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Salir de la minoría de edad cabalgando sobre la diosa razón, tal fue la divisa de la ilustración. Ya
Agustín de Hipona nos prometía algo similar, pero con el expediente de la fe, “Cuando total y
perfectamente esté yo unido a Vos, no habrá ya para mí de ningún modo trabajo ni dolor alguno,
y mi vida será totalmente viva, porque toda estará llena de Vos” 1. En aras de superar el
providencialismo religioso la modernidad inventa el suyo propio: la felicidad apuntalada en la
razón y la libertad. La diferencia es que mientras el credo de la cruz nos propone con razones la
fe en la verdad revelada, esto es, la fe en la fe; la ilustración nos entrega la fe en la razón,
invocando con igual pasión la conquista de la totalidad y encomiando con el mismo entusiasmo
el advenimiento de la perfección. Los sueños de la razón están plagados de esta ávida sed de
plenitud –calabobos del totalitarismo- que de tiempo en tiempo nos depara nuestras más
aterradoras pesadillas.
Con sonrisa procaz decía Ambrose Bierce -el atroz Ambrose Bierce- en el siglo XIX, que la
guillotina es una “máquina que hace que un francés se encoja de hombros por una buena razón”2.
Esa sardónica definición de Bierce, nos hace ya prefigurar la derivación histórica del sueño de la
ilustración: el acallamiento de la existencia bajo el peso opresivo de los artefactos, la
normatización, la burocratización y la racionalización. Robert Müsil pensaba por demás, con igual
sorna, sobre el carácter optimista de la historia, que ésta “siempre toma una decisión con
entusiasmo pero pronto se desvía hacia la contraria” 3, así se lee en el capítulo sesenta y dos del
primer tomo de su Hombre sin atributos.
1
San Agustín. Confesiones, XXVII, 39. Madrid: Sarpe, 1983)
2
Bierce, Ambrose. Diccionario del diablo. Bogotá: Alfa centauro, 2001, p. 91.
3
Musil, Robert. El hombre sin atributos. Barcelona: Seix Barral, 1993, pág. 304
La actual fusión de la técnica y la ciencia en una hiper-estructura tecno-científica es el producto
de la racionalidad instrumental radicalmente orientada al dominio de la naturaleza, como se lo
propusiera el proyecto modernista, de allí la enorme maraña de artefactos que hoy inundan el
mundo, de allí también su sofisticada compartimentación social y burocrática. El supuesto básico
fue el de que a una creciente racionalidad correspondería un crecimiento proporcional de la
libertad; esto es, un progresivo bienestar, un despojamiento de cargas onerosas para la humanidad
y una subsecuente simplificación de la existencia humana.
No obstante, si hay algo que con certeza se pueda decir de la humanidad actual es que su
existencia tiende hacia una complejificación creciente, que progresivamente la reduce a una
patética perplejidad impotente ante un mundo movido por engranajes inextricables mediante
controles cada vez menos visibles; y ello sucede, no porque la promesa de la ilustración no se
haya cumplido, sino, precisamente, a causa de ello, o por lo menos, a causa de lo que podríamos
aludir con la expresión binaria consumación-agotamiento.
4
Morin, Edgar. Introducción al pensamiento complejo. Barcelona: Gedisa, 2001, pág 27.
Ciento cincuenta años después de la respuesta de Kant a la pregunta sobre la ilustración, en el
ámbito de la euforia belicosa de la Europa del año 1937, investido de ese aire de hombre anónimo
que le confirió el desconocimiento prodigado por su tiempo y en una de sus raras apariciones en
público, Robert Müsil; el escritor austriaco, autor de una de las grandes novelas del sigloXX, El
hombre sin atributos, da una conferencia en Viena –seguramente con un pobre auditorio- en la
que aborda, como tema que urge ser pensado, tal vez la más pertinaz de las preguntas que se le
hayan formulado al siglo XX, al siglo de las dos grandes guerras y del furor tecno-científico, la
pregunta sobre la estupidez. Mi interés se centra menos en la respuesta que en el hecho de abocarse
a la cuestión, aún más si se toma en cuenta el escenario en que ello acontece y que le suscita a
Müsil esta temblorosa inquietud. En las líneas iniciales de la versión en castellano de su
conferencia, se lee: “Por mi parte, hace ya varios años escribí: ‘Si la estupidez no se asemejase
perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser
estúpido’. –y continúa –Esto ocurría en 1931 y nadie osará poner en duda que, incluso después,
¡el mundo ha visto todavía más progresos y mejoras! De forma que se hace cada vez más urgente
e inaplazable dar una respuesta a la pregunta: ¿Qué es realmente la estupidez?”5
Lo que asombra a Müsil es que los progresos de la razón se avengan tan perfectamente al
entronizamiento de la estupidez; retomando un fragmento de su Hombre sin atributos escribe con
acento admonitorio:
5
Musil, Robert. Sobre la estupidez. Barcelona: Tusquets, 1974, pág. 17
vestidos de la verdad. En cambio, la verdad sólo tiene un vestido en cualquier
ocasión, y sólo un camino, y siempre está en desventaja. La estupidez que se entiende
con eso no es una enfermedad mental, y, sin embargo, es la enfermedad más
peligrosa de la mente, peligrosa hasta para la vida”6.
De esa estupidez andante, de esa estupidez burocrática, política, técnica y científica que no le
quita el sueño a las camisas de fuerza de los manicomios, sobradamente dieron razón los
acontecimientos producidos por la segunda gran guerra y por la hiper-excitación bélica que la
sucedió.
Wright Mills, uno de los pensadores críticos de la sociedad norteamericana del siglo XX, olfateó
ese carácter volitivo de la estupidez en la formulación de esta pregunta: “¿Llegará a prevalecer, o
siquiera a florecer, entre los hombres contemporáneos lo que puede llamarse el Robot Feliz?”8
Esto lo hacía en los albores de los años sesenta, como vemos se lo planteaba de una manera
dubitativa, pero frente al matiz ambiguo que habían tomado las ideas de razón y libertad, no dudó
en afirmar que el hecho de que una sociedad le confiriera un lugar preeminente a la técnica y la
racionalidad no significaba que dicha sociedad viviera racionalmente, sin mitos ni supersticiones;
es más, pensaba que los mitos y las supersticiones podían ser reforzados por factores como la
institucionalización y universalización de la educación que en lugar de conducir a formar
individuos autónomos e ilustrados produce más bien la cretinización tecnológica y el
provincianismo nacionalista, pues la masificación de la cultura no opera necesariamente el efecto
de crear una mayor sensibilidad frente a los objetos de la cultura, sino el de su trivialización 9.
6
Musil Robert. Op. cit. pág. 50-51
7
Kant, Inmanuel. Filosofía de la Historia. Buenos Aires: Ed. Nova.
8
Ibid. pág. 183
9
Cfr. Mills, Wright. La imaginación sociológica. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1961, pág.
181
Por lo anterior no puedo dejar pasar por alto que entre la crédula respuesta de Kant a la pregunta
sobre la ilustración y la severa prescripción de Müsil sobre la estupidez, median un siglo y medio,
un siglo y medio de logros tecnocientíficos, pero también de apocamiento de la humana
condición.