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Macondo

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni
una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin
orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura
rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Supe que llegué, cuando caminaba por las calles de Macondo. Lugar en el que viví la mayor parte
de mi infancia, lleno de árboles gigantes, las calles polvorientas, casas y caserones de adobe con
techos de paja o zinc sombreados por almendros de otro mundo y gentes de pieles morenas bajo
soles inclementes, aquí, las lunas no siempre son piadosas, pero todos despertamos, por la algarabía
infinita de los pájaros, entre ellos, voces llenando las horas con los ecos de la Guerra de los Mil
Días y las creencias de ultratumba. Duelos de historias. Batallas de sobrevivencia cotidiana y
batallas de amores para sobrevivir.
Vine a Macondo porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo
dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de
que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a
visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto
conocerte."
Siempre vivió ella suspirando por Macondo, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en
su lugar. Y así era, todo igual, como aquel día en el que los ejércitos llegaron, obligándonos a huir y
convirtiendo a este maravilloso lugar en un recuerdo que ahora solo se pinta como un pueblo que
lleva cien años de soledad. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se
saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
—Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Ismael. Junto con él, vamos el doctor Justo Pastor Proceso, Ángel y yo. Somos
cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me
digo: «Somos cuatro.» Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito
se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros. Empezamos esta
travesía en San José, en la casa del Brasilero y Geraldina, Ismael se nos unió tan pronto escuchó que
vendríamos a Macondo, al igual que yo, él también estaba en busca de alguien, de Otilia, su mujer,
la pobre desapareció un día, después de salir a buscarlo en uno de los tantos disturbios de armas que
son protagonistas aquí, no sé si es locura o falta de aceptación, pero lleva años desaparecida, tal vez
los ejércitos se la llevaron, la mataron o se perdió, pero Ismael en medio de su locura sigue en busca
de esta. Igual no lo culpo, todos hemos quedado con cierta locura de esta guerra.
Sentí el retrato de mi padre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si él
también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de él.
Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas. Desde
entonces lo guardé. Era el único. Mi madre decía que siempre fue enemigo de retratarse. Decía que
los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba lleno de agujeros como
de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del
corazón.
-Entonces Pedro Paramo sigue vivo…- Dice el coronel cuando le muestro el retrato de mi padre, el
militar tiene un aspecto curioso, es un anciano con cabello negro, ojeras grandes, cabeza grande
que sostenía en sus manos un gallo, una criatura pinta de cabeza pequeña, patas pequeñas y plumas
grifas- ¡Ese gallo, es parecido a los de Otilia- Dice Ismael!
- mire usted,- continúa el coronel- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de
ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié
para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la
Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y
es de él todo ese terrenal. El caso es aquí que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque
éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe
haber pasado lo mismo, ¿ no ?
-No me acuerdo.
-¡Váyase mucho al carajo !
-¿Qué dice usted ? – pregunto sorprendido
-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. - Después de que el gobierno nos abandonó, el
pueblo quedó solo, por la guerra, la última ayuda fue cuando el profesor Lesmes y el alcalde
viajaron a Bogotá para pedir que retiraran las trincheras de Macondo, pero fueron ignorados. En su
lugar, la guerra y la hambruna se acomoda, más que dispuestas a obligar a todos a huir.
-¿Y Pedro Páramo ?
-Pedro Páramo murió hace muchos años.

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