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Esta historia sucedió en la hermosa ciudad de Hamelín, donde la vida era feliz,
hasta que algo terrible vino a turbar la paz de sus vecinos.
Cierto día, un panadero fue a buscar harina. Para su sorpresa encontró el barril
casi vacío, entonces, lo miró por todas partes hasta que por fin descubrió un
agujero, por el que en ese mismo momento se escurría ¡una rata enorme!
Salió enseguida para alertar a todos que, al mirar sus despensas, las hallaron
llenas de ratas y ratones.
Y las ratas eran tantas y tan atrevidas que husmeaban los guisos de las cacerolas,
sorbían la sopa de los cucharones y trepaban por los delantales de las cocineras.
Tan insoportable se hizo la vida que los vecinos se hartaron y fueron a exigir una
solución al alcalde que, hasta entonces, no había hecho caso de sus quejas. Armados
con cazos y cucharas, marcharon todos juntos al ayuntamiento y gritaron enfadados:
Y golpeaban con tanta fuerza sus cazos que las autoridades no se atrevían a salir.
Y los gritos seguían:
-Si mañana queda una sola rata en Hamelín, ya puedes despedirte de tu cómodo
sillón. ¡Inutil, siverguenza!
Un extraño personaje que vestía una capa carmesí. Era espigado, de cabellera larga
y oscura, tenía la mirada azul y una radiante sonrisa.
-Señores, os ruego disculpéis que os interrumpa. Pero sé del mal que asola vuestra
ciudad y os aseguro que tengo la solución: Puedo limpiar de ratas Hamelín, si lo
dejáis en mis manos.
-Si señor y, si dudáis de mi palabra, dadme sólo unas horas, nada perderéis con
ello. Pero, si digo la verdad y, puesto que soy un hombre pobre, quiero a cambio de
mi labor cien monedas de oro.
-Muy bien. Tienes mi palabra, si echas a las ratas, pagaré lo que pides.
Finalmente, el joven tocó tres notas agudas y se dirigió hacia el caudaloso río que
pasaba cerca de Hamelín. Tras él, danzaban las ratas hechizadas. Y una tras otra,
sin darse cuenta, caían al río al son de la flauta, mientras él sonreía y tocaba,
tocaba y sonreía...