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LA SEGURIDAD

Se viven tiempos en los que la responsabilidad social se ha privatizado, cayendo


sobre los hombros de cada uno. “Se buscan soluciones biográficas para problemas
sistémicos”, como tan claramente expresa la genial frase de Ulrich Beck. Al decir de
Castel presenciamos la descolectivización y reindividualización de la sociedad. La
sociedad que dejamos atrás afirmaba la responsabilidad de lo colectivo por sobre lo
individual, nuestra época devuelve la responsabilidad total al individuo y se la quita
en todos los aspectos a lo colectivo. Se considera a cada uno dueño de sus actos y
de sus consecuencias. “No más solución por la sociedad” proclama el analista Peter
Durcker, “la sociedad no existe”, afirmó contundente la ex Primera Ministra de Gran
Bretaña, M. Thatcher. No más mirar hacia los lados, ahora es tiempo de mirar hacia
adentro: hacia cada uno, mantenerse en carrera es solo responsabilidad de los
corredores. En este tiempo cada persona toma permanentemente decisiones, desde
muy pequeños tomando decisiones a cada paso y aún aquellas que afectarán
centralmente la vida. La responsabilidad de tomar decisiones no es inocua, genera
ansiedad y angustia, siempre es más sencillo recostarse en lo colectivo. El Viejo
Paradigma era un mundo de certezas y seguridades, un mundo protegido por las
instituciones de la sociedad disciplinaria controladoras del espacio y el tiempo. El
hombre del viejo paradigma respetaba las reglas y el orden social pactado, limitando
sus libertades individuales, pero recibiendo a cambio los dones de un sistema social
protector y seguro. Con el derrumbe del Estado de Bienestar del viejo modelo y de la
desestructuración social consecuente, el hombre del siglo XXI ganó en autonomía y
responsabilidad individual, obtuvo mayores libertades personales, pero presenció
como a su alrededor se disolvían las certezas, se debilitaban las protecciones y se
derrumbaban las seguridades. Aquí es donde observamos con claridad suprema la
actual dimensión de la libertad individual, una libertad posmoderna insertada en lo
que Bourdieu llamó “sociedad de riesgo”.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu sostenía que la precariedad, la inestabilidad y la
vulnerabilidad son las características más extendidas de nuestro tiempo, y se pueden
traducir en tres conceptos articulados: 1. Inseguridad (de nuestra posición, derechos
y medios de subsistencia) 2. Incertidumbre (de nuestro futuro) 3. Desprotección (de
nuestro cuerpo y nuestras posesiones) La precariedad es la idea que engloba a todo
los factores humanos actuales: la subsistencia, el empleo, las relaciones, el futuro,
las posesiones, los conocimientos. La seguridad está ausente. Ni la religión, ni el
mito, ni la ciencia ni el arte pueden ya describirnos nuestro mundo, navegamos en un
mar de precariedad. Para Slavoj Zizek la característica central de la “sociedad de
riesgo” es la de ser una sociedad de elecciones permanentes, pero que puestos
permanentemente en situación de decidir cuestiones que afectarán nuestra vida
carecemos de la base de conocimiento adecuada para la toma de esas decisiones
entendiendo que esa autonomía se vive no tanto como un acto de liberación sino
como una apuesta angustiante, una ”libertad angustiante” de tener que tomar
decisiones sin conciencia de sus consecuencias, de reinventarse sin cesar para
nuevas ocupaciones, nuevas familias, nuevas identidades. Contrariamente a Zizek,
Michel Maffesoli celebra el costado positivo de estas “libertades intersticiales”,
creación cotidiana de pequeños espacios de libertad, como las que practican las
nuevas generaciones, aunque coincide en observar en esas libertades y afirmación
del accionar autónomo un aumento de la fragilidad e incertidumbre humanas. Como
afirma Zygmunt Bauman, ya no hay líderes que te digan lo que tienes que hacer, solo
hay individuos cargando con toda la responsabilidad, y aún cuando los riesgos y las
contradicciones siguen siendo productos de la sociedad, se insiste en cargar al
individuo con la responsabilidad de enfrentar las consecuencias del devenir social. Y
en ese camino, en el que los individuos descreen de las instituciones sociales y
reafirman su poder personal de decisión, se acaba con la noción de ciudadano. Un
ciudadano es una persona que procura su bienestar a través del bienestar colectivo,
un individuo en cambio es quién procura su bienestar como fin en sí mismo sin
vincularlo al bienestar de los que lo rodean. Ante la crisis de las instituciones
modernas cada uno se ha vuelto responsable de su propia pobreza, de su propio
destino, desapareciendo la responsabilidad política y social de las instituciones y
depositándola de lleno en el sujeto, sujetos por exceso que sobreviven y sujetos por
defecto que son lanzados a la exclusión. Con la reindividualización se le reclama al
poder público que se abstenga de todo accionar que afecte la autonomía de decisión
de cada individuo, pero a su vez se le exige que lo proteja de indeseables,
marginales, pervertidos, criminales o malintencionados. Resulta muy dificultoso para
el poder público asumir que todo es privado, salvo la seguridad que es una
obligación pública. Así como una intromisión absoluta de lo público en lo privado,
como lo han sido las experiencias totalitarias de todo signo político del siglo XX, han
terminado por lo general en tragedias humanas de magnitud, de la misma manera es
de suponer que la casi total primacía de lo privado sobre lo público que reina en
nuestro tiempo, transita el mismo destino trágico. Un ejemplo contundente de esto es
la aparición de las llamadas “Autodefensas” en el violento estado mexicano de
Michoacan, alterado por el dominio de bandas armadas dedicadas al crimen del
narcotráfico. Estas Autodefensas son organizaciones armadas privadas constituidas
por civiles ante el reclamo de la inacción de las fuerzas de seguridad estatales (que
por otra parte se suponen en connivencia con los narcos). Evidentemente esta
asunción de responsabilidades privadas ante la ausencia de lo público parece una
salida necesaria ante la violencia criminal, pero sin duda es un dramático ejemplo de
las graves consecuencias de disolución que esta realidad genera en las sociedades.
En América Latina existen tres policías privados por cada policía público, señal de
que los estados van perdiendo progresivamente el monopolio de la fuerza, no
debiendo perderse de vista el carácter represivo y antidemocrático de la mayoría de
las fuerzas policiales latinoamericanas, que aún esperan una reforma al respecto.127
En todo el mundo la gente centra sus reclamos de seguridad en el encarcelamiento
de los delincuentes. El mensaje es “no se metan en mi privacidad solo despéjenme el
camino de indeseables”. Pero la tarea de dar seguridad no se puede simplemente
reducir a una política policíaca de encarcelamiento. La expresión última de la
exclusión social es el confinamiento físico e institucional de un segmento de la
sociedad en la cárcel o en algún tipo de libertad vigilada, la cárcel aparece como la
máxima expresión del confinamiento espacial, el grado máximo de la territorialidad.
Así en EEUU se encuentran encarceladas 2,5 millones de personas y más de 7
millones si incluimos los que están en libertad bajo palabra. La prueba de que la
represión tiene como destinatario al excluido es que las minorías sociales son las
que más sufren esta política de encarcelamiento, ya que el 11% de la población
masculina negra de Estados Unidos entre 20 y 24 años está presa. El encarcelamiento
se va transformando en una política de seguridad en sí misma, España es el país con
mayor cantidad de gente presa en Europa, incluso Noruega, un país al tope de los
índices de desarrollo humano, vio aumentar su tasa de encarcelamiento en más del
50% en los últimos 40 años, y en Holanda, otro país socialmente equilibrado, la tasa
de encarcelamiento se triplicó. En Argentina desde el regreso a la democracia en
1983 la cantidad de personas encarceladas subió un 400%. La “guerra a la pobreza”
es reemplazada por la “guerra a la seguridad social”, culpabilizando a los pobres por
su condición, y en lugar de perseguir políticas de erradicación de la pobreza los
estados se conforman con supervisar la contención carcelaria. El viejo Estado Social,
aquel que proveía asistencia y amparo a los pobres es reemplazado por el actual
Estado Penal, que persigue criminalizando muchas de las conductas de la pobreza.
Una verdadera disputa dialéctica se ha planteado en nuestro tiempo sobre la eficacia
de estas modalidades represivas para combatir la violencia urbana. El director de la
Asociación Correccional de Nueva York ha dicho que “construir más prisiones para
afrontar el delito es como construir más cementerios para afrontar una enfermedad
terminal”, 128 pero en el estado de California se construyen más cárceles que
escuelas.129 Vivimos en sociedades de individuos aislados reclamando la seguridad
propia de una sociedad colectiva cuando ya no existe tal comunidad puesto que el
hombre del siglo XXI ha elegido el grado máximo de autonomía personal. En este
dilema entre lo público y lo privado el valor seguridad es el que mayores dificultades
presenta para encontrar una respuesta en el nuevo paradigma social. Hoy cuando la
sociedad moderna ya no existe y las personas han reasumido el control total de sus
derechos privatizando gran parte de lo que era colectivo, el problema de la seguridad
pasa al primer plano sin solución a la vista.
En Latinoamérica según la consultora Latinobarómetro en el año 2000 la demanda
por seguridad estaba en el cuarto lugar de las expectativas de la gente, en 2007 pasó
al segundo lugar de los intereses, y en 2008 ya estaba la seguridad en el primer lugar
de los reclamos de los latinoamericanos. Ahora bien, ese sentimiento de inseguridad
que manifiesta el hombre del siglo XXI ¿tan solo se origina en temor por su integridad
física o patrimonial o tiene sus raíces en otras razones? A partir de este interrogante
Zygmunt Bauman elaboró una teoría sobre el sentimiento de inseguridad que recubre
el nuevo paradigma social. Bauman sostiene que el hombre siente desde su origen
una inseguridad existencial que nace de la toma de conciencia de su finitud, la
conciencia de la existencia de la muerte, que condiciona toda visión sobre la vida.
Ningún otro animal que no sea el hombre sabe que su vida tiene fin, y es ese
conocimiento el que lo carga de angustia y temor existencial que en todo tiempo
intenta eludir. Y la forma de eludir ese miedo ancestral es haciendo trascender su
vida más allá de la muerte. La búsqueda por trascender ha sido una actitud humana
permanente con el objetivo de darle continuidad a una existencia limitada, y el
primero y más efectivo medio que encontró el hombre por trascender fue la religión.
Los mitos y religiones posibilitaron al hombre darle sentido a su existencia y
permanencia más allá de la muerte física dándole solución a la angustia existencial.
Pero cuando a partir del Renacimiento (siglo XVI) la figura central de Dios comienza a
ser desplazada en occidente por la del Hombre llegando a la sustitución de un orden
mágico y divino por un orden racional en el siglo XVIII, lo que se llamó Cultura de la
Modernidad, y el hombre debe buscar un nuevo elemento que canalice su temor
existencial en busca de trascendencia. En la cultura moderna esa trascendencia
anidó en dos instituciones base: la Nación y la Familia. La nación permitía al hombre
abrazar un ideal superior, común y colectivo, que le diera sentido a su vida, al límite
de sentir que era posible incluso ofrendar la vida por la patria, morir por la causa
nacional significaba perdurar en la comunidad, en su memoria, trascender lo
individual en lo colectivo. La otra institución que permitió en el viejo paradigma
canalizar la angustia existencial fue la Familia nuclear. La institución familiar moderna
le dio al hombre la posibilidad de planear su continuidad en ella, la preservación del
apellido, el sobrevivir en los hijos. Un mandato familiar con un destino claro:
trascender. Pero en la nueva cultura posmoderna el marco institucional se
resquebraja y entra en profunda crisis, se produce un proceso de descolectivización
y el Estado-Nación se debilita aceleradamente y el viejo modelo familiar entra en
disolución. Hoy el hombre ha perdido la posibilidad de darle sentido a su vida en lo
colectivo, una comunidad o una patria con la que ya no se identifica, y mucho menos
para dar la vida por ella; y no puede apostar tampoco a su continuidad en la familia
cuando el modelo familiar se diluye en múltiples y diversas formas entre las que
durante su vida el hombre y la mujer alternarán. Hoy ni familia ni nación ni religión, el
hombre del siglo XXI vuelve a estar desnudo frente a su finitud, vuelve a sentir la vieja
inseguridad existencial, ese miedo vital. Bauman entiende que el hombre busca
canalizar esa inseguridad existencial identificándola con una inseguridad “real”,
física, consistente, cotidiana, para la cual reclama solución. Ante el miedo existencial
que se vuelve inmanejable es necesario fragmentar ese miedo enorme en porciones
más pequeñas y manejables, centralizándolo entonces en el miedo a la inseguridad
física y patrimonial. Estas carencias han generado un miedo urbano, una “política del
miedo cotidiano” como sostiene Sharon Zukin, que aleja a la gente del espacio
público que es visto como un espacio de amenazas.
Y la respuesta a la política del miedo cotidiano suele tener dos vertientes: una
reclama la “mano dura” contra el crimen, la otra pide privatizar y militarizar el espacio
público haciéndolo más seguro, pero menos libre. Estas opciones generan, como
hemos visto, un incremento ostensible de la seguridad privada, la tendencia de los
individuos a armarse, convertir a los pobres y marginales en enemigos sociales,
discriminar el ingreso a los espacios públicos, fragmentar la sociedad desconfiando
unos de otros y criminalizar las diferencias. Mantener al otro lejos es la respuesta
más común de nuestro tiempo a la incertidumbre. Incluso hay quienes ven en la
compulsión contemporánea al consumo una búsqueda de certezas dentro de un
mundo de incertidumbres, ya que la única certeza es el “”ahora”, lo mismo que en el
uso de drogas y la proliferación de todo tipo de depresiones o fobias, que se
presumen como remedios a la precariedad pero que en realidad son sus efectos
colaterales. En esta Sociedad del Riesgo que describía Bourdieu mediante la trinidad
incertidumbre – desprotección – inseguridad, y la angustia que ello produce, la
válvula de escape suele dirigirse inevitablemente hacia la búsqueda de seguridad
corporal, doméstica y ambiental. Esta trinidad angustiante provoca una insaciable
sed de seguridad, que ninguna medida suele satisfacer, ya que en verdad ninguna
medida que pueda provenir del poder público para satisfacer la sed de seguridad
apunta a las razones esenciales de tanta angustia. La pretendida política de
encarcelamiento o mano dura solo se dirige a anular las consecuencias de la
seguridad, no sus causas, se concentran en el enemigo interno, los muros que el
viejo paradigma colocaba en el perímetro de las ciudades para su defensa, el nuevo
paradigma los ubica dentro y entrecruzando las ciudades. Frente a esta necesidad de
seguridad el urbanista Steven Flusty ha desarrollado una categoría específica para lo
que llama “espacios interdictorios”, que constituyen espacios público-privados que
actúan como disuasorios para que el extraño no avance. En esta categoría encuentra
tres tipos de espacios diferentes que cumplen con el mismo objetivo: 1) Espacio
escurridizo: un espacio al que no se puede acceder debido a las sendas de acceso
tortuosas o ausentes. 2) Espacio erizado: un espacio que se torno incómodo a partir
de la presencia de regadores, salientes en las paredes y antepechos para evitar ser
usados como asientos. 3) Espacio nervioso: un espacio monitoreado por sistemas
electrónicos de seguridad o personal de seguridad. Los espacios interdictorios se
convierten así en un monumento a la fragmentación social en busca de seguridad, no
hay prácticamente ningún espacio de gran ciudad de nuestros días que no tenga las
tres categorías antes referidas. La estrategia de supervivencia en las ciudades del
siglo XXI es evitar al otro, mantenerlo a distancia, y el encarcelamiento es su solución
definitiva. Incapaces de controlar los procesos económicos y culturales, a los
estados solo les queda dedicarse al control policial de sus territorios y la represión
como solución. La lucha contra el crimen tiene además “la ventaja” de ser un
espectáculo televisivamente atractivo, emocionante y entretenido, y además genera
votos. La concentración actual de todos los males de la incertidumbre y la
inseguridad en la única y abrumadora obsesión por la protección personal, resulta
funcional al sistema global, ya que convierte a los gobiernos locales en escuadrones
policíacos desvinculándolos de otras responsabilidades, la función más conveniente
para el orden global. El sistema penal, como sostiene T. Mathiesen, golpea más a la
base que la cima de la sociedad, los más perseguidos son los marginados y pobres, y
nunca aparece en los códigos penales los vaciamientos económicos de los países ni
el despojo de sus recursos naturales. Los delitos cometidos en la cima del poder son
fluidos e inasibles, siempre difíciles de separar de la densa red del circuito financiero
global.
Los delitos empresariales apenas llegan a la justicia, y ni que hablar si en dichos
delitos se encuentran involucrados actores del poder político. Por eso resulta más
espectacular y redituable vincular el delito con la clase baja, o lo que es lo mismo,
criminalizar la pobreza. Pero si no es el aumento de la seguridad personal el que
derrotará al sentimiento de inseguridad presente en nuestras sociedades, ¿cuál
puede ser la solución a este problema? Bauman propone un retorno a los valores de
la comunidad, pero sin perder de vista que se trata de una elección con costos: ganar
comunidad es ganar seguridad, pero también perder libertad individual. Libertad y
seguridad son dos conceptos difícilmente conciliables. Promover la libertad es
siempre un fenómeno que se concreta a expensas de la seguridad, pero seguridad
sin libertad equivale a esclavitud mientras que libertad sin seguridad equivale a
extravío y abandono. Difícilmente oigamos hablar del concepto de “inseguridad
existencial”, pero sí oímos hasta el hartazgo hablar sobre la amenaza a la seguridad
en las calles, hogares y cuerpos; lo lamentable es que ni siquiera las soluciones
drásticas que se proponen harán desaparecer la profunda incertidumbre que respiran
los hombres y mujeres del siglo XXI.

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