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Las reflexiones de Wittgenstein y de Girard nos han mostrado una conexión estrecha entre lo
religioso y el conjunto de la praxis humana. Para Wittgenstein, todo significado religioso se inserta
en un “juego lingüístico”, el cual es parte de una forma de vida. Para Girard, lo religioso tiene sus
raíces en el proceso de la formación de mecanismo miméticos que culminan en la ejecución de un
“chivo expiatorio”, y en la repetición periódica del sacrificio originario. De alguna manera, también
Levinas remite al conjunto de la acción humana cuando conecta la experiencia de lo santo con la
experiencia ética.
Frente a estos planteamientos, la fenomenología más tradicional suele tender a entender las
acciones religiosas como “expresiones” de las vivencias. El sujeto religioso primero tendría ciertas
vivencias de lo sagrado, o del misterio que está por detrás de lo sagrado,, y solamente en un
momento ulterior expresaría estas vivencias en ciertos actos de culto, en ciertos ritos y sacrificios. En
esta concepción, muy centrada en la vivencia subjetiva, la praxis religiosa siempre sería algo
derivado de un núcleo originario, que tendría lugar en el ámbito de las vivencias. Desde este punto
de vista, se podría incluso buscar el sentido más originario para un determinado rito, y distinguirla
de otros sentidos más espúreos. Desde este punto de vista, a veces se reclama que los ritos dejen
transparentar su sentido originario. Esto no siempre sucede en los procesos de socialización
religiosa.1 Así, por ejemplo, en el catolicismo, los niños que participan en la primera comunión puede
darle a ese rito unos sentidos muy distintos de los que le daría el teólogo. El teólogo podría pensar en
ese rito como la primera ocasión en que el niño recibe la hostia que contiene, por transustanciación,
el cuerpo de Cristo. Si es un teólogo católico liberal, en lugar de transustanciación pensará en el rito
como una “transignificación” en la que se recuerda la última cena de Jesús, e interpretará la primera
comunión de ese modo. Ahí tendríamos el posible sentido originario y auténtico del rito. Sin
embargo, el grupo de niños que en una determinada parroquia católica participa en el rito puede
estar pensado no sólo en “recibir a Jesús en la hostia”, sino también en los regalos, o en las cosas que
no se pueden hacer a la hora de practicar correctamente el rito (el ayuno previo a la eucaristía, la
prohibición de morder el pan, etc.).
Este planteamiento no deja de presentar algunos problemas. Por una parte, está la dificultad
de determinar cuál es el sentido auténtico de un determinado rito. En último término, parece que
solamente los representantes autorizados de cada religión podrían determinar ese sentido auténtico,
por más que millones de personas participen en un rito con vivencias radicalmente distintas de las
2. La noción de acto
3. Estructuras de la praxis
El término “praxis”, tal como aquí lo usamos, designa al conjunto de los actos humanos. La
praxis incluye no sólo a los actos que “intervienen” sobre el mundo, o que lo “transforman”. También
son praxis los actos absolutamente pasivos en los que, por ejemplo, recibimos una iniciativa que
parte de los otros. Se trata, indudablemente, de una enorme multiplicidad de actos, que pueden
clasificarse de acuerdo a múltiples criterios. Como Aristóteles, podríamos hablar de actos que tienen
su fin en sí mismos frente a actos que tienen su fin fuera de sí mismos. O se podrían intentar otros
modos de división atendiendo a los movimientos corporales, o al grado de iniciativa o de pasividad
que se observa en cada acto. En el libro Estructuras de la praxis se intentó una clasificación de los
actos partiendo, al estilo de Zubiri, del modelo de los actos reflejos. Toda clasificación tiene algo de
arbitrario, y toda clasificación tiene, sin embargo, su validez. No obstante, es posible tratar de
entender las estructuras de la praxis a partir de la estructura de los actos mismos.
3.1. Lo veritativo de la praxis
Se puede decir que todo acto, en cuanto acto, tiene un carácter intelectivo. Entendemos por
intelección todo “aprehender” o “recoger” (del latín legere) lo que surge en nuestros actos. Incluso en
los actos más elementales, como podrían ser las impresiones, no sólo tenemos algo que surge, sino
que tenemos una diferencia entre lo que surge y el surgir mismo. La impresión visual como acto es
diferente del color que surge en esa impresión. Ahora bien, aquellas cosas que surgen están en cierto
modo “recogidas” en los actos mismos. Al surgir un color, este color queda en cierto modo
“actualizado” en los mismos actos. Hay algo así como un aprehender originario, en virtud del cual la
cosa está presente, como algo radicalmente distinto del acto, en el acto mismo en que surge. Con
razón Zubiri ha reclamado este tipo de intelección como una intelección más básica y originaria que
toda captación de sentido, aunque no sea necesariamente algo cronológicamente anterior a la misma.
Hay, por supuesto, formas más complejas del inteligir. Así, por ejemplo, el color blanco de las
cortinas que hay frente a mi mesa no solamente surge como una nota de color. Surge con el sentido
de ser blanco, y con el sentido de ser una cortina. Como bien ha puesto de relieve la fenomenología,
nuestra vida se mueve captando el sentido de las cosas que nos rodean. Al mismo tiempo también
hay que señalar que el sentido no es solamente el término de ciertos actos intencionales, sino
también una función constructa de las cosas con la propia vida, como diría Zubiri. O, por decirlo con
las palabras de Wittgenstein, el significado tiene lugar en el marco de un “juego lingüístico”. Dicho
en términos praxeológicos: el sentido no acontece solamente en un acto de captar sentido, sino que
acontece en el conjunto de nuestra praxis. No se trata, obviamente, de afirmar, en sentido
pragmatista, que el sentido “dependa” de nuestra praxis, o esté determinado por ella. Este tipo de
consideraciones pertenece al ámbito de las explciaciones. Pero antes de toda explicación podemos
constatar, por ejemplo, que el hecho de inteligir una taza de café sobre mi mesa es parte de una
praxis más compleja, como puede ser la actuación de “tomar café”.
Hay, por supuesto, otros actos intelectivos tal vez más complejos. Se trata de aquellos actos
en virtud de los cuales no sólo captamos el sentido de lo que nos rodea, sino que nos preguntamos
por la estructura más profunda de las cosas que han surgido en nuestros actos. Ante una taza nos
podemos preguntar, por ejemplo, de qué está hecho el café que contiene, qué composición química
tiene, cómo se ha producido, de dónde se ha importado, cuáles son las condiciones laborales de los
que han cortado sur granos, etc. Este tipo de indagaciones nos llevan más allá de lo que ha surgido
en nuestro actos, para sumergirnos en la cosa misma, buscando las razones o los elementos
fundamentales que determinan el que la cosa surja con las propiedades con las que efectivamente
surge. Se trata de una indagación que está incoada por el surgir mismo. Precisamente porque las
cosas surgen rigiendo en alteridad radical, todo surgir (sub-regere) nos abre la posibilidad de
“sumergirnos” en el sub- del regir, profundizando en lo que la cosa sea con independencia del surgir.
Esto, de nuevo, no es algo independiente del conjunto de la praxis humana. Al preguntarnos por lo
que las cosas pudieran ser con independencia de su surgir, se abren también posibilidades para
nuestro propio trato con esas cosas, para nuestra praxis. Nuestra indagación sobre el café puede
inclinarnos, por ejemplo, a cambiar la marca de café que compramos. No se trata de una explicación
pragmatista, sino de una conexión estructural.
Con todo, el aspecto veritativo de la praxis no se circunscribe a sus dimensiones intelectivas.
En realidad, toda intelección es un “aprehender”, un “recoger” (legere), y supone en realidad una
dualización entre lo recogido y el recoger. Por eso, incluso la aprehensión es un λόγος, es decir, un
“recoger”. El hecho de que la cosa esté actualizada en un acto aprehensivo implica la dualidad entre
la cosa y el acto. Sin embargo, la verdad tiene unas dimensiones más originarias y radicales. Se trata,
ante todo, de que los actos, en su inmediatez, tienen un carácter inconcuso. Puedo dudar de lo que
veo, de lo que siento, de lo que oigo, pero no puedo dudar de los actos de ver, de sentir, de oír. Es la
verdad primera y radical: la verdad de los actos. En su inmediatez inconcusa, en su facticidad
primordial, los actos son siempre verdaderos. Además, los actos, antes de todo “recoger” lo que ha
surgido, son primeramente un “surgir”, un aparecer. Toda intelección presupone un surgir primigeio
de lo que se intelige. Por eso mismo, la verdad como ἀλήθεια es anterior a toda intelección. Los actos
tienen por tanto la verdad primaria de su inmediatez, que consiste precisamente en un surgir que
hace posible toda intelección en el sentido, siempre ulterior, de un aprehender, de un captar, de un
recoger, de un inteligir.
Los actos consisten en el surgir de las cosas. Esto implica que en los actos acontece un
desgarramiento entre el acto mismo de surgir y aquella cosa que surge. Este desgarramiento es una
“emoción” (ex-movere) en el sentido de una separación (ex) a partir de la originaria unidad entre los
actos y las cosas. El acto se desgarra en su acontecer mismo como acto. Los actos, en este sentido,
tienen un carácter “emotivo”. El surgir de las cosas, siendo algo invisible, no tiene sin embargo la
transparencia de un cristal. Lo que acontece es un acto vivo. El surgir de las cosas tiene un carácter
“patético”. Todo acto está caracterizado por un πάθος, por una tonalidad afectiva, que concierne a
todo lo que surge. Por eso hablamos de un día triste, de una mañana alegre, o de una luz cargada de
melancolía. Todo el surgir de las cosas está caracterizado por un determinado “temple de ánimo” que
las cualifica emotivamente. Por supuesto, esto no obsta, sino que más bien exige y determina que en
la praxis humana haya ciertos tipos de actos más especialmente caracterizados por la captación
afectiva o sentimental.
Aquí es donde habría que situar, como ya vimos, el análisis de la belleza. A veces se piensa
que la belleza es algo así como el término de los actos emotivos. Sin embargo, lo emotivo caracteriza
a todo acto en cuanto tal. No sólo eso. La belleza no comienza siendo un término de cierto tipo de
actos, o una característica de lo que surge en los actos. La belleza es, ante todo, un transcendental de
los actos mismos, y no solamente de su término. Si lo bello (καλός) alude en su etimología a lo sano,
a lo vivo, podemos decir que los actos están caracterizados por una hermosura primigenia. El vivir en
cuanto tal es bello. Esta hermosura de los actos como un surgir atañe también a lo que surge en ellos.
Lo pulchrum proviene de una raíz indoeuropea (*prek-) que alude a la riqueza multicolor de lo que
aparece (bunt en alemán). Precisamente porque los actos no son cosas, sino un surgir de las cosas, es
posible distinguir entre la belleza originaria de todo acto y la ulterior belleza de lo que en ellos surge.
Ahora bien, el término castellano “bello” (del latín bellus) proviene en último término de otra raíz
indoeuropea (*dou-) que alude a otra dimensión de los actos mismos: su bondad. Veámoslo
brevemente.
Por otra parte, el surgir de las cosas alude a su regir (sub-regere). Al surgir, las cosas “rigen”
por su alteridad radical respecto al acto mismo de surgir. Esto significa que al regir, las cosas se
“imponen”. En virtud de esta imposición, las cosas son atractivas o repulsivas. Por eso, nuestro trato
con las cosas nunca es indiferente. Todo acto está condicionado por el regir de las cosas que surgen
en él. Las cosas, en este sentido, surgen dotadas de poder. Y de este poder deriva el mismo término
“bueno”. El término latino bonus procede de duenos (en latín arcaico) y, en último término del
indoeuropeo *dou-, poderoso. Este poder no es algo externo a los actos, sino una característica del
surgir mismo que caracteriza todo acto. Al surgir, las cosas se imponen. Por eso mismo, los actos
tienen siempre una dimensión volitiva. Incluso el más elaborado acto de cálculo matemático va
acompañado de un querer de quien calcula. No se trata de que “primero” tratemos asépticamente con
algo y que “después” ese algo se nos imponga. Más bien lo que sucede es que todo acto, sea de la
índole que sea, tiene en sí mismo una dimensión volitiva. Lo volitivo es un carácter de los actos
mismos en cuanto tales. Por supuesto, esta característica de todo acto en cuanto un surgir de las
cosas no obsta, sino que exige de nuevo la aparición de actos más específicamente caracterizados por
el deseo, la decisión, la elección, etc.
Esto no significa que la bondad sea solamente el término de cierto tipo de actos, como son los
actos de deseo. Lo bueno no es solamente, como pensaba Aristóteles, lo que todos los seres humanos
desean. Hay una bondad más originaria, propia de todo acto. Al hablar de bondad no nos referimos
ahora al “poder” (*dou-, bonus) de lo que surge, sino a algo más radical, que se conserva en otros
términos de origen indoeuropeo, tales como el inglés good, el alemán gut, y tal vez incluso en el
griego άγαθός. Es posible que estos términos deriven del indoeuropeo *ghed-, que tendría el sentido
de “juntar, unir, vincular, hacer una alianza”. Se trata justamente de una característica de todo acto
en cuanto tal. En los actos no sólo acontece un desgarramiento originario. En ellos hay una unidad
originaria entre el surgir mismo y lo que surge. Los actos son inseparables de las cosas. Incluso se
podría decir que en ciertos actos, como el tocarse entre dos personas, acontece el surgir de dos
cuerpos en la unidad de un solo acto. La bondad originaria es una unidad en la diversidad. Y los
actos son, en cuanto actos, un bien en sí mismo. Un bien que no es cosa, sino que está más allá de
toda cosa, más allá de toda sustantividad, más allá de la οὐσία, como pudo entrever Platón.
La unidad de la praxis podría tratar de pensarse a partir del acto reflejo. No cabe duda de que
ciertas impresiones (por ejemplo un color) pueden determinar cierto tipo de actos, más asociados a lo
emotivo, y otros tipos de actos, más asociados a lo volitivo. Esta concepción de la unidad de la praxis
tiene la ventaja de no pasar por alto el carácter corpóreo de la misma. Como hemos dicho, la praxis
no consiste simplemente en una mezcla de “movimientos corporales” y elementos intelectivos, tal
como nos dicen autores como Habermas, y muchos otros.3 Todo acto, en cuanto acto, es corpóreo.
Todo acto acontece en la carne, sea cual sea el grado medible de “movimiento” que se le quiera
atribuir. La unidad de la praxis es ciertamente una unidad corpórea, en cuanto que la praxis está
integrada por los actos que acontecen en un mismo cuerpo. La unidad corporal de la praxis es unidad
personal. Todos los actos acontecen en el aquí acotado de un cuerpo.
No obstante, hay también una unidad íntima y radical entre los mismos actos que estructuran
la praxis. Es la unidad entre todos los aspectos intelectivos, emotivos y volitivos de la praxis. Y esta
unidad está dada, más allá de las diversas combinaciones de actos que puedan acontecer en cada
momento, por el hecho de que, como hemos visto, todo acto tiene siempre un carácter veritativo,
emotivo, y volitivo. En virtud de este hecho, no hay ningún acto puramente volitivo, emotivo o
intelectivo. En todo acto primordialmente intelectivo acontece la apertura a los actos emotivos y
volitivos, y en todo acto primordialmente emotivo hay una apertura a los actos intelectivos y
volitivos, y en todo acto volitivo hay una apertura a los actos intelectivos y emotivos. El
desgarramiento emotivo, la intelección de lo que surge, la volición de lo que se nos impone... son
características que conciernen a todo acto, y que los vinculan con todos los demás.
Más radicalmente, podríamos decir que la unidad de la praxis está dada por la unidad de sus
transcendentales más elementales. Todo acto en cuanto acto es ἀληθής en el sentido de que todo
acto tiene un carácter inmediato e inconcuso. El surgir de las cosas es lo más inmediato a nosotros
3 La definición de la acción como un movimiento corporal con un elemento de sentido o de significado corre
incuestionada por los textos de filosofía contemporánea. Incluso en una “teoría de la acción comunicativa” como la
de Habermas se asume sin más este concepto de acción, cf. J. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, vol.
1, Frankfurt a. M., 1987 (4ª ed.), pp. 142-148.
mismos, y la raíz de toda intelección, por elemental que sea. Todo acto en cuanto es καλός en el
sentido de que todo acto, en su radical emoción, es un acto vivo. La inmediatez de los actos es la
inmediatez de la vida, su patetismo primordial. Y todo acto en cuanto acto es ἀγαθός, porque en
todo acto acontece siempre, a pesar del desgarramiento patético entre el surgir y lo que surge, la
unidad inquebrantable de los actos y las cosas, la unidad entre el surgir y todo lo que surge.
Precisamente porque todo acto tiene estos momentos veritativos, emotivos y volitivos, hay entre
todos los actos, en sus más diversas configuraciones prácticas, una radical unidad. Esta unidad
originaria de la praxis queda recogida, a veces, en el mismo lenguaje. Así, por ejemplo, el término
latino para “bello” (bellus) proviene posiblemente de *duenelos, el cual a su vez proviene del latín
arcaico duenos, y por tanto de la raíz misma de lo bueno (bonus). También en castellano “bonito” es
un diminutivo de “bueno”. La belleza originaria está radicalmente unida a la bondad. Y ambas está
unidad a la verdad misma de los actos, pues esta verdad no es otra que la verdad primera del surgir.
La praxis no sólo tiene lugar entre las cosas, y no sólo puede estar motivada en ocasiones por
las cosas. La praxis también introduce novedades en el mundo. Siendo la praxis un surgir de las
cosas, la obtención de resultados atañe directamente a la praxis. El resultado es lo que “sale”, brota, o
surge (del latín resilire, y éste del indoeuropeo *sel-). Estos resultados de la praxis pueden ser de
distinto tipo. A veces se habla, en el contexto del neo-aristotelismo, de una “capacitación” o un
“empoderamiento”.4 Esto sin duda es una parte de la verdad. Pero para entender correctamente las
capacitaciones hay que observar, primero, que ellas no tocan plenamente la esencia de lo histórico.
La historia es una praxis, antes de ser la capacitación que resulta de esa praxis. La praxis ya es
histórica, resulte o no en una efectiva capacitación. Y es que, en segundo lugar, los resultados de la
praxis pueden ser tanto una capacitación como una “des-capacitación” de los actores sociales e
históricos. Las personas no sólo ganan en los procesos sociales, sino que también pierden. Esto puede
decirse no sólo de los individuos, sino también de conjuntos humanos más amplios. La
transformación individual, social e histórica, tanto en un sentido positivo como en un sentido
negativo, es indudablemente un resultado de la praxis humana.
La praxis puede ser también productiva de cosas. En ocasiones se ha pensado la praxis bajo
un modelo estrictamente productivo, determinado por la concepción medieval y moderna de la
praxis. Por eso a veces se espera que en un tratado de la praxis se hable primeramente del trabajo.
Frente a esta concepción moderna, Aristóteles solamente consideraba como praxis a aquellas
actuaciones que tienen su fin en sí mismas. Pero aquí hemos optado por una concepción más amplia
de la praxis, que envuelva todo tipo de acciones, tanto las que tienen su fin en sí mismas, como las
que lo tienen fuera de sí mismas. En cualquier caso, es claro que la praxis, especialmente ciertas
praxis humanas, tienen un carácter productivo. La aparición de nuevas cosas es un resultado de ellas.
No podemos entrar aquí en un tratamiento del problema de la técnica, que nos llevaría de nuevo
muy lejos. La técnica, obviamente, no es sólo producción. Pero sí podemos decir que un aspecto
4 Cf. A. Sen, The idea of Justice, Cambridge, Ma., 2009, pp. 231-247.
decisivo de la técnica, tanto antigua como moderna, es la producción de cosas.
Ahora bien, este aspecto productivo no consiste en algo meramente mecánico o “cosista”,
como si las cosas se redujeran a la pura materialidad. Ya hemos mostrado que las cosas designan
primeramente a todo aquello que surge en nuestra praxis. Éste es precisamente el sentido originario
de términos como πρᾶγμα, “cosa”, res, Ding, etc. La producción en griego es ποίησις, de donde
deriva el término “poesía”. La τέχνη griega no sólo se puede traducir por “técnica”, sino también por
“arte”. Los resultados de la praxis no se refieren solamente a las cosas sensibles. En la praxis surgen
resultados intelectuales o “espirituales” que no se reducen a sus dimensiones materiales. Así, por
ejemplo, un teorema es algo que surge en la praxis del matemático. En la praxis se produce poesía,
obras de arte, creaciones científicas, etc. Todos estos son resultados de la praxis.
También son resultados de la praxis sus efectos sociales. Ciertas actividades pueden tener por
fin, no la producción de un resultado, sino, por ejemplo, la obtención de una nueva posición social.
Esto se puede decir tanto de los ritos de iniciación en el pasado como de tantas actividades
contemporáneas dirigidas a que la persona obtenga una determinada posición social. Con ello no nos
referimos solamente a las luchas de poder en el ámbito profesional y laboral. También un rito
religioso o jurídico, como puede ser el rito matrimonial, confiere a los novios una posición social
radicalmente nueva. En todos estos casos, el resultado de la praxis es un resultado social. Esto puede
decirse también de actividades en principio más “gratuitas”, como puede ser por ejemplo una fiesta.
En ellas también se obtienen ciertos resultados sociales, como puede ser la renovación del grupo y el
aumento de la cohesión entre sus miembros, como tantas veces ha puesto de relieve la sociología o la
antropología.
Todo ello no significa que la praxis se deba considerar exclusivamente desde el punto de vista
de los resultados. Sigue teniendo su lugar la idea aristotélica de que ciertas actividades pueden tener,
al menos en cierta medida, su fin en sí mismas. Uno puede hacer teoría por el gusto de hacerla, o
tocar la música por la música misma. Se puede hablar, sin duda, de que este tipo de actividades
tienen resultados. Si la praxis es un surgir de las cosas, toda actividad tiene resultados. Al tocar un
instrumento, surge la melodía. Al reflexionar, surgen nuevas ideas. Incluso estas acciones sin
aparente finalidad externa a ellas mismas, pueden después llegar a producir enormes resultados no
pretendidos. Es, por ejemplo, lo que sucedió con la sorprendente utilización, en la física
contemporánea, de las geometrías no euclídeas. Sin embargo, desde el punto de vista de la finalidad
pretendida, es posible decir que, en ciertas ocasiones, la finalidad pretendida es el ejercicio mismo de
la acción. No olvidemos que en los actos mismos hay verdad, belleza y bondad. Por eso no siempre
hay que buscar la finalidad de la praxis en sus resultados. La finalidad puede estar en el surgir, y no
en lo que surge. Sería algo así como una “finalidad sin fin”.