macilentas y hundidas, como si el intelecto que
reside en ellos hubiera agotado casi por completo
su físico. Es posible que Immanuel Kant haya
sido de ese tipo. Por el contrario, ante la imagen
externa de Tomás de Aquino, el famoso pen­
sador del siglo x i i i , sería preciso cambiar de
idea, ya que su constitución corporal era impre­
sionante. En su pupitre —según se ha trasmi­
tido—, fue preciso abrir un hueco redondo con
el fin de que le fuera posible sentarse y estudiar.
Se puede mencionar esto sin que disminuya el
respeto por el gran hombre, ya que él mismo
acostumbra hacer comentarios irónicos sobre su
propia corpulencia.
Ese exterior un poco torpe corresponde al
modo en que Tomás se movía entre los hom­
bres. Hablaba muy poco, de modo que sus com­
pañeros de estudios le daban el nombre de “buey
silencioso”. Sin embargo, su poca comunicati-
vidad no se debía al hecho de que no tuviera
nada que decir, sino que correspondía mucho
más al deseo de no llamar la atención a ningún
precio. El hecho de que en él había más que en
cualquier adepto común a la teología y la filo­
sofía sólo se descubrió por casualidad. Un com­
pañero de estudios creyó deber ayudar a aquel
camarada un poco torpe y descubrió, en esa
forma, que éste podía explicar todas las cosas
mejor que él mismo e, incluso, mucho mejor
que el sabio profesor. Sin embargo, Tomás rogó
encarecidamente a su compañero que guardara
en secreto su descubrimiento.
En esa forma se pone de manifiesto uno de
los rasgos característicos de Tomás. No se preo­
cupaba en absoluto por sí mismo. Le interesaba
sólo la cosa, no la propia persona. Esa caracte­
rística va tan lejos que, precisamente en las
situaciones más inapropiadas para ello, se sumía
en sus meditaciones de manera tan profunda que
se olvidaba por completo de todo cuanto lo ro­
deaba. A ese respecto, se conoce una anécdota
reveladora. Tomás fue invitado por el rey San
Luis de Francia a su mesa. Guardaba silencio
como de costumbre, pero repentinamente gol­
peó la mesa con el puño y exclamó: —'“Así, es
preciso argüir contra la herejía de los mani-
queos.” Podemos imaginamos el mutismo es­
candalizado de los cortesanos; pero, en ese mo­
mento, el rey se reveló verdaderamente como el
santo que sería más tarde: hizo acudir a un escri­
bano y le hizo tomar nota, inmediatamente, del
argumento que Tomás acababa de descubrir con­
tra la enseñanza de los maniqueos.
La entrega desinteresada a la causa era algo
que caracterizó a Tomás de Aquino desde su
juventud. Procedía de una familia prominente
del sur de Italia que podía vanagloriarse de su
parentesco con la dinastía de Staufen, de modo
que le estaban abiertos los cauces más brillantes.
La familia lo destinó, como al menor de sus
hijos, al estado eclesiástico, donde, por lo menos,
debería convertirse en superior de alguna rica y
famosa abadía; pero Tomás se empeñó en hacer­
se monje mendicante y, por ello, ingresó a la
orden recién fundada de los dominicos. En lugar
de todo el brillo y la pompa exteriores, allí le
esperaba el ideal de la pobreza. Pero precisa­
mente ese rasgo ascético del nuevo movimiento,
ese intento de, en medio de una cristiandad
satisfecha, llevar una vida acorde con el Evan­
gelio, era lo que atraía irresistiblemente a la ju­
ventud de aquella época y, entre ella, a Tomás.
Naturalmente, la pertenencia a una orden
mendicante de esa índole exigía mucha abne­
gación. Tomás tuvo que efectuar a pie todos
sus viajes, que emprendió muchas veces desde
Nápoles y Roma, hacia París. La orden ni si­
quiera pudo facilitarle nunca suficiente papel
para que llevara a cabo su obra escrita, de modo
que, muchas veces, se veía obligado a escribir
sus pensamientos en pequeños trozos de papel.
A esto se agrega que el movimiento nuevo y
considerado como revolucionario inmediatamen­
te llamó a la lucha a las fuerzas de los viejos y
conservadores. Tomás mismo tuvo que experi­
mentar algo de ese antagonismo, ya que la fa­
mosa Universidad de París se negó a admitirlo
en su cuerpo docente y prohibió a los estudian-
tes que asistieran a su conferencia inaugural.
El mismo antagonismo de las fuerzas conser­
vadoras se puso de manifiesto ya desde el mo­
mento de su decisión de ingresar a la orden de
los dominicos. La familia estaba horrorizada por
tanta deslealtad hacia el honor de su estirpe. Sus
hermanos atacaron a Tomás cuando iba en ca­
mino, y lo mantuvieran prisionero en un castillo
incomunicado. Allí, trataron de hacerlo desistir
de sus propósitos por medios que demuestran el
desconocimiento que tenían de la tenacidad de
su hermano. Introdujeron en su celda a una
cortesana muy bella. La damisela, que esperaba
pasar una hora de amor, debió aterrorizarse bas­
tante al ver avanzar hacia ella al gigantesco joven,
llevando en la mano levantada un leño ardiendo
que había tomado de la chimenea.
La pasión expresada en ese gesto, con la que
defendía la entrega desinteresada a su determina­
ción, decide toda la vida de Tomás. No espe­
raba nada en absoluto de la existencia externa,
y llegó a rechazar incluso el arzobispado de Ná-
poles, que le fue ofrecido. Lo único que le inte­
resaba era conservar su libertad interior para po­
derse dedicar plenamente a sus cosas. Pero éstas
eran el intento de un fundamento nuevo para
la teología y la filosofía cristianas. La firmeza con
la que se aferraba a esa tarea hizo que, aunque
fuera atacado muchas veces en su época, se con­
virtiera finalmente en una autoridad como sólo
lo había sido Agustín, en esos campos, casi mil
años antes. El joven Tomás permitía ya vislum­
brar en él algo de su importancia futura. En todo ,
caso, su maestro, .el gran filósofo y teólogo Al­
berto Magno, la vislumbró con gran clarividen­
cia* A las chanzas de los demás estudiantes,
respondía: —“Lo llaman el buey silencioso; pero
yo les digo que los mugidos de ese buey se harán
tan grandes y poderosos que llenarán el mundo."
La situación de su tiempo hacía necesario, evi­
dentemente, que existiera un pensador de una
capacidad de concentración tan elevada, porque
era una época de grandes riesgos para el espíritu
y, sobre todo, en los campos de la teología y la
filosofía. En los siglos anteriores habían tenido
lugar numerosas controversias que habían dado
como resultado cierto conformismo. Del con­
tacto del intelecto de los griegos con las expe­
riencias cristianas fundamentales había surgido
una filosofía cristiana que había tenido su pri­
mera expresión importante en el pensamiento
vigoroso y vivaz de Agustín y que, finalmente,
había alcanzado su plena vigencia con Anselmo
de Canterbury. Esa filosofía cristiana se basa en
una síntesis entre la razón natural y la fe, pero
de tal modo, que la razón estaba subordinada a
la fe, con el fin de que después, precisamente
en ese servicio, pudiera desarrollarse plenamente.
En ese sistema equilibrado de filosofía cris­
tiana apareció, mucho antes de Tomás, un im­
pulso perturbador. Se aprendía una filosofía que
era más de lo que podía encajar, sin consecuen­
cias, en la fe cristiana: la filosofía de Aristóteles.
Ésta había sido poco conocida hasta entonces en
Occidente. Por el contrario, los filósofos, árabes
habían trasmitido todos los conocimientos aris­
totélicos, y éstos comenzaban a aparecer ahora
en la cultura occidental. Desde luego, esto tuvo
consecuencias muy amplias e, incluso, amena­
zaba con convertirse en una verdadera revolu­
ción espiritual, puesto que se descubrió una
interpretación del mundo que parece negarse a
ser un medio auxiliar de la teología. Represen­
taba, más bien, un sistema cerrado en sí mismo
que abarcaba toda la realidad, ascendiendo de las
cosas hasta Dios, pasando por el hombre. El
peligro que significaba para una filosofía cris­
tiana es notorio. Aquí parecía quererse afirmar,
junto a la verdad de la fe, una verdad pura­
mente mundana: una verdad exclusiva del enten­
dimiento. De hecho, esa posibilidad de un para­
lelismo se considera seriamente, y no por ma­
niáticos instruidos sin importancia, sino por pro­
fesores célebres de la Universidad de París, que
era en aquel entonces el centro de la ciencia.
En la misma época en que Tomás era profesor
de teología en París, el famoso pensador Siger
de Brabante, que era también profesor en París,
se acerca a la doctrina de una verdad doble, la
de la fe y la de la razón. Pero si se sostiene en
esa forma que dos puntos de vista antagónicos
son ambos verdaderos, eso conduce a un desga­
rramiento atroz del espíritu humano. Eso se con­
sideró como extraordinariamente perturbador o
inquietante. Buenaventura, que fue también uno
de los grandes pensadores de entonces, profe­
sor de teología en París al mismo tiempo que
Tomás de Aquino,,con quien le unía una estre­
cha amistad, amonestaba recordando el sueño
de San Jerónimo, en el cual éste era azotado
en el Juicio Final porque había encontrado agra­
do en la filosofía de Cicerón.
En esa situación peligrosa no sólo para la posi­
bilidad de que existiera una filosofía cristiana,
sino para la unidad del espíritu humano, entró
en la lid Tomás de Aquino. Éste se dio a la
tarea de reconciliar entre sí las dos visiones anta­
gónicas del mundo, sin que ninguna de ellas
sufriera menoscabo en sus derechos. Deseaba
darle al pensamiento aristotélico el lugar que le
correspondía, preservando, al mismo tiempo, la
verdad de la fe. Mediante un trabajo infatiga­
ble, reflexionando en todos los detalles de la
cuestión, logró la síntesis que exigía la época. La
expresó en voluminosas obras, la más conocida
de las cuales es la Suma Teológica a cuyo lado se
coloca, con el mismo peso, la Suma contra los
Gentiles , de orientación filosófica más fuerte. En
esas obras proyectadas en grande, realizadas con
prudencia y profundamente meditadas, se en­
cuentra el esbozo más importante de una filoso­
fía cristiana medieval: la fusión de una fe exis­
tente y acrisolada durante más de mil años con
una concepción filosófica que había perdurado
durante más de mil quinientos años.
Para que una síntesis semejante de la razón
con la fe pueda realizarse, es preciso investigar
antes a ambas por separado, para conocer sus
alcances. En esa forma, Tomás llegó a la con-
clusión de que las dos tenían sus propios campos
de acción. La fe tiene relación con las verdades
sobrenaturales y no tiene ingerencia directa, en
absoluto, en el campo del conocimiento de las
cosas del mundo. Por el contrario, la razón na­
tural se dirige, primordialmente, a esa realidad
del mundo y, como postulaba Tomás, en su
campo es preciso entrar racionalmente. Aquí
tampoco es necesario, como lo afirmaban algu­
nos de los seguidores de la filosofía agustiniana,
una dilucidación por medio de Dios. El punto
de partida para el conocimiento del mundo es,
más bien, el conjunto de las experiencias senso­
riales accesibles a todos, y el criterio de su ver­
dad es la inteligencia racional.
Desde luego, la aprehensión de lo sobrenatural
no excluye completamente a la razón natural.
Con ciertas limitaciones, esta última también es
capaz de un conocimiento de Dios. Sin embargo,
esos límites no llegan tan lejos como creían
Agustín y los pensadores medievales inspirados
en éste. El hombre, por sí mismo, sin interven­
ción de la revelación y de la fe, no puede cono­
cer la Trinidad, ni el pecado original ni la
encarnación; pero la existencia de Dios y ciertos
rasgos muy generales de su naturaleza pueden
descubrirse también por medios naturales. Pero
esto también con la limitación de que el cono­
cimiento parte de la realidad del mundo.
El modo en que Tomás distinguía la razón de
la fe, podía dar la impresión de que también él
se adhería a la afirmación de que existía una
verdad doble. No obstante, logró evitar el peli­
gro de un desgarramiento semejante del espíritu
humano con la ayuda del concepto de que tanto
la fe como la razón proceden de Dios, que creó
por una parte la fe y, por otra, la razón natural.
Así pues, ambas cosas razón y fe, coinciden en su
raíz, en Dios. Por eso no es posible que se opon­
gan entre sí. La fe no es irracional y la razón, por
su parte, si se entiende de manera correcta, no
puede enseñar nada que se oponga a la fe.
En esa síntesis, la fe tiene cierta preeminen­
cia. Si no fuera así, no podría decirse que Tomás
es un filósofo cristiano propiamente dicho. La
verdad de la fe es más perfecta que la de la
razón natural. Ésta está orientada hacia aquélla;
contiene “los preámbulos de la fe”. Pero sólo la
fe lleva a la razón a sus posibilidades más pro­
pias. “La gracia no anula la naturaleza, sino que
la perfecciona.”
Lo que tiene una importancia decisiva para la
historia del pensamiento filosófico es que, según
el concepto de Tomás, la realidad terrenal puede
ser conocida ampliamente mediante la razón
natural. De ello se desprende que ese pensador,
que nos parece tan conservador de la tradición
cuando lo observamos retrospectivamente, era
considerado por sus contemporáneos como un
innovador audaz. Permitía que las tendencias
básicas de los griegos, o sea, una filosofía paga­
na, tuvieran una participación en el pensamiento
cristiano que la filosofía y la teología inspiradas
en Agustín parecían no tolerar.
Esto se muestra ya en el tema que Tomás
propone a la filosofía. Aunque tanto para él
como para Agustín y grandes pensadores griegos,
Dios es el tema principal de la filosofía, el se­
gundo tema principal no era para Tomás, a dife­
rencia de Agustín, el alma separada del mundo,
sino, como para los pensadores griegos, el mundo
mismo, al cual el alma pertenece, al menos en
parte. Ahora bien, Tomás veía el mundo como
lo habían visto ya los griegos; en toda la abun­
dancia de sus formas, como se ofrece a los sen­
tidos. En eso consiste lo que se ha denominado
la “mundanidad” de Tomás.
A ese respecto, sin embargo, no le interesaba
solamente el conocimiento de las cosas en su
variedad de características. Como filósofo, Tomás
se interrogaba mucho más sobre la naturaleza de
las cosas. Trataba de acercarse a ella, ya que,
como lo hacía Aristóteles, distingue en las cosas
la materia y la forma. La materia le despreocu­
paba a Tomás casi por completo; le interesaba
embargo, no en el sentido de que esas formas
se expresan individualmente. Por el contrario,
veía en las formas la esencia de las cosas. Sin
embargo, no en el séntido de que esas formas
están establecidas de una vez por todas, sino
que ellas, de acuerdo con Aristóteles, son la esen­
cia de las cosas tanto como éstas se desarrollan
de manera viva en aquéllas.
Las formas o las esencias —conceptos en los
que supera a su maestro Aristóteles— existen ori­
ginalmente como ideas en el intelecto de Dios,
como si fueran bosquejos para la creación. Ahora
bien, si la filosofía, de acuerdo con su tarea den­
tro del conocimiento del mundo, extrae las esen­
cias de la realidad, puede llegar a descubrir el
propósito de Dios respecto al mundo. El hombre
puede hacerlo debido a que posee una “seme­
janza participante con el espíritu divino”. Ésa es
la justificación que da Tomás de la verdad en el
conocimiento humano. Al mismo tiempo, ese
concepto encierra una visión profunda de las
limitaciones del conocimiento. Tomás se aleja
mucho de la idea de los pensadores de fines de
la Edad Media y comienzos de la Moderna, de
que el hombre puede crearse libremente su pro­
pia imagen del mundo. Sostiene firmemente que
el conocimiento humano está ligado a la cons­
titución ontológica de la realidad creada por
Dios según las ideas. Ahora bien, al reflexionar
en el concepto de Dios sobre el mundo, éste se
le representa a Tomás como un todo de etapas
de construcción. Cada aspecto de la realidad es
más elevado mientras la forma haya superado
más a la materia. Por ello, los objetos inanima­
dos representan el nivel ontológico más bajo, ya
que en ellos la forma, se imprime sólo exterior-
mente. Más arriba se encuentran las plantas, que
tienen la forma en sí mismas, como un alma
vegetativa. Por encima están los animales, cuya
alma no sólo posee una capacidad vegetativa,
sino también sensitiva, la percepción. No obs­
tante, los mismos animales representan un nivel
relativamente bajo del ser, ya que su alma muere
junto con su cuerpo. Es diferente con el hombre.
Tiene también un alma sensitiva y vegetativa;
pero se caracteriza por su alma inmortal y espi­
ritual. Desde luego, el alma está unida al cuerpo
también en su parte espiritual. Por eso todavía
por encima del hombre se encuentran los espí­
ritus puros e incorpóreos: los ángeles. Pero tam­
poco estos últimos son perfectos; aunque son
espíritus puros, son también creados. Así pues,
por encima de todos se encuentra el espíritu
puro increado: Dios. Ésa es la imagen de la
realidad tal como la esboza Tomás, sugestiva
tanto por su unidad como por la abundancia
que abarca.
Las etapas descritas no son características de
una filosofía cristiana específica. También Aris­
tóteles basó en ellas su visión del mundo, con la
diferencia de que, en lugar de los ángeles, colo­
caba a los espíritus astrales. También es aris­
totélica la forma dinámica en que Tomás pen­
saba ese escalonamiento, no de manera estática.
Todo tiende a la forma, alejándose de la materia
informe. Es importante el hecho de que ese pro­
ceso fuera interpretado mediante los conceptos
de la potencia y el acto. La materia es única­
mente la potencia de ser formada. Cuanto mayor
sea la forma de una cosa, tanto más real es.
De esta manera, en todo el mundo tiene lugar
un impulso incesante de la potencia hacia el
acto. Ese concepto de que la realidad no se en­
cuentra en la materia, sino en la forma, une
el pensamiento medieval con el antiguo y los
opone a la visión moderna.
Desde ese punto de vista debe considerarse
también el concepto que tenía Tomás de Dios.
Si el mundo es una tendencia incesante de la
potencia al acto, entonces aquello a lo que más
se tiende debe ser el acto puro, sin ninguna
potencia. Pero esto es, en su máxima perfección,
Dios. A partir de aquí puede llegarse a otro con­
cepto sobre la naturaleza divina. Puesto que Dios
es una forma pura, alejada de toda materia, debe
ser considerado como un espíritu puro. También
en esto sigue Tomás a Aristóteles.
No obstante, con esa adhesión tan estrecha a
Aristóteles la filosofía corría el riesgo de hacerse
extraña al pensamiento cristiano. Porque en ella
aparece Dios como ligado en cierto modo a los
sucesos del mundo, aunque no como parte de
esos sucesos, pero sí como el principio supremo
e inamovible, hacia el que todo se mueve. A
partir de esto, la filosofía se acerca a un con­
cepto panteísta de Dios, tál y como lo concibie­
ron determinadas corrientes filosóficas árabes y
occidentales en tiempos de Tomás. Pero si éste
hubiera deseado unirse a los pan teístas, desapa­
recería la noción de la superioridad absoluta de
Dios sobre el mundo, lo cual sería tanto como
anular uno de los puntos más decisivos del con­
cepto cristiano de Dios.
Aquí se revela de nuevo el arte excelso de la
síntesis, en el que destaca Tomás como un maes­
tro. Para evitar las consecuencias panteístas,
regresa a los conceptos relativos a la creación.
Dios, como aquello a lo que más se tiende, no
sólo mantiene todas las tendencias en el mundo,
como piensa Aristóteles, sino que está también
en el comienzo de todos los sucesos como el
creador del mundo. Desde luego, Tomás no
podía demostrar esto por medios filosóficos.
Comprendía que el mundo debía tener su origen
en Dios, ya que todo lo real tiene su ser por
participación en Dios, que es la realidad abso­
luta. Pero también esa participación en Dios
podía considerarse como panteísta. En sentido
estricto, el concepto de la creación, por el con­
trario, presupone que entre el creador y lo crea­
do hay una distancia infinita. Pero ese concepto
no podía ser explicado de ninguna manera por
medió de la razón natural. Así pues, el concepto
de la creación es un presupuesto que Tomás
tomó de la tradición cristiana y que sólo podía
confirmar por medio de la fe.
Sin embargo, si se acepta primeramente esta
premisa relativa a la creación, a partir de ella,
como afirma Tomás, es posible entender la exis­
tencia de Dios por medio de la razón natural.
Aquí intervienen las famosas pruebas de la exis­
tencia de Dios de Tomás que no proceden de la
verdad en el alma, como la prueba de Agustín.
Más bien se basan —y ello es de nuevo carac­
terístico de Tomás— en la realidad del mundo.
Tienen la finalidad de demostrar que el mundo
finito no puede tener su origen en sí mismo, sino
que remite a Dios como su creador. Por ejem-
S a n to to m a s m
pío —según el argumento de Tomás—, podemos
comprender que todo lo que existe debe tener
una causa para ello. Esa causa, a su vez, debe
depender de otra causa más elevada. No obs­
tante, como afirma Tomás, no es posible conti­
nuar hasta el infinito en la cadena de la causa­
lidad. Por ende, debe haber una causa primera,
y ésta es Dios.
Pero Tomás opinaba que es posible conocer
por medios naturales no sólo la existencia de
Dios, sino también su naturaleza. También en
este caso parte de la realidad del mundo y utiliza
el camino de la analogía. El hombre es creado
por Dios; sin embargo, crear significa participar
a lo creado algo del propio ser. Así pues, en
cierto modo, es posible llegar a conocer al crea­
dor a partir de lo creado. La bondad de los seres
humanos permite deducir la bondad divina. Des­
de luego, Tomás argumenta a este respecto con
la mayor prudencia. La distancia entre el hombre
finito y el Dios infinito es tan enorme que en
la analogía es preciso, al mismo tiempo, negar
y realzar lo finito. Aunque la bondad divina es
análoga a la humana, al mismo tiempo es total­
mente diferente e infinitamente superior. En esa
forma, el hombre puede comprender por ana­
logía algo de la naturaleza de Dios, pero sólo en
un bosquejo confuso.
Sólo la fe puede proporcionar un conocimien­
to más perfecto de Dios. Pero ni siquiera en esa
forma puede obtenerse una noción completa.
Sólo en el más allá podrá ver el hombre a Dios
tal y como es: En comparación, ,todos los cono­
cimientos filosóficos y teológicos parecen ser sólo
sombras. “El conocimiento más elevado de Dios
que podemos alcanzar en esta vida consiste en
saber que se encuentra por encima de todo lo
que pensamos de él.”
Eso fue lo que experimentó directamente To­
más al final de su vida. Antes de concluir su
gran obra, la Suma Teológica , abandonó su plu­
ma. Se ha trasmitido como una de sus últimas
frases: —“No puedo más; ante lo que he visto,
todo lo que he escrito me parece paja.”
DESCARTES O EL FILÓSOFO DETRÁS
DE LA MÁSCARA

H ay una frase notable de Descartes, el famoso


filósofo de principios del siglo xvxi, el pensador
considerado como el fundador de la filosofía
moderna, que dice: —“Del mismo modo que
los actores se ponen una máscara, para, que la
vergüenza no se refleje en sus rostros, así entro
yo al teatro del mundo —enmascarado.” ¿Un
filósofo-enmascarado? ¿Alguien cuyo cometido
consiste en revelar las cosas y el hombre, escon­
dido tras una máscara? ¿Qué tiene que ocultar?
Si preguntáramos a sus contemporáneos, vería­
mos que ellos no lo saben. Descartes les parecía
impenetrable. Muchas veces, tuvo que defenderse
por medio de cartas y escritos contra las malas
interpretaciones y los falseamientos de sus con­
ceptos. Existe un desacuerdo total con respecto
a la importancia de sus enseñanzas. Muchos
afirman ^ue sus pe^aw#¿entm'estaban totalmente
de acuerdo con las verdades de las Sagradas Es­
crituras; sin embargo, el Sínodo Reformado de
Holanda y varias Universidades prohibieron sus
obras, y la Iglesia Católica las incluyó en el ín­
dice de libros no autorizados. Se comparó su
trabajo filosófico con las obras de Dios en los
seis días de la creación, y a él mismo con Moi­
sés, el legislador de la Antigua Alianza; pero se
le culpó también de incredulidad, ateísmo y de­
pravación. Todo ello ha seguido así hasta nues­
tros días. Uno de sus intérpretes llama a Des­
cartes un “filósofo cristiano; que lucha por el
honor y la gloria de Dios y su Iglesia”; por
el contrario, otro encuentra que con su filosofía
se inicia “la rebelión contra el cristianismo”.
Así pues, hasta ahora la máscara no ha sido
levantada. Pero, ¿quién es en verdad ese filósofo
enigmático, ese ocultador de sí mismo y de su
obra? ¿Quién es Descartes?
Comenzando con lo superficial, podemos decir
que nació en el año 1596. Con eso estuvo a
punto de concluir su biografía, puesto que su
afán de ocultamiento iba tan lejos, que deseaba
volver a desaparecer de la escena de este mundo
inmediatamente, y eso con tal empeño, que los
médicos abandonaron toda esperanza y lo desa­
huciaron. El hecho de que a pesar de todo
existiera un Descartes; un. fundador de la filo­
sofía moderna y con eso también esta misma,
debemos agradecérselo a una nodriza que, a
despeoho de los médicos, logró criar sano al niño.
Descartes conservó toda su vida tíña ventaja
del débil comienzo de la misma: tenía que cui­
darse constantemente y, por ello, para envidia
de sus condiscípulos, podía quedarse en la cama
toda la mañana durante sus anos de escolar; cos­
tumbre que conservó toda su existencia hasta que
tuvo que renunciar a ella, para su dolor, por de­
signio de un poder superior. Pero de eso habla­
remos más adelante.
La escuela a la qiie asistía era muy famosa en
su época: un colegio de jesuítas donde se enseña­
ban las ciencias de manera apropiada, escolástica
y tradicional. Descartes destacó muy pronto
como un alumno modelo, ya que era obediente,
formal y deseaba aprender, Pero ya desde enton­
ces comenzó a ponerse la máscara, puesto que
bajo la apariencia exterior de estudiante apro­
vechado, se escondía un espíritu rebelde. Se
rebelaba en secreto contra la tradición, que había
llegado a perder toda vida. Todo lo que se le
presentaba como sabiduría indiscutible, le pa­
recía estar sujeto a toda clase de dudas, sobre
todo la filosofía. No era posible, escribía más
tarde, pensar en nada, por raro e increíble que
fuera, que no hubiera dicho ya antes algún
filósofo. En lugar de las enseñanzas escolásticas,
Descartes se ocupaba secretamente con el movi­
miento revolucionario naciente de las ciencias
y la filosofía que, por supuesto, estaba prohibido
en el colegio de los jesuítas, y al que dio más
adelante su fundamento más profundo.
Antes de que eso sucediera, Descartes se apar­
tó de las ciencias durante cierto tiempo. En una
retrospección posterior señaló: —“En cuanto al­
cancé la edad que me permitía liberarme del
sometimiento a mis profesores, abandoné por
completo el estudio que se enseñaba. Decidí no
buscar más ciencia que la que pudiera encontrar
en mí mismo o en el gran libro del mundo. Por
ello, empleé todo el resto de mi juventud en
viajar, en ver cortes y ejércitos, en tratar con
seres humanos de diversas condiciones y posi­
ciones, en reunir experiencias múltiples, en po­
nerme a prueba en los sucesos que me ofrecía
el destino, y en meditar por doquier en todo
ello de tal modo que siempre obtuviera bene­
ficios .”
Descartes descubrió primeramente el “libro del
mundo” en París, ya que era allí, mejor que en
cualquier otro lugar, donde podía encontrar el
gran mundo. Llegó a esa ciudad “acompañado
por algunos servidores”, como informa un bió­
grafo, y se dejó arrastrar por el torbellino de los
placeres, cabalgando, batiéndose en duelos, bai­
lando y jugando. Pero también eso parece ser
sólo una nueva máscara: repentinamente desapa­
rece de la escena social y vive solitario, sin que
nadie sepa dónde, ni siquiera los familiares o
amigos; sale apenas de su casa, para evitar que lo
reconozcan, y trabaja obstinadamente en proble^
mas matemáticos y filosóficos.
Pero después, el amplio mundo lo atrae de
nuevo. Decide viajar y descubre que la mejor
oportunidad para ello es el servicio militar. Así
pues, Descartes se convierte en guerrero. No
sabemos si llegó a cruzar alguna vez la espada
contra algún enemigo; sólo hay informes sobre
una escaramuza victoriosa contra los piratas que
lo atacaron durante un viaje por mar. Tam­
poco inicia la carrera de las armas como soldado
raso, sino que ingresó ya como oficial, incluso
de grado superior, que podía permitirse renun­
ciar a su sueldo. Por otra parte, le daba igual
pelear por un ideal que por otro; sirvió tanto a
señores católicos como a protestantes. Pues que­
ría ser menos “actor” que “espectador”, “actuar”
menos y “mirar” más, y lo que le interesaba de
la guerra no era tanto el hecho de que la gente
se entrematara, sino cómo lo hacían y, sobre
todo, cómo se construían las armas que servían
para ese fin. En esa forma recorrió Holanda,
Alemania, Austria y Hungría, como una especie
de turista militar. A ese respecto, le agradaban
menos los meses del año que permitían que se
efectuaran hazañas guerreras que los invernales,
que le permitían permanecer acuartelado; porque
entonces, escribe: “permanecía encerrado en la
habitación caliente, solo, con toda tranquilidad
para dedicarme a mis pensamientos”.
En uno de esos acuartelamientos invernales,
en Neuburgo a orillas del Danubio, hizo un des­
cubrimiento decisivo, que puede suponerse fue
verdaderamente el germen para sus pensamientos
filosóficos posteriores. “Se me encendió la luz
de una inteligencia maravillosa”, escribe. Siguie­
ron sueños extraordinarios y llenos de significado.
Descartes se sintió tan impresionado por todo
ello que hizo el voto de ir en peregrinación a
Lo reto, lo cual llevó a cabo después de aban­
donar el servicio armado. Como civil, viajó en
seguida por Suiza e Italia y, finalmente, regresó
a París para, una vez allí, seguir ocultándose de
la gente. Pero muy pronto no le fue suficiente
ese refugio, debido a que “la atmósfera de París
le ponía de humor para quimeras, en lugar de
pensamientos filosóficos”.
Pero estos últimos son los que le interesan.
Porque después de haber estudiado el “gran libro
del mundo”, Descartes se dedicó a investigarse
a sí mismo. Para ello necesitaba una tranquili­
dad absoluta. Regresó a Holanda para allí, “en
la soledad”, vivir tan sólo para los descubri­
mientos en el campo del espíritu humano, lo
cual, desde luego, “exige el derrumbamiento más
amplio y radical de todas mis convicciones pro­
fesadas hasta ahora”. Holanda le pareció muy
adecuada para esa soledad tan productiva; “entre
la multitud de un pueblo grande y muy activo
que se preocupa más de sus propios asuntos que
de los ajenos. . . podía vivir tan solitario y re­
traído como en el más alejado de los desiertos”;
“podría pasar aquí toda mi vida, sin que nadie
se diera cuenta de mi existencia”. Sólo lo man­
tenía en contacto con el mundo una vasta corres­
pondencia, sostenida por medio de direcciones
encubiertas. Sin embargo, precisamente esa sole­
dad le proporcionaba una felicidad que había
buscado en vano hasta entonces. “El placer que
se halla en la contemplación de la verdad es casi
la única felicidad pura y .no perturbada por nin­
gún dolor que puede experimentarse en esta
vida”; “aquí duermo diez horas cada noche, sin
que me despierte ninguna preocupación”.
Fue rodeado de esa tranquilidad donde escri­
bió Descartes sus obras. Desde luego, con la
preocupación constante de no permitir que nada
turbara su paz. Cuando'concluyó un libro y oyó
que Galileo, que decía algo semejante sobre el
mismo tema, había sido condenado por ello por
la Iglesia, se atemorizó y no consintió en publi­
carlo. Porque, escribe a un amigo: —“Lo que
deseo es tranquilidad. .. El mundo no conocerá
mi obra antes de que pasen cien años después
de mi muerte.” A lo cual el amigo respondió
que sólo quedaba matar cuanto antes a un filó­
sofo, con el fin de poder leer sus obras tan pron­
to como fuera posible.
Descartes preservaba tan celosamente su sole­
dad y, no obstante, en cuanto se decidió final­
mente a publicar una pequeña parte de sus re­
flexiones, despertó antagonismos y fue acusado
de ateo y blasfemo. Incluso las autoridades se
volvieron contra él, influidas por la opinión
publicada que “teme a las barbas, las voces y los
ceños de los teólogos”. Desde luego puede que­
jarse con razón de lo absurdo de los ataques:
“Un padre me culpó de escepticismo porque
rebatí a los escépticos, y un predicador clamó
que era ateo porque traté de demostrar la exis­
tencia de Dios.” Finalmente, se culpa a sí mismo
de esos ataques: —“Si yo hubiera sido tan inteli­
gente como lo son los simios en opinión de los
salvajes, ningún hombre en el mundo hubiera
sabido nunca que escribía libros. Según se dice,
los salvajes se imaginan que los monos podrían
hablar si quisieran; sin embargo, no lo hacen,
a propósito, para que los seres humanos no los
obliguen a trabajar. Yo no he sido tan inteli­
gente como para dejar de escribir. Por ello, ya
no tengo tanta paz y tranquilidad que hubiera
conservado si me hubiera callado.”
Finalmente, Descartes no soportó ya ni si­
quiera la vida en Holanda. Aceptó el ofreci­
miento que le hizo la reina Cristina de Suecia
para trasladarse a su corte. Desde luego, una vez
allí, tuvo que modificar fundamentalmente sus
costumbres. Mientras que hasta entonces no
comenzaba para él el día antes del mediodía, la
reina deseaba filosofar con él desde las cinco
de la mañana. A ello se agrega el clima desacos­
tumbrado; suspiraba diciendo que Suecia es un
“país de osos, situado en medio de rocas y
hielo”. En pocas palabras: Descartes no se en­
contraba bien en el Norte. Pero antes de que
pudiera decidirse a regresar, murió a la edad de
54 años.
Así fue la vida de Descartes, un esfuerzo con­
tinuo por ocultarse. Lo mismo sucede con su
obra, ya que está envuelta en ambigüedades raras.
Eso tiene su base más profunda en el tema que
le interesaba a Descartes. Con una audacia enor­
me emprende una nueva fundamentación radical
de la filosofía. Pero después se asustó del abismo
que se abría ante él, y regresó al cauce del pensa­
miento y la fe antiguos. Pero quizá no podría
suceder otra cosa con un pensador en una época
de cambio sino que buscara lo moderno, perma­
neciendo al mismo tiempo ligado a lo pasado.
De todos modos, en esa sabiduría discrepante del
compromiso con el futuro y de lá responsabi­
lidad hacia el pasado, está el secreto propiamente
dicho de la existencia enigmática de Descartes.
Precisamente por eso se; convirtió en uno de los
grandes de la historia de la filosofía, y más aún,
de toda la historia del espíritu humano.
Desde luego, su mayor importancia no es la
relativa a las matemáticas y las ciencias natu­
rales, aunque destacara también en esos campos,
sobre todo por la invención de la geometría
analítica. Es más importante el hecho de que se
esforzó por trasmitir a la filosofía el método
exacto de las matemáticas, con el fin de que
pudiera equipararse con la seguridad y la evi­
dencia de las ciencias geométricas, y para poder
así salir de la incertidumbre de entonces cau­
sada por las opiniones contrarias. Como lo formu­
ló en cierta ocasión, se había fijado una meta no
pequeña, que consistía en sacar a la luz a la
filosofía que, hasta ese momento, había perma­
necido sumida en la oscuridad.
Pero de esta alta responsabilidad filosófica
surgen ahora las dificultades. Porque aquí se
trata de un tipo de problemas totalmente dis­
tinto, a saber, de las cuestiones metafísicas y,
sobre todo, de la existencia de Dios y de la
naturaleza del alma humana. Descartes quiere
ocuparse de esos temas antiquísimos de la filo­
sofía con su nueva metodología, establecida se­
gún el modelo de las matemáticas, convencido
de poder darles una solución válida. Por otra
parte, estaba seguro de que eran ineludibles. En
cierta ocasión escribió, que tratar de vivir sin
filosofar, sería tanto como permanecer con los
ojos cerrados, sin pensar siquiera en abrirlos.
Pero, para Descartes, filosofar significaba: plan­
tear las preguntas metafísicas.
Ante todo, trató de descubrir un fundamento
seguro, o sea, un punto que, como los axiomas
matemáticos, fuera directamente cierto y escla-
recedor, de tal modo que pudiera soportar todo
el edificio de la filosofía. Pero si se quiere llegar
a un principio tan absoluto, primero es necesario
destruir todas las certidumbres provisionales; lo
que se había considerado hasta entonces como
verdad indudable hay que ponerlo en duda. Por
ello, Descartes consideraba como su tarea: “De­
moler todo desde su base y comenzar de nuevo
desde los cimientos/’ Permaneció decididamente,
afrontando todos los riesgos, dentro de la liber­
tad del pensamiento dubitativo. La audacia con
la que emprendió esa tarea hizo posible que en
su duda radical se produjera una transición hacia
la filosofía moderna que, siguiendo a Descartes,
se basa en el sujeto y su libertad.
Cuando Descartes emprende la tarea de poner
a prueba la solidez de todo cuanto hasta enton­
ces había sido considerado tan evidentemente
cierto, se da cuenta de que todo empieza a va­
cilar. “Es como si de improviso —escribe— hu­
biera ido a parar a un remolino profundo, y
estoy tan confuso que no puedo tocar el fondo
ni nadar hacia la superficie.”
Primeramente pone en tela de juicio el ser del
mundo exterior: que las cosas sean en verdad
tal y como le parecen al hombre, incluso, que
existan; con frecuencia experimentamos cómo
nos engañan nuestros sentidos. Sin embargo, en
esa duda permanece, por lo menos, la certidum­
bre de la existencia corporal propia. Pero tam­
bién ella se derrumba al examinarla con mayor
cuidado; lo que consideramos como nuestra exis­
tencia física puede ser solamente producto de un
sueño; quizá sea cierto el “pensamiento absurdo”
de que “toda la vida es un sueño incesante”.
Pero hay todavía una certidumbre que se salva
de ese cataclismo. Existen verdades inamovibles
que persisten también en los sueños: por ejem­
plo la frase de que dos más tres son cinco, o los
conceptos básicos más generales, como la dila­
tación, la forma, el tiempo y el espacio. Pero
incluso esas verdades en que se funda todo co­
nocimiento se hunden en la duda cuando se
examinan de manera radical. Van ligadas de
manera inseparable a la estructura intelectual del
hombre. Pero pudiera ser que este último, debido
a su propia naturaleza, se engañara incluso en lo
que considera como más cierto.
Cuando la duda, por estos tres pasos, alcanza
su punto más profundo, puede verse lo que está
en juego en último término. Suponiendo que el
hombre viva en un engaño fundamental y que
se sostenga la idea de la creación del hombre
—como lo hace Descartes—, eso significaría que
Dios habría creado al hombre para sumirlo en el
error y la falsedad esenciales. Pero en ese caso,
Dios no sería lo que afirman sin cesar la teolo­
gía y la filosofía, la “fuente de la verdad”, sino
un “Dios engañador” o, incluso, un “demonio
maligno”.
Desde luego, Descartes tuvo miedo de expre­
sar esos conceptos como afirmaciones. Sin em­
bargo, es muy significativo que osara pensar en
ello, aunque fuera sólo a modo de pregunta.
Porque aquí se destaca claramente lo que está
en juego en su época moderna en el problema
de la certidumbre, y con ello, en la superación
del espíritu: el conocimiento que tiene el hom­
bre creado de su seguridad en manos de su crea­
dor y sobre el hecho de estar comprendido en la
verdad de Dios. Si se sometiera a una duda radi­
cal esa base profundísima de la certidumbre, se
correría el riesgo de que el hombre se hundiera
en la noche del escepticismo definitivo. Es así
como Descartes también se vio a sí mismo, al
final de su camino dubitativo, rodeado de “tinie­
blas impenetrables”.
Uno de los corresponsales de Descartes tuvo
claramente consciencia de los riesgos de la em­
presa, aun cuando los expresó en forma extraña.
El libro en el que Descartes desarrolla con toda
claridad sus dudas, las Meditaciones , encuentra
sin embargo, después de recorrer el camino de la
duda, una certidumbre que todavía se puede sos­
tener.
¿Qué sucedería, no obstante, preguntaba el
amigo, si alguien leyera sólo hasta el lugar en
que la duda termina en la nada y muriera en ese
momento? ¿No perdería entonces la bienaven­
turanza eterna, por culpa del filósofo que le
habría quitado toda certidumbre?
Desde luego, Descartes podía indicar que pre­
cisamente en el punto mismo en que se desmo­
ronan todas las seguridades del saber surge una
nueva certidumbre. En el diálogo La búsqueda,
de la verdad, hace que uno de los personajes diga
a su compañero: “De esa duda universal he
decidido deducir el conocimiento de Dios, de ti
mismo y de todas las cosas que existen en el
mundo, como a partir de un punto fijo e inamo­
vible.” El movimiento del pensamiento que con­
duce ahí, es uno de los puntos decisivos de cam­
bio de la historia de la consciencia occidental.
Sobre todo porque Descartes no obtiene el
apoyo en la conmoción de los conocimientos
debilitando la duda. Por el contrario, la sostiene,
hasta que la misma duda produce de sí misma
la certidumbre original. Aun cuando todo lo que
me imagino, todo objeto que creo conocer sea
dudoso —sin embargo, existen mis imaginaciones
de ese objeto y con ello existo yo también, que
tengo esas imaginaciones. Incluso la duda, y pre­
cisamente ella, me demuestra mi existencia,
puesto que en tanto dude, yo, el que duda,
existo. Esa certidumbre íntima de mí mismo no
podría ser destruida ni siquiera por la idea de
que Dios pueda ser un tramposo; aunque él me
engañara, de todos modos existo yo, el engañado.
Así llegó Descartes a sus frases famosas: “pienso,
luego existo”, “dudo, luego existo”, “soy en­
gañado," luego existo”.
En esa forma, el escepticismo no es el final
en la crisis de la consciencia en la que se anuncia
la Época Moderna. Descartes encontró el cami­
no hacía una nueva certidumbre. En el torbe­
llino de las incertidumbres hay algo que perma­
nece indudable: el hecho de la propia existen­
cia. Pero el hecho de que Descartes no viera,
como lo habían hecho casi sin excepción los
filósofos de la Edad Media, el lugar de la certi­
dumbre original en Dios, sino que lo desplazó
hacia el hombre, le dio el carácter decisivo a la
filosofía posterior. Desde entonces pertenece al
pensamiento moderno, más o menos expresado,
el concepto de que el hombre se atiene a sí mis­
mo y se abandona a la certidumbre que surge en
él mismo. Es la autonomía del ego, que tiene
en Descartes su fundamentación filosófica pri­
mordial y decisiva.
Sin embargo, con la autocertidumbre se había
establecido sólo el fundamento y era preciso le­
vantar todavía sobre éste el edificio de la filo­
sofía. Con ese fin, Descartes investiga primera­
mente qué es ese ego, consciente de sí mismo.
Puesto que se había encontrado a sí mismo en
la reflexión, se define como un ser pensante;
así se experimenta a sí mismo. Pero cuando
Descartes siguió meditando sobre, esto, no per­
maneció en la autoexperiencia, sino que se sirvió
de conceptos tomados de la experiencia de las
cosas del mundo. Llama al ego una “cosa pen­
sante”; así pues, lo entiende a partir del mundo
físico, como un algo en el que se encuentran las
propiedades de pensar, queicr y sentir én la ;!n:ii$-
ma forma qué el color y el peso en lásvcósas
físicas. Sin embargo, en esa forma se distorsiona
la visión de la particularidad del ego como carac­
terístico del ser humano.* Así, durante un mo­
mento, Descartes abre una perspectiva hacia una
exégesis autónoma de la existencia humana para
ocultarla de nuevo inmediatamente. Sucumbe
al destino de aquellos a quienes se les ocurre
una idea nueva: al hecho de que lo visto se cubra
con demasiada rapidez con el velo de la visión
tradicional. Y no obstante, con su descubrimien­
to de la autocertidumbre, Descartes indicó el
camino para todas las preguntas sobre la natu­
raleza del hombre, como diferente de la de las
cosas, que se han hecho en épocas posteriores.
En el concepto del hombre, tal y como lo
presentó Descartes, se abre paso una segunda
consecuencia funesta. Para él, la naturaleza del
ego es pensar y nada más; desde luego, el signi­
ficado en su sentido más amplio, o sea, abar­
cando el sentir y el querer o, en pocas palabras,
todo el campo de la consciencia. Pero con ello
se abre un abismo difícilmente franqueable entre
el hombre, como ser consciente, como "cosa
pensante”, y los otros seres no conscientes, no
pensantes. No se considera al ego como el hom­
bre concreto en su mundo concreto. El ego, que
sólo vive en la consciencia, pierde el contacto con
las cosas. Fue así como se inició con Descartes la
división moderna de la realidad en sujetos des­
ligados del mundo, por una parte, y puros ob­
jetos por la otra, que pesa todavía *hoy en día
sobre la filosofía relativa al hombre y al mundo.
Con el descubrimiento de la autocertidumbre
y con la investigación de la naturaleza del ego
no estaba todo concluido aún. Porque quedaba
todavía la posibilidad, surgida al final del método
dubitativo, de que el hombre pudiera encontrarse
fundamentalmente en el error. Con la incerti-
dumbre relativa a si ese es realmente el caso,
Descartes se encontró frente al tema decisivo de
la metafísica: ante la cuestión sobre el origen
de todo lo real, la cuestión relativa a Dios. Por-
que aquel error fundamental, bajo el concepto
de la creación, hace necesario considerar a Dios
como embaucador. Descartes trata pues de de­
mostrar que Dios es leal. No obstante, para po­
der fundamentar esa tesis, era preciso que demos­
trara primero que Dios existe.
A ese respecto, Descartes parte del hecho de
que el hombre encuentra en su interior la idea
de un ser perfectísimo. Ahora bien, esa idea, en
opinión de Descartes, no puede proceder del
hombre mismo; porque debre excluirse la posi­
bilidad de que el ser imperfecto “hombre”, ese
“intermedio entre Dios y la nada”, pueda en­
gendrar en sí mismo esa idea sobre el ser perfec­
tísimo. Así pues, ¿de dónde procede esa idea
que tiene el hombre? Descartes responde que
sólo el mismo ser perfectísimo puede implan­
tarla en él; únicamente él puede ser autor de la
idea relativa a la mayor perfección. Esto indica
que Dios, como origen de la idea que tiene el
hombre sobre el ser supremo, debe existir nece­
sariamente. Pero si Dips es perfecto, no puede
haber colocado al hombre fundamentalmente en
el error. Por ende, Dios no es un embaucador,
sino que, por el contrario, debe ser la verdad
pura. Así se solventa aquella duda total.
Al volver a tener así la certidumbre de la
existencia y la lealtad de Dios, el hombre, que
por un instante se encontró en el aislamiento
peligroso de la consciencia de sí mismo, se sabe
incluido nuevamente en el orden protector dé la
creación. Y, sin embargo, esa metafísica sigue
estando subterráneamente amenazada. Porque la
prueba de la existencia de Dios, tal como la pre­
senta Descartes, se revela, al examinarla más de
cerca, como un círculo vicioso. Descartes la basa
en el hecho de que es imposible que el hombre
engendrara por sí mismo la idea de un ser per-
fectísimo, puesto que un ser finito, como lo es
el hombre, no puede ser causa de la idea sobre
lo infinito, debido a que la causa debe ser por lo
menos tan perfecta como lo causado; pero lo in­
finito es, precisamente como tal, infinitamente
más perfecto que lo finito. Pero, ¿de dónde ob­
tiene su verdad esa afirmación sobre la relación
entre causa y efecto? Descartes responde que ese
concepto resulta evidente de manera directa, que
es originalmente verdadero. Pero, ¿puede haber
una certidumbre fundamental en tanto perma­
nezca abierta la pregunta dubitativa de si el hom­
bre no fue situado por Dios en un error básico,
también y precisamente en lo que se refiere a sus
certidumbres originales? Así pues, en tanto la
prueba de la existencia y la lealtad de Dios no
sea completamente satisfactoria, el principio de
la comprensión directa seguirá siendo también
discutible. Si Descartes basa su prueba de la exis­
tencia de Dios precisamente en ese principio
que, sin embargo, se desprende en verdad pri­
mero de ella, esa prueba, de hecho, no es sino
un círculo vicioso. Así, el intento de Descartes
de edificar de nuevo la metafísica, fracasa desde
el principio.
A pesar de todo ello, Descartes es el principal
estimulador de la filosofía posterior, tanto en sus
bosquejos metafísicos como en sus tendencias
ilustracionistas, en sus pensamientos creyentes
como en su desesperación nihilista. Así, se pre­
senta a nuestros ojos de manera singular, entre
dos luces.
Tendiendo hacia lo nuevo en el apasiona­
miento del espíritu, recurre, cuando le parece
necesario, al pensamiento antiguo. Avanza audaz­
mente hasta los límites de los conceptos disolu­
tivos y, asustado por las posibilidades que colige,
se refugia, no obstante, en la certidumbre basada
en Dios. Se esfuerza apasionadamente por rees­
tructurar la desmoronada metafísica y por recu­
perar los conocimientos perdidos sobre el crea­
dor, y llega en esa forma al convencimiento de
que la certidumbre de la existencia de Dios per­
tenece tan originalmente al hombre, como la
de la propia existencia; pero amenazadoramente
cerca de esa certidumbre de la existencia de Dios
se encuentra la duda, que se vuelve a fin de
cuentas contra el creador mismo y que amenaza
entregar la libertad del ego ál abismo sin fondo.
Quizá se ocultó Descartes con tanta ansiedad
en su soledad porque percibía algo de la indi­
gencia que provocaba su nuevo descubrimiento
y a la que él mismo escapaba sólo con dificul­
tad : que precisamente aquella certidumbre di­
recta de la existencia a la que él asigna la tarea
de satisfacer finalmente con conocimientos segu­
ros el antiquísimo anhelo metafísico del hombre,
sigue estando dividida y lleva en sí misma la
posibilidad peligrosa de destruir definitivamente
la certidumbre metafísica. En esa ambigüedad
interior, Descartes se vuelve enigmático para sí
mismo, se encuentra perplejo ante sus propias
inteligencias. Dijo de sí mismo que era “un hom­
bre que va solo y en medio de las tinieblas”.
Quizá fue por eso que se ocultaba tras la máscara.
SPINOZA O EL BO IC O T
DE LA VERDAD

Si s e d e s e a r a encontrar en la historia de la filo­


sofía al pensador al que se dedicaron más inju­
rias, habría pocas dudas al respecto: es Spinoza.
Su destino, el de ser insultado, se inició durante
su propia vida y se continuó por mucho tiempo
más. Un profesor de filosofía de Leipzig, el fa­
moso Thomasius, al hablar de Spinoza lo lla­
maba “escritor oscurantista”, “archijudío blasfe­
mo y completamente ateo” y “monstruo atroz”.
Otro llamado Dippel, hombre famoso en su
época como médico y químico, no se da abasto
con los insultos: “el diablo necio”, “el saltim­
banqui ciego”, “el idiota obcecado”, el “demente
que merece que lo encierren en un manico^
mió”,* dedicado a “bufonadas mágicas”, lleno
de “gestos torcidos y miserables” —y sigue así a
lo largo de páginas y más páginas, en un libro
bastante voluminoso. Por otra parte,, donde ha­
blaban los médicos y los químicos, no podían
callarse los matemáticos y los físicos. De modo
que también el profesor Sturm, de Nuremberg,
habla el mismo idioma, y llama a Spinoza “pillo
miserable”, “animal extranjero” y hombre lleno
de “ideas nefandas”. Las obras y la vida de Spi-

* “ese hombre loco y como borracho”, “el harapo


filosófico” .
noza conocieron también la misma proporción
de injurias. Cuando no lograban encontrar mu­
cho que censurar en su conducta, los detalles tan
inofensivos como el hecho de que Spinoza acos­
tumbrara trabajar de noche, eran suficientes para
desencadenar los insultos; por lo menos uno de
sus biógrafos no se puede explicar esa costumbre
más que con la afirmación de que se ocupaba con
“obras de las tinieblas”. Además, donde se invo­
can las tinieblas, el diablo no suele encontrarse
lejos, y ahí empieza el campo de los teólogos.
Así, preguntaba uno de ellos, Musaeus, profesor
de teología en Jena, “si entre todos cuantos había
utilizado el diablo mismo para reducir a la nada
los derechos de Dios y de los hombres, podía en­
contrarse alguno que hubiera demostrado más
actividad en esa obra destructora que aquel em­
bustero, nacido para el mayor perjuicio de la
Iglesia y del Estado”. Todavía con mayor fuerza,
debido a su profesión, se expresaba un profesor
de oratoria. Escribía sobre un libro de Spinoza
diciendo que estaba “lleno de ultrajes y ateísmo,
y que merecía verdaderamente que volvieran a
arrojarlo a las tinieblas del infierno, de donde
había salido a la luz para perjuicio y vergüenza
de la especie humana. El mundo no ha conocido
nada tan pernicioso desde hace siglos”. Pero ni
siquiera ese espacio de tiempo le parecía sufi­
ciente a un tratante en cereales de Dordrecht,
que ahora se unía al coro de los sabios. No sólo
desde hacía siglos, sino “desde que existe la Tie­
rra, no ha aparecido otro libro más funesto”, por
lo “abarrotado que está de horrores eruditos”.
Pero también intelectuales importantes expre­
san la repugnancia que sentían por Spinoza y su
filosofía con palabras inequívocas. Voltaire opi­
naba que el sistema de Spinoza había sido “edifi­
cado sobre el abuso más monstruoso de la meta­
física”. Leibniz llamó a uno de los libros de
ese filósofo un “escrito insoportablemente inso­
lente”, un libro “pavoroso”. Finalmente, Ha-
mann, contemporáneo y amigo de Kant, califica
a Spinoza de “salteador de caminos y asesino
del sano entendimiento y de la ciencia”.
Pero entonces sucedió lo notable: a esa falange
de odiadores e injuriadores se enfrentó súbita­
mente un número elevado de ardientes admira­
dores. Lessing, en una conversación con Jacobi,
dijo: “la gente habla siempre de Spinoza como
de un perro muerto”; pero “no hay ninguna
otra filosofía como la suya”. Herder escribió a
Jacobi: “Debo confesar que esa filosofía me hace
muy feliz”; “se me alegra el corazón cuando oigo
alguna expresión de esa filosofía, desgraciada­
mente demasiado excelsa”. Goethe manifestó que
había “sentido verdadera pasión y cólera” por
Spinoza; cuando leía a Spinoza con la señora von
Stein, escribió: “Me siento muy cerca de él? a
pesar de que su espíritu es mucho más profundo
y puro que el mío.” Schleiermacher, en sus Char­
la.s sobre religión, incluye un himno entusiasta
“ ¡Ofrendad conmigo, con veneración, un rizo a
los manes del santo y repudiado Spinoza!. ..
Estaba lleno de religión y de santo espíritu.”.Una
carta del filósofo berlinés. Karl Solger testimonia
bellamente lo impresionados que se sintieron los
hombres de esa época por el filósofo menospre­
ciado durante tanto tiempo: Spinoza “me man­
tiene ocupado ca:d toda la mañana, y mi her­
mano le ha enseñado ya a su hijo Albrecht, de
tres años de edad, que Spinoza fue un tipo muy
inteligente y que tío Karl dice que sabía todo
mejor que los demás77.
¿Cuál es la realidad con respecto a este filó­
sofo? ¿Es ateo o santo, es el Spinoza diabólico
o el divino? ¿Qué tenía ese hombre para que uno
de sus admiradores, hacia el año 1800, pudiera
escribir: “Este Spinoza ya maldecido, ya bende­
cido, ya llorado, ya ridiculizado”?
Es lo que uno menos puede imaginarse, te­
niendo en cuenta el torbellino que desató su pen­
samiento; algo muy distinto de un defensor ex­
presivo y seguro de sí mismo. De entre todos
los filósofos, fue quizá el más solitario y retraí­
do, el más modesto y silencioso. Nació en 1632
en Amsterdam de una familia judía, emigrada
de Portugal a Holanda. Su nombre propio era
Baruch y, siguiendo la costumbre de aquellos
tiempos, se daba el nombre latino de Benedicto.
Ambos nombres significan lo mismo: el ben­
decido.
Desde luego, Spinoza no fue bendecido en su
vida exterior; Apenas salido de la infancia, sos­
tuvo discusiones amargas con la comunidad judía
del culto de .su ciudad natal. La causa de ello
fueron ciertas observaciones críticas sobre la tra­
dición bíblica. El Antiguo Testamento le parecía
lleno de contradicciones y desatinos, y no quería
ni podía reconocer que, en todas sus partes, no
contenía sino la verdad a secas. La comunidad,
que había depositado grandes esperanzas en aquel
joven tan brillante, se apartó de él, tanto más
desengañada. Lo mandaron espiar, trataron de
sobornarlo y, al ver que nada de eso daba .resul­
tado, llevaron a cabo, incluso, un intento de
asesinato. Finalmente, lo expulsaron solemne­
mente de la sinagoga. En el anatema que pro­
nunciaron contra Spinoza se decía: “Por acuer­
do de los ángeles y juicio de los santos, anate­
matizamos, imprecamos, maldecimos y expulsa­
mos a Baruch de Espinoza con el consenso del
santo Dios y de toda esta santa comunidad. . .
con el anatema lanzado por Josué contra Jeri-
có, con el anatema lanzado por Elisa contra el jo^-
ven, y con todas las maldiciones que figuran en
la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de
noche; maldito sea al acostarse y maldito sea al
levantarse; maldito sea al salir y maldito sea al
entrar. Que Dios no lo perdone nunca, que la ira
y la cólera de Dios se enciendan contra ese hom­
bre. . . y que su nombre sea borrado de debajo
del cielo y que Dios, para su mal, lo excluya de
todas las tribus de Israel. . . Ordenamos que
nadie trate con él verbalmente ni por escrito,
que nadie le preste ningún servicio, que nadie
permanezca bajo el mismo techo que él, que
nadie se le acerque a menos de cuatro codos de
distancia y que nadie lea una obra escrita o con­
cebida por él.”
Spinoza no había buscado pelea; la polémica
por la polémica no era de su agrado. En cierta
ocasión escribió: “Dejo que cada quien viva de
acuerdo con su naturaleza y, quien desee, puede
morir por su salvación, a condición de que yo
pueda vivir para la verdad.” Pero eso era precisa­
mente lo que provocaba indignación: que alguien
deseara vivir para su propia verdad, que des­
deñara las opiniones vigentes y que se negara a
tomar en cuenta lo que se daba como cierto
desde hacía mucho tiempo. El hecho de que
Spinoza estuviera tan implacablemente conju­
rado con su verdad, le granjeó la enemistad de
los poderosos de su tiempo; fue eso precisamente
lo que lo hizo sostener la lucha en la sinagoga
y lo que, finalmente, le hizo ganarse el odio de
todos sus contemporáneos. Pero eso es justa­
mente una característica de la filosofía: que se
obedece a la verdad y sólo a ella, sin preocuparse
por las consecuencias y sin temer al juicio de los
hombres. En ese sentido, Spinoza es un verda­
dero filósofo.
La expulsión de la comunidad de su pueblo y
de su fe hizo que Spinoza se aislara todavía más
profundamente de lo que, de todos modos, exi­
gía su tendencia a la soledad. Vivía retraído y
escondido, primeramente en las cercanías de
Amsterdam y, posteriormente, en los alrededores
de La Haya. Se ha señalado que en el curso de
tres meses no salió ni una sola vez de su casa.
Estaba, como escribió un visitante, “como ente­
rrado en su estudio”. “Os hablo desde la lejanía
a vosotros que os encontráis lejos”, les comunica
a sus amigos. Desde luego, tenía pocos, lo mismo
que corresponsales; “ni siquiera sus alumnos”*
escribió uno de sus biógrafos, “osaban reconocer­
lo abiertamente”. Para atender a sus necesidades
vitales, Spinoza fabricaba cristales para lentes.
Cuando sus amigos le ofrecían donativos para su
sostenimiento, los aceptaba de mala gana y sólo
en cantidades que le permitieran satisfacer sus
necesidades más perentorias. Es difícil imaginarse
una vida con menos necesidades que la suya; en
los últimos años de su vida, se ocupaba incluso
de las labores domésticas en su casa. Sólo se
permitía, de vez en cuando, fumar una pipa de
tabaco. Y, no obstante, esa vida tranquila no fue
suficiente para evitar las polémicas cargadas de
odio de sus adversarios. Todavía cien años des­
pués escribía uno de estos últimos: “Su aisla­
miento continuo es lo que menos merece ala­
banzas; porque no lo hizo por otra causa más
que para poder constituir un sistema maldito,
por medio del que trataba de abatir al verdadero
Dios, su palabra y toda la religión. . . Si lo ve­
mos todo con detenimiento y claridad, su mayor
logro fue escribir libros blasfemos encerrados en­
tre cuatro paredes.”
Su aislamiento no guarda a Spinoza de las
enemistades. La lucha contra él se agudizó cuan­
do publicó, aunque bajo un seudónimo, un es­
crito con el título de Tractatus theologico-poli-
ticus. En esa obra se ocupaba de la defensa de
la libertad de pensamiento; la fomentaba a una
escala que sobrepasaba, de lejos, todo lo que
aquella época, no precisamente tolerante, podía
aceptar. En rigor, se le hubiera concedido cierta
libertad de pensamiento/ a condición de que pro­
metiera no tocar las enseñanzas de la Iglesia.
Pero Spinoza estaba convencido de que la bús­
queda de la verdad no podía detenerse ni si­
quiera a las puertas de la religión oficial. Final­
mente, los poderosos de su tiempo tenían que
indignarse al ver que atribuía al Estado la tarea
de poner freno a los abusos de la Iglesia y de
garantizar la libertad religiosa y política, puesto
que “en realidad, la finalidad del Estado es la
libertad”.
A propósito de ello Spinoza vertió conceptos
que dan la impresión de haber sido escritos en
nuestra época: “Suponiendo que esa libertad
pudiera ser tan reprimida y que los hombres pu­
dieran estar tan restringidos que no osaran ni
siquiera moverse sin el permiso de los poderes
superiores, ese estado de cosas no podría nunca
lograr que pensaran lo que otros quisieran. . .
Una consecuencia necesaria sería la de que los
hombres hablarían cotidianamente en forma di­
ferente de lo que realmente piensan; así se co­
rromperían la confianza y la fe, que son las cosas
más necesarias en el Estado, y reinarían la hipo­
cresía y la reticencia despreciables, de modo que
habría corrupción y engaño de todas las buenas
costumbres. . . ¿Puede pensarse en una desgracia
mayor para un Estado que el hecho de que hom­
bres respetables sean desterrados como criminales
solamente porque piensan en otra forma y no
conocen la hipocresía? ¿Qué puede ser peor que
el hecho de que a seres humanos se les declare
enemigos y se les condene a muerte, no por
malas acciones o delitos, sino porque son espí­
ritus libres, y que el patíbulo, el espantajo para
los malos, se convierta en el más hermoso teatro
para mostrar el ejemplo más sublime de estoi­
cismo y virtud?”
Apenas aparecido, el Tractatus theologico-poli-
ticus fue prohibido, tanto por las cancillerías de
las universidades como por las autoridades civi­
les y religiosas; a ese respecto no se hizo nin­
guna diferencia entre los católicos y los protes­
tantes. El Estado holandés prohibió, bajo amena­
za de las penas más severas, la impresión y la
distribución de ese libro porque era una obra
“blasfema y corruptora de almas”, y estaba “llena
de atrocidades y opiniones infundadas y peligro­
sas”. Ni siquiera se permitía que nadie mencio­
nara con aprobación el libro. El autor de cual­
quier escrito que osara hacerlo, sería condenado
a una multa de 3 000 florines y a ocho años de
prisión. Aparecieron infinidad de folletos en
contra del Tractatus; un supuesto catálogo de li­
bros lo anuncia como sigue: “Tractatus TheoJo-
gico-Politicus. Del judío apóstata, urdido en el
infierno, en colaboración con el diablo.”
La única arma de Spinoza contra todo eso era
el silencio. Resignado, escribe: “Quien se esfuer­
ce por comprender como científico las cosas de
la naturaleza, en lugar de limitarse a maravillarse
ante ellas como un mentecato, será considerado
en todas partes como hereje y ateo.” Sin em­
bargo, Spinoza no abandonó su causa, ni podía
hacerlo. A sus amigos les explica que un con­
cepto no deja de ser verdadero por el hecho de
que las mayorías se nieguen a reconocerlo. “No
es nuevo el hecho de que resulte cara la verdad;
pero las maledicencias no lograrán que la aban­
done a mitad de camino.”
Sin embargo, también llegaban al mundo
oculto de Spinoza expresiones de reconocimiento
de vez en cuando. El elector Karl Ludwig von
der Pfalz mandó que le preguntaran si estaría
dispuesto a ocupar en la Universidad de Heidel-
berg “un puesto de profesor regular de filosofía”.
El mensajero, un profesor de teología de Heidel-
berg, le comunicó lo siguiente: “En ninguna
parte encontrará usted a un príncipe que se
sienta más dispuesto a la benevolencia para con
los intelectos superiores, como lo considera a
usted. Le concederá la mayor libertad para filo­
sofar, en la confianza de que usted no utilizará
esa libertad para perturbar la religión recono­
cida oficialmente. El ofrecimiento era tentador.
Pero Spinoza tenía reparos. Su contestación
fue: 'Si hubiera tenido alguna vez el deseo de
aceptar un profesorado. . . no hubiera tenido
mayor deseo que el de que me hicieran el ofre­
cimiento que usted acaba de hacerme como inter­
mediario de Su Alteza, el elector von der Pfalz,
sobre todo por la libertad para filosofar que
ofrece concederme el príncipe.. . Sin embargo,
como nunca he tenido la intención de ocupar
un puesto docente público, no puedo decidirme
a aceptar esa oferta tan brillante. .. Además,
pienso. . . que no puedo saber dentro de qué
límites debe mantenerse la filosofía, para que
no dé la impresión de querer perturbar la reli­
gión reconocida oficialmente. Las desavenencias
se producen menos por un amor intrínseco a la
religión que por la heterogeneidad de los afectos
humanos o por el espíritu de contradicción con
el que los hombres acostumbran torcerlo y re­
probarlo todo, por muy bien expresado y co­
rrecto que sea. Puesto que ya lo he experimen­
tado en mi solitaria vida privada, cuánto más
debería temerlo en el caso de que aceptara esa
dignidad. Así pues ve usted, honorable Señor,
que no me retiene la perspectiva de un mejor
destino para mi vida, sino tan sólo el amor a
una existencia tranquila y sin complicaciones,
para cuya conservación, hasta cierto punto, me
veo obligado a abstenerme de dar clases en pú­
blico/"
Así es como Spinoza permaneció en la tran­
quilidad de sus solitarias reflexiones. Estaba,
como escribió uno de sus primeros biógrafos,
“como enterrado en un museo". Murió también
solo, a los 44 años de edad, después de verse
aquejado desde hacía mucho tiempo por la tu­
berculosis.
Fue sólo después de la . muerte de Spinoza
cuando se dieron a conocer sus obras filosóficas
más importantes: el Tratado del perfecciona­
miento del entendimiento , y la gran obra maes­
tra, la Ética. Fue entonces evidente, por primera
vez, de dónde sacaba ese pensador fuerzas, ante
el antagonismo y el odio de casi todos sus con­
temporáneos, para permanecer fiel a la verdad
que había descubierto y para recluirse en la sole­
dad, renunciando a la seducción de la fama. Esto
le fue posible porque ensimismado en su pensa­
miento siempre estaba lejos del mundo y de su
agitación. Su interior estaba lleno de un afán
muy poderoso: llegar sobre lo perecedero hasta
lo eterno, ese afán que ha sido el sentimiento
fundamental de los filósofos de todos los tiem­
pos, afligidos por su condición de seres finitos.
Así, su Tratado se inicia con las frases si­
guientes:
“Después de que la experiencia me enseñó que
todo cuanto encontramos en la vida ordinaria
con tanta frecuencia es vano y fugaz... me deci­
dí a investigar si había un bien verdadero. . .
que fuera lo único que interesara al alma, des­
pués de renunciar a todo lo superfluo; si existía
algo que, después de descubrirlo y conquistarlo,
pudiera procurarme para siempre una alegría
constante y suprema/' Lo que trataba de evitar
Spinoza eran las intrigas de la vida cotidiana, la
búsqueda de la riqueza, los honores y los pla­
ceres; todo esto le parecía vano y vacío, fugaz
y perecedero. Sólo puede pensar en ello con pro­
funda tristeza. Sin embargo, precisamente de eso
le nace un deseo ansioso que sobrepasa lo transi­
torio para alcanzar un estado en el que quedaran
atrás todas las congojas y las aflicciones por lo
perecedero. Cuando encontró ese bien verdadero
y beatificante escribió: “El amor a una cosa
eterna e infinita alimenta el alma con la única
paz verdadera, y está libre de toda aflicción.”
Ese es pues el rasgo fundamental de la filo­
sofía de Spinoza: tender amorosamente hacia lo
eterno a partir de la experiencia del sufrimiento
por lo perecedero, y descansar en ese amor.
“Amor intellectualis erga Deum”, lo llamaba:
“Amor intelectual a Dios/7 Por ello, Novalis
pudo decir: “Spinoza es un hombre ebrio de
Dios/7 “El spinozismo es hartarse con la divi­
nidad/7 También era así como Schleiermacher
interpretaba a Spinoza: “Estaba impregnado del
espíritu elevado del siglo, lo infinito era su co­
mienzo y su fin, el universo su amor único y
eterno; con santa inocencia y profunda humil­
dad, se reflejaba en el mundo eterno, y procu­
raba ser él también el espejo más amable de
aquél/7 También pensaba así el filósofo francés
Victor Cousin; la Ética de Spinoza, escribía, es
“un himno místico, una elevación y un suspiro
del alma hacia el único que puede decir con
razón: Yo soy el que soy77.
Por ello, la gran obra maestra de Spinoza, la
Ética , comienza con el concepto de Dios como
la causa de su propio ser. A Spinoza le parecía
evidente que la filosofía comenzara con Dios,
totalmente en oposicion a su maestro Descartes,
que adquirió la certidumbre de la existencia de
Dios a través de la certidumbre de sí mismo.
Frente a eso Spinoza afirmaba: “No podemos
estar más seguros de la existencia de ninguna
cosa que de la del ser absolutamente- infinito y
perfecto, o sea, Dios. Puesto que su naturaleza
excluye toda imperfección. . . elimina en esa for­
ma todos los motivos para dudar de su existen­
cia, y proporciona la mayor certidumbre sobre
ésta.” En ese sentido es válido: “Dios, la causa
primera de todas las cosas y también de sí mis­
mo, se da a conocer por medio de sí mismo.”
Pero siendo así, ¿de dónde procede el odio
que le profesaban los defensores del judaismo
ortodoxo, así como también los eclesiásticos cris­
tianos, a ese filósofo durante toda su vida, y
que le siguió más allá de su tumba? Del hecho
de que el Dios que veía Spinoza como objeto
de su anhelo infinito no es el mismo del que
hablan las religiones cristiana y judía. No es el
Dios que, por la omnipotencia de su voluntad,
creó un mundo y lo abandonó a sí mismo en el
acto de la creación. Spinoza no podía atribuir
al mundo una existencia autónoma; en el senti­
miento fundamental de la ansiedad anhelante
reconoció que lo perecedero es vano y fugaz y
que incluso, si se le considera de manera estricta,
no tiene ninguna relación con el ser y la realidad.
En verdad sólo es Dios. Es así como Spinoza
es llevado más allá de los conceptos de Dios
como creador y del mundo como creación. Fichte
lo comprendió mejor que nadie por medio de
reflexiones similares: “Esa fue precisamente la
dificultad de toda filosofía q u e .. . buscaba se­
riamente la unidad, que teníamos que perecer
nosotros o Dios. . . El primer pensador osado
que vio esto con claridad, debió comprender que
si se efectuaba el aniquilamiento, nosotros ten­
dríamos que someternos a él; ese pensador fue
Spinoza/7
Pero, podría argüirse, el mundo existe y tam­
bién el hombre. Spinoza no negaba ese hecho.
Pero preguntaba: ¿Qué son el mundo y el hom­
bre, si sólo Dios existe en sentido estricto? Y
respondía: el mundo no es sino una manera
de existir de Dios mismo y el hombre no es sino
una manera de pensar de Dios mismo. Cuando
se dice que una cosa es, esa expresión es inade­
cuada. Sería más apropiado decir: del modo
como se me presenta esa cosa se me presenta
Dios, es decir a mí, que soy yo mismo un pen­
samiento de Dios. Porque Dios lo es todo en
todo, está presente en todo lo real, en las cosas
como en el hombre. O bien, expresándolo de
manera más precisa: todo lo real está incluido
en Dios; “todo lo que existe está en Dios”. En
la lengua de Spinoza, las cosas y los intelectos
humanos no son substancias independientes; sólo
Dios es la única substancia; las cosas y los inte­
lectos humanos son tan sólo modos de esa subs­
tancia única. Spinoza debía llegar necesariamente
a esa conclusión en su decidido alejamiento de
todo lo perecedero. “Tengo sobre Dios y la na­
turaleza una opinión muy diferente de la que
suelen defender los cristianos modernos. Porque
considero a Dios como la causa interna de todas
las cosas. . . pero no como la causa que las
excede. Digo que todo está en Dios y se mueve
en Él. Esto lo sostengo, aunque expresado en
otra forma, de acuerdo con San Pablo y quizá
también con todos los filósofos antiguos; podría
osar añadir, incluso, que también con todos los
antiguos hebreos.”
Ahora podemos comprender la indignación de
sus contemporáneos y de las generaciones poste­
riores contra Spinoza; ahora podemos entender
que no pudieran evitar tildar de ateo perverso
a ese filósofo ebrio de Dios. Porque en el pensa­
miento de Spinoza no hay lugar para un Dios
personal, ni siquiera para un Dios revelado en los
profetas y en Jesucristo. La revelación divina,
según él, tiene lugar en todo lo existente. Pero
ese pensamiento ha permitido, también, que en
épocas diferentes pensadores y escritores como
Lessing y Goethe, Herder y Schleiermacher,
Fichte, Novalis y Schelling, recordaran al soli­
tario filósofo de Amsterdam y se sintieran cerca
de él por experiencias similares sobre Dios y el
mundo.
Desde luego, la impenetrabilidad de Dios y de
la realidad, como opinaba Spinoza, no se hace
más comprensible a partir de esta idea de la
íntima relación de ambos. Porque si Dios se en­
cuentra presente en todo lo real, ¿no debe par­
ticipar también en las disputas y las luchas que
forman parte de la realidad del mundo? Esto lo
expresó de manera más drástica, en elxaño 1700
aproximadamente, un hombre de la Ciudad Li­
bre de Memmingen: “Oigo en el mundo noti­
cias de guerras y gritos de guerra. Así pues, Dios
debe estar peleando y enfureciéndose consigo
mismo. Debe destruirse y matarse a sí mismo.
Todas las manifestaciones de cólera, odio, en­
sañamiento y antagonismo de los seres humanos
entre sí deben ser una pasión de Dios hacia y
contra sí m ism o... Debemos decir que Dios
vive, sufre, muere, nace, come, bebe, duerme,
cohabita, etc., en los hombres; que la tristeza, la
desesperación y la congoja de los hombres son
precisamente la tristeza, la desesperación y la
congoja de D io s... Todos los pensamientos lo­
cos y repugnantes de los hombres, las blasfemias
y las quimeras espantosas que se producen cons­
tantemente en nuestra razón, deben ser pensa­
mientos y representaciones de Dios, en las que
él mismo se describa y refleje. La conversación
entre dos o más hombres no será sino una dulce
conversación de Dios consigo mismo.”
Sin embargo, ese hombre angustiado no com­
prendía el pensamiento de Spinoza en toda su
profundidad. No éntendía que éste, en su anhelo
incesante de Dios, había dejado atrás, desde
hacía mucho tiempo, al mundo con todas sus
intrigas y sus luchas. Pero precisamente en ese
punto el pensamiento de Spinoza cae en un peli­
gro grave. Porque a quien vive entregado tan
exclusivamente a Ib eterno se le disolverá lo
temporal en nada7 se le escapará la realidad y,
finalmente, se volverá irreal él mismo. Eso es lo
que le aconteció a Spinoza/eso es lo que con­
vierte su pensamiento en un intento tan audaz
de abolir lo finito en lo infinito; finalmente, ésa
es la causa más profunda de su obstinada sole­
dad. Así pues, es posible que Hegel tuviera razón
en la frase, a primera vista tan extraña, que
expresó cop respecto a la muerte de Spinoza:
“Murió el 21 de febrero de 1677, a los cuaren­
ta y cuatro años de edad, víctima de la tubercu­
losis que lo aquejaba desde hacía mucho tiempo
—de acuerdo con su sistema, en el que también
todas las rarezas y particularidades desaparecen
en la Substancia Ünica.”
KANT O LA PUNTUALIDAD
D EL PENSAMIENTO
la opinión muy difundida de que a un
E x is t e
profesor correcto le corresponde un comporta­
miento profesoral. Por ello se entiende una es­
pecie de dignidad grave y rígida, mezclada con
un poco de falta de memoria y distracción, más
una declarada lejanía del mundo; en resu­
men: una pedantería particular que parece ser
tan cómica como conmovedora, tan respetable
como ridicula. Si se pidiera un ejemplo de
esa pedantería profesoral, es casi inevitable
que se mencione el nombre de Immanuel
Kant.
De hecho, Kant era, al menos en sus últimos
años, un genio de la minuciosidad y de la pun­
tualidad. Uno de sus biógrafos contemporáneos
informa de las visitas a su amigo Green: “Kant
iba ahí cada tarde y encontraba a Green en un
sillón, dormido, se instalaba junto a él, se ensi­
mismaba en sus meditaciones y se dormía tam­
bién; luego, llegaba el director de banco Ruff-
mann y hacía lo mismo, hasta que, finalmente,
Motherby entraba a la habitación en un mo­
mento dado y despertaba a la compañía, que
sostenía a continuación, hasta las siete, las con­
versaciones más interesantes. Estos amigos se
separaban a las siete con tanta puntualidad, que
muchas veces oí decir a los vecinos de la calle
que no podían ser todavía las siete, ya que no
había pasado aún el profesor Kant.”
Sobre todo, el día del viejo Kant estaba estric­
tamente dividido. Un amigo narra a ese res­
pecto: —“Kant se levantaba todas las mañanas
a las cinco tanto en verano como en invierno.
Su sirviente se encontraba puntualmente a las
cinco menos cuarto ante su cama, lo despertaba
y no se iba en tanto no se había levantado su
señor. A veces Kant se sentía tan soñoliento,
que le pedía al mismo sirviente que lo dejara
descansar un rato más: pero el criado había reci­
bido órdenes tan estrictas de no dejarse engañar
por esto y de no concederle que permaneciera
acostado más tiempo, que con frecuencia lo obli­
gaba a incorporarse puntualmente.” En orden
bien establecido, seguían después el trabajo en
su estudio y labores docentes; por las tardes
comía en compañía de sus amigos. Incluso
la ida a la cama, exactamente a las 10 de la
noche, estaba rodeada de todo un ceremonial.
Uno de sus contemporáneos informa a ese res­
pecto: “Por la costumbre de muchos años, ha­
bía logrado una habilidad particular para en­
volverse en las mantas. Al acostarse, se sentaba
primeramente al borde del lecho, se metía sua­
vemente en él y pasaba una de las puntas de la
manta sobre uno de sus hombros, por debajo
de su espalda, hasta el otro y, luego, con una
destreza rara, pasaba otra de las puntas bajo
la espalda y hasta el vientre. Envuelto en esa
forma, como un gusano de seda en su capullo,
esperaba que lo venciera el sueño.”
El medio ambiente que lo rodeaba debía estar
tan bien ordenado como su vida diaria. Si unas
tijeras o un cortaplumas se desviaban aunque
sólo fuera un poco del sentido en que se encon­
traban habitualmente o, incluso, cuando se des­
plazaba una silla a otro lugar en la habitación,
se sentía intranquilo y lleno de desesperación.
No había nada que enojara tanto a Kant
como el que amigos de buena voluntad pertur­
baran la regularidad de su vida. Así, en cierta
ocasión, un aristócrata lo invitó a un paseo por
el campo que duró tanto que Kant “descendió
apenas cerca de las diez de la noche ante su
domicilio, lleno de miedo y descontento”. Como
filósofo, transformó de inmediato esa experiencia
en una regla general para su vida; esto es: “no
permitir que nadie me lleve a un paseo por el
campo”; el biógrafo añade: “Nada en el mundo
hubiera podido hacer que saliera de su máxima.”
Todavía peor que esos sucesos contrarios al
programa es cuando el medio ambiente se vuelve
notablemente desagradable por ruidos demasiado
penetrantes y duraderos. Una vez fue el gallo
del vecino el que irritaba a Kant. Por ello, quería
comprar a su propietario aquel animal tan mo­
lesto para pensar. Sin embargo, el informante
escribe que “a aquél no le era comprensible cómo
un gallo puede molestar a un sabio”. Por ende,
a Kant no le quedaba otro remedio que cambiar­
se de domicilio. Pero tampoco eso sirvió de mu­
cho, puesto que la nueva casa se encontraba cerca
de la prisión de la ciudad y, en aqufel entonces,
era costumbre que, para su mejoramiento, los
presos cantaran baladas espirituales, lo cual ha­
cían con las ventanas abiertas y voces criminal­
mente fuertes. Kant fue a ver al alcalde de la
ciudad para quejarse, indignado, de los “moji­
gatos en la prisión”: “No creo que tendrían mo­
tivos para quejarse, como si la salvación de su
alma corriera peligro si sus voces se templaran
al cantar y se pudieran escuchar con las ventanas
cerradas.” Puede verse lo que molestaba a Kant
esos disturbios por el hecho de que los cita en su
Crítica, del juicio. En la segunda edición de ese
libro incluyó la observación: “Aquellos que ade­
más de los ejercicios espirituales domésticos, han
recomendado también que se canten himnos es­
pirituales, no pensaron en el daño que le causa­
ban al público con esas oraciones ruidosas [justo
por eso generalmente farisaicas], puesto que obli­
gan al vecindario a unirse a los cánticos o a
abandonar por completo sus pensamientos.”
A la preocupación angustiada por la tranqui­
lidad y la minuciosidad en la distribución del
tiempo se añadía una estricta autodisciplina, a
la que el viejo Kant se sometía voluntariamente;
desde luego, no sin fundamentar con precisión
su necesidad. Para desayunar, se permitía tan
sólo dos tazas de té y una pipa de tabaco; la
cena la eliminaba por completo. Por lo demás,
como informaba un corresponsal, el té era una
infusión extremadamente débil, hecha apenas
con unas cuantas florecitas de té”, y la pipa de
tabaco era utilizada “al mismo tiempo, para es­
timular la evacuación”. El filósofo se mostraba
todavía más riguroso consigo mismo en lo que
se refiere al café. “Kant tenía tal inclinación por
el café, que necesitaba el mayor de los esfuerzos
para no tomarlo, sobre todo cuando, en reunio­
nes, sentía su aroma; no obstante, consideraba
que el aceite del café era perjudicial y, por ello,
se abstenía completamente de tomarlo.” A sus
firmes máximas pertenecía también la de que,
por grande que fuera el malestar de una enfer­
medad, y sin tomar en consideración las pres­
cripciones médicas, no debía tomar nunca más
de dos píldoras de medicamento al día. A este
respecto, Kant acostumbraba citar el epitafio que
se encontraba sobre la tumba de un hombre
muerto por el uso profiláctico desmedido de
medicinas: “N. N. estaba sano; yace aquí por­
que deseaba estar todavía'más sano.”
Sugerido por esa rígida autodieta, surgió un
librito con el título: De la potencia, anímica para
dominar las sensaciones de malestar por medio
de la resolución únicamente. Trataba de lo que
indicaban los títulos de los capítulos; entre otros:
“Del sueño”, “Del comer y beber”, “De los
sentimientos de malestar por la inoportunidad
del pensamiento”, “Del mejoramiento y la pre­
vención de ataques de enfermedades mediante la
resolución al respirar.” Desde luego, las bases en
que se fundan las reglas de salud son, a veces,
un poco extrañas. Así, por ejemplo, decía: “que
cada hombre tenía fijada por el destino, desde el
principio, su porción de sueño, y que quien con­
cediera al sueño demasiado tiempo v ital... me­
dido en años-hombre, no podría esperar mucho
tiempo para dormir, o sea, para vivir y llegar a
viejo”. Otra de sus máximas de salud la describía
de la manera siguiente: “hace unos años, los
catarros y la tos me afectaban de vez en cuando,
y ambos ataques eran tanto más inoportunos,
cuanto que se producían, a veces, en el momento
de acostarme. Muy indignado por esa perturba­
ción del sueño nocturno, decidí... hacer pasar
el aire por las narices, con los labios bien apre- ,
tados; esto se iniciaba siempre con un silbido
ligero; pero como no me rendía ni cejaba en mi
empeño, terminaba por lograr que el aire circu­
lara cada vez con mayor fuerza, hasta alcanzar un
ritmo normal, y entonces me dormía inmediata­
mente. E n . . . lo que se refiere a la tos, especial­
mente aquella que la gente llama en Inglaterra
la tos de los ancianos (acostados en la cama),
me era tanto más desagradable cuanto que, a
veces, se producía poco después del calenta­
miento en la cama, impidiendo que me ador­
meciera. Para que disminuyera esa tos, provo­
cada por la irritación causada en la cabeza de la
tráquea por el aire inhalado por la boca abierta,
no eran precisos remedios mecánicos (farmacéu­
ticos), sino sólo una simple operación natural
directa: o sea, apartar completamente la atención
de esa irritación dirigiéndola, con esfuerzo, hacia
cualquier otro objeto, de tal modo que disminuía
la exhalación del aire, lo cual7 como lo sentía
claramente, hacía que la sangre se me agolpara
en el rostro; y poco después, sin embargo, la
saliva producida por la excitación impedía que se
produjera el efecto de la irritación, o sea, la
expulsión violenta del aire, y seguía la deglución
de la humedad. —Una operación anímica, para
la que era necesario un grado muy elevado de
resolución; pero que hacía, asimismo, mucho
bien”.
Kant propuso también un remedio extraño
para la tendencia a olvidar, ese vicio primordial
de los profesores. Cuando fue preciso que des­
pidiera a su sirviente Lampe, se le hacía difícil
acostumbrarse al cambio necesario de su medio
ambiente habitual; por eso, tomó la decisión de
no pensar en ello. No obstante, para no olvidar
esa decisión, escribió en un papelito recordatorio
las palabras lapidarias: “ ¡Lampe debe ser olvi­
dado!”
Desde luego, en la vida de ese filósofo se pro­
dujeron muchas cosas raras. Así, por considera­
ciones de principio, prohibió que se ventilara su
dormitorio. A ese respecto, un biógrafo comen­
tó: “Por una falla en sus observaciones, llegó a
una hipótesis rara sobre la generación y la pro­
pagación de las chinches, que, no obstante, con­
sideraba como una verdad sólida. En otra mo­
rada, mantenía las contraventanas continuamente
cerradas para que no entraran los rayos del sol;
pero, con ocasión de un corto viaje al campo,
olvidó cerrar las mencionadas contraventanas
antes de su partida y, al regresar, encontró su
habitación llena de chinches. Así, puesto que
creía que antes no había chinches en su dormi­
torio, llegó a la conclusión de que la luz debía
ser necesariamente vital para la existencia y la
propagación de toda clase de bichos, y que impe­
dir que penetraran en el cuarto los rayos del sol
debía ser un medio para prevenir su reproduc­
ción . .. Estaba tan convencido de la verdad de
su teoría, que desagradaban todas las dudas al
respecto, por ligeras que fueran, y cualquier crí­
tica; aunque fuera pequeña. .. Lo dejé con su
opinión, me ocupé de la limpieza de su dormi­
torio y su lecho, y las chinches disminuyeron, si
bien se abrían las contraventanas casi diariamen­
te, sin que él lo supiera.”
Quizá contribuyera a las rarezas de Kant el
hecho de que apenas salía de los muros de su
ciudad natal, Kónigsberg. Nació allí en el año
1724, y fue también en ese lugar donde efectuó
sus estudios. A continuación fue profesor en var
rías casas de nobles. No se sabe si tuvo éxito
en ese cometido. De todos modos, uno de sus
biógrafos indica: “Consideraba todo un arte el
ocuparse de los niños adecuadamente y ponerse
al nivel de sus conceptos; pero declaraba también
que no le hubiera sido posible apropiarse ese
arte.”
Pasaron nueve años antes de que Kant alcan­
zara la meta que se había fijado: la de enseñar
en la universidad. Sus deberes en el cargo eran
mucho más amplios que los de los profesores
actuales. Además de filosofía, daba clases de ma­
temáticas, física, geografía, derecho natural, me­
cánica y mineralogía, veinte horas semanales,
razón por la cual a veces se quejaba de esa tarea
que le robaba tanto tiempo: “Por mi parte, me
instalo diariamente ante mi yunque de profesor,
y golpeo con el pesado martillo de las conferen­
cias similares unas a otras, con una medida igual.”
Desde luego, no debemos imaginarnos a Kant
como un filósofo catedrático seco. Los informes
de su tiempo alaban el modo ingenioso en que
sabía describir las cosas, de manera vivaz... A
ese respecto, Herder escribió: Kant “tenía en
sus años florecientes, la vivacidad risueña de los
adolescentes que, como creo, conservó también
en sus años de ancianidad. Su frente abierta y
amplia de pensador, era un centro de serenidad
y alegría inquebrantables; de sus labios surgían
las palabras más ricas en ideas; las bromas, el
buen espíritu y un humor excelente estaban
siempre a su disposición, y sus conferencias eran
las más amenas. . . No hubo intriga, secta, ven­
taja ni ambición de fama que tuviera para él el
menor interés, en comparación con la difusión
y el esclarecimiento de la verdad. Animaba y
obligaba agradablemente a pensar por sí mismo;
su alma estaba desprovista de despotismo. Ese
hombre, al que menciono con mi mayor agrade­
cimiento y respeto, es Immanuel Kant; su ima­
gen sigue siendo agradable para mí”.
Sin embargo, a Kánt le preocupaba que, exte-
riormente, no le era posible avanzar. Durante
quince años fue profesor privado. Dos veces soli­
citó una cátedra; pero en ambas ocasiones prefi­
rieron a otro. Finalmente, le ofrecieron un pues­
to de profesor de poética, con la obligación de
componer versos para las festividades académicas
y estatales. Kant no aceptó y es algo que no debe
lamentarse, puesto que las generaciones posterio­
res han salido ganando mucho al poder leer la
Crítica de ía razón pura, en lugar de sus compo­
siciones poéticas. Finalmente, a los 46 años de
edad fue nombrado profesor. En el lenguaje
grave de su siglo, el nombramiento del rey decía
que lo había designado profesor “por la aplica­
ción y las aptitudes bien conocidas de nuestro
mencionado súbdito y por la erudición alcanzada
en el campo de las ciencias filosóficas”, con la
condición de que “enseñara infatigablemente a
la juventud estudiosa. .. y que se esforzara en
hacer de ellos súbditos capaces y aptos, lo cual
fomentará además por medio de su buen
ejemplo”. .
A partir de ese momento, la vida de Kant
se desarrolló tranquilamente. No ocurrieron mu­
chos acontecimientos externos, aparte de un con­
flicto con el ministro prusiano de la cultura, que
le censuró el hecho de que escribiera con dema­
siada libertad sobre la religión. Kant transigió
rápidamente con la frase: “Si todo lo que uno
dice debe ser verdad, no es tampoco una obli­
gación decir todas las verdades en público.”
Con respecto a la consolidación de su vida,
Kant hubiera podido pensar también en casarse.
Pero dos intentos hechos en ese sentido fraca­
saron. Uno de sus contemporáneos escribió sobre
ello: “Conozco a dos de sus prometidas. . . que
despertaron, una tras otra, su corazón y su incli­
nación/' Pero “dudó en hacer la petición, que
no hubiera sido rechazada y, por ello, una de
ellas se fue a otro lugar distante, y la segunda
se entregó a un hombre recto, que fue más
rápido que Kant para decidirse y declararse".
También en este caso se consoló Kant con re­
flexiones generales, como por ejemplo: “Los an­
cianos . . . no casados conservan su aire juvenil
durante más tiempo que los casados", y agregaba
con cierta malicia: “¿Revelan los rasgos faciales
más duros de estos últimos el estado del yugo
que llevan?"
En el año 1804, murió Kant en Konigsberg,
a los ochenta años de edad. Su última frase fue:
“Es bueno."
Si nos remontamos hacia el pasado, la vida de
Kant parecerá la de un erudito alemán típico,
llena de precisión y escrupulosidad, chapada a la
antigua y, con frecuencia, un poco rara. Sin em­
bargo, en ese marco poco destacado, se efectuó
una de las obras mayores de toda la historia de
la filosofía. Después de que él decía lo que tenía
que decir, no era ya posible filosofar en el mismo
sentido que antes. Así es como su pensamiento
representa uno de los puntos decisivos en la his­
toria del intelecto filosófico. Schelling lo expresa
en su oración fúnebre: “No deformada por los
trazos groseros que revelaban los errores de quie­
nes, bajo el nombre de intérpretes o partidarios,
eran caricaturas o reproducciones en yeso de mala
calidad de él mismo, o por aquellos que le atri­
buían el furor de antagonistas llenos de amar­
gura, la imagen de su intelecto, con su singula­
ridad bien definida, brillará a lo largo de todo
el futuro de la filosofía.”
Pero, ¿en torno a qué giraba la filosofía de
Kant? No es fácil responder a esta pregunta; hay
casi tantas interpretaciones distintas de Kant
como intérpretes de su filosofía. Quizá lo más
justo para representarnos sus intenciones sea
imaginarnos como su interés primordial el de
la interrogación sobre qué hay de efectivo en la
realidad visible y tras ella, sobre lo ilimitado en
todo lo limitado y más allá de todo lo limitado.
Pero eso indica que el pensamiento de Kant iba
dirigido, sobre todo, hacia lo que se conoce como
metafísica desde la antigüedad: hacerse pregun­
tas sobre los datos directos e investigar el primero
y el último de los fundamentos de la realidad. El
mismo Kant reconoció que: es de “la metafísica
de la que estaba destinado a enamorarme”; en
ella reposa “el bien verdadero y duradero de la
raza humana”; precisamente por ello, su objeto
“no puede ser indiferente a la naturaleza hu­
mana”.
Kant esclareció la problemática metafísica en
tres aspectos: investigó lo absoluto en el hombre,
en el mundo, y lo absoluto a secas. ¿Hay algo en
el hombre que sobrepase su existencia limita­
da y finita, de tal modo que pueda sobrevivir
también a la muerte? Es así como se plantea la
cuestión relativa a la inmortalidad del alma. ¿Hay
en el mundo sólo una cadena de limitaciones,
o hay también lugar para un comportamiento
absoluto? Así surge la pregunta por la libertad.
Finalmente, ¿hay algo en que se funde el con­
junto de todo lo limitado, incluyendo al mundo
y al hombre? Esa es la pregunta referente a Dios.
Así pues, Kant designaba como “objetivos inelu­
dibles” del pensamiento filosófico a “Dios, la
libertad y la inmortalidad”.
Kant deseaba alcanzar la certidumbre sobre
esto. Pero ahora se muestra que en esos campos
todo es dudoso; en la larga, historia de la meta­
física, todo desemboca simplemente en un “avan­
zar a tientas”. Pero si es así, no es posible co­
menzar directamente con bosquejos metafísicos
básicos. Entonces es mucho más conveniente
preguntarse antes de dónde procede lo dudoso
de la metafísica y en qué se basa. Ese es el pro­
blema que se plantea Kant en su gran obra, la
Crítica de la razón pura. El tema propiamente
dicho de este libro es el drama del conocimiento
metafísico del espíritu humano. Los actores son
las preguntas centrales de la filosofía, y la obra
trata de los intentos incesantes por llegar a la
certidumbre, y de los fracasos impotentes y cons­
tantes de todos esos esfuerzos. Finalmente, Kant
descubrió: el hecho de que no se puedan obtener
respuestas seguras se funda en la naturaleza de la
razón humana. Porque ésta no es capaz de ir
más allá de la realidad visible y de observar sus
orígenes. Esto se demuestra claramente en la
pregunta sobre la libertad. Es posible avanzar
fundamentos tan convincentes para demostrar
que el hombre es libre como que no lo es. Lo
mismo sucede con las cuestiones relativas a la
inmortalidad y a Dios. Tampoco es posible elu­
cidar estas últimas por medio de la razón teórica.
A fin de cuentas, resulta que la cuestión no
puede resolverse. Kant halló palabras claras para
ello; hablaba de “entradas en escena de las dis­
crepancias y la desorganización”,' de un “escán­
dalo”, de un “círculo eterno de ambigüedades y
contradicciones” e incluso, de un “verdadero
abismo para la razón humana”. El hombre cae
de manera necesaria en el error precisamente
cuando se trata de algo que tiene el mayor in­
terés para su intelecto: en las cuestiones relativas
a Dios, la libertad y la inmortalidad. Así, final­
mente, Kant comparaba los intentos metafísicos
del intelecto humano con un viaje por mar “en
un océano extenso y tempestuoso. . . donde mu­
chos bancos de niebla y muchas montañas de
hielo, que se derriten con prontitud, parecen ser
nuevas tierras que hacen concebir a los marinos,
deseosos de hacer descubrimientos, esperanzas
huecas, y los lanzan incesantemente a aventuras,
a las que nunca renuncian y que, no obstante,
nunca pueden hacerlos llegar a su meta”.
Pero Kant no se abandonaba a una desespe­
ranza escéptica. Estaba convencido de que era
inminente un “nuevo nacimiento” de la meta­
física. Pero este último sólo podía producirse
a partir de un autoconocimiento de la razón
humana. Es preciso que dicha razón humana
llegue a comprender cuál es su propio campo
y cuáles sus limitaciones. Con ese propósito, en
la Crítica de la razón pura, pone a prueba la
“trama muy enmarañada del conocimiento hu­
mano”. En las arduas investigaciones que llevó a
cabo Kaijt con ese objeto, su escrupulosidad se
manifiesta como la virtud de la acuciosidad. De­
mostró que el conocimiento no se define correc­
tamente cuando se le considera como imagen de
la realidad en el intelecto humano. El hombre
interviene más bien de manera decisiva en el
proceso del conocimiento, con las nociones de
espacio y tiempo y los conceptos fundamentales
del entendimiento. Al aplicar el que conoce estas
nociones y estos conceptos a las sensaciones que
le proporcionan los sentidos, surge en él la
imagen de la realidad. En esa forma, el conoci­
miento se compone, hasta un grado importante,
de materiales propios del sujeto que conoce.
La consecuencia más importante que saca Kant
de todo ello es que la realidad no se muestra al
hombre tal y como puede ser en sí misma, sino
sólo tal como le parece a él que es, de acuerdo
con el tipo particular de su capacidad de cono­
cimiento. No captamos las cosas en sí, sino única­
mente como fenómenos. En el campo del cono­
cimiento, ese es el destino del hombre como ser
finito. Ahora bien, aquellos intentos metafísicos
pueden interpretarse como esfuerzos hechos por
el hombre para superar la capacidad limitada de
conocimiento que le cbrrespQnde; a fin de cuen­
tas, a eso se deben sus fracasos. El hombre se­
guirá tratando de ampliar sus conocimientos más
allá de sus limitaciones, y siempre será recha­
zado, en el fracaso de tales esfuerzos hacia la
experiencia, el único punto de conocimiento
seguro. Querrá levantar “una torre que debe
llegar hasta el cielo” y, sin embargo, sólo podrá
construir una “morada” que es “suficientemente
espaciosa y álta para albergar todos nuestros es­
fuerzos a nivel de la experiencia”.
Sus contemporáneos captaron el significado
de la Crítica de la razón pura en parte con aplau­
sos de entusiasmo y, en parte, apasionadamente
a la defensiva. Por ejemplo, el filósofo Mendels-
sohn, no sin un oculto respeto, llamó a Kant el
“aniquilador de todo”. Por el contrario, Herder
vio en el mencionado libro sólo un “reino de
quimeras infinitas”, una “corrupción de los cora­
zones juveniles”, una “desolación del alma”. A
esto opuso Fichte las siguientes palabras: “Re­
prochan a Kant que no captó nada verdadero.
¡Dios mío!, no andaba a tientas en absoluto, sino
que veía; ahora bien, las cosas, bajo la luz, son
muy diferentes que cuando se avanza a ciegas
en la oscuridad.”
Un incidente curioso que tuvo lugar en Jena
demuestra que, en aquel entonces, también podía
ser peligroso ocuparse de la Crítica de la razón
pura. Un estudiante le dijo a un condiscípulo que
(este último) tendría que estudiar todavía treinta
años para comprender ese libro, debido a su difí-
cuitad. Sin embargo, el compañero no supo de­
fenderse contra esa imputación, más que desafián­
dolo a un duelo, fiel al principio según el cual
era precisa una lucha en lugar de una respuesta
contundente.
Al examinar los resultados de la Crítica de la
razón pura, se plantea la pregunta relativa a si la
limitación al campo de la experiencia que ahí se
exige puede ser la última palabra a ese respecto.
Queda todavía la incógnita de por qué el hombre
intenta traspasar tan constantemente las fron­
teras que le fueron impuestas. ¿No es esa una
indicación de que el hombre no puede realizar
plenamente su ser en la tarea de orientarse en
el mundo? De hecho, Kant estaba convencido
de que, por su naturaleza misma, el hombre se
siente impulsado a hacerse preguntas sobre sí
mismo y sobre el mundo finito; si renunciara a
ese impulso, dejaría de ser hombre y se hundiría
en la barbarie y el caos.
También por eso Kant debe dar un nuevo
aliento al pensamiento metafísico. Es cierto que
no es posible avanzar más por medio de las cavi­
laciones puramente teóricas. Pero el hombre no
es sólo un ser pensante, sino también un ser
actuante. ¿Cómo sería si lo que permanece cerra­
do para el pensamiento puro se revelara cuando
el hombre actúa y reflexiona sobre sus actos? Esa
visión dirigida al hombre activo es el giro deci­
sivo que Kant imprimió a la problemática me­
tafísica.
Kant estaba convencido de encontrar precisa­
mente en el campo de lo práctico el absoluto que
había estado buscando inútilmente en el de lo
teórico. Opinaba que cuando el hombre desea
sinceramente saber cómo comportarse, se enfren­
ta a una orden absoluta, a un imperativo cate-
górico que le impide actuar de manera arbitraria
y caprichosa. En esa forma se asegura, por enci­
ma de todas las consideraciones racionales, de
que debe comportarse así y no de otro modo.
Evidentemente, aquí se presenta un absoluto en
medio de la existencia limitada de los hombres:
el absoluto del “debes”.
Después de que Kant había entrado en esa
forma al terreno de lo absoluto, fundado en
buenos principios, podía responder también a
todas las preguntas sobre Dios, la libertad y la
inmortalidad, no resueltas en el campo de las
meditaciones teóricas. Cuando se da una orden
al hombre, sabe que se encuentra en situación
de tomar una decisión; sin embargo, la toma de
decisiones sólo es posible cuando existe la liber­
tad. Así, el hombre. que rechaza la orden abso­
luta está seguro de su libertad. Esto tiene conse­
cuencias muy importantes para la metafísica. En
el hecho de escuchar una orden absoluta y en
la libertad que se le concede, el hombre descubre
que, por muy sujeto que se encuentre a lo finito,
lo más significativo de su naturaleza pertenece
a un orden superior, y que es esto lo que le da
su dignidad singular. Para Kant, el hombre es un
ciudadano de dos mundos. A partir de esta idea,
Kant trató de probar la inmortalidad del alma y
la existencia de Dios como postulados necesarios
de la existencia moral. De todos modos, es difícil
aceptar sus argumentos sin más ni más. No obs­
tante, es decisivo que Kant, en una época de
dudas sobre la metafísica, haya osado abrir una
nueva brecha: un nuevo intento de romper las
restricciones de lo finito para llegar a lo ab­
soluto.
Porque filosofar no significa hallar respuestas
y conformarse con ellas, sino seguir haciéndose
las preguntas esenciales. Así, es posible que la
solución hallada por Kant para los problemas
metafísicos no sea válida para todas las épocas.
En las crisis del pensamiento que han caído sobre
la humanidad desde entonces, ha vuelto a po­
nerse en tela de juicio la certidumbre metafísica,
y ahora más que nunca. Pero todavía en la ac­
tualidad es válida la frase de Kant: —“Es tan
poco probable que el intelecto humano abando­
ne por completo las investigaciones metafísicas
como el que, para no seguir aspirando siempre
aire impuro, prefiriéramos dejar de respirar por
completo.”
FIC H T E O LA REBELIÓ N
D E LA LIBERTAD

En e l a n o 1801 apareció un notable escrito po­


lémico que llevaba el título*. La vida y las ^ex­
trafías opiniones de Friedrich Nicolai. El hombre
al que se atacaba en esa obra era uno de los
eruditos más famosos de su tiempo, editor de la
“Allgemeine Deutsche Bibliothek”, escritor muy
prolífico y uno de los principales personajes de
la Ilustración. En el escrito dirigido contra él se
hacía el curioso intento de deducir su vida y sus
opiniones de un principio único, de manera exac­
tamente filosófica: “que él había pensado todo
lo que era correcto y útil en cualquier disciplina,
y que era inútil e incorrecto lo que nunca había
pensado ni pensaría”; por lo cual también sus
refutaciones partían del “axioma”: "Soy de otra
opinión”, con lo que la cuestión quedaba definid
tivamente zanjada.
El escrito polémico se iniciaba describiendo,
con maliciosa ironía, basándose en la autobiogra­
fía y los escritos de Nicolai, “cómo el primer
berrido del recién nacido sacudió al mundo de
los escritores e hizo temblar a todos los pecado­
res en él, y cómo sus pañales estaban perfumados
ya con la sal ática que, después, exhalaría y asen­
taría en sus palabras inmortales, de modo que
todos los circunstantes se maravillaban y se ,pre­
guntaban: ¿Qué irá a ser este niño?” Explicaba
cómo les demostró a .Goethe y Schiller, Kant,
Fichte y Schelling “que en sus supuestas obras
de arte y sus descubrimientos rio podía haber
absolutamente ningún fondo”, cómo estaba fir­
memente convencido de que: soy “el hombre
más genial y el de mejor gusto de mi época y de
todas las edades pasadas y futuras” y “el primero,
el más infalible y universal de todos los filóso­
fos”, y cómo feneció al fin “creyendo alegre­
mente en la inmortalidad de su obra”.
Pero, ¿qué se ocultaba tras la arrogancia gro­
tesca del señor Nicolai?, sigue preguntando el
escrito. La respuesta es: nada, excepto “sabiduría
ligera” y una “erudición barata”, “una verborrea
inagotable y la habilidad de falsear todo cuanto
le caía entre las manos”. En pocas palabras,
Nicolai es un “torpe nato”, un “charlatán im­
pertinente y grosero” con una “erudición que
consistía en amontonar las rarezas más curiosas,
en una pila confusa”. Es difícil “creer que en él,
aparte del habla, hubiera alguna otra cosa verda­
deramente humana”. El ataque era todavía más
violento: “Nuestro héroe, que pertenecía a los
animales hediondos y las víboras de la literatura
del siglo xvm, difundía el mal olor en torno
suyo y lanzaba veneno”. “No hay duda de que
hasta un perro, si pudiera dársele el don de ha­
blar y escribir, y garantizarle la edad y la des-
vergüenza de Nicolai, trabajaría con el mismo
éxito que nuestro héroe.” Al final aparece un
último golpe contra los escritos de Nicolai: “Si
todavía se leen, debe ser*durante las horas de
lá'digestión, para divertirse con las extraordina­
rias sinuosidades y los recovecos de lo trivial y
lo nulo que empiezan a notar ellas mismas que
están vacías/'
El nombre del autor de esa sátira despiadada
puede causar sorpresa durante unos instantes.
Es Johann Gottlieb Fichte, el autor de los famo­
sos Discursos a la nación alemana; el pensador
agudo de la Doctrina de Ja ciencia, una de las
creaciones más grandiosas del intelecto filosófico;
el autor sagaz del Método para llegar a la vida
beatífica. ¿Cómo es posible que un filósofo tan
serio haya escrito algo tan violento?
Entenderá muy poco la naturaleza de la filo­
sofía quien suponga que ésta se agota en ensi­
mismamiento tranquilo y reflexiones silenciosas.
Los filósofos muestran desde siempre un rostro
doble: con una parte dirigida .hacia su interior y
la otra hacia la realidad/con el apremio de trans­
formarla a partir de las ideas. Esa voluntad no
puede observarse en ninguno de los filósofos
modernos con tanta intensidad como en Fichte.
Dijo de sí mismo: “no tengo ninguna disposi­
ción para ser erudito de oficio; no puedo limi­
tarme a pensar, sino que tengo que actuar”;
"tengo proyectos grandes y ardientes. . . Mi or­
gullo consiste en pagar con obras mi lugar en la
humanidad, darle una consecuencia a mi existen­
cia en la eternidad para la humanidad y todo el
mundo intelectual”. Por eso lanzaba manifiestos,
panfletos, proclamaciones y discursos. Por eso
interviene de manera apasionada en las polémi­
cas sobre la Revolución Francesa. Uno de sus
escritos polémicos sobre ese tema llevaba el títu­
lo revelador de: Reivindicación ante los sobera­
nos de Europa de la libertad de pensamiento ,
reprimida por ellos hasta, ahora . Por eso, no se
conformaba con convencer a los hombres, sino
que deseaba ardientemente convertirlos a su ver­
dad; como sus contemporáneos se negaban to­
davía a comprender lo que le interesaba, publicó
un escrito, con el temerario subtítulo: Informe
más claro que el sol . . . Un intento de obligar a
los lectores a comprender.
También era poderoso el efecto que causaba
Fichte personalmente. Uno de sus oyentes co­
menta a ese respecto: “Ni siquiera habla de ma­
nera agradable, pero todas sus palabras tienen
peso y fuerza. Sus principios son severos y poco
suavizados por consideraciones humanitarias. Es
temible cuando lo provocan. Su espíritu es in­
quieto y está sediento de oportunidades para
actuar en el mundo. Sus conferencias públicas
son ruidosas como una tormenta que descarga
su fuego a golpes. Eleva el alma, y no desea hacer
hombres buenos, sino grandes. Sus ojos son se­
veros y su modo de andar desafiante. Desea diri­
gir el espíritu de su época por medio de su filoso­
fía; su fantasía no es florida, sino enérgica y po­
derosa.
”Sus imágenes no son cautivadoras, sino osa­
das y grandiosas. Llega hasta los puntos más
internos y profundos de sus temas y se pasea
por el campo de los conceptos con tal natura­
lidad, que no sólo da la impresión -de que vive
en ese país invisible, sino que lo rige.”
De esa voluntad poderosa de actuar nacía la
violencia con la que trataba a sus contemporá­
neos. Quiere hablar “espadas y rayos”. Siempre
estaba dispuesto a pelear. No toleraba que lo
contradijeran, y a quienes no estaban de acuerdo
con él los cubría de injurias iracundas, como al
buen Nicolai, o les negaba completamente la
existencia, como lo hizo con un bondadoso con­
temporáneo llamado Schmid: “Declaro que. . .
en lo que a mí concierne, el señor Schmid no
existe como filósofo.” Fichte no dejaba de sentir
un placer feroz al actuar en esa forma. “Quien
desee que se renueven las querellas de Lessing,
que me provoque. Por supuesto, tengo cosas más
serias que hacer que pelearme con los perros por
las sobras de la mesa; sin embargo, de vez en
cuando. . . no es tan malo sacudir a uno para
que los demás pierdan el deseo de pelear.” Así,
no es muy sorprendente que el famoso jurista
Anselm Feuerbach escribiera: “Es peligroso tener
disputas con Fichte. Es un animal indómito que
no soporta ninguna contradicción y que consi­
dera a quienes se oponen a sus insensateces como
enemigos personales. Estoy convencido de que
sería capaz, si fuera el tiempo de Mahoma, de
representar a un mahometano, y que impondría
sus enseñanzas científicas con la espada y la pri­
sión, si su cátedra fuera el trono de un rey.”
Sin embargo, esa no es sino una de las caras
de ese filósofo. Junto al peleador violento se
encuentra el hombre de los esfuerzos silenciosos
y profundos para lograr comprender. Si dijo en
cierta ocasión: “Sólo tengo una pasión, una
necesidad y un sentimiento pleno de mí mismo,
que es: proyectarme al exterior”, en otra habló
de su “amor decisivo por una vida especulativa”.
“Cuando el amor por la ciencia y, sobre todo,
por la especulación se apodera del hombre, lo
afecta de tal modo que no conservará ningún otro
deseo sino el de dedicarse con calma a ellas.” “Y
si viera ante mí una vida de varios siglos, sabría
de todos modos organizar desde ahora mismo la
distribución de mi tiempo, de tal modo que no
me quedaría ni una sola hora libre para hacer
revoluciones.” Finalmente, Fichte podía hablar
con palabras tranquilas y extrañamente conmo­
vidas sobre el “anhelo de eternidad”: “Ese afán
de unirse y fusionarse con lo imperecedero es la
raíz más profunda de toda existencia finita. .
lo eterno nos rodea continuamente y se ofrece
a nosotros, de tal modo que no tenemos que
hacer otra cosa más que asirlo.”
No hay duda de que un hombre tan lleno de
contradicciones no puede llevar nunca una vida
regular y tranquila. Así pues, la vida de Fichte
fue un movimiento continuo de subidas y baja­
das, un paso incesante de los ascensos a los hun­
dimientos. Nació en 1762, en una pequeña aldea
de la Alta Lusacia, de padres pobres. Su pri­
mera ocupación fue la de pastorcillo y puede
suponerse que los gansos que estaban a su cui­
dado experimentaron, sin duda, ya entonces, su
deseo de dominación. El modo como salió de
su medio natal podría ofrecer tema para un. re­
lato edificante. El propietario de las tierras fue
un domingo al mediodía a la aldea y se sentía
muy afligido por haber perdido el sermón. Lo
consolaron diciéndole que el pastorcillo Fichte
podía repetir todos los sermones de memoria. En
efecto, el pequeño Fichte imitó al párroco en
el modo de hablar, .el tono de voz y los gestos de
manera tan perfecta que el propietario, extasiado,
tomó la determinación que, a fin de cuentas,
permitió al mundo filosófico contar con su
Fichte: hizo que el zagal estudiara a sus expensas.
Cuando Fichte ingresó a la Universidad de
Jena7 después de cumplir con sus estudios esco­
lares volvió a tener dificultades de orden econó­
mico. Su aristocrático protector murió y sus he­
rederos no estimaron mucho sus característicos
arranques filantrópicos. Negaron a Fichte un
estipendio que les solicitó; entonces se abre ca­
mino penosamente con lecciones privadas.
Fichte salió de esa miseria gracias al ofreci­
miento de que fuera a Zürich como profesor
particular. Sin embargo, opinaba que antes de
poder educar a los hijos era preciso educar a los
padres. Así, llevó consigo un Diario de las fallas
más notables de la educación y convenció a los
padres de sus pupilos de que le permitieran leer­
les algo de ese libro semanalmente. Puede com­
prenderse que eso no les causó placer durante
mucho tiempo y que, finalmente, aceptaron la
terca amenaza de abandonar su casa de aquel
pedagogo violento y obstinado. Desde luego,
Fichte no comprendió de quién era la culpa.
Escribió a su hermano: “Tuve que tratar desde
el principio con gente testaruda. Finalmente,
cuando había logrado prevalecer y los había obli­
gado a la fuerza a respetarme, les había anun­
ciado ya mi decisión de abandonarlos; luego, yo
fui demasiado orgulloso para retirarla y ellos
demasiado cobardes/'
De todos modos, en otro aspecto, Zürich no
dejó de tener resultados para Fichte. Pues en ese
periodo de tiempo se enamoró y comprometió
en matrimonio. Con respecto a cómo se desarro­
lló el noviazgo, se expresa unas veces en una for-
ma y otras en otra. Por una parte, podía escribir
ardientes cartas de amor: “Desearía poder trasmi­
tirte mis sentimientos tan ardientemente como
se agolpan en mi pecho, y amenazan con desga-
rrármelo, en este preciso momento.” Incluso le
compuso una poesía a su amada, aunque sólo
una, y para ello, como lo confesó él mismo,
necesitó una hora para cada rima. No obstante,
por otra parte, se llenaba de escrúpulos y le escri­
bió a su hermano: Siento .“en mí demasiada
fuerza y un impulso excesivo como para cortar­
me las alas por medio del matrimonio y some­
terme a un yugo del que ya nunca podré libe­
rarme”. Pero puesto que la novia, con el tem­
peramento dulce que tenía, estaba dispuesta de
buena gana a someterse a las condiciones de la
vida pedagógica de Fichte, le pareció a éste, por
fin, que lo más correcto sena casarse con ella.
La conclusión de su trabajo como preceptor
obligó a Fichte a abandonar .Zürich. Se fue a
Leipzig y trató de ganarse el pan y de hacerse
famoso de un modo bastante curioso. Primera­
mente, a pesar de su fracaso evidente en el cam­
po pedagógico, deseaba convertirse en preceptor
de los príncipes. Como no pudo lograr nada en
ese sentido, hizo planes, animado probablemente
por su compromiso matrimonial, para editar una
Revista de formación femenina. Pero ningún edi­
tor quiso correr el riesgo de confiar precisamente
ese tema a un hombre como Fichte. Tampoco
tuvo éxito con novelas cortas y obras dramáticas.
De la letargía en que cayó debido a todos esos
fracasos, lo sacó un suceso imprevisto que lo hizo
inclinarse hacia el otro lado más tranquilo de su
naturaleza, de tal modo que resultó decisivo para
toda su vida posterior. Un estudiante le pidió
que le diera clases particulares sobre la filosofía
de Kant, y fue así como Fichte llegó a conocer
a fondo al más grande de todos los filósofos de
su tiempo. En una carta describe lo mucho que
le afectó ese acontecimiento: “Me fui de Zürich
con los planes más ambiciosos. . . En poco
tiempo fracasaron todos esos proyectos y me
encontraba muy cerca de la desesperación. Dis­
gustado, me arrojé sobre la filosofía de Kant. . .
que anima el corazón y hace que uno se rompa
la cabeza. Encontré en esa forma una ocupación
que me llenaba el corazón y la cabeza; pude
dominar mi temperamento impetuoso, y esos
días fueron los más felices de toda mi vida. De
un día para otro, necesitando alimentos, fui qui­
zá, en aquellos tiempos, uno de los seres huma­
nos más felices de todo el globo terráqueo.”
Desde luego, la miseria exterior seguía vigente.
Fichte no podía quedarse en Leipzig y, final­
mente, encontró empleo como preceptor, esta
vez en Varsovia. Pero volvió a suceder lo mismo
que en Zürich, que no le fue posible entenderse
con la madre de sus pupilos. No obstante, Var­
sovia tuvo algo de bueno, ya que recibió una
indemnización considerable al abandonar su em­
pleo. Ese dinero le permitió visitar en Konigs-
berg a Kant, al que veneraba desde lejos. Sin
embargo, Kant, a quien, evidentemente, Fichte
se acercó muy impetuosamente, se mostró reti­
cente al principio y se abrió a él, pero con ti­
tubeos.
El dinero se esfumó muy pronto de entre sus
manos y el intento que hizo para que Kant le
concediera un préstamo fue también un fracaso.
Entonces hizo acto de presencia otro de los gol­
pes de suerte que fueron tan numerosos en la
vida de ese hombre impetuoso. Fichte escribió
en cuatro semanas una obra con el título de
Ensayo de crítica de todas las revelaciones. Kant
alabó el manuscrito y lo recomendó a su editor;
pero éste, por inadvertencia, lo publicó sin el
nombre del autor, y todo el mundo consideró
que el libro era una obra del mismo viejo Kant,
del que se esperaba precisamente en aquel enton­
ces que hablara sobre ese tema. Incluso el /e-
naische Allgemeine Literaturzeitung (Periódico
Literario de Jena), el órgano científico más im­
portante, escribió: “Cualquiera que haya leído
aunque sólo sea el más pequeño de los escritos
que le granjearon al filósofo de Konigsberg el re­
conocimiento imperecedero de la humanidad,
reconocerá inmediatamente al autor brillante de
esa obra.” Cuando se supo finalmente que el
autor no era Kant, sino Fichte, era ya demasiado
tarde para que la obra perdiera la fama lograda,
Fichte era considerado ya como el autor de un
libro que hubiera sido digno de Kant; por ende,
en opinión del mundo de su tiempo, era ya un
filósofo de primer plano.
Entonces, Fichte recibió muy pronto el ofre­
cimiento de un puesto en una universidad, preci­
samente en la de Jena. Fue muy bien recibido y
los estudiantes se precipitaban a sus conferencias.
Sin embargo, su temperamento agresivo hizo que
se viera envuelto muy pronto en nuevas dificul­
tades. Atacó a las asociaciones de estudiantes,
que observaban un comportamiento muy licen­
cioso, y entre las cuales “el mérito de ser un
espadachín de primer plano vale -más que cual­
quier otro honor”. A partir de ese momento, los
estudiantes comenzaron a escandalizar en sus
conferencias; insultaban en la calle a la esposa
de Fichte. Finalmente, tomaron las armas que les
parecían más convenientes, o sea, los adoquines
de las calles, para romperle al profesor los cris­
tales de las ventanas. Fichte estaba, naturalmen­
te, indignado: “Sentí que me trataban de manera
más indignante que al peor de los malhechores,
y que yo y los míos quedábamos a merced de las
travesuras de chiquillos llenos de maldad.” No
obstante, los colegas le desaconsejaron que toma­
ra represalias, con el extraño argumento de que:
“el testimonio más honroso de la rectitud de un
profesor es el de que le apedreen frecuentemente
las ventanas”. Incluso Goethe, el ministro de
Weimar, escribió muy irónicamente con respecto
a la doctrina del yo de Fichte, que establecía una
soberanía absoluta sobre el mundo, el no-yo:
“Vieron al yo absoluto muy abochornado y,, des­
de luego, es muy descortés por parte de los no-
yos, a los que, no obstante, se ha sometido, volar
a través de los cristales de las ventanas. Pero le
sucedió lo mismo que al Creador y Conservador
de todas las cosas, que, como nos dicen los teó­
logos, no logra entenderse con sus creaturas.”
En un segundo caso, todavía más grave, Go­
ethe intervino como apaciguador. Uno de los
alumnos de Fichte preparó un escrito en el que
sostenía la tesis de que no existía ninguna reli­
gión verdadera, sino que todas las creencias son
sólo moral. Fichte publicó esa tesis, pero añadió
un ensayo propio tratando de debilitar las con­
clusiones radicales a que había llegado el discí­
pulo. De todos modos, acusaron de ateísmo, por
medio de un folleto anónimo, a Fichte y su
alumno. El asunto llegó muy pronto a círculos
más elevados; el gobierno del elector de Sajonia
amenazó con ya no permitir que sus súbditos
estudiaran en Jena. Hubiera sido posible arreglar
amistosamente la disputa; Schiller, el colega de
Jena, y Goethe intervinieron en ese sentido. Pero
se atravesó la testarudez de Fichte, el cual pre­
fería “ser derrotado valerosamente” que abando­
nar la partida. Cuando alguien le indicó la posi­
bilidad de que recibiera una amonestación, envió
al Ministerio una carta amenazadora debido a la
cual lo destituyeron de su cargo, en forma no
precisamente amistosa.
Felizmente, había monarcas que tenían puntos
de vista más tolerantes a ese respecto que el elec­
tor de Sajonia. Cuando Fichte fue a Berlín para
buscar un nuevo campo de actividades, y cuando
la policía puso reparos a la permanencia en la
ciudad de ^aquel sujeto sospechoso, el rey de
Prusia declaró: “Si es cierto que se ha enemis­
tado con el buen Dios corresponderá a éste arre­
glar ese asunto con él; a mí no me concierne
en absoluto.”
Animado por las perspectivas de tolerancia,
Fichte se estableció en Berlín, se sostuvo al prin­
cipio dando conferencias y, finalmente, lo llama­
ron a la universidad recién fundada. Allí des­
arrolló una actividad considerable. La agudeza
y la profundidad de sus conferencias filosóficas
atraían a ellas no sólo a los estudiantes, sino
también a personalidades importantes del Estado
y del mundo intelectual. Sólo la Academia Pru­
siana dudó en aceptarlo entre sus miembros, lo
que hizo que el famoso médico Hufeland senten­
ciara maliciosamente que la clase filosófica de la
Academia no lo había aceptado precisamente por­
que era filósofo.
Tampoco en Berlín/frente al caos político de
aquellos años, Fichte podía ni deseaba limitarse
a su trabajo de enseñanza de la filosofía. Precisa­
mente entonces su intención es llevar a la prác­
tica la filosofía. Así pues, con sus Discursos a Ja
nación alemana, intervino decisivamente en los
esfuerzos tendientes a la creación de un nuevo
Estado Prusiano, desde luego, no enteramente
sin ideas raras acerca de su colaboración. Cuando
estalló la guerra, se ofreció como voluntario, con
la intención de marchar con los soldados, como
una especie de predicador mundano, y “para em­
papar de Dios ^ los combatientes”. Sin embargo,
el rey no aceptó su alistamiento y consoló a
Fichte diciendo que “quizá sería necesaria su elo­
cuencia después de la victoria”.
Fichte no sobrevivió mucho a la declaración
de paz. Su esposa, como enfermera de un hos­
pital, contrajo una fiebre violenta. Ella sanó, pero
Fichte se contagió. Murió el año de 1814, a los
52 años de edad.
Si nos representamos la vida y la naturaleza
de este hombre, tan apasionadamente inclinado
a actuar y, sin embargo, al mismo tiempo, tan
dado a ensimismarse en sus pensamientos, no
podremos sorprendernos de que también su filo­
sofía se encuentre en tensión entre esos dos im­
pulsos. A quien considera decisivos los actos,
debe parecerle importante la acción, el yo activo,
también en los esquemas filosóficos. Por otra
parte, a quien se siente impulsado tan perento­
riamente a la concentración, deben abrírsele tam­
bién los misterios más recónditos de la realidad.
Eso'es lo que sucedió de hecho con la filosofía
de Fichte. Se inicia con el concepto del acto
absoluto y concluye en que el yo. activo se hunde
en el abismo de la divinidad.
Por lo que se refiere a lo primero, Fichte
se unió a Kant al principio. Éste mostró que la
naturaleza del hombre se encuentra en la liber­
tad, de la cual nos aseguramos en la experiencia
de una obligación absoluta, de la ley moral. Tam­
bién Fichte considera que la exigencia de la
moralidad es lo que sugiere la idea de la liber­
tad y lo que se manifiesta en la conciencia. La
libertad, tan segura de sí misma como la natu­
raleza fundamental del hombre, se convirtió para
Fichte en la idea en tomo a la que gira todo
su pensamiento. No obstante, al reflexionar en su
naturaleza oculta, es conducido a pensar en ella
de modo más radical de lo que pudo Kant.
Precisamente, Fichte descubrió una inconse­
cuencia en el concepto de Kant sobre la liber­
tad. Aunque el yo se considera libre en el fondo
de su naturaleza, Kant lo veía, al mismo tiempo,
como muy limitado. Esto resulta particularmente
evidente cuando entra en funciones el conoci­
miento. Entonces el yo depende de algo que no
es él mismo, aunque no, como lo interpretan
algunos inocentemente, de las cosas aparentes,
de modo que el papel desempeñado por el cono­
cimiento fuera simplemente el de reproducirlo
todo. Kant consideraba, además, que la actividad
propia del sujeto actúa de diversas maneras en el
saber. Pero el yo no crea la idea de las cosas del
todo a partir de su libertad. En eso depende más
bien de algo que está fuera de sí mismo: de la
“cosa en sí” que se anuncia eii las sensaciones.
A Fichte le parece que una limitación seme­
jante, impuesta por medio de una “cosa en sí”
que existe por sí, es incompatible con la libertad.
Si se considera a esta última como la naturaleza
básica del hombre, todo lo que suceda con el
yo, también su conocimiento, debe ser el resul­
tado de sus propios actos. A partir del concepto
bien entendido de la libertad no puede haber,
junto al yo, un mundo que existe independiente­
mente. Lo que nos parece ser el mundo, el con­
junto de las cosas que nos rodean, no existe en
absoluto en la realidad. Es sólo una imagen que
el hombre saca de sí mismo; es el bosquejo del
mundo que, en su libertad, hace el yo creador.
Esa formación de la imagen del mundo no se
efectúa conscientemente, sino que es anterior a
todo estado consciente; pero precisamente enton­
ces es el yo independiente de influencias extrañas
en u formación de la imagen del mundo y, por
consiguiente, libre.
Precisamente por eso, el pensamiento de Fich­
te fue el comienzo del Idealismo Alemán. Por­
que el concepto fundamental de este último es:
sólo existe lo ideal, lo intelectual, el yo en su
libertad. Por el contrario, la realidad del mundo
se nos da tan sólo en nuestras imágenes; pero ni'
siquiera esas imágenes son creadas por el mundo,
sino que las producimos nosotros mismos.
En este concepto se encontró a sí mismo el
filósofo de la vida activa, Considera que todo
lo real es una obra del yo; no hay .nada que, a
fin de cuentas, no pueda atribuirse a un acto
libre de esa índole. Porque en realidad el ser es
sólo el yo en su libertad; por causa de ésta es
aquél el yo absoluto. Es un pensamiento extra­
ordinario, y sólo un pensador con la violencia
intelectual que poseía Fichte puede concebirlo.
Aquí el poder del hombre sobre la realidad, cuya
conquista es el gran empeño de la Época Mo­
derna, llega a su extremo.
Desde luego, Fichte tuvo que pagar un precio
elevado por ese ascenso del yo humano al yo
absoluto, ya que ante la libertad del yo, así ca­
rente de limitaciones, se pierde por completo la
existencia autónoma de la realidad. Lo absoluto
del yo provoca el fin del mundo. Pero la diso­
lución es todavía más profunda. También el yo
libre, cuando se considera tan absoluto como lo
hace Fichte, se convierte en un yo vacío. Fuera
de él no existe nada, ni un Dios, ni otros hom­
bres, ni un mundo. Sin embargo, él mismo
existe en la soledad más fría. Es cierto que es
libre; pero, ¿qué puede hacer con su libertad en
una realidad que se ha hecho irreal?
En la anulación de toda realidad, se le escapa
al yo también, a fin de cuentas, su propia rea­
lidad. Si todo cuanto parece existir se disuelve
en puras imágenes, ¿puede el yo, como ser único,
eludir ese destino? ¿Qué impide al pensamiento
aplicar también al yo la supresión de todo ser?
De modo que finalmente lo que aún se piensa
se convierte en: “una simple imaginación”, crea­
da por el entendimiento, el “creador caprichoso
y hueco de la nada para la nada”. Fichte mismo
saca esta conclusión. “En ninguna parte tengo
conocimiento de ningún ser y ni siquiera del mío
propio. No hay ningún ser. —Yo mismo no sé
absolutamente nada ni soy nada. Las imágenes
son: lo único que existe, y tienen conocimien­
to de sí mismas, a la manera de las imágenes—;
imágenes que desfilan efímeras, sin que haya algo
junto a lo cual pasen; que se relacionan por me­
dio de imágenes de las imágenes; imágenes, sin
algo representado en ellas, sin significado ni fina­
lidad. Yo mismo soy una de esas imágenes; no
soy ni siquiera eso, sino tan sólo una imagen
poco clara de las imágenes. —Toda la realidad se
transforma en un sueño extraordinario, sin una
vida que se sueñe y sin en espíritu que sueñe;
en un sueño que se relaciona con un sueño de sí
mismo.” Kant vislumbró lo tremendo de ese idea­
lismo radical, en el que “el mundo, y con él nos­
otros mismos, desaparecemos en la nada abso­
luta”. Escribió lo siguiente sobre la Doctrina de
la ciencia de Fichte: “me parece como una espe­
cie de fantasma que, cuando uno cree haberlo
atrapado, no encuentra ningún objeto ante sí,
sino que sólo se encuentra uno mismo, y de aquí
sólo la mano, que trata de atrapar”.
El horror ante ese torbellino de la disolución
plena del mundo y del yo llevó a Fichte a re­
flexionar una vez más en la libertad, de manera
más profunda. Descubrió que: para que no se
destruya a sí misma, no puede permanece* en lo
absoluto carente de limitaciones. La libertad sólo
puede evitar su fin si encuentra limitaciones ori­
ginales, si en todo su absolutismo se concibe, al
mismo tiempo, como libertad finita.
De manera correspondiente, Fichte muestra
que el yo, descendiendo hasta el fondo mismo de
su naturaleza, es al mismo tiempo absoluto y
finito. El hombre no es absoluto puro, como
parecía al principio; es la duplicidad de lo abso­
luto y lo finito. El pensamiento audaz toca lo
absoluto puro, pero no. se pierde en él. A fin
de cuentas, Fichte no es el profeta del yo abso­
luto, titánico y que se sobrepasa a sí mismo, en
cosas, sino también los demás hombres. Fichte
es el pensador de la contradicción en la que se
basa la existencia del hombre, ese ser profun­
damente contradictorio.
Fichte ve con mayor claridad lo finito en el
hecho de que el yo debe representarse a otro ser
igual a él, como fuera de sí mismo. Si se com­
prenden las cosas como simples imágenes del yo,
de todos modos hay en el mundo no sólo las
cosas, sino también los demás hombres Fichte
no puede considerarlos como simples imágenes;
precisamente el concepto de la libertad lo obliga
a descubrir en ellos personalidades libres.
Así Fichte tuvo que reconocer que junto al yo
libre y al mundo de las cosas desarrollado gra­
cias a su fuerza creadora, están los otros yos li­
bres. Pero en- esa forma tuvo que alterar el prin­
cipio fundamental de su pensamiento. El punto
de partida no es ya el yo aislado, sino la comu­
nidad de seres libres, el “reino de los intelectos”.
Sin embargo, tampoco esta limitación de la
libertad por medio de los otros hombres es sufi­
ciente para conjurar los peligros que hay en el
hecho de que el yo se haga absoluto. Eso sólo es
si la libertad experimenta sus límites en un as­
pecto más amplio y absolutamente decisivo.
Dichos límites pueden verse cuando la mirada
desciende al origen de la libertad.
Fichte parte del hecho de que nuestra liber­
tad no es libertad absoluta, sino una libertad ya
determinada desde siempre, y eso a partir de su
fundamento. Tiene sus raíces en la conciencia.
Por ello, no podemos hacer ningún uso arbitra­
rio de nuestra libertad; la conciencia siempre
ha dispuesto de ella. En el origen de la libertad
reina pues una necesidad más profunda. Fichte
se dispuso a descender a tientas a las tinieblas
de esa necesidad original y a rastrear lo imprevi­
sible en la raíz de la libertad.
No obstante, afirmaba Fichte, quien regrese
a la base de la libertad debe dejar tras de sí a
la libertad misma. Ésta debe convertirse en la
pura indicación de su origen. Para que eso suce­
da, debe aceptar la disolución de su propio poder
para, al morir, traer a la luz la verdadera rea­
lidad viva, el fundamento. Es “el destino inevi­
table de lo finito: sólo a través de la muerte
puede llegar a la vida. Lo perecedero debe morir,
y nada puede liberarlo del poder de su natu­
raleza''. “El yo debe ser aniquilado por com­
pleto.” Ahí veía el Fichte de los últimos tiempos
la tarea primordial del hombre, también y pre­
cisamente con respecto a su presente que él
denomina la época del egoísmo consumado.
Cuando el hombre se encarga de esa extinción
radical de su despotismo se eleva en verdad sobre
sí mismo. Quien en un último sentido renuncia
a lo absoluto de la libertad, descubre que ésta
no se ha producido a sí misma. Divisa en el
fondo de sí mismo lo verdaderamente absoluto:
a la divinidad. Cuando “el hombre renuncia a
su libertad y a su autonomía, y las pierde por la
libertad suprema, se convierte en participante
de lo único verdadero, del ser divino”.
Así, el Dios absoluto toma el lugar del yo ab­
soluto. Ese es el viraje grande y decisivo en el
pensamiento de Fichte: “Sólo Dios existe y fuera
de él nada”, puede decir ahora. Sin embargo, el
hombre no es nada por sí mismo; lo que es esen­
cialmente lo es como “existencia y manifestación
de Dios”.
En este pensamiento del Fichte de los últi­
mos tiempos, se rompe definitivamente el auto­
dominio del yo absoluto. Pero no con la vio­
lencia de una ruptura destructora. Más bien del
modo tranquilo como el yo se hunde en la divi­
nidad como en su origen más propio y su liber­
tad se refugia en la libertad de Dios. “Vivir en
Dios es ser libre en él.” Ésta es la última palabra
de la filosofía de Fichte, el rebelde de la li­
bertad.
SCH ELLIN G O EL AMOR
PO R LO ABSOLUTO

C uando murió Friedrich Wilhelm Joseph Schel­


ling, el 20 de agosto de 1854, a la edad de casi
ochenta años, su amigo real, Maximiliano de
Baviera, hizo que grabaran en su lápida sepulcral
las palabras: “Al primer pensador de Alemania.”
Sin embargo, cuatro años antes su opositor más
tenaz, Arthur Schopenhauer, escribió que Schel-
ling no “podía ser admitido en la honrosa so­
ciedad de los pensadores de la raza humana”. El
mundo contemporáneo hablaba en esa forma tan
contradictoria de ese filósofo. Y esa discrepancia
en los juicios se extendió a lo largo de todo el
tiempo que duró su vida. Schelling, como pocos
otros pensadores, fue combatido y defendido,
honrado y vilipendiado apasionadamente, amado
y odiado al mismo tiempo.
Schopenhauer denominó su pensamiento “filo­
sofía falsa”, “charlatanería elaborada en un día”,
“chismes desvergonzados y llenos de afectación”.
Muchos contemporáneos estaban de acuerdo con
esos calificativos. El filósofo Ludwig Feuerbach
hablaba de una “filosofía de la conciencia cul­
pable”, una “bufonada teosófica del Cagliostro
filosófico del siglo xix”. Otro adversario desig­
naba a la filosofía de F. W . Joseph Schelling
como una “farsa representada. . . absolutamente
en el vacío”.
Otros emiten juicios diferentes. Para Alexan-
der von Humboldt, el famoso naturalista, Schel-
ling era “el hombre más genial de la patria ale­
mana”. El rey de Prusia lo invitó a que fuera
a la Universidad de Berlín como el “filósofo
elegido por Dios y llamado a ser el maestro de
su tiempo”. Goethe loaba en Schelling “al ta­
lento superlativo que conocimos y honramos du­
rante mucho tiempo”. También él acuñó la her­
mosa frase de que en el pensamiento de Schel­
ling “resulta siempre agradable encontrar la ma­
yor claridad con la profundidad máxima”. Y si
sus adversarios, en el exceso de su odio, com­
paraban a Schelling con Lucifer y Judas, también
la admiración sobrepasaba a veces toda medida,
convirtiéndolo en un segundo Cristo.
Cuando un pensador es tan combatido como
Schelling, puede suponerse que su personalidad
también muestra tensiones que se alejan mucho
del temperamento equilibrado que se atribuye
comúnmente a los filósofos. En realidad, la na­
turaleza de Schelling estaba llena de contra­
dicciones.
Por una parte, tenemos la osadía con la que
Schelling se enfrentó a los poderes espirituales
de su tiempo. Esa audacia, que se expresaba con
frecuencia en duras polémicas contra los ene­
migos de su persona y sus teorías, lo hacía capaz,
al mismo tiempo, de lanzarse a terrenos hasta
entonces desconocidos del pensamiento. Apenas
se había liberado de las cadenas de una teología
que se había hecho rígida y al mismo tiempo,
había repudiado a los filósofos de las cátedras
de Tübingen, a los que escarnece como “semi­
hombres filosóficos”; apenas, había comprendido
el impulso revolucionario de las ideas de Kant y
Fichte; entonces se arroja apasionadamente a la'
lucha filosófica, y con tan sólo 20 años de edad,
lanza un esquema filosófico tras otro, seguro del
éxito de sus teorías. En esta confianza escribe
a su amigo Hegel: —“Se trata de que los hom­
bres jóvenes, decididos, que osan y emprenden
todo, se unan con el fin de llevar a cabo la
misma obra desde puntos diferentes. . ., y la
victoria será segura.” También del viejo Schelling
dijo Steffens, su discípulo más notable, que “se
oponía con valor y arrojo a todo el ejército de
una época que devenía impotente”. Fue- Caro­
lina, la amiga y posteriormente esposa de Schel­
ling, la que comprendió más profundamente la
impetuosidad y la violencia de su naturaleza: es
“una verdadera naturaleza original; considerado
como mineral, granito puro”.
Sin embargo, esa poderosa inclinación hacia la
actividad externa se oponía a una tendencia igual­
mente fuerte a ocultarse, que con los años fue
aumentando cada vez más. Sobre todo, la muerte
de su amada esposa arrastró nuevamente a Schel­
ling hacia su propio interior. -—“Ella es libre
ahora —escribió— y yo también con ella; se ha
cortado el último lazo que me unía a este mun­
do.” Poco después, cuando tenía treinta y seis
años de edad, dijo Schelling: —“Siento cada vez
más ansia de anonimato; si de mí dependiera, no
volvería a pronunciarse mi nombre, aunque nun­
ca cesaría de luchar por lo que constituye mi
convicción más viva.” A los años de las propo­
siciones filosóficas atropelladas siguieron pues
tiempos de silencio. Apenas asistía Schelling to­
davía a su cátedra, y publicaba muy escasos testi­
monios de su creatividad. Finalmente, unos años
antes de su muerte escribió: —“E s . .. realmente
así como y o . .. desde hace mucho tiempo, más
o menos retirado de este mundo, sólo me siento
feliz en mi trabajo. .. porque constituye toda mi
vida, y en la misma proporción en que se acerca
a su consumación, me invade el presentimiento
de la paz eterna inminente.”
La misma tensión entre el impulso hacia el
exterior y la inclinación hacia su interior domina
las relaciones de Schelling con sus contemporá­
neos. El joven estudiante ingresó en el Semina­
rio Protestante de Tübingen y se relacionó estre­
chamente con un círculo de amigos del que
formaron parte, en primer lugar, Hegel y Hold-
erlin. Más tarde, en Jena y Dresde, Schelling
hizo amistad con los poetas y escritores román­
ticos, con los hermanos Schlegel, Tieck y Novalis,
con el mismo entusiasmo por las novedades in­
telectuales y con los mismos sentimientos impe­
tuosos. Hay muy numerosos testimonios sobre
la fuerza que sus palabras ejercían en quienes lo
escuchaban. Steffens escribió sobre la entrada de
Schelling a sus conferencias: —‘“En sus ojos
grandes y claros brillaba una gran potencia in­
telectual.” E l poeta Platen señala que después
de las palabras de Schelling se produjo un “silen­
cio de muerte”, “como si toda la audiencia
hubiera contenido la respiración”.
Sin embargo, esa tendencia abierta hacia el
mundo contemporáneo contrastaba fuertemente
con su inclinación melancólica al retraimiento.
Schelling, en sociedad, era a veces torpe y taci­
turno; muchas veces permanecía sentado en
silencio, mientras sus amigos conversaban alegre­
mente. Schiller se entristecía porque sólo jugaba
con él a las cartas, sin llegar a sostener nunca
una conversación importante. Schelling se ence­
rraba a veces tan profundamente en la tristeza
de su corazón que llegó a abrigar el pensamiento
del suicidio, y Carolina no encontró otro reme­
dio que pedirle a Goethe que se ocupara de él.
Además, su afecto por sus amigos podía volverse
repentinamente una brusca repulsión; el ejemplo
más notable a ese respecto fue la amistad tem­
prana con Hegel, que se transformó en amarga
enemistad. Finalmente, Schelling se alejó tanto
del mundo que lo rodeaba, que uno de sus con­
temporáneos escribió: —“Nos envía frases sacer­
dotales de un anacoreta, llenas de meditaciones
sabias, pero sin actualidad, sin resonancia ni
vibración.”
Todas esas tensiones, todas esas subidas y ba­
jadas de la vida y la vivencia, fueron el tributo
que el hombre Schelling tuvo que pagar al pen­
sador Schelling. Porque precisamente de esa ten­
sión de su alma obtuvo la fuerza y profundidad
de sus discernimientos/ Sólo exponiéndose a lo
dudoso de la existencia pudo desempeñar su des­
tino filosófico: ser el pensador de lo absoluto,
que toma sobre sí el desgarramiento de la vida
basado en el^amor de lo absoluto.
Porque Schelling se ocupó de lo absoluto des­
de el principio. Primeramente se hizo seguidor.de
Fichte. Como éste, el Schelling de los comienzos
basaba todo en el yo humano como en el prin­
cipio superior de la filosofía; es la única realidad
propiamente dicha, descansa exclusivamente en
su propia libertad, es, como formula Schelling
de acuerdo con Fichte, “el yo absoluto”. Por el
contrario, todas las demás realidades existen tan
sólo en la imaginación de ese yo.
No obstante, ese punto de vista no puede
satisfacer al pensamiento de Schelling con tanta
pasión entregado al absoluto. Justamente en el
yo finito y humano, que debe ser el punto de
partida absoluto de toda filosofía, descubrió
Schelling un elemento que ya no es sólo finito
y humano; lo llamó “lo eterno en nosotros”.
El hombre que se examina a sí mismo tropieza
con un fondo absoluto tal en el yo. Eso le es
posible porque posee, además de otras posibi­
lidades anímicas y espirituales, una capacidad
particular: la “intuición intelectual”. “En todos
nosotros existe una capacidad misteriosa y ma­
ravillosa de retirarnos de las vicisitudes del tiem­
po a nuestro yo más íntimo despojado de todo
lo que viene del exterior, y ahí, bajo la forma
de la inmutabilidad, contemplar lo eterno en
nosotros.”
En esa intuición intelectual —según afirmaba
Schelling—, el hombre descubre que lo que en­
cuentra en el fondo de su introspección es más
que él mismo: o sea, lo absoluto, lo divino mis­
mo. Porque lo que se revela en esa forma no es
sólo el fondo del yo humano, sino al mismo
tiempo, de todas las demás realidades. Quien
quiera comprender la realidad en todo, como es
justamente la tarea de la filosofía, debe colo­
carse en su principio absoluto. Schelling exige
que la filosofía deje atrás los puntos de vista
finitos y se eleve hasta el de lo absoluto. Por
ello el que filosofa, que sin embargo es él mismo
un hombre finito, debe tomar todo en consi­
deración desde el punto de vista de Dios. Esa
fue la tarea verdaderamente titánica que se fijó
el joven Schelling.
s Con su viraje hacia lo absoluto, Schelling se
encuentra en medio del movimiento que abrazó
a los intelectos más despiertos de su tiempo. En
todas partes se agitaba el anhelo por lo infinito.
En todas partes se renovaba el antiguo pensa­
miento que había formulado, el último, Spinoza:
,que todo lo separado es en el fondo una unidad,
que todo lo existente procede de un origen único
e inagotable, que, como decía Schelling, “no hay
ninguna realidad ni en nosotros ni fuera de nos­
otros que no sea divina”. Esa divinidad, sin em­
bargo, no es el Dios que predica la doctrina cris­
tiana: no el creador, que permanece extraño al
mundo. Es la vida infinita, que en todo cuanto
existe actúa como el principio más profundo.
Desde ese punto de vista, la naturaleza apa­
rece sobre todo bajo una'luz diferente. Fichte
sólo la había considerado también, como todo
lo real, como algo que tiene importancia para el
hombre; para él es el lugar en el que el hombre
puede realizar su tarea ética. No obstante, eso es
un “asesinato total de la naturaleza”. Contra ello
aparece ahora en la generación naciente de poe­
tas y filósofos un nuevo sentido de la naturaleza,
inspirado por Herder y Goethe. Ahora se quiere
comprender a la naturaleza en su propia vita­
lidad y no sólo en su. valor para el hombre y,
al mismo tiempo, se quiere entender cómo actúa
en ella la potencia creadora de la divinidad.
También Schelling consideró a la naturaleza
desde ese punto de vista. Desarrolló una filosofía
naturalista y la opuso al desdén de Fichte. Esa
es la obra más importante de la época del joven
Schelling. Su filosofía de la naturaleza se dife­
renciaba esencialmente de que se comprende en
la actualidad bajo esa denominación. No se tra­
taba de interpretar los conceptos y los métodos
de la investigación naturalista ni de reunir los
resultados de las ciencias naturales. Schelling
prefería considerar a la naturaleza como un orga­
nismo único, en el que todo está vivo; también
lo muerto, bajo ese aspecto, es solamente una
vida extinguida. La vitalidad interna de la natu­
raleza puede verse con claridad, sobre todo, en
las polaridades que se presentan por doquier
en ella:' en el campo inorgánico, por ejemplo,
como los contrarios del magnetismo y la elec­
tricidad, en el de lo orgánico como la oposición
de lo masculino y lo femenino, en toda la natu­
raleza como antagonismo entre la oscuridad y
la luz. En esas polaridades se realiza la natura­
leza, de producto en producto, como un devenir
grande y vivo.
Al final de la filosofía naturalista se presenta
la pregunta de a dónde va a parar en último tér­
mino ese devenir incesante. Schelling responde:
al espíritu. Porque el producto más elevado de la
naturaleza es el espíritu humano. Bajo ese as­
pecto, la naturaleza puede comprenderse retros­
pectivamente como un espíritu en devenir, como
“la poesía original y todavía inconsciente del es­
píritu”. No obstante, el espíritu mismo sobre­
pasa a la naturaleza y lleva a la perfección, al
mismo tiempo, lo que se encuentra latente en
ella.
La realidad pues, tal y como se la representa
Schelling, abarca dos etapas que coinciden: la
etapa inconsciente de la naturaleza y la etapa
consciente del espíritu humano. En el segundo
campo Schelling descubre las mismas leyes que
actúan en la naturaleza. Támbién la existencia
espiritual del hombre se consuma en tensiones
y polaridades, en contrarios y en la reconciliación
de éstos. Explicar esto es la tarea de la filoso­
fía del espíritu, que complementa a la filosofía
naturalista y va junto a ella. No obstante, la
naturaleza y el espíritu se consideran como un
proceso unitario. Todas las manifestaciones de
la naturaleza y del espíritu son “miembros de un
gran organismo que desde el fondo de la natu­
raleza; en el que tiene sus raíces, se eleva hasta
el mundo espiritual”.
Lo decisivo para Schelling es, nuevamente, que
tanto la naturaleza como el espíritu se consi­
deran desde el punto de vista de absoluto: o
sea, que en ellos reina la divinidad creadora. Eso
se dice primeramente de la naturaleza. En todos
los acontecimientos de la naturaleza actúa la
divinidad. Por ello, para Schelling, todo ser na­
tural —un árbol, un animal e incluso un pedazo
de mineral— no es sólo un objeto observable
del mundo exterior sino, al mismo tiempo, una
expresión de la vida divina que rige en él. La
naturaleza es “el Dios escondido”.
Sin embargo, la naturaleza no es todavía la
manifestación propiamente dicha de Dios. Sólo
la razón es “la. imagen perfecta de Dios”. Por
ello, el campo del espíritu y su historia denotan
la presencia de Dios en todo lo real. “La his­
toria, en su conjunto, es una revelación continua
y gradual de lo absoluto”; es “un poema épico
compuesto en el espíritu de Dios”.
Así, a través de la naturaleza y el espíritu se
lleva a cabo el proceso de la realización de Dios.
Al final de este suceso se encuentra para Schel­
ling el arte. Su filosofía del arte es la creación
más propia y original de este pensador. También'
considera al arte desde el punto de vista del de­
venir de la divinidad. Es “una manifestación
necesaria y derivada directamente de lo abso­
luto”, incluso “la revelación única y eterna de la
divinidad”. Además, el arte supera a las otras
dos manifestaciones de la divinidad en el mundo,
debido a que en él se juntan las dos líneas
separadas de este último. La obra de arte es el
acto más sublime de la libertad humana; por
ello, es lo más elevado en el campo del espíritu.
Pero, al mismo tiempo, posee una forma ma­
terial; por lo cual participa también de la nece-
sidad de la naturaleza. En la obra de arte se
reconcilian pues la naturaleza y el espíritu, la
necesidad y la libertad. En el arte, la divinidad,
después de recorrer su camino dividido, llega
nuevamente a su unidad. “Por ello precisamente
el arte es lo supremo para los filósofos, porque
les abre lo sacrosanto, donde arde con la misma
llama lo eterno y lo original unidos, que se en­
cuentran separados en la naturaleza y en la his­
toria.”
Cuando todo lo real se entiende en esa forma
como autorrevelación de Dios, es inevitable la
pregunta de cómo debe considerarse al mismo
Dios. De hecho el pensamiento de Schelling se
dirige incansablemente hacia ese tema; rastrea
los misterios de lo absoluto mismo. Al principio,
lo comprendió como un ser espiritual, o sea,
como el yo absoluto. Pero más tarde se le mostró
que: la divinidad no se encuentra solamente
representada en el campo espiritual, sino también
en la naturaleza. Así pues, el concepto de Dios
como un yo, un sujeto, no es ya suficiente. En
esa forma, debe, considerarse a Dios como ele­
vándose sobre la bposición de naturaleza y es-
píritu, del yo y el no-yo, del sujeto y el objeto.
Eso es lo que se entiende cuando Schelling lo
caracteriza como la indiferencia total o la iden­
tidad absoluta. Dios es el punto de unidad en el
que tienen su origen y su finalidad común todas
las contradicciones de lo real.
Desde luego, Hegel, su antiguo amigo, se bur­
ló de esos pensamientos. Denominó al absoluto
indiferente de Schelling: “la noche en la que,
como se acostumbra decir, todos los gatos son
pardos”. En realidad, bajo un concepto seme­
jante de Dios, en el que “Dios y el universo son
uno'Via autonomía de lo real finito amenaza con
disolverse. Si todo existe sólo hasta el punto en
que tiene su ser -en lo absoluto uno e indife­
rente, desaparecen todas las diferencias de las
cosas y, al final, éstas se convierten en una mera
ilusión.
Y no obstante, experimentamos las cosas como
reales. Sí, su realidad es tal que es dudoso que se
le pueda derivar en último término de Dios.
Hay también, como lo acentuaba el mismo Schel­
ling, en la naturaleza, “lo irracional y casual77,
“los productos desordenados del caos” y “una
autodestrucción de la naturaleza”. En el campo
de lo vivo hay muchas ansias y codicias oscuras.
Parece que “la divinidad reina sobre un mundo
de espantos”. También en el hombre se encuen-*
tra, bajo la santidad de su espíritu, un impulso
irracional. La existencia humana es “una vida
de contradicciones y ansiedad”. Incluso la liber­
tad, esa característica nobilísima de la naturaleza
superior del hombre, surge de lo irracional.
“Toda personalidad descansa en un fondo os­
curo.” El hombre puede incluso, precisamente
en su libertad, volverse contra su origen, en el
intento temerario de depender sólo de sí mismo.
Por ello, el mundo de la historia ofrece “un
espectáculo tan desconsolador que dudo absolu­
tamente de que haya un objetivo y una base
verdadera del mundo”. En resumen, Schelling
dice finalmente: “El destino del mundo y de la
humanidad es trágico por naturaleza”; el último
aspecto de la realidad muestra una “infelicidad
de todos los seres”.
Schelling no llega por ese método a la con­
clusión de que esa realidad tan dudosa no puede
tener su base en Dios. Por el contrario, afirma
que también los elementos insumisos de la rea­
lidad deben comprenderse a partir de Dios. Pero
eso es posible sólo si se revisa el concepto de
Dios. Si todas las cosas y los sucesos que se
oponen a la introducción en lo absoluto descien­
den de Dios, entonces, deben tener en él una
raíz permanente; por ello, es necesario “atribuir
a Dios algo negativo”. Dios debe ser conside­
rado como contradictorio en sí mismo, sin detri­
mento de su unidad. Es preciso imaginarse que
la divinidad se dividía originalmente en dos ele­
mentos: en el fondo oscuro —como la natu­
raleza de Dios— y en el espíritu divino cons­
ciente.
A partir de estos dos elementos primarios se
origina el devenir de Dios. Schelling, con especu­
laciones oscuras, trata de explicar cómo la divi­
nidad se desarrolló a sí misma para hacer del
mundo su representación externa. Refiriéndose a
pensamientos del gran místico silesio Jakob
Bohme, trata de mostrar cómo en Dios, partien­
do de lo insondable de su libertad, el fondo
oscuro . se separa, como un impulso, de su
unión con el espíritu y dimana de la naturaleza
no dividida de Dios. Schelling llamó a esto el
“camino del dolor” de Dios, en el que “experi­
menta todo el horror de su propia naturaleza”.
Pero precisamente ese camino de Dios es el prin­
cipio de su devenir en el mundo. El impulso
que se separa de la unidad de Dios y existe por
sí solo, es lo que aparece ante nuestros ojos como
naturaleza.
Sin embargo, partiendo de su autoenajena-
miento, la divinidad tiende de nuevo a la unidad
consigo misma. El punto decisivo del regreso es
el hombre; “en él se encuentran el abismo más
profundo y el cielo más elevado”. En su liber­
tad, alcanza la posibilidad más extrema del ale­
jamiento de Dios. Pero al mismo tiempo es
espíritu y puede por ello, precisamente en virtud
de su libertad, volverse nuevamente hacia el es­
píritu divino. Con el hombre comienza pues el
regreso de la parte desviada de la divinidad en
el origen y con ello, la reconciliación del impulso
y el espíritu en Dios. Precisamente así, el mun­
do finito regresará a lo infinito. Schelling dice
lo siguiente, examinando retrospectivamente todo
ese proceso: “el gran designio del universo y de
su historia no es sino la perfecta reconciliación
y redisolución en lo absoluto”. Sin embargo, ese
proceso, visto a partir de Dios, es el aconteci­
miento tremendo en el que el mismo Dios llega
a la consciencia total de sí mismo; es el “proceso
de la conscientización consumada, de la personi­
ficación consumada de Dios”.
En las últimas décadas de su vida, Schelling
se sumió cada vez más en los misterios de Dios
y del mundo. Cada vez quiere llegar más cerca
de la realidad de las cosas. Pero al mismo tiem­
po, quiere comprender esa realidad cada vez con
más insistencia como autorrevelación de Dios,
como efecto de sus actos libres e impenetrables.
Sin embargo, ya no llegó a hacer públicos sus
amplios bosquejos; sus palabras resuenan casi sin
ser escuchadas en su tiempo.
El hundimiento pleno del pensamiento en
Dios como profundidad del mundo determina
las ideas de Schelling hasta su muerte. Schelling
mismo expresó lo que de renuncia para el filó­
sofo lleva consigo ese amor apasionado por lo
absoluto: “Sólo conocerá el fondo de sí mismo
y toda la profundidad de la vida quien haya aban­
donado todo alguna vez y a su vez haya sido
abandonado por todos, para el que se haya hun­
dido todo y que se haya encontrado a solas con
lo infinito: un gran paso, que Platón comparó
a la muerte. Lo que escribió Dante sobre la
puerta del infierno puede escribirse también, en
otro sentido, sobre la entrada de la filosofía:
"Quien aquí penetre, que abandone toda espe­
ranza/ Quien desee verdaderamente filosofar,
debe estar libre de toda esperanza, de toda exi­
gencia y de todo anhelo; no deberá desear,
no saber nada, sentirse totalmente desnudo y
pobre, dándolo todo para ganar todo. Ese paso
es difícil, difícil, como dejar la última ribera.
H EG EL O E L ESP IR IT U D E L MUNDO
EN PERSONA

“H eg el, un charlatán burdo, carente de ingenio,


asqueroso e ignorante, que con una frescura sin
parangón emborronó disparates e insensateces
que sus venales adeptos pregonaron como sabi­
duría inmortal y que los idiotas aceptaron preci­
samente como tales.. . tuvo como consecuencia
la corrupción de toda una generación erudita.”
Esta frase, que no deja nada que desear en cuan­
to a claridad, no fue lanzada por alguien en el
aturdimiento del momento; esa frase fue bien
meditada y enviada a la imprenta, y el que la
escribió es simplemente Arthur Schopenhauer.
Éste no la pronunció movido por una explosión
repentina de cólera. En lugar de ello, sus escritos
están llenos de expresiones renovadas siempre
contra Hegel. Lo llamó “patrocinador deplora­
ble”, “falsario intelectual”, “enloquecedor”; su
filosofía era “palabrería hueca”, “galimatías sin
sentido”, una “bufonada filosófica”, un “embo-
rronamiento de cuartillas insensato, con palabras
carentes de sentido, como sólo había podido ver­
se hasta ahora en los manicomios”. Y ese hombre
“que escribió insensateces como nadie antes lo
había hecho”, ese “maestro de absurdos” con su
“fisonomía de cervecero”, “pudo ser considerado
durante treinta años en Alemania como el filó­
sofo más grande”. Pero el futuro, según profe-.
tizaba Schopenhauer, sacaría a la luz la verdad
sobre Hegel. Puesto que ya ahora va “con pasos
firmes hacia el menosprecio” y “le proporcionará
al mundo posterior un tema inagotable para ri­
diculizar su época”.
Pero, ¿cuál fue la realidad en cuanto a la reac-
ción de las generaciones posteriores ante Hegel?
Desde luego, durante mucho tiempo permaneció
casi olvidado. Pero después, a pesar de todas las
profecías de Schopenhauer, su pensamiento llegó
a tener una importancia que en los tiempos mo­
dernos sólo puede equipararse con la de Kant.
Ha habido un número incalculable de escritos
sobre Hegel7 congresos sobre Hegel en todo el
mundo y hegelianós de todos los matices. Inclu­
so quien se niegue a aceptar a Hegel, tendrá que
tratar con él si es que quiere ocuparse verdade­
ramente de la filosofía. Sí, Hegel, por mediación
de su discípulo Marx, participa incluso en los
acontecimientos concretos de nuestra época; su
pensamiento colabora en la transformación del
planeta.
Por el contrario, las tiradas de Schopenhauer
contra Hegel han sido olvidadas. No sin razón.
Porque el furor tumultuoso de sus expresiones
puede también basarse en un resentimiento de­
masiado personal, ya que concursó con Hegel
para la obtención de una cátedra universitaria y
sufrió un lastimoso fracaso. Convencido de la
importancia incomparable de su pensamiento,
se dedicó como profesor privado de filosofía a
dar sus conferencias a las mismas horas en que
enseñaba él famoso Hegel. No debe extrañar que
los estudiantes se agolparan en la sala de con­
ferencia de este último y se alejaran de Schopen-
hauer. Al cabo de un semestre tuvo que inte­
rrumpir sus conferencias, puesto que su auditorio
se componía tan sólo de bancas vacías.
Desde luego, es sorprendente que Hegel tuvie­
ra tanto auditorio; porque no era fácil compren­
derlo y, por otra parte, no se distinguía precisa­
mente por su elocuencia.* Existe una magnífica
descripción debida a la pluma de uno de sus
discípulos más distinguidos: “Cansado y triste,
se sentaba con la cabeza inclinada, recogido so­
bre sí mismo y buscaba siempre y pasaba las
hojas de su gran portafolio hacia adelante y hacia
atrás, arriba y abajo; los constantes carraspeos y
la tos impedían que sus discursos tuvieran ila­
ción, cada frase quedaba aislada y era pronun­
ciada con esfuerzo, entrecortada; cada palabra,
cada sílaba salía como de mala gana, para obte­
ner de la voz metálica y hueca en el dialecto
plano de Suabia, como si cada una de ellas fuera
lo más importante, una vehemencia profunda.
Sin embargo, toda la imagen obligaba a un
respeto tan profundo, hacía experimentar a tal
grado la dignidad y atraía por una inocencia
debida a la seriedad más poderosa, de modo que
yo, a pesar de todo malestar.. . me sentía ine­
vitablemente fascinado... En la profundidad
* Con todo, sus conferencias tienen algo de fasci­
nante; pero eso proviene del tema y de la fuerza con
que lo había cautivado.
de lo aparentemente indescifrable revolvía e Hila­
ba aquel espíritu poderoso en una placidez y
tranquilidad grandiosamente seguras. Entonces,
se elevaba la voz, sus ojos despedían chispas so­
bre los asistentes y realzaba con un fuego todavía
más fuerte su brillo profundo y lleno de conven­
cimiento, mientras que, sin que le faltaran nunca
las palabras, recorría las alturas y las profundi­
dades del alma,”
Ese posesionamiento del tema era caracterís­
tico de Hegel desde sus primeros tiempos. El
alumno del Gimnasio de Stuttgart llevaba un
diario en el que apuntaba muchas reflexiones
graves, en parte en alemán y en parte en latín,
observaciones precoces sobre Dios, el mundo, la
felicidad, las supersticiones, las matemáticas y
las ciencias naturales, sobre el curso de la historia
universal e, incluso, sobre el “carácter del sexo
femenino”. El joven Hegel tenía en poca estima
el trato más cercano con éste. Se indigna con
sus condiscípulos: “Los señores sacan a las jó­
venes a pasear y se pierden y pierden su tiempo
en forma lastimosa.” Sin embargo, cierto tiem­
po después, en osasión de un concierto, escri­
bió en su diario: “La contemplación de hermo­
sas doncellas contribuyó no poco a nuestro entre­
tenimiento.”
A pesar de esas pequeñas escapadas, el rasgo
principal del carácter de Hegel seguía siendo una
gravedad absoluta. Tampoco cambió cuando
asistió a la universidad y logró ingresar en el
Seminario Protestante de Tübingen, la antigua
y famosa escuela suabia de teología. Allí se hizo
amigo con sus coetáneos Holderlin y Schelling,
que tenía cinco años menos y era un niño pro­
digio precoz. Se entusiasmaron juntos por Kant
y la Revolución Francesa, y Hegel permaneció
fiel a esos ideales de juventud durante toda su
vida: al filósofo Kant haciéndose él mismo filó­
sofo, y a la Revolución Francesa, tomando ^todos
los años, en su aniversario, una botella de vino
tinto a solas. Sin embargo, el estudiante Hegel
era seguramente, de entre los tres amigos, el
que ocultaba con mayor cuidado su entusiasmo;
en todo caso, los otros le dieron el sobrenombre
de “el anciano”.
Después de sus estudios, Hegel se convirtió
al principio en profesor particular; Holderlin
fungía como agente de empleos. Pero luego fue
llamado por Schelling que mientras tanto, a los
23 años de edad, había sido nombrado profesor,
como catedrático auxiliar a Jena, la ciudad que
en aquel entonces se consideraba como la capital
de los filósofos. Allí dio conferencias difíciles de
comprender y llenas de pensamientos profundos.
El sueldo era módico, razón por la cual tenía
que pedir regularmente ayudas y donativos a
Goethe, el ministro pertinente de Weimar. En
Jena presenció la invasión de los franceses; cuan­
do Napoleón visitó la ciudad, Hegel escribió que
había visto a caballo “al alma del mundo”. El
alma del mundo desde luego no fue muy bon­
dadosa con él, puesto que su casa fue saqueada;
finalmente, como consecuencia de la confusión
creada por la guerra, se suspendieron los sueldos,
y el filósofo sin trabajo tuvo que buscar otra pro­
fesión. Se ocupó primeramente como redactor en
Bamberg; sin embargo, pronto se cansó de las
“galeras de periódicos” y se fue a Nuremberg,
como rector de un gimnasio. Del modo como el
grave filósofo desempeñaba y soportaba su pro­
fesión de dar clases, a los niños, poseemos un
bonito testimonio en una carta del poeta Cíe-
mens von Brentano: “En Nuremberg encontré
al honorable y rígido Hegel como rector del
gimnasio; leía libros heroicos y de los Nibelun-
gos, y entre las lecciones, para poder gozarlos,
los traducía al griego/7
Finalmente, a los 46 años de edad, Hegel
se convirtió en profesor, primeramente en Hei-
delberg y7 después, en Berlín. Allí, desde luego,
necesitó cierto tiempo para acostumbrarse. Con­
sideraba las grandes distancias como muy pesa­
das. Además, las “tiendas malditas y numerosas
en que se vendía aguardiente” le eran antipáticas
y se preocupaba por el alto costo de los víve­
res y la vivienda. Pero muy pronto se encontró a
gusto en Berlín, y lo comprendió todavía mejor
cuando hizo un viaje para visitar Bonn, que no
le agradó en absoluto. A ese respecto, le escribió
a su esposa: “Bonn es una ciudad muy acciden­
tada, de callejuelas muy estrechas; pero sus alre­
dedores, sus panoramas y su jardín botánico . ..
son hermosos, muy hermosos. Sin embargo, me
encuentro más a gusto en Berlín.” Esto puede
comprenderse mejor cuando se lee lo que escri­
bió el primer biógrafo de Hegel sobre su incli­
nación a la vida social: “Hegel se complacía ex­
traordinariamente en compañía de las mujeres
berlinesas, del modo como ellas, por su parte,
trataban con predilección al buen profesor, de­
seoso siempre de bromear.”
Desde luego, no siempre tenía Hegel esa ama­
bilidad. El biógrafo añade: “Su ira y su enojo
eran muy fuertes, y cuando creía alguna vez que
debía odiar, lo- hacía de la manera más concien­
zuda. También en sus críticas era temible. Cuan­
do la tomaba con alguien, podían comenzarle a
temblar las piernas.” No esj&traño, en esas con­
diciones, que tuviera también fricciones con sus
colegas. Por ejemplo con el obstinado profesor
auxiliar Schopenhauer y, sobre todo, con Schlei-
ermacher, con el cual Hegel intercambiaba como
colega direcciones de vinaterías, pero no se en­
tendía muy bien. Se decía incluso en la alta
sociedad que, con ocasión de una discusión sobre
una disertación, se habían atacado el uno al otro
con cuchillos, y no les quedó otro remedio para
desmentir en público ese rumor que, puestos de
acuerdo, deslizarse juntos por la montaña rusa
en el Tívoli.
Sin embargo, mientras todo eso ocurría al
margen, lo importante es que Hegel desarrollaba
una actividad muy poderosa en la Universidad,
que lo convirtió muy pronto en el filósofo de Ale­
mania. Sus conferencias estaban atestadas de
oyentes y no sólo asistían estudiantes, sino tam­
bién “funcionarios, militares de alta graduación
y consejeros secretos”. Su filosofía, como la de
su precursor Fichte, se hizo cada vez más deter­
minante para la personalidad espiritual del estado
prusiano.
Desde luego, éso no duró mucho. En 1831, a
los 61 años de edad, murió Hegel, víctima <lel
cólera que asolaba en aquel entonces Berlín,
arrancado a una vida que se entregaba cada vez
más a la profundización de los conceptos filo­
sóficos. Las últimas palabras que escribió, hablan
del “silencio desapasionado del conocimiento
que sólo piensa”.
En verdad, a eso fue a lo que dedicó toda su
vida. Deseaba descubrir qué es en el fondo lo
que nos rodea como realidad, y qué sucede con
el hombre que se encuentra pensando y actuan­
do en esa realidad. Esa es la tarea que se han
fijado todas las grandes filosofías. Eso es lo que
debe tenerse también en cuenta si se desea en­
tender a Hegel. Entonces evitaremos considerar
la obra del pensamiento de Hegel, como sucede
frecuentemente, como una dialéctica exterior-
mente fácil de aprender: un ritmo de tarabilla
en el que se repiten tesis, antítesis y síntesis. En­
tonces se comprenderá que su pensamiento es
una filosofía vital que surge de las preguntas
concretas de la existencia y que, tal como se
desarrolló en un sistema, se convirtió precisa­
mente en la última gran metafísica del espíritu
occidental.
Hegel tropezó muy pronto con una pregunta
concreta tal, y precisamente al ocuparse de Kant.
Éste, en los conceptos muy meditados de su Éti­
ca, opone bruscamente el deber a la inclinación
y con ello desgarra al hombre en dos mitades:
en el “yo propiamente dicho”, que es consciente
de las leyes morales, y en el “yo empírico”, con
$us inclinaciones reprobables. En contra de eso,
Hegel se dedicó a recuperar la “unidad de todo
el hombre”. La encontró en el amor. Éste puede
ser expresión de la naturaleza moral del hombre
y corresponder también a sus inclinaciones natu­
rales. En esa forma, la cuestión relativa a la
naturaleza del amor fue el punto de partida del
pensamiento de Hegel; aquí hizo sus primeros
descubrimientos decisivos, que forman el esque­
ma para toda su filosofía posterior.
Porque en el amor encontró Hegel por pri­
mera vez un elemento que después volvió a des­
cubrir en la realidad total: la dialéctica. Las
raíces de ésta no se encuentran pues en el pensa­
miento abstracto; su descubrimiento surge más
bien de la observación de un fenómeno concreto.
A partir de eso, Hegel llegó al concepto de que
la dialéctica no es originalmente un objeto de la
reflexión filosófica, sino el elemento estructural
esencial de la realidad.
¿Qué pertenece al amor como un proceso vital
entre amantes? Primeramente, debe existir un
amante; éste debe decirse a sí mismo: soy; debe
aceptarse y afirmarse a sí mismo. Esto es, enun­
ciado de manera formal, la tesis en la estructura
total del acto de amor. Pero, además, el amor
exige que el amante salga de sí mismo y se
entregue al ser amado, que se olvide en éste y
con ello se enajene de sí mismo. Prescindiendo
así de sí mismo, niega el establecimiento inicial
de sí mismo y coloca al otro frente a sí. Por ello,
a la estructura formal del amor no sólo pertenece
la tesis, sino también la antítesis que niega. Sin
embargo, en esa forma todavía no se ha com­
prendido plenamente el fenómeno. Lo decisivo
es que el amante, al olvidarse en el ser amado,
precisamente por ese medio se vuelve a encon­
trar propiamente a sí mismo; en la entrega al ser
amado se hace consciente de sí mismo en un
sentido más profundo. Porque “la naturaleza
verdadera del amor consiste en abandonar la
consciencia de sí mismo, olvidarse en otro yo,
pero en esta pérdida y olvido, tenerse y poseerse
a sí mismo”. Aquella negación en la antítesis, es
pues negada a su vez. El enajenamiento des­
aparece y precisamente en esa forma tiene lu­
gar una verdadera síntesis entre el amante y el
amado.
El suceso del amor muestra pues la estructura
de un proceso dialéctico, a saber, de un aconte­
cimiento vital. “El ser amado no se opone a
nosotros, sino que es uno con nuestro ser; nos
vemos únicamente a nosotros mismos en él —y.
luego, sin embargo, vuelve a no ser nosotros—,
un prodigio que no podemos comprender.” Aho­
ra bien, si el amor es un acontecimiento de la
realidad, entonces eso significa que en la rea­
lidad se encuentran la dialéctica, la oposición y
la conciliación del antagonismo.
AI profundizar todavía más en el amor, Hegel
descubrió que no es un suceso aislado en el
complejo de la realidad, sino que domina a ésta
de múltiples maneras; es un acontecimiento
básico de la realidad. Toda vida tiene lugar en
relaciones amorosas y se conserva sólo por ellas.
Sin embargo, esto quiere decir que lo que apa­
rece en el amor es la vida misma. Eso lo saben
también los amantes: al ser subyugados por el
amor, presienten que en ellos reina invisible la
vida; en el amor “se encuentra la vida misma”.
Así, tras lo visible del amor, según Hegel, se
abre “un todo infinito de la vida” : a saber, como
el fondo del que surge todo lo vivo.
En esa forma, el pensamiento de Hegel se
vuelve por primera vez filosófico en un sentido
más profundo; ya no examina simplemente lo
que tiene ante los ojos, sino que se pregunta
por el fondo ontológico de lo visible. Y ve que
lo que resulta evidente en el amor, la vida total,
es precisamente el fondo de la realidad; en todo
lo que existe corre la única, gran vida. Así,
como la realidad en todas las realidades, Hegel
designa al fondo ontológico también como “la
vida absoluta” o, a secas, “lo absoluto”. El que
basara en ello toda la realidad, y que considerara
todo como manifestación del único absoluto, es
la intención primordial de la filosofía de Hegel.
Eso fue también lo que le dio a su pensamiento
su carácter metafísico. Ahora bien, es preciso con-
siderar la realidad precisamente desde* el punto
de vista de lo real propiamente dicho, de lo ab­
soluto; la filosofía se convierte en lá ‘‘ciencia
absoluta”.
Ese hecho le parecía a Hegel urgente, particu­
larmente en su época, debido a que ésta ,se
caracteriza por “el absoluto desaparecido del fe­
nómeno de la vida” y por “el sentimiento: Dios
mismo está muerto”. Por eso lo que importa
—piensa—, de manera decisiva y precisamente
en su tiempo es devolver sus derechos a lo ab­
soluto.
Ahora bien, como sigue comprobando Hegel,
la vida absoluta muestra la misma estructura dia­
léctica que su expresión más elevada, el amor.
También esto es visible en los amantes si se con­
sidera su amor como expresión de la vida que
existe en ellos. Sienten que es la misma y única
vida que los invade; hay pues en el origen una
unidad de la vida. Pero, al mismo tiempo, los
amantes se saben seres separados; experimentan
el dolor del desgarramiento. Aquella vida unita­
ria se muestra como esparcida en una multipli­
cidad de seres vivos. En esa forma se produce
la división en la vida originalmente unitaria: “la
necesaria partición es un factor de la vida, que
se forma oponiéndose eternamente”. Sin em­
bargo, en toda separación experimentan los aman­
tes la urgencia de unirse; la vida que existe en
ellos tiende a la unidad a partir de la disgre­
gación; en el amor “se encuentra la vida misma,
como una duplicación de sí misma y una unión
de esta última”. Así pues, la vida, que domina
lo real desde los fundamentos, es ella misma un
proceso dialéctico, un suceso continuo de divi­
sión y unión, de autoenajenamiento y reconci­
liación. En ese su ritmo interno crea continua­
mente nuevas formas y manifiesta en ellas su
naturaleza creadora.
Por eso Hegel podía también designar a esa
vida total como la divinidad: “todo vive"en la-
divinidad”; Dios es “la vida infinita”. En esa for­
ma, el pensamiento de Hegel se convierte en
teología filosófica. El objeto de la filosofía es
“sólo Dios y su explicación”. Por eso lo que im­
porta es poner a “Dios de manera absoluta en la
cumbre de la filosofía”.
La divinidad que vive en todo y en la que todo
vive no es, evidentemente, el Dios creador, per­
sonal y trascendente en el sentido del cristia­
nismo, sino el “Dios del mundo”. Sin embargo,
Hegel da un paso hacia el concepto cristiano
de Dios y esto, uniéndose expresamente a la tra­
dición. Entiende a la divinidad como espíritu.
Esa interpretación puede comprenderse con faci­
lidad, puesto que para Hegel el espíritu humano
es la representación más perfecta de Dios en el
mundo. Pero, si la divinidad se manifiesta en su
forma más elevada en el espíritu del hombre,
debe ser ella misma espiritual. “Lo absoluto es el
espíritu; esa es la definición más elevada de lo
absoluto”. Así llega Hegel al concepto funda­
mental de su filosofía, al concepto del espíritu
absoluto: “Dios es el espíritu absoluto.”
Ahora bien, si Dios es espíritu y si el mundo
es la forma en que se manifiesta Dios, de ello se
desprende necesariamente que también el mun­
do, a fin de cuentas, es de naturaleza espiritual
Hegel sacó en realidad esa tremenda consecuen­
cia. Todo lo que vemos ante nosotros: no sólo
el hombre y las creaciones de su espíritu, sino
también las cosas, las montañas, los animales y
las plantas, en resumen, toda la naturaleza es, en
el fondo, espíritu. Es sólo nuestro punto de vista
limitado y finito el que nos lleva a creer que las
cosas tienen una naturaleza material. Quien com­
prende realmente el mundo, quien lo mira filo­
sóficamente, y eso quiere decir para Hegel: quien
lo examina en su verdad, debe considerarlo como
un espíritu que se ha hecho visible. Porque “sólo
lo espiritual es lo real”.
Entonces se llega a la tarea filosófica real­
mente difícil: mostrar cómo Dios se manifiesta
como naturaleza y como espíritu humano, más
aún, si existe en ultimo término una necesidad
interna de que la divinidad se convierta en el
mundo. Hegel quiere resolver ese problema de
tal modo que muestra como la dialéctica, en su
expresión más elevada, en Dios, aparece de nue­
vo. Porque si Dios no es otra cosa sino la vida
total, deberá tener entonces, asimismo, la misma
estructura interna. Eso significa que “el concepto
fundamental del espíritu absoluto'7 es “el regre­
so reconciliado de su otro a sí mismo”; “Dios
es esto: diferenciarse de sí mismo, ser objeto
para sí mismo, pero en esa diferencia, sin más,
ser idéntico a sí mismo —el espíritu”. Precisa­
mente ese suceso dialéctico interno en la divini­
dad, en opinión de Hegel, es el modo en que
Dios se presenta como mundo.
Para interpretar esto, Hegel parte del espíritu
humano; podía considerarlo como imagen del
espíritu divino, puesto que es la manifestación
más noble de Dios. Ahora bien, ¿qué es lo ca­
racterístico del espíritu humano? Hegel respon­
de: que el hombre es consciente de sí mismo. El
espíritu es por naturaleza autoconsciencia. Pero
la autoconsciencia no se establece de una vez por
todas, sino que hay etapas de la autoconsciencia,
deviene y se desarrolla. Eso puede verse directa­
mente por ejemplo en el hecho de que el niño
piensa en sí mismo de manera diferente al hom­
bre adulto. Y ahora, Hegel se da a la tarea de
demostrar que el camino del devenir de la auto­
consciencia es de naturaleza dialéctica, que se
lleva a cabo también en los tres estadios que
se hacen visibles en los fenómenos del amor y
de la vida: “El desarrollo del espíritu es salir, des­
doblarse y, al mismo tiempo, volver a sí mismo.”
El primer estadio de la autoconsciencia es
aquel en el cual el espíritu todavía sueña. El
hombre no tiene todavía consciencia manifiesta
de sí mismo. Esto se aprecia sobre todo en la
consciencia del yo del niño pequeño. No tiene
más que un sentimiento oscuro de que existe.
Precisamente esa sensación simple de la exis­
tencia es lo que corresponde en el esquema dia­
léctico a la tesis. Pero para ser verdaderamente
consciente de sí mismo, el hombre debe des­
pertar del estado del sueño. Esto ocurre en la
segunda etapa. Su atención se fija en sí mismo
y comienza a descubrirse. Y entonces, en opinión
de Hegel, ocurre algo notable. El espíritu se mira
a sí mismo^ pero Je parece como si lo que ob­
serva fuera algo extraño a él. Se enajena por la
propia visión. Se asombra e interroga: ¿eso es lo
que yo soy? En la autocontemplación tiene lugar
pues una enajenación en el yo; éste se divide en
el yo que contempla y el yo que es contemplado.
Ese "autoenajenamiento” es el estadio de la antí­
tesis. Pero en él, el hombre todavía no ha llegado
a la autoconsciencia verdadera y completa. Por­
que para ello es necesario que el hombre des­
cubra: lo que veo en la autocontemplación soy
yo mismo, el contemplador y el contemplado
son el mismo yo. En esa forma, según Hegel,
vuelve del estadio de autoenajenamiento a sí
mismo; se reconcilia consigo mismo.* El resul-
tado de esas reflexiones es: el espíritu humano
es autoconsciencia; pero la autoconsciencia lo es
en devenir, y como tal, es dialéctica.
Lo que ha descubierto Hegel en esa forma en
el espíritu humano, lo traslada después al espí­
ritu divino. También éste es autoconsciencia en
devenir, y también su devenir se lleva a cabo en
la forma de la dialéctica. Respecto a lo primero,
Hegel entiende a la divinidad como no defi­
nitivamente consumada, sino que conoce un
devenir interno; primeramente debe desarrollarse

* Ése es el momento de 3a síntesis en la autocons­


ciencia.
hasta la consciencia plena de sí misma. Éste es el
punto en el cual el concepto hegeliano de Dios
difiere más claramente del cristiano. Su concepto
filosófico fundamental es: que Dios mismo tiene
una historia, que da pasos para el desarrollo de
todo su ser.
Lo siguiente es la demostración, por parte de
Hegel, de que la historia interna de la divini­
dad se lleva a cabo como un devenir dialéctico.
Porque “el espíritu absoluto es esto: que sea el
ser eterno igual a sí mismo, que se convierte en
otro y reconoce a éste como a sí mismo”.
Según eso, hay un estadio en el que la divi­
nidad todavía no es propiamente consciente de
sí misma, en el que el espíritu absoluto sueña.
Hegel hizo el intento grandioso de explicar ese
Ser-en-sí de la divinidad con una forma nueva
de la “lógica”; su contenido es “la representación
de Dios. .. como es en su ser eterno antes de la
creación de la naturaleza y de un espíritu finito”.
Sin embargo, para devenir autoconsciencia real
la divinidad no puede permanecer en su estadio
de sueño. Por eso Hegel comienza a describir
la marcha tremenda de Dios para llegar a la
autoconsciencia plena.* Debe sufrir el autoena-
jenamiento, desprenderse. de sí misma, en el
segundo estadio. Se contempla y se divide inme­
diatamente en el contemplador y el contempla­
do, al que ve como un extraño. Hegel expone la

* Primeramente la divinidad debe emprender la bús­


queda de sí misma.
tesis grandiosa: esa divinidad dividida en sí mis­
ma no es sino lo que tenemos ante los ojos como
mundo. El autoenajenamiento de la divinidad es
su devenir mundo. Sin embargo, eso significa
que Hegel debía emprender la tarea tremenda
de comprender la realidad total desde el pym-
to de vista de Dios, el espíritu absoluto. Su filo­
sofía se transfiere al punto de vista de Dios:
Hegel se convierte en el espíritu del mundo en
persona.
Hegel quiere poner en claro en el mundo mis­
mo que éste, tal como se nos muestra, es la re­
presentación de Dios en su autoenajenamiento.
Aparece como naturaleza, por una parte, y como
espíritu humano, por otra. No obstante, ambas
formas deben -entenderse fundamentalmente
como representaciones de Dios. En este punto
de vista filosófico, el espíritu humano, que co­
noce a la naturaleza, se considera como el con­
templador en Dios. Pero la naturaleza, que es
conocida por el espíritu humano, es lo contem­
plado por ese contemplador divino; es “el espí­
ritu absoluto como el otro él mismo”.
Así pues, lo que vemos como cosas, como na­
turaleza, es en realidad Dios mismo; pero Dios
tal como se ve a sí mismo como un extraño. La
filosofía de la naturaleza se convierte en Hegel
en la doctrina de Dios; pero en la doctrina de
Dios en su autoenajenamiento. Y cuando el es­
píritu humano conoce la naturaleza eso significa,
en realidad, que el Dios presente en el espíritu
humano se conoce a sí mismo.
En ese acontecimiento de la autoconfempla-
ción se lleva a cabo ya el regreso a sí mismo, que
caracteriza la tercera etapa de la autoconsciencia.
Porque entonces, Dios debe comprender que es
el mismo como contemplador y contemplado;
esto pertenece a la naturaleza de la autoconscien­
cia que se está realizando. Ese regreso de Dios
a sí mismo tiene lugar en el hombre; en él llega
Dios a la consciencia plena de sí mismo y en él
llega a su fin la dialéctica de la autoconsciencia
divina. El modo como eso sucede lo describe
Hegel en su voluminosa obra Filosofía del espí­
ritu. El autoconocimiento de Dios es el sentido
más profundo de lo que se lleva a cabo en el
nivel del espíritu humano; se muestra en la exis­
tencia individual, así como también en la his­
toria; se manifiesta en el derecho, en el Estado,
en la ciencia, en el arte, en la religión yi en la
forma más elevada, en la filosofía. Cuando ésta
logra finalmente que el hombre considere todo
lo real como representación del espíritu divino,
eso significa: la divinidad ha regresado a sí misma
después de la aventura de su devenir mundo y de
su desgarramiento.
Lo que Hegel emprendió entonces es algo
enorme. Quería aprehender todo lo real como
representación pura y perfecta del espíritu abso­
luto. Describió la “tragedia... que lo absoluto
representa eternamente consigo mismo: que se
produce eternamente en la objetividad; después
se entrega en su imagen al sufrimiento y la muer­
te, y se eleva de sus cenizas a la gloria”. Por­
que “la vida del espíritu no es la que teme a la
muerte y se preserva pura de toda devastación,
sino la que la sufre y se conserva en ella. Él ob­
tiene su verdad sólo en la medida en que se
encuentra a sí mismo en el desgarramiento ab­
soluto”.
Sin embargo, era inevitable que, a fin de cuen­
tas, el esfuerzo grandioso de Hegel fracasara por
la dureza de los hechos que no encajaban en su
sistema. Hay formas mundanas perfectas en las
que podía ver una expresión directa de la divi­
nidad: el organismo completo, el estado enten­
dido moralmente, la obra de arte lograda, la
verdadera religión y la gran filosofía. Pero esos
son tan sólo oasis en el inmenso desierto de lo
que no se puede interpretar en realidad como
representación de Dios. Existe lo carente de sen­
tido e imperfecto en la naturaleza, los muchos
intentos fracasados, los despiltarros de la vida, las
repeticiones sin fin. Existe el elemento caótico
de la sensualidad en el hombre. Existe la abun­
dancia de sucesos indiferentes en la historia, que
de ninguna manera pueden entenderse como eta­
pas del espíritu divino hacia su autoconsciencia
perfecta. De todo ello se desprende que el mun­
do no es una representación pura de Dios. Hay
en él una contradicción: los poderes de lo anti-
divino y del caos. Si se desea comprender entera­
mente al mundo, como trataba de hacerlo Hegel,
a partir de la divinidad, es preciso llegar final­
mente a la conclusión de que Dios se transforma
en el mundo, efectúa batallas y luchas, parti­
cipa en victorias y derrotas subsiguientes y sólo
logra en parte encontrarse a sí mismo: el resto
se pierde.
Si Hegel fracasó, quedó la tarea que se había
impuesto como interés primordial de la filosofía:
hallar el punto a partir del cual pueda compren­
derse unitariamente al mundo. En esos esfuerzos,
Hegel es un ejemplo para todos los filósofos. El
filósofo debe intentar siempre renovadamente
reflexionar para descubrir los misterios de la
divinidad. Pero si todos sus múltiples esfuerzos
por penetrar en la oscuridad que rodea a la divi­
nidad fracasan, le queda siempre la resignación
que Goethe designó como la tarea más elevada
del hombre: “venerar en silencio lo inexplo-
rable”.
EPÍLOGO O ASCENSO Y DESCENSO

H em o s ascendido doce veces por la escalera de


servicio de la filosofía; visitamos a doce de las
figuras más grandes del intelecto filosófico. Des­
de luego, en esa forma sólo pudimos echarle una
ojeada a una parte del apartamento en que se
alojan los filósofos. Tales y Anaximandro fueron
visitados, no así Parménides y Heráclito, el pri­
mer heraldo del ser y de la naturaleza prevale­
ciente. Vimos a Sócrates, Platón y Aristóteles,
pero no a Epicuro, Séneca y Pío tino, los repre­
sentantes de una época muy peligrosa para la
humanidad. Se habló de Agustín, pero no de
Dionisio el Areopagita ni de Johannes Seo tus
Eurigena, los misteriosos pensadores de antes de
la Edad Media. Se presentó a Tomás de Aquino,
pero no a los grandes que le precedieron: An­
selmo de Canterbury, Abelardo y Alberto, ni a
los importantes intelectos que fueron sus con­
temporáneos o sus sucesores: Buenaventura,
Duns Seo tus y Wilhelm von Ockham, el Maes­
tro Eckhart y Nicolaus von Cues. Además de
Descartes y Spinoza, ¿no hubiéramos tenido que
hablar de Pascal, el investigador penetrante de la
grandeza y la miseria del hombre, de Leibniz, el
del audaz proyecto de una interpretación comple­
ta de la realidad, de Jakob Bohme, el meditador
de los misterios divinos? ¿Y por qué termina el
ascenso por la escalera de servicio de la filosofía
278 EPILOGO O ASCENSO Y DESCENSO
con Kant, Fichte, Schelling y Hegel? ¿No hubié­
ramos tenido que subir también a la casa de
Stf>ren Kierkegaard, de Karl Marx y Friedrich
Nietzsche? Y finalmente, ¿deben quedar exclui­
dos y olvidados los mayores filósofos de la actua­
lidad, tales como Karl Jaspers y Martin Hei-
degger?
Así, la escalera de servicio de la filosofía tiene
las marcas características de lo incompleto: la
subida se efectuó de manera sumamente insufi­
ciente. Pero quizá no haya sido del todo inútil
haber ascendido por dicha escalera de servicio.
Quizá las doce subidas, a pesar de lo incompletas
que fueron, puedan hacer ver la posibilidad de
aproximarse a los grandes sucesos de la historia
de la filosofía de manera más directa que por la
escalera principal usual. No obstante, el hecho
de que la escalera de servicio de la filosofía quede
incompleta, de la manera como fue recorrida
aquí, se debe a fin de cuentas a la filosofía mis­
ma. Porque ¿de qué manera sería posible alcan­
zar la perfección en la filosofía, si nunca y en
ninguna parte se alcanza en la existencia del
hombre?
Sin embargo, hay algo sumamente importan­
te: que quien nos ha seguido en los doce as­
censos, no se olvide de descender. Para que el
descenso no sea indiferente o, incluso, una caída,
debe mantenerse en uno lo experimentado du­
rante el ascenso. Sólo si el descenso es prudente,
serán fructíferos los conocimientos adquiridos en
los apartamentos de loa filósofos para la planta
EPÍLOGO O ASCENSO Y DESCENSO 279
baja de la vida cotidiana e incluso, quizá, para
el sótano de la realidad.
Pero si eso se logra, el descenso será tan filo­
sófico como el ascenso. Entonces se confirmará
en la escalera de servicio la frase misteriosa de
Heráclito: “Camino arriba o abajo, es lo mismo/'
Í N D I C E

Introducción...................................... ...... 11
Bibliografía especial selectiva . . . . 28
Prólogo o los dos accesos a la filosofía . 57
Tales o el nacimiento de la filosofía . . 59
Sócrates o el escándalo de las preguntas . 77
Platón o el amorfilosófico........................... 96
Aristóteles o el filósofo como hombre de
m undo......................................................... 114
San Agustín o la utilidad del pecado . . 131
Santo Tomás o la razón bautizada . . . 147
Descartes o el filósofo detrás de la máscara 163
Spinóza o el boicot dela verdad . . 182
Kant o la puntualidad del pensamiento . 200
Fichte o la rebelión de la libertad . . . 219
Schelling o el amor por lo absoluto . . 240
Hegel o el espíritu del mundo en persona 256
Epílogo o ascenso y descenso . . . . 277

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