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Cuaderno de 1957 a 19605

Miércoles, 23 de octubre

La poesía, no como sustitución, sino como creación de una realidad independiente


—dentro de lo posible— de la realidad a que estoy acostumbrada. Las imágenes solas no
emocionan, deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la
angustia. Nombrar nuestra herida sin arrastrarla a un proceso de alquimia en virtud del cual
consigue alas es vulgar. No es lo mismo decir: «No hay solución» que

No saldrás nunca sin embargo

de tu gran prisión de alcatraces.

Creo que estos dos versos son más naturales y más espontáneos que el ejemplo
anterior. Hay mucho más convencionalismo en nombrar las cosas con palabras avejentadas
que hacerlo con palabras que nos surgen de algún lado, como pájaros que huyen de nuestro
interior, porque algo los ha amenazado. La mayor parte de los poemas surrealistas son
mucho menos convencionales y cerebrales y literarios que los poemas sencillos y beatos a
que nos acostumbró la literatura española.

Poemas de John Donne. Huelen a sol viejo, a muro derruido y rajado pero cuyas
grietas dejan escapar palabras de distintos colores, frescas, calientes, y, sobre todo,
reveladoras.

Se puede objetar esa intromisión del espíritu pedestre que le acontece después de un
verso colmado de lirismo, ej[emplo]:
¿Es posible que hable así, como una piedra en el camino que se sabe echada allí
hasta el fin de la eternidad? ¿Es posible que crea, con los niños, que la muerte es algo que
les sucede a los demás pero no a mí? ¿Es posible que Dios continúe siendo el «buen señor»
de la infancia, ese que ve en todas partes, para quien no existen puertas ni silencios? Así es,
pero es increíble. Y no lo lamento por vergüenza sino con el dolor de alguien que se veda
una gran parte de la realidad que le sería plenamente accesible a no ser por ese infame
anhelo de persistir en una niñez que ya no tiene razón de ser aunque sí estupidez y
anacronismo.

Sábado, 1 de febrero

Todos los fracasos del mundo martillean en mis sienes.

Tanta tristeza. Pero hay sol. Pero hay un viento dulce. (El solo hecho de escribir esto
demuestra que mi intento suicida es aparente. El anhelo de trascender persiste. Luego,
vivo.)

La poesía no es artesanía ni nada tiene que ver con ella. Pero para trascender el
lenguaje debo antes hacerlo mío. En verdad es un poco estúpido hablar de poesía: o se la
hace o se la lee. Lo demás no tiene importancia. Aunque yo quisiera tener algunas pequeñas
verdades literarias, me sentiría más segura de mí si las tuviera. Para comenzar, he aquí un
enigma: ¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura,
hermética, cuando yo participo —en mi quehacer poético— de ambas? ¿Y si fuera por no
tomarme el trabajo de comprender los textos oscuros? Ello daría la explicación exacta de
una manía de relacionarme con personas cuyos procesos interiores son más simples que los
míos. O al menos, así parece. Pero, Alejandra, en el fondo de los fondos, ¿qué es claro y
qué es oscuro?

Para la novela: el aprender a leer. Lady D.

Domingo, 2 de febrero

Soledad y silencio. He pensado en la felicidad de dedicarme enteramente a la


literatura, sin otros cuidados sino escribir y estudiar. Es necesario recuperar el tiempo
perdido. Sé que esta felicidad está a mi alcance y que no depende de mi voluntad, pues
entonces ya no sería felicidad sino solamente trabajo. Sólo necesito creer con todo mi ser,
creer obsesiva y lúcidamente. Y también olvidarme de todos. Pero sobre todo continuar
sosteniéndome en la durísima tarea de no pensar en «el amor imposible», causa de todos
mis males. Esto es lo más difícil. Y particularmente para mí, que no me llegan
compensaciones externas que pudieran impulsarme a sustituir al objeto amado. Pero sé que
mi única posibilidad de salvación consiste en aceptar con naturalidad esta carencia afectiva.
Mi única posibilidad de salvación, sí. Ahora comprendo absolutamente que jamás
mi amor se verá correspondido, que hasta hoy me sustentaba alguna esperanza absurda e
infantil, sin fundamento alguno en la realidad. Pero hoy, recordando el ayer, recobrando
palabras y sucesos que dormían debajo de mi memoria he tomado conciencia de la futilidad
de mi espera. Ahora bien, resta la locura o la muerte, porque yo comprendo que sólo por mi
amor vivo, que sólo él me enlaza a la vida. Y tal vez no quisiera que fuese así, si bien
reconozco que a ello debo mis horas más intensas, más fecundas emocionalmente, las que
no poco hicieron por mis poemas. A mi amor debo casi todos mis estados de exaltación.
Pero también es útil saber que el hombre que los produjo es absolutamente «inocente» de
mis procesos, que su actitud fue siempre pasiva, que, en suma, no tiene «culpa» alguna de
lo que me acontece, así como el desierto no es culpable de los que mueren sedientos. De
cualquier modo, comprendo que es necesario estrangular todo atisbo de esperanza y aceptar
la idea de que jamás seré amada por la persona que he elegido. Podría agregar que no la he
elegido sino que me ha sido impuesta, podría repetir los viejos argumentos científicos
respecto de los orígenes de mi sentimiento amoroso. Pero es como en la poesía. Palabras,
palabras… El amor es otra cosa. Y no me importa que maltraten el mío ni que lo castiguen
con la indiferencia más extrema. Yo sé que es real, yo sé que existe y me duele más que mi
vida, o igual, porque es mi vida. Lo mismo que la poesía. ¿En qué la desmedra el análisis o
la disección? Está, y es lo único importante. Pero ahora, sobre materiales rotos y raídos,
entre el caos y la angustia, trataré de reconstruirme. Sobre tanto dolor. Sobre tantas ganas
de morir y de no sufrir más el peso de este amor, he de reconstruirme. Con humildad y
silencio.

Este yacer anegada en mí misma, este no perderme jamás de vista —aun en la


enajenación—, ¿a qué obedece? A que no encuentro nada que sea más interesante que yo.
Sólo me entero de las cosas cuando me golpean. Así, gracias al silencio de Orestes, he
pensado por vez primera en él. Cosa que jamás hice cuando deliraba de amor por mí. Esta
manera de ser me hace perder y ganar. Perder en cuanto a que me encadena, me impide
enfrentar el mundo, y más aún, me deja a merced del mundo. Pero, por otra parte, en el
reverso del mundo, donde yo estoy, se ven muchas cosas vedadas para los otros. A
propósito de mi incomunicación estuve pensando en la posibilidad de enloquecer,
posibilidad que me aterroriza. Pero estoy demasiado cansada como para inquietarme
«activamente». Pensándolo bien, ¿no será demasiado tarde para reconstruirme? ¿No habré
perdido definitivamente?

6 de febrero

A veces me pregunto cómo hacen los otros para vivir, ellos que no aman con esta
desesperación. Me es imposible pensarme viva sin la sangre colmada de su rostro. Pero, al
mismo tiempo, confieso que admiro a los que se sustentan en otras cosas que en un amor
desgarrado. En verdad, puede pensarse que los que poseen un buen fuego en la casa del
corazón son ellos, que no yo. Y justamente yo, la desamparada, tengo que iniciarme en el
aprendizaje de la soledad interna. Aprender a vivir sin este nombre que habita mi ser desde
hace varios años. Aprender a vivir con fuerzas extraídas de mí misma, debido a mi propio

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