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Entre sollozo y sollozo, una extraña melodía acaparó todo su interés y sin apenas
darle tiempo para enjugarse las lágrimas vio con estupor, como ante sus atónitos
ojos aparecía un extravagante enanito.
-¿Por qué lloras tan desconsoladamente? -le preguntó sonriente.
-Mi padre, por exceso de cariño, ha ido pregonando que yo era capaz hilar la paja
convirtiéndola en oro y ahora, el rey exige una demostración de lo contrario nos
castigará a los dos duramente; yo, claro está, carezco de ese don.
-Y si te dijera que yo puedo hacer ese trabajo por ti, ¿qué me darías a cambio?
-Soy tan pobre que no tengo nada para darte -dijo la molinera desolada.
-No necesito bienes materiales, -continuó el enano- solo quiero que cuando te
cases me entregues tu primer hijo.
-¡Pero… si no tengo ninguna intención de casarme!, -indicó la joven- si te hiciera
tal promesa, no podría cumplirla.
-No importa tú dame tu palabra.
-Te repito -reiteró la molinera, cada vez más angustiada- que no voy a casarme
nunca.
-¡Bien! -Volvió a decir el enano- pero tú promételo.
El enano se puso a trabajar con tal destreza que en muy poco tiempo toda la paja
quedó convertida en oro, a pesar de que la cantidad mermó bastante, era lo
suficientemente jugosa como para satisfacer al más exigente codicioso.
Tan satisfecho quedó el monarca con el asombroso prodigio que achacó a la
joven; prendado, por otra parte de sus dotes físicas, que se propuso hacerla su
esposa, de esta forma la fortuna también sería suya por derecho propio.
La joven molinera asustada intento replicar, pero el rey no permitía que nadie
discutiera sus decisiones y en seguida terminó con sus escrúpulos.
-Esta decidido, nos casaremos mañana mismo. -aseveró el monarca, y se
marchó.
La joven reina pasó las dos primeras noches en vela haciendo interminables listas
de nombre, que al día siguiente, uno por uno relataba al enano, a cada nombre que
decía, éste, daba un saltito acompañado de una grotesca risotada.
-¡No, no, ese no es mi nombre, frió, frió!
Al oír este nombre el leal sirviente salió veloz como un rayo a comunicárselo a su
reina. A la mañana siguiente cuando se presento el enano la reina comenzó como de
costumbre:
-¿No te llamarás Juan?
-¡No, no, frió, frió! -saltito y carcajada por parte del enano.
-¿No te llamarás Pedro?
-¡No, no, frió, frió!
-¿No te llamarás Luís?
-¡No, no, frió, frió!
-¿No te llamarás el Enano Saltarín?
-Sin duda te lo tiene que haber dicho el diablo, -saltó indignado el enano- y se
esfumó dejando tras de si un reguero de humo, desapareciendo para siempre de la
vida de la reina, que vivió muchos años feliz y dichosa.
FIN