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Introducción
Conciliar el trabajo y el resto de los ámbitos de la vida resulta una tarea compleja, y
lograrlo exitosamente depende de múltiples factores, tanto individuales como
organizacionales. En la búsqueda de ―tips‖ que colaboren para conseguir ese balance vida-
trabajo, encontramos infinitos consejos de sentido común que aseguran que es
imprescindible ―saber organizarse‖, ―aprender a decir que no‖, ―hacer el trabajo en el
trabajo‖, ―programar tiempos de descanso‖, etc. Todos ellos consejos apuntan a la
autogestión y excluyen la responsabilidad de las organizaciones en promover el equilibrio en
sus empleados. A la hora de ponerse en acción, las circunstancias tienden a requerir
soluciones más complejas que la aplicación de simples tips.
Si a esta situación le añadimos que quien debe intentar conseguir un balance vida-
trabajo es una mujer que acaba de ser madre, o una madre de varios hijos, el escenario
tiende a complicarse aún más, porque la maternidad supone un sinfín de obligaciones –
reales y fantaseadas - que tienden a aumentar los indicadores de estrés, aún en mujeres
que no tienen una actividad laboral. Este material se propone interrogar el lugar de la mujer
en el mercado de trabajo actual, así como explorar la complejidad que agrega la vivencia de
la maternidad a la conciliación de la vida laboral con la vida personal.
El concepto de Work Life Balance es definido de diversas maneras por gran variedad
de autores. Para algunos, se trata de un concepto que define las acciones y políticas que las
organizaciones emprenden para favorecer el equilibrio vida-trabajo en los empleados. Para
otros, se trata de las habilidades de los individuos para mantener dicho balance de manera
equilibrada, o bien un estado ideal de equilibrio al que debe aspirarse. Y para un último
grupo, de lo que se trata es de un proceso de influencia recíproca entre ambas dimensiones:
la laboral y la extra laboral (Romero Delgado et al., 2014).
Sobre esta noción de proceso de influencia recíproca, entendemos que el balance
vida-trabajo, es un complejo entramado que tiene en cuenta factores sociales, culturales,
organizacionales, grupales e individuales. Pensemos el siguiente ejemplo. Un trabajador
varón vive en una comunidad con altas tasas de desempleo, con una cultura machista que
lo define como proveedor de su familia, dentro de una organización informal que ha
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anunciado que la crisis económica pone en riesgo los puestos de trabajo. Él se desempeña
en un área que no es particularmente estratégica para la organización, no tiene un horario
de trabajo fijo y está casado con tres hijos a cargo. Otro trabajador, vive en un país
desarrollado que promueve la equidad de género y espera que hombres y mujeres obtengan
equidad en el acceso al empleo. Se desempeña en un área estratégica para la compañía
desde hace varios años. Vive solo y tiene una vida social intensa.
Ante alguna situación coyuntural que aumente el volumen e intensidad del trabajo,
debiendo, por ejemplo, ampliar la carga horaria, trabajar fines de semana, llevarse trabajo a
casa, etc. ¿cómo vivirán ambos trabajadores esas circunstancias? ¿Tendrán ellos las
mismas expectativas respecto a cuál debe ser el equilibrio saludable entre la vida laboral y
la extra laboral?
Probablemente no, ya que el balance depende de la combinación e interacción de
expectativas tanto internas como externas al sujeto, pero que aspira a promover la salud en
los trabajadores y un adecuado desempeño laboral. En particular, los estudios realizados en
las últimas décadas afirman que si un sujeto no alcanza un adecuado equilibrio entre el
trabajo y la vida personal, se producen conflictos entre ambos dominios que afectan el
desempeño en el trabajo, a partir de la disminución del rendimiento a nivel individual y
grupal, el aumento en los índices de rotación y de ausentismo, la insatisfacción e incluso el
deterioro en la salud de los individuos, con frecuentes episodios de agotamiento y estrés.
(Rodríguez & Dabos, 2017) Cuando se trata, además, de pensar el balance vida-trabajo en
las mujeres, toda una agenda en torno a las expectativas de género deben ser tenidas en
cuenta.
La mujer y el trabajo
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largas, y más largas que las de sus homólogos masculinos, ya que también dedican un
tiempo considerable a otras labores no remuneradas. (OIT: 2011, p60)
Estos datos permiten pensar que en el caso de las mujeres, la noción de trabajo es la
que se encuentra problematizada, en tanto las labores domésticas y de cuidado no
remuneradas no son percibidas como trabajo en sí mismo, y se asocian a obligaciones
propias del género. En el mismo informe de 2016 la OIT señala que una de las causas
determinantes de las tensiones entre trabajo y familia es la distribución desigual de las
tareas de prestación de cuidados entre hombres y mujeres, así como las políticas sociales
de apoyo a la familia, precarias o inexistentes entre otros motivos.
El techo de cristal
Se suele llamar ―techo de cristal‖ al fenómeno que explica por qué las mujeres que
cuentan con cierto nivel de educación y experiencia no crecen en sus ámbitos de trabajo a la
par que los varones con igual -y en muchos casos menos- calificación. Para Eagly y Carli
(2004), el ―techo de cristal‖ o ―segregación vertical‖, se manifiesta como una barrera
impuesta por el prejuicio y la discriminación, visibilizada como una desproporción entre
hombres y mujeres en puestos de liderazgo. Además plantean la noción de ―laberinto de
cristal‖, haciendo referencia a los múltiples obstáculos que deben sortear las mujeres para
acceder a puestos de liderazgo.
Si bien existen elementos clave que refuerzan la noción de techo de cristal, este
concepto se construye socialmente tanto desde las organizaciones y el Estado - a través de
sus políticas y criterios de selección y promoción - como a través de los estereotipos y
prejuicios respecto del género femenino, transmitidos generacionalmente en el seno de la
familia y la educación escolar. Suele ocurrir que muchos de los calificativos con que se
critica a las mujeres en posiciones de liderazgo están fuertemente cargados de contenido de
―género―, por ej: ―son más emocionales que racionales‖, ―son más blandas en la puesta de
límites‖, etc. Es así que las brechas de género en el mercado de trabajo también generan
―paredes de cristal‖ o segregación horizontal, en tanto la segmentación de la participación de
mujeres y hombres en los sectores de actividad económica se ve influenciada por una
relativa feminización / masculinización de ciertos ámbitos del mercado de trabajo.
En este sentido, la OIT realizó una encuesta en el año 2015 a 1300 empresas del
sector privado de 39 países en desarrollo, y el hecho de que las mujeres asuman la mayor
parte de las responsabilidades familiares era considerado el principal obstáculo a su
promoción a puestos de liderazgo. Esta distribución desigual redunda en que las mujeres
tengan menores tasas de participación en la fuerza de trabajo, niveles más altos de
segregación sectorial y ocupacional, y niveles también más altos de aceptación involuntaria
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de trabajo a tiempo parcial, además de ser perjudicadas por disparidades salariales y del
ingreso. La desigualdad en el reparto de las labores no remuneradas de cuidado también
puede dar lugar a formas de discriminación directa o indirecta y a tensiones entre el trabajo,
las responsabilidades familiares y la vida privada, en detrimento del bienestar personal y
colectivo.‖ (OIT: 2016, p 73).
En la Argentina, según un relevamiento de Glue Consulting (2016), sólo el 4% de las
empresas grandes y pymes están dirigidas por mujeres. Éste no es un fenómeno
exclusivamente local, ya que en la lista de CEOs de las 500 empresas más grandes del
mundo sólo aparecen veinte mujeres. Y vale aclarar que ocurre también en el ámbito
público: aunque el 50% de los trabajadores del poder ejecutivo nacional son mujeres, en el
año 2017 ellas ocupan sólo el 22% de los cargos de conducción política en el gabinete de
Mauricio Macri, el mismo porcentaje que ocuparon en el gabinete de Cristina Fernández de
Kirchner (datos de CIPPEC). El sistema científico también lo refleja, mientras 60% de las
becarias de CONICET son mujeres, entre investigadores principales o superiores apenas
llegan al 25%. (Brosio et al., 2016).
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la creación y proliferación de jardines maternales públicos, ni la creación de espacios
laborales para promover la lactancia.
En un estudio realizado en Chile, por ejemplo, se desprende que el 70 por ciento de
las mujeres inactivas desearían tener un trabajo remunerado, pero no pueden trabajar
debido a problemas relacionados con el cuidado de los hijos (OIT-PNUD, 2009).
Según el informe El tiempo de trabajo en el siglo XXI de la OIT, en la actualidad el
cuidado privado de niños en el hogar — ya sea por un miembro de la familia o por un
trabajador doméstico — sigue siendo una práctica muy extendida. Sólo el 53% de los países
del mundo tienen como mínimo un programa público para la primera infancia, dirigido a los
niños menores de tres años. Por otra parte, cuando tales programas existen, su cobertura es
limitada. En la Unión Europea (UE), sólo el 30% de los niños menores de tres años se
acogieron a los servicios oficiales de cuidados en 2007, con diferencias considerables entre
los países 21. En los países en desarrollo no suelen existir cifras sobre estos porcentajes,
con las excepciones del Brasil (15%) y Chile (4%) (cifras correspondientes a 2006). Incluso
cuando los servicios de cuidado de niños y educación preescolar se encuentran disponibles,
no suelen adaptarse a las necesidades de los padres trabajadores desde el punto de vista
de los costos y las horas de funcionamiento (OIT, 2011, p.5). A su vez el informe refuerza
que el desarrollo de servicios accesibles y fiables de cuidado de niños es una de las
medidas más eficaces y relativamente poco costosas para promover una protección social
integrada de los grupos vulnerables, ayudando a reforzar la seguridad social y económica de
las familias, sobre todo de los padres con bajos ingresos y de las familias monoparentales, y
promueven la salud y el desarrollo de los niños (OIT, 2011, p.19)
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La misma OIT advierte que cuando la licencia es demasiado breve, las madres
pueden no sentirse preparadas para reincorporarse al trabajo y pueden abandonar la fuerza
de trabajo (OIT, 2011, p.13). Esto ha provocado que en los países industrializados, la tasa
de empleo de las madres tienda a ser menor que la de las mujeres sin hijos; y cuanto mayor
es el número de hijos, menor es la tasa de empleo de la mujer. Por otra parte, la mayoría de
las mujeres con hijos suelen trabajar a tiempo parcial y con horarios flexibles (OIT, 2016,
p.7).
La licencia de paternidad y la concesión de tiempo libre a ambos padres para la
asistencia prenatal y puerperal son un paso en la dirección adecuada. En Islandia, las
licencias de maternidad y de paternidad se distribuyen de manera equitativa y no sexista.
Ambos padres se reparten un período de nueve meses: se reservan tres meses para la
madre y tres para el padre que, de no utilizarse, se pierden. Los meses restantes pueden
distribuirse entre ambos como mejor les parezca. Cada vez más países ofrecen flexibilidad
en cuanto al momento en que puede solicitare la licencia parental, ya sea inmediatamente
después de la maternidad/paternidad en un bloque o como tiempo libre del trabajo hasta que
el hijo esté en edad escolar, así como a la posibilidad de solicitarla a tiempo completo o a
tiempo parcial (como en Alemania, Bélgica y Noruega).
Ante estos datos, cabe preguntarse ¿por qué motivo los países en desarrollo no
implementan iguales políticas? La informalidad del trabajo es uno de los motivos principales.
Sin embargo la OIT ha constatado que la licencia de maternidad y la protección del empleo
durante el embarazo e inmediatamente después del parto aumentan la participación de las
mujeres en la fuerza de trabajo, sin que ello afecte a las ganancias. En los estudios
realizados no se han observado efectos negativos en la productividad y éstos apuntan a
beneficios considerables para los empleadores. Incluso sostiene que una tasa más elevada
de participación de las mujeres en el trabajo genera, a su vez, beneficios socioeconómicos.
Se estima que, en el conjunto de la UE-27, el PIB podría aumentar casi un 30% si se
eliminaran las diferencias de género en el empleo a tiempo completo y parcial y en los
salarios. Los resultados son similares en varios estudios realizados en Asia y América
Latina. (OIT 2016, p12)
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Es nuestra obligación como profesionales de la salud ampliar nuestra perspectiva
sobre los hechos laborales, atendiendo al paradigma de la complejidad para hacer intervenir
la multiplicidad de factores intervinientes.
Desde el rol de psicólogo laboral es viable, entonces, acompañar a la mujer
trabajadora durante el embarazo, promoviendo un clima laboral con un nivel saludable de
estrés, así como favorecer su reincorporación luego de la licencia por maternidad,
atendiendo a las necesidades específicas de ese momento, promoviendo un accionar
flexible que colabore en conseguir un adecuado equilibrio entre la vida laboral y la vida
familiar. De esa manera queda garantizada la salud laboral así como el desempeño.
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