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Desde una lejana época, en que la magia no era patrimonio de sofisticados

mecanismos eléctricos, sino de unos pocos seres privilegiados: enigmáticos


personajes que con su extraño y desaliñado aspecto, no pasaban desapercibidos
para nadie, ha llegado hasta nuestros días una bonita historia cuya protagonista
indiscutible fue la hija de un humilde molinero.

Tan orgulloso estaba (no sin razón) el padre, de las


virtudes, de su hermosa hija, que no dejaba de propagarlas
a los cuatro vientos, llegando incluso a decir que era capaz
de hilar paja y convertirla en oro. El denodado empeño del
molinero en promocionar a la bella muchacha, en seguida
dio sus frutos, El chismorreo de las especiales habilidades
de la molinera fue pasando de boca en boca y llegó a
palacio, hasta los mismísimos oídos del rey, que
rápidamente despertaron su curiosidad e interés. El
monarca que a la sazón era joven y estaba en edad de
contraer matrimonio, envió un paje en su busca para que lo
antes posible la llevaran a su presencia.

Cuando la hija del molinero llegó a palacio la pasaron


directamente a una habitación repleta de paja donde la
encerraron bajo llave a la vez que la ordenaban:
-Tienes hasta mañana para convertir toda esta paja en oro, sino, tanto tu padre
como tú seréis castigados como merecéis, con la horca.

Tras cerrarse la puerta a la salida del sirviente, la joven rompió a llorar


desconsoladamente, sin dejar de repetir:
-¡Qué puedo hacer!
-¡Qué va a ser de de nosotros...! Hasta entonces solamente había hilado, eso sí,
con gran esmero, la lana de las ovejas y el resultado no fue otro que una delicada
hebra del mismo producto.

Entre sollozo y sollozo, una extraña melodía acaparó todo su interés y sin apenas
darle tiempo para enjugarse las lágrimas vio con estupor, como ante sus atónitos
ojos aparecía un extravagante enanito.
-¿Por qué lloras tan desconsoladamente? -le preguntó sonriente.
-Mi padre, por exceso de cariño, ha ido pregonando que yo era capaz hilar la paja
convirtiéndola en oro y ahora, el rey exige una demostración de lo contrario nos
castigará a los dos duramente; yo, claro está, carezco de ese don.
-Y si te dijera que yo puedo hacer ese trabajo por ti, ¿qué me darías a cambio?
-Soy tan pobre que no tengo nada para darte -dijo la molinera desolada.
-No necesito bienes materiales, -continuó el enano- solo quiero que cuando te
cases me entregues tu primer hijo.
-¡Pero… si no tengo ninguna intención de casarme!, -indicó la joven- si te hiciera
tal promesa, no podría cumplirla.
-No importa tú dame tu palabra.
-Te repito -reiteró la molinera, cada vez más angustiada- que no voy a casarme
nunca.
-¡Bien! -Volvió a decir el enano- pero tú promételo.

La discusión termino cuando la muchacha accedió a la petición del enano,


convencida como estaba, de que nunca se casaría y en consecuencia nunca sería
madre.

El enano se puso a trabajar con tal destreza que en muy poco tiempo toda la paja
quedó convertida en oro, a pesar de que la cantidad mermó bastante, era lo
suficientemente jugosa como para satisfacer al más exigente codicioso.
Tan satisfecho quedó el monarca con el asombroso prodigio que achacó a la
joven; prendado, por otra parte de sus dotes físicas, que se propuso hacerla su
esposa, de esta forma la fortuna también sería suya por derecho propio.

La joven molinera asustada intento replicar, pero el rey no permitía que nadie
discutiera sus decisiones y en seguida terminó con sus escrúpulos.
-Esta decidido, nos casaremos mañana mismo. -aseveró el monarca, y se
marchó.

A pesar de lo precipitado de su enlace, la pareja fue sumamente feliz durante el


primer año de matrimonio, al final del cual, Dios bendijo su enlace con un retoño.

Una mañana que la molinera convertida milagrosamente en reina, acunaba feliz a


su hijo entre sus brazos, apareció el enano.
-Majestad vengo a obligaros a cumplir vuestra promesa, de lo contrario, mi
poderosa magia caerá sobre vos en forma de ira.
La reina aterrorizada le respondió:
-Pídeme cuanto quieras de lo que es mío excepto mi hijo, ¡mi hijo no, por favor!
-Esta bien -dijo el enano convencido de que no lo conseguiría jamás-, te doy tres
días para que adivines mi nombre, si en ese plazo no lo consigues me llevaré al
príncipe.

La joven reina pasó las dos primeras noches en vela haciendo interminables listas
de nombre, que al día siguiente, uno por uno relataba al enano, a cada nombre que
decía, éste, daba un saltito acompañado de una grotesca risotada.
-¡No, no, ese no es mi nombre, frió, frió!

Como se le acaba el tiempo, la reina envió a un servidor de toda su confianza a


que siguiera al enano e intentara por todos los medios a su alcance averiguar su
nombre. El emisario real fue tras él con discreción para no ser descubierto, llegando
hasta un buen escondrijo entre montañas, allí después de dar cuenta de algunas
viandas, se puso a bailar y a cantar alrededor de una hoguera mientras tocaba un
rudimentario instrumento de cuerdas:

Nunca más estaré solo,


un príncipe me va a servir,
nadie adivinará que me llamo,
El Enano Saltarín.

Al oír este nombre el leal sirviente salió veloz como un rayo a comunicárselo a su
reina. A la mañana siguiente cuando se presento el enano la reina comenzó como de
costumbre:
-¿No te llamarás Juan?
-¡No, no, frió, frió! -saltito y carcajada por parte del enano.
-¿No te llamarás Pedro?
-¡No, no, frió, frió!
-¿No te llamarás Luís?
-¡No, no, frió, frió!
-¿No te llamarás el Enano Saltarín?
-Sin duda te lo tiene que haber dicho el diablo, -saltó indignado el enano- y se
esfumó dejando tras de si un reguero de humo, desapareciendo para siempre de la
vida de la reina, que vivió muchos años feliz y dichosa.

FIN

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