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Marcello Simoni
La biblioteca perdida
ePub r1.0
Karras 15.07.2018
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Título original: La biblioteca perduta dell’alchimista
Marcello Simoni, 2012
Traducción: Bernardo Moreno Carrillo
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A Leo Simoni, alquimista de la forma y el color
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Prólogo
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nuestro pozo.
La monja se llevó la mano al pecho; la expresión de su rostro era dura como la de
un soldado.
—¿Tiene los «signos»?
—Sí, los signos de Airagne.
La mujer no lo dudó, acudió rauda a unirse con su compañera mientras una
tromba de pensamientos se arremolinaba en su mente. Tal vez los rumores que
corrían por el pueblo eran finalmente ciertos: se estaba aproximando el Apocalipsis.
Mientras bajaba las escaleras, no reparó en que acababa de salir de una pesadilla para
entrar en otra peor: la pesadilla de la realidad.
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PRIMERA PARTE
El conde de Nigredo
Turba philosophorum, XV
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Una partida de soldados avanzaba por las orillas del Guadalquivir. Ignacio de
Toledo los observaba desde un altozano, en el claroscuro del atardecer, tratando de
averiguar los colores de sus insignias.
Se apeó del carro y se bajó la capucha que lo había protegido del sol durante las
horas más calurosas —dejando ver unos ojos vivarachos y una barba de filósofo— y
se dispuso a bajar la pendiente sin perder de vista las maniobras de la facción armada.
El único destino posible era una ciudadela fortificada, a poca distancia de Córdoba.
Allí encontraría él —estaba seguro— lo que andaba buscando. Pero esa intuición lo
inquietó, pese a no ser presa fácil de las sugestiones; antes bien, era un hombre de
mente racional: le gustaba creer lo que podía comprender y desconfiaba de lo demás.
Extraña actitud para un mercader de reliquias.
Una voz lo sacó de sus pensamientos.
—Pareces preocupado.
Miró en dirección al carro. Le había hablado su hijo Uberto, sentado en el
pescante con las riendas bien sujetas. No más de veinticinco años, pelo negro y largo,
y ojos vivos de tono ambarino.
—No, estoy bien. —Ignacio escudriñó de nuevo el valle—. Esos soldados portan
las insignias de Castilla; deben de estar regresando a la guarnición del rey Fernando
III. Debemos seguirlos; me gustaría departir con Su Majestad antes de que
anochezca.
—No me hago a la idea. Nunca habría imaginado que un día iba a comparecer
ante la presencia de un soberano.
—Pues hazte a ella. Desde hace dos generaciones, nuestra familia sirve a la Casa
Real de Castilla. —Ignacio esbozó una sonrisa amarga y no pudo por menos de
pensar en su padre, que había sido notarius del rey Alfonso IX. Pensaba en eso raras
veces, pero cuando lo hacía dirigía rápidamente la mente hacia otra cosa, para alejar
la imagen de aquel hombre pálido y enjuto que había pasado los mejores años de su
vida, y de la vejez, en medio de la oscuridad de una torre garabateando en resmas sin
número—. Te darás cuenta muy pronto de que ese «privilegio» acarrea más cargas
que honores. —Suspiró.
Uberto se desperezó.
—He oído contar muchas cosas sobre Fernando III. Dicen que es un fanático de la
religión, motivo por el cual lo llaman el Santo. Y que, en nombre de la cruzada contra
los moros, está extendiendo sus feudos hasta el mediodía. Ahora se halla en guerra
contra el emir de Córdoba…
Ignacio no dijo nada, atento de repente a un ruido de cascos al galope. Se volvió
hacia oriente y vio a un caballero que se aproximaba a toda velocidad.
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—Willalme ha vuelto —dijo dibujando un saludo en dirección al aludido.
El jinete los alcanzó, se detuvo delante del carro y bajó de un salto.
—He inspeccionado el camino principal y buena parte de los secundarios. —
Empezó limpiándose el polvo de la cara y de sus largos cabellos rubios. Tras varios
años viviendo en Castilla, su acento francés se había esfumado casi por completo—.
Nadie nos ha seguido.
—Bien, amigo mío. —Ignacio le puso una mano en el hombro—. Ata el caballo
al carro y sube. Nos ponemos en marcha.
El francés obedeció.
—¿Has descubierto dónde se encuentra el campamento del rey?
—Creo que sí —respondió el hombre acomodándose junto a Uberto—. No
tenemos más que seguir a esa tropa —agregó señalando a una cuadrilla de hombres
armados que se dirigían hacia el pequeño poblado—. Debemos llegar cuanto antes. Si
nos sorprende la noche, toda la zona se llenará de forajidos.
Reanudaron la marcha. El carro se deslizó por el declive, tambaleándose con cada
bache del camino, y se adentró en una vegetación cada vez más espesa y rica en
palmeras a medida que se acercaba al río. Aunque eran los primeros días del verano,
una ligera neblina mitigaba los colores de los viñedos lejanos.
Los tres compañeros siguieron la pista de los soldados y franquearon el río por un
viejo puente de piedra sostenido por quince arcos, justo en el momento en que los
hombres armados desaparecían tras las fortificaciones del poblado. Cuando iban a
entrar ellos también, se cerró la cancela de la entrada.
Uberto frenó los caballos y miró alrededor. El valle estaba en silencio. El poblado
se elevaba sobre una colina circundada de murallas. En lo alto descollaba un castillo
con torreón en cuyas almenas ondeaban los estandartes reales.
En aquel preciso momento, una pequeña tropa de soldados emergió por entre los
matorrales y rodeó el carro. Todos vestían de la misma manera: corazas de metal,
yelmos provistos de nasal y sobrepellices rosas. El más grueso e hirsuto del grupo se
acercó al vehículo esgrimiendo una lanza.
—¡Deténganse, señores! Están en una guarnición del rey de Castilla.
Ignacio, que había previsto semejante eventualidad, hizo señas a sus compañeros
de no perder la calma, alzó las manos y bajó del carro.
—Me llamo Ignacio de Toledo. Soy mercader de reliquias y me encuentro aquí
por orden expresa de Su Majestad, el rey Fernando III.
Se abrió paso un segundo soldado.
—¡No me fío de estos malandrines! —Escupió al suelo y desenvainó la espada—.
Para mí que son espías del emir.
—Si así fuera, acabarían como ésos —exclamó con una risotada un tercero
mientras señalaba a cuatro ahorcados en un terraplén.
En absoluto intimidado, Ignacio se volvió al soldado hirsuto, que a pesar de su
aspecto parecía ser más razonable.
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—Poseo una misiva con el sello del monarca como prueba de lo que afirmo. —
Señaló su talego—. Si lo deseáis, os la muestro en el acto.
El armígero dijo que sí mientras pedía silencio a sus conmilitones.
El mercader de Toledo le presentó un pergamino, pero sabedor de que ninguno de
ellos sabía leer, añadió:
—Mirad el sello y lo reconoceréis sin duda.
El soldado tomó el documento, barrió con la mirada las líneas de tinta y se fijó en
el marchamo sellado con cera.
—Sí, es el sello regio. —Devolvió el documento e hizo una inclinación con la
cabeza—. Disculpen, señores, esta ruda acogida, pero es que hay algunas tropas
mahometanas acampadas a poca distancia de aquí y de vez en cuando intentan
infiltrar a sus espías en nuestra guarnición. Descuiden, que ahora mismo hago una
señal para que los dejen entrar. —Se volvió hacia los muros y gesticuló en dirección
de una torreta de madera situada junto a la entrada. Un centinela respondió agitando
una antorcha.
—Prosigan hasta la entrada —gruñó el soldado lanzando una última mirada a los
viajeros—. Cuando se encuentren más cerca, levantarán la reja de la entrada y los
dejarán pasar. Bienvenidos a Andújar, la antigua ciudad de Iliturgis.
Ignacio se subió al carro de nuevo, y Uberto azuzó a los caballos para reanudar la
marcha.
Dejaron a sus espaldas el cinturón fortificado y prosiguieron a través de lo que
hasta hacía poco había sido un floreciente centro agrícola y artesanal. Las calles
estaban bordeadas de construcciones de todo tipo, todas ellas abandonadas y
ennegrecidas por el fuego. Los únicos edificios que aún daban señales de vida eran
las tabernas, a cuyas puertas charlaban animadamente corrillos de soldados
borrachos.
La plaza del mercado albergaba los vivaques de las tropas, entre ellos algunos
soldados bereberes, acuartelados a cierta distancia de las milicias regulares. Uberto
los observó con curiosidad. Vestían un uniforme ligero y un manto con capucha, el
burnus. Por extraño que pareciera, aquellos hombres pertenecían a los destacamentos
camelleros del norte de África.
—No te extrañes de la presencia de guerreros moros —señaló Ignacio a su hijo—.
El califa del Magreb se ha aliado con Fernando III. Por eso le ha mandado refuerzos.
—Pero Fernando está combatiendo contra el emirato de Córdoba. ¿Por qué un
califa mahometano debería ayudarlo?
Ignacio se encogió de hombros.
—Ésta no es una guerra de religión, sino de intereses.
—Como todas las guerras —terció Willalme.
Cuando ya se hallaban en las inmediaciones del castillo, les salió al encuentro un
jinete con el caballo enjaezado portando un escudo decorado con una cruz floreada.
—Señores míos, no podéis seguir adelante —les advirtió con tono cortés—. A
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menos que tengáis un permiso.
—Lo tenemos, señor mío —aseguró Ignacio—. Nos espera Su Majestad.
—Es mi deber asegurarme primero y después escoltaros hasta su presencia.
El mercader de Toledo le mostró la misiva contraseñada con el sello regio. El
caballero la cogió en su mano enguantada de hierro, la leyó atentamente y la
devolvió.
—Estáis en regla, a lo que parece. —Se bajó la cofia de la coraza, descubriendo
un juvenil rostro bronceado—. Me llamo Martín Ruiz de Alarcón. Seguidme, os
indicaré dónde se encuentran los establos.
Llegados allí, el caballero invitó a los tres viajantes a confiar el carro y los
caballos a un caballerizo, y a continuación todos prosiguieron a pie hacia el centro del
castillo, donde se erigía el torreón.
Entre tanto ya se había hecho de noche, y los centinelas estaban encendiendo
fuegos alrededor del perímetro amurallado.
—Su Majestad se aloja en lo alto de la torre del homenaje —explicó Alarcón—.
A esta hora debe de estar departiendo con los dignatarios y el consejo de guerra.
Subieron por una escalera lóbrega hasta la parte más alta del torreón. En las
paredes de piedra, desprovistas de todo adorno, sólo se distinguían manchas de humo
producidas por las antorchas.
—No os extrañe el mal estado del lugar —trató de tranquilizarlos el caballero al
notar las miradas de asombro de los tres visitantes—. Su Majestad sólo acude raras
veces aquí, para fines estrictamente militares. Pero estos muros tienen mucha historia:
se remontan hasta los tiempos de Carlomagno.
—Después de todo —intervino Uberto intercambiando una mirada cómplice con
Willalme—, este castillo no es más que una cabeza de puente con Córdoba. Todo el
mundo sabe que Fernando el Santo está planeando un ataque final contra el emirato.
—Los designios de reconquista de Su Majestad son más que lícitos —comentó
Alarcón con una mueca condescendiente—. Pero yo en vuestro lugar evitaría
llamarlo el Santo en su presencia. Fernando de Castilla es bastante susceptible con
respecto a ciertos epítetos, por inocuos que éstos sean.
—Disculpe el descaro de mi hijo. —Suspiró Ignacio ocultando bajo la barba una
risita complacida. Con el paso del tiempo, Uberto iba manifestando rasgos cada vez
más parecidos a los suyos, sobre todo cierta intolerancia hacia las formas de
autoridad y el gusto de incomodar a quienes practicaban la obediencia ciega. Pero en
otros aspectos era muy distinto a él: su mirada y sus propósitos eran siempre
transparentes como el agua de la fuente, mientras que él, Ignacio, tenía un carácter
más huidizo y lleno de secretos. La experiencia le había enseñado a callar sobre
ciertos asuntos, en especial sobre los arcanos del saber. En el pasado, el ser mal
interpretado casi le había valido la acusación de nigromante.
Superado un segundo tramo de escaleras, llegaron a una antecámara recubierta de
tapices, donde se aglomeraba un gran número de soldados y criados.
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—Esperad a que os anuncie; después, entrad de uno en uno, sin prisas. —Alarcón
lanzó una última mirada a Uberto, esta vez a modo de amonestación—. Y no abráis la
boca si no sois interpelados.
Tras una breve espera, la compañía recibió permiso para pasar.
El mercader se puso delante; dejada atrás la antecámara, atravesó con pasos
medidos una sala muy espaciosa. De las paredes colgaban innúmeros iconos sagrados
—más de lo habitual— cual válvulas de escape de una devoción maníaca.
En el centro de la sala se hallaba sentado Fernando III de Castilla, un hombre de
unos treinta años vestido con un manto de terciopelo azul y una túnica de cuadros.
Tenía unos cabellos largos color castaño que le caían por la frente a modo de
flequillo, una barba incipiente que ponía de relieve su barbilla huidiza y unos ojos
color celeste que parecían perdidos en el vacío. Varias personalidades conformaban
su séquito: consejeros, religiosos, aristócratas… Alarcón, que se les había unido, se
hallaba departiendo porfiadamente con un individuo armado hasta los dientes y un
tanto singular, pues tenía la cara tapada por una jacerina con sólo dos aberturas para
los ojos.
Después de reparar en todo ello, el mercader de Toledo se postró delante del rey y
le rindió homenaje mediante el rito del besamanos. Uberto y Willalme se le acercaron
y arrodillaron a su lado.
Fernando III entreabrió los labios, dando a entender que quería hablar, y en la sala
se hizo el más completo silencio.
—Así que vos sois Ignacio Álvarez. —El tono de voz del monarca era bajo, casi
flemático—. Vuestra reputación tiene algo de sensacional. Se dice que en vuestra
juventud os negasteis a ser clericus, e incluso magister, prefiriendo llevar una vida
errante. No negamos que ello nos produce cierta curiosidad.
—Yo no tengo nada que ocultar, sire. —Ignacio sopesaba bien las palabras—.
Pregunte y será contestado. Pero ha de saber que yo soy un hombre sencillo,
desprovisto de talentos especiales.
—Eso lo juzgaremos nosotros, maestro Ignacio. —Fernando III aguzó la mirada
como para comprobar la sinceridad del interpelado—. Estamos al corriente de
vuestras empresas. Se cuenta, entre otras cosas, que en 1204 llegasteis a
Constantinopla y os pusisteis al servicio del dux de Venecia, pese a haber sido éste
excomulgado. Sabed que no toleramos semejante conducta. Una familia ligada a
nuestro nombre no debe apoyar a los perseguidos por la Santa Sede, por muy nobles
o caudillos que sean. —Suspiró—. Pero seremos magnánimos y pasaremos por alto
vuestros deslices si aceptáis nuestras peticiones.
—¿Por qué os dirigís a mí?
Fernando III esbozó una mueca de fastidio.
—Vuestro padre, hombre de rara inteligencia, sirvió a esta casa hasta su muerte y
se condujo siempre de manera impecable. De vos exigimos la misma obediencia.
Uberto prestaba atención a cualquier matiz de lo que se le decía, desde el pluralis
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maiestatis del monarca al tono evasivo acerca de su padre, pese a lo cual no lograba
abstraerse de un detalle un tanto curioso. Fernando tenía en una mano una estatuilla
blanca con forma de mujer, que de vez en cuando acariciaba con gestos inquietos,
cuasi infantiles. Quiso recordar algo sobre aquel objeto: era una virgen de marfil de la
que el monarca no se separaba nunca, ni siquiera en el campo de batalla.
El monarca siguió hablando:
—Sobre todo, maestro Ignacio, juzgaremos vuestra obediencia en base a vuestro
proceder en el futuro. Os espera una misión importante. Por eso se os ha convocado.
El mercader levantó la mirada para buscar en la del rey algún preanuncio de lo
que esperaba; pero sólo vio dos ojos inexpresivos, relucientes como la porcelana. Ya
se había encontrado antes en situaciones parecidas. No era inhabitual que sus
servicios fueran solicitados en las cortes de grandes señores interesados en recuperar
reliquias de santos u objetos extraños ocultos en lugares lejanos e inaccesibles. Sin
embargo, no acertaba a adivinar lo que quería el rey de él. Por otra parte, le molestaba
que se mencionara tanto la palabra «obediencia».
—Levantaos, maestro Ignacio. —El tono de Fernando III delataba cierta
animosidad—. Decidme, ¿habéis oído hablar del secuestro de nuestra tía, la reina
Blanca de Castilla?
Ignacio no supo qué contestar. En los últimos años, las maniobras de los reinos de
Castilla y Francia reflejaban de manera más o menos explícita la voluntad de dos
hermanas, hijas legítimas del difunto rey Alfonso VIII de Castilla. La primera,
Berenguela, era la madre de Fernando el Santo y, si bien no ostentaba directamente el
poder, le había inculcado a su hijo unos rígidos principios religiosos, que lo impelían
a expandir el reino y a lanzar una Cruzada contra los moros de España. La segunda,
Blanca, desposada con el rey francés Luis VIII, llamado el León, y viuda desde hacía
poco, había tomado personalmente las riendas de Francia, dada la escasa edad del
delfín.
Blanca se había revelado una regente de mano férrea, no sólo manteniéndose
firme frente a una camarilla de barones reacios a servir a una mujer de sangre
castellana, sino también fomentando la Cruzada contra la herejía cátara emprendida
por su marido en tierras del Languedoc. Dicha conducta, que le había acarreado
muchas enemistades, le había asegurado en cambio el apoyo de la Santa Sede y, sobre
todo, del cardenal Romano Frangipane, el legado pontificio.
Ignacio pensó que el secuestro de la reina Blanca encajaba a la perfección con
aquel enredo político. Pero como él no sabía nada al respecto, bajó la mirada e hizo
un gesto negativo.
—Lo lamento profundamente, sire. Aunque mantengo relaciones con diversos
comerciantes y viajantes de Francia, no tengo conocimiento de nada relacionado con
este asunto.
—Así que es cierto; la noticia no se ha difundido aún. —Fernando III apoyó la
estatuilla sobre un brazo y lanzó una mirada al armígero con cota de mallas; después,
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se dirigió nuevamente al mercader—. Es preciso actuar con rapidez, y con la mayor
circunspección.
—¿Debemos socorrer a la reina Blanca de Castilla? —La voz no era de Ignacio,
sino de Uberto, incapaz de contener el estupor. Todas las miradas de la estancia
convergieron inmediatamente en él.
El mercader de Toledo se sintió invadido por una oleada de confusión. Le
molestaba lo indecible quedar en evidencia.
—Disculpad la impertinencia de mi hijo, Majestad. —Lanzó una mirada severa
en dirección al consternado Uberto y después clavó los ojos en la alfombra persa que
tenía bajo los pies—. Os ruego lo disculpéis.
—No vemos por qué —contradijo el monarca—. Lleva toda la razón.
—Pero ¿cómo, Majestad? —Ignacio volvió a levantar la mirada, el ceño fruncido
—. Nosotros somos una simple familia de mercaderes…
—Sabéis perfectamente que eso no es del todo cierto. De todos modos, vuestro
papel en la misión será marginal: la acción principal recaerá sobre quien corresponda.
El monarca dirigió de nuevo la mirada hacia el grupo de congregados, y a una
indicación suya, se acercó el hombre cubierto con la cota de mallas, el cual pasó junto
al atónito Ignacio, hizo una elaborada inclinación ante el regente y se situó a su
izquierda.
Un segundo ademán de Fernando III hizo que cesara el rumor que resonaba en la
estancia.
—¿Sabe, maestro Ignacio? Este hombre dirigirá el aspecto estratégico y, en caso
necesario, las acciones bélicas conducentes a la liberación de nuestra tía Blanca de
Castilla. —Acto seguido, invitó al misterioso armígero a revelarse.
—Por favor, mosén Felipe, mostrad el rostro.
A tal petición, el hombre se llevó las manos a la cabeza y se quitó la malla de
acero que lo cubría, revelando un rostro de rasgos duros, semejante a una máscara de
cobre. Pero lo que más temible lo tornaba eran los ojos, animados por una
inteligencia poco común.
Sin manifestar estupor alguno, Ignacio recordó haber encontrado a aquel hombre
años atrás. Un intercambio de susurros a sus espaldas confirmó que Willalme y
Uberto estaban intercambiando unas palabras sobre el mismo asunto.
—Mosén Felipe de Lusiñano —exclamó—, me alegro de volver a encontrarlo
con salud después de tanto tiempo.
—A mí me alegra igualmente que os acordéis de mí, maestro Ignacio —respondió
el armígero frunciendo los labios con una sonrisa.
—¿Cómo no me iba a acordar? Me beneficié de vuestra escolta mientras me
encontraba viajando por Burgos. Han pasado casi diez años desde entonces, pero aún
me siento en deuda con vos.
—Os ruego que no sintáis ningún tipo de obligación para con mi persona. No me
supuso ningún sacrificio ayudaros. Pero, en fin, si realmente insistís, tal vez en el
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futuro tengáis ocasión de saldar la deuda.
—No hay tiempo ahora para formalismos —los interrumpió Fernando III—. Nos
apremian unos asuntos de suma urgencia. Mosén Felipe, tenga la cortesía de explicar
la situación.
Felipe posó la jacerina y los guantes de hierro sobre un caballete y empezó a
hablar:
—Durante la Cuaresma que acaba de concluir se convocó en Narbona un concilio
para debatir sobre una Cruzada contra los cátaros de Languedoc. En tal ocasión, se
lanzó un anatema contra los condes de Tolosa y de Foix, coaligados con los herejes
contra Blanca de Castilla. —Marcó una pausa para permitir a los presentes
memorizar las noticias—. La reina juzgó oportuno asistir a dicho concilio, pero desde
entonces no hemos tenido noticias de ella. Éste es el asunto: Blanca parece haber
desaparecido como por ensalmo. —Fijó la mirada en el mercader de Toledo—.
Algunas voces afirman que ha sido secuestrada y que se encuentra prisionera en el
sur de Francia, en manos de un tal conde de Nigredo. No sabemos nada más.
Ignacio se acarició la barba, pensativo.
—¿De dónde proceden esas noticias?
—Del venerable Folco, obispo de Tolosa —respondió Felipe—. Se ha tenido
conocimiento del hecho durante el exorcismo de un poseso.
—¿Un exorcismo?
Felipe de Lusiñano extendió los brazos con gesto evasivo.
—No se nos ha comunicado nada preciso al respecto. Monseñor Folco espera una
delegación nuestra para dar más noticias —tras una pausa, prosiguió con tono más
persuasivo—: Comprendo vuestro desconcierto, maestro Ignacio, y en parte lo
comparto. Las palabras de un poseso son unos indicios muy vagos, pero la
desaparición de la reina Blanca es un hecho concreto. Sobre eso no existe duda
alguna. Al menos sabemos por dónde iniciar las pesquisas.
—Aunque convengo con vos, sin embargo no entiendo para qué podría servir yo.
El mercader se volvió hacia Fernando III, pero su mirada se chocó con una
expresión vítrea.
—Se trata de sutilezas diplomáticas en las que yo no tengo experiencia alguna…
Como respuesta a dichas palabras, una voz resonó desde el fondo de la estancia.
—Ignacio Álvarez, ¿qué acabas de decir? ¿Te niegas a comprometerte, como
solías hacer cuando eras pequeño?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ignacio. Conocía aquella voz, pero no la oía
desde hacía muchísimo tiempo. Entre los cortinajes detrás del tono, vio emerger la
silueta de un hombre, de un anciano enjuto de pelo cano y piel oscura como la
cáscara de un dátil. Vestía una túnica parecida a la de un monje, pero más elegante.
Salido a la luz de las antorchas, el anciano hizo una inclinación mirando al
monarca.
—Ya he escuchado bastante, sire. Permitidme participar en la conversación.
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Fernando III asintió.
—Hablad, pues, magister.
Ignacio, que había asistido a la escena con un estupor en aumento, se acercó a
aquel viejo y, sin quitarle los ojos de encima, le cogió una mano y se postró delante
de él.
—Maestro Galib, ¿sois vos de veras?
El vejete sonrió, enarcando unas cejas blanquísimas.
—Sí, hijo, soy yo mismo.
Mientras lo miraba maravillado, el mercader evocó su primer encuentro. Corría el
año 1180 y aunque aún era un niño, Ignacio fue admitido en la Escuela de Toledo.
Para su padre aquello fue motivo de orgullo, pues en dicho lugar se desarrollaba la
monumental obra de traducción de los manuscritos procedentes de Oriente. El
maestro Galib era a la sazón un brillante joven de veinticinco años que se encargaba
de la instrucción de sus discípulos y ayudaba al docto Gerardo de Cremona, que se
había instalado en Toledo expresamente para traducir al latín los tratados de los
filósofos árabes y griegos.
Fue precisamente Galib quien se ocupó del joven Ignacio e insistió para que se
iniciara en el estudio del latín, al reconocer en él una inteligencia poco común. En ese
período, Gerardo de Cremona estaba demasiado ocupado para reparar en aquel
muchacho, pero un poco después lo llamó a su lado e hizo de él uno de sus discípulos
preferidos. Lo cual no habría podido ocurrir sin la mediación de Galib.
—Os creía muerto —admitió Ignacio abrumado por los recuerdos—. Nadie tenía
la menor idea de a dónde habíais ido a parar.
—Simplemente me alejé de Toledo —respondió el magister—. Seguí enseñando
unos años más tras la muerte de Gerardo de Cremona, y después decidí ponerme al
servicio del rey Fernando. —Su sonrisa se resquebrajó, revelando un cansancio
profundo, completamente interior—. El Señor ha querido mofarse de este pobre viejo
regalándole una longevidad fuera de lo común…
Ignacio tenía un sinfín de preguntas que hacerle a Galib, pero éste se anticipó:
—No puedes rechazar esta misión, hijo mío. Tu participación es de vital
importancia.
—Explíquese, magister.
—No me refiero a las informaciones que el obispo Folco dice haber recabado
durante un exorcismo. —El anciano alzó un índice huesudo—. Yo ya he oído hablar
del conde de Nigredo, y estoy al corriente de la fama que lo rodea. Es un adversario
temible, un alquimista. Por ese motivo es preciso que acompañes a mosén Felipe
hasta el condado de Tolosa e indagues a su lado sobre la desaparición de la reina
Blanca. Yo sé bien lo que me digo. Tú fuiste con mucho el mejor discípulo de
Gerardo de Cremona, especialmente en el terreno de las ciencias herméticas y de la
exploración de las cosas ocultas. También estoy al corriente de que decidiste
emprender el oficio de mercader para profundizar en este tipo de conocimientos
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durante tus viajes. No puedes negarlo.
—Un alquimista… —Ignacio había asumido de nuevo su habitual impasibilidad
—. Así que habéis sido vos quien ha propuesto mi nombre para esta misión…
—Sí. —El viejo cruzó los brazos. Su cuerpo diminuto parecía más encogido
todavía entre los pliegues del hábito—. El rey Fernando me ha pedido que le
proponga al hombre más idóneo, y yo he pensado enseguida en ti. Yo habría ocupado
gustosamente tu lugar, pero ya soy demasiado viejo para afrontar semejantes
empresas. Así, pues, ¿qué piensas hacer?
El mercader se volvió en dirección de Uberto y Willalme, leyó en sus rostros
perplejos, y finalmente respondió:
—Acepto el encargo. —Esbozó una media sonrisa—. Después de todo, no me
parece tener derecho de réplica a una orden del rey.
—Bien, entonces —volvió a intervenir Felipe de Lusiñano, que había escuchado
con sumo interés— partiremos mañana mismo. Esta noche repostaréis en el castillo,
en una estancia situada a los pies de la torre del homenaje.
—Muy bien. —Las facciones de Fernando III se habían distendido—. Ahora que
está resuelto el asunto, podemos prepararnos para la cena. —Y mientras decía esto
batió las manos—. Naturalmente, maestro Ignacio, estáis invitado a asistir a ella junto
con vuestros acompañantes.
Dicho esto, el monarca se puso de pie y atravesó la estancia en dirección a la
salida mientras un séquito de nobles porfiaba por seguirlo de cerca a empujones. En
vez de unirse a aquella compañía, Ignacio se apartó en un rincón de la sala. No estaba
acostumbrado a formar parte del séquito de nadie. En ese momento, una mano
huesuda lo agarró de un brazo.
—Sígueme, hijo —le intimó Galib—. Conozco un atajo para el comedor.
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2
La cena tuvo lugar en un salón del piso alto de la torre del homenaje, en cuyo centro
había una chimenea cilíndrica ceñida por una mesa alargada con forma de herradura.
Ignacio paseó la mirada por los rostros de los comensales y la detuvo en Galib,
sentado frente a él con aire inquieto. Uberto y Willalme estaban sentados junto a
ellos.
El mercader, que esperaba que el magister tuviera ganas de hacer revelaciones,
había ocupado el extremo izquierdo de la mesa, donde se habían aposentado también
varios infanzones con aire distraído y otros caballeros de baja alcurnia. Esperaba, así,
que sus palabras quedaran ahogadas en el runrún de las conversaciones. Por su parte,
el rey Fernando, sentado en el centro de la herradura, conversaba animadamente con
Felipe de Lusiñano y con un fraile dominico de aspecto hosco.
—Magister, ¿le preocupa algo? —preguntó el mercader.
—Hablaremos de eso después —respondió Galib esforzándose por parecer sereno
—. Ahora pensemos en distraernos. Cuéntame cosas de ti y de tus compañeros…
Ignacio le habló primero de sus viajes realizados por Oriente, las costas de África
y varios países europeos, y después de su rocambolesca peregrinación por el Camino
de Santiago en el verano de 1218, en cuya ocasión había conocido precisamente a
Felipe de Lusiñano, que se había mostrado con él tan cortés como misterioso.
En aquel momento entró en la sala una tanda de camareros cargados con garrafas
y bandejas, los cuales, tras repartirse ordenadamente por los flancos de la mesa,
sirvieron el primer plato de bufé: fruta y manjares fríos. Ignacio se dispuso a afrontar
uno de los ceremoniales más elaborados de la corte castellana: una cena compuesta,
según la usanza, por más de una decena de platos. Personalmente, habría preferido
compartir una comida frugal con unos pocos comensales, a poder ser en la penumbra
de una taberna. De repente, sintió nostalgia de su hogar y, sobre todo, de su mujer
Sibila. No la veía desde hacía meses, y el haberla dejado de nuevo sola le producía
remordimiento de conciencia.
«Soy un pésimo marido», se dijo para sus adentros, y durante un momento trató
de imaginar lo que estaría sintiendo ella, en la soledad de una casa vacía, sin la
compañía del hombre que había jurado amarla. Le invadió un malestar intenso y una
urgencia incontenible de correr a su lado. Pero aquella sensación de culpa se
desvaneció con la misma rapidez con que la que había venido a turbarlo. Unos
segundos después, el rostro del mercader se tornó impasible. Su racionalidad lo
capacitaba para amar sólo en determinados momentos y dejar a un lado rápidamente
cualquier sentimiento. Cierto, se había alejado de casa por enésima vez, pero no le
había quedado otra opción. Y para espantar del todo aquel acceso de melancolía, se
escanció un cáliz con vino especiado.
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Entre tanto, Galib había interrogado a Willalme sobre su ciudad de origen,
Béziers, que los cruzados habían atacado a hierro y fuego por dar cobijo a los herejes
cátaros. El francés le hizo saber también que había huido precisamente a raíz de aquel
suceso y que se había salvado de milagro.
—¿Y tus familiares? —preguntó instintivamente el viejo.
El rostro de Willalme se ensombreció.
—Muertos. —Con un gesto de rabia, tomó una manzana y la partió de un tajo—.
Mi padre, mi madre, mi hermana… Todos muertos por los cruzados durante la toma
de Béziers.
Galib, que no quería verlo tan abatido, aprovechó una nueva ronda de platos para
cambiar de conversación.
Se pasó del dulce de la fruta y la pasta de almendras al salado de los quesos y las
aceitunas. Aunque el ágape parecía alegre, bajo aquella apariencia de solaz latía una
tensión contenida, visible en los rostros contraídos de algunos comensales. El
mercader de Toledo se dio cuenta de ello, pero no dijo nada a nadie.
—Permítame una pregunta, magister —lo interpeló de repente—. ¿Qué tiene que
ver Felipe de Lusiñano en toda esta historia? Cuando yo lo conocí no pertenecía a la
corte de Castilla; vestía el uniforme de los templarios y había renunciado al título
nobiliario.
—Lusiñano es muy apreciado por Fernando III como embajador en Francia —
explicó Galib apartando con una mueca de displicencia una bandeja de carne en salsa
agraz—. Llegó a esta corte hará unos siete años y desde entonces se ha conducido
siempre de manera impecable, hasta el punto de que Su Majestad ha favorecido su
ingreso en la Orden Militar de Calatrava y conseguido que le den una encomienda.
—Y dígame, ¿quién es el dominico sentado a la derecha del rey?
Aquellas palabras produjeron un ligero sobresalto en el anciano; pero el mercader
no se asombró. Había reparado en las frecuentes miradas que lanzaba hacia aquel
personaje tenebroso.
—Es Pedro González de Palencia, confesor de Su Majestad —respondió Galib—.
Fernando III no da un paso sin consultarle antes.
—He oído hablar de él. Tiene fama de ser un profundo conocedor de las Sagradas
Escrituras. —Ignacio se permitió una sonrisilla maliciosa—. ¿Me quiere decir por
qué lo mira con tanta aversión?
—El padre González no es una persona franca y directa. Es demasiado medido,
demasiado calculador. Además, creo que está al corriente de particulares sobre el
secuestro de Blanca de Castilla que no conoce nadie. Sabe más cosas de lo que da a
entender; en realidad, ha sido él quien ha convencido a Su Majestad para que se
embarque en esta empresa.
Ignacio frunció el ceño. En efecto, tras la conversación mantenida con Fernando
III había empezado a albergar algunas dudas. ¿Por qué el rey de Castilla debía acudir
a socorrer a la regente de Francia, aunque fuera pariente suyo? Esa medida podría ser
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considerada como una intromisión política en las disputadas tierras del Languedoc.
¿Cómo entender que, tras la muerte de Luis VIII, la corte parisina no hubiera
conseguido hacerse con el control de la situación? ¿No había en Francia suficientes
caballeros para socorrer a la reina? Y, ¿qué ventajas podía obtener el padre González
ejerciendo su influencia en tierras occitanas? ¿Qué significaba exactamente aquella
expedición contra el conde de Nigredo?
Como no quería mostrar su preocupación, empezó a picotear en la comida que le
habían servido, una «pastilla» de pichón envuelta en una corteza perfumada con
canela. Por su parte, Galib pidió que le sirvieran una simple sopa de centeno con
guisantes.
Pero en la mente de Ignacio se arremolinaban demasiados pensamientos para
poder mantenerse callado.
—Magister, háblenos del poseso al que Folco de Tolosa dice haber interrogado.
—No sé más cosas que tú, hijo mío. —Galib se limpió los labios con el borde de
la manga—. No sé dónde ha encontrado a ese poseso el obispo Folco ni lo que ha
podido averiguar de él. Deberás indagarlo tú mismo. Mañana por la mañana partirás
con Felipe de Lusiñano rumbo a Tolosa; pero la misión deberá desarrollarse en el más
completo anonimato. Os será entregado un salvoconducto redactado por el padre
González, que entregaréis a Folco en persona. —El tono de su voz se tornó más grave
—. Sin embargo, yo tengo otro encargo que hacerte, además del que ya te ha hecho el
rey.
—Me cogéis por sorpresa.
Las cejas de Galib se arrugaron.
—El asunto es harto complejo. Como te dije, yo ya había oído hablar del conde
de Nigredo. Mis recuerdos se remontan a muchos años atrás, cuando conocí a un
castellano del sur de Francia, un cierto Raymond de Péreille, de la casa de Mirepoix.
Fue él quien me habló por primera vez del conde de Nigredo, al que describió como
alquimista; pero yo no di demasiada importancia a aquella historia, que creí una
simple invención. Hasta pasados varios años, no descubrí que el conde existía de
verdad.
—Nos sería de gran utilidad encontrar a ese Raymond de Péreille —terció
Uberto.
Galib asintió.
—En realidad, es eso lo que os quería pedir; pero el asunto debe quedar en
secreto. No podemos fiarnos de nadie, ni siquiera de Felipe de Lusiñano, pues se lo
contaría todo, con pelos y señales, al padre González. Y yo no me fío de ese
dominico. —Miró a su alrededor con el rostro ensombrecido por dudas—. El señor
De Péreille protege a los herejes, apoya la causa de los cátaros. ¿Comprendéis mis
motivos para pediros la mayor discreción?
Uberto examinó el rostro perplejo de su padre, y dijo:
—¿Cómo podemos encontrar a Raymond de Péreille sin ser descubiertos?
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—Muy sencillo —repuso Galib—. Uno de vosotros tres, en vez de viajar a Tolosa
junto con Lusiñano, partirá esta misma noche para entrevistarse en secreto con
Péreille. Tú, Uberto, creo que serías el más indicado para dicha empresa.
—Ni hablar —gruñó el mercader—. Mi hijo viaja conmigo.
El anciano no cedió.
—Comprendo tus reticencias, Ignacio; pero si hacéis como digo, evitaréis que os
manipulen fray González y el obispo Folco.
—¿Y si resulta que ese señor De Péreille está compinchado con el conde de
Nigredo? —inquirió el mercader, manifiestamente presa de los nervios—, ¿… que ha
sido precisamente él quien ha secuestrado a Blanca de Castilla? Después de todo,
quitar de en medio a la reina de Francia favorecería la causa cátara.
Galib meneó la cabeza.
—A Raymond de Péreille no le interesa enemistarse con los cruzados franceses, y
mucho menos con la corte parisina —explicó—. Dispone de tan pocos soldados que
necesita la protección del conde de Foix. No dispone de recursos suficientes para
organizar el secuestro de una reina. Además, desde que lo conozco se esfuerza por
permanecer en la sombra, lejos del teatro de la guerra.
Uberto plantó los codos sobre la mesa y miró fijamente a su padre.
—El maestro Galib lleva razón —dijo estrechando los ojos como un gato salvaje
—. Se trata de un encargo importante. Además, yo puedo apañármelas muy bien, ya
no soy el jovencito ingenuo de antes. Me entrevistaré con Raymond de Péreille, le
sonsacaré las informaciones necesarias sobre el conde de Nigredo y después acudiré a
tu encuentro en Tolosa.
—No estoy del todo convencido —rebatió Ignacio. Sabía muy bien que Uberto se
moría de ganas de ponerse a prueba, pero era su deber poner freno a su impetuosidad
—. ¿Dónde se encuentra actualmente Péreille? ¿A dónde debería dirigirse mi hijo?
La voz de Galib se suavizó.
—A los Pirineos, junto a un famoso refugio cátaro: la roca de Montsegur.
El mercader se mostró más tranquilo.
—Ese lugar se encuentra al sur de Tolosa, a poca distancia del castillo de Foix.
Así que Uberto no tiene más que adelantarse a mí…
—No será arriesgado —abundó el magister empezando a gesticular
excitadamente. Parecía entusiasmado por el nuevo giro que había tomado el asunto y
casi estuvo a punto de volcar la sopa de centeno—. De ese modo obtendréis
informaciones seguras, ¡nada que ver con los desvaríos de un poseso!
Galib pronunció la última palabra en un tono demasiado alto, y un murmullo
creciente se fue apoderando de toda la mesa.
Un infanzón que en ese momento tenía las manos metidas en un guiso amarillento
soltó una carcajada.
—¡Dejadme a mí a ese poseso: veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos le hago
entrar en razones! —Algunas risas de fondo lo incitaron a proseguir, y tras lanzar una
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mirada alrededor, agregó—. ¡Vaya, vaya, qué oigo! En el extremo de la mesa se
cuchichea de alquimia, de posesos y de otras majaderías parecidas. Como si un rey
tuviera que recurrir a semejantes granujas para gobernar. —Cogió un puñado de arroz
y lo introdujo en la salsa, sin reparar en que metía los dedos hasta los nudillos—. ¡Ni
cuchicheos ni libros llenos de polvo! Bastan una espada y un buen caballo para
derrotar a Satanás. Pero no, ¿de quién nos fiamos? De un viejo baboso y un torvo
mozárabe. Sí, señores, ¿es que no los habéis reconocido? Un mozárabe, eso es lo que
es ese Ignacio de Toledo, un chacal que ha venido a embrujarnos con sus
subterfugios.
—No hagáis caso de ese animal —aconsejó Galib, también él mozárabe—. Está
más borracho que una cuba.
Pero el caballero prosiguió con su arenga:
—¡Mirad a nuestro mozárabe, cómo come de gorra! ¡A quién le importan las
patrañas de un nigromante! A mí me bastan estas manos para dejar fuera de combate
a cualquier alquimista.
Ignacio no fue indiferente a aquellas palabras pronunciadas por un guerreador del
rey de Castilla. El nerviosismo por el nuevo encargo de Uberto removió su sangre
fría, además de que entrevió una posibilidad de aprovechar la situación a su favor; así
que dio un puñetazo en la mesa y dijo en voz alta:
—Este gracioso caballero parece versado en ciencias ocultas —empezó con tono
jocoso. La atención general confluyó rápidamente en su persona.
El guerreador vomitó en el guiso el puñado de arroz, sofocó un eructo y se puso
de pie.
—¿Pero qué dices tú, baboso medio árabe? Un caballero cristiano sabe siempre
distinguir entre el bien y el mal.
El mercader abrió los brazos, simulando estupor.
—¡Diantre, pero si me encuentro en presencia de un gran magister…! —Esperó el
eco de alguna risita en la sala, luego prosiguió con la pantomima—. Seguro que
conoce bien los cultos de los herejes y los secretos de la alquimia.
—¡En mi vida he tenido nunca necesidad de conocer nada! —exclamó el
infanzón gesticulando con las manos manchadas de salsa—. No necesito de la
sabiduría de un dominico para reconocer a un hereje o a un nigromante cuando lo
tengo delante. ¡Y esto vale también para ti, mestizo sarraceno! —Debió de darse
cuenta de que había metido la pata con lo del dominico porque se retractó enseguida
—. En caso de incertidumbre, pediría consejo a un buen fraile.
—¿Y sois capaz de distinguir entre un fraile y un hereje, o entre un filósofo y un
alquimista? —Ignacio esbozó un guiño burlesco mientras levantaba el índice—.
Tened cuidado, señor mío. Si razonáis de ese modo, antes o después podríais terminar
arrodillándoos incluso delante de un asno.
Aquella broma levantó una ola de risotadas por toda la mesa. Los mismos
comensales que habían animado al guerreador pendían ahora de los labios del
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mercader.
El infanzón escupió un insulto y sin pensarlo dos veces desenvainó su daga y se
dirigió a Ignacio en estos términos:
—¡Veremos, miserable, si tienes aún ganas de bromear cuando te haya cortado la
nariz y las dos orejas!
Impasible a la amenaza, el mercader lanzó una mirada en dirección a Fernando III
y sus comensales más próximos. Por su parte, Willalme asió el mango del puñal árabe
que tenía ceñido a su cintura dispuesto a intervenir, pero no hubo necesidad. La
escena la interrumpió el sonido de una voz autoritaria.
—¡Caballero, envaine inmediatamente esa arma y vuelva a ocupar su asiento! —
El padre González de Palencia, que se había levantado como un resorte de su silla, lo
estaba mirando con desdén—. Ya ha dado suficientes muestras de villanía.
—Éste me ha insultado —ladró el armígero apuntando la daga hacia Ignacio.
—Él se ha defendido de vuestras injurias diciendo la verdad. Sois un bruto que lo
único que sabe es empuñar un arma. Cualquier patán con un poco de salud aprendería
a hacerlo con igual maestría. —González intensificó su mueca de desdén—.
Obedeced si no queréis que os pongan los grilletes.
Ante semejante amenaza, el caballero se amansó, bajó la cabeza y volvió a
sentarse refunfuñando. El dominico lo siguió con mirada imperiosa y volviéndose a
Ignacio articuló:
—Señor, en nombre de Su Majestad y de esta corte, permítame manifestar pesar
por lo sucedido. En caso de que os sintáis ofendido, ese caballero desconsiderado no
dudará en presentaros sus disculpas.
—No es necesario, padre González —contestó Ignacio con tono seráfico—. Os
doy las gracias por haberme defendido, y a Su Majestad por haberos permitido
hacerlo.
El fraile predicador esbozó una sonrisita de curiosidad.
—Ah, veo que conocéis mi nombre.
—Creo que es un deber inexcusable de cualquier invitado informarse sobre la
identidad de quien se siente a la derecha del dueño de la casa.
—Admiro vuestra sutileza, maestro Ignacio. —El padre González lo escudriñó
con una mirada a la vez profunda y discreta—. Yo aprecio a los hombres de
pensamiento, como me considero a mí mismo. Cuando años ha me quedé cojo al caer
de un caballo, me di cuenta de la excesiva importancia que le daba al cuerpo y a la
vida material. Es en la mente donde reside la verdadera fuerza, y espero que sepáis
usarla en el momento oportuno, pues el maligno está infligiendo un grave golpe a la
cristiandad. —Agarró con fuerza el borde de la mesa, como si fuera a partirla—.
Occidente está siendo víctima de innúmeros flagelos: las hordas sarracenas, la herejía
cátara, las epidemias. ¿Qué ocurriría si viniera a faltar Blanca de Castilla, espada del
Señor y perseguidora de los herejes? ¿Quién se ocuparía del reino de Francia? No
ciertamente el joven delfín, demasiado inexperto. El reino caería en manos de los
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arrogantes condes occitanos y de sus protegidos, los cátaros, que no dudarían en
extenderse como escarabajos hasta el sur de los Alpes y allende los Pirineos,
inficionando los reinos de Aragón y Castilla.
—¿Qué sugerís para remediar todo esto, reverendo padre?
Las manos del dominico se abrieron cual alas de paloma y volvieron a juntarse
con firmeza.
—Acudid raudos a Tolosa y pedidle consejo al obispo Folco. Él, que a través de
un exorcismo ha sabido entrever la verdad de los hechos, os pondrá en el buen
camino. Le presentaréis una carta mía, que ya he confiado a mosén Felipe, en la que
confirmo vuestra buena fe y vuestra vinculación a la corte castellana. Además,
cuando hayáis llegado a destino os beneficiaréis de la escolta de los caballeros de
Calatrava. Diez han partido ya hace dos días y se unirán a vos en las inmediaciones
de Tolosa.
—Ahora me siento más tranquilo —dijo Ignacio, en realidad nervioso por aquella
última revelación. «Demasiada gente por medio», pensó.
—Seréis recompensado como corresponde por este servicio —concluyó González
—. Sin contar con que vuestra alma saldrá muy beneficiada con ello. El paraíso les
está asegurado a los servidores de Cristo.
El mercader inclinó la cabeza fingiendo sentirse profundamente honrado. Su
pequeña puesta en escena había funcionado a la perfección. Al provocar la ira del
obtuso guerreador, había logrado que interviniera el dominico, pudiendo así
comprobar su pensamiento y su influjo en la corte, los cuales le parecieron cualquier
cosa menos desdeñables.
González esperó un gesto de Fernando III para volver a sentarse.
Al final de la cena desfilaron más platos del bufé, tras lo cual los sirvientes
dispusieron, al borde de la mesa, una línea de palanganas llenas de agua a fin de que
los comensales pudieran lavarse las manos.
Galib, que concluyó la comida con un zumo de grosella, informó al mercader de
que pasaría la noche, junto con sus compañeros, en una habitación situada en la parte
baja de la torre. Después, volviéndose a Uberto, le dijo:
—Espero que no estés demasiado cansado, muchacho. Mañana vendré a llamarte
antes del alba.
Dicho lo cual, el rostro del magister dibujó una mueca de inquietud,
asemejándose vagamente a una máscara de cera.
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La noche había caído sobre el castillo de Andújar. La mayor parte de sus habitantes
dormían profundamente, en medio de un silencio esporádicamente turbado por los
pasos de un centinela o los versos átonos de un animal lejano.
El mercader de Toledo se hallaba, junto con Uberto y Willalme, en una estancia
situada a los pies del torreón. Los tres estaban acostados en sendos lechos de paja;
pero pensando en lo que les aguardaba, no lograban conciliar el sueño.
De repente, se oyó un golpe en la puerta.
Uberto abrió un ojo y escudriñó la oscuridad. Aquella señal era para él. Se puso
en pie completamente vestido y, procurando no tropezar con los compañeros
tumbados a ambos lados, alcanzó la puerta.
Galib emergió de la oscuridad portando en la mano un candil encendido.
—Rápido, hijo, no vaya a ser que alguien me vea —susurró jadeante.
Uberto le dejó entrar y reparó enseguida en su paso vacilante. Ya no parecía tan
ágil como unas horas antes, sino un viejo exhausto y titubeante.
Galib dirigió la luz hacia las paredes y pudo ver un mobiliario espartano
consistente en un sillón, un arca y tres camastros. El rayo de luz se posó finalmente
en el somnoliento rostro de Ignacio.
El mercader le dirigió un saludo.
—¿Todo listo, magister?
—Sí, por supuesto. —Una chispa atravesó los ojos del anciano—. Tu hijo debe
seguirme hasta los establos.
Willalme se puso en pie de un salto.
—Os acompaño, para más seguridad.
—No —se opuso Galib—. Abultaríamos más. Los espías de González… —Antes
de terminar la frase, perdió el equilibrio, como a punto de marearse.
—Vos no estáis bien, magister —declaró Ignacio con tono sospechoso y,
aguzando los ojos en la semioscuridad, vio que estaba muy colorado y empapado en
sudor—. Esas manchas en el rostro…, esa respiración tan irregular… Algo os pasa.
—Nada grave —lo tranquilizó Galib, apoyándose en una pared—. Una ligera
indisposición. Ya sabes, a mi edad… —Trató de sonreír.
Cuando el anciano se hubo recuperado, Willalme se acercó a Uberto y le estrechó
la mano.
—Que tengas un buen viaje, amigo mío. —Y con un gesto inesperado y algo
cortado, le ofreció su puñal árabe—. Podría servirte.
El joven observó el objeto enfundado en una vaina de marfil.
—Pero si es tu jambiya. No puedo aceptar semejante regalo…
El francés dejó caer el arma entre las manos de Uberto para que la agarrase.
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—No pongas reparos; ya sabes que no me gusta darle muchas vueltas a las cosas.
Me la devuelves cuando nos volvamos a ver.
El mercader lanzó una última mirada al vacilante Galib y luego se acercó a su hijo
para estrecharlo contra su pecho. Aquel gesto sencillo, pese a estar dictado por
sentimientos normales, sinceros, le resultó difícil. Manifestar afecto le suponía cada
vez más esfuerzo y apuro.
Uberto se liberó.
—Padre, no sigas. Tenía quince años cuando me abrazaste la última vez.
—Ándate con mucho cuidado, hijo mío —le pidió Ignacio—. Si te ocurriera algo,
no me lo perdonaría jamás.
—No temas, actuaré con rapidez y buen ojo. Nos vemos en Tolosa. Es probable
que yo me encuentre ya allí en el momento de tu llegada. Si no fuera así, espérame o
deja indicación sobre dónde encontrarte.
El mercader asintió.
—En caso de un contratiempo, dejaré un mensaje para ti en la hospedería de la
catedral.
—Lo recordaré.
La voz de Galib sonó con tono sombrío:
—Es hora de partir.
Tras un último saludo, Uberto se acomodó el talego en bandolera y salió de la
estancia tras los pasos del magister.
El anciano y el muchacho salieron de la torre del homenaje y fueron esquivando
con cautela los puestos de los centinelas hasta llegar al patio de armas; una vez allí,
prosiguieron protegidos por las sombras de la vegetación. Galib jadeaba cada vez con
más fuerza; Uberto acudió a sostenerlo pero como el anciano se negó, se limitó a
seguirlo de cerca, redoblando la atención. En el espacio de unas horas, la idea que
tenía de él había cambiado varias veces. Como le ocurría a menudo cuando se
encontraba con eruditos o cortesanos, no le resultó fácil comprenderlo enseguida. Al
principio, lo había tenido por una persona ambiciosa y un punto sospechosa, deseosa
sobre todo de congraciarse con el rey; después, en la mesa, le había parecido una
persona temerosa e inquieta; finalmente, descubrió en él muestras de una gran
inteligencia y de un sincero afecto hacia Ignacio. Sólo ahora creía tener formada de él
una idea precisa: Galib era terco y orgulloso, y nada miedoso sino más bien previsor,
sobre todo persuadido de actuar por el bien común. Pero Uberto estaba también
convencido de que le ocultaba algo.
La silueta del anciano seguía arrastrándose por la hierba con la obstinación de un
soldado herido. Su conducta no tenía nada que ver con una puesta en escena ni con el
capricho de un sabio aburrido; era la de quien tiene una misión que cumplir a toda
costa. Precisamente por aquel motivo, y por la dignidad de aquella conducta, el joven
se había fiado de él y había decidido secundarlo sin pedirle demasiadas explicaciones.
Tras un breve trecho, llegaron a un pequeño edificio de piedra y barro. El
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magister se apoyó en la jamba de la entrada y miró alrededor.
—Entra deprisa —instó.
Uberto franqueó el umbral y fue recibido por un fuerte olor a heno y a estiércol
animal. La luz de la luna se infiltraba por las fisuras de los muros, iluminando las
paredes, donde pendían aperos de caballerizo y arneses ecuestres para la caza, la
guerra y los desfiles.
El anciano atravesó toda la estancia.
—Sígueme.
Superada una especie de antecámara, llegaron al interior de una cuadra, y por
primera vez desde que habían salido del torreón, Galib dirigió al joven una mirada
cómplice.
—¿Te gustan los caballos?
—Pues…, sí —contestó Uberto.
El magister se acercó a un magnífico semental negro ya ensillado, le acarició la
crin y a continuación se aseguró de que las riendas y la silla estaban bien sujetas.
—Con éste viajarás veloz.
Era un caballo de raza. No era uno de esos robustos corceles turcomanos
importados en España, idóneos para sostener el peso de guerreros acorazados;
recordaba más bien a los corceles árabes, si bien poseía mayor envergadura y patas
más robustas.
—Un espléndido ejemplar —reconoció Uberto.
Galib sonrió con orgullo.
—Se llama Jaloque, en árabe saláwq, que quiere decir «viento del mar». Me lo
dio el califa Abú al-Alá Idrís al-Mamún, señor del Magreb, a cambio de unos tratados
de astrología. Los arqueros bereberes cabalgan sobre animales de la misma raza…
Ahora es tuyo.
El joven hizo una inclinación de agradecimiento y se acercó al caballo. Le
acarició el hocico y el cuello y después reparó en un arco de caza sujeto en el arzón
trasero.
—Simple precaución —explicó Galib, ofreciéndole una aljaba de cintura—.
Podría serte útil.
Uberto asintió. Se ajustó la aljaba al costado derecho, enfiló un pie en el estribo y
subió a la grupa con una pirueta. El corcel pateó el suelo, sacudió la cabeza y emitió
un relincho.
—Contigo no harán falta espuelas, ¿verdad, Jaloque? —susurró el joven a la oreja
del animal mientras le acariciaba la crin—. Pareces impaciente por lanzarte al galope.
Galib, nuevamente serio, extrajo un pliego de su manga izquierda y se lo ofreció
con cierta urgencia.
—Entregarás esta carta a Raymond de Péreille a tu llegada a la roca de
Montsegur. En ella le pido que te ponga al corriente de sus noticias sobre el conde de
Nigredo y también te dé copia de un raro manuscrito alquímico que obra en su poder:
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el Turba philosophorum. Creo que podría revelarse muy útil, tanto para ti como para
tu padre, en orden a comprender los movimientos del enemigo. Y descuida, que el
señor De Péreille me conoce desde hace mucho tiempo y no dudará en ayudarte.
—Haré como decís, magister.
—Muy bien, hijo. Ahora escúchame atentamente: cuando te encuentres fuera de
este castillo, no te dirijas hacia la salida principal del recinto sino hacia el lado
opuesto. Sigue la muralla hasta que encuentres una pequeña verja. Allí te espera un
par de centinelas que se han puesto de acuerdo conmigo. —Dicho lo cual, le entregó
una escarcela llena de monedas—. Entrégaselas y te dejarán pasar sin la menor
vacilación.
Uberto tomó la escarcela, la sopesó y se la ciñó a la cintura, junto a la jambiya.
—Dígale a mi padre que me espere en Tolosa. —Espoleó al caballo y salió de las
caballerizas al trote.
Mientras el anciano lo veía alejarse, un repentino dolor en el pecho lo obligó a
arrodillarse en el sueño.
—¡No lo olvides! —gritó mientras apretaba con rabia un puñado de paja—. ¡No
olvides el Turba philosophorum!
Uberto, ya lejano, hizo señas de haber comprendido, pero no se volvió.
La silueta del joven caballero, cada vez más distante, se desvaneció en medio de
la noche.
Mientras trataba de volver a sus aposentos, Galib se dio cuenta de que le quedaba
muy poco tiempo de vida. Un veneno misterioso le estaba emponzoñando el cuerpo.
Tal vez lo había ingerido durante la cena, mezclado con la sopa de centeno o con el
zumo de grosella. O tal vez se lo habían suministrado después, durante el sueño, antes
del encuentro secreto con Uberto. En cualquier caso, la maldita sustancia estaba
empezando a dañar gravemente su percepción de la realidad.
Las luces de las antorchas emergían por entre las sombras con una intensidad
deslumbrante, alargándose como la baba de un caracol. Un olor a resina y salitre le
subió por la nariz, un olor amplificado, repugnante; una creciente sensación de mareo
le impedía caminar a paso normal; cada vez le costaba más respirar…
Por eso había mostrado tanta prisa con Uberto, a riesgo de parecer brusco y hasta
sospechoso. Hacía aproximadamente una hora que notaba síntomas de intoxicación, y
su experiencia en la materia le inducía a atribuirlos sin ninguna duda a un
envenenamiento. Había tenido que debatirse y actuar mientras le quedaba lucidez. Y
lo había conseguido. Había conseguido poner al joven en el buen camino.
Ahora no le quedaba más que llegar a sus aposentos y consultar un libro en busca
de un antídoto apropiado, aunque en el fondo lo considerara un esfuerzo
prácticamente vano. Pero antes tenía que encontrar aún la manera de informar a
Ignacio acerca de sus sospechas.
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El camino que reconducía al torreón parecía interminable, y un calor opresivo en
el rostro y el pecho lo obligaba a detenerse constantemente para coger aliento. De
repente, durante una de sus enésimas paradas, se encontró con una figura envuelta en
una capa negra.
El encuentro fue tan inesperado que el anciano reculó bruscamente, con sumo
riesgo de tropezar y caer hacia atrás.
—¿Quién sois? —preguntó; pero enseguida cayó en la cuenta—. Ah, os
conozco…
—Bien —repuso el encapuchado—. Así os sentiréis más confiado para revelarme
a dónde habéis enviado al muchacho con tanta precipitación.
—Vos… Maldito… —El anciano se llevó la mano al pecho—. Así que sois vos
quien me ha envenenado…
—Sois muy perspicaz, magister. Leéis el interior de las personas como si fuera un
libro. —La figura avanzaba hacia él lentamente—. A propósito de libros, imagino que
sabéis qué es lo que ando buscando. Vamos, decidme de una vez dónde se halla el
Turba philosophorum.
Galib retrocedió por segunda vez.
—No os diré nada.
—Paciencia. —Suspiró el encapuchado—. ¿Queréis saber una cosa? La dosis de
veneno que os he administrado no sería letal en un hombre sano, pero vos sois un
hombre decrépito. Tal vez sea ya cuestión de segundos… A lo que parece, ya
respiráis con fatiga…
El magister estuvo a punto de desmayarse, pero en un alarde de autocontrol, se
apoyó en una pared. En aquel momento, en un último destello de lucidez, vio algo
que centelleaba en el cuello del hombre de la capa: un colgante dorado que
reproducía la forma de un insecto de ocho pies.
—¡El símbolo de Airagne! —exclamó aterrorizado—. Qué lugar tan maldito…
—Sí, el castillo de Airagne —corroboró la sombra, que avanzaba amenazante.
—Airagne, la morada del conde de Nigredo… ¡Ah, claro! Entonces vos…
—Veo que sabéis muchas cosas, magister. Mejor dicho, «demasiadas» cosas. —
Dicho lo cual, el encapuchado se abalanzó sobre el anciano.
Éste, presa ya del delirio, no vio una figura humana avanzando hacia él sino ocho
patas largas y finas guiadas por ocho ojos bulbosos, que relucían en la oscuridad.
—¡Airagne! —trató de gritar desafiando la sensación de sofoco, pero una
indecible repugnancia agarrotó su garganta. Al sentir encima aquel ser monstruoso,
una ola de espanto y de terror se apoderó de él, y su corazón dejó de latir.
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4
Castillo de Airagne
Primera carta – Nigredo
Mater luminosa, escribo estas cartas en honor a ti, que fuiste mi buena nodriza y maestra. Tu
historia sobre el jardín de la alquimia no fue mendaz. Yo encontré aquel jardín en la sombra del
claustro, más allá del tétrico portal de Nigredo. Así nombran la primera fatiga de la obra, por lo
que el estado en que se encuentra la materia para forjar es aún negro e imperfecto. Esta negrura
me recuerda la lana basta, que carece de forma y de gracia. Nadie le daría más valor que a una
onza de tártaro, pese a esconder unas dotes admirables. Un gran secreto se esconde en Nigredo, el
pardo vientre de la tierra.
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impulso violento, como violenta era la aversión que sentía hacia ella, hacia su halo de
sensualidad y soberbia. No en vano en algunos círculos de la corte la llamaban dame
Hersent, la loba de la fábula sobre el zorro Renard. En aquel momento, él la veía
precisamente así, como una mujer insolente y lujuriosa.
Mientras se desenredaba aquel ovillo de emociones, el cardenal legado contempló
la eventualidad de abofetear a dame Hersent como a una ramera de cuatro perras,
pero luego se autoimpuso la calma, apretó los dientes y esbozó una sonrisa paternal.
—Su Majestad debe mostrar paciencia y aguante. Ya veréis cómo muy pronto
vuestro ejército pone sitio a este castillo y el conde de Nigredo se ve obligado a
liberaros.
—No es tan sencillo. —Blanca avanzó hacia el prelado contoneándose en su
vestido azul. Aún no había cumplido cuarenta años y, aunque hacía poco que había
dado a luz a su undécimo hijo, parecía más fresca que una rosa—. ¿Fingís no
comprender? Nuestro ejército se encuentra disgregado y dando tumbos, sin control,
por el Languedoc. El lugarteniente Humbert de Beaujeu, que estaba al mando, se
encuentra encerrado junto con nosotros en esta torre.
El cardenal de Sant’Angelo se vio de nuevo asintiendo, incapaz de apartar los
ojos de aquella mujer. El dolor de cabeza le estaba produciendo un leve mareo que
suavizaba la brutalidad anterior. E incluso se permitió otras fantasías. Imaginó que le
acariciaba el cuello y después seguía, bajo los ropajes… Apretó el índice y el pulgar
contra sus lóbulos frontales, como para impedirle a la cabeza que se partiera en dos.
¿Por qué lo atormentaban unos deseos que no había experimentado nunca? ¡Ah, si
pudiera meter la cabeza en agua helada! Combatió aquellas pulsiones malsanas y se
esforzó por hablar con tono ecuánime:
—Alguna otra persona habrá sustituido con toda seguridad a Humbert de
Beaujeu, nuestro lieutenant, y habrá tomado las riendas de las milicias.
—Tal vez tengáis razón —convino Blanca, que no parecía percibir sus tormentos
interiores—. Pero decidme, ¿no tenemos ninguna noticia de nuestro carcelero?
—No se ha dejado ver todavía.
—No comprendo. —Suspiró Blanca.
El cardenal de Sant’Angelo asintió.
—La situación no deja de ser extraña: el conde de Nigredo no ha manifestado aún
sus intenciones. Se limita a mantenernos prisioneros. Probablemente esto le baste
para conseguir sus propósitos.
—¿Qué queréis decir?
Con la mirada opaca, Frangipane abrió los brazos.
—Manteniendo prisioneros a la reina, al cardenal legado que la asesora y al
lugarteniente del ejército regio, el conde de Nigredo cree tener neutralizada a la corte
de Francia. —Apoyó las manos sobre sus muslos robustos. Desde hacía unos
instantes, el dolor de cabeza había empezado a aliviarse, y ahora se daba cuenta de
haber recuperado el dominio de sí—. Después de todo, tras la muerte de vuestro
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marido, la lealtad de los barones del reino se ha desmoronado. Muchos de ellos se
han vuelto corruptos e indignos de vuestra confianza.
—Ya lo eran antes, Eminencia. Mi intención de proseguir la Cruzada en el
Languedoc tenía como objetivo precisamente vincularlos a la Corona. —Blanca hizo
una mueca de desconsuelo—. Vos mismo me asesorasteis sobre este particular, ¿no lo
recordáis? Gracias a la Cruzada habría sometido a la nobleza y me habría ganado el
favor de la Santa Sede.
—Y así ha sido, en efecto —corroboró el cardenal—. Por otra parte, yo estoy
convencido de que detrás del nombre del conde de Nigredo se esconde un miembro
importante de la nobleza que os es hostil.
—¿Y es por eso por lo que no se nos ha formulado ninguna petición de rescate?
—Probablemente, mi querida reina. —Frangipane miró a su alrededor, buscando
algo entre las sombras de la estancia—. Pero ¿se puede saber dónde se ha metido
Humbert de Beaujeu? Hace varias horas que no lo veo.
Antes de contestar, Blanca se acercó a un ajimez en busca de un rayo del sol. Pero
sólo vio niebla. El prelado la miró con auténtica devoción. Ahora le parecía leve,
cuasi etérea, angelical. La fiera dame Hersent había desaparecido, dejando paso a una
criatura indefensa.
—El señor De Beaujeu ha bajado hasta el fondo de la torre en busca de una vía de
escape —reveló Blanca—. Espero que no lo sorprendan los centinelas.
—¡Ese hombre está loco! —exclamó el cardenal de Sant’Angelo, al que no le
gustaban las iniciativas dictadas por el instinto—. Espero que sus ansias de proezas
no nos pongan en peligro a los demás.
Humbert de Beaujeu descendió hasta la parte baja del torreón donde se hallaba
prisionero. No fue tarea fácil; logró burlar la vigilancia de los guardias pegándose a la
pared y aprovechando las cavidades de los muros. Como la entrada principal estaba
demasiado vigilada para intentar franquearla, prosiguió su bajada hasta los sótanos,
que encontró inesperadamente vastos e intrincados y en los que se respiraba un aire
caliente y fétido.
Enfiló un corredor que seguía bajando; las antorchas sujetas a las paredes
empezaban a ser cada vez más raras, produciendo una impresión de oscuridad casi
total. En cierto punto, se vio obligado a avanzar a tientas, apoyándose en los muros;
después se dio cuenta de que los bloques de piedra habían dado paso a una superficie
irregular excavada en la roca. El corredor había dado paso a una galería.
El lieutenant prosiguió el descenso, decidido a encontrar una vía de escape para
unirse a su ejército y organizar una contraofensiva. Era preciso actuar si quería salvar
a la reina.
La galería desembocó en un portalón cuyos contornos estaban cortados a golpe de
pico. Humbert percibió en su forma algo atávico que lo turbó en lo más profundo.
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Siguió adelante. Poco después, una vaharada de vapor acre lo obligó a echarse hacia
atrás. Las exhalaciones olían a herrería, pero eran más intensas, casi irrespirables.
Dominó su desconcierto y, protegiéndose la cara con las manos, avanzó con los ojos
cerrados hasta que, para su gran sorpresa, se encontró frente a un parapeto. Dejando
escapar una exclamación de terror, comprendió que se encontraba en lo alto de una
bajada en forma de embudo. Las paredes eran curvas, con unas escaleras esculpidas
en granito que descendían en tramos cada vez más estrechos.
Humbert no tenía idea de dónde podía encontrarse, pero se armó de valor e inició
el descenso.
Las escaleras eran empinadas y carecían de barandilla: un paso en falso y se
precipitaba al vacío. Y cuanto más se acercaba al fondo más apretaba el calor. Sin
embargo, un tenue resplandor procedente de abajo, que iluminaba el camino, lo
tranquilizó un poco. Prosiguió pegado a la pared, agarrándose a las protuberancias de
la roca, sin dejar de preguntarse a dónde conducirían aquellas escaleras. El último
tramo de la escalera terminó en un espacio salpicado de calderos y tinas de piedra, de
los que emanaban los vapores que lo habían asaltado en lo alto del embudo. Humbert
percibió una especie de reverberación cadenciosa, como una respiración muy
profunda, que recordaba el silbido del viento por entre las cavidades de los montes.
El lieutenant intentaba orientarse cuando se encontró con un hombre cubierto de
harapos. Caminaba con los brazos tendidos hacia él y la boca abierta en una mueca de
alarma. Humbert consiguió esquivarlo, pero vio que detrás de él venía una caterva de
individuos todos parecidos, unos seres espectrales marcados por quemaduras y
mutilaciones diversas. Muchos arrastraban cadenas o portaban ganchos y otros
objetos metálicos.
—¡No os acerquéis, malditos! —exclamó el lieutenant, replegándose hacia la
subida.
La caterva siguió avanzando hacia él murmurando una cantilena monótona:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis! —se desgañitó de nuevo Humbert de Beaujeu.
Pero la caterva de los parias seguía acercándose.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis!
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5
Las llamas se alzaron sobre las casas de Béziers, cubriendo el cielo con un manto de
humo negro. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces, pero Willalme sentía
aún en la cara el calor de las llamaradas mientras volvía a ver las imágenes de una
multitud presa del pánico.
Estaban todos dentro de la iglesia de Sainte Marie-Madeleine. Él era a la sazón un
niño y sentía los apretujones de decenas de cuerpos, casi incapaces de respirar. Tenía
fuertemente agarrada la mano de su madre mientras miraba a su alrededor con la cara
ennegrecida por el humo. Cerca de él, una niña lloraba.
—No tengas miedo, hermanita, yo te protegeré. —Y la acarició.
La niña se tocó ligeramente la cara y lo miró con ojos humedecidos. Una sonrisa.
Después, un retumbo. El portón de la iglesia empezó a temblar, embestido por un
ariete. Él gemía a cada impacto como un animal herido, hasta que el portón se vino
abajo en medio de un estruendo espantoso. Willalme recordó la irrupción de la luz
solar, una claridad cegadora que casi le hizo avergonzarse de haberse refugiado en la
oscuridad. Los soldados de la cruz habían entrado y los refugiados empezaron a gritar
y a empujarse unos a otros cual manada enloquecida.
Willalme apretó sus pequeños puños, dispuesto a defender a su madre y a su
hermana. No quería que los soldados las mataran, como habían hecho ya con su
padre. Pero, al volverse, no las vio.
No había nadie en la iglesia de Sainte Marie-Madeleine.
Sólo estaba él, en la oscuridad, rodeado de cenizas.
De repente, el retumbo del ariete empezó de nuevo a resonar en sus oídos.
Malvado. Funesto.
«Mis recuerdos están hechos de ceniza».
Un retumbo.
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—Sois más bien vos, señor, quien debe ofrecernos explicaciones —gruñó el
soldado. Miró por toda la estancia frunciendo las cejas, que eran tan pobladas que le
sobresalían como cepillos por la celada.
—¿Dónde está vuestro hijo?
En aquel momento, el mercader prefirió no mentir.
—Partió anoche por expreso deseo del maestro Galib.
El jefe de la guardia trató de no manifestar ninguna emoción, limitándose a
acariciar el pomo de la espada.
—Eso que decís es absurdo. Venid. Seguidnos sin oponer resistencia.
Ignacio y Willalme se intercambiaron una mirada de sorpresa y desconcierto y
accedieron a dejarse escoltar hasta el exterior del torreón.
Las tonalidades ámbar del alba no matizaban lo más mínimo los rudos rostros de
los soldados. El del jefe de la guardia era particularmente adusto. Sólo dejaba
traslucir una absoluta gravedad.
Enseguida llegaron adonde se hallaba reunido un corro de gente alrededor de algo
que debía de yacer en el suelo, a juzgar por la dirección de las miradas. Antes de que
Ignacio y Willalme pudieran descubrir de qué se trataba, se toparon con el infanzón
que había ocasionado el altercado de la pasada cena.
—¡Mirad qué cara más siniestra tiene hoy nuestro medio árabe! Esta mañana no
tiene las mismas ganas de bromear —exclamó guiñando un ojo—. Y hace bien,
porque dentro de nada lo vamos a ver ahorcado.
—Observo, guerreador, que todavía tenéis las manos y la boca manchadas de la
comida de anoche —repuso el mercader sin dignarse a mirarlo. Su mirada estaba fija
en el centro del corro, hasta donde los soldados de la guardia parecían decididos a
conducirlo.
A su paso, todos los presentes se hicieron a un lado, e Ignacio pudo ver
finalmente el objeto de tanta atención: el cuerpo de un viejo que yacía sobre el
empedrado.
—Magister! —gritó corriendo hacia el cadáver—. ¿Quién ha osado? ¿Qué os han
hecho?
Se inclinó delante del cuerpo mientras un torbellino de emociones le oprimía el
corazón. Pero la incertidumbre de la situación le aconsejó mantener la sangre fría.
Debía averiguar enseguida qué había pasado si no quería acabar mal. A juzgar por la
expresión de Galib, algo lo había aterrorizado antes de morir. Sus músculos parecían
contraídos, como petrificados, y tenía el cuello y el rostro completamente cubiertos
de manchas rojas, mucho más numerosas que las que le había visto por la noche.
Señales de una congestión, tal vez. Pero lo que le hizo sospechar fue una rebaba
verdosa que rezumaba de la oreja izquierda.
El mercader tocó aquella extraña sustancia, que notó viscosa como la savia de un
árbol, la olió y ya no albergó ninguna duda.
—Herba diaboli —murmuró.
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El jefe de la guardia lo sujetó de un brazo.
—¿Qué habéis dicho?
El soldado no tuvo tiempo de añadir una palabra más pues Willalme se le echó
rápidamente encima.
—¡No lo toque! —articuló el francés con tono sibilante, apartándolo del mercader
de un empujón.
—¡Quieto! —le ordenó Ignacio. ¿Quieres empeorar nuestra situación?
Willalme alzó las manos en señal de rendición y esbozó una mueca de
contrariedad. El jefe de la guardia le dirigió un bufido mientras se componía la coraza
y la sobrepelliz; a continuación, lanzó una mirada inquisitiva al mercader.
—Repita, señor. ¿Qué habéis murmurado?
Ignacio observó por última vez el cadáver de Galib, como despidiéndose de él, y
se levantó del suelo cuan alto era: su estatura era muy superior a la de cualquier
soldado.
—Herba diaboli —repitió las dos palabras, separando bien las sílabas para que
todos comprendieran—. Se trata de una hierba que provoca alucinaciones y
confusión, y que es venenosa si se emplea en dosis excesivas. También se la llama
con el nombre árabe de tatorha.
El soldado repasó con los dedos sus pobladas cejas, como si quisiera encajarlas
dentro de la celada.
—¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de nuestro hombre?
El mercader señaló los restos mortales.
—¿Veis las manchas verdes en el cuello y el lóbulo izquierdo del magister? Es lo
que queda de una destilación de herba diaboli que le han introducido en el oído,
probablemente durante el sueño. Si no habéis comprendido todavía, el maestro Galib
ha sido envenenado.
—Eso lo comprendo. —Un rayo cruzó por los ojos del jefe de la guardia—. Lo
que no comprendo es por qué lo ha hecho vuestro hijo.
—¿Mi hijo? No sé qué pretendéis decir.
—Anoche lo vieron salir y alejarse de las caballerizas, que están cerca de aquí. —
El armígero indicó un edificio próximo—. Debió de ser él quien mató al magister.
Después le robó un caballo y huyó. Pero no ha podido escapar por el rastrillo
principal de las fortificaciones. Nadie lo ha visto salir.
—Uberto no tenía ningún interés en cometer semejante delito —replicó el
mercader mientras veía cómo el rostro de Willalme se oscurecía de preocupación.
En aquel punto, el guerreador se abrió paso entre la multitud y, apuntando con el
índice a Ignacio, dijo:
—Pero tal vez vos sí teníais interés en matarlo y encargasteis el trabajo a vuestro
hijo.
—Yo amaba al maestro Galib. —El mercader lo fulminó con la mirada—. ¿Por
qué iba a envenenarlo con la herba diaboli?
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—Ah, seguís nombrando esa planta maldita. —Las facciones vulgares del
infanzón se fruncieron en un gesto de arrogancia—. Eso prueba vuestra culpabilidad.
Aparte de vos, nadie de los aquí presentes ha oído hablar jamás del maleficio con el
que se ha cometido el crimen…
—¡Os equivocáis, caballero! —lo interrumpió una voz; pertenecía al padre
González de Palencia, que se acercaba cojeando junto a Felipe de Lusiñano—. Pero
la conocéis con otro nombre, muy difundido por estas regiones: «la hierba de las
brujas». Tiene hojas anchas, bayas espinosas y flores blancas y violáceas, semejantes
a embudos pequeños. Dicen que la utilizan las brujas, las adoradoras de Diana, para
realizar encantamientos y para volar.
—Para «imaginar» que vuelan —lo corrigió Ignacio con la mirada más relajada.
La aparición de los recién llegados lo había tranquilizado sin duda—. La herba
diaboli provoca visiones vívidas, le hace a uno soñar con los ojos abiertos, hasta el
punto de no poder distinguir entre la fantasía y la realidad.
—A juzgar por el rostro del pobre magister, en sus últimos instantes de vida no
debió de tener unas visiones muy agradables —refrendó Felipe, acercándose al
cadáver.
—Sólo un emisario de Satanás puede haber cometido semejante crimen —
sentenció el padre González mientras una ráfaga de viento templado le arrugaba la
capa negra. La luz matutina se posó en su rostro, revelando las facciones de un
hombre que no llegaba a los cuarenta años, muy mal llevados por cierto. Una
senilidad precoz que parecía brotarle de dentro, como si el físico se hubiera adaptado
a una disposición natural del ánimo.
—Estamos, pues, ante un caso de brujería —proclamó el guerreador—. No se
hable más. ¡A la horca! ¡Ahorquemos al mozárabe!
González se le puso delante y, al no encontrarse ya en presencia del rey como la
noche anterior, habló sin necesidad alguna de contenerse.
—¡Calla, idiota! —Aquel dicterio resonante produjo el más completo silencio
entre los presentes. El fraile lanzó una mirada autoritaria en dirección al jefe de la
guardia—. ¡Comandante, prended a este desconsiderado y encerradlo en la
mazmorra! Anoche ya quiso también poner a prueba mi paciencia.
El soldado se llevó la mano al yelmo, como si no supiera interpretar las órdenes.
—¿Queréis decir al mercader de Toledo o…?
—¡No, inepto! Aludo a ese guerreador —se desgañitó González—. Apartadlo de
mi vista.
La orden era ya inequívoca, y los guardias actuaron en consecuencia. Asieron al
guerreador por los brazos y se lo llevaron a rastras mientras el malhadado coceaba
lanzando imprecaciones.
—¡Fraile, no podéis hacerme esto! ¡Soy miembro de esta corte! Soy más útil
que…
—¡Poned fin a vuestra verborrea de una maldita vez! —El tono del dominico
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delataba un desprecio visceral—. Vos y los esbirros de vuestra laya sólo sois útiles
para cubrir los campos de batalla de sangre y de miembros tronchados, vuestros o de
otros. Ésa es la misión que tenéis adjudicada en la historia. ¡Cuán mejor sería poder
establecer la sucesión de los acontecimientos en base a la inteligencia y a la mesura
que servirse de una panda de fanáticos desprovistos de cerebro! Descuidad, caballero,
que no sois más útil que cualquier otro soldado. Uno más o uno menos… Los hay a
montones…
Concluida la arenga, el religioso se calmó y dirigió la mirada hacia Ignacio.
—Debo departir perentoriamente con Su Majestad —expresó el mercader—.
¿Dónde se encuentra en este momento? ¿Por qué no está aquí para informarse
personalmente acerca del homicidio?
—El rey Fernando no va a venir. —González se encogió de hombros, dando a
entender que su autoridad era más que suficiente para gestionar la situación—. En
estos momentos está participando en un consejo de guerra. Al parecer, una armada
del emir de Córdoba se aproxima por Occidente. Es preciso arbitrar las medidas más
idóneas para rechazarla.
—No temáis, maestro Ignacio —intervino Felipe de Lusiñano—. Tanto el padre
González como yo mismo estamos convencidos de vuestra inocencia. Pero queda por
determinar qué ha sido de vuestro hijo.
—Como le estaba explicando al jefe de la guardia —contestó el mercader—,
Uberto partió antes del alba en una misión encomendada por el maestro Galib.
—Así que al magister lo mataron después de encontrarse con él —comentó
Felipe.
—No pudo ser de otra manera.
—Sin duda el asesino sentía interés por la misión encomendada por Galib a
vuestro hijo —dedujo el padre González—. Dígame, maestro Ignacio, ¿de qué misión
se trata?
El mercader emitió un suspiro estoico y mintió descaradamente:
—Por desgracia, no tengo la menor idea. Galib mantuvo el mayor secreto. Eso sí,
me aseguró que me hablaría de ello esta mañana. Y como podéis ver, ahora ya no
podrá decirme a dónde ha enviado a mi hijo.
—Comprendo —murmuró González—. En cualquier caso, no hay tiempo que
perder. Debéis partir cuanto antes junto con mosén Felipe rumbo a Tolosa. El obispo
Folco os espera. La salvación de Blanca de Castilla depende de vos.
El mercader hizo una inclinación.
—Como ordenéis, reverendísimo.
—Os espero dentro de una hora en los establos —expresó Lusiñano—. Así
tendréis tiempo de sobra para desayunaros y hacer los preparativos necesarios para el
viaje.
—Yo, por mi parte, me ocuparé de la ceremonia fúnebre en honor del pobre
maestro Galib y daré orden para que se investigue a fondo el homicidio —expresó
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González—. El asesino no va a quedar sin castigo.
Tras una indicación del dominico, los soldados de la guardia levantaron el
cadáver del magister y lo depositaron sobre un palanquín de madera.
El rostro de Galib, vuelto hacia un lado, pareció recobrar vida por unos instantes;
pero fue un efecto pasajero. Después de izarlo, los hombres se encaminaron hacia el
torreón, en dirección a una iglesita de ladrillos descoloridos por el sol, donde los
restos mortales del anciano esperarían la celebración del funeral.
Ignacio se sumó a la procesión sin decir palabra. Willalme, siempre a su lado,
asistió a uno de los raros momentos en que los ojos de su amigo revelaron
sentimientos humanos, sabedor de que pronto desaparecería cualquier rastro visible.
Unas densas ráfagas de siroco sucedieron a la calidez del alba mientras el sol, ya alto,
reavivaba los colores de los altozanos. Ignacio siguió con la mirada una bandada de
flamencos que levantaban el vuelo a orillas del Guadalquivir. Las aves describieron
un arco en el cielo azul y se dirigieron hacia el ya lejano castillo de Andújar.
A su lado, Willalme, sentado en el pescante, sujetaba las riendas con fuerza.
Felipe de Lusiñano abría el paso a lomos de un caballo blanco, mirando hacia
levante.
El viaje había comenzado.
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SEGUNDA PARTE
El poseso de Prouille
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6
Ignacio volvió a abrir los ojos con un ligero aleteo de párpados, herido por la
luminosidad del sol mañanero.
—¿Te has dormido? —le preguntó Willalme, que conducía el carro por una
carretera polvorienta.
—Por poco. —El mercader fijó la mirada en el camino, una cinta de tierra roja
salpicada de maleza. El sol se cernía con una intensidad deslumbrante, encandeciendo
las piedras sobre la arena. Lejanos como espejismos, surgían huertos y campos
cultivados.
Hacía varios días que habían dejado a sus espaldas las tierras de Castilla; ahora
atravesaban los altiplanos aragoneses en dirección a una población que se elevaba
sobre un cerro próximo. Lo alcanzarían a primeras horas de la tarde.
Lusiñano redujo la velocidad del caballo y se colocó al lado del carro.
—Casi hemos llegado a Teruel. Propongo hacer noche allí.
—Buena idea —convino Ignacio—. Así podremos descansar. Los animales están
agotados.
—Queda aún mucho camino hasta el Languedoc —añadió Willalme mientras
observaba una bandada de pájaros negros de aspecto poco tranquilizador que
revoloteaba sobre sus cabezas—. Habríamos empleado menos tiempo haciendo el
viaje por mar, costeando Valencia y Cataluña hasta Narbona.
—Es cierto —admitió Felipe—, pero hace tiempo que los piratas islámicos
infestan esa franja marítima. Sus naves están amarradas en Mallorca, muy a pesar del
rey de Aragón. Por eso habría sido muy arriesgado viajar por mar.
El francés iba a contestar cuando, al bajar la mirada, divisó en lontananza una
multitud de personas que avanzaban en su dirección. Se protegió los ojos de los rayos
del sol para ver mejor. A juzgar por la ropa, parecía una procesión de frailes; pero
cuando estuvieron más cerca cambió de opinión. Había también mujeres y niños.
—¿Habéis visto a esa gente? —preguntó a sus compañeros.
—Parecen venir en nuestra dirección —señaló Ignacio—. Pero no hay que
preocuparse: por la manera como van vestidos se diría que son begardos o penitentes.
—¿Penitentes? —rebatió Felipe con una nota de desprecio—. Un hatajo de
pordioseros más bien. ¿No ves lo mal vestidos que van?
Poco a poco, la grey de los harapientos se acercó hasta los tres compañeros. Unos
estaban pálidos y muy delgados, estropeados por el cansancio y la disentería; otros
tenían el rostro surcado de lágrimas o contraído por la desesperación. Ignacio sabía
bien que las tierras de España estaban holladas por vagabundos y peregrinos camino
de Santiago, pero nunca se había topado con una congregación tan numerosa y
melancólica. Le pidió a Willalme que detuviera el carro y dirigió un saludo a un
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anciano enjuto que, bordón en mano, arrastraba los pies a la cabeza de la multitud.
—¿Quiénes sois? —le preguntó.
—Bons chrétiens —graznó el viejo, cuyo rostro flaco recordaba el de los buitres
de los páramos hispánicos—. No temáis. No vamos a haceros ningún daño; sólo
deseamos proseguir nuestro camino.
Lusiñano arrugó la frente.
—¿Bons chrétiens, habéis dicho? A mí me parecéis más bien los llamados
«pobres de Lyon», secuaces del hereje Pietro Valdo. —Tiró de las riendas del caballo,
que empezaba a manifestar inquietud, y posó la mano sobre el pomo de la espada—.
¿No andáis más bien en busca de un ministro de Dios para depredarlo?
Las pupilas del anciano se dilataron de espanto.
—No, monsieur, ¡por el amor de Dios! No somos valdenses.
Felipe retiró la mano de la espada pero esbozó una mueca burlona y amenazante.
—Entonces, ¿quiénes sois?
—Bons chrétiens, nada más. —Las manos del anciano se juntaron en signo de
súplica—. No somos gente violenta, no molestamos a nadie…
Ignacio, contrariado por el cariz que estaba tomando la conversación, se expresó
de manera más afable.
—¿De dónde venís?
Aquellas palabras tranquilizaron al anciano, el cual, señalando la población que se
alzaba sobre el monte próximo, contestó:
—Nos han expulsado de Teruel, así que nos dirigimos a otras poblaciones
cercanas.
—Pero vos no sois aragonés; tenéis acento provenzal.
—Sí, en efecto: venimos del sur de Francia.
Ignacio lo escudriñó con curiosidad.
—¿Y por qué os encontráis en estas tierras?
Aquella pregunta hizo que los ojos del viejo se encendieran de terror.
—Huimos de los arcontes.
—¿Los arcontes?
—Sí, señor. —El anciano se agarró con aire fatigado al bordón—. Son los
guerreros que marchan bajo el estandarte del Sol Negro y recorren las sendas del
Languedoc y de la Provenza asaltando a cualquier bon chrétien que encuentran en el
camino.
Lusiñano se acarició la barbilla con visible recelo. Sin embargo, no se pronunció.
Con aparente indiferencia, se movió al trote alrededor del carro del mercader,
tomando nota mental de aquella conversación, de aquel lugar y de aquellas caras.
Por su parte Ignacio, que no quería detenerse más, levantó una mano en señal de
despedida.
—Os deseo buen viaje a vos y a vuestros compañeros. Que el Señor os asista.
—Lo mismo os deseo, monsieur —repuso el anciano.
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La grey de los miserables reanudó la marcha y desapareció lentamente por el
horizonte.
Teruel se ofrecía a sus ojos con la gracia pudorosa de una rosa del desierto. Las
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murallas parecían tener esa tonalidad rojo-avellana de la tierra, como contagiadas por
el calor canicular del altiplano; pero traspasado el cinturón amurallado, los tres
hombres pudieron admirar la elegancia de una ciudad que podría haber sido oriental,
con callejuelas sinuosas y torres azulejadas. En su mayor parte, los palacios eran de
estilo mudéjar, mezcla del gusto románico y árabe. Numerosos musulmanes
convivían pacíficamente junto a la comunidad cristiana.
La cuadrilla se abrió paso entre un bosque de edificios y entoldados en busca de
una hospedería donde cenar y pasar la noche, y prosiguió entre una marea de
turbantes y capuchas hasta desembocar en un barrio de artesanos. Tras las fachadas
de las tiendas, pelotones de aprendices correteaban de un horno a otro, afanándose
con palas largas por enhornar y deshornar loza de color terroso.
—Casi se me había olvidado que Teruel es una ciudad de alfareros —observó
Ignacio mientras contemplaba la escena.
En vez de contestar, Lusiñano tiró de las bridas y distendió el rostro con una
expresión de compostura. Acababa de salir de la plaza un destacamento de hombres
armados guiados por un fraile a caballo. Era una tropa de infantería erizada de
jabalinas: los famosos almogávares catalanes a las órdenes del rey de Aragón.
Ante tal aparición, la mayoría de los transeúntes se apartaban, unos apretujándose
contra los muros y otros escabulléndose en las bocacalles.
El fraile montado, que avanzaba con gesto altanero, lanzó una mirada desconfiada
a los tres forasteros. Primero escudriñó su vestimenta, luego los arneses del carro y de
la cabalgadura de Felipe, y finalmente detuvo la atención en Ignacio.
—No me parece que seáis de estas partes, señor. ¿Quiénes sois?
—Venimos de Castilla, venerable padre —contestó con cordialidad el mercader
—. Acabamos de llegar a la ciudad y buscamos una hospedería o fonda donde poder
pernoctar.
—Hay una muy acogedora cerca de aquí, junto a la gran catedral —informó el
religioso—. Pero no me habéis contestado todavía: ¿quiénes sois?
—Me llamo Ignacio Álvarez de Toledo, y éstos son mis compañeros de viaje. Nos
dirigimos a Francia.
El fraile asintió premioso.
—No he oído hablar nunca de vos, señor; sin embargo, no os asemejáis a las
personas que ando buscando. —Esbozó una mueca de astucia—. Pero podéis
servirme igualmente de ayuda.
—Explicaros, os ruego.
El religioso respiró profundamente, como preparándose para entonar un bando
público; pero el tono de su voz resonó calmo:
—Me llamo Juan de Montalbán y sirvo para el tribunal episcopal de Zaragoza en
calidad de testis synodalis; es decir, hago pesquisas en nombre del obispo. Ando tras
la pista de un grupo de herejes huidos de la Provenza. Ya se les ha advertido que se
vayan, pero siguen merodeando por estas tierras. Pues bien, sabed que por ley no
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toleramos en nuestras diócesis ningún tipo de herejía. Por eso si disponéis de
informaciones al respecto estáis obligados a referirlas, so pena de diffamatio o
excomunión, si no de otra cosa peor.
Como respuesta, Ignacio mostró la inexpresividad de una esfinge.
—¿De qué clase de herejes se trata?
—Cátaros, sin el menor género de dudas. Pero algunos los llaman con el nombre
de «maniqueos», el nombre de sus predecesores orientales, o de «albigenses» —
precisó el fraile con una mueca de desdén—. Se asemejan a una caterva de
harapientos. Por lo que he podido saber, fueron expulsados de esta ciudad ayer por la
noche.
En aquel punto, la voz de Felipe resonó cristalina.
—Los hemos visto hace una hora, padre.
El religioso dirigió la mirada hacia Lusiñano.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo —ratificó el caballero levantando la barbilla—. Se alejaban de
Teruel en dirección sureste.
—Muy bien, os estoy agradecido.
Felipe respondió con mirada fiera:
—Era mi deber, padre Juan. Espero que mis indicaciones os sean útiles.
—Lo serán sin ninguna duda.
Tras un saludo expeditivo, el fraile hizo un gesto imperioso, y el destacamento se
dispuso en filas ordenadas, listo para marchar.
Los almogávares, dando la espalda a la plaza, se encaminaron hacia las puertas de
la ciudad. A su paso, la gente los miraba con rostros tensos y bocas medio abiertas.
Ignacio, asegurándose de que nadie lo oía, se volvió hacia Lusiñano con tono de
reprobación.
—Me maravilláis, señor. Acabáis de condenar a esa pobre gente.
El caballero se encogió de hombros.
—Era nuestro deber hacerlo. Un edicto regio condena al exilio a todos los herejes
que se encuentren en tierras aragonesas.
—Conozco bien ese edicto. —El rostro del mercader se oscureció mientras
observaba a Willalme, que agarraba con rabia las riendas—. Lo publicó hace varios
años Pedro II de Aragón. Prevé unas sanciones despiadadas. Los herejes que violen
las prescripciones serán quemados en la hoguera. —El tono de su voz se volvió grave
—. ¿No os remorderá la conciencia esta noche al pensar en el llanto de esos niños?
Lusiñano frunció la cara con una mueca cínica.
—En absoluto. En mi calidad de templario y de caballero de Calatrava, he debido
tomar a menudo decisiones mucho más drásticas. —Espoleó al caballo, manifestando
cierto nerviosismo en sus movimientos—. Dejemos esta cuestión y vayamos al
encuentro de un alojamiento. Debo mandar un despacho al padre González de
Palencia comunicándole nuestra posición.
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Ignacio escudriñó el rostro de Felipe y por primera vez descubrió que su dureza
no escondía bondad de alma sino que era una simple máscara de sadismo. Podía
tolerar que aquel caballero manifestara de vez en cuando una actitud mojigata, pero
en modo alguno podía ser indiferente a semejante maldad; así, experimentó un gran
fastidio al pensar que estaba obligado a colaborar con aquel hombre. Willalme, por su
parte, empezó a alimentar hacia Lusiñano un odio instintivo, destinado a crecer
desmesuradamente.
Hacia el anochecer, a poca distancia de Teruel, se elevó una columna de humo negro
alimentada por llamas y gritos desgarradores.
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7
A lomos del veloz Jaloque, Uberto atravesó las mesetas castellanas de un tirón.
Encontró sin problemas el camino aragonés y franqueó los Pirineos por un punto
próximo al puerto de Somport, o summus portus, para pasar a territorio francés.
Como era la primera vez que viajaba solo, sentía una inmensa euforia mezclada con
una fuerte sensación de libertad. También le parecía estar compitiendo con su propio
padre. Quería llevar a buen término la misión encomendada; se le adelantaría en
Tolosa para demostrarle su valor. Pero todo ello era sólo una parte de la verdad. Se
trataba ante todo de una apuesta consigo mismo. Durante muchos años, había seguido
a Ignacio en busca de mercancías sagradas y profanas, desplazándose desde las
ciudades marineras hasta los mercados del centro de Europa, y su padre se había
encargado de que aprendiera todo lo que había que aprender sobre los lugares
visitados y los más diversos aspectos del saber. Así, se volvió un joven cada vez más
capaz y más sagaz. Sin embargo, esos recuerdos escondían también aspectos
desagradables; por ejemplo, Ignacio era un hombre reacio a manifestar su afecto.
Uberto había sufrido falta de afecto sobre todo durante la infancia, cuando su padre
vivió en el exilio durante más de diez años sin darle nunca noticias suyas y
obligándolo a vivir aislado en un monasterio, separado de la familia. Aunque Uberto
comprendía el motivo, nunca llegó a perdonarle esto del todo, y cuando se reunió
después con él, no logró colmar el vacío de aquellos años. «Ahora ya no me
encontraré bajo su ala protectora, y se sentirá al menos obligado a preocuparse por
mí», pensó al aceptar el encargo de Galib.
El viaje prosiguió sin ningún contratiempo digno de reseñarse; pero en tierras de
la Gascuña tuvo que soportar una lluvia torrencial durante más de una semana. El
joven no se dio por vencido y, protegido por una capa impermeable, cabalgó bajo el
diluvio entre extensiones de hayas y abedules, atento a los corrimientos de tierra y
apuntando siempre hacia el sur. Cuando dejó de llover, el tiempo se volvió
bochornoso. Uberto dejó a sus espaldas promontorios cubiertos de verde y superó
igualmente la fortaleza de Foix y el castillo de Mirepoix.
Finalmente, llegó a un claro desértico que atravesó con creciente malestar hasta
que llegó a una aldea humeante. El incendio debía de haber sido terrible; los restos
testimoniaban una pugna entre los habitantes y un ejército invasor. Lo único extraño
era que no se vieran cadáveres.
El joven, que no quería detenerse en medio de aquella devastación, emprendió el
camino del bosque. Siguió el cauce de un arroyo, un pequeño afluente del río Ariège,
y cuando la canícula llegó a su máximo se detuvo junto a un estanque a la sombra de
los árboles.
El viaje lo había dejado extenuado. Como hacía varias semanas que no se
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afeitaba, ató el caballo a un arbusto para regalarse por fin una pausa. Se quitó el
jubón manchado de sudor y metió las manos en el agua fresca; después metió
también la cara y se enjuagó el pecho. Se sentía renacido.
Tras el breve refrigerio, reemprendió la marcha. Dejando a sus espaldas una
desviación hacia Tolosa, cabalgó a ritmo sostenido durante toda la tarde. Cuando
temía que ya no encontraría un vivaque para pasar la noche, se dio cuenta de que se
hallaba a los pies de un monte. Levantó la vista y vio en lo alto un castillo enrojecido
por la puesta del sol. ¡La montaña de Montsegur!
El saber que había llegado a su destino le infundió nuevos ánimos; sin demora
alguna, enfiló el sendero que llevaba a la cima entre dehesas arboladas cada vez más
escarpadas. El último tramo abundó en proyecciones de roca desnuda y terrazas que
caían a pico; pero Jaloque no mostró la menor vacilación.
Montsegur se erguía entre estériles protuberancias calcáreas. Tenía una forma
extraña: un pentágono dominado en el ala nororiental por un torreón de base
rectangular. El elemento más curioso, del que Uberto ya había oído hablar, eran las
doce troneras practicadas a lo largo del perímetro, que imprimían al lugar un aire de
antiguo observatorio astral.
De repente, oyó cerca varias voces masculinas y a continuación vio salir de entre
las rocas a un pelotón de soldados: unos portaban escudos triangulares en forma de
cometa y otros esgrimían lanzas y broqueles. El joven señaló hacia la entrada de la
fortificación, visible ya al final del sendero, y declaró tener un mensaje para el
castellano. Oído lo cual, los soldados le dejaron pasar.
Los muros de Montsegur albergaban una placita bordeada de entoldados y
edificaciones de madera. A pesar de la hora tardía, aún se veía mucha gente, en su
mayor parte plebeyos pobremente vestidos.
Uberto confió Jaloque a un caballerizo muy joven y dirigió sus pasos hacia el
torreón, a todas luces el lugar más idóneo donde encontrar a Raymond de Péreille.
Pero antes de llegar le distrajo una concentración de personas en el centro del burgo.
Contagiado por el entusiasmo general, se acercó al lugar: un muchacho vestido de un
sayo se hallaba arrodillado delante de un anciano de aspecto venerable. Entonaba la
súplica benedicite mientras éste posaba una mano sobre su cabeza y recitaba el
paternoster.
Uberto reconoció en aquella ceremonia el ritual cátaro del consolamentum, pero,
no sin cierto desencanto, descubrió también que no se daba ninguna de las
obscenidades descritas por los religiosos católicos. Nadie degollaba a ningún niño ni
adoraba a ningún gato ni besaba el culo de Satanás. El rito se reducía a un muchacho
pidiendo a un anciano que rezara por él. También le extrañó que se desarrollara en
público.
Terminada la recitación del paternoster, el muchacho, que se hallaba en el centro
de la plaza, elevó los ojos al cielo; parecía espiritualmente renacido. Mientras la
multitud empezaba a dispersarse, Uberto volvió a encaminar sus pasos hacia el
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torreón, que alcanzó al poco tiempo.
El torreón se elevaba a un lado de la plaza. La entrada estaba vigilada. Tras
observar la estructura, el joven se dio cuenta de que una mujer lo miraba por una
ventana. Le pareció muy bella, aunque también algo desasosegada, y no pudo
reprimir hacerle un pequeño saludo. Ella sonrió y al instante desapareció.
La voz de un guardia lo retrotrajo a la realidad.
—Forastero, no podéis estar parado ahí en medio.
—Tengo que ver a Raymond de Péreille, el castellano. —Fue la respuesta de
Uberto—. Traigo un mensaje para él.
Uberto fue escoltado hasta los aposentos del castellano, situados en lo más alto del
torreón. Los guardias le hicieron esperar delante de una puerta cerrada mientras
informaban al señor De Péreille de su presencia. Poco después, le fue concedido
permiso para entrar.
La sala, iluminada con unas pocas antorchas, tenía las paredes tapizadas y unas
ventanas en arco que daban a la plaza. El centro estaba ocupado por una mesa
rectangular.
Las llamas iluminaron una figura masculina que salía de la penumbra. Era un
hombre de baja estatura pero corpulento, pelo castaño, cuarenta y tantos años, la
cabeza redonda y medio calva y barba crespa. Llevaba un jubón azul con faldillas y
una túnica de terciopelo rojo; sobre la hebilla de la cintura resaltaba el escudo de
armas de Mirepoix. Debía de ser Raymond de Péreille en persona.
Avanzó con pasos titubeantes hasta el centro de la sala apuntando sobre el joven
sus entrecerrados ojos astutos, semejantes a los de un hurón. A modo de saludo,
levantó el cáliz y bebió su contenido de un trago.
—Así que vos sois Uberto Álvarez, venido nada menos que de Castilla… —
entonó con la voz algo tomada mientras se limpiaba con la manga una rebaba que le
caía de la boca—. ¿Quién habéis dicho que os envía?
—El venerable Galib, el que fuera socius de Gerardo de Cremona —contestó
Uberto, que no lograba averiguar si la persona que tenía delante estaba realmente
achispada o simplemente disimulaba—. Traigo una carta escrita de su puño y letra
como demostración de lo que afirmo. Va dirigida a vos.
—Mostrádmela —expresó De Péreille con tono afable—. Y poneos cómodo. Sois
mi huésped.
Uberto registró en su talego, extrajo el rollo de pergamino que le había confiado
Galib y se lo entregó al noble; después miro a su alrededor en busca de un lugar
donde sentarse hasta que encontró una silla dorada con brazos y respaldo.
Raymond lo miró mientras se acomodaba.
—Estaréis agotado tras un viaje tan largo, imagino.
—Sí, en efecto —respondió el joven.
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El castellano lo miró de nuevo y a continuación repasó la misiva con gesto
aburrido.
—La carta parece auténtica…, escrita por el propio Galib. —Enarcó las cejas—.
Por lo que creo saber, el magister ya no enseña en el Studium de Toledo… —
Prosiguió la lectura—. La situación es bastante seria, al parecer —concluyó.
—Sí, por eso confiamos en vuestra ayuda.
Raymond se abanicó con la carta y dejó caer los brazos.
—¿Qué queréis de mí exactamente? Resumidlo con unas pocas palabras; la
verbosidad de esta misiva me marea un poco… Aunque también puede ser que haya
bebido demasiado…
Uberto apalancó los codos sobre los brazos del sillón y se proyectó hacia delante.
Advertía en su interlocutor una velada hostilidad.
—Como ha escrito el maestro Galib, quisiéramos tener alguna información acerca
del conde de Nigredo.
El castellano lo miró con una sonrisa sarcástica.
—¡Ah, casi nada! ¿No deseáis nada más?
—El magister ha hablado de un manuscrito alquímico que obra en vuestro poder,
el Turba philosophorum. Quiere saber si es posible obtener una copia.
—¿Para socorrer a Blanca de Castilla?
El joven arrugó la frente mientras miraba fijamente al noble.
—Exactamente.
El señor De Péreille miró a otra parte.
—Lo siento, monsieur. No puedo complacerle.
—Pero… ¡cómo que no! El magister me ha asegurado…
Raymond, con el gesto adusto, trató de justificarse:
—Es cierto que hace mucho tiempo conocí a Galib y que durante muchos años he
sentido una especie de veneración hacia él. Me habría gustado que formara parte de
mi séquito para beneficiarme de sus consejos. ¡Quién no lo desearía, por cierto! Es un
gran hombre, un sabio. —Suspiró—. Y sin embargo, las circunstancias actuales me
impiden acceder a sus peticiones.
—¿Qué circunstancias? Explicaos.
Los ojos que miraban ahora a Uberto ya no eran los de un borracho.
—Me parecéis un jovencito despierto, monsieur. Sin duda, ya os habréis dado
cuenta de lo que sucede entre los muros de Montsegur, del tipo de gente que se
refugia aquí, quiero decir.
—Cátaros, obviamente. —El muchacho se irguió contra el respaldo, como si se
sintiera amenazado—. Me ha bastado entrar en la ciudadela para asistir a un episodio
difícil de ver en público: un hombre recibiendo el consolamentum en medio de una
plaza.
Raymond asintió con un rubor de ironía en el rostro.
—Espero que no os haya conturbado asistir a una práctica considerada… por así
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decir… absolutamente herética.
—Descuide. —Uberto abrió las manos con un ademán diplomático—. Son de otra
naturaleza las cosas que suelen conturbarme.
—El consolamentum es el único sacramento que tiene valor para quien sigue a la
letra el Evangelio de Juan. Por eso a los cátaros les gusta tanto definirse como bons
chrétiens. Y los boni homines, sus maestros, son llamados también «perfectos». Uno
de ellos es Bernard de Lamothe, el anciano que habéis visto en la plaza.
—No entiendo cómo esto puede impediros acceder a las peticiones de Galib. Ni
el magister ni yo combatimos las modalidades de culto practicadas en este lugar.
Raymond se encogió de hombros; en su respuesta dejó traslucir una nota burlesca.
—Al principio, confieso que os había tomado por un espía del papa o algo
parecido, monsieur. Pero después de tanta peripecia a lo largo de mi ajetreada vida,
creo que ya sé reconocer a un mentiroso cuando lo tengo delante. Vuestra sinceridad
no se presta a discusión, créame. Pero no puedo afirmar lo mismo del reino al que
representáis. Fernando el Santo es un soberano muy católico, igual que su tía
Blanca… Póngase en mi lugar. ¿Cómo podría fiarme?
Uberto trató de ocultar su nerviosismo, como le había enseñado a hacer su padre.
—Yo no represento a Fernando III. Ningún miembro de la curia regis castellana
está al corriente de este encuentro.
—Qué iluso. —El interlocutor reprimió a duras penas una risotada. Tras posar
sobre la mesa la carta de Galib, alargó la mano y cogió una jarra de cerámica.
—Esta tarde me estoy mostrando tremendamente descortés: no os he ofrecido aún
de beber. ¿No os agradaría probar un vino excelente? Se llama aygue ardent. Procede
de la alta Garona.
—No, gracias.
—Bien, como gustéis. —El castellano pareció defraudado por la respuesta. Llenó
su cáliz y lo llevó a la boca con un encogimiento de hombros. Bebió el vino de un
trago, y sus ojos volvieron a centellear.
—Nada se mueve en la corte castellana sin el beneplácito de Fernando III y del
padre González de Palencia. Seguid mi consejo: no infravaloréis a ese maldito
dominico. No suele dejar nada al azar.
—¿Queréis decir que fray Pedro González está personalmente involucrado en este
asunto?
—Quiero decir que González está conchabado con toda seguridad con un prelado
muy influyente en estas tierras y de quien ciertamente habréis oído hablar: el obispo
Folco, de Tolosa. —Raymond posó el cáliz vacío sobre la mesa—. Aparentemente,
velan por los intereses de reinos distintos, pero los dos obedecen a una misma
persona.
—Al papa —aventuró Uberto.
—En efecto. El obispo Folco, en especial, actúa siempre de consuno con el
legado de la Santa Sede en Francia: Romano Frangipane, cardenal de Sant’Angelo, a
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quien tributa la más completa obediencia, más aún que a la reina Blanca.
—A mí no me interesan todas esas intrigas —estatuyó el joven—. Yo sólo quiero
saber dónde está el conde de Nigredo.
—Sois realmente un ingenuo, monsieur. ¿De qué creéis que estamos hablando? El
conde de Nigredo se codea con estos prelados, más de lo que imagináis.
—¿Cómo podéis estar seguro?
—Además, el conde de Nigredo odia también a los cátaros —abundó el noble—.
Sus malditos mercenarios no dejan de rastrear palmo a palmo todo el Languedoc,
prendiendo fuego a todas las aldeas que dan cobijo a los bons chrétiens.
—Ahora comprendo… —Uberto entornó sus ojos felinos—. Pero sus
mercenarios no matan a los habitantes. Los hacen prisioneros, ¿no es cierto?
El señor De Péreille lo miró extrañado.
—¿Cómo lo sabéis?
—Lo he deducido. —Durante unos instantes, el joven creyó tener en el bolsillo a
su interlocutor—. Hoy mismo, cerca ya de Montsegur, he entrado en una aldea
incendiada, obra de un ejército sin ningún género de dudas; pero no he visto ningún
cadáver. Si intentamos reunir las distintas teselas del mosaico, por algún motivo que
aún ignoro las tropas del conde de Nigredo secuestran a los habitantes de las aldeas
cátaras. Y vos no os decidís a ayudarme porque le tenéis miedo.
—¿Cerca de Montsegur, habéis dicho? —Raymond se dejó caer sobre un sitial
que había junto a la mesa—. Los arcontes se han desplazado más a Occidente de lo
que yo pensaba…
El joven palmoteó los brazos del sillón.
—¿A dónde conducen a los habitantes de las aldeas? ¿Y quiénes son los arcontes?
—Ya sabéis demasiado, monsieur —murmuró el noble.
Uberto se puso de pie, los puños en jarras.
—Pero aún no lo suficiente, señor. Ayúdeme, le ruego.
Raymond sacudió la cabeza.
—Lo siento mucho. Si el conde de Nigredo se sintiera ofendido, podría revelarse
un enemigo implacable… Y yo no dispongo de milicias suficientes para rechazar un
posible ataque de su parte.
—¡Pero os beneficiáis de la protección del conde de Foix!
—¿Foix? —El castellano esbozó una sonrisa burlona—. Créame, en estos
momentos está más interesado en apoderarse del principado de Andorra.
—Permítame al menos disponer de una copia del Turba philosophorum —insistió
Uberto—. Me iré inmediatamente, y vos no volveréis a oír nunca más de mí, lo juro.
El rostro del señor De Péreille se endureció de repente: manifestaba una
amalgama de astucia y displicencia a la vez.
—Pero ¿todavía no lo habéis comprendido, mi querido muchacho? El Turba
philosophorum no saldrá nunca de aquí. Permanecerá escondido en la sombra, bajo el
signo del León… Como tampoco vos saldréis de esta roca. —Mirando hacia la
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puerta, ordenó—: ¡Guardias, prended a este hombre!
La puerta de la sala se abrió y entraron dos soldados, que agarraron a Uberto por
los brazos y lo arrastraron sin contemplaciones.
El joven se debatió con furia, lanzando miradas de indignación en dirección a
Raymond.
—¡No podéis hacer esto! ¡No tenéis derecho a hacerme prisionero! ¡Comportaos
con honor!
El rostro del castellano devino en una máscara de rabia.
—El honor es un lujo que yo no puedo permitirme, muchacho. —Señaló con
gesto seco una ventana que daba al exterior del torreón—. Mira a esa gente ahí abajo,
acampada en el burgo. ¿Qué le pasaría si pusieran sitio a estos muros? Y mi familia…
¿qué suerte correría? ¿Cómo puedo permitirme pensar en el honor en unos momentos
como éstos? Yo tengo una misión que cumplir: defender Montsegur. —Con un
parpadeo inesperado, agarró la carta del maestro Galib y la acercó a una antorcha
para que se convirtiera en pasto de las llamas. Su boca se torció con una mueca
inmisericorde—. Por lo que a mí respecta, Blanca de Castilla puede pudrirse a
perpetuidad entre las espiras de Airagne.
Apenas oyó Uberto aquella última palabra, la silueta de Raymond de Péreille
desapareció tras una puerta. Sólo entonces la desesperación se apoderó de su corazón,
mientras la oscuridad empezaba a cernerse a su alrededor.
No podía imaginar que a poca distancia de allí se estaban desarrollando unos
acontecimientos que iban a condicionar para siempre su vida.
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Dime, cacho víbora, ¿perteneces a la banda de los cátaros…, o tal vez a la de los
valdenses?
—No…
—Entonces, seguro que idolatras a las foeminae sylvaticae o a las tres fatae.
Muchas villanas cultivan en secreto estas supersticiones. ¿Es ése también tu caso?
—No… —murmuró de nuevo la muchacha.
—¡Mentira, pura mentira! —se desgañitó el fraile—. Te han capturado cerca de
aquí, en la frontera del Languedoc. Vagabas sin rumbo, diciendo no sé qué cosas del
conde de Nigredo y de los arcontes. ¿Quieres explicarme de dónde vienes? Tú no eres
de por aquí; hablas latín, pero con un acento extraño.
—Vengo del infierno…, un lugar con fuego y metal fundido…
—¡Tú sigue burlándote de mí, y verás! —Fray Blasco hendió el aire con un gesto
de rabia—. Kafir, suelta la cuerda.
El moro obedeció, y antes de que la pobre colgada pudiera respirar volvió a
sumergirse en el barreño; se debatió dentro de él con los cabellos envolviéndole el
rostro como una maraña de algas. Las manos, atadas a la espalda, no podían servirle
de ayuda e intensificaban esa sensación de impotencia que, más aún que el ahogo y el
miedo, dominaba su estado de ánimo. El que otros dispusieran a placer de su persona,
la tuvieran prisionera y la sometieran a humillaciones inauditas, generaba en ella una
ola de rabia silenciosa. Aquel sentimiento era el único agarradero que le quedaba para
no ceder a la desesperación y resistir a cualquier injuria. Era como si una parte
desconocida de su ánimo, más dura y corajuda, hubiera salido de la sombra para
gobernarla con pulso firme.
El franciscano dejó caer el estilo con el que estaba escribiendo, se puso en pie y
dijo con tono exasperado:
—No podemos atormentarla de esta manera. Nadie la acusa de nada. Qué derecho
tenemos…
—Lo tenemos, padre Gustave —replicó fray Blasco—. El decreto papal Ad
abolendam nos permite interrogar a los sospechosos de herejía incluso en ausencia de
testigos. Y por si eso no bastara, el cuarto concilio Lateranense nos espolea para que
pongamos freno a cualquier desviación religiosa.
—Pero la tortura no nos está permitida…
—Os equivocáis también, mi querido fraile. En materia de interrogatorios, el
Decretum Gratiani admite tres excepciones que permiten aplicar la tortura… al
acusador de un obispo, a un esclavo o a un villano sospechoso. Y éste es claramente
nuestro caso. —Fray Blasco frunció más aún el ceño—. Yo sé lo que me hago. Vos,
limitaos a tomar acta del interrogatorio y procurad quitaros de la cara esa expresión
de espanto.
El padre Gustave volvió a sus papeles y cogió la pluma de nuevo; pero fijando la
mirada en la superficie trémula del agua, exclamó:
—¡Izadla, por el amor de Dios! No podrá aguantar mucho tiempo.
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—Puede aguantar más de lo que imagináis.
Desde el interior del barreño, la muchacha percibía pequeños sonidos cacofónicos
del exterior. Sabía que estaban hablando de ella, pero ya no prestaba atención: una
especie de torpor se había apoderado de todo su ser. En su mente se agolpaban
imágenes confusas. De repente, creyó estar mirando un mar borrascoso. Las olas
espumeaban con una gran intensidad y se rompían contra escollos verdes de algas
mientras las aguas se abrían con un remolino espantoso.
Una sacudida, y el recuperado y grávido sentido de la semiinconsciencia. Su
golpe de tos fue tan violento que se asemejó a un conato de vómito. Creyó que se le
había roto el esternón del esfuerzo. Inspiró entrecortadamente con un fuerte jadeo,
mientras su cuerpo delgado oscilaba en el vacío.
Fray Blasco, implacable, se le acercó enseguida.
—¡Habla de una vez y dime quién es el conde de Nigredo!
—No lo sé… No lo sabe nadie…
—No lo creo. Dime quién es o te meto otra vez en el agua.
La amenaza de tortura se le incrustó en la mente como un clavo, generando una
nueva oleada de rabia que no consiguió contener, y otra parte de su ser, agazapada en
un rincón de la mente, se manifestó en un acceso instintivo.
—¡Es el diablo! ¿Estás contento? —gritó—. ¡El diablo! ¡El diablo! ¡El diablo! Y
ahora déjame que me vaya, ¡maldito! ¡Libérame! ¡Quiero irme! ¡Libérameee!
El padre Gustave se puso de nuevo en pie de un salto, agitadísimo.
—Está delirando. No puede servirnos de ninguna ayuda en ese estado.
La prisionera colgada seguía gritando y echando por la boca espumarajos como
una posesa; después, con los ojos vueltos hacia atrás, se desmayó.
—¡Maldita bruja! —exclamó fray Blasco—. Ha encontrado la manera de
sustraerse al interrogatorio. —Reacio a cualquier tipo de tregua, se volvió hacia el
moro—. Desátala y llévala a su celda, Kafir. Pero que no se crea que ha ganado la
partida. Mañana por la mañana la someteremos de nuevo a la prueba de la soga.
Las mazmorras se encontraban en el sótano del convento. Para alcanzarlas, había que
salir de la sala de interrogatorios, situada en otro edificio para no perturbar la paz de
los religiosos, y atravesar después un jardín que lindaba con el campo.
Kafir se echó a cuestas a la muchacha desvanecida, cubierta sólo por una casaca
de tela basta, y se dirigió hacia la salida tras los pasos de fray Blasco y del padre
Gustave. Enfilaron un pequeño corredor que daba al exterior guiados por el
resplandor de dos antorchas colocadas a ambos lados de la salida.
A pocos pasos ya de la puerta, una especie de arañazo resonó en la otra parte.
Blasco de Tortosa aguzó los oídos, abrió un postigo y miró fuera: pero no vio
nada salvo una inocua extensión de hierba. Debía de haber sido el viento o el frufrú
del follaje, se dijo, y se dispuso a descorrer varios cerrojos. No era un tipo que se
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dejara sugestionar fácilmente. Años atrás, había desafiado a los sarracenos de
Mallorca al lado de Pedro Nolasco. Pero, al abrir la puerta, dejó escapar un grito.
Dos ojos feroces brillaban en la oscuridad de la noche. Un salto afelpado, y fray
Blasco se vio asaltado por un gruñido y unos colmillos envueltos en una masa de pelo
negro. Gritó de nuevo, ahora más fuerte.
Kafir soltó a la muchacha y desenvainó la daga que llevaba en la cintura. Era el
único hombre armado de la partida: debía intervenir. Superó al padre Gustave y clavó
la mirada en la fiera que se había cernido sobre el fraile. Vaciló unos instantes:
aquella escena era algo diabólica. Después levantó la hoja dispuesto a golpear, pero
algo lo detuvo. Dos brazos delgados, aún mojados, lo agarraban del cuello con un
vigor asombroso. ¡La muchacha! El moro gritó presa de la rabia mientras se debatía
para quitárselos de encima.
Pero en el instante en que logró liberarse, fue agredido por el perro negro. Cayó al
suelo —el animal le había mordido el antebrazo derecho—, y la muchacha aprovechó
para arrebatarle la daga. Empuñó el arma con la intención de matarlo —sus ojos de
jade estaban dilatados por el odio—, pero no lo hizo. Tras unos segundos de
indecisión, arrojó el arma y huyó a toda prisa.
Al verla alejarse, el perro soltó la presa y la siguió.
Kafir se incorporó con el brazo derecho palpitante de dolor, se acercó al
maltrecho cuerpo de fray Blasco y se inclinó sobre aquel charco de sangre. El fraile
tenía la garganta destrozada por la mordida del perro; su pecho subía y bajaba con
movimientos irregulares, cada vez más débiles.
Inesperadamente, éste habló:
—Para mí, todo se ha acabado… Ve… y mata a esa foemina sylvatica… Mátala
en mi nombre.
El moro asintió con devoción mientras el rostro adusto del fraile, insólitamente
pálido, se quedaba sin vida. Obedecer… Sólo tenía que obedecer. Era algo que había
aprendido desde la infancia. Y eso hizo. Recogió la daga del suelo y se encaminó
hacia la salida; pasó junto al padre Gustave, el cual, arrodillado, temblaba como un
recién nacido.
Se asomó al exterior y apenas tuvo tiempo para ver cómo dos figuras, la
muchacha y el perro, desaparecían entre las sombras del campo, allende la silueta
sesgada de una estacada.
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inclinaciones heréticas, bajo el influjo de los perfectos cátaros.
A pesar de lo inesperado de aquella visita, y de la oscuridad reinante, al joven no
le pasó inadvertida la belleza de la dama: facciones refinadas, largos cabellos
castaños, y esbelta pese a su constitución menuda. Vestía un bliaut amarillo que le
bajaba hasta los pies y encima un chal azul; debía de llevarle pocos años.
—¿Qué hacéis vos aquí, en este calabozo? —le preguntó, asegurándose de que no
había otras personas escondidas en la sombra. Aún no sabía qué pensar de aquella
visita inesperada, pero no quería caer por segunda vez en la misma trampa—. Estos
subterráneos no son muy apropiados para una mujer noble.
—Comprendo vuestra desconfianza, monsieur. —La voz de Corba sonaba casi
como una caricia—. Sabed, de todos modos, que estoy aquí para liberaros.
—No comprendo… Vuestro marido… —farfulló el prisionero.
—No os asombréis. Aunque os cueste creerlo, estoy actuando también en su
interés.
—¿Estáis segura de lo que decís? El castellano no parece tenerme mucha
simpatía.
—Debéis disculpar a Raymond por su actitud. —Suspiró ella—. No suele
comportarse de manera brusca, pero hace dos días, cuando os concedió audiencia,
estaba muy alterado. Acababa de volver de Labécède, adonde había acudido
disfrazado para informarse sobre unos amigos suyos muy queridos que habían sido
apresados. Por desgracia, llegó tarde. Fueron declarados herejes por el obispo Folco y
condenados a la hoguera junto con sus familiares.
—Lo lamento. Yo no podía saber eso.
Corba asintió.
—Sé lo difícil que resulta comprender a Raymond. No es un hombre temeroso,
pero sí teme por quienes están a su lado. Por otra parte, intente comprenderlo,
estamos viviendo una situación muy difícil… Hace tiempo que la Iglesia ha señalado
con el dedo a Montsegur como refugio de herejes. Y si nos enemistáramos también
con el conde de Nigredo…
—Para vos sería el final —concluyó Uberto la frase—. Vuestro marido ya me lo
ha explicado. Pero decidme, ¿cuánto tiempo hace que el conde de Nigredo representa
una amenaza para vos?
—A decir verdad, no hace mucho. Hace apenas unos meses, el conde de Nigredo
era sólo una leyenda ligada a acontecimientos casi olvidados. Se cuentan muchas
cosas de él, entre otras que es un alquimista cruel. Al descubrir nosotros que tras los
recientes acontecimientos se ocultaba su nombre, nuestra consternación fue inmensa.
Uberto se llevó la mano a la barbilla.
—Según Raymond, el conde de Nigredo se halla conchabado con altas jerarquías
eclesiásticas.
—Eso también lo pienso yo, monsieur. Pero sus vínculos con la Iglesia son
misteriosos. Desde que reina el terror en las tierras del Languedoc, el conde de
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Nigredo ha manifestado una doblez indescifrable. Con el secuestro de Blanca de
Castilla, parecía querer apoyar el sur de Francia contra la tiranía de la corte parisina;
pero después sus mercenarios han empezado a devastar las aldeas de estas tierras,
preferentemente los asentamientos de los bons chrétiens.
—Persigue a los cátaros… Secuestra a los habitantes de aldeas enteras… ¿Por
qué lo hace?
La dama lo miró primero y después metió disimuladamente en un bolsillo de su
hábito un pequeño puñal de hoja envenenada que había mantenido escondido en su
mano derecha, por precaución. Ahora sentía que podía prescindir de él.
—Descubrirlo será tarea vuestra. Vos seréis muy útil para nuestra causa. Por este
motivo he decidido desobedecer a mi marido y liberaros sin que él se entere.
—Arriesgáis mucho, mi señora.
—Evitad comentarios y seguidme. —Corba lo invitó a salir de la celda—. Sabed,
de todos modos, que cualquier riesgo es lícito para proteger Montsegur. Tal vez vos
no lo comprendáis: desconocéis la doctrina de los perfectos. Nos enseñan a renegar
de la materia y a sublimar el espíritu. Nuestros cuerpos son cárceles que nos
encadenan a la vida terrenal, alejándonos de la pureza.
El joven se encogió de hombros: su mente era demasiado racional para ceder a la
fascinación de cualquier forma de misticismo.
—Yo sólo comprendo una cosa, mi señora: que si la Iglesia persigue a los
perfectos es porque los teme.
Corba esbozó una sonrisa.
—Dejad que os ponga a salvo.
Uberto se mostró reacio a escapar en aquel momento al acordarse de su misión.
—Esperad un poco. Si realmente deseáis ayudarme, entregadme el Turba
philosophorum. Ese libro es uno de los motivos por los que me encuentro aquí.
La dama se estremeció ligeramente, y la llama del candil parpadeó cual pececito
dorado.
—No será fácil encontrarlo. Se halla en un lusel, un escondite subterráneo. Yo
puedo entrar en ese lugar, pero sólo mi marido conoce la ubicación exacta del
manuscrito que buscáis.
—Si no tenéis nada en contra, mi señora, me gustaría intentarlo de todos modos.
La mujer aceptó.
Abandonaron el sector de las mazmorras dejando atrás, sin ser vistos, los puestos
de los guardias. Corba se orientaba a la perfección a través de los subterráneos de
Montsegur. Bajaron un entramado de plantas y enfilaron una galería que carecía de
desviaciones.
—El lugar al que nos dirigimos se llama «Piedra de Luz». —Le hizo saber la
dama.
—Ya he oído ese nombre antes —manifestó Uberto—; pero creía que se trataba
de una reliquia, como el santo grial.
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Corba señaló con aire absorto:
—En cierto sentido lo es, pero más exactamente se trata de una sala donde se
guarda el saber de los perfectos, toda la sabiduría que encierra la roca, como la luz en
la oscuridad.
—Permitidme una pregunta —inquirió el joven—. ¿Por qué se guarda con tanto
celo un simple manuscrito como el Turba philosophorum?
—Porque es obra de los seguidores de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.
—¿Y por eso debería ayudarme a derrotar al conde de Nigredo?
—Sin duda ignoráis una cosa; la copia del Turba philosophorum aquí guardada
procede de la morada del conde de Nigredo, el castellano de Airagne. El manuscrito
que buscáis habla de alquimia y se utilizó para construir aquel lugar; como podéis
suponer, guarda sus secretos.
—Airagne… —repitió Uberto—. ¿Dónde se encuentra ese castillo?
—En alguna parte del Languedoc. Nadie lo sabe con precisión.
¡Cómo era posible que no hubiera explicación! El joven no se dio por vencido.
—¿Quién ha traído hasta aquí el Turba philosophorum? ¡No puede haber caído
del cielo!
El recorrido había llegado a su fin. Corba se detuvo delante de una puerta
excavada en la roca, delimitada por dos pequeñas columnas calcáreas. Era la entrada
a la Piedra de Luz.
Antes de traspasar el umbral, la dama se sintió obligada a responder:
—El Turba philosophorum lo trajo hasta aquí una mujer huida de Airagne. Fue
hace varios años, cuando aún no me habían dado como esposa a Raymond. —
Entrecerró los ojos, como trayendo a la memoria el acontecimiento—. Después de
llegar a Montsegur, aquella mujer habló del conde de Nigredo y de Airagne. Nombres
que en aquella época nadie conocía todavía. Las leyendas nacidas a continuación se
fundan en sus palabras. Antes de marchar, la mujer entregó a Raymond el Turba
philosophorum pidiéndole que lo escondiera en la Piedra de Luz. El conde de
Nigredo no debía nunca más poseer aquel libro, pues lo utilizaría con fines malvados.
No dijo mucho más antes de marcharse. Unos dicen que se dirigió hacia España,
otros pretenden haberla visto en Francia.
—¿Y no reveló nada preciso sobre el castillo de Airagne?
—Lo describió como un lugar parecido al infierno, un sepulcro tórrido en el que
la gente padece sufrimientos atroces. —Corba cogió una antorcha de un tedero
situado junto a la entrada, la encendió con la llama del candil y la entregó al joven—.
Pero ahora seguidme, es hora de entrar en la Piedra de Luz.
Una vez dentro, Uberto exhaló una exclamación de estupor. La Piedra de Luz era una
inmensa sala circular excavada en piedra; el centro lo ocupaba una mesa redonda y a
lo largo de sus paredes se distribuía una docena de armarios. Un espacio que
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rezumaba antigüedad, tan majestuoso que hacía palidecer al claustro de cualquier
abadía.
—La Piedra de Luz es el corazón secreto de Montsegur —declaró Corba,
complacida—. En ninguna otra parte obtendréis tanta sacralidad en medio de una
roca desnuda.
En el transcurso de su vida, Uberto había visitado numerosas bibliotecas, algunas
de ellas situadas en lugares secretos de monasterios y castillos; pero ninguna
subterránea. Si Ignacio se hubiera encontrado en su lugar, no habría podido contener
su entusiasmo. Pero como aquélla no era una visita de placer, se aplicó a estudiar los
distintos armarios a fin de averiguar si su disposición respondía a algún criterio que
pudiera ayudarlo en su búsqueda. Eran doce, equidistantes entre sí, perfectamente
ordenados alrededor de la mesa… Y cada uno estaba situado bajo un signo zodiacal
esculpido en el techo. Aquel detalle le hizo recordar una frase oída no hacía mucho.
De repente, tuvo una iluminación.
—Si habéis dicho la verdad, en uno de estos armarios se esconde el Turba
philosophorum —declaró sin esperar confirmación.
—Así es, monsieur. —En el rostro de la mujer apareció una expresión
admonitoria—. Sin embargo, sólo tenéis permiso para llevaros el manuscrito que
buscáis. Debéis prometerme que no tocaréis ningún otro. La sabiduría de los boni
homines debe permanecer encerrada entre estos muros; de lo contrario, correría el
riesgo de dispersarse por el mundo.
—No voy a desordenar nada —la tranquilizó Uberto, el cual, mientras observaba
con atención los signos zodiacales esculpidos en el techo, creyó haber llegado a la
conclusión correcta—. Sospecho y afirmo que vuestro marido, antes de ordenar mi
detención, me reveló sin saberlo la colocación del libro —prosiguió recordando la
conversación mantenida con Raymond—. «Permanecerá escondido en la sombra,
bajo el signo del León», me dijo. Fue sin duda un desliz, pues no imaginaba que yo
pudiera llegar hasta aquí ni comprender el significado de sus palabras… Pero es
ciertamente una pista valiosísima, ¡y creo haber comprendido a qué se refiere!
Mientras decía aquello, se acercó al mueble situado bajo un dibujo astral
semejante a una omega.
—La posición de este armario se corresponde con el signo zodiacal del León. —
Abrió de par en par los batientes y examinó los libros que había dentro—. Si entendí
bien las palabras de Raymond, el Turba philosophorum debe encontrarse aquí dentro.
La empresa, empero, no se prometía fácil. Los manuscritos guardados en el
armario eran numerosos y de distinto formato. Estaban distribuidos en cinco
compartimentos atestados de tomos encuadernados, fascículos de pergamino cosidos
de cualquier manera y rollos gruesos sellados con cinta de piel. Además, la ausencia
de luz no facilitaba la operación, sin contar con que Uberto distaba mucho de estar
seguro de sí. Pero no quería mostrar vacilación alguna a los ojos de la dama, la cual,
frente a un comportamiento vacilante, habría podido decidir alejarlo de la Piedra de
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Luz. Para colmo, quedaba poco tiempo disponible. Antes o después, su evasión
quedaría al descubierto, por lo que era mejor salir cuanto antes de la roca… Pero
había demasiados libros, y todos muy parecidos. Se habría necesitado la perspicacia y
sangre fría de Ignacio para salir airoso de aquella empresa.
Uberto estuvo espigando durante un lapso de tiempo que pareció interminable.
Finalmente, retiró un pequeño códice elegantemente encuadernado.
—Debe de ser éste —afirmó con tono triunfante.
Mostró a Corba el libro, que tenía abierto por la primera página. El texto rezaba:
«Arisleus genitus Pitagorae, discipulus ex discipulis Hermetis gratia triplicis,
expositionem scientiae docens…».
—¿Estáis seguro? —inquirió la dama.
—Sí —contestó él—. Las palabras iniciales del códice coinciden con lo que me
habéis revelado poco ha. Hacen referencia a la vez a Hermes Trismegisto y a
Pitágoras. El nombre del primero aparece citado en la mayor parte de los libros
guardados en el armario, pero el de Pitágoras sólo aparece en éste. —Hojeó de nuevo
el manuscrito para obtener confirmación de lo que decía y descubrió varias frases en
las que se describían las distintas etapas de la manipulación de la materia y de la
cocción de los compuestos químicos—. Sí, ya no me queda ninguna duda —
sentenció—. Este libro es efectivamente el Turba philosophorum.
La dama se le acercó; sus ojos eran impenetrables.
—Entonces ya no queda más que proceder a vuestra fuga.
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emplazamiento idóneo para la fuga. En la vertiente occidental, la pared bajaba en
desplomo. En lo alto, la silueta gris de Montsegur resplandecía con la claridad
matutina. Por primera vez, Uberto notó que el lugar se asemejaba a una nave
gigantesca.
—Apresuraos, todavía no estáis a salvo —le exhortó Corba, dejando lo que
quedaba de antorcha a la entrada del túnel. Le serviría para la vuelta.
Siguieron un sendero oculto entre los árboles hasta que se toparon con un caballo
negro atado a un arbusto. Junto al animal había un muchacho vestido de caballerizo,
el cual corrió enseguida a su encuentro.
—¡Madame, madame, por fin! —exclamó—. ¡Temía que no llegarais nunca!
—Muy bien, Isarn. —Fue la respuesta de la dama—. Ahora puedes volver a los
establos. Pero te ruego que no cuentes a nadie este favor que te he pedido.
El muchacho esbozó una sonrisa de pilluelo.
—Sí, madame.
Uberto lo vio desaparecer como un lebrato entre el boscaje; después, se acercó a
Jaloque, que al verlo movió repetidas veces el hocico.
—Ya sois libre, ya podéis marchar, monsieur. —Corba le alargó el puñal
curvilíneo—. Es vuestro, lo he recuperado de los guardias que os lo sustrajeron antes
de encarcelaros.
El joven agarró la jambiya y se la aseguró a la cintura; miró en dirección a la silla
del caballo y vio que también estaban el arco, la aljaba y el talego.
—No se os ha arrebatado nada. —Le hizo saber la dama.
Uberto hizo una reverencia y trepó a la grupa del caballo.
—Sin vos no lo habría conseguido nunca, mi señora. Os habéis ganado mi respeto
y mi lealtad. ¿Cómo puedo devolveros el favor?
Corba de Lantar entrecerró los ojos, sabia y despiadada como un ave nocturna.
—Impidiendo las matanzas de cátaros. Descubriendo la verdad sobre el conde de
Nigredo y reduciéndolo a la impotencia. ¿Lo haréis?
—Os lo juro. —Uberto espoleó al caballo y desapareció entre la vegetación.
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La fugitiva no tenía esperanza alguna.
Uberto actuó de manera instintiva. Espoleó a Jaloque y bajó a toda velocidad el
declive. Pisó los talones al jinete desconocido, lo superó en un abrir y cerrar de ojos y
prosiguió lanzado hacia la muchacha. Antes de alcanzarla, se inclinó hacia el costado
derecho del caballo —los músculos en máxima tensión— y cuando estuvo a su lado
alargó el brazo y la agarró sin detenerse.
La joven se debatió como un animal acorralado. Uberto se vio luchando contra un
haz de nervios tensos y un turbión de cabellos negros. Pero un segundo después la
fugitiva comprendió que en realidad alguien la había salvado y dejó de rebelarse. El
jinete la izó sobre la grupa y volvió a espolear a Jaloque. El corazón le batía
alocadamente.
—¡No lo conseguiremos nunca! Nos alcanzará —gritó ella con los ojos llenos de
miedo.
—Imposible con este caballo —respondió Uberto, las riendas de cuero bien
sujetas.
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El castillo de Airagne
Segunda carta – Albedo
Mater luminosa, cuando superé el primer portal de Nigredo vi la materia imperfecta que purgaba
en el fuego, y desde aquel momento mi paso por el jardín de la alquimia fue más rápido y leve.
Pero para exponer mi pensamiento utilizaré palabras sencillas: trabajé como se trabaja en la
hilatura cuando se obtiene el hilo de la fibra basta envuelta en la rueca. Y el hilo que yo obtuve de
Nigredo fue brillante y hermoso. Ésta es la segunda fatiga de la obra, Albedo, el portal blanco que
los filósofos llaman Lucifer a causa de su esplendor.
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de memoria, reconoció también a su acompañante. Era el joven Thibaut IV, conde de
Champagne y vasallo de la Corona francesa.
¿Qué hacía el conde de Champagne dentro de la torre? Pero no era aquella
pregunta lo que más le preocupaba. El cardenal se sentía zarandeado por unas
emociones que nunca habría creído tener, una mezcla de repugnancia y de celos.
Thibaut se deslizó entre los cobertores; su torso era glabro y corpulento.
—Esperad, madame —exclamó—, dejad que os entone otra chanson…
Blanca no quiso complacerle.
—Conozco bien vuestras dotes de trovador, querido, pero no son cantares lo que
busco en vos ahora.
Romano Frangipane notó que las venas del cuello se le hinchaban de la rabia. Allí
estaba la dame Hersent, ¡una loba disoluta y cruel! En aquel momento le habría
gustado agarrarla por el cuello, estrangularla y ensañarse con ella mientras la veía
asfixiarse, aunque nada habría sido tan gratificante como encontrarse en aquel lecho
en lugar del joven conde. ¡Qué mujer tan ladina! Delante de él adoptaba un aire casto,
irreprochable, pero a sus compañeros de alcoba se ofrecía como una meretriz barata.
La voz de Thibaut resonó en toda la estancia.
—Esperad, madame, dejadme hablar. El conde de Nigredo me ha mandado venir
para…
Aquella palabras produjeron en Blanca el efecto de un latigazo.
—¡Ah, y ahora me habláis de eso! —La dama se puso de rodillas y se apartó un
mechón de la cara—. ¿Creíais acaso que no me importa saber que estáis aquí en
nombre de quien me mantiene recluida?
Él levantó las manos.
—Me entregaron un mensaje del conde en el que se me concedía permiso para
veros, y después…
—¿Y después…? —El pecho de Blanca se hinchó de rabia—. Pensáis poneros a
disposición del conde de Nigredo, ¿no? Queréis negociar con él, ¿no es eso?
Thibaut se escondió entre los edredones, intentando así escapar de las iras de su
amante.
—¿Qué querías… que me quedara quietecito como un perrillo faldero mientras se
me despojaba de mis feudos? —Al abrir los brazos, descubrió su tórax poderoso—.
¡Vos me habíais prometido más privilegios sobre mis tierras, pero yo no he recibido
nada! Al parecer, hay que levantar la voz con vos, al igual que aquel Maucler.
Blanca apretó los dientes y hundió las uñas en una almohada.
—¡Así que es eso! ¡Así que detrás de esta historia está la patita del duque
Maucler, el señor de Bretaña!
—Pero… ¿qué cosas decís? Él no tiene nada que ver…
Blanca echó la almohada a un lado y se abalanzó sobre el amante.
—¿Quién más anda tramando contra mí? —inquirió con tono retador—. ¿Habéis
venido a rescatarme?
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—Nada de lo que preguntáis, madame. —Thibaut agarró a la dama por las
muñecas—. El conde de Nigredo me ha llamado para hablarme de vos. ¿Lo
comprendéis ya?
La expresión de la reina pasó rápidamente de la ira a la desconfianza.
—¡Pobre bobo, eso ya lo sabía! ¿No os dais cuenta de que estoy jugando con vos?
Lo único que me irrita es que lo hayáis tenido oculto hasta ahora. —Recubrió sus
desnudeces con una sábana—. Salid de mi lecho, Thibaut. Creía que me erais leal.
Decíais que me amabais, y sin embargo…
—Pero yo os amo, os he dado suficientes muestras. —Thibaut le lanzó una
mirada cómplice—. ¿Ya lo habéis olvidado? Yo maté a vuestro marido por vos.
Al oír aquellas palabras, Frangipane casi cayó hacia delante, con gran riesgo de
revelar su presencia. ¡Así que era cierto! Los rumores que habían corrido por la corte
se correspondían con la verdad: la reina había seducido a Thibaut para obtener su
complicidad. Luis VIII no había muerto de una enfermedad contraída en el transcurso
de la guerra, sino que había sido envenenado… Recordó que muy pocos habían
tenido permiso para examinar su cadáver al volver a París envuelto en una piel de
buey.
Consternado por semejantes revelaciones, el cardenal de Sant’Angelo siguió
espiando. ¿Se había perdido algo? No. Allí estaba la dame Hersent, que miraba hacia
otra parte con aire indignado.
—No disteis gran prueba de caballerosidad al matarlo —replicó Blanca—.
Cualquiera puede envenenar a un hombre. El veneno es el arma de la bellaquería. —
Colocó un mechón rebelde detrás de una oreja—. ¿Y si el conde de Nigredo os
pidiera llevar a cabo otros delitos?
Thibaut de Champagne dejó escapar una risita.
—Seguís censurando al conde de Nigredo, madame. Sin embargo, vos os parecéis
mucho a él.
—Explicaos mejor.
—También vos tenéis proyectos oscuros. Me he enterado de que habéis sustraído
dinero al obispo de la Corona para enviarlo a Castilla, a vuestro sobrino Fernando III.
—Thibaut se le acercó, deslizándose sobre el lecho como un reptil corpulento—.
Desde luego, no os produjo ninguna reluctancia el homicidio de vuestro marido.
Ansiabais el poder, el mismo poder que ansiamos todos nosotros, sobre todo el conde
de Nigredo, quienquiera que éste sea.
Blanca entornó los ojos con una actitud meliflua, dejando que se deslizara entre
sus muslos el tejido que le cubría la desnudez.
—A vos, conde Thibaut, os llaman «el Príncipe trovador» por las chansons
d’amour que entonáis; pero pocos saben que vuestra lengua es más afilada que un
puñal.
Él acogió la invitación, avanzó hacia ella y la besó en el cuello.
—Esto os excita, ¿no es cierto, madame?
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—Podría ser. —La dame Hersent suspiró de placer—. Si lleváis a cabo una
petición mía…
Y mientras las palabras de la reina se transformaban en susurros, Romano
Frangipane se preguntó si aquella víbora disoluta no mantendría una relación secreta
con el conde de Nigredo. Tal vez estaba conchabada con él, o era víctima de un
chantaje de su parte…
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Arcángel, juro que la protegeré.
Luis sonrió, tranquilo. Moriría en paz.
Un ruido parecido a una ventolera retrotrajo a Humbert a la realidad. Era un ruido
ya oído anteriormente, si bien ahora sonaba con mayor fuerza. Tenía una cadencia
regular y potente, semejante al rugido del viento durante una tempestad.
Humbert se dejó guiar por aquel resonar y llegó hasta unas escaleras; se asomó
hacia las plantas inferiores, sin saber qué podría haber allí.
Vislumbró con estupor una multitud de hombres semejantes a los que ya había
visto anteriormente; maniobraban unos fuelles enormes delante de la boca de un gran
horno.
Una visión harto extraña. Aquellos artefactos se encogían y estiraban cual
monstruosos pulmones de cuero, reteniendo y expeliendo el aire con unos silbidos
muy agudos. ¡Así que aquél era el origen del ruido! Unos operarios encargados de su
funcionamiento cayeron al suelo extenuados por el calor y el esfuerzo, pero los
guardias apostados junto a los muros acudieron enseguida para imponer disciplina; y
para evitar que los moribundos se agolparan en el suelo ordenaron que fueran
retirados y sustituidos por otros.
El lieutenant permaneció un buen rato contemplando la escena, impresionado por
los esfuerzos de aquellos hombres, y sólo entonces empezó a formarse una idea de la
situación. Los fuelles servían para regular el calor del horno, permitiendo que las
llamas alcanzaran la temperatura adecuada para fundir el metal que fluía por los
canalillos de las plantas superiores.
Se encontraba en el interior de una fragua inmensa, de eso no cabía duda; pero
todavía se le escapaba la finalidad de aquella obra. ¿Qué forjaba el conde de Nigredo
en aquel espacio subterráneo?
Observó por última vez a los miserables agolpados alrededor de los fuelles.
Parecían musitar algo, un lamento o tal vez una plegaria. Y cuando logró captar las
palabras, recordó haberlas oído ya antes: «Miscete, coquite, abluite et coagulate!».
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A las primeras luces del alba. Willalme, sentado en un risco junto al río Garona,
desenvainó la cimitarra y la posó sobre sus rodillas. Admiró la nervadura jaspeada de
gris y deslizó por el filo los dedos pulgar e índice. Cada muesca o diente que palpaba
le traía recuerdos cruentos. Cogió una piedrecita y se dispuso a afilar la hoja.
Ignacio estaba sentado a poca distancia, junto a un fuego ya apagado, haciendo el
cómputo de los días de viaje: más de tres semanas. Superados los Pirineos, habían
seguido hacia el sureste hasta cruzar el cauce del río Garona, que remontaron hasta
llegar a los límites del Tolosano. La tarde anterior, al no encontrar ningún albergue, se
habían visto obligados a dormir al raso.
A pesar de que el obispo Folco se hallaba ya cerca, la moral era baja. Desde que
se encontraban en tierras francesas, habían notado numerosos signos de destrucción a
manos de ejércitos. Pero los daños no eran siempre del mismo tipo: parecían ser
producto de dos voluntades distintas. Hasta hacía tres días, habían encontrado aldeas
incendiadas, sin cadáveres ni supervivientes; pero desde que viajaban por el condado
de Tolosa, la devastación no afectaba tanto a los habitantes como a los cultivos y a los
graneros. Por una parte, la intención parecía ser saquear y tal vez también secuestrar a
los habitantes; por otra, reducirlos al hambre.
El mercader se masajeó los hombros y la nuca. Si bien era de constitución
robusta, sus más de cincuenta años de edad no le permitían pasar una noche al raso
impunemente. Pero en aquel momento el fastidio de sus achaques revestía una
importancia secundaria: intentaba encontrar por todos los medios un nexo de unión
entre su misión y el envenenamiento de Galib. La hipótesis más verosímil era que el
magister hubiera descubierto los secretos de algún sabio del entourage de Fernando
III, como hacía sospechar el modo en que había muerto. El asesino no podía ser un
armígero corriente, sino un erudito capaz de destilar la herba diaboli. Aquel hecho le
daba mucho que pensar. Tal vez él estuviera corriendo también el mismo peligro.
Pero todavía había otro asunto que le preocupaba enormemente. Había dejado partir a
Uberto hacia una tierra martirizada por la guerra, exponiéndolo a todo tipo de
imprevistos y de riesgos. Había sido una locura obedecer a Galib.
Entretanto, Felipe de Lusiñano, concluidas sus oraciones matutinas, dobló la
carpitte de lana sobre la que había dormido y se acercó a Willalme para contemplar
su cimitarra.
—Extraña forma de arma para tratarse de un guerrero cristiano —observó—.
Sería más normal verla en manos de un sarraceno.
—Precisamente me la dio un sarraceno —respondió el francés sin dejar de afilar
la hoja—. Un pirata islámico, semejante a los mallorquines que tanto teméis.
—Yo no temo a nadie —replicó Felipe visiblemente irritado—. Pero decidme,
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¿por qué os homenajeó un infiel con semejante dádiva?
Willalme se encogió de hombros.
—Al quedar huérfano, me embarqué rumbo a Tierra Santa, convencido de que me
sonreiría la fortuna… Pero me vendieron como esclavo a los moros. —Sus finos
labios esbozaron una sonrisa amarga—. Mi amo resultó ser un pirata. Pero no era un
salvaje: me instruyó en las artes de la navegación y del combate, y antes de morir me
regaló su cimitarra.
Estupor en el rostro del caballero.
—¿Combatisteis al lado de piratas sarracenos?
—Sí, y durante ese período maté a muchos «matamoros» de vuestra ralea.
Felipe lo miró con desprecio.
—Creo que no existe una absolución capaz de lenificar vuestro pecado.
Willalme levantó la mirada. Apenas si podía contener la rabia.
—No me preocupan mucho vuestras opiniones, señor. Estáis tan pagado de vos
que habéis olvidado incluso el motivo por el que lucháis. «Amad a vuestros
enemigos», dice el Evangelio. ¡Pero vos condenáis al fuego a los «presuntos»
enemigos!
—«Derrama sobre ellos tu enojo, Señor, los alcance el ardor de tu cólera» —
salmodió Lusiñano por su parte mientras lanzaba al francés una mirada torva—. Los
enemigos de la Iglesia deben ser domeñados. ¡Eso es lo que dicen Alain de Lille y
Anselmo de Lucca!
—¡Contadle eso a mi familia, exterminada sin razón alguna por fanáticos como
vos! —exclamó Willalme esgrimiendo la cimitarra.
—¡Basta ya! ¡Es hora de reanudar la marcha! —gritó Ignacio poniéndose en pie.
Si no hubiera intervenido ipso facto, aquellos dos se habrían retado en duelo.
Tampoco a él le caía bien Lusiñano, pero era consciente de su influjo en la corte y no
quería problemas con él.
Felipe, reacio a dejar el asunto, apuntó al francés con el índice.
—¡Este hombre está loco!
—Razón de más para dejarlo en paz —respondió el mercader con sorna. Miró en
lontananza, por donde se divisaban los muros de una gran ciudad—. Pongámonos en
marcha en vez de discutir. Tolosa ya está cerca; llegaremos antes de caer la tarde.
Recogieron sus escasos enseres y reemprendieron la marcha. Durante el trayecto,
Willalme condujo el carro sin decir palabra, la cabeza inclinada y los ojos entornados.
Se acordaba de la muerte de su padre y volvía a ver a su madre y a su hermana
tragadas por un inmenso gentío… Y más espantoso aún, recordó el momento en que
se despertó rodeado de cadáveres antes de que la iglesia fuera pasto de las llamas.
Para acceder a Tolosa había que atravesar el arrabal de Saint-Cyprien, que daba a la
orilla sud-oriental del Garona. El cauce del río, que describía una especie de ángulo
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recto, separaba aquella barriada del resto de la ciudad.
Ignacio recordó haber pasado por allí diez años atrás, cuando Tolosa se hallaba
asediada por los cruzados franceses y notó, como si tan sólo hubieran pasado unos
pocos días de aquella batalla, que Saint-Cyprien mostraba aún los signos de la
devastación y de la miseria: los edificios en estado ruinoso, la calzada invadida por
aguas residuales y atestada de cacharros, soldados inválidos, prostitutas y pordioseros
a la puerta de las casas, como ratas…; pero peor aún era ver a los niños mirando entre
las ruinas con ojos grandes y famélicos.
Conforme se acercaban a la orilla, la situación iba mejorando. El aire era más
respirable, las calles más limpias, y en vez de tugurios se veían talleres y tiendas. Un
poco más allá, bordeando el río, una cuadrilla de estibadores cargaba mercancías en
las naves amarradas. De repente, de un corrillo formado alrededor de una hoguera
salió un soldado de unos treinta años, robusto, de tez cetrina, vestido con casaca de
cuero y botas de montar.
—¡Comendador! —exclamó mientras corría al encuentro de los tres forasteros.
Felipe embridó al caballo.
—¡Thiago de Olite! —exclamó a su vez—. ¡No creo lo que ven mis ojos!
—Sí, soy yo mismo, comendador —contestó el soldado—. Os espero desde hace
dos días. Estaba ahí esperando vuestra llegada.
Thiago hablaba con acento navarro. Ignacio y Willalme lo miraron con
curiosidad. Debía de formar parte de la escolta encargada de adelantárseles en Tolosa.
Era un subalterno de Lusiñano y antes lo había sido de González de Palencia.
—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Thiago! —Felipe miró hacia la hoguera
de donde había salido el soldado y sólo vio un grupo de holgazanes, ninguna cara
conocida—. ¿Dónde has dejado a tus conmilitones?
El navarro titubeó, se llevó la mano a la cintura, de donde pendía un puñal
alargado, llamado «basilarda», y contestó:
—Justo antes de entrar en el condado de Tolosa, fuimos asaltados. Sólo yo salí
con vida de puro milagro.
—Diez caballeros de Calatrava armados hasta los dientes… ¿Cómo pudieron
sorprenderos?
—Eran muy numerosos, e iban muy bien armados. Salieron del bosque y nos
rodearon. Antes de que pudiéramos desenvainar la espada, tres de los nuestros ya
habían caído asaeteados.
—¿A qué ejército pertenecían?
—No sabría decirlo, comendador. En sus estandartes había dibujado un sol negro
sobre campo amarillo.
Lusiñano asintió con un ademán casi solemne; después intercambió una mirada
cómplice con Ignacio.
—Los arcontes, las milicias del conde de Nigredo.
Thiago abrió los ojos como platos.
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—¡Algunos de ellos gritaron ese nombre!
—Es evidente que esos malditos están al corriente de nuestro plan y lo quieren
echar a perder. Debemos entrevistarnos cuanto antes con el obispo Folco. Él nos dirá
cómo actuar.
—Por desgracia, no será tan sencillo —señaló el soldado—. El obispo no se
encuentra en la ciudad.
—Pero… ¡qué estás diciendo!
Thiago miró primero a Lusiñano y después a Ignacio y a Willalme, que no daban
crédito a lo que oían.
—Por lo que parece, no sabéis nada —prosiguió—. Cuando escapé de los
arcontes vine a Tolosa a avisar al obispo Folco de vuestra inminente llegada, pero
descubrí una triste verdad. El señor de esta ciudad, el conde Raimundo VII,
anticlerical y enemigo de la Corona, lo ha expulsado de su sede. Actualmente, Folco
se halla escondido por estas tierras y disfruta de la protección de un ejército de fieles
que se hace llamar la «Confraternidad Blanca».
—Conozco ese nombre. —Felipe se cruzó de brazos—. Pero queda por saber por
qué ninguno de nosotros estaba al corriente de la situación. ¡Qué extraño! Fue
precisamente Folco quien pidió nuestra ayuda para socorrer a la reina Blanca. ¿Por
qué no nos ha informado de su exilio?
—Hay tres posibles respuestas —conjeturó Ignacio—. Tal vez Folco quería evitar
que se conociera el lugar de su escondite en caso de que sus cartas dirigidas a Castilla
cayeran en manos de espías. Una segunda hipótesis es que no quería revelar la
gravedad de la situación, lo que habría podido disuadir al rey Fernando III de una
posible intervención. Y también es posible, como última hipótesis —concluyó
arrugando la frente—, que el padre González y Su Majestad estuvieran al corriente
pero no quisieran que lo supiéramos.
—Esa última hipótesis es inaceptable —protestó Felipe—. Eso significaría que
hemos sido traicionados por nuestro soberano y por un subalterno suyo, que además
es un hombre de Iglesia.
El mercader de Toledo se encogió de hombros mientras se preguntaba si Lusiñano
desconocía realmente aquel particular. No lo consideraba digno de confianza: había
cambiado de bando muchas veces en el transcurso de su vida, lo que denotaba un
temperamento inestable, receloso, y tal vez cierta propensión a la traición.
—En cualquier caso, tendremos que hacer frente a este contratiempo —dijo—. Si
queremos descubrir algo sobre el secuestro de Blanca, es preciso hablar con Folco. —
Después, volviéndose a Thiago, preguntó—. ¿Hay alguna manera de dar con él?
—Creo que sí —contestó el navarro—. En Tolosa, junto a la catedral de Saint-
Étienne, hay personas que le siguen siendo fieles; pertenecen a la Confraternidad
Blanca. Seguro que saben dónde se esconde. Pero si queremos encontrar a esas
personas, tendremos que correr riesgos. En la ciudad, la nobleza y el ejército han
tomado el partido de Raimundo VII y de los cátaros. Si descubrieran nuestras
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intenciones, estaríamos perdidos.
Felipe levantó el mentón con altanería.
—Muy bien, correremos ese riesgo.
Del muelle de Saint-Cyprien salían dos puentes hacia la margen opuesta del río,
donde se elevaba el centro de Tolosa. La comitiva de Ignacio, a la que se había unido
Thiago, atravesó el puente más meridional para entrar en la ciudad. A lo largo del
trayecto se encontraron con varios soldados patrullando, pero parecían demasiado
agobiados por el calor vespertino para interesarse por ellos y se limitaron a dirigirles
una mirada desganada, sin llegar a interrogarlos.
Ya en la ciudad, enfilaron una calle amplia que les llevó hasta la catedral de Saint-
Étienne, un edificio de ladrillo rosado de una sola nave. Se detuvieron en sus
aledaños en busca de la residencia episcopal. A poca distancia, un grupo de frailes
cordeleros buscaba refrigerio en una fuente.
—Esos frailes nos están espiando —susurró Willalme a Ignacio.
El mercader, a quien no se le solía escapar nada, no le hizo caso. Su atención
estaba puesta en otra parte. Acaba de localizar, más allá de la catedral, el palacio
episcopal, un bastión imponente, e invitó a sus compañeros a seguirlo hasta allí. El
aspecto marcial del edificio no le extrañó demasiado. Su forma parecía un compendio
de las disensiones que laceraban a la comunidad de Tolosa, en aquel momento
dividida en dos facciones contrapuestas: la Confraternidad Blanca del obispo Folco,
fiel a la Iglesia y a la corte parisina, y la Confraternidad Negra, favorable a la
doctrina cátara y a la corriente separatista de los nobles occitanos.
Los guardias les hicieron esperar en la entrada. Durante ese tiempo, Ignacio no
pudo por menos de pensar en su hijo. Uberto, según lo planeado, debía encontrarse ya
en aquel lugar. Pero Ignacio temía que le hubiera ocurrido algo. Con todo, trató de
dominar su aprensión. No era el momento más indicado para mostrarse vulnerable.
Al poco tiempo, acudió a su encuentro una procesión de religiosos encabezados
por un benedictino entrado en años.
—Bienvenidos seáis, viandantes. —Les deseó tendiéndoles la mano tras haberlos
escudriñado detenidamente—. Debo pediros que mostréis vuestras cartas de
acompañamiento, si poseéis alguna.
Felipe le alargó un pergamino.
—Viajamos de incógnito —explicó—. Sólo disponemos de este salvoconducto,
firmado por el padre González de Palencia.
—Bastará. —El monje echó una rápida ojeada y después lo invitó a entrar en el
atrio.
El lugar había visto tiempos mejores. Cortinajes gastados, frescos descoloridos y
muebles devorados por la carcoma confirmaban cuanto se decía acerca de las escasas
reservas del tesoro episcopal. Folco las había agotado para financiar las expediciones
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contra los cátaros, sin contar con los diezmos que exigía a los nobles del lugar. La
curia tolosana, según la voz del pueblo, estaba literalmente asediada por los
acreedores.
Mientras avanzaba, el benedictino echaba alguna que otra ojeada a la carta en
busca de los pasajes más significativos; finalmente, la devolvió a Lusiñano.
—Por lo que veo, venís para ayudar a nuestro obispo.
—Deberíais estar al corriente, supongo —precisó Felipe.
—Lo estamos. El obispo Folco os está esperando. —El monje se detuvo en medio
de un corredor y miró a los forasteros con aire serio—. En este momento se encuentra
en la Sacra Praedicatio de Prouille, que se halla a un día de caballo de Tolosa, junto al
grueso de sus milicias.
El rostro de Felipe se ensanchó con una sonrisa complacida.
—Os aconsejo que os pongáis en marcha mañana mismo —expresó el religioso,
empezando a moverse—. Quedaos aquí a pasar la noche, si lo consideráis oportuno.
La ciudad no es un lugar seguro; en ella pululan enemigos de la Iglesia y de la
Corona francesa.
Antes de que el benedictino concluyera, Ignacio no pudo por menos de intervenir:
—Una palabra, si puedo.
El monje levantó una ceja.
—Diga, pues.
—Además de nosotros, ¿no se han presentado otros mensajeros de Castilla?
El benedictino lo negó, un poco desorientado.
El mercader esquivó una mirada sospechosa de Lusiñano y volvió a preguntar al
anciano:
—¿No se ha presentado nadie más? ¿Estáis seguro?
—Completamente. Si así fuera, lo habríamos invitado a alojarse en la hospedería
de la catedral. Preguntad allí también, si lo deseáis. Es lo habitual.
El mercader frunció sus alargadas cejas.
—Ya, comprendo.
Uberto no había llegado aún a Tolosa.
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—Vos controláis las entradas y salidas de los forasteros en este lugar, ¿no es
cierto?
—Así es, monsieur.
—Entonces, tomad. —Ignacio registró en su talego y sacó un billete plegado en
cuatro, sellado con cera—. Lo entregaréis a una persona, un joven, en caso de que se
presente en este lugar.
El portero tomó el billete.
—No se trata de nada arriesgado, espero.
—No, al contrario —lo tranquilizó el mercader—. Pero por favor, entrégueselo
únicamente a la persona que yo os diga. Ah, y no leáis el contenido por ningún
motivo… Espero que lo hayáis comprendido.
—Lo he comprendido.
—Prestad mucha atención. —En los ojos de Ignacio relampagueó una amenaza
—. Me acordaría de vos en caso de que no entregarais el mensaje o traicionarais mi
confianza. ¿Habéis entendido lo que quiero decir?
—Perfectamente, monsieur. —En los labios del hombre se insinuó un temblor—.
¿A quién debo entregar este billete?
El mercader le dio al interlocutor un escudo de oro.
—Se llama Uberto Álvarez. Un joven de unos veinticinco años, moreno, bien
parecido. Viaja solo.
—Uberto Álvarez. Me acordaré de él, no temáis. —El portero cogió la moneda y
la sopesó con avidez—. No tenéis por qué preocuparos.
Ignacio asintió con la cabeza y miró fijamente a su interlocutor, como para probar
su fiabilidad. Éste pareció abrumado por aquella mirada.
—Contad conmigo, os lo prometo.
Tras aquellas palabras, el mercader volvió a cubrirse el rostro con la capucha y se
despidió.
—Que la paz sea con vos.
—Y con vos… —respondió el portero. Pero la figura ya se había esfumado en
medio de la oscuridad.
La luna, que había logrado escapar del cúmulo de nubes, resplandecía de nuevo
en el cielo.
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Kafir cabalgaba sobre un equino pesado, más apto sin duda para arrastrar un arado
que para correr largos trechos a galope. Uberto y la muchacha lo dejaron atrás con
facilidad y, tras una breve galopada, se adentraron en un bosque colindante con las
tierras de Tolosa. Siguieron cabalgando durante varias horas y al caer la noche
decidieron parar en una cabaña de caza abandonada.
Uberto se acercó a la chimenea y se dispuso a encender un fuego con la ayuda de
un pedernal, sin dejar de lanzar miradas a la desconocida.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó entre curioso y cohibido.
Ella dudó en contestar. Acurrucada en un rincón de la choza, miraba fijamente a
su salvador. No se sentía interrogada ni amenazada. Quería responder a aquel rostro
afable, pero apenas hubo abierto la boca cuando pasó por su mente, como un
fogonazo, la mueca de Blasco de Tortosa. La visión se desvaneció enseguida, pero le
dejó el escozor de una herida. Fray Blasco había muerto, muerto para siempre, y ya
no la atormentaría más; y sin embargo seguía aterrorizándola. Tal vez la perseguiría
por siempre en sus pesadillas. Acarició el pelaje negro de su perro, que ahora estaba
agazapado a sus pies, y se sintió segura.
—Moira —contestó—. Me llamo Moira.
—Y yo Uberto —dijo él mientras encendía el fuego—. No me tengas miedo.
Ella asintió con timidez. Entonces se dio cuenta de que se encontraba agachada, la
cabeza inclinada y las rodillas dobladas, enlazadas con los brazos. Distendió sus
piernas semidesnudas, recogiéndolas en la postura más digna posible, y dirigió la
mirada hacia la chimenea. El calor del fuego irradió a su cara vibraciones casi
táctiles.
—Tienes un nombre muy bonito, Moira. —Uberto colocó el talego en una mesa
desvencijada; pero no podía estarse quieto ni dejar de mirarla a los ojos. Unos ojos
bellísimos. Para vencer la situación embarazosa, señaló al perro, que estaba
dormitando.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé… Quiero decir, no tiene nombre. Lo encontré hará unos dos meses por
el camino. Desde entonces me ha seguido siempre.
—Es un poco triste que ese cachorro no tenga nombre. —Uberto observó al
animal agazapado, que tenía sus apuntadas orejas plegadas hacia delante, y después
dirigió de nuevo la mirada hacia Moira.
—¿Tienes hambre? Yo tengo aquí un poco de… Veamos lo que queda. —Registró
en el talego—. Carne seca… Queso… Pan duro… Me temo que no hay mucho más.
La joven no contestó. No recordaba la última vez que un desconocido se había
dirigido a ella con tanta amabilidad, a excepción de un viejo tejedor de Fanjeaux que
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la había hospedado en su taller. Desde entonces habían pasado muchos meses.
Abismos de terror la separaban de aquel recuerdo.
Uberto seguía mirándola, seductor y discreto, y ella casi no se dio cuenta de que
le estaba ofreciendo comida. Tomó al fin un trozo de carne seca y empezó a
mordisquear, primero vacilante, después cada vez con mayor avidez. Sólo entonces se
dio cuenta de que tenía un hambre terrible. Hacía varios días que no comía.
El joven se sentó enfrente. Como no había sillas, se acomodó en el suelo con las
piernas cruzadas y se quedó mirándola en esa postura. Era verdaderamente
encantadora, con aquellos ojos rasgados y aquel rostro ovalado enmarcado por
mechones color ébano. Su cuerpo longilíneo, tal vez un poco anguloso de hombros,
era en conjunto agraciado. A pesar de la casaca andrajosa que llevaba, tenía un aire
aristocrático… Pero lo que más curiosidad había despertado en él era su acento
oriental.
—No eres de estas partes, ¿verdad? —preguntó.
—No —respondió Moira—. Nací y crecí en Acre, Palestina. Pero mi padre es de
origen genovés.
—¿Y tú qué haces aquí?
Moira parecía renuente a responder. Le habría gustado decirle que, como su
madre, corría por sus venas sangre georgiana, o contarle algo sobre las tierras lejanas
en que había nacido; pero contuvo la respiración. Sus ojos desaparecieron tras una
cascada de cabellos.
—Él nos encontrará —aseveró con tono neutro, como si nada más tuviera
importancia.
—No temas —la tranquilizó Uberto.
Un perezoso agitarse de crines resonó en el exterior, recordando a los dos la
presencia de Jaloque, que parecía estar manso.
Uberto decidió no fiarse de Moira, al menos por el momento. Demasiado
misteriosa. Demasiado bella. Pero el mismo impulso que lo había empujado a
salvarla lo inducía a proseguir la conversación.
—¿Quién era ese jinete sarraceno? ¿Por qué te perseguía?
—No lo sé —vaciló la joven—. Pero no parará hasta haberme matado.
—¿Por qué motivo?
Moira bajó la mirada, los dedos hundidos en el pelaje del perro.
—Es por causa de sus amos, los frailes de una aldea limítrofe con Armagnac. Me
creían una bruja, una hereje o algo parecido… Se equivocan. Pero ahora ya nada
cuenta.
Uberto se sintió de nuevo obligado a transmitirle confianza.
—No desesperes, ahora estás a salvo.
—Habría sido mejor que me hubieras dejado enfrentada a mi destino —dijo ella
mirándolo con sus ojos de jade—. Ese maldito irá también a por ti.
—¡Que lo intente si se atreve! —Se puso en pie de un salto, enorgullecido, y
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después se dirigió hacia la chimenea para avivar la llama—. Si quieres que te ayude
debes contarme más cosas. Explícame bien quién eres y de dónde vienes.
—He huido de Airagne… —cuchicheó Moira, pero inmediatamente después se
mordió los labios.
—¿He oído bien? —Uberto dejó caer un tronco en el fogón y se le acercó
rápidamente—. ¡No lo puedo creer! ¿Tú sabes dónde se encuentra Airagne, la morada
del conde de Nigredo?
Al oír aquel nombre, Moira se echó inmediatamente hacia atrás y miró a su
interlocutor como si la hubieran amenazado gravemente.
—Háblame de ese lugar —insistió Uberto—. ¿Sabrías indicarme el camino para
llegar hasta allí? ¿Podrías guiarme?
La muchacha se echó más atrás aún, hasta que su espalda rozó contra la pared.
—Entrégame al moro si quieres, pero no me pidas que te conduzca a ese lugar.
¡Prefiero morir!
—No comprendes… —se justificó Uberto—. Tengo que ayudar a mi padre…
Moira se cubrió el rostro.
—¡Basta ya!
El perro levantó las orejas y empezó a gruñir. Después, al darse cuenta de que no
había peligro, inclinó el hocico y exhaló un aullido lastimero.
La muchacha apartó las manos del rostro: su expresión era implorante.
—Déjame descansar, por favor. Estoy muy… muy cansada.
—De acuerdo, hablaremos mañana. —Uberto levantó las cejas con ademán
indulgente y señaló un lío de ropa que había colocado sobre la mesa, junto al talego
—. Ponte esta ropa, no puedes ir por ahí con esos harapos… Hay unos calzones, un
jubón, un par de zuecos… Es mi ropa de viaje; te estará grande, pero siempre será
mejor que los andrajos que llevas.
Ella esbozó una sonrisa.
Mientras Moira se cambiaba de ropa, Uberto salió un momento a ocuparse de
Jaloque. Como la cabaña no disponía de establo, tuvo que encerrarlo en una vieja
majada. Lo desensilló, le puso suficiente de comer y beber y le dedicó una serie de
caricias bien merecidas. Aquellas acciones le permitieron recuperar el dominio de sí,
de razonar con mayor lucidez. Le pesaba haberse dejado cautivar con tanta facilidad
por una jovencita. No era bobo ni nunca se había dejado intimidar por mujeres. Una
de las ventajas de la vida errante era no verse obligado a casarse con la primera
campesina que encontrara. Uberto había participado en varias escaramuzas amorosas
y sabía muchas cosas sobre el bello sexo, pero hasta entonces no había
experimentado unas sensaciones tan fuertes. Y, sin embargo, Moira no le inspiraba
confianza.
Suspiró. Hacía poco, Corba de Lantar, y ahora aquella extraña muchacha…
Últimamente, pensó, sólo se las veía con mujeres misteriosas.
Cuando volvió a la cabaña, Moira ya se había puesto la ropa. Las mangas le
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quedaban demasiado anchas y las vueltas de los calzones la hacían parecer un juglar.
Los dos rieron.
La hilaridad se interrumpió de golpe y dio paso a una sensación de turbación.
Como si quisiera sustraerse a aquella sensación, ella se recostó de lado, cerca del
fuego. Se durmió casi al instante.
Pero Uberto tenía demasiados pensamientos en la cabeza para echarse a dormir, y
aunque estaba exhausto sacó del talego el Turba philosophorum y empezó a hojearlo
a la luz del fuego. No sabía con exactitud de qué hablaba aquel libro; pero, según las
palabras de Galib y de Corba de Lantar, le revelaría los secretos del conde de
Nigredo.
El códice se dividía en varios sermones atribuidos a una multitud —a una turba—
de filósofos griegos en que se debatían los argumentos más dispares, desde la
creación de la materia hasta los secretos de la alquimia. Habría necesitado de la
presencia de su padre para interpretarlos debidamente. Sin embargo, siguió hojeando
para distraerse de otros pensamientos que asaltaban su mente, hasta que se detuvo en
una frase: «Iubeo posteros facere corpora non corpora, incorpórea vero corpora»,
que tradujo así: «Ordeno a la posteridad que torne corpóreo lo no corpóreo, e
incorpóreo lo corpóreo». Debía de tratarse de una alusión a la sublimación de la
materia y al procedimiento contrario. Encontró confirmación unas líneas más abajo:
«Sabed que el arcano de la obra áurea deriva del macho y de la hembra».
No poseía los rudimentos del arte alquímico, pero en más de una ocasión había
oído hablar a su padre de eso mismo con hombres doctos de los más diversos países.
Pero algunos de sus conocimientos procedían también de sus recuerdos de infancia,
durante los años que había pasado enclaustrado en un pequeño monasterio a orillas
del mar Adriático. Por aquella época había conocido a un monje bibliotecario,
Gualimberto de Prataglia, versado en los fundamentos teóricos de la alquimia. Le
había oído contar suficientes cosas para intuir que con «macho» se aludía al plomo en
estado sólido y con «hembra» al «espíritu», es decir, a la sustancia volátil. Y siguió
leyendo: «El macho recibe de la hembra el espíritu que da color».
Cerró el libro algo aturdido, y como para agarrarse a algo concreto posó la mirada
en el cuerpo dormido de Moira. Y, sin dejar de mirarla, se durmió él también.
A poca distancia, Moira soñaba con una extensión de arena asaltada por un oleaje
bravío. El cielo era gris, con nubes desgreñadas como la crin de un caballo. Lejos de
la orilla, las aguas se habían abierto y formaban un enorme remolino. Algo
desaparecía en su interior, en los abismos.
La muchacha tembló en medio del sueño mientras el fragor de las aguas
retumbaba en sus oídos, ensordeciéndola.
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Ignacio creía que acababa de dormirse cuando la voz de Willalme lo arrancó del
sueño. Tardó unos segundos en comprender el significado de lo que le decía, primero
confuso pero cada vez más claro. Se trataba de algo importante:
—Despierta… Tenemos que huir…
Con un gesto instintivo, saltó de la cama y miró a su alrededor. No había
amanecido todavía. Abrió el arca que había a los pies del catre, donde había metido
su ropa, y, tras ponerse la túnica y calzarse, dirigió una mirada indagadora a su
compañero.
—Estamos en peligro —explicó el francés—. Los soldados del conde Raimundo
VII van a entrar en el palacio episcopal de un momento a otro. Saben que estamos
aquí. Nos andan buscando.
Era lógico, se dijo Ignacio, que la presencia de unos forasteros en la sede
episcopal pusiera en alerta al conde de Tolosa. Pero había algo que no encajaba. Todo
había ido demasiado deprisa. Si sólo hacía unas horas que se encontraban en la
ciudad, ¿cómo es que Raimundo VII había sido informado ya de su presencia?
Ignacio, con el ceño cada vez más fruncido, se puso la capa y se asomó a la
ventana para echar un vistazo. Delante de la entrada del palacio, donde llameaba una
docena de antorchas, había una sección de soldados armados. Los soldados del conde
de Tolosa.
En medio de ellos había cuatro frailes, los cordeleros en que Willalme había
reparado la tarde anterior.
El francés señaló en su dirección.
—Si recuerdas, te dije que esos frailes nos miraban demasiado, pero tú no me
hiciste mucho caso.
—Llevas razón —admitió Ignacio—. Esos frailes deben de ser espías de
Raimundo VII. Seguro que son ellos los que han advertido al conde de Tolosa de
nuestra presencia.
—¿Y por qué motivo lo iban a hacer?
—Algunos religiosos desaprueban la conducta de la Iglesia y han tomado el
partido de los cátaros y de quienes los protegen. Debe de ser el caso de esos
cordeleros, que al ver que nos admitían en el palacio episcopal nos han creído
emisarios de Folco o de la Congregación Blanca…
—De acuerdo, pero ahora basta de palabras. —Willalme le hizo señas de que lo
siguiera—. Los monjes que nos han hospedado están entreteniendo a los soldados
delante de la entrada principal. Huiremos por la parte trasera del palacio.
Mientras Ignacio seguía los pasos de la ágil figura de su compañero, recordó lo
que había oído sobre las atrocidades cometidas por los hombres de Raimundo VII. A
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los sostenedores de la Iglesia y de la Corona a veces les arrancaban los ojos y la
lengua. ¡Antes morir intentando huir que terminar de aquella manera!
Salieron al exterior y atravesaron un jardín delimitado por un seto alto, prestando
atención a cualquier ruido. El mercader lanzó una mirada esperanzada hacia el
campanario de Saint-Étienne, que se perfilaba negro sobre el cielo estrellado. Más
abajo, se divisaba la hospedería de la catedral, donde pocas horas antes había hecho
un encargo muy delicado al portero. Pensó en Uberto e hizo votos para que se
encontrara sano y salvo.
Felipe y Thiago emergieron entre las sombras del jardín. Tenían el rostro tenso y
los músculos vibrantes, listos para actuar.
—Vámonos de aquí —intimó Lusiñano—. No tengo ningún interés en disfrutar
de la hospitalidad del conde Raimundo. —De unas zancadas, alcanzó un lugar oculto
en el seto, donde esperaban su corcel, el carro de Ignacio arrastrado por dos caballos
y una cabalgadura para Thiago. Unos instantes después, estaban listos para partir.
Los animales relincharon, salieron disparados de los jardines en medio de un
fuerte traqueteo de cascos y, antes de salir de la zona del recinto episcopal, arrollaron
a una pareja de soldados del conde que había irrumpido por la entrada trasera.
Y, protegidos por la oscuridad, huyeron de Tolosa.
Enfilaron hacia el sur a través de un bosque rodeado de colinas. Dejaron atrás los
centros de Lantar, Auriac, Roumens y Vaudreuille sin encontrar ningún obstáculo,
pero sí muchos campos destruidos por el fuego. Los únicos lugares habitados que
habían logrado sobrevivir a la devastación eran los que se hallaban bien defendidos,
como las sauvetés recogidas alrededor de los castillos y las bastides rodeadas de
fortificaciones. Para las aldeas sencillas de los campesinos no había habido
misericordia. Pero Ignacio tenía además otros asuntos que le preocupaban. De cuando
en cuando, Felipe y Thiago se apartaban del carro para conferenciar entre ellos. El
mercader empezó a preguntarse si tal vez conocían algunos detalles acerca de la
misión que Willalme y él desconocían.
Hicieron un alto en el camino y se detuvieron en una posada de Labécède, un
edificio de aspecto poco grato pero que era lo mejor que encontraron en todo el
trayecto. Dejaron los caballos y el carro en una cuadra destartalada, donde el animal
más valioso era un rocín decrépito, y cenaron a base de hogaza, liebre en salsa agraz
y vino aguado.
—¡Qué porquería es ésta! —exclamó Felipe tras el primer sorbo—. ¿No estamos
en una de las zonas donde se crían los mejores vinos de Francia?
—Así era antes, monsieur —se lamentó el posadero—. Así era antes de que la
milicia del obispo Folco destruyera nuestros viñedos… ¿No habéis notado la
desgracia que se ha abatido sobre esta comarca?
—¿Quiere decir que la Confraternidad Blanca es responsable de la carestía que
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padece el Tolosano? —preguntó Ignacio interesado en aquellas revelaciones.
—Así es —confirmó el hombre—. Destruyen las cosechas, dispersan el ganado y
nos roban los sueldos. ¿De dónde pensáis que provienen los fondos que Folco emplea
para edificar su Sacra Praedicatio?
—No entiendo por qué el obispo se ensaña tanto con estas tierras.
—A causa de los texerants.
—¿Quiénes son?
—Los cátaros —explicó el posadero—. Por estas partes los llaman así porque
ejercen la tejeduría para vivir. Son buenos trabajadores y no molestan a nadie… Pero
Folco los quiere mandar a todos a la hoguera, sobre todo a los perfectos. El conde
Raimundo no aprueba esta conducta y por eso ha expulsado a Folco y a su
Confraternidad. Esos fanáticos no se comportan mejor que los arcontes.
—¡Ah, los arcontes otra vez! —Felipe pegó un puñetazo en la mesa—. ¿Qué
sabéis de ellos?
—Muy poco, monsieur. Son diablos, no hombres. Recorren el sur de Francia
incendiando las aldeas y secuestrando a sus habitantes. Lo habréis notado a lo largo
del trayecto, imagino. Vos no sois de estas partes y sin duda habéis atravesado el
Languedoc.
—Así es, pero no sabíamos que fuera obra de los arcontes —precisó Ignacio—.
¿Por qué secuestran a la gente? ¿A dónde la llevan?
—Al infierno, o a un lugar mucho peor por lo que se cuenta, pero nadie conoce la
ubicación exacta. La maldición de los arcontes se abate sobre todo el Languedoc,
salvo en este condado. Tal vez el conde de Nigredo no quiere poner chinitas en el
camino de la Confraternidad de Folco.
—O tal vez piensa dejar Tolosa para el final.
—Mmm, no sabría qué decir… —El posadero miró hacia otro lado—. En fin,
siento mucho lo del vino… Perdonad nuestra miseria. —Y desapareció entre las
mesas de los parroquianos.
Al día siguiente, pasadas las comarcas de Castelnaudary y Laurac, los cuatro llegaron
a Prouille, el refugio de Folco. El burgo se hallaba protegido por una empalizada, más
allá de la cual un grupo de casuchas se acurrucaba alrededor de la iglesia de Sainte-
Marie, la Sacra Praedicatio. La mirada de Ignacio se posó en la fachada del edificio
no tanto para admirar sus proporciones arquitectónicas como por las enredaderas
color vinaza que la recubrían en su mitad produciendo la sensación de un remanso de
paz. Pero al reparar en la cantidad de soldados que se hallaban congregados cambió
enseguida de parecer.
A las puertas de la iglesia fueron recibidos por la abadesa, una mujer de aspecto
lozano con unas cejas muy curiosas, parecidas a espigas, la cual, tras informarse
escrupulosamente acerca de su identidad e intenciones, confirmó lo que les habían
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dicho en Tolosa: Folco se escondía efectivamente en aquel lugar.
Pero la abadesa no permitió a los cuatro forasteros presentarse enseguida ante el
obispo. Al verlos tan sucios y cansados por el viaje, los invitó a lavarse y tomar un
refrigerio primero.
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—¿Qué pensáis hacer?
—Frangipane ha recibido el encargo de la Santa Sede de permanecer al lado de la
reina en calidad de primer ministro; en estos momentos, es la columna vertebral de
Francia. Humbert de Beaujeu, por su parte, está al mando del ejército regio. La
ausencia de estos dos hombres hace que la curia regis se encuentre desprovista de
cerebro y de brazos.
—¿No os fiáis de nadie más en Francia?
—Pues no. —El obispo gesticuló con sus manos nudosas como queriendo dibujar
en el aire el cuerpo de un gigante—. Cuento con mi milicia, el brazo armado de la
Confraternidad Blanca.
—Ya lo sabíamos —comentó Ignacio con algo de sarcasmo—. Hemos notado el
«rastro» dejado por vuestros soldados en el Tolosano. Sería un milagro que por los
alrededores volviera a crecer una brizna de hierba.
—Eso se llama «misión Tierra quemada», para su conocimiento. —Folco miró al
mercader con el típico aire de superioridad con que miran los clérigos a los laicos—.
Leo en vuestros ojos un matiz de reproche, pero os aseguro que estas medidas son
necesarias. Miles de cátaros se agolpan en Tolosa y en los poblados más próximos,
sembrando la herejía entre el vulgo. No me queda más remedio que recurrir a la
fuerza si quiero capturar a las zorras que se esconden en la viña del Señor. —
Suavizando el tono, se dirigió a Felipe—. El problema no estriba en la fidelidad, sino
en la calidad de los hombres de que dispongo, soldados y vasallos sin ningún peso
político. Es el apoyo de la nobleza lo que más echo en falta.
—¡Cómo es posible! —exclamó Lusiñano con el ceño fruncido—. ¿Y la corte
parisina?
Folco hizo un gesto de impotencia.
—Desde que secuestraron a la reina, se han interrumpido todos los contactos con
París. Se diría que la corrupción se ha apoderado de la curia regis.
Felipe se llevó una mano a su barbilla maciza.
—Empiezo a comprender.
—Bueno —terció el mercader—, si Su Ilustrísima lo considera oportuno, es el
momento de revelarnos la información de que dispone sobre el conde de Nigredo.
El obispo reflexionó unos momentos, indeciso sobre cómo abordar el asunto.
—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos. Comprenderéis mejor qué es
a lo que nos enfrentamos.
—¿A qué os referís?
La mirada de Folco despidió una luz hasta entonces oculta; no expresaba
precisamente sentimientos piadosos.
—Al poseso, por supuesto. Lo tengo preso en las mazmorras de Prouille.
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Mientras Ignacio avanzaba en medio de aquellas paredes oscuras manchadas de moho
y salitre, revivió un espantoso recuerdo de infancia, cuando se había perdido con fray
Leandro en un lugar parecido, pero mucho más antiguo. Una catacumba de la que
sólo él había salido vivo, por puro milagro. Aquella tragedia lo obsesionaba cada vez
que se hallaba bajo tierra. Entre tanto, Folco, acompañado por un primicerio
mofletudo y un par de armígeros, se abría paso en dirección de las celdas donde se
hallaban encerrados los sospechosos de herejía. Semejante tarea le habría incumbido
al conde de Tolosa si no hubiera tomado partido por los perseguidos por la Iglesia.
Para el mercader, aquel lugar expresaba a la perfección el dualismo de la institución
eclesiástica, que escondía su naturaleza represiva tras una máscara de piedad
cristiana.
Folco enfiló una galería en la que faltaba el aire y poco después se detuvo frente a
una puerta atrancada, que ordenó abrir. En su interior —una celda angosta y
maloliente—, una figura humana completamente desnuda yacía acurrucada en el
suelo. La reverberación de las antorchas reveló su extrema delgadez y una piel
cubierta de marcas violáceas. Con un escalofrío atroz, Ignacio recordó haber
padecido, años atrás, el suplicio de la tortura.
—Este hombre ha sido tratado con una brutalidad excesiva —sentenció con tono
áspero.
—Cuando lo encontramos ya tenía ese aspecto —replicó Folco con fingida
inocencia.
El mercader no tuvo tiempo para contestar: cualquier pensamiento suyo era
aplastado por una sensación de espanto. El prisionero se puso en pie y empezó a
caminar hacia la puerta, lento y encorvado, con el brazo derecho levantado y el
izquierdo colgando. Arrastraba cadenas ceñidas a los tobillos; tropezó y cayó al
suelo.
Lusiñano esbozó una mueca de repugnancia.
—Semejante oprobio sólo puede ser obra del diablo.
El obispo confirmó aquellas palabras asintiendo con la cabeza y a continuación
entró en la celda, precedido de un armígero que portaba una antorcha.
A la vista del fuego, el prisionero emitió una especie de graznido y se acurrucó en
un rincón.
—¿No veis? —expresó Folco con tono sarcástico—. Huye de la luz como criatura
de las tinieblas que es. —Le dirigió una mirada severa y trazó una cruz en el aire—.
No os dejéis engañar por su aparente idiocia. Es más astuto de lo que parece.
Ignacio observó a aquel hombrecillo remilgado, que había conocido tan sólo un
poco antes, ahora transmutado en juez inflexible del tribunal episcopal. No era la
primera vez que asistía a semejantes metamorfosis, y también como otras veces, no
pudo dejar de experimentar una especie de fascinación perversa. Después de todo,
también él, muy a su pesar, poseía dos naturalezas inconciliables: el intelecto y la
pasión, como dos cuerpos celestes que jugaban a eclipsarse mutuamente.
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Folco rozó al recluso con la punta del pie.
—¿No tienes nada que decirme hoy, Sébastien? —lo apostrofó. Después, se
dirigió a los visitantes—. Mis hombres lo arrestaron mientras rastreaban los
alrededores de Labécède, donde suelen refugiarse muchos cátaros. Al interrogarlo
nos hemos enterado de algunas cosas.
El prisionero hundió la cabeza entre sus hombros huesudos y dejó escapar una
risita histérica. Sólo entonces se dio cuenta el mercader de que debía de tener más o
menos la edad de su hijo.
—Parece que quiere hablar —señaló Felipe.
El obispo esbozó una expresión lamentosa.
—Los demonios que lo poseen adulteran su percepción de la realidad. Unas veces
lo tornan feroz y otras, en cambio, como ahora, lo atontan. Pero yo conozco un
exorcismo capaz de hacerle recuperar la cordura. —Impuso las manos sobre la frente
del prisionero y recitó con una voz insólitamente poderosa—. Omne genus
demoniorum cecorum, claudorum sive confusorum, attendite iussum meorum et
vocationem verborum! —Inspiró profundamente y después prosiguió—. Vos attestor,
vos contestor per mandatum Domini, ne zeletis, quem soletis vos vexare, homini, ut
compareatis et post discedatis et cum desperatis chaos incolatis![2]
El cuerpo de Sébastien se convulsionó, y, como reprimiendo un conato de vómito,
su boca se torció y se abrió de par en par con un grito:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Ignacio cerró los ojos.
—¿Qué está diciendo? —Estaba suficientemente cerca de él para notar el olor
pestilente, vagamente dulzón, de su aliento.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate! —gritó de nuevo el prisionero—.
Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—Dime de dónde vienes, Sébastien —le conminó el obispo mientras levantaba
las manos de su frente—. Dime de qué lugar perdido entre los montes.
El endemoniado se quedó quieto y pareció sonreír antes de hablar.
—Airaaaagne… Vengo de las espiras de Airaaaagne.
Folco relajó sus facciones rugosas.
—¿Fue ahí, en ese lugar que llamas Airagne, donde los espíritus malignos se
apoderaron de ti?
Una chispa de inteligencia relampagueó en los ojos del prisionero mientras su
cuerpo seguía estremeciéndose.
—Síiiiii.
—¿Y quién es el artífice de todo ese mal?
El esfuerzo memorístico parecía producirle a Sébastien un sufrimiento casi físico.
—El conde de Nigreeeedo… —murmuró—. Síiii, eso es…, el conde de
Nigreeeedo.
—Dime, hijo, ¿a qué otros has visto en ese lugar? ¿Quién más está retenido
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prisionero?
—Muuuucha gente… Muuuucha gente en medio de fuego y de metal candente.
—Pero hace unos días me hablaste de una persona en particular, una dama muy
bella a la que llevaban en una carroza. ¿Recuerdas?
—Síiii. —El prisionero se volvió de repente eufórico—. La vi antes de huir. Es la
reina Blaaaanca.
Folco dirigió una mirada significativa hacia Ignacio y después prosiguió el
interrogatorio.
—¿Estás seguro? ¿Cómo la reconociste?
—La vi baaaajar de una carrooooza con las insignias del rey de Fraaaaancia…
Era beeeella, muuuuy beeeella. Llevaba un vestido azuuuul cubierto de lirios de
ooooro.
—¿Y recuerdas dónde se encuentra el lugar que llamas Airagne?
—Entre los montes salvaaaaajes. —El horror se dibujó en el rostro del prisionero
—. ¡Pero yo he huiiiido, huiiiido, huiiiiido!
—Muy bien, hijo. —El tono de Folco se volvió apremiante—. ¿Quieres hablar de
ese maldito lugar? A mí ya me hablaste hace unos días. ¿Quieres repetirlo a estos
visitantes? Háblanos de Airagne.
El prisionero miró alrededor como un animal asustado y después se cubrió la cara
con las manos.
—¿Por qué te obstinas en callar? —exclamó el obispo—. ¿Quieres que te mande
azotar otra vez?
Ante aquellas palabras, Sébastien deformó el rostro al tiempo que profería un
gruñido feroz.
—He huiiiido, huiiiido… Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Lusiñano dio un paso hacia delante, visiblemente irritado.
—¡Habla, condenado! ¡Háblanos de ese lugar!
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¿Dónde te escondiste, Sébastien? —La voz tranquila de Ignacio resonó
inesperada—. ¿Dónde encontraste asilo, después de huir de Airagne?
El prisionero sonrió de repente.
—En el hospitium de Saaaanta Lucina, cerca de Puiveeeert. Con las buenas
hermanas de hábitos beis…
—¿Buenas hermanas? ¡Y un comino! Es bien sabido que esas beguinas
simpatizan con los cátaros. —Folco se inclinó ante el prisionero, sin preocuparse del
hedor que emanaba de él—. Y eso es lo que eres tú también, ¿no, Sébastien? Un
cátaro, un adorador del Gato. Por eso ha entrado en tu cuerpo Satanás.
El mercader se dirigió al obispo, la frente surcada por la duda.
—¿Está realmente segura Su Ilustrísima? A mi parecer, este hombre no está
poseído por espíritus malignos. Está simplemente enfermo. Es probable que haya
sufrido un envenenamiento.
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Folco, que no soportaba que lo contradijeran, desfogó su irritación en Ignacio.
—¿Se puede saber a qué vienen esos desvaríos? ¿Acaso no reconocéis la obra de
Lucifer, como les resulta obvio a todos los aquí presentes?
Ignacio prefirió no contestar y, con un gesto veloz, invitó a Willalme a reprimir su
mueca desdeñosa.
Aprovechando aquel momento de distracción, Sébastien abrió la boca como un
león y se abalanzó sobre el obispo para pegarle un mordisco, pero éste se dio cuenta y
lanzó un grito de alarma. Un armígero intervino rápidamente en su defensa,
inmovilizó al poseso con las cadenas y se puso a darle patadas.
Nadie dijo nada. Ignacio, que estaba horrorizado ante tamaña brutalidad, tuvo la
buena idea de agarrar a Willalme por un brazo antes de que éste se lanzara en defensa
del prisionero. El grueso primicerio, que se había escondido detrás de Folco, asistió a
la escena con una risita sádica.
Pero todavía estaba por ocurrir lo más horripilante. Cuando hubo cesado la paliza,
el prisionero siguió retorciéndose como presa de violentos retortijones en el bajo
vientre. El dolor no parecía provenir de los golpes que acababa de recibir, sino que
estaba incrustado en el interior de su cuerpo.
—Tres fatae celant crucem! Tres fatae celant crucem!
—¡Mirad! —exclamó Thiago, boquiabierto—. ¡Está meando sangre!
Sébastien laceró el aire con un grito desgarrador, vomitó varios grumos de una
sustancia negruzca y se desplomó en el suelo, sin vida.
Todos permanecieron mirando su cuerpo durante un lapso de tiempo que pareció
interminable.
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Parecía más bien víctima de una fiebre extraña, probablemente producida por…
—¿Y qué es la fiebre sino un espíritu maligno que entra en el cuerpo? —lo
interrumpió el obispo.
—Muchos filósofos encuentran en las enfermedades una explicación racional.
—¡Pero qué estáis diciendo! —Folco estaba manifiestamente irritado.
—Las enfermedades son causadas por el pecado, que debilita al hombre y lo
transforma en receptáculo del mal. —Una sombra de presagio se cernió sobre sus
ojeras—. Y desde luego las espiras de Airagne son también obra de Lucifer.
—A lo que parece, en ese lugar suceden cosas harto misteriosas. —Ignacio,
reflexivo, se acarició la barba—. Este asunto me produce mucha curiosidad…
Ante tales palabras, el obispo no pudo ya contener su desdén.
—¡Refrenad vuestra curiosidad, maestro Ignacio! ¡Cómo os permitís…!
Curiositas est scientia funesta!
—La curiosidad expresa la libertad del entendimiento —repuso el mercader,
tocado en la fibra más viva de su ser—. La alaba también el mismo san Agustín.
Folco le dirigió una sonrisita indulgente.
—Agustín admite la curiosidad, es cierto, pero la subordina al temor de Dios. —
Lo apuntó con el índice—. Vos, empero, la idolatráis.
Ignacio estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Se encontraba frente a un
ministro de la Iglesia. Una palabra más, y no habría salido tan fácilmente de aquellos
calabozos. Además, detestaba reconocer que la admonición de Folco le había llegado
a lo más profundo de su ser. Era cierto: idolatraba la razón y no resistía la tentación
de desvelar la lógica oculta en todo fenómeno, a costa incluso de incurrir en bajezas y
de recurrir a subterfugios.
La voz de Lusiñano disipó la tensión creada entre el obispo y el mercader.
—¿Cómo pensamos proceder con la investigación? El poseso ha muerto sin
revelar dónde se encuentra Airagne.
—Pero ha dado una pista —aseveró Folco—. Una pista de la que no teníais
conocimiento.
—Sin duda aludís al hospicio de Santa Lucina —aventuró Ignacio, que parecía
haber terminado su doloroso examen de conciencia—. Sébastien ha dicho que halló
hospitalidad en ese lugar tras huir de Airagne. Es probable que allí encontremos
nuevas pistas.
—Esta vez habéis razonado bien, maestro Ignacio. —El obispo miró a su
alrededor con aire intranquilo: sin duda empezaba a sentirse a disgusto en aquella
prisión—. El denominado hospicio de Santa Lucina se encuentra situado al este del
château de Puivert, en el vizcondado de Narbona. Para ser más exactos, se halla
situado junto a la abadía de Fontfroide.
—Estáis bastante bien informado —observó el mercader.
—Bueno, no ha sido la primera vez que el poseso ha mencionado ese lugar.
Llevaba varias semanas hablando de él. He tenido tiempo de sobra para infiltrar a
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algunos agentes de la Confraternidad Blanca entre los conversos de Fontfroide, en
secreto, a fin de investigar acerca de las hermanas de Santa Lucina. No puede ser
simple casualidad que esas mujeres hospedaran a Sébastien. Sospecho que están
ligadas a Airagne de alguna manera. Pero hasta ahora ninguno de mis hombres ha
descubierto nada. Las hermanas parecen llevar una vida piadosa, a lo que parece.
—¿A lo que parece?
—Ya. —Suspiró el obispo—. Debéis saber que la fundación de Santa Lucina no
es propiamente un hospicio sino lo que se llama un beguinato, es decir, una
comunidad de mujeres pías llamadas «beguinas». Se trata de laicas consagradas al
auxilio de los necesitados, al trabajo y a la plegaria. Imitan las reglas de las órdenes
religiosas pero no pertenecen a ninguna de ellas. Y ahí está el quid de la cuestión: al
encontrarse fuera del ordenamiento eclesiástico, se convierten en un terreno
sumamente fértil para la herejía.
—Su Ilustrísima me perdonará, pero hay algo que se me escapa —abundó Ignacio
—. ¿De qué podemos serviros nosotros si vuestros hombres realizan ya todas estas
investigaciones?
Folco, cogido de sorpresa, pareció tener dificultad para contestarle.
—No ha sido idea mía pedir vuestra intervención, si es eso lo que queréis decir.
Ha sido el padre González quien se ha empeñado en participar en esta misión, quien
ha insistido en que yo acepte su ayuda y dirija a sus enviados por el camino
adecuado. Yo he aceptado, pero, como me parece también haber dejado claro, no
tengo necesidad de vosotros.
Ignacio enmudeció. ¡No era Folco sino González quien movía los hilos! Lanzó
una mirada inquisitiva hacia Lusiñano, quien, por toda respuesta, miró a otra parte.
Un gesto sin duda elocuente. Seguro que aquel infame conocía la verdad desde el
principio y la había callado… ¿Qué otras cosas no ocultaría también?
—Bien. —Felipe rompió aquel silencio violento—. Partiremos hacia Santa
Lucina mañana mismo, al amanecer.
Ignacio se olvidó por el momento de sus sospechas y se dirigió de nuevo al
obispo.
—Una última cosa, Ilustrísima. Antes de morir, el poseso ha repetido una frase:
«Tres fatae celant crucem», es decir, «Las tres fatae esconden la cruz». ¿Sabéis a qué
podía estar refiriéndose? ¿Quiénes o qué cosas son las tres fatae?
—Las fatae son mujeres diabólicas, como las describe Godefroy de Auxerre en el
Super Apocalypsim —contestó Folco—. En las campiñas francesas y germánicas,
donde aparecen mencionadas a menudo, se dice que pertenecen a las tradiciones
paganas… Pero yo, en vuestro lugar, no me preocuparía demasiado de los enigmas
mascullados por un endemoniado. Satanás es engañoso y se divierte
confundiéndonos.
—No es de Satanás de quien debemos preocuparnos —contestó el mercader
mientras echaba a andar hacia la salida de la prisión. Se daba cuenta de haberse
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expresado de manera algo brusca, pero la revelación sobre González lo había puesto
manifiestamente nervioso. Como había dicho Galib poco antes de morir, el juego era
más grande y más complicado de cuanto cabía imaginar. Era una telaraña enorme. Y
él se encontraba atrapado en medio.
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TERCERA PARTE
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comprometer vuestras convicciones al respecto.
—No seáis ingenuo. Simplemente, no creí oportuno contradecir a uno de los
prelados más influyentes del sur de Francia. Por otro lado, confieso saber poco sobre
las posesiones demoniacas. Mi tarea, hasta ahora, se ha limitado a combatir contra los
moros —se justificó—. Pero Sébastien, ese miserable, no tenía signos de maldad en
la mirada. Lo único que noté en él fue desequilibrio mental y, ¿cómo diría?, una
especie de extrañeza física, de descoordinación en los movimientos.
—Así es, pero hay también otros elementos dignos de mención. —Ignacio se
puso a contar con los dedos—. Olor dulzón del aliento, temblor difuso en todo el
cuerpo, parálisis de las articulaciones, color raro de la piel y, finalmente, una especie
de cerco azul en las encías. —Las últimas palabras las pronunció con un énfasis
especial, de manera que su voz se impuso al traqueteo del carro—. Más convulsiones,
sangre en la orina, ataques de vómito… Síntomas, todos ellos, de un trastorno muy
raro. Yo no sé mucho al respecto, pero he oído decir que a veces aflige a quien
practica la alquimia.
Willalme lo miró con curiosidad.
—¿A qué os estáis refiriendo?
—Estoy hablando de un mal ya identificado por los antiguos. Se llama
«saturnismo» o con otras palabras, «enfermedad de Saturno».
—Sigo sin comprender —porfió Lusiñano—. Explicaos más detalladamente.
—El nombre de Saturno designa el plumbum nigrum, vulgarmente llamado
«plomo». Las personas que lo manipulan o que respiran su polvillo a veces se ven
afectadas de locura. Como le ocurría a Sébastien. El plomo entra en su sangre y las
hace desvariar —Ignacio subrayó un concepto—: El plumbum nigrum se emplea en
la primera fase de la obra alquímica, la fase nigredo. Como veis, una vez más las
pistas apuntan en la misma dirección.
—Ah, claro… el conde de Nigredo… Su vinculación con la alquimia… —dedujo
Lusiñano—. Pero me parece extraño que ese mentecato de Sébastien pudiera ser
alquimista. ¿Y si había estado simplemente trabajando en una mina de galena, de la
que se extraía plomo?
—Olvidáis la fórmula latina que repetía sin cesar: «Miscete, coquite, abluite et
coagulate». No eran palabras pronunciadas así, a lo loco. En esa fórmula se
enumeraban las operaciones necesarias para la transmutación alquímica de los
metales, que probablemente había llevado a cabo él mismo.
—La cosa se pone interesante —profirió Willalme.
—Interesante y misteriosa —confirmó Ignacio—. Por eso los agentes enviados
por Folco para informarse sobre el beguinato de Santa Lucina no han descubierto
ninguna pista. Buscaban a sospechosos de herejía. Nosotros, en cambio, deberemos
prestar atención a particulares mucho más insólitos, fáciles de confundir con otra
cosa, como por ejemplo los efectos colaterales causados por la obra de un alquimista.
Felipe asintió, complacido.
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—Ahora comprendo por qué el rey Fernando os tiene en tanta consideración. La
vuestra es una mente realmente ilustrada.
La alusión al monarca provocó en Ignacio una especie de agitación interior; no
una turbación emotiva, sino una superposición de pensamientos que hizo que sus
pupilas brillaran con una luz más intensa. Sin volverse a ninguno de los presentes en
particular, apostilló:
—Y yo veo ahora por fin la verdadera razón por la que nos ha sido confiada esta
misión.
Aquellas palabras hicieron mella también en Thiago.
—¿Qué queréis decir?
Ignacio miró fijamente al navarro, que debía de ser mucho más inteligente de lo
que pudiera parecer. Antes de responderle, se preguntó a quién profesaría más lealtad
aquel hombre, si a Lusiñano o a González. O tal vez a una tercera persona.
—Quiero decir que Fernando III, el padre González y el obispo Folco no están
interesados en socorrer a Blanca de Castilla, sino en otra cosa.
Thiago se limitó a hacer una mueca que denotaba duda. Fue Felipe quien rompió
el silencio:
—Vamos, vamos, maestro Ignacio, no veo por qué deberíamos expresarnos con
tanta crudeza con relación a nuestro monarca…
De repente, en la espesura del bosque resonó un grito de guerra. Un segundo
después, se oyeron pasos apresurados entre los matorrales y apareció un hombre a
caballo acompañado de cinco infantes provistos de lanzas y ballestas.
Los viajeros no tuvieron tiempo para aprestarse a la lucha, lo que aprovecharon
los agresores. El jinete enemigo avanzó espada en ristre y a Thiago le hizo un tajo en
toda la cara; después cruzó la espada con la de Lusiñano mientras los otros armígeros
rodeaban el carro.
Willalme saltó del pescante y se lanzó en medio de la refriega. Desenvainó la
cimitarra, evitó la estocada de un infante y con un gesto fluido le amputó un brazo.
Mientras ponía en dificultades a un segundo adversario, no se dio cuenta de que un
ballestero lo estaba apuntando: de la ballesta salió un venablo que le atravesó el
hombro izquierdo. El mercader vio cómo su amigo caía al suelo y perdía la espada;
pero cuando se disponía a socorrerlo, un armígero se le echó encima y trató de
quitarle las riendas de la mano. De manera instintiva, Ignacio sacudió las riendas, y
los caballos, ya asustados, se encabritaron y con un relincho se lanzaron al galope.
El carro salió disparado, sin control, en dirección a la maleza y el mercader no
pudo hacer otra cosa que agarrarse al cascante para no caer al suelo. Todo sucedió a
una velocidad vertiginosa. Miró hacia atrás, hacia sus compañeros, y logró distinguir
la silueta de Thiago emergiendo en medio de la refriega, la espada y la cara
manchadas de sangre.
Olvidándose del dolor, Willalme consiguió ponerse de rodillas y anticiparse a un
nuevo asalto. Cogió del suelo la lanza del infante abatido, la equilibró en una mano y
Cuando Ignacio consiguió frenar los caballos, el carro había llegado al borde de un
riachuelo escondido entre los árboles. En la orilla opuesta, el bosque se interrumpía,
dejando espacio a un claro, en medio del cual se divisaba un campamento miliar
rodeado de empalizadas y un destacamento de soldados con uniformes variados.
El mercader pensó que se trataba de un ejército de mercenarios. En las tierras del
Languedoc era frecuente toparse con tropas de soudadiers a sueldo. Pero al fijarse
mejor en sus estandartes, cambió de opinión y, presa de inquietud, reculó con cautela
hasta donde la vegetación era más espesa.
Un ruido de cascos al galope lo sobresaltó, pero al volverse se dio cuenta de que
el hombre a caballo tenía un rostro amigo. El alivio duró sólo un segundo, pues
Willalme sufrió un ligero desfallecimiento y resbaló de la silla.
Ignacio se precipitó en su ayuda. El francés, para no caer del todo, se había
agarrado a una bolsa sujeta al arzón. Pero al final la bolsa y él cayeron al suelo. Un
segundo después, el mercader estaba a su lado.
—Estás herido.
—Nada grave —minimizó el francés con el rostro pálido—. Tú, en cambio, ¡estás
sano y salvo!
—Habla bajito, por favor —le exhortó el mercader señalando al campamento
allende el riachuelo.
—¿Quiénes son esos soudadiers? —Willalme observó las insignias y dijo
alarmado—. Veo dibujado un sol negro sobre campo amarillo… ¿Crees que son los
arcontes?
—Sí. —El mercader examinó la herida de su compañero—. Los esbirros que nos
han atacado deben de ser de ésos. Probablemente en misión de exploración.
—O tal vez iban precisamente a por nosotros… —insinuó el francés llevándose la
mano al hombro—. Pero ahora ayúdame a quitarme este venablo de encima…
El mercader sacudió la cabeza.
Volvieron con los dos compañeros justo a tiempo para ver a Felipe ensartar al último
soldado caído en el suelo, que aún hacía intentos por moverse.
Thiago envainó la espada y corrió hacia el mercader.
—¿Estáis bien?
Antes de contestar, Ignacio escudriñó el rostro del navarro. El tajo del jinete
enemigo se lo había desfigurado, dejándole una raja en sentido transversal. Por
fortuna, lo había golpeado al sesgo. Le quedaría una buena cicatriz, pero había
corrido el riesgo de perder la nariz y un ojo, si no algo más grave aún.
—Yo estoy bien —contestó el mercader—. Pero tenemos dos heridos que curar.
—Nada que no pueda remediar un buen médico —desdramatizó Felipe con un
gesto grosero.
—¿Y los agresores? —prosiguió Ignacio. Contó seis cadáveres—. ¿Los habéis
matado a todos? ¿Tenéis alguna idea de quiénes eran?
—Todos muertos —respondió Thiago—. No llevaban insignia… ¡Al diablo! —
Con una mueca de dolor, se llevó la mano a la cara—. Este maldito tajo no deja de
sangrar. Se me está nublando la vista… ¿Qué pensáis hacer?
El mercader señaló un punto no muy distante, donde el sendero bajaba hacia un
valle.
—Según las indicaciones de Folco, en esa dirección se halla el beguinato de Santa
Lucina. Si nos movemos ya, lo alcanzaremos antes del atardecer, estoy seguro. Allí
recibiremos los cuidados necesarios y podremos pasar la noche.
—Y entre tanto buscaremos pistas sobre el conde de Nigredo —añadió Lusiñano
limpiando la espada en un cadáver.
Moira había huido durante la noche. Eso le pasaba por fiarse de las mujeres, pensó
Uberto al despertarse y notar su ausencia. Él la había salvado, le había dado de
comer, de vestir, y casi se había encaprichado de ella… Estaba claro que le faltaba
esa capacidad que tenía su padre para valorar a las personas.
Despechado y humillado, pensó primero en olvidarse de ella, pero luego lo pensó
mejor. No podía permitírselo. Podía serle muy útil: conocía el camino para llegar a
Airagne. Así, trazó un plan para dar con ella y montó en su caballo (al menos, Moira
había tenido la gentileza de no robárselo).
Pasó media jornada rastreando todos los senderos cercanos hasta que por fin
encontró huellas recientes. Se dirigían hacia el este, hacia un gran encinar. El sendero
giraba hacia el sur, esquivando la espesura, pero las huellas se adentraban en el
bosque de encinas y Uberto no pudo hacer otra cosa que seguirlas.
Las copas de los árboles eran tan tupidas que impedían el paso de los rayos de sol.
El joven bajó del caballo para evitar las ramas bajas y prosiguió a pie conduciendo a
Jaloque por las riendas. La atmósfera que lo envolvía parecía tener ecos antiguos, casi
sagrados. El bosque se asemejaba a una catedral inmensa, con los troncos en lugar de
columnas y con las copas haciendo la función de techumbres intrincadas.
Pero lo que más ocupaba sus pensamientos era la imagen de Moira. Se preguntó
por el verdadero motivo que lo empujaba a volver a verla y se dio cuenta de que su
interés era más fuerte de lo que pensaba. Ahora, más que enfado sentía preocupación
por ella. Estaba impaciente por volver a encontrarla y esperaba que no le hubiera
ocurrido nada malo. Pero de repente se sintió un bobo y se propuso mantener la
cabeza fría. Moira le vendría muy bien para el cumplimiento de la misión. Lo demás
no contaba.
Y siguió abriéndose paso entre los árboles.
Era difícil distinguir las huellas en la penumbra del bosque. Además, las
improntas se volvían a menudo inciertas o desaparecían bajo una capa de hojas secas.
Pero Uberto estaba seguro de seguir la pista correcta.
Un rumor de pasos lo hizo sobresaltarse. Percibió un movimiento detrás de él,
pero antes de poder volverse recibió un bastonazo en la espalda. Trató de reaccionar,
pero un segundo golpe, más violento, le impactó en la boca del estómago. Se dobló
de dolor y, antes de perder el conocimiento, divisó una silueta andrajosa inclinada
sobre él.
En la oscuridad del bosque, resonó una risotada brutal.
Moira había superado indemne el lóbrego encinar y ahora atravesaba un sendero que
Uberto volvió a abrir los ojos, la cabeza palpitando de dolor, pero antes de moverse
trató de comprender qué le había ocurrido. Cerca de él había dos hombres discutiendo
acaloradamente. Hablaban tolosano con un acento más cerrado que la gente de la
ciudad, una agreste jerigonza dialectal.
El más robusto levantaba la voz más que el otro, tratando de llevarse la mejor
parte del botín. Quería quedarse con el caballo. El otro, que era jorobado, no estaba
de acuerdo; a su entender, el caballo valía mucho más que todo lo demás.
Uberto recapacitó unos instantes, se llevó furtivamente la mano derecha a la
cintura y agarró el mango de la jambiya, listo para actuar. Entre tanto, los dos
compadres habían llegado a un acuerdo: pero antes de repartir el botín, quisieron
asegurarse del contenido del talego que llevaba su víctima en bandolera.
El bandido más robusto se inclinó sobre el joven y, creyéndolo desvanecido,
empezó a registrarlo. Pero un segundo después gritó de dolor y retiró la mano,
fulminado por la sorpresa. Uberto se había vuelto de repente, jambiya en mano, y de
un tajo le había rebanado cuatro dedos.
El hombre retrocedió con una especie de gruñido porcino mientras se llevaba al
pecho la articulación herida. Su compadre dejó caer de golpe un fardo que había
cogido de la silla de montar mientras la indecisión se dibujaba en su rostro.
Aprovechando el titubeo, Uberto se incorporó como un resorte y los amenazó con su
puñal curvo en ristre.
Moira, aún conturbada por los recuerdos, reanudó la marcha. El paisaje se abría
frente a ella vasto y solitario, como un tapiz interminable. Pensó si no sería mejor
volver con Uberto. Tal vez, se dijo, lo podía convencer de que abandonara su empeño
por ir a Airagne. Le habría encantado pasar otro rato junto a él. Pero el encanto se
rompió de repente. Un jinete acababa de salir del bosque y se dirigía raudo hacia ella.
El moro la había encontrado.
La muchacha echó a correr instintivamente, sin pensar, mientras el aporreo de los
cascos retumbaba dentro de su pecho en un terrible crescendo. El pánico la tornó
ciega y torpe. Tropezó y se vio tendida en la hierba, el sol en los ojos. Después vio
que la daga del moro se le acercaba centelleando y se llevó las manos a la cara a
modo de protección. Remoto, como en un sueño, el ladrido impotente de su perro.
El aire silbó y un borbotón de sangre le salpicó las manos.
Moira volvió a abrir los ojos, asombrada de estar aún con vida, y vio la cara negra
de Kafir. Pero la suya era una mirada vacía, paralizada por la muerte; y un poco más
abajo, su cuello aparecía atravesado por una flecha. Se apartó antes de que se
desplomara sobre ella.
Después miró en lontananza y vio en la linde del bosque a un caballero con un
arco en ristre. Montaba un espléndido semental negro.
Siguió mirándolo, cada vez más incrédula, hasta que éste la alcanzó.
La fragua se encontraba junto a los establos e Ignacio pidió al padre Gilie que le
ayudara a arrastrar hasta allí un baúl que llevaba en el carro.
—Le estoy sumamente agradecido —expresó el mercader.
—Ándese con cuidado —le advirtió el portarius hospitum mirando con
curiosidad el baúl—. He accedido a vuestra extraña petición sin oponer objeciones,
pero no creáis que vais a mangonear a vuestro antojo. Nos encontramos en una
abadía, en una casa del Señor. Vendré a visitaros en el transcurso de la noche a ver
qué estáis maquinando.
—Me parece muy bien, padre. Pero antes de alejaros, tened la bondad de
satisfacer una última petición…
—Pero que sea la última de verdad. —Resopló el padre Gilie resuelto a no volver
a arrastrar ningún otro objeto pesado.
Ignacio lo tranquilizó con un gesto.
—En realidad, se trata de una pregunta. Hace unos instantes, he oído a un
hermano de hábito vuestro dirigirse a una mujer con una palabra que me ha resultado
extraña. La ha llamado fata, si no me equivoco. ¿Qué significa?
La respuesta fue tajante.
—Fatae sunt foeminae diabolicae, las tres hijas de Satanás.
—¿Os referís a las que en mi país suelen llamar «brujas»?
El padre Gilie asintió sin decir más y se retiró. Al parecer, ya se le habían agotado
sus reservas de paciencia.
Una vez solo, el mercader recompuso sus pensamientos. La respuesta del
portarius hospitum no le había servido de ayuda. ¿Quiénes eran las fatae? ¿Se había
referido Sébastien a las beguinas de Santa Lucina, o a otro misterio más intrincado?
¿Qué relación tenían con el conde de Nigredo? Demasiados enigmas. Ignacio decidió
abordarlos uno a uno. Ahora no tenía tiempo para reflexionar sobre las fatae. Debía
resolver una duda con relación a los escudos de Airagne. Para eso había solicitado el
uso de la fragua.
Tras asegurarse de que nadie lo estaba espiando, encendió un candil y se acercó a
la boca del horno. Tal y como esperaba, había aún rescoldos; colocó sobre ellos un
soporte para la cocción sirviéndose de un trípode metálico. Le habría venido mejor el
horno de un alquimista, pero tenía que contentarse con aquella fragua de Fontfroide.
Tras disponer el aparato para la cocción, abrió el baúl y sacó del fondo dos al-
anbiq, es decir, sendos vasos finos de cristal con forma abombada. En el primero
vertió vitriolo y en el segundo salitre disuelto en una solución viscosa, después los
Dos horas antes del alba, a poca distancia de Fontfroide, un hombre se escapaba del
beguinato de Santa Lucina y salía a caballo rumbo a Puivert. Al poco abandonó la
ruta y galopó hacia Occidente por un camino en el que no había poblado alguno sino
sólo naturaleza salvaje. Superado un matorral, vadeó un riachuelo y se detuvo a pocos
pasos de un campamento militar.
Una luna inquieta iluminaba el interior de la empalizada y los pendones del Sol
Negro.
Desmontó, entró en el campo y enfiló a grandes zancadas hacia la tienda central,
acondicionada como taberna. Saludó a los presentes con gesto apresurado y se sentó
frente a un individuo mal encarado que estaba atrincherado tras una ringlera de
frascas vacías.
—Thiago de Olite, viejo compañero de armas. Por fin te dejas ver —gruñó el mal
encarado. Tenía ojos claros, casi glaucos, que mirándolos bien, decían mucho de él—.
Con ese chirlo en la cara casi no te reconozco. —Se rió irónicamente—. Qué, te
manda el templario, ¿no?
—Siempre hablas sin saber lo que dices, Jean-Bevon —replicó Thiago—. Sabes
bien que el jefe ya no es templario.
Jean-Bevon se inclinó hacia delante, la mirada turbia.
—Ah, sí, claro, ahora es caballero de Calatrava. ¡Comendador! —Su aliento a
vino indispuso a su interlocutor—. Un título imponente, sin lugar a dudas. Apuesto a
que impresiona más a las mujeres. —Hinchó los carrillos y soltó una risotada vulgar.
—¡Sé más respetuoso! Recuerda que eres subordinado suyo, como todos los que
están aquí dentro.
—No te sulfures, amigo. —El mal encarado se alisó el bigote y frunció los labios
Castillo de Airagne
Tercera carta – Citrinitas
Mater luminosa, trabajar sin intelecto es un grave delito. Cuando traspasé el segundo portal, la
claridad blanca de albedo se volvió álgida y casi opaca, por lo que recurrí al arte de las llamas y
de la forja. El caldeamiento de la materia produjo una mutación de color, pero este fenómeno sólo
sabría explicarlo utilizando palabras figuradas. Puse el hilo de lana alrededor del huso, pero al
deslizarse entre mis dedos perdió su albor. Esta fatiga es la tercera de la obra: citrinitas, el
amarillo que vira al rojo. Quien tenga buen entendimiento sabrá que es el límite entre la ciencia
verdadera y la mendaz.
El laberinto era cada vez más oscuro y más intrincado. Humbert avanzaba con la
esperanza de que un destello de luz le permitiera ver en qué lugar se encontraba.
Pero no fue la luz lo que le sorprendió, sino el ruido de un repiqueteo metálico,
que fue en aumento hasta transmutarse en cientos de latidos cada vez más nítidos.
Parecía el efecto de unos utensilios percutidos contra la roca.
El lieutenant avanzó con cautela hasta que se vio delante de miríadas de puntitos
que relucían en las tinieblas. Al enfocar mejor la imagen, comprendió que se trataba
de simples luciérnagas suspendidas en las paredes.
Aquellos esbozos de luz no bastaban para disipar la oscuridad. Tuvo que hacer un
ulterior esfuerzo visual para percibir a los hombres que se movían en el interior de la
cueva.
Mineros.
Hombres macilentos, los rostros casi tapados por sus largas barbas y sus cabellos
desgreñados. Unos blandían picos y cinceles y otros recogían los detritos, sus ojos de
topo bien abiertos para distinguir el material bueno de la chatarra. Humbert calculó
unos cincuenta, pero supuso que habría muchos más diseminados por aquellas
anfractuosidades.
Había sólo un guardián, un soldado hercúleo armado con un bec de corbin, una
maza en forma de martillo con las extremidades unciformes. Bastaba aquella
cachiporra para hacer trabajar a los mineros. Las cicatrices en la espalda de algunos
hablaban a las claras de cómo el guardián conseguía imponer la disciplina.
El lieutenant no sintió piedad por las condiciones de aquellos operarios. Él era un
soldado, y por añadidura un aristócrata, educado para despreciar cualquier cosa que
pareciera impura y abyecta. La enfermedad y la miseria situaban a aquella chusma de
villanos en lo más bajo de la pirámide social. El mismo Dios quería que fuera así. Si
existía una jerarquía celeste, también debía existir otra terrestre. Los laboratores
debían sacrificarse y matarse trabajando para que otros —la nobleza y el clero— se
irguieran por encima y transformaran su fatiga y sudor en magnificencia. Ése era el
orden natural de las cosas, el único posible.
Si aquellos esclavos se encontraban en semejante situación era porque sin duda
había algún motivo para ello. Pero los pensamientos que turbaban a Humbert eran
otros: ¿Quién tenía poder para mantener sometida a tanta gente? ¿Y con qué fin?
Ante todo, debía averiguar qué estaban extrayendo en aquella cueva. Se fijó
mejor en el destello azulado que desprendían las piedras y concluyó que se trataba de
Willalme abrió los ojos: la luz había vibrado bajo sus párpados. La muchacha que
lo había curado estaba sentada al borde de su cabecera.
—¿Eres tú la que me ha curado?
Ella apartó la mirada.
—Te debo la vida…
La joven seguía callada, y Willalme evitó mirarla. Sabía cuán inoportunos podían
ser los ojos de la gente, especialmente de un extraño. Como no quería agravar la que
creía una actitud fruto de la turbación, decidió mirar a otra parte.
Se encontraba en una celda. Las paredes desnudas testimoniaban una vida
conducida según las reglas de una pobreza digna. El francés buscó a Thiago, pero ya
no estaba a su lado. ¿Dónde se habría metido?
La voz de la joven lo apartó de sus pensamientos.
—¿Quiénes son Julienne y Esclarmonde?
Él se sobresaltó.
—¿Cómo es que conoces esos nombres?
—Las has llamado toda la noche, durante el sueño —confesó ella—. Delirabas.
Willalme se sentó en el borde del jergón y se fijó en el apósito de su hombro. La
herida le quemaba, pero confiaba en restablecerse en poco tiempo. Posó la mirada en
la joven. No era timidez lo que la embargaba. Parecía presa de una rabia reprimida,
de una misteriosa esquivez.
—Son los nombres de mi madre y mi hermana —respondió finalmente—. Las
perdí hace muchos años, junto con mi padre.
—También yo he perdido a mis seres queridos —confesó ella. Era sincera, pero
aún seguía mostrándose cauta.
—Lo siento. ¿Quién cuida de ti ahora?
—Las hermanas de Santa Lucina. Muchas de ellas son viudas o huérfanas como
yo. —Suspiró la muchacha—. La guerra, por estas partes, ha dado al traste con la
felicidad de muchas familias.
Le hizo señal de esperar y se fue a la otra punta de la habitación. El francés no
conseguía quitarle los ojos de encima. Le recordaba a Esclarmonde, su hermana, la
cual habría tenido más o menos su misma edad de haber estado viva… Dejó a un lado
los recuerdos y volvió a mirar a la muchacha. Debía de haber sufrido lo indecible, y
no hacía mucho. Trataba de parecer natural —se esforzaba todo lo que podía—, y sin
embargo una tensión nerviosa le agarrotaba el busto y los hombros, como un animal
selvático recién salido de un espanto.
Pero no era el momento para hacer preguntas engorrosas, y cambió de tema:
—¿Dónde está el navarro herido en la cara que estaba acostado en ese camastro?
Ignacio, quebrantado por las experiencias vividas durante la noche, se apeó del carro
delante del beguinato de Santa Lucina. La claridad matinal le deslumbraba los ojos, y
bajo la capucha escondía unas ojeras producidas por el prolongado insomnio.
Al despuntar el alba, el efecto de la herba diaboli ya se había desvanecido casi
por completo, dejando como recuerdo un dolor de cabeza y un leve vértigo. Antes de
partir de Fontfroide, el mercader se había visto obligado a dar explicaciones al padre
Gilie de Grandselve acerca de lo acaecido durante la noche. Le mintió diciendo que
no conocía el motivo de la agresión de Lusiñano. La intervención del monje le había
salvado la vida sin duda, si bien éste no había alertado a los arqueros, prefiriendo
socorrerlo y centrarse en su estado de salud. «Mejor así», había expresado el
mercader, «pues de este modo no molestamos al abad, ni a nadie más, por un
incidente banal». Considerando que Lusiñano se había ido de Fontfroide sin hacerse
notar, el monje convino en guardar silencio sobre lo sucedido. Después, aclarado
aquel asunto, empezó a hacerle preguntas sobre la fragua.
«Al final, no he hecho uso de ella. Era tanto mi cansancio que estuve durmiendo
hasta que me despertó mosén Felipe, que quería matarme», fue su respuesta. Pero
aquella segunda mentira no le pareció suficiente para ganarse también el silencio del
portuarius hospitum, por lo que decidió darle una bolsa llena de monedas. «Una
buena recompensa para la abadía», fueron las palabras con las que acompañó su
regalo. Se trataba en realidad de los escudos de Airagne, todos de oro falso; pero
Gilie de Grandselve no podía sospechar este extremo y zanjó el asunto con una
sonrisita cómplice.
Ignacio se encaminó hacia la iglesia de Santa Lucina. Obsevando la fachada, le
llamó particularmente la atención un detalle que le había pasado inadvertido el día
anterior. En la luneta que coronaba la puerta había un bajorrelieve en que estaban
representadas tres mujeres desnudas, con los senos en forma de serpiente y el pubis
cubierto por un sapo, imágenes sin duda monstruosas aunque ya le eran familiares:
había otras parecidas en la iglesia de Moissac.
A pocos pasos de la fachada, una mujer con el hábito beis disfrutaba del sol
sentada en un sillón de mimbre. Una beguina, sin ningún género de dudas. Devanaba
una madeja de lana alrededor de un huso de madera al son de un estribillo que
recordaba una canción infantil. Pero la letra estaba en latín:
Cual rebaño diseminado por un prado, una docena de beguinas trabajaban en el jardín
vallado, las espaldas curvas caldeadas por el sol y los rostros atentos, cubiertos por
los velos. La abadesa, la única erguida, caminaba despacio entre ellas, observándolas
una a una mientras removían la tierra con pequeñas azadas o transportaban
sarmientos con las hoces, y deteniéndose de vez en cuando para darles algún consejo.
Entonces las beguinas levantaba la cabeza hacia ella en actitud reverente dirigiéndole
siempre la misma súplica: «Benedicite, bona mater». La abadesa asentía con la
cabeza, las bendecía con un gesto de la mano y seguía caminando a ritmo pausado.
La paz se vio turbada en el jardín al aparecer el desconocido. Las mujeres le
dirigieron miradas furtivas y empezaron a cuchichear entre ellas, pero siguieron
trabajando impertérritas entre las plantas oficinales, simulando indiferencia.
Mientras la abadesa observaba al forastero que se le acercaba, trató de averiguar
qué clase de hombre podría ser. Al principio pensó que se trataba de un monje, pero
después se dio cuenta de que no podía ser tal. Sus ojos esmeralda y su aire distraído
revelaban una insólita combinación de hombre de mundo y de filósofo. Estaba segura
de no haber encontrado nunca a nadie así, y desde su primer vistazo consideró que la
visita de un agente del obispo la habría preocupado mucho menos.
—Vos debéis de ser la madre abadesa —empezó el forastero con una ligera
inclinación—. Mis más cordiales saludos.
—Le devuelvo los saludos —respondió la mujer—. ¿Quién ha venido a honrarnos
con su presencia?
—Ignacio Álvarez, de Castilla, para serviros.
—Es un hispánico, pues —resolvió la abadesa dirigiéndose a él en tercera persona
para levantar así una barrera de formalidad—. ¿Qué asunto lo lleva tan lejos de casa?
—Un dilema, reverenda madre.
—¿Y él espera hallar respuesta en este lugar?
Según su guion preestablecido, Ignacio se apresuró a cambiar de registro.
—La verdad es que estoy de paso. Un amigo mío, alcanzado por el dardo de una
ballesta, ha sido atendido por vuestras pías hermanas. Se encuentra reposando en
estos muros.
—Ah, el joven occitano. Estoy al corriente. Está en buenas manos, se curará.
—Eso me alegra, pero mientras espero a poder visitarlo me gustaría intercambiar
unas palabras con vos.
—No veo de qué se podría hablar entre nosotros. —Los ojos de la abadesa
huyeron entre las plantas de peonias—. Nosotras, las hijas de santa Lucina, evitamos
hablar de temas mundanos.
Felipe de Lusiñano salió de la zona boscosa y detuvo su caballo blanco delante del
campamento de los arcontes. Al igual que a Thiago antes que él, no le había costado
mucho encontrar aquel lugar pese a hallarse apartado de cualquier centro habitado y
O
— s lo repito: nadie en este cenobio lleva el nombre de Gilie de Grandselve —
reiteró ceñudo el abad Guarin escrutando al mercader de Toledo—. Vuestra mentira
es manifiesta.
Tras la irrupción de los arqueros de Fontfroide, Ignacio no había podido seguir
explicándose. Junto con sus acompañantes, había sido escoltado hasta la sala
capitular, que se hallaba situada junto a los jardines, lejos de miradas indiscretas. Esta
disposición la había tomado el abad para evitar un mayor revuelo en la comunidad
monástica. La quietud del cenobio, había hecho saber, era sacrosanta. Dentro de una
abadía había que evitar a toda costa escenas de brutalidad y acusaciones infundadas.
El mercader escuchó las duras palabras que le dirigió Guarin sin dejar traslucir
emoción alguna. Su mirada, imperturbable, vagaba entre las ojivas del techo mientras
Willalme, la abadesa y Juette esperaban junto a los bancos de piedra adosados a los
muros, mirando ora a los guardias apostados junto a la puerta ora a la imagen
autoritaria del abad de Fontfroide.
—El portarius hospitum que me dio acogida anoche en esta abadía respondía al
nombre de Gilie de Grandselve —insistió por su parte el mercader sin perder la
serenidad. Le habría gustado estar tan seguro de sí como aparentaba—. Puedo probar
lo que afirmo.
El abad Guarin no perdió tampoco la compostura.
—Tened la bondad de explicaros.
—Vuestra hospedería alberga a un grupo de caballeros que llegaron anoche, ¿es
cierto?
—Sí, me han hablado de su presencia. Se trata de cruzados de paso hacia
Narbona. Tienen la intención de embarcarse cuanto antes rumbo a Sidón.
Ignacio pareció satisfecho con la respuesta.
—Pues bien, anoche los vi llegar a los establos. Fueron acogidos por el mismo
monje del que os estoy hablando: Gilie de Grandselve. Si mandáis llamar a uno de
ellos confirmará mi versión con total seguridad.
El abad hizo una señal a uno de los guardias apostados junto a la entrada, el cual
asintió y salió raudo de la sala.
Guarin volvió a mirar fijamente a su interlocutor con el rostro serio.
—No os sintáis complacido recurriendo a tales expedientes, monsieur. Vuestra
situación sigue siendo muy precaria. Ese Willalme, vuestro protegido, ha agredido a
un monje en nombre de una muchacha acusada de brujería. ¿Comprendéis la
enormidad del delito? —Apuntó hacia los acusados—. Como ya expliqué ayer a la
abadesa de Santa Lucina, la brujería es un crimen de lesa majestad y una
abominación contra la fe.
La bajada había terminado en una sala inmensa con el aire viciado, iluminada por
unas pocas candelas. Era probablemente una antigua cripta, pero cualquier
consideración pasaba a un segundo plano ante el ruido que retumbaba entre aquellas
paredes.
Antes de intentar averiguar el origen del estruendo, Ignacio divisó una veintena
de hombres encorvados sobre unos extraños anaqueles de madera. Parecían
amanuenses sentados a su scriptorium, pero su aspecto era grotesco, un aspecto
cadavérico, como el de los condenados pintados en los frescos infernales. Repetían
sin cesar unos gestos frenéticos, azogados.
El mercader trató de no dejarse sugestionar. Casi tuvo que gritar para que la
batahola reinante no ahogara su voz:
—Son fugitivos de Airagne, ¿verdad?
—Sólo una pequeña parte —explicó la abadesa también a voz en grito—. Son los
que han sobrevivido.
—Queréis decir que todos los demás han…
—Sí, han muerto. —El acento de la mujer denotaba amargura, pero también
cierta rabia—. A causa de una enfermedad desconocida, contraída durante la
cautividad en Airagne.
—Déjeme que lo adivine: aliento dulzón, histeria, parálisis de las articulaciones y
encías con un color anómalo.
—Exacto, habéis enumerado los síntomas principales. —La abadesa lo miró de
soslayo—. ¿Cómo podéis saberlo?
—Saturnismo —se limitó a responder el hombre. De repente, había perdido las
ganas de hablar. Su estado de ánimo se hallaba más allá de cualquier emoción
expresable. Repulsión, piedad y estupor conformaban una madeja informe. Entre
tanto, escudriñaba en la penumbra tratando de adivinar en qué podrían trabajar
aquellos malhadados con tanto afán, o con tanta locura, y cómo conseguirían producir
semejante estruendo—. ¿Se puede saber qué están haciendo?
—Están tejiendo.
El mercader le dirigió una mirada de incredulidad.
Ella se explicó:
—Es una manera de mantenerlos ocupados. Sus mentes están trastornadas a causa
Espirales de tiniebla
Corpus hermeticum I, 4
Los dos compañeros marcharon del beguinato de Santa Lucina con las primeras
luces del alba. Saludaron a las hermanas y se alejaron con rumbo a Oriente. Juette
permaneció largo tiempo en la ventana con los ojos clavados en el carro, cada vez
más pequeño.
Willalme conducía sentado en el pescante mientras Ignacio rumiaba lo
recientemente acaecido. En las últimas horas habían cambiado muchas cosas. La
traición de Felipe había desequilibrado una situación ya de por sí incierta, pero el
mercader no lo juzgaba con temor sino de manera objetiva, casi distante. La reacción
de Lusiñano representaba a sus ojos una variable del juego y también una
oportunidad al permitirle actuar con total libertad, sin tener que rendir cuentas a
nadie.
Aquella noche había soñado con Uberto: una visión nítida, casi real. Pero como
no era experto en atribuir a los sueños significados premonitorios, le pareció una cosa
natural. Por la noche, antes de dormirse, se había puesto a pensar en su hijo y se
preguntó qué sería más conveniente, si volver atrás para buscarlo o dejarlo que
siguiera su camino. El problema era que no tenía la menor idea de dónde se podría
encontrar en aquel momento: los latifundios y los itinerarios circundantes eran
demasiado vastos para engañarse con la posibilidad de encontrarlo. La única solución
era dejarle indicaciones a lo largo del camino, con la esperanza de que éstas le
ayudaran a seguirlo. A tal fin, antes de partir del beguinato confió a la abadesa un
mensaje para él, por si pasaba por allí. Había escrito pocas líneas, pero suficientes
para ponerlo en guardia. «Demasiado arriesgado seguir. Espérame aquí a que
vuelva».
El trayecto serpenteaba hacia noreste en dirección de los Cévennes, y a cierto
punto salía del bosque para atravesar una dehesa delimitada por una tapia de piedras
ruinosas.
De repente, Willalme tiró de las riendas, frenando bruscamente el carro. Ignacio,
que casi había caído de bruces, miró alrededor alarmado.
Un grupo de hombres armados bloqueaban el sendero.
El francés indicó a su compañero un segundo destacamento que acababa de salir
de la espesura por detrás de ellos. Juntaban las filas para impedirles volver sobre sus
pasos.
—Vienen por nosotros —exclamó Willalme.
El mercader frunció la frente y escudriñó a la soldadesca. Mercenarios, sin duda
alguna. El instinto le sugería que no se las iban a ver con los arcontes; pero trató de
no sacar conclusiones precipitadas.
La tropa de infantes se abrió para dejar pasar a un hombre a lomos de un caballo
Ese mismo día, a una hora tardía, un jinete llegó al poblado de Prouille. Desmontó y
llevó hasta un abrevadero al cansado animal, el cual sacudió la cabeza y hundió el
morro en el agua, que bebió con avidez. El jinete metió también la cabeza en el
abrevadero para mojarse la cara. No estaba para finuras: había cabalgado durante más
de una jornada y no podía más de cansancio. Pero no podía descansar todavía. Debía
transmitir su mensaje.
Se apartó el pelo de la frente y miró en derredor buscando a alguien a quien
dirigirse. Había un centinela apostado a poca distancia; se dirigió hacia él con paso
rápido y le pidió sin demasiadas ceremonias que lo condujera ante el obispo Folco.
El guardia lo miró con recelo.
—No tan deprisa, forastero —le espetó—. Para empezar, ¿cómo sabes que el
obispo se esconde aquí?
—Lo sé, lo sé —respondió el mensajero de manera expeditiva—. Llévame hasta
su presencia.
El soldado torció la boca; no lograba adivinar quién podía ser el hombre que tenía
Tras una intensa conversación, el obispo Folco despidió con una sonrisa complacida
al mensajero, a quien ordenó que se le diera un refrigerio y un lecho para pasar la
noche; después se dejó caer sobre un sitial de madera situado en el rincón más oscuro
del gabinete. «El oro de Airagne», se dijo algo mareado, como deslumbrado por sus
destellos. «Oro suficiente para recuperar el control de la diócesis de Tolosa».
Se llevó los dedos huesudos a su rostro y se masajeó sus párpados desprovistos de
cejas. Aunque era viejo, aún se sentía pletórico de energía. Tenía fuerza suficiente
para montar a caballo y combatir. Tras numerosos meses de impotencia, aquella
noche le había llevado un don insólito: un nuevo aliado. Un hombre imprevisible y
ambicioso le pedía ayuda. Felipe de Lusiñano. ¿Podía fiarse de él? La apuesta era
alta. Pero, pensándolo bien, ¿para qué dudar?
«No tengo otra opción. Por eso mosén Felipe se ha dirigido a mí», pensó con una
punta de amargura. Estaba tan absorto que casi no notó que un armígero acababa de
entrar en la estancia.
—¿Me ha mandado llamar Su Ilustrísima? —preguntó el soldado rompiendo el
silencio.
Folco apretó sus ojos miopes en esa dirección.
—Sí.
—¿Cuáles son sus órdenes?
—Prepara la caballería para la batalla. Partimos mañana al amanecer.
El soldado asintió sin revelar emoción alguna.
—¿Con destino a…?
—Cabalgaremos hacia el castillo de Airagne. El mensajero de Lusiñano acaba de
revelarme su emplazamiento.
El armígero miró fijamente al obispo unos instantes sin rechistar, después amagó
una inclinación y se alejó. La oscuridad de la noche lo envolvió con su manto.
Folco permaneció inmóvil, acurrucado en el sitial, inexpresivo. Miraba algo en la
Uberto llegó a un valle que se abría como una garganta entre los montes, condujo a
Jaloque a lo largo de una ribera y luego subió a la cima de un altozano, a pocos
metros de un molino de agua. Desde aquella posición se disfrutaba de una excelente
vista del paisaje.
Entornó los ojos para protegerse contra la luz del sol y, con la esperanza de
divisar un carro familiar, oteó la red de senderos que serpenteaban por montes y
valles. Pero nada: ni el menor rastro de su padre. Desmontó y bajó al río. Moira lo
seguía a cierta distancia. Cabalgaba a lomos de un animal más lento, seguida de su
fiel perro negro. Le costaba trabajo mantener el ritmo de Jaloque pese a que
últimamente habían avanzado menos deprisa.
—¿No has visto nada interesante? —preguntó la muchacha.
—Nada de nada —contestó Uberto hincando las rodillas en la hierba.
El calor iba en aumento. Aunque el paisaje era soberbio, Uberto no conseguía
disfrutar de su vista. Estaba nervioso y desmoralizado. Había seguido las huellas de
su padre hasta allí, a tenor del mensaje que le había dejado en la hospedería de
Tolosa. Una empresa nada sencilla. En la carta, el mercader le aconsejaba ir a ver al
obispo Folco, en Prouille, y pedirle indicaciones sobre la ruta a seguir. A Uberto lo
asaltó una fuerte indignación al recordar cómo lo habían tratado allí. No sólo Folco se
había negado a recibirlo sino que además había faltado poco para que le echara
encima a sus esbirros. El joven había tenido que alejarse a toda prisa sin comprender
el porqué de aquella conducta.
La única solución que le había quedado era hollar todos los senderos circundantes
en busca de Ignacio. Empresa harto problemática habida cuenta del gran número de
peregrinos que atravesaban aquellas tierras. Pero cerca de Carcasona había tenido
suerte. Alguien había visto una pequeña comitiva dirigida hacia la abadía de
Fontfroide. El grupo incluía a dos caballeros en vez de uno, pero lo demás cuadraba a
la perfección: un mercader distinguido, un hombre taciturno de pelo rubio y un
armígero parecido a Lusiñano. Tenía, pues, muchas probabilidades de alcanzarlos.
El joven introdujo las manos en el agua del río y sus preocupaciones parecieron
lenificarse. Hacía ya media jornada que cabalgaba por los feudos de Fontfroide.
Pronto encontraría a su padre, se dijo. No debía ceder al desaliento.
Miró hacia delante, atraído por el ruido de las astas del molino que golpeaban el
agua y se preguntó cómo era que no se veía a nadie por allí. Reinaba una insólita
tranquilidad.
—¿Qué hacen aquellos hombres? —preguntó Moira de improviso desde la cima
del altozano.
Uberto le dirigió una mirada interrogativa y la muchacha señaló una procesión
P
«¿ or qué no me habrá matado?», rumiaba Ignacio sin cesar. Había transcurrido una
semana del día en que los hombres de Lusiñano lo habían hecho prisionero, y desde
entonces el caballero no se había dignado dirigirle de nuevo la palabra.
Felipe había perdonado la vida a Willalme y dado órdenes de mantenerlo bajo
rígido control junto al mercader; después decidió que los dos siguieran al
destacamento de mercenarios hasta Airagne. No se había molestado en explicar sus
opciones y menos aún la táctica a seguir una vez alcanzado el destino. Eso sacaba de
quicio al ya muy nervioso Ignacio, que temía sobre todo que Lusiñano pudiera
descubrir el paradero de Uberto y hacerle daño.
A los dos compañeros se les permitió seguir a bordo de su carro, escoltados por
los mercenarios; pero Felipe dispuso que durante las paradas se los atara por los pies
a un árbol para evitar que huyeran.
Tras la humillación sufrida, el francés se había sumido en un torvo mutismo. El
mercader percibía sus emociones de desdén y ferocidad por mucho que tratara de
esconderlas. Antes o después, aquellas negras simientes acabarían dando su fruto.
Prosiguieron en dirección este y, una vez alcanzados los montes Cévennes,
iniciaron la subida. El paisaje que se ofrecía a la vista era de lo más imprevisible:
despeñaderos y macizos se alternaban con relieves de perfil suave, ideales para los
pastos.
Durante todo el trayecto solamente encontraron una aldea. Las casas,
encaramadas a la ladera, eran pequeñas y con los techos y las paredes de piedra gris.
Como los habitantes eran de naturaleza hostil, no se detuvieron y decidieron seguir a
través de un castañar poblado de ciervos y colirrojos.
El clima presentaba variaciones repentinas. En los momentos más calurosos de la
jornada el aire se tornaba denso y se cernía como una capa sobre la tropa,
produciendo cansancio y malhumor; luego se tornaba seco de improviso. Semejantes
cambios se debían a los vientos, que soplaban hacia arriba y producían en el valle una
sensación de humedad estancada.
Felipe guió a sus hombres a lo largo de un sendero oculto en medio de una
anfractuosidad de piedra calcárea. Los jinetes se vieron obligados a bajarse de los
caballos y a llevarlos de las riendas para evitar que se quedaran atascados en el suelo
guijoso. Entre tanto, la visibilidad se había vuelto sumamente precaria a causa de una
densa niebla que surgía de entre las rocas.
Como el camino era demasiado anfractuoso para permitir el paso de los carros,
Ignacio y Willalme tuvieron que abandonar su medio de transporte y seguir a pie.
Más que por la molestia que ello suponía, el mercader sintió pesar por tener que
desprenderse de su baúl: guardaba en él instrumentos y libros de gran valor, pero
Los soudadiers atravesaron la niebla como una manada de lobos; deslizándose entre
los árboles, alcanzaron la vertiente occidental del castillo. En aquel punto, Lusiñano
les ordenó detenerse y los dividió en dos grupos, caballería e infantería.
Los caballeros no eran numerosos, una veintena como máximo, pero Felipe los
Las dos sombras emergieron de la niebla y Willalme constató casi decepcionado que
no se trataba de espectros sino de dos soldados mal emparejados: uno bajo y grueso,
y el otro flaco y con una cabeza que parecía de un alfiler.
—¿Y éste quién es? —preguntó el primero.
—Me da que está muerto —comentó el segundo.
—No está muerto, mueve los ojos. —El gordinflón se inclinó sobre la cimitarra,
la recogió y con la punta rozó el rostro del francés—. ¿Qué, quieres hablar o no,
villano? ¿Quién te ha atado a este árbol?
Antes de contestar, Willalme estudió a los dos armígeros. Hablaban con acento
occitano pero no parecían formar parte de las milicias de Lusiñano. Como no
acertaba a averiguar a qué ejército pertenecían, decidió mentir:
—Han sido los merodeadores… —Se dio cuenta de que tenía la garganta reseca,
le costaba mucho tragar—. Me han robado todo y me han dejado que me muera aquí.
—Mientes —replicó el gordo mostrándole la espada curva—. Si fuera cierto lo
que dices se habrían llevado esto también.
—Me la han dejado porque está maldita. Trae mala suerte.
El larguirucho soltó una carcajada.
—Desde luego, a ti no te ha traído mucha suerte.
Willalme lo secundó, riendo a su vez.
Atravesaron a pie la zona arbolada. Willalme y Uberto avanzaban juntos, uno con la
mano agarrada a la espada y otro con una flecha lista para ser disparada. Detrás de
ellos, Moira llevaba a los caballos de las riendas.
En determinado punto, el perro negro estiró las orejas y emitió un aullido. Uberto,
experto ya en interpretar las reacciones del animal, miró alrededor presa de una gran
agitación. Tal vez se engañaba, pero le había parecido oír un relincho. Efectivamente,
poco después surgía a través de la niebla la silueta de un caballo blanco atado a un
tronco. Había sido desensillado y estaba pastando con cierto remilgo.
—El corcel de Lusiñano —exclamó Willalme cuyas palpitaciones cardíacas
habían aumentado. Si aquel caballo se encontraba allí era sin duda porque también
Felipe andaba cerca. «Esta vez ninguna atadura me impedirá matarlo», se dijo.
Empuñó la cimitarra con renovada fuerza y lo buscó entre los árboles.
Pero el lugar estaba desierto. ¿Dónde se habían metido Ignacio, Lusiñano y todos
los soudadiers? En busca de respuestas, el francés se adentró en la maleza en
dirección al castillo. La niebla le obstaculizaba la vista, pero aguzó el oído y le
pareció oír en el interior de las murallas un entrechocarse de armas en medio de una
terrible batahola. Se estaba librando una batalla.
De repente, la voz de Uberto reclamó su atención; tenía un tono de euforia y de
sorpresa al mismo tiempo.
—¡He encontrado la embocadura de una galería! —Un segundo después, el joven
salía de entre los árboles, los ojos como platos, e invitaba a sus compañeros a seguirlo
Cuando Lusiñano cerró la puerta tras de sí, exhaló un profundo suspiro. Había faltado
poco para que aquel demonio desenfrenado le ganara la partida.
Una fuerte contracción en la muñeca derecha lo retrotrajo a la realidad. Un
momento antes, en pleno duelo, no había notado aquel intenso dolor. Pero ahora las
punzadas se ramificaban hasta el codo, como ocurría siempre al final de las
confrontaciones, cuando el cuerpo se relajaba.
Se palpó el antebrazo por varios puntos. Nada grave, pero tendría problemas en
caso de tener que usar de nuevo la espada. Afortunadamente, no corría ese riesgo por
el momento: el mozárabe y sus compañeros no podían alcanzarlo. Esos malditos
emplearían mucho tiempo tratando de orientarse entre los innúmeros recovecos de
Airagne. Además, él no había elegido aquella salida al azar. Frente a sus ojos,
arrancaba un pasillo más holgado que llevaba hasta la torre del homenaje.
Las cosas no estaban saliendo tan mal…
Organizó las ideas. Ante todo, debía encontrar al conde de Nigredo y quitarlo de
en medio. Una vez recuperado el control de Airagne, se encargaría de los intrusos.
Ignacio de Toledo, su hijo Uberto y aquel maldito Willalme que se había atrevido a
enfrentarse a él, a desafiarlo. Bueno, lo pagarían muy caro.
Pero no tenía un minuto que perder.
Enfiló a buen paso el corredor. Debía acceder a la torre ahora que la vigilancia era
mínima. Una vez eliminado su misterioso usurpador, sería fácil asegurarse la
obediencia de parte de los arcontes. Si querían el oro de Airagne, tendrían que
someterse a él. En cuanto a Folco y a los soudadiers, no representaban una seria
amenaza, sino un simple estorbo.
Castillo de Airagne
Cuarta carta – Rubedo
Mater luminosa, la virtud y el intelecto me fueron suficientes para concluir la Obra. Las fatigas de
nigredo, de albedo y de citrinitas me sirvieron de guía por el jardín de la alquimia, permitiéndome
alcanzar el rubor de rubedo. Pero la manera como logré este milagro es un mysterium que
mantengo secreto, por lo que sólo hablaré de ello de manera simbólica. Yo trabajé el hilo de lana
como se hace en la tejedura y obtuve un paño dorado semejante al vellocino de Jasón. Pero ahora
que admiro tal maravilla, me invade la nostalgia de mi antiguo claustro, el refugio de plegaria y
silencio que me devolvió la paz del espíritu. Mater luminosa, me pregunto si podré volver allí.
Casi sin darse cuenta, Humbert de Beaujeu superó un pasadizo angosto y se encontró
en la superficie. ¡Tras numerosos y vanos intentos, había conseguido encontrar por
fin una salida de aquellos subterráneos!
No habría sabido decir qué hora del día era, pues sobre la boca del pasadizo se
cernía una niebla plúmbea, pero intuyó que se encontraba aún dentro del recinto
amurallado. Y aunque estaba listo para afrontar cualquier situación, permaneció
inmóvil contemplando una escena que se le antojaba increíble. Nunca habría
esperado encontrar la explanada del castillo invadida por un tropel de soldados
combatiendo. Sus siluetas se agitaban en medio de la grisalla y se parecían más a
sombras que a cuerpos tangibles, de no ser por el clangor de las armas y los gritos de
batalla.
Avanzó unos metros. Bien pensado, la situación no variaba para él: pasara lo que
estuviera pasando allí, debía salir indemne del castillo y preparar un plan para liberar
a la reina. Miró a su alrededor. Si un ejército había logrado hacer irrupción, debía de
haber alguna abertura en las murallas. Tenía que encontrarla; una vez fuera, ya vería
la manera de sacar partido a la situación.
Estaba a punto de ponerse en movimiento cuando un caballo de batalla se le
plantó delante y emitió un relincho agudísimo; acto seguido, el animal se encabritó,
con los cascos embarrados sobre su cabeza.
Cuando el corcel volvió a plantar las patas delanteras, Beaujeu pudo ver al jinete
En aquel punto, Ignacio tuvo una intuición fulgurante. Al fin estaba seguro de
tener en sus manos el libro apropiado. Llamó de nuevo la atención de sus compañeros
y les enseñó el dibujo.
—¡Mirad! Éste fue sin ninguna duda el esquema adoptado por los filósofos del
conde de Nigredo para crear Airagne. —Su voz temblaba de entusiasmo—. Si
observáis bien, notaréis que reproduce exactamente la traza general del castillo, pero
no sólo eso: a ésta superpone las ocho fases de la Obra, cuatro fundamentales: ignis,
aqua, aer, terra, y cuatro secundarias: calidus, frigidus, siccus, humidus. Cada cual
está colocada enfrente de su opuesta a fin de crear equilibrio. Al fuego se le
contrapone el agua, a la tierra el aire, y así sucesivamente. Este principio está en la
base de la transmutación de los metales.
—Ocho fases, como las torres de Airagne —comentó Uberto.
—No las torres, sino los subterráneos. Se trata de los ocho husos de Ariadna. En
el dibujo, la señora del laberinto aparece representada en el centro del espejo por
Venus entre cuatro sectores intermedios: nigredo, albedo, citrinitas y rubedo. Es en
los subterráneos donde se desarrollan los procedimientos alquímicos. Las torres sólo
Pasado el acceso, encontraron una escalera que bajaba en giros cada vez más
estrechos. La forma de aquel lugar le recordó a Ignacio un pasaje de Hermes
Trismegisto en el que se comparaba las tinieblas con las espirales de una serpiente.
Las espirales de la madre Tierra y de Nigredo. Las espirales de Melusina, la diosa
Draco… Alejó de la mente todas aquellas sugerencias para que sus pensamientos no
degeneraran en delirio. En el fondo —dijo para sus adentros—, se hallaba en un
simple subterráneo que en ciertos aspectos parecía singular y en otros se asemejaba a
la catacumba en la que había perdido a su hermano Leandro. Tal vez Airagne había
sido también en el pasado una necrópolis o algo parecido.
Siguieron tramos de escalera esculpidos en granito mientras la luz de las
antorchas vivificaba los reflejos azulados de vetas de galena. Cuanto más bajaban
más caliente e irrespirable se volvía el aire.
Moira los guiaba impasible: la angustia ya había desaparecido de su rostro. Ahora
parecía tranquila, casi impaciente por llegar al destino. Había conseguido arrinconar
Los dos jóvenes iban hablando sobre la manera de dejar el atanor inutilizado cuando
iniciaron el último tramo de la bajada; pero al llegar al final de la escalera se toparon
con un hombre. Uberto, que precedía a Moira, se paró en seco impresionado por el
aspecto de aquel individuo. Estaba completamente calvo y tan flaco que se le notaban
los huesos; se les acercó encorvado y con sus manos pringosas extendidas hacia
delante.
Uberto se apartó, asqueado por el hedor que desprendía.
—¡Vete de aquí! —le urgió, presa de una mezcla de lástima y repulsión—. Tenéis
que iros todos.
El hombrecillo se le quedó mirando, articuló un sollozo y se postró ante él:
—Benedicite, bone homme —entonó con una devoción morbosa—. Benedicite,
benedicite.
Entre tanto, un segundo individuo había salido de la sombra. Era alto y musculoso
y tenía una expresión apática en el rostro. A Uberto le pareció que su estado era mejor
que el del primero y se dirigió a él.
—Hace poco que os han traído preso aquí, ¿no es cierto?
—Hace aproximadamente un mes —respondió y, señalando al hombrecillo
raquítico arrodillado en el suelo, agregó—: Transcurrido un año, me volveré como él,
si no he muerto antes.
—Debéis huir de aquí. Huir todos, y al instante. —El joven lo miró con seriedad
—. ¿Habéis entendido mis palabras?
El hombre vaciló. Aunque hacía apenas un mes que se encontraba allí ya le
costaba trabajo organizar los pensamientos más elementales.
—Los guardias… —balbuceó mirando alrededor—. Los guardias no…
—Los guardias están ocupados en otra parte, están fuera. Nadie os impedirá la
huida.
Uberto recibió como respuesta una mirada incrédula.
«Esto no parece que funcione», se dijo para sus adentros. Se estaba perdiendo
demasiado tiempo. Entonces cogió al hombre de un hombro y lo condujo hasta el
centro del subterráneo. Enseguida acudió todo un enjambre de operarios.
Al verse rodeada por aquella muchedumbre, Moira sintió pánico. Uberto la
tranquilizó con una mirada. Había previsto la reacción de los prisioneros y contaba
con beneficiarse de ella al máximo. Levantó las manos para llamar la atención y a
continuación sintió sobre él el peso de decenas de miradas. Pero era exactamente lo
que buscaba.
—¡Ya no hay más guardias! —gritó—. ¡Así que tenéis que aprovechar la
situación! ¡Debéis iros de aquí! ¡Huir todos!
Castillo de Airagne
Quinta carta – Cauda pavonis
Mater luminosa, la urdimbre que tejí con gran cuidado se deshizo entre mis manos, y al no poder
admirar ya su belleza descubrí el error que había cometido. Las cuatro fatigas de la alquimia no
son —como había creído— los peldaños de una escalera sino que forman parte de una rueda en
eterno movimiento. Esa rueda es el huso de Necessitas, que da vueltas ante las parcas
perpetuamente. Este continuo mudarse de los colores, que yo llamo Cauda pavonis, es el principio
y fin de la Obra. Tú, mater bona, me serviste de guía por ese laberinto. Tú, que eres Lux, la Luz, y
también Laus, la Recompensa. Tú, mater Lucina, eres Airagne, el hilo de la Sabiduría.
Ignacio depositó la última carta en el cofrecillo, junto con las otras cuatro, ya leídas.
Aquellos escritos no contenían una exposición orgánica sobre la alquimia, sino que
eran más bien una guía para la comprensión de los procedimientos descritos en el
Turba philosophorum. Según las palabras de la abadesa, el secreto no residía tanto en
la consecución del resultado como en el perpetuarse de las fases alquímicas, o sea, en
su carácter cíclico, llamado cauda pavonis… Y sin embargo, las reglas de Airagne no
representaban sólo un método para transmutar los metales sino que eran sobre todo la
clave para comprender la contingencia del mundo y el corazón de los hombres. Si se
quería huir del abismo de Nigredo, había que liberarse del afán por perseguir un
resultado, y comprender que cada instante de la vida formaba una parte única e
irrepetible del Todo.
Un ruido de pasos interrumpió sus pensamientos. Alguien debía de haber entrado
en la sala.
Ignacio levantó la vela y distinguió dos siluetas que acababan de entrar por una
puerta coronada por un arco. La primera pertenecía a un prelado de mediana edad,
probablemente cardenal. La segunda persona era una dama imperiosa, elegantemente
vestida.
Sin más dilación se dirigió a la dama, a la que reconoció enseguida como la reina
de Francia.
—Majestad, por fin. —Hizo una profunda inclinación mientras intimaba a
Willalme a hacer lo mismo—. Llevamos mucho tiempo buscándoos.
La altanera Blanca le lanzó una mirada sesgada.
—¿Quién os envía?
—Fernando III de Castilla, vuestro sobrino. Tengo la orden de poneros a salvo.
Como respuesta, la mujer se llevó simplemente una mano al pecho. Seguía
turbada por las recientes sacudidas del terreno y el estruendo del derrumbe. A pesar
de todo, parecía enérgica. De su mirada emanaba una luz viva y combativa.
En su lugar respondió el prelado, que estaba a su lado.
—No creo que eso sea posible. El conde de Nigredo lo impedirá.
Salieron del bosque y enfilaron a pie un sendero accidentado hasta que por fin
pudieron proseguir a caballo. Ignacio montó al roano, cargado con un saco lleno de
los libros que había logrado salvar. Uberto cabalgaba con Moira a lomos de Jaloque,
mientras que Willalme montaba al caballo de Felipe, ahora sin amo. Antes de
empezar a galopar, oyeron unos ladridos a lo lejos. Un perro grande y negro, cubierto
de hollín, apareció por entre la maleza y corrió hacia ellos con la lengua fuera. Moira
dejó escapar una exclamación de alegría, bajó de la silla y lo acarició. El animal ladró
y después, alborozado, corrió alrededor de Uberto.
El joven sonrió.
—Vale, vale, no te preocupes, perrito, que te llevamos con nosotros.
Prosiguieron rumbo a poniente. Estaban cansados, hambrientos y extenuados tras
tantas vicisitudes vividas; deseaban encontrar cuanto antes un alojamiento donde
poder reponer fuerzas.
A las primeras luces del alba, por un punto donde el declive empezaba a ser más
suave avistaron una columna de soldados seguidos de una carroza. Al lado del
carruaje cabalgaba Humbert de Beaujeu.
Seguido por sus compañeros, Ignacio espoleó al caballo en dirección a aquel
hombre. El lieutenant le dirigió un saludo.
—Precisamente me estaba preguntando dónde os habríais metido, monsieur —le
dijo.
—Los senderos de estos montes son muy intrincados —se justificó el mercader
—. Está claro que hemos bajado al valle por caminos distintos.
—En fin, es un placer volver a veros. —Humbert esbozó una sonrisa amigable—.
Aunque se me escapan algunos detalles de lo acontecido, creo que todos nosotros os
somos deudores de una u otra manera.
—Sois demasiado bueno, caro señor. Pero ¿qué es exactamente lo que se os
escapa de lo acontecido?
Tras unos instantes de vacilación, el señor De Beaujeu respondió:
—Me asalta una duda terrible. No entiendo por qué parte del ejército regio
decidió ponerse al servicio del conde de Nigredo.
—Bueno, ése es un misterio fácilmente resoluble, me parece a mí. Creo que os
bastará con interrogar a los soldados. —El mercader lo miró de soslayo, con una
pizca de malicia—. No tenéis una idea clara de quién es en realidad el conde de
Nigredo, ¿verdad?
—En efecto —respondió Humbert frunciendo las cejas—. Como tampoco la tiene
el obispo Folco, ya que estamos en ello.
—El obispo Folco… —murmuró Ignacio—. Casi se me había olvidado. ¿Qué ha
… Puesto que lo considero un hombre pérfido e inclinado a las doctrinas heréticas, así como
irrespetuoso para con la autoridad eclesiástica y los preceptos de la Santa Iglesia Romana,
aconsejo a Vuestra Ilustrísima que tome acta de estas palabras y considere la conveniencia de
adoptar medidas contundentes contra el maestro Ignacio Álvarez de Toledo, a fin de extirpar de
raíz el influjo nefasto que pudiera ejercer en la corte del rey Fernando…
—¡Serpiente asquerosa! —Ignacio arrugó las dos cartas y las arrojó con rabia a la
Los días sucesivos, prosiguieron hacia el norte bordeando los feudos del Tolosano.
En busca de un camino seguro que llevara hacia España, encontraron una pista
pedregosa hollada por peregrinos rumbo a Santiago de Compostela. Siguieron aquel
camino hasta llegar al poblado de Conques, donde hicieron una parada breve pero
decisiva. En aquel lugar se elevaba una abadía con las reliquias de santa Foy, mártir y
taumaturga. El sol, que había vuelto a lucir, iluminaba los elegantes bajorrelieves
esculpidos en la fachada del edificio sacro.
Mientras Ignacio y Willalme charlaban aparte, Uberto se sentó con Moira a la
sombra de una haya. El joven estaba muy inquieto.
Por su memoria pasaba sin cesar el rostro de Galib, la prisión de Montsegur, la
promesa hecha a Corba de Lantar, la muerte de Kafir y su encuentro con la misteriosa
abadesa de Santa Lucina. La sombra de Airagne, que hasta entonces había oscurecido
aquel concatenarse de acontecimientos, ya se había disipado. No obstante, seguía
embargándolo una sensación de angustia. Él sabía bien de qué se trataba.
Mientras Uberto rumiaba, la muchacha lo interrogaba con la mirada. Él se
extasiaba con aquella visión, pero al mismo tiempo sentía una especie de resquemor.
Los sentimientos que experimentaba lo hacían sentirse particularmente vulnerable.
—En cuanto pasemos los Pirineos te acompañaré hasta Cataluña, donde me
dijiste que tenías unos parientes —le expresó con rostro sombrío. Le habría gustado
emplear otras palabras, pero no sabía expresarse, ni explicarse. Tenía un carácter
Allende los Pirineos, en un valle umbroso del Languedoc, Willalme se detuvo para
admirar el paisaje. Ante sus ojos, entre suaves tonos silvestres, descubrió los restos de
una iglesia destruida por las llamas.
Un grupo de beguinas trabajaban alrededor de un edificio con la ayuda de unos
pocos voluntarios. Querían volver a construirlo.
Una imagen simple, una visión de paz. Ante aquel espectáculo, Willalme sintió
que su alma se volvía ligera. Su frente afligida se distendió.
Había encontrado lo que buscaba.
Sin vacilar un instante, se encaminó hacia allí.
Esta novela, aunque su trama sea pura invención, está entretejida con referencias al
siglo XIII de carácter político, cultural y legendario, pero sobre todo se alimenta de
muchas sugerencias que he encontrado documentándome sobre la alquimia medieval,
con sus aspectos simbólicos y sus repercusiones en los planos de la religión, la
filosofía y el folclore. Todas las citas bibliográficas de esta obra, incluido el Turba
philosophorum, se atienen por tanto a la verdad histórica. También la terminología
seudocientífica (o mejor dicho, precientífica) mencionada en varios puntos de la
narración, procede de la traditio manuscrita, pues se considera funcional a la trama y
coherente con la forma mentis medieval. En semejantes elementos reside la auténtica
historicidad de la novela, en caso de que el lector quisiera encontrarla en unas páginas
de fiction. A este respecto, la subdivisión cuadripartita de las fases alquímicas
(nigredo, albedo, citrinitas, rubedo) que ofrezco en la novela, se aparta
deliberadamente de la subdivisión mucho más difundida en el Medievo, basada sólo
en tres colores básicos (negro, blanco y rojo). Dicha referencia se deriva del
denominado Libro de Comario y Cleopatra perteneciente al corpus alquímico greco-
egipcio de la era helenística, tal vez interpolado por un monje bizantino (véase al
respecto la Collection des anciens alchimistes grecs, editada en París en 1888 al
cuidado de Marcellin Berthelot). Es mía, en cambio, la idea de acercar los procesos
de la alquimia a la hilatura.
Las temáticas de la alquimia, de la filosofía y de la antropología cultural que
aparecen en la trama se entrelazan en la estructura simbólica de Airagne, que se
convierte por así decir en metasemia. Lo mismo es extensible a la armada de los
arcontes, cuyo nombre evoca las doctrinas gnósticas de Pistis Sophia así como el
binomio Oscuridad-Materia, que se puede encontrar tanto en la tradición hermética
como en la maniquea, formando una suerte de «coralidad» junto con los conceptos de
demiurgo y de nigredo.
Por lo que respecta a los personajes históricos citados en la novela, son auténticas
las noticias biográficas relativas a Fernando III de Castilla, Pedro González de
Palencia, Folco de Tolosa, Raymond de Péreille y Corba Humaud de Lantar.
Las reconstrucciones urbanístico-arquitectónicas de Teruel, Tolosa y Acre
respetan la verosimilitud histórica, al igual que las descripciones de los siguientes
edificios: el puente y castillo de Andújar, la roca de Montsegur y la Sacra Praedicatio
de Prouille (aunque no sus subterráneos), así como las abadías de Fontfroide y de
Conques.
En cambio, he utilizado libremente el nombre de Galib (Galippus), personaje
histórico del que se sabe muy poco, salvo que figuró entre los colaboradores
mozárabes de Gerardo de Cremona.
Ante todo, dar las gracias a Ignacio de Toledo. Lo encontré una sola vez, de pasada,
entre las páginas de un ensayo histórico o quizá de una novela de aventuras.
Tropezarse con este tipo de personajes tiene siempre consecuencias imprevisibles.
Quiero dar también las gracias de manera especial a Leo Simoni, sin cuyos consejos
probablemente habría perdido la fuerza y el entusiasmo para escribir antes de cumplir
los veinte años. Al darle las gracias le pido perdón por no haberlo comprendido nunca
del todo. Por cierto, a menudo tengo la sensación de recibir de las personas queridas
mucho más de lo que estoy dispuesto a dar. Eso vale sobre todo para mis padres,
siempre preocupados por indicarme un camino a seguir. Aunque no estoy seguro de
haber tomado la dirección correcta o la que esperaban de mí, espero que sepan
valorar mis esfuerzos. Y naturalmente gracias especiales a Giorgia, que sabe estar
cerca de mí, aconsejarme y a veces soportarme con paciencia en los momentos en los
que la fantasía me lleva a otra parte, haciéndome olvidar el mundo real.
Hay también otras personas a las que quiero mostrar mi más sincero
agradecimiento. Ante todo, a Roberta Oliva y a Silvia Arienti, grandes profesionales
y fieles amigas, así como a Newton Compton. Encontrar el editor adecuado no es
sólo una cuestión de contratos y de ejemplares vendidos; antes bien, significa
establecer un feeling con alguien que sepa entender y apreciar tu creatividad. Por eso
estaré siempre agradecido a Raffaello Avanzini y a Alessandra Penna, en los cuales
reconozco la pasión y el entusiasmo de quienes se baten cada día para dar lo mejor de
sí mismos. Como tampoco puedo olvidar a Fiammetta Biancatelli, Maria Galeano,
Carmen Prestia, Giovanna Iuliano y a todos los demás integrantes de este fantástico
equipo.
obedeced mis órdenes y mis palabras. Yo os censuro y os conjuro por mandato del
Señor que no molestéis, como soléis hacer, a los hombres, de modo que comparezcáis
y después os vayáis y habitéis con almas desesperadas. <<