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¿Qué

misterios esconde el Turba philosophorum, el libro secreto de los


alquimistas?
En la primavera de 1227 la reina Blanca de Castilla desaparece
misteriosamente, y los rumores hablan de una intervención del maligno. Sólo
Ignacio de Toledo —mercader de reliquias, infatigable viajero por Oriente y
conocedor de los misterios más insondables— parece capaz de resolver el
enigma.
En Córdoba se encontrará con su viejo maestro en la Escuela de Toledo, el
mozárabe Galib, quien le habla de un hombre y de un libro que podrían
proporcionarle algunas pistas sobre el suceso. El libro es el mítico Turba
philosophorum, atribuido a un discípulo de Pitágoras y donde se recoge la
fórmula que permite modificar la naturaleza de los elementos. El hombre es
el conde de Nigredo, misterioso señor del castillo de Airagne. Pero al día
siguiente Ignacio de Toledo descubre que Galib ha muerto envenenado y
presiente que sus pesquisas le llevarán por senderos tan inciertos como
peligrosos.

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Marcello Simoni

La biblioteca perdida
ePub r1.0
Karras 15.07.2018

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Título original: La biblioteca perduta dell’alchimista
Marcello Simoni, 2012
Traducción: Bernardo Moreno Carrillo

Editor digital: Karras


ePub base r1.2

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A Leo Simoni, alquimista de la forma y el color

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Prólogo

Año del Señor 1227. Diócesis de Narbona.


En su parte más elevada, la fachada de la vieja iglesia parroquial estaba rematada
por una abertura circular por la que no entraba nunca la luz, ni siquiera en los días
más soleados. Habría sido pretencioso definirla como un óculo; se trataba más bien
de una cavidad moldeada por la intemperie, órbita de una gran calavera por donde se
colaba el viento para jugar.
Asomada a esa abertura, una monja solitaria barría con la mirada toda la
extensión del valle: las manchas verdes de los prados y las blancas de los rebaños.
Movía las pupilas casi por inercia, indiferente a los signos de una primavera precoz.
Era otra cosa lo que realmente llamaba su atención. Contemplaba el perfil de una
época funesta, y estaba tan absorta que oía el repicar de las campanas de Saint-Denis
que unos meses antes habían anunciado el regreso de Luis VIII a París.
El rey cruzado había regresado cadáver, envuelto en una piel de buey.
Pero la monja no compartía el sentir común; se negaba a ver en aquella desgracia
la ineluctable llegada de la gran siega. No eran los jinetes del Apocalipsis los que
entraban a hierro y fuego en su tierra, sembraban el miedo a la herejía y daban la
palabra a los falsos profetas. Todo aquello no dependía de Dios, sino del género
humano. Y en parte, también de ella.
Parpadeó en un intento por interrumpir la cadena de sus razonamientos; pero el
incesante flujo y reflujo de éstos trajo a su memoria visiones de un infierno
subterráneo donde los que sufrían no eran los muertos sino los vivos. Y durante unos
instantes se sintió invadida por las tinieblas de Airagne…
Una voz femenina la hizo volver a la realidad, pero al principio no captó bien las
palabras. Bajó la mirada hacia el patio y dirigió una sonrisa agradecida a la joven
hermana que la llamaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó como si la hubieran sacado súbitamente de un sueño.
—Baje, bona mater —gritó la joven. Se estaba esforzando por parecer tranquila,
pero su rostro delataba alarma—. Hemos encontrado otro.
«Bona mater», repitió para sus adentros la mujer asomada al óculo. Enemiga de
alardear, no era una monja cualquiera. Era ella la que había infundido nueva savia a
aquella vieja parroquia, transformándola en un refugio para mujeres piadosas, en un
beguinato. Una ráfaga de aire fresco y de alivio para una tierra asolada por la guerra,
y un modo de reparar en parte el mal hecho.
Se apartó ligeramente del óculo, lista para bajar.
—¿Estás segura? —quiso cerciorarse antes.
—Es un poseso, igual que los otros. —Olvidada de su habitual modosidad, la
hermana de orden hablaba a grito pelado—. Lo hemos encontrado mientras bebía en

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nuestro pozo.
La monja se llevó la mano al pecho; la expresión de su rostro era dura como la de
un soldado.
—¿Tiene los «signos»?
—Sí, los signos de Airagne.
La mujer no lo dudó, acudió rauda a unirse con su compañera mientras una
tromba de pensamientos se arremolinaba en su mente. Tal vez los rumores que
corrían por el pueblo eran finalmente ciertos: se estaba aproximando el Apocalipsis.
Mientras bajaba las escaleras, no reparó en que acababa de salir de una pesadilla para
entrar en otra peor: la pesadilla de la realidad.

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PRIMERA PARTE

El conde de Nigredo

Sabed, todos los que buscáis la sabiduría, que el


principio de este arte —por el que muchos perecieron—
es uno solo, considerado por los filósofos como el más
poderoso y sublime de todos los elementos. Los estultos,
en cambio, lo tienen en poca estima, como si fuera la
cosa más vil del mundo. Pues bien, nosotros veneramos
este arte.

Turba philosophorum, XV

Buscando la hermosa filosofía, hemos descubierto que


consta de cuatro partes, y hemos descubierto también la
naturaleza de cada una de ellas. Así, la primera parte se
caracteriza por el negro, la segunda por el blanco, la
tercera por el amarillo y la cuarta por el púrpura.

Libro de Comario y Cleopatra, V

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Una partida de soldados avanzaba por las orillas del Guadalquivir. Ignacio de
Toledo los observaba desde un altozano, en el claroscuro del atardecer, tratando de
averiguar los colores de sus insignias.
Se apeó del carro y se bajó la capucha que lo había protegido del sol durante las
horas más calurosas —dejando ver unos ojos vivarachos y una barba de filósofo— y
se dispuso a bajar la pendiente sin perder de vista las maniobras de la facción armada.
El único destino posible era una ciudadela fortificada, a poca distancia de Córdoba.
Allí encontraría él —estaba seguro— lo que andaba buscando. Pero esa intuición lo
inquietó, pese a no ser presa fácil de las sugestiones; antes bien, era un hombre de
mente racional: le gustaba creer lo que podía comprender y desconfiaba de lo demás.
Extraña actitud para un mercader de reliquias.
Una voz lo sacó de sus pensamientos.
—Pareces preocupado.
Miró en dirección al carro. Le había hablado su hijo Uberto, sentado en el
pescante con las riendas bien sujetas. No más de veinticinco años, pelo negro y largo,
y ojos vivos de tono ambarino.
—No, estoy bien. —Ignacio escudriñó de nuevo el valle—. Esos soldados portan
las insignias de Castilla; deben de estar regresando a la guarnición del rey Fernando
III. Debemos seguirlos; me gustaría departir con Su Majestad antes de que
anochezca.
—No me hago a la idea. Nunca habría imaginado que un día iba a comparecer
ante la presencia de un soberano.
—Pues hazte a ella. Desde hace dos generaciones, nuestra familia sirve a la Casa
Real de Castilla. —Ignacio esbozó una sonrisa amarga y no pudo por menos de
pensar en su padre, que había sido notarius del rey Alfonso IX. Pensaba en eso raras
veces, pero cuando lo hacía dirigía rápidamente la mente hacia otra cosa, para alejar
la imagen de aquel hombre pálido y enjuto que había pasado los mejores años de su
vida, y de la vejez, en medio de la oscuridad de una torre garabateando en resmas sin
número—. Te darás cuenta muy pronto de que ese «privilegio» acarrea más cargas
que honores. —Suspiró.
Uberto se desperezó.
—He oído contar muchas cosas sobre Fernando III. Dicen que es un fanático de la
religión, motivo por el cual lo llaman el Santo. Y que, en nombre de la cruzada contra
los moros, está extendiendo sus feudos hasta el mediodía. Ahora se halla en guerra
contra el emir de Córdoba…
Ignacio no dijo nada, atento de repente a un ruido de cascos al galope. Se volvió
hacia oriente y vio a un caballero que se aproximaba a toda velocidad.

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—Willalme ha vuelto —dijo dibujando un saludo en dirección al aludido.
El jinete los alcanzó, se detuvo delante del carro y bajó de un salto.
—He inspeccionado el camino principal y buena parte de los secundarios. —
Empezó limpiándose el polvo de la cara y de sus largos cabellos rubios. Tras varios
años viviendo en Castilla, su acento francés se había esfumado casi por completo—.
Nadie nos ha seguido.
—Bien, amigo mío. —Ignacio le puso una mano en el hombro—. Ata el caballo
al carro y sube. Nos ponemos en marcha.
El francés obedeció.
—¿Has descubierto dónde se encuentra el campamento del rey?
—Creo que sí —respondió el hombre acomodándose junto a Uberto—. No
tenemos más que seguir a esa tropa —agregó señalando a una cuadrilla de hombres
armados que se dirigían hacia el pequeño poblado—. Debemos llegar cuanto antes. Si
nos sorprende la noche, toda la zona se llenará de forajidos.
Reanudaron la marcha. El carro se deslizó por el declive, tambaleándose con cada
bache del camino, y se adentró en una vegetación cada vez más espesa y rica en
palmeras a medida que se acercaba al río. Aunque eran los primeros días del verano,
una ligera neblina mitigaba los colores de los viñedos lejanos.
Los tres compañeros siguieron la pista de los soldados y franquearon el río por un
viejo puente de piedra sostenido por quince arcos, justo en el momento en que los
hombres armados desaparecían tras las fortificaciones del poblado. Cuando iban a
entrar ellos también, se cerró la cancela de la entrada.
Uberto frenó los caballos y miró alrededor. El valle estaba en silencio. El poblado
se elevaba sobre una colina circundada de murallas. En lo alto descollaba un castillo
con torreón en cuyas almenas ondeaban los estandartes reales.
En aquel preciso momento, una pequeña tropa de soldados emergió por entre los
matorrales y rodeó el carro. Todos vestían de la misma manera: corazas de metal,
yelmos provistos de nasal y sobrepellices rosas. El más grueso e hirsuto del grupo se
acercó al vehículo esgrimiendo una lanza.
—¡Deténganse, señores! Están en una guarnición del rey de Castilla.
Ignacio, que había previsto semejante eventualidad, hizo señas a sus compañeros
de no perder la calma, alzó las manos y bajó del carro.
—Me llamo Ignacio de Toledo. Soy mercader de reliquias y me encuentro aquí
por orden expresa de Su Majestad, el rey Fernando III.
Se abrió paso un segundo soldado.
—¡No me fío de estos malandrines! —Escupió al suelo y desenvainó la espada—.
Para mí que son espías del emir.
—Si así fuera, acabarían como ésos —exclamó con una risotada un tercero
mientras señalaba a cuatro ahorcados en un terraplén.
En absoluto intimidado, Ignacio se volvió al soldado hirsuto, que a pesar de su
aspecto parecía ser más razonable.

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—Poseo una misiva con el sello del monarca como prueba de lo que afirmo. —
Señaló su talego—. Si lo deseáis, os la muestro en el acto.
El armígero dijo que sí mientras pedía silencio a sus conmilitones.
El mercader de Toledo le presentó un pergamino, pero sabedor de que ninguno de
ellos sabía leer, añadió:
—Mirad el sello y lo reconoceréis sin duda.
El soldado tomó el documento, barrió con la mirada las líneas de tinta y se fijó en
el marchamo sellado con cera.
—Sí, es el sello regio. —Devolvió el documento e hizo una inclinación con la
cabeza—. Disculpen, señores, esta ruda acogida, pero es que hay algunas tropas
mahometanas acampadas a poca distancia de aquí y de vez en cuando intentan
infiltrar a sus espías en nuestra guarnición. Descuiden, que ahora mismo hago una
señal para que los dejen entrar. —Se volvió hacia los muros y gesticuló en dirección
de una torreta de madera situada junto a la entrada. Un centinela respondió agitando
una antorcha.
—Prosigan hasta la entrada —gruñó el soldado lanzando una última mirada a los
viajeros—. Cuando se encuentren más cerca, levantarán la reja de la entrada y los
dejarán pasar. Bienvenidos a Andújar, la antigua ciudad de Iliturgis.
Ignacio se subió al carro de nuevo, y Uberto azuzó a los caballos para reanudar la
marcha.
Dejaron a sus espaldas el cinturón fortificado y prosiguieron a través de lo que
hasta hacía poco había sido un floreciente centro agrícola y artesanal. Las calles
estaban bordeadas de construcciones de todo tipo, todas ellas abandonadas y
ennegrecidas por el fuego. Los únicos edificios que aún daban señales de vida eran
las tabernas, a cuyas puertas charlaban animadamente corrillos de soldados
borrachos.
La plaza del mercado albergaba los vivaques de las tropas, entre ellos algunos
soldados bereberes, acuartelados a cierta distancia de las milicias regulares. Uberto
los observó con curiosidad. Vestían un uniforme ligero y un manto con capucha, el
burnus. Por extraño que pareciera, aquellos hombres pertenecían a los destacamentos
camelleros del norte de África.
—No te extrañes de la presencia de guerreros moros —señaló Ignacio a su hijo—.
El califa del Magreb se ha aliado con Fernando III. Por eso le ha mandado refuerzos.
—Pero Fernando está combatiendo contra el emirato de Córdoba. ¿Por qué un
califa mahometano debería ayudarlo?
Ignacio se encogió de hombros.
—Ésta no es una guerra de religión, sino de intereses.
—Como todas las guerras —terció Willalme.
Cuando ya se hallaban en las inmediaciones del castillo, les salió al encuentro un
jinete con el caballo enjaezado portando un escudo decorado con una cruz floreada.
—Señores míos, no podéis seguir adelante —les advirtió con tono cortés—. A

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menos que tengáis un permiso.
—Lo tenemos, señor mío —aseguró Ignacio—. Nos espera Su Majestad.
—Es mi deber asegurarme primero y después escoltaros hasta su presencia.
El mercader de Toledo le mostró la misiva contraseñada con el sello regio. El
caballero la cogió en su mano enguantada de hierro, la leyó atentamente y la
devolvió.
—Estáis en regla, a lo que parece. —Se bajó la cofia de la coraza, descubriendo
un juvenil rostro bronceado—. Me llamo Martín Ruiz de Alarcón. Seguidme, os
indicaré dónde se encuentran los establos.
Llegados allí, el caballero invitó a los tres viajantes a confiar el carro y los
caballos a un caballerizo, y a continuación todos prosiguieron a pie hacia el centro del
castillo, donde se erigía el torreón.
Entre tanto ya se había hecho de noche, y los centinelas estaban encendiendo
fuegos alrededor del perímetro amurallado.
—Su Majestad se aloja en lo alto de la torre del homenaje —explicó Alarcón—.
A esta hora debe de estar departiendo con los dignatarios y el consejo de guerra.
Subieron por una escalera lóbrega hasta la parte más alta del torreón. En las
paredes de piedra, desprovistas de todo adorno, sólo se distinguían manchas de humo
producidas por las antorchas.
—No os extrañe el mal estado del lugar —trató de tranquilizarlos el caballero al
notar las miradas de asombro de los tres visitantes—. Su Majestad sólo acude raras
veces aquí, para fines estrictamente militares. Pero estos muros tienen mucha historia:
se remontan hasta los tiempos de Carlomagno.
—Después de todo —intervino Uberto intercambiando una mirada cómplice con
Willalme—, este castillo no es más que una cabeza de puente con Córdoba. Todo el
mundo sabe que Fernando el Santo está planeando un ataque final contra el emirato.
—Los designios de reconquista de Su Majestad son más que lícitos —comentó
Alarcón con una mueca condescendiente—. Pero yo en vuestro lugar evitaría
llamarlo el Santo en su presencia. Fernando de Castilla es bastante susceptible con
respecto a ciertos epítetos, por inocuos que éstos sean.
—Disculpe el descaro de mi hijo. —Suspiró Ignacio ocultando bajo la barba una
risita complacida. Con el paso del tiempo, Uberto iba manifestando rasgos cada vez
más parecidos a los suyos, sobre todo cierta intolerancia hacia las formas de
autoridad y el gusto de incomodar a quienes practicaban la obediencia ciega. Pero en
otros aspectos era muy distinto a él: su mirada y sus propósitos eran siempre
transparentes como el agua de la fuente, mientras que él, Ignacio, tenía un carácter
más huidizo y lleno de secretos. La experiencia le había enseñado a callar sobre
ciertos asuntos, en especial sobre los arcanos del saber. En el pasado, el ser mal
interpretado casi le había valido la acusación de nigromante.
Superado un segundo tramo de escaleras, llegaron a una antecámara recubierta de
tapices, donde se aglomeraba un gran número de soldados y criados.

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—Esperad a que os anuncie; después, entrad de uno en uno, sin prisas. —Alarcón
lanzó una última mirada a Uberto, esta vez a modo de amonestación—. Y no abráis la
boca si no sois interpelados.
Tras una breve espera, la compañía recibió permiso para pasar.
El mercader se puso delante; dejada atrás la antecámara, atravesó con pasos
medidos una sala muy espaciosa. De las paredes colgaban innúmeros iconos sagrados
—más de lo habitual— cual válvulas de escape de una devoción maníaca.
En el centro de la sala se hallaba sentado Fernando III de Castilla, un hombre de
unos treinta años vestido con un manto de terciopelo azul y una túnica de cuadros.
Tenía unos cabellos largos color castaño que le caían por la frente a modo de
flequillo, una barba incipiente que ponía de relieve su barbilla huidiza y unos ojos
color celeste que parecían perdidos en el vacío. Varias personalidades conformaban
su séquito: consejeros, religiosos, aristócratas… Alarcón, que se les había unido, se
hallaba departiendo porfiadamente con un individuo armado hasta los dientes y un
tanto singular, pues tenía la cara tapada por una jacerina con sólo dos aberturas para
los ojos.
Después de reparar en todo ello, el mercader de Toledo se postró delante del rey y
le rindió homenaje mediante el rito del besamanos. Uberto y Willalme se le acercaron
y arrodillaron a su lado.
Fernando III entreabrió los labios, dando a entender que quería hablar, y en la sala
se hizo el más completo silencio.
—Así que vos sois Ignacio Álvarez. —El tono de voz del monarca era bajo, casi
flemático—. Vuestra reputación tiene algo de sensacional. Se dice que en vuestra
juventud os negasteis a ser clericus, e incluso magister, prefiriendo llevar una vida
errante. No negamos que ello nos produce cierta curiosidad.
—Yo no tengo nada que ocultar, sire. —Ignacio sopesaba bien las palabras—.
Pregunte y será contestado. Pero ha de saber que yo soy un hombre sencillo,
desprovisto de talentos especiales.
—Eso lo juzgaremos nosotros, maestro Ignacio. —Fernando III aguzó la mirada
como para comprobar la sinceridad del interpelado—. Estamos al corriente de
vuestras empresas. Se cuenta, entre otras cosas, que en 1204 llegasteis a
Constantinopla y os pusisteis al servicio del dux de Venecia, pese a haber sido éste
excomulgado. Sabed que no toleramos semejante conducta. Una familia ligada a
nuestro nombre no debe apoyar a los perseguidos por la Santa Sede, por muy nobles
o caudillos que sean. —Suspiró—. Pero seremos magnánimos y pasaremos por alto
vuestros deslices si aceptáis nuestras peticiones.
—¿Por qué os dirigís a mí?
Fernando III esbozó una mueca de fastidio.
—Vuestro padre, hombre de rara inteligencia, sirvió a esta casa hasta su muerte y
se condujo siempre de manera impecable. De vos exigimos la misma obediencia.
Uberto prestaba atención a cualquier matiz de lo que se le decía, desde el pluralis

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maiestatis del monarca al tono evasivo acerca de su padre, pese a lo cual no lograba
abstraerse de un detalle un tanto curioso. Fernando tenía en una mano una estatuilla
blanca con forma de mujer, que de vez en cuando acariciaba con gestos inquietos,
cuasi infantiles. Quiso recordar algo sobre aquel objeto: era una virgen de marfil de la
que el monarca no se separaba nunca, ni siquiera en el campo de batalla.
El monarca siguió hablando:
—Sobre todo, maestro Ignacio, juzgaremos vuestra obediencia en base a vuestro
proceder en el futuro. Os espera una misión importante. Por eso se os ha convocado.
El mercader levantó la mirada para buscar en la del rey algún preanuncio de lo
que esperaba; pero sólo vio dos ojos inexpresivos, relucientes como la porcelana. Ya
se había encontrado antes en situaciones parecidas. No era inhabitual que sus
servicios fueran solicitados en las cortes de grandes señores interesados en recuperar
reliquias de santos u objetos extraños ocultos en lugares lejanos e inaccesibles. Sin
embargo, no acertaba a adivinar lo que quería el rey de él. Por otra parte, le molestaba
que se mencionara tanto la palabra «obediencia».
—Levantaos, maestro Ignacio. —El tono de Fernando III delataba cierta
animosidad—. Decidme, ¿habéis oído hablar del secuestro de nuestra tía, la reina
Blanca de Castilla?
Ignacio no supo qué contestar. En los últimos años, las maniobras de los reinos de
Castilla y Francia reflejaban de manera más o menos explícita la voluntad de dos
hermanas, hijas legítimas del difunto rey Alfonso VIII de Castilla. La primera,
Berenguela, era la madre de Fernando el Santo y, si bien no ostentaba directamente el
poder, le había inculcado a su hijo unos rígidos principios religiosos, que lo impelían
a expandir el reino y a lanzar una Cruzada contra los moros de España. La segunda,
Blanca, desposada con el rey francés Luis VIII, llamado el León, y viuda desde hacía
poco, había tomado personalmente las riendas de Francia, dada la escasa edad del
delfín.
Blanca se había revelado una regente de mano férrea, no sólo manteniéndose
firme frente a una camarilla de barones reacios a servir a una mujer de sangre
castellana, sino también fomentando la Cruzada contra la herejía cátara emprendida
por su marido en tierras del Languedoc. Dicha conducta, que le había acarreado
muchas enemistades, le había asegurado en cambio el apoyo de la Santa Sede y, sobre
todo, del cardenal Romano Frangipane, el legado pontificio.
Ignacio pensó que el secuestro de la reina Blanca encajaba a la perfección con
aquel enredo político. Pero como él no sabía nada al respecto, bajó la mirada e hizo
un gesto negativo.
—Lo lamento profundamente, sire. Aunque mantengo relaciones con diversos
comerciantes y viajantes de Francia, no tengo conocimiento de nada relacionado con
este asunto.
—Así que es cierto; la noticia no se ha difundido aún. —Fernando III apoyó la
estatuilla sobre un brazo y lanzó una mirada al armígero con cota de mallas; después,

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se dirigió nuevamente al mercader—. Es preciso actuar con rapidez, y con la mayor
circunspección.
—¿Debemos socorrer a la reina Blanca de Castilla? —La voz no era de Ignacio,
sino de Uberto, incapaz de contener el estupor. Todas las miradas de la estancia
convergieron inmediatamente en él.
El mercader de Toledo se sintió invadido por una oleada de confusión. Le
molestaba lo indecible quedar en evidencia.
—Disculpad la impertinencia de mi hijo, Majestad. —Lanzó una mirada severa
en dirección al consternado Uberto y después clavó los ojos en la alfombra persa que
tenía bajo los pies—. Os ruego lo disculpéis.
—No vemos por qué —contradijo el monarca—. Lleva toda la razón.
—Pero ¿cómo, Majestad? —Ignacio volvió a levantar la mirada, el ceño fruncido
—. Nosotros somos una simple familia de mercaderes…
—Sabéis perfectamente que eso no es del todo cierto. De todos modos, vuestro
papel en la misión será marginal: la acción principal recaerá sobre quien corresponda.
El monarca dirigió de nuevo la mirada hacia el grupo de congregados, y a una
indicación suya, se acercó el hombre cubierto con la cota de mallas, el cual pasó junto
al atónito Ignacio, hizo una elaborada inclinación ante el regente y se situó a su
izquierda.
Un segundo ademán de Fernando III hizo que cesara el rumor que resonaba en la
estancia.
—¿Sabe, maestro Ignacio? Este hombre dirigirá el aspecto estratégico y, en caso
necesario, las acciones bélicas conducentes a la liberación de nuestra tía Blanca de
Castilla. —Acto seguido, invitó al misterioso armígero a revelarse.
—Por favor, mosén Felipe, mostrad el rostro.
A tal petición, el hombre se llevó las manos a la cabeza y se quitó la malla de
acero que lo cubría, revelando un rostro de rasgos duros, semejante a una máscara de
cobre. Pero lo que más temible lo tornaba eran los ojos, animados por una
inteligencia poco común.
Sin manifestar estupor alguno, Ignacio recordó haber encontrado a aquel hombre
años atrás. Un intercambio de susurros a sus espaldas confirmó que Willalme y
Uberto estaban intercambiando unas palabras sobre el mismo asunto.
—Mosén Felipe de Lusiñano —exclamó—, me alegro de volver a encontrarlo
con salud después de tanto tiempo.
—A mí me alegra igualmente que os acordéis de mí, maestro Ignacio —respondió
el armígero frunciendo los labios con una sonrisa.
—¿Cómo no me iba a acordar? Me beneficié de vuestra escolta mientras me
encontraba viajando por Burgos. Han pasado casi diez años desde entonces, pero aún
me siento en deuda con vos.
—Os ruego que no sintáis ningún tipo de obligación para con mi persona. No me
supuso ningún sacrificio ayudaros. Pero, en fin, si realmente insistís, tal vez en el

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futuro tengáis ocasión de saldar la deuda.
—No hay tiempo ahora para formalismos —los interrumpió Fernando III—. Nos
apremian unos asuntos de suma urgencia. Mosén Felipe, tenga la cortesía de explicar
la situación.
Felipe posó la jacerina y los guantes de hierro sobre un caballete y empezó a
hablar:
—Durante la Cuaresma que acaba de concluir se convocó en Narbona un concilio
para debatir sobre una Cruzada contra los cátaros de Languedoc. En tal ocasión, se
lanzó un anatema contra los condes de Tolosa y de Foix, coaligados con los herejes
contra Blanca de Castilla. —Marcó una pausa para permitir a los presentes
memorizar las noticias—. La reina juzgó oportuno asistir a dicho concilio, pero desde
entonces no hemos tenido noticias de ella. Éste es el asunto: Blanca parece haber
desaparecido como por ensalmo. —Fijó la mirada en el mercader de Toledo—.
Algunas voces afirman que ha sido secuestrada y que se encuentra prisionera en el
sur de Francia, en manos de un tal conde de Nigredo. No sabemos nada más.
Ignacio se acarició la barba, pensativo.
—¿De dónde proceden esas noticias?
—Del venerable Folco, obispo de Tolosa —respondió Felipe—. Se ha tenido
conocimiento del hecho durante el exorcismo de un poseso.
—¿Un exorcismo?
Felipe de Lusiñano extendió los brazos con gesto evasivo.
—No se nos ha comunicado nada preciso al respecto. Monseñor Folco espera una
delegación nuestra para dar más noticias —tras una pausa, prosiguió con tono más
persuasivo—: Comprendo vuestro desconcierto, maestro Ignacio, y en parte lo
comparto. Las palabras de un poseso son unos indicios muy vagos, pero la
desaparición de la reina Blanca es un hecho concreto. Sobre eso no existe duda
alguna. Al menos sabemos por dónde iniciar las pesquisas.
—Aunque convengo con vos, sin embargo no entiendo para qué podría servir yo.
El mercader se volvió hacia Fernando III, pero su mirada se chocó con una
expresión vítrea.
—Se trata de sutilezas diplomáticas en las que yo no tengo experiencia alguna…
Como respuesta a dichas palabras, una voz resonó desde el fondo de la estancia.
—Ignacio Álvarez, ¿qué acabas de decir? ¿Te niegas a comprometerte, como
solías hacer cuando eras pequeño?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ignacio. Conocía aquella voz, pero no la oía
desde hacía muchísimo tiempo. Entre los cortinajes detrás del tono, vio emerger la
silueta de un hombre, de un anciano enjuto de pelo cano y piel oscura como la
cáscara de un dátil. Vestía una túnica parecida a la de un monje, pero más elegante.
Salido a la luz de las antorchas, el anciano hizo una inclinación mirando al
monarca.
—Ya he escuchado bastante, sire. Permitidme participar en la conversación.

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Fernando III asintió.
—Hablad, pues, magister.
Ignacio, que había asistido a la escena con un estupor en aumento, se acercó a
aquel viejo y, sin quitarle los ojos de encima, le cogió una mano y se postró delante
de él.
—Maestro Galib, ¿sois vos de veras?
El vejete sonrió, enarcando unas cejas blanquísimas.
—Sí, hijo, soy yo mismo.
Mientras lo miraba maravillado, el mercader evocó su primer encuentro. Corría el
año 1180 y aunque aún era un niño, Ignacio fue admitido en la Escuela de Toledo.
Para su padre aquello fue motivo de orgullo, pues en dicho lugar se desarrollaba la
monumental obra de traducción de los manuscritos procedentes de Oriente. El
maestro Galib era a la sazón un brillante joven de veinticinco años que se encargaba
de la instrucción de sus discípulos y ayudaba al docto Gerardo de Cremona, que se
había instalado en Toledo expresamente para traducir al latín los tratados de los
filósofos árabes y griegos.
Fue precisamente Galib quien se ocupó del joven Ignacio e insistió para que se
iniciara en el estudio del latín, al reconocer en él una inteligencia poco común. En ese
período, Gerardo de Cremona estaba demasiado ocupado para reparar en aquel
muchacho, pero un poco después lo llamó a su lado e hizo de él uno de sus discípulos
preferidos. Lo cual no habría podido ocurrir sin la mediación de Galib.
—Os creía muerto —admitió Ignacio abrumado por los recuerdos—. Nadie tenía
la menor idea de a dónde habíais ido a parar.
—Simplemente me alejé de Toledo —respondió el magister—. Seguí enseñando
unos años más tras la muerte de Gerardo de Cremona, y después decidí ponerme al
servicio del rey Fernando. —Su sonrisa se resquebrajó, revelando un cansancio
profundo, completamente interior—. El Señor ha querido mofarse de este pobre viejo
regalándole una longevidad fuera de lo común…
Ignacio tenía un sinfín de preguntas que hacerle a Galib, pero éste se anticipó:
—No puedes rechazar esta misión, hijo mío. Tu participación es de vital
importancia.
—Explíquese, magister.
—No me refiero a las informaciones que el obispo Folco dice haber recabado
durante un exorcismo. —El anciano alzó un índice huesudo—. Yo ya he oído hablar
del conde de Nigredo, y estoy al corriente de la fama que lo rodea. Es un adversario
temible, un alquimista. Por ese motivo es preciso que acompañes a mosén Felipe
hasta el condado de Tolosa e indagues a su lado sobre la desaparición de la reina
Blanca. Yo sé bien lo que me digo. Tú fuiste con mucho el mejor discípulo de
Gerardo de Cremona, especialmente en el terreno de las ciencias herméticas y de la
exploración de las cosas ocultas. También estoy al corriente de que decidiste
emprender el oficio de mercader para profundizar en este tipo de conocimientos

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durante tus viajes. No puedes negarlo.
—Un alquimista… —Ignacio había asumido de nuevo su habitual impasibilidad
—. Así que habéis sido vos quien ha propuesto mi nombre para esta misión…
—Sí. —El viejo cruzó los brazos. Su cuerpo diminuto parecía más encogido
todavía entre los pliegues del hábito—. El rey Fernando me ha pedido que le
proponga al hombre más idóneo, y yo he pensado enseguida en ti. Yo habría ocupado
gustosamente tu lugar, pero ya soy demasiado viejo para afrontar semejantes
empresas. Así, pues, ¿qué piensas hacer?
El mercader se volvió en dirección de Uberto y Willalme, leyó en sus rostros
perplejos, y finalmente respondió:
—Acepto el encargo. —Esbozó una media sonrisa—. Después de todo, no me
parece tener derecho de réplica a una orden del rey.
—Bien, entonces —volvió a intervenir Felipe de Lusiñano, que había escuchado
con sumo interés— partiremos mañana mismo. Esta noche repostaréis en el castillo,
en una estancia situada a los pies de la torre del homenaje.
—Muy bien. —Las facciones de Fernando III se habían distendido—. Ahora que
está resuelto el asunto, podemos prepararnos para la cena. —Y mientras decía esto
batió las manos—. Naturalmente, maestro Ignacio, estáis invitado a asistir a ella junto
con vuestros acompañantes.
Dicho esto, el monarca se puso de pie y atravesó la estancia en dirección a la
salida mientras un séquito de nobles porfiaba por seguirlo de cerca a empujones. En
vez de unirse a aquella compañía, Ignacio se apartó en un rincón de la sala. No estaba
acostumbrado a formar parte del séquito de nadie. En ese momento, una mano
huesuda lo agarró de un brazo.
—Sígueme, hijo —le intimó Galib—. Conozco un atajo para el comedor.

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La cena tuvo lugar en un salón del piso alto de la torre del homenaje, en cuyo centro
había una chimenea cilíndrica ceñida por una mesa alargada con forma de herradura.
Ignacio paseó la mirada por los rostros de los comensales y la detuvo en Galib,
sentado frente a él con aire inquieto. Uberto y Willalme estaban sentados junto a
ellos.
El mercader, que esperaba que el magister tuviera ganas de hacer revelaciones,
había ocupado el extremo izquierdo de la mesa, donde se habían aposentado también
varios infanzones con aire distraído y otros caballeros de baja alcurnia. Esperaba, así,
que sus palabras quedaran ahogadas en el runrún de las conversaciones. Por su parte,
el rey Fernando, sentado en el centro de la herradura, conversaba animadamente con
Felipe de Lusiñano y con un fraile dominico de aspecto hosco.
—Magister, ¿le preocupa algo? —preguntó el mercader.
—Hablaremos de eso después —respondió Galib esforzándose por parecer sereno
—. Ahora pensemos en distraernos. Cuéntame cosas de ti y de tus compañeros…
Ignacio le habló primero de sus viajes realizados por Oriente, las costas de África
y varios países europeos, y después de su rocambolesca peregrinación por el Camino
de Santiago en el verano de 1218, en cuya ocasión había conocido precisamente a
Felipe de Lusiñano, que se había mostrado con él tan cortés como misterioso.
En aquel momento entró en la sala una tanda de camareros cargados con garrafas
y bandejas, los cuales, tras repartirse ordenadamente por los flancos de la mesa,
sirvieron el primer plato de bufé: fruta y manjares fríos. Ignacio se dispuso a afrontar
uno de los ceremoniales más elaborados de la corte castellana: una cena compuesta,
según la usanza, por más de una decena de platos. Personalmente, habría preferido
compartir una comida frugal con unos pocos comensales, a poder ser en la penumbra
de una taberna. De repente, sintió nostalgia de su hogar y, sobre todo, de su mujer
Sibila. No la veía desde hacía meses, y el haberla dejado de nuevo sola le producía
remordimiento de conciencia.
«Soy un pésimo marido», se dijo para sus adentros, y durante un momento trató
de imaginar lo que estaría sintiendo ella, en la soledad de una casa vacía, sin la
compañía del hombre que había jurado amarla. Le invadió un malestar intenso y una
urgencia incontenible de correr a su lado. Pero aquella sensación de culpa se
desvaneció con la misma rapidez con que la que había venido a turbarlo. Unos
segundos después, el rostro del mercader se tornó impasible. Su racionalidad lo
capacitaba para amar sólo en determinados momentos y dejar a un lado rápidamente
cualquier sentimiento. Cierto, se había alejado de casa por enésima vez, pero no le
había quedado otra opción. Y para espantar del todo aquel acceso de melancolía, se
escanció un cáliz con vino especiado.

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Entre tanto, Galib había interrogado a Willalme sobre su ciudad de origen,
Béziers, que los cruzados habían atacado a hierro y fuego por dar cobijo a los herejes
cátaros. El francés le hizo saber también que había huido precisamente a raíz de aquel
suceso y que se había salvado de milagro.
—¿Y tus familiares? —preguntó instintivamente el viejo.
El rostro de Willalme se ensombreció.
—Muertos. —Con un gesto de rabia, tomó una manzana y la partió de un tajo—.
Mi padre, mi madre, mi hermana… Todos muertos por los cruzados durante la toma
de Béziers.
Galib, que no quería verlo tan abatido, aprovechó una nueva ronda de platos para
cambiar de conversación.
Se pasó del dulce de la fruta y la pasta de almendras al salado de los quesos y las
aceitunas. Aunque el ágape parecía alegre, bajo aquella apariencia de solaz latía una
tensión contenida, visible en los rostros contraídos de algunos comensales. El
mercader de Toledo se dio cuenta de ello, pero no dijo nada a nadie.
—Permítame una pregunta, magister —lo interpeló de repente—. ¿Qué tiene que
ver Felipe de Lusiñano en toda esta historia? Cuando yo lo conocí no pertenecía a la
corte de Castilla; vestía el uniforme de los templarios y había renunciado al título
nobiliario.
—Lusiñano es muy apreciado por Fernando III como embajador en Francia —
explicó Galib apartando con una mueca de displicencia una bandeja de carne en salsa
agraz—. Llegó a esta corte hará unos siete años y desde entonces se ha conducido
siempre de manera impecable, hasta el punto de que Su Majestad ha favorecido su
ingreso en la Orden Militar de Calatrava y conseguido que le den una encomienda.
—Y dígame, ¿quién es el dominico sentado a la derecha del rey?
Aquellas palabras produjeron un ligero sobresalto en el anciano; pero el mercader
no se asombró. Había reparado en las frecuentes miradas que lanzaba hacia aquel
personaje tenebroso.
—Es Pedro González de Palencia, confesor de Su Majestad —respondió Galib—.
Fernando III no da un paso sin consultarle antes.
—He oído hablar de él. Tiene fama de ser un profundo conocedor de las Sagradas
Escrituras. —Ignacio se permitió una sonrisilla maliciosa—. ¿Me quiere decir por
qué lo mira con tanta aversión?
—El padre González no es una persona franca y directa. Es demasiado medido,
demasiado calculador. Además, creo que está al corriente de particulares sobre el
secuestro de Blanca de Castilla que no conoce nadie. Sabe más cosas de lo que da a
entender; en realidad, ha sido él quien ha convencido a Su Majestad para que se
embarque en esta empresa.
Ignacio frunció el ceño. En efecto, tras la conversación mantenida con Fernando
III había empezado a albergar algunas dudas. ¿Por qué el rey de Castilla debía acudir
a socorrer a la regente de Francia, aunque fuera pariente suyo? Esa medida podría ser

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considerada como una intromisión política en las disputadas tierras del Languedoc.
¿Cómo entender que, tras la muerte de Luis VIII, la corte parisina no hubiera
conseguido hacerse con el control de la situación? ¿No había en Francia suficientes
caballeros para socorrer a la reina? Y, ¿qué ventajas podía obtener el padre González
ejerciendo su influencia en tierras occitanas? ¿Qué significaba exactamente aquella
expedición contra el conde de Nigredo?
Como no quería mostrar su preocupación, empezó a picotear en la comida que le
habían servido, una «pastilla» de pichón envuelta en una corteza perfumada con
canela. Por su parte, Galib pidió que le sirvieran una simple sopa de centeno con
guisantes.
Pero en la mente de Ignacio se arremolinaban demasiados pensamientos para
poder mantenerse callado.
—Magister, háblenos del poseso al que Folco de Tolosa dice haber interrogado.
—No sé más cosas que tú, hijo mío. —Galib se limpió los labios con el borde de
la manga—. No sé dónde ha encontrado a ese poseso el obispo Folco ni lo que ha
podido averiguar de él. Deberás indagarlo tú mismo. Mañana por la mañana partirás
con Felipe de Lusiñano rumbo a Tolosa; pero la misión deberá desarrollarse en el más
completo anonimato. Os será entregado un salvoconducto redactado por el padre
González, que entregaréis a Folco en persona. —El tono de su voz se tornó más grave
—. Sin embargo, yo tengo otro encargo que hacerte, además del que ya te ha hecho el
rey.
—Me cogéis por sorpresa.
Las cejas de Galib se arrugaron.
—El asunto es harto complejo. Como te dije, yo ya había oído hablar del conde
de Nigredo. Mis recuerdos se remontan a muchos años atrás, cuando conocí a un
castellano del sur de Francia, un cierto Raymond de Péreille, de la casa de Mirepoix.
Fue él quien me habló por primera vez del conde de Nigredo, al que describió como
alquimista; pero yo no di demasiada importancia a aquella historia, que creí una
simple invención. Hasta pasados varios años, no descubrí que el conde existía de
verdad.
—Nos sería de gran utilidad encontrar a ese Raymond de Péreille —terció
Uberto.
Galib asintió.
—En realidad, es eso lo que os quería pedir; pero el asunto debe quedar en
secreto. No podemos fiarnos de nadie, ni siquiera de Felipe de Lusiñano, pues se lo
contaría todo, con pelos y señales, al padre González. Y yo no me fío de ese
dominico. —Miró a su alrededor con el rostro ensombrecido por dudas—. El señor
De Péreille protege a los herejes, apoya la causa de los cátaros. ¿Comprendéis mis
motivos para pediros la mayor discreción?
Uberto examinó el rostro perplejo de su padre, y dijo:
—¿Cómo podemos encontrar a Raymond de Péreille sin ser descubiertos?

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—Muy sencillo —repuso Galib—. Uno de vosotros tres, en vez de viajar a Tolosa
junto con Lusiñano, partirá esta misma noche para entrevistarse en secreto con
Péreille. Tú, Uberto, creo que serías el más indicado para dicha empresa.
—Ni hablar —gruñó el mercader—. Mi hijo viaja conmigo.
El anciano no cedió.
—Comprendo tus reticencias, Ignacio; pero si hacéis como digo, evitaréis que os
manipulen fray González y el obispo Folco.
—¿Y si resulta que ese señor De Péreille está compinchado con el conde de
Nigredo? —inquirió el mercader, manifiestamente presa de los nervios—, ¿… que ha
sido precisamente él quien ha secuestrado a Blanca de Castilla? Después de todo,
quitar de en medio a la reina de Francia favorecería la causa cátara.
Galib meneó la cabeza.
—A Raymond de Péreille no le interesa enemistarse con los cruzados franceses, y
mucho menos con la corte parisina —explicó—. Dispone de tan pocos soldados que
necesita la protección del conde de Foix. No dispone de recursos suficientes para
organizar el secuestro de una reina. Además, desde que lo conozco se esfuerza por
permanecer en la sombra, lejos del teatro de la guerra.
Uberto plantó los codos sobre la mesa y miró fijamente a su padre.
—El maestro Galib lleva razón —dijo estrechando los ojos como un gato salvaje
—. Se trata de un encargo importante. Además, yo puedo apañármelas muy bien, ya
no soy el jovencito ingenuo de antes. Me entrevistaré con Raymond de Péreille, le
sonsacaré las informaciones necesarias sobre el conde de Nigredo y después acudiré a
tu encuentro en Tolosa.
—No estoy del todo convencido —rebatió Ignacio. Sabía muy bien que Uberto se
moría de ganas de ponerse a prueba, pero era su deber poner freno a su impetuosidad
—. ¿Dónde se encuentra actualmente Péreille? ¿A dónde debería dirigirse mi hijo?
La voz de Galib se suavizó.
—A los Pirineos, junto a un famoso refugio cátaro: la roca de Montsegur.
El mercader se mostró más tranquilo.
—Ese lugar se encuentra al sur de Tolosa, a poca distancia del castillo de Foix.
Así que Uberto no tiene más que adelantarse a mí…
—No será arriesgado —abundó el magister empezando a gesticular
excitadamente. Parecía entusiasmado por el nuevo giro que había tomado el asunto y
casi estuvo a punto de volcar la sopa de centeno—. De ese modo obtendréis
informaciones seguras, ¡nada que ver con los desvaríos de un poseso!
Galib pronunció la última palabra en un tono demasiado alto, y un murmullo
creciente se fue apoderando de toda la mesa.
Un infanzón que en ese momento tenía las manos metidas en un guiso amarillento
soltó una carcajada.
—¡Dejadme a mí a ese poseso: veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos le hago
entrar en razones! —Algunas risas de fondo lo incitaron a proseguir, y tras lanzar una

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mirada alrededor, agregó—. ¡Vaya, vaya, qué oigo! En el extremo de la mesa se
cuchichea de alquimia, de posesos y de otras majaderías parecidas. Como si un rey
tuviera que recurrir a semejantes granujas para gobernar. —Cogió un puñado de arroz
y lo introdujo en la salsa, sin reparar en que metía los dedos hasta los nudillos—. ¡Ni
cuchicheos ni libros llenos de polvo! Bastan una espada y un buen caballo para
derrotar a Satanás. Pero no, ¿de quién nos fiamos? De un viejo baboso y un torvo
mozárabe. Sí, señores, ¿es que no los habéis reconocido? Un mozárabe, eso es lo que
es ese Ignacio de Toledo, un chacal que ha venido a embrujarnos con sus
subterfugios.
—No hagáis caso de ese animal —aconsejó Galib, también él mozárabe—. Está
más borracho que una cuba.
Pero el caballero prosiguió con su arenga:
—¡Mirad a nuestro mozárabe, cómo come de gorra! ¡A quién le importan las
patrañas de un nigromante! A mí me bastan estas manos para dejar fuera de combate
a cualquier alquimista.
Ignacio no fue indiferente a aquellas palabras pronunciadas por un guerreador del
rey de Castilla. El nerviosismo por el nuevo encargo de Uberto removió su sangre
fría, además de que entrevió una posibilidad de aprovechar la situación a su favor; así
que dio un puñetazo en la mesa y dijo en voz alta:
—Este gracioso caballero parece versado en ciencias ocultas —empezó con tono
jocoso. La atención general confluyó rápidamente en su persona.
El guerreador vomitó en el guiso el puñado de arroz, sofocó un eructo y se puso
de pie.
—¿Pero qué dices tú, baboso medio árabe? Un caballero cristiano sabe siempre
distinguir entre el bien y el mal.
El mercader abrió los brazos, simulando estupor.
—¡Diantre, pero si me encuentro en presencia de un gran magister…! —Esperó el
eco de alguna risita en la sala, luego prosiguió con la pantomima—. Seguro que
conoce bien los cultos de los herejes y los secretos de la alquimia.
—¡En mi vida he tenido nunca necesidad de conocer nada! —exclamó el
infanzón gesticulando con las manos manchadas de salsa—. No necesito de la
sabiduría de un dominico para reconocer a un hereje o a un nigromante cuando lo
tengo delante. ¡Y esto vale también para ti, mestizo sarraceno! —Debió de darse
cuenta de que había metido la pata con lo del dominico porque se retractó enseguida
—. En caso de incertidumbre, pediría consejo a un buen fraile.
—¿Y sois capaz de distinguir entre un fraile y un hereje, o entre un filósofo y un
alquimista? —Ignacio esbozó un guiño burlesco mientras levantaba el índice—.
Tened cuidado, señor mío. Si razonáis de ese modo, antes o después podríais terminar
arrodillándoos incluso delante de un asno.
Aquella broma levantó una ola de risotadas por toda la mesa. Los mismos
comensales que habían animado al guerreador pendían ahora de los labios del

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mercader.
El infanzón escupió un insulto y sin pensarlo dos veces desenvainó su daga y se
dirigió a Ignacio en estos términos:
—¡Veremos, miserable, si tienes aún ganas de bromear cuando te haya cortado la
nariz y las dos orejas!
Impasible a la amenaza, el mercader lanzó una mirada en dirección a Fernando III
y sus comensales más próximos. Por su parte, Willalme asió el mango del puñal árabe
que tenía ceñido a su cintura dispuesto a intervenir, pero no hubo necesidad. La
escena la interrumpió el sonido de una voz autoritaria.
—¡Caballero, envaine inmediatamente esa arma y vuelva a ocupar su asiento! —
El padre González de Palencia, que se había levantado como un resorte de su silla, lo
estaba mirando con desdén—. Ya ha dado suficientes muestras de villanía.
—Éste me ha insultado —ladró el armígero apuntando la daga hacia Ignacio.
—Él se ha defendido de vuestras injurias diciendo la verdad. Sois un bruto que lo
único que sabe es empuñar un arma. Cualquier patán con un poco de salud aprendería
a hacerlo con igual maestría. —González intensificó su mueca de desdén—.
Obedeced si no queréis que os pongan los grilletes.
Ante semejante amenaza, el caballero se amansó, bajó la cabeza y volvió a
sentarse refunfuñando. El dominico lo siguió con mirada imperiosa y volviéndose a
Ignacio articuló:
—Señor, en nombre de Su Majestad y de esta corte, permítame manifestar pesar
por lo sucedido. En caso de que os sintáis ofendido, ese caballero desconsiderado no
dudará en presentaros sus disculpas.
—No es necesario, padre González —contestó Ignacio con tono seráfico—. Os
doy las gracias por haberme defendido, y a Su Majestad por haberos permitido
hacerlo.
El fraile predicador esbozó una sonrisita de curiosidad.
—Ah, veo que conocéis mi nombre.
—Creo que es un deber inexcusable de cualquier invitado informarse sobre la
identidad de quien se siente a la derecha del dueño de la casa.
—Admiro vuestra sutileza, maestro Ignacio. —El padre González lo escudriñó
con una mirada a la vez profunda y discreta—. Yo aprecio a los hombres de
pensamiento, como me considero a mí mismo. Cuando años ha me quedé cojo al caer
de un caballo, me di cuenta de la excesiva importancia que le daba al cuerpo y a la
vida material. Es en la mente donde reside la verdadera fuerza, y espero que sepáis
usarla en el momento oportuno, pues el maligno está infligiendo un grave golpe a la
cristiandad. —Agarró con fuerza el borde de la mesa, como si fuera a partirla—.
Occidente está siendo víctima de innúmeros flagelos: las hordas sarracenas, la herejía
cátara, las epidemias. ¿Qué ocurriría si viniera a faltar Blanca de Castilla, espada del
Señor y perseguidora de los herejes? ¿Quién se ocuparía del reino de Francia? No
ciertamente el joven delfín, demasiado inexperto. El reino caería en manos de los

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arrogantes condes occitanos y de sus protegidos, los cátaros, que no dudarían en
extenderse como escarabajos hasta el sur de los Alpes y allende los Pirineos,
inficionando los reinos de Aragón y Castilla.
—¿Qué sugerís para remediar todo esto, reverendo padre?
Las manos del dominico se abrieron cual alas de paloma y volvieron a juntarse
con firmeza.
—Acudid raudos a Tolosa y pedidle consejo al obispo Folco. Él, que a través de
un exorcismo ha sabido entrever la verdad de los hechos, os pondrá en el buen
camino. Le presentaréis una carta mía, que ya he confiado a mosén Felipe, en la que
confirmo vuestra buena fe y vuestra vinculación a la corte castellana. Además,
cuando hayáis llegado a destino os beneficiaréis de la escolta de los caballeros de
Calatrava. Diez han partido ya hace dos días y se unirán a vos en las inmediaciones
de Tolosa.
—Ahora me siento más tranquilo —dijo Ignacio, en realidad nervioso por aquella
última revelación. «Demasiada gente por medio», pensó.
—Seréis recompensado como corresponde por este servicio —concluyó González
—. Sin contar con que vuestra alma saldrá muy beneficiada con ello. El paraíso les
está asegurado a los servidores de Cristo.
El mercader inclinó la cabeza fingiendo sentirse profundamente honrado. Su
pequeña puesta en escena había funcionado a la perfección. Al provocar la ira del
obtuso guerreador, había logrado que interviniera el dominico, pudiendo así
comprobar su pensamiento y su influjo en la corte, los cuales le parecieron cualquier
cosa menos desdeñables.
González esperó un gesto de Fernando III para volver a sentarse.
Al final de la cena desfilaron más platos del bufé, tras lo cual los sirvientes
dispusieron, al borde de la mesa, una línea de palanganas llenas de agua a fin de que
los comensales pudieran lavarse las manos.
Galib, que concluyó la comida con un zumo de grosella, informó al mercader de
que pasaría la noche, junto con sus compañeros, en una habitación situada en la parte
baja de la torre. Después, volviéndose a Uberto, le dijo:
—Espero que no estés demasiado cansado, muchacho. Mañana vendré a llamarte
antes del alba.
Dicho lo cual, el rostro del magister dibujó una mueca de inquietud,
asemejándose vagamente a una máscara de cera.

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La noche había caído sobre el castillo de Andújar. La mayor parte de sus habitantes
dormían profundamente, en medio de un silencio esporádicamente turbado por los
pasos de un centinela o los versos átonos de un animal lejano.
El mercader de Toledo se hallaba, junto con Uberto y Willalme, en una estancia
situada a los pies del torreón. Los tres estaban acostados en sendos lechos de paja;
pero pensando en lo que les aguardaba, no lograban conciliar el sueño.
De repente, se oyó un golpe en la puerta.
Uberto abrió un ojo y escudriñó la oscuridad. Aquella señal era para él. Se puso
en pie completamente vestido y, procurando no tropezar con los compañeros
tumbados a ambos lados, alcanzó la puerta.
Galib emergió de la oscuridad portando en la mano un candil encendido.
—Rápido, hijo, no vaya a ser que alguien me vea —susurró jadeante.
Uberto le dejó entrar y reparó enseguida en su paso vacilante. Ya no parecía tan
ágil como unas horas antes, sino un viejo exhausto y titubeante.
Galib dirigió la luz hacia las paredes y pudo ver un mobiliario espartano
consistente en un sillón, un arca y tres camastros. El rayo de luz se posó finalmente
en el somnoliento rostro de Ignacio.
El mercader le dirigió un saludo.
—¿Todo listo, magister?
—Sí, por supuesto. —Una chispa atravesó los ojos del anciano—. Tu hijo debe
seguirme hasta los establos.
Willalme se puso en pie de un salto.
—Os acompaño, para más seguridad.
—No —se opuso Galib—. Abultaríamos más. Los espías de González… —Antes
de terminar la frase, perdió el equilibrio, como a punto de marearse.
—Vos no estáis bien, magister —declaró Ignacio con tono sospechoso y,
aguzando los ojos en la semioscuridad, vio que estaba muy colorado y empapado en
sudor—. Esas manchas en el rostro…, esa respiración tan irregular… Algo os pasa.
—Nada grave —lo tranquilizó Galib, apoyándose en una pared—. Una ligera
indisposición. Ya sabes, a mi edad… —Trató de sonreír.
Cuando el anciano se hubo recuperado, Willalme se acercó a Uberto y le estrechó
la mano.
—Que tengas un buen viaje, amigo mío. —Y con un gesto inesperado y algo
cortado, le ofreció su puñal árabe—. Podría servirte.
El joven observó el objeto enfundado en una vaina de marfil.
—Pero si es tu jambiya. No puedo aceptar semejante regalo…
El francés dejó caer el arma entre las manos de Uberto para que la agarrase.

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—No pongas reparos; ya sabes que no me gusta darle muchas vueltas a las cosas.
Me la devuelves cuando nos volvamos a ver.
El mercader lanzó una última mirada al vacilante Galib y luego se acercó a su hijo
para estrecharlo contra su pecho. Aquel gesto sencillo, pese a estar dictado por
sentimientos normales, sinceros, le resultó difícil. Manifestar afecto le suponía cada
vez más esfuerzo y apuro.
Uberto se liberó.
—Padre, no sigas. Tenía quince años cuando me abrazaste la última vez.
—Ándate con mucho cuidado, hijo mío —le pidió Ignacio—. Si te ocurriera algo,
no me lo perdonaría jamás.
—No temas, actuaré con rapidez y buen ojo. Nos vemos en Tolosa. Es probable
que yo me encuentre ya allí en el momento de tu llegada. Si no fuera así, espérame o
deja indicación sobre dónde encontrarte.
El mercader asintió.
—En caso de un contratiempo, dejaré un mensaje para ti en la hospedería de la
catedral.
—Lo recordaré.
La voz de Galib sonó con tono sombrío:
—Es hora de partir.
Tras un último saludo, Uberto se acomodó el talego en bandolera y salió de la
estancia tras los pasos del magister.
El anciano y el muchacho salieron de la torre del homenaje y fueron esquivando
con cautela los puestos de los centinelas hasta llegar al patio de armas; una vez allí,
prosiguieron protegidos por las sombras de la vegetación. Galib jadeaba cada vez con
más fuerza; Uberto acudió a sostenerlo pero como el anciano se negó, se limitó a
seguirlo de cerca, redoblando la atención. En el espacio de unas horas, la idea que
tenía de él había cambiado varias veces. Como le ocurría a menudo cuando se
encontraba con eruditos o cortesanos, no le resultó fácil comprenderlo enseguida. Al
principio, lo había tenido por una persona ambiciosa y un punto sospechosa, deseosa
sobre todo de congraciarse con el rey; después, en la mesa, le había parecido una
persona temerosa e inquieta; finalmente, descubrió en él muestras de una gran
inteligencia y de un sincero afecto hacia Ignacio. Sólo ahora creía tener formada de él
una idea precisa: Galib era terco y orgulloso, y nada miedoso sino más bien previsor,
sobre todo persuadido de actuar por el bien común. Pero Uberto estaba también
convencido de que le ocultaba algo.
La silueta del anciano seguía arrastrándose por la hierba con la obstinación de un
soldado herido. Su conducta no tenía nada que ver con una puesta en escena ni con el
capricho de un sabio aburrido; era la de quien tiene una misión que cumplir a toda
costa. Precisamente por aquel motivo, y por la dignidad de aquella conducta, el joven
se había fiado de él y había decidido secundarlo sin pedirle demasiadas explicaciones.
Tras un breve trecho, llegaron a un pequeño edificio de piedra y barro. El

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magister se apoyó en la jamba de la entrada y miró alrededor.
—Entra deprisa —instó.
Uberto franqueó el umbral y fue recibido por un fuerte olor a heno y a estiércol
animal. La luz de la luna se infiltraba por las fisuras de los muros, iluminando las
paredes, donde pendían aperos de caballerizo y arneses ecuestres para la caza, la
guerra y los desfiles.
El anciano atravesó toda la estancia.
—Sígueme.
Superada una especie de antecámara, llegaron al interior de una cuadra, y por
primera vez desde que habían salido del torreón, Galib dirigió al joven una mirada
cómplice.
—¿Te gustan los caballos?
—Pues…, sí —contestó Uberto.
El magister se acercó a un magnífico semental negro ya ensillado, le acarició la
crin y a continuación se aseguró de que las riendas y la silla estaban bien sujetas.
—Con éste viajarás veloz.
Era un caballo de raza. No era uno de esos robustos corceles turcomanos
importados en España, idóneos para sostener el peso de guerreros acorazados;
recordaba más bien a los corceles árabes, si bien poseía mayor envergadura y patas
más robustas.
—Un espléndido ejemplar —reconoció Uberto.
Galib sonrió con orgullo.
—Se llama Jaloque, en árabe saláwq, que quiere decir «viento del mar». Me lo
dio el califa Abú al-Alá Idrís al-Mamún, señor del Magreb, a cambio de unos tratados
de astrología. Los arqueros bereberes cabalgan sobre animales de la misma raza…
Ahora es tuyo.
El joven hizo una inclinación de agradecimiento y se acercó al caballo. Le
acarició el hocico y el cuello y después reparó en un arco de caza sujeto en el arzón
trasero.
—Simple precaución —explicó Galib, ofreciéndole una aljaba de cintura—.
Podría serte útil.
Uberto asintió. Se ajustó la aljaba al costado derecho, enfiló un pie en el estribo y
subió a la grupa con una pirueta. El corcel pateó el suelo, sacudió la cabeza y emitió
un relincho.
—Contigo no harán falta espuelas, ¿verdad, Jaloque? —susurró el joven a la oreja
del animal mientras le acariciaba la crin—. Pareces impaciente por lanzarte al galope.
Galib, nuevamente serio, extrajo un pliego de su manga izquierda y se lo ofreció
con cierta urgencia.
—Entregarás esta carta a Raymond de Péreille a tu llegada a la roca de
Montsegur. En ella le pido que te ponga al corriente de sus noticias sobre el conde de
Nigredo y también te dé copia de un raro manuscrito alquímico que obra en su poder:

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el Turba philosophorum. Creo que podría revelarse muy útil, tanto para ti como para
tu padre, en orden a comprender los movimientos del enemigo. Y descuida, que el
señor De Péreille me conoce desde hace mucho tiempo y no dudará en ayudarte.
—Haré como decís, magister.
—Muy bien, hijo. Ahora escúchame atentamente: cuando te encuentres fuera de
este castillo, no te dirijas hacia la salida principal del recinto sino hacia el lado
opuesto. Sigue la muralla hasta que encuentres una pequeña verja. Allí te espera un
par de centinelas que se han puesto de acuerdo conmigo. —Dicho lo cual, le entregó
una escarcela llena de monedas—. Entrégaselas y te dejarán pasar sin la menor
vacilación.
Uberto tomó la escarcela, la sopesó y se la ciñó a la cintura, junto a la jambiya.
—Dígale a mi padre que me espere en Tolosa. —Espoleó al caballo y salió de las
caballerizas al trote.
Mientras el anciano lo veía alejarse, un repentino dolor en el pecho lo obligó a
arrodillarse en el sueño.
—¡No lo olvides! —gritó mientras apretaba con rabia un puñado de paja—. ¡No
olvides el Turba philosophorum!
Uberto, ya lejano, hizo señas de haber comprendido, pero no se volvió.
La silueta del joven caballero, cada vez más distante, se desvaneció en medio de
la noche.

Mientras trataba de volver a sus aposentos, Galib se dio cuenta de que le quedaba
muy poco tiempo de vida. Un veneno misterioso le estaba emponzoñando el cuerpo.
Tal vez lo había ingerido durante la cena, mezclado con la sopa de centeno o con el
zumo de grosella. O tal vez se lo habían suministrado después, durante el sueño, antes
del encuentro secreto con Uberto. En cualquier caso, la maldita sustancia estaba
empezando a dañar gravemente su percepción de la realidad.
Las luces de las antorchas emergían por entre las sombras con una intensidad
deslumbrante, alargándose como la baba de un caracol. Un olor a resina y salitre le
subió por la nariz, un olor amplificado, repugnante; una creciente sensación de mareo
le impedía caminar a paso normal; cada vez le costaba más respirar…
Por eso había mostrado tanta prisa con Uberto, a riesgo de parecer brusco y hasta
sospechoso. Hacía aproximadamente una hora que notaba síntomas de intoxicación, y
su experiencia en la materia le inducía a atribuirlos sin ninguna duda a un
envenenamiento. Había tenido que debatirse y actuar mientras le quedaba lucidez. Y
lo había conseguido. Había conseguido poner al joven en el buen camino.
Ahora no le quedaba más que llegar a sus aposentos y consultar un libro en busca
de un antídoto apropiado, aunque en el fondo lo considerara un esfuerzo
prácticamente vano. Pero antes tenía que encontrar aún la manera de informar a
Ignacio acerca de sus sospechas.

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El camino que reconducía al torreón parecía interminable, y un calor opresivo en
el rostro y el pecho lo obligaba a detenerse constantemente para coger aliento. De
repente, durante una de sus enésimas paradas, se encontró con una figura envuelta en
una capa negra.
El encuentro fue tan inesperado que el anciano reculó bruscamente, con sumo
riesgo de tropezar y caer hacia atrás.
—¿Quién sois? —preguntó; pero enseguida cayó en la cuenta—. Ah, os
conozco…
—Bien —repuso el encapuchado—. Así os sentiréis más confiado para revelarme
a dónde habéis enviado al muchacho con tanta precipitación.
—Vos… Maldito… —El anciano se llevó la mano al pecho—. Así que sois vos
quien me ha envenenado…
—Sois muy perspicaz, magister. Leéis el interior de las personas como si fuera un
libro. —La figura avanzaba hacia él lentamente—. A propósito de libros, imagino que
sabéis qué es lo que ando buscando. Vamos, decidme de una vez dónde se halla el
Turba philosophorum.
Galib retrocedió por segunda vez.
—No os diré nada.
—Paciencia. —Suspiró el encapuchado—. ¿Queréis saber una cosa? La dosis de
veneno que os he administrado no sería letal en un hombre sano, pero vos sois un
hombre decrépito. Tal vez sea ya cuestión de segundos… A lo que parece, ya
respiráis con fatiga…
El magister estuvo a punto de desmayarse, pero en un alarde de autocontrol, se
apoyó en una pared. En aquel momento, en un último destello de lucidez, vio algo
que centelleaba en el cuello del hombre de la capa: un colgante dorado que
reproducía la forma de un insecto de ocho pies.
—¡El símbolo de Airagne! —exclamó aterrorizado—. Qué lugar tan maldito…
—Sí, el castillo de Airagne —corroboró la sombra, que avanzaba amenazante.
—Airagne, la morada del conde de Nigredo… ¡Ah, claro! Entonces vos…
—Veo que sabéis muchas cosas, magister. Mejor dicho, «demasiadas» cosas. —
Dicho lo cual, el encapuchado se abalanzó sobre el anciano.
Éste, presa ya del delirio, no vio una figura humana avanzando hacia él sino ocho
patas largas y finas guiadas por ocho ojos bulbosos, que relucían en la oscuridad.
—¡Airagne! —trató de gritar desafiando la sensación de sofoco, pero una
indecible repugnancia agarrotó su garganta. Al sentir encima aquel ser monstruoso,
una ola de espanto y de terror se apoderó de él, y su corazón dejó de latir.

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4

Castillo de Airagne
Primera carta – Nigredo

Mater luminosa, escribo estas cartas en honor a ti, que fuiste mi buena nodriza y maestra. Tu
historia sobre el jardín de la alquimia no fue mendaz. Yo encontré aquel jardín en la sombra del
claustro, más allá del tétrico portal de Nigredo. Así nombran la primera fatiga de la obra, por lo
que el estado en que se encuentra la materia para forjar es aún negro e imperfecto. Esta negrura
me recuerda la lana basta, que carece de forma y de gracia. Nadie le daría más valor que a una
onza de tártaro, pese a esconder unas dotes admirables. Un gran secreto se esconde en Nigredo, el
pardo vientre de la tierra.

El cardenal Romano Frangipane esbozó una mueca dubitativa y volvió a meter la


carta en el cofre en el que la había encontrado, junto a otras cartas aún sin abrir.
¿Quién podía haber escrito semejante delirio? Sin duda, una monja enloquecida por
tanta clausura o cualquier otra beata.
Las pulsaciones en su párpado izquierdo anunciaban la llegada de un dolor de
cabeza. El prelado exhaló un suspiro y se resignó a acoger el dolor, inevitable
consecuencia de sus cambios de ánimo. Aunque padecía aquellos ataques desde la
juventud, últimamente se habían agudizado, obligándolo a buscar refugio en la
oscuridad y el silencio más completos.
Después de todo, se dijo, el agravamiento de los trastornos nerviosos era algo
normal en ciertas situaciones, especialmente en un estado de cautividad. Hacía varias
semanas que se pudría en el interior de aquella torre, o tal vez meses; difícil saberlo
con seguridad. El ajimez dejaba ver un cielo neblinoso, plúmbeo, cubierto de humo
negro que no dejaba distinguir las fases del día. Ya era bastante milagroso mantener
la lucidez y el raciocinio.
Un resonar de pasos ligeros anticipó la aparición de una dama con cabellos
rojizos recogidos en un moño. Frangipane le dirigió un saludo obsequioso, después
tensó su cuerpo macizo y entrelazó los dedos sobre el vientre, exhibiendo seis anillos
de oro.
—Su Majestad parece estar preocupada —observó el prelado.
—¿Cómo podría no estarlo, Eminencia?
El cardenal notó una punzada en su sien izquierda, seguida de una ráfaga de
pulsaciones en la frente.
—No os desalentéis, mi querida reina. Sois Blanca de Castilla, la reina de
Francia. Pronto vendrán a socorreros.
La dama le lanzó una mirada de desaprobación.
—Cardenal de Sant’Angelo, ahórrese las frases manidas.
Al oír aquellas palabras, el dolor de cabeza de Frangipane se agudizó, lo que le
produjo el deseo de agarrar a aquella mujer por el cuello y estrangularla. Fue un

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impulso violento, como violenta era la aversión que sentía hacia ella, hacia su halo de
sensualidad y soberbia. No en vano en algunos círculos de la corte la llamaban dame
Hersent, la loba de la fábula sobre el zorro Renard. En aquel momento, él la veía
precisamente así, como una mujer insolente y lujuriosa.
Mientras se desenredaba aquel ovillo de emociones, el cardenal legado contempló
la eventualidad de abofetear a dame Hersent como a una ramera de cuatro perras,
pero luego se autoimpuso la calma, apretó los dientes y esbozó una sonrisa paternal.
—Su Majestad debe mostrar paciencia y aguante. Ya veréis cómo muy pronto
vuestro ejército pone sitio a este castillo y el conde de Nigredo se ve obligado a
liberaros.
—No es tan sencillo. —Blanca avanzó hacia el prelado contoneándose en su
vestido azul. Aún no había cumplido cuarenta años y, aunque hacía poco que había
dado a luz a su undécimo hijo, parecía más fresca que una rosa—. ¿Fingís no
comprender? Nuestro ejército se encuentra disgregado y dando tumbos, sin control,
por el Languedoc. El lugarteniente Humbert de Beaujeu, que estaba al mando, se
encuentra encerrado junto con nosotros en esta torre.
El cardenal de Sant’Angelo se vio de nuevo asintiendo, incapaz de apartar los
ojos de aquella mujer. El dolor de cabeza le estaba produciendo un leve mareo que
suavizaba la brutalidad anterior. E incluso se permitió otras fantasías. Imaginó que le
acariciaba el cuello y después seguía, bajo los ropajes… Apretó el índice y el pulgar
contra sus lóbulos frontales, como para impedirle a la cabeza que se partiera en dos.
¿Por qué lo atormentaban unos deseos que no había experimentado nunca? ¡Ah, si
pudiera meter la cabeza en agua helada! Combatió aquellas pulsiones malsanas y se
esforzó por hablar con tono ecuánime:
—Alguna otra persona habrá sustituido con toda seguridad a Humbert de
Beaujeu, nuestro lieutenant, y habrá tomado las riendas de las milicias.
—Tal vez tengáis razón —convino Blanca, que no parecía percibir sus tormentos
interiores—. Pero decidme, ¿no tenemos ninguna noticia de nuestro carcelero?
—No se ha dejado ver todavía.
—No comprendo. —Suspiró Blanca.
El cardenal de Sant’Angelo asintió.
—La situación no deja de ser extraña: el conde de Nigredo no ha manifestado aún
sus intenciones. Se limita a mantenernos prisioneros. Probablemente esto le baste
para conseguir sus propósitos.
—¿Qué queréis decir?
Con la mirada opaca, Frangipane abrió los brazos.
—Manteniendo prisioneros a la reina, al cardenal legado que la asesora y al
lugarteniente del ejército regio, el conde de Nigredo cree tener neutralizada a la corte
de Francia. —Apoyó las manos sobre sus muslos robustos. Desde hacía unos
instantes, el dolor de cabeza había empezado a aliviarse, y ahora se daba cuenta de
haber recuperado el dominio de sí—. Después de todo, tras la muerte de vuestro

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marido, la lealtad de los barones del reino se ha desmoronado. Muchos de ellos se
han vuelto corruptos e indignos de vuestra confianza.
—Ya lo eran antes, Eminencia. Mi intención de proseguir la Cruzada en el
Languedoc tenía como objetivo precisamente vincularlos a la Corona. —Blanca hizo
una mueca de desconsuelo—. Vos mismo me asesorasteis sobre este particular, ¿no lo
recordáis? Gracias a la Cruzada habría sometido a la nobleza y me habría ganado el
favor de la Santa Sede.
—Y así ha sido, en efecto —corroboró el cardenal—. Por otra parte, yo estoy
convencido de que detrás del nombre del conde de Nigredo se esconde un miembro
importante de la nobleza que os es hostil.
—¿Y es por eso por lo que no se nos ha formulado ninguna petición de rescate?
—Probablemente, mi querida reina. —Frangipane miró a su alrededor, buscando
algo entre las sombras de la estancia—. Pero ¿se puede saber dónde se ha metido
Humbert de Beaujeu? Hace varias horas que no lo veo.
Antes de contestar, Blanca se acercó a un ajimez en busca de un rayo del sol. Pero
sólo vio niebla. El prelado la miró con auténtica devoción. Ahora le parecía leve,
cuasi etérea, angelical. La fiera dame Hersent había desaparecido, dejando paso a una
criatura indefensa.
—El señor De Beaujeu ha bajado hasta el fondo de la torre en busca de una vía de
escape —reveló Blanca—. Espero que no lo sorprendan los centinelas.
—¡Ese hombre está loco! —exclamó el cardenal de Sant’Angelo, al que no le
gustaban las iniciativas dictadas por el instinto—. Espero que sus ansias de proezas
no nos pongan en peligro a los demás.

Humbert de Beaujeu descendió hasta la parte baja del torreón donde se hallaba
prisionero. No fue tarea fácil; logró burlar la vigilancia de los guardias pegándose a la
pared y aprovechando las cavidades de los muros. Como la entrada principal estaba
demasiado vigilada para intentar franquearla, prosiguió su bajada hasta los sótanos,
que encontró inesperadamente vastos e intrincados y en los que se respiraba un aire
caliente y fétido.
Enfiló un corredor que seguía bajando; las antorchas sujetas a las paredes
empezaban a ser cada vez más raras, produciendo una impresión de oscuridad casi
total. En cierto punto, se vio obligado a avanzar a tientas, apoyándose en los muros;
después se dio cuenta de que los bloques de piedra habían dado paso a una superficie
irregular excavada en la roca. El corredor había dado paso a una galería.
El lieutenant prosiguió el descenso, decidido a encontrar una vía de escape para
unirse a su ejército y organizar una contraofensiva. Era preciso actuar si quería salvar
a la reina.
La galería desembocó en un portalón cuyos contornos estaban cortados a golpe de
pico. Humbert percibió en su forma algo atávico que lo turbó en lo más profundo.

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Siguió adelante. Poco después, una vaharada de vapor acre lo obligó a echarse hacia
atrás. Las exhalaciones olían a herrería, pero eran más intensas, casi irrespirables.
Dominó su desconcierto y, protegiéndose la cara con las manos, avanzó con los ojos
cerrados hasta que, para su gran sorpresa, se encontró frente a un parapeto. Dejando
escapar una exclamación de terror, comprendió que se encontraba en lo alto de una
bajada en forma de embudo. Las paredes eran curvas, con unas escaleras esculpidas
en granito que descendían en tramos cada vez más estrechos.
Humbert no tenía idea de dónde podía encontrarse, pero se armó de valor e inició
el descenso.
Las escaleras eran empinadas y carecían de barandilla: un paso en falso y se
precipitaba al vacío. Y cuanto más se acercaba al fondo más apretaba el calor. Sin
embargo, un tenue resplandor procedente de abajo, que iluminaba el camino, lo
tranquilizó un poco. Prosiguió pegado a la pared, agarrándose a las protuberancias de
la roca, sin dejar de preguntarse a dónde conducirían aquellas escaleras. El último
tramo de la escalera terminó en un espacio salpicado de calderos y tinas de piedra, de
los que emanaban los vapores que lo habían asaltado en lo alto del embudo. Humbert
percibió una especie de reverberación cadenciosa, como una respiración muy
profunda, que recordaba el silbido del viento por entre las cavidades de los montes.
El lieutenant intentaba orientarse cuando se encontró con un hombre cubierto de
harapos. Caminaba con los brazos tendidos hacia él y la boca abierta en una mueca de
alarma. Humbert consiguió esquivarlo, pero vio que detrás de él venía una caterva de
individuos todos parecidos, unos seres espectrales marcados por quemaduras y
mutilaciones diversas. Muchos arrastraban cadenas o portaban ganchos y otros
objetos metálicos.
—¡No os acerquéis, malditos! —exclamó el lieutenant, replegándose hacia la
subida.
La caterva siguió avanzando hacia él murmurando una cantilena monótona:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis! —se desgañitó de nuevo Humbert de Beaujeu.
Pero la caterva de los parias seguía acercándose.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis!

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5

Las llamas se alzaron sobre las casas de Béziers, cubriendo el cielo con un manto de
humo negro. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces, pero Willalme sentía
aún en la cara el calor de las llamaradas mientras volvía a ver las imágenes de una
multitud presa del pánico.
Estaban todos dentro de la iglesia de Sainte Marie-Madeleine. Él era a la sazón un
niño y sentía los apretujones de decenas de cuerpos, casi incapaces de respirar. Tenía
fuertemente agarrada la mano de su madre mientras miraba a su alrededor con la cara
ennegrecida por el humo. Cerca de él, una niña lloraba.
—No tengas miedo, hermanita, yo te protegeré. —Y la acarició.
La niña se tocó ligeramente la cara y lo miró con ojos humedecidos. Una sonrisa.
Después, un retumbo. El portón de la iglesia empezó a temblar, embestido por un
ariete. Él gemía a cada impacto como un animal herido, hasta que el portón se vino
abajo en medio de un estruendo espantoso. Willalme recordó la irrupción de la luz
solar, una claridad cegadora que casi le hizo avergonzarse de haberse refugiado en la
oscuridad. Los soldados de la cruz habían entrado y los refugiados empezaron a gritar
y a empujarse unos a otros cual manada enloquecida.
Willalme apretó sus pequeños puños, dispuesto a defender a su madre y a su
hermana. No quería que los soldados las mataran, como habían hecho ya con su
padre. Pero, al volverse, no las vio.
No había nadie en la iglesia de Sainte Marie-Madeleine.
Sólo estaba él, en la oscuridad, rodeado de cenizas.
De repente, el retumbo del ariete empezó de nuevo a resonar en sus oídos.
Malvado. Funesto.
«Mis recuerdos están hechos de ceniza».
Un retumbo.

Willalme se despertó sobresaltado al ser abatida la puerta de la habitación. Movido


por el instinto, blandió su cimitarra, que había colocado junto al jergón, pero la voz
de Ignacio le hizo detenerse.
—¡Enfunda el arma! ¿Quieres condenarte?
Sin comprender lo que estaba sucediendo, vio al mercader levantarse de
inmediato e ir al encuentro de los hombres armados que habían irrumpido en la
estancia. Eran los guardias del castillo. Habían desfondado la puerta sin ningún aviso
previo. Debía de haber ocurrido algo grave.
El mercader se acercó al jefe de la guardia con una mueca de indignado estupor.
—¿Qué significa esta intrusión? Exijo una explicación.

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—Sois más bien vos, señor, quien debe ofrecernos explicaciones —gruñó el
soldado. Miró por toda la estancia frunciendo las cejas, que eran tan pobladas que le
sobresalían como cepillos por la celada.
—¿Dónde está vuestro hijo?
En aquel momento, el mercader prefirió no mentir.
—Partió anoche por expreso deseo del maestro Galib.
El jefe de la guardia trató de no manifestar ninguna emoción, limitándose a
acariciar el pomo de la espada.
—Eso que decís es absurdo. Venid. Seguidnos sin oponer resistencia.
Ignacio y Willalme se intercambiaron una mirada de sorpresa y desconcierto y
accedieron a dejarse escoltar hasta el exterior del torreón.
Las tonalidades ámbar del alba no matizaban lo más mínimo los rudos rostros de
los soldados. El del jefe de la guardia era particularmente adusto. Sólo dejaba
traslucir una absoluta gravedad.
Enseguida llegaron adonde se hallaba reunido un corro de gente alrededor de algo
que debía de yacer en el suelo, a juzgar por la dirección de las miradas. Antes de que
Ignacio y Willalme pudieran descubrir de qué se trataba, se toparon con el infanzón
que había ocasionado el altercado de la pasada cena.
—¡Mirad qué cara más siniestra tiene hoy nuestro medio árabe! Esta mañana no
tiene las mismas ganas de bromear —exclamó guiñando un ojo—. Y hace bien,
porque dentro de nada lo vamos a ver ahorcado.
—Observo, guerreador, que todavía tenéis las manos y la boca manchadas de la
comida de anoche —repuso el mercader sin dignarse a mirarlo. Su mirada estaba fija
en el centro del corro, hasta donde los soldados de la guardia parecían decididos a
conducirlo.
A su paso, todos los presentes se hicieron a un lado, e Ignacio pudo ver
finalmente el objeto de tanta atención: el cuerpo de un viejo que yacía sobre el
empedrado.
—Magister! —gritó corriendo hacia el cadáver—. ¿Quién ha osado? ¿Qué os han
hecho?
Se inclinó delante del cuerpo mientras un torbellino de emociones le oprimía el
corazón. Pero la incertidumbre de la situación le aconsejó mantener la sangre fría.
Debía averiguar enseguida qué había pasado si no quería acabar mal. A juzgar por la
expresión de Galib, algo lo había aterrorizado antes de morir. Sus músculos parecían
contraídos, como petrificados, y tenía el cuello y el rostro completamente cubiertos
de manchas rojas, mucho más numerosas que las que le había visto por la noche.
Señales de una congestión, tal vez. Pero lo que le hizo sospechar fue una rebaba
verdosa que rezumaba de la oreja izquierda.
El mercader tocó aquella extraña sustancia, que notó viscosa como la savia de un
árbol, la olió y ya no albergó ninguna duda.
—Herba diaboli —murmuró.

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El jefe de la guardia lo sujetó de un brazo.
—¿Qué habéis dicho?
El soldado no tuvo tiempo de añadir una palabra más pues Willalme se le echó
rápidamente encima.
—¡No lo toque! —articuló el francés con tono sibilante, apartándolo del mercader
de un empujón.
—¡Quieto! —le ordenó Ignacio. ¿Quieres empeorar nuestra situación?
Willalme alzó las manos en señal de rendición y esbozó una mueca de
contrariedad. El jefe de la guardia le dirigió un bufido mientras se componía la coraza
y la sobrepelliz; a continuación, lanzó una mirada inquisitiva al mercader.
—Repita, señor. ¿Qué habéis murmurado?
Ignacio observó por última vez el cadáver de Galib, como despidiéndose de él, y
se levantó del suelo cuan alto era: su estatura era muy superior a la de cualquier
soldado.
—Herba diaboli —repitió las dos palabras, separando bien las sílabas para que
todos comprendieran—. Se trata de una hierba que provoca alucinaciones y
confusión, y que es venenosa si se emplea en dosis excesivas. También se la llama
con el nombre árabe de tatorha.
El soldado repasó con los dedos sus pobladas cejas, como si quisiera encajarlas
dentro de la celada.
—¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de nuestro hombre?
El mercader señaló los restos mortales.
—¿Veis las manchas verdes en el cuello y el lóbulo izquierdo del magister? Es lo
que queda de una destilación de herba diaboli que le han introducido en el oído,
probablemente durante el sueño. Si no habéis comprendido todavía, el maestro Galib
ha sido envenenado.
—Eso lo comprendo. —Un rayo cruzó por los ojos del jefe de la guardia—. Lo
que no comprendo es por qué lo ha hecho vuestro hijo.
—¿Mi hijo? No sé qué pretendéis decir.
—Anoche lo vieron salir y alejarse de las caballerizas, que están cerca de aquí. —
El armígero indicó un edificio próximo—. Debió de ser él quien mató al magister.
Después le robó un caballo y huyó. Pero no ha podido escapar por el rastrillo
principal de las fortificaciones. Nadie lo ha visto salir.
—Uberto no tenía ningún interés en cometer semejante delito —replicó el
mercader mientras veía cómo el rostro de Willalme se oscurecía de preocupación.
En aquel punto, el guerreador se abrió paso entre la multitud y, apuntando con el
índice a Ignacio, dijo:
—Pero tal vez vos sí teníais interés en matarlo y encargasteis el trabajo a vuestro
hijo.
—Yo amaba al maestro Galib. —El mercader lo fulminó con la mirada—. ¿Por
qué iba a envenenarlo con la herba diaboli?

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—Ah, seguís nombrando esa planta maldita. —Las facciones vulgares del
infanzón se fruncieron en un gesto de arrogancia—. Eso prueba vuestra culpabilidad.
Aparte de vos, nadie de los aquí presentes ha oído hablar jamás del maleficio con el
que se ha cometido el crimen…
—¡Os equivocáis, caballero! —lo interrumpió una voz; pertenecía al padre
González de Palencia, que se acercaba cojeando junto a Felipe de Lusiñano—. Pero
la conocéis con otro nombre, muy difundido por estas regiones: «la hierba de las
brujas». Tiene hojas anchas, bayas espinosas y flores blancas y violáceas, semejantes
a embudos pequeños. Dicen que la utilizan las brujas, las adoradoras de Diana, para
realizar encantamientos y para volar.
—Para «imaginar» que vuelan —lo corrigió Ignacio con la mirada más relajada.
La aparición de los recién llegados lo había tranquilizado sin duda—. La herba
diaboli provoca visiones vívidas, le hace a uno soñar con los ojos abiertos, hasta el
punto de no poder distinguir entre la fantasía y la realidad.
—A juzgar por el rostro del pobre magister, en sus últimos instantes de vida no
debió de tener unas visiones muy agradables —refrendó Felipe, acercándose al
cadáver.
—Sólo un emisario de Satanás puede haber cometido semejante crimen —
sentenció el padre González mientras una ráfaga de viento templado le arrugaba la
capa negra. La luz matutina se posó en su rostro, revelando las facciones de un
hombre que no llegaba a los cuarenta años, muy mal llevados por cierto. Una
senilidad precoz que parecía brotarle de dentro, como si el físico se hubiera adaptado
a una disposición natural del ánimo.
—Estamos, pues, ante un caso de brujería —proclamó el guerreador—. No se
hable más. ¡A la horca! ¡Ahorquemos al mozárabe!
González se le puso delante y, al no encontrarse ya en presencia del rey como la
noche anterior, habló sin necesidad alguna de contenerse.
—¡Calla, idiota! —Aquel dicterio resonante produjo el más completo silencio
entre los presentes. El fraile lanzó una mirada autoritaria en dirección al jefe de la
guardia—. ¡Comandante, prended a este desconsiderado y encerradlo en la
mazmorra! Anoche ya quiso también poner a prueba mi paciencia.
El soldado se llevó la mano al yelmo, como si no supiera interpretar las órdenes.
—¿Queréis decir al mercader de Toledo o…?
—¡No, inepto! Aludo a ese guerreador —se desgañitó González—. Apartadlo de
mi vista.
La orden era ya inequívoca, y los guardias actuaron en consecuencia. Asieron al
guerreador por los brazos y se lo llevaron a rastras mientras el malhadado coceaba
lanzando imprecaciones.
—¡Fraile, no podéis hacerme esto! ¡Soy miembro de esta corte! Soy más útil
que…
—¡Poned fin a vuestra verborrea de una maldita vez! —El tono del dominico

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delataba un desprecio visceral—. Vos y los esbirros de vuestra laya sólo sois útiles
para cubrir los campos de batalla de sangre y de miembros tronchados, vuestros o de
otros. Ésa es la misión que tenéis adjudicada en la historia. ¡Cuán mejor sería poder
establecer la sucesión de los acontecimientos en base a la inteligencia y a la mesura
que servirse de una panda de fanáticos desprovistos de cerebro! Descuidad, caballero,
que no sois más útil que cualquier otro soldado. Uno más o uno menos… Los hay a
montones…
Concluida la arenga, el religioso se calmó y dirigió la mirada hacia Ignacio.
—Debo departir perentoriamente con Su Majestad —expresó el mercader—.
¿Dónde se encuentra en este momento? ¿Por qué no está aquí para informarse
personalmente acerca del homicidio?
—El rey Fernando no va a venir. —González se encogió de hombros, dando a
entender que su autoridad era más que suficiente para gestionar la situación—. En
estos momentos está participando en un consejo de guerra. Al parecer, una armada
del emir de Córdoba se aproxima por Occidente. Es preciso arbitrar las medidas más
idóneas para rechazarla.
—No temáis, maestro Ignacio —intervino Felipe de Lusiñano—. Tanto el padre
González como yo mismo estamos convencidos de vuestra inocencia. Pero queda por
determinar qué ha sido de vuestro hijo.
—Como le estaba explicando al jefe de la guardia —contestó el mercader—,
Uberto partió antes del alba en una misión encomendada por el maestro Galib.
—Así que al magister lo mataron después de encontrarse con él —comentó
Felipe.
—No pudo ser de otra manera.
—Sin duda el asesino sentía interés por la misión encomendada por Galib a
vuestro hijo —dedujo el padre González—. Dígame, maestro Ignacio, ¿de qué misión
se trata?
El mercader emitió un suspiro estoico y mintió descaradamente:
—Por desgracia, no tengo la menor idea. Galib mantuvo el mayor secreto. Eso sí,
me aseguró que me hablaría de ello esta mañana. Y como podéis ver, ahora ya no
podrá decirme a dónde ha enviado a mi hijo.
—Comprendo —murmuró González—. En cualquier caso, no hay tiempo que
perder. Debéis partir cuanto antes junto con mosén Felipe rumbo a Tolosa. El obispo
Folco os espera. La salvación de Blanca de Castilla depende de vos.
El mercader hizo una inclinación.
—Como ordenéis, reverendísimo.
—Os espero dentro de una hora en los establos —expresó Lusiñano—. Así
tendréis tiempo de sobra para desayunaros y hacer los preparativos necesarios para el
viaje.
—Yo, por mi parte, me ocuparé de la ceremonia fúnebre en honor del pobre
maestro Galib y daré orden para que se investigue a fondo el homicidio —expresó

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González—. El asesino no va a quedar sin castigo.
Tras una indicación del dominico, los soldados de la guardia levantaron el
cadáver del magister y lo depositaron sobre un palanquín de madera.
El rostro de Galib, vuelto hacia un lado, pareció recobrar vida por unos instantes;
pero fue un efecto pasajero. Después de izarlo, los hombres se encaminaron hacia el
torreón, en dirección a una iglesita de ladrillos descoloridos por el sol, donde los
restos mortales del anciano esperarían la celebración del funeral.
Ignacio se sumó a la procesión sin decir palabra. Willalme, siempre a su lado,
asistió a uno de los raros momentos en que los ojos de su amigo revelaron
sentimientos humanos, sabedor de que pronto desaparecería cualquier rastro visible.

Unas densas ráfagas de siroco sucedieron a la calidez del alba mientras el sol, ya alto,
reavivaba los colores de los altozanos. Ignacio siguió con la mirada una bandada de
flamencos que levantaban el vuelo a orillas del Guadalquivir. Las aves describieron
un arco en el cielo azul y se dirigieron hacia el ya lejano castillo de Andújar.
A su lado, Willalme, sentado en el pescante, sujetaba las riendas con fuerza.
Felipe de Lusiñano abría el paso a lomos de un caballo blanco, mirando hacia
levante.
El viaje había comenzado.

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SEGUNDA PARTE

El poseso de Prouille

Quien dude de la existencia de los demonios, observe a


los endemoniados, pues el diablo, al hablar a través de
sus bocas y hacer tan crueles estragos en sus cuerpos,
ofrece una prueba concreta de su existencia.

Cesario di Heisterbach, Dialogus miraculorum, V, 12

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6

Ignacio volvió a abrir los ojos con un ligero aleteo de párpados, herido por la
luminosidad del sol mañanero.
—¿Te has dormido? —le preguntó Willalme, que conducía el carro por una
carretera polvorienta.
—Por poco. —El mercader fijó la mirada en el camino, una cinta de tierra roja
salpicada de maleza. El sol se cernía con una intensidad deslumbrante, encandeciendo
las piedras sobre la arena. Lejanos como espejismos, surgían huertos y campos
cultivados.
Hacía varios días que habían dejado a sus espaldas las tierras de Castilla; ahora
atravesaban los altiplanos aragoneses en dirección a una población que se elevaba
sobre un cerro próximo. Lo alcanzarían a primeras horas de la tarde.
Lusiñano redujo la velocidad del caballo y se colocó al lado del carro.
—Casi hemos llegado a Teruel. Propongo hacer noche allí.
—Buena idea —convino Ignacio—. Así podremos descansar. Los animales están
agotados.
—Queda aún mucho camino hasta el Languedoc —añadió Willalme mientras
observaba una bandada de pájaros negros de aspecto poco tranquilizador que
revoloteaba sobre sus cabezas—. Habríamos empleado menos tiempo haciendo el
viaje por mar, costeando Valencia y Cataluña hasta Narbona.
—Es cierto —admitió Felipe—, pero hace tiempo que los piratas islámicos
infestan esa franja marítima. Sus naves están amarradas en Mallorca, muy a pesar del
rey de Aragón. Por eso habría sido muy arriesgado viajar por mar.
El francés iba a contestar cuando, al bajar la mirada, divisó en lontananza una
multitud de personas que avanzaban en su dirección. Se protegió los ojos de los rayos
del sol para ver mejor. A juzgar por la ropa, parecía una procesión de frailes; pero
cuando estuvieron más cerca cambió de opinión. Había también mujeres y niños.
—¿Habéis visto a esa gente? —preguntó a sus compañeros.
—Parecen venir en nuestra dirección —señaló Ignacio—. Pero no hay que
preocuparse: por la manera como van vestidos se diría que son begardos o penitentes.
—¿Penitentes? —rebatió Felipe con una nota de desprecio—. Un hatajo de
pordioseros más bien. ¿No ves lo mal vestidos que van?
Poco a poco, la grey de los harapientos se acercó hasta los tres compañeros. Unos
estaban pálidos y muy delgados, estropeados por el cansancio y la disentería; otros
tenían el rostro surcado de lágrimas o contraído por la desesperación. Ignacio sabía
bien que las tierras de España estaban holladas por vagabundos y peregrinos camino
de Santiago, pero nunca se había topado con una congregación tan numerosa y
melancólica. Le pidió a Willalme que detuviera el carro y dirigió un saludo a un

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anciano enjuto que, bordón en mano, arrastraba los pies a la cabeza de la multitud.
—¿Quiénes sois? —le preguntó.
—Bons chrétiens —graznó el viejo, cuyo rostro flaco recordaba el de los buitres
de los páramos hispánicos—. No temáis. No vamos a haceros ningún daño; sólo
deseamos proseguir nuestro camino.
Lusiñano arrugó la frente.
—¿Bons chrétiens, habéis dicho? A mí me parecéis más bien los llamados
«pobres de Lyon», secuaces del hereje Pietro Valdo. —Tiró de las riendas del caballo,
que empezaba a manifestar inquietud, y posó la mano sobre el pomo de la espada—.
¿No andáis más bien en busca de un ministro de Dios para depredarlo?
Las pupilas del anciano se dilataron de espanto.
—No, monsieur, ¡por el amor de Dios! No somos valdenses.
Felipe retiró la mano de la espada pero esbozó una mueca burlona y amenazante.
—Entonces, ¿quiénes sois?
—Bons chrétiens, nada más. —Las manos del anciano se juntaron en signo de
súplica—. No somos gente violenta, no molestamos a nadie…
Ignacio, contrariado por el cariz que estaba tomando la conversación, se expresó
de manera más afable.
—¿De dónde venís?
Aquellas palabras tranquilizaron al anciano, el cual, señalando la población que se
alzaba sobre el monte próximo, contestó:
—Nos han expulsado de Teruel, así que nos dirigimos a otras poblaciones
cercanas.
—Pero vos no sois aragonés; tenéis acento provenzal.
—Sí, en efecto: venimos del sur de Francia.
Ignacio lo escudriñó con curiosidad.
—¿Y por qué os encontráis en estas tierras?
Aquella pregunta hizo que los ojos del viejo se encendieran de terror.
—Huimos de los arcontes.
—¿Los arcontes?
—Sí, señor. —El anciano se agarró con aire fatigado al bordón—. Son los
guerreros que marchan bajo el estandarte del Sol Negro y recorren las sendas del
Languedoc y de la Provenza asaltando a cualquier bon chrétien que encuentran en el
camino.
Lusiñano se acarició la barbilla con visible recelo. Sin embargo, no se pronunció.
Con aparente indiferencia, se movió al trote alrededor del carro del mercader,
tomando nota mental de aquella conversación, de aquel lugar y de aquellas caras.
Por su parte Ignacio, que no quería detenerse más, levantó una mano en señal de
despedida.
—Os deseo buen viaje a vos y a vuestros compañeros. Que el Señor os asista.
—Lo mismo os deseo, monsieur —repuso el anciano.

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La grey de los miserables reanudó la marcha y desapareció lentamente por el
horizonte.

Llegados a la ciudad de Teruel, Felipe rompió el silencio.


—Esos harapientos eran herejes, sin el menor género de dudas.
—Eso mismo creo yo —corroboró Ignacio—. Dicen ser bons chrétiens, como
suelen designarse los cátaros del Languedoc. Y por lo que hemos visto, no les ha ido
muy bien.
—Pero han nombrado a los arcontes —prosiguió Lusiñano—. Si no me equivoco,
es el nombre de los demonios que encabezan las legiones infernales.
—No sólo eso. Al hablar de los arcontes, los herejes se refieren a los seres
sobrenaturales que aprisionan la luz del espíritu dentro de la materia, procediendo así
a formar el mundo en que vivimos.
—Sabéis muchas cosas, maestro Ignacio, algunas de ellas al límite de lo que se
permite saber a un buen católico —observó Lusiñano mientras dejaba escapar una
risita nada lisonjera—. Si no fuerais fiel a la Corona castellana y a la Santa Sede, creo
que me sentiría obligado a denunciaros ante un tribunal episcopal.
El mercader se limitó a encogerse de hombros.
—Sería vuestro deber, en efecto. Pero no nos desviemos del asunto, estamos
obviando un detalle importante.
—¿Qué queréis decir?
—Al mencionar a los arcontes, el anciano no se ha referido a seres sobrenaturales
sino a un ejército que marcha bajo el estandarte del Sol Negro.
—Sí, lo recuerdo bien; sin embargo, me parece algo extraño. Que yo sepa, no
existe ningún ejército que ostente semejante insignia.
—Tal vez no sea un ejército, sino otra cosa.
—Explicaos.
—El Sol Negro es el símbolo de Nigredo, la primera fase de la obra alquímica. Y
nuestro enemigo, mire usted por dónde, es un alquimista llamado el conde de
Nigredo. ¿No os sugiere esto nada?
Lusiñano asintió, visiblemente impresionado por esa afirmación.
—Lleváis razón, no había reparado… ¿Creéis que las milicias de las que hablaba
ese viejo son los ejércitos del conde de Nigredo?
—No podría excluirlo.
Felipe lo miró fijamente, como si fuera a hacerle una observación importante;
pero la voz de Willalme interrumpió la conversación.
—Mirad, ya se divisan las murallas de la ciudad.

Teruel se ofrecía a sus ojos con la gracia pudorosa de una rosa del desierto. Las

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murallas parecían tener esa tonalidad rojo-avellana de la tierra, como contagiadas por
el calor canicular del altiplano; pero traspasado el cinturón amurallado, los tres
hombres pudieron admirar la elegancia de una ciudad que podría haber sido oriental,
con callejuelas sinuosas y torres azulejadas. En su mayor parte, los palacios eran de
estilo mudéjar, mezcla del gusto románico y árabe. Numerosos musulmanes
convivían pacíficamente junto a la comunidad cristiana.
La cuadrilla se abrió paso entre un bosque de edificios y entoldados en busca de
una hospedería donde cenar y pasar la noche, y prosiguió entre una marea de
turbantes y capuchas hasta desembocar en un barrio de artesanos. Tras las fachadas
de las tiendas, pelotones de aprendices correteaban de un horno a otro, afanándose
con palas largas por enhornar y deshornar loza de color terroso.
—Casi se me había olvidado que Teruel es una ciudad de alfareros —observó
Ignacio mientras contemplaba la escena.
En vez de contestar, Lusiñano tiró de las bridas y distendió el rostro con una
expresión de compostura. Acababa de salir de la plaza un destacamento de hombres
armados guiados por un fraile a caballo. Era una tropa de infantería erizada de
jabalinas: los famosos almogávares catalanes a las órdenes del rey de Aragón.
Ante tal aparición, la mayoría de los transeúntes se apartaban, unos apretujándose
contra los muros y otros escabulléndose en las bocacalles.
El fraile montado, que avanzaba con gesto altanero, lanzó una mirada desconfiada
a los tres forasteros. Primero escudriñó su vestimenta, luego los arneses del carro y de
la cabalgadura de Felipe, y finalmente detuvo la atención en Ignacio.
—No me parece que seáis de estas partes, señor. ¿Quiénes sois?
—Venimos de Castilla, venerable padre —contestó con cordialidad el mercader
—. Acabamos de llegar a la ciudad y buscamos una hospedería o fonda donde poder
pernoctar.
—Hay una muy acogedora cerca de aquí, junto a la gran catedral —informó el
religioso—. Pero no me habéis contestado todavía: ¿quiénes sois?
—Me llamo Ignacio Álvarez de Toledo, y éstos son mis compañeros de viaje. Nos
dirigimos a Francia.
El fraile asintió premioso.
—No he oído hablar nunca de vos, señor; sin embargo, no os asemejáis a las
personas que ando buscando. —Esbozó una mueca de astucia—. Pero podéis
servirme igualmente de ayuda.
—Explicaros, os ruego.
El religioso respiró profundamente, como preparándose para entonar un bando
público; pero el tono de su voz resonó calmo:
—Me llamo Juan de Montalbán y sirvo para el tribunal episcopal de Zaragoza en
calidad de testis synodalis; es decir, hago pesquisas en nombre del obispo. Ando tras
la pista de un grupo de herejes huidos de la Provenza. Ya se les ha advertido que se
vayan, pero siguen merodeando por estas tierras. Pues bien, sabed que por ley no

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toleramos en nuestras diócesis ningún tipo de herejía. Por eso si disponéis de
informaciones al respecto estáis obligados a referirlas, so pena de diffamatio o
excomunión, si no de otra cosa peor.
Como respuesta, Ignacio mostró la inexpresividad de una esfinge.
—¿De qué clase de herejes se trata?
—Cátaros, sin el menor género de dudas. Pero algunos los llaman con el nombre
de «maniqueos», el nombre de sus predecesores orientales, o de «albigenses» —
precisó el fraile con una mueca de desdén—. Se asemejan a una caterva de
harapientos. Por lo que he podido saber, fueron expulsados de esta ciudad ayer por la
noche.
En aquel punto, la voz de Felipe resonó cristalina.
—Los hemos visto hace una hora, padre.
El religioso dirigió la mirada hacia Lusiñano.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo —ratificó el caballero levantando la barbilla—. Se alejaban de
Teruel en dirección sureste.
—Muy bien, os estoy agradecido.
Felipe respondió con mirada fiera:
—Era mi deber, padre Juan. Espero que mis indicaciones os sean útiles.
—Lo serán sin ninguna duda.
Tras un saludo expeditivo, el fraile hizo un gesto imperioso, y el destacamento se
dispuso en filas ordenadas, listo para marchar.
Los almogávares, dando la espalda a la plaza, se encaminaron hacia las puertas de
la ciudad. A su paso, la gente los miraba con rostros tensos y bocas medio abiertas.
Ignacio, asegurándose de que nadie lo oía, se volvió hacia Lusiñano con tono de
reprobación.
—Me maravilláis, señor. Acabáis de condenar a esa pobre gente.
El caballero se encogió de hombros.
—Era nuestro deber hacerlo. Un edicto regio condena al exilio a todos los herejes
que se encuentren en tierras aragonesas.
—Conozco bien ese edicto. —El rostro del mercader se oscureció mientras
observaba a Willalme, que agarraba con rabia las riendas—. Lo publicó hace varios
años Pedro II de Aragón. Prevé unas sanciones despiadadas. Los herejes que violen
las prescripciones serán quemados en la hoguera. —El tono de su voz se volvió grave
—. ¿No os remorderá la conciencia esta noche al pensar en el llanto de esos niños?
Lusiñano frunció la cara con una mueca cínica.
—En absoluto. En mi calidad de templario y de caballero de Calatrava, he debido
tomar a menudo decisiones mucho más drásticas. —Espoleó al caballo, manifestando
cierto nerviosismo en sus movimientos—. Dejemos esta cuestión y vayamos al
encuentro de un alojamiento. Debo mandar un despacho al padre González de
Palencia comunicándole nuestra posición.

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Ignacio escudriñó el rostro de Felipe y por primera vez descubrió que su dureza
no escondía bondad de alma sino que era una simple máscara de sadismo. Podía
tolerar que aquel caballero manifestara de vez en cuando una actitud mojigata, pero
en modo alguno podía ser indiferente a semejante maldad; así, experimentó un gran
fastidio al pensar que estaba obligado a colaborar con aquel hombre. Willalme, por su
parte, empezó a alimentar hacia Lusiñano un odio instintivo, destinado a crecer
desmesuradamente.

Hacia el anochecer, a poca distancia de Teruel, se elevó una columna de humo negro
alimentada por llamas y gritos desgarradores.

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7

A lomos del veloz Jaloque, Uberto atravesó las mesetas castellanas de un tirón.
Encontró sin problemas el camino aragonés y franqueó los Pirineos por un punto
próximo al puerto de Somport, o summus portus, para pasar a territorio francés.
Como era la primera vez que viajaba solo, sentía una inmensa euforia mezclada con
una fuerte sensación de libertad. También le parecía estar compitiendo con su propio
padre. Quería llevar a buen término la misión encomendada; se le adelantaría en
Tolosa para demostrarle su valor. Pero todo ello era sólo una parte de la verdad. Se
trataba ante todo de una apuesta consigo mismo. Durante muchos años, había seguido
a Ignacio en busca de mercancías sagradas y profanas, desplazándose desde las
ciudades marineras hasta los mercados del centro de Europa, y su padre se había
encargado de que aprendiera todo lo que había que aprender sobre los lugares
visitados y los más diversos aspectos del saber. Así, se volvió un joven cada vez más
capaz y más sagaz. Sin embargo, esos recuerdos escondían también aspectos
desagradables; por ejemplo, Ignacio era un hombre reacio a manifestar su afecto.
Uberto había sufrido falta de afecto sobre todo durante la infancia, cuando su padre
vivió en el exilio durante más de diez años sin darle nunca noticias suyas y
obligándolo a vivir aislado en un monasterio, separado de la familia. Aunque Uberto
comprendía el motivo, nunca llegó a perdonarle esto del todo, y cuando se reunió
después con él, no logró colmar el vacío de aquellos años. «Ahora ya no me
encontraré bajo su ala protectora, y se sentirá al menos obligado a preocuparse por
mí», pensó al aceptar el encargo de Galib.
El viaje prosiguió sin ningún contratiempo digno de reseñarse; pero en tierras de
la Gascuña tuvo que soportar una lluvia torrencial durante más de una semana. El
joven no se dio por vencido y, protegido por una capa impermeable, cabalgó bajo el
diluvio entre extensiones de hayas y abedules, atento a los corrimientos de tierra y
apuntando siempre hacia el sur. Cuando dejó de llover, el tiempo se volvió
bochornoso. Uberto dejó a sus espaldas promontorios cubiertos de verde y superó
igualmente la fortaleza de Foix y el castillo de Mirepoix.
Finalmente, llegó a un claro desértico que atravesó con creciente malestar hasta
que llegó a una aldea humeante. El incendio debía de haber sido terrible; los restos
testimoniaban una pugna entre los habitantes y un ejército invasor. Lo único extraño
era que no se vieran cadáveres.
El joven, que no quería detenerse en medio de aquella devastación, emprendió el
camino del bosque. Siguió el cauce de un arroyo, un pequeño afluente del río Ariège,
y cuando la canícula llegó a su máximo se detuvo junto a un estanque a la sombra de
los árboles.
El viaje lo había dejado extenuado. Como hacía varias semanas que no se

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afeitaba, ató el caballo a un arbusto para regalarse por fin una pausa. Se quitó el
jubón manchado de sudor y metió las manos en el agua fresca; después metió
también la cara y se enjuagó el pecho. Se sentía renacido.
Tras el breve refrigerio, reemprendió la marcha. Dejando a sus espaldas una
desviación hacia Tolosa, cabalgó a ritmo sostenido durante toda la tarde. Cuando
temía que ya no encontraría un vivaque para pasar la noche, se dio cuenta de que se
hallaba a los pies de un monte. Levantó la vista y vio en lo alto un castillo enrojecido
por la puesta del sol. ¡La montaña de Montsegur!
El saber que había llegado a su destino le infundió nuevos ánimos; sin demora
alguna, enfiló el sendero que llevaba a la cima entre dehesas arboladas cada vez más
escarpadas. El último tramo abundó en proyecciones de roca desnuda y terrazas que
caían a pico; pero Jaloque no mostró la menor vacilación.
Montsegur se erguía entre estériles protuberancias calcáreas. Tenía una forma
extraña: un pentágono dominado en el ala nororiental por un torreón de base
rectangular. El elemento más curioso, del que Uberto ya había oído hablar, eran las
doce troneras practicadas a lo largo del perímetro, que imprimían al lugar un aire de
antiguo observatorio astral.
De repente, oyó cerca varias voces masculinas y a continuación vio salir de entre
las rocas a un pelotón de soldados: unos portaban escudos triangulares en forma de
cometa y otros esgrimían lanzas y broqueles. El joven señaló hacia la entrada de la
fortificación, visible ya al final del sendero, y declaró tener un mensaje para el
castellano. Oído lo cual, los soldados le dejaron pasar.
Los muros de Montsegur albergaban una placita bordeada de entoldados y
edificaciones de madera. A pesar de la hora tardía, aún se veía mucha gente, en su
mayor parte plebeyos pobremente vestidos.
Uberto confió Jaloque a un caballerizo muy joven y dirigió sus pasos hacia el
torreón, a todas luces el lugar más idóneo donde encontrar a Raymond de Péreille.
Pero antes de llegar le distrajo una concentración de personas en el centro del burgo.
Contagiado por el entusiasmo general, se acercó al lugar: un muchacho vestido de un
sayo se hallaba arrodillado delante de un anciano de aspecto venerable. Entonaba la
súplica benedicite mientras éste posaba una mano sobre su cabeza y recitaba el
paternoster.
Uberto reconoció en aquella ceremonia el ritual cátaro del consolamentum, pero,
no sin cierto desencanto, descubrió también que no se daba ninguna de las
obscenidades descritas por los religiosos católicos. Nadie degollaba a ningún niño ni
adoraba a ningún gato ni besaba el culo de Satanás. El rito se reducía a un muchacho
pidiendo a un anciano que rezara por él. También le extrañó que se desarrollara en
público.
Terminada la recitación del paternoster, el muchacho, que se hallaba en el centro
de la plaza, elevó los ojos al cielo; parecía espiritualmente renacido. Mientras la
multitud empezaba a dispersarse, Uberto volvió a encaminar sus pasos hacia el

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torreón, que alcanzó al poco tiempo.
El torreón se elevaba a un lado de la plaza. La entrada estaba vigilada. Tras
observar la estructura, el joven se dio cuenta de que una mujer lo miraba por una
ventana. Le pareció muy bella, aunque también algo desasosegada, y no pudo
reprimir hacerle un pequeño saludo. Ella sonrió y al instante desapareció.
La voz de un guardia lo retrotrajo a la realidad.
—Forastero, no podéis estar parado ahí en medio.
—Tengo que ver a Raymond de Péreille, el castellano. —Fue la respuesta de
Uberto—. Traigo un mensaje para él.

Uberto fue escoltado hasta los aposentos del castellano, situados en lo más alto del
torreón. Los guardias le hicieron esperar delante de una puerta cerrada mientras
informaban al señor De Péreille de su presencia. Poco después, le fue concedido
permiso para entrar.
La sala, iluminada con unas pocas antorchas, tenía las paredes tapizadas y unas
ventanas en arco que daban a la plaza. El centro estaba ocupado por una mesa
rectangular.
Las llamas iluminaron una figura masculina que salía de la penumbra. Era un
hombre de baja estatura pero corpulento, pelo castaño, cuarenta y tantos años, la
cabeza redonda y medio calva y barba crespa. Llevaba un jubón azul con faldillas y
una túnica de terciopelo rojo; sobre la hebilla de la cintura resaltaba el escudo de
armas de Mirepoix. Debía de ser Raymond de Péreille en persona.
Avanzó con pasos titubeantes hasta el centro de la sala apuntando sobre el joven
sus entrecerrados ojos astutos, semejantes a los de un hurón. A modo de saludo,
levantó el cáliz y bebió su contenido de un trago.
—Así que vos sois Uberto Álvarez, venido nada menos que de Castilla… —
entonó con la voz algo tomada mientras se limpiaba con la manga una rebaba que le
caía de la boca—. ¿Quién habéis dicho que os envía?
—El venerable Galib, el que fuera socius de Gerardo de Cremona —contestó
Uberto, que no lograba averiguar si la persona que tenía delante estaba realmente
achispada o simplemente disimulaba—. Traigo una carta escrita de su puño y letra
como demostración de lo que afirmo. Va dirigida a vos.
—Mostrádmela —expresó De Péreille con tono afable—. Y poneos cómodo. Sois
mi huésped.
Uberto registró en su talego, extrajo el rollo de pergamino que le había confiado
Galib y se lo entregó al noble; después miro a su alrededor en busca de un lugar
donde sentarse hasta que encontró una silla dorada con brazos y respaldo.
Raymond lo miró mientras se acomodaba.
—Estaréis agotado tras un viaje tan largo, imagino.
—Sí, en efecto —respondió el joven.

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El castellano lo miró de nuevo y a continuación repasó la misiva con gesto
aburrido.
—La carta parece auténtica…, escrita por el propio Galib. —Enarcó las cejas—.
Por lo que creo saber, el magister ya no enseña en el Studium de Toledo… —
Prosiguió la lectura—. La situación es bastante seria, al parecer —concluyó.
—Sí, por eso confiamos en vuestra ayuda.
Raymond se abanicó con la carta y dejó caer los brazos.
—¿Qué queréis de mí exactamente? Resumidlo con unas pocas palabras; la
verbosidad de esta misiva me marea un poco… Aunque también puede ser que haya
bebido demasiado…
Uberto apalancó los codos sobre los brazos del sillón y se proyectó hacia delante.
Advertía en su interlocutor una velada hostilidad.
—Como ha escrito el maestro Galib, quisiéramos tener alguna información acerca
del conde de Nigredo.
El castellano lo miró con una sonrisa sarcástica.
—¡Ah, casi nada! ¿No deseáis nada más?
—El magister ha hablado de un manuscrito alquímico que obra en vuestro poder,
el Turba philosophorum. Quiere saber si es posible obtener una copia.
—¿Para socorrer a Blanca de Castilla?
El joven arrugó la frente mientras miraba fijamente al noble.
—Exactamente.
El señor De Péreille miró a otra parte.
—Lo siento, monsieur. No puedo complacerle.
—Pero… ¡cómo que no! El magister me ha asegurado…
Raymond, con el gesto adusto, trató de justificarse:
—Es cierto que hace mucho tiempo conocí a Galib y que durante muchos años he
sentido una especie de veneración hacia él. Me habría gustado que formara parte de
mi séquito para beneficiarme de sus consejos. ¡Quién no lo desearía, por cierto! Es un
gran hombre, un sabio. —Suspiró—. Y sin embargo, las circunstancias actuales me
impiden acceder a sus peticiones.
—¿Qué circunstancias? Explicaos.
Los ojos que miraban ahora a Uberto ya no eran los de un borracho.
—Me parecéis un jovencito despierto, monsieur. Sin duda, ya os habréis dado
cuenta de lo que sucede entre los muros de Montsegur, del tipo de gente que se
refugia aquí, quiero decir.
—Cátaros, obviamente. —El muchacho se irguió contra el respaldo, como si se
sintiera amenazado—. Me ha bastado entrar en la ciudadela para asistir a un episodio
difícil de ver en público: un hombre recibiendo el consolamentum en medio de una
plaza.
Raymond asintió con un rubor de ironía en el rostro.
—Espero que no os haya conturbado asistir a una práctica considerada… por así

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decir… absolutamente herética.
—Descuide. —Uberto abrió las manos con un ademán diplomático—. Son de otra
naturaleza las cosas que suelen conturbarme.
—El consolamentum es el único sacramento que tiene valor para quien sigue a la
letra el Evangelio de Juan. Por eso a los cátaros les gusta tanto definirse como bons
chrétiens. Y los boni homines, sus maestros, son llamados también «perfectos». Uno
de ellos es Bernard de Lamothe, el anciano que habéis visto en la plaza.
—No entiendo cómo esto puede impediros acceder a las peticiones de Galib. Ni
el magister ni yo combatimos las modalidades de culto practicadas en este lugar.
Raymond se encogió de hombros; en su respuesta dejó traslucir una nota burlesca.
—Al principio, confieso que os había tomado por un espía del papa o algo
parecido, monsieur. Pero después de tanta peripecia a lo largo de mi ajetreada vida,
creo que ya sé reconocer a un mentiroso cuando lo tengo delante. Vuestra sinceridad
no se presta a discusión, créame. Pero no puedo afirmar lo mismo del reino al que
representáis. Fernando el Santo es un soberano muy católico, igual que su tía
Blanca… Póngase en mi lugar. ¿Cómo podría fiarme?
Uberto trató de ocultar su nerviosismo, como le había enseñado a hacer su padre.
—Yo no represento a Fernando III. Ningún miembro de la curia regis castellana
está al corriente de este encuentro.
—Qué iluso. —El interlocutor reprimió a duras penas una risotada. Tras posar
sobre la mesa la carta de Galib, alargó la mano y cogió una jarra de cerámica.
—Esta tarde me estoy mostrando tremendamente descortés: no os he ofrecido aún
de beber. ¿No os agradaría probar un vino excelente? Se llama aygue ardent. Procede
de la alta Garona.
—No, gracias.
—Bien, como gustéis. —El castellano pareció defraudado por la respuesta. Llenó
su cáliz y lo llevó a la boca con un encogimiento de hombros. Bebió el vino de un
trago, y sus ojos volvieron a centellear.
—Nada se mueve en la corte castellana sin el beneplácito de Fernando III y del
padre González de Palencia. Seguid mi consejo: no infravaloréis a ese maldito
dominico. No suele dejar nada al azar.
—¿Queréis decir que fray Pedro González está personalmente involucrado en este
asunto?
—Quiero decir que González está conchabado con toda seguridad con un prelado
muy influyente en estas tierras y de quien ciertamente habréis oído hablar: el obispo
Folco, de Tolosa. —Raymond posó el cáliz vacío sobre la mesa—. Aparentemente,
velan por los intereses de reinos distintos, pero los dos obedecen a una misma
persona.
—Al papa —aventuró Uberto.
—En efecto. El obispo Folco, en especial, actúa siempre de consuno con el
legado de la Santa Sede en Francia: Romano Frangipane, cardenal de Sant’Angelo, a

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quien tributa la más completa obediencia, más aún que a la reina Blanca.
—A mí no me interesan todas esas intrigas —estatuyó el joven—. Yo sólo quiero
saber dónde está el conde de Nigredo.
—Sois realmente un ingenuo, monsieur. ¿De qué creéis que estamos hablando? El
conde de Nigredo se codea con estos prelados, más de lo que imagináis.
—¿Cómo podéis estar seguro?
—Además, el conde de Nigredo odia también a los cátaros —abundó el noble—.
Sus malditos mercenarios no dejan de rastrear palmo a palmo todo el Languedoc,
prendiendo fuego a todas las aldeas que dan cobijo a los bons chrétiens.
—Ahora comprendo… —Uberto entornó sus ojos felinos—. Pero sus
mercenarios no matan a los habitantes. Los hacen prisioneros, ¿no es cierto?
El señor De Péreille lo miró extrañado.
—¿Cómo lo sabéis?
—Lo he deducido. —Durante unos instantes, el joven creyó tener en el bolsillo a
su interlocutor—. Hoy mismo, cerca ya de Montsegur, he entrado en una aldea
incendiada, obra de un ejército sin ningún género de dudas; pero no he visto ningún
cadáver. Si intentamos reunir las distintas teselas del mosaico, por algún motivo que
aún ignoro las tropas del conde de Nigredo secuestran a los habitantes de las aldeas
cátaras. Y vos no os decidís a ayudarme porque le tenéis miedo.
—¿Cerca de Montsegur, habéis dicho? —Raymond se dejó caer sobre un sitial
que había junto a la mesa—. Los arcontes se han desplazado más a Occidente de lo
que yo pensaba…
El joven palmoteó los brazos del sillón.
—¿A dónde conducen a los habitantes de las aldeas? ¿Y quiénes son los arcontes?
—Ya sabéis demasiado, monsieur —murmuró el noble.
Uberto se puso de pie, los puños en jarras.
—Pero aún no lo suficiente, señor. Ayúdeme, le ruego.
Raymond sacudió la cabeza.
—Lo siento mucho. Si el conde de Nigredo se sintiera ofendido, podría revelarse
un enemigo implacable… Y yo no dispongo de milicias suficientes para rechazar un
posible ataque de su parte.
—¡Pero os beneficiáis de la protección del conde de Foix!
—¿Foix? —El castellano esbozó una sonrisa burlona—. Créame, en estos
momentos está más interesado en apoderarse del principado de Andorra.
—Permítame al menos disponer de una copia del Turba philosophorum —insistió
Uberto—. Me iré inmediatamente, y vos no volveréis a oír nunca más de mí, lo juro.
El rostro del señor De Péreille se endureció de repente: manifestaba una
amalgama de astucia y displicencia a la vez.
—Pero ¿todavía no lo habéis comprendido, mi querido muchacho? El Turba
philosophorum no saldrá nunca de aquí. Permanecerá escondido en la sombra, bajo el
signo del León… Como tampoco vos saldréis de esta roca. —Mirando hacia la

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puerta, ordenó—: ¡Guardias, prended a este hombre!
La puerta de la sala se abrió y entraron dos soldados, que agarraron a Uberto por
los brazos y lo arrastraron sin contemplaciones.
El joven se debatió con furia, lanzando miradas de indignación en dirección a
Raymond.
—¡No podéis hacer esto! ¡No tenéis derecho a hacerme prisionero! ¡Comportaos
con honor!
El rostro del castellano devino en una máscara de rabia.
—El honor es un lujo que yo no puedo permitirme, muchacho. —Señaló con
gesto seco una ventana que daba al exterior del torreón—. Mira a esa gente ahí abajo,
acampada en el burgo. ¿Qué le pasaría si pusieran sitio a estos muros? Y mi familia…
¿qué suerte correría? ¿Cómo puedo permitirme pensar en el honor en unos momentos
como éstos? Yo tengo una misión que cumplir: defender Montsegur. —Con un
parpadeo inesperado, agarró la carta del maestro Galib y la acercó a una antorcha
para que se convirtiera en pasto de las llamas. Su boca se torció con una mueca
inmisericorde—. Por lo que a mí respecta, Blanca de Castilla puede pudrirse a
perpetuidad entre las espiras de Airagne.
Apenas oyó Uberto aquella última palabra, la silueta de Raymond de Péreille
desapareció tras una puerta. Sólo entonces la desesperación se apoderó de su corazón,
mientras la oscuridad empezaba a cernerse a su alrededor.
No podía imaginar que a poca distancia de allí se estaban desarrollando unos
acontecimientos que iban a condicionar para siempre su vida.

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8

Fray Blasco de Tortosa atravesó la sala de interrogatorios con pasitos nerviosos y


miró por una ventana solitaria para observar la gibosidad del paisaje iluminado por la
luna. Aquella noche se respiraba un aire salobre, tal vez traído por el viento desde los
arrecifes catalanes o, más probablemente, desde las costas del Languedoc. Pensar en
el mar siempre le despertaba recuerdos de juventud.
Respiró hondo, frunció el ceño y se dirigió hacia la parte central de la estancia,
donde un joven franciscano sentado junto a un escritorio y un corpulento sarraceno de
piel negrísima esperaban sus órdenes. El moro, de nombre Kafir, le profesaba una
devoción especial. Fray Blasco lo había conocido varios años atrás, cerca de
Barcelona, en un mercado de esclavos y lo liberó para convertirlo con paciencia al
cristianismo, y encontrar finalmente en él a un siervo taciturno y fiel.
Fray Blasco le dijo con aire desinteresado:
—Basta ya, Kafir. Déjale que respire.
Al oír estas palabras, el moro se aproximó a un gran barreño de madera situado en
el centro de la sala, tan alto que le llegaba por el pecho. El recipiente estaba lleno de
agua, de la que sobresalían dos pequeños pies blancos atados a una soga que pendía
de una garrucha fijada al techo.
Kafir agarró la cuerda y tiró con sus brazos robustos. Del agua emergió el cuerpo
de una mujer con la cabeza para abajo.
Fray Blasco observó con indiferencia aquella imagen femenina. Se le acercó
buscando señales de vida y luchando a la vez contra la seducción de aquel rostro
joven y atractivo, coronado por una madeja reluciente de cabellos negros.
El pecho de la prisionera se contrajo mientras su rostro explotaba en una crisis de
tos.
—Está viva, a Dios gracias —canturreó el franciscano, ensimismado detrás del
escritorio; incapaz de no admirar la desnudez de la mujer, carraspeó para conjurar su
vergüenza—. Sería mejor llevarla de nuevo a la celda y esperar a que se reponga.
—Antes deberá responder a mis preguntas —estatuyó Blasco de Tortosa; después,
notando que la prisionera empezaba a respirar con regularidad, gruñó en su dirección
—. Y bien, mujer, ¿confirmas que eres una hereje?
Un hilo de voz le salió de sus labios.
—No.
—¡Mentirosa! Hace poco confesaste lo contrario.
—Hacía varios días que me teníais en ayunas… —expresó tosiendo de nuevo—.
Era la única manera de que al menos me dierais de beber.
—Y qué, ¿no estás contenta? Ahora tienes toda el agua que quieras. —Fray
Blasco se agarró al borde mojado del barreño y reprimió un escalofrío de placer—.

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Dime, cacho víbora, ¿perteneces a la banda de los cátaros…, o tal vez a la de los
valdenses?
—No…
—Entonces, seguro que idolatras a las foeminae sylvaticae o a las tres fatae.
Muchas villanas cultivan en secreto estas supersticiones. ¿Es ése también tu caso?
—No… —murmuró de nuevo la muchacha.
—¡Mentira, pura mentira! —se desgañitó el fraile—. Te han capturado cerca de
aquí, en la frontera del Languedoc. Vagabas sin rumbo, diciendo no sé qué cosas del
conde de Nigredo y de los arcontes. ¿Quieres explicarme de dónde vienes? Tú no eres
de por aquí; hablas latín, pero con un acento extraño.
—Vengo del infierno…, un lugar con fuego y metal fundido…
—¡Tú sigue burlándote de mí, y verás! —Fray Blasco hendió el aire con un gesto
de rabia—. Kafir, suelta la cuerda.
El moro obedeció, y antes de que la pobre colgada pudiera respirar volvió a
sumergirse en el barreño; se debatió dentro de él con los cabellos envolviéndole el
rostro como una maraña de algas. Las manos, atadas a la espalda, no podían servirle
de ayuda e intensificaban esa sensación de impotencia que, más aún que el ahogo y el
miedo, dominaba su estado de ánimo. El que otros dispusieran a placer de su persona,
la tuvieran prisionera y la sometieran a humillaciones inauditas, generaba en ella una
ola de rabia silenciosa. Aquel sentimiento era el único agarradero que le quedaba para
no ceder a la desesperación y resistir a cualquier injuria. Era como si una parte
desconocida de su ánimo, más dura y corajuda, hubiera salido de la sombra para
gobernarla con pulso firme.
El franciscano dejó caer el estilo con el que estaba escribiendo, se puso en pie y
dijo con tono exasperado:
—No podemos atormentarla de esta manera. Nadie la acusa de nada. Qué derecho
tenemos…
—Lo tenemos, padre Gustave —replicó fray Blasco—. El decreto papal Ad
abolendam nos permite interrogar a los sospechosos de herejía incluso en ausencia de
testigos. Y por si eso no bastara, el cuarto concilio Lateranense nos espolea para que
pongamos freno a cualquier desviación religiosa.
—Pero la tortura no nos está permitida…
—Os equivocáis también, mi querido fraile. En materia de interrogatorios, el
Decretum Gratiani admite tres excepciones que permiten aplicar la tortura… al
acusador de un obispo, a un esclavo o a un villano sospechoso. Y éste es claramente
nuestro caso. —Fray Blasco frunció más aún el ceño—. Yo sé lo que me hago. Vos,
limitaos a tomar acta del interrogatorio y procurad quitaros de la cara esa expresión
de espanto.
El padre Gustave volvió a sus papeles y cogió la pluma de nuevo; pero fijando la
mirada en la superficie trémula del agua, exclamó:
—¡Izadla, por el amor de Dios! No podrá aguantar mucho tiempo.

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—Puede aguantar más de lo que imagináis.
Desde el interior del barreño, la muchacha percibía pequeños sonidos cacofónicos
del exterior. Sabía que estaban hablando de ella, pero ya no prestaba atención: una
especie de torpor se había apoderado de todo su ser. En su mente se agolpaban
imágenes confusas. De repente, creyó estar mirando un mar borrascoso. Las olas
espumeaban con una gran intensidad y se rompían contra escollos verdes de algas
mientras las aguas se abrían con un remolino espantoso.
Una sacudida, y el recuperado y grávido sentido de la semiinconsciencia. Su
golpe de tos fue tan violento que se asemejó a un conato de vómito. Creyó que se le
había roto el esternón del esfuerzo. Inspiró entrecortadamente con un fuerte jadeo,
mientras su cuerpo delgado oscilaba en el vacío.
Fray Blasco, implacable, se le acercó enseguida.
—¡Habla de una vez y dime quién es el conde de Nigredo!
—No lo sé… No lo sabe nadie…
—No lo creo. Dime quién es o te meto otra vez en el agua.
La amenaza de tortura se le incrustó en la mente como un clavo, generando una
nueva oleada de rabia que no consiguió contener, y otra parte de su ser, agazapada en
un rincón de la mente, se manifestó en un acceso instintivo.
—¡Es el diablo! ¿Estás contento? —gritó—. ¡El diablo! ¡El diablo! ¡El diablo! Y
ahora déjame que me vaya, ¡maldito! ¡Libérame! ¡Quiero irme! ¡Libérameee!
El padre Gustave se puso de nuevo en pie de un salto, agitadísimo.
—Está delirando. No puede servirnos de ninguna ayuda en ese estado.
La prisionera colgada seguía gritando y echando por la boca espumarajos como
una posesa; después, con los ojos vueltos hacia atrás, se desmayó.
—¡Maldita bruja! —exclamó fray Blasco—. Ha encontrado la manera de
sustraerse al interrogatorio. —Reacio a cualquier tipo de tregua, se volvió hacia el
moro—. Desátala y llévala a su celda, Kafir. Pero que no se crea que ha ganado la
partida. Mañana por la mañana la someteremos de nuevo a la prueba de la soga.

Las mazmorras se encontraban en el sótano del convento. Para alcanzarlas, había que
salir de la sala de interrogatorios, situada en otro edificio para no perturbar la paz de
los religiosos, y atravesar después un jardín que lindaba con el campo.
Kafir se echó a cuestas a la muchacha desvanecida, cubierta sólo por una casaca
de tela basta, y se dirigió hacia la salida tras los pasos de fray Blasco y del padre
Gustave. Enfilaron un pequeño corredor que daba al exterior guiados por el
resplandor de dos antorchas colocadas a ambos lados de la salida.
A pocos pasos ya de la puerta, una especie de arañazo resonó en la otra parte.
Blasco de Tortosa aguzó los oídos, abrió un postigo y miró fuera: pero no vio
nada salvo una inocua extensión de hierba. Debía de haber sido el viento o el frufrú
del follaje, se dijo, y se dispuso a descorrer varios cerrojos. No era un tipo que se

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dejara sugestionar fácilmente. Años atrás, había desafiado a los sarracenos de
Mallorca al lado de Pedro Nolasco. Pero, al abrir la puerta, dejó escapar un grito.
Dos ojos feroces brillaban en la oscuridad de la noche. Un salto afelpado, y fray
Blasco se vio asaltado por un gruñido y unos colmillos envueltos en una masa de pelo
negro. Gritó de nuevo, ahora más fuerte.
Kafir soltó a la muchacha y desenvainó la daga que llevaba en la cintura. Era el
único hombre armado de la partida: debía intervenir. Superó al padre Gustave y clavó
la mirada en la fiera que se había cernido sobre el fraile. Vaciló unos instantes:
aquella escena era algo diabólica. Después levantó la hoja dispuesto a golpear, pero
algo lo detuvo. Dos brazos delgados, aún mojados, lo agarraban del cuello con un
vigor asombroso. ¡La muchacha! El moro gritó presa de la rabia mientras se debatía
para quitárselos de encima.
Pero en el instante en que logró liberarse, fue agredido por el perro negro. Cayó al
suelo —el animal le había mordido el antebrazo derecho—, y la muchacha aprovechó
para arrebatarle la daga. Empuñó el arma con la intención de matarlo —sus ojos de
jade estaban dilatados por el odio—, pero no lo hizo. Tras unos segundos de
indecisión, arrojó el arma y huyó a toda prisa.
Al verla alejarse, el perro soltó la presa y la siguió.
Kafir se incorporó con el brazo derecho palpitante de dolor, se acercó al
maltrecho cuerpo de fray Blasco y se inclinó sobre aquel charco de sangre. El fraile
tenía la garganta destrozada por la mordida del perro; su pecho subía y bajaba con
movimientos irregulares, cada vez más débiles.
Inesperadamente, éste habló:
—Para mí, todo se ha acabado… Ve… y mata a esa foemina sylvatica… Mátala
en mi nombre.
El moro asintió con devoción mientras el rostro adusto del fraile, insólitamente
pálido, se quedaba sin vida. Obedecer… Sólo tenía que obedecer. Era algo que había
aprendido desde la infancia. Y eso hizo. Recogió la daga del suelo y se encaminó
hacia la salida; pasó junto al padre Gustave, el cual, arrodillado, temblaba como un
recién nacido.
Se asomó al exterior y apenas tuvo tiempo para ver cómo dos figuras, la
muchacha y el perro, desaparecían entre las sombras del campo, allende la silueta
sesgada de una estacada.

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A Uberto le parecía la prisión donde se hallaba recluido menos tétrica de lo que


había supuesto. Las paredes, de piedra calcárea, culminaban en un techo
suficientemente alto para permitirle ponerse de pie; el suelo estaba limpio y salpicado
de paja seca. Tampoco faltaba un catre; pero una vez examinado, el joven prefirió no
acostarse en él al notar que estaba infestado de pulgas y se acurrucó en el suelo,
frente a la puerta atrancada de la entrada.
Transcurrieron dos días puntuados sólo por las variaciones de la luz que se
infiltraba por una ventana estrecha, mientras el mundo externo, con sus
acontecimientos lejanos e imperceptibles, parecía reírse de él.
Uberto, que no soportaba los ambientes cerrados, y menos aún estar mano sobre
mano, sucumbió al más completo desconsuelo. Pocos días atrás, mientras atravesaba
las comarcas de Aragón y el Languedoc, se había sentido un hombre importante,
como si tuviera el mundo en sus manos. Incluso en presencia de Raymond de
Péreille, hasta el final creyó que iba a lograr convencerlo y superarlo en astucia e
inteligencia. Pero no: había sido un estúpido. El afán por llevar a término cuanto
antes su misión no le dejó reflexionar lo suficiente. La cuestión estaba bastante clara:
se encontraba en aquella situación por culpa propia. Debería haber actuado con
cautela: medir bien las palabras, intuir los planes del castellano… Le escocía sobre
todo haber fallado allí donde con toda seguridad Ignacio habría salido airoso. Le
parecía oír sus palabras de reproche por haberse conducido con tanta precipitación y
sonrió con amargura. De todos modos, mejor una reprimenda paterna que encontrarse
encerrado en aquella celda. Sobre todo pensando que probablemente se pudriría allí
dentro sin que nadie llegara nunca a enterarse de su triste fin.
Pero la tercera noche de cautividad sucedió algo. Un ruido cercano le hizo darse
cuenta de que la puerta de la celda estaba temblando. A continuación oyó el rechinar
del cerrojo y vio que la puerta se abría. Una figura menuda se abrió paso, iluminando
el lugar con un candil. Una mujer.
Al principio no la reconoció, pero después recordó haberla visto asomada a una
ventana del torreón antes de su encuentro con De Péreille. Se incorporó como un
resorte, dispuesto a aprovechar aquella ocasión que se le ofrecía de intentar la huida.
—¿Quién sois? —preguntó.
La mujer avanzó con paso liviano y lo miró fijamente. Antes de hablar, proyectó
sobre él la luz del candil.
—Soy Corba Humaud de Lantar, esposa de Raymond de Péreille.
Uberto asintió con mirada recelosa. Ya había oído hablar de Corba de Lantar, un
buen partido para el señor De Péreille. Se preciaba de vínculos de parentesco con el
conde de Tolosa, si bien la estirpe de la que descendía era conocida también por sus

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inclinaciones heréticas, bajo el influjo de los perfectos cátaros.
A pesar de lo inesperado de aquella visita, y de la oscuridad reinante, al joven no
le pasó inadvertida la belleza de la dama: facciones refinadas, largos cabellos
castaños, y esbelta pese a su constitución menuda. Vestía un bliaut amarillo que le
bajaba hasta los pies y encima un chal azul; debía de llevarle pocos años.
—¿Qué hacéis vos aquí, en este calabozo? —le preguntó, asegurándose de que no
había otras personas escondidas en la sombra. Aún no sabía qué pensar de aquella
visita inesperada, pero no quería caer por segunda vez en la misma trampa—. Estos
subterráneos no son muy apropiados para una mujer noble.
—Comprendo vuestra desconfianza, monsieur. —La voz de Corba sonaba casi
como una caricia—. Sabed, de todos modos, que estoy aquí para liberaros.
—No comprendo… Vuestro marido… —farfulló el prisionero.
—No os asombréis. Aunque os cueste creerlo, estoy actuando también en su
interés.
—¿Estáis segura de lo que decís? El castellano no parece tenerme mucha
simpatía.
—Debéis disculpar a Raymond por su actitud. —Suspiró ella—. No suele
comportarse de manera brusca, pero hace dos días, cuando os concedió audiencia,
estaba muy alterado. Acababa de volver de Labécède, adonde había acudido
disfrazado para informarse sobre unos amigos suyos muy queridos que habían sido
apresados. Por desgracia, llegó tarde. Fueron declarados herejes por el obispo Folco y
condenados a la hoguera junto con sus familiares.
—Lo lamento. Yo no podía saber eso.
Corba asintió.
—Sé lo difícil que resulta comprender a Raymond. No es un hombre temeroso,
pero sí teme por quienes están a su lado. Por otra parte, intente comprenderlo,
estamos viviendo una situación muy difícil… Hace tiempo que la Iglesia ha señalado
con el dedo a Montsegur como refugio de herejes. Y si nos enemistáramos también
con el conde de Nigredo…
—Para vos sería el final —concluyó Uberto la frase—. Vuestro marido ya me lo
ha explicado. Pero decidme, ¿cuánto tiempo hace que el conde de Nigredo representa
una amenaza para vos?
—A decir verdad, no hace mucho. Hace apenas unos meses, el conde de Nigredo
era sólo una leyenda ligada a acontecimientos casi olvidados. Se cuentan muchas
cosas de él, entre otras que es un alquimista cruel. Al descubrir nosotros que tras los
recientes acontecimientos se ocultaba su nombre, nuestra consternación fue inmensa.
Uberto se llevó la mano a la barbilla.
—Según Raymond, el conde de Nigredo se halla conchabado con altas jerarquías
eclesiásticas.
—Eso también lo pienso yo, monsieur. Pero sus vínculos con la Iglesia son
misteriosos. Desde que reina el terror en las tierras del Languedoc, el conde de

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Nigredo ha manifestado una doblez indescifrable. Con el secuestro de Blanca de
Castilla, parecía querer apoyar el sur de Francia contra la tiranía de la corte parisina;
pero después sus mercenarios han empezado a devastar las aldeas de estas tierras,
preferentemente los asentamientos de los bons chrétiens.
—Persigue a los cátaros… Secuestra a los habitantes de aldeas enteras… ¿Por
qué lo hace?
La dama lo miró primero y después metió disimuladamente en un bolsillo de su
hábito un pequeño puñal de hoja envenenada que había mantenido escondido en su
mano derecha, por precaución. Ahora sentía que podía prescindir de él.
—Descubrirlo será tarea vuestra. Vos seréis muy útil para nuestra causa. Por este
motivo he decidido desobedecer a mi marido y liberaros sin que él se entere.
—Arriesgáis mucho, mi señora.
—Evitad comentarios y seguidme. —Corba lo invitó a salir de la celda—. Sabed,
de todos modos, que cualquier riesgo es lícito para proteger Montsegur. Tal vez vos
no lo comprendáis: desconocéis la doctrina de los perfectos. Nos enseñan a renegar
de la materia y a sublimar el espíritu. Nuestros cuerpos son cárceles que nos
encadenan a la vida terrenal, alejándonos de la pureza.
El joven se encogió de hombros: su mente era demasiado racional para ceder a la
fascinación de cualquier forma de misticismo.
—Yo sólo comprendo una cosa, mi señora: que si la Iglesia persigue a los
perfectos es porque los teme.
Corba esbozó una sonrisa.
—Dejad que os ponga a salvo.
Uberto se mostró reacio a escapar en aquel momento al acordarse de su misión.
—Esperad un poco. Si realmente deseáis ayudarme, entregadme el Turba
philosophorum. Ese libro es uno de los motivos por los que me encuentro aquí.
La dama se estremeció ligeramente, y la llama del candil parpadeó cual pececito
dorado.
—No será fácil encontrarlo. Se halla en un lusel, un escondite subterráneo. Yo
puedo entrar en ese lugar, pero sólo mi marido conoce la ubicación exacta del
manuscrito que buscáis.
—Si no tenéis nada en contra, mi señora, me gustaría intentarlo de todos modos.
La mujer aceptó.
Abandonaron el sector de las mazmorras dejando atrás, sin ser vistos, los puestos
de los guardias. Corba se orientaba a la perfección a través de los subterráneos de
Montsegur. Bajaron un entramado de plantas y enfilaron una galería que carecía de
desviaciones.
—El lugar al que nos dirigimos se llama «Piedra de Luz». —Le hizo saber la
dama.
—Ya he oído ese nombre antes —manifestó Uberto—; pero creía que se trataba
de una reliquia, como el santo grial.

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Corba señaló con aire absorto:
—En cierto sentido lo es, pero más exactamente se trata de una sala donde se
guarda el saber de los perfectos, toda la sabiduría que encierra la roca, como la luz en
la oscuridad.
—Permitidme una pregunta —inquirió el joven—. ¿Por qué se guarda con tanto
celo un simple manuscrito como el Turba philosophorum?
—Porque es obra de los seguidores de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.
—¿Y por eso debería ayudarme a derrotar al conde de Nigredo?
—Sin duda ignoráis una cosa; la copia del Turba philosophorum aquí guardada
procede de la morada del conde de Nigredo, el castellano de Airagne. El manuscrito
que buscáis habla de alquimia y se utilizó para construir aquel lugar; como podéis
suponer, guarda sus secretos.
—Airagne… —repitió Uberto—. ¿Dónde se encuentra ese castillo?
—En alguna parte del Languedoc. Nadie lo sabe con precisión.
¡Cómo era posible que no hubiera explicación! El joven no se dio por vencido.
—¿Quién ha traído hasta aquí el Turba philosophorum? ¡No puede haber caído
del cielo!
El recorrido había llegado a su fin. Corba se detuvo delante de una puerta
excavada en la roca, delimitada por dos pequeñas columnas calcáreas. Era la entrada
a la Piedra de Luz.
Antes de traspasar el umbral, la dama se sintió obligada a responder:
—El Turba philosophorum lo trajo hasta aquí una mujer huida de Airagne. Fue
hace varios años, cuando aún no me habían dado como esposa a Raymond. —
Entrecerró los ojos, como trayendo a la memoria el acontecimiento—. Después de
llegar a Montsegur, aquella mujer habló del conde de Nigredo y de Airagne. Nombres
que en aquella época nadie conocía todavía. Las leyendas nacidas a continuación se
fundan en sus palabras. Antes de marchar, la mujer entregó a Raymond el Turba
philosophorum pidiéndole que lo escondiera en la Piedra de Luz. El conde de
Nigredo no debía nunca más poseer aquel libro, pues lo utilizaría con fines malvados.
No dijo mucho más antes de marcharse. Unos dicen que se dirigió hacia España,
otros pretenden haberla visto en Francia.
—¿Y no reveló nada preciso sobre el castillo de Airagne?
—Lo describió como un lugar parecido al infierno, un sepulcro tórrido en el que
la gente padece sufrimientos atroces. —Corba cogió una antorcha de un tedero
situado junto a la entrada, la encendió con la llama del candil y la entregó al joven—.
Pero ahora seguidme, es hora de entrar en la Piedra de Luz.

Una vez dentro, Uberto exhaló una exclamación de estupor. La Piedra de Luz era una
inmensa sala circular excavada en piedra; el centro lo ocupaba una mesa redonda y a
lo largo de sus paredes se distribuía una docena de armarios. Un espacio que

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rezumaba antigüedad, tan majestuoso que hacía palidecer al claustro de cualquier
abadía.
—La Piedra de Luz es el corazón secreto de Montsegur —declaró Corba,
complacida—. En ninguna otra parte obtendréis tanta sacralidad en medio de una
roca desnuda.
En el transcurso de su vida, Uberto había visitado numerosas bibliotecas, algunas
de ellas situadas en lugares secretos de monasterios y castillos; pero ninguna
subterránea. Si Ignacio se hubiera encontrado en su lugar, no habría podido contener
su entusiasmo. Pero como aquélla no era una visita de placer, se aplicó a estudiar los
distintos armarios a fin de averiguar si su disposición respondía a algún criterio que
pudiera ayudarlo en su búsqueda. Eran doce, equidistantes entre sí, perfectamente
ordenados alrededor de la mesa… Y cada uno estaba situado bajo un signo zodiacal
esculpido en el techo. Aquel detalle le hizo recordar una frase oída no hacía mucho.
De repente, tuvo una iluminación.
—Si habéis dicho la verdad, en uno de estos armarios se esconde el Turba
philosophorum —declaró sin esperar confirmación.
—Así es, monsieur. —En el rostro de la mujer apareció una expresión
admonitoria—. Sin embargo, sólo tenéis permiso para llevaros el manuscrito que
buscáis. Debéis prometerme que no tocaréis ningún otro. La sabiduría de los boni
homines debe permanecer encerrada entre estos muros; de lo contrario, correría el
riesgo de dispersarse por el mundo.
—No voy a desordenar nada —la tranquilizó Uberto, el cual, mientras observaba
con atención los signos zodiacales esculpidos en el techo, creyó haber llegado a la
conclusión correcta—. Sospecho y afirmo que vuestro marido, antes de ordenar mi
detención, me reveló sin saberlo la colocación del libro —prosiguió recordando la
conversación mantenida con Raymond—. «Permanecerá escondido en la sombra,
bajo el signo del León», me dijo. Fue sin duda un desliz, pues no imaginaba que yo
pudiera llegar hasta aquí ni comprender el significado de sus palabras… Pero es
ciertamente una pista valiosísima, ¡y creo haber comprendido a qué se refiere!
Mientras decía aquello, se acercó al mueble situado bajo un dibujo astral
semejante a una omega.
—La posición de este armario se corresponde con el signo zodiacal del León. —
Abrió de par en par los batientes y examinó los libros que había dentro—. Si entendí
bien las palabras de Raymond, el Turba philosophorum debe encontrarse aquí dentro.
La empresa, empero, no se prometía fácil. Los manuscritos guardados en el
armario eran numerosos y de distinto formato. Estaban distribuidos en cinco
compartimentos atestados de tomos encuadernados, fascículos de pergamino cosidos
de cualquier manera y rollos gruesos sellados con cinta de piel. Además, la ausencia
de luz no facilitaba la operación, sin contar con que Uberto distaba mucho de estar
seguro de sí. Pero no quería mostrar vacilación alguna a los ojos de la dama, la cual,
frente a un comportamiento vacilante, habría podido decidir alejarlo de la Piedra de

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Luz. Para colmo, quedaba poco tiempo disponible. Antes o después, su evasión
quedaría al descubierto, por lo que era mejor salir cuanto antes de la roca… Pero
había demasiados libros, y todos muy parecidos. Se habría necesitado la perspicacia y
sangre fría de Ignacio para salir airoso de aquella empresa.
Uberto estuvo espigando durante un lapso de tiempo que pareció interminable.
Finalmente, retiró un pequeño códice elegantemente encuadernado.
—Debe de ser éste —afirmó con tono triunfante.
Mostró a Corba el libro, que tenía abierto por la primera página. El texto rezaba:
«Arisleus genitus Pitagorae, discipulus ex discipulis Hermetis gratia triplicis,
expositionem scientiae docens…».
—¿Estáis seguro? —inquirió la dama.
—Sí —contestó él—. Las palabras iniciales del códice coinciden con lo que me
habéis revelado poco ha. Hacen referencia a la vez a Hermes Trismegisto y a
Pitágoras. El nombre del primero aparece citado en la mayor parte de los libros
guardados en el armario, pero el de Pitágoras sólo aparece en éste. —Hojeó de nuevo
el manuscrito para obtener confirmación de lo que decía y descubrió varias frases en
las que se describían las distintas etapas de la manipulación de la materia y de la
cocción de los compuestos químicos—. Sí, ya no me queda ninguna duda —
sentenció—. Este libro es efectivamente el Turba philosophorum.
La dama se le acercó; sus ojos eran impenetrables.
—Entonces ya no queda más que proceder a vuestra fuga.

Iluminando el camino con la antorcha, Corba guió a Uberto a través de un


subterráneo que conducía hasta el exterior de Montsegur. El joven la siguió sin
titubear. Sabía que la mayor parte de los castillos occitanos disponían de pasajes
secretos para permitir la fuga incluso en una situación de asedio. El verdadero
misterio para él era de otra índole: no conseguía comprender plenamente a la señora
de Lantar. La admiraba, y se sentía incluso atraído, como siempre le ocurría cuando
se encontraba en presencia de una mujer bella y arriesgada; pero tanta temeridad le
producía perplejidad. Además, había algo en ella que le aconsejaba no bajar la
guardia. Corba debía de ejercer un influjo muy poderoso sobre Raymond.
—Antes de ir a liberaros, mandé sacar del recinto vuestra cabalgadura —explicó
la dama, que caminaba con la tranquilidad de quien se pasea por un jardín.
El joven se limitó a asentir mientras sujetaba con fuerza el manuscrito del Turba
philosophorum. Ahora que ya lo tenía en su mano, la prioridad era otra: reunirse con
Ignacio.
Una ligera brisa anunció el inminente final del laberinto; unos pasos más allá, se
entrevieron los primeros rayos de luz junto con unos matorrales. Era el alba. Un trino
de pájaros los acogió al salir.
Se encontraban en la pineda que recubría la falda meridional del monte, un

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emplazamiento idóneo para la fuga. En la vertiente occidental, la pared bajaba en
desplomo. En lo alto, la silueta gris de Montsegur resplandecía con la claridad
matutina. Por primera vez, Uberto notó que el lugar se asemejaba a una nave
gigantesca.
—Apresuraos, todavía no estáis a salvo —le exhortó Corba, dejando lo que
quedaba de antorcha a la entrada del túnel. Le serviría para la vuelta.
Siguieron un sendero oculto entre los árboles hasta que se toparon con un caballo
negro atado a un arbusto. Junto al animal había un muchacho vestido de caballerizo,
el cual corrió enseguida a su encuentro.
—¡Madame, madame, por fin! —exclamó—. ¡Temía que no llegarais nunca!
—Muy bien, Isarn. —Fue la respuesta de la dama—. Ahora puedes volver a los
establos. Pero te ruego que no cuentes a nadie este favor que te he pedido.
El muchacho esbozó una sonrisa de pilluelo.
—Sí, madame.
Uberto lo vio desaparecer como un lebrato entre el boscaje; después, se acercó a
Jaloque, que al verlo movió repetidas veces el hocico.
—Ya sois libre, ya podéis marchar, monsieur. —Corba le alargó el puñal
curvilíneo—. Es vuestro, lo he recuperado de los guardias que os lo sustrajeron antes
de encarcelaros.
El joven agarró la jambiya y se la aseguró a la cintura; miró en dirección a la silla
del caballo y vio que también estaban el arco, la aljaba y el talego.
—No se os ha arrebatado nada. —Le hizo saber la dama.
Uberto hizo una reverencia y trepó a la grupa del caballo.
—Sin vos no lo habría conseguido nunca, mi señora. Os habéis ganado mi respeto
y mi lealtad. ¿Cómo puedo devolveros el favor?
Corba de Lantar entrecerró los ojos, sabia y despiadada como un ave nocturna.
—Impidiendo las matanzas de cátaros. Descubriendo la verdad sobre el conde de
Nigredo y reduciéndolo a la impotencia. ¿Lo haréis?
—Os lo juro. —Uberto espoleó al caballo y desapareció entre la vegetación.

Los cascos de Jaloque aporreaban el suelo a una velocidad prodigiosa. A primeras


horas de la tarde, Uberto se encontraba ya lejos de Montsegur, atravesando un declive
salpicado de flores silvestres, con el Turba philosophorum bien seguro en su talego.
El siguiente objetivo era llegar a Tolosa. Pero debía darse prisa. La cautividad le
había hecho perder tres días. Era probable que su padre se le hubiera adelantado.
De repente, se encontró ante una escena inesperada. A poca distancia, donde el
sendero limitaba con el espeso boscaje, una muchacha salió corriendo de allí. Un gran
perro negro galopaba a su lado. Un instante después, salió también, a lomos de un
corcel roano, un jinete de rasgos morunos, el cual miró a su alrededor y al avistar a la
muchacha se lanzó en su persecución con su daga en ristre.

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La fugitiva no tenía esperanza alguna.
Uberto actuó de manera instintiva. Espoleó a Jaloque y bajó a toda velocidad el
declive. Pisó los talones al jinete desconocido, lo superó en un abrir y cerrar de ojos y
prosiguió lanzado hacia la muchacha. Antes de alcanzarla, se inclinó hacia el costado
derecho del caballo —los músculos en máxima tensión— y cuando estuvo a su lado
alargó el brazo y la agarró sin detenerse.
La joven se debatió como un animal acorralado. Uberto se vio luchando contra un
haz de nervios tensos y un turbión de cabellos negros. Pero un segundo después la
fugitiva comprendió que en realidad alguien la había salvado y dejó de rebelarse. El
jinete la izó sobre la grupa y volvió a espolear a Jaloque. El corazón le batía
alocadamente.
—¡No lo conseguiremos nunca! Nos alcanzará —gritó ella con los ojos llenos de
miedo.
—Imposible con este caballo —respondió Uberto, las riendas de cuero bien
sujetas.

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10

El castillo de Airagne
Segunda carta – Albedo

Mater luminosa, cuando superé el primer portal de Nigredo vi la materia imperfecta que purgaba
en el fuego, y desde aquel momento mi paso por el jardín de la alquimia fue más rápido y leve.
Pero para exponer mi pensamiento utilizaré palabras sencillas: trabajé como se trabaja en la
hilatura cuando se obtiene el hilo de la fibra basta envuelta en la rueca. Y el hilo que yo obtuve de
Nigredo fue brillante y hermoso. Ésta es la segunda fatiga de la obra, Albedo, el portal blanco que
los filósofos llaman Lucifer a causa de su esplendor.

La lucecita de la vela tembló e iluminó el rostro pensativo del cardenal Frangipane.


Una salvaje palpitación en su frente le anunció la inminente llegada de la enésima
migraña.
«Lucifer, el demonio», pensó mientras volvía a colocar la segunda carta en el
cofre. Le quedaban otras dos por leer.
Se levantó con parsimonia del sitial mientras su malestar familiar le entumecía la
nuca y sus imponentes espaldas. ¿Dónde se habían metido sus compañeros de
cautividad? Humbert de Beaujeu había ido de nuevo a inspeccionar los sótanos, y
Blanca de Castilla hacía horas que no aparecía. Ahora que lo pensaba, no comprendía
en qué podía ésta emplear el tiempo encerrada entre aquellos muros.
Cada vez la veía menos; sus conversaciones se habían reducido también al
mínimo, a lo esencial. Tuvo que reconocer que aquello lo turbaba.
Vagó por la torre, la cabeza estallándole de dolor, hasta que de repente oyó un
canto. No venía de lejos, sino de la estancia contigua. Aguzó el oído: era una
composición melodiosa, entonada por una voz masculina.
El cardenal, curioso, avanzó de puntillas, una postura incómoda para su gran
corpulencia. Con su trote afelpado llegó hasta una puertecita recubierta de
colgaduras. Sí, el canto procedía de su interior:

Celle que j’aime est de tel signeurie


que sa biautez me fait outrecuider…[1]

La voz se interrumpió de golpe y se oyó la risotada de una mujer.


Romano Frangipane no resistió la tentación y con cautela descorrió ligeramente el
cortinaje para ver. Lo que se presentó a su vista lo dejó sin aliento y le produjo una
nueva punzada en la sien.
En aquel dormitorio iluminado por candelabros, dos amantes retozaban en la
cama. Con los ojos como platos, el cardenal de Sant’Angelo reconoció a la mujer,
que estaba completamente desnuda. Era Blanca de Castilla. Con un pequeño esfuerzo

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de memoria, reconoció también a su acompañante. Era el joven Thibaut IV, conde de
Champagne y vasallo de la Corona francesa.
¿Qué hacía el conde de Champagne dentro de la torre? Pero no era aquella
pregunta lo que más le preocupaba. El cardenal se sentía zarandeado por unas
emociones que nunca habría creído tener, una mezcla de repugnancia y de celos.
Thibaut se deslizó entre los cobertores; su torso era glabro y corpulento.
—Esperad, madame —exclamó—, dejad que os entone otra chanson…
Blanca no quiso complacerle.
—Conozco bien vuestras dotes de trovador, querido, pero no son cantares lo que
busco en vos ahora.
Romano Frangipane notó que las venas del cuello se le hinchaban de la rabia. Allí
estaba la dame Hersent, ¡una loba disoluta y cruel! En aquel momento le habría
gustado agarrarla por el cuello, estrangularla y ensañarse con ella mientras la veía
asfixiarse, aunque nada habría sido tan gratificante como encontrarse en aquel lecho
en lugar del joven conde. ¡Qué mujer tan ladina! Delante de él adoptaba un aire casto,
irreprochable, pero a sus compañeros de alcoba se ofrecía como una meretriz barata.
La voz de Thibaut resonó en toda la estancia.
—Esperad, madame, dejadme hablar. El conde de Nigredo me ha mandado venir
para…
Aquella palabras produjeron en Blanca el efecto de un latigazo.
—¡Ah, y ahora me habláis de eso! —La dama se puso de rodillas y se apartó un
mechón de la cara—. ¿Creíais acaso que no me importa saber que estáis aquí en
nombre de quien me mantiene recluida?
Él levantó las manos.
—Me entregaron un mensaje del conde en el que se me concedía permiso para
veros, y después…
—¿Y después…? —El pecho de Blanca se hinchó de rabia—. Pensáis poneros a
disposición del conde de Nigredo, ¿no? Queréis negociar con él, ¿no es eso?
Thibaut se escondió entre los edredones, intentando así escapar de las iras de su
amante.
—¿Qué querías… que me quedara quietecito como un perrillo faldero mientras se
me despojaba de mis feudos? —Al abrir los brazos, descubrió su tórax poderoso—.
¡Vos me habíais prometido más privilegios sobre mis tierras, pero yo no he recibido
nada! Al parecer, hay que levantar la voz con vos, al igual que aquel Maucler.
Blanca apretó los dientes y hundió las uñas en una almohada.
—¡Así que es eso! ¡Así que detrás de esta historia está la patita del duque
Maucler, el señor de Bretaña!
—Pero… ¿qué cosas decís? Él no tiene nada que ver…
Blanca echó la almohada a un lado y se abalanzó sobre el amante.
—¿Quién más anda tramando contra mí? —inquirió con tono retador—. ¿Habéis
venido a rescatarme?

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—Nada de lo que preguntáis, madame. —Thibaut agarró a la dama por las
muñecas—. El conde de Nigredo me ha llamado para hablarme de vos. ¿Lo
comprendéis ya?
La expresión de la reina pasó rápidamente de la ira a la desconfianza.
—¡Pobre bobo, eso ya lo sabía! ¿No os dais cuenta de que estoy jugando con vos?
Lo único que me irrita es que lo hayáis tenido oculto hasta ahora. —Recubrió sus
desnudeces con una sábana—. Salid de mi lecho, Thibaut. Creía que me erais leal.
Decíais que me amabais, y sin embargo…
—Pero yo os amo, os he dado suficientes muestras. —Thibaut le lanzó una
mirada cómplice—. ¿Ya lo habéis olvidado? Yo maté a vuestro marido por vos.
Al oír aquellas palabras, Frangipane casi cayó hacia delante, con gran riesgo de
revelar su presencia. ¡Así que era cierto! Los rumores que habían corrido por la corte
se correspondían con la verdad: la reina había seducido a Thibaut para obtener su
complicidad. Luis VIII no había muerto de una enfermedad contraída en el transcurso
de la guerra, sino que había sido envenenado… Recordó que muy pocos habían
tenido permiso para examinar su cadáver al volver a París envuelto en una piel de
buey.
Consternado por semejantes revelaciones, el cardenal de Sant’Angelo siguió
espiando. ¿Se había perdido algo? No. Allí estaba la dame Hersent, que miraba hacia
otra parte con aire indignado.
—No disteis gran prueba de caballerosidad al matarlo —replicó Blanca—.
Cualquiera puede envenenar a un hombre. El veneno es el arma de la bellaquería. —
Colocó un mechón rebelde detrás de una oreja—. ¿Y si el conde de Nigredo os
pidiera llevar a cabo otros delitos?
Thibaut de Champagne dejó escapar una risita.
—Seguís censurando al conde de Nigredo, madame. Sin embargo, vos os parecéis
mucho a él.
—Explicaos mejor.
—También vos tenéis proyectos oscuros. Me he enterado de que habéis sustraído
dinero al obispo de la Corona para enviarlo a Castilla, a vuestro sobrino Fernando III.
—Thibaut se le acercó, deslizándose sobre el lecho como un reptil corpulento—.
Desde luego, no os produjo ninguna reluctancia el homicidio de vuestro marido.
Ansiabais el poder, el mismo poder que ansiamos todos nosotros, sobre todo el conde
de Nigredo, quienquiera que éste sea.
Blanca entornó los ojos con una actitud meliflua, dejando que se deslizara entre
sus muslos el tejido que le cubría la desnudez.
—A vos, conde Thibaut, os llaman «el Príncipe trovador» por las chansons
d’amour que entonáis; pero pocos saben que vuestra lengua es más afilada que un
puñal.
Él acogió la invitación, avanzó hacia ella y la besó en el cuello.
—Esto os excita, ¿no es cierto, madame?

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—Podría ser. —La dame Hersent suspiró de placer—. Si lleváis a cabo una
petición mía…
Y mientras las palabras de la reina se transformaban en susurros, Romano
Frangipane se preguntó si aquella víbora disoluta no mantendría una relación secreta
con el conde de Nigredo. Tal vez estaba conchabada con él, o era víctima de un
chantaje de su parte…

Humbert de Beaujeu, las pupilas dilatadas y la frente empapada de sudor, trataba de


orientarse en medio de la oscuridad. Si durante la primera visita a los sótanos se había
topado con una cáfila de harapientos, ahora debía resolver otro problema:
simplemente, se había perdido.
Había explorado las galerías subterráneas del castillo hasta llegar a un lugar
surcado por numerosos canalillos, por los que corría metal fundido, siguió bajando y
llegó a un lugar donde el olor acre y la temperatura del aire resultaban más tolerables.
Intuía que ya no se encontraba bajo el torreón central del castillo; sino más al sur,
tal vez junto a una de las ocho torres edificadas alrededor del recinto. Si tal era el
caso, las posibilidades de fuga aumentaban, y tarde o temprano encontraría un pasaje
que lo llevara hasta la superficie, fuera del castillo. Pero la galería por la que
avanzaba tenía tantas bifurcaciones que ya no sabía qué rumbo seguir. No era fácil
mantener la cabeza fría. La oscuridad parecía absorberle cualquier pensamiento.
Para darse ánimos, intentó recordar un hecho reciente, la conversación que había
mantenido con el rey Luis VIII en su lecho de muerte.
—Venid, primo mío, acercaos a la cabecera —le dijo el monarca con voz débil en
tal ocasión.
—Estoy aquí, Majestad, ordenad. —Fue la respuesta de Humbert.
—En nombre del parentesco que nos une y de la lealtad que me profesáis, debéis
prestarme un juramento.
—Todo lo que deseéis, sire.
El rey le dirigió una mirada febril.
—Prometedme que velaréis por mi esposa.
Humbert dio un paso atrás.
—Pero, sire, vos…
Luis se agitó entre las mantas.
—Voy a morir esta noche, mi querido primo, y quiero que sepáis que no
encomendaría esta tarea a ninguna otra persona.
—Pero se rumorea que esa mujer os es infiel…
—¡Cómo osáis! —El monarca sufrió un acceso de tos, y no pudo seguir
hablando; cada palabra le costaba un esfuerzo indecible—. Yo la amo… ¿Qué otra
cosa importa?
—Ninguna otra cosa, Majestad. Lleváis razón. En nombre de san Miguel

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Arcángel, juro que la protegeré.
Luis sonrió, tranquilo. Moriría en paz.
Un ruido parecido a una ventolera retrotrajo a Humbert a la realidad. Era un ruido
ya oído anteriormente, si bien ahora sonaba con mayor fuerza. Tenía una cadencia
regular y potente, semejante al rugido del viento durante una tempestad.
Humbert se dejó guiar por aquel resonar y llegó hasta unas escaleras; se asomó
hacia las plantas inferiores, sin saber qué podría haber allí.
Vislumbró con estupor una multitud de hombres semejantes a los que ya había
visto anteriormente; maniobraban unos fuelles enormes delante de la boca de un gran
horno.
Una visión harto extraña. Aquellos artefactos se encogían y estiraban cual
monstruosos pulmones de cuero, reteniendo y expeliendo el aire con unos silbidos
muy agudos. ¡Así que aquél era el origen del ruido! Unos operarios encargados de su
funcionamiento cayeron al suelo extenuados por el calor y el esfuerzo, pero los
guardias apostados junto a los muros acudieron enseguida para imponer disciplina; y
para evitar que los moribundos se agolparan en el suelo ordenaron que fueran
retirados y sustituidos por otros.
El lieutenant permaneció un buen rato contemplando la escena, impresionado por
los esfuerzos de aquellos hombres, y sólo entonces empezó a formarse una idea de la
situación. Los fuelles servían para regular el calor del horno, permitiendo que las
llamas alcanzaran la temperatura adecuada para fundir el metal que fluía por los
canalillos de las plantas superiores.
Se encontraba en el interior de una fragua inmensa, de eso no cabía duda; pero
todavía se le escapaba la finalidad de aquella obra. ¿Qué forjaba el conde de Nigredo
en aquel espacio subterráneo?
Observó por última vez a los miserables agolpados alrededor de los fuelles.
Parecían musitar algo, un lamento o tal vez una plegaria. Y cuando logró captar las
palabras, recordó haberlas oído ya antes: «Miscete, coquite, abluite et coagulate!».

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11

A las primeras luces del alba. Willalme, sentado en un risco junto al río Garona,
desenvainó la cimitarra y la posó sobre sus rodillas. Admiró la nervadura jaspeada de
gris y deslizó por el filo los dedos pulgar e índice. Cada muesca o diente que palpaba
le traía recuerdos cruentos. Cogió una piedrecita y se dispuso a afilar la hoja.
Ignacio estaba sentado a poca distancia, junto a un fuego ya apagado, haciendo el
cómputo de los días de viaje: más de tres semanas. Superados los Pirineos, habían
seguido hacia el sureste hasta cruzar el cauce del río Garona, que remontaron hasta
llegar a los límites del Tolosano. La tarde anterior, al no encontrar ningún albergue, se
habían visto obligados a dormir al raso.
A pesar de que el obispo Folco se hallaba ya cerca, la moral era baja. Desde que
se encontraban en tierras francesas, habían notado numerosos signos de destrucción a
manos de ejércitos. Pero los daños no eran siempre del mismo tipo: parecían ser
producto de dos voluntades distintas. Hasta hacía tres días, habían encontrado aldeas
incendiadas, sin cadáveres ni supervivientes; pero desde que viajaban por el condado
de Tolosa, la devastación no afectaba tanto a los habitantes como a los cultivos y a los
graneros. Por una parte, la intención parecía ser saquear y tal vez también secuestrar a
los habitantes; por otra, reducirlos al hambre.
El mercader se masajeó los hombros y la nuca. Si bien era de constitución
robusta, sus más de cincuenta años de edad no le permitían pasar una noche al raso
impunemente. Pero en aquel momento el fastidio de sus achaques revestía una
importancia secundaria: intentaba encontrar por todos los medios un nexo de unión
entre su misión y el envenenamiento de Galib. La hipótesis más verosímil era que el
magister hubiera descubierto los secretos de algún sabio del entourage de Fernando
III, como hacía sospechar el modo en que había muerto. El asesino no podía ser un
armígero corriente, sino un erudito capaz de destilar la herba diaboli. Aquel hecho le
daba mucho que pensar. Tal vez él estuviera corriendo también el mismo peligro.
Pero todavía había otro asunto que le preocupaba enormemente. Había dejado partir a
Uberto hacia una tierra martirizada por la guerra, exponiéndolo a todo tipo de
imprevistos y de riesgos. Había sido una locura obedecer a Galib.
Entretanto, Felipe de Lusiñano, concluidas sus oraciones matutinas, dobló la
carpitte de lana sobre la que había dormido y se acercó a Willalme para contemplar
su cimitarra.
—Extraña forma de arma para tratarse de un guerrero cristiano —observó—.
Sería más normal verla en manos de un sarraceno.
—Precisamente me la dio un sarraceno —respondió el francés sin dejar de afilar
la hoja—. Un pirata islámico, semejante a los mallorquines que tanto teméis.
—Yo no temo a nadie —replicó Felipe visiblemente irritado—. Pero decidme,

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¿por qué os homenajeó un infiel con semejante dádiva?
Willalme se encogió de hombros.
—Al quedar huérfano, me embarqué rumbo a Tierra Santa, convencido de que me
sonreiría la fortuna… Pero me vendieron como esclavo a los moros. —Sus finos
labios esbozaron una sonrisa amarga—. Mi amo resultó ser un pirata. Pero no era un
salvaje: me instruyó en las artes de la navegación y del combate, y antes de morir me
regaló su cimitarra.
Estupor en el rostro del caballero.
—¿Combatisteis al lado de piratas sarracenos?
—Sí, y durante ese período maté a muchos «matamoros» de vuestra ralea.
Felipe lo miró con desprecio.
—Creo que no existe una absolución capaz de lenificar vuestro pecado.
Willalme levantó la mirada. Apenas si podía contener la rabia.
—No me preocupan mucho vuestras opiniones, señor. Estáis tan pagado de vos
que habéis olvidado incluso el motivo por el que lucháis. «Amad a vuestros
enemigos», dice el Evangelio. ¡Pero vos condenáis al fuego a los «presuntos»
enemigos!
—«Derrama sobre ellos tu enojo, Señor, los alcance el ardor de tu cólera» —
salmodió Lusiñano por su parte mientras lanzaba al francés una mirada torva—. Los
enemigos de la Iglesia deben ser domeñados. ¡Eso es lo que dicen Alain de Lille y
Anselmo de Lucca!
—¡Contadle eso a mi familia, exterminada sin razón alguna por fanáticos como
vos! —exclamó Willalme esgrimiendo la cimitarra.
—¡Basta ya! ¡Es hora de reanudar la marcha! —gritó Ignacio poniéndose en pie.
Si no hubiera intervenido ipso facto, aquellos dos se habrían retado en duelo.
Tampoco a él le caía bien Lusiñano, pero era consciente de su influjo en la corte y no
quería problemas con él.
Felipe, reacio a dejar el asunto, apuntó al francés con el índice.
—¡Este hombre está loco!
—Razón de más para dejarlo en paz —respondió el mercader con sorna. Miró en
lontananza, por donde se divisaban los muros de una gran ciudad—. Pongámonos en
marcha en vez de discutir. Tolosa ya está cerca; llegaremos antes de caer la tarde.
Recogieron sus escasos enseres y reemprendieron la marcha. Durante el trayecto,
Willalme condujo el carro sin decir palabra, la cabeza inclinada y los ojos entornados.
Se acordaba de la muerte de su padre y volvía a ver a su madre y a su hermana
tragadas por un inmenso gentío… Y más espantoso aún, recordó el momento en que
se despertó rodeado de cadáveres antes de que la iglesia fuera pasto de las llamas.

Para acceder a Tolosa había que atravesar el arrabal de Saint-Cyprien, que daba a la
orilla sud-oriental del Garona. El cauce del río, que describía una especie de ángulo

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recto, separaba aquella barriada del resto de la ciudad.
Ignacio recordó haber pasado por allí diez años atrás, cuando Tolosa se hallaba
asediada por los cruzados franceses y notó, como si tan sólo hubieran pasado unos
pocos días de aquella batalla, que Saint-Cyprien mostraba aún los signos de la
devastación y de la miseria: los edificios en estado ruinoso, la calzada invadida por
aguas residuales y atestada de cacharros, soldados inválidos, prostitutas y pordioseros
a la puerta de las casas, como ratas…; pero peor aún era ver a los niños mirando entre
las ruinas con ojos grandes y famélicos.
Conforme se acercaban a la orilla, la situación iba mejorando. El aire era más
respirable, las calles más limpias, y en vez de tugurios se veían talleres y tiendas. Un
poco más allá, bordeando el río, una cuadrilla de estibadores cargaba mercancías en
las naves amarradas. De repente, de un corrillo formado alrededor de una hoguera
salió un soldado de unos treinta años, robusto, de tez cetrina, vestido con casaca de
cuero y botas de montar.
—¡Comendador! —exclamó mientras corría al encuentro de los tres forasteros.
Felipe embridó al caballo.
—¡Thiago de Olite! —exclamó a su vez—. ¡No creo lo que ven mis ojos!
—Sí, soy yo mismo, comendador —contestó el soldado—. Os espero desde hace
dos días. Estaba ahí esperando vuestra llegada.
Thiago hablaba con acento navarro. Ignacio y Willalme lo miraron con
curiosidad. Debía de formar parte de la escolta encargada de adelantárseles en Tolosa.
Era un subalterno de Lusiñano y antes lo había sido de González de Palencia.
—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Thiago! —Felipe miró hacia la hoguera
de donde había salido el soldado y sólo vio un grupo de holgazanes, ninguna cara
conocida—. ¿Dónde has dejado a tus conmilitones?
El navarro titubeó, se llevó la mano a la cintura, de donde pendía un puñal
alargado, llamado «basilarda», y contestó:
—Justo antes de entrar en el condado de Tolosa, fuimos asaltados. Sólo yo salí
con vida de puro milagro.
—Diez caballeros de Calatrava armados hasta los dientes… ¿Cómo pudieron
sorprenderos?
—Eran muy numerosos, e iban muy bien armados. Salieron del bosque y nos
rodearon. Antes de que pudiéramos desenvainar la espada, tres de los nuestros ya
habían caído asaeteados.
—¿A qué ejército pertenecían?
—No sabría decirlo, comendador. En sus estandartes había dibujado un sol negro
sobre campo amarillo.
Lusiñano asintió con un ademán casi solemne; después intercambió una mirada
cómplice con Ignacio.
—Los arcontes, las milicias del conde de Nigredo.
Thiago abrió los ojos como platos.

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—¡Algunos de ellos gritaron ese nombre!
—Es evidente que esos malditos están al corriente de nuestro plan y lo quieren
echar a perder. Debemos entrevistarnos cuanto antes con el obispo Folco. Él nos dirá
cómo actuar.
—Por desgracia, no será tan sencillo —señaló el soldado—. El obispo no se
encuentra en la ciudad.
—Pero… ¡qué estás diciendo!
Thiago miró primero a Lusiñano y después a Ignacio y a Willalme, que no daban
crédito a lo que oían.
—Por lo que parece, no sabéis nada —prosiguió—. Cuando escapé de los
arcontes vine a Tolosa a avisar al obispo Folco de vuestra inminente llegada, pero
descubrí una triste verdad. El señor de esta ciudad, el conde Raimundo VII,
anticlerical y enemigo de la Corona, lo ha expulsado de su sede. Actualmente, Folco
se halla escondido por estas tierras y disfruta de la protección de un ejército de fieles
que se hace llamar la «Confraternidad Blanca».
—Conozco ese nombre. —Felipe se cruzó de brazos—. Pero queda por saber por
qué ninguno de nosotros estaba al corriente de la situación. ¡Qué extraño! Fue
precisamente Folco quien pidió nuestra ayuda para socorrer a la reina Blanca. ¿Por
qué no nos ha informado de su exilio?
—Hay tres posibles respuestas —conjeturó Ignacio—. Tal vez Folco quería evitar
que se conociera el lugar de su escondite en caso de que sus cartas dirigidas a Castilla
cayeran en manos de espías. Una segunda hipótesis es que no quería revelar la
gravedad de la situación, lo que habría podido disuadir al rey Fernando III de una
posible intervención. Y también es posible, como última hipótesis —concluyó
arrugando la frente—, que el padre González y Su Majestad estuvieran al corriente
pero no quisieran que lo supiéramos.
—Esa última hipótesis es inaceptable —protestó Felipe—. Eso significaría que
hemos sido traicionados por nuestro soberano y por un subalterno suyo, que además
es un hombre de Iglesia.
El mercader de Toledo se encogió de hombros mientras se preguntaba si Lusiñano
desconocía realmente aquel particular. No lo consideraba digno de confianza: había
cambiado de bando muchas veces en el transcurso de su vida, lo que denotaba un
temperamento inestable, receloso, y tal vez cierta propensión a la traición.
—En cualquier caso, tendremos que hacer frente a este contratiempo —dijo—. Si
queremos descubrir algo sobre el secuestro de Blanca, es preciso hablar con Folco. —
Después, volviéndose a Thiago, preguntó—. ¿Hay alguna manera de dar con él?
—Creo que sí —contestó el navarro—. En Tolosa, junto a la catedral de Saint-
Étienne, hay personas que le siguen siendo fieles; pertenecen a la Confraternidad
Blanca. Seguro que saben dónde se esconde. Pero si queremos encontrar a esas
personas, tendremos que correr riesgos. En la ciudad, la nobleza y el ejército han
tomado el partido de Raimundo VII y de los cátaros. Si descubrieran nuestras

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intenciones, estaríamos perdidos.
Felipe levantó el mentón con altanería.
—Muy bien, correremos ese riesgo.

Del muelle de Saint-Cyprien salían dos puentes hacia la margen opuesta del río,
donde se elevaba el centro de Tolosa. La comitiva de Ignacio, a la que se había unido
Thiago, atravesó el puente más meridional para entrar en la ciudad. A lo largo del
trayecto se encontraron con varios soldados patrullando, pero parecían demasiado
agobiados por el calor vespertino para interesarse por ellos y se limitaron a dirigirles
una mirada desganada, sin llegar a interrogarlos.
Ya en la ciudad, enfilaron una calle amplia que les llevó hasta la catedral de Saint-
Étienne, un edificio de ladrillo rosado de una sola nave. Se detuvieron en sus
aledaños en busca de la residencia episcopal. A poca distancia, un grupo de frailes
cordeleros buscaba refrigerio en una fuente.
—Esos frailes nos están espiando —susurró Willalme a Ignacio.
El mercader, a quien no se le solía escapar nada, no le hizo caso. Su atención
estaba puesta en otra parte. Acaba de localizar, más allá de la catedral, el palacio
episcopal, un bastión imponente, e invitó a sus compañeros a seguirlo hasta allí. El
aspecto marcial del edificio no le extrañó demasiado. Su forma parecía un compendio
de las disensiones que laceraban a la comunidad de Tolosa, en aquel momento
dividida en dos facciones contrapuestas: la Confraternidad Blanca del obispo Folco,
fiel a la Iglesia y a la corte parisina, y la Confraternidad Negra, favorable a la
doctrina cátara y a la corriente separatista de los nobles occitanos.
Los guardias les hicieron esperar en la entrada. Durante ese tiempo, Ignacio no
pudo por menos de pensar en su hijo. Uberto, según lo planeado, debía encontrarse ya
en aquel lugar. Pero Ignacio temía que le hubiera ocurrido algo. Con todo, trató de
dominar su aprensión. No era el momento más indicado para mostrarse vulnerable.
Al poco tiempo, acudió a su encuentro una procesión de religiosos encabezados
por un benedictino entrado en años.
—Bienvenidos seáis, viandantes. —Les deseó tendiéndoles la mano tras haberlos
escudriñado detenidamente—. Debo pediros que mostréis vuestras cartas de
acompañamiento, si poseéis alguna.
Felipe le alargó un pergamino.
—Viajamos de incógnito —explicó—. Sólo disponemos de este salvoconducto,
firmado por el padre González de Palencia.
—Bastará. —El monje echó una rápida ojeada y después lo invitó a entrar en el
atrio.
El lugar había visto tiempos mejores. Cortinajes gastados, frescos descoloridos y
muebles devorados por la carcoma confirmaban cuanto se decía acerca de las escasas
reservas del tesoro episcopal. Folco las había agotado para financiar las expediciones

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contra los cátaros, sin contar con los diezmos que exigía a los nobles del lugar. La
curia tolosana, según la voz del pueblo, estaba literalmente asediada por los
acreedores.
Mientras avanzaba, el benedictino echaba alguna que otra ojeada a la carta en
busca de los pasajes más significativos; finalmente, la devolvió a Lusiñano.
—Por lo que veo, venís para ayudar a nuestro obispo.
—Deberíais estar al corriente, supongo —precisó Felipe.
—Lo estamos. El obispo Folco os está esperando. —El monje se detuvo en medio
de un corredor y miró a los forasteros con aire serio—. En este momento se encuentra
en la Sacra Praedicatio de Prouille, que se halla a un día de caballo de Tolosa, junto al
grueso de sus milicias.
El rostro de Felipe se ensanchó con una sonrisa complacida.
—Os aconsejo que os pongáis en marcha mañana mismo —expresó el religioso,
empezando a moverse—. Quedaos aquí a pasar la noche, si lo consideráis oportuno.
La ciudad no es un lugar seguro; en ella pululan enemigos de la Iglesia y de la
Corona francesa.
Antes de que el benedictino concluyera, Ignacio no pudo por menos de intervenir:
—Una palabra, si puedo.
El monje levantó una ceja.
—Diga, pues.
—Además de nosotros, ¿no se han presentado otros mensajeros de Castilla?
El benedictino lo negó, un poco desorientado.
El mercader esquivó una mirada sospechosa de Lusiñano y volvió a preguntar al
anciano:
—¿No se ha presentado nadie más? ¿Estáis seguro?
—Completamente. Si así fuera, lo habríamos invitado a alojarse en la hospedería
de la catedral. Preguntad allí también, si lo deseáis. Es lo habitual.
El mercader frunció sus alargadas cejas.
—Ya, comprendo.
Uberto no había llegado aún a Tolosa.

Un montón de nubes había oscurecido la luna en el momento en que una figura


encapuchada se encaminó sigilosamente hacia la hospedería de la catedral de Saint-
Étienne y entró en un cuartito situado junto a la sala de espera, donde dormitaba un
portero entrado en años.
—Que la paz os acompañe.
—¿Quién es? —Se sobresaltó el hombre.
—No temáis. —El encapuchado descubrió la cara—. Me llamo Ignacio Álvarez y
he venido a pediros una cortesía.
—Hablad, pues, peregrino. ¿En qué puedo ayudaros?

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—Vos controláis las entradas y salidas de los forasteros en este lugar, ¿no es
cierto?
—Así es, monsieur.
—Entonces, tomad. —Ignacio registró en su talego y sacó un billete plegado en
cuatro, sellado con cera—. Lo entregaréis a una persona, un joven, en caso de que se
presente en este lugar.
El portero tomó el billete.
—No se trata de nada arriesgado, espero.
—No, al contrario —lo tranquilizó el mercader—. Pero por favor, entrégueselo
únicamente a la persona que yo os diga. Ah, y no leáis el contenido por ningún
motivo… Espero que lo hayáis comprendido.
—Lo he comprendido.
—Prestad mucha atención. —En los ojos de Ignacio relampagueó una amenaza
—. Me acordaría de vos en caso de que no entregarais el mensaje o traicionarais mi
confianza. ¿Habéis entendido lo que quiero decir?
—Perfectamente, monsieur. —En los labios del hombre se insinuó un temblor—.
¿A quién debo entregar este billete?
El mercader le dio al interlocutor un escudo de oro.
—Se llama Uberto Álvarez. Un joven de unos veinticinco años, moreno, bien
parecido. Viaja solo.
—Uberto Álvarez. Me acordaré de él, no temáis. —El portero cogió la moneda y
la sopesó con avidez—. No tenéis por qué preocuparos.
Ignacio asintió con la cabeza y miró fijamente a su interlocutor, como para probar
su fiabilidad. Éste pareció abrumado por aquella mirada.
—Contad conmigo, os lo prometo.
Tras aquellas palabras, el mercader volvió a cubrirse el rostro con la capucha y se
despidió.
—Que la paz sea con vos.
—Y con vos… —respondió el portero. Pero la figura ya se había esfumado en
medio de la oscuridad.
La luna, que había logrado escapar del cúmulo de nubes, resplandecía de nuevo
en el cielo.

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Kafir cabalgaba sobre un equino pesado, más apto sin duda para arrastrar un arado
que para correr largos trechos a galope. Uberto y la muchacha lo dejaron atrás con
facilidad y, tras una breve galopada, se adentraron en un bosque colindante con las
tierras de Tolosa. Siguieron cabalgando durante varias horas y al caer la noche
decidieron parar en una cabaña de caza abandonada.
Uberto se acercó a la chimenea y se dispuso a encender un fuego con la ayuda de
un pedernal, sin dejar de lanzar miradas a la desconocida.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó entre curioso y cohibido.
Ella dudó en contestar. Acurrucada en un rincón de la choza, miraba fijamente a
su salvador. No se sentía interrogada ni amenazada. Quería responder a aquel rostro
afable, pero apenas hubo abierto la boca cuando pasó por su mente, como un
fogonazo, la mueca de Blasco de Tortosa. La visión se desvaneció enseguida, pero le
dejó el escozor de una herida. Fray Blasco había muerto, muerto para siempre, y ya
no la atormentaría más; y sin embargo seguía aterrorizándola. Tal vez la perseguiría
por siempre en sus pesadillas. Acarició el pelaje negro de su perro, que ahora estaba
agazapado a sus pies, y se sintió segura.
—Moira —contestó—. Me llamo Moira.
—Y yo Uberto —dijo él mientras encendía el fuego—. No me tengas miedo.
Ella asintió con timidez. Entonces se dio cuenta de que se encontraba agachada, la
cabeza inclinada y las rodillas dobladas, enlazadas con los brazos. Distendió sus
piernas semidesnudas, recogiéndolas en la postura más digna posible, y dirigió la
mirada hacia la chimenea. El calor del fuego irradió a su cara vibraciones casi
táctiles.
—Tienes un nombre muy bonito, Moira. —Uberto colocó el talego en una mesa
desvencijada; pero no podía estarse quieto ni dejar de mirarla a los ojos. Unos ojos
bellísimos. Para vencer la situación embarazosa, señaló al perro, que estaba
dormitando.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé… Quiero decir, no tiene nombre. Lo encontré hará unos dos meses por
el camino. Desde entonces me ha seguido siempre.
—Es un poco triste que ese cachorro no tenga nombre. —Uberto observó al
animal agazapado, que tenía sus apuntadas orejas plegadas hacia delante, y después
dirigió de nuevo la mirada hacia Moira.
—¿Tienes hambre? Yo tengo aquí un poco de… Veamos lo que queda. —Registró
en el talego—. Carne seca… Queso… Pan duro… Me temo que no hay mucho más.
La joven no contestó. No recordaba la última vez que un desconocido se había
dirigido a ella con tanta amabilidad, a excepción de un viejo tejedor de Fanjeaux que

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la había hospedado en su taller. Desde entonces habían pasado muchos meses.
Abismos de terror la separaban de aquel recuerdo.
Uberto seguía mirándola, seductor y discreto, y ella casi no se dio cuenta de que
le estaba ofreciendo comida. Tomó al fin un trozo de carne seca y empezó a
mordisquear, primero vacilante, después cada vez con mayor avidez. Sólo entonces se
dio cuenta de que tenía un hambre terrible. Hacía varios días que no comía.
El joven se sentó enfrente. Como no había sillas, se acomodó en el suelo con las
piernas cruzadas y se quedó mirándola en esa postura. Era verdaderamente
encantadora, con aquellos ojos rasgados y aquel rostro ovalado enmarcado por
mechones color ébano. Su cuerpo longilíneo, tal vez un poco anguloso de hombros,
era en conjunto agraciado. A pesar de la casaca andrajosa que llevaba, tenía un aire
aristocrático… Pero lo que más curiosidad había despertado en él era su acento
oriental.
—No eres de estas partes, ¿verdad? —preguntó.
—No —respondió Moira—. Nací y crecí en Acre, Palestina. Pero mi padre es de
origen genovés.
—¿Y tú qué haces aquí?
Moira parecía renuente a responder. Le habría gustado decirle que, como su
madre, corría por sus venas sangre georgiana, o contarle algo sobre las tierras lejanas
en que había nacido; pero contuvo la respiración. Sus ojos desaparecieron tras una
cascada de cabellos.
—Él nos encontrará —aseveró con tono neutro, como si nada más tuviera
importancia.
—No temas —la tranquilizó Uberto.
Un perezoso agitarse de crines resonó en el exterior, recordando a los dos la
presencia de Jaloque, que parecía estar manso.
Uberto decidió no fiarse de Moira, al menos por el momento. Demasiado
misteriosa. Demasiado bella. Pero el mismo impulso que lo había empujado a
salvarla lo inducía a proseguir la conversación.
—¿Quién era ese jinete sarraceno? ¿Por qué te perseguía?
—No lo sé —vaciló la joven—. Pero no parará hasta haberme matado.
—¿Por qué motivo?
Moira bajó la mirada, los dedos hundidos en el pelaje del perro.
—Es por causa de sus amos, los frailes de una aldea limítrofe con Armagnac. Me
creían una bruja, una hereje o algo parecido… Se equivocan. Pero ahora ya nada
cuenta.
Uberto se sintió de nuevo obligado a transmitirle confianza.
—No desesperes, ahora estás a salvo.
—Habría sido mejor que me hubieras dejado enfrentada a mi destino —dijo ella
mirándolo con sus ojos de jade—. Ese maldito irá también a por ti.
—¡Que lo intente si se atreve! —Se puso en pie de un salto, enorgullecido, y

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después se dirigió hacia la chimenea para avivar la llama—. Si quieres que te ayude
debes contarme más cosas. Explícame bien quién eres y de dónde vienes.
—He huido de Airagne… —cuchicheó Moira, pero inmediatamente después se
mordió los labios.
—¿He oído bien? —Uberto dejó caer un tronco en el fogón y se le acercó
rápidamente—. ¡No lo puedo creer! ¿Tú sabes dónde se encuentra Airagne, la morada
del conde de Nigredo?
Al oír aquel nombre, Moira se echó inmediatamente hacia atrás y miró a su
interlocutor como si la hubieran amenazado gravemente.
—Háblame de ese lugar —insistió Uberto—. ¿Sabrías indicarme el camino para
llegar hasta allí? ¿Podrías guiarme?
La muchacha se echó más atrás aún, hasta que su espalda rozó contra la pared.
—Entrégame al moro si quieres, pero no me pidas que te conduzca a ese lugar.
¡Prefiero morir!
—No comprendes… —se justificó Uberto—. Tengo que ayudar a mi padre…
Moira se cubrió el rostro.
—¡Basta ya!
El perro levantó las orejas y empezó a gruñir. Después, al darse cuenta de que no
había peligro, inclinó el hocico y exhaló un aullido lastimero.
La muchacha apartó las manos del rostro: su expresión era implorante.
—Déjame descansar, por favor. Estoy muy… muy cansada.
—De acuerdo, hablaremos mañana. —Uberto levantó las cejas con ademán
indulgente y señaló un lío de ropa que había colocado sobre la mesa, junto al talego
—. Ponte esta ropa, no puedes ir por ahí con esos harapos… Hay unos calzones, un
jubón, un par de zuecos… Es mi ropa de viaje; te estará grande, pero siempre será
mejor que los andrajos que llevas.
Ella esbozó una sonrisa.
Mientras Moira se cambiaba de ropa, Uberto salió un momento a ocuparse de
Jaloque. Como la cabaña no disponía de establo, tuvo que encerrarlo en una vieja
majada. Lo desensilló, le puso suficiente de comer y beber y le dedicó una serie de
caricias bien merecidas. Aquellas acciones le permitieron recuperar el dominio de sí,
de razonar con mayor lucidez. Le pesaba haberse dejado cautivar con tanta facilidad
por una jovencita. No era bobo ni nunca se había dejado intimidar por mujeres. Una
de las ventajas de la vida errante era no verse obligado a casarse con la primera
campesina que encontrara. Uberto había participado en varias escaramuzas amorosas
y sabía muchas cosas sobre el bello sexo, pero hasta entonces no había
experimentado unas sensaciones tan fuertes. Y, sin embargo, Moira no le inspiraba
confianza.
Suspiró. Hacía poco, Corba de Lantar, y ahora aquella extraña muchacha…
Últimamente, pensó, sólo se las veía con mujeres misteriosas.
Cuando volvió a la cabaña, Moira ya se había puesto la ropa. Las mangas le

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quedaban demasiado anchas y las vueltas de los calzones la hacían parecer un juglar.
Los dos rieron.
La hilaridad se interrumpió de golpe y dio paso a una sensación de turbación.
Como si quisiera sustraerse a aquella sensación, ella se recostó de lado, cerca del
fuego. Se durmió casi al instante.
Pero Uberto tenía demasiados pensamientos en la cabeza para echarse a dormir, y
aunque estaba exhausto sacó del talego el Turba philosophorum y empezó a hojearlo
a la luz del fuego. No sabía con exactitud de qué hablaba aquel libro; pero, según las
palabras de Galib y de Corba de Lantar, le revelaría los secretos del conde de
Nigredo.
El códice se dividía en varios sermones atribuidos a una multitud —a una turba—
de filósofos griegos en que se debatían los argumentos más dispares, desde la
creación de la materia hasta los secretos de la alquimia. Habría necesitado de la
presencia de su padre para interpretarlos debidamente. Sin embargo, siguió hojeando
para distraerse de otros pensamientos que asaltaban su mente, hasta que se detuvo en
una frase: «Iubeo posteros facere corpora non corpora, incorpórea vero corpora»,
que tradujo así: «Ordeno a la posteridad que torne corpóreo lo no corpóreo, e
incorpóreo lo corpóreo». Debía de tratarse de una alusión a la sublimación de la
materia y al procedimiento contrario. Encontró confirmación unas líneas más abajo:
«Sabed que el arcano de la obra áurea deriva del macho y de la hembra».
No poseía los rudimentos del arte alquímico, pero en más de una ocasión había
oído hablar a su padre de eso mismo con hombres doctos de los más diversos países.
Pero algunos de sus conocimientos procedían también de sus recuerdos de infancia,
durante los años que había pasado enclaustrado en un pequeño monasterio a orillas
del mar Adriático. Por aquella época había conocido a un monje bibliotecario,
Gualimberto de Prataglia, versado en los fundamentos teóricos de la alquimia. Le
había oído contar suficientes cosas para intuir que con «macho» se aludía al plomo en
estado sólido y con «hembra» al «espíritu», es decir, a la sustancia volátil. Y siguió
leyendo: «El macho recibe de la hembra el espíritu que da color».
Cerró el libro algo aturdido, y como para agarrarse a algo concreto posó la mirada
en el cuerpo dormido de Moira. Y, sin dejar de mirarla, se durmió él también.
A poca distancia, Moira soñaba con una extensión de arena asaltada por un oleaje
bravío. El cielo era gris, con nubes desgreñadas como la crin de un caballo. Lejos de
la orilla, las aguas se habían abierto y formaban un enorme remolino. Algo
desaparecía en su interior, en los abismos.
La muchacha tembló en medio del sueño mientras el fragor de las aguas
retumbaba en sus oídos, ensordeciéndola.

Cuando Uberto despertó, la muchacha había huido.

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Ignacio creía que acababa de dormirse cuando la voz de Willalme lo arrancó del
sueño. Tardó unos segundos en comprender el significado de lo que le decía, primero
confuso pero cada vez más claro. Se trataba de algo importante:
—Despierta… Tenemos que huir…
Con un gesto instintivo, saltó de la cama y miró a su alrededor. No había
amanecido todavía. Abrió el arca que había a los pies del catre, donde había metido
su ropa, y, tras ponerse la túnica y calzarse, dirigió una mirada indagadora a su
compañero.
—Estamos en peligro —explicó el francés—. Los soldados del conde Raimundo
VII van a entrar en el palacio episcopal de un momento a otro. Saben que estamos
aquí. Nos andan buscando.
Era lógico, se dijo Ignacio, que la presencia de unos forasteros en la sede
episcopal pusiera en alerta al conde de Tolosa. Pero había algo que no encajaba. Todo
había ido demasiado deprisa. Si sólo hacía unas horas que se encontraban en la
ciudad, ¿cómo es que Raimundo VII había sido informado ya de su presencia?
Ignacio, con el ceño cada vez más fruncido, se puso la capa y se asomó a la
ventana para echar un vistazo. Delante de la entrada del palacio, donde llameaba una
docena de antorchas, había una sección de soldados armados. Los soldados del conde
de Tolosa.
En medio de ellos había cuatro frailes, los cordeleros en que Willalme había
reparado la tarde anterior.
El francés señaló en su dirección.
—Si recuerdas, te dije que esos frailes nos miraban demasiado, pero tú no me
hiciste mucho caso.
—Llevas razón —admitió Ignacio—. Esos frailes deben de ser espías de
Raimundo VII. Seguro que son ellos los que han advertido al conde de Tolosa de
nuestra presencia.
—¿Y por qué motivo lo iban a hacer?
—Algunos religiosos desaprueban la conducta de la Iglesia y han tomado el
partido de los cátaros y de quienes los protegen. Debe de ser el caso de esos
cordeleros, que al ver que nos admitían en el palacio episcopal nos han creído
emisarios de Folco o de la Congregación Blanca…
—De acuerdo, pero ahora basta de palabras. —Willalme le hizo señas de que lo
siguiera—. Los monjes que nos han hospedado están entreteniendo a los soldados
delante de la entrada principal. Huiremos por la parte trasera del palacio.
Mientras Ignacio seguía los pasos de la ágil figura de su compañero, recordó lo
que había oído sobre las atrocidades cometidas por los hombres de Raimundo VII. A

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los sostenedores de la Iglesia y de la Corona a veces les arrancaban los ojos y la
lengua. ¡Antes morir intentando huir que terminar de aquella manera!
Salieron al exterior y atravesaron un jardín delimitado por un seto alto, prestando
atención a cualquier ruido. El mercader lanzó una mirada esperanzada hacia el
campanario de Saint-Étienne, que se perfilaba negro sobre el cielo estrellado. Más
abajo, se divisaba la hospedería de la catedral, donde pocas horas antes había hecho
un encargo muy delicado al portero. Pensó en Uberto e hizo votos para que se
encontrara sano y salvo.
Felipe y Thiago emergieron entre las sombras del jardín. Tenían el rostro tenso y
los músculos vibrantes, listos para actuar.
—Vámonos de aquí —intimó Lusiñano—. No tengo ningún interés en disfrutar
de la hospitalidad del conde Raimundo. —De unas zancadas, alcanzó un lugar oculto
en el seto, donde esperaban su corcel, el carro de Ignacio arrastrado por dos caballos
y una cabalgadura para Thiago. Unos instantes después, estaban listos para partir.
Los animales relincharon, salieron disparados de los jardines en medio de un
fuerte traqueteo de cascos y, antes de salir de la zona del recinto episcopal, arrollaron
a una pareja de soldados del conde que había irrumpido por la entrada trasera.
Y, protegidos por la oscuridad, huyeron de Tolosa.

Enfilaron hacia el sur a través de un bosque rodeado de colinas. Dejaron atrás los
centros de Lantar, Auriac, Roumens y Vaudreuille sin encontrar ningún obstáculo,
pero sí muchos campos destruidos por el fuego. Los únicos lugares habitados que
habían logrado sobrevivir a la devastación eran los que se hallaban bien defendidos,
como las sauvetés recogidas alrededor de los castillos y las bastides rodeadas de
fortificaciones. Para las aldeas sencillas de los campesinos no había habido
misericordia. Pero Ignacio tenía además otros asuntos que le preocupaban. De cuando
en cuando, Felipe y Thiago se apartaban del carro para conferenciar entre ellos. El
mercader empezó a preguntarse si tal vez conocían algunos detalles acerca de la
misión que Willalme y él desconocían.
Hicieron un alto en el camino y se detuvieron en una posada de Labécède, un
edificio de aspecto poco grato pero que era lo mejor que encontraron en todo el
trayecto. Dejaron los caballos y el carro en una cuadra destartalada, donde el animal
más valioso era un rocín decrépito, y cenaron a base de hogaza, liebre en salsa agraz
y vino aguado.
—¡Qué porquería es ésta! —exclamó Felipe tras el primer sorbo—. ¿No estamos
en una de las zonas donde se crían los mejores vinos de Francia?
—Así era antes, monsieur —se lamentó el posadero—. Así era antes de que la
milicia del obispo Folco destruyera nuestros viñedos… ¿No habéis notado la
desgracia que se ha abatido sobre esta comarca?
—¿Quiere decir que la Confraternidad Blanca es responsable de la carestía que

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padece el Tolosano? —preguntó Ignacio interesado en aquellas revelaciones.
—Así es —confirmó el hombre—. Destruyen las cosechas, dispersan el ganado y
nos roban los sueldos. ¿De dónde pensáis que provienen los fondos que Folco emplea
para edificar su Sacra Praedicatio?
—No entiendo por qué el obispo se ensaña tanto con estas tierras.
—A causa de los texerants.
—¿Quiénes son?
—Los cátaros —explicó el posadero—. Por estas partes los llaman así porque
ejercen la tejeduría para vivir. Son buenos trabajadores y no molestan a nadie… Pero
Folco los quiere mandar a todos a la hoguera, sobre todo a los perfectos. El conde
Raimundo no aprueba esta conducta y por eso ha expulsado a Folco y a su
Confraternidad. Esos fanáticos no se comportan mejor que los arcontes.
—¡Ah, los arcontes otra vez! —Felipe pegó un puñetazo en la mesa—. ¿Qué
sabéis de ellos?
—Muy poco, monsieur. Son diablos, no hombres. Recorren el sur de Francia
incendiando las aldeas y secuestrando a sus habitantes. Lo habréis notado a lo largo
del trayecto, imagino. Vos no sois de estas partes y sin duda habéis atravesado el
Languedoc.
—Así es, pero no sabíamos que fuera obra de los arcontes —precisó Ignacio—.
¿Por qué secuestran a la gente? ¿A dónde la llevan?
—Al infierno, o a un lugar mucho peor por lo que se cuenta, pero nadie conoce la
ubicación exacta. La maldición de los arcontes se abate sobre todo el Languedoc,
salvo en este condado. Tal vez el conde de Nigredo no quiere poner chinitas en el
camino de la Confraternidad de Folco.
—O tal vez piensa dejar Tolosa para el final.
—Mmm, no sabría qué decir… —El posadero miró hacia otro lado—. En fin,
siento mucho lo del vino… Perdonad nuestra miseria. —Y desapareció entre las
mesas de los parroquianos.

Al día siguiente, pasadas las comarcas de Castelnaudary y Laurac, los cuatro llegaron
a Prouille, el refugio de Folco. El burgo se hallaba protegido por una empalizada, más
allá de la cual un grupo de casuchas se acurrucaba alrededor de la iglesia de Sainte-
Marie, la Sacra Praedicatio. La mirada de Ignacio se posó en la fachada del edificio
no tanto para admirar sus proporciones arquitectónicas como por las enredaderas
color vinaza que la recubrían en su mitad produciendo la sensación de un remanso de
paz. Pero al reparar en la cantidad de soldados que se hallaban congregados cambió
enseguida de parecer.
A las puertas de la iglesia fueron recibidos por la abadesa, una mujer de aspecto
lozano con unas cejas muy curiosas, parecidas a espigas, la cual, tras informarse
escrupulosamente acerca de su identidad e intenciones, confirmó lo que les habían

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dicho en Tolosa: Folco se escondía efectivamente en aquel lugar.
Pero la abadesa no permitió a los cuatro forasteros presentarse enseguida ante el
obispo. Al verlos tan sucios y cansados por el viaje, los invitó a lavarse y tomar un
refrigerio primero.

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Folco esperaba a los forasteros en la sala de audiencias. Paseaba por el suelo de


terracota mientras hojeaba la Vida de María de Oignies, un librito que Jacques de
Vitry le había dedicado. A pesar de su fama desmesurada, era un hombrecillo canijo
envuelto en un hábito sin adornos. Las arrugas de su rostro testimoniaban su edad
avanzada, a pesar de unos ojos aún vivaces.
Cuando los cuatro entraron en la sala, colocó el libro en un facistol que recibía luz
de una ventana geminada y extendió los brazos en señal de saludo.
—Por lo que se me ha anunciado, sus señorías traen noticias del padre González
de Palencia —empezó con una cadencia genovesa que delataba claramente sus
orígenes itálicos.
—En efecto, Excelencia, permitid que os rinda homenaje. —Felipe, que se había
adelantado al grupo, juntó las manos en señal de plegaria y las encajó entre las del
obispo. Tras intercambiarse un beso simbólico, se presentó:
—Yo soy Felipe de Lusiñano, caballero de Calatrava, a vuestro servicio. Forman
parte de mi séquito Thiago de Olite, mi subordinado, Ignacio Álvarez de Toledo y su
acompañante Willalme. —Mostró el salvoconducto—. He aquí nuestra carta de
presentación escrita por el padre González de su puño y letra, con el beneplácito de
Fernando III de Castilla.
Mientras el obispo examinaba el documento, el mercader lo observó con
curiosidad. En su juventud había oído hablar de él, pero no en su calidad de religioso.
Folco había sido con antelación un trovador famoso por sus composiciones
caballerescas. Después, convertido en abad y obispo de Tolosa, mantuvo estrechas
relaciones de amistad con soberanos del calibre de Ricardo Corazón de León y
Alfonso II de Aragón. En suma, toda una leyenda viva.
El obispo levantó la mirada.
—Por lo que puedo leer en este documento, tenéis una idea algo vaga del
problema.
—Sólo sabemos acerca de la desaparición de Blanca de Castilla, Excelencia, y de
la implicación del conde de Nigredo —resumió Felipe.
—Y del poseso —agregó Ignacio con tono escéptico.
—Ah, claro, el poseso; casi me había olvidado —reconoció el obispo con aire
divertido; pero inmediatamente después frunció su frente arrugada—. Según
informaciones en mi poder, no ha desaparecido sólo la reina, sino también el
lugarteniente Humbert de Beaujeu y, sobre todo, el legado pontificio Romano
Frangipane. La ausencia de éste, más aún que la de Blanca de Castilla, nos torna
particularmente vulnerables.
Felipe lo miró con interés.

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—¿Qué pensáis hacer?
—Frangipane ha recibido el encargo de la Santa Sede de permanecer al lado de la
reina en calidad de primer ministro; en estos momentos, es la columna vertebral de
Francia. Humbert de Beaujeu, por su parte, está al mando del ejército regio. La
ausencia de estos dos hombres hace que la curia regis se encuentre desprovista de
cerebro y de brazos.
—¿No os fiáis de nadie más en Francia?
—Pues no. —El obispo gesticuló con sus manos nudosas como queriendo dibujar
en el aire el cuerpo de un gigante—. Cuento con mi milicia, el brazo armado de la
Confraternidad Blanca.
—Ya lo sabíamos —comentó Ignacio con algo de sarcasmo—. Hemos notado el
«rastro» dejado por vuestros soldados en el Tolosano. Sería un milagro que por los
alrededores volviera a crecer una brizna de hierba.
—Eso se llama «misión Tierra quemada», para su conocimiento. —Folco miró al
mercader con el típico aire de superioridad con que miran los clérigos a los laicos—.
Leo en vuestros ojos un matiz de reproche, pero os aseguro que estas medidas son
necesarias. Miles de cátaros se agolpan en Tolosa y en los poblados más próximos,
sembrando la herejía entre el vulgo. No me queda más remedio que recurrir a la
fuerza si quiero capturar a las zorras que se esconden en la viña del Señor. —
Suavizando el tono, se dirigió a Felipe—. El problema no estriba en la fidelidad, sino
en la calidad de los hombres de que dispongo, soldados y vasallos sin ningún peso
político. Es el apoyo de la nobleza lo que más echo en falta.
—¡Cómo es posible! —exclamó Lusiñano con el ceño fruncido—. ¿Y la corte
parisina?
Folco hizo un gesto de impotencia.
—Desde que secuestraron a la reina, se han interrumpido todos los contactos con
París. Se diría que la corrupción se ha apoderado de la curia regis.
Felipe se llevó una mano a su barbilla maciza.
—Empiezo a comprender.
—Bueno —terció el mercader—, si Su Ilustrísima lo considera oportuno, es el
momento de revelarnos la información de que dispone sobre el conde de Nigredo.
El obispo reflexionó unos momentos, indeciso sobre cómo abordar el asunto.
—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos. Comprenderéis mejor qué es
a lo que nos enfrentamos.
—¿A qué os referís?
La mirada de Folco despidió una luz hasta entonces oculta; no expresaba
precisamente sentimientos piadosos.
—Al poseso, por supuesto. Lo tengo preso en las mazmorras de Prouille.

Los sótanos de la Sacra Praedicatio resultaron ser más extensos de lo previsto.

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Mientras Ignacio avanzaba en medio de aquellas paredes oscuras manchadas de moho
y salitre, revivió un espantoso recuerdo de infancia, cuando se había perdido con fray
Leandro en un lugar parecido, pero mucho más antiguo. Una catacumba de la que
sólo él había salido vivo, por puro milagro. Aquella tragedia lo obsesionaba cada vez
que se hallaba bajo tierra. Entre tanto, Folco, acompañado por un primicerio
mofletudo y un par de armígeros, se abría paso en dirección de las celdas donde se
hallaban encerrados los sospechosos de herejía. Semejante tarea le habría incumbido
al conde de Tolosa si no hubiera tomado partido por los perseguidos por la Iglesia.
Para el mercader, aquel lugar expresaba a la perfección el dualismo de la institución
eclesiástica, que escondía su naturaleza represiva tras una máscara de piedad
cristiana.
Folco enfiló una galería en la que faltaba el aire y poco después se detuvo frente a
una puerta atrancada, que ordenó abrir. En su interior —una celda angosta y
maloliente—, una figura humana completamente desnuda yacía acurrucada en el
suelo. La reverberación de las antorchas reveló su extrema delgadez y una piel
cubierta de marcas violáceas. Con un escalofrío atroz, Ignacio recordó haber
padecido, años atrás, el suplicio de la tortura.
—Este hombre ha sido tratado con una brutalidad excesiva —sentenció con tono
áspero.
—Cuando lo encontramos ya tenía ese aspecto —replicó Folco con fingida
inocencia.
El mercader no tuvo tiempo para contestar: cualquier pensamiento suyo era
aplastado por una sensación de espanto. El prisionero se puso en pie y empezó a
caminar hacia la puerta, lento y encorvado, con el brazo derecho levantado y el
izquierdo colgando. Arrastraba cadenas ceñidas a los tobillos; tropezó y cayó al
suelo.
Lusiñano esbozó una mueca de repugnancia.
—Semejante oprobio sólo puede ser obra del diablo.
El obispo confirmó aquellas palabras asintiendo con la cabeza y a continuación
entró en la celda, precedido de un armígero que portaba una antorcha.
A la vista del fuego, el prisionero emitió una especie de graznido y se acurrucó en
un rincón.
—¿No veis? —expresó Folco con tono sarcástico—. Huye de la luz como criatura
de las tinieblas que es. —Le dirigió una mirada severa y trazó una cruz en el aire—.
No os dejéis engañar por su aparente idiocia. Es más astuto de lo que parece.
Ignacio observó a aquel hombrecillo remilgado, que había conocido tan sólo un
poco antes, ahora transmutado en juez inflexible del tribunal episcopal. No era la
primera vez que asistía a semejantes metamorfosis, y también como otras veces, no
pudo dejar de experimentar una especie de fascinación perversa. Después de todo,
también él, muy a su pesar, poseía dos naturalezas inconciliables: el intelecto y la
pasión, como dos cuerpos celestes que jugaban a eclipsarse mutuamente.

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Folco rozó al recluso con la punta del pie.
—¿No tienes nada que decirme hoy, Sébastien? —lo apostrofó. Después, se
dirigió a los visitantes—. Mis hombres lo arrestaron mientras rastreaban los
alrededores de Labécède, donde suelen refugiarse muchos cátaros. Al interrogarlo
nos hemos enterado de algunas cosas.
El prisionero hundió la cabeza entre sus hombros huesudos y dejó escapar una
risita histérica. Sólo entonces se dio cuenta el mercader de que debía de tener más o
menos la edad de su hijo.
—Parece que quiere hablar —señaló Felipe.
El obispo esbozó una expresión lamentosa.
—Los demonios que lo poseen adulteran su percepción de la realidad. Unas veces
lo tornan feroz y otras, en cambio, como ahora, lo atontan. Pero yo conozco un
exorcismo capaz de hacerle recuperar la cordura. —Impuso las manos sobre la frente
del prisionero y recitó con una voz insólitamente poderosa—. Omne genus
demoniorum cecorum, claudorum sive confusorum, attendite iussum meorum et
vocationem verborum! —Inspiró profundamente y después prosiguió—. Vos attestor,
vos contestor per mandatum Domini, ne zeletis, quem soletis vos vexare, homini, ut
compareatis et post discedatis et cum desperatis chaos incolatis![2]
El cuerpo de Sébastien se convulsionó, y, como reprimiendo un conato de vómito,
su boca se torció y se abrió de par en par con un grito:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Ignacio cerró los ojos.
—¿Qué está diciendo? —Estaba suficientemente cerca de él para notar el olor
pestilente, vagamente dulzón, de su aliento.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate! —gritó de nuevo el prisionero—.
Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—Dime de dónde vienes, Sébastien —le conminó el obispo mientras levantaba
las manos de su frente—. Dime de qué lugar perdido entre los montes.
El endemoniado se quedó quieto y pareció sonreír antes de hablar.
—Airaaaagne… Vengo de las espiras de Airaaaagne.
Folco relajó sus facciones rugosas.
—¿Fue ahí, en ese lugar que llamas Airagne, donde los espíritus malignos se
apoderaron de ti?
Una chispa de inteligencia relampagueó en los ojos del prisionero mientras su
cuerpo seguía estremeciéndose.
—Síiiiii.
—¿Y quién es el artífice de todo ese mal?
El esfuerzo memorístico parecía producirle a Sébastien un sufrimiento casi físico.
—El conde de Nigreeeedo… —murmuró—. Síiii, eso es…, el conde de
Nigreeeedo.
—Dime, hijo, ¿a qué otros has visto en ese lugar? ¿Quién más está retenido

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prisionero?
—Muuuucha gente… Muuuucha gente en medio de fuego y de metal candente.
—Pero hace unos días me hablaste de una persona en particular, una dama muy
bella a la que llevaban en una carroza. ¿Recuerdas?
—Síiii. —El prisionero se volvió de repente eufórico—. La vi antes de huir. Es la
reina Blaaaanca.
Folco dirigió una mirada significativa hacia Ignacio y después prosiguió el
interrogatorio.
—¿Estás seguro? ¿Cómo la reconociste?
—La vi baaaajar de una carrooooza con las insignias del rey de Fraaaaancia…
Era beeeella, muuuuy beeeella. Llevaba un vestido azuuuul cubierto de lirios de
ooooro.
—¿Y recuerdas dónde se encuentra el lugar que llamas Airagne?
—Entre los montes salvaaaaajes. —El horror se dibujó en el rostro del prisionero
—. ¡Pero yo he huiiiido, huiiiido, huiiiiido!
—Muy bien, hijo. —El tono de Folco se volvió apremiante—. ¿Quieres hablar de
ese maldito lugar? A mí ya me hablaste hace unos días. ¿Quieres repetirlo a estos
visitantes? Háblanos de Airagne.
El prisionero miró alrededor como un animal asustado y después se cubrió la cara
con las manos.
—¿Por qué te obstinas en callar? —exclamó el obispo—. ¿Quieres que te mande
azotar otra vez?
Ante aquellas palabras, Sébastien deformó el rostro al tiempo que profería un
gruñido feroz.
—He huiiiido, huiiiido… Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Lusiñano dio un paso hacia delante, visiblemente irritado.
—¡Habla, condenado! ¡Háblanos de ese lugar!
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¿Dónde te escondiste, Sébastien? —La voz tranquila de Ignacio resonó
inesperada—. ¿Dónde encontraste asilo, después de huir de Airagne?
El prisionero sonrió de repente.
—En el hospitium de Saaaanta Lucina, cerca de Puiveeeert. Con las buenas
hermanas de hábitos beis…
—¿Buenas hermanas? ¡Y un comino! Es bien sabido que esas beguinas
simpatizan con los cátaros. —Folco se inclinó ante el prisionero, sin preocuparse del
hedor que emanaba de él—. Y eso es lo que eres tú también, ¿no, Sébastien? Un
cátaro, un adorador del Gato. Por eso ha entrado en tu cuerpo Satanás.
El mercader se dirigió al obispo, la frente surcada por la duda.
—¿Está realmente segura Su Ilustrísima? A mi parecer, este hombre no está
poseído por espíritus malignos. Está simplemente enfermo. Es probable que haya
sufrido un envenenamiento.

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Folco, que no soportaba que lo contradijeran, desfogó su irritación en Ignacio.
—¿Se puede saber a qué vienen esos desvaríos? ¿Acaso no reconocéis la obra de
Lucifer, como les resulta obvio a todos los aquí presentes?
Ignacio prefirió no contestar y, con un gesto veloz, invitó a Willalme a reprimir su
mueca desdeñosa.
Aprovechando aquel momento de distracción, Sébastien abrió la boca como un
león y se abalanzó sobre el obispo para pegarle un mordisco, pero éste se dio cuenta y
lanzó un grito de alarma. Un armígero intervino rápidamente en su defensa,
inmovilizó al poseso con las cadenas y se puso a darle patadas.
Nadie dijo nada. Ignacio, que estaba horrorizado ante tamaña brutalidad, tuvo la
buena idea de agarrar a Willalme por un brazo antes de que éste se lanzara en defensa
del prisionero. El grueso primicerio, que se había escondido detrás de Folco, asistió a
la escena con una risita sádica.
Pero todavía estaba por ocurrir lo más horripilante. Cuando hubo cesado la paliza,
el prisionero siguió retorciéndose como presa de violentos retortijones en el bajo
vientre. El dolor no parecía provenir de los golpes que acababa de recibir, sino que
estaba incrustado en el interior de su cuerpo.
—Tres fatae celant crucem! Tres fatae celant crucem!
—¡Mirad! —exclamó Thiago, boquiabierto—. ¡Está meando sangre!
Sébastien laceró el aire con un grito desgarrador, vomitó varios grumos de una
sustancia negruzca y se desplomó en el suelo, sin vida.
Todos permanecieron mirando su cuerpo durante un lapso de tiempo que pareció
interminable.

En las mazmorras de Prouille reinaba un silencio sepulcral, reinaba el pasmo más


completo.
Ignacio, el único de los presentes que mantuvo la sangre fría, aprovechó la
ocasión para estudiar el cadáver del poseso. Lo macabro no le producía ningún
efecto; era otra cosa lo que lo turbaba. En menos de un mes, asistía a un segundo
fallecimiento ocurrido en circunstancias misteriosas, aunque en este caso no parecía
haber rastro de herba diaboli. La cara del cadáver estaba deformada por las marcas de
un mal desconocido, pero lo que más sospechas le infundía era sobre todo el color
amarillento de su piel y una mancha insólita azul oscuro alrededor de las encías; no
eran producto de la escrófula, la peste o la lepra, pero tampoco de un veneno
corriente. La solución del dilema debía estar en otra parte. De repente, recordó haber
oído hablar de algo parecido en el transcurso de sus viajes por Oriente.
—No podemos darle la absolución. —La mirada de Folco se posó sobre el
cadáver—. Ha muerto en pecado.
—Espere un momento, Ilustrísima. —Ignacio apartó la mirada del cadáver,
seguro ya de sus conclusiones—. Este recluso no estaba poseído por el demonio.

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Parecía más bien víctima de una fiebre extraña, probablemente producida por…
—¿Y qué es la fiebre sino un espíritu maligno que entra en el cuerpo? —lo
interrumpió el obispo.
—Muchos filósofos encuentran en las enfermedades una explicación racional.
—¡Pero qué estáis diciendo! —Folco estaba manifiestamente irritado.
—Las enfermedades son causadas por el pecado, que debilita al hombre y lo
transforma en receptáculo del mal. —Una sombra de presagio se cernió sobre sus
ojeras—. Y desde luego las espiras de Airagne son también obra de Lucifer.
—A lo que parece, en ese lugar suceden cosas harto misteriosas. —Ignacio,
reflexivo, se acarició la barba—. Este asunto me produce mucha curiosidad…
Ante tales palabras, el obispo no pudo ya contener su desdén.
—¡Refrenad vuestra curiosidad, maestro Ignacio! ¡Cómo os permitís…!
Curiositas est scientia funesta!
—La curiosidad expresa la libertad del entendimiento —repuso el mercader,
tocado en la fibra más viva de su ser—. La alaba también el mismo san Agustín.
Folco le dirigió una sonrisita indulgente.
—Agustín admite la curiosidad, es cierto, pero la subordina al temor de Dios. —
Lo apuntó con el índice—. Vos, empero, la idolatráis.
Ignacio estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Se encontraba frente a un
ministro de la Iglesia. Una palabra más, y no habría salido tan fácilmente de aquellos
calabozos. Además, detestaba reconocer que la admonición de Folco le había llegado
a lo más profundo de su ser. Era cierto: idolatraba la razón y no resistía la tentación
de desvelar la lógica oculta en todo fenómeno, a costa incluso de incurrir en bajezas y
de recurrir a subterfugios.
La voz de Lusiñano disipó la tensión creada entre el obispo y el mercader.
—¿Cómo pensamos proceder con la investigación? El poseso ha muerto sin
revelar dónde se encuentra Airagne.
—Pero ha dado una pista —aseveró Folco—. Una pista de la que no teníais
conocimiento.
—Sin duda aludís al hospicio de Santa Lucina —aventuró Ignacio, que parecía
haber terminado su doloroso examen de conciencia—. Sébastien ha dicho que halló
hospitalidad en ese lugar tras huir de Airagne. Es probable que allí encontremos
nuevas pistas.
—Esta vez habéis razonado bien, maestro Ignacio. —El obispo miró a su
alrededor con aire intranquilo: sin duda empezaba a sentirse a disgusto en aquella
prisión—. El denominado hospicio de Santa Lucina se encuentra situado al este del
château de Puivert, en el vizcondado de Narbona. Para ser más exactos, se halla
situado junto a la abadía de Fontfroide.
—Estáis bastante bien informado —observó el mercader.
—Bueno, no ha sido la primera vez que el poseso ha mencionado ese lugar.
Llevaba varias semanas hablando de él. He tenido tiempo de sobra para infiltrar a

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algunos agentes de la Confraternidad Blanca entre los conversos de Fontfroide, en
secreto, a fin de investigar acerca de las hermanas de Santa Lucina. No puede ser
simple casualidad que esas mujeres hospedaran a Sébastien. Sospecho que están
ligadas a Airagne de alguna manera. Pero hasta ahora ninguno de mis hombres ha
descubierto nada. Las hermanas parecen llevar una vida piadosa, a lo que parece.
—¿A lo que parece?
—Ya. —Suspiró el obispo—. Debéis saber que la fundación de Santa Lucina no
es propiamente un hospicio sino lo que se llama un beguinato, es decir, una
comunidad de mujeres pías llamadas «beguinas». Se trata de laicas consagradas al
auxilio de los necesitados, al trabajo y a la plegaria. Imitan las reglas de las órdenes
religiosas pero no pertenecen a ninguna de ellas. Y ahí está el quid de la cuestión: al
encontrarse fuera del ordenamiento eclesiástico, se convierten en un terreno
sumamente fértil para la herejía.
—Su Ilustrísima me perdonará, pero hay algo que se me escapa —abundó Ignacio
—. ¿De qué podemos serviros nosotros si vuestros hombres realizan ya todas estas
investigaciones?
Folco, cogido de sorpresa, pareció tener dificultad para contestarle.
—No ha sido idea mía pedir vuestra intervención, si es eso lo que queréis decir.
Ha sido el padre González quien se ha empeñado en participar en esta misión, quien
ha insistido en que yo acepte su ayuda y dirija a sus enviados por el camino
adecuado. Yo he aceptado, pero, como me parece también haber dejado claro, no
tengo necesidad de vosotros.
Ignacio enmudeció. ¡No era Folco sino González quien movía los hilos! Lanzó
una mirada inquisitiva hacia Lusiñano, quien, por toda respuesta, miró a otra parte.
Un gesto sin duda elocuente. Seguro que aquel infame conocía la verdad desde el
principio y la había callado… ¿Qué otras cosas no ocultaría también?
—Bien. —Felipe rompió aquel silencio violento—. Partiremos hacia Santa
Lucina mañana mismo, al amanecer.
Ignacio se olvidó por el momento de sus sospechas y se dirigió de nuevo al
obispo.
—Una última cosa, Ilustrísima. Antes de morir, el poseso ha repetido una frase:
«Tres fatae celant crucem», es decir, «Las tres fatae esconden la cruz». ¿Sabéis a qué
podía estar refiriéndose? ¿Quiénes o qué cosas son las tres fatae?
—Las fatae son mujeres diabólicas, como las describe Godefroy de Auxerre en el
Super Apocalypsim —contestó Folco—. En las campiñas francesas y germánicas,
donde aparecen mencionadas a menudo, se dice que pertenecen a las tradiciones
paganas… Pero yo, en vuestro lugar, no me preocuparía demasiado de los enigmas
mascullados por un endemoniado. Satanás es engañoso y se divierte
confundiéndonos.
—No es de Satanás de quien debemos preocuparnos —contestó el mercader
mientras echaba a andar hacia la salida de la prisión. Se daba cuenta de haberse

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expresado de manera algo brusca, pero la revelación sobre González lo había puesto
manifiestamente nervioso. Como había dicho Galib poco antes de morir, el juego era
más grande y más complicado de cuanto cabía imaginar. Era una telaraña enorme. Y
él se encontraba atrapado en medio.

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TERCERA PARTE

Las tres fatae (hadas o parcas)

Sublime Espíritu, luz de los hombres,


purifica las espantosas tinieblas de nuestra mente.

Notker de San Gall, Hymnus in die Pentecostes

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15

El mercader y sus acompañantes pernoctaron en Prouille y a la mañana siguiente,


tras despedirse del obispo Folco, reanudaron el viaje. Ignacio había pasado la noche
prácticamente en vela, dándole vueltas a las últimas revelaciones. Sentía la sombra de
González a sus espaldas. No lograba comprender las verdaderas intenciones del
dominico ni hasta qué punto Lusiñano estaba al corriente de ellas. Había sopesado
también la alternativa de huir en busca de Uberto, a quien imaginaba extraviado por
los vericuetos del Languedoc, y tal vez en peligro. Pero ello habría significado
transgredir las órdenes de Fernando III, con las consecuencias inherentes. El
mercader estaba, pues, obligado a dejarse llevar por la ola de los acontecimientos, en
espera del momento propicio para actuar. Pero al detenerse en tales pensamientos
estaba dejando a un lado expresamente otras consideraciones. En efecto, el misterio
de Airagne le producía tanta curiosidad que le impedía renunciar a la expedición.
Quería descubrir qué era lo que se escondía en aquel lugar de fuego y de metal
fundido, y de dónde nacía la locura del poseso de Prouille.
Superaron las tierras del Lauragais y el poblado de Fanjeaux, hicieron una parada
frente a los muros de Carcasona y prosiguieron rumbo sur bordeando el cauce del
Aude. Pasados Limoux y Espéraza, el paisaje cambió: la vegetación era más frondosa
y en el horizonte despuntaban los picos de los montes Corbières.
Cerca del castillo de Quillan, viraron hacia el oeste rumbo a Puivert y tomaron un
sendero que se adentraba en un bosque. Según las indicaciones de Folco, ya debía
faltar poco para llegar al beguinato de Santa Lucina.
A lo largo del camino, Willalme abandonó su silencio para hacerle a Ignacio una
pregunta.
—En los calabozos de Prouille atribuisteis la conducta del poseso a una especie
de fiebre. ¿Qué quisisteis decir exactamente con eso?
La expresión del mercader, que hasta entonces había parecido la de una persona
absorta, devino en una sonrisa vulpina.
—Ese hombre no estaba poseído por ningún espíritu maligno. Apostaría lo que
fuera.
—O sea, que entonces estaba afligido por una enfermedad, ¿no?
—No por una enfermedad exactamente, sino por una sustancia venenosa. Las
exhalaciones de un metal.
Lusiñano acercó su caballo al carro.
—Interesante teoría, maestro Ignacio. Explicaos mejor.
El mercader le dirigió una mirada irónica. Las sospechas y el desprecio que sentía
hacia aquel hombre se estaban convirtiendo en pura aversión.
—Mosén Felipe, creía que compartíais la opinión de Folco. No quisiera

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comprometer vuestras convicciones al respecto.
—No seáis ingenuo. Simplemente, no creí oportuno contradecir a uno de los
prelados más influyentes del sur de Francia. Por otro lado, confieso saber poco sobre
las posesiones demoniacas. Mi tarea, hasta ahora, se ha limitado a combatir contra los
moros —se justificó—. Pero Sébastien, ese miserable, no tenía signos de maldad en
la mirada. Lo único que noté en él fue desequilibrio mental y, ¿cómo diría?, una
especie de extrañeza física, de descoordinación en los movimientos.
—Así es, pero hay también otros elementos dignos de mención. —Ignacio se
puso a contar con los dedos—. Olor dulzón del aliento, temblor difuso en todo el
cuerpo, parálisis de las articulaciones, color raro de la piel y, finalmente, una especie
de cerco azul en las encías. —Las últimas palabras las pronunció con un énfasis
especial, de manera que su voz se impuso al traqueteo del carro—. Más convulsiones,
sangre en la orina, ataques de vómito… Síntomas, todos ellos, de un trastorno muy
raro. Yo no sé mucho al respecto, pero he oído decir que a veces aflige a quien
practica la alquimia.
Willalme lo miró con curiosidad.
—¿A qué os estáis refiriendo?
—Estoy hablando de un mal ya identificado por los antiguos. Se llama
«saturnismo» o con otras palabras, «enfermedad de Saturno».
—Sigo sin comprender —porfió Lusiñano—. Explicaos más detalladamente.
—El nombre de Saturno designa el plumbum nigrum, vulgarmente llamado
«plomo». Las personas que lo manipulan o que respiran su polvillo a veces se ven
afectadas de locura. Como le ocurría a Sébastien. El plomo entra en su sangre y las
hace desvariar —Ignacio subrayó un concepto—: El plumbum nigrum se emplea en
la primera fase de la obra alquímica, la fase nigredo. Como veis, una vez más las
pistas apuntan en la misma dirección.
—Ah, claro… el conde de Nigredo… Su vinculación con la alquimia… —dedujo
Lusiñano—. Pero me parece extraño que ese mentecato de Sébastien pudiera ser
alquimista. ¿Y si había estado simplemente trabajando en una mina de galena, de la
que se extraía plomo?
—Olvidáis la fórmula latina que repetía sin cesar: «Miscete, coquite, abluite et
coagulate». No eran palabras pronunciadas así, a lo loco. En esa fórmula se
enumeraban las operaciones necesarias para la transmutación alquímica de los
metales, que probablemente había llevado a cabo él mismo.
—La cosa se pone interesante —profirió Willalme.
—Interesante y misteriosa —confirmó Ignacio—. Por eso los agentes enviados
por Folco para informarse sobre el beguinato de Santa Lucina no han descubierto
ninguna pista. Buscaban a sospechosos de herejía. Nosotros, en cambio, deberemos
prestar atención a particulares mucho más insólitos, fáciles de confundir con otra
cosa, como por ejemplo los efectos colaterales causados por la obra de un alquimista.
Felipe asintió, complacido.

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—Ahora comprendo por qué el rey Fernando os tiene en tanta consideración. La
vuestra es una mente realmente ilustrada.
La alusión al monarca provocó en Ignacio una especie de agitación interior; no
una turbación emotiva, sino una superposición de pensamientos que hizo que sus
pupilas brillaran con una luz más intensa. Sin volverse a ninguno de los presentes en
particular, apostilló:
—Y yo veo ahora por fin la verdadera razón por la que nos ha sido confiada esta
misión.
Aquellas palabras hicieron mella también en Thiago.
—¿Qué queréis decir?
Ignacio miró fijamente al navarro, que debía de ser mucho más inteligente de lo
que pudiera parecer. Antes de responderle, se preguntó a quién profesaría más lealtad
aquel hombre, si a Lusiñano o a González. O tal vez a una tercera persona.
—Quiero decir que Fernando III, el padre González y el obispo Folco no están
interesados en socorrer a Blanca de Castilla, sino en otra cosa.
Thiago se limitó a hacer una mueca que denotaba duda. Fue Felipe quien rompió
el silencio:
—Vamos, vamos, maestro Ignacio, no veo por qué deberíamos expresarnos con
tanta crudeza con relación a nuestro monarca…
De repente, en la espesura del bosque resonó un grito de guerra. Un segundo
después, se oyeron pasos apresurados entre los matorrales y apareció un hombre a
caballo acompañado de cinco infantes provistos de lanzas y ballestas.
Los viajeros no tuvieron tiempo para aprestarse a la lucha, lo que aprovecharon
los agresores. El jinete enemigo avanzó espada en ristre y a Thiago le hizo un tajo en
toda la cara; después cruzó la espada con la de Lusiñano mientras los otros armígeros
rodeaban el carro.
Willalme saltó del pescante y se lanzó en medio de la refriega. Desenvainó la
cimitarra, evitó la estocada de un infante y con un gesto fluido le amputó un brazo.
Mientras ponía en dificultades a un segundo adversario, no se dio cuenta de que un
ballestero lo estaba apuntando: de la ballesta salió un venablo que le atravesó el
hombro izquierdo. El mercader vio cómo su amigo caía al suelo y perdía la espada;
pero cuando se disponía a socorrerlo, un armígero se le echó encima y trató de
quitarle las riendas de la mano. De manera instintiva, Ignacio sacudió las riendas, y
los caballos, ya asustados, se encabritaron y con un relincho se lanzaron al galope.
El carro salió disparado, sin control, en dirección a la maleza y el mercader no
pudo hacer otra cosa que agarrarse al cascante para no caer al suelo. Todo sucedió a
una velocidad vertiginosa. Miró hacia atrás, hacia sus compañeros, y logró distinguir
la silueta de Thiago emergiendo en medio de la refriega, la espada y la cara
manchadas de sangre.
Olvidándose del dolor, Willalme consiguió ponerse de rodillas y anticiparse a un
nuevo asalto. Cogió del suelo la lanza del infante abatido, la equilibró en una mano y

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la arrojó contra un ballestero oculto entre los matorrales. El hombre tiró el arma al
suelo y levantó un broquel para defenderse, pero la punta de la lanza se deslizó sobre
el escudo y le perforó la garganta. El francés lo vio desplomarse sobre la hierba.
Entre tanto, Felipe había logrado desarzonar al caballero enemigo y acudió en
auxilio de Thiago. El navarro, herido en el rostro, se debatía a ciegas contra dos
infantes.
Willalme miró a sus compañeros.
—¡Pensad en el maestro Ignacio! —le gritó Lusiñano mientras golpeaba a un
soldado en la cabeza.
El francés no replicó, saltó sobre la silla del corcel del jinete desarzonado y, con
las riendas bien sujetas, desapareció entre los arbustos. El hombro, atravesado por la
punta del venablo, le dolía horrores.

Cuando Ignacio consiguió frenar los caballos, el carro había llegado al borde de un
riachuelo escondido entre los árboles. En la orilla opuesta, el bosque se interrumpía,
dejando espacio a un claro, en medio del cual se divisaba un campamento miliar
rodeado de empalizadas y un destacamento de soldados con uniformes variados.
El mercader pensó que se trataba de un ejército de mercenarios. En las tierras del
Languedoc era frecuente toparse con tropas de soudadiers a sueldo. Pero al fijarse
mejor en sus estandartes, cambió de opinión y, presa de inquietud, reculó con cautela
hasta donde la vegetación era más espesa.
Un ruido de cascos al galope lo sobresaltó, pero al volverse se dio cuenta de que
el hombre a caballo tenía un rostro amigo. El alivio duró sólo un segundo, pues
Willalme sufrió un ligero desfallecimiento y resbaló de la silla.
Ignacio se precipitó en su ayuda. El francés, para no caer del todo, se había
agarrado a una bolsa sujeta al arzón. Pero al final la bolsa y él cayeron al suelo. Un
segundo después, el mercader estaba a su lado.
—Estás herido.
—Nada grave —minimizó el francés con el rostro pálido—. Tú, en cambio, ¡estás
sano y salvo!
—Habla bajito, por favor —le exhortó el mercader señalando al campamento
allende el riachuelo.
—¿Quiénes son esos soudadiers? —Willalme observó las insignias y dijo
alarmado—. Veo dibujado un sol negro sobre campo amarillo… ¿Crees que son los
arcontes?
—Sí. —El mercader examinó la herida de su compañero—. Los esbirros que nos
han atacado deben de ser de ésos. Probablemente en misión de exploración.
—O tal vez iban precisamente a por nosotros… —insinuó el francés llevándose la
mano al hombro—. Pero ahora ayúdame a quitarme este venablo de encima…
El mercader sacudió la cabeza.

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—Si lo quitara ahora, desgarraría la carne y te haría perder mucha sangre.
Debemos encontrar un lugar seguro en que poder curarte debidamente. Déjame ver
qué puedo hacer entre tanto… —Le quitó la casaca para taparle la herida, le taponó la
sangre con un trozo de tela e improvisó una especie de vendaje.
—¿Y mosén Felipe y Thiago? —preguntó entre tanto.
—Son buenos guerreros… Ya deben de haber dejado el terreno despejado.
—Vamos a su encuentro. —Ignacio dirigió una última mirada al campamento y
notó con sorpresa que algunos soldados lucían uniformes cruzados e incluso del
ejército regio—. Debemos alejarnos de aquí a toda prisa.
—Espera un poco —le pidió Willalme—. Si son realmente arcontes, ¿no sería
mejor seguirlos?
—Primero debo pensar en ti, y después… nadie ha dicho que esos milicianos
sepan dónde se halla recluida Blanca de Castilla.
El mercader ayudó a su compañero a subir al carro, pero cuando iba a sentarse a
su lado un extraño centelleo llamó su atención y se volvió al lugar donde había caído
la bolsa. Parte de su contenido yacía esparcido por el suelo. Se inclinó en medio de la
hierba y descubrió con asombro que se trataba de monedas de oro.
—¿De dónde proviene este dinero?
—No tengo la menor idea —respondió el francés, no menos asombrado—. Es el
caballo de uno de esos soldados enemigos… Tal vez el oro proceda de una razia.
Ignacio recogió una moneda de la hierba y la observó con creciente estupor; a
continuación se la hizo ver a su compañero. Llevaba grabada la efigie de una araña
con las patas curvas.

El francés abrió los ojos de par en par.


—¿Qué significa?
En vez de responder, Ignacio le enseñó también la inscripción que había impresa
en el reverso: AIRAGNE.
—¿Comprendes ahora? Estos escudos deben de haberlos acuñado en Airagne. —
Sopesó con atención la moneda—. Qué extraño… Hay algo que no me cuadra…

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—A mí me parece oro corriente. —Willalme se acercó para ver mejor
olvidándose momentáneamente del dolor de la herida—. Ahora que estamos solos,
hazme una confidencia… Explícame a qué te referías cuando has dicho que el
objetivo de la misión no era socorrer a Blanca de Castilla.
—Antes debo cerciorarme de algunas cosas más. —El mercader miró alrededor
con circunspección, recogió el tesoro y lo escondió en el banco del carro—. Por
favor, te pido que no digas nada a nadie acerca de lo que hemos descubierto, ni del
campamento de los arcontes ni del oro de Airagne.

Volvieron con los dos compañeros justo a tiempo para ver a Felipe ensartar al último
soldado caído en el suelo, que aún hacía intentos por moverse.
Thiago envainó la espada y corrió hacia el mercader.
—¿Estáis bien?
Antes de contestar, Ignacio escudriñó el rostro del navarro. El tajo del jinete
enemigo se lo había desfigurado, dejándole una raja en sentido transversal. Por
fortuna, lo había golpeado al sesgo. Le quedaría una buena cicatriz, pero había
corrido el riesgo de perder la nariz y un ojo, si no algo más grave aún.
—Yo estoy bien —contestó el mercader—. Pero tenemos dos heridos que curar.
—Nada que no pueda remediar un buen médico —desdramatizó Felipe con un
gesto grosero.
—¿Y los agresores? —prosiguió Ignacio. Contó seis cadáveres—. ¿Los habéis
matado a todos? ¿Tenéis alguna idea de quiénes eran?
—Todos muertos —respondió Thiago—. No llevaban insignia… ¡Al diablo! —
Con una mueca de dolor, se llevó la mano a la cara—. Este maldito tajo no deja de
sangrar. Se me está nublando la vista… ¿Qué pensáis hacer?
El mercader señaló un punto no muy distante, donde el sendero bajaba hacia un
valle.
—Según las indicaciones de Folco, en esa dirección se halla el beguinato de Santa
Lucina. Si nos movemos ya, lo alcanzaremos antes del atardecer, estoy seguro. Allí
recibiremos los cuidados necesarios y podremos pasar la noche.
—Y entre tanto buscaremos pistas sobre el conde de Nigredo —añadió Lusiñano
limpiando la espada en un cadáver.

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16

Moira había huido durante la noche. Eso le pasaba por fiarse de las mujeres, pensó
Uberto al despertarse y notar su ausencia. Él la había salvado, le había dado de
comer, de vestir, y casi se había encaprichado de ella… Estaba claro que le faltaba
esa capacidad que tenía su padre para valorar a las personas.
Despechado y humillado, pensó primero en olvidarse de ella, pero luego lo pensó
mejor. No podía permitírselo. Podía serle muy útil: conocía el camino para llegar a
Airagne. Así, trazó un plan para dar con ella y montó en su caballo (al menos, Moira
había tenido la gentileza de no robárselo).
Pasó media jornada rastreando todos los senderos cercanos hasta que por fin
encontró huellas recientes. Se dirigían hacia el este, hacia un gran encinar. El sendero
giraba hacia el sur, esquivando la espesura, pero las huellas se adentraban en el
bosque de encinas y Uberto no pudo hacer otra cosa que seguirlas.
Las copas de los árboles eran tan tupidas que impedían el paso de los rayos de sol.
El joven bajó del caballo para evitar las ramas bajas y prosiguió a pie conduciendo a
Jaloque por las riendas. La atmósfera que lo envolvía parecía tener ecos antiguos, casi
sagrados. El bosque se asemejaba a una catedral inmensa, con los troncos en lugar de
columnas y con las copas haciendo la función de techumbres intrincadas.
Pero lo que más ocupaba sus pensamientos era la imagen de Moira. Se preguntó
por el verdadero motivo que lo empujaba a volver a verla y se dio cuenta de que su
interés era más fuerte de lo que pensaba. Ahora, más que enfado sentía preocupación
por ella. Estaba impaciente por volver a encontrarla y esperaba que no le hubiera
ocurrido nada malo. Pero de repente se sintió un bobo y se propuso mantener la
cabeza fría. Moira le vendría muy bien para el cumplimiento de la misión. Lo demás
no contaba.
Y siguió abriéndose paso entre los árboles.
Era difícil distinguir las huellas en la penumbra del bosque. Además, las
improntas se volvían a menudo inciertas o desaparecían bajo una capa de hojas secas.
Pero Uberto estaba seguro de seguir la pista correcta.
Un rumor de pasos lo hizo sobresaltarse. Percibió un movimiento detrás de él,
pero antes de poder volverse recibió un bastonazo en la espalda. Trató de reaccionar,
pero un segundo golpe, más violento, le impactó en la boca del estómago. Se dobló
de dolor y, antes de perder el conocimiento, divisó una silueta andrajosa inclinada
sobre él.
En la oscuridad del bosque, resonó una risotada brutal.

Moira había superado indemne el lóbrego encinar y ahora atravesaba un sendero que

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la conduciría a Tolosa, en compañía de su inseparable perro negro. Agotada por el
esfuerzo de tanto andar y por el calor, se acercó a un pozo que había a la vera del
camino. Se sentó sobre la boca de piedra gris y bajó un cubo destartalado sujeto a un
cabrestante. Encontrarse en medio de un espacio abierto hacía que todo pareciera más
sencillo, menos hostil, y sin darse cuenta, se puso a pensar de nuevo en el joven que
la había ayudado, Uberto. Lamentaba haber huido de él de aquella manera, y estuvo a
punto de volver sobre sus pasos al encuentro de aquella voz y de aquella sonrisa que
la habían hecho sentirse a gusto. Tal vez a su lado hubiera podido volver a ser la
persona amable que había sido una vez. Pero por otro lado, Uberto se dirigía a
Airagne…
El cubo subió lleno de agua. Moira metió en él las manos, se enjuagó la cara y
bebió. Habría debido sentirse tonificada; sin embargo, el ruido de las gotas y las
pequeñas ondas la turbaron; se fueron agigantando en su mente hasta despertar en ella
el recuerdo de un barco zarandeado por la tempestad. El fragor del mar Tirreno no
amainaba y sacudía a su antojo la quilla, hasta que un gemido leñoso indicó que se
había partido el mástil. La proa se encabritaba entre las olas como queriendo
rebelarse contra la tempestad.
Después recordó el vórtice que se había abierto en el mar, con paredes negras y
relucientes como el metal. Hasta que el abismo tragó el barco por completo…

Uberto volvió a abrir los ojos, la cabeza palpitando de dolor, pero antes de moverse
trató de comprender qué le había ocurrido. Cerca de él había dos hombres discutiendo
acaloradamente. Hablaban tolosano con un acento más cerrado que la gente de la
ciudad, una agreste jerigonza dialectal.
El más robusto levantaba la voz más que el otro, tratando de llevarse la mejor
parte del botín. Quería quedarse con el caballo. El otro, que era jorobado, no estaba
de acuerdo; a su entender, el caballo valía mucho más que todo lo demás.
Uberto recapacitó unos instantes, se llevó furtivamente la mano derecha a la
cintura y agarró el mango de la jambiya, listo para actuar. Entre tanto, los dos
compadres habían llegado a un acuerdo: pero antes de repartir el botín, quisieron
asegurarse del contenido del talego que llevaba su víctima en bandolera.
El bandido más robusto se inclinó sobre el joven y, creyéndolo desvanecido,
empezó a registrarlo. Pero un segundo después gritó de dolor y retiró la mano,
fulminado por la sorpresa. Uberto se había vuelto de repente, jambiya en mano, y de
un tajo le había rebanado cuatro dedos.
El hombre retrocedió con una especie de gruñido porcino mientras se llevaba al
pecho la articulación herida. Su compadre dejó caer de golpe un fardo que había
cogido de la silla de montar mientras la indecisión se dibujaba en su rostro.
Aprovechando el titubeo, Uberto se incorporó como un resorte y los amenazó con su
puñal curvo en ristre.

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—¡Largaos de aquí! —gritó olvidándose de su dolor de cabeza—. ¡Lejos de aquí
ahora mismo, bastardos, si no queréis que os mate!
Los bandidos vacilaron, el jorobado cogió un palo del suelo, pero el joven se le
acercó otro poco, en absoluto intimidado. Acto seguido, los dos intercambiaron una
mirada y desaparecieron a toda velocidad entre las sombras del bosque.
Uberto permaneció inmóvil, la jambiya apuntando al vacío. Estaba temblando.
Una extraña sensación se había apoderado de él. Nunca había actuado con tanta
violencia. ¿Qué le estaba pasando?
Era sin duda por culpa de aquel bosque, de aquella oscuridad.
Tenía que salir de allí cuanto antes.

Moira, aún conturbada por los recuerdos, reanudó la marcha. El paisaje se abría
frente a ella vasto y solitario, como un tapiz interminable. Pensó si no sería mejor
volver con Uberto. Tal vez, se dijo, lo podía convencer de que abandonara su empeño
por ir a Airagne. Le habría encantado pasar otro rato junto a él. Pero el encanto se
rompió de repente. Un jinete acababa de salir del bosque y se dirigía raudo hacia ella.
El moro la había encontrado.
La muchacha echó a correr instintivamente, sin pensar, mientras el aporreo de los
cascos retumbaba dentro de su pecho en un terrible crescendo. El pánico la tornó
ciega y torpe. Tropezó y se vio tendida en la hierba, el sol en los ojos. Después vio
que la daga del moro se le acercaba centelleando y se llevó las manos a la cara a
modo de protección. Remoto, como en un sueño, el ladrido impotente de su perro.
El aire silbó y un borbotón de sangre le salpicó las manos.
Moira volvió a abrir los ojos, asombrada de estar aún con vida, y vio la cara negra
de Kafir. Pero la suya era una mirada vacía, paralizada por la muerte; y un poco más
abajo, su cuello aparecía atravesado por una flecha. Se apartó antes de que se
desplomara sobre ella.
Después miró en lontananza y vio en la linde del bosque a un caballero con un
arco en ristre. Montaba un espléndido semental negro.
Siguió mirándolo, cada vez más incrédula, hasta que éste la alcanzó.

Uberto aseguró el arco al arzón y espoleó a Jaloque hacia la muchacha, incapaz de


liberarse de una malsana excitación. Había matado a un hombre sin la menor
vacilación. No era él. Nunca había hecho algo parecido. Pero aquellos pensamientos
quedaron en suspenso, sustituidos por una emoción más intensa. La había encontrado.
Pero cuando estuvo cerca de ella, borró de su rostro cualquier signo de alivio y le
dirigió una mirada fría.
—¿Qué más debo hacer para ganarme tu confianza?
La muchacha, aún asustada, abrió de par en par sus hermosos ojos.

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—¿Cómo… cómo has podido encontrarme? —Fue lo único que consiguió decir.
—Ya, yo casi tampoco lo sé. Te mueves con mucha agilidad, y yo no soy como
esos cazadores capaces de rastrear las huellas de una liebre en el sotobosque. Por
suerte, el moro que te perseguía dejaba unas huellas bien visibles. Me ha bastado
seguir las de su caballo para llegar hasta ti.
La mirada de Moira no hacía más que subir y bajar, posándose ora en el rostro de
Uberto ora en el cuerpo de Kafir.
—¿Por qué has huido? —le preguntó Uberto—. Yo no quería hacerte daño.
La joven se sobresaltó.
—Tú te diriges a un lugar del que nadie vuelve.
—No digas tonterías. Sólo del infierno no se vuelve.
—Tú di lo que quieras —expresó Moira recuperando un hilillo de ánimo—. Pero
yo no te guiaré hasta Airagne. De eso puedes estar seguro.
Uberto le dirigió una sonrisa implacable.
—Si ésa es tu decisión, no me dejas otra opción. —Desenvainó la jambiya y se la
apuntó a la garganta—. Te entregaré al primer tribunal episcopal que encontremos
por el camino. Tal vez así se te suelte la lengua.

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17

Reanudaron la marcha a la sombra de los montes sin encontrar ni un alma; sólo


rebaños de ovejas pastando en libertad a la vera del camino. Durante unos momentos
creyeron haberse perdido. Pero las previsiones de Ignacio se revelaron ciertas. Un
poco más allá, se encontraron frente a un puñado de casuchas apelotonadas alrededor
de una vieja iglesia. El beguinato de Santa Lucina.
Delante de la iglesia, tres mujeres jóvenes con hábitos beis se afanaban en
esquilar una oveja. La operación parecía más complicada que de costumbre pues el
animal se resistía a ser manipulado y era preciso tenerlo bien agarrado. Las mujeres
perseveraban con paciencia, casi divertidas, pero en cuanto vieron a los cuatro
forasteros interrumpieron su ocupación y salieron corriendo a refugiarse en la iglesia,
cuya puerta atrancaron. Los viajeros, confundidos ante semejante actitud, pararon a
un lado del edificio.
Ignacio bajó del carro y se acercó a la entrada, esquivando a la oveja medio
esquilada.
—Buscamos un refugio para pasar la noche —empezó levantando la voz pero
como nadie contestaba llamó a la puerta.
—En nombre del Señor, marchaos —exhortó una voz femenina desde dentro.
—Tenemos dos heridos —explicó el mercader—. Se les podría curar en poco
tiempo.
Siguió una pausa y después un ruido de cerrojos. Las puertas se entreabrieron y
por la rendija asomó la cara de una mujer anciana.
—Prestaremos auxilio a los heridos. Dejadlos aquí. Nos ocuparemos de ellos de
buen grado —declaró la beguina—. Pero los demás no podrán entrar: no ofrecemos
hospitalidad a los desconocidos.
—Pensábamos que era un hospicio —repuso el mercader simulando pena.
La anciana retrocedió hacia el interior cual gata que mide el salto antes de
lanzarse.
—No lo es. La casa de Santa Lucina acoge sólo a mujeres. No dejamos entrar a
hombres si no es para curarlos. —Emitió un suspiro y después se sosegó—. Y más si
se considera todo lo que ha ocurrido.
—¿Ha ocurrido algo grave?
La mirada de la mujer trasparentó compasión.
—Anteayer fue violentada una hermana nuestra, pobrecita.
—Lo lamento en el alma, soror. —Ignacio inclinó la cabeza—. Pero nosotros no
pertenecemos a ese género de hombres, os lo aseguro…
—No insistáis, os ruego. Si digo que no se puede, no se puede, y no hay más que
hablar. Además, la abadesa está ausente. Sólo ella podría autorizar vuestro

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alojamiento.
El mercader señaló el carro donde Willalme yacía semiconsciente. Thiago se
había bajado del caballo y estaba sentado en el suelo, a poca distancia, con la cara
vendada.
—¿Deberíamos, entonces, abandonar aquí a nuestros compañeros heridos y
volver a Puivert? Hay un largo trecho…
La beguina sacudió la cabeza.
—No es preciso, monsieur. A poca distancia de aquí se encuentra la abadía
cisterciense de Fontfroide. Se encuentra en el fondo del barranco, a la sombra de los
montes. Si os dais prisa, la alcanzaréis antes del crepúsculo. Los monjes os ofrecerán
hospitalidad para esta noche, y mañana podréis volver aquí para visitar a vuestros
heridos.
—Está bien, nos habéis convencido —concluyó Ignacio, provocando el tácito
descontento de Lusiñano—. Confiaremos a vuestro cuidado nuestros compañeros y
después nos iremos. Pero permítame una pregunta.
—Si me es permitido contestar…
—¿A qué orden religiosa pertenecéis?
La anciana emitió un golpe de tos nerviosa.
—Somos hijas de santa Lucina. A ella consagramos nuestras acciones.
—¿Santa Lucina?
—Sí, mater Lucina, la que da a luz.
Ignacio se abstuvo de replicar. Apartó la mirada y se acercó al carro para ayudar a
Willalme a bajar de él.
—Estas mujeres te auxiliarán, mi querido amigo —le dijo con premura mientras
un grupito de hermanas salía de la iglesia para socorrer a los heridos—. Mañana
estarás mucho mejor, ya verás.
Y tras confiar a Willalme y a Thiago al cuidado de las beguinas, Ignacio y Felipe
se alejaron de aquel lugar misterioso.

Ignacio y Lusiñano se pusieron en marcha siguiendo las indicaciones de la anciana


beguina. El paisaje era oscuro, y el suelo exudaba un olor acre, a tierra de cementerio.
Sintieron alivio cuando, ya anocheciendo, se encontraron en las cercanías de una
iglesia construida con la piedra rosada de los montes circundantes.
El mercader se irguió sobre el pescante para ver mejor.
—Debe de ser la abadía de Fontfroide. Fons frigidus, el lugar donde se esconden
los agentes de Folco.
Lusiñano rezongó con aire resentido.
—He preferido no entrometerme en la conversación anterior, pero me parece que
habéis obrado con poca prudencia. ¿Creéis prudente confiar nuestros compañeros a
esas mujeres?

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—Creía que me habíais comprendido —mintió Ignacio, que en realidad se había
conducido deliberadamente de manera misteriosa, divirtiéndose al dejar a Felipe en la
duda—. Habríamos podido traer a Willalme y a Thiago hasta aquí, donde los monjes
de Fontfroide los habrían curado igualmente. Pero entonces nos habríamos privado a
nosotros mismos de la posibilidad de volver al beguinato sin despertar sospechas.
Mañana, so pretexto de visitar a nuestros compañeros, indagaremos sobre ese lugar y
trataremos de comprender qué es lo que se esconde en él. —Chasqueó las riendas
para hostigar a los caballos—. Al igual que el obispo Folco, también yo empiezo a
sospechar que existe algún tipo de vinculación entre la comunidad de Santa Lucina y
el lugar llamado Airagne.
Lusiñano acompasó la andadura de su corcel a la del carro.
—Parecéis demasiado seguro. ¿Acaso habéis notado ya algo sospechoso?
—Hay algo que me ha producido cierta extrañeza.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a santa Lucina. Un nombre poco habitual para una santa, ¿no os
parece? Estoy casi seguro de que Lucina no aparece citada ni siquiera en el
martirologio jeronimiano. La vieja beguina la ha descrito como una portadora de
luz… No, mejor dicho, como «la que da a luz». Y después, en vez de llamarla
«santa» ha utilizado la palabra mater. ¿No os sugiere nada eso?
—Sinceramente, no. Mater es un epíteto bastante habitual en el ámbito religioso.
—Y, sin embargo, a mí me parece un poco extraño. Me recuerda una divinidad
romana venerada por las mujeres, sobre todo por las comadronas y las parturientas.
Se llamaba mater Lucina, pues favorecía el nacimiento de los niños, acompañándolos
desde la oscuridad del vientre materno hasta la luz del sol.
—No sabía nada de eso, pero si es verdad cuanto decís, la homonimia con santa
Lucina no puede ser casual —admitió Felipe—. ¿Creéis que tras ese nombre se oculta
alguna relación con Airagne?
—Por el momento es sólo una hipótesis, pero debemos tener presente que
estamos realizando una investigación que se sale de lo común. Andamos tras la pista
de un alquimista. Y si razonamos en términos de alquimia, el paso de la oscuridad a
la luz podría entenderse como una alusión a la superación de la fase de nigredo para
llegar a la de albedo.
—Del negro al blanco… ¿Qué significaría en términos prácticos?
—Albedo, el blanco esplendor, alude a la calcinación. Su nombre indica la
purificación de la materia bruta.
—Entonces, el nombre de mater Lucina podría ser una referencia a Albedo, ¿no?
—No os entusiasméis tan pronto. —La argumentación de Ignacio se hizo evasiva
—. Se trata sólo de una hipótesis, por el momento.
Se encontraban a pocos pasos de la abadía cuando asistieron a una escena
singular. En aquel preciso momento salía del edificio una mujer a lomos de un mulo.
De edad avanzada, y humildemente vestida, mostraba empero un porte digno. Un

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monje joven la seguía con fogosidad, con claro riesgo de enredarse en los pliegues de
su hábito y caer al suelo.
—¡Esperad, madre, esperad! ¡No podéis iros así! —gritaba acalorado—. Esa
mozuela debe ser castigada. Está acusada de brujería.
—¿Cómo os atrevéis? —replicó la mujer—. ¡Mi hermana de hábito ha sufrido
violencia!
Bastaron aquellas palabras para hacer comprender a Ignacio quién era la señora.
Debía tratarse de la abadesa de Santa Lucina, que probablemente estaba en Fontfroide
para defender la reputación de una protegida suya: la desventurada a la que habían
aludido poco antes en el beguinato. Y ahora, tras mantener una fuerte discusión, la
abadesa regresaba a su lugar de residencia habitual.
—Pero ¿es que no comprendéis? —persistía el monje reduciendo el paso—. Al
monje que ha yacido con vuestra mozuela le han salido pústulas… ¡Ha sufrido un
maleficium!
La abadesa le dirigió una mirada viperina.
—Un hermano vuestro ha abusado de una pobre huérfana… ¿y vosotros la
acusáis de brujería? ¡Nada de maleficios, ha sido el Señor quien lo ha castigado! Y
por lo que me han dicho, ha empezado a pudrirse precisamente por esa parte del
cuerpo que los hombres tienen vergüenza de enseñar, ¡o al menos deberían tenerla!
El monje se detuvo.
—¡Ha sido esa fata diabólica la que lo ha hecho enfermar!
La mujer lo miró con compasión, sin reducir el paso del mulo.
—No, la causa ha sido su libertinaje. Es bien sabido que ciertos fratres frecuentan
los prostíbulos de los alrededores disfrazados de laicos y con el pelo peinado hacia
delante para esconder la tonsura. Por lo que a mí respecta, yo no tengo nada en
contra. Pero decidles que dejen en paz a mis hermanas de hábito.
—¡Cállate, fata! —El rostro del monje enrojeció—. Eso es lo que sois todas,
¡unas fatae tejedoras de engaños! ¡Y también unas herejes! Pero ya veréis: ¡uno de
estos días os quemarán a todas en la hoguera!
La abadesa no se dignó mirarlo y siguió su sendero.
—Decid a vuestro abad que recibirá noticias mías.
—¡Fata! —seguía gritando el monje.
Aquella palabra hizo recordar a Ignacio la frase pronunciada por el poseso de
Prouille antes de morir: «Tres fatae celant crucem». Todavía se le escapaba su
significado; en cualquier caso, fueran lo que fueran las fatae debían guardar alguna
relación con Airagne. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar; ya había alcanzado
la fachada del monasterio. Y se prometió investigar lo antes posible aquel particular.
Sin embargo, no pudo evitar un escalofrío al recordar de repente que, según
algunas leyendas, mater Lucina representaba a Hécate, la diosa de los malos sueños.

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Willalme, tendido sobre un jergón, los miembros débiles y empapado en sudor,
volvió a abrir los ojos. Le habían quitado la ropa. Distinguió la luz de un candil sobre
el pecho. El dolor del venablo clavado en el hombro no le daba respiro; la fiebre lo
abrasaba.
Se puso de lado y reconoció a Thiago, tumbado en un camastro a poca distancia.
Un trapo ensangrentado le cubría la cara. No se movía. Parecía muerto.
Durante unos instantes, sumido en la inconsciencia, se descubrió pensando en su
madre y su hermana. Vio cómo sus rostros emergían de la oscuridad, pero él los
alejaba a los meandros del torpor, donde no pudieran hacer daño. Después se dio
cuenta de que estaba solo. ¿Por qué Ignacio lo había dejado en manos de unas
mujeres desconocidas? ¿Se estaba muriendo acaso? Y, ¿qué clase de lugar era aquél?
Cerró los ojos y de repente percibió algo nuevo. Un ruido de artefactos en
movimiento que venía de abajo…
Se abrió una puerta y apareció una muchacha guapa pero de mirada triste; una
rabia secreta latía en sus ojos.
Willalme intentó decirle algo, pero no tuvo fuerzas. Después vio que la muchacha
sacaba un cuchillo y se le acercaba. Alarmado, trató de reaccionar, pero ella le dijo
sonriendo que no le iba a hacer daño. Le cortó un mechón de pelo, lo pasó entre sus
dedos y después lo envolvió alrededor de una piedra que sostenía en la otra mano.
—He vinculado tu vida a esta piedra para que no se escape —le explicó con tono
benévolo. Metió la piedra bajo la cabecera y recitó una breve plegaria. Luego le tapó
los ojos con una mano, pero él apartó la cabeza. Entonces la muchacha, con un
suspiro, agarró unas tenazas y las aplicó a la punta del venablo que sobresalía de la
herida.
Willalme gritó de dolor.

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18

Ignacio y Felipe fueron acogidos en la abadía de Fontfroide por un monje entrado en


la ancianidad que dijo llamarse Gilie de Grandselve. Era el portarius hospitum, el
encargado de acoger a los forasteros. Tras invitarlos a entrar, los guió a través del
complejo anejo al monasterio. Superados los jardines del claustro, recorrieron un
ambulatorio que comunicaba con numerosos cubículos. Pero antes de llegar a la
hospedería, el mercader detuvo al monje para hacerle una extraña petición. Le dijo
que necesitaba una fragua.
El padre Gilie lo miró perplejo.
—Sí —admitió al final entrecerrando sus ojillos contorneados de rojo—, la
abadía posee una pequeña fragua… Pero tal vez he comprendido mal.
Ignacio sonrió.
—No, no, ha comprendido perfectamente, padre. Pido permiso para utilizarla esta
noche —aclaró sin preocuparse de la expresión de reproche de Lusiñano—.
Naturalmente, pagaría por la molestia.
—No sé qué decir —vaciló el portarius hospitum—. Vuestra petición se sale
bastante de lo habitual, monsieur.
—Lo sé, pero es que tengo necesidad.
—¿Por qué no esperáis a pasado mañana? Podríais conversar con nuestro herrero.
Os aseguro que es un auténtico maestro en su arte, independientemente de lo que
tengáis pensado hacer.
—Mañana ya sería demasiado tarde. —Ignacio extrajo del talego una escarcela
repleta de monedas y la meció con movimientos circulares, casi hipnóticos.
El padre Gilie juntó las manos, sumido en un silencio imperturbable, digno. No
quería incomodar al abad, que en aquel momento se encontraba rezando completas,
para solucionar aquel problema.
El mercader aprovechó su indecisión.
—Comprendo vuestro titubeo, padre, pero a cambio del favor ofreceré una buena
recompensa. Permitidme además ofreceros una reliquia. —Extrajo del talego un
saquito perfumado de incienso—. Un diente de san Vidal, soldado mártir. Es muy
venerado por estas partes.
El portarius hospitum tendió las manos para recibir ora el dinero ora la reliquia.
—Puesto que os empeñáis —guiñó el ojo—, haremos una excepción a la regla.
Sin que el monje lo oyera, Felipe dijo a Ignacio al oído:
—¿Habéis perdido el juicio? ¿Para qué queréis una fragua a estas horas?
Ignacio, impasible, levantó la mirada hacia el cielo, más allá de la arcada
ajimezada.
—Debo verificar una cosa. Vos no os preocupéis, dormid tranquilo. —Acompañó

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la frase con una palmada en la espalda—. Nos veremos por la mañana. Para entonces,
tal vez tenga alguna revelación que haceros.
Sus caminos se separaron. A Lusiñano lo dirigieron hacia los jergones de la
hospedería, mientras Ignacio era acompañado por el padre Gilie a la herrería.

La fragua se encontraba junto a los establos e Ignacio pidió al padre Gilie que le
ayudara a arrastrar hasta allí un baúl que llevaba en el carro.
—Le estoy sumamente agradecido —expresó el mercader.
—Ándese con cuidado —le advirtió el portarius hospitum mirando con
curiosidad el baúl—. He accedido a vuestra extraña petición sin oponer objeciones,
pero no creáis que vais a mangonear a vuestro antojo. Nos encontramos en una
abadía, en una casa del Señor. Vendré a visitaros en el transcurso de la noche a ver
qué estáis maquinando.
—Me parece muy bien, padre. Pero antes de alejaros, tened la bondad de
satisfacer una última petición…
—Pero que sea la última de verdad. —Resopló el padre Gilie resuelto a no volver
a arrastrar ningún otro objeto pesado.
Ignacio lo tranquilizó con un gesto.
—En realidad, se trata de una pregunta. Hace unos instantes, he oído a un
hermano de hábito vuestro dirigirse a una mujer con una palabra que me ha resultado
extraña. La ha llamado fata, si no me equivoco. ¿Qué significa?
La respuesta fue tajante.
—Fatae sunt foeminae diabolicae, las tres hijas de Satanás.
—¿Os referís a las que en mi país suelen llamar «brujas»?
El padre Gilie asintió sin decir más y se retiró. Al parecer, ya se le habían agotado
sus reservas de paciencia.
Una vez solo, el mercader recompuso sus pensamientos. La respuesta del
portarius hospitum no le había servido de ayuda. ¿Quiénes eran las fatae? ¿Se había
referido Sébastien a las beguinas de Santa Lucina, o a otro misterio más intrincado?
¿Qué relación tenían con el conde de Nigredo? Demasiados enigmas. Ignacio decidió
abordarlos uno a uno. Ahora no tenía tiempo para reflexionar sobre las fatae. Debía
resolver una duda con relación a los escudos de Airagne. Para eso había solicitado el
uso de la fragua.
Tras asegurarse de que nadie lo estaba espiando, encendió un candil y se acercó a
la boca del horno. Tal y como esperaba, había aún rescoldos; colocó sobre ellos un
soporte para la cocción sirviéndose de un trípode metálico. Le habría venido mejor el
horno de un alquimista, pero tenía que contentarse con aquella fragua de Fontfroide.
Tras disponer el aparato para la cocción, abrió el baúl y sacó del fondo dos al-
anbiq, es decir, sendos vasos finos de cristal con forma abombada. En el primero
vertió vitriolo y en el segundo salitre disuelto en una solución viscosa, después los

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colocó sobre el trípode y los empalmó a unas largas boquillas de descarga conectadas
a su vez con una tercera ampolla, adonde confluirían los vapores de las dos sustancias
expuestas al calor.
Reavivó las ascuas sirviéndose de un fuelle que había a los pies del horno y
esperó a que los líquidos dentro de los vasos empezaran a hervir. Los vapores fueron
subiendo despacio antes de pasar a las boquillas de descarga para finalmente confluir
en la tercera ampolla.
Se rió entre dientes. Nadie podía sospechar que un simple mercader de reliquias
tuviera conocimiento de ciertas cosas, pero en el pasado Gerardo de Cremona lo
había iniciado en el estudio de los astros y de la alquimia. Le había mandado traducir
manuscritos árabes de filosofía arcana, de cosmología y de otros temas, que a veces
el maestro había preferido no divulgar. Siempre había temido que lo acusaran de
nigromancia, e Ignacio comprendía ahora por qué. El saber no se podía revelar en su
totalidad a cualquiera: no se podía desafiar el tradicionalismo de la Iglesia. Pero
aquella noche había dejado a un lado también dicha cautela con tal de acercarse a la
verdad. Había demasiadas preguntas flotando. Y él no solía contentarse con las
medias verdades ni plegarse a las admoniciones de prelados como Folco. El valor de
un hombre —estaba convencido— se medía por su valentía para rasgar el velo de la
ignorancia.
Mientras esperaba a que estuviera listo el misterioso elixir, sacó del baúl un tomo
encuadernado en piel, lo acercó a la luz y se puso a hojearlo. Era el De congelatione
et conglutinatione lapidum de Avicena, un libro de alquimia. Quería consultarlo para
intentar despejar ciertas dudas que lo venían intrigando desde la tarde.
Se detuvo en un pasaje, que traducido del latín, rezaba. «Las especies de los
metales no se pueden transmutar, si bien es posible realizar cosas semejantes a otras.
Y aunque los alquimistas consigan dar al cobre el color que quieren, haciéndolo
parecer oro, o le quiten las impurezas del plomo, de modo que parezca plata, siempre
se tratará de cobre o de plomo según la sustancia usada».
Tras rumiar aquellas palabras, Ignacio metió de nuevo el libro en el baúl y se puso
a pasear por la estancia cual animal enjaulado. Su frente se agrietaba y distendía con
movimientos inquietos, impactada por el reverbero de las brasas. ¿Se equivocaba
Avicena? ¿Era posible que el plomo se transmutara en oro? De repente, sintió que no
podía soportar más el ambiente sofocante de la fragua y salió al exterior. Se apoyó en
la jamba de la entrada para respirar a pleno pulmón el aire de la noche.
La claridad lunar le permitió percibir algo junto a los establos. Acababan de llegar
a la abadía varios hombres a caballo. Se trataba de soldados, pero no consiguió
distinguir quiénes eran. El padre Gilie se estaba ocupando de acogerlos.
«Es conveniente que vuelva adentro», pensó el mercader. Si el portarius hospitum
lo veía apostado en la entrada, podría sospechar. Por suerte, la llegada de aquellos
caballeros mantendría a éste alejado de la fragua, impidiéndole así curiosear.
Volvió a la atmósfera caliente de la herrería y esperó a que el elixir estuviera listo.

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Los vapores del vitriolo y del salitre se fueron condensando poco a poco en la
tercera ampolla, mezclándose en una sustancia que Ignacio conocía por el nombre de
aqua fortis, un ácido capaz de corroer cualquier metal a excepción del oro. Cuando
todo estuvo listo, apartó el contenedor de los dos al-anbiq y lo colocó con mucho
cuidado sobre una repisa despejada; después, tras controlar la coloratura del ácido
obtenido, sacó una moneda dorada de su bolsillo y la echó dentro. Era uno de los
escudos con el cuño de Airagne.
Ignacio había sospechado de aquellas monedas desde el primer momento. Las
había encontrado extrañas al tacto y excesivamente brillantes. Una hipótesis le había
rondado por la cabeza, y ahora tenía ocasión de verificarla. «Si esta moneda es de oro
puro, el agua fortis no la podrá corroer», pensó. «Ni siquiera podría atacarla».
Se acurrucó en un rincón, los ojos pesados fijos en la ampolla; parpadeó un par de
veces y, sin darse cuenta, se durmió. Sus sueños estuvieron poblados de recuerdos de
Toledo, en los tiempos de su juventud, cuando tal vez había sido más sensato y
sincero consigo mismo.

Dos horas antes del alba, a poca distancia de Fontfroide, un hombre se escapaba del
beguinato de Santa Lucina y salía a caballo rumbo a Puivert. Al poco abandonó la
ruta y galopó hacia Occidente por un camino en el que no había poblado alguno sino
sólo naturaleza salvaje. Superado un matorral, vadeó un riachuelo y se detuvo a pocos
pasos de un campamento militar.
Una luna inquieta iluminaba el interior de la empalizada y los pendones del Sol
Negro.
Desmontó, entró en el campo y enfiló a grandes zancadas hacia la tienda central,
acondicionada como taberna. Saludó a los presentes con gesto apresurado y se sentó
frente a un individuo mal encarado que estaba atrincherado tras una ringlera de
frascas vacías.
—Thiago de Olite, viejo compañero de armas. Por fin te dejas ver —gruñó el mal
encarado. Tenía ojos claros, casi glaucos, que mirándolos bien, decían mucho de él—.
Con ese chirlo en la cara casi no te reconozco. —Se rió irónicamente—. Qué, te
manda el templario, ¿no?
—Siempre hablas sin saber lo que dices, Jean-Bevon —replicó Thiago—. Sabes
bien que el jefe ya no es templario.
Jean-Bevon se inclinó hacia delante, la mirada turbia.
—Ah, sí, claro, ahora es caballero de Calatrava. ¡Comendador! —Su aliento a
vino indispuso a su interlocutor—. Un título imponente, sin lugar a dudas. Apuesto a
que impresiona más a las mujeres. —Hinchó los carrillos y soltó una risotada vulgar.
—¡Sé más respetuoso! Recuerda que eres subordinado suyo, como todos los que
están aquí dentro.
—No te sulfures, amigo. —El mal encarado se alisó el bigote y frunció los labios

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—. Es culpa del vino, compadéceme… —E indicó una jarra medio vacía—. A
propósito, la escolta de caballeros que has traído de Castilla se ha integrado bastante
bien. Nueve hombretones…
—Que no se dejen ver por ahí con las insignias de Calatrava, por favor. Según la
versión dada por mí y por el jefe, todos murieron a consecuencia de una emboscada.
Nadie debe sospechar que los hemos traído para reforzar las milicias de los arcontes,
ni siquiera el padre González.
—Son óptimos soldados, nos serán muy útiles. —Jean-Bevon hizo un gesto vago
—. Pero dime más bien, ¿a qué se debe esta visita? ¿No habíamos quedado en volver
a vernos más tarde, para no despertar sospechas?
—Tengo una razón de mucho peso para ello. —Thiago trató de dominar su
nerviosismo—. Hoy por la tarde, unos soldados tuyos nos han atacado. Un caballero
y cinco infantes. Por poco nos matan.
—Pero ¿qué estás diciendo?
El navarro se echó hacia delante y con un gesto brusco tiró al suelo las frascas
que había en la mesa.
—Mira mi cara, desgraciado. —Indicó el corte que cruzaba su rostro. A pesar de
las compresas de las beguinas, la piel circundante se había hinchado
desmesuradamente—. ¿Crees que tengo ganas de bromas? ¡He reconocido
perfectamente a tus esbirros! ¿Quién ha dado la orden de atacarnos?
—No entiendo de qué te quejas. —Con una rudeza propia de un oso, Jean-Bevon
se rascó el vientre arrugando su sobrepelliz sucia—. ¿Acaso no se había hablado de
eliminar a ese Ignacio de Toledo?
—Sí, maldito idiota —estalló Thiago, incapaz de contener su irritación—. Pero
no de ese modo, ¡y todavía no! Sabes perfectamente que el mozárabe nos puede ser
muy útil vivo, de lo contrario ya estaría más que muerto. ¿Cómo te has atrevido a
poner en peligro la vida de nuestro jefe?
El mal encarado se encogió de hombros por respuesta.
—Evidentemente, tu jefe ya no es el mío. Ahora estoy al servicio de otro, igual
que todos los que hay aquí dentro. —Lo apuntó con el dedo—. Todos menos tú.
—¡Tú…, traidor! —Thiago saltó hacia atrás y trató de desenvainar el puñal, pero
no tuvo tiempo. Dos hombres lo agarraron por la espalda y lo inmovilizaron.
—Ha tardado demasiado tu jefe —prosiguió Jean-Bevon—. Y nosotros teníamos
hambre de oro, oro de Airagne.
—¡Qué estás diciendo! —gritó el navarro mientras era tumbado sobre la mesa—.
¿Oro? ¿Quién produce oro?
—¿Quién? Los texerants, naturalmente. Sabes de sobra que por estas partes no
escasea la mano de obra.
—¡Maldito! El jefe te lo hará pagar…
Thiago no pudo decir nada más. Jean-Bevon sacó una daga de su bota y se la
clavó en el vientre.

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—Nunca me gustaste, navarro. Ni tú ni tu jefe.

Ya habían rezado maitines en el convento cuando Ignacio se despertó jadeando,


inmerso en la oscuridad de la fragua. Respiraba afanosamente, emitiendo un estridor
asmático; un calor oprimente le abrasaba el rostro y el pecho. Quiso enjuagarse con
agua, pero no tuvo tiempo.
Se dio cuenta de que tenía compañía: un hombre encapuchado y vestido con un
hábito oscuro. Tal vez se trataba del padre Gilie, que había prometido acercarse antes
del amanecer para controlar las operaciones en la fragua. Pero parecía más alto y
además, vuelto hacia la boca del fuego, guardaba silencio. El reflejo de las brasas
enrojecía los contornos de su figura.
El mercader no hizo caso a un extraño hormigueo que sentía en sus miembros y
lanzó una ojeada a la ampolla del aqua fortis para verificar el estado de la moneda
que nadaba en su interior. El ácido la había afectado, reduciendo su espesor. Avicena
llevaba razón.
El encapuchado pareció adivinar el objeto de su interés y le habló sin volverse:
—Podríais obtener cuanto quisierais de ese oro. ¿No os seduce el ofrecimiento?
Aunque Ignacio se sentía extrañamente amodorrado, reconoció enseguida la voz.
—No es oro, aunque se le parezca —enunció con énfasis—. ¿Veis? El aqua fortis
la ha corroído. Se trata de un metal común, probablemente plomo, sometido por un
alquimista a un proceso de tinctura.
El hombre con el hábito respondió con voz ahogada.
—Lamento no comprender.
—Comprendéis muy bien, mosén Felipe —el mercader pronunció aquel nombre
de la misma manera con que se hinca un puñal, pero un fuerte vahído lo obligó a
truncar la frase. ¿Qué le sucedía? Sentía vértigo. Una sensación de viscosidad en el
oído izquierdo lo hizo estremecerse. Se llevó la mano a la cavidad del tímpano y la
encontró rebosante de una sustancia aceitosa. Herba diaboli! Se tragó el miedo—. Os
habéis burlado de mí desde el principio. Vos practicáis la alquimia, ¿no es cierto?
El encapuchado, que seguía mirando la boca del horno, abrió los brazos.
—No veo cómo una moneda corroída dentro de una ampolla puede confirmar lo
que decís.
Ignacio dominó su tensión.
—Acabáis de ofrecerme ese oro alquímico. Significa que podéis disponer de él a
placer, o que sabéis cómo producirlo. ¡Estáis involucrado en el misterio de Airagne!
El hecho mismo de encontraros aquí lo demuestra. —Una ola de calor le invadió el
pecho y su percepción de la realidad decayó sensiblemente. Le pareció que las
sombras del suelo bullían como gusanos, pero trató de mantener la sangre fría.
—Vos no estáis bien de la cabeza, señoría. Estáis desvariando.
—No me engañáis. Yo ya sospechaba de vos. Vuestras constantes preguntas sobre

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la alquimia y el saturnismo no eran fruto de la curiosidad sino del deseo de descubrir
cuánto sabía yo del asunto. Queríais saber hasta qué punto yo era capaz de
entorpeceros, o tal vez de seros útil…
—¡Ocurrente y tozudo! Un digno discípulo de Gerardo de Cremona —dijo
finalmente Lusiñano con clara impaciencia—. Pero tal vez no intuís todavía quién
soy realmente.
El vértigo aumentó. Ignacio apretó los dientes.
—Sois un asesino, y eso me basta. Envenenasteis al maestro Galib con herba
diaboli. Y me vais a matar a mí también de la misma manera, imagino… Mejor
dicho, ya me estáis matando.
Felipe siguió mirando las brasas.
—Por ahora esa eventualidad se puede conjurar. La dosis que os he administrado
no es letal, sólo sirve para tornaros más… complaciente. Vuestra vida depende de lo
que me respondáis. ¿Dónde está vuestro hijo Uberto? ¿Qué misión le confió Galib?
—Debéis de estar desesperado para preguntarme eso a mí. —Ignacio se esforzó
por adoptar un tono sarcástico, pero las alucinaciones lo atormentaban. Las luces de
la estancia se prolongaban como lanzas hacia el techo—. Y aunque lo supiera no os lo
diría —apostilló.
—Hablad más fuerte, señoría. No puedo oíros —se burló de él el encapuchado,
pero después su tono se volvió serio—. Permitid que os explique cómo están las
cosas. Hace varios años, una mujer me robó un libro muy valioso, el Turba
philosophorum. Nunca he sabido a dónde fue a parar, pero sospecho que Galib lo
sabía y os lo reveló antes de morir. Ése es uno de los motivos por los que he
permitido que lleguéis sano y salvo hasta aquí.
—¿Por qué os interesáis tanto por ese libro?
—Eso no os concierne. —Las palabras de Lusiñano se volvieron más cortantes—.
Responded. ¿Dónde está vuestro hijo? ¿Dónde está el libro?
—Perdéis el tiempo. No conozco las respuestas.
—Entonces moriréis.
La figura se volvió de golpe para abalanzarse sobre Ignacio.
El mercader esperaba encontrarse con la cara de Felipe, pero por efecto de la
herba diaboli vio brotar de debajo de su capucha un nido de serpientes y retrocedió
espantado.
—¡Maldito mozárabe, no me servís para nada! —Lusiñano desenvainó un puñal
—. ¡Mejor muerto! Diré a Fernando III que te han matado los arcontes, o, mejor, que
eras uno de ellos.
Ignacio esquivó un tajo y cayó junto a la ampolla del aqua fortis, cogió el
pequeño recipiente y lo lanzó contra el agresor.
Se oyó un ruido de cristales rotos e inmediatamente después un grito de rabia y
otro de dolor. Lusiñano se llevó las manos al rostro mientras un chisporroteo delataba
que el ácido le estaba quemando la piel. En un último destello de lucidez, el mercader

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atisbó un colgante dorado en su cuello. Tenía la forma de una araña.
Ignacio aprovechó aquella ventaja momentánea, se levantó del suelo y, aunque
agotado por el vértigo, asió un atizador y golpeó al enemigo con toda la fuerza que le
quedaba. Felipe se defendió no obstante y rechazó al adversario haciéndolo caer al
suelo.
—¡¿Qué está pasando aquí dentro?!
La voz que se oía de detrás de la puerta pertenecía al portarius hospitum. Al final
había venido a controlar según lo prometido, o tal vez los ruidos de la pelea habían
llamado su atención.
—¡Quieren matarme! —gritó el mercader—. ¡Pedid auxilio!
—¡Calla, maldito! —rugió el agresor.
—¡Llamad a los arqueros de la abadía! —siguió gritando Ignacio, cada vez más
débil.
Felipe lanzó una imprecación de rabia, alcanzó la entrada de la herrería y abrió la
puerta con violencia, haciendo caer al suelo al pobre Gilie de Grandselve, que estaba
apostado detrás de la puerta. Obviamente, el monje no representaba ninguna amenaza
pero tal vez alguna otra persona había oído la llamada de Ignacio. Felipe no esperó ni
un segundo más y se dio rápidamente a la fuga.
El mercader salió detrás de él renqueante, a un solo paso ya de perder el
conocimiento, y vio a Lusiñano alejarse al galope. Abrió los ojos de par en par,
petrificado. La herba diaboli le hizo asistir a una espantosa alucinación, que le
visitaría durante años en sus peores pesadillas. Felipe se le había aparecido bajo la
forma de un demonio a lomos de un grifón.
Tras aquella visión infernal, se hizo el silencio.

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19

Castillo de Airagne
Tercera carta – Citrinitas

Mater luminosa, trabajar sin intelecto es un grave delito. Cuando traspasé el segundo portal, la
claridad blanca de albedo se volvió álgida y casi opaca, por lo que recurrí al arte de las llamas y
de la forja. El caldeamiento de la materia produjo una mutación de color, pero este fenómeno sólo
sabría explicarlo utilizando palabras figuradas. Puse el hilo de lana alrededor del huso, pero al
deslizarse entre mis dedos perdió su albor. Esta fatiga es la tercera de la obra: citrinitas, el
amarillo que vira al rojo. Quien tenga buen entendimiento sabrá que es el límite entre la ciencia
verdadera y la mendaz.

Una voz de mujer rompió el silencio:


—Eminencia, últimamente os habéis vuelto más esquivo que un eremita.
El cardenal Frangipane, absorto en la lectura, levantó los ojos del escritorio y
miró a la dame Hersent, que aparecía ante sus ojos cual demonio meridiano. Parecía
que lo miraba divertida, con una carita graciosa que le habría gustado aplastar como
una nuez.
Esbozó una sonrisa irónica.
—Dadas las circunstancias, creo que podría serviros mejor estando solo,
Majestad.
Blanca lo escrutó con perplejidad.
—¿Queréis decir que me estáis evitando deliberadamente?
—Todo lo contrario, señora mía. —El prelado cogió una broca de metal de un
borde del escritorio y se llenó de agua una copa—. Sois vos, antes bien, quien
prefiere otro género de compañías.
—¿A qué os referís?
Romano Frangipane bebió en unos sorbitos, indiferente a la expresión
sorprendida de la reina. Parecía sobresaltada. «¿Está conturbada? Pues mejor», pensó.
—Os veis con Thibaut de Champagne —estatuyó—. He visto qué tipo de
atenciones le pedís a vuestro vasallo cantarín.
—¿El conde de Champagne? ¿Estáis seguro?
—¿Hay quizás otros? —El prelado la miró de arriba abajo—. ¿A cuántos hombres
acogéis en vuestro lecho, señora mía?
Blanca apretó los puños.
—¿Cómo os atrevéis?
El cardenal de Sant’Angelo posó torpemente la copa, el rostro colorado, los ojos
casi desorbitados.
—¿Yo… atreverme? ¡Sois vos más bien! ¿Cómo os permitís deshonrar la
memoria de vuestro marido? ¡Arrojaros en brazos de un jovencito!
A pesar de su aparente fragilidad, Blanca contestó con voz firme:

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—No me podéis juzgar con tanta frialdad. No sabéis cómo están realmente las
cosas.
—Ah, se necesita muy poco para imaginarlas —ironizó Frangipane.
—Sois un mezquino.
La exclamación de la dama rompió el hilo de la tensión contenida. Algo físico
había acompañado a las palabras de la reina.
El cardenal de Sant’Angelo se puso a caminar con pasos nerviosos por la
estancia, la respiración cavernosa. Le costaba trabajo calibrar de manera equilibrada
la situación. Sus reflexiones eran intermitentes y se bifurcaban en dos direcciones. Le
resultaba difícil seguir ambas con igual lucidez. La reina le ocultaba algo y él
pretendía vencer su reticencia. Al mismo tiempo, no lograba dejar de pensar en la
carta que acababa de leer, el enigma de la madre luminosa. A lo que parecía, él era el
único que mostraba interés por aquellos escritos. Los había enseñado a sus
compañeros de cautividad, pero tanto Blanca como Humbert los habían encontrado
inútiles y pueriles.
Mantenerse ocupado en dos frentes era para él un ejercicio habitual, algo que
ponía en práctica cada vez que se sentía asediado por la fascinación de su
interlocutora. Trataba de ignorarla para no dejarse seducir. Si se paraba a contemplar
su belleza, aquella boca aterciopelada…, cualquier constructo lógico se venía abajo, y
Blanca acababa aplastándolo.
Pero había otras cosas todavía. El rompecabezas de la madre luminosa le producía
una gran desazón. Las misivas guardadas en el cajón del escritorio describían secretos
abstrusos relacionados con la alquimia y la hilatura. ¿Quién los habría escrito?
¿Aludían a rituales secretos? ¿Guardaban alguna relación con el conde de Nigredo?
Cuando leyera la cuarta carta, la que quedaba, tal vez lograra formarse una idea más
precisa del enigma.
De improviso, el prelado rompió la tregua.
—La conducta moral que elijáis seguir es asunto vuestro. A mí me urgen otras
cuestiones.
La dama entornó los ojos y le dirigió una mirada venenosa.
Él acogió aquella manifestación de odio a rostro descubierto. Había afrontado
peores miradas de gente mucho más temible. Sin embargo, se sintió indefenso casi
sin darse cuenta. Aquella mirada no expresaba el sentimiento habitual de un acusado,
sino que ardía de pasión. Una pasión que lo había cogido con la guardia baja, aunque
guardaba recuerdo de ella: era lo que quedaba del ardor experimentado por la reina
mientras yacía con su amante. Pero ahora parecía vuelta hacia él. La sentía encima
como una ropa desusada, impregnada del olor de otro hombre. Sensaciones robadas,
se dijo, pero que no necesitó mucho para hacer suyas, y agigantó aquel ardor hasta
quedar satisfecho.
Cuando comprendió que había caído en un error ya era demasiado tarde. Apretó
los labios y se inflamó de ira. ¡Se había contagiado de la lujuria de una mujer! ¡Había

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sido víctima de un ataque sin ni siquiera darse cuenta! Presa de un avispero de
emociones, reaccionó de la única manera que consideró adecuada. Inquirió:
—Es manifiesto que vos escondéis secretos sobre nuestra cautividad. ¿Quién os
ha permitido veros con Thibaut de Champagne? ¿Se trata tal vez de una conchabanza
con el conde de Nigredo? ¿Cómo ha entrado en esta roca? ¿Por qué lado del castillo
ha entrado?
Blanca se cruzó de brazos.
—Ahorraos el interrogatorio, no contestaré a ninguna pregunta.
Frangipane avanzó contra ella para intimidarla. «En el fondo es sólo una mujer»,
se dijo plantando su mole frente a la frágil figura de la reina. Pero no se atrevió a
mirarla a los ojos, ya no se atrevía.
—¿Defendéis, pues, al conde de Nigredo con tal de que os permita satisfacer
vuestra lujuria?
—Vos no comprendéis. —La reina se rió accidentalmente—. Sois sólo un hombre
vulgar.
—Por lo que entiendo —replicó el prelado con la misma animosidad—, la única
persona que ha cometido vulgaridades aquí dentro se encuentra ahora delante de mí.
—¿Queréis acaso que las cometa también con vos? —Oyó que le respondía.
El hombre abrió la boca y escudriñó atónito a la reina, que parecía no haber dicho
nada. Seguía mirándolo indignada, como si no hubiera dicho nada. «¡Maldita
fémina!», se dijo, seguro de que había pronunciado aquellas palabras. ¿Quién iba a
ser si no?
Empezó a notar unas fuertes palpitaciones en la sien, un dolor imprevisto, feroz,
encastrado entre los huesos y la carne. Cerró los ojos y se llevó las manos a la cara
mientras le parecía perder el control de su mímica facial.
—Amenazan con dañar a mis hijos —balbuceó Blanca casi en un acto de
rendición—. Mientras sea prisionera me veré obligada a ceder a cualquier chantaje
con tal de defenderlos. Thibaut puede ser un aliado válido: apoyará mi causa en la
corte y ante el conde de Nigredo.
Frangipane tembló al sonido de aquella voz: el dolor de cabeza la tornaba
estridente y fastidiosa. Retrocedió, la cabeza sujeta con ambas manos.
—Pero vos no me escucháis… —expresó Blanca—. ¿Qué os ocurre? ¿No estáis
bien?
El cardenal vacilaba, tenía la visión nublada. Sintió las manos de Blanca sobre él
y trató de apartarse, pero cayó al suelo. La mujer le estaba diciendo algo, pero él no
lo entendía. Una frase le resonaba en la mente, sobreponiéndose a todo lo demás:
«¿Queréis que las cometa también con vos?».
La reina trató de sostenerlo, pero el hombre se liberó de un tirón.
Petrificada por aquella actitud, Blanca lo vio agazaparse en un rincón como un
niño aterrorizado. En sus ojos había una luz siniestra, una enfermedad sin nombre.
No se atrevía a dar un paso hacia él; pensó más bien salir huyendo.

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El cardenal, en cambio, la vio avanzar con una sonrisa grosera, inclinarse y
pasarle por la espalda sus garras de loba.
Y mientras gritaba como un obseso, la reina huía por los corredores de la torre
pensando en Humbert de Beaujeu. Si hubiera estado presente, la habría defendido;
pero debía de haber bajado una vez más a inspeccionar los sótanos del castillo.

El laberinto era cada vez más oscuro y más intrincado. Humbert avanzaba con la
esperanza de que un destello de luz le permitiera ver en qué lugar se encontraba.
Pero no fue la luz lo que le sorprendió, sino el ruido de un repiqueteo metálico,
que fue en aumento hasta transmutarse en cientos de latidos cada vez más nítidos.
Parecía el efecto de unos utensilios percutidos contra la roca.
El lieutenant avanzó con cautela hasta que se vio delante de miríadas de puntitos
que relucían en las tinieblas. Al enfocar mejor la imagen, comprendió que se trataba
de simples luciérnagas suspendidas en las paredes.
Aquellos esbozos de luz no bastaban para disipar la oscuridad. Tuvo que hacer un
ulterior esfuerzo visual para percibir a los hombres que se movían en el interior de la
cueva.
Mineros.
Hombres macilentos, los rostros casi tapados por sus largas barbas y sus cabellos
desgreñados. Unos blandían picos y cinceles y otros recogían los detritos, sus ojos de
topo bien abiertos para distinguir el material bueno de la chatarra. Humbert calculó
unos cincuenta, pero supuso que habría muchos más diseminados por aquellas
anfractuosidades.
Había sólo un guardián, un soldado hercúleo armado con un bec de corbin, una
maza en forma de martillo con las extremidades unciformes. Bastaba aquella
cachiporra para hacer trabajar a los mineros. Las cicatrices en la espalda de algunos
hablaban a las claras de cómo el guardián conseguía imponer la disciplina.
El lieutenant no sintió piedad por las condiciones de aquellos operarios. Él era un
soldado, y por añadidura un aristócrata, educado para despreciar cualquier cosa que
pareciera impura y abyecta. La enfermedad y la miseria situaban a aquella chusma de
villanos en lo más bajo de la pirámide social. El mismo Dios quería que fuera así. Si
existía una jerarquía celeste, también debía existir otra terrestre. Los laboratores
debían sacrificarse y matarse trabajando para que otros —la nobleza y el clero— se
irguieran por encima y transformaran su fatiga y sudor en magnificencia. Ése era el
orden natural de las cosas, el único posible.
Si aquellos esclavos se encontraban en semejante situación era porque sin duda
había algún motivo para ello. Pero los pensamientos que turbaban a Humbert eran
otros: ¿Quién tenía poder para mantener sometida a tanta gente? ¿Y con qué fin?
Ante todo, debía averiguar qué estaban extrayendo en aquella cueva. Se fijó
mejor en el destello azulado que desprendían las piedras y concluyó que se trataba de

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cristales de galena.

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20

Willalme abrió los ojos: la luz había vibrado bajo sus párpados. La muchacha que
lo había curado estaba sentada al borde de su cabecera.
—¿Eres tú la que me ha curado?
Ella apartó la mirada.
—Te debo la vida…
La joven seguía callada, y Willalme evitó mirarla. Sabía cuán inoportunos podían
ser los ojos de la gente, especialmente de un extraño. Como no quería agravar la que
creía una actitud fruto de la turbación, decidió mirar a otra parte.
Se encontraba en una celda. Las paredes desnudas testimoniaban una vida
conducida según las reglas de una pobreza digna. El francés buscó a Thiago, pero ya
no estaba a su lado. ¿Dónde se habría metido?
La voz de la joven lo apartó de sus pensamientos.
—¿Quiénes son Julienne y Esclarmonde?
Él se sobresaltó.
—¿Cómo es que conoces esos nombres?
—Las has llamado toda la noche, durante el sueño —confesó ella—. Delirabas.
Willalme se sentó en el borde del jergón y se fijó en el apósito de su hombro. La
herida le quemaba, pero confiaba en restablecerse en poco tiempo. Posó la mirada en
la joven. No era timidez lo que la embargaba. Parecía presa de una rabia reprimida,
de una misteriosa esquivez.
—Son los nombres de mi madre y mi hermana —respondió finalmente—. Las
perdí hace muchos años, junto con mi padre.
—También yo he perdido a mis seres queridos —confesó ella. Era sincera, pero
aún seguía mostrándose cauta.
—Lo siento. ¿Quién cuida de ti ahora?
—Las hermanas de Santa Lucina. Muchas de ellas son viudas o huérfanas como
yo. —Suspiró la muchacha—. La guerra, por estas partes, ha dado al traste con la
felicidad de muchas familias.
Le hizo señal de esperar y se fue a la otra punta de la habitación. El francés no
conseguía quitarle los ojos de encima. Le recordaba a Esclarmonde, su hermana, la
cual habría tenido más o menos su misma edad de haber estado viva… Dejó a un lado
los recuerdos y volvió a mirar a la muchacha. Debía de haber sufrido lo indecible, y
no hacía mucho. Trataba de parecer natural —se esforzaba todo lo que podía—, y sin
embargo una tensión nerviosa le agarrotaba el busto y los hombros, como un animal
selvático recién salido de un espanto.
Pero no era el momento para hacer preguntas engorrosas, y cambió de tema:
—¿Dónde está el navarro herido en la cara que estaba acostado en ese camastro?

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La muchacha tomó un cuenco de terracota, colocó dentro un trozo de pan de
centeno y se lo acercó.
—Se ha ido esta noche de improviso. No ha habido manera de convencerlo para
que no se moviera. —Le dio el alimento.
Willalme le sonrió, alargó la mano para coger el cuenco y sin querer le rozó la
muñeca.
Aquel contacto la hizo sobresaltarse.
—¡No me toques! —gritó mientras el cuenco rodaba por el suelo hecho pedazos
—. ¡Nadie debe tocarme! ¡Nunca más!
El francés se inclinó hacia delante dispuesto a tranquilizarla, pero no consiguió
sino empeorar la situación.
Un instante después, la puerta de la celda se abría y entraba una beguina vieja, el
rostro alarmado. Al verla, la muchacha se dejó caer al suelo y rompió a llorar.
La anciana se le acercó enseguida y la tranquilizó con palabras y caricias.
—No llores, Juette —le dijo—. No pasa nada, sosiégate. —Después levantó los
ojos hacia el atónito Willalme—. No te lo tomes a mal, hijo; no es por tu causa por lo
que se comporta así —explicó con amargura—. No sabes lo que le ha pasado a esta
pobre criatura…
El francés apretó las mandíbulas, turbado. Un ardor violento le recorrió el pecho,
como le ocurría siempre que asistía a un atropello.
La anciana no pudo contenerse y dijo:
—Ha sido un hombre, un monje de Fontfroide… Se llama Frenerius de Gignac…

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21

Ignacio, quebrantado por las experiencias vividas durante la noche, se apeó del carro
delante del beguinato de Santa Lucina. La claridad matinal le deslumbraba los ojos, y
bajo la capucha escondía unas ojeras producidas por el prolongado insomnio.
Al despuntar el alba, el efecto de la herba diaboli ya se había desvanecido casi
por completo, dejando como recuerdo un dolor de cabeza y un leve vértigo. Antes de
partir de Fontfroide, el mercader se había visto obligado a dar explicaciones al padre
Gilie de Grandselve acerca de lo acaecido durante la noche. Le mintió diciendo que
no conocía el motivo de la agresión de Lusiñano. La intervención del monje le había
salvado la vida sin duda, si bien éste no había alertado a los arqueros, prefiriendo
socorrerlo y centrarse en su estado de salud. «Mejor así», había expresado el
mercader, «pues de este modo no molestamos al abad, ni a nadie más, por un
incidente banal». Considerando que Lusiñano se había ido de Fontfroide sin hacerse
notar, el monje convino en guardar silencio sobre lo sucedido. Después, aclarado
aquel asunto, empezó a hacerle preguntas sobre la fragua.
«Al final, no he hecho uso de ella. Era tanto mi cansancio que estuve durmiendo
hasta que me despertó mosén Felipe, que quería matarme», fue su respuesta. Pero
aquella segunda mentira no le pareció suficiente para ganarse también el silencio del
portuarius hospitum, por lo que decidió darle una bolsa llena de monedas. «Una
buena recompensa para la abadía», fueron las palabras con las que acompañó su
regalo. Se trataba en realidad de los escudos de Airagne, todos de oro falso; pero
Gilie de Grandselve no podía sospechar este extremo y zanjó el asunto con una
sonrisita cómplice.
Ignacio se encaminó hacia la iglesia de Santa Lucina. Obsevando la fachada, le
llamó particularmente la atención un detalle que le había pasado inadvertido el día
anterior. En la luneta que coronaba la puerta había un bajorrelieve en que estaban
representadas tres mujeres desnudas, con los senos en forma de serpiente y el pubis
cubierto por un sapo, imágenes sin duda monstruosas aunque ya le eran familiares:
había otras parecidas en la iglesia de Moissac.
A pocos pasos de la fachada, una mujer con el hábito beis disfrutaba del sol
sentada en un sillón de mimbre. Una beguina, sin ningún género de dudas. Devanaba
una madeja de lana alrededor de un huso de madera al son de un estribillo que
recordaba una canción infantil. Pero la letra estaba en latín:

Involvere filum tres fatae se tradunt


Vitas mortales sic fato ipsae obstringunt.
Et ut octo fusis Airagne texere possit
Auream suam telam nigredini infodit.

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En cuanto la mujer reparó en el forastero, dejó de canturrear y le dirigió un saludo
cortés.
«Ésta por lo menos no sale huyendo», pensó Ignacio ocultando su cansancio con
una mueca juvenil.
—Buenos días nos dé Dios, soror. ¿Qué era lo que estabais canturreando con
tanto alborozo?
—Un estribillo —respondió posando el huso en el regazo—. Lo canta a veces
nuestra abadesa.
—Me parecía sumamente interesante. —El mercader se moría de curiosidad, pero
trató de no mostrarlo. Había oído bien: aquella tonadilla hablaba precisamente de las
tres fatae citadas por el poseso de Prouille.
—¿Y comprendéis bien lo que dice la letra?
—No exactamente, monsieur. La melodía y la letra se me han quedado grabadas
en la mente, pero no entiendo el significado. No sé latín.
Ignacio se le acercó guiñando un ojo. No podía dejar escapar aquella ocasión.
—Hagamos un trato. Yo traduzco el texto y vos me ayudáis a desvelar el
significado de algunas palabras, si lo conocéis.
La mujer aceptó divertida, y el mercader le fue traduciendo la canción verso tras
verso:

Las tres fatae se afanan retorciendo el hilo.


Y encadenan así las vidas mortales al destino.
Y para que con los ocho husos Airagne tejer pueda.
Entierra en la negrura su áurea tela.

La beguina parecía defraudada.


—Nunca habría imaginado que la letra tuviera ese significado. Ahora entiendo
todavía menos que antes.
—Mi versión es correcta, soror. Se lo aseguro. —Y para demostrarlo, Ignacio le
aclaró el sentido de las estrofas—. Las fatae hilan y Airagne teje… Tenga paciencia
conmigo y devuélvame el favor: ¿Qué significa, sobre todo, la palabra «fatae»?
—Hasta los niños sabrían contestaros. Las fatae son las tres hermanas hilanderas
que pueblan las leyendas. Se cuenta que a la puesta del sol salen de los bosques y van
de casa en casa visitando a los mortales. Si no las acogen como es debido, pueden
recaer sobre ellos tremendos maleficios.
—No había oído nunca nada parecido. Sin embargo, es probable que confundáis
las fatae con las parcas veneradas por los antiguos romanos. Su nombre suena casi
igual.
—¿Las parcas? No sabría deciros. —La mujer pareció un poco confusa—.
Aunque a veces, por estas partes, a nuestra mater Lucina la llaman de manera
parecida: Partula.

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Ignacio tuvo una intuición y formuló la segunda pregunta.
—¿Y qué sabríais decirme de Airagne, citada en el tercer verso de la tonadilla?
—¿Airagne? —la interlocutora deletreó despacio la palabra y se puso a hilar de
nuevo con la mirada baja—. Quiere decir Ariane o Ariadna. Es fácil equivocarse. Por
estas partes se pronuncia más o menos de la misma manera. Es por la ene
pronunciada a la manera hispánica.
—¿Ariadna? —El rostro del hombre se iluminó—. Así que, según vos, el
estribillo alude a Ariadna, la que ayudó a Teseo a orientarse en el laberinto mediante
un hilo envuelto en un huso… No entiendo por qué entonces no se habla de uno sino
de ocho husos.
—Ariadna es la araña antigua —se limitó a contestar la beguina bajando la voz.
Su expresión se había endurecido. Sólo los ojos seguían brillando, no de inteligencia
sino de astucia.
Ignacio comprendió que no iba a conseguir nada más de ella y cambió de tono y
de tema.
—He venido a visitar a dos compañeros heridos. Los traje aquí ayer al atardecer.
¿Sabríais decirme en qué estado se encuentran?
—Uno se marchó antes del amanecer —dijo la mujer con un tono ahora distante
—. Se subió al caballo y se alejó deprisa y corriendo.
—¿Cuál de los dos, el joven del pelo rubio o…?
—No, el otro. El navarro con una raja en la cara.
El mercader esperaba una revelación de ese género. Tras lo sucedido con Felipe,
ya no le extrañaba nada.
—¿Y el rubio? Me refiero al occitano. ¿Cómo se encuentra?
—Mucho mejor. —La beguina enarcó las comisuras de la boca remedando una
sonrisa apagada—. Se le ha curado debidamente. No sé si conviene molestarlo. En
estos momentos está descansando.
—Entonces aprovecharé para pedir audiencia con vuestra abadesa.
La mujer pareció contrariada.
—No podéis…
—¿Por qué? ¿Es que se encuentra ausente?
—No. En este momento se encuentra en el jardín, detrás de la iglesia. Pero…
El mercader miró hacia el edificio, como si pudiera ver más allá de sus muros y
de sus contraventanas cerradas.
—Entonces no lo dudéis, hermana. Me recibirá.

Cuando el forastero se hubo alejado, la mujer volvió a devanar la lana en el huso al


tiempo que empezar a entonar el estribillo:

Involvere filum tres fatae se tradunt…

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Y dirigió la mirada hacia la luneta de la puerta, donde campeaban las tres mujeres
monstruosas.

Vitas mortales sic fato ipsae obstringunt.

Cual rebaño diseminado por un prado, una docena de beguinas trabajaban en el jardín
vallado, las espaldas curvas caldeadas por el sol y los rostros atentos, cubiertos por
los velos. La abadesa, la única erguida, caminaba despacio entre ellas, observándolas
una a una mientras removían la tierra con pequeñas azadas o transportaban
sarmientos con las hoces, y deteniéndose de vez en cuando para darles algún consejo.
Entonces las beguinas levantaba la cabeza hacia ella en actitud reverente dirigiéndole
siempre la misma súplica: «Benedicite, bona mater». La abadesa asentía con la
cabeza, las bendecía con un gesto de la mano y seguía caminando a ritmo pausado.
La paz se vio turbada en el jardín al aparecer el desconocido. Las mujeres le
dirigieron miradas furtivas y empezaron a cuchichear entre ellas, pero siguieron
trabajando impertérritas entre las plantas oficinales, simulando indiferencia.
Mientras la abadesa observaba al forastero que se le acercaba, trató de averiguar
qué clase de hombre podría ser. Al principio pensó que se trataba de un monje, pero
después se dio cuenta de que no podía ser tal. Sus ojos esmeralda y su aire distraído
revelaban una insólita combinación de hombre de mundo y de filósofo. Estaba segura
de no haber encontrado nunca a nadie así, y desde su primer vistazo consideró que la
visita de un agente del obispo la habría preocupado mucho menos.
—Vos debéis de ser la madre abadesa —empezó el forastero con una ligera
inclinación—. Mis más cordiales saludos.
—Le devuelvo los saludos —respondió la mujer—. ¿Quién ha venido a honrarnos
con su presencia?
—Ignacio Álvarez, de Castilla, para serviros.
—Es un hispánico, pues —resolvió la abadesa dirigiéndose a él en tercera persona
para levantar así una barrera de formalidad—. ¿Qué asunto lo lleva tan lejos de casa?
—Un dilema, reverenda madre.
—¿Y él espera hallar respuesta en este lugar?
Según su guion preestablecido, Ignacio se apresuró a cambiar de registro.
—La verdad es que estoy de paso. Un amigo mío, alcanzado por el dardo de una
ballesta, ha sido atendido por vuestras pías hermanas. Se encuentra reposando en
estos muros.
—Ah, el joven occitano. Estoy al corriente. Está en buenas manos, se curará.
—Eso me alegra, pero mientras espero a poder visitarlo me gustaría intercambiar
unas palabras con vos.
—No veo de qué se podría hablar entre nosotros. —Los ojos de la abadesa
huyeron entre las plantas de peonias—. Nosotras, las hijas de santa Lucina, evitamos
hablar de temas mundanos.

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El mercader entrecerró los ojos, pesados todavía a causa de la herba diaboli.
Estaba seguro de que en aquel lugar se escondían secretos de Airagne, pero no podía
hacer preguntas directas. Debía ir implicando a su interlocutora poco a poco,
convencerla con sutileza; y para tener éxito en su intento era preciso utilizar
argumentos que conocía bien, de manera que pareciera más informado de lo que
realmente estaba. Dio el primer paso:
—No saquemos conclusiones precipitadas. Es precisamente de la mater Lucina de
la que me gustaría hablar. Se da el caso de que yo entiendo bastante de reliquias, y
por eso me intereso por todas las formas de culto, sobre todo si son desconocidas.
La mujer intentó una maniobra de distracción.
—Santa Lucina no es desconocida. Su fiesta se celebra el 30 de junio, y los fieles
la recuerdan como una discípula de los apóstoles.
Semejante respuesta había servido durante muchos años para mantener a raya a
los curiosos. Pero el mercader no se dejó distraer.
—No me refiero a la Lucina «discípula de los apóstoles» sino a la llamada mater
que no aparece en ningún legendarium cristiano. Y es precisamente ésta, la diosa
mater Lucina, la que se venera en este lugar.
La abadesa sintió un ligero sofoco.
—Decís cosas que os superan, monsieur. No podéis comprender…
Las hermanas, alarmadas por el cambio de tono, levantaron la cabeza para
intentar saber de qué se estaba hablando. Ignacio, que había notado el paso al «vos»,
se preparó para afrontar una conversación difícil.
—Yo comprendo perfectamente, reverenda madre. «Vuestra» Lucina es llamada
Partula. Me lo ha confiado una hermana del beguinato, y ello me ha bastado para
verlo claro. La Partula es un espíritu femenino que socorre a las parturientas,
precisamente igual que mater Lucina. Se trata de una divinidad pagana, no de una
santa cristiana. No podéis mentirme al respecto.
—Yo no pretendo mentiros —declaró la mujer, acusando el golpe—. Pero os
ruego que lo dejéis.
—No puedo. Como ya he dicho, ando buscando respuestas y necesito encontrar
algunas confirmaciones. ¿La referencia a la Partula supone también una referencia a
las parcas? ¿Y éstas últimas coinciden con las tres fatae?
—¿Y si fuera así?
—No os mostréis evasiva, madre —advirtió el mercader—. He oído la tonadilla
sobre las tres fatae… «Vuestra» tonadilla. Abunda en referencias paganas. No sé qué
ocurriría si la oyeran los agentes del obispo Folco…
Ante aquella intimidación, la mujer juntó las manos. Si no cayó de rodillas fue
para no asustar a las hermanas, que la estaban observando.
—Si estas palabras transcendieran, todas nosotras seríamos condenadas a la
hoguera. Pero no somos brujas. Nuestro beguinato hospeda a las viudas y las
huérfanas que han sobrevivido a la Cruzada contra los cátaros. ¿Por qué queréis

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hacernos daño?
Ignacio suavizó su mirada. No pretendía humillar a la abadesa.
—Tranquilizaos, reverenda madre. Yo os estimo y os respeto. Mi único interés
estriba en la relación oculta entre las fatae y Airagne. Ése es el verdadero motivo de
mis preguntas.
—¿Airagne? —La mujer abrió los ojos como platos—. ¿Conocéis ese lugar?
—No exactamente, sólo me muevo con conjeturas. —Ignacio no reprimió su
curiosidad—. ¿No sabéis dónde se encuentra? ¿Habéis estado alguna vez allí?
—Yo no he estado nunca prisionera en Airagne.
El mercader se arrepintió. A pesar de sus propósitos iniciales, había hecho
preguntas demasiado directas. Se vio obligado a dar un paso hacia atrás.
—¿Y las fatae? Sospecho que guardan alguna relación con Airagne. ¿Podéis
confirmarlo?
La abadesa hizo gesto de querer hablar. Tal vez decidió hacerlo porque creía no
tener otra opción, o tal vez simplemente porque empezaba a fiarse del forastero. El
mercader barajó una tercera hipótesis: le iba a pedir algo a cambio de sus
revelaciones.
—Como habéis intuido, la Partula se refiere a las tres parcas. Tiempo ha, su
nombre se corrompió en «fatae», pero el significado no cambió —explicó—. Las
parcas tejen el hilo del destino alrededor de una columna de luz, dentro de la cual está
suspendido el huso de la necesidad…
Ignacio arrugó la frente.
—Estáis citando un pasaje de la República de Platón…
—Dejadme terminar. —Le hizo callar la mujer—. Esta columna de luz representa
para nosotras a la mater Lucina, o la mére Lusine, la que libera de la oscuridad de la
materia. —Lo miró a los ojos—. La que disipa la oscuridad de Nigredo.
—Lucina representa, por tanto, a Ariadna, el hilo luminoso que ayuda a salir del
laberinto. El laberinto de la Obra alquímica. El laberinto de Airagne.
—Ariadna es también una telaraña atrapada en su propia tela. El anagrama
correcto es empero «Ariagne», palabra que deriva del griego. —La mujer hizo una
pausa—. Pero es otra cosa lo que queréis saber, ¿no es cierto?
Ignacio asintió.
—Me interesaría desvelar el significado de una frase: «Tres fatae celant crucem».
La abadesa lo miró estupefacta.
—¿Dónde la habéis oído?
—La pronunció hace unos días un hombre huido de Airagne, un supuesto
endemoniado llamado Sébastien, el cual dijo haber encontrado refugio en vuestro
beguinato. Por eso he venido hasta aquí. La frase traducida sería: «Las tres fatae
ocultan la cruz». Ahora ya me he instruido acerca de las fatae y de su relación con
Airagne, pero ignoro el significado de la palabra «cruz».
—Por «cruz» no se debe entender el símbolo religioso —aclaró la mujer—, sino

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la Obra alquímica. La cruz es el crisol donde la materia bruta se somete a cocción.
Los cuatro brazos de la cruz indican sendas fases de la transmutación metálica:
nigredo, albedo, citrinitas y rubedo. Pero como sin duda sabéis, el crisol alude
también al sufrimiento.
—El sufrimiento del metal sometido a una transformación…
—Pero también el sufrimiento de los hombres que se exponen a los
procedimientos alquímicos: las altas temperaturas, las exhalaciones de los ácidos, de
los vapores y de los materiales incandescentes.
—Habláis de los secretos de Airagne como si tuvierais directa experiencia de
ellos… Seguro que Sébastien no fue el único que se refugió aquí. Habéis ofrecido
hospitalidad a muchos otros hombres huidos de ese lugar, ¿no es cierto?
La abadesa abrió los brazos, no en señal de rendición al enemigo sino más bien
como quien obra según su conciencia.
—¿Cómo habría podido negarme? Cuando los habitantes de las aldeas cercanas
andan vagando por los bosques y los campos, y nadie sabe cómo curarlos, los traen
aquí. En otros lugares los monjes los quemarían vivos, al tomarlos por posesos o por
cátaros.
—¿Y lo son? Cátaros, quiero decir.
—En su mayor parte, sí.
—Lo imaginaba. También las hermanas de este beguinato son cátaras. Y vos, por
cierto, sois una perfecta.
La abadesa reprimió un escalofrío.
—¿Cómo hacéis para reconocerlo con esa seguridad?
—Lo intuí en cuanto entré en este jardín. Las beguinas os llaman «bona mater».
Además, durante nuestra conversación no habéis tratado de mentir en ningún
momento, sino sólo de distraerme, aun a costa de exponeros a algún riesgo.
Cualquiera que conozca los fundamentos del catarismo debe saber que los perfectos
no mienten nunca. Después de todo, «cátaro» significa «puro».
—Sois un hombre sumamente sagaz, Ignacio Álvarez. He de reconocerlo.
El mercader entrelazó los brazos delante del pecho e inclinó la cabeza mientras
reordenaba las ideas.
—Ahora os rogaría que me confirmarais mi propia reconstrucción de los hechos.
Los habitantes de estas tierras son secuestrados por los arcontes y conducidos a ese
lugar llamado Airagne, donde son obligados a fabricar oro aplicando los
procedimientos de la alquimia. La producción debe de ser ingente para necesitar tanta
mano de obra. En su mayor parte, los arcontes realizan las batidas en los poblados
cátaros, como quiera que la desaparición de los herejes no le interesa a nadie. Desde
luego, no a la Iglesia ni a la corte de París, y habría que añadir que, en el fondo,
tampoco a los nobles locales, que sólo ven en el catarismo un pretexto político para
oponerse a la monarquía católica. De este modo, los arcontes se procuran esclavos sin
que nadie les moleste, y sin molestar a nadie que detente algún poder. Por eso no

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actúan en el Tolosano, donde está haciendo de las suyas la Confraternidad Blanca de
Folco.
—Habéis intuido muchas cosas, monsieur, pero no todo —admitió y precisó la
abadesa.
—Sí, lo reconozco. No sé, por ejemplo, quién es el artífice de todo esto, ni quién
se esconde tras el nombre del conde de Nigredo. E ignoro asimismo la ubicación
exacta de Airagne.
—Yo podría suministraros algunas indicaciones sobre el itinerario a seguir, pero
deberéis ganároslas.
—Me lo esperaba —comentó el mercader sintiéndose un poco decepcionado: por
unos momentos había creído hablar con una persona que no actuaba por su propio
interés—. Ninguna información se ofrece gratis et amore —añadió un poco para sí—.
¿Qué debo hacer?
—Os estáis formando una idea equivocada —dijo la mujer intuyendo sus
pensamientos—. Sólo debéis responderme a unas pocas preguntas. Ante todo,
decidme de qué índole es vuestro interés por este asunto.
Ignacio estaba a punto de responder, pero unos gritos de alarma lo hicieron
sobresaltarse. Una hermana apareció por detrás de un edificio que hacía esquina con
la parte posterior de la iglesia y cruzó presurosa el jardín en dirección de la abadesa
con el rostro enrojecido y las manos pegadas a los faldones.
—Bona mater! Bona mater! —exclamó—. ¡Ha ocurrido algo terrible!
—Cálmate, hija mía. —La abadesa se enderezó con aire batallador—. ¿Qué ha
ocurrido?
—¡El joven occitano! ¡El joven occitano!

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22

Las campanas de Fontfroide habían llamado a la hora nona, y los monjes se


hallaban cantando los salmos en la abadía. De improviso, las puertas de la entrada se
abrieron de par en par e irrumpió la luz de la media tarde, disipando la penumbra de
las naves. Los hermanos dejaron de cantar y se volvieron al unísono; tras una breve
espera, vieron a contraluz la silueta de un hombre de pelo rubio. Avanzaba decidido,
los puños cerrados, hendiendo el silencio con miradas rabiosas. Ni siquiera el sabio
abad Guarin se atrevió a decir nada.
El forastero se plantó en medio de la nave central y miró alrededor cual felino
presto a saltar. Luego miró, uno a uno, a todos los monjes repartidos por los bancos y
exclamó a voz en grito:
—¡Frenerius de Gignac, que se haga aquí presente!
Un escalofrío sacudió a la grey de los religiosos. Nadie respondió.
El intruso esperó unos instantes antes de romper de nuevo el silencio:
—Frenerius de Gignac, tenga el valor de dar la cara por el acto que ha cometido.
¡Hágase ver!
Al eco de aquellas palabras siguió un sonido mucho más débil. Un susurro. El
forastero, junto con varios de los presentes, dirigió la mirada hacia el origen de dicho
sonido y vio a un monje cuchicheando al oído a un hermano de hábito. Se le acercó
de un salto y lo agarró del hábito.
—¿Sois vos Frenerius? —espetó.
—No, yo no… —balbuceó el malhadado, temblando.
—Sí, sí es él —confirmó su compañero de banco.
El hombre de pelo rubio soltó el hábito y lanzó una mirada torva al monje que le
había sido señalado.
—Así que sois vos Frenerius de Gignac.
El interpelado era un hombrecillo insignificante de rostro pálido y con una
tonsura apenas visible, medio oculta por una melena color castaño. Contra toda
expectativa, se puso en pie con aire desafiante.
—Sí, soy yo. Agradecería empero que me llamaseis «padre», pues no soy un
villano sino un religioso.
—Para mí sois sólo un hombre, mejor dicho, menos que un hombre —zanjó el
forastero devorándolo con la mirada—. Debéis responder de una acción muy grave.
Frenerius se puso colorado, confirmando así que tenía la conciencia sucia, pero
acompañó su turbación con un tono altisonante:
—Vos no podéis acusarme de nada. Mis actos están enteramente consagrados al
Señor.
—¡Áspid mentiroso, habéis abusado de una muchacha en nombre de Dios, o del

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demonio, pero ahora lo vais a pagar! —Con un gesto súbito, el rubio lo agarró por los
cabellos y, aunque tenía el hombro lastimado, lo tiró al suelo.
Los monjes, que se habían congregado alrededor de la escena, retrocedieron
rápidamente y se apelotonaron a los pies de las columnas. El forastero, sin que éstos
le importaran lo más mínimo, desenvainó la cimitarra que llevaba colgada a un
costado y colocó la hoja en la garganta de su presa.
—En nombre del Señor… —chilló Frenerius.
—¡Confesad vuestra culpa! —rugió Willalme.
—Fue ella quien me sedujo con un maleficio —se disculpó el monje—.
«Diabolica mulier, magistra mendaciorum, homines seducit libidini carnis…». Vos
no podéis acusarme de nada. Mis actos están enteramente consagrados al Señor.
—¡Calla! —El francés lo obligó a ponerse de rodillas y lo golpeó en el trasero
con la parte plana de la espada—. ¡Di la verdad! ¡La convenciste para que te
acompañara a recibir el sacramento de la confesión, después la amenazaste cuando
ella se negó y la forzaste y golpeaste cuando ya no tenías otro medio de convencerla!
—¡Fue por su culpa! ¡Fue por culpa de su belleza!
Willalme lo tiró al suelo y levantó la cimitarra con las dos manos. La bóveda de
cañón pareció tambalearse en lo alto.
—¡Homúnculos babosos! ¡Os llenáis la boca de oraciones y de preceptos y al
mismo tiempo tiranizáis al mundo!
El abad Guarin se precipitó desde las gradas del altar y abrió los labios para
interpelar al intruso, pero no fue él quien conjuró la situación. Fue Ignacio.
—No solucionarás nada matándolo —exclamó el mercader abriéndose paso en la
nave seguido de dos mujeres.
—Éste no merece vivir —sentenció Willalme sin pararse a pensar en cómo había
logrado su compañero dar con él—. Debe expiar su culpa.
—Pero no a través de tus manos. —Ignacio se detuvo a pocos metros de él, la
respiración suspendida—. Si lo matas, pagarás tu gesto mil veces.
Hubo un minuto de silencio. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
Resonó una voz femenina, una voz joven que denotaba mucho dolor acumulado:
—¡Matar es pecado! —Era Juette, que en compañía de la abadesa había seguido a
Ignacio hasta allí.
En vez de aplacar la furia de Willalme, aquellas palabras la acrecentaron más
todavía.
—¡Debe pagar! ¡Quien hace daño debe pagar!
El mercader se acercó al francés, pero sin atreverse a tocarlo. Conocía la tormenta
que rugía dentro de su corazón: nacía de un dolor profundo, inextinguible, presto a
explotar en una tempestad.
—Comparto tu desdén, amigo mío. Pero no es necesario matar a ese hombre para
castigarlo.
—Si lo haces, te condenarás por toda la eternidad —le advirtió el abad Guarin,

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que asistía a la escena con suma aprensión.
Willalme hizo una mueca desdeñosa y empuñó más firmemente la espada.
—Yo ya estoy condenado. La mía es una vida maldita.
Ante aquellas palabras, Ignacio lo abofeteó.
Los religiosos profirieron al unísono una exclamación de estupefacción.
El francés devolvió a su compañero una mirada incrédula, la cara congestionada
por la ira y el estupor.
—¡Tu vida cuenta mucho, estulto! Y tus gestos pueden desencadenar
consecuencias graves en quien bien te quiere —le reprendió el mercader—. Si quieres
dar rienda libre a tu ira matando a un hombre sin valor, hazlo. Pero no repararás con
ello el daño que ha cometido. ¿Quieres hacer algo realmente bueno? —Indicó a Juette
con gesto imperioso—. Piensa en ella, más bien. Ella te pide ayuda, no sangre.
Willalme miró a la joven acurrucada en el suelo, aplastada por el peso del mundo.
Habría deseado estrecharla contra su pecho y decirle que no debía temer nada, las
mismas promesas hechas a su hermana poco antes de morir… Profiriendo un
profundo suspiro, bajó la hoja y dejó libre a su rehén.
Frenerius se refugió tras el hábito del abad, el cual lo apartó de sí con una patada.
«¿Es verdad todo lo que se ha dicho?», lo interrogaban sus ojos.
Ignacio posó las manos sobre los hombros de Willalme. Lo habría abrazado si se
lo hubiera permitido su natural reserva para exteriorizar sus sentimientos. Pero aquel
acto fugaz dejó bien claro lo que estaba sintiendo, y el francés lo percibió
sobradamente.
Nadie tuvo tiempo de añadir nada más, pues un pelotón de arqueros irrumpió en
el monasterio y rodeó a los intrusos.
El mercader levantó las manos para aplacar cualquier intención belicosa.
—¡Esperad! He pasado la noche hospedado en esta abadía —explicó—. Hablad
con Gilie de Grandselve, el portarius hospitum del cenobio. Él me conoce. Esta
mañana le he ofrecido una rica recompensa.
—¿Gilie de Grandselve? —murmuró el abad con un tono impregnado de
sospecha—. Yo no conozco a ningún monje de nuestro cenobio con ese nombre. Y
ciertamente éste no es el nombre de nuestro portarius hospitum.
Cogido por sorpresa, Ignacio le dirigió una mirada helada. ¡Cómo era posible!
¿Quién era entonces el monje con el que había hablado la noche anterior? ¿De dónde
había salido Gilie de Grandselve si no pertenecía a la abadía de Fontfroide? Trajo a
su memoria el rostro torvo de aquel viejo y recordó al mismo tiempo algunos gestos
muy poco agradables.

Felipe de Lusiñano salió de la zona boscosa y detuvo su caballo blanco delante del
campamento de los arcontes. Al igual que a Thiago antes que él, no le había costado
mucho encontrar aquel lugar pese a hallarse apartado de cualquier centro habitado y

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de los senderos del bosque más hollados.
Se había acercado con cautela. Un amplio hábito negro le recubría el uniforme de
caballero, prestándole un aspecto de peregrino. A fin de no ser reconocido, había
renunciado incluso a portar toda su parafernalia.
Desmontó y llevó al caballo de las riendas por la linde del bosque.
Avanzaba con pasos nerviosos, casi bruscos, bajo los arabescos de luz que se
filtraban por las copas de los árboles. Su expresión no era muy ufana sino harto
preocupada. Las quemaduras provocadas por el aqua fortis le habían cubierto de
manchas la frente, la nariz y las mejillas. Por suerte, había logrado protegerse los ojos
con las manos.
Su enfrentamiento con Ignacio de Toledo se había saldado de manera muy
negativa. No sólo se había jugado la colaboración del mozárabe, sino que además lo
había convertido en un enemigo personal. Un enemigo temible, que conocía el
secreto sobre el oro de Airagne y abrigaba sospechas muy peligrosas.
Aseguró el corcel bajo un árbol de ramas caídas y se caló la capucha hasta la
nariz; después empezó a rodear el campamento de los arcontes esforzándose por no
hacerse notar. Se movía con pasos ligeros —la mano derecha agarrada al puñal— a lo
largo del perímetro del campo, una zanja cuya vegetación alta le permitía deslizarse
sin ser visto.
Quería espiar.
En la entrada del campamento, una pequeña dotación de soldados se hallaba
congregada alrededor de un monje viejo. Lo reconoció a primera vista: ¡el portarius
hospitum de Fontfroide! ¡Cómo era aquello posible! ¿Qué estaría haciendo allí?
Parecía como si estuviera explicando algo o incluso impartiendo órdenes, mientras
los milicianos asentían con respeto. Aquel Gilie de Grandselve no era un simple
religioso, como había querido dar a entender. ¿Qué podría significar su presencia en
el campamento de los arcontes?
Entre los presentes destacaba la cara vulgar de Jean-Bevon, un viejo conocido. Al
verlo junto a aquellos esbirros, recordó la época, ya lejana, en que los había reclutado
uno a uno. Procedían de lugares y ambientes muy distintos: antiguos milicianos,
mercenarios, asesinos, saqueadores… Años atrás, le habían jurado fidelidad. Se
preguntó qué los habría empujado a la traición.
Para poder espiar mejor, recorrió a gatas otro trecho de la zanja hasta un punto en
el que convergían las aguas residuales del campamento. Rodeó el estanque de agua
fétida, atento para no meter en él los pies. De repente, algo le hizo detenerse. En
medio del cieno flotaba un cadáver.
Tenía una raja en el vientre y un chirlo en el rostro. Avanzó otro poco presa del
nerviosismo y al mismo tiempo de cierta sensación de familiaridad. Cuando estuvo
más cerca, lo reconoció: el cadáver de Thiago de Olite.
Un zumbido desagradable se elevó de la carroña y Felipe se vio asaltado por un
enjambre de moscas. Por poco resbaló y cayó al cieno, pero consiguió mantener el

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equilibrio agarrándose a una mata. Recuperó el control. Aquellos movimientos
bruscos podían haber alertado a alguien. Agachado, miró alrededor. Un centinela con
aire distraído caminaba hacia él. Si se quedaba allí parado, lo descubriría sin ninguna
duda. Tenía que irse.
Pero antes de alejarse lanzó una mirada de desdén hacia el campamento. La
muerte de su fiel Thiago era la enésima confirmación de sus sospechas. Lo habían
traicionado.
«Miserables», profirió entre dientes, «¡ya me las pagaréis!».
Reptando por la hierba, alcanzó su caballo y huyó en dirección al bosque.

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23

Una leve presión en el pecho le hizo despertarse.


Uberto estaba acostado a la sombra de un olmo. El viaje agotador le había
obligado a hacer un descanso. Pero al abrir los ojos se dio cuenta de que ya era media
tarde. Había dormido demasiado.
La sensación de somnolencia le duró sólo un instante. Ante él había dos ojos
verdes enmarcados por una cascada de cabellos negros.
Moira, inclinada sobre él, le apretaba ligeramente el pecho con las manos; lo
estaba mirando tan de cerca que podía oír su respiración. El hecho de que fuera ella
quien se le había acercado le producía una intensa sensación de intimidad; pero se
sentía también vulnerable. Se reprendió por experimentar ambas emociones.
—Ya hemos pasado Tolosa y no me has entregado a ningún tribunal —expresó
ella con tono casi retador—. ¿Por qué no lo has hecho?
No era fácil responder. Habría sido como ceder a una provocación. Así que no
quiso que se saliera con la suya y contraatacó:
—¿Y tú por qué no has intentado huir otra vez?
Ella calló esbozando una ligera sonrisa.
Uberto descubrió en su rostro un inesperado aire de resolución, como si hubiera
tomado una decisión importante. Podría tratarse de un cambio positivo, se dijo; sin
embargo, aquella sonrisa lo ponía nervioso. ¿Qué ocultaba la muchacha detrás de su
silencio? ¿Por qué se le había acercado de aquel modo? La proximidad de su rostro y
la presión de su cuerpo le resultaban embriagadoras.
No se trataba de una simple atracción física… Y ella debía de ser también
consciente de ello. Se veía a las claras: jugaba con él lanzándole miradas huidizas,
encadenándolo con vínculos invisibles. Uberto ocultó sus emociones como mejor
pudo para resistir aquel asedio sutil, pero se descubrió una vez más incapaz de
razonar.
—¿No me respondes? —la apremió con voz firme, más que nada para sacudir su
ánimo.
Sus palabras resonaron más duras de lo previsto y Moira se retrajo. Pero Uberto
se dejó guiar de nuevo por el instinto: la asió con dulzura y acercó su rostro al de ella.
Le rozó con los labios y la besó. La besó varias veces, mientras el estupor de los dos
se sumergía en un mar profundo.
—Tú no sabes nada de mí. —Lo pusieron en guardia aquellos ojos marinos
entornados de placer—. No sabes quién soy ni de dónde vengo.
Pero él ya había alcanzado una certeza. Con tal de seguir estrechándola afrontaría
cualquier duda.

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Permanecieron abrazados bajo la sombra del olmo. Uberto se dio cuenta de que
Moira no era tan misteriosa como creía. Nunca había experimentado unas emociones
parecidas por una mujer, y sin embargo no estaba tranquilo. La parte racional de su
persona, esa parte heredada de su padre, no dejaba de asediarlo con mil preguntas,
impidiéndole abandonarse al enamoramiento. Pero aquélla no era la única razón de su
inquietud. No conseguía superar su remordimiento por haber matado a un hombre. El
rostro del moro lo perseguía en los sueños, y a veces también en la vigilia.
«Me has matado como a un perro», le decían sus ojos, negros como el infierno.
Mediante la dulzura de su abrazo, Moira aplacó las turbaciones de Uberto y le
reveló su historia. Era hija de un aventurero mercader genovés que se había
establecido en Acre, Palestina, desde donde mantenía relaciones comerciales con
Georgia. Sus relaciones con los intermediarios del mar Negro se habían vuelto tan
estrechas que al final decidió tomar por mujer a una georgiana de origen noble. Al
recordar a su madre, la muchacha suspendió el relato y vertió varias lágrimas
amargas.
Moira había pasado una infancia feliz en Acre, amada y protegida por sus padres.
Había crecido en el burgo genovés entre el fondeadero y la iglesia de San Sabas. Pero
los acontecimientos tomaron un cariz muy feo. La reina georgiana Rusunda decidió
participar en la quinta Cruzada para liberar Damieta de los ayubidas. La presión de
los mongoles empujó a los asiáticos hacia el este y finalmente los cristianos
padecieron los ataques de la caballería de Jalal al-Din, procedente del Khwarizm.
Muchas de las caravanas que se dirigían al mar Negro se perdían en el desierto sirio y
entre los altiplanos turcos y ya no retornaban a Acre; y los supervivientes hicieron
correr la voz de una inminente llegada de los selyúcidas de Anatolia.
Tras muchos años mercadeando, el padre de Moira había acumulado una fortuna
suficientemente grande para garantizarse una vida desahogada también en otra parte
y, temiendo por su familia, se embarcó con su mujer y su hija en una galera rumbo a
la Liguria. El viaje transcurrió sin incidentes, y las escalas en Creta, el Peloponeso y
Mesina les permitieron abastecerse de agua y víveres, así como de otras valiosas
mercancías. Pero luego ocurrió algo imprevisible: cerca ya de las costas ligures se
levantó una terrible tempestad que hizo encabritarse a toda la superficie del mar.
Fue como si el diablo se hubiera apoderado de los vientos y las aguas,
tornándolos furiosos como fieras. Vapuleada por el mar proceloso, la galera se
debatió con tenacidad, pero al final zozobró y se hundió entre las aguas como el
cascarón de un huevo.
Cuando Moira volvió a abrir los ojos estaba sola en el litoral de un país
desconocido, el Languedoc. Como un pecio, el mar la había arrastrado hasta allí. Su
familia le había sido arrebatada, barrida por la que parecía una pesadilla confusa e
intangible. Pasó mucho tiempo llamando a gritos a su padre y a su madre, escrutando
las olas del mar. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Habían desaparecido para
siempre. Su dolor fue tan enorme que creyó que se iba a volver loca.

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Guiada por un instinto de supervivencia que no creía tener, vagó durante días y
días mendigando ayuda y hospitalidad, hasta que al final encontró refugio en
Fanjeaux, en la casa de un tejedor. Pero al poco tiempo se abatió sobre ella una nueva
calamidad. Un contingente de soldados, que se hacían llamar con el nombre de
arcontes, asaltó la aldea. La capturaron junto a otras muchas personas, viejos y niños
incluidos.
Al principio, Moira creyó que los arcontes los venderían como esclavos, pero
después se dio cuenta de que las cosas se iban a desarrollar de manera distinta.
Conducidos a través de montes y senderos selváticos, llegaron a una roca formidable:
el castillo de Airagne. Jamás había pensado que pudiera existir un lugar tan terrible,
tanto sufrimiento, ni siquiera cuando en Acre le llegaban noticias de las barbaridades
cometidas por los soldados mongoles y sarracenos.
Pero a los pocos días de su cautividad consiguió huir y emprendió rumbo a
Occidente: quería llegar a Cataluña, donde vivían algunos parientes de su padre.
A mitad de camino, encontró a un grupo de religiosos. Fiándose de ellos, les hizo
el relato de sus desventuras. Les habló de su naufragio, de los arcontes y del conde de
Nigredo, esperando que aquellos hombres píos mostraran comprensión y la ayudaran.
Pero la condujeron en presencia de Blasco de Tortosa.
«Ese buen fraile te ayudará», le habían asegurado.
Uberto notó que la mirada de Moira se había endurecido.
—Intenta relajarte —le dijo retrotrayéndola a la realidad—. Ahora ya no tienes
nada que temer.
La mirada que ella le devolvió no era en absoluto conciliadora.
—No lo creo. Tendré mucho que temer mientras sigas hablando de Airagne. Tú
no te imaginas las cosas que suceden en ese lugar. ¿Sigues empeñado aún en ir allí?
Como haciéndose eco de aquellas palabras, el perro negro, acurrucado junto a los
dos, estiró las orejas.
Uberto se puso en pie y miró alrededor con aire perplejo. La expresión y el tono
de voz de Moira habían cambiado tan bruscamente que le parecía de nuevo una
extraña. Temía demasiado aquel lugar, y tal vez también él habría debido compartir
dicho sentimiento. Pero no podía. Al igual que Ignacio, también él ansiaba llegar a
Airagne, aunque por motivos distintos, y cuanto más le insistía Moira en que se
mantuviera alejado de aquel lugar más ganas le entraban de conocerlo. Era su misión,
se dijo, y quería cumplir su palabra dada a Galib y a Corba de Lantar. Si realmente se
consideraba un hombre con principios, debía hacer lo posible por llevar a término el
encargo que se le había encomendado. Algo que debía hacer pensando más en sí
mismo que en los demás si quería mantener un alto concepto de su persona. Con
semejantes pensamientos en la cabeza, detuvo la vista en los dos caballos que
pastaban a poca distancia. Uno era el elegante Jaloque y el otro el roano que había
pertenecido antes a Kafir y ahora a Moira. Con las dos cabalgaduras habían podido
viajar a gran velocidad, sin necesidad de cansar a un animal solo.

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Inconscientemente, posó la mano derecha en la bolsa en que guardaba el Turba
philosophorum y, ensimismado como estaba, no se dio cuenta de las miradas de
curiosidad lanzadas por Moira. Aquel libro lo ayudaría en su misión. Pero ¿cómo?
¿Qué le esperaba en Airagne?
Sólo había una cosa que hacer.
—Tenemos que encontrar a mi padre como sea —resolvió al fin relajando la
expresión de la cara.

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24

O
— s lo repito: nadie en este cenobio lleva el nombre de Gilie de Grandselve —
reiteró ceñudo el abad Guarin escrutando al mercader de Toledo—. Vuestra mentira
es manifiesta.
Tras la irrupción de los arqueros de Fontfroide, Ignacio no había podido seguir
explicándose. Junto con sus acompañantes, había sido escoltado hasta la sala
capitular, que se hallaba situada junto a los jardines, lejos de miradas indiscretas. Esta
disposición la había tomado el abad para evitar un mayor revuelo en la comunidad
monástica. La quietud del cenobio, había hecho saber, era sacrosanta. Dentro de una
abadía había que evitar a toda costa escenas de brutalidad y acusaciones infundadas.
El mercader escuchó las duras palabras que le dirigió Guarin sin dejar traslucir
emoción alguna. Su mirada, imperturbable, vagaba entre las ojivas del techo mientras
Willalme, la abadesa y Juette esperaban junto a los bancos de piedra adosados a los
muros, mirando ora a los guardias apostados junto a la puerta ora a la imagen
autoritaria del abad de Fontfroide.
—El portarius hospitum que me dio acogida anoche en esta abadía respondía al
nombre de Gilie de Grandselve —insistió por su parte el mercader sin perder la
serenidad. Le habría gustado estar tan seguro de sí como aparentaba—. Puedo probar
lo que afirmo.
El abad Guarin no perdió tampoco la compostura.
—Tened la bondad de explicaros.
—Vuestra hospedería alberga a un grupo de caballeros que llegaron anoche, ¿es
cierto?
—Sí, me han hablado de su presencia. Se trata de cruzados de paso hacia
Narbona. Tienen la intención de embarcarse cuanto antes rumbo a Sidón.
Ignacio pareció satisfecho con la respuesta.
—Pues bien, anoche los vi llegar a los establos. Fueron acogidos por el mismo
monje del que os estoy hablando: Gilie de Grandselve. Si mandáis llamar a uno de
ellos confirmará mi versión con total seguridad.
El abad hizo una señal a uno de los guardias apostados junto a la entrada, el cual
asintió y salió raudo de la sala.
Guarin volvió a mirar fijamente a su interlocutor con el rostro serio.
—No os sintáis complacido recurriendo a tales expedientes, monsieur. Vuestra
situación sigue siendo muy precaria. Ese Willalme, vuestro protegido, ha agredido a
un monje en nombre de una muchacha acusada de brujería. ¿Comprendéis la
enormidad del delito? —Apuntó hacia los acusados—. Como ya expliqué ayer a la
abadesa de Santa Lucina, la brujería es un crimen de lesa majestad y una
abominación contra la fe.

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Willalme se plantó delante de Juette dispuesto a responder con dignidad, pero
Ignacio le hizo contenerse con una mirada.
«Tú fíate de mí», decía su mirada.
Las pupilas del mozárabe, centelleantes de astucia, volvieron a fijarse en el abad.
—Comprendo vuestras razones, reverendo padre, pero no podéis retenerme en
este lugar por un simple incidente, por enojoso que haya sido.
—¿Tenéis acaso intención de desafiar mi autoridad?
—No osaría. —El mercader inclinó la cabeza ocultando su orgullo; no quería
medirse con su interlocutor sino sólo probar su temple. Y lo hizo con una mentira—.
Dejadme que os explique: yo me encuentro aquí por orden del obispo Folco de
Tolosa. Estoy realizando pesquisas en su lugar.
—Admitiendo que digáis la verdad, eso no mejora vuestra posición. Antes al
contrario, la agrava. —Guarin esbozó una risita nerviosa—. La abadía de Fontfroide
pertenece a la diócesis de Narbona, por lo que no está sujeta a los caprichos de los
prelados de Tolosa. Además, por cuanto me consta, Folco no consigue hacerse valer
ni siquiera en su propia casa. Ha sido expulsado de su sede por los protectores de los
herejes. Un desdoro harto vergonzoso para una autoridad eclesiástica.
Ignacio estaba seguro de que podría llevar la conversación a su propio terreno,
pero debía encontrar un argumento válido en el que fundarse. Se acordó de los espías
de Folco infiltrados entre los conversos de la abadía de Fontfroide, con toda
seguridad sin conocimiento de Guarin. Una información de ese tipo podría valer su
peso en oro, pero por el momento se limitó a sembrar un poco de inquietud en su
ánimo.
—Pues aunque no pueda parecerlo, el obispo Folco ejerce una gran influencia en
muchas tierras del Languedoc, incluida esta abadía. Su sombra se extiende también
sobre vuestros feudos.
Guarin endureció el gesto.
—Cuidado con lo que decís, monsieur. Vuestra situación podría agravarse todavía
más.
—Reverendo padre, ¿no sentís curiosidad por saber cómo Folco consigue
controlaros? —lo aguijoneó Ignacio—. Ha colocado espías. Y yo sé dónde se
esconden.
—¿Traicionaríais la confianza de vuestro señor? —La expresión del abad dejó
traslucir curiosidad—. ¿Estaríais verdaderamente dispuesto a hablar de ello?
«Jaque mate», pensó Ignacio. Tal vez Guarin sospechaba ya de la presencia de
espías tolosanos en su abadía, y tal vez disponía incluso de alguna prueba pero no
sabía cómo desenmascararlos. El mercader no tenía que hacer más que complacerlo,
indicarle lo que estaba buscando.
—Dada la situación peliaguda en que me encuentro, no me queda otro remedio —
dijo fingiendo renuencia.
—Imagino que dichas informaciones tienen su precio. ¿Qué queréis a cambio?

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—La libertad de mis compañeros. Y también que se retiren las acusaciones de
brujería.
Antes de que el abad pudiera pronunciarse, resonó desde la entrada la voz de un
soldado:
—El caballero que habéis mandado llamar está aquí, reverendo padre.
—Hacedlo entrar —ordenó Guarin frotándose las manos. Animado por una nueva
energía, se volvió hacia Ignacio:
—Ahora mismo tendremos la prueba de vuestra sinceridad, monsieur. Estáis a mi
merced.
El caballero entró en la sala capitular con la cabeza erguida. Lucía una larga barba
rubia que caía sobre su guerrera de cuero recubierta de escamas metálicas. Miró de
pasada a los presentes y amagó una inclinación ante el abad. Rollant de Auxerre era
su nombre.
Guarin dejó a un lado cualquier preliminar e interrogó enseguida al caballero
sobre lo sucedido la noche anterior.
Rollant parecía decepcionado al no recibir las obsequiosidades y ceremonias que
se había esperado.
—¿Me habéis convocado sólo para saber quién nos acogió anoche en la abadía?
—Sí, sólo para eso.
El caballero titubeó y después contestó:
—Un monje viejo algo arisco, Grandselve…, sí, Gilie de Grandselve, me parece
que se llamaba. Como no vimos a nadie más al llegar, nos dirigimos a él.
El abad asintió mientras señalaba a Ignacio con gesto distraído:
—¿Habéis visto a este hombre alguna vez en vuestra vida?
—No, nunca —aseguró Rollant—. Cuando veo una cara ya no se me olvida
nunca.
Guarin dio unos pasos, meditabundo, hacia una ventana.
—De acuerdo, señor de Auxerre. Podéis marcharos.
—Pero ¡cómo!, ¿ya? —protestó el caballero.
Guarin lo apostrofó con un gesto sospechoso.
—¡Veamos, Rollant! ¿Acaso habéis cometido un crimen, un acto de bandidaje o
alguna otra fechoría que tengáis que confesar?
El caballero retrocedió.
—¡Por Dios, qué estás diciendo…, por favor, reverendo padre!
—Entonces, os doy mi bendición. Marchaos de aquí.
Cuando finalmente el caballero de Auxerre hubo abandonado la sala capitular, la
mirada del abad se posó de nuevo sobre el mercader.
—Parece que vuestras palabras son sinceras, monsieur. Es evidente que el huidizo
Gilie de Grandselve es uno de esos espías de los que me estabais hablando, un agente
de Tolosa que ha conseguido hacerse pasar por el portarius hospitum.
Ignacio confirmó tal apreciación con un gesto de la cabeza pese a no estar del

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todo convencido. La identidad de Gilie de Grandselve era el enésimo misterio que
complicaba aún más aquella historia. Se preguntó si volvería a cruzarse alguna vez
con dicho personaje; pero ahora debía acabar de convencer al abad. Si quería quedar
libre, tenía que darle lo que le había prometido: los hombres de Folco infiltrados en
su abadía. Guarin no podía saber que los espías a los que él había aludido estaban
interesados en el beguinato de Santa Lucina y no en el cenobio de Fontfroide.
Bastarían, pues, para acallar sus sospechas.
La voz del abad interrumpió sus pensamientos:
—¿Dónde se encuentran esos espías?
El mercader indicó a Juette.
—¿Y la acusación de brujería?
El abad levantó los hombros.
—No existen actas probatorias, ergo no procede la acusación.
—¿Tenemos, pues, libertad para irnos?
—Nadie os detendrá.
Ignacio intercambió una mirada cómplice con Willalme.
—Muy bien.
—Y ahora habladme de los espías de Folco —persistió Guarin.
—De acuerdo, reverendo padre —asintió el mercader en tono confidencial—.
¿Habéis acogido recientemente en vuestro cenobio a algún nuevo converso?
—Sí, a algunos.
—Buscad a los espías entre ellos. —Los ojos de Ignacio se entornaron,
insinuantes—. Entre los conversos…

Tras despedir a Ignacio y a sus acompañantes, Guarin mandó llamar a Frenerius de


Gignac, el monje acusado y agredido por Willalme. El religioso no se hizo esperar:
recorrió los pasillos abaciales con pasitos rápidos, el corazón latiéndole con fuerza,
mientras preparaba lo que le iba a decir a su superior. Pensándolo bien, se dijo, era él,
Frenerius, la verdadera víctima de todo aquel revuelo.
Seguro que los culpables ya han recibido su justo castigo, pensó. Habrían sido
entregados al brazo secular, como solía ser costumbre en aquel tipo de casos. Por otra
parte, ¡no podía ser que un monje cisterciense, y con él la abadía misma, se rebajaran
frente a las faldas de una huerfanita! Habría sido como si un señor feudal se humillara
ante un siervo de la gleba.
El padre Frenerius infló de arrogancia su corazón soberbio, levantó la barbilla y
siguió avanzando decidido… O al menos eso creía. Al entrar en la sala capitular, aún
parecía acusar el gran susto que se había llevado una hora antes, cuando la cimitarra
de Willalme le había rozado la garganta.
Guarin lo esperaba inmóvil en medio de la sala. En cuanto lo vio, lo fulminó con
la mirada.

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Un fuerte temblor sacudió todo el cuerpo de Frenerius. El silencio del abad le
pesaba como el yugo de un buey. Se dio cuenta de que no podía mantenerse en
posición erecta y se postró a sus pies.
Guarin retrocedió con gesto disgustado y en vez de apostrofarlo juntó las manos
sobre el cordón del hábito. Tenía los puños tan apretados que le blanqueaban los
nudillos.
—Así que es cierto, ¿no? —le preguntó finalmente.
Frenerius mantenía la mirada baja.
—Padre reverendísimo… yo…, esa mujer…
—Ponte en pie, hijo. Habla mirándome a la cara.
El monje obedeció, aunque con gran esfuerzo.
—Fue ella…
Antes de que pudiera terminar la frase, el abad le dio un bofetón.
Frenerius casi cayó al suelo. Se llevó la mano a la cara, los ojos desorbitados.
—Pero padre…
—¡Basta de mentiras! —apostrofó Guarin. Sin perder su apariencia venerable, sus
pupilas se habían encogido de la rabia, convirtiéndose en dos insignificantes cabezas
de alfiler—. ¡Confiesa tu pecado! ¿Has usado violencia con esa muchacha?
El monje se apretó la cabeza con las manos y empezó a sollozar como un niño.
Si había algo que el abad de fons frigidus no aguantaba era el llanto de un hombre
malvado.

El carro del mercader se alejó de Fontfroide bamboleándose.


Ignacio lo conducía sentado en el pescante. A pesar de todo lo acaecido, parecía
sereno, casi satisfecho. La abadesa, que iba sentada junto a Juette, lo observaba
perpleja: no sabía si temer a aquel hombre o profesarle agradecimiento. Las palabras
salidas de su boca en la sala capitular, ¿eran falsas o verdaderas?
Willalme seguía al carro a caballo, sumido en mil pensamientos. Tras un
silencioso examen de conciencia, rezongó en dirección del mercader:
—No era mi intención poneros en peligro con mi gesto, y menos aún a las
mujeres.
Ignacio le respondió encogiéndose de hombros.
El francés arrugó la frente.
—Tenías que haberte mantenido al margen, y dejarme que lo matara.
—Desfogando tu rabia habrías desencadenado lo inevitable, y pagado por ello un
precio muy elevado. —El mercader le guiñó un ojo—. Por si puede servirte de
consuelo, Frenerius de Gignac tendrá lo que se merece: ha contraído el morbo gálico.
Padecerá mucho antes de morir. El infierno puede esperarlo todavía un poco,
¿verdad?
—¿Y cómo consigues tú saber su estado de salud?

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Fue la abadesa quien contestó:
—Ese monje ha contraído el morbo a causa de sus vicios. Nosotras, las beguinas,
conocemos la índole de su corrupción. A Frenerius le da vergüenza que lo curen sus
hermanos de hábito, y por eso hace tiempo que acude al beguinato para procurarse
medicamentos que alivien sus padecimientos. Durante la última visita, como ya
habréis intuido, agredió a nuestra pobre Juette.
Ante aquellas palabras, la muchacha se retrajo en su hábito gris.
—Creo que Frenerius no se dejará ver más en lo sucesivo —apostilló el mercader.
Willalme inclinó la cabeza.
—Os ruego perdonéis mi impetuosidad, reverenda madre. He estado a punto de
arruinaros.
—Bueno, también en este caso se podría decir que no hay mal que por bien no
venga —lo interrumpió Ignacio—. Nuestra charleta con el abad ha resultado muy útil
por diversos motivos.
El francés levantó la mirada en dirección a su compañero.
—Explícate.
—He desenmascarado a Gilie de Grandselve, el portarius hospitum que me
hospedó anoche en la abadía. No conozco su identidad, pero probablemente es un
espía pagado por alguien para tenernos controlados. Tal vez por el propio conde de
Nigredo. —El mercader arrugó la frente—. Sin embargo, no fue él quien intentó
matarme de madrugada…
—¿Que han intentado matarte? Pero…, ¿cómo… quién…?
—Felipe de Lusiñano no es el hombre que creíamos —se limitó a responder
Ignacio—. Después, en privado, te daré más detalles, mi querido amigo. Pero ahora
déjame que termine lo que estaba contando. Al haber conseguido despertar las
sospechas del abad Guarin he prestado un gran servicio a la comunidad de Santa
Lucina.
—Lo había intuido —terció la abadía—, si bien no alcanzo a comprenderlo del
todo.
A Ignacio no le importó que su impasibilidad deviniera en una sonrisa sincera. A
fin de cuentas, aquella beguina le caía simpática.
—Madre, vos sabéis que lo que le he referido al abad es cierto sólo en su mitad.
El obispo Folco ha infiltrado realmente a algunos espías entre los conversos de
Fontfroide, pero con la intención final de espiar al beguinato de Santa Lucina, no a
Guarin. —Dirigió el índice hacia ella, pero sin atisbo alguno de amenaza—. Folco
sospecha, con razón, que las hermanas poseéis informaciones sobre Airagne. Por eso
os quiere mantener controladas.
La mujer palideció.
—Afortunadamente —prosiguió el mercader—, los espías de Folco no han
descubierto aún nada en concreto. Ignoran el nexo que existe entre Airagne y la
alquimia. Y ahora el abad Guarin tratará de desenmascararlos, al creer que es él el

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espiado. Los reexpedirá al remitente, por así decir.
—Se me escapa una cosa. —La abadesa no parecía querer resignarse—. Si estáis
al corriente de todas estas cosas, eso quiere decir que también vos estáis al servicio
del obispo Folco. ¿Por qué entonces lo habéis traicionado?
—Yo no estoy al servicio de Folco sino del soberano de Castilla —aclaró Ignacio
—. En toda esta historia, el obispo de Tolosa es un simple intermediario, y sus
intereses no son asunto mío. Además, yo desapruebo sus métodos. —Esbozó un
guiño complacido—. Sabotear a ese fanático, amén de resultar una necesidad del
momento, ha sido todo un placer.
—Por un momento he creído que eran intereses personales los que os movían en
toda esta historia —señaló la mujer.
—En cierto sentido, tenéis razón: yo no suelo actuar por cuenta ajena
olvidándome de mi propio interés. Y no haré ninguna excepción tampoco con el rey
Fernando.
—¿Qué queréis decir?
—Que llevaré a cabo mi misión a mi manera, para satisfacer mi curiosidad
personal.
—¿Se puede saber qué es lo que os suscita tanta curiosidad?
—La alquimia —respondió Ignacio. La expresión interrogativa de los presentes
era una clara invitación a que se explicara mejor—. Según una opinión bastante
extendida, existen algunos métodos para conseguir oro a partir de metales «viles»,
como sostiene Theophilus Presbyter en las páginas de su De diversis artibus.
Willalme abrió los ojos, incrédulo.
El mercader continuó:
—Sin embargo, todos los procedimientos conocidos dan como resultado vulgares
imitaciones del oro, pues en realidad no se trata más que de derivados del latón.
Como afirma Avicena, parece ser que los metales no se pueden transmutar. —
Suspiró, casi lamentándolo—. Pero al parecer el oro de Airagne es distinto. Puede
engañar incluso a un ojo experto, y hay que someterlo al ácido para desenmascararlo.
Evidentemente, el conde de Nigredo emplea un método perfeccionado,
probablemente copiado de una escuela oriental. Me gustaría descubrirlo.
La abadesa pareció mirarlo con cierta reprobación.
—¿Por qué motivo? ¿También vos queréis fabricar oro alquímico?
—A mí no me interesan las cosas en sí, reverenda madre, sino comprender la
manera como se producen. —Ignacio le dirigió una mirada de complicidad—. Y vos
me ayudaréis a tal fin a cambio del servicio que os he prestado.
—Lo haré, no lo dudéis. Cuando volvamos al beguinato, os presentaré a un
hombre que consiguió huir de Airagne. Pero os advierto una cosa: vuestra vida ya no
será la misma una vez que conozcáis los horrores de la cruz escondidos por las tres
fatae.

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25

La abadesa cumplió su palabra. En cuanto llegaron al beguinato de Santa Lucina,


invitó a Ignacio a seguirla hasta el interior de la vieja iglesia. Quería mostrarle algo
que había en los sótanos del edificio, un secreto que se guardaba en aquel lugar.
El mercader aceptó de buen grado. Aunque aún no era la hora del crepúsculo, el
cielo, ya oscurecido, cubría los montes con su suave manto de terciopelo.
Willalme se apeó del caballo y se acercó a Ignacio, que se encaminaba hacia la
iglesia. Volvió a oír el ruido misterioso percibido la noche anterior, un ruido que
venía de abajo, contundente, insistente. ¿Qué se podía esconder allí?
La abadesa miró al francés mientras negaba con la cabeza.
—Vos, no —aseveró—. Vos esperaréis aquí fuera.
Aunque contrariado, Willalme no replicó. Ya le había causado suficientes
problemas a aquella mujer. Volvió sobre sus pasos para ayudar a Juette a bajar del
carro, pero cuando estuvo frente a ella se sintió torpe. No encontraba unas palabras
adecuadas para entrar en aquel pozo de silencio, mucho más profundo que el suyo.
«¡Nadie me debe tocar!», le había gritado unas horas antes. Tal vez, se dijo, la
ofendía al empeñarse tanto en ayudarla. Sin embargo, la muchacha le cogió las
manos. Él esbozó una sonrisa y la ayudó a saltar al suelo. Después, se retiró.
Mientras tanto, la abadesa guiaba al mercader hasta el interior de la iglesia.
Willalme los vio desaparecer bajo la arcada de la puerta y los imaginó prosiguiendo
en dirección del ábside, inmersos en un silencio de plegaria inmemorial.

Ignacio siguió a la abadesa a lo largo de la nave, mucho más pobre que la de


Fontfroide, y al llegar junto al coro notó, a la luz de los cirios, que en la pared de
ladrillos se recortaba una portezuela apenas visible.
La mujer inclinó la cabeza para entrar, pero de repente se detuvo para dirigirle
unas palabras:
—Quiero precisar que no le estoy ayudando por el favor prestado.
Ignacio la interrogó con la mirada, y ella lo miró a su vez a la cara, como tratando
de leer sus pensamientos.
—Os ayudo —prosiguió— porque bajo el manto de cinismo con que os cubrís he
descubierto el rostro de un hombre bueno. Sea cual sea vuestra verdadera motivación,
espero que en el momento justo hagáis la elección justa.
El mercader se encogió de hombros y se envolvió con la capa: en aquel lugar el
aire era frío y húmedo.
—Temo no comprender, madre.
—Cuando hayáis visto lo que se esconde aquí abajo, comprenderéis.

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La portezuela daba acceso a una escalera de peldaños angulosos.
Empezaron a bajar. Para no tropezar, tuvieron que agarrarse a la pared.
Picado de curiosidad a causa de los extraños ruidos que subían desde abajo, el
mercader dirigió una mirada desconfiada a la mujer, la cual no le hizo caso y siguió
escoltándolo escaleras abajo.
Llegados al fondo, se abrió una puerta e Ignacio se quedó pasmado, sin creer lo
que veían sus ojos.

La bajada había terminado en una sala inmensa con el aire viciado, iluminada por
unas pocas candelas. Era probablemente una antigua cripta, pero cualquier
consideración pasaba a un segundo plano ante el ruido que retumbaba entre aquellas
paredes.
Antes de intentar averiguar el origen del estruendo, Ignacio divisó una veintena
de hombres encorvados sobre unos extraños anaqueles de madera. Parecían
amanuenses sentados a su scriptorium, pero su aspecto era grotesco, un aspecto
cadavérico, como el de los condenados pintados en los frescos infernales. Repetían
sin cesar unos gestos frenéticos, azogados.
El mercader trató de no dejarse sugestionar. Casi tuvo que gritar para que la
batahola reinante no ahogara su voz:
—Son fugitivos de Airagne, ¿verdad?
—Sólo una pequeña parte —explicó la abadesa también a voz en grito—. Son los
que han sobrevivido.
—Queréis decir que todos los demás han…
—Sí, han muerto. —El acento de la mujer denotaba amargura, pero también
cierta rabia—. A causa de una enfermedad desconocida, contraída durante la
cautividad en Airagne.
—Déjeme que lo adivine: aliento dulzón, histeria, parálisis de las articulaciones y
encías con un color anómalo.
—Exacto, habéis enumerado los síntomas principales. —La abadesa lo miró de
soslayo—. ¿Cómo podéis saberlo?
—Saturnismo —se limitó a responder el hombre. De repente, había perdido las
ganas de hablar. Su estado de ánimo se hallaba más allá de cualquier emoción
expresable. Repulsión, piedad y estupor conformaban una madeja informe. Entre
tanto, escudriñaba en la penumbra tratando de adivinar en qué podrían trabajar
aquellos malhadados con tanto afán, o con tanta locura, y cómo conseguirían producir
semejante estruendo—. ¿Se puede saber qué están haciendo?
—Están tejiendo.
El mercader le dirigió una mirada de incredulidad.
Ella se explicó:
—Es una manera de mantenerlos ocupados. Sus mentes están trastornadas a causa

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de la enfermedad que tan bien habéis descrito. Si se les dejara inactivos, mostrarían
reacciones violentas semejantes a las que muestran los posesos.
—Es decir, que haciéndolos trabajar conseguís que estén tranquilos.
La abadesa asintió.
—Antes de caer en las garras de los arcontes, muchos de estos hombres
realizaban trabajos de artesanía; así, nos ha parecido bien mantenerlos ocupados con
algo que se aviniera a sus aptitudes. La tejeduría mecánica.
Ignacio buscó con la vista la confirmación de aquellas palabras. Era cierto: la
mayor parte de los reclusos trajinaban con telares mecánicos. Tal era el origen de
semejante barullo.
Los artefactos estaban provistos de dos enjulios; por el cilindro superior pasaban
los hijos de la trama, y del inferior salía el tejido ya acabado. Los hilos de lana
pasaban a través de unas astas de madera provistas de ojales, las cuales, accionadas
por sendos pedales, levantaban la trama para permitir el paso de la lanzadera. Cada
movimiento iba acompañado de golpes, chasquidos y chirridos ensordecedores.
Ignacio ya había oído hablar de la tejeduría mecánica; pero aunque apreciaba su
funcionalidad, le resultaba ruidosa hasta el límite de lo soportable. Sabía, además,
que aquel arte era tachado de vergonzoso por el clero a causa del ruido que producían
los telares y de los sótanos inmensos en que era practicado. Pero el verdadero motivo
de la condena era otro: aquellos lugares oscuros daban frecuentemente cobijo a los
cátaros.
Cuando el mercader creyó que había visto bastante, se volvió de nuevo hacia la
abadesa:
—¿Por qué tenéis a oscuras a estos hombres?
—Como han pasado tanto tiempo en las tinieblas de Airagne, sus ojos no
soportan la intensa luz del día. Además, no podemos dejarles que se muevan en
libertad. Tarde o temprano, alguien repararía en la anormalidad de sus
comportamientos.
Ignacio recordó que también Sébastien, el poseso de Prouille, había rehuido la
luz, y sintió una gran pena.
—Deben de haber vivido una experiencia terrible.
—Inhumana. Ésta es la palabra exacta. —La beguina lo miró para adivinar sus
sentimientos, pero se topó con un escudo impenetrable—. Pero no perdamos más
tiempo. —Suspiró—. Queríais hablar con uno de ellos, ¿no? Aunque ahora creo que
os apetece menos.
—Así es.
—Esperad aquí —le pidió mientras se dirigía al centro del amplio espacio.
Ignacio la perdió de vista unos instantes y después la divisó en un rincón
conversando confidencialmente con alguien que se hallaba oculto en la sombra.
La espera fue breve. La abadesa volvió acompañada de un hombre alto y robusto.
No tenía el aire abúlico de la mayor parte de los reclusos y avanzaba erguido, sin

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defectos en el andar; pero cuando el mercader lo vio de cerca se dio cuenta de que
tenía una terrible deformidad. Retrocedió instintivamente mientras musitaba un
saludo.
El hombre lo miró sin demasiada ceremonia, y sin preocuparse de la posible
repulsión que pudiera suscitar. El lado izquierdo de su rostro presentaba una
quemadura horrible: la piel parecía carcomida; recordaba la cera fundida. El brazo
izquierdo, que sobresalía de su sayal sin mangas, tenía también el mismo aspecto.
—Salud, extranjero. Me llamo Droün —exclamó—. La reverenda madre dice que
queréis hablar conmigo.
Ignacio asintió.
—Ando buscando información sobre Airagne.
—¿Con qué fin?
—Quiero ir a ese lugar.
El hombre reviró el ojo bueno.
—Estáis loco.
—Puede ser, pero eso no os concierne. ¿Sabríais llevarme hasta allí?
—Antes me mataría. —Droün se llevó las manos al pecho, simulando ofrecerse
en sacrificio—. Sometedme a tortura si queréis, pero mi respuesta será siempre la
misma.
—¿Por qué os asusta tanto Airagne?
—Porque representa al draco, la morada de los arcontes descrita en el libro Pistis
Sophia. —El hombre parecía muy seguro de lo que decía. Era evidente que sus
conocimientos se debían a su familiaridad con los ambientes heréticos; incluso citó
de memoria: «Como dijo Jesús a María, cuando el sol se pone y hunde en la tierra, el
soplo del draco oculta la luz y el hálito de las tinieblas recubre la tierra tomando el
aspecto del humo nocturno».
—Respeto vuestro miedo: no os pediré que me acompañéis. Pero podríais
indicarme el itinerario.
Droün permaneció un rato callado sin saber qué contestar. Su mirada se posó
varias veces en la abadesa. Después, superada su irresolución, contestó:
—Si así lo deseáis…
—Muy bien. ¿Y podríais describirme un poco Airagne? ¿Qué ocurre en su
interior?
Droün resopló con evidente nerviosismo.
—No sé mucho al respecto, como la mayoría de los aquí presentes. Hay una
razón: cuando los prisioneros llegan al castillo de Airagne, se les lleva por grupos
separados a puntos distintos. El destino de la mayor parte de la mano de obra son las
cuevas subterráneas.
—¿Y el de los demás?
—Los demás van a lugares de fusión y de sublimación. Ninguno de los
prisioneros sabe para qué sirve lo que hace. Se trabaja sin derecho a hablar, y menos a

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preguntar. Si te paras, los guardianes te matan. La mayoría se somete sin rechistar.
Ese lugar es tan espantoso que quien se halla en él cree haber sido precipitado al
infierno.
Ignacio se acercó a su interlocutor, insensible ya a su aspecto deforme. Lo
espoleaba la curiosidad.
—¿Y a vos a qué sección os destinaron? ¿En qué trabajabais?
Droün se rascó el lado derecho de la cara.
—Yo trabajaba junto con otros en el sótano, donde un vapor extraño era
canalizado hasta el interior de un calderón de metal. No me preguntéis qué
significaba eso, pues no sabría contestar.
—Lo que habéis dicho es más que suficiente. Pero decidme una cosa, ¿cómo
conseguisteis escapar?
—Aunque la vigilancia es muy estricta, yo sólo estuve prisionero unos pocos
meses. Lo cual fue posible gracias a éstas. —Droün señaló con fiereza las
quemaduras de la cara y del brazo izquierdo—. Mientras trabajaba, me asaltó una
fuga de vapor ardiente y caí desmayado. Los guardias creyeron que me había muerto
y se deshicieron de mí. En Airagne ocurre a menudo este tipo de cosas… Al recobrar
el conocimiento, vi que me encontraba junto a la fosa exterior del castillo, adonde
van a parar las aguas residuales. Afortunadamente, las heridas no habían sido
mortales, y conseguí huir.
—¿Las aguas residuales?
—Sí. En el submundo de Airagne abundan dos cosas: los cristales de galena y los
manantiales de agua. El agua se utiliza para enfriar los metales y algún otro proceso;
después se descarga en la fosa.
Ignacio examinó con atención a su interlocutor.
—Pocos meses de permanencia, habéis dicho… Por eso seguís razonando con
perfecta lucidez. No habéis contraído la enfermedad de Saturno. Os sustrajisteis a
tiempo al envenenamiento del plomo.
—No comprendo vuestras palabras, extranjero, pero sí, es cierto: soy de los pocos
de aquí dentro que conservan el uso de la razón.
—Bien. —El mercader parecía satisfecho—. Así que no tenéis dificultad en
indicarme el camino a seguir.
—Estáis loco —masculló Droün. Sin embargo, pese a su estupefacción, se avino
a lo que le pedía su interlocutor.

A poca distancia del beguinato de Santa Lucina, Felipe de Lusiñano entró en un


poblacho, recorrió al trote la polvorienta calle principal y detuvo al caballo frente a
una taberna de aspecto poco recomendable. Desmontó, se ajustó el hábito y se tapó la
cara con la capucha; a continuación, entró en el local.
Apenas hubo cerrado la puerta, una mujer se le echó en brazos, apretujándolo con

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su pecho y su cara. Era vieja y desgreñada; el aliento le olía a vino y a algo más
repugnante. Sin dignarse a mirarla, la agarró por el pelo con una mano y la lanzó
lejos de él, haciéndola caer al suelo.
—¡Eh, tú, forastero, deja en paz a esa furcia! —exclamó con una risita alguien
escondido en la penumbra.
Felipe no respondió. Atravesó la sala con ademán altivo, entre olores acres
indefinidos y miradas aguardentosas. Se detuvo delante de una mesa de armígeros
que estaban bebiendo y jugando a los dados.
—¿Sois mercenarios? —preguntó con tono altanero.
Uno de ellos levantó del vaso su mirada nublada.
—¡Largo de aquí, fraile! —ladró—. Vuelve al monasterio del que has salido.
—No soy fraile —respondió Lusiñano—, pero aunque lo fuera no recibiría
órdenes de un bruto como tú, además borracho.
Ante tales palabras, el esbirro emitió una blasfemia irrepetible y se llevó la mano
a la cintura, donde sobresalía la empuñadura de una cuchilla. Felipe, más rápido que
él, sacó de debajo del hábito un puñal y lo hincó en la mesa, delante del rostro del
soudadier.
Éste se quedó clavado en su asiento con aire pasmado. Sus comensales, en
cambio, se incorporaron de golpe, como si de repente les quemaran los taburetes. El
sonroseo de la embriaguez se había esfumado de sus rostros.
—¿Se puede saber quién es éste? —estalló uno de ellos.
El forastero envainó el puñal y se bajó la capucha. En su rostro se dibujaba una
mueca feroz.
—Me llamo Felipe de Lusiñano —empezó.
Como ninguno se aventuraba a decir nada, prosiguió:
—Busco mercenarios dispuestos a seguirme. ¿Estáis disponibles?
Los presentes se consultaron unos a otros con un fugaz juego de miradas.
Tomó la palabra el más viejo del grupo:
—En este momento estamos desocupados. Pensábamos enrolarnos en algún
ejército de por aquí. En estos tiempos hay bastante donde elegir. Pero si pagáis bien,
podríamos llegar a un acuerdo.
—El dinero no será un problema. —Lusiñano hizo señas a sus interlocutores de
volver a sentarse. Él se sentó también en otro taburete y posó la mirada en las frascas
de vino repartidas por la mesa—. ¿Cuántos sois? —Se llenó un vaso y se lo llevó a la
boca con evidente repugnancia.
—Un puñado de caballeros y una cuarentena de infantes.
—Puede bastar —prosiguió el hombre oliendo con aprensión el contenido del
vaso.
—¿Qué misión pensáis encomendarnos?
Felipe se echó a la boca un sorbo y tragó con dificultad; después se puso serio.
—Debo recuperar algo muy valioso, algo que me ha sido sustraído. —Se permitió

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una sonrisa malvada—. Pero antes debo dejar zanjada una cuestión personal con un
mozárabe, un tal Ignacio de Toledo.
—Matar, rapiñar, batallar… Para nosotros no hay diferencia, señor. Pero sabed
que nuestros servicios os saldrán bastante caros.
—Me parece haber dejado claro que el dinero no representa ningún problema. Os
pagaré en escudos de oro —remachó Felipe mientras decía para sus adentros:
«Vuestra recompensa será miserable en comparación con el sacrificio que os voy a
pedir a cambio…».

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26

En el refugio subterráneo de la iglesia de Santa Lucina, los ojos de Ignacio, al igual


que su estado de ánimo, se habían acostumbrado ya al ambiente reinante. El deforme
Droün lo había puesto al corriente del itinerario a seguir para llegar a Airagne y con
frases directas, brutales, le había revelado un camino casi impracticable entre los
montes salvajes de Cévennes. Esas zonas eran famosas por la inhospitalidad de sus
habitantes, pastores rudos y desdeñosos, descendientes de los pueblos galos y
guardianes de leyendas transmitidas desde tiempos inmemoriales. Aunque se
declaraban cristianos, practicaban aún los cultos paganos de sus ancestros.
En vez de intimidar a su interlocutor, el relato de Droün espoleó más aún su
curiosidad. Ignacio estaba convencido de que en la oscuridad de Airagne se ocultaban
los secretos de la alquimia oriental, la filosofía de los metales que el Occidente
cristiano había llegado a conocer sólo en parte y de manera imperfecta. El empleo de
calderones, de plomo y de vapores especiales debía seguirse según un método
preciso, según una escuela cuyo origen y nombre se ignoraban. Además, no se trataba
de una ciencia teórica sino empírica, lo cual encerraba para el mercader un atractivo
irresistible. Así, en cuanto salió al aire libre manifestó su intención de reanudar el
viaje.
Pero como estaba anocheciendo, la abadesa le aconsejó que esperara hasta la
mañana siguiente. A él y a Willalme les ofreció alojamiento en el interior del
beguinato, para que así pudieran pasar la noche bajo techo.
El mercader miró hacia Occidente, donde el crepúsculo empezaba a disolverse en
una resaca de sombras, y aceptó la invitación con una sonrisa cortés.

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CUARTA PARTE

Espirales de tiniebla

Sobrevino una tiniebla espantosa y odiosa que se deslizó


en espirales como una serpiente. Después, la tiniebla se
transformó en algo húmedo y turbulento más allá de toda
imaginación, despidiendo un humo como de fuego y
produciendo un sonido quejumbroso, inexplicable. Al
final, salió de ella un grito inarticulado, comparable a
una voz de fuego.

Corpus hermeticum I, 4

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27

Los dos compañeros marcharon del beguinato de Santa Lucina con las primeras
luces del alba. Saludaron a las hermanas y se alejaron con rumbo a Oriente. Juette
permaneció largo tiempo en la ventana con los ojos clavados en el carro, cada vez
más pequeño.
Willalme conducía sentado en el pescante mientras Ignacio rumiaba lo
recientemente acaecido. En las últimas horas habían cambiado muchas cosas. La
traición de Felipe había desequilibrado una situación ya de por sí incierta, pero el
mercader no lo juzgaba con temor sino de manera objetiva, casi distante. La reacción
de Lusiñano representaba a sus ojos una variable del juego y también una
oportunidad al permitirle actuar con total libertad, sin tener que rendir cuentas a
nadie.
Aquella noche había soñado con Uberto: una visión nítida, casi real. Pero como
no era experto en atribuir a los sueños significados premonitorios, le pareció una cosa
natural. Por la noche, antes de dormirse, se había puesto a pensar en su hijo y se
preguntó qué sería más conveniente, si volver atrás para buscarlo o dejarlo que
siguiera su camino. El problema era que no tenía la menor idea de dónde se podría
encontrar en aquel momento: los latifundios y los itinerarios circundantes eran
demasiado vastos para engañarse con la posibilidad de encontrarlo. La única solución
era dejarle indicaciones a lo largo del camino, con la esperanza de que éstas le
ayudaran a seguirlo. A tal fin, antes de partir del beguinato confió a la abadesa un
mensaje para él, por si pasaba por allí. Había escrito pocas líneas, pero suficientes
para ponerlo en guardia. «Demasiado arriesgado seguir. Espérame aquí a que
vuelva».
El trayecto serpenteaba hacia noreste en dirección de los Cévennes, y a cierto
punto salía del bosque para atravesar una dehesa delimitada por una tapia de piedras
ruinosas.
De repente, Willalme tiró de las riendas, frenando bruscamente el carro. Ignacio,
que casi había caído de bruces, miró alrededor alarmado.
Un grupo de hombres armados bloqueaban el sendero.
El francés indicó a su compañero un segundo destacamento que acababa de salir
de la espesura por detrás de ellos. Juntaban las filas para impedirles volver sobre sus
pasos.
—Vienen por nosotros —exclamó Willalme.
El mercader frunció la frente y escudriñó a la soldadesca. Mercenarios, sin duda
alguna. El instinto le sugería que no se las iban a ver con los arcontes; pero trató de
no sacar conclusiones precipitadas.
La tropa de infantes se abrió para dejar pasar a un hombre a lomos de un caballo

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blanco. Vestía un hábito, pero su actitud no tenía nada de monacal. Willalme rechinó
los dientes.
—¡Felipe de Lusiñano!
El hombre bajó la capucha revelando las marcas de una quemadura en la cara. De
su cuello pendía un colgante con la forma de una araña.
El mercader dominó su tensión.
—Mosén Felipe —empezó—, observo que el aqua fortis favorece vuestra
expresión.
—Nada grave, maestro Ignacio. Una pequeña excoriación. —Lusiñano le lanzó
una mirada amenazadora—. Cuando haya terminado con vos, vuestro aspecto será
mucho peor, no os quepa la menor duda.
El mercader veía la situación muy negra: los soldados tenían rodeado el carro,
bloqueando cualquier vía de escape; así que no le quedaba más que confiarse a la
improvisación.
—Esta chusma no os bastará para tomar Airagne. Porque es hacia allí adonde os
dirigís, ¿no es cierto?
—Habéis acertado, como de costumbre —respondió Felipe.
—Actuáis para el padre González, ¿no?
—Ahora me sorprendéis. —Lusiñano abrió los brazos, casi divertido—. Ni
siquiera en una situación como ésta conseguís domeñar vuestra curiosidad. Pero esta
vez os equivocáis. Fui yo quien convencí a González para que se embarcara en esta
aventura, y no al revés. En cuanto me enteré del secuestro de la reina Blanca, le
sugerí que iniciara una investigación sobre lo sucedido. González vio en mi plan una
ocasión estupenda para expandir su influjo allende los Pirineos y aceptó. Después,
conseguir el beneplácito de Fernando III fue pan chupado.
—¡Nada que ver con una misión de socorro! Más bien con una maraña
diplomática. Hasta el obispo Folco debe haberlo sospechado. Y apuesto a que la
incolumidad de Blanca de Castilla no os importa un ardite, ni a vos ni a González.
—No seáis hipócrita —replicó Felipe—. A vos la salud de Blanca os importa
todavía menos. Si habéis decidido emprender este viaje ha sido para saciar vuestra
herética sed de conocimiento.
El mercader lo desafió con la mirada.
—¿Y cuáles son vuestras verdaderas motivaciones, si se puede saber?
—Recuperar lo que al principio era mío: Airagne.
—¿Queréis decir que…? —Ignacio se interrumpió volviendo varias veces sobre
sus propios pensamientos—. ¿Vos sois el conde de Nigredo?
—Sí. —Felipe dibujó una sonrisa gélida—. Mejor dicho, lo fui. Otra persona se
ha apoderado de Airagne mientras yo residía en Castilla, usurpando el título de conde
de Nigredo y, como he descubierto hace poco, haciéndose con el control de los
arcontes.
—Así que habéis organizado la misión del Languedoc porque necesitabais un

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pretexto para acudir corriendo aquí. ¿Abrigáis alguna sospecha sobre quién os ha
desposeído?
—Sé lo mismo que vos al respecto. Ignoro la identidad del actual conde de
Nigredo así como el motivo que lo haya podido empujar a secuestrar a Blanca. Pero
sea quien sea, pronto probará el filo de mi espada.
—Pero sí conocéis el misterio de Airagne. —Como única vía de salida, Ignacio
ganaba tiempo prolongando la conversación. Prosiguió, tratando de explotar el
egocentrismo de su interlocutor—: Como ya me tenéis en vuestras manos, podéis
revelármelo. ¿Qué esconde ese lugar?
El caballo blanco relinchó. Felipe miró hacia poniente como si esperara una señal.
Una leve impaciencia se dibujaba en su rostro. Después volvió a mirar al mercader,
asintiendo.
—Descubrí Airagne hace mucho tiempo, atravesando los senderos desiertos de
los Cévennes. Yo desciendo de una segunda rama de la noble estirpe de Poitou. En
aquella época yo era un caballero errante y encontré por casualidad aquel lugar
abandonado durante siglos, probable refugio de los pueblos galos, una catacumba o
un templo donde practicaban sus cultos. En cualquier caso, era un lugar muy
espacioso y bien defendible; por eso decidí convertirlo en mi escondite. Allí,
sirviéndome de la alquimia, empecé a producir oro y formé el ejército de los arcontes.
Un primer paso hacia otras ambiciones de mayor calado.
—Los secretos de la alquimia son inaccesibles incluso a los más doctos. ¿Cómo
llegasteis a conocerlos vos, un simple caballero?
—Fui instruido por un círculo de sabios procedentes de Chartres, que encontré en
el transcurso de mis viajes. Ellos me explicaron que, según ciertas doctrinas basadas
en el platonismo y en la alquimia, era posible obtener oro del plomo.
—Filósofos de Chartres… —murmuró Ignacio.
—Su saber difería del de los filósofos habituales; se basaba en el empirismo. Pero
no disponían de medios para ponerlo en práctica, por eso yo les ofrecí un
emplazamiento adecuado: el refugio que había descubierto entre los montes. Pedí a
cambio el oro filosofal. Ellos aceptaron y aprovecharon la conformación del lugar,
provisto de yacimientos de galena, que transformaron en un enorme taller
subterráneo. Así nació Airagne.
—¿Y qué ha sido de ese círculo de sabios?
—Una vez conseguidos sus secretos, me deshice de ellos. —Felipe esbozó un
gesto de fastidio—. No aceptaban mi manera de obtener el oro alquímico. La
juzgaban brutal.
—En otras palabras —dijo Ignacio con tono acusatorio—, que se opusieron a
vuestro intento de convertir en esclavos a seres humanos.
Felipe esbozó una mueca de disgusto.
—¿Seres humanos? ¡Yo les propuse utilizar a herejes! Ningún católico me podía
reprochar nada. Pero aquellos sabios, en vez de despreciarlos, les mostraban incluso

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simpatía.
—Por eso os deshicisteis de ellos —concluyó Ignacio secamente—. Pero algo se
torció.
—Sí. —Lusiñano endureció la expresión de su rostro—. Al poco de ponerse en
marcha la Obra, uno de aquellos sabios logró huir. Una mujer. Y se llevó con ella un
libro, el Turba philosophorum.
—¿Por qué mostráis tanto interés y empeño por ese libro?
—Entre los libros utilizados por los sabios de Chartres, el Turba philosophorum
era el más importante. En sus páginas se encerraban, además de los principios sobre
el funcionamiento de Airagne, otros muchos secretos que me permitirían mejorar la
producción de oro, y tal vez incluso tornarlo auténtico. ¿Comprendéis ahora por qué
debía encontrar a esa mujer? Confié a mis subordinados el control de Airagne y,
haciéndome pasar por un templario, seguí a esa maldita mujer hasta España. Me
establecí en Toledo, donde estudié e investigué durante muchos años, ganándome el
favor de los ambientes cortesanos… Pero parecía como si aquella bruja hubiera
desaparecido por ensalmo. Después, en los últimos meses, descubrí que el maestro
Galib tenía conocimiento del Turba philosophorum…
—Y lo matasteis para que os revelara el escondite del libro —objetó Ignacio—.
Un poco torpe de vuestra parte.
—Debía actuar deprisa —explicó Felipe—. Acababa de saber que alguien se
había apoderado de Airagne, secuestrando además a la reina Blanca. No podía
quedarme en Castilla con los brazos cruzados. Tenía que actuar. Así que, so pretexto
de ir a socorrer a Blanca, convencí a González para que organizara la misión al
Languedoc.
—¿Qué otras personas están también al corriente de esta historia?
—¿Qué queréis decir?
—¿Queréis hacerme creer que Fernando III y el padre González no saben nada de
esto? ¿Ni ese viejo zorro de Folco? ¿No teméis una intrusión de su parte?
—Estoy completamente a oscuras. Ni siquiera Folco, obcecado como está por la
lucha contra la herejía, intuye que detrás de Airagne se esconde el secreto del oro y
de la alquimia. —Lusiñano notó un movimiento inquieto entre la soldadesca. Había
bastado pronunciar la palabra «oro» para suscitar un estado de agitación entre los
mercenarios. Con un gesto autoritario, consiguió que cesara el cuchicheo; después
lanzó una mirada rapaz en dirección a su interlocutor—. Pero lo que decís es
completamente infundado. Tal vez esté bien que no os haya matado todavía. Me
seréis más útil vivo. —Sonrió—. Además, para demostraros que no soy un
desprevenido, puedo deciros que por lo que concierne al obispo Folco, ya estoy
tomando las medidas oportunas.
Ignacio estaba a punto de pedir explicaciones al respecto, pero tuvo que callar. Un
tamborileo de cascos de caballo anunciaba la llegada de un jinete.
Felipe dirigió la mirada hacia ese punto del camino, desinteresado ahora en la

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conversación. Parecía de nuevo impaciente; sin duda esperaba noticias importantes.
El jinete se acercó a brida suelta. Era un muchacho con cota de mallas, a la grupa
de un corcel bayo. Saludó a los mercenarios, redujo el trote y desmontó.
Desde lo alto de su caballo blanco, Lusiñano lo interrogó:
—¿Y bien?
—Vuestras órdenes se han cumplido, monsieur. —El mensajero liberó su cabeza
de pelo pajizo de la cofia de la coraza. Era muy joven, pero tenía una mirada de
verdugo—. Hemos cerrado a las beguinas dentro de la iglesia y después le hemos
prendido fuego.
—¿Y la abadesa?
—Como si se hubiera esfumado. Todavía la están buscando.
—¡Maldita bruja! —apostrofó Lusiñano—. Vuelve y diles a tus compañeros que
no interrumpan la búsqueda. Debéis traérmela viva.
Ignacio abrió los ojos como platos, incrédulo.
—¿Habláis de las hermanas de Santa Lucina? —preguntó con trepidación.
—De ellas mismas —le contestó Felipe observándolo casi divertido—. A lo que
parece, algo ha debido perturbar vuestra pasividad.
—¿Qué tenían que ver esas pobres mujeres? ¿Y qué queréis de la abadesa?
—Según el obispo Folco, poseían informaciones sobre Airagne, y tal vez también
sobre mí. —El caballero imitó un gesto de desinterés—. No puedo permitir que
trasciendan semejantes noticias. Nadie debe saber la verdad. Cuando recupere el
control de Airagne, el conde de Nigredo volverá a ser una leyenda.
Willalme, que había escuchado en silencio, notó que el pecho se le hinchaba con
un sentimiento desgarrador, y aunque se encontraba lejos del beguinato le pareció que
asistía al incendio de la iglesia y que oía los gritos de las mujeres… Profiriendo un
grito de furia, bajó del carro de un salto y desenvainó la cimitarra. Avanzó a una
velocidad fulminante y, abriendo una brecha en la hilera de infantes, se lanzó derecho
contra Lusiñano: un demonio poseído por la ira contra una decena de hombres
armados. Esgrimía la espada con la potencia de un majador, golpeando a diestro y
siniestro de filo, de estoque y hasta de plano. Los mercenarios, impresionados por
aquella manifestación de furor, formaron un corro a su alrededor y trataron de
neutralizarlo sin recibir heridas.
—¡Deteneos! —gritó Ignacio temiendo lo peor para su compañero. Hizo ademán
de ir en su ayuda pero una pareja de soldados se lo impidió.
Entre tanto, el francés seguía combatiendo, sin atender a golpes ni a insultos. Iba
a por Felipe con la intención de matarlo, seguido muy de cerca por un puñado de
hombres decididos a detenerlo. Volvió a gritar con tono amenazador, y si bien logró
esquivar a algunos soldados, fue finalmente apresado por otros más ágiles.
Después, en el suelo, sintió que una multitud lo aplastaba y que caía sobre él una
lluvia de patadas y puñetazos. Trató de defenderse con furia, pero los soldados eran
muy numerosos.

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Levantó de la hierba el rostro enrojecido, las mandíbulas contraídas y un odio
indecible esculpido en los ojos. Toda aquella rabia iba dirigida hacia un solo hombre.
Lusiñano desmontó y caminó en su dirección, consciente de que era seguido por
la mirada atónita de Ignacio. Un armígero recogió del suelo la cimitarra de Willalme
y se la entregó.
El francés rechinó los dientes y trató de levantarse, pero los mercenarios lo tenían
completamente inmovilizado. Felipe se detuvo frente a él, levantó un pie y le pisó el
hombro izquierdo, en el punto en el que lo había atravesado el dardo.
Willalme deformó sus gentiles rasgos pero no quiso dar el espectáculo
poniéndose a gritar pese a que el sufrimiento era enorme. Sintió que la herida volvía a
abrirse y a sangrar; mientras, Lusiñano seguía pisándolo con fuerza. Soportó las
punzadas tensando los músculos hasta el paroxismo y condensó en los ojos todo el
odio que tenía en el cuerpo. Si hubiera sido posible, lo habría matado con la mirada.
Sin apartar el pie del hombro, Felipe blandió la cimitarra y amenazó con
clavársela. Pero antes dirigió la palabra a Ignacio, que observaba impotente:
—¿Qué sabéis del Turba philosophorum? ¿Os reveló algo Galib?
—Nada. Es la pura verdad —contestó el mercader.
—Entonces esperáis que vuestro hijo sepa algo, y que yo logre saber dónde está él
o ese libro maldito. —Acercó la espada a la garganta de Willalme—. Entre tanto, la
vida de este matachín depende de vos, maestro Ignacio. O decidís colaborar o lo hago
picadillo delante de vuestros ojos.
El mozárabe se agarró al listón del carro. Apretó con tanta fuerza que se le
clavaron en la carne algunas astillas.
—Haré lo que queréis —silbó rechinando los dientes.

Ese mismo día, a una hora tardía, un jinete llegó al poblado de Prouille. Desmontó y
llevó hasta un abrevadero al cansado animal, el cual sacudió la cabeza y hundió el
morro en el agua, que bebió con avidez. El jinete metió también la cabeza en el
abrevadero para mojarse la cara. No estaba para finuras: había cabalgado durante más
de una jornada y no podía más de cansancio. Pero no podía descansar todavía. Debía
transmitir su mensaje.
Se apartó el pelo de la frente y miró en derredor buscando a alguien a quien
dirigirse. Había un centinela apostado a poca distancia; se dirigió hacia él con paso
rápido y le pidió sin demasiadas ceremonias que lo condujera ante el obispo Folco.
El guardia lo miró con recelo.
—No tan deprisa, forastero —le espetó—. Para empezar, ¿cómo sabes que el
obispo se esconde aquí?
—Lo sé, lo sé —respondió el mensajero de manera expeditiva—. Llévame hasta
su presencia.
El soldado torció la boca; no lograba adivinar quién podía ser el hombre que tenía

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delante. En cualquier caso, se trataba de un hombre extenuado. Debía de haber
viajado durante mucho tiempo, pues estaba al límite de su resistencia. Si causaba
algún problema, no le resultaría difícil reducirlo por la fuerza.
—En este momento Su Ilustrísima se halla descansando. No se le puede molestar
hasta mañana.
—Hará una excepción conmigo, ya lo verás. —Con un gesto confidencial, el
mensajero le puso una mano en el hombro y lo miró directamente a los ojos—. Le
traigo una noticia muy importante.
—¿Qué tipo de noticia?
—Oro, amigo mío —le susurró al oído—. Un castillo lleno de oro.
En aquel punto, el soldado no dudó más y lo escoltó hasta el interior de la Sacra
Praedicatio.

Tras una intensa conversación, el obispo Folco despidió con una sonrisa complacida
al mensajero, a quien ordenó que se le diera un refrigerio y un lecho para pasar la
noche; después se dejó caer sobre un sitial de madera situado en el rincón más oscuro
del gabinete. «El oro de Airagne», se dijo algo mareado, como deslumbrado por sus
destellos. «Oro suficiente para recuperar el control de la diócesis de Tolosa».
Se llevó los dedos huesudos a su rostro y se masajeó sus párpados desprovistos de
cejas. Aunque era viejo, aún se sentía pletórico de energía. Tenía fuerza suficiente
para montar a caballo y combatir. Tras numerosos meses de impotencia, aquella
noche le había llevado un don insólito: un nuevo aliado. Un hombre imprevisible y
ambicioso le pedía ayuda. Felipe de Lusiñano. ¿Podía fiarse de él? La apuesta era
alta. Pero, pensándolo bien, ¿para qué dudar?
«No tengo otra opción. Por eso mosén Felipe se ha dirigido a mí», pensó con una
punta de amargura. Estaba tan absorto que casi no notó que un armígero acababa de
entrar en la estancia.
—¿Me ha mandado llamar Su Ilustrísima? —preguntó el soldado rompiendo el
silencio.
Folco apretó sus ojos miopes en esa dirección.
—Sí.
—¿Cuáles son sus órdenes?
—Prepara la caballería para la batalla. Partimos mañana al amanecer.
El soldado asintió sin revelar emoción alguna.
—¿Con destino a…?
—Cabalgaremos hacia el castillo de Airagne. El mensajero de Lusiñano acaba de
revelarme su emplazamiento.
El armígero miró fijamente al obispo unos instantes sin rechistar, después amagó
una inclinación y se alejó. La oscuridad de la noche lo envolvió con su manto.
Folco permaneció inmóvil, acurrucado en el sitial, inexpresivo. Miraba algo en la

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oscuridad: un yelmo cilíndrico con un ventalle puntiagudo en el mentón y ranuras
estrechas en la visera. Su yermo de batalla. Un símbolo del poder que representaba.
No se lo ponía desde hacía muchos años.
Pero aquella noche, por primera vez, deseó hacerlo.

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28

Uberto llegó a un valle que se abría como una garganta entre los montes, condujo a
Jaloque a lo largo de una ribera y luego subió a la cima de un altozano, a pocos
metros de un molino de agua. Desde aquella posición se disfrutaba de una excelente
vista del paisaje.
Entornó los ojos para protegerse contra la luz del sol y, con la esperanza de
divisar un carro familiar, oteó la red de senderos que serpenteaban por montes y
valles. Pero nada: ni el menor rastro de su padre. Desmontó y bajó al río. Moira lo
seguía a cierta distancia. Cabalgaba a lomos de un animal más lento, seguida de su
fiel perro negro. Le costaba trabajo mantener el ritmo de Jaloque pese a que
últimamente habían avanzado menos deprisa.
—¿No has visto nada interesante? —preguntó la muchacha.
—Nada de nada —contestó Uberto hincando las rodillas en la hierba.
El calor iba en aumento. Aunque el paisaje era soberbio, Uberto no conseguía
disfrutar de su vista. Estaba nervioso y desmoralizado. Había seguido las huellas de
su padre hasta allí, a tenor del mensaje que le había dejado en la hospedería de
Tolosa. Una empresa nada sencilla. En la carta, el mercader le aconsejaba ir a ver al
obispo Folco, en Prouille, y pedirle indicaciones sobre la ruta a seguir. A Uberto lo
asaltó una fuerte indignación al recordar cómo lo habían tratado allí. No sólo Folco se
había negado a recibirlo sino que además había faltado poco para que le echara
encima a sus esbirros. El joven había tenido que alejarse a toda prisa sin comprender
el porqué de aquella conducta.
La única solución que le había quedado era hollar todos los senderos circundantes
en busca de Ignacio. Empresa harto problemática habida cuenta del gran número de
peregrinos que atravesaban aquellas tierras. Pero cerca de Carcasona había tenido
suerte. Alguien había visto una pequeña comitiva dirigida hacia la abadía de
Fontfroide. El grupo incluía a dos caballeros en vez de uno, pero lo demás cuadraba a
la perfección: un mercader distinguido, un hombre taciturno de pelo rubio y un
armígero parecido a Lusiñano. Tenía, pues, muchas probabilidades de alcanzarlos.
El joven introdujo las manos en el agua del río y sus preocupaciones parecieron
lenificarse. Hacía ya media jornada que cabalgaba por los feudos de Fontfroide.
Pronto encontraría a su padre, se dijo. No debía ceder al desaliento.
Miró hacia delante, atraído por el ruido de las astas del molino que golpeaban el
agua y se preguntó cómo era que no se veía a nadie por allí. Reinaba una insólita
tranquilidad.
—¿Qué hacen aquellos hombres? —preguntó Moira de improviso desde la cima
del altozano.
Uberto le dirigió una mirada interrogativa y la muchacha señaló una procesión

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que avanzaba por el valle bordeando un campo en barbecho.
«Ah, ahí es donde está toda la gente», pensó Uberto aguzando la mirada.
Se trataba de una procesión, probablemente formada por vecinos de varias aldeas
próximas, mujeres y niños incluidos. Iban detrás de varias cruces y estandartes
entonando plegarias. La comitiva la abría un muñeco de paja semejante a un dragón
serpentiforme.
Uberto se acercó a donde estaba Moira.
—Es un rito para exorcizar la miseria de estas tierras —le explicó—. ¿Ves aquel
dragón a la cabeza de la procesión?
—Sí.
—Representa al diablo. El rito se repite dos días; después quitan la paja al dragón,
que desfila entonces detrás de las cruces para simbolizar la derrota del mal.
—Y los habitantes seguirán muriéndose de hambre…
Él suspiró.
—Para poner fin a sus calamidades deberían abatir a otros dragones: a los que
moran en los castillos engordando a su costa.
Tras observar la procesión, abrevaron a los caballos y volvieron a montar.
—Intentaremos recabar información en la abadía de Fontfroide —sugirió Uberto
—. Debe de estar ya cerca. Es probable que mi padre se haya alojado ahí.
La muchacha asintió.
Enfilaron un sendero que llevaba al corazón del valle. La vegetación se hizo más
espesa y el cielo desapareció tras una maraña de hojas lobuladas.
En cierto punto, Uberto frenó a Jaloque mientras hacía señas a Moira de que
guardara silencio. A poca distancia, un jabalí escarbaba en las raíces de un castaño de
indias en busca de comida. Tenía el morro hundido en la tierra y no parecía haberlos
notado.
Había pasado mucho tiempo desde que Uberto había comido carne fresca por
última vez. Sin quitarle de encima el ojo al animal, empuñó el arco y sacó una flecha
del carcaj, pero mientras afinaba la puntería le sobrevino el recuerdo de la última vez
que había utilizado el arma… Visualizó el rostro del moro, y la visión de la presa se
tornó borrosa.
Disparó con excesiva desidia. La flecha silbó en el aire y se hincó en el suelo, a
un palmo de la cola del jabalí. El animal levantó el hocico, gruñó asustado y huyó a la
velocidad que le permitieron sus gruesas patas.
Uberto sacudió la cabeza para liberarse de aquellos pensamientos, sacó una
segunda flecha y afinó de nuevo la puntería. Su visión era ahora más nítida, más
decidida, pero el jabalí ya se había escabullido en el interior de un zarzal.
—Muy bien, felicidades —se mofó Moira casi contenta de que el animal se
hubiera salvado—. Como cazador no vales mucho, ¿sabes? —continuó en tono
guasón. También en aquel momento el joven le parecía bello, esplendente, y sólo el
mirarlo le provocaba una íntima euforia que la hacía ruborizarse. Pero de repente se

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dio cuenta de que la expresión de Uberto se había vuelto seria—. ¿Qué ocurre? —le
preguntó.
Él señaló algo en lontananza, en lo alto. Una columna de fuego negro.
—Un incendio cercano. —Frunció las cejas—. Vamos a ver.
—¿Estás seguro de hacer lo correcto? —objetó la muchacha—. ¿No sería mejor
alejarnos de ahí?
Uberto no respondió. Ya había espoleado al caballo en esa dirección. Algo
alarmada, Moira notó que llevaba todavía el arco empuñado.

La columna de humo se elevaba sobre un conjunto de chozas apiñadas alrededor de


una iglesia, de la que no quedaban más que vigas carbonizadas, ladrillos
ennegrecidos y tierra quemada. En la zona circunstante se podían apreciar improntas
recientes de caballos. La desgracia debía de haberse producido no hacía mucho.
Mientras Uberto avanzaba entre escombros, se preguntó por las razones de
semejante devastación. Por otra parte, no se trataba de un castillo ni tampoco de una
aldea. Era un lugar apartado, sin riqueza ni importancia estratégica alguna. Ni
siquiera un saqueo justificaba tamaña atrocidad. Detuvo la mirada en el esqueleto de
la iglesia. El techo se había derrumbado y, al caer, había provocado a su vez el
desplome de buena parte de los muros. La nave principal debía de hallarse
completamente enterrada bajo los cascotes. Sólo la fachada permanecía intacta, y,
aunque estaba ennegrecida por las llamas, se distinguía aún la decoración esculpida
sobre la puerta: tres mujeres monstruosas con los senos en forma de serpiente.
Delante de la iglesia yacían varios cuerpos apilados como despojos. Cadáveres de
mujeres. Moira desmontó y corrió rápidamente hacia allí, precedida por el perro, que
olfateaba el aire.
—No te acerques, no mires —le intimó Uberto.
Ella le dirigió una sonrisa fría, casi retadora.
—¡Tú qué crees! En Airagne he visto cosas peores.
Herido por aquella mirada, el joven la dejó sola y se puso a caminar de nuevo
entre las ruinas. Dio la vuelta al edificio y encontró un jardín de hierbas oficinales
que no había sido alcanzado por el fuego, aunque la mayor parte de los cultivos
parecían pisoteados por los caballos. Una vez más, se preguntó quién podía ser el
artífice de semejante monstruosidad. Sólo unos hombres realmente malvados podían
dedicarse a masacrar a monjas.
«¿Y acaso soy yo mejor?», se preguntó con sensación de fastidio. «Yo he matado
a un hombre sin vacilar, sin ni siquiera mirarlo a la cara».
Los ladridos del perro lo distrajeron de aquellos pensamientos y lo guiaron hasta
los restos de una capilla derruida. El animal estaba agachado justo en medio,
escarbando en los bordes de una losa. Uberto lo tranquilizó con una caricia y se
inclinó para examinar aquel bloque de mármol cuadrado, más parecido a la tapa de

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una trampilla que a una pieza de pavimento. Aquel pensamiento lo indujo a golpear
en la superficie para ver si estaba hueca… Segundos después, unos gritos resonaron
desde abajo.
Casi conmocionado por la revelación, el joven aplicó el oído para escuchar
mejor… ¡Voces de mujeres! Sin pensarlo dos veces, agarró la losa por los bordes y
trató de levantarla; pero no consiguió moverla y se volvió para llamar a su
compañera.
—¡Moira! —gritó—. ¡Necesito ayuda!
La muchacha apareció por la parte anterior de la iglesia y corrió hacia él.
Comprendió al vuelo la situación y se agachó para ayudarle. La losa se levantó un
palmo y después otro más mientras el perro, excitadísimo, metía el hocico por la
abertura, cada vez más ancha. Con un esfuerzo supremo, consiguieron levantarla lo
suficiente para deslizarla sobre el suelo.
Habían destapado una losa que daba acceso a un subterráneo.
Algo se movió en la oscuridad; después, tímidamente, afloró a la superficie una
mujer vestida con una túnica beis. Detrás de ella fueron saliendo otras, todas vestidas
de la misma manera, la ropa manchada de ceniza, el terror esculpido en sus rostros.
Tenían los ojos hinchados de tanto llorar, las pupilas dilatadas de haber pasado tanto
tiempo en la oscuridad.
La última en salir fue una señora de aspecto venerable. Aunque no era la más
anciana, parecía la más sabia. Su rostro no delataba espanto sino un profundo pesar,
como si fuera la depositaria del sufrimiento de toda la comunidad. Miró a su
alrededor desorientada, como si no reconociera el lugar en el que se encontraba. Al
ver toda la iglesia en ruinas, se llevó las manos a la boca para no proferir un grito.
Cuando hubo logrado dominar sus emociones, se dirigió a Uberto.
—Le debemos la vida, monsieur. No tengo palabras para expresarle todo mi
agradecimiento.
—Y yo me siento muy contento de que os hayáis salvado, señora.
La mujer se desempolvó someramente el hábito, juntó las manos en el regazo y
pareció recuperar la compostura.
—¿Cómo puedo pagaros la deuda?
—¿Pagar la deuda? —Uberto la miró incrédulo. Era raro asistir a semejantes
muestras de autocontrol. A excepción de su padre, naturalmente—. No me debéis
absolutamente nada. Lo único que siento es lo que ha ocurrido con vuestra iglesia. —
Se preguntó si aquella mujer mantendría también la compostura ante los cadáveres
amontonados junto a la fachada.
La señora trató de esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió. Su rostro era una
máscara de amargura.
—La iglesia se reconstruirá. Es sólo un edificio inanimado. Lo importante es que
no se arruine también lo que hay dentro de nosotros.
—Sois muy sabia. Pero decidme, por favor: ¿qué ha pasado aquí?

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—Un grupo de armígeros llegó a primeras horas de la mañana y prendió fuego al
lugar; después nos encerraron en la iglesia e incendiaron también el interior. —
Suspiró—. Todas estaríamos muertas si no nos hubiéramos refugiado en el sótano. Su
acceso principal se halla precisamente en el interior de la iglesia, en un rincón
escondido.
El joven se dio cuenta de que Moira estaba completamente pálida. Las palabras
de la señora debían de haber despertado en ella recuerdos terribles. La abrazó para
tranquilizarla, consciente de que con aquel gesto también se hacía bien a sí mismo.
Después miró fijamente a la abadesa.
—¿Quiénes eran esos armígeros? ¿Qué motivo tenían para haceros daño?
—La crueldad y la violencia no necesitan razones —se limitó a afirmar la mujer.
—Pero no es éste el único caso. Yo vengo de Castilla, y desde que me encuentro
en el Languedoc no hago más que tropezarme con salvajadas de esta índole. Si no
fuera por la matanza de vuestras hermanas, atribuiría esta devastación a las milicias
del conde de Nigredo…
—No pronunciéis ese nombre con ligereza, monsieur. Un forastero no puede
saber lo que significa realmente.
—Yo, en cambio, sí lo sé, reverenda madre. Sé lo que significa el conde de
Nigredo y también Airagne.
La abadesa mudó la expresión y dirigió la atención hacia ella.
—Al parecer, no lo suficiente, pues no lo mencionáis con el debido temor.
Los conocimientos que se traslucían en la mirada de la mujer empujaron a Uberto
a profundizar en ese tema de conversación.
—Estoy buscando ese lugar, Airagne —aseveró sin más—. ¿Podéis ayudarme?
Al oír tales palabras, la señora tuvo una intuición fulgurante.
—Así que también vos… —Tendió la mano en su dirección, casi incrédula,
después la retiró y lo miró con recelo.
—Un hombre que vino aquí hace poco también me pidió lo mismo… Un
castellano como vos. No puede ser mero azar…
Uberto abrió los ojos como platos, lleno de esperanza.
—No estaréis sugiriendo que habéis visto a mi padre, Ignacio Álvarez de
Toledo…
—Pues sí, lo he visto —balbució la mujer igualmente asombrada por el
descubrimiento—. Marchó de nuestro beguinato poco antes de que aconteciera esta
desgracia.
—Es probable que esté en peligro. —El joven apretó los puños mientras miraba
alrededor—. ¿Qué rumbo tomó? ¿Lo habéis dirigido hacia Airagne?
—Sí, así es, pero él os pide que no lo sigáis —le advirtió la abadesa—. Es
demasiado arriesgado.
—Debo correr a su encuentro —proclamó Uberto. Y volviéndose a Moira, le dijo
—: Esta mujer me indicará el camino a seguir. Tú te quedarás aquí. Es más seguro.

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No quiero exponerte a más riesgos.
—No. —La muchacha lo cogió del brazo, la mirada inflamada—. Quiero ir
contigo.
Él la miró estupefacto.
—¿Te has vuelto loca? Hasta ahora siempre has afirmado que temías ese lugar.
—Lo temo, es cierto, pero no quiero separarme de ti.
—Volveré por ti, te lo prometo.
—No soporto la idea de tener que esperarte —expresó ella con los ojos
humedecidos—. No quiero volver a estar sola, ¿me comprendes? Después de tanta
soledad, de tanta desgracia, me había vuelto dura como una piedra… Pero ahora,
contigo, he vuelto a descubrir que tengo un corazón…
Uberto inclinó la cabeza, indeciso. Su padre —estaba seguro— no se habría
dejado influir por ningún tipo de sentimientos. Pero él era distinto: había aprendido
en carne propia que seguir a la fría razón no era siempre la mejor elección. Sólo Dios
sabía lo que había sufrido de pequeño a causa de la ausencia de afecto.
La señora, enternecida por aquel intercambio de palabras, se sintió obligada a
intervenir.
—Quedaos aquí los dos. —Dirigió una mirada esperanzada hacia Uberto—.
También vos, hijo mío. ¿Para qué queréis poner en peligro la vida? Yo no veo qué
servicio podéis hacer con ello a vuestro padre.
—Un servicio grandísimo —respondió él—. Poseo el libro que puede aniquilar al
conde de Nigredo. Vos no podéis saberlo, pero…
La mujer, con los ojos en blanco, lo interrumpió:
—¿Habéis encontrado el Turba philosophorum?
Uberto la miró desorientado; después, con un recelo creciente, inquirió:
—¿Cómo podéis saber eso? ¿Quiénes sois vos realmente?
Por primera vez, la señora cedió por razones emotivas. Sin parar mientes en las
apariencias, inclinó la cabeza y cayó de rodillas.
—Una mujer estúpida, eso es lo que soy… —Las lágrimas surcaban su rostro—.
Una mujer estúpida que no ha contado a vuestro padre toda la verdad… Por mi culpa
han incendiado la iglesia: era a mí a quien buscaban los soldados…
El joven se arrodilló a su vez delante de ella. Dulcificó la expresión pero habló
con tono decidido:
—Contadme a mí esa verdad.
La señora levantó la mirada.
—De acuerdo, lo haré. —Se enjugó la cara—. Pero antes tened esto…
Uberto vio cómo rebuscaba entre los pliegues del hábito y sacaba un legajo.
—¿Qué es?
La mujer se lo entregó con gesto solemne.
—Parte de la verdad que no he revelado a vuestro padre.

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29

P
«¿ or qué no me habrá matado?», rumiaba Ignacio sin cesar. Había transcurrido una
semana del día en que los hombres de Lusiñano lo habían hecho prisionero, y desde
entonces el caballero no se había dignado dirigirle de nuevo la palabra.
Felipe había perdonado la vida a Willalme y dado órdenes de mantenerlo bajo
rígido control junto al mercader; después decidió que los dos siguieran al
destacamento de mercenarios hasta Airagne. No se había molestado en explicar sus
opciones y menos aún la táctica a seguir una vez alcanzado el destino. Eso sacaba de
quicio al ya muy nervioso Ignacio, que temía sobre todo que Lusiñano pudiera
descubrir el paradero de Uberto y hacerle daño.
A los dos compañeros se les permitió seguir a bordo de su carro, escoltados por
los mercenarios; pero Felipe dispuso que durante las paradas se los atara por los pies
a un árbol para evitar que huyeran.
Tras la humillación sufrida, el francés se había sumido en un torvo mutismo. El
mercader percibía sus emociones de desdén y ferocidad por mucho que tratara de
esconderlas. Antes o después, aquellas negras simientes acabarían dando su fruto.
Prosiguieron en dirección este y, una vez alcanzados los montes Cévennes,
iniciaron la subida. El paisaje que se ofrecía a la vista era de lo más imprevisible:
despeñaderos y macizos se alternaban con relieves de perfil suave, ideales para los
pastos.
Durante todo el trayecto solamente encontraron una aldea. Las casas,
encaramadas a la ladera, eran pequeñas y con los techos y las paredes de piedra gris.
Como los habitantes eran de naturaleza hostil, no se detuvieron y decidieron seguir a
través de un castañar poblado de ciervos y colirrojos.
El clima presentaba variaciones repentinas. En los momentos más calurosos de la
jornada el aire se tornaba denso y se cernía como una capa sobre la tropa,
produciendo cansancio y malhumor; luego se tornaba seco de improviso. Semejantes
cambios se debían a los vientos, que soplaban hacia arriba y producían en el valle una
sensación de humedad estancada.
Felipe guió a sus hombres a lo largo de un sendero oculto en medio de una
anfractuosidad de piedra calcárea. Los jinetes se vieron obligados a bajarse de los
caballos y a llevarlos de las riendas para evitar que se quedaran atascados en el suelo
guijoso. Entre tanto, la visibilidad se había vuelto sumamente precaria a causa de una
densa niebla que surgía de entre las rocas.
Como el camino era demasiado anfractuoso para permitir el paso de los carros,
Ignacio y Willalme tuvieron que abandonar su medio de transporte y seguir a pie.
Más que por la molestia que ello suponía, el mercader sintió pesar por tener que
desprenderse de su baúl: guardaba en él instrumentos y libros de gran valor, pero

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demasiado pesados para poder llevarlos a cuestas.
El jefe de la expedición no hacía señas de parar. Vestido con su hábito negro,
marchaba en medio de la niebla franqueado de su caballo blanco. Superado un
barranco, se detuvo al borde de un talud.
Ignacio, extenuado de tanto andar, se apoyó en un risco y contempló el paisaje.
Aunque la niebla no permitía una visión precisa, pudo ver que habían llegado a una
depresión montañosa. A un lado se abría el declive, a otro se erguía un relieve en
forma de cúpula, recubierto de un bosque. Y más allá de la niebla se cernía una
extraña oscuridad. No se debía a que estuviera anocheciendo sino a unas nubes
fuliginosas tan espesas que oscurecían todo el cielo.
Después entrevió otra cosa más inquietante todavía. En lo alto de la montaña se
elevaba un castillo. Un castillo enorme, con una muralla jalonada por torreones; más
que bastiones defensivos parecían grandes chimeneas de las que salían sendas
columnas de humo negro. Eso explicaba la presencia del hollín…
Mientras reflexionaba sobre aquellas misteriosas exhalaciones que saturaban el
aire, notó que tenía la piel pegajosa; pero no hizo caso a tales sensaciones y centró su
atención en las torres. A pesar de la escasa visibilidad, se podían distinguir merced a
las columnas de humo negro. Contó cuatro en la vertiente sud-occidental y calculó
otras tantas en la vertiente opuesta.
Ocho en total. Ocho torres edificadas a igual distancia unas de otras…
De repente, le vino a la mente una curiosa concordancia. La forma del castillo
reproducía el patrón de la araña grabada en las monedas de oro alquímico. Las
espirales de las patas se correspondían con la posición de las torres de la muralla. Y el
símbolo central de la araña debía representar la torre del homenaje…
Sumido en aquellos pensamientos, la oscuridad antinatural del lugar le confirmó
también otras intuiciones. Alguien le había hablado ya de aquello. «El hálito de las
tinieblas recubre la tierra tomando el aspecto de humo nocturno». Eso mismo le había
dicho el deforme Droün en el sótano de Santa Lucina. ¿Era posible entonces que
aquél fuera el lugar que tan afanosamente andaba buscado?
Para confirmar sus sospechas, Lusiñano se le acercó y le susurró al oído:
—Airagne.
Ignacio le dirigió una mirada interrogativa, pero el jinete pasó de lado y convocó
a los soudadiers para planificar el ataque. Era difícil intuir sus planes. Felipe disponía
de un número exiguo de hombres. Explotando la escasa visibilidad tal vez podía
avanzar, a la sombra del bosque, hasta debajo de las murallas. Pero ¿de qué le
serviría? Las defensas de Airagne parecían sólidas y debían de estar bien guarnecidas.
Los atacantes serían acribillados a flechazos antes de poder franquear el foso, y los
supervivientes serían aniquilados por la caballería, que sin duda, estaría estacionada
en el interior del castillo.
Ignacio se dio cuenta de que también Willalme estaba estudiando la situación y
sacando las mismas conclusiones. Pero había más. El francés seguía cada movimiento

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de Lusiñano con una mirada tan intensa y con tanto odio que cualquiera podía darse
cuenta. Sin embargo, aquello no parecía preocupar lo más mínimo a Felipe, el cual
mantenía una imperturbabilidad absoluta. Estaba ocupado en infundir confianza en
sus hombres, y al parecer lo había conseguido pues estaban enteramente pendientes
de lo que salía de sus labios. Si fuera necesario, conduciría a aquellos mercenarios a
la masacre sin que nadie rechistara. Después de todo, Ignacio sabía de sobra qué tipo
de hombre era: un hombre astuto, batallador y con dotes de estratega.
Lusiñano señaló a los soudadiers la vertiente occidental del castillo. Tal vez desde
aquel punto era posible entrar en él o abrir una brecha en sus defensas; pero para
descubrirlo Ignacio tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Según las pocas
palabras que había conseguido captar, el ataque no se lanzaría hasta el amanecer,
aprovechando la niebla.
El mercader no pudo enterarse de más cosas. Al igual que las noches anteriores,
un grupo de mercenarios lo arrastraron hasta el tronco de un árbol y lo ataron a la
base junto con Willalme. Se quejó de que aquel día no les habían dado de comer ni de
beber.
—Comerás mañana, en el infierno —le espetó carcajeándose un armígero, el cual
apretó todavía más los nudos que lo sujetaban al tronco.
Felipe ordenó a los soldados que acamparan junto a los árboles circundantes y les
pidió que no encendieran fuegos ni hicieran ruido. Después, establecidos los turnos
de guardia, los soudadiers tomaron comida fría y se acostaron al raso, expuestos a la
humedad de la niebla.
Tras varios días de fatigas y cautividad, Ignacio tenía la espalda dolorida. Se
consolaba pensando que la herida en el hombro de Willalme había cicatrizado,
aunque eso ya contaba poco. Pronto se decidirían sus suertes, y él no podría hacer
nada para evitarlo.
Si consiguiera… Movió los brazos para comprobar la resistencia de la cuerda,
pero la notó muy apretada e imposible de desatar. Al otro lado del tronco, el francés,
con aire desalentado, hizo un gesto negativo con la cabeza como dando a entender
que era inútil. Debía haber pensado en lo mismo.
Ignacio suspiró con amargura y pensó en su mujer y en su hijo, haciendo votos
para que ambos se encontraran bien. Después pensó en su casa con techo de pizarra
situada en medio de un tranquilo valle castellano, y en la paz de que habría podido
disfrutar si no hubiera deseado saber y ver demasiado.
Cerró los ojos y trató de imaginar qué habría pasado si en su juventud hubiera
elegido una vida distinta, o hubiera sido un hombre distinto… Pero, bien pensado, no
había podido elegir otra cosa. El destino lo había arrastrado como viento que arrastra
una hoja, zarandeándola a su antojo por los cuatro puntos cardinales. Y al mercader
no le había quedado otra alternativa que agarrarse a los pensamientos, a los
sentimientos, dejándose zarandear por un viento, por un vendaval. Y así seguiría
hasta el final de la vida, o hasta el oscurecimiento de la razón…

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Después de un largo lapso de tiempo, agotado por el hambre y el cansancio, se
durmió.

—¡Despierta! —gritó un armígero.


Ignacio, el rostro acalorado y los brazos tensos, abrió los ojos y miró al hombre
que tenía delante. Se dio cuenta de que acababa de recibir un bofetón. A sus espaldas,
otro hombre le estaba desatando el cordaje e invitándolo a levantarse con unos
modales más indulgentes.
Murmuró algo para dar a entender que había comprendido y en cuanto se vio libre
de las ataduras se masajeó los brazos y las manos. Parpadeó, pero por mucho que se
esforzaba no conseguía distinguir nada. Veía todo oscuro. Su vista no estaba
empañada por la somnolencia sino por la niebla, que envolvía todo con un manto
cinéreo. Sólo apreciaba, por el lado sud-oriental, un ligero resplandor —estaba
amaneciendo—, pero era lejano y demasiado débil.
Se apoyó en el tronco del árbol, plegó las piernas y se incorporó. Los huesos de la
espalda le crujían en numerosos puntos y la cabeza le palpitaba con un furor
martillador.
El mercader siguió apoyado unos instantes en el tronco del árbol, pero al
armígero no le gustó lo que creyó una pérdida de tiempo y le gritó de nuevo a la cara:
—¡Muévete, mozárabe!
E hizo ademán de abofetearlo de nuevo. Pero Ignacio reaccionó a tiempo y lo
agarró por la muñeca antes de que pudiera golpearlo.
El armígero articuló un mugido de dolor, sorprendido por la velocidad y fuerza
del prisionero. Intentó retirar el brazo, pero el mercader se lo retorció obligándolo a
arrodillarse, y disimuladamente en un santiamén, le arrebató el puñal que tenía en la
cintura y lo escondió bajo la ropa.
—Veo que os habéis recuperado sobradamente de las fatigas del viaje, mosén.
El mercader levantó la mirada y se encontró delante de una silueta negra:
Lusiñano. No se había dado cuenta de que lo tenía tan cerca, y se preguntó si habría
visto lo del puñal; pero se enfrentó a él con tono decidido:
—Si éste es el mejor de los soldados de que disponéis, más os vale abandonar la
empresa. —Se rió dando otro tirón al brazo del armígero, que gruñó de dolor y
vergüenza.
Felipe se encogió de hombros.
—Veo que a pesar de la situación en que os encontráis conserváis una buena dosis
de orgullo. —Aunque en el aire se percibía el nerviosismo previo a una batalla, él
parecía sereno e imperturbable, al igual que la noche anterior—. Soltad a ese pobre
hombre y preparaos: ha llegado la hora decisiva. —A continuación dirigió una mirada
autoritaria a dos soldados que tenía cerca—. Vosotros, venid aquí. No perdáis nunca
de vista al prisionero; de ahora en adelante, aseguraos de tenerlo siempre a vuestro

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lado.
Los hombres asintieron y se dispusieron a llevarse al rehén.
—¡Un momento! —El mercader señaló a Willalme, que seguía atado a los pies
del árbol—. ¿Y él?
En aquel momento, el francés abrió los ojos y miró con desprecio a Lusiñano. Lo
estaba retando.
—¿El matachín? —Felipe sonrió con malignidad—. Sería un estorbo. Lo
dejaremos aquí. —Se acercó al francés y le mostró la cimitarra, después la arrojó a
sus pies—. No me sirve su arma de sarraceno. Que se la guarde.
Willalme se afanó en liberarse. La cimitarra estaba justo delante de él. Casi la
rozaba con la punta de los pies, pero no lograba agarrarla.
Lusiñano se inclinó y lo agarró por el pelo.
—Tu mayor tormento será quedarte aquí mirando tu espada sin poder cogerla.
Hay que saber resignarse. Has perdido.
La pupilas azules de Willalme brillaban de furor. Ni en aquella situación prensaba
doblegarse.
Felipe parecía complacido con aquel odio.
—Mírame con ojos de rabia. Espero que los cuervos te los arranquen estando
todavía vivo.
Un grupo de mercenarios que había asistido a la escena estalló en una risotada.
Lusiñano soltó a su presa y se alejó mientras hacía señal a sus hombres para que
se prepararan.
En pocos minutos, el campamento quedó despejado. Ensillados los caballos y
empuñadas las armas, los soudadiers se pusieron en marcha hacia el castillo de
Airagne. A Ignacio lo llevaban a rastras; apenas tuvo tiempo para dirigir una última
mirada a su compañero.
Willalme se quedó solo en medio de la niebla; unos extraños pensamientos le
vinieron a la mente, un eco de fantasmagorías, rostros y palabras. Probablemente, una
vez muerto, se volvería como esas imágenes: un rostro sin rasgos, un cuerpo sin el
sentido del tacto…
Se despertó de repente. Había oído un ruido… Un ruido que no provenía de su
mente sino de fuera. Después vio dos sombras salir de la niebla y acercarse a él. Le
dirigieron la palabra pero él no consiguió entenderlos. Tenían voces masculinas, casi
brutales.
Sonrió. La muerte había venido por él.

Los soudadiers atravesaron la niebla como una manada de lobos; deslizándose entre
los árboles, alcanzaron la vertiente occidental del castillo. En aquel punto, Lusiñano
les ordenó detenerse y los dividió en dos grupos, caballería e infantería.
Los caballeros no eran numerosos, una veintena como máximo, pero Felipe los

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consideraba suficientes para la consecución de sus fines. Les ordenó que siguieran
avanzando a lo largo de las murallas hasta un punto próximo a la entrada principal.
Debían apostarse allí, escondidos entre la maleza, esperando a que la puerta se abriera
por dentro.
Los caballeros, obedientes, se dispusieron en formación y desaparecieron en
medio de la grisalla.
Acto seguido, Lusiñano se puso a la cabeza de la infantería, a la que llevó por otra
dirección.
—Hay un pasadizo secreto —explicó a Ignacio, que avanzaba con dificultad
cerca de él.
El mercader intuía la estrategia de Lusiñano: no participaría en el asedio
propiamente dicho, sino que penetraría en el castillo de manera secreta. Tal vez era la
única vía posible, según toda lógica. Sin embargo, también consideró que disponía de
pocos hombres para salir airoso de una confrontación de aquella magnitud. ¿Era
posible que no hubiera pensado en ello? Cuanto más lo pensaba más le embargaba la
sensación de que se le escapaba algo importante.
En aquella parte se respiraba un olor mefítico a causa del hedor proveniente del
foso que ceñía la muralla; conforme avanzaban, el tufo era cada vez más intenso. Los
soudadiers se taparon la nariz y la boca.
—Silencio —ordenó Lusiñano señalando las almenas ocultas por la calígine.
Aunque pareciera increíble, allí arriba había sin duda muchos arqueros y vigías
apostados.
Las murallas del castillo afloraban entre las exhalaciones del humo y de la niebla.
Aparecían de improviso, como espejismos, para desvanecerse un segundo después.
Los mercenarios parecían embrujados por aquellas visiones huidizas, como si
hubieran olvidado que les esperaba una batalla a vida o muerte.
«Todo esto forma parte de la hechicería que rodea a Airagne», pensó Ignacio
dándose cuenta en aquel preciso momento de que estaba caminando por el borde del
foso. Se asomó al interior y percibió un estancamiento de líquido turbio y pútrido.
Debía de tratarse de las aguas residuales empleadas para enfriar los metales
elaborados dentro del castillo, y a juzgar por el olor se debían de emplear también
ácidos para purificar las materias primas.
Felipe siguió bordeando el foso unos metros más en busca de referencias y
después guió de nuevo a sus hombres hacia la maleza. No resultaba fácil seguirlo. En
aquella vegetación tan espesa no había senderos, y los infantes tuvieron que servirse
de las lanzas para no quedar atrapados en la maraña de ramas y arbustos.
Lusiñano avanzó un poco más y luego se detuvo delante de una lápida de mármol
que había a ras de suelo. Se parecía a la tapa de un sarcófago. Llamó a cuatro
armígeros y les ordenó que la movieran.
La lápida resbaló sin oponer resistencia; ante el estupor general, debajo apareció
una rejilla de hierro forjado, en el centro de la cual había una cerradura con un

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orificio octogonal. Felipe introdujo en éste su medallón con forma de araña, que hizo
saltar el mecanismo interno y reveló un pasadizo subterráneo.
—Entraremos por aquí.
—¿Ningún centinela de guardia? —preguntó Ignacio.
—Mandé excavar este pasadizo secreto hace muchos años —dijo Lusiñano
mientras se adentraba en el subsuelo—. Es muy probable que quien ocupa Airagne en
este momento no tenga conocimiento de él.
Uno tras otro, los soudadiers fueron entrando en el subterráneo. Fuertemente
vigilado por una pareja de armígeros, Ignacio caminaba cerca de Lusiñano. Se
preguntó para qué podría servirle su presencia. Sin duda le tenía reservado un papel
especial.
Siguieron avanzando por una galería excavada en piedra hasta que de repente
oyeron un goteo constante. Felipe señaló un punto del techo por el que se filtraba
líquido.
—Infiltraciones —explicó—. Significa que nos encontramos debajo del foso. —
Se arrimó a la pared y pasó sin mojarse.
Ignacio, que fue de los primeros en seguirlo, se arremangó el borde de su
vestimenta e hizo lo propio. Si aquel líquido provenía del foso, mejor evitar cualquier
contacto…
Siguieron sin encontrar más obstáculos hasta un punto en el que la galería se
bifurcaba en forma de Y. Lusiñano ordenó a Ignacio y a dos armígeros que tomaran
con él la embocadura izquierda mientras el resto de la infantería seguía por la
derecha, que llevaba al patio de armas. Una vez allí, los soudadiers sabían lo que
tenían que hacer.
Uno tras otro, éstos fueron deslizándose por la embocadura. Cuando Ignacio vio
que ya estaba solo en compañía de Lusiñano y los dos armígeros, no pudo mantener
la boca cerrada.
—¿Por qué nos hemos separado de los demás?
—Pronto lo veréis —respondió Felipe, inescrutable—. Caminad detrás de mí sin
causar ningún problema.
La embocadura de la izquierda los llevó a la base de una escalera de caracol. La
subieron y salieron a una atalaya situada en el interior de la muralla. Las aspilleras
ofrecían una buena vista de los espacios interiores del castillo. Felipe se acercó a una
de las aberturas e invitó a Ignacio a hacer lo mismo.
El mercader se asomó y, a pesar de la niebla, vio que abajo estaba el patio de
armas con la torre del homenaje en el centro y varios torreones a su alrededor, a lo
largo de los cuales se abrían grandes puertas en las que aparecía grabada la insignia
del Sol Negro; sin duda los alojamientos de las milicias.
Después notó que algo se movía subrepticiamente por el patio. Cuatro hombres se
deslizaban junto a los muros en dirección a la entrada del castillo. Debían de
pertenecer a la infantería de Lusiñano. Tratarían de abrir la puerta principal para

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permitir el acceso a la caballería apostada en el exterior, a lo que seguiría un ataque
simultáneo de infantes y jinetes.
Al amparo de la niebla, los cuatro soudadiers alcanzaron la entrada, donde había
una gran puerta arqueada. Por dentro estaba protegida por una sólida reja de hierro y,
por fuera, por un puente levadizo. Los cuatro debían accionar dos ruedas de madera
colocadas a cada extremo de la puerta. La primera rueda ponía en movimiento los
árganos de la reja y la segunda servía para bajar el puente levadizo.
Dos centinelas estaban apostados cerca de allí, pero no vieron a los intrusos, los
cuales se les acercaron sigilosamente y los degollaron sin más. «Gente avezada en el
oficio», caviló Ignacio. Después colocaron los cadáveres en el suelo y empezaron a
maniobrar la primera rueda.
El chirrido de los árganos turbó la paz del castillo.
Una vez levantado el rastrillo, los cuatro soudadiers acudieron deprisa donde
estaba la segunda rueda para desbloquearla. Pero entonces se oyó el silbido de las
primeras flechas. Uno cayó al suelo, alcanzado en un costado, y un segundo, al ver a
su compañero desplomado, soltó el manubrio y se dio a la fuga.
Así, quedaban sólo dos para maniobrar la rueda. No eran más valientes, pero sí
más sagaces. Huyendo no lograrían escapar de los arqueros. La única esperanza era
permitir la entrada de la caballería. Observándolos desde su posición, Ignacio pensó
que aquellos dos hombres serían alcanzados muy pronto por las flechas; si estaban
todavía vivos se lo debían a la niebla, que obligaba a los arqueros a tirar a ciegas en
dirección a la rueda.
De repente, el cordaje empezó a desenrollarse y el puente se precipitó con un
ruido ensordecedor. Impactó con la orilla y rebotó varias veces, produciendo un
bufido caliginoso, pero aquel retumbo se iba solapando con otro, cada vez más fuerte
e intenso: el de una caballería recién salida del bosque.
Ignacio miró por la aspillera y vio cómo los caballos de los soudadiers irrumpían
en el interior del castillo y recorrían en perfecta formación todo el perímetro del
patio. Entre tanto, la infantería se había posicionado en medio, tratando de
resguardarse de la lluvia de flechas.
El plan de ataque se estaba desarrollando a la perfección. Pero, como había
supuesto el mercader, el enemigo no se había quedado mirando: las puertas de los
ocho torreones se abrieron de repente y vomitaron toda una mesnada de hombres
armados, tanto a pie como a caballo.
—Los arcontes responden al ataque —confirmó Lusiñano, que seguía la escena a
pocos pasos de Ignacio. Su tono era sosegado, como el de quien confirma algo
esperado—. Emplearán todas sus fuerzas para repeler el ataque.
Los mercenarios de Lusiñano se vieron sorprendidos y poco después cercados por
aquella multitud. La caballería de los arcontes cargó contra ellos, que fueron
reculando poco a poco hacia la entrada. Pero el grueso del trabajo corría a cargo de
unos hombretones hercúleos que se lanzaron en medio de la refriega esgrimiendo

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porras enormes con puntas unciformes y repartiendo porrazos a diestro y siniestro.
—Son los guerreros con el bec de corbin que vigilan las cuevas de galena —
explicó Felipe refiriéndose a aquellos forzudos—. Como han salido al exterior, ello
quiere decir que Airagne ya no dispone de más efectivos dentro.
Ignacio lo miró de reojo.
—Ahora comprendo vuestro plan. Habéis recurrido a una maniobra de distracción
para introduciros en el castillo sin ser notado ni obstaculizado.
—Exactamente —corroboró Lusiñano—. En este momento, dentro de las torres
no se encuentra ya nadie más que el conde de Nigredo.
—El conde de Nigredo y Blanca de Castilla —puntualizó el mercader.
—Por supuesto. Seguro que los dos están ahí, en la torre del homenaje.
—Pero vuestros soudadiers no aguantarán mucho tiempo —repuso Ignacio—.
Dentro de nada, el enfrentamiento habrá concluido y los arcontes volverán a entrar en
el castillo. No tendréis tiempo suficiente para actuar.
—Esperad antes de hablar. Ignoráis un detalle importante. —Felipe lo invitó a
mirar por la aspillera que daba al mediodía.
Ignacio advirtió un guiño cómplice en los rostros de los dos armígeros que lo
escoltaban. Evidentemente, sabían a qué se refería el caballero. Se acercó a la
aspillera indicada y miró a lo lejos. Más allá del foso exterior, una concentración de
jinetes acababa de salir del bosque y se dirigía hacia el puente. Eran por lo menos
cincuenta. Y no se trataba de mercenarios sino de un ejército regular. Los colores de
los estandartes y de los uniformes le hicieron presentir algo que se tradujo
inmediatamente en certeza al reconocer al individuo que iba a la cabeza de la
formación: un obispo vestido de blanco a lomos de un caballo. Aunque
completamente engalanado, mitra y báculo incluidos, parecía un viejo decrépito.
Ignacio abrió los ojos como platos. Era Folco de Tolosa.
El obispo alzó el báculo y el escudero que iba a su lado hizo sonar un cuerno en
señal de ataque. A ello siguieron gritos de batalla así como el relinchar y piafar de
caballos. La caballería de la Congregación Blanca se lanzó a la carga contra el
castillo.
Entre tanto, en el interior de las murallas los soudadiers de Lusiñano se debatían
con extrema dificultad: diezmados, se habían replegado junto a la puerta principal al
no poder hacer frente al empuje del fogoso enemigo. Todo parecía perdido cuando, de
repente, apareció por el puente levadizo la armada de Folco en medio de una gran
estampida. Ante aquella visión, los mercenarios recuperaron las fuerzas y los ánimos
y trataron de abrirse en dos formaciones para dejar paso a la carga aliada.
Los jinetes de los Blancos atravesaron el pasillo dejado por los soudadiers y se
lanzaron al centro de la refriega, abatiéndose con furia sobre las tropas enemigas. El
impacto fue descomunal. Cogida de sorpresa, la formación de los arcontes retrocedió.
La caballería de Folco abrió una brecha en su núcleo y la dividió en dos. Valiéndose
de lanzas y cachiporras, pronto sofocaron cualquier tentativa de resistencia.

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Felipe, esbozando una sonrisa victoriosa, se alejó de la aspillera e hizo señas a los
dos armígeros de prepararse para la acción. A continuación se dirigió a Ignacio con
tono impaciente:
—Basta de mirar. Hay que moverse.
El mercader asintió con un estremecimiento interno. Su estado de ánimo era presa
de sensaciones contradictorias. El momentáneo éxito de Felipe le producía una
sensación de frustración, y sin embargo era perfectamente consciente de que su vida
estaba ligada a la de aquel hombre. Si Lusiñano era descubierto, a él se le tendría por
cómplice y sería tratado en consecuencia. Aquellos pensamientos no atenuaban una
euforia íntima, personal: de cualquier manera que concluyera la historia, en poco
tiempo descubriría los secretos de Airagne y la identidad del conde de Nigredo.
Antes de proseguir, Lusiñano volvió unos instantes a la aspillera. Miró por última
vez y le pareció descubrir las siluetas de unos jinetes en la margen del bosque.
Alguien no había tomado parte en el combate y había preferido permanecer mirando
desde los árboles. Ignacio aguzó la mirada hacia el hombre que iba a la cabeza de
aquella formación protegido por una pequeña escolta. Su imagen, aunque lejana, le
recordó algo familiar que le hizo aguzar la vista; al fin lo reconoció: Folco.
El obispo estaba mirando la entrada del castillo en espera del resultado de la
confrontación. Y, a pesar de la oscuridad y la niebla, el mercader percibió en él un
ansia febril de conquista.

Las dos sombras emergieron de la niebla y Willalme constató casi decepcionado que
no se trataba de espectros sino de dos soldados mal emparejados: uno bajo y grueso,
y el otro flaco y con una cabeza que parecía de un alfiler.
—¿Y éste quién es? —preguntó el primero.
—Me da que está muerto —comentó el segundo.
—No está muerto, mueve los ojos. —El gordinflón se inclinó sobre la cimitarra,
la recogió y con la punta rozó el rostro del francés—. ¿Qué, quieres hablar o no,
villano? ¿Quién te ha atado a este árbol?
Antes de contestar, Willalme estudió a los dos armígeros. Hablaban con acento
occitano pero no parecían formar parte de las milicias de Lusiñano. Como no
acertaba a averiguar a qué ejército pertenecían, decidió mentir:
—Han sido los merodeadores… —Se dio cuenta de que tenía la garganta reseca,
le costaba mucho tragar—. Me han robado todo y me han dejado que me muera aquí.
—Mientes —replicó el gordo mostrándole la espada curva—. Si fuera cierto lo
que dices se habrían llevado esto también.
—Me la han dejado porque está maldita. Trae mala suerte.
El larguirucho soltó una carcajada.
—Desde luego, a ti no te ha traído mucha suerte.
Willalme lo secundó, riendo a su vez.

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—Si también vosotros sois merodeadores, tengo que deciros que os ha ido mal.
—Mimó una expresión entre cómica y resignada—. No me han dejado nada que
poder daros.
Otra risotada del soldado flaco.
—No somos merodeadores sino soldados de la Confraternidad Blanca.
—Formamos parte de la retaguardia —aclaró el otro.
—¿Combatís entonces para el obispo Folco? —preguntó Willalme.
—Para él en persona —contestó el larguirucho—. Andamos buscando un castillo
repleto de oro.
—Calla, bobo —intervino el soldado gordo—. Eso debía ser un secreto.
El francés ya había oído bastante.
—Yo sé dónde se encuentra el tesoro.
Los dos lo miraron patidifusos. Él fingió una expresión lastimera y prosiguió:
—Los merodeadores me han atado aquí precisamente para que se me suelte la
lengua. Volverán pronto y si no hablo me matarán. No os lo he revelado antes porque
temía que fuerais de los suyos, pero como sois hombres del obispo la cosa cambia. Si
me liberáis os conduciré al lugar que decís.
El soldado gordo le aplicó en la garganta la cuchilla curva.
—Si mientes te degüello.
—Conozco un sendero oculto que lleva directamente hasta el oro —prosiguió
Willalme tratando de parecer convincente. Estaba cansado de hablar, tenía una sed
espantosa—. Pensad en lo agradecido que se mostrará Folco cuando se lo enseñéis.
—Somos dos, mientras que él está solo. No perdemos nada probando. —El
larguirucho se agachó a espaldas de Willalme y le cortó las ataduras con un puñal—.
No corremos ningún riesgo.
—Bien pensado, amigo. —Willalme se puso en pie y trató de desentumecer los
miembros. Pisó el suelo varias veces y se masajeó los brazos mientras los dos
armígeros se le ponían al lado—. ¿Puedo beber un poco de agua?
El gordo sacudió la cabeza.
—Antes deberás ganártela —replicó apuntándolo con la cimitarra para que se
pusiera en camino.
—De acuerdo, seguidme —dijo el francés internándose en la maleza—. Queda
cerca.
Los iba observando con el rabillo del ojo sin que ellos se dieran cuenta.
En cuanto recuperó el pleno control de sus movimientos, se volvió de repente,
arrebató la cimitarra al soldado gordo y asestó una cuchillada a su compinche en
pleno vientre. El larguirucho lanzó un grito desesperado y se agarró las vísceras que
le salían de la barriga mientras el armígero desarmado desenvainaba su espada a toda
prisa, pero como era lento y torpe, Willalme paró con facilidad su ataque y le clavó la
hoja hasta el puño.
Una vez seguro de que los dos estaban muertos, cogió la cantimplora de uno de

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los dos cadáveres y bebió hasta saciarse; después envainó la cimitarra en un costado.
«Os había advertido que traía mala suerte», murmuró con una sonrisa fría como el
acero.
Orientándose entre los árboles, volvió al punto de partida y aligeró la marcha en
la dirección que habían tomado los hombres de Lusiñano. No tenía la menor idea de
lo que haría cuando encontrara a Ignacio. «Improvisaré», se dijo. Ante todo, era
preciso recuperar el tiempo perdido.
Al poco de ponerse en camino oyó pasos a su espalda. Desenvainó la espada y se
escondió detrás de un árbol, temiendo volver a tropezarse con otros soldados. Pero de
repente fue sorprendido por un gruñido procedente de los matorrales. «Un lobo»,
pensó listo para defenderse, y cuando esperaba que la bestia saliera de la maleza y se
abalanzara sobre él, percibió con retraso la presencia de un hombre a sus espaldas.
Se volvió con la velocidad de una serpiente hendiendo el aire con la cimitarra,
pero una mano le agarró con fuerza la muñeca impidiéndole bajar la cuchilla.
Willalme rechinó los dientes a causa del esfuerzo y un segundo después se
encontró cara a cara con aquel hombre. Al cruzarse con su mirada, no pudo reprimir
una exclamación de estupor.

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30

Uberto soltó la muñeca de su amigo y sonrió; a continuación le dio un fuerte


abrazo.
—¿Cómo has conseguido dar conmigo? —le preguntó Willalme.
Uberto le relató a grandes rasgos la secuencia de sus distintos desplazamientos:
—Al llegar a Tolosa leí el mensaje que me había dejado mi padre en la hospedería
de la catedral. En él me decía que me dirigiera a Prouille para intentar entrevistarme
con Folco. Eso hice, pero el obispo se negó a recibirme; parecía muy concentrado en
la preparación de una expedición militar. No sabiendo qué dirección tomar, seguí
vuestras huellas hasta que di con el beguinato de Santa Lucina. Fue una verdadera
suerte porque allí me dieron unas indicaciones precisas para llegar a Airagne.
Willalme asintió mientras miraba a la muchacha que acompañaba a su amigo. Era
muy bella, de una belleza casi fascinante, aunque tenía una mirada ferina y
desconfiada. A pesar de la reserva que mostraba, parecía fiarse de Uberto.
—En un punto del camino —prosiguió Uberto— avisté un contingente de
mercenarios. Lo seguí a cierta distancia y reconocí nuestro carro. Pero algo me
parecía sospechoso, así que traté de espiar y descubrí que erais su prisionero. Después
os he venido siguiendo esperando que se presentara un momento propicio para actuar.
Willalme lo interrumpió, atormentado por una duda.
—Has aludido al beguinato de Santa Lucina… ¡Cómo es posible que…!
Uberto le puso una mano en el hombro.
—Algunas beguinas se han salvado.
—Juette, la muchacha que te cuidó —intervino Moira—, está viva y se encuentra
bien.
Ninguna otra noticia en el mundo podía levantar más el ánimo del francés. Hasta
la oscuridad de aquel bosque perdido dejó de parecerle amenazadora.
A continuación, Uberto le entregó la jambiya.
—Toma, te la devuelvo, amigo mío. Me ha dado suerte, y en una ocasión me ha
salvado incluso la vida.
El francés se acomodó el puñal en la cintura y miró a sus compañeros con aire
resuelto.
—Debemos darnos prisa. Ignacio está en peligro.
El rostro de Uberto se ensombreció.
—¿Sabes a dónde han llevado a mi padre?
Willalme señaló el castillo, asentado sobre una elevación.
El edificio, apenas visible a causa de la niebla, se elevaba amenazador por encima
del bosque. Parecía una enorme criatura de granito que echaba humo por arriba. Ante
aquella visión, Moira fue asaltada por espantosas imágenes de hombres esqueléticos,

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famélicos, desgarrados por el sufrimiento. Por debajo de aquel edificio, lo sabía bien,
discurría toda una red de galerías por las que ella se había arrastrado durante mucho
tiempo antes de encontrar una vía de escape. Estaba temblando. Uberto se dio cuenta
y la estrechó para tranquilizarla.
—¡Airagne! —exclamó la muchacha—. Eso es Airagne.
—Eso ha dicho también Lusiñano —corroboró Willalme—. Ignacio está ahí
dentro.
Uberto posó la mirada en el castillo. Lo que fuera que ocultaran aquellos muros
no podía seguir haciendo daño. Lo había prometido no sólo a Corba de Lantar sino
también a la abadesa de Santa Lucina. Sin embargo, frente al aspecto imponente de
Airagne, su temple se tambaleó. Le había resultado fácil comprometerse de palabra,
ignorando la enormidad de la prueba que iba a tener que pasar. Aceptando aquella
misión se había comportado de manera incauta y superficial. Pero el mismo
razonamiento era extensible a las personas que habían confiado en él. ¿Cómo habían
podido pensar que un joven inexperto iba a ser capaz de llevar a término semejante
tarea? Si él había sido un ingenuo, Galib y Corba habían actuado cuanto menos de
manera irreflexiva. ¿Qué habían tenido en la cabeza al decidir mandarlo frente a
aquellas torres? ¿Cómo podía un solo hombre desmantelar algo tan ingente?
Tras haber superado toda suerte de obstáculos hasta llegar a aquel punto, Uberto
dudó por primera vez del éxito de la empresa. En primer lugar, no le sería nada fácil
introducirse y moverse libremente por el interior de aquellas murallas. Y en segundo
lugar, no sabría cómo orientarse en el interior de una estructura tan vasta. Y ello sin
contar que tendría que burlar la estricta vigilancia de una legión de guardias. Se
necesitaba un verdadero milagro para lograr salvar a Ignacio y huir sin ser capturado.
Y sin embargo, debía intentar algo. Sentía sobre sus espaldas todo el peso de la
responsabilidad.
También era consciente de que no podía permitirse el mínimo error. Si lo
capturaban en Airagne no había nadie, como sucediera en Montsegur, que se diera
cuenta de su presencia allí. La fortuna ya lo había ayudado bastante. Era necesario
reflexionar bien sobre la manera de actuar y valorar atentamente la situación. Pero
antes debía liberarse de un remordimiento que lo roía desde hacía muchos días y que
le hacía dudar de su bondad personal. Antes de ponerse en camino, decidió llamar
aparte a Willalme y confiarle lo que sentía. Era el único amigo al que podía dirigirse
con total confianza. La posibilidad de hablar de ello con Moira le producía cierta
desazón. Aún no estaba preparado para dejarle ver sus debilidades.
No sabiendo cómo iniciar la conversación, el joven murmuró en dirección de
Willalme:
—He matado a un hombre.
El francés miró con discreción a la muchacha.
—¿Lo has hecho por ella?
Uberto asintió. Era cierto, había actuado movido por la pasión. A su amigo le

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bastó una mirada para comprenderlo. Después de todo, los dos se conocían desde
hacía muchos años y estaban unidos por unos sentimientos fraternales. El francés le
había enseñado a Uberto a combatir, tirar con el arco y montar a caballo. La relación
entre ambos era distinta a la que, por ejemplo, Uberto mantenía con su padre, con
quien le resultaba difícil sincerarse.
—¿Estás arrepentido? —le preguntó el francés dándole una palmadita en la
espalda.
—No, y es eso lo que no soporto.
—Bueno, eso ocurre cuando uno actúa guiado por el instinto. Cuando uno no
tiene tiempo de reflexionar en las acciones a causa de su inmediatez. —Willalme le
dirigió una sonrisa comprensiva—. Los monstruos matan por un apetito inmoderado,
no para defender a una persona amada.
Uberto asintió. Su amigo tenía razón. La pasión lo había llevado a actuar con
celeridad, no con ligereza. Lo había empujado a hacer lo que era justo sin dejarle
tiempo para reflexionar. Era ese aspecto emotivo lo que lo había desorientado, esa
momentánea pérdida de control. Aquella reflexión le aligeró grandemente la
conciencia.
Era el momento de moverse.

Atravesaron a pie la zona arbolada. Willalme y Uberto avanzaban juntos, uno con la
mano agarrada a la espada y otro con una flecha lista para ser disparada. Detrás de
ellos, Moira llevaba a los caballos de las riendas.
En determinado punto, el perro negro estiró las orejas y emitió un aullido. Uberto,
experto ya en interpretar las reacciones del animal, miró alrededor presa de una gran
agitación. Tal vez se engañaba, pero le había parecido oír un relincho. Efectivamente,
poco después surgía a través de la niebla la silueta de un caballo blanco atado a un
tronco. Había sido desensillado y estaba pastando con cierto remilgo.
—El corcel de Lusiñano —exclamó Willalme cuyas palpitaciones cardíacas
habían aumentado. Si aquel caballo se encontraba allí era sin duda porque también
Felipe andaba cerca. «Esta vez ninguna atadura me impedirá matarlo», se dijo.
Empuñó la cimitarra con renovada fuerza y lo buscó entre los árboles.
Pero el lugar estaba desierto. ¿Dónde se habían metido Ignacio, Lusiñano y todos
los soudadiers? En busca de respuestas, el francés se adentró en la maleza en
dirección al castillo. La niebla le obstaculizaba la vista, pero aguzó el oído y le
pareció oír en el interior de las murallas un entrechocarse de armas en medio de una
terrible batahola. Se estaba librando una batalla.
De repente, la voz de Uberto reclamó su atención; tenía un tono de euforia y de
sorpresa al mismo tiempo.
—¡He encontrado la embocadura de una galería! —Un segundo después, el joven
salía de entre los árboles, los ojos como platos, e invitaba a sus compañeros a seguirlo

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—. ¡Creo que sé por dónde han pasado!
Y condujo a Willalme y a Moira hasta una losa de piedra, junto a la que se
encontraba una rejilla de hierro levantada.

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31

Lusiñano condujo de nuevo a Ignacio a los subterráneos. Caminaban y caminaban,


alumbrando el recorrido con antorchas. Las galerías constituían un laberinto sin fin
donde costaba mucho orientarse. El mercader se preguntó cuál sería su verdadera
extensión y quién las habría construido, pero intuía que pronto lo iba a descubrir.
Poco a poco, con la temperatura en aumento, el aire se llenó de un olor
desagradable, a sustancias acres.
Recorrido el último tramo de la galería, Lusiñano entró el primero en un espacio
anchísimo y, con gesto seguro, como el de quien ha vuelto a casa, invitó a sus
acompañantes a seguirlo. Ignacio y los dos armígeros miraron antes unos instantes a
su alrededor. Aquélla no era una cueva natural, sino una especie de cripta de techo
abovedado, enteramente excavada en granito. A lo largo de las paredes se divisaban
ocho imponentes entradas talladas en piedra y también abovedadas, todas iguales y
equidistantes.
—¡Las puertas del infierno! —exclamó un armígero.
El mercader se esforzó por razonar con frialdad. Cada una de aquellas entradas
debía de conducir respectivamente a las ocho torres que jalonaban la muralla.
Ciertamente, no eran los accesos a la torre del homenaje. Por lo tanto, en aquel
momento se encontraban justo en el vientre de Airagne, bajo dicha torre.
Las ocho entradas no eran los únicos accesos que había. En las paredes,
semiocultas por la sombra, se divisaba un sinfín de puertas pequeñas.
Obedientes a Felipe, los dos armígeros cogieron sendas antorchas de un muro y
las encendieron. El lugar se llenó rápidamente de un olor a resina quemada, mientras
las antorchas reverberaban con una luz tenue hacia el techo. La claridad le permitió a
Ignacio percibir en el centro de la amplia sala un pequeño estanque alimentado por un
manantial de agua, en medio del cual se elevaba una estatua de tamaño humano: una
escultura de piedra negra veteada de galena, algo hosca pero muy expresiva.
Representaba a una mujer.
—¿Simboliza esa estatua a Airagne? —preguntó el mercader un tanto
impulsivamente.
—No sabría decirlo —contestó Lusiñano—. Debe de ser obra de los primeros
habitantes de este lugar, al igual que la mayor parte de las galerías. Pero representa a
la perfección el misterio de Airagne.
Ignacio se fijó en una palabra grabada en la base de la estatua: MELVSINE. Le
resultaba familiar, pero en aquel momento no captaba del todo su significado.
—Yo suponía que detrás de Airagne se escondía una entidad femenina —comentó
—. Lo deduje al ver los escudos de oro alquímico. La araña grabada va acompañada
de símbolos mujeriles. Ocho espirales y, en el centro, un espejo de Venus. Las

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espirales aluden a la hilatura y al mito de Ariadna, pero también a la alquimia.
La imagen que tenía en mente era clara.

—La imagen de la araña es un mapa simbólico del castillo —prosiguió Ignacio—.


Las torres son los ocho husos que utiliza Airagne para «tejer» el oro.
—No son las torres sino los subterráneos —lo corrigió Felipe—. Airagne es la
señora del laberinto oscuro, la diosa Draco. En su vientre late el secreto de nigredo.
El mercader asintió y después se puso a pensar de nuevo en la inscripción de la
estatua. Aquella «Melusine» le llamaba particularmente la atención. El sonido de la
palabra, la pronunciación de sus sílabas, tenía algo familiar que seguía escapándosele.
La voz de Lusiñano lo sacó de sus reflexiones.
—Parecéis ciertamente meditabundo, maestro Ignacio. Sin duda tratáis de
comprender por qué os he traído hasta aquí, ¿no es eso?
—Yo creo que queréis utilizarme como rehén, aunque no estoy seguro. También
es posible que os preocupe lo que pueda haber encontrado mi hijo siguiendo las
indicaciones de Galib.
Lusiñano hizo un gesto de contrariedad.
—Ya me ocuparé de vuestro hijo en su debido momento, una vez haya recuperado
el control de Airagne. Aunque debo reconocer que no tengo la menor idea de dónde
puede encontrarse. En cuanto a vos, tengo preparado un programa harto interesante.
—Explicaos.
—En las plantas superiores, en un aposento secreto de la torre, se esconden los
libros de los sabios que organizaron la Obra de Airagne. Pero algunos se encuentran
redactados en lengua árabe, y vos tenéis fama de ser un óptimo traductor: conocéis
bien el idioma morisco y las ciencias herméticas. Traduciendo para mí esos textos
podríais ayudarme a mejorar la producción del oro alquímico. Sin contar con que
aprenderíais muchas cosas… —Esbozó una sonrisa meliflua—. Creo que el propio
Gerardo de Cremona aceptaría gustoso semejante propuesta. ¿Os seduce?
—Si me negara, ¿me mataríais, como a vuestros filósofos de Chartres?

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—A cada negativa os amputaría un miembro del cuerpo —lo amenazó Lusiñano
—. Estoy convencido de que antes o después decidiréis colaborar.
El mercader temporalizó. Aunque le seducía la posibilidad de descubrir los
secretos de aquellos libros, le repugnaba ponerse al servicio del taimado Felipe. Se
acercó a la estatua de mujer.
—Antes de decidir, me gustaría hablar un poco más de esta escultura. Me resulta
curiosa la inscripción que hay en la base: «Melusine». —Y señalando la palabra
grabada, prosiguió—. Contrariamente a la estatua, la inscripción parece reciente.
¿Quién la hizo?
—Los sabios de los que me serví para fundar la Obra —respondió Lusiñano.
—Melusine. Es el nombre de vuestra diosa Draco, ¿no?
—Melusine, o Melusina, está vinculada a mi estirpe desde hace muchas
generaciones. Representa a la mujer serpiente que otorga poder a quien tiene el valor
de amarla. Al parecer, su nombre deriva de mère Lusine.
—Lusine deriva de «lux», la luz de la sabiduría… —Ignacio tuvo una intuición
repentina. Melusine, mère Lusine… Apretó los puños. ¿Cómo no lo había visto
enseguida? ¡Se trataba de la mater Lucina! ¡El beguinato! Todo le resultaba claro de
repente.
—Mère Lusine es mucho más —prosiguió Lusiñano—. Se refiere a Lucifer, el
elemento divino que los platónicos llaman anima mundi, «el alma del mundo». Los
alquimistas lo identifican en cambio con la pureza de albedo.
Ignacio, seguro ya de sus elucubraciones, lo apuntó con el dedo.
—Eso es lo que os enseñó la abadesa de Santa Lucina cuando aún no había
fundado el beguinato, ¿no es cierto? Ella formaba parte de vuestro círculo de sabios.
Es la que años atrás sustrajo el Turba philosophorum y consiguió huir incólume de
este lugar.
—Buen razonamiento… —convino Felipe casi divertido—. Después de muchos
años de búsqueda, me encontré con ella de repente. Podéis imaginar mi decepción.
Ignacio continuó con su reconstrucción de los hechos.
—Sin duda la reconocisteis saliendo de la abadía de Fontfroide a lomos del mulo.
Pero seguramente ya antes habíais esperado encontrarla, cuando Folco nos habló del
beguinato de Santa Lucina… Lucina, sí, como vuestra mère Lusine. La coincidencia
de los nombres debió de despertar vuestras sospechas, y por eso intentasteis matarme.
Queríais impedir que me entrevistara con esa mujer. Temíais que pudiera revelarme
los secretos de Airagne. Después ordenasteis a vuestros mercenarios que prendieran
fuego al beguinato y la apresaran.
—Pero esa bruja ha logrado escapar de mí otra vez. —Felipe se dio un puñetazo
en la palma de la mano—. Ella levantó en mi contra al círculo de sabios. ¡Maldita
sea! Nunca logré saber por qué lo hizo.
Ignacio frunció el ceño; ahora tenía un aire severo: bajo sus cejas, dos ojos de
gavilán.

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—Lo hizo porque desnaturalizasteis a su mater Lucina, a su fata benéfica,
transformándola en la diosa Draco, en un monstruo capaz de generar los sufrimientos
de Airagne y la devastación de los arcontes.
—¿Acaso estáis realmente convencido de que los sabios habían concebido
Airagne como un lugar destinado al bien? ¿Qué os lo hace suponer?
—El nombre mismo de Airagne. Cuando hablé de eso con la abadesa, lo comparé
con Ariadna. Ella asintió, pero también aludió al anagrama correcto, Ariagne, con
referencia a una palabra griega. Entonces no la entendí, pero ahora creo que sí. La
palabra griega es agnós, que designa la castidad y la pureza, igual que mater Lucina.
En su origen, Airagne fue concebida para el progreso del hombre, no para su
condena.
Lusiñano contrajo los labios, reprimiendo una clara irritación. Rumió las palabras
que acababa de oír y sacudió la cabeza varias veces en señal de rechazo, pero antes de
poder rebatirlas algo inesperado lo alarmó: un movimiento en la sombra.
Una flecha silbó en el aire y uno de los dos armígeros cayó redondo al suelo,
traspasado.
Siguió una espera enervante, y después surgieron tres personas de la
semioscuridad: Uberto, Willalme y Moira, seguidos del perro negro. Felipe se les
acercó con una mueca de estupor rabioso. «Es imposible», pensó. ¡Airagne era un
laberinto! Aun suponiendo que los tres lo hubieran seguido por el bosque hasta la
embocadura de la galería, ¿cómo habrían logrado dar con él?
—El olfato del perro nos ha guiado hasta aquí —explicó Uberto como
respondiendo a las miradas interrogativas de Lusiñano. Su mirada se posaba ora en
éste ora en Ignacio—. ¡Dejad libre a mi padre, más os vale! —Parecía más maduro y
decidido con respecto al joven algo atolondrado que había partido de Castilla un mes
antes. Para dar mayor énfasis a sus palabras, se dispuso a arrojar una segunda flecha.
Al verse apuntado, el armígero que quedaba en pie desenvainó una daga y asió a
Ignacio para escudarse con su cuerpo, pero el mercader sacó el puñal que llevaba
oculto entre los pliegues de la ropa y con un movimiento velocísimo se lo metió por
una axila, aprovechando una raja de la guerrera. El soudadier cayó de rodillas,
plegado en dos por el dolor, y antes de expirar emitió una boqueada semejante a un
vagido.
Lusiñano rechinó los dientes y se lanzó contra Ignacio, pero antes de alcanzarlo
se le interpuso el indómito Willalme.
Felipe desenvainó la espada.
—¡Maldito, cómo te atreves! —espetó—. Debías seguir atado al árbol en que te
dejé. ¡Ahora sí te haré picadillo! —Y se lanzó contra él.
Empuñando en una mano la cimitarra y en otra la jambiya, el francés rechazó una
serie de mandobles furiosos. En la oscuridad subterránea, las chispas desprendidas
por las cuchillas centelleaban como luciérnagas. El duelo se anunciaba duro. Felipe
era un guerrero formidable y se debatía con una habilidad asombrosa, repartiendo

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unos golpes rápidos que atestiguaban una experiencia conseguida tras muchos años
batallando. Uberto lo seguía con la mirada. Lo tenía apuntado con el arco. El
remordimiento había desaparecido. Tenía a su presa a tiro.
—¡No dispares! —le gritó el francés—. ¡De este felón me encargo yo!
Por la mente de Willalme pasaron como relámpagos las numerosas perfidias de
aquel hombre: el engaño, la humillación, la cautividad, el incendio de la iglesia…,
unos sentimientos incontenibles que lo llenaban de furia. Fue parando los sablazos
con tesón hasta que, desplazándose a un ángulo ciego para su adversario, consiguió
organizar el ataque. Esgrimió la cimitarra en el aire y lanzó un poderoso golpe
transversal, de abajo arriba. Lusiñano lo paró, pero el francés giró sobre sí y lanzó un
segundo golpe derecho al abdomen.
Felipe paró también ese golpe con la espada, retorciendo el brazo de manera
antinatural. Notó una punzada en la muñeca y se dio cuenta de que había
infravalorado al rival. Reculó para evitar un encuentro cerrado. Willalme no le daba
respiro, alternando los tajos de la cimitarra con las acometidas de la jambiya. Lo
obligó a ponerse de espaldas al muro y se le echó encima, presto a golpear. Pero
Lusiñano fue más rápido: con la mano izquierda cogió una antorcha de la pared y se
la lanzó a la cara.
Willalme gritó de dolor y se llevó la mano a los ojos, cegado por un relámpago
escarlata. Retrocedió torpemente sin dejar de agitar la espada. ¡Aquel maldito se la
había jugado! Los párpados le quemaban, y cuando consiguió abrirlos tenía la vista
empañada. Con todo, consiguió vislumbrar la silueta del enemigo, que se alejaba
hacia una salida. Se lanzó tras él con mayor ímpetu aún.
Lusiñano abrió rápidamente una puerta y la cerró tras de sí, bloqueándola con una
barra. Willalme golpeó con fuerza la puerta, que tembló pero no cedió: era de madera
tachonada, ceñida por listones metálicos. Sólo un ariete podía desfondarla.
El francés siguió golpeando con rabia. De repente, sintió una mano en el hombro.
Se volvió, todavía transfigurado por la ira. Era Ignacio.
Emitiendo un profundo suspiro, Willalme se calmó.
—Tranquilo, amigo mío, ya le echaremos el guante —le aseguró el mercader—.
Lo importante ahora es que todos estamos sanos y salvos. —Se dirigió a Uberto y
después a la muchacha que lo acompañaba—. Todos sanos y salvos.
—¡Por fin, padre! —exclamó Uberto sonriendo. Durante unos instantes, sintió
que se había vuelto niño, y le invadió un afecto tan grande hacia su progenitor que se
olvidó de todos los defectos que solía imputarle. Indicó a la joven que tenía a su lado
—. Es Moira. La encontré de camino, cerca de Montsegur. Desde entonces vamos
juntos. Me ha ayudado a encontrar el camino de Airagne.
Ignacio asintió y acto seguido hizo un gesto de aprobación en dirección a la
muchacha.
—La abadesa de Santa Lucina te manda saludos —prosiguió el joven.
El mercader levantó una ceja.

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—¿Está viva?
—Sobrevivió al incendio refugiándose en el sótano de la iglesia —explicó Uberto
someramente, agregando a continuación—: He visto lo que se esconde allí abajo.
Aquella mujer me enseñó a los tejedores y…
—Y después te dijo que había formado parte del grupo de sabios que fundó
Airagne —se anticipó su padre.
Uberto abrió los ojos como platos, atónito.
—¿Cómo has conseguido saberlo? La abadesa me aseguró que no te había
hablado de eso.
—No me mires como si fuera un arúspice —protestó Ignacio.
—Un momento —terció Willalme volviéndose al mercader—, tú me dijiste que la
abadesa te había asegurado que no había estado nunca en Airagne.
—Y en realidad no mintió —respondió Ignacio—. Ella me aseguró que no había
estado nunca prisionera en Airagne, lo cual es cierto pues los sabios que fundaron
este lugar siguieron a Lusiñano de manera espontánea. Nadie los obligó. Pero
después mosén Felipe empezó a hacer de las suyas: secuestró a todos los cátaros que
encontraba para que produjeran ingentes cantidades de oro alquímico, dando así
origen a la leyenda del conde de Nigredo. Una leyenda a la que los sabios se
opusieron, pagándolo con su propia vida.
—Todos menos la abadesa —matizó Uberto—. Consiguió huir de Airagne,
llevándose con ella el Turba philosophorum, que mandó esconder en Montsegur.
Después se refugió durante un tiempo en España, y al volver al Languedoc fundó el
beguinato de Santa Lucina. En cuanto encontraba a un fugitivo de Airagne, lo
socorría y protegía.
—Ahora que hemos aclarado algunas cosas, háblame del Turba philosophorum
—le intimó Ignacio—, siempre y cuando sepas algo de ese libro.
—Puedo hacer algo mejor —respondió el joven mientras metía una mano en su
talego—. Te lo puedo enseñar.
El mercader vio, con incredulidad, cómo sacaba un pequeño códice y se lo
entregaba con cierta urgencia. Si realmente se trataba del manuscrito del que había
oído hablar, se encontraba frente a uno de los textos más importantes no sólo de la
cristiandad sino también de toda la ecúmene. En cuanto lo tuvo entre sus manos,
inspiró profundamente para dominar su euforia interior y se puso a hojearlo,
devorando con los ojos las líneas de tinta. Quería comprobar si se trataba del
auténtico Turba philosophorum.
—Lo saqué de la Piedra de Luz, en los sótanos de Montsegur. —Uberto guiñó un
ojo—. El maestro Galib me encargó que lo recuperara para ti. Entre sus páginas se
ocultan los secretos alquímicos de Airagne.
—El maestro Galib murió por este libro. —El rostro de Ignacio se ensombreció.
Había aprendido aquella lección en Toledo muchos años atrás: el saber más valioso,
revelado a unos pocos, exige a menudo el más alto sacrificio. Tal vez también él, un

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día, acabaría pagando semejante tributo. Pero ahora debía pensar en otras cosas—.
Gracias a este libro podremos comprender el funcionamiento de Airagne. Dado el
poco tiempo de que disponemos, lo consultaré por encima. Espero que nos
proporcione alguna ventaja sobre Lusiñano.
—Así podremos detenerlo —asintió Willalme. Las quemaduras de la cara le
daban un aspecto feroz. Afortunadamente, no le habían dañado la vista.
El mercader hizo un gesto negativo.
—Felipe de Lusiñano no es la única persona a la que tenemos que parar los pies,
ni la más peligrosa. Entre estos muros se esconde el conde de Nigredo, el hombre que
ha suplantado su lugar y mantiene prisionera a Blanca de Castilla. No será fácil trazar
un plan de acción.
Moira se sintió obligada a intervenir.
—Debemos ocuparnos también de la gente que permanece atrapada en el
subsuelo. Los esclavos de Airagne. No podemos permitir que sigan muriendo aquí
abajo.
Todas las miradas convergieron hacia ella, trasluciendo un total acuerdo.

Cuando Lusiñano cerró la puerta tras de sí, exhaló un profundo suspiro. Había faltado
poco para que aquel demonio desenfrenado le ganara la partida.
Una fuerte contracción en la muñeca derecha lo retrotrajo a la realidad. Un
momento antes, en pleno duelo, no había notado aquel intenso dolor. Pero ahora las
punzadas se ramificaban hasta el codo, como ocurría siempre al final de las
confrontaciones, cuando el cuerpo se relajaba.
Se palpó el antebrazo por varios puntos. Nada grave, pero tendría problemas en
caso de tener que usar de nuevo la espada. Afortunadamente, no corría ese riesgo por
el momento: el mozárabe y sus compañeros no podían alcanzarlo. Esos malditos
emplearían mucho tiempo tratando de orientarse entre los innúmeros recovecos de
Airagne. Además, él no había elegido aquella salida al azar. Frente a sus ojos,
arrancaba un pasillo más holgado que llevaba hasta la torre del homenaje.
Las cosas no estaban saliendo tan mal…
Organizó las ideas. Ante todo, debía encontrar al conde de Nigredo y quitarlo de
en medio. Una vez recuperado el control de Airagne, se encargaría de los intrusos.
Ignacio de Toledo, su hijo Uberto y aquel maldito Willalme que se había atrevido a
enfrentarse a él, a desafiarlo. Bueno, lo pagarían muy caro.
Pero no tenía un minuto que perder.
Enfiló a buen paso el corredor. Debía acceder a la torre ahora que la vigilancia era
mínima. Una vez eliminado su misterioso usurpador, sería fácil asegurarse la
obediencia de parte de los arcontes. Si querían el oro de Airagne, tendrían que
someterse a él. En cuanto a Folco y a los soudadiers, no representaban una seria
amenaza, sino un simple estorbo.

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«Pobre Folco, casi me da pena», se dijo Lusiñano con una risita. «Sus caballeros
serán barridos. Está tan obsesionado con el oro que ni siquiera se ha dado cuenta de
que lo han manipulado».
Superó una arcada de piedra y alcanzó las raíces de la torre del homenaje. Ya no
se encontraba en una galería, sino entre paredes perpendiculares y cuadrangulares.
Era tal su estado de euforia mientras avanzaba que casi no advirtió una silueta
encorvada que, salida de la sombra, estaba delante de él. Era un monje ya entrado en
años.
El hombrecillo decrépito se sobresaltó al verlo y se dio rápidamente a la fuga.
Felipe se acordó de repente. Ya había visto antes a aquel vejete. Y no una, sino
dos veces. La primera, en la abadía de Fontfroide, y la segunda en el campamento de
los arcontes. ¡Era Gilie de Grandselve! ¡Así que eso era realmente, un emisario del
conde de Nigredo, mandado a Fontfroide para espiarlo! No cabía otra explicación.
Lusiñano se lanzó tras de él. Debía atrapar a aquel monje.
Arrastrándose jadeante sobre sus piernecitas delgadas, Gilie de Grandselve
parecía una rata asustada. Felipe estaba seguro de alcanzarlo de un momento a otro, y
entonces le haría confesarlo todo. Pregustando ese momento, atravesó a toda
velocidad un corredor cada vez más ancho.
Cuando se hallaba a unos pocos pasos del monje percibió un movimiento a sus
espaldas. Una puerta lateral se estaba abriendo. Con el rabillo del ojo vio salir a un
energúmeno blandiendo una cachiporra, y antes de que pudiera reaccionar recibió un
fuerte impacto en la cabeza.
Vio una luz blanca y después se sumió en la oscuridad. Pero aún consciente, pudo
ver que Gilie de Grandselve volvía sobre sus pasos y lo miraba con una sonrisa
malvada.

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32

Castillo de Airagne
Cuarta carta – Rubedo

Mater luminosa, la virtud y el intelecto me fueron suficientes para concluir la Obra. Las fatigas de
nigredo, de albedo y de citrinitas me sirvieron de guía por el jardín de la alquimia, permitiéndome
alcanzar el rubor de rubedo. Pero la manera como logré este milagro es un mysterium que
mantengo secreto, por lo que sólo hablaré de ello de manera simbólica. Yo trabajé el hilo de lana
como se hace en la tejedura y obtuve un paño dorado semejante al vellocino de Jasón. Pero ahora
que admiro tal maravilla, me invade la nostalgia de mi antiguo claustro, el refugio de plegaria y
silencio que me devolvió la paz del espíritu. Mater luminosa, me pregunto si podré volver allí.

Frangipane volvió a colocar la carta en el cofrecillo y se presionó los párpados con


los pulgares. Tenía los ojos hinchados y notaba unas pulsaciones neuróticas dentro de
las órbitas.
¿A qué aludían aquellas cartas? ¿Quién las habría escrito? Inútil tratar de saberlo:
sus pensamientos se hundían en la nada. Su cabeza estaba oscura y vacía como un
hoyo excavado a golpes de pico. Además, le embargaba un malestar embarazoso,
como si hubiera cometido algo malo y no lo recordara. Se trataba de un
acontecimiento reciente.
Se esforzó por rememorar lo acontecido y le vino un recuerdo. Al principio no
estaba seguro de que fuera real, pero enseguida tuvo que rendirse a la evidencia.
¡Aquel recuerdo era bien suyo!
Reconstruyó los hechos. Se había portado como un loco, había perdido el control.
Y lo que era peor, lo había hecho delante de ella, la dame Hersent. Se había vuelto un
ser ridículo para sus ojos, había dado un espectáculo lamentable.
¿Qué le ocurría? Desde que se hallaba prisionero era como si una voluntad
desconocida se hubiera apoderado de su persona obligándolo a realizar acciones
incomprensibles. Se preguntó si, además del episodio recién evocado, había también
otros que no recordaba ahora. Aquel pensamiento lo asustó. Se sentía impotente,
incapaz de comprenderse a sí mismo. Siempre había sido un hombre inflexible y
morigerado, y nunca había dado pie a nadie para ser compadecido, y menos a una
mujer. Todos temían su carácter decidido y autoritario. ¡Era el cardenal de
Sant’Angelo, legado pontificio, un hombre de poder! Nadie lo había visto nunca
arrodillarse, salvo para rezar.
Debía de ser por culpa de Blanca, no cabía otra explicación. La reina había
logrado engatusarlo e insinuarse en sus fantasías como una serpiente. Lo había
retado, traspasando el límite permitido por su relación. Mientras se entregaba a
aquellos pensamientos, descubrió que estaba sonriendo como un bobo y sintió pena
de sí mismo.
Saltó del sitial y empezó a recorrer la estancia a grandes pasos. En su interior, la

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ansiedad oscilaba como el badajo de una campana. No era la cautividad lo que le
exasperaba sino la cercanía de aquella mujer. Su imagen lo perseguía en los
pensamientos y hasta en los sueños. La odiaba. ¡Sí, odiaba a Blanca de Castilla! Se
aferró con todas sus fuerzas a aquel sentimiento, pues de lo contrario habría tenido
que reconocer algunas cosas que temía tanto que ni siquiera se atrevía a
pronunciarlas.
«El odio es un sentimiento puro e inflexible», concluyó con un alivio pasajero.
«Es un bastión sólido. Y debidamente embridado puede dejarse guiar por la
racionalidad».
Se presionó una vez más los párpados, pero a pesar de aquel gesto su dolor de
cabeza siguió en aumento. Era un dolor provocado por el nerviosismo —eso ya lo
había comprendido—, que cuanto más trataba de rechazar más se agudizaba y más
hundía sus tentáculos en su cabeza. Pero el cardenal prefería sufrir antes que
enfrentarse a sí mismo. Había decidido castigarse así para poder extirpar aquellos
encantamientos. Debía liberarse de las debilidades de la infatuación, desterrarlas de
su ánimo. Uno podía desear a una mujer, desfogar en ella su virilidad, ansiar
someterla. Eso era algo natural, casi plausible, y tal vez incluso perdonable.
«Yo… no… la… amo…».
Para expulsar del alma el veneno, había empezado a hablar en voz alta. Se mordió
la lengua para que no pudieran oírlo. Pero, antes, alguien había entrado en la estancia.
La reina.
El cardenal legado adoptó la expresión de un niño al que sorprenden cometiendo
una travesura.
Blanca se le acercó con paso liviano, como si caminara sobre el agua. Sus
movimientos recordaban el de algas fluctuantes.
—Eminencia, finalmente os habéis recuperado. Empezaba a temer por vos.
Parecía sincera, incluso solícita.
Romano Frangipane no tuvo tiempo para responder, pues ella había pasado
rápidamente por su lado y se estaba asomando a una ventana. La reina oyó el resonar
de una batalla, y con una mueca compungida se preguntó cómo había podido
permanecer sorda hasta entonces ante semejante estruendo.
—¡Eminencia, mirad lo que está pasando ahí fuera! —Blanca, presa de un
entusiasmo incontenible, señaló el choque armado que se estaba desarrollando a los
pies de la torre—. ¡Ya era hora de que alguien viniera a socorrerme! ¡Oh, qué
fogosidad! Esos hombres se están batiendo como verdaderos leones. —Se volvió, con
aire de incredulidad—. Pero ¿qué hacéis ahí parado? Venid, venid a ver. ¿Acaso
tenéis miedo de acercaros a mí?
El cardenal se acercó con renuencia a la reina y se asomó. El espectáculo que se
ofrecía a sus ojos lo dejó sin aliento. Había asistido a muchas batallas en los últimos
años, pero siempre experimentaba el mismo horror y la misma desazón. Ante la
guerra, la vida le parecía una concatenación de fenómenos grotescos y carentes de

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significado: un vendaval que daba al traste con todo, una orgía de cuerpos y
emociones carente de cualquier finalidad salvo la de transformar a los hombres en
bestias.
Dos ejércitos se estaban enfrentando dentro del recinto amurallado. La niebla no
permitía distinguir los colores de los uniformes, pero la situación parecía bastante
clara. Los invasores tenían una clara ventaja sobre los defensores del castillo.
Frangipane se dio cuenta de que a su lado, Blanca, presa de excitación, estaba
temblando. El choque entre los dos bandos en vez de turbarla suscitaba en ella una
fascinación secreta. Sus ojos brillaban con un fulgor salvaje. Durante unos instantes,
casi advirtió en ellos el deseo de participar personalmente en la lucha. Si hubiera sido
un hombre, pensó, habría llegado a ser un gran condotiero.
En determinado punto, Blanca se apartó de la ventana y se acercó a una mesita de
madera, donde había una jarra de terracota. Se llenó un cáliz y se lo llevó a los labios.
—Aún estáis pálido, Eminencia —observó—. Un traguito de vino os sentaría tan
bien como a mí. Probad este aygue ardent.
—Su Majestad debería saber que no bebo vino. Agravaría mi dolor de cabeza. —
El cardenal indicó una jarra metálica sobre el escritorio—. Prefiero agua.
La reina estuvo a punto de rebatirle, pero decidió no hacerlo. Bebió un sorbo de
vino y lo saboreó despacio. Un tenue rubor afloró a sus mejillas.

Casi sin darse cuenta, Humbert de Beaujeu superó un pasadizo angosto y se encontró
en la superficie. ¡Tras numerosos y vanos intentos, había conseguido encontrar por
fin una salida de aquellos subterráneos!
No habría sabido decir qué hora del día era, pues sobre la boca del pasadizo se
cernía una niebla plúmbea, pero intuyó que se encontraba aún dentro del recinto
amurallado. Y aunque estaba listo para afrontar cualquier situación, permaneció
inmóvil contemplando una escena que se le antojaba increíble. Nunca habría
esperado encontrar la explanada del castillo invadida por un tropel de soldados
combatiendo. Sus siluetas se agitaban en medio de la grisalla y se parecían más a
sombras que a cuerpos tangibles, de no ser por el clangor de las armas y los gritos de
batalla.
Avanzó unos metros. Bien pensado, la situación no variaba para él: pasara lo que
estuviera pasando allí, debía salir indemne del castillo y preparar un plan para liberar
a la reina. Miró a su alrededor. Si un ejército había logrado hacer irrupción, debía de
haber alguna abertura en las murallas. Tenía que encontrarla; una vez fuera, ya vería
la manera de sacar partido a la situación.
Estaba a punto de ponerse en movimiento cuando un caballo de batalla se le
plantó delante y emitió un relincho agudísimo; acto seguido, el animal se encabritó,
con los cascos embarrados sobre su cabeza.
Cuando el corcel volvió a plantar las patas delanteras, Beaujeu pudo ver al jinete

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que lo montaba. Los colores del uniforme eran inconfundibles: pertenecían al obispo
de Tolosa. Y como él mismo llevaba sobre el pecho las insignias del rey de Francia,
creyó sentirse seguro: tenía ante sí a un probable aliado.
Pero, contrariamente a lo previsto, el jinete levantó su espada manchada de sangre
y se abalanzó sobre él.
—¡Otro más! —gritó—. ¡Malditos arcontes, antes de morir mandaré al infierno a
todos los que pueda!
Humbert buscó instintivamente el pomo de su espada pero, al acordarse de que
estaba desarmado, se tiró al suelo para esquivar la estocada. Rodó por el barro y logró
levantarse deprisa mientras el jinete giraba el corcel para lanzar un nuevo ataque.
Pero no le pareció que representara una verdadera amenaza. Tenía aspecto de estar
exhausto; sus movimientos eran lentos y desacompasados. Era probable que llevara
varias horas combatiendo, e incluso que estuviera herido. El lieutenant lo esquivó con
un movimiento hábil y se le acercó sin ser golpeado, después lo agarró por una pierna
y lo tiró al suelo. El impacto dejó aturdido a su agresor.
Sin preocuparse por éste, Humbert agarró al caballo por las riendas, saltó a la silla
y se lanzó al galope, atravesando el campo de batalla con la cabeza gacha. Debía
alcanzar una brecha en las murallas y salir del castillo. Entretanto, no dejaba de
preguntarse qué era lo que estaba ocurriendo allí realmente ni por qué lo había
atacado aquel jinete.
Lanzado hacia la salida, donde el combate era encarnizado, faltó poco para verse
envuelto en la refriega entre infantes y jinetes, un implacable entrechocarse de
escudos, espadas y lanzas. El caballo, agotado, echaba espumarajos por la boca y
mordía el freno asustado, pero él lo espoleó con todas sus fuerzas. Tenía que seguir
corriendo a la mayor velocidad posible.
El último tramo antes de la abertura resultó el más difícil. Como era imposible
atravesar aquel entrelazamiento de cuerpos sin grave riesgo de morir, Humbert
blandió una maza que iba sujeta a la silla y se batió con audacia, abriéndose paso a
base de porrazos y derribando a cuantos hombres se le ponían por delante, sin reparar
en el bando al que pertenecían. Con los dientes apretados, levantaba y bajaba la maza
sin cesar, el brazo derecho dolorido por el esfuerzo. Cuando por fin se encontró en el
puente que franqueaba el foso, hizo encabritarse al corcel para librarse del último
grupo de infantes que le impedían el paso y escapó a todo galope, ¡finalmente libre!
En la linde del bosque, un grupo de hombres a caballo salió de la niebla a su
encuentro.
—Yo os conozco —dijo uno de ellos, un viejo de modales aristocráticos.
—Y yo a vos también —repuso Humbert observándolo con atención. Sobre la
coraza vestía una casulla y un palio, y blandía un báculo. No había lugar a error—.
Sois Folco, el obispo expulsado de Tolosa.
—Y vos sois el primo del difunto rey Luis —agregó el prelado—. Pero ¿dónde os
habéis metido? Vuestra cara y vuestra ropa están manchadas de hollín. Parecéis

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recién salido de una fragua.
—En cierto sentido, Su Ilustrísima lleva razón. —El lieutenant señaló hacia atrás
—. ¿Son vuestros los soldados que están asediando el castillo?
—En buena parte sí, coadyuvados por un grupo de mercenarios.
—Deberíais ordenar la retirada. Dentro de poco no quedarán muchos en pie.
—¡No lo puedo creer! —Folco parecía desagradablemente asombrado—. Me
habían asegurado que las defensas del conde de Nigredo estaban desguarnecidas.
—Todo lo contrario, Excelencia. —Era obvio que el prelado no se había dado
cuenta de su error de apreciación. Probablemente fuera víctima de un engaño. ¿Quién
podía haberlo engañado tan hábilmente?
El obispo calló unos instantes, y después cambió de expresión: en su rostro
acartonado se percibía un débil resplandor de esperanza.
—Y bien, señor De Beaujeu, ¿qué proponéis para poner remedio a la situación?
—Desenvainó la épée d’arme que iba sujeta al arzón posterior: un símbolo, no una
espada destinada al uso, y se la ofreció con ademán respetuoso—. Luis el León
demostró tener confianza en vos, pues os confió sus milicias en el momento de la
muerte. Pues bien, en esta circunstancia yo haré lo mismo.
Humbert esbozó una sonrisa triunfal. Aquéllas eran precisamente las palabras que
había deseado escuchar. Pero no le bastaba.
—Habría una posibilidad. Sin embargo, antes de entrar en detalles, Vuecencia
debería explicarme lo que está ocurriendo exactamente. Ahí dentro he visto cosas que
no consigo comprender del todo.
—¿Aludís al oro de Airagne? —preguntó Folco tras unos instantes de vacilación.
Un relámpago de avidez reavivó su retícula de arrugas.
—No, Excelencia. Me refiero a los soldados que están defendiendo el castillo.

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33

La sombra del subterráneo temblaba con el crepitar de las antorchas. Después de


hojear el Turba philosophorum durante un buen rato, tal vez más de lo necesario,
Ignacio detuvo la mirada en una página en concreto y se encontró delante de la
verdad. Todas las preguntas que se había formulado en el transcurso de su vida sobre
la naturaleza de las cosas y la transmutación de la materia parecían encontrar
respuesta en aquellas líneas de tinta. Se le estaban develando unos secretos que sólo a
unos pocos elegidos les era dado conocer. Pero aquello no le proporcionó finalmente
un alivio especial, antes bien le produjo una sensación de vacío, como si en su ánimo
se hubiera abierto un gran abismo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración
para dominarse; después miró fijamente a su hijo, a Uberto, quien tras interminables
peripecias había vuelto a estar a su lado. Aquel pensamiento le infundió nuevas
energías.
Y empezó a leer en voz alta, poniendo fin así a la espera de sus compañeros.
—Huius operis clavis est nummorum ars.
—Explícalo con palabras sencillas —le pidió Willalme.
El mercader alzó un ojo del legajo y asintió.
—El contenido del libro se subdivide en varios sermones de difícil comprensión.
Naturalmente, no tenemos tiempo para leerlos todos, pero me he detenido
especialmente en uno que aparece acompañado de anotaciones marginales. Alguien
debió de estudiarlo a fondo. Así que yo propondría partir de ahí. Se trata del décimo
sermón y se refiere precisamente a la fabricación de oro. No puede tratarse de una
coincidencia. Si Galib tenía razón, y si este libro perteneció realmente al conde de
Nigredo, es probable que estemos ya en trance de descubrir el misterio de Airagne.
—Ante el consenso general, prosiguió—. El texto recomienda fundir el plomo y
enfriarlo con un vapor llamado ethelie. De este modo, el plomo se transmuta en un
«imán» destinado a atraer la coloración del oro en el momento de la tintura. El
procedimiento se describe de este modo: «Tomad la plata viva y coaguladla en el
cuerpo del imán para que no se queme; obtendréis una naturaleza blanca, después
añadís el bronce y se volverá blanco, y si lo hacéis volverse rojo se volverá rojo, y
después, si lo cocéis, se volverá oro».
—Esas palabras no nos servirán de nada —objetó Willalme, que estaba mirando
ahora a los dos cadáveres de los soudadiers tendidos en el suelo.
—Te equivocas —rebatió Moira—, comprendiéndolas comprenderemos también
cómo funciona Airagne.
—Y una vez descubierto su funcionamiento —agregó Uberto—, podremos cerrar
Airagne.
—Así es —confirmó Ignacio—. Y si lo conseguimos, habremos matado dos

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pájaros de un tiro: crear una distracción que permita la fuga de los prisioneros y
tornar inservible toda la estructura. El conde de Nigredo, sea quien sea, se encontrará
entonces en una tesitura muy difícil.
Uberto asintió.
—A juzgar por lo que estás diciendo, se diría que ya sabes cómo actuar.
—Todavía no. —El mercader volvió a consultar el Turba philosophorum con la
esperanza de encontrar una solución práctica y rápida. Teorizar sobre un plan era muy
distinto de concretarlo. Volvió la página y justo al final del décimo sermón descubrió
un pequeño esquema geométrico dibujado al margen del texto. Al principio no le dio
importancia, al confundirlo con una miniatura realizada por el amanuense; pero
después, mirándolo con mayor detenimiento, se dio cuenta de que era algo muy
distinto.

En aquel punto, Ignacio tuvo una intuición fulgurante. Al fin estaba seguro de
tener en sus manos el libro apropiado. Llamó de nuevo la atención de sus compañeros
y les enseñó el dibujo.
—¡Mirad! Éste fue sin ninguna duda el esquema adoptado por los filósofos del
conde de Nigredo para crear Airagne. —Su voz temblaba de entusiasmo—. Si
observáis bien, notaréis que reproduce exactamente la traza general del castillo, pero
no sólo eso: a ésta superpone las ocho fases de la Obra, cuatro fundamentales: ignis,
aqua, aer, terra, y cuatro secundarias: calidus, frigidus, siccus, humidus. Cada cual
está colocada enfrente de su opuesta a fin de crear equilibrio. Al fuego se le
contrapone el agua, a la tierra el aire, y así sucesivamente. Este principio está en la
base de la transmutación de los metales.
—Ocho fases, como las torres de Airagne —comentó Uberto.
—No las torres, sino los subterráneos. Se trata de los ocho husos de Ariadna. En
el dibujo, la señora del laberinto aparece representada en el centro del espejo por
Venus entre cuatro sectores intermedios: nigredo, albedo, citrinitas y rubedo. Es en
los subterráneos donde se desarrollan los procedimientos alquímicos. Las torres sólo

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sirven para facilitar la salida de los humos y la defensa del castillo.
Willalme observaba con actitud escéptica.
—¿Y cómo podremos sabotear una estructura tan grande y tan compleja?
Seguro ya de estar en lo cierto, Ignacio respondió raudo:
—Según el décimo sermón del Turba philosophorum, la transformación y el
enfriamiento de los metales dependen en buena parte del ethelie. Este vapor se
emplea en muchas fases de la Obra. Por eso, si encontramos los puntos por los que
sale, y los bloqueamos, podremos detener todo el conjunto.
—No queda ya sino probarlo —urgió el francés, impaciente por entrar en acción.
—Un momento. —Uberto fue señalando una a una las ocho entradas repartidas
alrededor del lugar—. Antes debemos comprender cuál de ellas conduce a un punto
de emisión de ethelie. Si elegimos uno al azar, corremos el riesgo de perdernos en el
subsuelo de Airagne.
—Si el dibujo es fiel a la estructura de Airagne, tenemos que buscar el acceso al
subterráneo designado por la palabra «calidus», donde el fuego se encuentra con las
sustancias volátiles.
Al oír aquella palabra, Moira se sobresaltó.
—Yo sé dónde está —expresó de repente—. Yo conozco ese subterráneo.
Ignacio la miró perplejo.
—¿Cómo es posible?
—Yo ya he estado aquí. —La muchacha retiró una antorcha de la pared y se
encaminó con resolución hacia uno de los ocho accesos—. Es por aquí.
No hubo objeciones, y los tres hombres la siguieron. Como iban detrás, ninguno
pudo verle la cara. Ninguno vio las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Lágrimas de terror.

Pasado el acceso, encontraron una escalera que bajaba en giros cada vez más
estrechos. La forma de aquel lugar le recordó a Ignacio un pasaje de Hermes
Trismegisto en el que se comparaba las tinieblas con las espirales de una serpiente.
Las espirales de la madre Tierra y de Nigredo. Las espirales de Melusina, la diosa
Draco… Alejó de la mente todas aquellas sugerencias para que sus pensamientos no
degeneraran en delirio. En el fondo —dijo para sus adentros—, se hallaba en un
simple subterráneo que en ciertos aspectos parecía singular y en otros se asemejaba a
la catacumba en la que había perdido a su hermano Leandro. Tal vez Airagne había
sido también en el pasado una necrópolis o algo parecido.
Siguieron tramos de escalera esculpidos en granito mientras la luz de las
antorchas vivificaba los reflejos azulados de vetas de galena. Cuanto más bajaban
más caliente e irrespirable se volvía el aire.
Moira los guiaba impasible: la angustia ya había desaparecido de su rostro. Ahora
parecía tranquila, casi impaciente por llegar al destino. Había conseguido arrinconar

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sus horribles recuerdos en un receso de la memoria. Para estar tranquila se había
puesto a pensar en sus padres, en su infancia y en su felicidad antes del naufragio. De
repente, Uberto le rozó una muñeca y la cogió por la mano. Una parte de ella estuvo a
punto de maldecirlo por retrotraerla al mundo real con aquel gesto sencillo, pero otra
parte se sintió vivificada por aquel contacto. En el fondo, si había vuelto a aquel lugar
había sido sólo por él.
—¡Cuidado! —la puso en guardia Ignacio.
Todos se quedaron parados. A pocos pasos, y a la luz de las antorchas, levitaba en
el aire un polvillo plateado, iridiscente, que salía por un boquete en la pared.
—Parece hollín —aventuró Uberto—, no tiene pinta de ser peligroso.
—No es hollín, tiene otra consistencia —corrigió el mercader examinando aquella
sustancia con la yema de un dedo. A continuación, se caló la capucha en la cabeza e
invitó a los demás a hacer lo mismo—. ¡Seguid avanzando sin respirar! Puede ser
venenosa.
La bajada prosiguió sin nuevos percances. Cuando aún faltaban dos tramos de
escalera, divisaron una curiosa estructura situada en el fondo. Era un cilindro de
metal de la altura de cinco hombres superpuestos, coronado por una cúpula de piedra
refractaria. La base descansaba sobre un horno, y por unos respiraderos practicados
por todo su alrededor salían sin cesar bocanadas de humo y de vapor.
Por el suelo, junto a la boca del horno, discurría un reguero de metal fundido.
Probablemente plomo. Proveniente de una tronera practicada en el muro, se deslizaba
reluciente por un cauce de piedra e iba a parar a un vaciadero excavado en la pared.
Fascinado, Ignacio se preguntó para qué serviría todo aquello, pero tuvo que
esperar para conocer la respuesta. Cuando iban a bajar el último tramo, Moira les
hizo señas de detenerse, señalando a continuación hacia abajo: un enjambre de
hombres trabajaba junto al gigantesco cilindro. Unos controlaban la estructura por
varios puntos y escalaban hasta la cima sirviéndose de escaleras de mano dispuestas
ad hoc, y otros alimentaban el horno.
Willalme observó con atención a aquellos operarios. Estaban demacrados, se
movían encorvados e iban mal vestidos, con harapos. Unos gesticulaban como
alelados, y otros caminaban con las manos extendidas hacia delante o apoyados en un
compañero. Parecían haber llegado a tal estado de sumisión que ni siquiera se daban
cuenta de que ya habían dejado de estar vigilados. Podían huir si querían, pero la
habituación y el miedo los mantenían encadenados a las fatigas de Airagne.
Las miradas de los cuatro se centraron después en la gran estructura cilíndrica.
—Es un atanor —explicó Ignacio—, un horno alquímico.
Uberto lo miró sorprendido.
—¿Estás seguro?
—Sí, es un atanor —se reafirmó el mercader—. Es mucho más capaz que los
corrientes, es cierto, pero creo que no me equivoco. El principio de su
funcionamiento es sencillo. Contiene en su interior un recipiente en el que se deposita

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un compuesto que se expone al calor y a las sustancias volátiles.
—Sustancias volátiles… ¿Te refieres al vapor de ethelie? ¿El que andamos
buscando?
—Creo que sí.
En aquel preciso momento, un grupo de operarios se encaramaron a lo alto de la
estructura y levantaron la tapa hemisférica, dejando salir una corriente de vapor
sulfuroso. La emisión fue tan violenta que los hombres tuvieron que apartarse y
esperar a que disminuyera su intensidad. Cuando la corriente hubo encontrado su vía
de escape, se acercaron con cautela, extrajeron de su interior un recipiente lleno de
virutas metálicas y colocaron en su lugar otro que contenía metal fundido. Hecho lo
cual, volvieron a cerrar el casquete y bajaron del cilindro.
—¿Has notado el vapor que salía del atanor? —preguntó el mercader en dirección
a su hijo—. Deber de ser ethelie. Estamos en el lugar adecuado.
Uberto asintió y después observó el recipiente que acababan de sacar.
—¿Y eso qué es?
—Creo que es el «imán» extraído del plomo. Muy pronto, esas virutas se
someterán a la tintura y tomarán el color del oro.
—Bien, creo que ya sabemos lo suficiente. —Uberto parecía decidido a actuar—.
Debemos liberar a esta gente y después inutilizar el atanor.
—Al no haber guardias no resultará difícil. —Ignacio apuntó hacia el vértice del
cilindro—. ¿Has reparado en una cosa? Cuando los operarios han levantado el
casquete, el vapor ha salido primero con violencia y después ha cesado casi por
completo. En ese momento el atanor ya no contenía ethelie. Como estaba vacío, era
inservible.
—Comprendo lo que quieres decir. Manteniendo levantado el casquete, el ethelie
seguiría evaporándose hacia arriba y el proceso de transformación se resentirá.
—Exacto. Y para completar el trabajo, se debe dejar de alimentar el horno.
—Bastará con evacuar a los operarios para conseguir esto. —Uberto reflexionó
unos instantes, cruzó los brazos y miró a su padre de reojo—. Pero haciendo eso no
causaríamos un daño irreparable a la estructura. En un segundo momento, cualquiera
podría hacerse de nuevo con el control de Airagne y poner todo nuevamente en
funcionamiento.
—Eso no ocurrirá si detenemos al conde de Nigredo —trató de tranquilizarlo el
mercader.
Uberto no parecía muy convencido. Conocía de sobra a su padre, e intuía que
nunca dañaría un instrumento susceptible de aumentar sus conocimientos. Al menos
no antes de haberlo estudiado minuciosamente. Trató de imaginar el drama interno
que Ignacio estaría viviendo en aquel momento, dividido entre la necesidad de
destruir Airagne y su afán personal por descubrir todos los secretos que encerraba.
Aunque mostraba su habitual impasibilidad, de cada pliegue de su expresión se
traslucía una incontenible ansia de saber.

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Le puso una mano en el hombro.
—Déjame actuar a mí, padre.
El mercader parecía contrariado.
—¿Qué pretendes hacer?
—Siguiendo tus consejos, bloquearé el atanor y liberaré a los prisioneros. —Con
un gesto elocuente, el joven señaló hacia arriba—. Tú, entre tanto, llevarás a cabo
otra tarea.
—El conde de Nigredo… —murmuró Ignacio, como si se le hubiera olvidado.
—Sí, el conde de Nigredo. Y no te olvides de Blanca de Castilla. La situación es
propicia para su liberación.
—¿Estás seguro de que podrás apañártelas tú solo aquí abajo?
—No tendré problemas.
El mercader se dirigió a Moira para preguntarle una cosa.
—Una vez en lo alto de las espirales, ¿sabrías decirme qué dirección hay que
tomar para alcanzar la torre del homenaje?
—Si no recuerdo mal, hay un pequeño acceso frente a la estatua de la mujer —
contestó Moira—. Conduce a una subida. Es el camino más rápido que conozco para
alcanzar la base del torreón.
—Gracias. —Poniéndose serio, el mercader miró a su hijo.
—Y gracias a ti también por haberme salvado de mí mismo. —Después,
dirigiéndose a Willalme, le hizo señas para que reiniciara la subida con él.
—Espera. —Lo detuvo Uberto—. Antes de que te vayas debo hacerte entrega de
algo.
—¿De qué se trata? —preguntó Ignacio volviendo sobre sus pasos.
—Una carta. —El joven sacó un pergamino de su talego y se lo entregó—. Me lo
dio la abadesa de Santa Lucina para ti.
El mercader tomó el pergamino. Contenía un breve texto escrito con una grafía
muy cuidada, titulado Quinta carta.
—No entiendo…
—Ni entenderás hasta que encuentres las cuatro cartas anteriores —explicó su
hijo, enigmático—. Eso es al menos lo que me dijo la abadesa.
—¿Es ella la autora de este mensaje?
Uberto asintió.
—La llamó el testamento de otra vida, cuando estaba tan poseída por la sed de
conocimientos que decidió contribuir a la creación de Airagne. Dijo que te serviría
para comprender muchas cosas… sobre ti mismo.
El mercader sonrió. La abadesa de Santa Lucina no dejaba de sorprenderlo. Con
un profundo suspiro, metió el pergamino en su talego y se encaminó de nuevo junto
con Willalme hacia la tortuosa subida.
—Nos veremos fuera —expresó—. Y estad bien alertas.
Mientras Uberto lo veía alejarse por las espirales de granito, Moira recordó de

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repente que se encontraba en Airagne y durante unos segundos la invadió un horror
que ya conocía muy bien.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó tratando de alejar aquella sensación de
miedo.
—Desmantelar todas las cosas que podamos.
—Pero tu padre ha dicho…
—Si por él fuera, este lugar seguiría existiendo durante toda la eternidad. —El
joven levantó las manos hacia arriba, algo molesto por tener que hablar acerca de las
debilidades de Ignacio. Una cosa era conocerlas y tratar de ponerles remedio, y otra
muy distinta reconocer su existencia delante de una tercera persona. Pero con Moira
era distinto—. No pienses mal de él. La sed de conocimientos que lo posee le impide
razonar objetivamente en una circunstancia como ésta. Los secretos de Airagne y de
la alquimia lo embrujan igual que un canto de sirenas.
La muchacha pareció comprender.
—Por eso has querido alejarlo de aquí.
—Sí, por eso.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
Uberto no pudo reprimir una sonrisilla maliciosa.
—Exactamente lo contrario de lo que él me ha dicho.

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34

Los dos jóvenes iban hablando sobre la manera de dejar el atanor inutilizado cuando
iniciaron el último tramo de la bajada; pero al llegar al final de la escalera se toparon
con un hombre. Uberto, que precedía a Moira, se paró en seco impresionado por el
aspecto de aquel individuo. Estaba completamente calvo y tan flaco que se le notaban
los huesos; se les acercó encorvado y con sus manos pringosas extendidas hacia
delante.
Uberto se apartó, asqueado por el hedor que desprendía.
—¡Vete de aquí! —le urgió, presa de una mezcla de lástima y repulsión—. Tenéis
que iros todos.
El hombrecillo se le quedó mirando, articuló un sollozo y se postró ante él:
—Benedicite, bone homme —entonó con una devoción morbosa—. Benedicite,
benedicite.
Entre tanto, un segundo individuo había salido de la sombra. Era alto y musculoso
y tenía una expresión apática en el rostro. A Uberto le pareció que su estado era mejor
que el del primero y se dirigió a él.
—Hace poco que os han traído preso aquí, ¿no es cierto?
—Hace aproximadamente un mes —respondió y, señalando al hombrecillo
raquítico arrodillado en el suelo, agregó—: Transcurrido un año, me volveré como él,
si no he muerto antes.
—Debéis huir de aquí. Huir todos, y al instante. —El joven lo miró con seriedad
—. ¿Habéis entendido mis palabras?
El hombre vaciló. Aunque hacía apenas un mes que se encontraba allí ya le
costaba trabajo organizar los pensamientos más elementales.
—Los guardias… —balbuceó mirando alrededor—. Los guardias no…
—Los guardias están ocupados en otra parte, están fuera. Nadie os impedirá la
huida.
Uberto recibió como respuesta una mirada incrédula.
«Esto no parece que funcione», se dijo para sus adentros. Se estaba perdiendo
demasiado tiempo. Entonces cogió al hombre de un hombro y lo condujo hasta el
centro del subterráneo. Enseguida acudió todo un enjambre de operarios.
Al verse rodeada por aquella muchedumbre, Moira sintió pánico. Uberto la
tranquilizó con una mirada. Había previsto la reacción de los prisioneros y contaba
con beneficiarse de ella al máximo. Levantó las manos para llamar la atención y a
continuación sintió sobre él el peso de decenas de miradas. Pero era exactamente lo
que buscaba.
—¡Ya no hay más guardias! —gritó—. ¡Así que tenéis que aprovechar la
situación! ¡Debéis iros de aquí! ¡Huir todos!

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De la multitud se elevó una especie de melopea:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate! Miscete, coquite, abluite et coagulate!
El joven siguió hablando a gritos:
—¡La Obra ya ha terminado! ¡Debéis iros de aquí! ¡Sois libres!
Los operarios empezaron a hablar entre sí, a gesticular excitadamente. Unos
parecían haberse hecho cargo de la situación y obraban en consecuencia. Quien
conservaba un mínimo de sentido común animaba a la fuga a sus compañeros de
desventura. La masa de gente se estremeció excitada y luego se fue dispersando poco
a poco. Unos se encaminaron hacia la subida de la espiral, y otros embocaron las
distintas salidas que había en la planta baja, que probablemente comunicaban con
otros subterráneos.
Un viejo escuchimizado se abrió paso entre el gentío y agarró a Uberto de un
brazo. Lo interrogó con ojos alarmados pero relucientes:
—¿Y los demás prisioneros? ¡No podemos abandonarlos! —exclamó—. Hay
otros siete subterráneos como éste en el castillo, incluidas las minas de galena.
Debemos pensar también en ellos.
—¿Alguien sabe cómo llegar hasta ellos? —preguntó el joven.
—Sí. Algunos saben moverse muy bien por estos subterráneos.
—Bien. Entonces, dividíos e id rápidamente a todos esos lugares. Ya sabéis: no
hay tiempo que perder.
El anciano asintió, se dirigió hacia un grupo de hombres que esperaban sus
indicaciones y les explicó la situación. Muchos de ellos, probablemente los menos
afectados por el saturnismo, intercambiaron miradas cargadas de urgencia y se
apresuraron en dirección a las salidas.
Finalmente libre para actuar, Uberto se dirigió a Moira.
—Ven conmigo —le dijo—, tenemos una tarea más que llevar a término.
El centro del subterráneo se había quedado sin vigilantes. Los dos jóvenes
alcanzaron el atanor y subieron hasta lo alto sirviéndose de una escalera de mano que
estaba sujeta a un costado.
En el vértice del gran cilindro se encontraba el casquete de piedra. Parecía la
cúpula de una mezquita pero mucho más pequeña. Bajo su superficie se oían
resoplidos de sustancias volátiles. Ignacio había recomendado levantarlo para que así
saliera vapor de ethelie. Pero Uberto pensaba hacer exactamente lo contrario, es
decir, cerrarlo al máximo: así se acumularía en su interior una presión tal que
quedaría irreparablemente dañado.
Por debajo del casquete pendían unas enormes cadenas terminadas en garfios de
hierro. Estaban fijas a las paredes del cilindro mediante unos anillos metálicos;
debían de servir para colgar en ellas las herramientas de los operarios. Uberto se
agarró a una de ellas y trepó hasta lo alto de la cúpula. La superficie de piedra estaba
más caliente de lo previsto —el riesgo de quemarse las manos y de resbalar era
elevado—. Moviéndose con la mayor precaución posible, consiguió ponerse de pie.

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—¡Estás loco! —le gritó Moira, encaramada a la escalera de mano—. ¿Qué
pretendes hacer ahí arriba? Baja inmediatamente.
—Ya bajaré, no te preocupes —le contestó manteniendo un equilibrio precario—.
Pero antes debes pasarme las cadenas que cuelgan de los lados del cilindro.
—¿Qué vas a conseguir con eso?
Uberto le dirigió una risita astuta.
—¿Qué ocurre si sellas la tapa de una olla en ebullición?
—Que explota —respondió ella, vacilando.
—Exactamente.
Moira dejó de hacer preguntas y se dispuso a colaborar, pero la operación no se
anunciaba sencilla. Las cadenas eran muy pesadas. Con un esfuerzo supremo,
consiguió levantarlas y acercárselas a Uberto, quien las agarró una a una y enganchó
a la cúspide del casquete, para lo cual se sirvió de los garfios de hierro.
Tras varios intentos, el joven logró bloquear la tapa del atanor y, una vez seguro
de que las cadenas estaban bien entrelazadas, decidió bajar. En ese momento, toda la
estructura había empezado a traquetear con violencia. El ethelie acumulando bajo la
cúpula ya estaba empujando hacia fuera, mientras las emisiones de los respiraderos
silbaban rabiosamente.
Pero antes de bajarse, Uberto quiso tomar una última precaución: desviar el flujo
de metal fundido que discurría por un canalillo e iba a parar a un vaciadero regulado
por una exclusa móvil unida a una palanca.
Cerrando bien el vaciadero, el metal fundido se dirigiría hacia el atanor,
revirtiendo en parte hasta el interior del horno. Eso haría aumentar en sumo grado la
emisión de vapor. Haciendo caso omiso de las consecuencias, Uberto tiró de la
palanca a fin de producir el mayor daño posible al conjunto. Apenas accionado el
mecanismo, una losa de piedra cayó en picado sobre la embocadura del vaciadero,
impidiendo el flujo del metal fundido y haciéndolo rebosar de su propio lecho. El
fluido incandescente invadió el pavimento en dirección al horno, donde el suelo
formaba una especie de depresión.
—¡El perro! —exclamó Moira en aquel momento, mirando alrededor—. ¿Dónde
se ha metido?
—Debe de haber huido —contestó Uberto.
—Tenemos que buscarlo.
—No hay tiempo —le instó agarrándola de un brazo—. ¡Debemos irnos!
De repente, el atanor rugió como si dentro de sus paredes metálicas se hubiera
despertado un espíritu furioso. Las emisiones de los respiraderos se volvieron
ensordecedoras. Las corrientes de vapor, antes plúmbeas, se tornaron primero
blancas, después amarillas y finalmente rojas.
Uno de los últimos fugitivos, al ver aquella mutación de color, gritó aterrorizado.
—Cauda pavonis!
—¿Qué puede querer decir eso de «la cola del pavo real»? —preguntó Moira

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jadeante.
—No lo sé —contestó Uberto—. Pero no promete ser nada bueno.
La salida del metal fundido invadió el suelo y, como una mancha de aceite, fue
extendiéndose hasta el acceso de las espirales, así que los jóvenes tuvieron que
replegarse hacia el único acceso que quedaba en la planta baja. Moira empezó a
correr y Uberto, antes de seguirla, lanzó una última mirada al atanor. El enorme
cilindro vibraba animado por una energía incontenible, mientras llamaradas
incandescentes silbaban al escapar por los bordes del casquete.
La salida los abocó a una bifurcación. Decidieron seguir hacia arriba y se
encontraron delante de una subida claustrofóbica, ensordecidos por el retumbo que se
oía allí abajo. Los ululatos emitidos por el atanor hacían temblar el aire y las paredes.
Tras una ascensión agotadora, se encontraron frente a un pasadizo. Uberto lo
embocó primero extremando la cautela, y de repente una bocanada de aire fresco le
acarició su frente sudada. Finalmente volvió al aire libre.
—¿Dónde estamos? —preguntó Moira.
Él miró hacia abajo, atraído por el ruido de una batalla.
—Hemos ido a parar a las murallas del castillo —respondió asomándose entre
dos almenas de granito.
Abajo, en el patio de armas, se desarrollaba una tentativa de asalto, pero el joven
no pudo reconocer a los combatientes. La visibilidad era escasa: la niebla lo envolvía
prácticamente todo.
Uberto miró hacia delante y entre la bruma identificó el perfil de la torre del
homenaje. Parecía como si en lo alto hubiera una pira rematada por un palo. No vio
nada más, pero sólo el pensar que Ignacio podía encontrarse en aquellas torres le
produjo un profundo desaliento.
La sillería del recinto amurallado no parecía muy sólida; mejor dicho, parecía
hallarse en pésimo estado, como si hubiera sido construida a toda prisa o por
albañiles inexpertos. A pocos metros de allí se alzaba una torre de la que se elevaba
un penacho de vapor. El subterráneo del que acababan de salir debía de encontrarse
justo debajo.
Pero no tuvo más tiempo para pensar, pues una sacudida hizo temblar toda la
estructura, como un terremoto. Uberto abrazó a Moira, consciente de que no podía
hacer otra cosa para protegerla; después oyó un rugido estruendoso procedente del
fondo de la torre próxima. Entonces comprendió que aquellas sacudidas no se debían
a un terremoto… ¡Era el bramido del atanor!
Después se aplacó.
Con el corazón en un puño, Uberto miró con incredulidad a la torre: había dejado
de temblar, al menos por el momento. Miró a sus pies y descubrió una escalera de
piedra que bajaba hasta el patio. Sin pensarlo dos veces, agarró a Moira de una mano
y se lanzó corriendo hacia los peldaños.
—¡Vámonos de aquí! —la instó—. Las murallas ya no son seguras.

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35

Felipe de Lusiñano volvió en sí presa de un deseo casi voluptuoso de saborear un


cáliz de vino. Un malvasía especiado habría sido perfecto. Imaginó cómo le bajaba
por la garganta, brioso y peleón; pero aquel pensamiento no hizo sino incrementar su
deseo.
Un trago de vino le aliviaría el dolor que sentía en la nuca y en los miembros; lo
embriagaría tal vez un poco pero tonificaría su estado de ánimo.
Cuando se percató de la situación en que se encontraba, comprendió que tendría
que renunciar a ese cáliz, tal vez para siempre. Estaba atado a un palo, en medio de
una pila de leña impregnada de brea. Debía de encontrarse en la terraza que remataba
el torreón, el único punto del castillo en el que, a pesar de la niebla, se divisaban las
ocho torres del perímetro amurallado.
Junto a la leña, dos hombres esperaban taciturnos a que recuperara el sentido. El
más alto era un joven corpulento, probablemente noble, a juzgar por su vestimenta
elegante. Aún empuñaba la maza con la que le había golpeado en la cabeza. El
segundo era, quién lo iba a decir, Gilie de Grandselve.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Lusiñano, ya recuperado.
—Tenéis el honor de encontraros en presencia de Thibaut IV, conde de
Champagne —contestó el monje señalando al muchachote que estaba a su lado.
—Y vos, ¿quién sois? —Felipe lo estaba mirando con rabia—. La última vez que
os vi, si mal no recuerdo, dijisteis que os llamabais Gilie de Grandselve. Os hicisteis
pasar por un monje.
El vejete casi se mostró divertido. Su cara parecía diluirse en torno a unos ojillos
malvados, circundados de rojo.
—Bueno, ya que lo preguntáis, sí, soy un monje realmente, aunque en los últimos
años he cambiado de nombre varias veces. Podéis llamarme «alquimista».
—Un alquimista —el prisionero pronunció aquella palabra con desprecio—.
Muchos dicen serlo pero pocos lo son realmente. —Después levantó el tono de la
voz, desfogando la ira que lo embargaba—. ¿Qué hago yo aquí? Liberadme.
—¡Sí, claro, no faltaría más! —exclamó aquél—. Con el trabajo que nos ha
costado capturaros y arrastraros hasta aquí arriba…
Rumiando mil imprecaciones, Lusiñano se dio cuenta de que desde la posición
elevada en que se encontraba podía divisar más allá de los límites del torreón. Así,
vio la batalla que se estaba desarrollando abajo. Por lo que a sus soudadiers se
refería, todo había terminado, y lo que quedaba de la caballería de Folco se estaba
replegando en retirada.
El resultado estaba claro; sin embargo, entre las filas de los arcontes la situación
había cambiado también: los soldados parecían indecisos, estaban dejando de

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combatir y rompiendo filas. Muchos, tras arrojar las insignias del Sol Negro, iban a
escuchar a un hombre a caballo. ¿Quién podía ser aquel individuo?
Incapaz de darse respuesta, Felipe volvió a mirar a sus interlocutores. El conde
Thibaut mantenía una expresión lacónica. El monje, en cambio, parecía impaciente
por hablar. Era con él, pues, con quien tendría que vérselas.
—¿Se puede saber cuáles son vuestras intenciones?
—Eliminaros, por supuesto —graznó el viejo—. Tras haber introducido en el
castillo a todos esos soldados hostiles, ¿acaso esperáis recibir un trato mejor?
Desde lo alto de la pira, Lusiñano le dijo con tono gruñón:
—¡Vos no sabéis con quién estáis hablando! ¡Este castillo es mío!
—Lo sabemos perfectamente, mosén Felipe. Lo sabemos «todo» de vos. —El
monje le enseñó un colgante con forma de araña—. Mientras estabais sin sentido, he
encontrado esto en vuestro cuello. —Arrojó el colgante al suelo, a poca distancia de
la pira, de manera que el prisionero pudiera verlo—. Sólo un hombre puede lucir este
símbolo: el primer conde de Nigredo, el que dio origen a la Obra de Airagne.
Felipe observó unos instantes su colgante antes de volver a hablar.
—Puesto que parece ser el momento de las revelaciones, decidme, alquimista,
qué hacíais en la abadía de Fontfroide.
—Acudí allí expresamente para espiaros. Estaba al corriente de vuestra inminente
llegada, procedente de Castilla. Habíais entablado contacto con algunos de los
arcontes que creíais fieles, como ese tosco Jean-Bevon. —El viejo se permitió una
nota de reproche—. Habéis sido un poco incauto al confiar en semejantes esbirros. A
nosotros nos resultó muy fácil ganarnos su favor.
Aquel «nosotros» era demasiado elocuente. Aludía a una sombra que llevaba el
nombre de conde de Nigredo. Pero Lusiñano no estaba en condiciones de descubrir
su identidad ni de preguntar quién era.
—La soldadesca siempre está presta a la traición —concedió con amargura—. Sin
embargo se me escapa una cosa, ¿cómo conseguisteis haceros pasar por el portarius
hospitum de Fontfroide? Estabais conchabado con el abad, ¿no es cierto?
—No fue necesario. En esa abadía, como en casi todas las demás, los clérigos
odian a los cátaros; así que ven con buenos ojos las redadas de los arcontes. Aunque
evitan pronunciarse, muchos están del lado de mi señor, el conde de Nigredo.
El comentario de Felipe fue una mueca de dolor.
—Sí, conseguí que me ayudaran —prosiguió el viejo descubriendo unas encías
desdentadas—. Algo que a vos no se os da muy bien…
—¡Toda la culpa es de Ignacio de Toledo! —Lusiñano sintió de repente un ataque
de ira—. Ese maldito mozárabe se me ha escapado de las manos como una anguila.
Ha conseguido reírse de mí.
—No os preocupéis por él, pronto tendrá vuestro mismo fin —repuso el monje—.
Pero vayamos al grano. Si aún seguís vivo es porque estoy esperando a que desveléis
los secretos de Airagne.

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—¿Qué secretos? Por lo que he podido constatar, no os han servido de mucho.
El monje sacudió la cabeza.
—Puedo hacer funcionar los artefactos que se esconden en las galerías, es cierto,
pero no comprendo los principios de su funcionamiento. Si se estropearan, no sabría
qué hacer para repararlos. —Empuñó una antorcha encendida y la acercó a la base de
la pira—. Hablad, pues, si no queréis terminar malamente.
A Felipe lo invadía un sudor frío. Los cordeles no le dejaban respirar. Se sentía
humillado, asustado. Al mismo tiempo, sentía un deseo irrefrenable de matar a aquel
viejo.
—De acuerdo, lo haré. A condición de que me dejéis libre. —Plantearle aquellas
condiciones era un acto pueril, lo sabía, pero por el momento era su única esperanza
de sobrevivir.
—Entonces, demostradme que me sois útil.
El prisionero no supo qué responder. No era experto en ese empirismo de que
habían hecho alarde los sabios de Chartres. Ah, si pudiera pedirle consejo a la
abadesa… Las palabras le salieron rodando de la boca.
—Para empezar, el oro de Airagne no es auténtico. No es fruto de una
transmutación real, sino de una miserable tintura.
Al oír aquello, Thibaut metió una mano en la escarcela que le colgaba de la
cintura y extrajo un escudo de Airagne. Lo examinó en silencio, girándolo entre los
dedos.
—¡Paparrucha! —El viejo agitó la antorcha—. Sí que es auténtico. Tiene el
mismo peso, el mismo color y el mismo brillo que el oro. Los arcontes lo cambian sin
problemas en las casas de empeño. Y los cambistas lo revenden en las cecas, pues
sirve para acuñar monedas. A lo que parece, preferís mentir antes que desvelar los
secretos de Airagne. ¿Acaso no os preocupa vuestra salvación? Os concedo una
última oportunidad.
Lusiñano no lograba apartar los ojos de la llama. Bastaba con una chispa para que
la pira se transformara en un infierno ardiente.
—Yo no fui quien fundó la Obra —dijo al fin—. Me serví de un círculo de sabios.
¿Queréis saber de verdad cómo se produce el oro? ¡Buscad entonces el Turba
philosophorum!
—¿El Turba philosophorum? —El monje lo miró con desconfianza—. ¿Eso qué
es?
—Un libro.
—No he oído nunca hablar de él. ¿Dónde se encuentra?
Felipe rechinó los dientes.
—Preguntádselo al mozárabe. Él lo sabe.
—Lo haré, no lo dudéis. —El monje alejó la antorcha, aunque no demasiado—.
Pero vos sabéis algo… Os he estado espiando en el subsuelo mientras hablabais con
Ignacio de Toledo junto a la estatua de Melusina. Hablabais de una cosa… He oído

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un nombre… Lucifer. Sí, hablabais de Lucifer. ¿Qué es?
—Lucifer es el espíritu aprisionado en la materia. —Felipe había adoptado una
expresión loca. En él se había acumulado demasiado odio, demasiado terror. Seguro
ya de que no se iba a salvar, empezó a delirar—. Lucifer se libera de la corrupción de
nigredo, revelándose al alquimista en la fase de albedo.
—No entiendo. ¿Estáis hablando de alquimia, de platonismo o de la herejía
cátara?
—¿Por qué? —babeó el prisionero—. ¿No se trata acaso de la misma cosa? ¿No
sabéis que los filósofos son todos unos herejes?
En aquel punto intervino Thibaut.
—¿Debemos esperar aún mucho tiempo? Yo ya me he hartado de la verborrea de
este loco.
El monje le dirigió una mirada suplicante.
—Un poco de paciencia, Vuestra Señoría… Éste fue el primer conde de
Nigredo… El fundador de Airagne… Podemos aprender muchas cosas de él.
—¿Para qué otras cosas nos puede servir? —estalló Thibaut agitando en el aire la
moneda que tenía entre los dedos—. Este oro es auténtico, se ve con sólo mirarlo. Lo
demás no me interesa. Hazlo callar de una vez por todas, ¡no se hable más!
Lusiñano gritó presa de terror. ¡Quemado en la hoguera como un hereje! No podía
ser cierto. Debía de ser una pesadilla. Una pesadilla monstruosa.
Arrojaron la antorcha a la pira. En un crescendo de horror, Felipe sintió las llamas
silbar hacia lo alto y lamerle los pies. Gritaba y se movía de un lado para otro
mientras el fuego penetraba en su carne, desgarrándola. Aún consciente, miró a lo
lejos, hacia las murallas del castillo, y vio una escena absurda: una de las ocho torres
del perímetro estaba temblando, como sacudida por un terremoto; pero cuando
parecía que iba a derrumbarse se quedó quieta.
El condenado abrió los ojos desorbitadamente, convencido de ser víctima de una
alucinación: el tormento al que estaba siendo sometido era inenarrable.
Unos instantes después, la torre volvió a temblar, esta vez con mayor violencia.
¡No era una alucinación! Se oyó un estruendo descomunal y acto seguido la torre
regurgitó por arriba una bocanada de humo púrpura, un espectáculo realmente
espantoso.
Aunque martirizado por las llamas, Lusiñano comprendió que el atanor alojado en
el subsuelo acababa de ser destruido.
El ethelie liberado silbó en el cielo rasgando el velo de la niebla y la torre se
abatió sobre sí misma, desmenuzándose en una lluvia de cascotes. Las construcciones
más cercanas fueron tragadas por la misma deflagración. Almenas, adarves y
murallas se vinieron abajo, poniendo en peligro la estabilidad de las torres.
De Airagne iba a quedar muy poco…
Acompañado por aquella certeza, Felipe de Lusiñano notó cómo su pecho, cara y
pelo eran también pasto de las llamas.

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Dando muestras de gran valor y lealtad, Humbert de Beaujeu volvió al castillo. Los
talones bien encajados en los estribos y la espada en ristre, atravesó el lugar de la
refriega y se detuvo a los pies de la torre del homenaje, junto a la mota sobre la que
descansaba el torreón. Desde esa posición podía ver y ser visto. Por todo su
alrededor, proseguía una lucha sin cuartel.
Poniendo en práctica su plan, llamó la atención de algunos armígeros que
militaban en las filas de los arcontes y les pidió que lo escucharan. Los hombres se le
acercaron con cautela.
—¡Combatid por la reina de Francia! —gritó el lugarteniente a todo pulmón—.
¡Combatid por Blanca de Castilla, la reina madre!
Los soldados lo miraron boquiabiertos, y algunos se apartaron de las filas de los
arcontes para escucharlo.
—¡Es el lieutenant! —gritaron señalándolo—. ¡El primo de Luis el León! ¿Qué
hace aquí?
—¡Seguidme! —perseveró Humbert levantando la espada al cielo—. ¡En nombre
de la reina! ¡En nombre de Francia!
Al poco rato, un tercio de la armada de los arcontes había abandonado el combate
y se había puesto de su lado. La presencia del señor De Beaujeu no pasaba
inobservada y parecía atraer a los soldados de manera irresistible. Eran muchos los
que, tras arrojar las insignias del Sol Negro, estaban prestando atención a sus palabras
como desinteresados por completo de la defensa del castillo.
—¡Servid a la Corona! —seguía arengándolos el lieutenant, cada vez más
atrevido y enardecido—. ¡Servid a la reina!
La situación era dramática, pero Humbert estaba completamente seguro de que lo
iban a obedecer. Sabía cómo ganarse el respeto de aquella gente. No tenía que
vérselas con una banda de milicianos vulgares: eran en su mayor parte soldados
pertenecientes al ejército regio. Había algo que Humbert no sabía explicar, pero que
no por ello era menos cierto. Se había dado cuenta justo al salir de los subterráneos,
cuando un caballero de Folco lo había confundido con uno de los arcontes. Humbert
había mirado alrededor y visto que buena parte de las milicias de Airagne portaba, al
igual que él, el uniforme del ejército regio.
A aquellos hombres los habían apartado de su obediencia a la Corona e inducido a
servir al conde de Nigredo. Pero ¿quién los podía haber conducido hasta Airagne?
¿Qué estratagema diabólica habían empleado para camelarlos? Y, sobre todo, ¿por
qué? Folco no se lo había aclarado.
Humbert no había sido nunca un hombre dotado de un acumen especial. Era
valiente, leal, siempre dispuesto a batirse por la causa justa; sin embargo, aunque
poseía un gran carisma, más que razonar le gustaba ejecutar e impartir órdenes. Así,
con alivio creciente constató que su carisma le estaba sirviendo para ganarse el favor
de los soldados. ¡Le eran fieles! Pero entonces, ¿por qué habían traicionado la causa

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del rey? No alcanzaba a comprenderlo, era algo que escapaba a sus entendederas.
Bueno, se dijo, ya buscaré la explicación después. Ahora hay que actuar.
Entre tanto, la suerte de la batalla estaba cambiando. Los arcontes que aún
seguían combatiendo parecían perplejos. No comprendían lo que estaba pasando. La
caballería de Folco, diezmada y exhausta, aprovechó aquel desconcierto para batirse
en retirada.
Humbert miró a su alrededor y trató de reflexionar para tratar de sacar el máximo
partido de la situación. Pero no tuvo tiempo: de las bocas de las ocho torres salió una
riada de personas harapientas, barbudas, desgreñadas. Hombres, mujeres y viejos
gritando, con aspecto trastornado. Los prisioneros de Airagne huían del subsuelo.
Los fugitivos invadieron el patio de armas; corrían como enajenados, sin prestar
atención a la batalla en curso.
Humbert, atónito, no lograba comprender lo que estaba sucediendo; para colmo,
una segunda sorpresa lo dejó petrificado: la torre más oriental de la muralla empezó a
temblar de manera espantosa sin causa aparente. La enorme estructura sufrió una
sacudida fenomenal desde la base hasta la cumbre, amenazando con desgajarse del
recinto. Las vibraciones atravesaron el suelo, haciéndolo temblar cual piel de tambor.
En aquel punto, todos interrumpieron su actividad: dejaron de combatir o de huir,
de golpear o de gritar. Unos caían de rodillas, otros gritaban de estupor; miraban en
derredor asombrados, las armas empuñadas, los ojos desorbitados.
El terremoto cesó durante un minuto aproximadamente; pero los presentes
seguían inertes.
Después, en las profundidades se oyó una detonación indescriptible y se
repitieron las sacudidas con mayor intensidad todavía. De lo alto de la torre empezó a
salir un chorro de humo color sangre. Aquel fenómeno, más aún que el terremoto,
desencadenó el pánico general.
Sin que nada pudiera detenerlos, los soldados rompieron la formación y salieron
disparados. Mezclados con los prisioneros fugitivos, corrían bajo una lluvia de
cascotes. Era imposible pararlos. Algunos eran aplastados por las piedras; varios
jinetes se cayeron de la montura, tal vez heridos o simplemente incapaces de tenerse
erguidos. La desbandada general sumergía a los caídos, que yacían pisoteados.
La manada enloquecida se dirigió hacia la puerta del castillo. Como ésta no
permitía el paso simultáneo de todos, los cuerpos se aplastaban entre sí, superpuestos
en posturas desesperadas. Varios murieron, a un sólo paso de la salvación.
La estampida prosiguió por el puente rumbo al bosque; muchos cayeron por los
bordes, precipitándose en las aguas del foso. Entre tanto, la muralla oriental se arrugó
en medio de un estruendo espectacular.
Humbert, al pie del torreón, miró a su alrededor con la respiración contenida.
Airagne se caía a pedazos. El plan de conquista auspiciado por Folco ya era
irrealizable. Pero ¿qué importaba en el fondo?
Viéndose nuevamente solo, el impávido lieutenant comprendió que le quedaba

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aún una cosa por hacer: salvar a la reina.

Ignacio, manifiestamente inquieto, se apartó de una ventana geminada del torreón.


Acababa de asistir al derrumbe de la torre oriental y de las estructuras colindantes.
Junto a él, un trepidante Willalme trataba de descifrar los pliegues mudables de su
rostro.
El francés lo observaba en silencio, sin dejar de preguntarse quién era realmente
el mercader de Toledo. Allí lo tenía a poca distancia; sin embargo, le parecía un ser
vago e inconsistente. En anteriores ocasiones ya había experimentado unas
sensaciones parecidas, pero aquella vez eran más intensas. Percibía en él, por una
parte, una fuerte obsesión por saber, un continuo resquemor del ánimo; por la otra, un
tormento profundo y humano, un instinto que lo empujaba a reprimir una emotividad
temida, descarriada, olvidada.
—Debemos seguir adelante —lo exhortó el mercader.
—Ha resultado bastante fácil entrar en el torreón. —Willalme miró alrededor con
circunspección. El lugar parecía desierto—. ¿Crees que resultará igualmente fácil
subir hasta la planta superior?
Sin contestar, el mercader inició la subida de una escalera de caracol. La cúspide
del torreón parecía una garganta negra, sin fondo.
Mientras ascendía los peldaños de dos en dos, Ignacio volvió a pensar en los
soldados a los que había observado desde la ventana geminada, mientras combatían
en el patio de armas. Al fijarse más detenidamente, había encontrado las respuestas
que buscaba.
—¿Has reparado en los uniformes de los arcontes? —preguntó a Willalme para
confirmar sus sospechas.
—Sí, muchos se asemejaban a los de los soldados del rey de Francia, como los
que llevaban algunos de los milicianos que vimos hace unos días, antes de llegar al
beguinato de Santa Lucina.
—Exacto. Pero más que asemejarse, yo diría que esos uniformes son auténticos.
—¿Quieres decir que esos soldados pertenecen al ejército regio?
—Así es.
—Pero ¿qué hacen entonces aquí?
Tras vacilar unos instantes, Ignacio contestó:
—Es una de las cosas que estamos a punto de descubrir.
Los peldaños terminaron en una sala oscura, más bien espaciosa. La única luz que
se percibía procedía de una vela colocada sobre un escritorio, junto a un cofrecito de
madera taraceada. En la estancia flotaba una especie de quietud hostil.
Ignacio se acercó a la mesa, guiado por la llamita. Aquella vela no llevaba mucho
tiempo encendida: era poca la cera que se había derretido.
—Aquí ha habido alguien hasta hace poco. —Dedujo—. Debe de habernos oído

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llegar.
Alargó una mano hacia el cofrecito en busca de pistas, y al abrirlo halló en su
interior cuatro pergaminos. Los hojeó en silencio. Willalme tuvo la impresión de que
Ignacio empezaba a perder su vaguedad anterior y recuperaba su lado más tangible.
—Son cartas —le explicó—; dirigidas a una cierta madre luminosa. Es probable
que sea una referencia a mater Lucina.
El mercader examinó asimismo la caligrafía con la que estaban escritas.
—Son sin duda obra de la abadesa de Santa Lucina. Recuerdo su letra. —Se llevó
la mano al talego y sacó los pergaminos que Uberto le había entregado no hacía
mucho—. Ésta es la última carta escrita por la abadesa: la quinta, en la que se desvela
el secreto de la alquimia de Airagne.
Dicho lo cual, enarcó sus largas cejas y se sumió en la lectura.

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QUINTA PARTE

La cola del pavo real

Esta piedra, de la que nace la Obra,


encierra en ella todo color.

Khalib ibn Yazid, Liber trium verborum, I

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Castillo de Airagne
Quinta carta – Cauda pavonis

Mater luminosa, la urdimbre que tejí con gran cuidado se deshizo entre mis manos, y al no poder
admirar ya su belleza descubrí el error que había cometido. Las cuatro fatigas de la alquimia no
son —como había creído— los peldaños de una escalera sino que forman parte de una rueda en
eterno movimiento. Esa rueda es el huso de Necessitas, que da vueltas ante las parcas
perpetuamente. Este continuo mudarse de los colores, que yo llamo Cauda pavonis, es el principio
y fin de la Obra. Tú, mater bona, me serviste de guía por ese laberinto. Tú, que eres Lux, la Luz, y
también Laus, la Recompensa. Tú, mater Lucina, eres Airagne, el hilo de la Sabiduría.

Ignacio depositó la última carta en el cofrecillo, junto con las otras cuatro, ya leídas.
Aquellos escritos no contenían una exposición orgánica sobre la alquimia, sino que
eran más bien una guía para la comprensión de los procedimientos descritos en el
Turba philosophorum. Según las palabras de la abadesa, el secreto no residía tanto en
la consecución del resultado como en el perpetuarse de las fases alquímicas, o sea, en
su carácter cíclico, llamado cauda pavonis… Y sin embargo, las reglas de Airagne no
representaban sólo un método para transmutar los metales sino que eran sobre todo la
clave para comprender la contingencia del mundo y el corazón de los hombres. Si se
quería huir del abismo de Nigredo, había que liberarse del afán por perseguir un
resultado, y comprender que cada instante de la vida formaba una parte única e
irrepetible del Todo.
Un ruido de pasos interrumpió sus pensamientos. Alguien debía de haber entrado
en la sala.
Ignacio levantó la vela y distinguió dos siluetas que acababan de entrar por una
puerta coronada por un arco. La primera pertenecía a un prelado de mediana edad,
probablemente cardenal. La segunda persona era una dama imperiosa, elegantemente
vestida.
Sin más dilación se dirigió a la dama, a la que reconoció enseguida como la reina
de Francia.
—Majestad, por fin. —Hizo una profunda inclinación mientras intimaba a
Willalme a hacer lo mismo—. Llevamos mucho tiempo buscándoos.
La altanera Blanca le lanzó una mirada sesgada.
—¿Quién os envía?
—Fernando III de Castilla, vuestro sobrino. Tengo la orden de poneros a salvo.
Como respuesta, la mujer se llevó simplemente una mano al pecho. Seguía
turbada por las recientes sacudidas del terreno y el estruendo del derrumbe. A pesar
de todo, parecía enérgica. De su mirada emanaba una luz viva y combativa.
En su lugar respondió el prelado, que estaba a su lado.
—No creo que eso sea posible. El conde de Nigredo lo impedirá.

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Ignacio miró fijamente a aquel individuo, que parecía animado por una
agresividad flemática, y reconoció en él al cardenal de Sant’Angelo, el italiano
Frangipane. Según se decía, ejercía un gran influjo sobre la reina. Pero considerando
su actitud sumisa, creyó más verosímil lo contrario.
—El conde de Nigredo… —lo secundó—. ¿Dónde se encuentra en este
momento?
El prelado arrugó sus facciones con una mueca brutal. Iba a replicar, pero una voz
estridente resonó en la sombra, anticipándose.
—El conde de Nigredo está más cerca de vos de cuanto imagináis, monsieur.
El mercader trató de localizar la procedencia de aquellas palabras y descubrió a
un monje viejo salido de no se sabía dónde.
—Gilie de Grandselve —expresó en absoluto sorprendido—, el único que faltaba
a la cita. Me preguntaba cuándo os volvería a ver. Ciertamente, no en Fontfroide. Sí,
aquí en Airagne parecéis más en vuestra salsa.
El viejo avanzó con cautela, arrastrando por el suelo sus zapatos ahusados. De su
ropa se desprendía un fuerte olor a humo.
—Acabo de poner fin a una conversación con un conocido vuestro —dijo con
tono de burla—. Un caballero bastante orgulloso pero poco locuaz.
—¿Os referís a Felipe de Lusiñano? ¿Lo habéis…?
—Eliminado. Quemado vivo, para ser más exactos. —Los ojillos del monje
brillaron con malignidad—. A lo que parece, la noticia no os ha turbado
especialmente.
Ignacio afectó un ademán de desinterés: era otra cosa lo que le preocupaba. Aquel
viejo no podía haberse deshecho él solo de un guerrero bizarro como Lusiñano.
Alguien más debía de haberlo ayudado, una persona fuerte y robusta, no
precisamente Frangipane, y menos aún la reina. Eso significaba que un cuarto
individuo se escondía en el torreón, tal vez incluso en aquella misma estancia, un
individuo que lo estaba espiando.
El monje frunció las cejas.
—Espero no tener que recurrir a los mismos métodos también con vos, monsieur.
Ignacio sonrió cínicamente, dominando la ansiedad en su pecho. A su lado,
Willalme ardía de impaciencia, pero él lo detuvo con un gesto autoritario: aún no
había llegado el momento de actuar. Miró fijamente a su interlocutor.
—¿Se trata de una amenaza?
—Lo descubriréis enseguida, a no ser que me habléis del Turba philosophorum.
Según mosén Felipe, vos estáis bien informado al respecto.
El mercader empezó a llevar la mano al talego, donde guardaba el libro, pero se
detuvo. Debía estar alerta. Ahora que conocía las intenciones del viejo tenía que
descubrir qué índole de peligro corría.
—El hacerme esta petición significa que actualmente vos sois el alquimista que
está al frente de la Obra de Airagne.

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—Así es.
—Apuesto, no obstante, a que vos no sois el conde de Nigredo, sino un servidor
suyo.
—¿En qué os basáis para esa hacer afirmación?
—¿Me creéis bobo acaso? —El mercader enfatizó la broma con un gesto teatral
—. No basta tener oro para asegurar la obediencia de un gran ejército. Se necesita
autoridad y carisma, unas dotes de las que obviamente vos carecéis.
—Estamos divagando. Volvamos a lo que acabo de pediros: el Turba
philosophorum.
—Hmmm…, un asunto harto espinoso. —Ignacio simuló reflexionar mientras
escudriñaba en la sombra. Intuía la presencia de un observador escondido; se
preguntó cuánto iba a esperar aún para intervenir. Si quería incitarlo a descubrirse,
debía provocar una reacción entre los presentes—. Hagamos un pacto. Yo os desvelo
el misterio y vos me dejáis llevarme a la reina.
El viejo se mordió los labios. No tuvo tiempo para replicar, pues Frangipane saltó
como un animal de presa.
—¡Ya os lo he dicho! —ladró—. ¡Su Majestad no se va a ninguna parte!
Temblando con toda su corpulencia, el cardenal de Sant’Angelo parecía un
individuo a punto de perder el juicio. Amagó con abalanzarse sobre el mercader, pero
Blanca lo sujetó de un brazo.
El prelado rechinó los dientes, descubriendo unas encías coloreadas de un tono
oscuro.
—¿Quién sois vos? ¿Quiénes sois todos vosotros? —gritó como si ya hubiera
perdido el juicio definitivamente—. ¡Idos, malditos! ¡Ella es mía! ¡Mía!
—No está en sus plenos cabales —explicó la reina sujetándolo con una fuerza
sorprendente—. Desde que se encuentra en Airagne está aquejado de alucinaciones.
Y va a peor.
El mercader asintió.
—Es evidente que ha entrado en contacto con el plumbum nigrum, o con la galena
extraída en las cuevas de aquí abajo.
—No. Es el agua de la fuente… —puntualizó Blanca—. Ha bebido el agua que
brota aquí abajo.
—Aconsejo a Vuestra Majestad que lo alejéis de aquí ahora mismo, cuando
todavía se puede recuperar. Es decir, antes de que le afecte completamente el
saturnismo. —La voz de Ignacio se oscureció—. También vos, señora mía, corréis el
mismo peligro. Por no hablar de las torres de Airagne, que se están cayendo a
pedazos en estos momentos.
El monje viejo se plantó delante de la reina.
—¡Nadie se irá de aquí! —graznó—. ¡Nadie…, hasta que no me hayáis revelado
el secreto de Airagne! ¿Dónde está ese maldito libro?
—¡Tú calla! —increpó Willalme tras recibir vía libre de parte de su compañero

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—. Tú no eres quién para dictar normas a nadie. Quítate de en medio si no quieres
que te ocurra algo peor.
El viejo reculó, derrotado, la cabeza entre las manos.
—¡Conde, conde! —lloriqueó sin dejar de vomitar odio por sus ojillos—.
¡Acudid en mi ayuda! ¡Estos intrusos me están amenazando!
Para hacer más teatral aún la situación, Ignacio lo agarró de un brazo y lo empujó
hacia atrás, haciéndolo caer al suelo. No sentía ni una mota de piedad hacia aquel
homúnculo.
—No hay ningún conde de Nigredo, ¿entendido? Ningún conde de Nigredo reside
en esta maldita torre. —Su mirada barrió a los presentes—. El responsable se
encuentra aquí, en esta sala.
Nadie se atrevió a replicarle. Hasta su Alteza Real se replegó entre los velos de su
hábito, asombrada. Nunca antes había mostrado reverencia hacia un plebeyo. Pero
aquel hispánico no era un hombre corriente: era distinto, fascinante, carismático.
Tenía, por así decir, una personalidad que desarmaba. Durante unos instantes creyó
incluso que lo temía.
—Venid, Majestad —la invitó el mercader—. Salgamos de aquí. Todo ha
terminado.
—¡Al contrario, el juego empieza ahora! —gritó alguien.
La mirada de Ignacio se deslizó de Frangipane al viejo Gilie, agazapado en el
suelo, ambos demasiado malogrados para representar una amenaza. No, la voz que
acababa de oír era fogosa y batalladora. El hombre escondido en la sombra estaba en
trance de revelarse.
Algo se movió.
Preparado para lo peor, Ignacio esquivó un mazazo que vibró a sus espaldas. Se
volvió con cuidado, la espalda empapada de un sudor gélido. Había arriesgado
mucho.
Detrás de él apareció un joven imponente.
—¡Thibaut! —articuló Blanca casi para sus adentros—. ¿Qué hacéis vos aquí?
—Defenderos, Majestad —contestó el recién aparecido.
El conde de Champagne miró a su alrededor, temblando como animal listo para
atacar. Entre Ignacio y Willalme, debió de parecerle que constituía una mayor
amenaza éste último, pues tras un segundo de indecisión se le echó encima con la
maza levantada. Pero el francés fue más rápido, lo agarró por las muñecas y lo tiró al
suelo. Thibaut perdió el arma al instante.
Aprovechando la confusión, el padre Gilie se incorporó y, de un salto, se
encaramó como un lagarto a los hombros de Ignacio, a quien trató de arañar en la
cara y de meterle las uñas en los ojos.
—¡Dime el secreto de Airagne! —gritaba—. ¡El secreto del Turba
philosophorum! ¡Dímelo, dímelo!
El mercader se protegió la cara contra aquellas manos rugosas y con un

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movimiento brusco se lo quitó de encima.
El viejo cayó de espaldas con la boca abierta y se golpeó la cabeza contra una
esquina. Ya no volvería a levantarse nunca.
Ante semejante visión, la reina profirió un grito ahogado y se llevó las manos a
las sienes; su máscara de soberbia se quebró. A Ignacio no se le escapó aquella
reacción: no parecía producida por el horror sino más bien por la humillación.
Entre tanto, Willalme y Thibaut habían iniciado una pelea. El francés, que estaba
combatiendo mejor, saltó sobre el rival y lo golpeó en el rostro.
—¡Deteneos! —gritó Blanca—. ¡Basta ya! ¡He dicho basta!
Ignacio acudió a separarlos. El cardenal de Sant’Angelo, por su parte, se acomodó
en su escritorio como si no estuviera pasando nada. Tenía la mirada embobada, los
ojos apagados.
A instancias del mercader, Willalme abandonó la pelea y se puso en pie; desde esa
postura miró al rival, que yacía tumbado en el suelo, jadeando violentamente. ¿Era
aquél de verdad el famoso conde de Nigredo? ¿El que le había arrebatado a Lusiñano
el control de Airagne…, secuestrado a Blanca de Castilla…, empujado a los arcontes
a arrasar el sur de Francia? Mientras, Thibaut lo miraba enfurecido, la cara hinchada
y enrojecida, prácticamente irreconocible.
En aquel momento hizo su entrada en la sala Humbert de Beaujeu, una espada en
una mano y una antorcha en la otra. Miró a su alrededor, como desorientado, y dirigió
sus pasos hacia la reina y el cardenal legado.
—Vos sois el lugarteniente regio, ¿no es cierto? —le preguntó Ignacio yendo a su
encuentro a grandes pasos.
—Sí… sí —respondió Humbert.
—Muy bien. Poned a salvo a la reina. Nadie os lo impedirá.
La urgencia de la situación no admitía réplica alguna.
Ignacio dio la espalda a Humbert y se dirigió a Willalme.
—Tú irás con ellos.
El francés lo miró perplejo.
—¿Y tú?
—Yo os alcanzaré pronto. Antes de abandonar el torreón quiero controlar una
cosa.
—Te espero, entonces.
—No. —Ignacio lo llevó aparte y le susurró algo al oído—: No le quites ojo a la
reina.
—Pero si ahora ya está fuera de peligro… —objetó Willalme—. El conde de
Champagne ya no puede hacerle daño.
—¿Pero no lo entiendes? —El mercader lanzó una mirada sospechosa a Blanca
—. Es ella la que representa el verdadero peligro.
Sobrecogido por la gravedad de la afirmación, el francés lo miró incrédulo.
—Explícate mejor. ¿Cómo puedes estar seguro de lo que dices?

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—Éste no es momento para charlas. Te lo explicaré todo después, cuando os haya
alcanzado. ¡Y ahora, ve! —Ignacio le puso las manos en los hombros y lo apartó de él
—. ¡Baja de esta torre maldita y busca a mi hijo! Asegúrate de que esté sano y salvo.
—Pero tú…
—Yo debo saber… Estas torres esconden secretos, ¿comprendes?
Willalme lo miró con amargura.
—No, no comprendo. —Suspiró—. No te comprenderé nunca, mi querido amigo.
Ignacio bajó los ojos, ceñudo. Su mirada era impenetrable, casi febril. Una vez
más, su actitud escapaba a la comprensión de todos, incluso a la suya propia.
No había nada que añadir. El francés se alejó a grandes pasos sin volver la cabeza
y siguió al cuarteto que ya bajaba las escaleras: la reina Blanca, el maltrecho Thibaut
y el vacilante cardenal de Sant’Angelo, solícitamente sujetado por Humbert.
Frangipane era el peor parado de los cuatro: el Plumbun nigrum disuelto en el agua
había trastornado su entendimiento.
Al salir del torreón, Willalme se encontró frente a una situación muy distinta a la
que había imaginado.

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37

Una vez solo, Ignacio se entregó a un rápido examen de conciencia. La lucha


interior que creía adormecida volvió a suscitarse con mayor violencia. Incapaz de
poner freno a su curiosidad, se dejó llevar como nave en medio de una tempestad.
Ahora que había solucionado el problema de la reina, iba a intentar descubrir algo
que tenía un interés especial para él.
Saltó por encima del cadáver del padre Gilie disparado como una flecha hacia las
plantas superiores. Tenía la mente embebida en lo que le había revelado Lusiñano:
que en el torreón existía un cuarto donde se guardaban libros raros de alquimia. El
mercader no podía abandonar aquel lugar sin tratar antes de recuperarlos.
Pero aunque buscó por todas partes, llegó hasta la cima sin encontrar nada. No se
tropezó con ningún cubículo empleado como biblioteca. ¿Estarían escondidos los
libros en un pasadizo secreto?, se preguntó. ¡Bajaría de aquella terraza y empezaría
de nuevo la búsqueda!
A punto de volver sobre sus pasos, algo lo detuvo. Un fuerte olor a carne
quemada. Lo que vio le arrancó un grito ahogado.
En un extremo de la terraza había un cúmulo de leña carbonizada, sobre el cual,
atado a un palo, campeaba una especie de capullo negro y humeante: los restos de un
ser humano. Los miembros inferiores se habían reducido a unos apéndices macabros.
En la cara, parcialmente reconocible, resaltaban las cavidades de los ojos y de la
boca, como excavadas por un grito lastimero.
El cadáver no estaba del todo deteriorado, lo que lo tornaba más horripilante
todavía. Ignacio había oído hablar de fenómenos parecidos, que solían producirse
cuando los condenados eran quemados bajo la lluvia. En tales casos, el sufrimiento se
prolongaba hasta lo indecible pues los miembros se quemaban de manera lenta y
parcial. Ésa era la suerte que debía de haber corrido Lusiñano. Al estar su cuerpo en
contacto con la niebla y las misteriosas exhalaciones de las torres, el proceso de la
descomposición se había lentificado.
Las náuseas le hicieron bajar la mirada, y reparó entonces en un pequeño objeto
reluciente que había en el suelo a pocos pasos de la pira: un colgante que ya había
visto antes en el cuello de Lusiñano y que representaba una araña de patas curvas.
Instintivamente, se agachó y lo recogió.
Miró nuevamente al cadáver. Aunque a lo largo de su vida había asistido a
espectáculos peores, aquella visión lo turbaba. Mejor dicho, lo aterrorizaba. Porque
temía que antes o después, si seguía cediendo a la curiosidad, acabaría conociendo el
mismo fin.
Atufado por aquel olor a carne quemada, se acercó a una almena y respiró a pleno
pulmón. El frescor de la noche le acarició el rostro y le reportó tranquilidad. Se dio

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cuenta de que podía ver las estrellas. La oscuridad de Airagne casi había
desaparecido, ofreciéndose a su vista grandes paños de cielo despejado. Tras el
hundimiento, habían cesado las emisiones de las torres.
A la luz de la luna se vislumbraban los picos de los Cévennes, ásperos y sinuosos
al mismo tiempo. Una quietud profunda parecía emanar de entre las quebradas.
El encanto sólo duró unos instantes, pues acto seguido dejó paso al raciocinio. El
mercader miró hacia abajo y advirtió que ocurría algo inesperado. La batalla había
cesado y el patio estaba casi desierto. Todos los combatientes y la mayor parte de los
prisioneros habían huido. Los que quedaban de éstos se habían congregado a los pies
del torreón. ¿Qué hacían? Empuñaban antorchas encendidas, con las que poco antes
habían prendido fuego a la torre.
A Ignacio se le encogió el corazón. Por una parte, la reacción de aquellos
hombres era perfectamente comprensible: querían destruir el símbolo de lo que había
provocado todos sus sufrimientos. Pero para él, que se encontraba en la cima del
edificio, la situación podía ser dramática.
Los muros del torreón estaban construidos en su mayor parte con bloques de
piedra; las llamas no los afectarían fácilmente. Pero el envigado, el pavimento y el
techo eran de madera. El fuego prendería fácilmente en ellos y se propagaría
velozmente hasta las plantas superiores. En cuanto los muros de contención se vieran
afectados, el edificio entero se vendría abajo.
Aterrorizado por la idea de terminar sus días quemado vivo, Ignacio se dispuso a
salir corriendo. Pero antes se asomó una última vez. En medio del patio, separadas
del grupo incendiario, había tres personas que reconoció enseguida: Uberto, Moira y
Willalme. Le pareció que le gritaban algo, probablemente instándolo a bajar. De
improviso, vio que Uberto se lanzaba corriendo hacia la entrada, seguido de cerca de
los otros dos, sin duda con la intención de acudir a socorrerlo.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó Ignacio a grito pelado—. ¡Deteneos!
Pero no lo escucharon. Probablemente ni siquiera lo oyeron.
¡Qué trío de necios! ¿Por qué no huyen? ¿Pero qué intentan hacer?
Con el rostro congestionado se precipitó, ahora sí, hacia las plantas inferiores. Era
la única medida razonable. No podía detener a sus compañeros, peor si se cruzaba
con ellos en medio de la escalera al menos correrían menor riesgo.
Mientras bajaba a toda velocidad se topó con un humo cada vez más espeso que
venía de abajo. Los ojos empezaron a quemarle en medio de un ruidoso crepitar. Por
doquier se oían los crujidos de la madera y los silbidos del incendio.
Hacia la mitad de la bajada, aparecieron las llamas. Lo devoraban todo,
recubriendo los techos como festones ululantes, en medio de estallidos y derrumbes
constantes. Seguir bajando se le antojaba una tarea muy ardua, pero no había otra vía
de escape. Ignacio estaba cada vez más convencido de que Airagne iba a ser su
tumba. Hizo votos para que Uberto y Willalme, al percatarse del grave riesgo,
renunciaran a socorrerlo.

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Pegado a los muros, bajó otro tramo de escalera y por fin consiguió divisar la
planta baja. Parecía aún lejana, pero no había otra alternativa: tenía que seguir
bajando. El fragor del incendio lo ensordecía, el calor era insoportable.
Después oyó una voz en medio del estruendo. La reconoció enseguida: era la voz
de Uberto, que lo estaba llamando. Lo divisó entre una nube de humo a pocos metros
de él, un poco más abajo.
Se apresuró a alcanzarlo, pero de repente los peldaños de madera temblaron,
cedieron y la escalera se resquebrajó.
Cogido de sorpresa, Ignacio se coló por una raja que se había abierto bajo sus
pies. Se golpeó varias veces la cabeza, la espalda y los brazos. Logró agarrarse a una
viga, salvando así la vida; después se deslizó y cayó pesadamente al suelo. Se levantó
despacio, con todo el cuerpo magullado pero ileso.
Había ido a parar a un hueco de la escalera: un lugar en el que antes no había
reparado. En aquel rincón el incendio no se había propagado, aunque el humo ya se
insinuaba entre las maderas fragmentadas encima de su cabeza.
Miró a su alrededor; era una especie de laboratorio, con una mesa circular
recubierta de vasos y tubos de cristal en el centro; las paredes estaban bordeadas por
estantes atestados de libros.
¡Debían de ser los mencionados por Lusiñano! Se acercó a los estantes y barrió
ávidamente con la mirada los distintos tomos. Cogió algunos y leyó velozmente los
títulos y nombres de los frontispicios. En su mayor parte estaban escritos en latín; los
demás, en árabe. Empezando por estos últimos, deshojó entre furioso y maravillado
las obras del príncipe alquimista Khalid ibn Yazid, las traducciones del griego de
Hunain ibn Ishaq, Los setenta libros de Giabir ibn Hayyan, conocido como Geber.
Después vio el Libro de los secretos y el Libro de los alumbres y las sales de Abu
Bekr Muhammad ibn Zakariyya llamado ar-Razi, La epístola del sol a la luna
creciente y la Tabla química de Muhammed ibn Umail Al-Tamini, conocido también
con el nombre de Senior Zadith. Reconoció El camino del sabio de Maslama ibn
Ahmad al-Magriti y Las partículas de oro de Ibn Arfa Ras. Y había muchos más. Se
encontraba frente a un tesoro de valor incalculable.
Indiferente al fuerte dolor producto de la caída, empezó a sacar de los estantes
todos los libros que pudo, amontonándolos uno sobre otro en una desesperada
tentativa por sustraerlos de las llamas. Cargado con muchos más volúmenes de los
que podía transportar, notó que se abría una puerta lateral. ¡Era Uberto! Lo había
encontrado.
—¿Pero qué haces, padre? —le preguntó el joven fuera de sí por la preocupación
—. ¿Te parece éste un buen momento para pensar en los libros?
—Ya voy —respondió Ignacio sujetando su pila de tomos en equilibro precario
—. Casi he terminado…
En aquel momento entraron también Willalme y Moira.
—¡Deprisa, debemos irnos de aquí! —urgió el francés—. ¡Fuera de esta sala está

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todo ardiendo!
El mercader asintió de nuevo, moviéndose despacio para no volcar su precioso
botín. Parecía víctima de un encantamiento, incapaz de valorar la gravedad de la
situación. Uberto lo agarró de un brazo y lo sacudió con fuerza, haciendo caer
algunos libros. Entonces Ignacio emergió de su especie de sonambulismo y se dejó
llevar, aunque mirando todavía a los tomos caídos al suelo. Una vez fuera de aquella
estancia, y nuevamente rodeado de llamas, recuperó plenamente el control de sí.
Llegaron sanos y salvos a la planta baja. Varios cúmulos de escombros en llamas
obstruían la salida. El chirrido de varias vigas anunciaba que toda la estructura estaba
a punto de venirse abajo. Era urgente encontrar una vía de huida.
—¡Salgamos por los subterráneos! —sugirió Moira.
—Por aquí —dijo el mercader señalando una trampilla.
A través de aquel agujero bajaron a las galerías subterráneas de Airagne.
Recorrieron el camino inverso que Ignacio y Willalme habían recorrido antes para
alcanzar el torreón y fueron a parar al lugar en que se encontraba la estatua de
Melusina. Allí, afortunadamente, la salida de ethelie y el desplome de las torres no
habían provocado daños todavía, pero los crujidos de la parte de arriba preanunciaban
un hundimiento inminente.
Moira descubrió el pasadizo secreto y poco después salían por fin a la superficie.
Se hallaban fuera del castillo, en el bosque.
Cerca de allí pastaban tres caballos: Jaloque, el roano y el semental blanco de
Felipe.
Sin proferir palabra, vieron cómo la lejana silueta del torreón era pasto de las
llamas. La oscuridad de la noche la envolvía, profunda y despiadada. El secreto de
Airagne se perdía para siempre.
—Alejémonos de aquí —expresó Ignacio un punto desencantado.

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38

Salieron del bosque y enfilaron a pie un sendero accidentado hasta que por fin
pudieron proseguir a caballo. Ignacio montó al roano, cargado con un saco lleno de
los libros que había logrado salvar. Uberto cabalgaba con Moira a lomos de Jaloque,
mientras que Willalme montaba al caballo de Felipe, ahora sin amo. Antes de
empezar a galopar, oyeron unos ladridos a lo lejos. Un perro grande y negro, cubierto
de hollín, apareció por entre la maleza y corrió hacia ellos con la lengua fuera. Moira
dejó escapar una exclamación de alegría, bajó de la silla y lo acarició. El animal ladró
y después, alborozado, corrió alrededor de Uberto.
El joven sonrió.
—Vale, vale, no te preocupes, perrito, que te llevamos con nosotros.
Prosiguieron rumbo a poniente. Estaban cansados, hambrientos y extenuados tras
tantas vicisitudes vividas; deseaban encontrar cuanto antes un alojamiento donde
poder reponer fuerzas.
A las primeras luces del alba, por un punto donde el declive empezaba a ser más
suave avistaron una columna de soldados seguidos de una carroza. Al lado del
carruaje cabalgaba Humbert de Beaujeu.
Seguido por sus compañeros, Ignacio espoleó al caballo en dirección a aquel
hombre. El lieutenant le dirigió un saludo.
—Precisamente me estaba preguntando dónde os habríais metido, monsieur —le
dijo.
—Los senderos de estos montes son muy intrincados —se justificó el mercader
—. Está claro que hemos bajado al valle por caminos distintos.
—En fin, es un placer volver a veros. —Humbert esbozó una sonrisa amigable—.
Aunque se me escapan algunos detalles de lo acontecido, creo que todos nosotros os
somos deudores de una u otra manera.
—Sois demasiado bueno, caro señor. Pero ¿qué es exactamente lo que se os
escapa de lo acontecido?
Tras unos instantes de vacilación, el señor De Beaujeu respondió:
—Me asalta una duda terrible. No entiendo por qué parte del ejército regio
decidió ponerse al servicio del conde de Nigredo.
—Bueno, ése es un misterio fácilmente resoluble, me parece a mí. Creo que os
bastará con interrogar a los soldados. —El mercader lo miró de soslayo, con una
pizca de malicia—. No tenéis una idea clara de quién es en realidad el conde de
Nigredo, ¿verdad?
—En efecto —respondió Humbert frunciendo las cejas—. Como tampoco la tiene
el obispo Folco, ya que estamos en ello.
—El obispo Folco… —murmuró Ignacio—. Casi se me había olvidado. ¿Qué ha

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sido de Su Ilustrísima?
El lieutenant simuló un gesto de desinterés.
—Tras el hundimiento de las torres se batió en retirada con el rabo entre las patas,
junto con su caballería diezmada. Me he equivocado con él. Creía que había acudido
a socorrer a la reina, pero sólo lo movía un interés enfermizo por Airagne. Sólo habló
de unos supuestos escudos de oro.
—Ya sabéis cómo son los prelados, no desvelan nunca el porqué de sus
maquinaciones…
—Estoy completamente de acuerdo. Pero vos no sois menos evasivo, monsieur.
Para empezar, aún ignoro vuestro nombre. Me habéis dirigido la palabra sin haberos
acordado de presentaros.
Ignacio sonrió.
—A decir verdad, sois vos quien ha iniciado la conversación.
—¿No veis? Seguís contestando con evasivas. No sé aún si vuestra actitud me
agrada o me irrita… Vamos, decidme ya vuestro nombre y contadme qué hacíais en
Airagne.
Ignacio estaba a punto de contestar cuando una voz de mujer resonó desde el
interior de la carroza:
—Humbert, ¿con quién estáis hablando? —Las cortinas del habitáculo se
apartaron y revelaron el rostro de la reina—. Ah, es con ese hispánico —constató ésta
con escaso entusiasmo.
—Estamos departiendo acerca de lo sucedido, Majestad —explicó el lieutenant.
—Ordenad a ese hombre que entre en mi carroza —expresó Blanca—. Tengo
algunas preguntas que hacerle.
—Como Su Majestad desee. —Humbert hizo señas al mercader de acercarse al
carruaje.
Ignacio desmontó y entró en la carroza. La reina reposaba sobre un asiento
forrado de terciopelo rojo; pero no estaba sola. El cardenal de Sant’Angelo estaba
acurrucado en un rincón del habitáculo cual niño adormecido. A juzgar por su
expresión, estaba sereno.
—Esperaba encontraros en compañía del conde de Champagne, Majestad —
empezó el mercader sin miedo a parecer descarado.
—Se ha marchado en cuanto ha podido. —Suspiró Blanca.
Ignacio frunció las cejas. Su expresión, sombría, estaba acentuada por las
excoriaciones en la cara durante la fuga del torreón.
Blanca lo miró con frialdad.
—Yo sé perfectamente quién sois, Ignacio Álvarez —dijo al final—. Yo sabía
todo sobre vos antes de que llegarais a Airagne.
El mercader simuló sentirse lisonjeado.
—Y yo sé quién sois, mi señora.
Por segunda vez, en el espacio de unas horas, Blanca experimentó un temor

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reverencial hacia aquel hombre.
—¿Qué queréis decir?
La conversación se interrumpió, pues la carroza empezó a dar tumbos a causa de
los accidentes del camino. Los ocupantes del habitáculo se sobresaltaron. Frangipane
emitió un refunfuño e hizo ademán de despertarse, pero después se volvió de un lado
y se sumió de nuevo en la inconsciencia.
En cuanto la situación volvió a la normalidad, Ignacio respondió:
—Empecé a alimentar las primeras sospechas hace aproximadamente dos
semanas, tras descubrir un campamento de arcontes. Entre sus milicias advertí la
presencia de soldados pertenecientes al ejército regio. Vestían el uniforme regular y
eran demasiado numerosos para ser desertores en su totalidad. —Entornó los ojos,
preparándose para la última parte del parlamento—. Los soldados del rey de Francia
no son mercenarios corrientes, y no es fácil sobornarlos: sólo obedecen al monarca, a
sus subordinados directos… y naturalmente a la reina.
El pecho de Blanca se estremeció.
—Insinuáis unas cosas absurdas. Pero aunque fueran ciertas, no existen ni
pruebas ni testimonios susceptibles de confirmarlas.
—Hay una explicación para todo. Las aldeas en que entraban los arcontes
quedaban asoladas, y sus habitantes eran secuestrados o asesinados. Y los pocos
supervivientes que hay han decidido callar por puro miedo. Y todavía hay otros que
callan porque se han beneficiado de la campaña. La extinción de los cátaros beneficia
a muchos, empezando por los monjes católicos.
—¿Y cómo explicáis la defección de los soldados del rey? —le preguntó la reina
pestañeando con inquietud.
Ignacio esbozó una sonrisa socarrona. Bajo su semblante de rigidez, Blanca
estaba temblando. No de miedo, sino de rabia. La maraña de sus embustes se estaba
deshaciendo y su urdimbre ya no se mantenía intacta.
—No ha habido ninguna defección, Majestad —reveló el mercader—. Esos
soldados han seguido sirviendo a la Corona, representada por vos misma. Los habéis
inducido a marchar bajo los estandartes del Sol Negro y a defender el castillo de
Airagne. Ellos han obedecido sin vacilar porque ésa era vuestra voluntad. ¿A quién si
no iban a obedecer? —Cruzó los brazos, absorto—. En definitiva, todo se ha
desarrollado de manera «indolora». La historia del secuestro es una farsa y vuestros
soldados han creído proseguir la Cruzada contra los herejes iniciada por vuestro
difunto marido. Sólo ha cambiado la sede de la guarnición, y el tener que colaborar
con milicianos.
Blanca agudizó su mirada de serpiente.
—Me habían dicho que erais un hombre muy sagaz, Ignacio Álvarez. Debería
haber ordenado que os mataran.
El mercader se encogió de hombros.
—Ah, ya lo han intentado, Majestad. Y más de una vez.

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—¿Sólo eso os ha bastado, entonces, para descubrir el engaño?
—Me han puesto sobre la pista algunos detalles. En primer lugar, la presencia del
viejo monje Gilie de Grandselve. Debéis de haberos servido de él de manera
sistemática: como mensajero y como espía, pero sobre todo como alquimista. Cuando
murió, noté en vuestro rostro una nota de contrariedad, pero también un punto de ira.
Estaba claro que habíais perdido el apoyo de un buen servidor. Eso confirmó aún más
mis sospechas: el viejo no era vuestro carcelero sino vuestro cómplice. Igual que
Thibaut de Champagne, por cierto.
—Al principio, Thibaut no sabía nada —aclaró Blanca—. Lo mandé convocar yo
misma, cuando me encontraba ya en Airagne. Hasta que no me cercioré de que podía
servirme de él no lo puse al corriente de la situación. Era mejor conseguir su
complicidad que tenerlo por ahí conspirando contra la Corona junto con otros barones
rebeldes.
—Sin embargo, habéis dejado a oscuras al cardenal de Sant’Angelo.
—Pobre Romano Frangipane… —La reina esbozó una risita compasiva—. Yo no
podía hacer otra cosa. Su fidelidad está con Roma, no conmigo. Su Eminencia creía
realmente que estábamos secuestrados por el conde de Nigredo. Como Humbert de
Beaujeu, por cierto.
—Ya, Humbert de Beaujeu. Estaba convencido hasta el punto de planear una
evasión a fin de liberaros.
—Muy caballeroso de su parte, pero poco inteligente —observó Blanca—.
Romano y Humbert no saben nada de mi plan. Me puse en camino con ellos so
pretexto de querer participar en el concilio de Narbona y durante el trayecto mandé
que les administraran un potente somnífero. Después cambié el itinerario y envié
mensajeros para que el grueso de mis tropas me alcanzara cerca de los Cévennes, en
un lugar preestablecido. Desde allí guié al ejército hasta Airagne. Al despertar, mis
dos acompañantes se encontraban ya recluidos en el castillo, sin saber nada. Les dije
que habíamos sido secuestrados por el conde de Nigredo y que nos encontrábamos
prisioneros en un lugar desconocido. Naturalmente, me creyeron a pie juntillas.
—No tengo nada que añadir, Majestad —concluyó Ignacio—. Sois sin lugar a
dudas una excelente estratega. Tenéis la misma fuerza que vuestro padre, Alfonso
VIII de Castilla, y la misma astucia que los Plantagenet, el linaje de vuestra madre.
Hacéis honor a vuestras dos familias de origen, si se puede hablar así. —La miró a
los ojos—. Si me permite Vuestra Majestad, me gustaría formularos una pregunta.
—Tras semejante demostración de acumen, creo que tenéis derecho.
—Y bien, ¿por qué hicisteis eso?
Aquella pregunta proyectó una sombra sobre el rostro de la reina.
—¿Creéis acaso que me resulta fácil, a mí sola, mantener unido el reino de
Francia? Al apoyar a los herejes, los condes del sur se han unido en una coalición
religiosa contra la Corona. Y por si eso no bastara, tras la muerte de mi esposo los
barones de Francia se rebelaron contra mí y se pusieron del lado del duque Mauclerc.

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No imagináis los esfuerzos que he tenido que hacer para mantener la neutralidad de
Inglaterra en todo este tiempo.
—Ya, recurristeis a Airagne para tratar de resolver vuestros problemas. Pero
¿cómo llegaron a vuestros oídos noticias de ese lugar?
—Yo me mantengo siempre bien informada sobre lo que hacen mis enemigos,
reales o supuestos. Entre ellos figura la estirpe de los Lusiñano. Al hacer pesquisas
sobre los miembros de su familia, descubrí el secreto de mosén Felipe: Airagne, y
aprovechando su ausencia, utilicé a mi favor dicho secreto. Sirviéndome de los
arcontes podía someter el Languedoc y con el oro alquímico sobornar a los ejércitos
de los barones rebeldes. Además, simulando que estaba secuestrada podía desorientar
a todos mis enemigos.
—¿Y por qué habéis actuado sola?
—Porque no puedo fiarme de nadie, ni siquiera del bizarro Humbert de Beaujeu.
—Suspiró la dama—. Él me defiende por una simple cuestión de deber, pero en el
fondo siempre me ha menospreciado. Así que tampoco podía dejarlo libre, toda vez
que su cautividad me permitía tomar el control directo del ejército.
Ignacio reconoció que se hallaba ante una manipuladora sin par, tan hábil como
despiadada, y recordó un episodio ocurrido diez años atrás, cuando Blanca y su
marido Luis no reinaban aún. Entonces, Luis era delfín de Francia y se encontraba al
otro lado de la Mancha, en lucha contra los ingleses a fin de recuperar la heredad
negada a su esposa. Tras una batalla con resultado desventajoso, Blanca se dirigió al
padre de su marido, el rey Felipe Augusto, para que mandara a Inglaterra milicias de
apoyo. Al recibir su negativa, amenazó con dejar a sus hijos en manos de quien
quisiera financiar una expedición de refuerzo. La determinación de la nuera empujó
finalmente a actuar a Felipe Augusto.
—El castillo de Airagne se presentaba ante vos como un recurso excelente, ¿no es
cierto? —dijo el mercader a modo de conclusión.
—Algo que mi sobrino Fernando sabía demasiado bien, os lo aseguro. Él y su
confesor, ese tal González de Palencia, tienen ojos y oídos por todas partes —aseveró
Blanca mordiéndose el labio inferior—. El rey de Castilla no os ha enviado hasta aquí
para salvarme sino para hacerme daño. ¿Qué creíais? Su aparente desinterés por la
cuestión francesa es en realidad un tácito chantaje: durante muchos años me he visto
obligada a comprar su neutralidad exprimiendo el tesoro real. Tenía que impedir que
se aliara con Aragón con fines expansivos allende los Pirineos, es decir, a costa de mi
reino.
—De casta le viene al galgo —comentó Ignacio—. Pero al final, al apoderaros de
Airagne habéis llevado miseria y destrucción a millares de hogares.
—Yo en vuestro lugar me quitaría esa expresión complacida de la cara. —La
reina lo miró con aire amenazador. Se había vuelto indómita y batalladora—. Si
pensáis que os dejo libre para revelarlo todo a los cuatro vientos, os equivocáis de
cabo a rabo.

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—Yo soy el más ínfimo de vuestros problemas, Majestad —minimizó él sin
descomponerse.
Blanca parecía en la luna.
—¿Quién más podría descubrir la verdad?
—Para empezar, y sin ir más lejos, vuestro lugarteniente. —Ignacio se inclinó
hacia su interlocutora afectando un tono confidencial—. En estos precisos momentos,
Humbert de Beaujeu está preparándose para interrogar a los soldados. Siente
curiosidad por saber quién los ha comandado durante vuestra supuesta cautividad.
Imaginad su desconcierto cuando los oiga decir que no han dejado nunca de recibir
órdenes de vos: le revelarán que después del concilio de Narbona ordenasteis al
ejército regio escoltaros hasta los Cévennes, pues teníais la intención de estableceros
en el castillo de Airagne… Que allí, según lo pactado anteriormente, reclutasteis a
otros milicianos, los exsecuaces de Lusiñano, ganándoos su favor con los escudos de
oro alquímico… Y que de este modo, y con la complicidad de Gilie de Grandselve,
habéis «desenterrado» a los arcontes al integrarlos en vuestro ejército.
—Sería muy engorroso que Humbert llegara a descubrirlo. Perdería su apoyo. —
El rostro de Blanca se ensombreció de golpe; su preocupación saltaba a la vista—.
¿Qué sugeriríais para solucionar esto? —preguntó sorprendida de sí misma al verse
pidiendo consejo a un extraño.
—Muy sencillo —empezó el mercader, complacido del cambio de actitud. A fin
de cuentas, él había inducido a la reina a tales consideraciones. Lo había planificado
todo antes de subir a la carroza, con la obvia intención de proteger su propia
incolumidad—. Decidle que fuisteis chantajeada por el conde de Nigredo, y que no
podíais actuar de otra manera. Decidle que os habéis visto obligada a dar órdenes a
vuestro ejército en función de lo que os venía impuesto.
—Efectivamente, eso resolvería la cuestión —dijo ella—. Pero los dos sabemos
que eso no se corresponde con la verdad: era yo quien controlaba Airagne. Además,
Humbert no ha visto a ningún conde de Nigredo. Habría que acusar a alguien, pero ¿a
quién? Ciertamente no a Thibaut, y menos aún al cardenal Frangipane.
Interiormente complacido de la angustia de la reina, Ignacio alzó las cejas con
aire cómplice.
—Por lo que a mí respecta, el conde de Nigredo ha sido siempre Felipe de
Lusiñano. Nadie ha ocupado nunca su puesto. Os bastará con decir que habéis sido
secuestrada por sus esbirros. Después de todo, habéis sido vos quien ha dado la orden
de que muera en la hoguera.
—Así ha sido. Yo suelo eliminar a las personas que me plantean problemas, y ese
hombre representaba una amenaza; quería recuperar Airagne.
Todo estaba desarrollándose según lo previsto, y al mercader no le quedaba ya
más que empujar a la reina hacia la solución más obvia.
—Yo puedo testimoniar que he visto los restos del conde de Nigredo, es decir, de
Lusiñano. Atestiguaremos que sus hombres lo han traicionado, quemándolo vivo

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poco antes de que Humbert acudiera a salvaros. Para que no recaigan las sospechas
sobre vuestra persona, os bastará con confirmar esta versión.
—Pero Humbert no ha presenciado ninguna muerte en la hoguera —objetó
Blanca con toda lógica—. Se necesitan pruebas concretas si queremos disipar toda
duda.
—Eso ya lo había previsto yo. —Ignacio registró en su talego—. Tomad esto. —
Y le entregó un colgante dorado—. Lo llevaba mosén Felipe colgado al cuello. Lo he
encontrado cerca de sus restos carbonizados.
—Se diría un amuleto pagano… —La reina examinó el colgante y después abrió
los ojos como platos—. Representa una araña de patas curvas. Exactamente la misma
que aparece en los escudos de Airagne.
—Es el emblema del conde de Nigredo. Todos los soldados lo reconocerán.
¿Creéis que bastará como prueba?
Los ojos de Blanca centellearon de satisfacción.
—Sí, bastará con toda seguridad.
Ignacio se aseguraba con aquello su salvación.
—Ese colgante tiene un precio, señora mía —insinuó antes de que fuera
demasiado tarde. Estaba impaciente por liberarse de las garras de aquella terrible
predadora.
—¿Cuál, si se puede saber?
—Mi libertad sin condiciones.
—De acuerdo —convino la reina—. Transmitid mis saludos a mi querido sobrino
Fernando.
—Descuidad.
El mercader de Toledo se despidió con una reverencia. Al salir de la carroza,
ofreció a Humbert de Beaujeu una somera explicación acerca de los acontecimientos
relacionados con Airagne. Su reconstrucción de los hechos, tan convincente como
embustera, concordaría a la perfección con la versión que le iba a ofrecer Blanca
poco después.
Finalmente libre para irse, Ignacio llamó a sus compañeros y se alejó de la
procesión regia, que se dirigía a buen seguro rumbo a París.

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39

Poco después de que el mercader y sus compañeros perdieran de vista la comitiva


de la reina, el cielo se oscureció y estalló una violenta tormenta. Encontraron cobijo
en una posada situada al borde del valle.
Un hombre estaba apostado bajo el zaguán. Era un individuo de aspecto rústico,
cejijunto y con una barba muy poblada que le nacía bajo los ojos. Contemplaba
aburrido la caída de la lluvia mientras se pasaba un hilo de paja por los dientes. Al
reparar en los cuatro forasteros, arrojó la pajita al suelo y soltó una risotada
estentórea.
—¿De dónde salís vosotros? —preguntó—. No es un día indicado para viajar —
agregó señalando el cielo con gesto maldiciente—. Si no deja de diluviar, este año se
echará a perder también la mayor parte de la cosecha.
—Buscamos alojamiento —le informó Ignacio quitándose la capucha empapada.
—Acomodaos, pues —respondió el hombre sin dignarse mirarlo de nuevo. Su
mirada ya se había perdido en otra parte, en la lluvia.
Una mujer bajita y gruesa salió de la cocina y los guió por una escalera chirriante
dejando atrás un reguero de olores especiados. Los llevó hasta una habitación amplia
situada en la planta alta y señaló una ringlera de jergones separados por cortinajes y
tabiques de madera.
Entre tanto, Willalme condujo a los caballos a los establos para desensillarlos. En
aquel momento, cayeron dos cartas de una faltriquera sujeta a la montura que había
pertenecido a Lusiñano. Aunque por entonces el francés ya sabía leer y escribir —de
resultas de las insistentes recomendaciones de Ignacio—, no dominaba sin embargo
el latín. Por eso se le escapó el contenido íntegro de los textos; pero el significado de
algunas palabras lo dejó muy preocupado. Se dirigió ipso facto al interior de la
posada para revelar el descubrimiento a su amigo.
El mercader cogió las cartas y las examinó a la luz de una pequeña chimenea; a
cada línea que leía su ceño se fruncía más. Aquellas palabras casi le producían
vértigo. Se esforzó por no dejarse invadir por una oleada de desesperación. Se trataba
de dos despachos redactados por Felipe y destinados al obispo Folco y al padre
González respectivamente: unos mensajes de máximo secreto. Ambos contenían el
mismo texto. Se detuvo especialmente en unas líneas:

… Puesto que lo considero un hombre pérfido e inclinado a las doctrinas heréticas, así como
irrespetuoso para con la autoridad eclesiástica y los preceptos de la Santa Iglesia Romana,
aconsejo a Vuestra Ilustrísima que tome acta de estas palabras y considere la conveniencia de
adoptar medidas contundentes contra el maestro Ignacio Álvarez de Toledo, a fin de extirpar de
raíz el influjo nefasto que pudiera ejercer en la corte del rey Fernando…

—¡Serpiente asquerosa! —Ignacio arrugó las dos cartas y las arrojó con rabia a la

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chimenea. Las llamas las envolvieron y devoraron en pocos minutos—. Menos mal
que murió antes de poder enviar estos mensajes.
Acercándose malhumorado a la mesa de la posada, donde lo esperaban una
comida caliente y una jarra de vino tinto, el mercader trató de reprimir los malos
pensamientos que lo embargaban, pero no lo consiguió. Se preguntó por qué
Lusiñano habría escrito aquellas cartas y si lo había hecho a petición de alguien. El
padre González y el obispo Folco eran dos prelados terribles, y sólo pensar que uno
de los dos —o incluso ambos— hubiera pedido a Felipe indagar sobre él, lo llenó de
angustia.
Volvió a pensar en la pira carbonizada en lo alto del torreón, una imagen real y
espantosa que revivió con crudeza ante sus ojos. En aquel madero ennegrecido se
veía también a sí mismo, retorciéndose y gritando obsesivamente.
¡Eso no debería ocurrir jamás! En el futuro estaría más atento, evitaría los
ambientes cortesanos y las sedes prelaticias y se retiraría a una vida tranquila con su
familia. Además, poseía suficientes riquezas para vivir de manera desahogada.
Debía detener su carrera. Sibila, su mujer, lo esperaba.
Lo esperaba desde siempre.
Dejó a un lado su desazón y se acercó con renovada esperanza a la mesa. Frente a
él, sus compañeros de viaje lo recibieron con una mirada tranquilizadora.

Los días sucesivos, prosiguieron hacia el norte bordeando los feudos del Tolosano.
En busca de un camino seguro que llevara hacia España, encontraron una pista
pedregosa hollada por peregrinos rumbo a Santiago de Compostela. Siguieron aquel
camino hasta llegar al poblado de Conques, donde hicieron una parada breve pero
decisiva. En aquel lugar se elevaba una abadía con las reliquias de santa Foy, mártir y
taumaturga. El sol, que había vuelto a lucir, iluminaba los elegantes bajorrelieves
esculpidos en la fachada del edificio sacro.
Mientras Ignacio y Willalme charlaban aparte, Uberto se sentó con Moira a la
sombra de una haya. El joven estaba muy inquieto.
Por su memoria pasaba sin cesar el rostro de Galib, la prisión de Montsegur, la
promesa hecha a Corba de Lantar, la muerte de Kafir y su encuentro con la misteriosa
abadesa de Santa Lucina. La sombra de Airagne, que hasta entonces había oscurecido
aquel concatenarse de acontecimientos, ya se había disipado. No obstante, seguía
embargándolo una sensación de angustia. Él sabía bien de qué se trataba.
Mientras Uberto rumiaba, la muchacha lo interrogaba con la mirada. Él se
extasiaba con aquella visión, pero al mismo tiempo sentía una especie de resquemor.
Los sentimientos que experimentaba lo hacían sentirse particularmente vulnerable.
—En cuanto pasemos los Pirineos te acompañaré hasta Cataluña, donde me
dijiste que tenías unos parientes —le expresó con rostro sombrío. Le habría gustado
emplear otras palabras, pero no sabía expresarse, ni explicarse. Tenía un carácter

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firme y racional, pero no era capaz de afrontar ciertos asuntos. Quería a Moira, la
quería con todo su ser, pero se sentía incapaz de manifestarle sus sentimientos.
Habría podido obligarla sin más a seguirlo y a casarse con él como solían hacer
muchos hombres. Eso lo sabía de sobra. Nadie habría tenido nada que objetar. Pero
ella era una criatura libre. No la obligaría a hacer nada semejante.
Moira lo cogió de un brazo, sin contestar. Un gesto sobradamente elocuente.
—A no ser que… —insinuó Uberto.
Ella sintió un pequeño sobresalto.
—¿A no ser que…?
—A no ser que quieras estar conmigo —contestó pronunciando la frase de un
tirón.
La muchacha permaneció un rato mirándolo, sus largos cabellos agitados por el
viento. En silencio le acarició la cara, y al final, llena de alegría, le dijo que sí.
A poca distancia de allí, Willalme se hallaba conversando con Ignacio con gesto
serio. Parecía determinado, pero también muy triste.
—Mi buen amigo, ha llegado el momento de que me vaya.
Con una permanente expresión de dulzura en la cara, el mercader llevaba
escudriñándolo un buen rato. Hacía tiempo que esperaba oír aquello.
—¿Estás seguro de lo que dices? —De cada sílaba brotaba una nota de lamento.
—Necesito encontrar la paz —respondió el francés mirando intensamente a su
compañero con sus ojos azules—. Mi paz, dentro de mí.
El mercader se limitó a asentir. Sintió una angustia en el estómago, lo que a su
vez le produjo cierta alegría: era la prueba del afecto que le profesaba a Willalme.
Recordó el día en que lo encontró, muchos años atrás, y le salvó la vida. Desde
entonces lo había tenido siempre a su lado, como a su sombra, un amigo sabio y
silencioso.
—¿Sabes al menos a dónde ir?
—Sí.
—Entonces ve, no seré yo quien te detenga. —Ignacio lo abrazó como se abraza a
un hijo cuando se teme no volver a verlo más. Lo estrechó contra su pecho,
escondiendo su tristeza—. Encuentra tu paz, amigo mío. Encuéntrala también para
mí.
—Tu paz es fácil de alcanzar —susurró el francés—. Está delante de ti, pero tú
nunca te das cuenta.
Willalme se marchó aquel día de verano. Marchó por senderos pedregosos
inundados de luz meridiana.
Por mucho que se esforzó, no logró recordar la última vez que había llorado.

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Epílogo

Fernando III de Castilla se remejió, inquieto, en el sitial de su gabinete para estar


más cómodo. Su rostro, iluminado por un candil tembloroso, parecía excesivamente
pálido. Tenía los ojos fijos en una misiva enviada por Ignacio Álvarez. Se la había
llevado aquel mismo día un mensajero procedente de Mansilla de las Mulas, el lugar
de residencia del mercader.
En el texto, Álvarez le ofrecía un resumen algo abstruso de lo que había
descubierto en Francia durante los meses estivales. Las palabras, vagas sólo en
apariencia, aludían a la realidad de los acontecimientos, aunque sin mencionarlos
explícitamente. El mercader de Toledo no quería hacer sobre nadie afirmaciones
escandalosas que en el futuro pudieran ser utilizadas en su contra. Procuraba evitar
toda crítica.
Terminada la lectura, Fernando III dejó la misiva delante de él, en el escritorio
abarrotado de cosas. Documentos apilados, plumas de oca y tinteros cubrían la
superficie de la mesa, lo que exasperaba aún más su variable estado de ánimo.
Realmente, no sabía qué pensar.
La voz de un monje dominico sentado delante de él rompió el silencio y dio pie a
la reflexión.
—No cabe duda de que Álvarez ha prestado un buen servicio. Ha hecho más que
una simple investigación y ha conseguido liberar a Blanca de Castilla. Nos ha librado
de un buen aprieto.
El monarca asintió, inexpresivo.
—Sin embargo —prosiguió el dominico—, en su carta sostiene que el oro de
Airagne no era auténtico.
El rostro de Fernando III se reanimó con una contracción mandibular.
—Bueno, lo mismo sostenía ya el maestro Galib, si mal no recuerdo.
—Yo, sin embargo, albergo serias dudas al respecto, Majestad. —El padre
González se agarró al borde del escritorio; había emergido lentamente de la penumbra
—. Ese mozárabe sabe demasiadas cosas, no os fiéis de él. —Entornó los ojos—. Si
pudiéramos interrogarlo a fondo… Ya sabéis lo que quiero decir.
—No creo que sea oportuno ir por esa dirección. —En la voz del rey vibró una
nota de incertidumbre—. Yo sugeriría dejar ese asunto. Bien pensado, Álvarez puede
volver a sernos útil.
El dominico suspiró desencantado, cual gato que ve escapar una presa que ya
tenía entre las garras. Vio cómo el monarca tendía las manos hacia un anaquel lateral,
donde reposaba su virgen de marfil. Sin dejar de observar aquellos gestos
impacientes, dijo casi para sí:
—Yo le había confiado a mosén Felipe la delicada tarea de vigilar a Álvarez con

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la esperanza de encontrar alguna prueba para formalizar una acusación de herejía y
tener así un pretexto para interrogarlo. —Se encogió de hombros—. Por desgracia,
Lusiñano no ha retornado de la misión.
Fernando III volvió a colocar la estatuilla blanca en su sitio y señaló una misiva
que reposaba sobre el escritorio:
—Según el informe de Álvarez, Felipe de Lusiñano ha muerto a consecuencia del
hundimiento del torreón de Airagne.
—Otra mentira, supongo —insinuó maliciosamente González.
—En cualquier caso, tampoco vos sois completamente sincero. Nos habéis
mantenido a oscuras sobre lo que acordasteis con Lusiñano, y tal vez también con
otras personas. —La mirada del monarca se volvió penetrante—. Sabemos asimismo
que estáis en contacto con el obispo Folco de Tolosa en relación con ciertos intereses
de los que os cuidáis mucho de hablar. Es algo que resulta irritante. En resumen,
padre, que es nuestro deseo que se nos mantenga informado de todo. Es algo que,
además, sabéis perfectamente.
El dominico se retiró a la sombra.
—Por supuesto, sire. Sin embargo, ese Álvarez…
—Olvidaos de ese hombre. A fin de cuentas, el asunto de Blanca de Castilla
puede darse por resuelto. Nuestra tía no conseguirá consolidar su dominio en Francia.
Y eso nos basta. —El monarca hizo un gesto seco, como queriendo zanjar la
conversación—. Olvidémonos del oro de Airagne. Hay cuestiones más urgentes en
que pensar. —Desplegó unos pergaminos sobre el escritorio—. Centrémonos, para
empezar, en la estrategia a seguir contra el emir de Córdoba…
González siguió con mirada tensa el índice del monarca que se deslizaba sobre un
gran mapa topográfico.
Durante unos instantes, lo odió intensamente. Le habría gustado apoderarse de su
querida virgen de marfil y hacerla añicos.

Un mes exactamente después de volver a Castilla, Uberto y Moira se desposaron en


el monasterio mozárabe de San Miguel de Escalada, junto a Mansilla de las Mulas.
Era una espléndida mañana estival. Ignacio y su mujer, Sibila, acompañados de
algunos amigos, asistieron a la ceremonia como si se tratara de un nuevo capítulo de
sus vidas.
Los esposos estaban al fondo del atrio, ambos vestidos de rojo y cubiertos con un
velo blanco. Frente a ellos, el sacerdote celebraba el rito con gozosa solemnidad.
El mercader admiraba a su hijo, que estaba exultante. Era un joven apuesto,
fuerte, de una inteligencia sutil, y se estaba casando con la mujer que amaba. La
alegría lo inundaba. Junto a él, su esposa estaba enternecida. Ignacio se volvió hacia
ella. Sibila era una mujer pasional y luminosa, como la tierra de España. Así la había
visto siempre desde el día en que la conociera. El paso de los años había dejado en

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ella los signos de una espera obstinada e inquebrantable. Plenamente consciente de
que él era el responsable de eso, se prometió, una vez más, no volver a dejarla sola.
Concluida la ceremonia con el intercambio de anillos, el sacerdote tomó de la
mano a los recientes esposos y los acompañó hasta el exterior del monasterio. El aire
era caliente, atemperado por el sonido de un rabel.
Se resguardaron del sol bajo la columnata del monasterio.
Moira estaba radiante con su vestido de novia. Según las usanzas nupciales, sus
largos cabellos negros los llevaba sueltos y cubiertos con un velo blanco. Uberto la
contempló un buen lapso de tiempo, invadido por una íntima sensación de
familiaridad. Sólo entonces se dio cuenta de que parecía conocerla desde siempre. En
los ojos de ella leyó la misma sensación. Y se sintió feliz.

Allende los Pirineos, en un valle umbroso del Languedoc, Willalme se detuvo para
admirar el paisaje. Ante sus ojos, entre suaves tonos silvestres, descubrió los restos de
una iglesia destruida por las llamas.
Un grupo de beguinas trabajaban alrededor de un edificio con la ayuda de unos
pocos voluntarios. Querían volver a construirlo.
Una imagen simple, una visión de paz. Ante aquel espectáculo, Willalme sintió
que su alma se volvía ligera. Su frente afligida se distendió.
Había encontrado lo que buscaba.
Sin vacilar un instante, se encaminó hacia allí.

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Nota del autor

Esta novela, aunque su trama sea pura invención, está entretejida con referencias al
siglo XIII de carácter político, cultural y legendario, pero sobre todo se alimenta de
muchas sugerencias que he encontrado documentándome sobre la alquimia medieval,
con sus aspectos simbólicos y sus repercusiones en los planos de la religión, la
filosofía y el folclore. Todas las citas bibliográficas de esta obra, incluido el Turba
philosophorum, se atienen por tanto a la verdad histórica. También la terminología
seudocientífica (o mejor dicho, precientífica) mencionada en varios puntos de la
narración, procede de la traditio manuscrita, pues se considera funcional a la trama y
coherente con la forma mentis medieval. En semejantes elementos reside la auténtica
historicidad de la novela, en caso de que el lector quisiera encontrarla en unas páginas
de fiction. A este respecto, la subdivisión cuadripartita de las fases alquímicas
(nigredo, albedo, citrinitas, rubedo) que ofrezco en la novela, se aparta
deliberadamente de la subdivisión mucho más difundida en el Medievo, basada sólo
en tres colores básicos (negro, blanco y rojo). Dicha referencia se deriva del
denominado Libro de Comario y Cleopatra perteneciente al corpus alquímico greco-
egipcio de la era helenística, tal vez interpolado por un monje bizantino (véase al
respecto la Collection des anciens alchimistes grecs, editada en París en 1888 al
cuidado de Marcellin Berthelot). Es mía, en cambio, la idea de acercar los procesos
de la alquimia a la hilatura.
Las temáticas de la alquimia, de la filosofía y de la antropología cultural que
aparecen en la trama se entrelazan en la estructura simbólica de Airagne, que se
convierte por así decir en metasemia. Lo mismo es extensible a la armada de los
arcontes, cuyo nombre evoca las doctrinas gnósticas de Pistis Sophia así como el
binomio Oscuridad-Materia, que se puede encontrar tanto en la tradición hermética
como en la maniquea, formando una suerte de «coralidad» junto con los conceptos de
demiurgo y de nigredo.
Por lo que respecta a los personajes históricos citados en la novela, son auténticas
las noticias biográficas relativas a Fernando III de Castilla, Pedro González de
Palencia, Folco de Tolosa, Raymond de Péreille y Corba Humaud de Lantar.
Las reconstrucciones urbanístico-arquitectónicas de Teruel, Tolosa y Acre
respetan la verosimilitud histórica, al igual que las descripciones de los siguientes
edificios: el puente y castillo de Andújar, la roca de Montsegur y la Sacra Praedicatio
de Prouille (aunque no sus subterráneos), así como las abadías de Fontfroide y de
Conques.
En cambio, he utilizado libremente el nombre de Galib (Galippus), personaje
histórico del que se sabe muy poco, salvo que figuró entre los colaboradores
mozárabes de Gerardo de Cremona.

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Todos los acontecimientos históricos citados son auténticos y están bien
documentados, incluidas las alusiones a Georgia y a la reina Rusunda.
El concilio de Narbona de 1227 se celebró realmente, y en tal ocasión se lanzó un
anatema contra los señores del Languedoc que apoyaban a los cátaros. Por lo demás,
sobre las tendencias separatistas (de índole político-religiosa) de los condes de Tolosa
y de Foix ya se había debatido en 1215 con ocasión del cuarto concilio de Letrán.
Igualmente real fue la expedición punitiva conocida como Tierra quemada y
abanderada por el obispo Folco, expulsado de Tolosa por el movimiento filoherético
liderado por el conde Raimundo VII. Está asimismo atestiguada la existencia de las
confraternidades de los «blancos» y los «negros».
El comportamiento de monjes indisciplinados aparece igualmente descrito en
varios documentos de la época.
El exorcismo recitado por el obispo Folco está sacado del «Carmen» 54 de los
Carmina Burana.
Tras la muerte de Luis VIII el León, la reina Blanca de Castilla, sola en el trono
de Francia, atravesó un momento de crisis política al tener que hacer frente a una
nutrida cohorte de barones rebeldes aliados con el duque de Bretaña, Pierre de Dreux,
también llamado Mauclerc. Romano Frangipane, legado pontificio, trabajó
infatigablemente al lado de la regente para conjurar el colapso de la monarquía; y lo
mismo cabe decir de Humbert de Beaujeu.
No se puede saber si Blanca de Castilla fue secuestrada alguna vez; pero a este
tipo de riesgos sí se vio expuesto más de una vez el delfín, su hijo, el futuro san Luis.
Y, volviendo a la reina de Francia, son bien conocidos los testimonios relativos a su
sobrenombre, dame Hersent, así como su carácter combativo y su ensalzada belleza, a
la que tampoco debió de ser indiferente el propio Frangipane. Son, en cambio,
inciertas las relaciones que pudo mantener con Thibaut IV de Champagne, el Príncipe
trovador, si bien el monje cronista Mateo de París (Historia maior, año 1226) no
dudó en poner por escrito que Luis VIII fue envenenado por el amante de Blanca, el
conde de Champagne, quien en los anales lleva por nombre Henricus y no Thibaut.
Son auténticas las referencias a la herba diaboli y sus efectos alucinógenos con
relación a la brujería, como lo son también las manifestaciones patológicas atribuidas
al saturnismo (intoxicación por plomo).
En el siglo XIII se encuentran menciones a la fata Malusina, la mujer-serpiente, en
la leyenda de Henno el de los grandes dientes, transmitida por Walter Map (De nugis
curialium, IX, 2). Es interesante a este respecto el relato perdido de Hélinand de
Froidmont, al que se refiere Vincent de Beauvais (Speculum naturale, II, 27). Al siglo
siguiente pertenece la obra de Jean d’Arras conocida con diversos títulos, entre ellos
La noble histoire de Lusignan o Le roman de Melusine en prose, donde se alude a la
descendencia de la estirpe de los Lusiñano a partir de esta criatura fantástica, mitad
bruja y mitad sirena.
Hemos tratado de reconstruir dentro de los límites de lo verosímil los rituales de

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los cátaros (en el Languedoc llamados texerants y en otras partes albigenses) así
como la vida comunitaria de las beguinas, que empezaron a asentarse en el sur de
Francia precisamente en la primera mitad del siglo XIII.
Es difícil saber a ciencia cierta qué se escondía en el interior de Montsegur,
montaña que fue asediada y arrasada entre 1243 y 1244 por los violentos cruzados
franceses, un ejército de al menos seis mil hombres al mando de Hugues d’Arcis,
comandante de Carcasona, y de Pierre Amiel, arzobispo de Narbona. Fue un
acontecimiento particularmente dramático, en el que los ideales religiosos se
convirtieron en pretexto para dar rienda suelta a la intolerancia y a la brutalidad
humanas. En aquella época, la roca albergaba a una comunidad de aproximadamente
quinientas personas, algunas de ellas instaladas en las grutas excavadas junto a los
cimientos del castillo.
Antes de que los habitantes de Montsegur fueran capturados y quemados en la
hoguera (incluido el castellano Raymond de Péreille y su familia), se cuenta que
gracias a la ayuda de Pierre-Roger de Mirepoix, un grupo de cátaros fugitivos logró
eludir la vigilancia de los cruzados y sacar de la roca un tesoro tan precioso como
misterioso, sustrayéndolo de las garras del arzobispo Amiel, pero haciéndolo también
desaparecer para siempre de la historia. Por eso los cátaros han sido a menudo
considerados, entre otras cosas, los últimos depositarios del grial. La leyenda de la
Piedra de Luz es, pues, auténtica, si bien en el estado actual de los estudios
medievalistas resulta imposible establecer qué era exactamente. Algo que tal vez no
se llegue nunca a saber.

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Nota de agradecimiento

Ante todo, dar las gracias a Ignacio de Toledo. Lo encontré una sola vez, de pasada,
entre las páginas de un ensayo histórico o quizá de una novela de aventuras.
Tropezarse con este tipo de personajes tiene siempre consecuencias imprevisibles.
Quiero dar también las gracias de manera especial a Leo Simoni, sin cuyos consejos
probablemente habría perdido la fuerza y el entusiasmo para escribir antes de cumplir
los veinte años. Al darle las gracias le pido perdón por no haberlo comprendido nunca
del todo. Por cierto, a menudo tengo la sensación de recibir de las personas queridas
mucho más de lo que estoy dispuesto a dar. Eso vale sobre todo para mis padres,
siempre preocupados por indicarme un camino a seguir. Aunque no estoy seguro de
haber tomado la dirección correcta o la que esperaban de mí, espero que sepan
valorar mis esfuerzos. Y naturalmente gracias especiales a Giorgia, que sabe estar
cerca de mí, aconsejarme y a veces soportarme con paciencia en los momentos en los
que la fantasía me lleva a otra parte, haciéndome olvidar el mundo real.
Hay también otras personas a las que quiero mostrar mi más sincero
agradecimiento. Ante todo, a Roberta Oliva y a Silvia Arienti, grandes profesionales
y fieles amigas, así como a Newton Compton. Encontrar el editor adecuado no es
sólo una cuestión de contratos y de ejemplares vendidos; antes bien, significa
establecer un feeling con alguien que sepa entender y apreciar tu creatividad. Por eso
estaré siempre agradecido a Raffaello Avanzini y a Alessandra Penna, en los cuales
reconozco la pasión y el entusiasmo de quienes se baten cada día para dar lo mejor de
sí mismos. Como tampoco puedo olvidar a Fiammetta Biancatelli, Maria Galeano,
Carmen Prestia, Giovanna Iuliano y a todos los demás integrantes de este fantástico
equipo.

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MARCELLO SIMONI (Comacchio, Italia, 1975) ha sido arqueólogo y bibliotecario.
Con Il mercante di libri maledetti, su debut narrativo, ocupó durante más de un año el
primer lugar de las listas de los más vendidos y obtuvo, también, el Premio
Bancarella.
El éxito de la novela se confirmó más tarde con títulos como Il labirinto ai confi ni
del mondo, L’isola dei monaci senza nome, La cattedrale dei morti y la saga Codice
Millenarius.
Sus obras han sido traducidas en más de veinte países.

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Notas

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[1] «La que yo amo es de un señorío y una belleza que me pasman». <<

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[2] Demonios de todo género, que cegáis, que condenáis, que lisiáis y que turbáis,

obedeced mis órdenes y mis palabras. Yo os censuro y os conjuro por mandato del
Señor que no molestéis, como soléis hacer, a los hombres, de modo que comparezcáis
y después os vayáis y habitéis con almas desesperadas. <<

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