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Esta agonía tendrá un final feliz, dice Hegel. Pero atención, lo dice adelantándose demasiado. Ese
final feliz viene al final, con el Espíritu Absoluto.
Así tenemos a DIOS INFINITO, por un lado, un dios trascendente y absolutamente distinto a la
conciencia. Un dios visto como lo esencial (lo único importante).
Y del lado de lo mudable tenemos a la CONCIENCIA FINITA con su imagen limitada de sí misma.
Una conciencia que quiere pasarse para el otro lado, donde está Dios. Pero nunca podrá
alcanzarlo. El Dios inmutable (infinito) la repele hacia su finitud.
Esta confrontación nos mete de lleno en una experiencia religiosa fundamental para Occidente:
a) REINO DEL PADRE. la conciencia se remonta a lo inmutable. Pero Dios la repele. Es un dios
que condena. Es el momento de la religión judaica o reino del Padre.
Pero ese repeler da cuenta de que algo le importa el hombre (por ejemplo, el Dios
aristotélico era indiferente a los hombres).
b) REINO DEL HIJO. Este dios que queda afectado por el hombre da lugar al momento
cristiano o reino del Hijo. Ya comienza una unidad entre Dios y Hombre.
Pero es una unidad imperfecta. La misma carne del dios encarnado se interpone. Deberá
suprimir la carnalidad para poder realizar la unidad.
Jesús debe morir para que aparezca Cristo.
c) REINO DEL ESPÍRITU. Tercer momento: reino del Espíritu, la Iglesia. Momento de alegría y
reconciliación. La conciencia se encuentra ella misma, en su singularidad concreta y real,
identificada con lo inmutable.
Nicoletti Pablo - Epistemología de la Psicología
Pero el hombre da gracias, y en este acto vuelve a alejarse, porque no se siente Dios. Él, el
hombre, trabaja por Dios, para Dios, se siente uno con Él, pero finalmente le agradece por
todo, situándose en frente de Él. Deberá superar esta posición con una total abnegación
(negación de sí).
Es así como el esfuerzo religioso necesita de otro yo que le haga de mediador. Las nuevas
consignas son la liberación del goce y de la acción propia. Así que hace los votos de la pobreza,
castidad y obediencia. La conciencia se despoja de lo más íntimo de sí misma. Renuncia a su
propia voluntad, a la propiedad y al goce.
Pero esta negación de sí, la conciencia todavía no lo ve como afirmación, lo ve solamente como
negación, como renuncia. Se queda en el aspecto particular, en su renuncia particular.
Nos dice que la conciencia se queda demasiado pegada a su renuncia, a su costo, a sí misma, a su
particularidad, y no puede ver que del otro lado hay un Dios -que es ella misma- que es para quien
hace lo que hace y que es quien le dice qué hacer (el consejero o confesor – COMO LO ERA EL
AMO).
LUEGO, entiende que este Dios está “del otro lado”, es trascendente.
O sea, la conciencia advierte que debería haber una unidad ahí donde ella vive esa disociación.
Esto significa que en la conciencia se da “la representación de la razón”, o sea, “la certeza de la
conciencia de ser, en su singularidad, absolutamente en sí, toda la realidad”.
Esta ganancia es lo que corresponde a la figura de la razón. La conciencia se identifica con este
objeto que colocaba en el más allá.
Por esto caerá en el “individualismo de la razón” (capítulo quinto). El peso se vuelca a la conciencia
individual, y deberá reemprender el camino (e incorporar lo social).
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