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DE LA ILUSTRACION A LA ESTUPIDEZ

Carlos Julio Castellanos Hincapié

Salir de la minoría de edad cabalgando sobre la diosa razón, tal fue la divisa de la ilustración. Ya
Agustín de Hipona nos prometía algo similar, pero con el expediente de la fe, “Cuando total y
perfectamente esté yo unido a Vos, no habrá ya para mí de ningún modo trabajo ni dolor alguno,
y mi vida será totalmente viva, porque toda estará llena de Vos” 1. En aras de superar el
providencialismo religioso la modernidad inventa el suyo propio: la felicidad apuntalada en la
razón y la libertad. La diferencia es que mientras el credo de la cruz nos propone con razones la
fe en la verdad revelada, esto es, la fe en la fe; la ilustración nos entrega la fe en la razón,
invocando con igual pasión la conquista de la totalidad y encomiando con el mismo entusiasmo
el advenimiento de la perfección. Los sueños de la razón están plagados de esta ávida sed de
plenitud –calabobos del totalitarismo- que de tiempo en tiempo nos depara nuestras más
aterradoras pesadillas.

De suerte que, lo específico, lo que matiza la promesa de la modernidad, no es ya simplemente


que la razón aspire a la comprensión de lo absoluto, sino que la razón se torna en lo absoluto, en
la totalidad, en el sustituto de lo sagrado: “todo lo racional es real y todo lo real es racional”. Así
Hegel fuerza lo singular y lo heterogéneo a diluirse como mero accidente en el despliegue del
espíritu absoluto, como momento de la razón en cuanto tal. De manera que la historia se torna en
el testimonio del dominio de lo real por la razón, adviniendo con ella un sentido teleológico para
el destino planetario, sentido que se consuma con el ideal de encabalgar razón y progreso –
progreso como conquista de la naturaleza- hacia la conquista de la felicidad humana.

Con sonrisa procaz decía Ambrose Bierce -el atroz Ambrose Bierce- en el siglo XIX, que la
guillotina es una “máquina que hace que un francés se encoja de hombros por una buena razón”2.
Esa sardónica definición de Bierce, nos hace ya prefigurar la derivación histórica del sueño de la
ilustración: el acallamiento de la existencia bajo el peso opresivo de los artefactos, la
normatización, la burocratización y la racionalización. Robert Müsil pensaba por demás, con igual
sorna, sobre el carácter optimista de la historia, que ésta “siempre toma una decisión con
entusiasmo pero pronto se desvía hacia la contraria” 3, así se lee en el capítulo sesenta y dos del
primer tomo de su Hombre sin atributos.

1
San Agustín. Confesiones, XXVII, 39. Madrid: Sarpe, 1983)
2
Bierce, Ambrose. Diccionario del diablo. Bogotá: Alfa centauro, 2001, p. 91.
3
Musil, Robert. El hombre sin atributos. Barcelona: Seix Barral, 1993, pág. 304
La actual fusión de la técnica y la ciencia en una hiper-estructura tecno-científica es el producto
de la racionalidad instrumental radicalmente orientada al dominio de la naturaleza, como se lo
propusiera el proyecto modernista, de allí la enorme maraña de artefactos que hoy inundan el
mundo, de allí también su sofisticada compartimentación social y burocrática. El supuesto básico
fue el de que a una creciente racionalidad correspondería un crecimiento proporcional de la
libertad; esto es, un progresivo bienestar, un despojamiento de cargas onerosas para la humanidad
y una subsecuente simplificación de la existencia humana.

No obstante, si hay algo que con certeza se pueda decir de la humanidad actual es que su
existencia tiende hacia una complejificación creciente, que progresivamente la reduce a una
patética perplejidad impotente ante un mundo movido por engranajes inextricables mediante
controles cada vez menos visibles; y ello sucede, no porque la promesa de la ilustración no se
haya cumplido, sino, precisamente, a causa de ello, o por lo menos, a causa de lo que podríamos
aludir con la expresión binaria consumación-agotamiento.

La modernidad se consuma en su aspiración racionalizadora y objetivante del mundo, en el


desarrollo tecnocientífico y en la sofisticación del ejercicio del poder; pero, quizás por ello
mismo, se agota, se aniquila en su ideal de aparejar a esa racionalidad expansiva un
acrecentamiento progresivo de la libertad humana. Las ideologías liberales y socialistas
decimonónicas, derivadas del iluminismo, marcharon en pos de esa simplificación de la vida, que
resultaría de la relación armoniosa entre razón y libertad. Al final de estos tiempos, tras los
acontecimientos que han marcado su curso, ninguna de las dos ha quedado incólume, ninguna
tiene sus manos limpias de sangre y crímenes.

La vieja añoranza de simplificar la existencia, que daba sustento al teleologismo libertario de la


ilustración, y a todos los sistemas finalistas de pensamiento, se ve sacrificada sobre la cruz espuria
de los medios y los fines propia de su proceder, produciendo en las individualidades y
colectividades humanas una fuerte perturbación de la facultad para discernir la singularidad de
su existir en su especificidad contextual, y de asociar ese existir en un retículo de vínculos e
interacciones biológicas, tecnológicas y culturales interdependientes, pues con la racionalidad
excluyente del sujeto y el objeto se opera la ruptura del vínculo primigenio del hombre con la
naturaleza, apuntalado en una visión encantada, mítica del universo, que la modernidad desplaza
y suplanta mediante la razón instrumental, mediante el mito del dominio de la naturaleza que nos
ha posibilitado un cúmulo de conocimientos sin precedentes, pero que al mismo tiempo, como
dice Edgar Morin, ha permitido el crecimiento proporcional del error, la ceguera y la ignorancia 4.

4
Morin, Edgar. Introducción al pensamiento complejo. Barcelona: Gedisa, 2001, pág 27.
Ciento cincuenta años después de la respuesta de Kant a la pregunta sobre la ilustración, en el
ámbito de la euforia belicosa de la Europa del año 1937, investido de ese aire de hombre anónimo
que le confirió el desconocimiento prodigado por su tiempo y en una de sus raras apariciones en
público, Robert Müsil; el escritor austriaco, autor de una de las grandes novelas del sigloXX, El
hombre sin atributos, da una conferencia en Viena –seguramente con un pobre auditorio- en la
que aborda, como tema que urge ser pensado, tal vez la más pertinaz de las preguntas que se le
hayan formulado al siglo XX, al siglo de las dos grandes guerras y del furor tecno-científico, la
pregunta sobre la estupidez. Mi interés se centra menos en la respuesta que en el hecho de abocarse
a la cuestión, aún más si se toma en cuenta el escenario en que ello acontece y que le suscita a
Müsil esta temblorosa inquietud. En las líneas iniciales de la versión en castellano de su
conferencia, se lee: “Por mi parte, hace ya varios años escribí: ‘Si la estupidez no se asemejase
perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser
estúpido’. –y continúa –Esto ocurría en 1931 y nadie osará poner en duda que, incluso después,
¡el mundo ha visto todavía más progresos y mejoras! De forma que se hace cada vez más urgente
e inaplazable dar una respuesta a la pregunta: ¿Qué es realmente la estupidez?”5

Notables mejoras y progresos anteceden y suceden el manifiesto ilustrado que constituye la


respuesta de Kant a la pregunta sobre la ilustración, y no cesan de presentarse. Por qué entonces
ante la evidencia de tales mejoras y progresos un periférico escritor germánico invoca la necesidad
de pensar en forma explícita la cuestión de la estupidez. Intento una respuesta: porque ante esas
notables mejoras y progresos va aparejado un progresivo develamiento de lo humano en abierto
conflicto con la divisa humanista, pues en él se deja entrever, no ya el monolítico homo sapiens
tan caro a la modernidad, sino también el homo stupĭdus y el homo demens como constituyentes
estructurantes de nuestra condición; el primero reflejado en la infame obediencia conferida a los
totalitarismos de estado, en pleno auge en aquel año en que Müsil diera su conferencia, y el
segundo en los desafueros del poder; y ambos acoplados armoniosamente a la ciencia y la técnica
heredada del ideal iluminista para desembocar en la quiebra de la modernidad que se erigió
infaustamente con el nombre de Auschwitz.

Lo que asombra a Müsil es que los progresos de la razón se avengan tan perfectamente al
entronizamiento de la estupidez; retomando un fragmento de su Hombre sin atributos escribe con
acento admonitorio:

“No existe prácticamente ningún pensamiento importante que la estupidez no esté


en condiciones de utilizar, es móvil en todos los sentidos y puede ponerse todos los

5
Musil, Robert. Sobre la estupidez. Barcelona: Tusquets, 1974, pág. 17
vestidos de la verdad. En cambio, la verdad sólo tiene un vestido en cualquier
ocasión, y sólo un camino, y siempre está en desventaja. La estupidez que se entiende
con eso no es una enfermedad mental, y, sin embargo, es la enfermedad más
peligrosa de la mente, peligrosa hasta para la vida”6.

De esa estupidez andante, de esa estupidez burocrática, política, técnica y científica que no le
quita el sueño a las camisas de fuerza de los manicomios, sobradamente dieron razón los
acontecimientos producidos por la segunda gran guerra y por la hiper-excitación bélica que la
sucedió.

Pero si bien la estupidez suele desembocar en colectivismos patológicos, su raigambre, en su


aspecto más peligroso, es en la humanidad fundamentalmente una manifestación volitiva, lo cual
indica una vinculación directa entre ella y la minoría de edad de la que hablaba Kant, de la
renuncia a la capacidad de decidir por sí mismo, que el filósofo de Könisberg expresaba en estos
términos: “uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un
defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia
de él, sin la conducción de otro”7. Müsil dice, reiterémoslo: “Si la estupidez no se asemejase
perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser
estúpido” (las cursivas son mías). Puesto que el libre arbitrio es la manifestación cabal de nuestra
libertad, el ser o no ser estúpido, el permanecer o no en la minoría de edad se halla circunscrito al
ámbito de nuestras posibilidades electivas.

Wright Mills, uno de los pensadores críticos de la sociedad norteamericana del siglo XX, olfateó
ese carácter volitivo de la estupidez en la formulación de esta pregunta: “¿Llegará a prevalecer, o
siquiera a florecer, entre los hombres contemporáneos lo que puede llamarse el Robot Feliz?”8
Esto lo hacía en los albores de los años sesenta, como vemos se lo planteaba de una manera
dubitativa, pero frente al matiz ambiguo que habían tomado las ideas de razón y libertad, no dudó
en afirmar que el hecho de que una sociedad le confiriera un lugar preeminente a la técnica y la
racionalidad no significaba que dicha sociedad viviera racionalmente, sin mitos ni supersticiones;
es más, pensaba que los mitos y las supersticiones podían ser reforzados por factores como la
institucionalización y universalización de la educación que en lugar de conducir a formar
individuos autónomos e ilustrados produce más bien la cretinización tecnológica y el
provincianismo nacionalista, pues la masificación de la cultura no opera necesariamente el efecto
de crear una mayor sensibilidad frente a los objetos de la cultura, sino el de su trivialización 9.

6
Musil Robert. Op. cit. pág. 50-51
7
Kant, Inmanuel. Filosofía de la Historia. Buenos Aires: Ed. Nova.
8
Ibid. pág. 183
9
Cfr. Mills, Wright. La imaginación sociológica. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1961, pág.
181
Por lo anterior no puedo dejar pasar por alto que entre la crédula respuesta de Kant a la pregunta
sobre la ilustración y la severa prescripción de Müsil sobre la estupidez, median un siglo y medio,
un siglo y medio de logros tecnocientíficos, pero también de apocamiento de la humana
condición.

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