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Cara y cruz de la literatura infantil

por María Adelia Díaz Rönner

De qué se trata esta literatura y por qué importa saberlo


Cuando se habla de los libros para chicos pareciera que necesariamente se interpusiesen,
imponiéndose a la consideración, múltiples aspectos ajenos a su especificidad. Un criterio
equivocado lleva a sobrestimar la importancia del formato, el tamaño, la consistencia o el
color. Cobran relieve cuestiones tales como el hecho de que en la tapa aparezcan
personajes reconocibles fácilmente por los chicos —del tipo de los de Walt Disney o
Heidi— o que figuren nombres de autores fácilmente identificables por los grandes, que ya
los han leído de chicos. El bestsellerismo, asimismo, ha ingresado al circuito industrial en
el rubro de la literatura infantil y juvenil: el caso más saliente y suficientemente actual para
ser conocido por todos es el que ha producido la serie "Elige tu propia aventura" (1).
Tan desprolijo manejo de los materiales literarios infantiles —por desconocimiento, por
pereza, por mercar— conspira contra la claridad de las ideas, entendidas como factores de
valoración y de experimentación, que se les ofrecen a los chicos.
También aportan su cuota de descontrol sobre esta situación las actitudes de los
mediatizadores más próximos: libreros y docentes; padres y bibliotecarios. Salvando las
lógicas excepciones, la desprotección del libro infantil es casi absoluta.
A esto debemos sumar —ya que estamos en esta enumeración de factores negativos o
contraliterarios o antilibros— lo que llamaríamos eufemísticamente la "inhospitalidad" de
los medios de comunicación —diarios, revistas, radio y TV—, su resistencia a acoger a la
cultura infantil, incluidos los libros, insertándola en un espacio dedicado con exclusividad a
ella (2).
Pero, entonces, si no se trata de todo lo que he señalado anteriormente, cabe la pregunta
¿de qué trata la literatura para chicos? Pues ¡vamos al grano ya!
Trata de muchas cosas que nunca están superpuestas: de las palabras y las multiformas
que cada escrito les otorga. Porque la literatura trata del lenguaje de sus resplandores en
pugna, si se me permite describir casi poéticamente el oficio de escribir.
Aunque suene extravagante, en pocas ocasiones se ubica al lenguaje como el
protagonista específico de una obra literaria infantil. ¿Por qué expreso esta hipótesis de
lectura? Porque, en general, se plurirramifica el tratamiento de un producto literario para
los chicos abordándolo desde disciplinas que distraen del objetivo —y la especificidad, en
suma— de todo hecho literario: el trabajo con la lengua que cada escrito formaliza.
Quienes hayan querido internarse, por primera vez, en el campo literario destinado a los
chicos seguramente se han visto enfrentados con los diversos ramales que se abren para
describir o interpretar esta literatura. Usualmente dichos ramales serán la psicología y la
psicología evolutiva, la pedagogía, la estética y la moral.
Al hacer estas consideraciones, no quiero ni debo esquivar, de ningún modo, el concepto
de "época", que es el que determina la modernidad o no de ciertas ideas o conceptos o
tendencias culturales que se manejan.
Tampoco, es obvio, puede excluirse de nuestras consideraciones los cambios que sufre el
presunto receptor/lector/consumidor, que actúa de manera no pasiva, a favor o en contra
de lo que se le ofrece.
A esta altura de la exposición, quiero enfatizar que, según mi convicción, la literatura para
chicos debe ser abordada desde la literatura, a partir del acento puesto sobre el lenguaje
que la institucionaliza, interrogando a cada uno de los elementos que la organizan, en
tanto producto de una tarea escrituraria que contiene sus propias regulaciones internas.

La superposición disciplinaria y traviesa


¿Por qué he destacado la perturbación que otras disciplinas provocan en el tratamiento de
lo literario infantil?
Lo he hecho porque estimo que el abordaje de los libros para chicos está entorpecido —
me arriesgaría a decir frustrado de antemano— por una lectura arquetípica por la que se
les prohibe a los chicos insertarse en el mundo social y cultural. Tal arquetipismo se
delinea en base a artificiosas concepciones que los grandes alzan como hegemónicas,
escudándose mayormente en la ambigüedad que el estadio de la propia infancia
conlleva (3).

a) Primera intrusión: la psicología y la psicología evolutiva.

Al mirar la literatura infantil desde la psicología evolutiva, abreviamos toda la escritura que
la legitima y construye porque, en un ademán interpretativo de carácter peligrosamente
abstracto, desconectamos al sujeto infantil de la realidad o entorno en el que está inserto.
Una realidad que, en rigor, tironea más fuertemente quizá que la logiquísima
esquematización según los ritmos psicoevolutivos.
Si leo, por ejemplo, un texto de Laura Devetach —y los convido a acompañarme en esta
experiencia— llamado Monigote en la arena, no pienso, en primer lugar, a qué edad debo
contarlo o leerlo.
Muy simplemente, al leerlo me dejo arrollar y desenrollar por las múltiples imágenes que el
texto me aviva y por el placer o displacer que me causa. En ese momento, yo soy una
lectora y mi actividad como tal se pone en marcha a leer ese texto.
Compradora/lectora/selectora, debo poner en marcha gradualmente mis funciones, y
respetar, en consecuencia, sus respectivas modalidades.
Que un monigote trazado en la arena esté deseoso de vivir y compartir su tiempo de
vida/juego con otros elementos —viento, nubes, aves— no configura una historia inusual
en un texto literario, y menos en uno que esté destinado a los chicos. Pero lo realmente
fascinante y diferenciador con respecto a otras historias similares u homologables, es el
modo en que Devetach desenvuelve la vida del Monigote hasta hacerla sentir dentro de
nosotros como algo vibrante, espléndido, único. Lo más trivial que puede expresarse al
cabo de la lectura es un ¡qué buen ejemplo de vida!, y luego, más reflexivamente acaso,
¡qué suerte que no evitó que se borrase de la arena! (4)
Ya he olvidado las veces que he leído o escuchado aquel cuento de Devetach, y siempre
me produce un goce formidable, y regreso a ese candoroso pedigüeñismo de querer oírlo
nuevamente. Toda esta sencilla historia de una historia plena de palabras y algo más vale
para ratificar y poner en escena el placer.
Me atrevería a decir —en verdad siempre lo lanzo en mis clases— que el placer que
provoca lo bien hecho literariamente no tiene edad: aquello que es bueno de verdad
resiste al tiempo.
Por lo cual retomo la postura de no medir un texto literario tomando como único dato para
evaluar sus bondades o sus conveniencias la consideración de si responde o no a los
intereses infantiles comprendidos psicológicamente. Entiéndase que la perspectiva
psicoevolutiva para seleccionar lecturas o armar repertorios tiene su importancia, en tanto
marco general y, asimismo, es útil para determinar un "desde" que edad se sugiere tal o
cual texto.
La cuestión no es soslayar, minusvalorar o ignorar la importancia de los factores
extraliterarios a nuestro alcance, sino ponerlos en juego al servicio de la literatura y no al
revés. Nuestro conocimiento sobre psicología evolutiva ayudará siempre a encajar en las
necesidades e intereses probables de los chicos en lo que hace a temática, personajes y
desempeño lingüístico. Nos permitirá ser más hábiles, también, para ofrecer/recomendar
un libro y para reconocer las potencialidades que dicho producto presenta y cómo activarlo
en las manos de los chicos.
Por último, pido que, en favor de una adecuada interrogación acerca de un libro,
modifiquemos la pregunta inicial "¿para qué edad es?" por una más ajustada a la totalidad
que impone su lectura.

b) Segunda intrusión: la pedagogía y sus excesos

La pedagogía —¿o tal vez deberíamos decir sus usuarios?— aporta una cuestión que,
aunque no parezca, está a un tris de llevar al fracaso la elección y el disfrute de cualquier
producto literario infantil: las utilidades que se pueden obtener del libro para educar mejor.
Me pronuncio contraria a esta malinterpretación de lo pedagógico según la cual toda
manifestación expresiva y comunicacional ejercida por el individuo debe necesariamente
cumplir un servicio.
Si no se entiende que todo acto/gesto/señal/artificio inventado por un individuo maniobra
sobre alguna zona interior de alguien/otro, transformándolo de uno u otro modo, no
hablamos con certeza de lo mismo. En ocasiones, un erróneo manejo de la pedagogía se
torna en un "pedagogismo" infecundo, en una suerte de patología de la educación. Pocos
se habrán sustraído a esas generosas deformaciones pedagogizadoras en la escuela, en
la universidad o a través de los medios masivos de información y entretenimiento.
Ese vicio reduccionista reprime, a mi criterio, la pluralidad de significados que todo libro
posee. El empecinamiento por educar de cualquier manera y a cualquier costo se
encadena a una servidumbre que hace imposible el placer por lo que se oye o por lo que
se lee. Y así el exquisito armazón de una obra literaria se hace cenizas y el lector
languidece a su lado, en grado de irrecuperable.
Por lo expuesto es fácil deducir que la vecindad entre esta falsa pedagogía y el didactismo
literario existe (5). El didactismo y su discurso específico han causado profundas
distorsiones en la lectura del corpus literario infantil. Tendería, en este momento, a mostrar
algunas nociones más habituales, que parten de la incómoda posición, enteramente
inexacta e injusta, en que nos coloca la imposición didáctica.
Hablar de una literatura didáctica es un sinsentido. ¿Por qué, entonces, se ha insistido
sobre su predominio en los libros infantiles? Pues —y aquí retornamos a nuestro centro
clave, la literatura—, porque se ha desplazado el eje por excelencia de lo literario, surgido
del texto desplegado y puntual que se considera, para instalarlo en los objetivos
enseñantes elegidos por el operador/enunciador/docente.
Reitero que la literatura es el texto verbal establecido en un estatuto autónomo, la
escritura, por lo que amojonarlo tras una lección o una línea didáctica, con un sin par tufillo
autoritario, es comprometer la polisemia o pluralidad de significaciones que el mismo texto
literario provee al probable lector y oyente del mismo.
Este criterio nos aproxima a lo disperso, lo inventado y lo transgresor que todo hecho
literario acarrea (6). Si obturamos este juego literario, lisa y llanamente estamos poniendo
dique al río íntegro que todo libro hace circular generosamente.
En consecuencia, hablar del "mensaje" —¡ah, palabra tan estimada por los docentes!— de
un texto literario implica asfixiar la multivariedad que el mismo ofrece, y conduce al
receptor/multiplicador a manipular una única línea de sentido, encajonando el producto en
forma unidireccional y otorgándole, por ello, una monovalencia absoluta y comprendida
como excluyente.
Reitero que, si no se acepta la variedad impuesta desde el texto literario, recrudece una
lectura de tipo estático, donde no se produce la experimentación viva entre la lengua del
autor y la competencia lingüística del lector u oyente.
Suspendo aquí estos planteos pues los mismos serán reformulados cuando realicemos
algunas lecturas.

c) Otras intrusiones no menos importantes: ¿atendemos a la ética y a la moral?

Andando al escenario que me propone la literatura infantil, no puedo dejar de lado unas
palabras del cubano José Martí (1853/1895) para que las consideremos. Dicen así: "No
decirles a los niños más que la verdad para que no les salga la vida equivocada".
¿Pedantería? ¿Omnipotencia? ¿El nefasto autoritarismo de un adulto sobre los chicos,
otra vez? Martí, acaso, ¿es un predicador para salvarnos de los errores de la vida o, en
verdad, es un legítimo preocupado social? Confieso que, si no se tratara de Martí,
podríamos opinar sencillamente que el mercado infantil es muy tentador para los
predicadores y embusteros.
Una buena explicación de la actitud pontificante de Martí la arroja Fryda Schultz de
Mantovani al justificarlo como "hijo de su siglo, que cree en la ciencia y en el progreso,
piensa que el verbo ha sido dado al hombre para instrumento y ejercicio del espíritu: la
palabra debe ser, y es, en él, acto moral" (7).
Los cuatro números de La Edad de Oro —revista mensual que duró desde julio hasta
octubre de 1889 y era editada en Nueva York— explicitan con claridad la propuesta ética
de José Martí, vigoroso defensor y protagonista de la liberación de su país y, también, de
las libertades individuales y sociales de expresión. Quien recorra contemporáneamente los
contenidos de cada una de las revistas publicadas observará el rigor de su conducta para
con sus coetáneos y la firme convicción de desempeñar un papel como educador o
vehiculizador de ideas sobre un sector social, el de los chicos, con impecable
responsabilidad y coherencia. Esta última, basada en la fuerza de la libertad, en el
conocimiento del entorno real y en la necesidad de enfrentar honradamente, sin
torceduras, a la vida.
El ejercicio de vida martiano no es cuento, en tanto él mismo puso el cuerpo para llevar
adelante su programa ético. El hacer y el ser que forjaba nos parecen verosímiles todavía
en los tiempos actuales. De ninguna manera este tramo del escrito pretende ser una
ponderación exagerada o tendenciosa de la obra de Martí dedicada a los chicos.
Sencillamente me parece que es uno de los ejemplos más transparentes de un trabajo
sustentado en una ética convincente y humanizante.
Nosotros, ustedes y yo, en carácter de lectores modernos, podemos observar, en nuestra
actualizada lectura un envejecimiento de su propuesta literaria. Por ejemplo, la
interpretación sexista de la infancia en cuando marca desde el Prólogo a La Edad de
Oro qué conviene a las niñas y qué a los niños, predotándolos de definidas actitudes para
una definida sociedad del siglo XIX; pero, desde otro punto de vista, lo que Martí propone
es la bella aventura de hablarles a los chicos desde códigos éticos convalidados por
modelos que resultan heroicos por su misma práctica.
Entonces ¿la ética que muestra y desarrolla Martí está ya muerta? No, no es eso. Los
diferentes tiempos permiten estrenar otras escalas de valores y cada creador establece, al
elaborar su producto, su propio programa axiológico, el conjunto de valores que mejor lo
expresan ante los demás. Sí, en cambio, está languideciente su particular modo de
hablarles a los chicos de determinada manera, con determinadas formas de discurso. O
sea, en definitiva, que los chicos para quienes aquella revista martiana fue inventada ya no
son sus lectores, porque no se sienten protagonizados en esos sentimientos ni en esos
modelos, procerísticos o no, expuestos en ella.
Cada una de las elecciones éticas que elabore un creador será válida en tanto y en cuanto
esté legitimada por sus consumidores probables. Esta legitimación, se entiende, no
contradice los entrecruzamientos que se produzcan entre el creador y sus consumidores, y
que son altamente necesarios para hacer estallar mejor las múltiples significaciones de las
que hablamos anteriormente. Los libros —y todos los textos literarios— así lo exigen.

El último codo de las intrusiones: la moralización de las moralidades


Un rumbo oblicuo toma nuestra peculiar literatura infantil cuando se la mira desde sus
utilidades o servicios morales o moralizadores. Cuesta mucho descartar el criterio de las
lecturas "edificantes" que, en efecto, está encadenado con la concepción de literatura para
chicos a la que se nos ha acostumbrado.
El discurso didáctico que apunta hacia la moral o la moraleja engendra verdaderos
desconsuelos, ya que desbarata el placer por el texto literario —en su grado de gratuidad y
transgresión permanentes— para los incipientes lectores. Los educadores, padres o
docentes, tergiversan a menudo la dirección plural de los textos para consumarlos en una
zona unitaria de moralización. Nuevamente, enfatizo, lo literario se subordina a la
ejemplificación de pautas consagradas que tienden peligrosamente a homogeneizar las
conductas sociales desde la infancia. O, sencillamente, sugieren que se las acate sin
ninguna crítica.
Desde hace mucho, el didactismo —moral y religioso— recorre los libros destinados a los
chicos, a tal grado que muchos —escritores y educadores— creyeron que era un
ingrediente indispensable en la literatura infantil. Dada la secularización de este criterio, se
ha ido olvidando que son las instituciones —llámense escuela, iglesia, sociedades
literarias, universidades— las que generan sus propios discursos morales; que no hay una
única dirección didáctico-moral sino que cada institución emite su propio aparato. Y esta
circunstancia, que no podemos dejar de considerar, nos remite al campo del poder. De una
u otra forma, retornaremos a estos conceptos que dan vuelta en torno de las instituciones
de diversa índole y del poder que las mismas ejercen.
¿Cómo detectar el peso moralizador en un texto literario para chicos? En la literatura de
los grandes siempre sospechamos que hay moralizadores detrás del escrito. Claro que los
grandes, escritores y lectores, se hacen cargo de ello, tanto de aceptarlos como de
rechazarlos. Por eso mismo es que los grandes presumen de grandes.
Los textos de la literatura infantil, en cambio, asaltan a lectores y oyentes más vulnerables,
con menos posibilidades de entrar o salir de la propuesta ofrecida. Graciosamente,
podríamos decir que los chicos no pueden usar mucho las puertas del mundo pero que
son fuertemente ventilados por las corrientes de aire que los grandes producen con sus
portazos. Créase o no, poco tiene que ver esto con una metaforización de las relaciones
entre chicos y grandes.
La detección de lo moralizante para los chicos se manifiesta en el empleo de cierta lengua
y ciertos símbolos artificiosos, que repiten los modismos o actitudes que los grandes
quieren mantener —utilizando a los chicos especularmente, como aportarían Dorfman y
Mattelart (8)—, en una clara maniobra para seguir vinculados con el tiempo por venir y
ejercer poder sobre él.
Edulcorado, sin conflicto, ese lenguaje artificioso fabrica una zona de la no culpa, de la
inocencia. La historia, que la literatura infantil de tono moralizador desarrolla y progresa,
culmina con una "abuenización", donde se levantan los deberes y los principios éticos
provenientes del sector hegemónico, el de los adultos, que quieren así proyectarse
ahistóricamente. De esta manera la literatura infantil consagrada forja sus propias trampas,
su propia rutina, sus propios clichés. Como toda la literatura, al fin, pero con mayor
violencia y con un enorme ejercicio del poder. La literatura para los chicos se convierte así
en un definido País de los Arquetipos (9).

Momento final de esta parte, casi una disculpa


Entiendo que es engorroso deshilvanar los hilvanes que ajustan las consideraciones
expuestas, más todavía cuando no han sido apuntaladas por muestras literarias que
despejen ambigüedades.
Nada más ajeno a mi intención que eludir demostrar, con lectura de textos, lo que
argumento o lanzo como hipótesis, para que así podamos reformular algunos conceptos
que todos conocemos, o advertimos, y que generalmente se utilizan pero que muchas
veces es necesario sacudir o contrastar para luego reinsertarlos en el mundo de hoy: el de
la cultura y el de los chicos.
Tampoco he querido que en este libro dejaran de moverse las tensiones y distensiones
que se negocian en una clase viva.
Sin embargo, el libro me obliga a exponer un compacto marco de trabajo, donde figuren
las problemáticas más recurrentes para el tratamiento sistemático de la literatura infantil.
Por eso he creído que el primer paso consistía en abordar los múltiples discursos
disciplinarios que se entremezclan en nuestro específico espacio literario, a fin de
privilegiar la materia esencial que nos ha reunido: la literatura y sus escritos.
He omitido a propósito, para ganar en vivacidad, sostenes bibliográficos elaborando de
este modo un ejercicio activo de lectura como si todo fuera un flexible rincón de reflexiones
y opiniones nacidas de una auténtica práctica singular.

Notas
1. Las maniobras editoriales de esta serie de origen norteamericano y sus defectos serán
tratadas más adelante. Acá me interesa, simplemente, enunciar los aspectos que
impiden una adecuada aproximación al universo literario infantil más genuino.
2. Pese a la existencia de algunos artículos tendientes a comentar libros o lecturas
infantiles en algunos diarios y revistas del país, no dejo de notar tan manifiesta ausencia
en el privilegiado espacio de la cultura de los grandes, de suyo acotada y controlada con
regularidad, y asistida por una crítica que marca y delimita su quehacer.
3. He tomado prestada la noción de "ambigüedad" de la francesa Denise Escarpit, tal como
la incluye en su libro La Literatura Infantil y Juvenil en Europa. Panorama histórico,
México, Fondo de Cultura Económica, 1986 – Breviarios.
4. Hay una tendencia predominante a alterar los finales tristes bajo pretexto de aliviar la
tensión dramática del receptor del relato (intrusión psicológica). Quien así lo hace no es
justo con la tensión propia del texto y con la lógica que dentro suyo se corporiza,
inexorable. Considero que se produce, al modificar forzadamente los finales, una
distracción —en su acepción de desviar— peligrosa de la realidad tal como se plantea en
la ficción. Caperucita Roja, cuento tradicional del siglo XVII, es uno de los casos más
claros al respecto, si tomamos en cuenta las posteriores resurrecciones de que fue
objeto.
5. Es lógico que debamos entender por ello que los dos discursos o formas de leer e
interpretar que poseen la pedagogía y la didáctica, claramente definidos, deben siempre
preservar su autonomía disciplinaria y, más todavía, no se debe olvidar que la segunda
se subordina a la problemática atendida por la primera. Un modelo palpable de
resolución reduccionista lo constituye el "análisis y comentario de textos" escolar, que
manifiesta crudamente la formación del no lector y la retórica del discurso del poder en el
territorio de lo literario.
6. Todo texto literario produce y germina un espacio multiplicante de la realidad, de la
sociedad en la que se vive y de la suerte de diáspora pasional que el autor y lector
inauguran a partir del mismo. Un libro, sin rodeos, es una zona de resonancia
estrictamente ecoidal, a veces de los diferentes discursos sociales que se formalizan en
una escritura literaria.
7. El subrayado es mío.
8. Dorfman, Ariel y Mattelart, Armando, Para leer al Pato Donald. Buenos Aires, Siglo XXI,
1972/1983.
9. Nicolás Rosa, en su artículo "Sexo y creación: Sartre y Genet" —incluido en Crítica y
significación. Buenos Aires, Galerna, 1970— donó estas reflexiones para que yo me
apoyara largamente.
Textos extraídos, con autorización de los editores, del libro Cara y cruz de la literatura
infantil. Buenos Aires, Lugar Editorial, 2001. Colección Relecturas.

María Adelia Díaz Rönner es Profesora en Letras de la Universidad Nacional de La Plata.


Es docente e investigadora académica en la Facultad de Humanidades de la Universidad
Nacional de Mar del Plata y especialista en Literatura Infantil. Ha disertado sobre la
temática en numerosos congresos nacionales e internacionales. Recibió el Premio
"Alfonsina 1982", otorgado por la Municipalidad de General Pueyrredón, por su destacada
actividad sociocultural. Fue miembro fundador de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y
Juvenil de la Argentina). Dirigió la colección "Apuntes" de la editorial Libros del
Quirquincho y ha redactado el capítulo "Literatura infantil: de menor a mayor" en la Historia
crítica de la literatura argentina (Emecé Editores), dirigida por Noé Jitrik.

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