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PODER
«El cuarto poder» es la
historia de dos hombres que,
aunque proceden de orígenes
totalmente diferentes,
permanecen cara a cara en lo
mas alto, preparados para
arriesgarlo todo, para vencer
al otro y controlar el mayor
imperio mediático del mundo
Es una crónica de las vidas
de los dos magnates de los
medios, Richard Armstrong y
Townsend Keith, desde sus
infancias claramente opuestas
hasta su última batalla para
construir el imperio más
grande del mundo los medios
de comunicación.
El libro se basa en dos
medios de comunicación de la
vida real: los barones Robert
Maxwell y Rupert Murdoch,
que lucharon para controlar el
mercado de periódicos en
Inglaterra (Murdoch compró
The Sun y News of the World
y más tarde The Times y
Maxwell compró el Daily
Mirror y su edición dominical ,
el Sunday Mirror).
El concepto del cuarto
poder es, en esencia, la prensa
como vigilante de otras
instituciones poderosas o
'poderes', ayudando a que las
sociedades democráticas
funcionen correcta, abierta y
honestamente.
Nacimientos, matrimonios y
defunciones
Capítulo 3
Actuación de fuerzas comunistas
El juicio de Nuremberg:
la culpabilidad de Goering
es única en su enormidad
Querida madre:
Acabo de recibir tu carta con ideas
sobre lo que debería hacer durante las
vacaciones. Tenía la intención de seguir
tu consejo y recorrer la costa francesa,
para terminar quizá en Deauville, pero
eso fue antes de que el redactor jefe de
crónicas del Oxford Mail me ofreciera
la oportunidad de visitar Berlín.
Quieren que escriba cuatro artículos
de mil palabras sobre la vida en la
Alemania ocupada bajo las fuerzas
aliadas, y que luego vaya a Dresden
para informar sobre la reconstrucción de
la ciudad. Me ofrecen veinte guineas por
cada artículo, a su entrega. Debido al
estado precario de mis finanzas, por
culpa mía, no vuestra, Berlín ha tenido
precedencia sobre Deauville.
Si en Alemania encuentro postales,
te enviaré una, junto con las copias de
los artículos para consideración de
papá. ¿Es posible que el Courier se
interese por ellos?
Siento mucho no poder veros este
verano. Con cariño,
KEITH
Colin GRANT
Continúa la escasez
de alimentos en Berlín
MAYOR S. TULPANOV
Agregado diplomático
Leninplatz, sector ruso
A la mañana siguiente, al
entrevistarse con el coronel Oakshott, le
informó de todo lo ocurrido en el sector
estadounidense la noche anterior, y le
entregó la tarjeta del mayor Tulpanov.
Lo único que no mencionó fue que
Tulpanov se dirigió a él llamándolo
Lubji. Oakshott tomó unas notas en el
bloc que tenía ante él.
—No le comente esto a nadie hasta
que no haya hecho un par de
averiguaciones —le dijo.
Poco después de regresar a la
oficina, Armstrong se sorprendió al
recibir una llamada telefónica. El
coronel deseaba que regresara
inmediatamente a su cuartel general.
Benson lo condujo rápidamente de
regreso, a través del sector británico. Al
entrar por segunda vez aquella mañana
en el despacho del coronel Oakshott,
encontró a su comandante flanqueado
por dos hombres a los que no había
visto nunca, vestidos con ropas civiles.
Se presentaron como el capitán
Woodhouse y el mayor Forsdyke.
—Parece que se ha encontrado usted
con el premio gordo, Dick —dijo
Oakshott, antes de que Armstrong se
sentara—. Por lo visto, nuestro mayor
Tulpanov pertenece a la KGB. Creemos
que es su número tres en el sector ruso.
Se le considera como una estrella en
ascenso. Estos dos caballeros
pertenecen al servicio de seguridad. Les
complacería que aceptara usted la
sugerencia de Tulpanov de hacerle una
visita, y les informara de todo lo que
pudiera descubrir, absolutamente de
todo, hasta de la marca de cigarrillos
que fuma.
—Podría ir a verlo esta misma tarde
—sugirió Armstrong.
—No —dijo Forsdyke con firmeza
—. Eso sería demasiado evidente.
Preferiríamos que esperara una semana
o dos y aparentara que sólo se trata de
una visita rutinaria. Si fuera a verlo
demasiado rápidamente, seguro que se
mostraría receloso. Su trabajo le obliga
a ser receloso, claro, pero ¿por qué
facilitarle las cosas? Preséntese usted en
mi oficina en Franklinstrasse, y me
ocuparé de que sea totalmente
informado.
Armstrong pasó los diez días
siguientes dejando que el servicio de
seguridad le hiciera pasar por
procedimientos rutinarios. Pronto
comprendió que no lo consideraban
como un recluta natural. Al fin y al cabo,
sus conocimientos de Inglaterra se
limitaban a un campamento de tránsito
en Liverpool, un período como soldado
raso en el Cuerpo de Zapadores, su
graduación como soldado del
Regimiento North Staffordshire, y un
viaje nocturno hasta Portsmouth, antes
de ser embarcado con destino a Francia.
La mayoría de los oficiales que le
informaron habrían considerado Eton, el
Trinity y los Guards como una
calificación más natural para la carrera
que habían elegido.
—Dios no parece haberse puesto de
nuestro lado con éste —comentó
Forsdyke con un suspiro durante el
almuerzo con un colega.
Ni siquiera habían considerado la
posibilidad de invitar a Armstrong a
unirse a ellos.
A pesar de todos estos recelos, el
capitán Armstrong visitó diez días más
tarde el sector ruso, con el pretexto de
intentar encontrar unas piezas de
repuesto para las máquinas de imprimir
d e l Telegraf. Una vez que hubo
confirmado que su contacto no tenía el
equipo que necesitaba, como él ya sabía
muy bien, se dirigió rápidamente a la
Leninplatz y empezó a buscar la oficina
de Tulpanov.
La entrada al vasto edificio gris, a
través de un arco situado en el lado
norte de la plaza, no era nada
impresionante, y la secretaria sentada a
solas en el sucio despacho exterior del
tercer piso no le produjo a Armstrong la
sensación de que su jefe fuera
precisamente una «estrella en ascenso».
La mujer comprobó su tarjeta, y no le
pareció nada extraño que un capitán del
ejército británico acudiera allí sin cita
previa. Condujo a Armstrong en silencio
por un largo pasillo gris, con las
paredes desconchadas cubiertas con
fotos y cuadros de Marx, Engels, Lenin y
Stalin, y se detuvo ante una puerta en la
que no aparecía ningún nombre. Llamó,
abrió la puerta y se apartó a un lado
para dejar entrar a Armstrong en el
despacho de Tulpanov.
Armstrong se sorprendió al entrar en
una estancia lujosamente amueblada,
llena de exquisitos cuadros y muebles
antiguos. En cierta ocasión había tenido
que acudir a informar directamente al
general Templer, el gobernador militar
del sector británico, y su despacho era
mucho menos impresionante.
El mayor Tulpanov se levantó desde
detrás de la mesa, y cruzó la habitación
alfombrada para salir a recibir a su
invitado. Armstrong no pudo evitar
darse cuenta de que el uniforme del
mayor, hecho a medida, era mucho
mejor que el suyo.
—Bienvenido a mi humilde morada,
capitán Armstrong —dijo el oficial ruso
—. ¿No es ésa la expresión correcta en
inglés? —No hizo el menor intento por
ocultar una sonrisa burlona—. Ha
llegado usted en un momento perfecto.
¿Le importaría acompañarme a
almorzar?
—Gracias —contestó Armstrong en
ruso.
Tulpanov no mostró ninguna
sorpresa ante el cambio de idioma y
condujo a su invitado a través de una
segunda estancia, donde ya había una
mesa preparada para dos. Armstrong no
pudo dejar de preguntarse si acaso el
mayor no esperaba su visita.
Una vez sentado frente a Tulpanov
apareció un camarero que trajo dos
platos de caviar, seguido por otro con
una botella de vodka. Si con eso
pretendía conseguir que se sintiera a
gusto, no lo consiguió.
El mayor levantó su rebosante copa
y brindó.
—Por nuestra futura prosperidad.
—Por nuestra futura prosperidad —
repitió Armstrong.
En ese momento entró en la estancia
la secretaria del mayor, que dejó un
grueso sobre marrón en la mesa, al lado
de Tulpanov.
—Y cuando digo «nuestra», quiero
decir «nuestra» —dijo el mayor.
Dejó la copa sobre la mesa e ignoró
el sobre. Armstrong también dejó su
copa sobre la mesa, pero no dijo nada.
Una de las instrucciones que le habían
dado en las sesiones de información del
servicio de seguridad era que no hiciese
el menor intento por conducir la
conversación.
—Y ahora, Lubji —dijo Tulpanov
—, no le haré perder el tiempo
mintiéndole acerca de mi posición en el
sector ruso, sobre todo después de que
se haya pasado los diez últimos días
siendo exactamente informado acerca de
por qué me encuentro estacionado en
Berlín y qué papel juego en esta nueva
«guerra fría». ¿No es así como lo
describen ustedes? A estas alturas,
sospecho que sabe usted de mí más que
mi propia secretaria.
Sonrió y se llevó a la boca una
cuchara llena de caviar. Armstrong
jugueteó incómodamente con su tenedor,
pero no intentó comer nada.
—Pero la verdad, Lubji…, ¿o
prefiere que le llame John? ¿O Dick? La
verdad es que yo sí sé sobre usted
mucho más que su secretaria, su esposa
y su madre juntas.
Armstrong seguía sin decir nada.
Colocó el tenedor sobre la mesa y dejó
el caviar delante de él, sin tocarlo.
—Como puede ver, Lubji, usted y yo
somos de la misma clase, y ésa es
precisamente la razón por la que estoy
seguro de que podemos prestarnos una
gran ayuda mutua.
—No estoy seguro de comprenderle
—dijo Armstrong, que le miró
directamente.
—Veamos. Puedo informarle, por
ejemplo, acerca de dónde encontrar
exactamente a la señora Klaus Lauber, y
decirle que ella ni siquiera sabe que su
marido era el propietario del Der
Telegraf.
Armstrong tomó un pequeño sorbo
de vodka. Le alivió el hecho de
comprobar que la mano no le temblaba
lo más mínimo, a pesar de que los
latidos de su corazón se habían
acelerado mucho.
Tulpanov tomó entonces el sobre
marrón dejado a su lado, lo abrió y
extrajo un documento, que deslizó hacia
él, a través de la mesa.
—Y tampoco hay razón alguna para
hacérselo saber a ella, siempre y cuando
lleguemos a un acuerdo.
Armstrong abrió el documento, de
pesado papel pergamino, y leyó el
primer párrafo del testamento del mayor
Klaus Otto Lauber, mientras Tulpanov
permitía que el camarero le sirviera un
segundo plato de caviar.
—Pero aquí dice… —dijo
Armstrong al llegar a la tercera página.
La sonrisa reapareció en el rostro de
Tulpanov.
—Ah, ya veo que ha llegado al
párrafo en el que se confirma que se
dejan todas las acciones del Telegraf a
Arno Schultz.
Armstrong levantó la cabeza y miró
fijamente al mayor, pero no dijo nada.
—Eso, naturalmente, sólo tiene
importancia mientras exista este
testamento —dijo Tulpanov—. Sin
embargo, si este documento no viera
nunca la luz del día, las acciones
pasarían automáticamente a manos de la
señora Lauber, en cuyo caso no veo
razón alguna para que…
—¿Qué espera de mí a cambio? —
preguntó Armstrong muy directamente.
El mayor no contestó en seguida,
como si se pensara la respuesta.
—Oh, quizá sólo un poco de
información de vez en cuando. Al fin y
al cabo, Lubji, si yo hiciera posible que
usted fuera el propietario de su primer
periódico antes de cumplir los
veinticinco años, seguramente podría
decirse que tendría cierto derecho a
recibir algo a cambio.
—No acabo de comprenderle —dijo
Armstrong.
—Creo que lo comprende
perfectamente bien —dijo Tulpanov con
una sonrisa—, pero permítame decírselo
con palabras más claras.
Armstrong tomó el tenedor y probó
por primera vez el sabor del caviar,
mientras el mayor seguía hablando.
—Empecemos por reconocer,
querido Lubji, el sencillo hecho de que
ni siquiera es usted ciudadano británico.
Se encuentra aquí por casualidad. Y
aunque le hayan recibido con los brazos
abiertos en su ejército… —hizo una
pausa para tomar un sorbo de vodka—,
estoy seguro de que ya se habrá dado
cuenta de que eso no significa ser bien
recibido en el fondo de sus corazones.
En consecuencia, ha llegado el momento
en el que tiene que decidir con qué
equipo quiere jugar.
Armstrong tomó un segundo bocado
de caviar. Le gustó.
—Creo que la pertenencia a nuestro
equipo no le resultará muy exigente,
según podrá descubrir usted mismo, y
estoy seguro de que, de vez en cuando,
podremos ayudarnos el uno al otro a
avanzar en lo que los británicos siguen
insistiendo en llamar «el gran juego».
Armstrong acabó con lo último que
quedaba del caviar y confió en que se le
ofreciera más.
—¿Por qué no se lo piensa, Lubji?
—preguntó Tulpanov.
Se inclinó sobre la mesa, recuperó
el testamento y lo guardó de nuevo en el
sobre. Armstrong no dijo nada, y se
limitó a mirar su plato vacío.
—Mientras tanto —añadió el mayor
de la KGB—, permítame darle una
pequeña información que puede
comunicar a sus amigos del servicio de
seguridad.
Sacó una hoja de papel del bolsillo
interior y se la colocó delante, sobre la
mesa. Armstrong leyó su contenido, y se
sintió complacido al descubrir que
todavía era capaz de pensar en ruso.
—Para ser justos, Lubji, debe saber
que su gente ya está en posesión de este
documento, pero se sentirán muy
complacidos de ver confirmado su
contenido. Como puede comprobar, lo
único que todos los operativos del
servicio secreto tienen en común es su
gran afición por el papeleo. Es así como
demuestran que su trabajo es necesario.
—¿Cómo podría haber descubierto
yo esto? —preguntó Armstrong, que
sostuvo en alto la hoja de papel.
—Ah, me temo que precisamente
hoy tengo una secretaria temporal que
abandona continuamente su puesto ante
su mesa.
Dick sonrió, dobló la hoja de papel
y se la guardó en el bolsillo interior del
uniforme.
—Y a propósito, Lubji, esos tipos
de su servicio de seguridad no son tan
estúpidos como pueda parecer. Siga mi
consejo y lleve cuidado con ellos. Si
decide unirse al juego, al final se verá
obligado a ser desleal a una parte o a la
otra, y si llegan a descubrir que los
traiciona, se ocuparán de usted sin el
menor remordimiento.
Ahora, hasta el propio Armstrong
pudo escuchar los latidos de su corazón.
—Como ya le he explicado —siguió
diciendo el mayor—, no es necesario
que tome usted una decisión inmediata.
—Tabaleó con los dedos encima del
sobre marrón—. Puedo esperar
fácilmente unos pocos días más antes de
informar al señor Schultz de su buena
fortuna.
A Townsend le desilusionó
descubrir que en su siguiente vuelo a
Sydney, Susan no estaba de servicio.
Después de que una azafata le sirviera
café, le preguntó si Susan estaría en otro
vuelo.
—No, señor —contestó ella—.
Susan abandonó la compañía a finales
del mes pasado.
—¿Sabe usted dónde trabaja ahora?
—No tengo la menor idea, señor —
contestó ella antes de continuar con su
trabajo.
Townsend empleó la mañana en
recorrer las oficinas del Chronicle,
acompañado por Duncan Alexander, que
procuró mantener la conversación en un
nivel profesional, sin hacer el menor
intento por demostrarle una actitud
amistosa. Townsend esperó un momento
en que ambos se encontraron solos en el
ascensor para volverse hacia él y
decirle:
—Una vez, hace muchos años, me
dijiste: «Los Alexander tenemos una
buena memoria. Llámame cuando me
necesites».
—Sí, eso dije —admitió Duncan.
—Bien, porque ha llegado el
momento de recordarlo.
—¿Qué espera usted que haga?
—Quiero que le diga a sir Somerset
lo buen hombre que soy.
El ascensor se detuvo y las puertas
se abrieron.
—Si hago eso, ¿me garantiza que
conservaré mi puesto?
—Cuenta con mi palabra —dijo
Townsend al salir al pasillo.
Después del almuerzo, sir Somerset,
que parecía un poco más contenido que
la primera vez que se vieron, acompañó
a Townsend a recorrer el departamento
editorial, donde le presentó a los
periodistas. Todos ellos se sintieron
aliviados al ver que el posible nuevo
propietario se limitaba a asentir con
gestos y a sonreírles, y que procuraba
mostrarse agradable incluso con el
personal subalterno. Ese día, todo aquel
que entró en contacto con Townsend
quedó agradablemente sorprendido,
sobre todo después de lo que les
comunicaron los periodistas que habían
trabajado para él en el Gazette. Hasta el
propio sir Somerset empezó a
preguntarse si acaso sir Colin no había
exagerado al describirle el
comportamiento de Townsend en el
pasado.
—No olvidéis lo que sucedió con
las ventas del Messenger después de
que sir Colin ocupara la presidencia —
se encargó de susurrar Bruce Kelly en
diversos oídos, incluidos los del
director, una vez que Townsend se hubo
marchado.
El personal del Chronicle no le
habría concedido a Townsend el
beneficio de la duda si hubieran visto
las notas que tomaba durante el vuelo de
regreso a Adelaida. Para él ya estaba
claro que si esperaba duplicar los
beneficios del periódico, iba a tener que
practicar una cirugía drástica, con
recortes desde arriba hasta abajo.
Townsend se encontró, sin
pretenderlo, pensando en Susan de vez
en cuando. Cuando otra azafata le
ofreció un ejemplar del periódico
vespertino, le preguntó si sabía dónde
trabajaba ella ahora.
—¿Se refiere a Susan Glover?
—Rubia, de pelo rizado y unos
veintitrés años —asintió Townsend.
—Sí, ésa es Susan. Nos dejó para
aceptar una oferta de trabajo en
Moore's. Dijo que ya no podía soportar
los horarios irregulares, por no hablar
de que la trataran como a un conductor
de autobús. Sé muy bien cómo se sentía.
Townsend sonrió. Moore's siempre
había sido la tienda favorita de su madre
en Adelaida. Estaba seguro de que no
tardaría en descubrir en qué
departamento trabajaba Susan.
A la mañana siguiente, una vez
repasada la correspondencia con Bunty,
marcó el número de Moore's en cuanto
ella hubo cerrado la puerta, dejándolo a
solas en su despacho.
—¿Puede ponerme con la señorita
Glover, por favor?
—¿En qué departamento trabaja?
—No lo sé —contestó Townsend.
—¿Se trata de una emergencia?
—No, es una llamada personal.
—¿Es usted pariente suyo?
—No, no lo soy —contestó,
extrañado por la pregunta.
—En ese caso lo siento mucho, pero
no puedo ayudarle. Es contrario a las
normas de la empresa que su personal
reciba llamadas privadas durante el
horario de oficina.
La línea se cortó.
Townsend colgó el teléfono, se
levantó de la silla y se dirigió al
despacho de Bunty.
—Estaré fuera durante una hora,
Bunty. Quizá un poco más. Debo
comprarle un regalo de cumpleaños a mi
madre.
La señorita Bunting le miró
sorprendida, pues sabía que aún faltaban
cuatro meses para el cumpleaños de su
madre. Pero eso significaba al menos
una mejora en comparación con su
padre, pensó. A sir Graham siempre le
había tenido que recordar la fecha el día
anterior.
Al salir del edificio hacía un día tan
cálido y agradable que le dijo a Sam, su
chófer, que caminaría una docena de
manzanas hasta Moore's, lo que le
permitiría comprobar todos los quioscos
de prensa que encontrara por el camino.
No le complació descubrir que el
primero de ellos, en la esquina de la
King William Street, ya había vendido
todos los ejemplares del Gazette, a
pesar de que sólo pasaban unos minutos
de las diez. Tomó nota para hablar con
el director de distribución en cuanto
regresara a la oficina.
Al acercarse a los grandes
almacenes, situados en Rundle Street, se
preguntó cuánto tiempo tardaría en
encontrar a Susan. Empujó la puerta
giratoria de la entrada y deambuló por
entre los mostradores de la planta baja:
joyería, guantes, perfumes. Pero no la
vio. Tomó la escalera mecánica hasta el
primer piso, donde repitió el
procedimiento: vajilla, lencería,
artículos de cocina. Tampoco tuvo éxito.
El segundo piso estaba destinado a ropa
de caballero, lo que le recordó que
necesitaba un traje nuevo. Si ella
trabajaba allí, podría encargar uno
inmediatamente, pero no vio a una mujer
en todo el departamento.
Al subir en la escalera mecánica
para subir al tercer piso, Townsend
creyó reconocer al hombre
elegantemente vestido situado a dos
escalones por encima de él. El hombre
se giró y vio a Townsend.
—¿Cómo está usted? —le saludó.
—Muy bien, gracias —contestó
Townsend, que hizo desesperados
esfuerzos por recordar quién era.
—Soy Ed Scott —dijo el hombre,
solucionándole el problema—. Estuve
un par de cursos por debajo de usted en
el St. Andrews, y todavía recuerdo sus
editoriales en la revista del colegio.
—Me siento halagado —dijo
Townsend—. ¿En qué anda metido
ahora?
—Soy ayudante del director.
—Eso quiere decir que le han ido
bien las cosas —comentó Townsend,
que miró a su alrededor.
—Difícilmente podría decirse así —
replicó Ed—. Mi padre es el director.
Pero eso es algo que usted conoce mejor
que yo. —Townsend frunció el ceño—.
¿Buscaba algo en particular? —preguntó
Ed al salir de la escalera mecánica.
—Sí —contestó Townsend—. Un
regalo para mi madre. Ella ya ha elegido
algo, y sólo he venido para recogerlo.
No recuerdo en qué piso es, pero sé el
nombre de la vendedora que la atendió.
—Dígame el nombre y encontraré el
departamento.
—Susan Glover —dijo Townsend,
que hizo un esfuerzo para no
ruborizarse.
Ed se hizo a un lado, marcó un
número por su intercomunicador y
repitió el nombre. Un momento más
tarde, una expresión de sorpresa
apareció en su rostro.
—Parece ser que está en el
departamento de juguetería —le dijo—.
¿Está seguro de que le han dado el
nombre correcto?
—Oh, sí —contestó Townsend—.
Rompecabezas.
—¿Rompecabezas?
—Sí, resulta que mi madre no se
puede resistir a los rompecabezas. Pero
a nadie de la familia se nos permite
elegirlos porque, cada vez que lo
hacemos, terminamos por regalarle uno
que ya tiene.
—Oh, ya comprendo —asintió Ed
—. Bueno, tome la escalera hasta el
sótano. Encontrará el departamento de
juguetería a mano derecha.
Townsend le dio las gracias y el
ayudante de dirección desapareció hacia
la sección de equipaje y viajes.
Townsend descendió hasta «El
Mundo del Juguete». Una vez allí, miró
entre los mostradores, pero no vio a
Susan y empezó a preguntarse si acaso
tendría que emplear todo el resto del
día. Recorrió lentamente todo el
departamento, y decidió no preguntarle a
una mujer de aspecto serio, con una
placa sobre su ancho pecho que la
identificaba como «Primera ayudante de
ventas», si trabajaba allí una vendedora
llamada Susan Glover.
Pensó que tendría que regresar al día
siguiente y ya estaba a punto de
marcharse, cuando se abrió una puerta
por detrás de uno de los mostradores y
Susan salió por ella, llevando una gran
caja de un mecano. Se acercó a una
clienta que estaba apoyada sobre el
mostrador.
Townsend se quedó como
transfigurado allí mismo. Era mucho más
cautivadora de lo que recordaba.
—¿En qué puedo servirle, señor?
Townsend se sobresaltó, se giró en
redondo y se encontró frente a la mujer
de aspecto serio.
—En nada, gracias —contestó con
nerviosismo—. Sólo busco un regalo
para…, para… mi sobrino.
La mujer le miró fijamente y
Townsend se alejó y eligió un lugar
donde pudiera permanecer oculto a su
vista y seguir viendo a Susan.
La clienta a la que ésta atendía se
tomó una cantidad desproporcionada de
tiempo para decidir si quería el mecano
o no. Susan se vio obligada a abrir la
caja para demostrar que el contenido se
ajustaba a lo que se indicaba en la tapa.
Tomó algunas de las piezas rojas y
amarillas y trató de montarlas, pero la
clienta se marchó pocos minutos más
tarde, con las manos vacías.
Townsend esperó a que la mujer de
aspecto serio estuviera ocupada en
atender a otra clienta. Sólo entonces se
acercó al mostrador. Susan levantó la
mirada y sonrió. Esta vez fue una sonrisa
de reconocimiento.
—¿En qué puedo servirle, señor
Townsend? —le preguntó.
—¿Quiere cenar conmigo esta
noche? —preguntó él por toda respuesta
—. ¿O eso es algo que continúa estando
en contra de las normas de la empresa?
—Sí, lo está —contestó ella con una
sonrisa—, pero…
En ese momento la primera ayudante
de ventas reapareció junto a Susan, más
recelosa que nunca.
—Debe de tener por lo menos mil
piezas —dijo Townsend—. Mi madre
necesita la clase de rompecabezas que
la mantenga ocupada durante por lo
menos una semana.
—Desde luego, señor —asintió
Susan.
Lo condujo hacia una mesa donde
aparecían expuestos varios
rompecabezas de tamaños diferentes.
Townsend empezó a tomarlos y
estudiarlos atentamente, sin mirarla.
—¿Qué le parece en Pilligrini a las
ocho? —le susurró, justo cuando la
vendedora de aspecto serio se les
aproximaba.
—Es perfecto. Nunca he estado allí,
pero siempre he querido ir —dijo ella,
tomándole de entre las manos el
rompecabezas del puerto de Sydney.
Se dirigió hacia la caja registradora,
marcó la cuenta e introdujo la gran caja
en una bolsa de Moore's.
—Serán dos libras y diez chelines,
por favor.
Townsend pagó la cuenta, y habría
confirmado la cita si la vendedora de
aspecto serio no hubiera estado tan
cerca de Susan.
—Espero que su sobrino disfrute
con el rompecabezas —dijo la mujer.
Dos pares de ojos lo siguieron al
salir.
Al regresar a la oficina, Bunty no
dejó de sorprenderse al descubrir el
contenido de la bolsa de compra. En los
treinta y dos años que llevaba
trabajando para sir Graham, no
recordaba una sola ocasión en que éste
le hubiera regalado un rompecabezas a
su esposa. Townsend ignoró su mirada
interrogativa.
—Bunty, quiero ver inmediatamente
al director de distribución. El quiosco
de prensa de la esquina de la King
William Street se había quedado sin el
Gazette a las diez de la mañana. —Al
volverse para entrar en su despacho,
añadió—: Ah, ¿puede reservarme una
mesa para dos en el Pilligrini, para esta
noche?
DISTINGUIDO EDITOR SE
ENFRENTA
A LA BANCARROTA
La última encuesta
da ventaja a Churchill
¡Bienvenido a bordo!
Al despertarse a la mañana
siguiente, a Keith le sorprendió
descubrir que Kate ya se había puesto el
batín y leía el manuscrito de la señora
Sherwood. Se inclinó hacia él y le dio
un beso antes de entregarle los siete
primeros capítulos. Keith se sentó en la
cama, parpadeó unas cuantas veces,
tomó la primera página y leyó: «En
cuanto ella salió de la piscina, se le
empezaron a abultar las mollas de la
pieza inferior del bikini». Levantó la
mirada hacia Kate.
—Sigue leyendo —le dijo ella—.
Todavía hay cosas peores.
Keith ya había leído cuarenta
páginas cuando Kate saltó de la cama y
se dirigió al cuarto de baño.
—No te molestes en leer mucho más
—le aconsejó—. Más tarde te diré cómo
termina.
Al reaparecer, al cabo de un rato,
Keith ya andaba por la mitad del tercer
capítulo. Dejó caer el resto de las
páginas al suelo.
—¿Qué te parece? —le preguntó a
Kate.
Ella se acercó a la cama, apartó las
sábanas y contempló su cuerpo desnudo.
—A juzgar por tu reacción, yo diría
que todavía me deseas, o que tenemos un
bestseller en nuestras manos.
Una hora más tarde, cuando
Townsend acudió a desayunar, sólo
encontró a Kate y a la señora Sherwood
sentadas en la mesa, enfrascadas en una
conversación. Dejaron de hablar en
cuanto él se sentó.
—Supongo que… —empezó a decir
la señora Sherwood.
—¿Qué es lo que supone? —
preguntó Townsend con una mirada
inocente.
Kate tuvo que volver la cara para
que la señora Sherwood no viera su
expresión.
—¿Ha hojeado un poco mi novela?
—¿Hojeado? —replicó Townsend
—. La he leído de cabo a rabo. Y una
cosa está clara, señora Sherwood; en
Schumann nadie ha podido leer el
manuscrito, porque si lo hubieran leído
lo habrían contratado inmediatamente.
—Oh, ¿cree usted que es realmente
tan bueno? —preguntó la señora
Sherwood, esperanzada.
—Desde luego que sí —contestó
Townsend—. Sólo confío en que, a
pesar de la imperdonable respuesta que
recibió de nosotros, permita que
Schumann le haga una oferta por su
publicación.
—Pues claro que lo permitiré —
asintió la señora Sherwood con
entusiasmo.
—Bien. No obstante, me permito
sugerir que no es éste el lugar indicado
para hablar de las condiciones.
—Desde luego. Lo comprendo
perfectamente, Keith. ¿Qué le parece si
pasa algo más tarde por mi camarote?
—Miró su reloj—. ¿Quedamos hacia las
diez y media?
Townsend asintió con un gesto.
—A mí me parece perfecto.
Se levantó cortésmente al ver que
ella doblaba la servilleta para dejarla en
la mesa y se alejaba.
—¿Te has enterado de algo nuevo?
—le preguntó a Kate en cuanto se hubo
alejado la señora Sherwood.
—No mucho —contestó, antes de
mordisquear una tostada de pasas—.
Pero creo que ella no está del todo
convencida de que hayas leído el
manuscrito completo.
—¿Qué te hace pensarlo así? —
preguntó Townsend.
—Porque acaba de confiarme que
anoche había una mujer en tu cuarto de
baño.
—¿De veras? —Townsend hizo una
pausa antes de preguntar—: ¿Y qué más
te dijo?
—Habló con gran detalle del
artículo publicado en el Ocean Times, y
me preguntó si…
—Buenos días, Townsend. Buenos
días, querida señorita —dijo el general,
que se sentó a la mesa.
Kate le dirigió una amplia sonrisa y
se levantó.
—Buena suerte —le dijo en voz baja
a Keith.
—Me alegra tener esta oportunidad
de hablar tranquilamente con usted,
Townsend. La verdad de la cuestión es
que ya tengo escrito el primer volumen
de mis memorias, y resulta que también
las llevo a bordo. Me preguntaba si
sería lo bastante amable como para leer
el manuscrito y darme su opinión
profesional.
Townsend necesitó de otros veinte
minutos para escapar de un libro que no
deseaba leer y mucho menos publicar.
El general no le había dejado mucho
tiempo para preparar la entrevista con la
señora Sherwood. Regresó a su
camarote y repasó una vez más las notas
de Kate antes de dirigirse al camarote
de la señora Sherwood. Llamó a la
puerta justo poco después de las diez y
media, y ésta se abrió de inmediato.
—Me gusta que los hombres sean
puntuales —dijo ella.
L a suite Trafagar ocupaba dos
niveles y tenía su propio balcón. La
señora Sherwood dirigió a su huésped
hacia un par de cómodos sillones en el
centro del salón.
—¿Quiere tomar un café, Keith? —
le preguntó sentándose frente a él.
—No, gracias, Margaret. Acabo de
desayunar.
—Desde luego —asintió ella—.
Bien, ¿qué le parece si tratamos de
negocios?
—Estoy a su disposición. Como ya
le he dicho esta mañana, Schumann
consideraría como un privilegio editar
su novela.
—Oh, qué interesante —dijo la
señora Sherwood—. Sólo desearía que
aún viviera mi querido esposo. Siempre
estuvo convencido de que algún día
sería publicada.
—Estaríamos dispuestos a ofrecerle
un anticipo de cien mil dólares —siguió
diciendo Townsend—, y el diez por
ciento del precio de venta una vez
compensado el adelanto. La edición en
rústica seguiría doce meses después de
la edición en tapa dura, y recibiría
pagos adicionales por cada semana que
el libro se mantenga en la lista de libros
más vendidos del New York Times.
—¡Oh! ¿Cree realmente que mi
pequeño esfuerzo puede llegar a
aparecer en la lista de libros más
vendidos?
—Estaría dispuesto a apostar por
ello —asintió Townsend.
—¿De veras? —preguntó la señora
Sherwood.
Townsend la miró con cierta
ansiedad, preguntándose si acaso había
ido demasiado lejos.
—Acepto complacida sus
condiciones, señor Townsend. Creo que
esto merece ser celebrado. —Le sirvió
una copa de champaña de una botella
medio vacía que había en un cubo de
hielo, a su lado—. Y ahora que hemos
llegado a un acuerdo sobre el libro —
dijo un momento más tarde—, quizá sea
usted tan amable de aconsejarme acerca
de un pequeño problema al que me
enfrento actualmente.
—Así lo haré si puedo —le aseguró
Townsend, que fijó la mirada en un
cuadro que mostraba a un almirante de
un solo brazo y un solo ojo, tumbado en
el alcázar de su nave, moribundo.
—Me he sentido muy angustiada por
un artículo publicado en el Ocean
Times, sobre el que me llamó la
atención la… señorita Williams —dijo
la señora Sherwood—. Se refiere al
señor Richard Armstrong.
—No estoy seguro de comprenderla.
—Me explicaré —dijo la señora
Sherwood, que pasó a explicarle a
Townsend una historia que conocía
mejor que ella, y terminó diciendo—:
Claire me ha aconsejado que, puesto que
pertenece usted al mundo editorial,
quizá pudiera recomendarme a alguien
que pudiera estar interesado en comprar
mis acciones.
—¿Cuánto espera que le ofrezcan
por ellas? —preguntó Townsend.
—Veinte millones de dólares. Es la
cantidad que acordé con mi hermano
Alexander, que ya ha vendido sus
acciones a ese tal Richard Armstrong
por esa misma cantidad.
—¿Cuándo tiene previsto reunirse
con el señor Armstrong? —preguntó
Townsend, otra pregunta cuya respuesta
conocía.
—Acudirá a verme a mi apartamento
de Nueva York el próximo lunes a las
once de la mañana.
Townsend siguió mirando el cuadro
colgado de la pared, fingiendo que
reflexionaba sobre la cuestión.
—Estoy seguro de que mi empresa
podría igualar esa oferta —dijo
finalmente—, sobre todo porque la
cantidad ya ha sido acordada.
Confiaba en que no se le notaran los
fuertes latidos de su corazón.
La señora Sherwood bajó la mirada
hacia un catálogo de Sotheby's, que un
amigo le había enviado desde Ginebra
la semana anterior.
—Qué suerte que nos hayamos
conocido —dijo—. Una no puede
encontrarse con esta clase de
coincidencias en una novela. —Se echó
a reír, levantó su copa y añadió—:
Kismet.
Townsend no hizo ningún
comentario.
—Quisiera reflexionar más sobre el
tema durante esta noche —añadió ella
después de dejar la copa sobre la mesa
—. Le comunicaré mi decisión final
antes de que desembarquemos.
—Desde luego —dijo Townsend,
que trató de ocultar su decepción.
Se levantó de la silla y la dama lo
acompañó hasta la puerta.
—Debo darle las gracias por todas
las molestias que se ha tomado conmigo,
Keith.
—Ha sido un placer —dijo, antes de
que ella cerrara la puerta.
Townsend regresó inmediatamente a
su camarote, donde encontró a Kate, que
ya le esperaba.
—¿Cómo fue todo? —fueron sus
primeras palabras.
—Todavía no lo ha decidido, pero
creo que ha picado el anzuelo, gracias al
artículo que tú comentaste.
—¿Y las acciones?
—Puesto que el precio ya ha sido
acordado, no parece que le importe
mucho quién las compre, siempre y
cuando su libro sea publicado.
—Pero quería disponer de más
tiempo para pensárselo —dijo Kate, que
guardó un momento de silencio, antes de
añadir—: ¿Por qué no te hizo más
preguntas acerca de por qué deseabas
comprar sus acciones? —Townsend se
encogió de hombros—. Empiezo a
preguntarme si la señora Sherwood no
ha estado esperándonos durante todo
este tiempo a bordo, en lugar de al
revés.
—No seas tonta —dijo Townsend
—. Al fin y al cabo, va a tener que
decidir qué es lo más importante para
ella, si publicar su libro o no hacerle
caso a Alexander, que le ha aconsejado
que venda a Armstrong. Y si es ésa la
elección que tiene que tomar, hay algo
que juega a nuestro favor.
—¿Y es? —preguntó Kate.
—Gracias a Sally, sabemos cuántas
notas de rechazo ha recibido de los
editores durante los últimos diez años.
Y, después de haber leído el libro, no
creo que ninguno de ellos le diera
muchas esperanzas.
—Seguramente, Armstrong también
lo sabe y estaría dispuesto a publicarle
el libro.
—Pero ella no puede estar segura de
eso —observó Townsend.
—Quizá pueda y resulte ser mucho
más inteligente de lo que habíamos
pensado. ¿Hay teléfono a bordo?
—Sí. Hay uno en el puente. Intenté
hacerle una llamada a Tom Spencer, en
Nueva York, para pedirle que empezara
a preparar el contrato, pero me dijeron
que ese teléfono no se puede usar a
menos que se trate de una emergencia.
—¿Y quién decide cuándo se trata
de una emergencia? —preguntó Kate.
—El contador del barco me dijo que
el capitán es el único árbitro en ese
sentido.
—En ese caso, ninguno de nosotros
podemos hacer nada hasta que no
lleguemos a Nueva York.
La señora Sherwood llegó tarde a
almorzar y esta vez se sentó junto al
general. Pareció complacida de
escuchar un extenso resumen del
capítulo tres de sus memorias, y en
ningún momento planteó el tema de su
novela. Después de almorzar
desapareció y se encerró en su
camarote.
Al ocupar sus puestos para cenar,
descubrieron que la señora Sherwood
había sido invitada a sentarse en la mesa
del capitán.
Después de una noche de insomnio,
Townsend y Kate llegaron pronto a
desayunar, con la esperanza de conocer
la decisión de la señora Sherwood. Pero
a medida que transcurrían los minutos y
ella no aparecía, terminaron por
comprender que debía de haber
desayunado en su camarote.
—Probablemente anda retrasada
preparando su equipaje —sugirió el
siempre solícito doctor Percival.
Kate no pareció quedar muy
convencida.
Keith regresó a su camarote, hizo la
maleta y se reunió con Kate en la
cubierta, cuando el transatlántico ya
remontaba el Hudson.
—Tengo la sensación de que hemos
perdido esta batalla —comentó Kate al
pasar ante la estatua de la Libertad.
—Creo que puedes tener razón. No
me importaría demasiado, si no fuera
nuevamente a manos de Armstrong.
—¿Es importante para ti vencerlo?
—Sí, lo es. Lo que tienes que
comprender es que…
—Buenos días, señor Townsend —
dijo una voz tras ellos.
Keith se giró en redondo y vio a la
señora Sherwood que se les acercaba.
Confió en que no hubiera visto a Kate,
que ya se confundía con la gente.
—Buenos días, señora Sherwood —
saludó.
—Después de haberlo considerado
cuidadosamente —dijo ella—, he
tomado finalmente una decisión. —Keith
contuvo la respiración—. Si mañana por
la mañana tiene usted preparados los
dos contratos para que los firme,
entonces ha conseguido usted un
acuerdo, como dicen vulgarmente los
estadounidenses. —Keith le dirigió una
amplia sonrisa—. No obstante —siguió
diciendo ella—, si mi libro no fuera
publicado en el término de un año
después de la firma del contrato, tendrá
usted que pagar una penalización de un
millón de dólares. Y si no logra
aparecer en las listas de libros más
vendidos del New York Times , la
penalización será de dos millones de
dólares.
—Pero…
—Cuando le pregunté acerca de la
lista de libros más vendidos, me aseguró
usted que estaría dispuesto a apostar por
ello, ¿no es cierto, señor Townsend?
Pues bien, yo simplemente le ofrezco la
oportunidad de hacerlo así.
—Pero… —repitió Keith.
—Espero verle en mi apartamento a
las diez de mañana, señor Townsend.
Mi abogado ya me ha confirmado su
asistencia. En el caso de que no
acudiera usted, firmaré el contrato con
el señor Armstrong a las once. —Hizo
una pausa, miró directamente a Keith y
añadió—: Tengo la sensación de que él
también estaría dispuesto a publicar mi
novela.
Sin decir nada más, la señora
Sherwood se dirigió hacia la rampa de
la pasarela. Kate se reunió con él ante la
barandilla y ambos la observaron
descender lentamente. Al llegar al
muelle se acercaron dos Rolls-Royces
negros. Un chófer bajó presuroso del
primero y abrió la portezuela, mientras
el segundo quedaba a la espera de
recoger su equipaje.
—¿Cómo se las arregló para hablar
con su abogado? —preguntó Keith—.
Llamarlo para hablar de su novela no
creo que pueda considerarse como una
emergencia.
Antes de subir al coche, la señora
Sherwood levantó la mirada y saludó a
alguien con un gesto de la mano. Ambos
se volvieron al unísono para mirar en
dirección al puente, desde donde el
capitán le devolvía el saludo.
26
Capítulo
Dimite el ministro
¡Vence Maggie!
¡Lo pillamos!
Sentado en el recientemente
adquirido apartamento del piso treinta y
siete de la Torre Trump, Armstrong leyó
el comunicado de prensa de Townsend.
Emitió una risita al llegar al párrafo en
el que Townsend alababa el trabajo
realizado por la Fundación Summers.
—Demasiado tarde —dijo en voz
alta—. Ese cinco por ciento me
pertenece a mí.
Dio inmediatamente instrucciones a
sus agentes de Bolsa para que
compraran cualquier acción del Star que
apareciera en el mercado, fuera cual
fuese su precio. El precio de las
acciones se disparó en cuanto estuvo
claro que Townsend había dado la
misma orden. Algunos analistas
financieros sugirieron que, «debido a
una fuerte animosidad personal», los dos
estaban pagando por las acciones un
precio muy superior a su valor real.
Durante las cuatro semanas
siguientes Armstrong y Townsend,
acompañados por una batería de
abogados y contables, pasaron muchas
horas en aviones, trenes y coches,
recorriendo todo Estados Unidos,
tratando de convencer a bancos e
instituciones, a fideicomisos e incluso a
alguna que otra viuda rica, para que les
apoyaran en su batalla por apoderarse
del Star.
El presidente del periódico,
Cornelius J. Adams IV, anunció que
entregaría las riendas del poder en la
junta anual de accionistas al
contendiente que controlara el 51 por
ciento de las acciones. A falta de dos
semanas para que se celebrara la junta,
los directores financieros todavía no se
ponían de acuerdo acerca de quién
poseía el mayor número de acciones de
la empresa. Townsend anunció que
controlaba ahora el 46 por ciento de las
acciones, mientras que Armstrong
afirmaba tener el 41 por ciento. En
consecuencia, los analistas llegaron a la
conclusión de que quien consiguiera el
apoyo del diez por ciento que estaba en
manos de la Applebaum Corporation, se
llevaría el gato al agua.
Vic Applebaum estaba decidido a
disfrutar de sus quince minutos de fama
y declaró a todo aquel que quiso
escucharle que tenía la intención de
escuchar a los dos propietarios antes de
tomar una decisión final. Eligió el
martes antes de la celebración de la
junta para llevar a cabo sus entrevistas,
en las que decidiría a quién de los dos
concedería su favor.
Los abogados de los dos rivales se
reunieron en terreno neutral y acordaron
que se le permitiera a Armstrong ver el
primero a Applebaum, algo que, según
le aseguró Tom Spencer a su cliente,
constituía un error táctico. Townsend
estuvo de acuerdo, hasta que Armstrong
salió de la reunión con los certificados
de posesión de las acciones que
demostraban que estaba en posesión del
diez por ciento de Applebaum.
—¿Cómo se las ha arreglado para
conseguirlo? —preguntó Townsend con
incredulidad.
Tom no tuvo respuesta a esa
pregunta hasta que, durante el desayuno
de la mañana siguiente, leyó la primera
edición del New York Times . Su
corresponsal de medios de
comunicación informaba a sus lectores
que Armstrong no había dedicado mucho
tiempo en explicarle al señor
Applebaum cómo dirigiría el Star, sino
que se había concentrado más bien en
explicarle en yiddish cómo no había
llegado a recuperarse nunca por el
hecho de haber perdido a toda su familia
en el Holocausto, y que terminó la
reunión revelando cómo el momento más
orgulloso de su vida se produjo cuando
el primer ministro de Israel le nombró
embajador volante de su país ante la
URSS, con el encargo especial de
ayudar a los judíos rusos que desearan
emigrar a Israel. Por lo visto, llegados a
ese punto Applebaum rompió a llorar, le
entregó las acciones y se negó a ver a
Townsend.
Armstrong anunció que ahora
controlaba el 51 por ciento de la
empresa y que, en consecuencia, era el
nuevo propietario del New York Star . El
Wall Street Journal aseguró que la junta
anual del Star no sería más que una
ceremonia de unción, pero en una nota
final añadió que Keith Townsend no
debía de sentirse demasiado deprimido
por haber perdido el control del
periódico a manos de su rival porque,
gracias al enorme aumento del precio de
la acción, obtendría unos beneficios
superiores a los veinte millones de
dólares.
La sección de arte del New York
Times recordaba a sus lectores que la
Fundación Summers inauguraría su
exposición de vanguardia el jueves por
la noche. Después de todas las
afirmaciones de apoyo de los barones de
la prensa en favor de Lloyd Summers y
del trabajo de la fundación, sería
interesante comprobar si alguno de ellos
se molestaba en aparecer en el acto.
Tom Spencer le sugirió a Townsend
que sería prudente aparecer aunque sólo
fuera durante unos minutos, pues
Armstrong estaría seguramente presente
y nunca se sabía lo que podría suceder
en una ocasión así.
Carlos y Diana:«
Motivo de preocupación»
¡Plaf!