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Diccionario

Español de Términos Literarios Internacionales


CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

Madrid, 2015
Madrid, 2019
Madrid,
Madrid, 2019
2020
Diccionario Español de Términos Literarios Internacionales (DETLI)
Dirigido por Miguel Ángel Garrido Gallardo

monólogo / soliloquio. Del griego μονολόγος (monológos), discurso de una


sola persona (ing.: monologue, fr.: monologue it.: monologo, al.: Monolog,
port.: monólogo) / Del latín soliloquium, de solus, único y loqui, hablar (ing.:
soliloquy, fr.: soliloque it.: soliloquio, al.: Selbstgespräch, port.: solilóquio.

Monólogo: diálogo teatral (de cierta extensión) sin respuesta


verbal (considerable) del interlocutor, o porque no hay interlocutor o
porque no puede o no quiere contestar verbalmente; pero pudiendo
hacerlo —o no— por otros medios.

Soliloquio: diálogo teatral sin interlocutor, esto es, el discurso


de un personaje solo hablando consigo mismo.

Aunque es muy corriente confundir monólogo con soliloquio —lo


mismo que diálogo con coloquio—, la diferencia conceptual es clara: en el
monólogo habla sólo un personaje, en el soliloquio un personaje habla solo.

La confusión entre los dos términos está consagrada en el DRAE, que


da como primera acepción de monólogo precisamente «soliloquio». La
segunda, «obra dramática en la que habla un solo personaje», parece dejar
fuera los monólogos que se producen en el interior de una obra con varios
personajes, que es seguramente su uso más frecuente como término literario.
Las dos acepciones que también da de soliloquio ponen en evidencia lo
inaceptable de considerar sinónimos ambos términos, incluso en el uso
general: «1. Reflexión interior o en voz alta y a solas. 2. En una obra
dramática u otra semejante, parlamento que hace un personaje aislado de los
demás fingiendo que habla para sí mismo.» Parece evidente que un
monólogo teatral no tiene por qué ser una reflexión (menos aún interior) ni
proferirse a solas ni por un personaje aislado de los demás ni que finja hablar
para sí mismo. La mayoría de los monólogos dramáticos no cumplen ninguna

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José-Luis García Barrientos

de estas condiciones. Así que el diccionario académico desmiente en realidad


la sinonimia que proclama y devela más bien las diferencias entre soliloquio
y monólogo.

Monólogo y soliloquio son dos de las cinco formas específicas —con el


coloquio, el aparte y la apelación al público— del diálogo teatral,
entendiendo por “diálogo” cualquier manifestación “mediante palabras”, que
es su sentido etimológico (-, “a través de” y , “palabra”), no la
“plática entre dos o más personas”, que es su sentido corriente en español
según el diccionario académico, y mucho menos la “charla entre dos”,
resultante de una falsa etimología. Así el *diálogo dramático abarca en efecto
todo el componente verbal del drama, todas las palabras pronunciadas en él,
sin excepción. De las cinco formas, solo el coloquio y el soliloquio forman
sistema: se oponen entre sí por la presencia o ausencia de interlocutor(es).
Por eso conviene perfilar los dos términos en cuestión sobre la base de la
forma no marcada del diálogo teatral, el *coloquio, que es el diálogo con
interlocutor(es) o, según la acepción común en español, la conversación entre
dos o más personas, que coincide con el significado corriente de diálogo. Tal
coincidencia puede servirnos para recordar que se trata de la forma más
frecuente y natural, la menos convencional, del diálogo en el teatro. Lo
mismo que en la vida, habría que añadir, y precisamente por eso: porque el
drama es básicamente imitación de acciones y la acción verbal por
excelencia, la más plena y dinámica es el “hablar con”, el intercambio de
palabras, es decir el coloquio. Que, por cierto, tal como lo definimos, no
exige, aunque sea lo más frecuente, que el interlocutor responda. La
condición mínima no es que dos personas hablen (las dos); basta con que una
hable con otra, pudiendo esta contestar o no, y contestar verbalmente o de
otra forma.

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monólogo/soliloquio

Se podrían, claro está, distinguir tantos tipos de coloquio en el teatro


como los que pueden darse en la realidad (conversación, careo, discusión,
entrevista, debate, tertulia, perorata, etc.) Basta aquí señalar que será
pertinente para el análisis de un diálogo en coloquio el número de
interlocutores (y de personajes en escena, que puede ser el mismo o no) así
como la frecuencia y la extensión del discurso de cada uno, que
denominamos *parlamento cuando resulta considerablemente largo y
*réplica en los demás casos, particularmente cuando responde al intercambio
vivo de la conversación o tenso de la discusión, etc.). Parece claro que las
diferencias notables en coloquios entre dos, tres, cuatro o más personajes
corresponden básicamente a las situaciones dramáticas respectivas y por lo
general a las configuraciones, en dúo, trío, cuarteto, etc.

Mencionaremos solo un tipo particular de coloquio, muy


característicamente dramático, presente en el diálogo teatral desde los griegos
hasta hoy mismo. Se trata de las antilogías o discursos contrapuestos entre
dos personajes, en un momento de máxima tensión y en torno a un problema
candente, especialmente cuando cada réplica de este *agón —disputa a la vez
que competición— es de la misma extensión: se llama *esticomitia al cruce
alternativo y continuo de un verso por interlocutor (disticomitia si se trata de
dos versos, hemisticomitia si de un hemistiquio) en rigor, pero se puede
extender en sentido lato al rápido canje dialéctico de réplicas iguales en
extensión (y generalmente paralelas o simétricas en su forma lingüística).
Puede verse como ejemplo la esticomitia que cierra el segundo episodio de
Electra de Sófocles, entre la protagonista y Crisótemis, o la que ocupa el
centro de la escena 15 de la jornada III de El alcalde de Zalamea de Calderón
de la Barca (en rigor disticomitia):

DON LOPE. Yo por el preso he venido,


y a castigar este exceso.

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José-Luis García Barrientos

CRESPO. Yo acá le tengo preso


por lo que acá ha sucedido.
DON LOPE. ¿Vos sabéis que a servir pasa
al Rey, y soy su juez yo?
CRESPO. ¿Vos sabéis que me robó
a mi hija de mi casa?
DON LOPE . ¿Vos sabéis que mi valor
dueño desta causa ha sido?
CRESPO. ¿Vos sabéis cómo, atrevido,
robó en un monte mi honor?
DON LOPE. ¿Vos sabéis cuánto os prefiere
el cargo que he gobernado?
CRESPO. ¿Vos sabéis que le he rogado
con la paz, y no la quiere?
DON LOPE. Que os entráis, es bien se arguya,
en otra jurisdicción.
CRESPO. Él se me entró en mi opinión,
sin ser jurisdicción suya.
DON LOPE. Yo os sabré satisfacer
obligándome a la paga.
CRESPO. Jamás pedí a nadie que haga
lo que yo me puedo hacer (vv. 2570-2593).

El soliloquio es una forma altamente convencional o, si se quiere,


particularmente inverosímil de diálogo (pues solo se da en la realidad en
situaciones extremas o en casos patológicos), y por eso mismo de muy
acentuado carácter teatral. Primero porque pone en evidencia de manera muy
clara la objetividad o la inmediatez del modo dramático de representación:
pensemos en lo mucho menos artificial o convencional que parece casi
siempre (siéndolo en realidad mucho más) el llamado *monólogo interior (no
pronunciado) de la novela y del cine; lo chocante del soliloquio teatral es que
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monólogo/soliloquio

se trata de un monólogo exterior, dicho por el personaje, y casi siempre en


virtud de la pura convención, sin recurrir a justificaciones psicológicas o de
otro tipo (que casi siempre se dan en los casos, más raros, de soliloquios
dichos en narrativa y cine).

En segundo lugar y sobre todo, se trata de una forma de diálogo tan


peculiar del teatro porque funciona en el vector comunicativo externo: sólo
en el mundo ficticio está el personaje solo y habla para sí; en el teatro está
ante el público y habla, sin duda alguna, para él. De esta orientación se
deriva, claro, la función del soliloquio teatral como expresión del interior
(pensamientos, intenciones, afectos...) y de la verdad del personaje frente a
las manifestaciones externas, más o menos embusteras, de su máscara social;
función cuya importancia es de primer orden para la construcción dramática.
Como ejemplo de soliloquio puede verse este que cierra la segunda jornada
de La vida es sueño de Calderón de la Barca:

SEGISMUNDO. Es verdad; pues reprimamos


esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos;
y sí haremos, pues estamos
en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,

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José-Luis García Barrientos

y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
(vv. 2148-2187)

Seguramente el más célebre soliloquio del teatro universal es el del acto


III, escena 1, de Hamlet:

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monólogo/soliloquio

HAMLET. Ser o no ser... He ahí el dilema. / ¿Qué es mejor para el alma, /


sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos, / o levantarse en armas contra el
océano del mal, / y oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir... / Nada
más; y decir así que con un sueño / damos fin a las llagas del corazón / y a
todos los males, herencia de la carne, / y decir: ven, consumación, yo te
deseo. Morir, dormir, / dormir... ¡Soñar acaso! ¡Qué difícil! Pues en el
sueño / de la muerte ¿qué sueños sobrevendrán / cuando despojados de
ataduras mortales / encontremos la paz? He ahí la razón / por la que tan
longeva llega a ser la desgracia. / ¿Pues quién podrá soportar los azotes y
las burlas del mundo, / la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio, / la
angustia del amor despreciado, la espera del juicio, / la arrogancia del
poderoso, y la humillación / que la virtud recibe de quien es indigno, /
cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso / en el filo desnudo del
puñal? ¿Quién puede soportar / tanto? ¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una
carga / tan pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte / —ese
país por descubrir, de cuyos confines / ningún viajero retorna— que
confunde la voluntad / haciéndonos pacientes ante el infortunio / antes que
volar hacia un mal desconocido. / La conciencia, así, hace a todos cobardes
/ y, así, el natural color de la resolución / se desvanece en tenues sombras
del pensamiento; / y así empresas de importancia, y de gran valía, / llegan a
torcer su rumbo al considerarse / para nunca volver a merecer el nombre /
de la acción. (Traducción de Manuel Ángel Conejero)

En cuanto al monólogo, tal como lo definimos, cabe distinguir el


monólogo en soliloquio del monólogo en coloquio. Excelente ejemplo de este
último es el discurso de Antonio al pueblo romano en Julio César de
Shakespeare; que permite, por cierto, verificar que las respuestas
insuficientemente articuladas, que más que interrumpirlo son un mero
acompañamiento del discurso, como las de los ciudadanos romanos en este
caso, no rompen el monólogo sino que se integran en él. Lo mismo se puede
decir quizás de las intervenciones de Willie respecto al discurso de Winnie en

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José-Luis García Barrientos

Días felices de Samuel Beckett, obra que bien puede considerarse por eso un
monólogo. La última cinta de Krapp del mismo autor puede servir de
ejemplo de monólogo en soliloquio.

Es claro, pues, que todo soliloquio es monólogo, pero no todo


monólogo, ni quizás la mayoría, tiene que ser soliloquio. Como un tipo
particular del que no lo es cabe considerar también el monólogo ad
spectatores, dirigido al público, como el prólogo recitado por Crispín en Los
intereses creados de Jacinto Benavente:

He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el


cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes
lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más
variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarin
desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el
respetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para
desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves
pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro
hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con
la risa; y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde sus carrozas,
como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante. Gente de
toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase
allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver
reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobretes de ver reír a los grandes
señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes,
tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada
prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa.
Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos
señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y
despreocupada. Fue de todos y para todos. Del pueblo recogió burlas y
malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre

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monólogo/soliloquio

sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que


no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin
odio y sin amargura. Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria:
Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de
cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el
Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que por curiosidad de su
espíritu inquieto os presenta un poeta de ahora. Es una farsa guiñolesca, de
asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella
sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan
hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con
groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas
grotescas máscaras de aquella comedia de arte italiano, no tan regocijadas
como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo. Bien conoce el
autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio
de estos tiempos; así, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se
ampara. El autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu.
El mundo está ya viejo y chochea; el arte no se resigna a envejecer, y por
parecer niño finge balbuceos… Y he aquí cómo estos viejos polichinelas
pretenden hoy divertiros con sus niñerías.

Especial consideración merece el monólogo como género o subgénero


teatral, esto es, cuando la totalidad del diálogo dramático es un monólogo
absoluto. En tales casos es mucho más frecuente la modalidad de coloquio
sin réplica, como en Antes del desayuno de O’Neill, en que una mujer habla a
su marido —fuera de escena— hasta abocarlo al suicidio, que la de
soliloquio; seguramente en proporción mucho mayor que en los monólogos
relativos, que alternan en el diálogo con cruces de réplicas entre personajes.
Es esta modalidad de obra completa monologada la que puede llamarse con
propiedad *monodrama, aunque a principios del siglo XX se extiende su
sentido al de «un tipo de representación dramática en el cual el mundo que
envuelve al personaje aparece tal como éste lo percibe en todos los momentos
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José-Luis García Barrientos

de su existencia escénica», en palabras de Evreinoff (Introducción al


monodrama, 1909) que pone en práctica en Los bastidores del alma. La
escenificación contemporánea asume con frecuencia la implantación de la
perspectiva interna del personaje, como en la puesta en escena de Orlando de
Virginia Woolf por Robert Wilson (1989, 1993).

El monólogo absoluto, la obra de personaje único, que estuvo en boga a


finales del siglo XVIII (Pigmalión de Rousseau) y a principios del siglo XX
(sobre todo con el expresionismo), irrumpe con fuerza en la dramaturgia
contemporánea (Beckett, Handke, Bernhardt, Müller, Koltés…) y no
digamos en el llamado, contradictoria o exageradamente, teatro
posdramático; quizás como consecuencia de un cierto desgaste o cansancio
del coloquio como forma normal del diálogo teatral y también del influjo de
técnicas narrativas hegemónicas como el monólogo interior y el *flujo de
conciencia. Su pujanza, a la que tal vez contribuyan también razones
prácticas (de economía y movilidad del espectáculo), llega hasta nuestros
días, seguramente con predominio del que se dirige directamente al público.
Excelente ejemplo actual de monólogo absoluto ad spectatores, pero
plenamente dramático, es La ira de Narciso (2014) de Sergio Blanco.

BIBLIOGRAFÍA

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Gredos, 1992; Cohen, A. J.J., “Prolégomènes à une sémiotique du
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monólogo/soliloquio

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José-Luis GARCÍA BARRIENTOS

CSIC (ILLA/CCHGS). Madrid

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