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La praxis humana

Nuestras críticas a la fenomenología clásica de la religión no dejan de moverse en una


perspectiva fenomenológica, en un sentido amplio de la expresión. Desde un punto de vista
fenomenológico, cualquier explicación requiere un análisis de aquello que se quiere explicar. En el
caso de las religiones, antes de cualquier explicación de las mismas, es necesario una delimitación, lo
más precisa posible, de aquellos hechos que se quieren explicar filosóficamente. Y un requisito
indispensable de un análisis es que sea crítico. No podemos dar por buena cualquier teoría sobre lo
religioso, por venerable e importante que sea su autor. Su análisis tiene que ser susceptible de ser
repetido por nosotros, y por cualquier otro que analice los mismos hechos. Y eso es lo que hemos de
intentar aquí. Para hacerlo, trataremos de delimitar primero el ámbito primario de nuestro análisis.

1. De las vivencias a la praxis

Las reflexiones de Wittgenstein y de Girard nos han mostrado una conexión estrecha entre lo
religioso y el conjunto de la praxis humana. Para Wittgenstein, todo significado religioso se inserta
en un “juego lingüístico”, el cual es parte de una forma de vida. Para Girard, lo religioso tiene sus
raíces en el proceso de la formación de mecanismo miméticos que culminan en la ejecución de un
“chivo expiatorio”, y en la repetición periódica del sacrificio originario. De alguna manera, también
Levinas remite al conjunto de la acción humana cuando conecta la experiencia de lo santo con la
experiencia ética.
Frente a estos planteamientos, la fenomenología más tradicional suele tender a entender las
acciones religiosas como “expresiones” de las vivencias. El sujeto religioso primero tendría ciertas
vivencias de lo sagrado, o del misterio que está por detrás de lo sagrado,, y solamente en un
momento ulterior expresaría estas vivencias en ciertos actos de culto, en ciertos ritos y sacrificios. En
esta concepción, muy centrada en la vivencia subjetiva, la praxis religiosa siempre sería algo
derivado de un núcleo originario, que tendría lugar en el ámbito de las vivencias. Desde este punto
de vista, se podría incluso buscar el sentido más originario para un determinado rito, y distinguirla
de otros sentidos más espúreos. Desde este punto de vista, a veces se reclama que los ritos dejen
transparentar su sentido originario. Esto no siempre sucede en los procesos de socialización
religiosa.1 Así, por ejemplo, en el catolicismo, los niños que participan en la primera comunión puede
darle a ese rito unos sentidos muy distintos de los que le daría el teólogo. El teólogo podría pensar en
ese rito como la primera ocasión en que el niño recibe la hostia que contiene, por transustanciación,
el cuerpo de Cristo. Si es un teólogo católico liberal, en lugar de transustanciación pensará en el rito
como una “transignificación” en la que se recuerda la última cena de Jesús, e interpretará la primera
comunión de ese modo. Ahí tendríamos el posible sentido originario y auténtico del rito. Sin
embargo, el grupo de niños que en una determinada parroquia católica participa en el rito puede
estar pensado no sólo en “recibir a Jesús en la hostia”, sino también en los regalos, o en las cosas que
no se pueden hacer a la hora de practicar correctamente el rito (el ayuno previo a la eucaristía, la
prohibición de morder el pan, etc.).
Este planteamiento no deja de presentar algunos problemas. Por una parte, está la dificultad
de determinar cuál es el sentido auténtico de un determinado rito. En último término, parece que
solamente los representantes autorizados de cada religión podrían determinar ese sentido auténtico,
por más que millones de personas participen en un rito con vivencias radicalmente distintas de las

1 Cf. J. Martín Velasco, El hombre y la religión, Madrid, 2002.


que tal vez deberían de tener.
Por otra parte, los ritos, con independencia del sentido que les dé cada uno de los
participantes, tienen sin embargo unas reglas más o menos estables, que permiten que se mantengan
a lo largo de los siglos. La primera comunión seguirá siendo tal, por más que los participantes la
vivan de distintas maneras. Por otra parte, parece que son precisamente esas reglas las que permiten
que los ritos tengan su propia eficacia. En el catolicismo se llega a afirmar que los sacramentos son
eficaces ex opere operato, es decir, con una gran independencia respecto a las intenciones de los
participantes en el mismo. Sin embargo, no nos referimos aquí a la doctrina católica, sino a algo más
profundo e independiente de las interpretaciones teológicas oficiales. Los ritos, cuando son
practicados correctamente, tienen un efecto que de algún modo está previsto por el rito mismo.
Cuando en una determinada religión se practica, por ejemplo, un rito de iniciación o un rito de
matrimonio, ese rito logra su objetivo en la medida en que es practicado correctamente de modo que
el joven queda iniciado, o la pareja queda casada. Lo mismo puede decirse, en general, de todos los
ritos. En todos ellos encontramos una gran autonomía respecto a las vivencias concretas de las
personas que los practican, por más que el grado de independencia tolerable pueda variar en cada
religión.
Se podría decir que en determinadas religiones, o en determinadas prácticas religiosas, se
exige que la vivencia que las acompaña sea la correcta. Ahora bien, incluso cuando la vivencia es
exigida por la práctica religiosa, esta última no deja de ser un componente esencial de lo religioso. Se
puede pensar que determinadas bendiciones requieren la intención de bendecir. Pero sin el acto de
bendecir y pronunciar la bendición, ésta no existiría. Si se nos dice, por ejemplo, que la apertura ética
al necesitado es la vía de acceso a lo santo, la práctica de las obras de misericordia parece implicar
claramente una vivencia, pero la vivencia a su vez es inseparable de las obras de amor sin las que
sería insignificante. Del mismo modo, cuando el niño que practica la primera comunión católica se
esfuerza en tragar la hostia sin morderla, cuando en el Gilgamesh un comportamiento incorrecto
conlleva la pérdida de la planta de la inmortalidad, o cuando el joven apinayé que seguía al dios por
la selva no aprovecha la oportunidad de hablarle, o cuando no desentierra los regalos que el sol le
graciosamente ha ofrecido, de nuevo nos encontramos con prácticas que son ellas mismas esenciales
para lo religioso, y no meras expresiones secundarias de vivencias. El seguimiento, los regalos, las
transiciones entre lo profano y lo sagrado, el comportamiento correcto, o la oportunidad perdida son
algo que desborda la mera vivencia subjetiva, y nos lleva a preguntarnos por la praxis religiosa. Y
para ello tenemos que comenzar preguntándonos qué es la praxis.

2. La noción de acto

El término “praxis” o “práctica” ha sido entendido de formas muy diversas a lo largo de la


historia de la filosofía. Aristóteles entendió la πρᾶξις como aquellas acciones que tienen su fin en sí
mismas. Por ejemplo, la música, o la danza, o la θεορία, serían actividades que tendrían su fin en el
propio ejercicio. En cambio, para Aristóteles, las acciones que tienen su fin fuera de sí mismas no
serían propiamente praxis, sino producción (ποίησις). Así, por ejemplo, la construcción de un navío
tendría su fin fuera de sí misma, en el navío construido, de tal modo que tales acciones terminarían
al alcanzar su fin. En la Edad Media esta concepción cambió significativamente, hasta el punto de
que la praxis fue contrapuesta a la teoría. Lo que Aristóteles consideraba como producción pasó a
formar parte de la praxis. Al mismo tiempo, la teoría dejó de ser la forma suprema de praxis, para
pasar a entenderse como algo distinto de la misma. Esta contraposición entre teoría y praxis pasó a la
filosofía moderna, y fue popularizada por el marxismo, hasta ser corriente en nuestros días.
Todavía hoy es frecuente que muchos entiendan la teoría como algo que sucede “dentro” de
la subjetividad, mientras que la praxis es algo “externo”, meramente corporal. Sin embargo, a poco
que pensemos esto, nos damos cuenta de la insuficiencia de estos planteamientos. Para que un
movimiento corporal pueda ser considerado como praxis, no puede ser algo meramente “externo” a
nosotros. Cuando movemos una mano, en ese movimiento están implicadas mis intenciones,
decisiones, deseos. La mano, lejos de ser algo externo, es una realidad viva, inseparable de mi propia
persona, de su sentir, de su desear, de su hacer. Por otra parte, incluso la actividad teórica más
abstracta parece inseparable de mi cuerpo concreto. Mis actos de pensar acontecen en el aquí
determinado de mi cuerpo. Al moverme de lugar, mi pensamiento no permanece en un lugar
celestial, sino que mis actos intelectuales acompañan indefectiblemente el movimiento de mi cuerpo.
Por todo ello, resulta un tanto artificioso cualquier intento de pensar la praxis como algo que sucede
“fuera”, y la teoría como algo que sucede “dentro”. Es necesario abordar esta cuestión desde otro
punto de vista.
Podemos decir, en primer lugar, que la praxis está integrada por actos. Estos actos pueden ser
de muy diverso tipo. Hay actos de desear, de moverse, de imaginar, de pensar, de reír, de amar, de
sentir, de oír, de oler, de calcular, de recordar, etc., etc. Todos ellos son actos. Y en cuanto actos
tienen una característica muy curiosa, a la que ya aludimos anteriormente. Los actos son algo
absolutamente inmediato e inconcuso. Ya lo dijo Agustín de Hipona, o Descartes: puedo dudar de
todo, menos del acto de dudar. Cuando estoy contemplando la cortina que hay frente a mí, puedo
poner en duda que la esté viendo correctamente, que sea realmente una cortina, etc. Pero no puedo
poner en duda el acto mismo de verla. Démonos cuenta de que este acto no es, propiamente, un
“sujeto”, pues este término designa a algo que está “puesto” (jectum) “por debajo de” (sub-) los actos.
La inmediatez inconcusa compete a los actos mismos. Esto, por supuesto, no prejuzga la “existencia”
de algo que pueda ser llamado “sujeto”. Simplemente constatamos que lo inmediato, lo indubitable,
son los actos mismos. Puedo dudar de lo que veo, pero no de que lo estoy viendo. Y, sin embargo,
estos actos no son algo visible. Vemos la cortina, pero no vemos los actos. Los actos no aparecen,
porque son el aparecer mismo. Se trata de algo que ha puesto de relieve Michel Henry, y que de
alguna manera está presente también en el pensamiento de Heidegger, por más que éste evite hablar
de actos. Los actos, a pesar de su inmediatez, a pesar de su indubitabilidad, no son visibles.
Esto significa que los actos no son cosas. Las cosas son más bien aquello que surge en
nuestros actos, como algo radicalmente distinto de los mismos. Así, por ejemplo, en el acto visual
surge la mesa que está ante mí. La mesa surge en el acto visual, pero la mesa surge, en ese acto, como
algo radicalmente distinto del acto de visión. Los actos, desde este punto de vista, no son cosas, sino
el surgir de las cosas (ὑπάρχειν τὸ πρᾶγμα, decía Aristóteles).2 Las cosas designan aquí a todo
aquello que surge en nuestros actos. Un acto visual es, por ejemplo, el surgir de un color. Un acto de
imaginación es, por ejemplo, el surgir de un unicornio azul. Un acto de audición es, por ejemplo, el
surgir de un sonido, o de una melodía. Entre las cosas que pueden surgir están también las cosas
pensadas. Un acto de cálculo matemático es, por ejemplo, el surgir de un teorema. De este modo, el
término “cosa” adquiere un amplio sentido, correspondiente a su etimología. La cosa (πρᾶγμα, Ding,
res, causa, Sache) es todo aquello que nos concierne, precisamente porque es lo que surge en nuestros
actos, como algo radicalmente distinto de ellos.
Desde este punto de vista hay que subrayar, frente al dualismo de Michel Henry, que los
actos, precisamente porque son un surgir de las cosas, son inseparables de las cosas que en ellos
surgen. Aunque quiera prescindir de la intencionalidad, la más modesta de las impresiones tiene,
como bien ha mostrado Zubiri, un momento radical de alteridad. Es esa alteridad a la que Zubiri
llama “realidad” en un sentido descriptivo. La más modesta nota de color surge, en el acto visual,
como radicalmente distinta de ese acto. El más recóndito dolor, por tomar el ejemplo de Henry, es el
surgir de algo: surge aquel órgano que me duele, o surge aquella persona que dolorosamente añoro.
Y, sin embargo, siendo los actos inseparables de las cosas, los actos no son cosas. Los actos son el
surgir de las cosas. Y este término, “surgir”, resulta especialmente apto para hablar de los actos, pues
contiene, desde un punto de vista etimológico, una alusión al “regir”. Las cosas, al surgir, “rigen”,
porque surgen precisamente como algo radicalmente distinto de los actos. Hay, en la radical unidad
de los actos y cosas, también una radical bifurcación: los actos no son cosas.

2 Cf. Aristóteles, Metafísica 1048 a 31.


Desde este punto de vista, podemos decir que los actos son la ἀλήθεια de la que nos hablaba
Heidegger, porque consisten precisamente en el aparecer, en el surgir de las cosas. Pero es
importante subrayar, frente a Heidegger, que esta ἀλήθεια acontece en los actos mismos. La
apelación a los actos no nos aboca a la filosofía moderna, porque no es una apelación a la conciencia
ni a la subjetividad. La apelación a los actos tampoco es una apelación a esa última filosofía
prometeica de la subjetividad que fue el marxismo. Los actos son el acontecer mismo. Un acontecer
que consiste, como Heidegger bien supo ver, en la co-pertenencia entre el ser humano y el mundo.
Pero un acontecer que tiene un carácter radicalmente carnal. En castellano, acontecer no alude
primeramente a la pertenencia (como el Ereignis), sino al co-tocarse (ad-con-tingescere) de los
cuerpos. Y es que los actos acontecen todos ellos corpóreamente, en el aquí de un cuerpo. El cuerpo
humano es una carne, porque todos los actos están acotados en un cuerpo. Y, precisamente porque
los actos están acotados corporalmente, el cuerpo humano es el lugar geométrico del surgir de las
cosas.
Esto nos dice también algo sobre la persona. La persona no aparece primeramente como un
sujeto, sino como un “resonar” (personare en la etimología popular latina) de la carne. En la carne,
en el cuerpo humano, resuenan los actos. La persona es primeramente la “capa de actos” en nuestra
carne. En nuestro cuerpo, en nuestra carne, acontece algo que es radicalmente distinto de toda carne.
Por eso la dignidad de la persona es “a una” dignidad de su cuerpo, y no primeramente la dignidad
de un sujeto situado “por detrás” o “por debajo” del cuerpo. Por eso también, en el co-tocarse de los
cuerpos se da una maravillosa unidad de las personas. Al co-tocarnos, compartimos el surgir de dos
cuerpos distintos en la unidad de un mismo acto. Es la intimidad radical, que acontece en el más
sencillo apretón de manos, entre aquellos cuerpos que comparten sus actos. El co-tocar es el surgir de
dos cuerpos en la unidad de una misma capa de actos, en la unidad de las personas. Es la puerta para
la mayor de las unidades personales, es la puerta para que, en el amor, dos personas puedan llegar a
ser incluso una sola carne.
Así entendida, la praxis es el conjunto sistemático de todos nuestros actos. La praxis no es
algo “externo” por contraposición a lo “interno”, o viceversa. La praxis es el ámbito personal de
unidad radical, y de alteridad radical, entre lo que de una manera absolutamente superficial se llama
“interno” y “externo”, “sujeto” y “objeto”. La praxis incluye todos los actos humanos. Por eso, la
praxis no deja fuera la teoría, como tampoco deja fuera la producción. La praxis es lo más inmediato,
lo más radical, el ámbito primero para toda filosofía radical. Toda fenomenología de la vida,
radicalmente considerada, es una fenomenología de las vivencias, y toda vivencia es acto, porque es
un surgir de las cosas. Incluso las vivencias sensibles de las que hablaba Husserl son un surgir de
cosas. La fenomenología de la vida es una fenomenología de los actos, y por ello la fenomenología de
los actos, llevada hasta sus últimas consecuencias, es una fenomenología de la praxis.

3. Estructuras de la praxis

El término “praxis”, tal como aquí lo usamos, designa al conjunto de los actos humanos. La
praxis incluye no sólo a los actos que “intervienen” sobre el mundo, o que lo “transforman”. También
son praxis los actos absolutamente pasivos en los que, por ejemplo, recibimos una iniciativa que
parte de los otros. Se trata, indudablemente, de una enorme multiplicidad de actos, que pueden
clasificarse de acuerdo a múltiples criterios. Como Aristóteles, podríamos hablar de actos que tienen
su fin en sí mismos frente a actos que tienen su fin fuera de sí mismos. O se podrían intentar otros
modos de división atendiendo a los movimientos corporales, o al grado de iniciativa o de pasividad
que se observa en cada acto. En el libro Estructuras de la praxis se intentó una clasificación de los
actos partiendo, al estilo de Zubiri, del modelo de los actos reflejos. Toda clasificación tiene algo de
arbitrario, y toda clasificación tiene, sin embargo, su validez. No obstante, es posible tratar de
entender las estructuras de la praxis a partir de la estructura de los actos mismos.
3.1. Lo veritativo de la praxis

Se puede decir que todo acto, en cuanto acto, tiene un carácter intelectivo. Entendemos por
intelección todo “aprehender” o “recoger” (del latín legere) lo que surge en nuestros actos. Incluso en
los actos más elementales, como podrían ser las impresiones, no sólo tenemos algo que surge, sino
que tenemos una diferencia entre lo que surge y el surgir mismo. La impresión visual como acto es
diferente del color que surge en esa impresión. Ahora bien, aquellas cosas que surgen están en cierto
modo “recogidas” en los actos mismos. Al surgir un color, este color queda en cierto modo
“actualizado” en los mismos actos. Hay algo así como un aprehender originario, en virtud del cual la
cosa está presente, como algo radicalmente distinto del acto, en el acto mismo en que surge. Con
razón Zubiri ha reclamado este tipo de intelección como una intelección más básica y originaria que
toda captación de sentido, aunque no sea necesariamente algo cronológicamente anterior a la misma.
Hay, por supuesto, formas más complejas del inteligir. Así, por ejemplo, el color blanco de las
cortinas que hay frente a mi mesa no solamente surge como una nota de color. Surge con el sentido
de ser blanco, y con el sentido de ser una cortina. Como bien ha puesto de relieve la fenomenología,
nuestra vida se mueve captando el sentido de las cosas que nos rodean. Al mismo tiempo también
hay que señalar que el sentido no es solamente el término de ciertos actos intencionales, sino
también una función constructa de las cosas con la propia vida, como diría Zubiri. O, por decirlo con
las palabras de Wittgenstein, el significado tiene lugar en el marco de un “juego lingüístico”. Dicho
en términos praxeológicos: el sentido no acontece solamente en un acto de captar sentido, sino que
acontece en el conjunto de nuestra praxis. No se trata, obviamente, de afirmar, en sentido
pragmatista, que el sentido “dependa” de nuestra praxis, o esté determinado por ella. Este tipo de
consideraciones pertenece al ámbito de las explciaciones. Pero antes de toda explicación podemos
constatar, por ejemplo, que el hecho de inteligir una taza de café sobre mi mesa es parte de una
praxis más compleja, como puede ser la actuación de “tomar café”.
Hay, por supuesto, otros actos intelectivos tal vez más complejos. Se trata de aquellos actos
en virtud de los cuales no sólo captamos el sentido de lo que nos rodea, sino que nos preguntamos
por la estructura más profunda de las cosas que han surgido en nuestros actos. Ante una taza nos
podemos preguntar, por ejemplo, de qué está hecho el café que contiene, qué composición química
tiene, cómo se ha producido, de dónde se ha importado, cuáles son las condiciones laborales de los
que han cortado sur granos, etc. Este tipo de indagaciones nos llevan más allá de lo que ha surgido
en nuestro actos, para sumergirnos en la cosa misma, buscando las razones o los elementos
fundamentales que determinan el que la cosa surja con las propiedades con las que efectivamente
surge. Se trata de una indagación que está incoada por el surgir mismo. Precisamente porque las
cosas surgen rigiendo en alteridad radical, todo surgir (sub-regere) nos abre la posibilidad de
“sumergirnos” en el sub- del regir, profundizando en lo que la cosa sea con independencia del surgir.
Esto, de nuevo, no es algo independiente del conjunto de la praxis humana. Al preguntarnos por lo
que las cosas pudieran ser con independencia de su surgir, se abren también posibilidades para
nuestro propio trato con esas cosas, para nuestra praxis. Nuestra indagación sobre el café puede
inclinarnos, por ejemplo, a cambiar la marca de café que compramos. No se trata de una explicación
pragmatista, sino de una conexión estructural.
Con todo, el aspecto veritativo de la praxis no se circunscribe a sus dimensiones intelectivas.
En realidad, toda intelección es un “aprehender”, un “recoger” (legere), y supone en realidad una
dualización entre lo recogido y el recoger. Por eso, incluso la aprehensión es un λόγος, es decir, un
“recoger”. El hecho de que la cosa esté actualizada en un acto aprehensivo implica la dualidad entre
la cosa y el acto. Sin embargo, la verdad tiene unas dimensiones más originarias y radicales. Se trata,
ante todo, de que los actos, en su inmediatez, tienen un carácter inconcuso. Puedo dudar de lo que
veo, de lo que siento, de lo que oigo, pero no puedo dudar de los actos de ver, de sentir, de oír. Es la
verdad primera y radical: la verdad de los actos. En su inmediatez inconcusa, en su facticidad
primordial, los actos son siempre verdaderos. Además, los actos, antes de todo “recoger” lo que ha
surgido, son primeramente un “surgir”, un aparecer. Toda intelección presupone un surgir primigeio
de lo que se intelige. Por eso mismo, la verdad como ἀλήθεια es anterior a toda intelección. Los actos
tienen por tanto la verdad primaria de su inmediatez, que consiste precisamente en un surgir que
hace posible toda intelección en el sentido, siempre ulterior, de un aprehender, de un captar, de un
recoger, de un inteligir.

3.2. Lo emotivo de la praxis

Los actos consisten en el surgir de las cosas. Esto implica que en los actos acontece un
desgarramiento entre el acto mismo de surgir y aquella cosa que surge. Este desgarramiento es una
“emoción” (ex-movere) en el sentido de una separación (ex) a partir de la originaria unidad entre los
actos y las cosas. El acto se desgarra en su acontecer mismo como acto. Los actos, en este sentido,
tienen un carácter “emotivo”. El surgir de las cosas, siendo algo invisible, no tiene sin embargo la
transparencia de un cristal. Lo que acontece es un acto vivo. El surgir de las cosas tiene un carácter
“patético”. Todo acto está caracterizado por un πάθος, por una tonalidad afectiva, que concierne a
todo lo que surge. Por eso hablamos de un día triste, de una mañana alegre, o de una luz cargada de
melancolía. Todo el surgir de las cosas está caracterizado por un determinado “temple de ánimo” que
las cualifica emotivamente. Por supuesto, esto no obsta, sino que más bien exige y determina que en
la praxis humana haya ciertos tipos de actos más especialmente caracterizados por la captación
afectiva o sentimental.
Aquí es donde habría que situar, como ya vimos, el análisis de la belleza. A veces se piensa
que la belleza es algo así como el término de los actos emotivos. Sin embargo, lo emotivo caracteriza
a todo acto en cuanto tal. No sólo eso. La belleza no comienza siendo un término de cierto tipo de
actos, o una característica de lo que surge en los actos. La belleza es, ante todo, un transcendental de
los actos mismos, y no solamente de su término. Si lo bello (καλός) alude en su etimología a lo sano,
a lo vivo, podemos decir que los actos están caracterizados por una hermosura primigenia. El vivir en
cuanto tal es bello. Esta hermosura de los actos como un surgir atañe también a lo que surge en ellos.
Lo pulchrum proviene de una raíz indoeuropea (*prek-) que alude a la riqueza multicolor de lo que
aparece (bunt en alemán). Precisamente porque los actos no son cosas, sino un surgir de las cosas, es
posible distinguir entre la belleza originaria de todo acto y la ulterior belleza de lo que en ellos surge.
Ahora bien, el término castellano “bello” (del latín bellus) proviene en último término de otra raíz
indoeuropea (*dou-) que alude a otra dimensión de los actos mismos: su bondad. Veámoslo
brevemente.

3.3. Lo volitivo de la praxis

Por otra parte, el surgir de las cosas alude a su regir (sub-regere). Al surgir, las cosas “rigen”
por su alteridad radical respecto al acto mismo de surgir. Esto significa que al regir, las cosas se
“imponen”. En virtud de esta imposición, las cosas son atractivas o repulsivas. Por eso, nuestro trato
con las cosas nunca es indiferente. Todo acto está condicionado por el regir de las cosas que surgen
en él. Las cosas, en este sentido, surgen dotadas de poder. Y de este poder deriva el mismo término
“bueno”. El término latino bonus procede de duenos (en latín arcaico) y, en último término del
indoeuropeo *dou-, poderoso. Este poder no es algo externo a los actos, sino una característica del
surgir mismo que caracteriza todo acto. Al surgir, las cosas se imponen. Por eso mismo, los actos
tienen siempre una dimensión volitiva. Incluso el más elaborado acto de cálculo matemático va
acompañado de un querer de quien calcula. No se trata de que “primero” tratemos asépticamente con
algo y que “después” ese algo se nos imponga. Más bien lo que sucede es que todo acto, sea de la
índole que sea, tiene en sí mismo una dimensión volitiva. Lo volitivo es un carácter de los actos
mismos en cuanto tales. Por supuesto, esta característica de todo acto en cuanto un surgir de las
cosas no obsta, sino que exige de nuevo la aparición de actos más específicamente caracterizados por
el deseo, la decisión, la elección, etc.
Esto no significa que la bondad sea solamente el término de cierto tipo de actos, como son los
actos de deseo. Lo bueno no es solamente, como pensaba Aristóteles, lo que todos los seres humanos
desean. Hay una bondad más originaria, propia de todo acto. Al hablar de bondad no nos referimos
ahora al “poder” (*dou-, bonus) de lo que surge, sino a algo más radical, que se conserva en otros
términos de origen indoeuropeo, tales como el inglés good, el alemán gut, y tal vez incluso en el
griego άγαθός. Es posible que estos términos deriven del indoeuropeo *ghed-, que tendría el sentido
de “juntar, unir, vincular, hacer una alianza”. Se trata justamente de una característica de todo acto
en cuanto tal. En los actos no sólo acontece un desgarramiento originario. En ellos hay una unidad
originaria entre el surgir mismo y lo que surge. Los actos son inseparables de las cosas. Incluso se
podría decir que en ciertos actos, como el tocarse entre dos personas, acontece el surgir de dos
cuerpos en la unidad de un solo acto. La bondad originaria es una unidad en la diversidad. Y los
actos son, en cuanto actos, un bien en sí mismo. Un bien que no es cosa, sino que está más allá de
toda cosa, más allá de toda sustantividad, más allá de la οὐσία, como pudo entrever Platón.

3.4. La unidad de la praxis

La unidad de la praxis podría tratar de pensarse a partir del acto reflejo. No cabe duda de que
ciertas impresiones (por ejemplo un color) pueden determinar cierto tipo de actos, más asociados a lo
emotivo, y otros tipos de actos, más asociados a lo volitivo. Esta concepción de la unidad de la praxis
tiene la ventaja de no pasar por alto el carácter corpóreo de la misma. Como hemos dicho, la praxis
no consiste simplemente en una mezcla de “movimientos corporales” y elementos intelectivos, tal
como nos dicen autores como Habermas, y muchos otros.3 Todo acto, en cuanto acto, es corpóreo.
Todo acto acontece en la carne, sea cual sea el grado medible de “movimiento” que se le quiera
atribuir. La unidad de la praxis es ciertamente una unidad corpórea, en cuanto que la praxis está
integrada por los actos que acontecen en un mismo cuerpo. La unidad corporal de la praxis es unidad
personal. Todos los actos acontecen en el aquí acotado de un cuerpo.
No obstante, hay también una unidad íntima y radical entre los mismos actos que estructuran
la praxis. Es la unidad entre todos los aspectos intelectivos, emotivos y volitivos de la praxis. Y esta
unidad está dada, más allá de las diversas combinaciones de actos que puedan acontecer en cada
momento, por el hecho de que, como hemos visto, todo acto tiene siempre un carácter veritativo,
emotivo, y volitivo. En virtud de este hecho, no hay ningún acto puramente volitivo, emotivo o
intelectivo. En todo acto primordialmente intelectivo acontece la apertura a los actos emotivos y
volitivos, y en todo acto primordialmente emotivo hay una apertura a los actos intelectivos y
volitivos, y en todo acto volitivo hay una apertura a los actos intelectivos y emotivos. El
desgarramiento emotivo, la intelección de lo que surge, la volición de lo que se nos impone... son
características que conciernen a todo acto, y que los vinculan con todos los demás.
Más radicalmente, podríamos decir que la unidad de la praxis está dada por la unidad de sus
transcendentales más elementales. Todo acto en cuanto acto es ἀληθής en el sentido de que todo
acto tiene un carácter inmediato e inconcuso. El surgir de las cosas es lo más inmediato a nosotros
3 La definición de la acción como un movimiento corporal con un elemento de sentido o de significado corre
incuestionada por los textos de filosofía contemporánea. Incluso en una “teoría de la acción comunicativa” como la
de Habermas se asume sin más este concepto de acción, cf. J. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, vol.
1, Frankfurt a. M., 1987 (4ª ed.), pp. 142-148.
mismos, y la raíz de toda intelección, por elemental que sea. Todo acto en cuanto es καλός en el
sentido de que todo acto, en su radical emoción, es un acto vivo. La inmediatez de los actos es la
inmediatez de la vida, su patetismo primordial. Y todo acto en cuanto acto es ἀγαθός, porque en
todo acto acontece siempre, a pesar del desgarramiento patético entre el surgir y lo que surge, la
unidad inquebrantable de los actos y las cosas, la unidad entre el surgir y todo lo que surge.
Precisamente porque todo acto tiene estos momentos veritativos, emotivos y volitivos, hay entre
todos los actos, en sus más diversas configuraciones prácticas, una radical unidad. Esta unidad
originaria de la praxis queda recogida, a veces, en el mismo lenguaje. Así, por ejemplo, el término
latino para “bello” (bellus) proviene posiblemente de *duenelos, el cual a su vez proviene del latín
arcaico duenos, y por tanto de la raíz misma de lo bueno (bonus). También en castellano “bonito” es
un diminutivo de “bueno”. La belleza originaria está radicalmente unida a la bondad. Y ambas está
unidad a la verdad misma de los actos, pues esta verdad no es otra que la verdad primera del surgir.

3.5. La socialidad de la praxis

La unidad de la praxis no es solamente una unidad individual. Ciertamente, la praxis delimita


corporalmente los contornos de un individuo. Pero la praxis no es solamente individual. En la
filosofía contemporánea es usual ligar el concepto de praxis con la subjetividad, debido a el uso del
término “praxis” en la filosofía moderna, y en el marxismo. A veces, se piensa que la única
alternativa a la subjetividad hay que buscarla en algún tipo de “intersubjetividad lingüísticamente
mediada”. Pero estas soluciones son equivocadas, y llegan tarde. Son equivocadas, porque la praxis
no tiene por qué entenderse primariamente en términos subjetivos, y porque todo discurso sobre la
intersubjetividad se mantiene en el mismo paradigma que quiera abandonar. Y tales soluciones
llegan tarde, porque los vínculos sociales tienen una raíces mucho más hondas que el uso del
lenguaje. A pesar de que muchas veces se habla de los “actos lingüísticos”, pocas veces se repara en
los actos, y se presta toda la atención al λόγος que en ellos habla. Pero los actos lingüísticos son
actos, y el lenguaje es primeramente un momento integrante de nuestra praxis. Una praxis que es
social, ya por lo que tiene de acto, y no sólo por lo que tiene, adjetivalmente, de praxis lingüística.
El tema nos llevaría muy lejos. Baste con señalar aquí lo siguiente. Ya hemos visto, en primer
lugar, que los actos pueden ser comunes entre distintas personas. En un solo acto de tocarse surgen
dos cuerpos. Es lo que suelen olvidar las sociologías del saludo, centradas solamente en los aspectos
intencionales del mismo. Saludarse es compartir un acto, en la bifurcación de dos cuerpos. Un solo
surgir, en el que son dos cuerpos, dos personas, las que surgen. Esto no niega los elementos
intencionales, sino que abre la puerta para considerarlos. En el mirarse, por ejemplo, a pesar de la
distancia física entre los cuerpos, se comparte la unidad de una actuación recíproca. Caben, sin
embargo, otras formas menos personales del vínculo social. De hecho, los actos tienen una
constitutiva apertura, precisamente porque consisten en un desgarramiento entre las cosas que
surgen y el mismo surgir. La alteridad de las cosas respecto a los actos posibilita que las demás
personas intervengan en mis propios actos. Basta con el proporcionar o impedir el acceso a las cosas
para alterar radicalmente el surgir de las cosas en que mis actos consisten. De esta forma, los actos
de las distintas personas quedan vinculados entre sí en una praxis que tiene un carácter
ineludiblemente social.
Es importante caer en la cuenta que la unidad de lo social es constitutivamente plural. La
sociología teórica, incluyendo las variables lingüísticas de la misma, tienden a prestar atención
únicamente a aquellas interacciones sociales que incluyen algún tipo de comprensión recíproca entre
los participantes. Así, por ejemplo, no se considerarían sociales aquellas actuciones que no pueden
ser comprendidas por los demás. Para ello, se suele requerir que los actores sociales compartan un
mismo lenguaje, una misma cultura, etc. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. La praxis
humana se estructura en actuaciones que pueden formar sistema con otras actuaciones, con las
cuales sin embargo no necesariamente comparten una misma cultura o un mismo lenguaje. Para que
exista un vínculo social entre las actuaciones sociales basta con que unas se estructuren en función
de otras. Así, por ejemplo, las actuaciones económicas pueden incluir a personas (trabajadores en
distintos extremos del planeta) que no necesariamente comparten un mismo sistema de valores, un
mismo lenguaje, o una misma cultura. Y, sin embargo, su praxis cotidiana puede estar altamente
estructurada en un mismo sistema económico. Las actuaciones, por más que internamente tengan un
sentido, no tienen necesariamente que tener el mismo sentido que las actuaciones ajenas para formar
con ellas un sistema social. Se trata de consideraciones esenciales para pensar la existencia de
vínculos sociales globales.
Digamos también que la praxis humana tiene un carácter histórico. En la praxis no sólo hay
actuaciones con sentido. En cierto modo, toda actuación es también la apropiación de una
posibilidad. La historia consiste en un dinamismo de apropiación de posibilidades. Las posibilidades
apropiadas determinan a su vez nuevas posibilidades. De este modo, la historia no puede ser
convertida en una mera arbitrariedad: las posibilidades están acotadas en cada momento, de modo
que es posible entender cuáles son las razones que están detrás de una determinada opción histórica.
La historia no es sin más el reino de la libertad. Por otra parte, sin embargo, la historia no está
mecánicamente determinada. La praxis humana es tal que, en toda situación concreta, siempre
dispone de diversas posibilidades. Como diría Sartre, es un acto de “mala fe” la pretensión de eludir
la propia responsabilidad, presentando nuestras opciones como “ineludibles”. En la historia hay
siempre un lugar para la novedad, y todas nuestras opciones son responsables dentro del cuadro
concreto de posibilidades con el que nos hemos encontrado.

3.6. Los resultados de la praxis

La praxis no sólo tiene lugar entre las cosas, y no sólo puede estar motivada en ocasiones por
las cosas. La praxis también introduce novedades en el mundo. Siendo la praxis un surgir de las
cosas, la obtención de resultados atañe directamente a la praxis. El resultado es lo que “sale”, brota, o
surge (del latín resilire, y éste del indoeuropeo *sel-). Estos resultados de la praxis pueden ser de
distinto tipo. A veces se habla, en el contexto del neo-aristotelismo, de una “capacitación” o un
“empoderamiento”.4 Esto sin duda es una parte de la verdad. Pero para entender correctamente las
capacitaciones hay que observar, primero, que ellas no tocan plenamente la esencia de lo histórico.
La historia es una praxis, antes de ser la capacitación que resulta de esa praxis. La praxis ya es
histórica, resulte o no en una efectiva capacitación. Y es que, en segundo lugar, los resultados de la
praxis pueden ser tanto una capacitación como una “des-capacitación” de los actores sociales e
históricos. Las personas no sólo ganan en los procesos sociales, sino que también pierden. Esto puede
decirse no sólo de los individuos, sino también de conjuntos humanos más amplios. La
transformación individual, social e histórica, tanto en un sentido positivo como en un sentido
negativo, es indudablemente un resultado de la praxis humana.
La praxis puede ser también productiva de cosas. En ocasiones se ha pensado la praxis bajo
un modelo estrictamente productivo, determinado por la concepción medieval y moderna de la
praxis. Por eso a veces se espera que en un tratado de la praxis se hable primeramente del trabajo.
Frente a esta concepción moderna, Aristóteles solamente consideraba como praxis a aquellas
actuaciones que tienen su fin en sí mismas. Pero aquí hemos optado por una concepción más amplia
de la praxis, que envuelva todo tipo de acciones, tanto las que tienen su fin en sí mismas, como las
que lo tienen fuera de sí mismas. En cualquier caso, es claro que la praxis, especialmente ciertas
praxis humanas, tienen un carácter productivo. La aparición de nuevas cosas es un resultado de ellas.
No podemos entrar aquí en un tratamiento del problema de la técnica, que nos llevaría de nuevo
muy lejos. La técnica, obviamente, no es sólo producción. Pero sí podemos decir que un aspecto
4 Cf. A. Sen, The idea of Justice, Cambridge, Ma., 2009, pp. 231-247.
decisivo de la técnica, tanto antigua como moderna, es la producción de cosas.
Ahora bien, este aspecto productivo no consiste en algo meramente mecánico o “cosista”,
como si las cosas se redujeran a la pura materialidad. Ya hemos mostrado que las cosas designan
primeramente a todo aquello que surge en nuestra praxis. Éste es precisamente el sentido originario
de términos como πρᾶγμα, “cosa”, res, Ding, etc. La producción en griego es ποίησις, de donde
deriva el término “poesía”. La τέχνη griega no sólo se puede traducir por “técnica”, sino también por
“arte”. Los resultados de la praxis no se refieren solamente a las cosas sensibles. En la praxis surgen
resultados intelectuales o “espirituales” que no se reducen a sus dimensiones materiales. Así, por
ejemplo, un teorema es algo que surge en la praxis del matemático. En la praxis se produce poesía,
obras de arte, creaciones científicas, etc. Todos estos son resultados de la praxis.
También son resultados de la praxis sus efectos sociales. Ciertas actividades pueden tener por
fin, no la producción de un resultado, sino, por ejemplo, la obtención de una nueva posición social.
Esto se puede decir tanto de los ritos de iniciación en el pasado como de tantas actividades
contemporáneas dirigidas a que la persona obtenga una determinada posición social. Con ello no nos
referimos solamente a las luchas de poder en el ámbito profesional y laboral. También un rito
religioso o jurídico, como puede ser el rito matrimonial, confiere a los novios una posición social
radicalmente nueva. En todos estos casos, el resultado de la praxis es un resultado social. Esto puede
decirse también de actividades en principio más “gratuitas”, como puede ser por ejemplo una fiesta.
En ellas también se obtienen ciertos resultados sociales, como puede ser la renovación del grupo y el
aumento de la cohesión entre sus miembros, como tantas veces ha puesto de relieve la sociología o la
antropología.
Todo ello no significa que la praxis se deba considerar exclusivamente desde el punto de vista
de los resultados. Sigue teniendo su lugar la idea aristotélica de que ciertas actividades pueden tener,
al menos en cierta medida, su fin en sí mismas. Uno puede hacer teoría por el gusto de hacerla, o
tocar la música por la música misma. Se puede hablar, sin duda, de que este tipo de actividades
tienen resultados. Si la praxis es un surgir de las cosas, toda actividad tiene resultados. Al tocar un
instrumento, surge la melodía. Al reflexionar, surgen nuevas ideas. Incluso estas acciones sin
aparente finalidad externa a ellas mismas, pueden después llegar a producir enormes resultados no
pretendidos. Es, por ejemplo, lo que sucedió con la sorprendente utilización, en la física
contemporánea, de las geometrías no euclídeas. Sin embargo, desde el punto de vista de la finalidad
pretendida, es posible decir que, en ciertas ocasiones, la finalidad pretendida es el ejercicio mismo de
la acción. No olvidemos que en los actos mismos hay verdad, belleza y bondad. Por eso no siempre
hay que buscar la finalidad de la praxis en sus resultados. La finalidad puede estar en el surgir, y no
en lo que surge. Sería algo así como una “finalidad sin fin”.

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