Está en la página 1de 9

UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE HISTORIA
HISTORIA ANTIGUA I (ORIENTE) CÁTEDRA “B”
PROFESORA ASOC.: DRA. SUSANA MURPHY

Oriente en Occidente
Introducción:
El “problema oriental” del Occidente

Autor: Goody, Jack


Título original: Introduction: Le “probleme oriental” de l´ Occident

Tomado de: L’Orient en Occident, París, Editions du Seuil, 1999, pp. 5-17

Traductora: Mónica Pellegrini


Revisión: Irene Rodríguez

En la novela Rasselas (1759), cuando el poeta Imlac se esfuerza por explicar el


estado del mundo ubicado fuera del “valle feliz” al príncipe de Abisinia que da nombre al
libro, el escritor inglés Samuel Johnson le hace pronunciar el siguiente discurso:
He conversado en el Cercano Oriente con un gran número de habitantes de los países del
Norte y del Oeste de Europa, esos países que hoy están en posesión de todos los poderes y
de todos los saberes, cuyos ejércitos no pueden ser resistidos y cuyas flotas gobiernan las
regiones más lejanas del globo. Cuando yo comparo los habitantes de esas naciones con
los nativos de nuestro reino y de los que están alrededor, casi parece que pertenecen a otra
especie. Entre ellos es difícil esperar que cualquier cosa que deseen no puedan obtenerla:
mil artes, de las que no tenemos ni idea, contribuyen a su comodidad y a su placer; y
aquello que les fue negado por el clima, lo obtienen por su comercio.
-¿Cómo pueden los europeos- dice entonces el Príncipe- ser tan poderosos? ¿O por qué, si
pueden llegar fácilmente al Asia y África, para conquistar o comerciar, no pueden a su vez
los asiáticos y los africanos invadir sus costas, establecer colonias en sus puertos e
imponer leyes a los príncipes nativos de estos pueblos? Los mismos vientos que los
conducen hacia nosotros deberían también llevarnos hacia ellos.
Señor, respondió Imlac, ellos son más poderosos que nosotros porque son más sabios; el
saber siempre dominará sobre la ignorancia, así como los hombres dominan a los
animales. ¿Por qué su saber es superior al nuestro? Ignoro cuál es la razón que puede
darse para ello, salvo la insondable voluntad del ser Supremo.
¿Cuándo tomaron conciencia los europeos de su superioridad sobre las demás naciones?

1
El sentimiento de superioridad étnica es una característica universal de la condición
humana, es el correlato etnocéntrico a nivel de grupo del egocentrismo individual. Ese
sentimiento global de superioridad no impide la existencia de sentimientos de inferioridad,
la comprobación de imperfecciones, las dudas de sí mismo, las autocríticas. Brilla con un
resplandor particular en presencia del grupo, como lo prueba, por ejemplo, el discurso de
John de Gaunt en su lecho de muerte en Ricardo II (Acto II, escena II, vers. 40-43):
“Este augusto trono del rey, esta isla que porta el cetro, esta tierra de majestad, esta
sede de Marte, este otro Edén, esta mitad del paraíso”.
Pero no encontramos en ninguna parte en Shakespeare la expresión de una superioridad
generalizada de Occidente sobre el Oriente, manifiesta en Rasselas en 1759, en vísperas de
la verdadera revolución industrial (y el capitalismo que le corresponde). Johnson considera,
con justa razón, que el poder y el saber son atributos de los europeos, en particular el poder
militar y la potencia de fuego, que recuerdan el tema del libro de C. M. Cipolla, Guns and
Sails in the Early Phase of European Expansion, 1400-1700 (1965). Ese poder produce
mercancías abundantes y reposa en un saber superior. Hasta aquí, nada que censurar. Pero
esta superioridad se disfraza con una máscara permanente, puesto que se la compara con el
poder del hombre sobre los demás animales, y este mismo poder se vincula con la
“voluntad insondable del ser Supremo”. La superioridad del Occidente sobre el Oriente no
ha existido desde siempre, pues es resultado “del progreso del espíritu humano, de la
mejora creciente de la razón, de los sucesivos avances de la ciencia”, del mismo modo que
el despliegue de la razón humana se vincula con el advenimiento del cristianismo, la
desaparición del oscurantismo de los paganos y los primeros resplandores de la filosofía”.
La idea según la cual los europeos pertenecerían “casi a otro orden de seres” no es un
simple etnocentrismo, resultado de un narcisismo defensivo; está basada en las ricas
cosechas del Renacimiento, de la revolución científica y de las Luces. De allí el énfasis
sobre el conocimiento y la razón (un concepto que se había puesto “de moda”), sobre el
poderío y el comercio. Pero como todos los frutos eran de reciente data, se consideraba a
menudo que las raíces venían de más lejos, desde las estructuras profundas de la cultura, de
la herencia de los griegos (o de los alemanes) y por la gracia del Todopoderoso (por un
pueblo elegido y por el advenimiento del cristianismo). En otros términos, una ventaja
histórica bien circunscripta se transformaba en una superioridad de larga data, incluso en
una realidad permanente, casi biológica. Las causas específicas de esta superioridad, por
otra parte, todavía no han sido estudiadas en su totalidad. Esto se debe al poco
discernimiento de los historiadores y de los especialistas en ciencias humanas y sociales en
el tema de las relaciones entre Oriente y Occidente, y al hecho de que algunos observadores
orientales se hayan sentido superados por los efectos del shock de la expansión de ultramar,
del avance de la ciencia, de la tecnología y del saber en general y, finalmente, por el
advenimiento de la industria en el espacio europeo.
Globalmente hablando, el contraste entre Europa y Asia y la devaluación de Oriente ligada
a este contraste echaron raíces muy tempranamente en la historia de Occidente. El
antagonismo entre griegos y persas ha vinculado a los asiáticos con el modelo de una
autoridad despótica y con la imagen de un esplendor bárbaro; en la Política, Aristóteles los
describe como más serviles que los demás pueblos. La identificación medieval de la
Cristiandad con Europa ha reforzado este sentimiento y después de Aristóteles,
Montesquieu (1689-1755) opone “el genio de la libertad” europeo y el “espíritu de

2
servidumbre” asiático: “Reina en Asia un espíritu de servidumbre que jamás la ha
abandonado (…) No se verá jamás otra cosa que el heroísmo de la servidumbre”.
Esta oposición se vio discutida por un mejor conocimiento de Oriente, que siguió a la
expansión del comercio europeo en los siglos XVII y XVIII; para China, fueron los jesuitas
los que abrieron nuevas perspectivas; para India, fueron los mercaderes, los viajeros y los
administradores más perspicaces. Pero la certidumbre de la superioridad occidental
raramente se modificó, como bien nos lo muestra la visión de Johnson.
Con el advenimiento de la revolución industrial, el contraste político tomó un giro más
específicamente económico, bajo el impulso de los grandes economistas ingleses. Su punto
de vista se funda en La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, obra en la que el autor
considera que la pobreza de las masas proviene del hecho de que la economía no puede
desarrollarse al ritmo del crecimiento demográfico. Esta característica ya había sido
estudiada por Montesquieu, quien atribuía este aumento excesivo a los climas cálidos;
también China permanecía estancada, desperdiciando los recursos naturales de la libertad
en provecho de regulaciones artificiales que impedían el desarrollo del comercio.
Entre los autores influidos por los economistas ingleses se encuentra Karl Marx, que
vivió en Inglaterra desde 1850 hasta 1883. Marx siguió el camino de sus predecesores (que
reflejaban también el sentimiento popular) comprobando el estado de inmovilidad de Asia:
una economía agrícola, basada en la irrigación, un campesinado servil dominado por un
poder despótico. Es el modo de vida asiático. Profundas razones hacían que los pueblos de
esta región del mundo fueran incapaces de incorporarse al proceso de desarrollo que los
habría de conducir de la sociedad antigua a la sociedad feudal y de allí al capitalismo y
finalmente al socialismo. El modelo marxista de las “fases” de desarrollo formalizaba las
certezas largamente extendidas, fundamentadas en la experiencia europea; ellas excluían al
Asia, cuya historia la llevaba hacia una forma “oriental” estancada, la “excepción asiática”.
En la época de Adam Smith y de sus sucesores, ya se había creado una brecha
considerable entre Oriente y Occidente, tanto en los modos de vida y las formas de
acumulación del saber como en los modelos políticos. A fines del siglo XVIII, Europa
Occidental había iniciado una etapa de crecimiento autoalimentado, que comparativamente
hacía parecer a Asia totalmente estática. La brecha parecía no tener fin. Se tendía a
considerar la ventaja occidental como un estado de cosas endémico, ligado a
heterogeneidades sociales de muy larga duración y al hecho de que Oriente no había pasado
por la experiencia del ascenso del feudalismo y del desarrollo de los centros de comercio
medievales, esas comunas que se desarrollaron en el Norte de Italia y fueron los emblemas
de la sociedad civil. Estos hechos reales y supuestos constituyen la entretela de los
brillantes trabajos de Max Weber. Éste plantea el problema en términos más pertinentes que
sus antecesores, Hegel y sobre todo Herder, para quien la diferencia entre Europa y el
Extremo Oriente, se debía a “la naturaleza singular de los chinos”, a una naturaleza más
que a una cultura, puesto que ella era resultado de caracteres innatos. Podemos dejar de
lado esa curiosa manera de pensar, que no es interesante salvo porque ilustra bien los
extremismos a los que puede conducir el etnocentrismo, hasta el racismo, literalmente
hablando. Las concepciones de Weber deben ser tomadas más seriamente, en particular
porque se relacionan estrechamente con las que dominan aún en los ámbitos sociales,
políticos e históricos y con las que este libro quiere debatir. Numerosos especialistas
occidentales que se dedican al Asia son plenamente conscientes de sus falencias, mientras

3
que otros están fascinados por los éxitos innegables del Occidente y le adjudican categorías
globales (la racionalidad, por ejemplo) cuando serían más adecuados otros factores más
específicos, o inscriben las ventajas de Occidente sobre Oriente en una duración n mucho
más prolongada que la que los hechos parecen indicar. Si estas debilidades se observan en
distintos tipos de investigadores, incluidos algunos orientales, se encuentran sin embargo
mucho más extendidas entre los occidentales, ya sean historiadores o especialistas de
ciencias sociales, para los que la idea de un fenómeno único, “milagroso” constituye una
afirmación fundamental. Es necesario interrogar la naturaleza de este carácter único (que
todas las sociedades poseen) en relación con la brecha que se ensanchó en la época
moderna entre Oriente y Occidente.
En el siglo XIX, la idea de una singularidad única de Occidente surge en conexión con el
“milagro” del crecimiento autoalimentado o, según otros, con la “maldición” capitalista. El
estatismo de las economías orientales parecía deberse a que no poseían las formas
apropiadas de racionalidad y de parentesco ni las capacidades de emprendimiento que se
consideraban como características sólo de Occidente, incluso cuando se criticaba los
desarrollos considerables de los que éste había sido escenario. Weber veía a Europa dotada
de modelos específicos de autoridad, racionalidad y ética económica que habían hecho
posible el desarrollo del capitalismo, mientras que en Asia los sistemas de castas y de
parentesco, tanto como la moral religiosa, paralizaban este surgimiento. Estas dos teorías
prolongan la tradición humanista, según la cual la herencia de Grecia y Roma dotaba a
Europa de virtudes particulares. Esa antigua herencia asociada a una búsqueda de
racionalismo en el saber y en la economía después del Renacimiento, ha posibilitado ese
gran salto hacia adelante, marcado por las diferentes etapas de la revolución científica, de la
“era de la razón” y de las Luces, que desembocaron en la modernización, la
industrialización y el capitalismo, en síntesis, el “milagro económico” propiamente dicho.
Numerosos historiadores occidentales se nutren de afirmaciones de este tipo, bajo
formas que pueden variar ligeramente. Reducida a su núcleo etnocéntrico, la cuestión que
plantean podría formularse así: “¿Cómo hemos sido capaces de convertirnos en los heraldos
de la sociedad moderna?”
He mencionado dos teorías clásicas. Es necesario agregarles numerosas versiones de una
“teoría de los sistemas mundiales”. Su interés reside en el lugar que ellas reservan al
impacto de los desarrollos recientes en la vida de las sociedades a escala mundial. Sus
falencias son dobles: por un lado, todos los demás sistemas o subsistemas se ordenan en
relación con Occidente, en su periferia o su semi-periferia, por otra parte, aunque esta
subdivisión podría significar un avance en conexión con un concepto unitario del tercer
mundo, las situaciones particulares no son juzgadas sino en función de su progreso hacia la
industrialización; Taiwan, por ejemplo, se desplaza de la periferia a la semi-periferia con la
reforma agraria de la postguerra.
Este marco ideológico fue de uso cotidiano para sociólogos, historiadores,
demógrafos, economistas y desde un ángulo un poco diferente, para antropólogos. Ellos
intentaron marcar las líneas que describen y profundizan las diferencias históricas (en
particular aquellas que acabo de enunciar) entre las dos partes del mundo euroasiático,
pero, en mi opinión, esas líneas a menudo han dejado escapar la herencia común a las
grandes civilizaciones de Oriente y de Occidente y han tendido a calificar de “primitivas”
(algo que me parece absolutamente inaceptable) a las instituciones orientales en su

4
conjunto, domésticas, económicas, religiosas o políticas, al menos en comparación con las
de Europa de los comienzos de la época moderna. En resumen, desde el punto de vista de la
larga duración, es necesario considerar las divergencias que han podido desarrollarse a lo
largo del tiempo entre Oriente y Occidente y no las diferencias de naturaleza que los
separarían desde el comienzo.
Esta realidad se ha hecho cada vez más manifiesta a través de varias publicaciones
importantes, como Science and Civilization of China, de Needham. Los argumentos a favor
de una ventaja occidental a largo plazo no lograron integrar el hecho de que en la Edad
Media, el Oriente era superior en varios ámbitos. Por otro lado, los términos del problema
se han transformado mucho por el curso reciente de los acontecimientos, con el rápido
desarrollo de la economía, de la tecnología y de los sistemas de conocimiento, primero en
Japón, luego en numerosos países de la región.
Pero ya era evidente, hace varias décadas, incluso para los especialistas de las ciencias
sociales (los historiadores, a diferencia de los investigadores “prácticos”, no habían
afrontado todavía el problema) que el Japón merecía estar ubicado en el grupo de las
grandes naciones industriales (el denominado “G 7”). ¿Cómo se adecuaba este ascenso de
nivel con las teorías corrientes y el prejuicio popular? Primeramente, se consideró que
Japón era un caso excepcional. A fines de los años ´50, todavía podía hacerse la pregunta:
“¿Por qué había nacido el capitalismo industrial en una sociedad del Asia Oriental (el
Japón) y no en otra (China)?” Veinte años más tarde, sin embargo, otro sociólogo,
adoptando la misma postura clásica, se preguntaba también por qué Japón era “el único país
no occidental que se había transformado en una de las principales naciones industriales”. La
pregunta subyacente seguía siendo la de Weber y Marx o, en el lenguaje de Parsons: por
qué las civilizaciones orientales jamás habían desarrollado el capitalismo. Por cierto, Japón
no se había transformado en una potencia mundial sino hasta bastante después de la
desaparición de estos pensadores. Pero, ¿cómo explicarlo? ¿Como “la excepción que
confirma la regla”?
En Occidente, para la mayoría de los especialistas como para el gran público, la respuesta a
la pregunta debía encontrarse en la diferencia de los caracteres socioculturales inherentes a
las diversas sociedades tradicionales, ya se tratara de su sistema de valores, su estructura
familiar o de uno o varios factores combinados. Cuando se interesaban en Japón, se hacía
una investigación de las semejanzas entre Japón y la Europa occidental, luego, las
diferencias entre Japón y China, que para esta época, no había conocido evidentemente el
mismo tipo de desarrollo. Moulder afirmaba, sin embargo, que las diferencias entre China y
Japón no eran tan grandes. Lo que creaba la brecha eran las respectivas posiciones de Japón
y de China respecto de la economía política del mundo. Mientras que Japón era
relativamente autónomo y podía adaptarse a la nueva situación, China (como la mayor parte
del mundo) era considerada como dominada por el capitalismo extranjero, encerrada dentro
de un “sistema mundial” que sólo beneficiaba a algunos.
La debilidad de este argumento es que, aun reconociendo las semejanzas internas,
estructurales, destaca más las similitudes externas, coyunturales. Pues la misma dificultad
mina las explicaciones “externas” propuestas por la teoría de los sistemas mundiales
(desarrollada por Wallerstein) y las explicaciones “internas” salidas de la teorización
weberiana. Las dos concepciones han fallado, no solamente en su confrontación con el caso
de Japón sino también, posteriormente con el desarrollo de las comunidades ultramarinas

5
chinas de Hong Kong, Taiwan, Singapur y Corea (aunque esta última no es china en el
mismo sentido que las demás). Todas se están liberando de la “dominación imperialista”,
todas, sin embargo, tienen una cultura similar a la de la China continental, que según
Moulder, no podía industrializarse sino a través de un movimiento comunista
revolucionario, el único capaz de liberarla de su dependencia externa. La historia reciente
ha mostrado ampliamente las falencias de este análisis.
Otros analistas han propuesto razones más “culturales” para la “excepción” japonesa. Hace
alrededor de cuarenta años, el sociólogo R.N Bellah, siguiendo la tradición de Parsons y de
Weber, afirmaba que las grandes orientaciones ético religiosas de Japón, anteriores a la era
Meiji, habían constituido un estímulo para el desarrollo económico y social comparable al
del protestantismo en Occidente. Esta tesis fue adoptada por algunos investigadores
japoneses, por ejemplo Morishima, para quien la cultura japonesa, y en particular su
religión, está en el origen de los notables éxitos económicos de su país. En la actualidad, los
datos han cambiado nuevamente. Sobre la base de una posición ideológica totalmente
diferente, Berger hace del conjunto de Asia oriental un nuevo caso de aparición de “un tipo
o modelo original de capitalismo industrial” propio de los “regímenes no democráticos y de
las culturas no individualistas”. Esta definición moviliza la idea de una forma alternativa,
colectivista, del modelo capitalista, propuesta por numerosos autores¸ entre ellos Redding,
Rudner o inclusive Gellner. En otros términos, la teoría de los dos capitalismos, occidental
por un lado y oriental por otro, significa que, ya que los pueblos de Asia fueron incapaces
de aplicar nuestro modelo, inventaron su propio sistema; ahora bien, así se sigue
presuponiendo que estos pueblos no han podido modernizarse en razón de rasgos
estructurales profundos, presupuesto que siempre puede ser discutido.
Está claro que ya no podemos considerar las grandes realizaciones de Occidente como
ligadas a características de muy larga duración, casi perpetuas, de las culturas occidentales,
sino como el fruto de uno de los movimientos pendulares que afectan a las sociedades
desde hace milenios. El bosquejo teórico más fundamental debe comenzar por admitir esta
alternancia. Queda aún explicar la evidente preeminencia de Occidente desde el
Renacimiento hasta la época contemporánea. Los avances espectaculares que se han hecho
han inaugurado lo que llamamos Tiempos Modernos. El resultado es que los sistemas
europeos en los ámbitos de la producción industrial, de la actividad cultural (escuelas y
universidades), de la salud pública, de la tecnología y en gran medida, de la cultura en
general, se extendieron, aunque con modificaciones, al mundo entero.
No niego, evidentemente, la importancia para la historia del mundo de los procesos ligados
a la época del Renacimiento, luego a la revolución industrial y sus consecuencias, aunque la
base de las comparaciones entre Oriente y el Occidente moderno, como también algunas
formulaciones de este discurso histórico, me suscitan algunos interrogantes. Mis
principales reservas se refieren a la naturaleza de las explicaciones dadas para la evolución
de las sociedades occidentales y sus implicaciones no sólo para las ciencias sociales, sino
también para la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los otros. Estas reservas
se apoyan, precisamente, en la caracterización de los cambios y en la visión del
“desarrollo” en otras partes del mundo. A menudo es difícil conciliar la confianza del
empresario (fruto natural de su vocación) en la maleabilidad de los sistemas sociales
diferentes al suyo, con la creencia histórica del sociólogo en las profundas diferencias
estructurales de esos sistemas. En realidad, esta última parece haber sido desmentida por el

6
hecho de que cuando el “desarrollo” económico tuvo sus reveses en otras partes del mundo
(en África, por ejemplo), el este de Asia ha experimentado enormes cambios en los ámbitos
industriales y comerciales, así como en otros sectores de la actividad humana.
Se quiso atribuir a Europa una capacidad de modernización que los demás no hicieron otra
cosa que copiar. Pero este argumento puede ser aplicado también en Occidente. ¿No se ha
escrito que “lo que volvió extraordinaria a la vida económica de la Europa Medieval, era
menos la capacidad de invención que la aptitud para aprender de otros, la voluntad de
imitar, la facultad de apoderarse de las herramientas, de las técnicas descubiertas en otras
regiones del mundo, para conducirlas a un más nivel de eficacia más elevado, para
explotarlas con fines diferentes y de manera más intensiva”? Pero este punto de vista,
largamente extendido, sigue presuponiendo un corte radical operado en la historia del
mundo por el desarrollo occidental. Ahora bien, la “modernización” es un proceso
continuo, un avance con saltos irregulares en los cuales distintas regiones del mundo
tomaron parte, cada una en forma singular. Ninguna de ellas estaba dotada de
características únicas y permanentes que las hicieran capaces de inventar o de adoptar los
adelantos más destacados de la historia humana, como la revolución agraria, por ejemplo.
Pero es necesario disponerse a producir el mismo tipo de explicaciones para la primacía
antigua de Oriente y para los éxitos ulteriores de Occidente. Pero no es esto lo que sucede.
El mundo académico está impregnado por concepciones del pasado de las que es difícil
desprenderse.
No intentaré aquí dar cuenta de la apertura de Occidente, ni la de Oriente, ya que no soy
competente para ello. Mi proyecto es más bien reevaluar nuestros enfoques de estos
problemas al cuestionar la pertinencia de nuestro análisis de la racionalidad occidental, del
comercio occidental, de la familia occidental y los vínculos que establecemos generalmente
entre estos fenómenos y lo que nosotros llamamos abusivamente “modernización”,
“industrialización” o “capitalismo”.
A la vista de estos cambios, yo considero como radicalmente inapropiada toda teoría que
pretenda descubrir cualquier rasgo profundamente “estructural” que los hubiera evitado en
Asia o promovido en Europa. En lo que concierne a Europa, y más precisamente a
Inglaterra, nuestro egocentrismo espontáneo nos ha llevado a sobrevaluar el rol de las
determinaciones socioculturales profundas, cuando las mismas pruebas son pobres o
inexistentes. Las causas de los avances de Occidente y Oriente son más contingentes. Por
ello las preguntas quedan planteadas, y parece necesario encontrar repuestas más
específicas, menos etnocéntricas que lo que se ha hecho hasta ahora. Es posible ver la
historia del mundo en una escala más vasta y no solamente desde 1600 hasta ahora, y
reducir la importancia que la mayor parte de los teóricos han dado siempre a los
acontecimientos de Europa Occidental. Plantear el estudio en una escala tan grande sobre
las causas de la preeminencia occidental excedería en gran medida los límites de este
ensayo. Pero yo espero cuestionar un determinado número de juicios corrientes sobre la
“unicidad” de Occidente y preparar el terreno para mejores teorías explicativas. Como
remarca Berger, el confucionismo, considerado anteriormente como un obstáculo para el
desarrollo, es considerado hoy favorable para el mismo. El budismo Mahayana reúne hoy
todas las virtudes, porque “el genio del espíritu chino (…) ha llegado a cambiar una religión
que negaba radicalmente el mundo, en otra que lo afirma, esencialmente”. Algunos
elementos de la tradición occidental: “un activismo marcado, una capacidad racional de

7
innovación y un sentimiento de autodisciplina”, son en adelante considerados como
pertenecientes a la civilización del Extremo Oriente, tanto en sus grandes tradiciones como
en su cultura popular. La marca individualista del modelo occidental, tema muy en boga
para sociólogos e historiadores, ha sido dejada de lado aquí: Berger no piensa que este
elemento haya sido central en la formación de este modelo, aunque pueda aparecer como
uno de sus efectos. En todo caso la red es suficientemente grande como para capturar una
variedad de peces. Las mismas cuestiones van a encontrarse, por otro lado, respecto de los
valores islámicos en las regiones del sudeste asiático “influidas” por el desarrollo del
Extremo Oriente, Malasia, por ejemplo. Cuando Asia del Sur siga el movimiento, lo que
ocurrirá prontamente, el hinduismo, el jainismo y la religión de los skhis ocuparán su lugar
en el cuadro, al punto en que ninguna o casi ninguna de las “religiones del mundo” quedará
excluida.
Esta postura me parece una buena manera de ver el problema. Las explicaciones
“culturalistas” de la apertura de Occidente son muy dudosas, como lo son la mayoría de
las explicaciones “institucionalistas”. En los dos casos, la naturaleza de la “ventaja
comparativa” atribuida a estos conjuntos de factores exige ser examinada con cuidado. Me
detendré más adelante en algunos de estos factores, la “racionalidad”, la contabilidad
(ragioneria), el grado de desarrollo de la actividad comercial en la época de la expansión
europea, la naturaleza de la familia y de otros tipos de grupos involucrados en el comercio
y luego en la industria.
La conclusión a la que llegué es que tenemos la necesidad de repensar el Oriente en
Occidente. Doy inmediatamente un primer ejemplo. He anticipado hace poco, apegado a
la tradición humanista, que el Occidente tenía una “ventaja comparativa” debido al
desarrollo de la escritura alfabética en Grecia. Este argumento me parece hoy mucho menos
pertinente, en todo caso, es excesivo. La mayor parte de las realizaciones ligadas al alfabeto
eran accesibles para los que utilizaban la logografía u otros sistemas de escritura. En la
época preindustrial, saber escribir no era indispensable. Más aún, los niveles de lectura y
escritura en las sociedades no alfabéticas han sido largamente subestimados. Eso no
disminuyó en modo alguno la significación sociocultural de la escritura, pero ha influido
sobre la manera de colocar las grandes líneas de demarcación entre Oriente y Occidente
desde el punto de vista de la historia de los manuscritos.
Pero la investigación se choca siempre con el “binarismo” que atormenta a todas las
“visiones del mundo”: siempre hay dos tipos de sociedad, moderna y tradicional, avanzada
y arcaica, caliente y fría, capitalismo industrial y capitalismo preindustrial, inclusive dos
mundos, el Antiguo y el Nuevo, o incluso por un lado el Antiguo y el Nuevo, y por otro el
“tercer mundo”.
Los antropólogos a menudo no escapan a esta obsesión. Cautivados por su propio
terreno, hacen jugar inevitablemente entre este territorio (los Asante de Ghana, por
ejemplo) y la sociedad europea de la que son originarios, una serie de comparaciones
binarias; o viceversa. El fruto de sus investigaciones locales tiende a expresarse en
categorías binarias (por ejemplo, lo simple y lo complejo, etc.). Pero me parece que hay
pocos, muy pocos contextos en los que este tipo de división sea realmente útil, y que se ha
hecho a menudo la experiencia de situaciones en las que los individuos, los grupos, las
sociedades enteras, se deslizan de una categoría a la otra. Si una división binaria fuera
aceptable (estamos obligados a utilizar grandes categorizaciones) sería falso incluir, en todo

8
estudio de caso, las grandes sociedades asiáticas y africanas en una misma categoría, desde
el punto de vista de su “desarrollo actual” como desde el de la historia de sus culturas.
Desde un punto de vista intelectual, sabemos que tal categorización es grosera y que será
poco operativa. Ella forma parte de nuestro repertorio popular. Pero el problema que
afrontamos en este libro no tiene nada que ver con las divisiones binarias, exige revisar las
“maneras de hacer” más sofisticadas – y nunca lo serán lo suficiente - para llegar a las
distinciones pertinentes entre las grandes civilizaciones orientales y la nuestra. Siempre he
estado profundamente insatisfecho con esas visiones del mundo binarias o teleológicas
(orientadas por la finalidad de un término conocido según el modelo occidental) no
solamente en un plano intelectual general sino debido a mi propia experiencia en Asia y
África. Quiero tratar de indicar aquí cómo una perspectiva diferente puede hacer aparecer
las equivocaciones de discursos anteriores y cómo una falsa evaluación comparativa entre
Oriente y Occidente afecta también nuestra comprensión de Occidente como tal.

Nota: En la presente traducción, realizada para uso exclusivo de los alumnos de la


cátedra, se han omitido las referencias bibliográficas.
.

También podría gustarte