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ANTOLOGIA TEXTOS UNIDAD 1: EL SIGLO DE LAS LUCES

TEXTO 1
Cartas marruecas de José Cadalso

Carta LXXII
Gazel a Ben-Beley

Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los
españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de
tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que
no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión
sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este
espectáculo, que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él.
Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te
escribiré largamente sobre este asunto; sólo te diré que ya no me parecen extrañas las
mortandades que sus historias dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado,
Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus
costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión
dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces,
pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho
valor la primera vez que asisten a este espectáculo.

Carta XXII
Gazel a Ben-Beley

Siempre que las bodas no se forman entre personas de iguales en haberes, genios y
nacimiento, me parece que las cartas en que se anuncian estas ceremonias a los
parientes y amigos de las casas, si hubiera menos hipocresía en el mundo, se pudieran
reducir a estas palabras: «Con motivo de ser nuestra casa pobre y noble, enviamos
nuestra hija a la de Craso, que es rica y plebeya». «Con motivo de ser nuestro hijo tonto,
mal criado y rico, pedimos para él la mano de N., que es discreta, bien criada y pobre»;

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o bien éstas: «Con motivo de que es inaguantable la carga de tres hijas en una casa, las
enviamos a que sean amantes y amadas de tres hombres que ni las conocen ni son
conocidos de ellas»; o a otras frases semejantes, salvo empero el acabar con el
acostumbrado cumplido de «para que mereciendo la aprobación de vuestra merced, no
falte circunstancia de gusto a este tratado», porque es cláusula muy esencial.

TEXTO 2

Cartas eruditas de José Benito Feijoo

Introducción de voces nuevas

«Señor mío: El tono en que vuesa merced me avisa que muchos me reprenden la
introducción de algunas voces nuevas en nuestro idioma, me da bastantemente a
entender que es V. md. uno de esos muchos. No me asusta ni coge desprevenido la
noticia, porque siempre tuve previsto que no habían de ser pocos los que me acusasen
sobre este capítulo. Lo peor del caso es que los que miran como delito de la pluma el
uso de voces forasteras, se hacen la merced de juzgarse colocados en la clase suprema
de los censores de estilos, bien que yo sólo les concederé ser de la ínfima.
Puede asegurarse que no llegan ni aun a una razonable medianía todos aquellos
genios que se atan escrupulosamente a reglas comunes. Para ningún arte dieron los
hombres, ni podían dar jamás tantos preceptos, que el cúmulo de ellos sea comprensivo
de cuanto bueno cabe en el arte. La razón es manifiesta, porque son infinitas las
combinaciones de casos y circunstancias que piden, ya nuevos preceptos, ya distintas
modificaciones y limitaciones de los ya establecidos. Quien no alcanza esto, poco
alcanza.
Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como no
pretendiesen sujetar a todos los demás al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para
hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre. Es menester numen, fantasía,
elevación para asegurarse el acierto, saliendo del camino trillado. Los hombres de corto
genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en
borrones y garabatos desperdician toda la tinta. Al contrario, los de espíritu sublime
logran los más felices rasgos cuando generosamente se desprenden de los comunes
documentos. Así, es bien que cada uno se estreche o se alargue, hasta aquel término que
le señaló el autor de la naturaleza, sin constituir la facultad propia por norma de las
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ajenas. Quédese en la falda quien no tiene fuerza para arribar a la cumbre; mas no
pretenda hacer magisterio lo que es torpeza, ni acuse como ignorancia del arte lo que es
valentía del numen.
Al propósito. Concédese que, por lo común, es vicio del estilo la introducción de
voces nuevas o extrañas en el idioma propio. Pero ¿por qué? Porque hay muy pocas
manos que tengan la destreza necesaria para hacer esa mezcla. Es menester para ello un
tino sutil, un discernimiento delicado. Supongo que no ha de haber afectación, que no
ha de haber exceso. Supongo también que es lícito el uso de voz de idioma extraño,
cuando no hay equivalente en el propio; de modo que, aunque se pueda explicar lo
mismo con el complejo de dos o tres voces domésticas, es mejor hacerlo con una sola,
venga de donde viniere. Por este motivo, en menos de un siglo se han añadido más de
mil voces latinas a la lengua francesa y otras tantas, y muchas más, entre latinas y
francesas, a la castellana. Yo me atrevo a señalar en nuestro nuevo diccionario más de
dos mil, de las cuales ninguna se hallará en los autores españoles que escribieron antes
de empezar el pasado siglo. Si tantas adiciones hasta ahora fueron lícitas, ¿por qué no lo
serán otras ahora? Pensar que ya la lengua castellana u otra alguna del mundo tiene toda
la extensión posible o necesaria, sólo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud
de las ideas, para cuya expresión se requieren distintas voces.
Los que a todas las peregrinas niegan la entrada en nuestra locución, llaman a esta
austeridad pureza de la lengua castellana. Es cosa vulgarísima nombrar las cosas como
lo ha menester el capricho, el error o la pasión. ¡Pureza! Antes se deberá
llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. He visto autores franceses de muy buen
juicio, que con irrisión llaman puristas a los que son rígidos en esta materia, especie de
secta en línea de estilo, como la hay de puritanos en punto de religión.
No hay idioma alguno que no necesite del subsidio de otros, porque ninguno tiene
voces para todo. Escribiendo en verso latino, usó Lucrecio de la voz
griega homaeomeria, por no hallar voz latina equivalente.

       Nunc Anaxagorae scrutemur homaeomeriam


       Quam greci vocant, nec nostra dicere lingua
       Concedit nobis patrii sermonis egestas.

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Antes de Lucrecio había ya tomado mucho la lengua latina de la griega, y mucho
tomó después. ¿Qué daño causaron los que hicieron estas agregaciones? No, sino mucho
provecho. Críticos hay y ha habido que, aún más escrupulosos en el idioma latino que
nuestros puristas en el castellano, no han querido usar de voz alguna que no hayan
hallado en Cicerón; nimiedad que dignamente reprende el latinísimo y elocuentísimo
Marco Antonio Mureto, diciendo que el mismo Cicerón, si hubiera vivido hasta los
tiempos de Quintiliano, Plinio y Tácito, hallaría la lengua latina aumentada y
enriquecida por ellos con muchas voces nuevas, muy elegantes, de las cuales usaría con
gran complacencia, agradeciendo su introducción o invención a aquellos
autores: Equidem existimo Ciceronem, si ad Quintiliani et Plinii et Taciti tempora vitam
producere potuisset, et romanam linguam multis vocibus eleganter conformatis eorum
studio auctam ac locupletatam vidisset, magnam eis gratiam habiturum, atque illis
vocibus cupide usurum fuisse.
A tanto llega el rigor o la extravagancia de los puristas latinos, que algunos
acusaron como delito al doctor Francisco Gilelfo haber inventado la voz stapeda para
significar el estribo. No había voz, ni en el griego ni en el latín que le significase;
porque ni entre griegos, ni entre romanos, ni entre alguna nación conocida, se usó en la
antigüedad de estribos para andar a caballo. Es su invención bastantemente moderna;
¿por qué no se había de inventar la voz, habiéndose inventado el objeto? ¿No es mejor
tener para este efecto una voz simple, de buen sonido y oportuna derivación como
es stapeda (a stante pede), que usar de las dos del Diccionario de Trevoux, scamilus
epiphpiarus, o de la voz scandula que propone también el mismo diccionario y es muy
equivoca, pues en el Diccionario de Nebrija se ve que significa otras dos cosas?
En estos inconvenientes caen los puristas, así latinos como castellanos o de otro
cualquier idioma, o carecen de voces para algunos objetos, o usan de agregados de
distintas voces para expresarlos, que es lo mismo que vestir el idioma de remiendos, por
no admitir voces nuevas, o buscarlas en alguna lengua extranjera. Hacen lo que los
pobres soberbios que más quieren hambrear que pedir.
Quintiliano, gran maestro en el asunto que tratamos, dice que él y los demás
escritores romanos de su tiempo tomaban de la lengua griega lo que faltaba en la latina,
y asimismo los griegos socorrían con la latina la suya: Confessis quoque graecis utimur
verbis, ubi nostra dessunt, sicut illi a nobis nonnumquam. mutuantur. ¿Se atreverá
vuestra merced u otro alguno a recusar, en materia de estilo, la autoridad de
Quintiliano?

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Lo más es que no sólo de los griegos (que al fin a éstos los veneraban, en algún
modo, como maestros suyos) se socorrían los romanos en las faltas de su lengua, más
aún de otras naciones, a quienes miraban como bárbaras. En el mismo Quintiliano se lee
que tomaron las voces rheda y petoritum de los galos; la voz mappa, de los
cartagineses; la voz gurdus, para significar un hombre rudo, de los españoles. Origen
español atribuye también Aulo-Gelio a la palabra lancea. A vista de esto, ¿qué caso se
debe hacer de la crítica austeridad de los que condenan la admisión de cualquiera voz
forastera en el idioma hispano?
Diranme acaso, y aun pienso que lo dicen, que en otro tiempo era lícito uno u otro
recurso a los idiomas extraños, porque no tenía entonces el español toda la extensión
necesaria; pero hoy, es superfluo, porque ya tenemos voces para todo. ¿Qué puedo yo
decir a esto sino que alabo la satisfacción? En una clase sola de objetos les mostraré,
que nos faltan muchísimas voces, ¿Qué será en el complejo de todas? Digo en una clase
sólo de objetos, esto es, de los que pertenecen al predicamento de acción. Son
innumerables las acciones para que no tenemos voces ni nos ha socorrido con ellas el
nuevo diccionario. Pondré uno u otro ejemplo: no tenemos voces para la acción de
cortar, para la de arrojar, para la de mezclar, para la de desmenuzar, para la
de excretar, para la de ondear el agua u otro licor, para la de excavar, para la
de arrancar, etc. ¿Por qué no podré, valiéndome del idioma latino para significar estas
acciones, usar de las voces amputación, proyección, conmixtión, conmisección,
excreción, undulación, excavación, avulsión?
Asimismo padecemos bastante escasez de términos abstractos, como conocerá
cualquiera que se ocupe algunos ratos en discurrir en ello. Fáltannos también
muchísimos participios. En unos y otros los franceses han sido más próvidos que
nosotros, formándolos sobre sus verbos o buscándolos en el idioma latino, ¿no sería
bueno que nosotros los formemos también, o los traigamos del latín o del francés? ¿Qué
daño nos hará este género peregrino, cuando por él los extranjeros no nos llevan dinero
alguno?
Así, aunque tengo, por obras importantísimas los diccionarios, el fin que tal vez se
proponen sus autores de fijar el lenguaje ni le juzgo útil ni asequible. No útil, porque es
cerrar la puerta a muchas voces cuyo uso nos puede convenir; no asequible, porque
apenas hay escritor de pluma algo suelta que se proponga contenerla dentro de los
términos del diccionario. El de la Academia francesa tuvo a su favor todas las
circunstancias imaginables para hacerse respetar de aquella nación. Sin embargo, sólo

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halla dentro de ella una obediencia muy limitada. Fuera de que, verosímilmente, no se
hizo hasta ahora para ninguna lengua diccionario que comprendiese todas las voces
autorizadas por el uso. Compuso Ambrosio Calepino un diccionario latino de mucha
mayor amplitud que todos los que le habían precedido. Vino después Conrado Gessner,
que le añadió millares de voces. Aumentóle también Paulo Manucio, y, en fin, Juan
Paseracio, La Zerda, Chifflet y otros; y después de todo, aún faltan en él muchísimos
vocablos que se hallan en autores latinos muy clásicos.
Luego que en el párrafo inmediato escribí la voz asequible, me ocurrió mirar si la
trae el Diccionario de nuestra Academia. No la hay en él. Sin embargo, vi usar de ella a
castellanos que escribían y hablaban muy bien. Algunos juzgarán que posible es
equivalente suyo, pero está muy lejos de serlo.
Ni es menester para justificar la introducción de una voz nueva la falta absoluta de
otra que justifique lo mismo: basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más
hermosura, o más energía. Monsieur de Segrais, de la Academia francesa, que tradujo
la Eneida en verso de su idioma nativo, y es la mejor traducción de Virgilio que pareció
hasta ahora, llegando a aquel pasaje en que el poeta, refiriendo los motivos del enojo de
Juno contra los troyanos, señala por uno de ellos el profundo dolor de haber Paris
preferido a su hermosura la de Venus

       Manet alta mente repostum


       Iudicium Paridis, spretaeque injuria formae.

Trasladó el último hemistiquio de este modo:

       Sa beaute meprisèe, impardonable injure.

       Repararon los críticos en la voz impardonable, nueva en el idioma francés; y


hubo muchos que por este capítulo la reprobaron, imponiéndole su inutilidad, respecto
de haber en el francés la voz irremisible que significa lo mismo. No obstante lo cual, los
más y mejores críticos estuvieron a favor de ella, por conocer que la voz impardonable,

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colocada allí, exprime con mucha mayor fuerza la cólera de Juno y el concepto que
hacía de la gravedad de la ofensa, que la voz irremisible. Y ya hoy aquella voz, que
inventó monsieur de Segrais, es usada entre los franceses.
Pero es a la verdad para muy pocos el inventar voces o connaturalizar las
extranjeras. Generalmente, la elección de aquellas que, colocadas en el periodo, tienen o
más hermosura o más energía, pide numen especial, el cual no se adquiere con
preceptos o reglas. Es dote puramente natural, y el que no la tuviere, nunca será ni gran
orador ni gran poeta. Esta prenda es quien, a mi parecer, constituye la mayor excelencia
de la Eneida. En virtud de ella, daba Virgilio a la colocación de las voces, cuando era
oportuno, aquel gran sonido con que se imprime en el entendimiento o en la
imaginación una idea vivísima del objeto. Tal es aquel pasaje, cuya parte copié arriba:

        Necdum etiam causae irarum, saevique dolores


      Exciderant animo: manet alta mente reposium
      Iudicium Paridis, spretaeque injuria formae.

Dentro de pocas voces, ¡qué pintura tan viva, tan hermosa, tan expresiva, tan
valiente, de la irritación de la diosa, y de la profunda impresión que había hecho en su
ánimo la injuria de anteponer a 1a suya otra belleza! Donde es bien advertir que
el repostum es de invención de Virgilio, y no introducido sólo a favor de la libertad
poética, sino aquella nueva voz, o nueva modificación de repositum, da más fuerza a la
expresión.
No sólo dirige el numen genio particular para la introducción de voces nuevas o
inusitadas, más también para usar oportunamente de todas las vulgarizadas. Ciertos
rígidos Atistarcos, generalísimamente quieren excluir del estilo serio todas aquellas
locuciones o voces que, o por haberlas introducido la gente baja, o porque sólo entre
ella tienen frecuente uso, han contraído cierta especie de humildad o sordidez plebeya; y
un docto moderno pretende ser la más alta perfección del estilo de don Diego Saavedra,
no hallarse jamás en sus escritos alguno de los vulgarísimos que hacinó Quevedo en
el Cuento de cuentos, ni otros semejantes a aquéllos. Es muy hermoso y culto
ciertamente el estilo de don Diego Saavedra, pero no lo es por eso; antes afirmo que aún

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podría ser más elocuente y enérgico, aunque tal vez se entrometiesen en él algunos de
aquellos vulgarísimos.
Quintiliano, voto supremo en la materia, enseña que no hay voz alguna, por
humilde que sea, a quien no se pueda hacer lugar en la oración, exceptuando únicamente
las torpes u obscenas: ominibus fere verbis, praeter pauca, quae sunt parum verecunda,
in oratione locus est, y poco más abajo, sin la limitación de la partícula fere, repite la
misma sentencia: omnia verba (excepta de quibus dixi) sunt alicubi optima, et
humilibus interdum, et vulgaribus est opus. Y en otra parte pronuncia que a veces la
misma humildad de las palabras añade fuerza y energía a lo que se dice: Vim rebus
aliquando, et ipsa verborum humilitas affert.
Un sujeto por muchas circunstancias ilustre leyendo en el primer tomo del Teatro
crítico aquella cláusula primera del discurso que trata de los cometas: «Es el cometa una
fanfarronada del cielo contra los poderosos del mundo», la celebró como rasgo de
especial gala y esplendor. Convendré en que haya sido efecto de su liberalidad el elogio;
pero si en la sentencia hay algún mérito para él, todo consiste en el oportuno uso de la
voz fanfarronada, la cual por sí es de la clase de aquellas que pertenecen al estilo bajo;
con todo, tendría mucho menos gracia y energía si dijese: «Es el cometa una vana
amenaza del cielo», etc. Siendo así que la significación es la misma, y la locución vana
amenaza nada tiene de humilde o plebeya. Vea vuestra merced aquí verificada la
máxima de Quintiliano: Vim rebus aliquando, et ipsa verborum humilitas affert.
De esto digo lo mismo que dije arriba en orden a inventar voces o domesticar las
extranjeras. No pende del estudio o meditación, sí sólo de una especie de numen
particular, o llámese imaginación feliz, en orden a esta materia. El que la tiene, aun sin
usar de reflexión, sin discurrir, sin pensar en ello, encuentra muchas veces las voces más
oportunas para explicarse con viveza o valentía, ya sean nobles, ya humildes, ya
paisanas, ya extranjeras, ya recibidas en el uso, ya formadas de nuevo. El que carece de
ella no salga del camino trillado, y mucho menos se meta en dar reglas en materia de
estilo. Pero en esto sucede lo que en todas las demás cosas. Condena los primores quien
no sólo no es capaz de ejecutarlos, mas ni aun de percibirlos; que también el discernirlos
pide talento, y no muy limitado.
Creo haber dejado a vuestra merced satisfecho sobre el asunto de su carta, y yo lo
estaré de que vuestra merced tiene el concepto debido de mi amistad, si me presentare
muchas ocasiones de ejercitar el afecto que le profeso, etc.»

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TEXTO 3

El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín

ACTO III, Escena VIII

DOÑA FRANCISCA.-   Haré lo que mi madre me manda, y me


casaré con usted.
 
DON DIEGO.-   ¿Y después, Paquita?
 
DOÑA FRANCISCA.-   Después... y mientras me dure la vida, seré
mujer de bien.
 
DON DIEGO.-   Eso no lo puedo yo dudar... Pero si usted me
considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo,
dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de
usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su
dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para
emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa,
si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
 
DOÑA FRANCISCA.-   ¡Dichas para mí!... Ya se acabaron.
 
DON DIEGO.-   ¿Por qué?
 
DOÑA FRANCISCA.-   Nunca diré por qué.
 
DON DIEGO.-   Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!...
Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.
 
DOÑA FRANCISCA.-   Si usted lo ignora, señor Don Diego, por
Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.
 
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DON DIEGO.-   Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que
esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y
dentro de ocho días será usted mi mujer.
 
DOÑA FRANCISCA.-   Y daré gusto a mi madre.
 
DON DIEGO.-   Y vivirá usted infeliz.
 
DOÑA FRANCISCA.-   Ya lo sé.
 
DON DIEGO.-   Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se
llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las
pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas
luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en
que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna
en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de
quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que
no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean,
con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro,
sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama
excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio
de un esclavo.
 
DOÑA FRANCISCA.-   Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen
de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el motivo
de mi aflicción es mucho mas grande.
 
DON DIEGO.-   Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se
anime... Si la ve a usted su madre de esa manera, ¿qué ha de decir?... Mire
usted que ya parece que se ha levantado.
 
DOÑA FRANCISCA.-   ¡Dios mío!
 

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DON DIEGO.-   Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un
poco sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en Dios... Vamos, que
no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la imaginación las
pinta... ¡Mire usted qué desorden éste! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas!
Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse así..., con cierta serenidad y...?
¿Eh?
 
DOÑA FRANCISCA.-   Y usted, señor... Bien sabe usted el genio de
mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he de volver los ojos? ¿Quién
tendrá compasión de esta desdichada?

ACTO III, Escena XIII

 
DON CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA
FRANCISCA, RITA.
 
 
Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo
a DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone
delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira.
 
 
DON CARLOS.-   Eso no... Delante de mí nadie ha de ofenderla.
 
DOÑA FRANCISCA.-   ¡Carlos!
 
DON CARLOS.-    (A DON DIEGO.)  Disimule usted mi
atrevimiento... He visto que la insultaban y no me he sabido contener.
 

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DOÑA IRENE.-   ¿Qué es lo que me sucede, Dios mío? ¿Quién es
usted?... ¿Qué acciones son éstas?... ¡Qué escándalo!
 
DON DIEGO.-   Aquí no hay escándalos... Ése es de quien su hija de
usted está enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo...
Carlos... No importa... Abraza a tu mujer.  (Se abrazan DON
CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies
de DON DIEGO.) 
 
DOÑA IRENE.-   ¿Conque su sobrino de usted?...
 
DON DIEGO.-   Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su
música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi
vida... ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto?
 
DOÑA FRANCISCA.-   ¿Conque usted nos perdona y nos hace
felices?
 
DON DIEGO.-   Sí, prendas de mi alma... Sí.  (Los hace levantar
con expresión de ternura.) 
 
DOÑA IRENE.-   ¿Y es posible que usted se determina a hacer un
sacrificio?...
 
DON DIEGO.-   Yo pude separarlos para siempre y gozar
tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo
sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma
el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y
débil.
 
DON CARLOS.-   Si nuestro amor  (Besándole las manos.) , si
nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida...
 

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DOÑA IRENE.-   ¡Conque el bueno de Don Carlos! Vaya que...
 
DON DIEGO.-   Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras
que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza
de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso
de autoridad, de la opresión que la juventud padece; éstas son las
seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en
el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que
estaba... ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!
 
DOÑA IRENE.-   En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos
años se gocen... Venga usted acá, señor; venga usted, que quiero
abrazarle.  (Abrazando a DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA se
arrodilla y besa la mano de su madre.)  Hija, Francisquita. ¡Vaya!
Buena elección has tenido... Cierto que es un mozo muy galán...
Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero.
 
RITA.-   Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña... señorita,
un millón de besos.  (Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.) 
 
DOÑA FRANCISCA.-   Pero ¿ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú,
como me quieres tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga.
 
DON DIEGO.-   Paquita hermosa  (Abraza a DOÑA
FRANCISCA.) , recibe los primeros abrazos de tu nuevo padre... No temo
ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez... Vosotros  (Asiendo de
las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS.)  seréis la delicia
de mi corazón; el primer fruto de vuestro amor... sí, hijos, aquél... no hay
remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré
decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven,
si son felices, yo he sido la causa.
 
DON CARLOS.-   ¡Bendita sea tanta bondad!
 

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DON DIEGO.-   Hijos, bendita sea la de Dios.
TEXTO 4

La cigarra y la hormiga de Félix María de Samaniego


Cantando la cigarra 1 nunca conoció el daño,
pasó el verano entero, nunca supo temerlo.
sin hacer provisiones No dudéis en prestarme,
allá para el invierno. que fielmente prometo
Los fríos la obligaron 5 pagaros con ganancias, 30
a guardar el silencio por el nombre que tengo.”
y acogerse al abrigo La codiciosa hormiga
de su estrecho aposento. respondió con denuedo,
Vióse desproveída ocultando a la espalda
del precioso sustento, 10 las llaves del granero: 35
sin moscas, sin gusanos, “¡Yo prestar lo que gano
sin trigo y sin centeno. con un trabajo inmenso!
Habitaba la hormiga Dime, pues, holgazana:
allí tabique en medio, ¿Que has hecho en el buen
y con mil expresiones 15 tiempo?”
de atención y respeto “Yo -dijo la cigarra-, 40
le dijo: “Doña Hormiga, a todo pasajero
pues que en vuestros graneros cantaba alegremente,
sobran las provisiones 20 sin cesar ni un momento.
para vuestro alimento, ¡Hola! ¿Con que cantabas
prestad alguna cosa cuando yo andaba al remo? 45
con que viva este invierno ¡Pues ahora que yo como,
esta triste cigarra que, baila, pese a tu cuerpo!
alegre en otro tiempo, 25

ANTECEDENTES

ESOPO

14
En el invierno una hormiga sacaba a airear de su hormiguero el grano que había
amontonado durante el verano. Una cigarra hambrienta le suplicaba que le diese algo de
comida para seguir viviendo.

.»¿Qué hacías tú el verano pasado?», preguntó la hormiga.

-«No estuve haraganeando -dijo la cigarra-, sino ocupada todo el tiempo en cantar».

La hormiga sonrió, guardó el grano y dijo:

-«Pues baila en invierno ya que en verano estuviste ocupada contando».

JEAN DE LA FONTAINE
Todo el verano cantó querida vecina y amiga;

la Cigarra, pobre artista, antes de agosto, sin duda,

y estaba muy desprovista pagaré intereses y capital;

cuando el invierno llegó. acuda, señora, en mi ayuda»

Sin la más leve porción La hormiga, dura y mezquina

de mosca ni de lombriz, «¿Qué hizo durante el calor?»,

a llamar fue la infeliz preguntó a la triste vecina.

de la hormiga a la mansión. «¿Qué hice, señora? ¡Cantar!»,

-«Ruego a usted, dijo a la hormiga, respondió la interpelada.

me preste un poco de grano «¿Cantó entonces sin temor?,

hasta que llegue el verano, pues hoy váyase a bailar».

OTRA VERSIÓN DE LA FONTAINE

Cantó la cigarra durante todo el verano, retozó y descansó, y se ufanó de su arte y al


llegar el invierno se encontró sin nada: ni una mosca, ni un gusano. Fue entonces a
llorar su hambre a la hormiga vecina, pidiéndole que le prestara de su grano hasta la
llegada de la próxima estación.

15
– Te pagaré la deuda con sus intereses-le dijo- antes de la cosecha, te doy mi palabra.

Mas la hormiga no es nada generosa (y este es su menor defecto) y le preguntó a la


cigarra:

– ¿Qué hacías tú cuando el tiempo era cálido y bello?

– Cantaba noche y día libremente, -respondió la despreocupada cigarra.

– ¿Cantabas? ¡Pues entonces ponte ahora a bailar!

TEXTO 5

Noches lúgubres de José Cadalso (Fragmento de la “noche segunda”)

TEDIATO.-  No me espantan sus tinieblas, su frío, su humedad, su


hediondez; no el ruido que han hecho los cerrojos de esa puerta, no el peso
de mis cadenas. Peor habitación ocupa ahora... ¡Ay, Lorenzo! Habrás ido
al señalado puesto, no me habrás hallado. ¡Qué habrás juzgado de mí!
Acaso creerás que miedo, inconstancia... ¡Ay! No, Lorenzo; nada de este
mundo ni del otro me parece espantoso, y constancia no me puede faltar,
cuando no me ha faltado ya sobre la muerte de quien vimos ayer cadáver
medio corrompido. Me acometieron mil desdichas: ingratitud de mis
amigos, enfermedad, pobreza, odio de poderosos, envidia de iguales, mofa
de parte de mis inferiores... La primera vez que dormí, figuróseme que
veía el fantasma que llaman fortuna. Cual suele pintarse la muerte con una
guadaña que despuebla el universo, tenía la fortuna una vara con que
volvía a todo el globo. Tenía levantado el brazo contra mí. Alcé la frente,
la miré. Ella se irritó; o me sonreí, y me dormí; segunda vez se venga de
mi desprecio. Me pone, siendo yo justo y bueno, entre facinerosos hoy;
mañana tal vez entre las manos del verdugo; éste me dejará entre los
brazos de la muerte. ¡Oh muerte!, ¿por qué dejas que te llamen daño, el
mayor de ellos, el último de todos? ¡Tú, daño! Quien así lo diga, no ha
pasado lo que yo.
¡Qué voces oigo (¡ay!) en el calabozo inmediato! Sin duda hablan de

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morir. ¡Lloran! ¡Van a morir, y lloran! ¡Qué delirio! Oigamos lo que dice
el mísero insensato que teme burlar de una vez todas sus miserias. No, no
escuchemos. Indignas voces de oírse son las que articula el miedo al
aparato de la muerte.
¡Ánimo, ánimo, compañero! Si mueres dentro del breve plazo que te
señalan, poco tiempo estarás expuesto a la tiranía, envidia, orgullo,
venganza, desprecio, traición, ingratitud... Esto es lo que dejas en el
mundo. Envidiables delicias dejas por cierto a los que se queden en él; te
envidio el tiempo que me ganas; el tiempo que tardaré en seguirte.
Ha callado el que sollozaba, y también dos voces que le
acompañaban, una hablándole de... Sin duda fue ejecución secreta. ¿Si se
llegarán ahora los ejecutores a mí? ¡Qué gozo! Ya se disipan todas las
tinieblas de mi alma. Ven, muerte, con todo tu séquito. Sí, ábrase esa
puerta; entren los verdugos feroces manchados aún con la sangre que
acaban de derramar a una vara de mí. Si el ser infeliz es culpa, ninguno
más reo que yo. ¡Qué silencio tan espantoso ha sucedido a los suspiros del
moribundo! Las pisadas de los que salen de su calabozo, las voces bajas
con que se hablan, el ruido de las cadenas que sin duda han quitado al
cadáver, el ruido de la puerta estremece lo sensible de mi corazón, no
obstante lo fuerte de mi espíritu. Frágil habitación de una alma superior a
todo lo que Naturaleza puede ofrecer, ¿por qué tiemblas? ¿Ha de
horrorizarme lo que desprecio? ¡Si será sueño esta debilidad que siento!
Los ojos se me cierran, no obstante la debilidad que en ellos ha dejado el
llanto. Sí; reclínome. Agradable concurso, música deliciosa, espléndida
mesa, delicado lecho, gustoso sueño encantarán a estas horas a alguno en
el tropel del mundo. No se envanezca, lo mismo tuve yo; y ahora... una
piedra es mi cabecera, una tabla mi cama, insectos mi compañía.
Durmamos. Quizá me despertará una voz que me diga. Ven al tormento; u
otra que me diga: Ven al suplicio. Durmamos. ¡Cielos! Si el sueño es
imagen de la muerte... ¡Ay! Durmamos.
¡Qué pasos siento! Una corta luz parece que entra por los resquicios
de la puerta. La abren; es el carcelero, y le siguen dos hombres. ¿Qué
queréis? ¿Llegó por fin la hora inmediata a la de mi muerte? ¡Me la vais a
anunciar con semblante de debilidad y compasión o con rostro de entereza

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y dominio!
 
CARCELERO.-  Muy diferente es el objeto de nuestra venida.
Cuando me aparté de ti, juzgué que a mi vuelta te llevarían al tormento,
para que en él declarases los cómplices del asesinato que se te atribuía;
pero se han descubierto los autores y ejecutores de aquel delito. Vengo
con orden de soltarte. Ea, quítenle las cadenas y grillos: libre estás.
 
TEDIATO.-  Ni aun en la cárcel puedo gozar del reposo que ella me
ofrece en medio de sus horrores. Ya iba yo acomodando los cansados
miembros de mi cuerpo sobre esta tarima, ya iba tolerando mi cabeza lo
duro de esa piedra, y me vienes a despertar, ¿y para qué? Para decirme que
no he de morir. Ahora sí que turbas mi reposo... Me vuelves a arrojar otra
vez al mundo, al mundo de donde se ausentó lo poco bueno que había en
él. ¡Ay! Decidme, ¿es de día?
 
CARCELERO.-  Aún faltará una hora de noche.
 
TEDIATO.-  Pues voyme. Con tantas contingencias como ofrece la
suerte, ¿qué sé yo si mañana nos volveremos a ver?
 
CARCELERO.-  Adiós.

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