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-Que, si llegas a ser reina, tu primer hijo será para mí -replicó el enano.
La niña, hija de un molinero, no pensaba ser reina nunca, así que se decidió
fácilmente.
El Rey, cuando vio todo aquel oro, se sintió el más feliz de los mortales, y pidió
la mano de la niña que tan rico le había hecho.
-Acepto casarme con Vos -dijo ella-, si me prometéis que nunca más tendré que
convertir nada en oro.
Se celebraron las bodas y al año los esposos tuvieron un hermoso hijo. La Reina
era tan feliz que no recordaba la promesa que había hecho. Hasta que, un día, se
presentó ante ella el anano.
Me moriría sin él. Puedo darte todas las riquezas que quieras, pero déjame a mi
hijo.
-Vendré a verte tres noches un rato. Si durante esas tres visitas averiguas mi
nombre, no me llevaré al niño.
Para la primera visita, la Reina apuntó todos los nombres que sabía, y se los
recitó al enano, que siempre contestaba:
La reina estaba muy afligida. Ya sólo le quedaba una oportunidad, y no sabía qué
hacer para adivinar el nombre del enano.
Le contó el grave problema a un paje que tenía que le era muy fiel y servicial
-No os preocupéis, majestad -dijo el paje-. Yo trataré de enterarme de su nombre.
El joven paje, montó en un brioso corcel, salió del castillo a todo trote, y no
regresó hasta la mañana siguiente. Entonces fue a ver a la Reina y le contó lo
siguiente:
-He cabalgado toda la noche por el bosque de los magos. Cuando dieron las doce, vi
junto a una hoguera a un enanito con gorro rojo que cantaba:
Dio una patada contra el suelo con tanta rabia, que hizo un agujero y se cayó en
él.
Desde entonces, la Reina vivió tranquila y feliz con su hijo y su marido, sin que
nunca más la molestase el enanito perverso.
Hermanos Grimm