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siguen metiéndose en más y más proyectos!

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TRADUCCIÓN
°Nicte
°Kerah
°Bleu
°Hina

CORRECCIÓN
°Juli Da’Neer
°Elke
°Kerah
°Bleu

DISEÑO
°Kerah

REVISIÓN FINAL

°Matlyn
(Esta Diosa merece un altar así que se vale que le
escriban mensajes bien bonitos en las redes)
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SINOPSIS
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
MAPA
Capítulo Veintiuno
DEDICATORIA Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Uno
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Dos
Capítulo Veinticinco
Capítulo Tres
Capítulo Veintiséis
Capítulo Cuatro
Capítulo Veintisiete
Capítulo Cinco
Capítulo Veintiocho
Capítulo Seis
Capítulo Veintinueve
Capítulo Siete
Capítulo Treinta
Capítulo Ocho
Capítulo Treinta y uno
Capítulo Nueve
Capítulo Treinta y dos
Capítulo Diez
Capítulo Treinta y tres
Capítulo Once
Capítulo Treinta y cuatro
Capítulo Doce
Capítulo Treinta y cinco
Capítulo Trece
Capítulo Treinta y seis
Capítulo Catorce
Capítulo Treinta y siete
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
AGRADECIMI ENTOS
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho SOBRE LA AUTORA
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Una hechicera. Su Príncipe. Una maldición oscura…

El príncipe Denan atrajo a Larkin al Bosque Prohibido con su flauta


mágica y la obligó a casarse con él. Juntos, descubrieron siglos de secretos
en torno a la maldición que engendró a los espectros. Y Larkin comenzó
a enamorarse del hombre que le había quitado todo.

Pero cuanto más se acerca Larkin a la verdad, más la persiguen los


espectros.

Si Larkin quiere sobrevivir, tendrá que desentrañar los secretos más


oscuros de la maldición. Peor aún, esos secretos están enterrados en las
criptas de los Druidas Negros, hombres que consideran a Larkin una
traidora a la que matarán en cuanto la vean. Pero Larkin no es la única a
la que persiguen los espectros.

La vida del Príncipe flautista pende de un hilo.

La Bella y la Bestia y el Flautista de Hamelín se unen en esta


adaptación romántica de un cuento de hadas. A los fans de CORTE DE
ROSAS Y ESPINAS y UNA MALDICIÓN OSCURA Y SOLITARIA les
encantará la magia única y la atrevida aventura de Piper Prince.

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Para mi pequeño caballero,
Eras el mejor amigo que una chica podía pedir.
Tu gentileza, lealtad y corazón superarían a los de todos los
demás hombres, incluso si fueras un caballo.

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CAPÍTULO UNO

Con un vestido de novia desgarrado y ensangrentado del rojo más


intenso, Larkin entró en una inmensa catedral hecha de árboles dorados por
la luz de la madrugada. Una única columna luminosa brilló sobre la hermana
pequeña de Larkin, iluminando su melena rubia.

—¿Qué has dicho? —Larkin jadeó, sus costillas magulladas le dolían.

—Los árboles son nuestros amigos —repitió Sela. Eran las primeras
palabras que pronunciaba en semanas... oh, cómo había echado de menos
Larkin su ceceo. Pero sus palabras le hicieron recordar algo a Larkin, había
oído a Sela decir eso antes, sin embargo, ¿cuándo?

¿Era posible que Sela supiera algo sobre la magia de los árboles? Pero
eso era imposible, era una niña de cuatro años y no tenía ni idea del árbol
sagrado en el corazón del Bosque Prohibido y todo gracias a las mentiras y
supersticiones de los druidas.

Larkin cruzó el prado para arrodillarse ante su hermana.

—¡Prométeme, prométeme que dejarás de huir! Mamá está muy


preocupada.

En lugar de responder, los grandes ojos de Sela se redondearon con


preocupación. Tocó el rasguño en la mejilla de Larkin, un profundo dolor
atestiguaba la hinchazón y el hematoma.

—Tienes una herida.

Una mejilla arañada, costillas magulladas y una herida siniestra en la


palma de la mano de Larkin por una astilla. Había tenido suerte de escapar
de los druidas. Tiró de la mano de Sela hacia abajo.
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—Estoy bien.
Sela notó la mano vendada que sostenía la suya y con el ceño fruncido
miró a Larkin por donde habían venido, el campamento de cientos, quizás
miles, de flautistas.

Tres días atrás, Sela había escapado de su pueblo bajo el encanto de los
flautistas y lo único que recordaba era que habían obligado a Larkin a casarse
con Bane ante el manto de la noche y que se había despertado en el bosque.
No sabía que Denan había interrumpido la boda, pero que no había podido
rescatar a Larkin de la sangre y la muerte de esa noche, del miedo de los días
siguientes.

Incluso ahora, el corazón de Larkin se aceleraba con los recuerdos, su


magia zumbando en sus sellos, ansiando ser liberada. Se deshizo de los
recuerdos, de la magia y de la traición de Nesha y Bane. ¿Cómo podía
intentar forzarla así? Y luego, la noche siguiente, él solo había retenido a los
druidas para que ella pudiera escapar con Denan.

Amor u odio: Larkin no estaba segura de qué emoción era más fuerte
cuando se trataba del hombre que una vez había considerado su mejor amigo.
Probablemente las dos cosas.

—Quiero a Bane —La voz de Sela vaciló. Él siempre había sido como
un hermano mayor para ella.

Pero Bane había sido capturado por los mismos druidas para los que
había estado trabajando.

Larkin se estremeció al pensar en lo que le haría el druida negro, Garrot.

—Denan va a buscarlo por nosotras —Había prometido que lo haría.

El brillo a su alrededor se desvaneció. La temperatura bajó y Sela miró


a su alrededor, acercándose nerviosamente a Larkin, quien miraba al cielo.
No había nubes, por lo que sus ojos ardían y escocían, obligándola a apartar
la mirada. Pero en la visión posterior, el sol no estaba entero, sino con la
falta de un pedazo en un lado, como si le hubieran arrancado un trozo.

Inquieta, Larkin tomó la mano de su hermana con la suya que no estaba


herida y se puso en pie.
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—Deberíamos volver. Mamá estará preocupada.

Sela clavó los talones.


—¡No!

Larkin tiró con más fuerza, arrastrándola un par de pasos.

—Es más seguro en el campamento.

El ejército de flautistas estaba de vuelta por allí, junto con Denan y el


mero hecho de pensar en él despertó el roce de las alas de mariposa en su
pecho.

Aquella sensación cálida y palpitante se apagó cuando la oscuridad se


extendió por la luz del día como un veneno.

—¿Qué es esto? —susurró Larkin. La oscuridad significaba espectros.


La única seguridad contra los espectros eran los árboles. El miedo primario
hizo que Larkin se moviera antes de que el pensamiento se hubiera formado
por completo. Agarró a Sela por debajo de los brazos y la impulsó hacia el
árbol.

—Sube lo más alto que puedas. Rápido.

Sela no preguntó. Se agarró a una rama y trepó por ella. Larkin saltó
hacia la misma rama, sus dedos ni siquiera la rozaron. Rodeó el árbol, con
olas de miedo que humedecían su piel bajo el corsé.

Había otra rama más baja. Hizo un salto en carrera y sus dedos la
atraparon, pero su impulso la lanzó hacia adelante. Resbalando y aterrizando
con fuerza sobre su espalda, gritando por el dolor en las costillas.

El brillo dorado de la mañana había cambiado a la plata del crepúsculo.


Y el cielo… El sol se había ido, con motas de luz que serpenteaban por el
firmamento, las estrellas parpadeaban.

El día se había convertido en noche. ¿Cómo era posible?

Sela estaba ya tan arriba en el árbol que Larkin apenas podía distinguir
un ojo y una mano pálida contra la corteza marrón. No había tiempo para
que bajara.

—Quédate ahí —dijo Larkin tranquilizadora—. Encontraré otro árbol —


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Sela gimió—. Silencio. Tranquila como un pajarito cuando el halcón da


vueltas.
—No dejes el anillo —susurró Sela tan suavemente que podría haber
sido la brisa la que jugaba con los oídos de Larkin.

Larkin buscó en el anillo exterior de árboles, donde las ramas se


entrelazaban para formar un denso dosel, junto con el enorme árbol en el
centro. Corrió hacia uno de esos árboles, observando una rama baja que
colgaba. Unas cintas de luz serpentearon por el suelo a sus pies,
sobresaltándola. No era natural. Todo esto era tan poco natural.

Se tambaleó.

¿Sus ojos le estaban jugando una mala pasada?

Lo supo en el momento en que llegaron los espectros; una podredumbre


empalagosa inundó sus sentidos y el mal se instaló bajo su piel. Si no fuera
por la oleada de adrenalina que la recorría, se habría atragantado. Su cuerpo
necesitaba correr, tenía ganas de correr.

En su lugar, sacó el silbato que colgaba de un cordón en su cuello y


sopló tres veces. Denan le había prometido que la ayuda llegaría si lo hacía
sonar, rezó para que llegara pronto y luego invocó su magia. La magia fluyó
dentro de ella, estabilizándola. Sus sellos brillaban con un tenue color dorado,
y zumbaban bajo su piel como abejas furiosas. Un escudo cóncavo de luz
dorada se formó en su brazo izquierdo y una espada brillante en el derecho.

Larkin se agachó detrás de su escudo, observando las sombras


desgarradas que se unían en una forma encapuchada y cuya capa se ondulaba
ante una brisa inexistente. Ramass, el Rey de los espectros, surgió ante ella
con su corona puntiaguda lo suficientemente afilada como para cortar.

Junto a Ramass, los otros tres espectros se formaron desde las sombras
y a su derecha Hagath, la única hembra, se formó a su lado. Larkin no
conocía los nombres de los otros dos. Uno llevaba un manto como aquellos
ceremoniales que llevaban los flautistas y el otro se mantenía alejado del
resto, con la mirada fija en el bosque.

Se preparó para que atacaran. La superaban en número cuatro a uno,


pero ninguno pasó de la línea central de árboles.
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Ramass extendió una mano.

—Eres mía.
Su voz era una mezcla entre un chillido y una rima seca. Ella retrocedió,
no sabía que los espectros pudieran formar palabras humanas. Pero entonces,
habían sido hombres una vez.

Larkin se lamió los labios secos.

—Mi…

Se sorprendió a sí misma un segundo antes de delatar a su hermana.

—No puedes entrar en el anillo.

Lo que intentó declarar como una verdad irrefutable, salió más bien
como una pregunta.

No hicieron ningún movimiento para atacarla, sin embargo, Larkin no


bajó la guardia. Los había visto lanzar sus espadas envenenadas y había visto
cómo las líneas bifurcadas de su veneno se arrastraban por la piel de la
víctima; su amiga Venna había sido una de esas víctimas y se había vuelto
loca antes de arrojarse desde un acantilado.

—Sangre de mi corazón, médula de mi hueso —El Rey Espectro le hizo


una señal—. Ven.

Ella apartó las palabras inquietantes y familiares. Apretando los dientes,


se negó a mirar sus ojos traicioneros. Su mirada se desvió hacia el cielo, que
seguía siendo oscuro donde debería haber luz.

—¡Nunca!

El espectro metió la mano en su túnica.

—Lo harás.

Sacó una brillante flauta negra y la tocó.

No. Los espectros no podían poseer la misma magia que los flautistas.
Larkin retrocedió a trompicones, pero ya era demasiado tarde. La música
despertó algo oscuro y hambriento en su interior que deseaba lo que nunca
debería tener. Contra su voluntad, dio un paso adelante. Y luego otro. Y otro
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más. Hasta que llegó al borde del anillo de árboles. Un paso más sería el
último.
Todo se combinó en una furia desatada, sus palabras, la oscuridad que
buscaba su lugar dentro de ella, el miedo, la pérdida y la traición. Agarró su
escudo con ambas manos y abrió de par en par su conexión con la magia tan
amplia que la atravesó y le arrancó un grito desgarrado de los labios. Su
escudo palpitó y una onda de energía blanca y dorada se extendió hacia el
exterior.

Se tambaleó hacia atrás, con los sellos en carne viva. Sus piernas se
doblaron bajo ella y cayó de rodillas. Su espada y su escudo se apagaron. Su
visión se oscureció.

Se puso boca abajo y parpadeó mientras el mundo se arremolinaba


asquerosamente a su alrededor. A través de la tenue neblina, se obligó a
levantar la cabeza; los espectros parecían inconscientes y apagados, el pulso
los había herido, pero no los había desterrado.

Ramass se estiró hacia su mano pálida y pecosa. Había caído fuera de


la línea formada por el anillo de árboles. Ella se echó hacia atrás, pero no
antes de que él le tomara la muñeca.

Un mar aceitoso de rabia y odio se apoderó de ella, devorándola de


afuera hacia adentro. Retorció la muñeca, tratando de liberarse. Él la puso de
pie. Mareada, pataleó débilmente. Él la empujó hacia su aplastante abrazo.
La sensación de su pecho contra su espalda era como la muerte, el frío y las
sombras dentadas. Ella buscó desesperadamente su magia, pero la conexión
se había cortado.

Ella gritó.

—¡No! —gritó una voz.

Ella conocía esa voz.

—¡Denan!

El tiempo se ralentizó cuando las espinas de la sombra la rodearon,


absorbiéndola hacia Ramass, hacia su fría nada.

Las flechas hechas con ramas del Árbol Blanco atravesaron a Hagath.
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Ya herida, se disipó como el humo en una brisa limpia.

—¡Vicil! —gritó Ramass pidiendo ayuda al otro espectro.


Saltando a través de la silueta de ceniza flotante de Hagath, Denan
blandió su reluciente hacha blanca. El golpe destinado a Ramass se estrelló
contra uno de los escudos del otro espectro, el que Ramass había pedido.
Vicil se interpuso entre ellos y atacó a Denan por la derecha. Denan movió
su escudo y se preparó para el golpe, con su hacha cortando hacia abajo.

Las sombras espinosas arrebataron a Larkin. Se deslizó hacia Ramass y


la oscuridad que vivía en las profundidades de las raíces de los árboles.
Ramass la llevaba a alguna parte. Pasando sobre Denan, apareció un árbol
negro cubierto de espinas. A cada momento, Denan parecía estar más lejos.
Desapareciendo. No sería capaz de alcanzarla. No a tiempo.

Detrás de Denan, Tam apareció tirando de su arco y apuntando no al


cuarto espectro que se le echaba encima, sino a Ramass. La dejó volar y
medio segundo después, Ramass chilló, el sonido hizo que los oídos de
Larkin resonaran y su alma gritara. El frío mordisco de las sombras que la
succionaban disminuyó. La vista del árbol oscuro se tambaleó y la presión
que ejercía Ramass sobre sus huesos se debilitó. Liberó un brazo, arrancó la
brillante flecha que sobresalía de su hombro y se la clavó en el pecho.
Atravesando la carne y deslizándola sobre sus costillas.

La negra sangre le salpicó la cara, cegándola.

Con otro grito, Ramass estalló en cenizas. El tiempo se ralentizó


mientras Larkin caía a través de las sombras. Tan pronto como salió a la luz,
cayó al suelo con un golpe, con la flecha cubierta de icor negro aún agarrada
en el puño.

Se levantó con una lluvia de hojas rotas en el pecho y sus débiles brazos
cedieron, estaba demasiado débil para mantenerse en pie, así que rodó hacia
un lado y con los pies y las manos clavados en la tierra, se arrastró lejos de
la batalla.

A diez pasos de distancia, el hacha de Denan atravesó las sombras


enroscadas de Vicil que se desvanecieron en la nada. Giró en el mismo
movimiento y lanzó su hacha, ésta se estrelló contra el espectro que estaba
sobre Tam, quien implosionó en sombras retorcidas.
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Tras su lanzamiento, Denan recogió su hacha.

—¿Tam?
—El asqueroso y apestoso cadáver tendría que esforzarse mucho más
para superarme —dijo Tam con voz temblorosa. Escupió en la silueta que se
desvanecía—. ¡Gah! Rature es el peor de ellos.

Rature. El cuarto espectro se llamaba Rature.

Denan se acercó y se arrodilló junto a ella, con su mirada buscando en


el Bosque Prohibido.

—¿Larkin?

El aceitoso mar de sombras se aferró a ella. El odio la invadió.


Desesperada por borrar la violación, cruzó los brazos sobre el pecho y se
escudriñó la espalda. Sus brazos. Todos los lugares donde Ramass la había
tocado.

—Larkin —Denan apoyó una mano en su brazo. Ella retrocedió, incluso


ese suave toque fue demasiado para sus sentidos. Se balanceó al compás de
las sacudidas de su cabeza, una y otra vez.

—Tenemos que llevarla de vuelta al campamento —dijo Tam desde


arriba.

Con una expresión sombría, Denan trató de quitarle la flecha de su


sangriento agarre.

No. Ella lo necesitaba. Ella...

—Larkin —dijo Denan en voz baja—. Dame la flecha sagrada —


sagrada. Porque estaba hecha del Árbol Blanco—. Los espectros se han ido.
El eclipse ha terminado. Estás a salvo.

—¿Eclipse? —consiguió decir entre dientes castañeantes.

—La luna se movió sobre el sol.

Tam le tendió la mano. Puso la flecha en su mano y la metió en la vaina


de flechas atada a su pierna.

—¿Y la oscuridad y las luces extrañas? —preguntó.


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Denan señaló el cielo. Ella siguió el gesto, el sol la cegó. Cuando
parpadeó, pudo ver una silueta roja y un trozo de un lado, era la luna
bloqueando el sol.

Tenía sentido.

Denan la agarró del brazo y trató de levantarla. Ella le quitó la mano de


encima.

—¡No! Sela...

—La encontraremos, Larkin, yo...

—¡Está ahí! —Larkin señaló el alto árbol que se veía más allá de los
árboles.

Ambos hombres siguieron su gesto.

Tam asintió, mientras la sangre empapaba la manga de su camisa.

—Voy a buscarla.

—Estás sangrando.

Ancestros, si las cuchillas envenenadas de los espectros lo hubieran


tocado...

Tam se miró el brazo.

—Una vieja herida, de Hamel.

Se estremeció al recordar la noche anterior. Una vieja herida, en efecto.


Al menos no es de una hoja de espectro, se recordó a sí misma.
El suelo bajo Denan crujió mientras giraba y miraba a su alrededor.

—Primero, comprueba si hay mulgars. Déjame tu odre.1

Lanzándosela a Denan, Tam se puso a correr, con el arco y las flechas


en la mano.
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1
Piel de algún animal, cosida, pegada y preparada para guardar o contener líquidos.
—Tu corsé —le dijo Denan—. Quítatelo.

El fantasma de las manos del espectro aún la agarraba. Su cuerpo estaba


pegado al de ella. La nada hueca y la ira retorcida hervían en su interior.
Ahogó un grito.

Denan juró y se arrodilló junto a ella.

—Necesito que confíes en mí, Larkin. Su sangre te está envenenando.

Sacando su cuchillo, cortó y arrancó el vestido de novia. El corsé, el


sobrevestido y la camisa se amontonaron a su alrededor, dejándola expuesta
de cintura para arriba. Quitó el tapón y sostuvo el odre sobre ella.

El agua limpia corrió a lo largo de su piel. Instintivamente, levantó la


cara y se restregó la sangre que se estaba secando. Con la sangre se fue la
ira y la nada. Denan sacó su propio odre y la vertió también sobre ella.
Después, el agua desapareció.

Murmurando palabras tranquilizadoras, Denan se quitó la camisa y se la


pasó por la cabeza. Ella le pasó los brazos mientras él le envolvía los hombros
con su capa verde y moteada. Sin camisa, la abrazó y se acomodó contra un
árbol, con las faldas rojas de ella flameando alrededor de ellos.

Enterró la cara en su cuello, respirando su familiar aroma a bosque,


humo y luz solar. Extendió los dedos sobre el sello en relieve, el Árbol Blanco
que ocupaba la mayor parte de su pecho y que lo proclamaba futuro Rey del
Alamant.

La tensión y el miedo la abandonaron poco a poco, y su cuerpo perdió


la rigidez para sucumbir a unos escalofríos que hacían temblar los dientes.

Tomó su mano pálida y llena de pecas en la suya de bronce, apartó los


mechones cobrizos de su pelo de la cara y le besó la sien.

—¿Mejor?

Había echado de menos a este hombre. A su marido. Echaba de menos


la seguridad de sus brazos y su habilidad para blandir el hacha y el escudo
que tenía al alcance de la mano.
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—Lo estaré.
Denan le acarició el brazo, pues parecía necesitar el consuelo del tacto
tanto como ella.

—Los efectos no durarán. Sólo tienes que aguantar. Todo irá bien.

—Denan, si no hubieras venido por mí…

Ramass la habría llevado con él a un lugar al que no querría sobrevivir.

—Pero lo hice. Siempre vendré por ti.

Hubo un tiempo en que esas palabras aterrorizaban a Larkin; ahora, le


daban un consuelo inconmensurable.

—Sangre de mi corazón, médula de mi hueso, Ramass me dijo eso, me


llamó suya. ¿Qué significa?

El agarre de Denan se estrechó en torno a ella. No dijo nada durante


tanto tiempo que ella pensó que no respondería.

—Es lo que les dicen a sus esclavos antes de llevarlos a Valynthia.

Valynthia, la ciudad en ruinas que los espectros habían corrompido, el


corazón de la maldición que los esclavizaba a todos. La habría convertido en
su esclava. Como lo había sido Maisy. No era de extrañar que se haya vuelto
loca.

—Estás a salvo —murmuró Denan.

Por ahora.
Los escalofríos perdieron parte de su fuerza y exhausta, se hundió en
sus brazos. Desde su izquierda, unos pasos se deslizaron por un hueco de
hojas. Sela corrió hacia ellos y se detuvo en seco al ver a Larkin, sus ojos se
abrieron de par en par al ver la mitad del vestido ensangrentado y arruinado
de Larkin que yacía en jirones en el suelo.

Larkin se obligó a ponerse de pie, a dar una sonrisa acuosa.

—Los espantamos.
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Sela cerró los labios. A Larkin se le encogió el corazón. De alguna


manera, sabía que su hermana había terminado de hablar por un largo
tiempo.
Larkin quería maldecir a los espectros y llorar por la injusticia; los
espectros no tenían derecho a herir a ninguno de ellos y menos a su hermana.
En cambio, tomó la mano de Sela.

Tam inclinó la cabeza hacia atrás por donde había venido, con sus ojos
azules como la primavera brillando.

—Denan, tienes que ver esto.

Denan recogió sus armas e hizo un gesto a Larkin y Sela para que se
interpusieran entre él y Tam. Se adentraron en el anillo de árboles.

Denan miró a su alrededor con asombro.

—Creía que todos los anillos de arbor habían caído.

—¿Qué es un anillo de arbor? —preguntó Larkin.

—Un lugar donde la magia del Árbol Blanco se dispara. Están rodeados
de un encantamiento que los hace casi imposibles de encontrar —Denan la
estudió con orgullo. Claramente pensaba que ella lo había encontrado.

Debería decirle la verdad, que Sela había sido la elegida, pero necesitaba
el calor de su mirada. Necesitaba su aprobación. La verdad se agolpó en su
garganta.

—La luz ha vuelto —dijo Tam.

Una media luna de luz solar selló el cielo negro, lavando el mundo con
una luz bendita, una luz que los mantendría a salvo de los espectros.

Hasta que cayó la noche.


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CAPÍTULO DOS

Tam y Denan abrieron el camino a Larkin y Sela a través de la


aglomeración de flautistas, todos con armadura de cuero y ropas moteadas
como la luz del sol en el suelo del bosque. Los hombres se inclinaron ante
Denan, su Príncipe, pero sus ojos siguieron a Larkin, algunos con curiosidad,
otros con desaprobación, otros con reverencia. Pero todos miraban.

Larkin mantuvo la cabeza baja. Al parecer, los rumores de que era la


primera mujer con magia en casi tres siglos se habían extendido. Al igual que
su huida con Bane. Había intentado salvarle, ¿cómo no iba a intentar salvar
al chico que la había salvado tantas veces?

Pero los flautistas no lo sabían. Todo lo que sabían es que ella había
escapado. Hombres habían muerto para rescatarla de los druidas. Algunos de
esos hombres tendrían amigos aquí.

Al menos Denan había conseguido encontrarle una túnica y unos


pantalones, por lo que no tenía la vergüenza de llevar la falda manchada con
su túnica demasiado grande. Larkin casi echaba de menos el corsé; le había
sujetado las costillas magulladas que le dolían mucho.

Larkin oyó el arroyo antes de verlo: el canto del agua resbalando sobre
las piedras cubiertas de musgo. Tres guardias flautistas observaban a su
madre caminar de un lado a otro, pero se volvió cuando Larkin y sus amigos
aparecieron.

—¡Sela! —gritó su madre, sobresaltando a la bebé Brenna en sus


brazos, meciéndola. Su madre empujó a la bebé hacia Larkin y tomó a Sela,
regañando y llorando al mismo tiempo—. Me vas a matar si no dejas de huir.

Sus ojos marrones le dieron las gracias a Larkin. Larkin sintió calor al
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ver el amor que había detrás de esos ojos. Puede que haya heredado las pecas
y el pelo cobrizo de su padre, maldito sea su pellejo de borracho, pero sus
ojos marrones eran de su madre.
Larkin apoyó a su hermana pequeña en un hombro, le dio unas
palmaditas en el trasero y la hizo callar.

—Antes hablaba.

Su madre lanzó un grito de alivio.

—Oh, Sela, dulzura, ¿puedes hablar por mamá?

Con lágrimas gordas rodando por sus mejillas, Sela negó rotundamente
con la cabeza y se retiró la manga, revelando un raspón sangriento. Incluso
a los cuatro años, Sela conocía el poder de la distracción. Larkin ni siquiera
había sabido que su hermana estaba herida.

Su madre sorbió y giró sobre su brazo.

—Tenemos que lavarla.

Llevó a Sela hasta el arroyo y la colocó junto a él, Sela se retorció, pero
su madre la sujetó, le echó agua y le frotó el rasguño.

—¿Qué ha pasado? —preguntó su madre.

La maldición impedía que cualquiera que supiera la verdad se la


explicara a otro. Su madre sabía lo de los flautistas y la magia de Larkin. No
sabía nada de los espectros ni de la maldición.

—Tam y Denan lucharon contra una bestia.

Fue todo lo que la maldición le permitió decir a Larkin.

Su madre tiró de la manga de Sela sobre el corte.

—Oh, mi niña, al final todo irá bien. Ya verás.

Larkin recordó cuando era una niña de no más de diez años. Había
hecho tanto calor y estaba tan seco que hasta la maleza se había marchitado.
Un repentino aguacero había pasado por encima de ellos. Larkin y Nesha
habían gritado y chillado y se habían deslizado por la colina embarrada hasta
que Larkin se había torcido el tobillo.
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Nesha se agachó bajo el brazo de Larkin y la ayudó a llegar hasta su


padre. Él había tomado a Larkin en brazos y la había llevado con su madre,
que le vendó el tobillo con trapos rotos y le dio un té amargo de corteza de
sauce.

Larkin era dolorosamente consciente de la ausencia de su hermana


mayor y de la caída de su padre en la borrachera. Esa conciencia le producía
una punzada de dolor; ambos habían traicionado a Larkin tan profundamente
que nunca podría perdonar a ninguno de los dos.

Brenna arqueó la espalda y bostezó, dejando ver sus encías y su lengua


rosada. La bebé nunca conocería a su padre ni a su hermana mayor. Larkin
sintió lástima donde debería haber alivio.

Apartando sus confusas emociones, Larkin buscó a Denan y lo encontró


reunido con Tam y Talox, entablando una conversación, ellos debían haber
llegado mientras ella estaba ocupada con su madre y sus hermanas. Talox y
Tam no podían ser más diferentes. Tam le recordaba a un zorro, si un zorro
tuviera pelo rizado, ojos azules y una sonrisa constante y pícara, y Talox le
recordaba a un enorme toro adormecido, amable y de voz suave hasta que
entraba en combate.

Tam se movió y vio a un cuarto hombre, Demry, el tío de Denan. Con


sus rasgos oscuros y complexión similar, tío y sobrino se parecían bastante.
Demry la había vigilado tras el intento de incendio de la familia de Denan,
un incendio provocado por Bane. Exhaló un suspiro de frustración. Tanto los
flautistas como los druidas querían a Bane muerto. Sería muy difícil
mantenerlo con vida.

Se acercó sigilosamente por detrás de los hombres y se esforzó por


escuchar.

—¿Podemos llegar a Ryttan antes del anochecer? —preguntó Denan.

Los ojos oscuros de Demry miraron al cielo.

—No a estas alturas del día.

—Entonces, será mejor ir a la cascada —dijo Talox con su voz


retumbante.
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Denan señaló con la cabeza a su grupo de sirvientes. Los jóvenes


siempre entraban y salían de la montaña de actividades, lo que hacía
imposible que Larkin los mantuviera al día.
—Den la señal. Nuestros ejércitos se mueven ahora.

Uno de los chicos se llevó la flauta a los labios y tocó una serie de notas
agudas. Los flautistas se pusieron en movimiento, recogiendo sus cabañas y
campamentos.

Denan señaló una de sus páginas.

—Que los ingenieros tomen la delantera. Quiero picas y una trinchera


excavada —Otro sirviente echó a correr, con su camisa demasiado grande
ondeando—. Capitán Demry, usted es el siguiente en marchar, patrón de
flechas.

Demry asintió con fuerza y se puso en marcha. Alcanzó a ver a Larkin


y se detuvo en seco, su rostro pasó de la determinación a la desaprobación.

—Princesa.

Hizo una breve reverencia y pasó junto a ella.

Las mejillas de Larkin ardían. Por lo que Demry sabía, había huido de
su marido con un intento de asesino. Movió torpemente a la bebé en sus
brazos y se acercó a Denan.

—No podemos irnos —dijo Larkin con incredulidad.

—Tengo que ver a mis hombres —dijo Denan—. Talox te llevará al


centro de nuestros dos ejércitos. Estarás a salvo. Te lo prometo.

Larkin se puso delante de Denan, bloqueándolo.

—Bane y Maisy todavía están ahí fuera.

Maisy había desaparecido en la noche. Y Bane… Denan había


prometido que lo rescatarían de los druidas.

Denan rechinó los dientes.

—Nadie ha visto a Maisy.

—No podemos dejar a la pobre chica.


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Su madre se acercó por detrás de Larkin, con Sela agarrando su mano.


—Ella fue la que abandonó el campamento —murmuró Tam.

Talox le lanzó una mirada.

—Maisy conoce los peligros de este bosque mejor que la mayoría.

—Mis hombres saben quién es —dijo Denan—. Si es inteligente, nos


seguirá. No hay mucho más que pueda hacer.

—¿Quizás volvió al Idelmarch? —dijo su madre.

—Ha sido tachada de traidora —dijo Tam—. Volver significaría la


muerte.

—Como fui acusada de traidora —dijo Larkin—. Como lo fue Bane


cuando salvó nuestras vidas.

Sela se puso a llorar. Denan lanzó una mirada a Talox.

—Pennice, Larkin, vayan con Talox.

Larkin no iba a ir a ninguna parte.

Sin encontrar su mirada hirviente, Talox tomó a Brenna de los brazos


de Larkin.

—Vamos, Pennice.

Su madre puso los puños en las caderas.

—¿Qué pasa? —exigió.

Denan lanzó una mirada a Sela y se acercó a Pennice, bajando la voz.

—¿Has visto la magia de Larkin? —Su madre asintió—. Hay otro tipo
de magia, tan oscura como la de Larkin es luz. Cuando caiga la noche,
atacarán. Tenemos que llegar a una posición defendible antes de eso.

Su madre palideció.

—Dejé mi casa porque me prometieron que mi familia estaría más


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segura contigo que con los druidas.

—Juro por mi vida —dijo Denan—. Que te protegeré a ti y a tus hijas,


Pennice.
Tam se apoyó en su arco.

—Ni siquiera se acercarán.

Miró a los tres hombres y luego a los flautistas que se movían por el
bosque a su alrededor. Se dirigió a Denan.

—Me has robado a mi hija. ¿Por qué?

—No puede decírtelo, mamá —dijo Larkin—. La magia lo impide.

Sela tiró de las faldas de su madre, suplicó que la tomaran en brazos y


luego enterró su cara en el hombro de su madre.

—¿La magia de la luz o la de la oscuridad? —preguntó su madre.

—La de oscuridad —dijo Larkin—. Tienes que averiguar la verdad,


como hice yo.

Su madre miró a Denan.

—Quizá tenías una buena razón para secuestrar a mi hija y obligarla a


casarse contigo. Tal vez no la tenías. En cualquier caso, nos has perjudicado
a los dos.

Inclinó la cabeza.

—Te compensaré.

Su madre dio un paso atrás.

—Más te vale.

Talox hizo un gesto a Larkin y a su madre para que las siguieran


mientras Denan se marchaba.

—Adelante, mamá. Te alcanzaré —Larkin se apresuró a seguir a Denan.


Con los labios fruncidos, su madre siguió a Talox.

—Prometiste que volveríamos a por Bane —dijo Larkin cuando alcanzó


a Denan.
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Tam le echó una mirada y se adelantó, fuera del alcance del oído.

—Nunca dije eso.


Ella giró frente a él.

—¡No podemos dejarlo morir!

—¿Qué quieres que haga?

—Rescátalo.

Denan dejó escapar un largo suspiro.

—¿Cuántos hombres harían falta para dominar al ejército dirigido por


los druidas dentro de las fortificaciones de Hamel?

Hamel había estado tranquilo, algo que tenía poca importancia, pero
todavía no entendía por qué había venido el ejército y por qué habían
construido un muro fortificado en las afueras de su ciudad natal.

—No... no lo sé.

—Quinientos idelmarquianos con acceso a amortiguadores y


superioridad defensiva —amortiguadores, hechos del árbol sagrado, que
inutilizan la magia de los flautistas—. Incluso con mis dos mil flautistas, un
asedio prolongado nos expondría a las represalias de Landra —la capital del
Idelmarch y la sede del poder de los druidas—. Tendríamos que tomar la
ciudad por la fuerza en dos días. Estimo al menos quinientas bajas. Tal vez
mil.

El frío amargo la invadió a pesar del creciente calor. Se abrazó a sí


misma.

La voz de Denan se suavizó.

—¿Estás dispuesta a enfrentarte a las madres, esposas e hijos de los


hombres que mueren para salvar a tu amigo? ¿Y qué hay de los hombres del
Idelmarch? ¿Cuántos de ellos perecerán?

—¿Podríamos colarnos, como tú hiciste para rescatarme?

—Antes de los amortiguadores, sí —sacudió la cabeza—. Pero ahora


no.
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—¿Así que me estás diciendo que Bane va a morir y no hay nada que
podamos hacer al respecto?
Suspiró.

—Puedo intentar pedir un rescate por él. Quizás los druidas lo


cambiarían por oro... pero no quiero que te hagas ilusiones.

Ancestros. Se frotó el dolor en el pecho.

—¿Cómo le diremos a Caelia que dejamos a su hermano atrás?

La hermana de Bane había sido llevada al Alamant casi una década


antes.

Denan bajó la mirada y se llevó las manos a los costados.

—¿Estás tan ansiosa por salvarlo porque es tu amigo o es algo más?

—Denan… —le interrumpió.

—¿Por qué, Larkin? ¿Por qué lo elegiste a él y no a mí?

El dolor en los ojos de Denan... Ella no había querido elegir a Bane. No


así. Pero supuso que, al final, lo había hecho. Se acercó a Denan, pero él se
apartó de su contacto. No se había dado cuenta de lo mucho que lo había
herido.

—No quiso dejar el Alamant sin mí —susurró—. No podía dejarle morir,


no después de todo lo que habíamos pasado. Pensaba llevarlo a casa, a
Hamel, para ver a mi familia una vez más, y luego volver contigo —sus ojos
se cerraron. A menos que Denan lograra rescatarlo, Bane iba a morir, y no
había nada que ella pudiera hacer para ayudarlo—. Debes pensar que soy
muy tonta.

—No. Joven, tal vez. Inexperta en la guerra, ciertamente —Suspiró—.


Esperamos la resistencia de las tomadas, ¿cómo no íbamos a hacerlo? Pero
pensé... pensé que estabas creciendo para cuidarme. Y cuando escapaste con
el chico al que habías afirmado amar tantas veces, casi no fui a por ti, Larkin.
Si no fuera por mi promesa de que siempre lo haría...

Ella tragó ante el nudo en la garganta.


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—Lo decía en serio cuando dije que te había elegido.

Finalmente se encontró con sus ojos.


—No más huidas y no más secretos, Larkin. No puedo soportarlo.

—Se acabaron las huidas. No más secretos.

Se arriesgó a tomar su mano. Se quedó mirando la palma de la mano


de ella antes de tomarla en la suya.

—Enviaré un mensajero a los druidas, ofreciendo un rescate por él.


¿Servirá eso?

Ella asintió, aliviada.

—Bane no es un enemigo del Idelmarch. Los espectros son el verdadero


enemigo. Seguro que podemos hacer que los druidas lo vean.

—Ojalá fuera tan sencillo —dijo Denan.

Todavía helada por el toque del espectro, Larkin se estremeció.

—Los druidas no pueden querer que los espectros ganen. Tiene que
haber una manera.

—Si la hay, la encontraremos —apretó su mano—. Quédate con Talox


hasta que venga por ti —se puso a correr, alcanzó a Tam, y gritó órdenes a
sus hombres por su nombre.

Larkin miró en dirección a su pueblo. El rescate funcionaría. Tenía que


hacerlo. Se apresuró a alcanzar a Talox. A través del espeso bosque, Larkin
vislumbró cientos de flautistas, con sus capas de colores que los convertían
en borrones de movimiento por el rabillo del ojo.

Fue impactante la rapidez con la que los alamantes se fueron, lo bien


que se fundieron con el Bosque Prohibido. Página28
CAPÍTULO TRES

Los antiguos y enormes árboles del bosque tapaban el sol y dejaban a


los flautistas en sombras frescas. Se abrieron paso entre la hojarasca del
otoño anterior. La carne de las hojas hacía tiempo que se había podrido,
dejando tras de sí los rastros esqueléticos de las venas, delicados y hermosos
como el ala de una polilla.

El bosque olía a muerte y a vida: el picante de la podredumbre verde y


la dulzura del nuevo crecimiento. Pero en el fondo, bajo los ricos colores y
olores, fluía una corriente subterránea, una corriente subterránea que
zumbaba suavemente contra los sellos de Larkin, como si la reconociera.

El Árbol Blanco estaba a cientos de kilómetros de distancia, asentado


en las profundidades de un lago dentro de una ciudad fortificada de árboles.
Y, sin embargo, también estaba aquí. ¿Cómo no lo había percibido antes?

Larkin oyó el suave torrente del manantial mucho antes de verlo. El olor
vino después: agua limpia y fría y el musgo. El manantial burbujeaba entre
las rocas negras antes de precipitarse en el bosque.

Era el mismo manantial en el que ella, Alorica y Venna se habían


detenido aquel primer día en el bosque. Alorica había convencido a Venna
para que huyera. La habían inyectado con veneno gilgad por las molestias y
la habían cargado durante el resto del día.

Venna estaba muerta ahora.

Gran parte del ejército se detuvo a beber, aplastando el musgo verde


brillante contra las rocas. Larkin tomó su turno para beber. Ella rellenó su
odre de agua mientras Sela se tumbaba sobre el vientre y bebía directamente
de la fuente.
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Se movieron río abajo para dejar que otro tuviera su turno. Encontraron
a su madre apoyada en un árbol, amamantando a Brenna. Larkin le entregó
el odre y su madre lo vació de una sola vez.
Larkin indicó a Sela que se arrodillara junto a ella en la orilla. Juntas, se
lavaron el sudor y la suciedad de las manos y la cara: el día de mediados de
primavera se había vuelto caluroso.

Agachado junto a ella, Talox se movió con el agua goteando de su


barbilla.

—Tengo mis propias necesidades que atender. Rellenaré ese odre y


volveré enseguida.

Su madre lo observó hasta que se perdió de vista.

—Dime la verdad, Larkin. ¿Denan te ha encantado? Porque si es así...

—¿Te lo han dicho los druidas? —Larkin se sacudió la trenza


despeinada y la volvió a peinar—. Has sentido el encanto de los flautistas.
Su influencia desaparece con su música.

Su madre desenganchó a la bebé y la cambió al otro pecho.

—¿Y qué opinas de Denan?

Evitando la mirada de su madre, Larkin ató el extremo de la trenza con


un cordón de cuero.

—Es el mejor hombre que he conocido.

—No lo conoces realmente.

Larkin mojó la esquina de su túnica prestada y limpió una mancha de


polvo que Sela había pasado por alto en su sien.

—Ya está —dijo Larkin.

Claramente agotada por haber caminado toda la mañana, Sela se tumbó


sobre el musgo y observó cómo pasaba el agua.

Larkin se sentó junto a su madre. Bajó la voz a un susurro para que Sela
no la oyera.
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—Pensé que conocía a Bane —Su nombre se sentía como una brasa en
su lengua—. Fue mi mejor amigo durante años. Pero nunca imaginé que él
y Nesha estuvieran juntos, que ella estuviera embarazada de él.
Antes de Nesha, se había acostado con Alorica y Larkin tampoco lo
sabía.

Su madre hizo una mueca y fingió interesarse por algo que estaba a su
izquierda. La mirada de Larkin se estrechó.

—¿Lo sabías?

Su madre se movió nerviosa.

—Intenté que Daydon permitiera que se casaran. Pero con su pie de


palo... Ofreció a Bane para ti en su lugar. Era la única manera de salvarte del
bosque.

Larkin se frotó la cara e intentó contener su creciente ira.

—Nesha cree que le robé a Bane a sabiendas.

Su madre levantó una ceja.

—Ella dijo que los viste besándose.

Al parecer, su madre también lo creía.

—¿Por qué se apresuran a pensar tan poco en mí? Vi a Nesha besando


a alguien; nunca vi su cara, nunca adiviné que era Bane.

—Tal vez nunca conozcamos realmente a una persona —Su madre se


limpió las mejillas—. ¿Recuerdas cuando tu padre te perseguía por nuestra
cabaña a cuatro patas y te hacía cosquillas hasta que llorabas?

—Lo odio.

—No siempre fue horrible.

¿Por qué lo defendía? Él había traicionado a su madre después de todo.

—Me salvó del bruto de mi padre y de la cobarde de mi madre —


continuó su madre—. Me llevó donde no podían encontrarme, incluso con
todo su dinero. Compró tierras y me construyó una casa con sus propias
manos.
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Larkin nunca había oído estas historias. Su madre nunca hablaba de su


pasado. Entonces, ¿por qué empezar ahora?
Su madre se rio.

—Ninguno de los dos sabía nada de agricultura. Trabajábamos hasta


que nos sangraban los dedos.

Sin embargo, todo había cambiado aquella tarde en la que escuchó a su


madre decirles que tendría otra hija.

—¿Por qué se enfadó tanto cuando supo que Sela era una niña?

Su madre se encogió de hombros.

—Nunca me lo dijo. Todo lo que hacía era beber.

Era malo cuando bebía.

—Nunca lo perdonaré, a Nesha tampoco.

—Ellos son tu familia.

—Y ambos casi me matan.

—Larkin —dijo su madre, su voz reprendiendo.

Resoplando con disgusto, Larkin se apartó del lado de su madre para


tumbarse junto a Sela en las rocas cubiertas de musgo, observando cómo la
luz resaltaba las cintas de agua. Metió la mano y sacó una piedra lisa de color
malva.

—Bonita.

Sela miró la roca, se levantó y se alejó. Larkin, con el corazón encogido,


la vio partir.

***

Por encima de las copas de los árboles, los enormes acantilados se


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alzaban cada vez más grandes. La cascada partía los acantilados por la mitad
y el rugido era perceptible incluso a esta distancia. Debajo de ese rugido,
sonaba el golpe de las hachas. Doblaron una esquina y su vista se abrió a la
base del barranco.

Los flautistas construyeron un muro de picas: palos afilados atados a las


vallas en el ángulo perfecto para empalar a una horda que se precipita. Más
allá de eso, se habían instalado capullos para dormir en los árboles y los
fuegos para cocinar desprendían un humo perezoso.

—Ya casi estamos —dijo Talox. Sela dormía sobre su enorme hombro,
con los brazos apretados incluso en el sueño.

Larkin respiró aliviada: le dolían los brazos de sostener a Brenna.

Ha pasado mucho tiempo desde su almuerzo de carne seca y fruta.

—Gracias a los ancestros —murmuró su madre. Entre el parto, la


lactancia y la falta de sueño, estaba claro que le costaba poner un pie delante
del otro.

Talox señaló hacia adelante. Larkin sombreó los ojos y divisó a Denan
en un corte de la línea de picas. Apoyando la cabeza de Brenna, Larkin se
apresuró a avanzar.

Desenredando su arco, Denan salió a su encuentro. La abrazó,


apretándola demasiado fuerte. Brenna se retorció y gruñó. Él se apartó y se
rio. Apoyó una mano en la cabeza de Brenna.

—Lo siento, pequeña.

Larkin se asomó detrás de él.

—¿Qué está pasando?

—Debes estar cansada. Déjame llevarla a mí —Sin mirarla a los ojos, le


quitó a Brenna de los brazos y empezó a pasar por la línea de la pica.

La inquietud ardió en su vientre.

—¿Qué es lo que no me estás diciendo? —Denan la miró con recelo y


luego volvió a apartar la mirada.
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La situación le recordaba a la primera vez que atravesaron el bosque.
Sólo que esa vez, él había sido obligado a no decirle la verdad por una
maldición, una maldición que ya no se aplicaba a ella.

—Denan...

Volvió a mirar a Talox, a su madre y Sela.

Bajó la voz.

—Los espectros no sólo toman esclavos. Se fijan en ciertas chicas. Y no


se detienen hasta que las tienen.

El horror invadió a Larkin. Podía sentir al espectro a su alrededor de


nuevo. Su olor invadió su cuerpo. Sus sombras se comieron todo el calor y
la bondad. La visión del Árbol Negro se superpuso a la realidad. No pudo
recuperar el aliento. No podía recuperarlo.

Denan arrastró a Larkin detrás del refugio de un enorme árbol.

—Por eso no quería decírtelo.

—¿Por qué?

—Tal vez… —Brenna se quejó y Denan le dio unas palmaditas en la


espalda—. Tal vez todo este tiempo han estado buscando a la chica destinada
a romper la maldición.

Mareada, Larkin apretó la mano contra la corteza. El leve y constante


cosquilleo en sus sellos aumentó. La calma la invadió. Exhaló aliviada.

—No le digas a mi mamá.

Ya era bastante malo que ella lo supiera.

La mandíbula de Denan se endureció con furia o determinación, o


ambas cosas.

—Ramass tendría que atravesar mi ejército y el de Demry para tocarte,


Larkin. Estás a salvo.
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Dos mil contra la horda mulgar. ¿Sería suficiente?

—¿Cuánto falta para llegar al Alamant?


El alboroto de Brenna aumentó y él la hizo rebotar en sus brazos.

—Si forzamos la marcha, dos días. Tal vez tres.

Los hombres morirían. Esta noche.

Esto estaba sucediendo demasiado rápido. No podía asimilarlo todo.

—¿Mi familia?

Se atragantó, pensando en el terror que sufriría Sela y tan pronto había


empezado a abrirse de nuevo.

Brenna se había acomodado en sus brazos. La puso sobre su hombro y


le frotó la espalda.

—Las encantaremos y las esconderemos en lo alto de los árboles.


Dormirán durante lo peor y se despertarán sin recordar lo sucedido.

—¿Y si los mulgars se abren paso?

—No lo harán.

—Pero si lo hacen…

—Tenemos la ventaja de elegir nuestra ubicación y construir fuertes. Y


sólo tenemos que retenerlos hasta la mañana.

—¿Los mulgars no pelean durante el día?

—Oh, lo harán. Son oportunistas, impulsados por el instinto y el odio.


Van por la muerte fácil, el sabor de la sangre. Pero sin los espectros para
conducirlos, no seguirán lanzándose sobre nuestras lanzas. Se retirarán —él
ahuecó el lado de su cara—. ¿Dónde está mi esposa guerrera? ¿La que
desafió el bosque dos veces para proteger a sus seres queridos? ¿La primera
mujer guerrera en tres siglos?

—No es que haya hecho nada con esa magia —refunfuñó.

—Me has salvado. Y tu magia sólo se hará más fuerte como tus sellos.
Algún día, harás más. Sé que lo harás.
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El peso de sus palabras se instaló en su corazón.


—¿Cómo puedes saber eso?

Cambiando a Brenna al otro brazo, se levantó la manga, mostrando el


sello ahlea, el sello de la magia femenina, en su muñeca.

—Estaba destinado a encontrar a la persona que rompería la maldición.


Te encontré a ti.

Apoyó la palma de la mano en su mejilla no herida.

—El Idelmarch perdió la magia y la memoria; el Alamant se enfrenta a


la esterilidad y la sombra. Parte de esa maldición se rompió contigo. Creo
que puedes romper lo demás.

Larkin oyó los pasos trabajados de su madre mucho antes de llegar a


ellos.

—Empieza con tu madre —se echó hacia atrás—. Mira si puedes quitar
la maldición de ella.

Su madre resopló a la vista. Se puso rígida al ver a Brenna en brazos de


Denan. Luego, su mirada se dirigió a Larkin y se calmó.

—¿Qué ocurre?

Denan esbozó una brillante sonrisa.

—Hay un hermoso estanque debajo de la cascada para lavarse, Pennice.


Los ancestros saben que la bebé necesita ser cambiada —le sonrió—.
¿Verdad, dulce niña?

Dando una patada en los pies, Brenna le miró fijamente con unos ojos
que aún se encontraban entre el marrón y el azul. Le recordaban tanto a
Larkin los ojos violetas de Nesha que tuvo que apartar la vista por un
momento. Su madre le quitó a la bebé y dio un paso atrás.

Fingiendo que no había notado su desconfianza, Denan se adelantó a


ellas.

—Por aquí.
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Larkin sintió la mirada interrogante de su madre sobre ella, pero


mantuvo la cabeza baja y siguió a Denan. Se detuvo en la base del estanque
rodeado de piedras. El agua se precipitaba desde los escarpados acantilados
cubiertos de helechos a un estanque de color turquesa.

Los flautistas estaban en la orilla con los arcos en la mano, mientras


pescaban su cena. Otros se sentaban alrededor de las hogueras, durmiendo
o comiendo. Incluso con las masas de soldados, seguía siendo un lugar
hermoso. La niebla besaba su rostro sudoroso y se sentía como una caricia
fresca en su cuello expuesto.

Pero esa tranquilidad y belleza parecían estar muy lejos. Todo lo que
Larkin podía sentir era tristeza. La primera vez que había estado aquí con
Alorica y Venna. Habían estado tan decididas a escapar, tan unidas en su
odio a los flautistas.

La segunda vez, Larkin había escapado con Bane. Se habían lanzado


por la cascada en su pequeño bote. Larkin aún podía sentir la arenilla contra
su mejilla. Todavía sentía la conmoción al ver a cientos de mulgars parados
justo dentro de la línea de árboles, observando, pero sin atacar.

¿Por qué no habían atacado?

—¿Larkin? —Salió de sus recuerdos para encontrar a su madre


observándola con preocupación—. ¿Qué pasa?

Su madre no se dejaría engañar, no una segunda vez.

—Estuve aquí con Venna y Bane.

Venna estaba muerta. Si el rescate de Denan salía mal, Bane también lo


estaría. Se atragantó, cualquier otra palabra que hubiera podido decir se le
pegó a la garganta.

Su madre la alcanzó.

Desde la piscina, Tam cacareó mientras levantaba dos peces en la misma


flecha. Los hombres que le rodeaban le dieron una palmada en la espalda y
le vitorearon.

—Parece que Tam tiene nuestra cena —Pasó por delante de su madre.
Página37

***
Con las barrigas llenas de pescado y verduras cosechadas, Larkin dedicó
los últimos momentos de luz solar a lavar los pañales de Brenna; incluso con
los mulgars y los espectros a la caza de ellos, esas cosas debían hacerse. Su
madre los escurrió y los colgó en los arbustos para que se secaran mientras
Sela miraba la cascada como si estuviera embelesada.

Al restregarse las manos, Larkin vio su reflejo en las manos ahuecadas.


La sangre del espectro le había dejado quemaduras salpicadas en la mejilla y
el cuello, entre las pecas; el escozor, una de las muchas pequeñas heridas.
Se estremeció y dejó caer el agua.

A una docena de pasos de la orilla, sobresalía un peñasco, el mismo que


ella y Denan habían compartido la primera vez que atravesaron el bosque.
Acababa de descubrir que él pretendía convertirla en su esposa, lo quisiera
ella o no. Estaba tan enfadada con él. Tan confundida, herida y perdida.

También era la primera vez que tenía un nombre para las cosas extrañas
que podía hacer desde que él le había dado el amuleto. Lo tocó a través de
su túnica, sintiendo la silueta de un árbol que se imprimía en su piel. Al igual
que las flechas sagradas y las armas de los flautistas, estaba hecho de la
madera sagrada del Árbol Blanco y tenía su propio tipo de magia.

Al igual que la magia que latía en sus cuatro sellos. Los abrió a la magia
y se maravilló al ver que brillaban iridiscentes, con formas geométricas y
florales. Seguían creciendo en tamaño y fuerza. El que tenía en el dorso de
la mano invocaba su espada. La del antebrazo izquierdo invocaba su escudo.
Los dos últimos estaban en la nuca y en una banda alrededor del brazo. No
sabía lo que hacían.

Abrió el que tenía en el brazo a la magia, al zumbido familiar, casi


doloroso. Se concentró en ella misma y en su madre, tratando de ver qué
había de diferente entre ellas, por qué una estaba maldita y la otra no.

Nada.

Lo intentó de nuevo con el sello del cuello. Todavía nada. Se frotó la


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mano en la cabeza, frustrada. Ayudaría si supiera cómo su maldición se había


roto. ¿Quizás había nacido así?
No. Se frotó el pulgar por la débil cicatriz de la palma de la mano. Todo
había cambiado con la astilla. Su primera espina. Imperfecta y rápidamente
perdida. La primera vez que había atravesado el bosque, la barrera o la
Agitación, como la llamaba su gente la había atacado, convirtiéndola en un
desastre de terror. La segunda vez no lo hizo. Pero volvió a hacerlo la tercera.

¿Pero qué le había permitido recibir su espina en primer lugar? Era casi
como si el Árbol Blanco hubiera extendido la mano a través de los árboles
ordinarios, infundiéndole la magia suficiente para que ella pudiera utilizarla.
Como si el árbol se hubiera preocupado por ella incluso entonces. Como lo
haría un amigo.

—Los árboles son nuestros amigos.

Las palabras que Sela había pronunciado en el anillo del arbor2 y antes,
cuando ella y Larkin habían corrido para salvarse de la bestia. El
encantamiento hacía que los árboles parecieran velas que se derretían, y sus
ramas malvadas y ardientes arremetían contra Larkin.

Hasta que las frías manos de su hermana tocaron los hombros de Larkin.
El encanto se había desvanecido. Algo se había liberado dentro de Larkin:
una luz donde antes sólo había oscuridad. Y entonces Larkin se había fijado
en Denan, que había estado vigilando a Sela, manteniéndola a salvo desde
la distancia.

¿Podría ser? ¿Era Sela la que Denan debía encontrar, la que había roto
la maldición? Larkin jadeó y se puso en pie, con la mirada puesta en su
hermana, que apilaba piedras en precarias torres.

—Larkin.

Denan se acercó por detrás de ella. Llevaba su armadura de cuero cocido


y tachonado. A la espalda llevaba su hacha y su escudo, ambos hechos de la
impenetrable madera del Árbol Blanco, que devolvería a la sombra cualquier
cosa con magia oscura hasta que volviera la noche.
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2
Esta palabra tiene un doble significado y no puede confundirse Arbor con Anillo de arbor ya que
este último se refiere a un claro en medio de un bosque con ciertas propiedades mágicas en contra de los
espectros y el primero es un título casi noble y extremadamente raro ya que es una especie de vidente que
trabaja para el Rey flautista. Ambos casos están conectados directamente al Árbol Blanco, pues su poder
proviene de él.
La forma en que la miraba, casi con reverencia. ¿Y si esa reverencia se
debía a que la consideraba una rompemaldiciones, la salvadora de su pueblo?

No. Sela era una niña. Ella no pudo haber sido la que rompió la
maldición.

Simplemente no pudo.

La mirada de Denan se fijó en Larkin, abierta y vulnerable y tan llena


de necesidad.

—¿Qué ocurre? —su voz se quebró con la pregunta. Era una pregunta
estúpida. Podría morir esta noche, protegiéndola a ella y a su familia. Puede
que nunca lo viera de nuevo.

—¿Vienes conmigo? —preguntó.

Su madre colocó los últimos pañales sobre un arbusto.

—Tiene que quedarse conmigo.

—Vuelvo enseguida, mamá.

Larkin se puso en pie y tomó la cálida mano de Denan entre las suyas.
Larkin sintió los ojos de su madre sobre ella. Estaba claro que no lo aprobaba.
¿Cómo podía hacerlo? Pero Larkin no se apartó. No podía hacerlo.

Siguió a Denan sin decir palabra a lo largo del estanque de agua. Él


miró a su alrededor una vez antes de arrastrarla a un hueco escondido detrás
de un árbol. El rocío de la cascada empañó su piel y el rugido de la misma
llenó sus oídos.

El espacio era estrecho, la espalda de ella contra la pared rocosa cubierta


de musgo, los helechos cubriendo su pelo. El cuerpo de él estaba a sólo un
suspiro; el calor entre ellos se convirtió en algo vivo. Las manos de él se
apoyaron a ambos lados de la cabeza de ella. Los músculos de sus brazos se
bloquearon como si se necesitara mucha fuerza para no tocarla.

—Denan, ¿qué pasa?


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—Casi te pierdo hoy —Sonaba casi enfadado. Apoyó su frente contra


la de ella—. Larkin, si los espectros hubieran…
Incapaz de soportar su dolor, levantó la mano y tomó su rostro imberbe
entre las palmas.

Que el bosque se la lleve, podría perderlo a él también.

—Estoy aquí.

—¿Puedo besarte?

Él todavía no había encontrado su mirada. Parecía casi... tímido. Ella


escuchó la pregunta que él no estaba haciendo. ¿Quería esto? ¿Lo quería
para siempre?

—Ya nos hemos besado dos veces —le recordó ella sin aliento.

—Pero siempre me has besado —El dorso de sus dedos se desplazó por
su mejilla, a lo largo de su cuello, antes de rozar su clavícula, dejando un
rastro de fuego dondequiera que tocaran—. Esta vez, quiero besarte.

—Sí.

Por favor.

Un rastro de sonrisa se dibujó en sus labios carnosos. Y entonces,


finalmente, su mirada se encontró con la de ella. La profundidad del
sentimiento en sus ojos de obsidiana hizo que el corazón le diera una patada
en el pecho. ¿Ese sentimiento estaba basado en una mentira? Ancestros, no
puede ser. No podía haber saboreado esto sólo para perderlo tan pronto.

Quería levantarse, rodearlo con sus brazos y besarlo. Pero se obligó a


esperar, a dejar que él marcara el ritmo. La yema de su pulgar le rozó el labio
inferior, y la mano de él se deslizó a lo largo de su mandíbula hasta llegar a
su pelo. Le inclinó la mandíbula hacia atrás. Ella se mojó los labios y cerró
los ojos. Sus bocas se encontraron, los labios de él eran suaves y tiernos.

Le agarró la cara entre las manos, con las marcas del icor ásperas bajo
sus dedos. Le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas. Las palmas
de las manos de él rozaron su espalda antes de posarse en su cintura.

Se estaba conteniendo. Siendo paciente. Considerado. El bosque que se


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lo lleva, siempre fue tan paciente y considerado. Le tomó el labio inferior


con los dientes, pellizcando antes de chupar suavemente. Él gimió, un
gemido que hizo estallar a Larkin, convirtiéndose en un calor fundido que se
extendió por su torso y luego por sus extremidades.

Él profundizó su beso, sus brazos la rodearon con tanta fuerza que la


levantó del suelo, los dedos de sus pies rozando el suelo musgoso.

—Denan —llamó Tam desde fuera de la vista.

Dejó escapar un suspiro frustrado y apoyó la frente en el pliegue de su


cuello.

—Denan —llamó de nuevo—. Es casi la puesta de sol —escuchó la


disculpa en la voz de Tam.

Denan gruñó por lo bajo en su garganta; ella pudo sentir las vibraciones
contra sus labios.

—No empiezo una batalla que no puedo ganar. No te pasará nada,


Larkin. Lo juro por mi vida.

—¿Y quién te protegerá? —La emoción ahogó su voz.

—Siempre vendré por ti.

Las lágrimas se le atascaron en la garganta. Se aferró a las palabras que


antes había sentido como una maldición; ahora, eran una promesa que la
mantenía a flote en un mar de confusión.

La apretó.

—Te quiero.

Las palabras la sorprendieron. Antes de que pudiera decidir si debía


responderlas, él se alejó. Las yemas de sus dedos cubrieron su boca. Todavía
podía saborearlo, sentir su cuerpo contra el suyo. ¿Y si nunca volvía a ella?

Se dio cuenta de que había venido a prepararla, a asegurarse de que no


había dejado ninguna palabra sin decir antes de la batalla. Se apresuró a
seguirle con los brazos extendidos, pero cuando salió de la alcoba, él ya había
pasado junto a Tam y Talox, con una mirada feroz y oscura.
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Mojada por el rocío de la cascada, se estremeció. Los dos flautistas se


enfrentaron a ella.
Tam tuvo el descaro de guiñar el ojo.

Talox puso los ojos en blanco ante su amigo.

—¿Puedes hablar en serio, aunque sea un momento?

Tam le empujó.

Talox apenas se movió.

—Denan ha ido a la batalla cientos de veces, Larkin.

Por un momento se preguntó por qué no habían empezado a perseguir


a Denan. Después de todo, eran sus guardias personales. Luego se dio cuenta
de la verdad: él los había dejado para que la protegieran.

—No —dijo ella—. Ve con Denan. Estaré bien.

—Yo sí —dijo Tam—. Sólo Talox se queda. Pero no podía perder la


oportunidad de burlarme de ti antes de irme.

Talox golpeó la parte posterior de la cabeza de Tam.

—Sus hombres lo aman, Larkin. No lo dejarán caer.

Tam hizo una mueca.

—Yo no diría amor. Un cierto cariño, tal vez —Larkin se frotó la


garganta.

—Eso no se puede saber. Nadie puede.

Talox no se mostró en desacuerdo.

—No estará en el frente —Tam lanzó su daga, recogiéndola por la


empuñadura—. Estará dirigiendo a sus comandantes y a las reservas —
maldijo cuando se equivocó de momento y se cortó el dedo. Sorbiendo la
fina línea de sangre, recogió la daga—. Después de todo, no puede morir
nuestro Príncipe.

Hizo brillar sus sellos, y en sus manos aparecieron una espada y un


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escudo de luz dorada. Tam volvió a dejar caer su daga.

Talox parecía más decidido que nunca.


—No has sido entrenada para usarlas.

Él tenía razón. Ella sólo estorbaría. Los descartó de mala gana.

—¿Qué puedo hacer?

Talox sacó sus flautas de debajo de la camisa.

—Podría encantarte. Cuando te despiertes, él estará allí.

Consideró la brillante flauta.

—No. Si él puede luchar, yo puedo esperar por él.

Talox lo volvió a meter en su camisa.

—Entonces esperaré contigo.

Tam giró sobre sus talones.

—¡Diviértete vigilando a las mujeres y a los niños, Tal! Yo me voy a


matar mulgars.

Abrió la boca para regañarle por ser tan frívolo, pero Talox apoyó su
pesada palma en el hombro de ella, con los ojos brillando mientras decía—:
Te clavan en un árbol porque eres demasiado bajito para alcanzar los
escudos.

Tam extendió los brazos en señal de desafío.

—¿Por qué esconderse detrás de un escudo cuando puedes hacer llover


fuego desde arriba?

Empezó a silbar.

Talox se inclinó sobre ella.

—El humor es la forma en que Tam lidia con el miedo y el dolor.

—¿Cómo puedes soportarlo? —murmuró Larkin.


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—Deberías probarlo. Ayuda.

La llevó río abajo. Su madre amamantó a la bebé junto al río mientras


Sela se acurrucaba contra una raíz nudosa, con la oreja pegada a la corteza
y una expresión soñadora. Talox las guio hasta un árbol alto, donde
esperaban tres hombres. Él los presentó como Dayne, Ulrin y Tyer. Dayne
era alto y ancho, empequeñeciendo a todos los demás hombres. Ulrin tenía
una sola ceja, cuya curva hacía juego con su bigote. A juzgar por su larga
cabellera, Tyer estaba casado.

Ulrin y Dayne levantaron a las niñas y empezaron a subir al árbol bajo


el que había estado Sela. Tyer ayudó a su madre.

Cuando Larkin se movió para seguirlo, Talox levantó una mano.

—Tu familia estará más segura separada de ti.

Su boca se abrió en una protesta sin palabras.

—Pero…

Se detuvo al decir que tenía que protegerlos. Talox tenía razón. Si los
espectros iban tras Larkin, su familia estaba más segura lejos de ella.

Su madre bajó del árbol de un salto.

—Nos quedaremos juntas.

La expresión de Talox se suavizó.

—La magia oscura persigue a Larkin específicamente. Tus pequeñas te


necesitan. Yo cuidaré de Larkin.

Los ojos de Larkin se cerraron. No quería que su madre supiera que los
espectros la cazaban.

A su madre se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Cómo es esto más seguro que el Idelmarch, Larkin? Habríamos


estado mejor con los druidas, y ya sabes cuánto odio a los druidas y a esa
despreciable Reina.

Era fácil olvidar que el Idelmarch tenían una Reina. Iniya Rothsberd
había perdido su poder ante los druidas décadas antes de que Larkin naciera.
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Incluso la habían echado de su propio castillo.


—Hay dos mil hombres entre yo y los… —Espectros. Larkin se
atragantó, la maldición le tapó la boca—. La magia oscura. Esto es sólo una
precaución.

Su madre se abrazó a sí misma.

—Todos hemos sido maldecidos, ¿no es así?

Larkin parpadeó sorprendida. Su madre era una mujer inteligente y


valiente.

—Sí, mamá. Y voy a romperlo.

La certeza ardía en su pecho. Pero entonces su mirada se dirigió a Sela,


con el resentimiento encendido. Larkin se estremeció. Sela era su hermana.
La quería.

Su madre se limpió las mejillas y lanzó una mirada feroz a Talox.

—Tráela de vuelta a salvo.

Se inclinó.

—Por mi vida.

Su madre se volvió sin decir nada y tomó la mano de Tyer. Larkin


observó cómo los tres soldados ayudaban a su familia a subir al árbol.

Talox tocó el brazo de Larkin.

—Por aquí.

Miró hacia el lugar donde el sol se había partido por la mitad en el


horizonte. Con una última mirada a su madre y a sus hermanas, Larkin se
subió a otro árbol lo suficientemente lejos como para no poder distinguir a
su familia a través del bosque que los separaba. Allí, se acomodó para ver
morir lo último de la luz del día.
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CAPÍTULO CUATRO

Hacía tiempo que el sol había desaparecido bajo el horizonte, y todavía


no habían llegado los mulgars. Dentro del campamento, los guardias
patrullaban las sombras bajo los árboles. Los arqueros se habían atado a los
árboles del perímetro. Los soldados de a pie esperaban tensos bajo ellos.

Más allá, los ingenieros habían talado una línea de árboles, cuyos
troncos se habían apilado estratégicamente en el centro y se habían posado,
mientras que las ramas se habían amarrado para crear filas de picas ante una
trinchera poco profunda.

El bosque estaba inquietantemente tranquilo; incluso el viento se había


apagado. Larkin había dormido tan poco y había estado tan preocupada
durante las últimas semanas que su cuerpo se sentía agotado. Los ojos le
ardían cada vez que parpadeaba. A pesar de su declaración de que esperaría
y vigilaría, se quedó dormida en un capullo estirado entre dos ramas.

Fue el olor lo que la despertó primero. Un penetrante olor a carne


podrida. El corazón le retumbó en la garganta y se incorporó, con la mirada
puesta en el último lugar donde había estado Denan, cerca del centro de la
línea, detrás de los soldados. Él no estaba allí. Salió del capullo. Su pie atrapó
el borde. Se agarró a una rama para estabilizarse; la caída al suelo del bosque
parecía muy lejana.

—Allí.

Talox señaló a la derecha. El escudo de Denan brillaba a la luz del fuego


mientras llamaba a sus hombres y daba órdenes a sus capitanes. Uno de los
arqueros hizo una advertencia. Los flautistas se pusieron en formación de
batalla a dos filas de profundidad.
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La primera fila llevaba espadas cortas y enormes escudos. La segunda


llevaba lanzas.

Se sentó en su capullo, con las piernas colgando.


—¿Espectros?

Sacudió la cabeza.

—Estarán lejos de las flechas sagradas, haciendo avanzar a los mulgars.

—Pero puedo olerlos.

Sacudió la cabeza.

—No son tan viejos ni aceitosos.

Olfateó. Talox tenía razón. El olor era el de un cadáver fresco que acaba
de empezar a girar. No el de la putrefacción y la tumba.

—¿Qué es, entonces?

—Mulgars. Miles de ellos.

Apenas habían hablado y el primer mulgar se separó de la línea de


árboles. Llevaba lo que en su día había sido un fino vestido y unas líneas
negras marcaban su rostro y desaparecían en una armadura desparejada. No
había logrado dar dos pasos antes de caer, con el cuerpo erizado de flechas.

Cientos de mulgars salieron de las sombras del bosque, con la luz del
fuego grabando sus rostros en la oscuridad. Aparte del golpeteo de cientos
de pies, no hicieron ningún ruido. Ni cuando las flechas se incrustaron en su
carne, goteando sangre negra, ni cuando la primera docena cayó sobre las
picas o las docenas y docenas que les siguieron; los cuerpos se apilaban a
dos y tres metros de profundidad y, aun así, siguieron llegando, saltando
sobre sus caídos sin pausa.

—¿No sienten dolor? —preguntó Larkin.

—Sólo conocen la voluntad de sus amos.

De los árboles salían más y más.

—¿De dónde vienen todos?


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—Del lado de los valyanthianos del Bosque Prohibido.

Los primeros alcanzaron la línea de los alamantes. Las lanzas se clavaron


desde arriba, las espadas desde entre los escudos. Más mulgars cayeron,
muriendo sin hacer ruido. Cojeando sobre los muñones de las piernas o
pisando sus propias entrañas derramadas, lucharon hasta la muerte. Sus
rostros permanecían inexpresivos, vacíos.

Antes habían sido humanos, pero ya no lo eran.

—¿Mi madre y mis hermanas están viendo esto? —preguntó Larkin con
voz entrecortada.

—Sus guardias las mantendrán dormidas —dijo Talox—. Como debería


hacer yo.

Sin embargo, no hizo ningún movimiento hacia su flauta.

Ella se movió para mirarle, con su capullo balanceándose bajo ella.

—Entonces, ¿por qué me permites mirar?

—Has sido elegida como guerrera, Larkin. Esta será tu vida algún día.

Los flautistas llamaron arriba y abajo de la línea. El primer hombre cayó,


con las manos agarrando su costado. Un soldado de reserva se desplazó para
sustituirlo, mientras un par de sanadores levantaban al hombre en una camilla
y lo llevaban a la tienda de los sanadores.

—¿Cómo puedo ser una guerrera si soy esposa y madre?

La mayoría de las mujeres alternaban entre el embarazo y la lactancia


hasta bien entrada la cuarentena.

—Hay hierbas para evitar a los niños o para limitarlos, si lo prefieres.

—Esas cosas son mitos —Su madre siempre lo había dicho. Como la
partera del pueblo, debería saberlo.

—Quizás para el Idelmarch —dijo Talox.

Si tal cosa fuera posible, Larkin podría vivir el tipo de vida que quisiera.
Podría elegir.
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—¿No he sido elegida también para ser Reina? ¿Para romper la


maldición?

—Una Reina es una guerrera necesaria en tiempos como estos.


Se agarró a los bordes de su capullo.

—No estoy segura de que lo elegiría.

Talox se encogió de hombros.

—A veces no es lo que elegimos, sino lo que nos elige.

Sus palabras le hicieron sentir la duda que tenía en su interior. ¿Y si no


hubiera sido elegida?

Denan rotó su línea de frente hacia afuera. Llevando a sus heridos, se


retiraron a un lugar seguro. Descansaron, bebieron agua y vendaron las
heridas superficiales. Algunos se tumbaron, pero la mayoría no perdió de
vista a los mulgars.

Talox se frotó la cabeza.

—Sé dueña de tu destino, Larkin. Sea lo que sea.

—¿Y si no soy buena como guerrera?

¿Y si no era más que la primera mujer con magia? ¿Una coincidencia


de tiempo y nada más?

—Fuiste elegida por el Árbol Blanco. Puede ver cosas dentro de nosotros
que no podemos ver por nuestra cuenta.

En la tienda de los sanadores, un soldado empezó a gritar, gritos que


sonaban extrañamente similares a los que había hecho Venna. Larkin cerró
los ojos contra los recuerdos que la asaltaban. Venna con fiebre en sus
brazos. Las líneas negras que trepaban por su piel, sangrando en sus ojos. La
locura que se había apoderado de ella antes de intentar matar a Larkin.

Larkin comenzó a levantarse.

—Debería asistir a los sanadores.

La mano de Talox se cerró sobre su hombro.


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—Los espectros no pueden sentirte en los árboles.

—Pero los pabellones…


—No queremos que los espectros sepan dónde puedes estar, a veces
pueden sentirte si te alejas de los árboles.

Incluso rodeada de agua, fuego y dos mil hombres, no estaba a salvo.


Larkin apretó los dientes. Si iba a ser una guerrera, derrotaría a los espectros
de una vez por todas.

—¿Me enseñarás? ¿A matarlos?

Talox agarró un cuchillo, como si el mero hecho de hablar de los


espectros le provocara ansiedad.

—Los espectros no pueden morir. Sólo pueden ser devueltos a la


sombra.

Si la maldición podía ser derrotada, incluso en parte, seguramente había


una forma de derrotar a los espectros.

—Entonces enséñame eso.

Observó la batalla.

—Cuatro espectros con tres siglos de experiencia. Son los mejores


guerreros que han existido y astutos como una manada de lobos. No puedes
derrotar a los espectros, no sola.

El día anterior, Denan había cargado contra los espectros mientras Tam
golpeaba desde la distancia.

—Arqueros, usan arqueros.

Talox asintió a la primera línea.

—Por eso no ves a ninguno de los espectros ahora. Una flecha debilitará
a un espectro. Dos o tres los devolverán a la sombra. Si tienes que luchar
contra ellos cuerpo a cuerpo, mantén un arquero cerca para acabar con ellos
en el momento en que haya una línea de visión clara.

—¿Nadie los vence en el cuerpo a cuerpo?


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—Es poco común, no cuando el más mínimo corte de sus cuchillas lo


convierte a uno en un mulgar.
—Pero tengo una ventaja —Cuando los espectros habían estado
esperando fuera del anillo de la glorieta y ella había estado segura de que
estaba condenada, había disparado su escudo y casi los envió a todos de
vuelta a la sombra—. Puedo pulsar.

Una sonrisa malvada curvó sus labios.

—¿Te imaginas lo que podría hacer una docena de mujeres con magia?

Lo cambiaría todo.

Invocó su espada, una hoja curvada y cortante con una punta para
clavar. Brillaba con una tenue luz dorada en la oscuridad total, Talox arrancó
una hoja y la pasó por el borde. Se partió por la mitad con la mínima presión.

—Una hoja tan afilada puede ser tan peligrosa para la persona que la
empuña como para su enemigo. Por no hablar de que la luz llama la atención.
La tradición dice que los antiguos podían cambiar de arma. Incluso variar el
filo y el brillo de la hoja. Tienes que averiguar cómo antes de que termines
en problemas.

—Tal vez si disminuyo el flujo de magia —Larkin apretó sus sellos, y la


hoja se atenuó hasta convertirse en el más débil contorno de luz, como el
reflejo de la luz de la luna a través de las hojas brillantes.

Talox probó otra hoja. No se cortó en absoluto. Pasó el pulgar por el


borde y luego presionó más fuerte.

—Bien. De todos modos, es mucho más seguro para ti.

Y consumiría menos magia.

—Ahora —continuó Talox—. Mira si puedes cambiar la forma.

Con un pensamiento, lo convirtió en un cuchillo. Luego una daga. Una


hoja de dos manos. Asombrada, hizo flamear su escudo y lo cambió de
redondo a cuadrado.

Debajo de ellos, un hombre gritaba. Dos soldados lo arrastraban entre


ellos hacia la tienda de los sanadores, la sangre brotaba de su pierna. Se frotó
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el nudo en la garganta.

—¿Cómo lo soportan? ¿Cómo lo soporta alguno de ustedes?


—Es suficiente por esta noche.

Talox sacó su flauta y tocó una música llena de soles somnolientos y


abejas zumbantes. Larkin intentó ponerse de pie, pero sus piernas no querían
moverse y pensándolo bien, ella tampoco quería que se movieran. Estaba
demasiado cómoda y somnolienta. Su horror se desvaneció y se convirtió en
un sueño satisfecho.

—Pero tengo puesto un amortiguador —protestó ella, aunque no quería


que dejara de tocar. Denan se lo había dado cuando intentó rescatarla. La
hacía resistente a los encantamientos de los flautistas.

Talox levantó su cadena con el amuleto y el amortiguador, que tenía


forma de hoja curva.

El tramposo mentiroso.

—Me quedo despierta por Denan.

¿Por qué se quedaba despierta por Denan? Dormir era una mejor idea.
Ella no podía mantener sus ojos abiertos más.

La rama se movió. Sus piernas fueron levantadas en su capullo, una


manta tirada sobre ella.

—No te haces ningún favor estando demasiado agotada para marchar


mañana —dijo Talox—. Y ninguno de nosotros estará en condiciones de
llevarte.

Sin su constante encantamiento, casi logra abrir los ojos. Debería


levantarse. Pero ya no recordaba por qué. Él comenzó a tocar de nuevo, y el
sueño la apartó.

***

El sol era una astilla lejana en el horizonte. Lo último de la luz del día
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se lo tragó la oscuridad. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de una


mano. La mano de Bane. Aunque no se atrevió a girarse para mirar,
reconoció el tamaño y la forma. Incluso los callos le resultaban familiares.
Su cabeza iba de un lado a otro, buscando desesperadamente un árbol
donde esconderse. Era demasiado tarde. Los espectros estaban detrás de ella,
aunque por una vez no podía olerlos. La perseguían a ella y a Bane. Tiró con
fuerza de su mano, intentando que corriera más rápido.
Entonces su mano desapareció.

El capullo dónde dormía se movió, liberando a Larkin de la pesadilla.

Unos brazos fríos la rodearon, apretándola contra un pecho igualmente


frío y muy desnudo. Cambiando de lugar, se acurrucó en Denan, respirando
profundamente el aroma de su jabón para ahuyentar lo último del miedo.

De repente, recordó la batalla de la noche anterior. Sus ojos se abrieron


para encontrar a Denan mirándola, con la luz de la mañana suavizando las
cicatrices de sus mejillas. Una luz que los mantendría a salvo de los espectros.
Examinó su rostro en busca de signos de dolor o heridas.

—¿Estás bien? —preguntó sin aliento.

—Los mulgars se escaparon antes del amanecer. El ejército de Demry


los persigue.

La rama debajo de ella se movió. Talox se deslizó por el árbol. Sus ojos
se estrecharon hasta convertirse en una mirada.

—Talox me hizo un favor —dijo Denan—. Y si lo admitieras, tú


también.

—Denan...

Trazó los planos de su cara con las yemas de los dedos.

—Tus pecas me recuerdan a las estrellas. Me pregunto si podría trazar


constelaciones para guiar mi camino hacia tu boca —se inclinó y la besó,
con labios suaves. Luego la acercó a su lado—. Necesito unas horas de sueño
mientras las reservas recogen el campamento y empiezan a transportar a los
heridos.
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Se pasó el otro brazo por la cara. Sus pestañas oscuras le rozaron las
mejillas. El oro oscuro de su piel brillaba. Su pelo se había alargado, un
alboroto que se sentía suave y espinoso a la vez bajo sus dedos.

—Me estás mirando. Me doy cuenta.

La miró a través de un ojo rasgado.

—¿Qué pasa?

La había secuestrado, le había robado su vida y su familia. Y, sin


embargo, desde el primer momento en que se conocieron, había estado
dispuesto a morir para protegerla. En cada momento desde entonces, había
demostrado que también viviría por ella. Y justo ahora, había llamado a sus
pecas estrellas.

El calor se hinchó en su pecho, llenándolo hasta que pensó que iba a


estallar. Se inclinó hacia delante, presionando suavemente sus labios sobre
los de él antes de retirarse.

Intentó parpadear la somnolencia de sus ojos.

—¿Por qué fue eso?

La emoción le obstruyó la garganta. Quería empujarla hacia abajo,


forzarla a alejarse, pero había ido a la batalla anoche. Había dicho las cosas
que tenía que decir. Ella no lo había hecho.

—¿Pajarito? —preguntó él cuando ella permaneció en silencio. Ella se


obligó a encontrar su mirada.

—Yo también te quiero.

Sus ojos se abrieron de par en par, las fosas nasales se abrieron. La


alegría se le coló en la boca. Se mordió el labio inferior, como si quisiera
evitar que la emoción se manifestara.

—¿Pero?

Pero... tantos errores. Tantos errores. Sus dos naciones unidas como
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enemigas. La guerra que ella estaba segura de que se avecinaba. La maldición


que palpitaba en el bosque que los rodeaba, una maldición que ya no estaba
segura de poder romper. Pero en este momento, estaban a salvo y juntos. En
este momento, eso era suficiente.

Tomó su cara entre las manos y lo besó de nuevo. Sus labios eran suaves
y flexibles bajo los de ella. Dejó que ella marcara el ritmo. Ella exploró su
boca, su sabor. La sensación de sus suaves mejillas sin barba bajo sus manos.

Algo cambió en su interior. Ya no huiría de Denan, ya no lo alejaría. A


partir de ahora, él sería el lugar al que correría. Él sería su hogar.

Denan había tenido razón todo el tiempo. Él era la canción de su


corazón. Y fue más que un poco aterrador. Cuando se retiró, estaba
temblando.

—¿Larkin? —susurró.

—Es que... es mucho. Para amarte. Para dejar ir todo lo que pasó antes.
Para alejarme de todo lo que sabía y comenzar en cosas que desconocía —
se rio nerviosamente—. ¿Me entiendes?

Le rozó la mejilla.

—No —se burló.

Ella se rio. Se abrazaron hasta que la respiración de él se hizo más


profunda y se estabilizó. Sus brazos se aflojaron alrededor de ella. Ella quería
quedarse con él, pero necesitaba desesperadamente vaciar su vejiga. Y debía
ir a ver a su madre y a sus hermanas y ayudar a los heridos...

Denan no se movió mientras ella se desprendía de sus brazos. Se deslizó


por el árbol. Talox esperaba abajo. Los ingenieros, que también habían sido
mantenidos en reserva y por lo tanto habían dormido un poco, salieron
caminando, con los paquetes de equipo a la espalda o llevados entre ellos.
Se dirigieron hacia el árbol de su madre mientras tomaban un rápido
desayuno de frutos secos y queso.

—Ahí estás —Larkin se giró ante la llamada de su madre. Pennice venía


en dirección a la tienda del sanador, que estaba a rebosar. Empujó a la bebé
en sus brazos junto con una bolsa llena de vendas ensangrentadas—. Lleva
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a Sela al río. Enciende un fuego, hierve las vendas usadas y empaca los
pañales secos de la bebé.

—Puedo ayudar con la curación.


He decidido amar a Denan y no dejarlo nunca.
¿Por qué no podía decirlo en voz alta?

Su madre se acercó más.

—Yo soy la que tiene conocimientos médicos, y este no es lugar para


una niña de cuatro años. Necesitamos vendas limpias tanto como cualquier
otra cosa, y pasará un tiempo antes de que hayan recogido el resto del
campamento.

¿Acaso Larkin era más útil que como niñera y lavandera? Aun así,
sostuvo a la bebé cerca, tomó la mano de Sela y la llevó al borde del
estanque. La cascada brillaba con la luz de la mañana.

Larkin envolvió a Brenna en la capa de Denan. Encendió el extremo de


un palo en una hoguera cercana, presionó el extremo humeante en el montón
de hojas que había recogido y sopló hasta conseguir una pequeña y alegre
llama que combatía el frío de la madrugada.

Sela se agachó junto a ella, sacó un montón de palitos y empezó a


organizarlos en forma de personas con hojas para la ropa y el pelo. Seis
personas. Y al lado, construyó una pequeña cabaña de piedras.

Su familia en casa. Mientras su padre los había traicionado a todos,


Nesha nunca había traicionado a Sela. Sólo había tratado de protegerla. Sela
sólo tenía cuatro años. No podía entender todas las razones por las que Nesha
y Harben ya no estaban con ellos. Pero estaba claro que los echaba de menos.

En cambio, Larkin había estado luchando contra el resentimiento y la


incertidumbre de Nesha. Avergonzada de sí misma, tocaba a cada una e
intentaba adivinar cuál era cada una. Sela sacudía la cabeza o asentía. Al
final, casi sonreía.

Larkin la acercó, metiéndola bajo su brazo.

—Te quiero.

Sela se acurrucó contra ella y Larkin le besó la cabeza.


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—Sela, ¿qué quisiste decir cuando dijiste que los árboles eran nuestros
amigos?
Sela se movió y la miró, con los labios sellados.

Larkin trató de mantener a raya su frustración.

—Por favor, Sela. Habla conmigo.

Sela se volvió hacia el fuego. Talox puso a hervir una pesada olla de
agua y se marchó de nuevo.

—¿Quitaste la maldición? —preguntó Larkin en un susurro—. ¿Eras tú


a quien Denan debía encontrar?

Sela parpadeó hacia ella.

Larkin se rio nerviosamente.

—Ni siquiera entiendes de qué estoy hablando —se pasó una mano por
la cara—. Claro que no lo entiendes. Vamos. Vas a ayudar con el lavado.

Larkin fregó los trapos ensangrentados en la orilla. Sela los metió en la


olla para que hirvieran. Brenna se contoneaba y miraba las hojas y los pájaros
sobre su cabeza.

Larkin sintió una presencia detrás de ella y se volvió para encontrar a


Sela, con el rostro pálido. Señaló al otro lado del río. Larkin siguió el gesto
pero no vio nada.

—¿Sela? ¿Qué pasa?

Sela hizo un gesto frenético a Larkin para que la siguiera. Levantando a


la bebé, Larkin agarró la mano de Sela y subió a toda prisa al banco.

Talox se precipitó hacia ellos, hacha y escudo en mano.

—¿Qué pasa? —con el corazón martilleando, Larkin negó con la


cabeza—. Yo no...

Un grito atravesó el aire. Sela se agachó detrás de Talox y enterró la


cabeza en sus piernas. Colocándose entre ellos y el río, Talox los condujo
hacia el interior del campamento.
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Los flautistas se apresuraron a pasar por delante de ellos, con las armas
desenfundadas.
Larkin miró por encima del hombro hacia el lado opuesto de la
desembocadura del río. Los arbustos se movieron. Alguien se estrelló,
aterrizando de espaldas con un mulgar encima. Los dos rodaron. Un cuchillo
brilló, goteando sangre negra. El hombre se puso en pie tambaleándose. Sólo
que no era un hombre.

Era Maisy.

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CAPÍTULO CINCO

Con el cuchillo ensangrentado en mano, Maisy apuñaló al mulgar una


y otra vez, aunque era evidente que ya estaba muerto. Con la sangre negra
goteando por su cara, fijó sus ojos azules en Larkin antes de notar que los
flautistas tomaban posiciones defensivas. Con una expresión salvaje,
retrocedió y el arbusto del que había salido se la tragó.

Sela gimió. De alguna manera, lo había sabido. No había tiempo para


pensar cómo.

Larkin empujó a Brenna a los brazos de Talox.

—¡Maisy!

—Larkin… —Talox comenzó.

Larkin forzó la mano de Sela en la suya.

—¡Llévaselas a mi madre! —se puso rígido.

—Mis órdenes son...

—Entonces busca a otra persona para que lo haga —Se metió entre los
soldados, corrió hasta la desembocadura del río y se situó en la orilla.

—Maisy —llamó Larkin por encima del río que corría entre ellos—. No
es seguro en ese lado.

Medio oculta tras el arbusto, la mirada de Maisy se dirigió a las docenas


de hombres armados que se alineaban en lo alto del terraplén.

—No seré el juguete de los flautistas. Nunca más seré el juguete de


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nadie.

Larkin le tendió la mano.


—Te juro que eso no sucederá —Maisy consideró la palma vacía de
Larkin—. ¿Tienes hambre? Seguro que podemos encontrar algo para
desayunar.

Maisy comenzó a ver algo detrás de ella, algo que Larkin no podía ver.

¿Más mulgars? Se puso en pie y corrió por el terraplén.

Empujando a los flautistas, Larkin trató de seguir su ritmo.

—¡Maisy! Maisy, ven aquí antes de que sea demasiado tarde —chocó
con otro flautista sólido—. ¡Muévete!

Para su sorpresa, ella se lanzó a obedecer.

Detrás de Maisy, los mulgars se abrieron paso entre los árboles. Los
flautistas soltaron flechas. El brazo de Talox rodeó la cintura de Larkin y la
arrastró detrás de la línea de soldados.

—¿Dónde están mis hermanas? —gritó Larkin.

Se suponía que debía cuidar de ellas.

—En el mismo lugar al que vas.

Había vuelto demasiado pronto para habérselas dado a su madre. Debió


de pasárselas a otra persona. Intentó quitarle los brazos de encima, pero eran
como bandas de hierro.

—¡Bájame! Maisy no confía en nadie más.

—El bienestar de Maisy no es mi prioridad. El tuyo lo es.

Habiendo alcanzado la seguridad, la soltó.

Se dispuso a marchar de nuevo hacia el río, pero Talox se lo impidió.

—No lo hagas —ella lo miró fijamente.

—Anoche dijiste que me habían elegido como guerrera. Empieza a


tratarme como tal.
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—No estás preparada.

Ella blandió su espada y su escudo.


—Lo estoy, para esto, lo estoy.

Ella no dejaría que otra persona cayera, ni una más.

La consideró antes de asentir con los labios apretados.

Aliviada, Larkin soltó sus armas y se apresuró a ir río abajo y a empujar


a los flautistas. Cuando no se movieron lo suficientemente rápido, ladró—:
¡Muévanse!

Y al igual que antes, lo hicieron.

Al otro lado del río, los mulgars se habían cubierto de las implacables
flechas de los flautistas detrás de los árboles. De vez en cuando, alguno
intentaba soltar una flecha en dirección a los flautistas, pero sus flechas
nunca pasaban de la mitad del río.

Maisy se agachó a lo largo de la orilla, con un tronco de árbol caído


entre ella y los mulgars.

Un mulgar se levantó, sacó su feo arco y le lanzó una flecha. Se estrelló


contra el tronco. Las flechas de los flautistas llovieron sobre él mientras se
perdía de vista. Maisy se encorvó más, con los brazos sobre la cabeza. Se iba
a matar si se quedaba allí.

—¡Nada, Maisy! —exigió Larkin.

Al otro lado de la distancia, sus miradas se encontraron. Maisy dudó,


con una expresión conflictiva. Hizo una mueca de dolor, se tocó la pierna,
miró a los flautistas y luego salió disparada hacia los mulgars.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Larkin.

—¿Quién de ustedes trató de lanzarle una flecha? —exclamó Talox.

Maisy dio un respingo, alguien le había lanzado una flecha. Estaría


inconsciente en unos momentos, inconsciente e indefensa a manos de los
mulgars. Larkin soltó un grito de indignación.

Desde la derecha de Maisy, un mulgar se lanzó al aire libre, con el


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objetivo de interceptarla. En lugar de desviarse en la dirección opuesta, Maisy


siguió adelante. ¿No podía ver que se acercaba a ella?
—¡Maisy! —gritó Larkin. La niña tonta no escuchaba—. ¡Bájenlas! —
gritó a los flautistas. Llovieron cien flechas. Una le perforó la muñeca. Dejó
caer el garrote, pero no cayó.

Media docena de pasos antes de que los dos chocaran, Maisy se lanzó
hacia una rama. Enganchó su pie en ella y se subió a un árbol ancho. El
mulgar le agarró el otro pie y tiró de él. Ella consiguió sujetarse con la punta
de los dedos. El mulgar enseñó sus dientes manchados y abrió la boca sobre
la pantorrilla expuesta.

Otra media docena de flechas brotaron a su espalda. Todavía tratando


de aguantar, la criatura se tambaleó hacia atrás. Maisy le dio una patada en
la cara. Cayó con fuerza. Ella se levantó y trepó, el delgado árbol temblando
y vacilando bajo su peso.

—¡Idiota! —gritó uno de los flautistas—. ¡Acuéstate antes de que el


veneno te haga caer!

Talox agarró la pechera de cuero del hombre y lo sacudió

—¿En qué estabas pensando al ponerla en peligro de esa manera? ¿La


golpeaste?

El hombre, que era imposiblemente guapo, palideció al ver a Talox


imponiéndose sobre él.

—Puede que la haya robado —admitió.

Envenenado y a mitad de camino de un árbol rodeado de mulgars.

—Talox —dijo Larkin—. No podemos dejarla morir.

Sus miradas se encontraron. El recuerdo de la muerte de Venna pesaba


entre ellos. Incluso cuando ella estaba agonizando, ambos se habían negado
a dejarla atrás.

—Nos protegeré —dijo Larkin—. Estaremos lo suficientemente seguros.

Se pasó una mano por la cara.


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—Si vamos con un algunos de flautistas...

—Ella no vendrá, y no puedo proteger a todo un ejército de flautistas.


La miró fijamente.

—Denan va a matarme.

Sus entrañas se sentían acuosas.

—Te protegeré.

—¿Sabes nadar?

Ancestros, no iba a vomitar, pero la sola idea de meterse en el río que


casi le había quitado la vida de niña... Y luego tenía que enfrentarse a los
mulgars en la otra orilla.

Muda, asintió con la cabeza.

Talox se despojó de su armadura y dio órdenes a una docena de


flautistas para que unieran sus escudos y crearan una especie de balsa.
Mientras trabajaban, Talox tomó la mano de Larkin. Juntos, se adentraron en
el río. El frío fue un choque contra la piel de Larkin, y ella jadeó.

Cuando el agua les llegó a la cintura, Talox extendió su escudo y apoyó


su hacha sobre él.

—Agárrate. Así no nos separaremos.

Asintió con la cabeza, demasiado aterrada para hablar y contenta de


poder culpar al frío de su parloteo. Tal vez viendo un blanco fácil, uno de los
mulgars se levantó y lanzó una flecha negra. La flecha se clavó en el agua a
una docena de metros delante de ellos.

—Ahora sería el momento del escudo —dijo Talox.

Ella disparó su magia, estirando el escudo lo suficiente como para que


los cubriera a ambos. Talox asintió, y se impulsaron hacia adelante y
comenzaron a patear y nadar con una mano.

Envalentonados, más mulgars abandonaron la cobertura para disparar a


Maisy, a los flautistas del otro lado o a Larkin y Talox. Sus rudimentarias
flechas rebotaron en su escudo, que se onduló. Sintió cada golpe, una
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punzada en su magia, pero su escudo aguantó perfectamente.

Ella podía hacerlo. Lo estaba haciendo.


Un par de mulgars se colocaron detrás del árbol de Maisy y cortaron el
tronco con sus hachas. Las ramas se estremecían con cada golpe. A mitad de
camino, Maisy se tambaleó como una mujer en lo profundo de sus copas. El
bosque que se la lleva, iba a hacerse matar antes de que Larkin pudiera
rescatarla.

—¡Maisy, acuéstate antes de que te desmayes!

Maisy obedeció, desplomándose sobre dos ramas, y no volvió a


moverse. Talox fue el primero en encontrar el equilibrio y se puso en pie,
arrastrando su escudo y Larkin con él. Sin aliento, con cuidado de mantener
su escudo, ella se apresuró para poner los pies debajo de ella en el barro
pegajoso. Los mulgars cargaron desde la cobertura de los árboles. Los
flautistas del otro lado los abatieron con la misma rapidez.

Talox levantó su hacha y su escudo en posición.

—Enciende tu espada. Quédate detrás de mí. Mantén el escudo en alto.

Se apresuró a subir el terraplén. Se esforzó por seguirle el ritmo. Los


mulgars dejaron la cobertura para cargar contra ellos, con los ojos vidriosos
por el hambre frenética. Los flautistas se abalanzaron sobre los que salían,
cayendo uno tras otro.

Eran demasiados para detenerlos a todos. Cuanto más se acercaban, más


detalles podía ver Larkin: dedos rotos, dientes perdidos, calvas en la cabeza.
Y el olor: suciedad y podredumbre.

Cuando Larkin y Talox estaban a medio camino de Maisy, el primer


mulgar se estrelló contra su escudo y rebotó, el impacto estremeció su
conexión. No le dolió tanto como para vibrar incómodamente.

Otro golpeó su escudo. Y otro. Y otro más. Apretó los dientes,


obligándose a mantenerlo. Tres mulgars se pusieron en pie y la rodearon.
Intentó hacerlo más grande, pero no se atrevió a gastar más energía.

El primero alcanzó a Talox.

—Talox —gritó como advertencia.


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Ya estaba balanceándose. Bloqueó la maza con púas con su escudo y le


cortó el hombro. La criatura se tambaleó hacia atrás, con lo que quedaba de
su brazo colgando. Ajena al dolor, volvió a cargar contra él. Talox la derribó
de una patada y acabó con la criatura con su hacha en el pecho.

Apenas lo sacó a tiempo para encontrarse con el siguiente mulgar.

El tercero se desvió hacia Larkin. Recordando su lección con Talox la


noche anterior, alargó su espada y la clavó en el pecho de la criatura. Sintió
que el peso del mulgar se desplazaba y se hundía, como si su espada fuera
una cuerda que los ataba.

Los ojos del mulgar se enfocaron, se fijaron en los de ella. Luego cayó
al suelo. Muerto. Su espada parpadeó y se desvaneció.

—¡Larkin! —Talox ladró.

Se puso en marcha y sintió que su conexión con la magia se tambaleaba.


Abrió sus sellos de par en par, pulsando involuntariamente, lo que hizo
retroceder a una docena de mulgars.

El árbol que sostenía a Maisy gimió y se inclinó: los mulgars habían


logrado cortar la mitad del tronco. Los mulgars que cargaban contra Larkin
y Talox no se dieron cuenta de que el árbol giraba en su sitio como una
bailarina, con las hojas revoloteando. Se inclinó, lentamente al principio, y
luego cada vez más rápido.

Iba a aterrizar en Talox y Larkin.

—¡Larkin! —gritó Talox.

Se abalanzó sobre ella, empujándola debajo de él, con su cuerpo como


escudo sobre ella. De espaldas, vio cómo el árbol se precipitaba hacia ellos.
Extendiendo la mano, mantuvo el escudo en su sitio y cerró los ojos.

El sello de su escudo tembló, pero se mantuvo cuando el árbol se estrelló


contra ellos. Abrió los ojos y los encontró rodeados de ramas en la burbuja
de seguridad.

Talox parpadeó.

—Eso es muy útil.


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—Maisy —gritó. Ancestros, ella había estado en el árbol cuando había


caído—. Quédate aquí.
Talox se apartó de ella y atravesó el escudo como si de alguna manera
reconociera a los amigos de los enemigos.

—¡Talox! —Larkin se levantó temblorosamente.

Ignorándola, vadeó y trepó entre las ramas, con su hacha balanceándose


sobre los mulgars que se alzaban a sus pies. Se agachó, arrancando a Maisy
del verde.

No muy lejos de Larkin, un mulgar luchó por liberarse. Antes de que


pudiera levantar su espada, los flautistas acabaron con él.

Maisy por encima de su hombro, Talox se abrió paso entre las ramas
hacia ella. Larkin canalizó más magia en su espada, haciendo que el filo
estuviera afilado como una cuchilla, y luego abrió un camino para salir del
árbol. Tres golpes y se liberaron.

Resoplando, Talox corrió a su lado. El camino hacia el río estaba


despejado. Larkin formó el escudo detrás de ellos para protegerse de
cualquier flecha. Los flautistas que habían hecho una balsa improvisada con
escudos estaban a medio camino del río. Larkin no estaba seguro de para
qué era hasta que Talox acomodó a Maisy dentro.

Larkin ni siquiera había pensado en cómo arrastrarían a una Maisy


inconsciente por el río. Aliviada por el hecho de que Talox al menos había
pensado en el futuro, volvió a sumergirse en el río, que ahora se sentía cálido
contra su piel fría.

—Aguanta y preocúpate de ese escudo —dijo Talox.

Mientras los flautistas empujaban la balsa hacia la corriente, Larkin


forzó la mano a través de una correa en la parte posterior de un escudo y
miró hacia atrás. Los mulgars se abalanzaron sobre ellos. Los arqueros de los
flautistas lanzaron flechas, dejando caer a los mulgars por docenas y, aun así
se acercaron.

Larkin abrió sus sellos de par en par, desplegando su escudo al máximo.


Formó una cúpula sobre ellos. Los mulgars se detuvieron en la orilla del río,
con cuidado de no dejar que una gota los tocara, y soltaron sus propias
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flechas. Llovieron sobre el escudo, que se onduló y bailó. Picaba, como si los
sellos de Larkin estuvieran en carne viva por los múltiples impactos.
Los mulgars se derrumbaron por docenas cuando los flautistas llenaron
sus cuerpos de flechas. Tumbado de espaldas, un mulgar levantó su arco,
apuntando bajo el escudo. Entonces su flecha desapareció y Talox siseó, con
una línea de sangre que le recorría el brazo.

—¡Talox! —gritó.

—Estoy bien —dijo entre dientes apretados.

Sin poder ayudarle, Larkin se concentró en aguantar. La correa se le


clavaba dolorosamente en el antebrazo. Los flautistas vadearon, agarrando la
balsa y arrastrándola. Sin estar segura de poder soltar su escudo, miró hacia
la orilla. Los mulgars estaban todos muertos.

Dos flautistas agarraron los brazos de Larkin. Ella se esforzó por sacar
el brazo del cuero mojado. Finalmente, lo liberó y los hombres la ayudaron
a deslizarse por el agua hasta el otro lado. Cuando se estabilizó, dio las
gracias con la cabeza y la soltaron.

—¿Talox? —Ella lo buscó entre los jadeantes flautistas.

—¿Qué? —Él yacía jadeante en la orilla rocosa.

Ella se arrodilló a su lado y le separó la manga rota. El corte no parecía


demasiado profundo.

Ella se hundió a su lado.

—Mi madre me va a matar.

—No si Denan nos mata primero.

Se miraron y se rieron, la repentina liberación de la tensión le da vértigo.

Vio a Maisy siendo levantada de la balsa por el apuesto hombre que la


había tirado. Larkin se apresuró a acercarse a la chica mientras ésta gemía,
con la cabeza inclinada hacia un lado. Su piel estaba mortalmente pálida,
pero siempre lo estaba.

—Bájala —Maisy odiaría estar en los brazos de cualquier hombre.


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El flautista la llevó a la pendiente de hierba sobre el terraplén y sacó el


antídoto.
—No —Talox se acercó a Maisy y le tendió la mano. El apuesto flautista
le miró con desprecio y se negó a cederla.

—Capitán —ladró Talox. Un hombre se apresuró a acercarse a ellos—.


Este hombre puso a una chica en mayor peligro al lanzarle un dardo.
Encárgate de que reciba diez latigazos y otros cincuenta una vez que
regresemos al Alamant.

El hombre guapo hizo un gesto salvaje.

—Ella es mía.

¡Creía que tirarle un dardo le daba derecho a ser su marido!

—El bosque que te lleva —escupió Larkin.

Talox miró fijamente al hombre.

—Te has excedido y lo sabes —El apuesto hombre lo fulminó con la


mirada.

—Ha tenido su oportunidad, señor.

Espera, los dos estaban peleando. ¿Por Maisy? Larkin lo consideró.


Siempre había sido una chica raquítica, sucia y loca. Pero Larkin tenía que
admitir que, lavada por el río, la mujer era llamativa, con su piel pálida, sus
ojos azules y su pelo negro.

Ahora Larkin les gritaba a ambos.

—¡Ella no es tu esclava!

Talox extendió la palma de la mano hacia Larkin, que se mordió sus


comentarios cortantes y decidió confiar en Talox. Por un momento.

—Setenta y cinco latigazos —dijo Talox.

El flautista puso el frasco en la mano de Talox. Dando una palmada en


la nuca del apuesto hombre, el capitán lo hizo marchar.
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—Entiendo que se necesitan niños para contener la horda de mulgars


—dijo Larkin con los dientes apretados—. Pero los flautistas no aceptan
mujeres rotas.
Comprendía la necesidad de eso. Las mujeres debían ser fuertes de
cuerpo y mente para sobrevivir al Bosque Prohibido.

Talox mordió el corcho y le indicó a Larkin que sujetara la cabeza de


Maisy. Levantó la cabeza de la mujer sobre su regazo y apartó el pelo negro
y fibroso de Maisy de sus labios. Intentó verter el antídoto en la boca de
Maisy, pero ella cerró los labios.

Larkin le quitó el frasco.

—Es el antídoto —dijo—. Contrarrestará el veneno.

Maisy miró fijamente a Talox.

—Tómalo o muere —dijo Larkin, harto de la obstinada idiotez de Maisy.


De mala gana, Maisy abrió la boca.

Larkin vertió el líquido.

—¿Cómo es que se mueve?

Talox empezó a subirse el dobladillo del pantalón en la pierna que el


flautista había golpeado. Maisy emitió un sonido de alarma.

—Odia que la toquen los hombres —dijo Larkin.

—Necesito ver su herida de dardo —dijo Talox.

—Mi pierna —dijo Maisy.

—Yo lo haré —Larkin encontró una roncha con un pequeño rasguño en


el centro del muslo de Maisy. Las cicatrices hundidas en forma de líneas
bifurcadas estropeaban las piernas de Maisy, marcándola como una antigua
esclava espectro.

Talox asintió en señal de comprensión.

—No se le dio una dosis de veneno suficiente para que hiciera todo su
efecto.
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Un sanador se acercó corriendo a ellos y se arrodilló junto a Talox.

—Necesitas unos puntos de sutura.


—Hazlo rápido —dijo Talox.

El sanador se puso a trabajar. Maisy lanzó una mirada suplicante a


Larkin.

—El veneno se te pasará —le dijo Larkin a Maisy—. No estarás así para
siempre.

—No lo detuviste —dijo Maisy.

No, Larkin no había evitado que ese hombre la lanzara. Ella no era del
todo poderosa.

—De nada por salvar tu estúpida vida simplemente porque no quisiste


cruzar ese maldito río.

Maisy tuvo el descaro de parecer herida. Larkin gruñó de frustración y


se enfureció. Cuando Maisy miraba a una persona, veía un monstruo
esperando a ser desatado. Larkin no podía culparla. La piel pálida como la
de un cadáver de Rimoth había acariciado a Larkin una vez. Pensar en él
tocando a su propia hija de esa manera…

Se estremeció.

Al terminar, el sanador vendó el brazo de Talox.

—Dale una semana para que se cure, si puedes.

Talox gruñó: todos sabían que una semana no era algo que ninguno de
ellos tuviera. Se puso en pie y trató de levantar a Maisy. Ella se retorció y le
frunció el ceño.

—Nunca me casaré contigo.

Aunque Maisy no estuviera enfadada, rescatar a una mujer no era forma


de elegir una esposa.

—Talox —dijo, con una nota de advertencia en su voz.

No la miró.
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—La ley es clara. Ella es mi responsabilidad.

Las propias espinas matrimoniales de Larkin palpitaron con simpatía.


—Cama. Muerte. Estarás muerto en tu cama —cantaba Maisy. Su canto
normalmente precipitaba su descenso a la locura total.

Larkin le agarró por el brazo y tiró de él para que no lo oyera.

—¡Ay! —se quejó; ella le había agarrado el brazo herido por error—. A
Maisy le aterrorizan los hombres. Con razón. Y está loca de remate como un
pollo sin cabeza.

—Sé que los espectros la tenían —dijo Talox.

—Es peor que eso. Su propio padre... la tocó.

Su mirada pasó de la terquedad a la compasión.

—No dejaré que le hagan daño, Larkin, y menos por mí.

—Eso es lo que trato de explicar. Obligarla a estar unida a cualquier


hombre de cualquier manera es perjudicarla.

Maisy seguía deslizando nanas con un toque morboso.

—¿Crees que quiero esto, unirme a una loca? —se atragantó—. La


canción de mi corazón está muerta.

Venna. Que los ancestros la salven, Larkin no se había dado cuenta de


lo mucho que le había pedido.

Se pasó la mano por la cabeza afeitada.

—Alguien tiene que ser responsable de ella. Es peligrosa.

Larkin levantó las manos en señal de frustración.

—¿Así que tú eres qué? ¿Su guardián?

—¡Sí!

—He estado en la ciudad de los espectros —interrumpió Maisy con voz


soñadora. Los miró fijamente con sus vívidos ojos azules—. He visto cosas,
cosas que cambiaría por mi libertad.
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—¿Qué tipo de cosas? —dijo Talox y Maisy cantó.


Sangre de mi corazón,
médula de mi hueso,
ven a escuchar la historia más triste que se haya conocido.
Una Reina maldita y su amante perdido,
Una magia prohibida y lo que costó.

Con más palabras para recordar, Larkin reconoció dónde había


escuchado esa canción: era una vieja nana.

—Esa primera línea, los espectros me la dijeron ayer.

Pero, ¿por qué un espectro le repetiría la línea de una nana? No tenía


ningún sentido.

Talox señaló a uno de los flautistas.

—Despierta a Denan.

El hombre salió al trote hacia el árbol de Denan.

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CAPÍTULO SEIS

Los ojos de Denan estaban inyectados en sangre, pero su aguda mirada


se fijó en Larkin.

—¿Por qué estás mojada? —Miró a Talox, que también estaba mojado
y lucía un vendaje ensangrentado alrededor del brazo. Luego vio a Maisy,
también mojada y claramente drogada. Su expresión se endureció. Sus puños
se cerraron. Se dirigió a Talox—. Dime que no has dejado que salve a esta
chica.

Talox se cruzó de brazos.

—Tiene que aprender alguna vez —Denan dio un paso hacia él, con
violencia en su mirada.

Larkin se interpuso entre ellos, con las manos extendidas.

—¿De qué sirven mis armas si nunca las uso?

Su aguda mirada la cortó en seco.

—Aprendes a usarlas en el campo de prácticas, no rodeada de mulgars


—Señaló a Talox—. ¡Y sabes que los espectros la quieren! Sabes que ella es
nuestra mejor oportunidad para derrotar esta maldición.

—Yo… —Talox comenzó.

—¡No! —Denan gritó por encima de él—. Piensas con el corazón y no


con la cabeza. Es lo que hizo que te degradaran —Degradado porque había
desobedecido las órdenes explícitas de Denan de dejar atrás a Venna, herida
de muerte como estaba por una hoja de espectro, algo que Talox nunca haría.
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—Fue decisión de Larkin —dijo Talox.

Denan maldijo y dio otro paso hacia él. Larkin lo empujó hacia atrás.
Los flautistas se estaban reuniendo. Uno de los sirvientes echó a correr.
—¿La decisión de Larkin? No se trata de Larkin. Se trata de romper la
maldición, es nuestra mejor esperanza en casi tres siglos. No se pone eso en
riesgo para salvar a una chica tonta.

Más y más flautistas se reunían, observando el intercambio. Aunque el


rostro de Talox permaneció estoico, tuvo que sentir la humillación de que
Denan lo reprendiera en público.

—Basta, Denan —dijo Larkin—. Si quieres culpar a alguien, cúlpame a


mí. Fui yo quien insistió en que fuéramos.

—¡Ancestros, Larkin, deberías saberlo!

Las lágrimas le escocían en los ojos. Se las tragó.

—No podría perder a otra persona.

—Deja de ser egoísta —le espetó él.

Ella se estremeció. Pero Denan tenía razón. Salvar a Maisy había sido
egoísta. La vida de Larkin no era una moneda que pudiera permitirse gastar,
no cuando había tanto en juego.

—No lo hagas, Denan —La voz de Talox retumbó con un toque de ira.

—¿No? —dijo Denan—. ¿No?

—Estamos bien —dijo ella—. Todo salió bien.

Tam se acercó corriendo, mirando entre ellos y pareciendo adivinar lo


que había pasado igual que Denan.

—Tranquilos, los dos. Todo el mundo está mirando.

Denan se paseó, con la mirada furiosa fija en Talox.

—Tus órdenes eran claras. Las desobedeciste. Veinte latigazos.


Cincuenta cuando lleguemos al Alamant. Y serás degradado a soldado raso.
Fuera de mi vista.
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Sin expresión, Talox se inclinó, giró sobre sus talones y se alejó sin mirar
atrás.
Larkin, con el corazón encogido, lo vio partir. Se acercó a Denan con
las manos en puños.

—No era necesario que hicieras eso. Y menos delante de todos.

Denan le dio la espalda y se agachó junto a Maisy. Su mirada se clavó


en la de él.

—Nunca me casaré con un flautista.

—Lo he oído —Su expresión se volvió astuta—. Eso te costará.

Permanecer soltera en un reino en el que cada mujer era un bien


inestimable era un precio muy alto, sin duda. La amargura inundó la boca de
Larkin.

—Que el bosque te lleve —siseó Maisy.

Denan no reaccionó al insulto.

—Nuestro pueblo lucha contra los espectros y los mulgars, manteniendo


a salvo tanto al Alamant como al Idelmarch. Para ello, necesitamos hijos.
Para tener hijos, primero debemos tener esposas. Debido a la maldición,
nuestras mujeres nunca tienen hijas. Debemos tomarlas de otra parte. Talox
te atrapó. Así que eres suya.

Maisy rechinó los dientes.

—Sé todo sobre tu maldición, alamantiano. Viví con los espectros.

—Denan —advirtió Larkin. Ella sabía que Talox nunca haría daño a
nadie, aunque Denan lo permitiera. Pero Maisy no lo hizo.

—Primero lo mataría en su cama —dijo Maisy.

Denan ignoró a Larkin y jugueteó con su flauta.

—Tenemos formas de asegurarnos de que no lo hagas.

Maisy le enseñó los dientes.


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Él se inclinó hacia ella.


—Si quieres escapar de este destino, la información que me des debe
ser más valiosa que los hijos que tendrías.

Larkin quería arremeter contra Denan por su falta de piedad: esto no era
justo ni correcto. Pero tampoco lo era la vida. Denan era un hombre duro.
Debía serlo. Ella no haría su carga más pesada con protestas infantiles. Pero
cuando estuvieran a solas, lo iba a dejar seco.

Maisy apartó la mirada.

—¿Qué quieres?

—Eres la única que ha escapado de los espectros, que se ha liberado de


la maldición mulgar. Quiero saberlo todo sobre la ciudad caída de Valynthia,
cómo escapaste, y cualquier cosa que recuerdes sobre ellos.

—¿Eras un mulgar? —Tam jadeó.

—Fui su esclava. Me quitaron la maldición para que pudiera servirles.

—Eso es imposible.

Larkin agradeció que Talox no estuviera presente para escuchar esta


parte. No podía soportar la idea de que él esperara algo que nunca sería.

Maisy asintió a Larkin.

—Enséñale.

Larkin levantó el dobladillo de los pantalones de Maisy, revelando las


reveladoras cicatrices de púas en sus piernas.

Tam se tambaleó hacia atrás.

—¿Los mulgars podrían volver de eso?

—Sólo si los espectros les quitan el veneno —dijo Maisy.

La boca de Tam se diluyó.

—¿Por qué iban a hacer eso?


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Maisy se volvió hacia Denan.

—¿Y si no te gustan mis respuestas?


—Soy un hombre duro, Maisy, pero justo.

Ella dudó antes de asentir con la cabeza.

Denan hizo un gesto a Tam, que tocó una melodía que aseguraba que
sólo se decían verdades. Era ineludible e implacable como una migraña.

—¿De dónde vienen los espectros? —preguntó Denan.

—La maldición los engendró —dijo Maisy.

—¿Por qué sólo pueden salir de noche? —Preguntó Denan—. ¿Por qué
los árboles y el agua los repelen?

—No lo sé —dijo ella.

Los labios de Denan se fruncieron con frustración.

—¿Qué quieren?

—Nos quieren muertos —susurró ella—. O como ellos —Su mirada se


detuvo en Larkin.

Un escalofrío recorrió la piel expuesta de Larkin.

—¿Cómo te capturaron? —preguntó Tam.

Maisy cerró los ojos. La melodía de Tam se desplazó, impulsiva y dura.

El sudor apareció en el labio superior de Maisy.

—Me adentré en el bosque una noche para escapar de mi padre... Sabía


que no era seguro. Sabía que la bestia me cazaría. Esperaba que me arrancara
la garganta —Hizo una pausa, respirando rápidamente—. En cambio, algo
mucho peor me encontró.

Los ojos de Larkin se cerraron. Espectros.

—¿Por qué te eligieron a ti? —Preguntó Denan—. ¿Por qué no otra


chica?
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Larkin escuchó la pregunta que no estaba haciendo: ¿Por qué los


espectros se habían interesado por Larkin?

—¿Sabes usar la magia? —preguntó Larkin.


Maisy resopló.

—¿Crees que mi padre estaría vivo si pudiera?

—¿Qué querían de ti? —preguntó Denan.

—Hacerme daño por el puro placer de hacerlo. Convertirme en su


esclava.

La flauta bajó en la mano de Tam, la canción se silenció.

—¿Cómo escapaste?

Maisy rio con amargura.

—Nadie escapa de los espectros. Me dejaron ir.

Denan hizo un gesto para que Tam comenzara a tocar de nuevo. La


canción empezó otra vez, las notas tan precisas como soldados marchando.

—¿Por qué? —preguntó Denan.

—No lo sé —dijo Maisy.

Los ojos de Denan se entrecerraron.

—¿Por qué persiguen tan implacablemente a determinadas chicas? ¿Por


qué no las convierten simplemente en mulgars?

—Buscan a alguien que puedan convertir en uno de ellos.

Los tres se pusieron rígidos. Un oscuro presentimiento recorrió a Larkin.

La melodía de Tam tropezó.

Denan hizo un gesto con la mandíbula.

—Seguro que recuerdas algo.

—Después de semanas de tortura, el espectro me cortó con su hoja de


sombra —Los ojos de Maisy se volvieron distantes, vacíos—. Dolor. Árboles
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y bosques y oscuridad. Siempre oscuridad. Una ciudad en ruinas. Yo vivía


allí. Sólo que no lo hice. Y siempre, la voluntad y la voz de los espectros me
conducían, robando mi voluntad. Mi cuerpo existía como una extensión de
los suyos. Odiaba lo que ellos odiaban con una necesidad que lo consumía
todo.

—¿Y Valynthia? —Preguntó Denan.

—Una ciudad de ruinas y sombras —dijo Maisy—. Ese árbol malvado


y perverso en el centro.

—Necesito un mapa de ella —dijo Denan.

Los ojos de Maisy se abrieron de par en par con incredulidad.

—¿Crees que puedes... qué? ¿Invadir? ¿Matarlos? —Se rio—. No


puedes matar a la noche.

—La maldición ya se está desmoronando —dijo Denan—. Y esta guerra


no terminará a menos que de alguna manera logremos derrotar a los
espectros.

Había mucho en juego. Dependían de Larkin, y ella no tenía ni idea de


por dónde empezar a intentar romper la maldición.

—Dibujarás un mapa de esta ciudad para nosotros —Dijo Denan. No


era una pregunta.

Maisy sacudió la cabeza con incredulidad.

—Lo que puedo recordar.

—¿Y nos dirás cualquier otra cosa que recuerdes?

—Sí —Miró a Denan—. ¿Es suficiente?

Denan cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, el dolor estaba bien
enmascarado, pero Larkin lo vio en el gesto de su boca.

—Te extiendo la protección del Alamant, Maisy, hija de druidas. Te


casarás sólo si lo deseas. Pero debes saber esto —continuó Denan—, si
rompes nuestras leyes o te conviertes en un riesgo para cualquiera, incluida
tú misma, te encarcelaré. ¿Estoy siendo claro?
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Sus ojos se entrecerraron.

—Sí, Príncipe.
Ignorando su tono insolente, Denan hizo un gesto para que Tam dejara
de tocar, se puso en pie y llamó a uno de los sirvientes que siempre lo seguían
a distancia.

—Trae una de las camillas de los sanadores.

El sirviente se puso en marcha.

—Envíame a mi madre y a mis hermanas —llamó Larkin tras él. Los


ojos del muchacho se dirigieron a Denan, que asintió con la cabeza.

Denan hizo un gesto para que Tam y Larkin lo siguieran y dio unos
pasos antes de detenerse y volver a mirar a Maisy.

—Una cosa más: los espectros... ¿hay alguna forma de matarlos?

Tam empezó a tocar de nuevo. La canción le estaba dando dolor de


cabeza a Larkin.

La expresión de Maisy se volvió hacia adentro, como si se esforzara por


recordar, o tal vez combatir, un recuerdo más vil que el resto.

—Durante la luz del día —habló como si las palabras fueran físicamente
dolorosas— son vulnerables, débiles. Creo que entonces podrías matarlos.

Denan asintió para que Tam dejara de tocar.

Larkin siguió a Denan a unas decenas de pasos.

—¿Hay alguna forma de llegar a los espectros durante el día?

—¿En el corazón de las tierras infestadas de mulgars? —Tam resopló—


. Sería un suicidio intentarlo.

—No confió ella —dijo Denan.

—Ella no podría mentir —le recordó Larkin.

Denan negó con la cabeza.

—Los espectros tienen una forma de envenenar todo lo que tocan.


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En todo el campamento, los flautistas tocaron unos cuantos estallidos
cortos y estridentes. Al mismo tiempo, los árboles cobraron vida con soldados
gimiendo y saliendo de sus capullos.

—¿Así que no crees nada de lo que dice? —dijo Tam.

Denan frunció los labios.

—Creo que debemos considerar muy, muy cuidadosamente sus palabras


y tratar de encontrar una manera de utilizarla en nuestro beneficio. Mientras
tanto, ordenaré a uno de mis sirvientes que la siga e informe al capitán más
cercano si causa algún problema.

Los flautistas descendieron de los árboles. Cientos de ellos. Unos


cuantos miraron a Maisy con más que un poco de especulación.

—¿Estará a salvo? —preguntó Larkin.

Denan siguió su mirada.

—Dudo que alguien arriesgue su vida para meterse con ella.

Larkin lo miró.

—¿Arriesgar sus vidas?

—La pena por violación es la muerte —dijo Denan—. La pena por


agresión es la castración. Las burlas les valdrían una paliza.

Se quedó con la boca abierta. En el Idelmarch, había sido manoseada


media docena de veces por varios chicos del pueblo e incluso por un par de
hombres. Nunca se lo había contado a nadie. ¿Qué sentido tenía si nadie que
le importara le hubiera creído? En cambio, había aprendido a tener cuidado
a dónde, cuándo y con quién iba.

—En un lugar donde los hombres superan en número a las mujeres tres
a uno —dijo Tam—, tenemos duras penas por dañar a una mujer.

Y como los flautistas podían tocar un encantamiento que hacía


imposible mentir, su culpabilidad o inocencia se sabría sin duda.
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—Todos nosotros hemos recibido clases sobre cómo tratar y cuidar a las
mujeres —dijo Denan.
—¿Quién da esas clases? —preguntó sorprendida. Tam le lanzó una
mirada confusa.

—Nuestras madres.

El sirviente regresó con una camilla. Tam acomodó a Maisy en su


interior mientras lo maldecía.

Su madre apareció, con Brenna en un brazo y Sela agarrada de la otra


mano.

Sela echó un vistazo a Maisy y se resistió.

Su madre le tiró de la mano.

—Vamos, Sela, ¿qué...?

Sela se separó y corrió hacia un árbol antes de que nadie pudiera


detenerla.

Todos se quedaron boquiabiertos mientras ella los miraba entre las


ramas.

—Tiene buenos instintos —dijo Tam con aprobación.

Larkin puso los ojos en blanco.

—Sela —dijo su madre con su mejor voz paciente—. Baja.

Maisy empezó a cantar una de sus oscuras canciones. Sela se agachó


entre las hojas. Denan hizo un gesto a Tam.

—Duérmela.

Tam tocó, con una melodía que prometía sueños. Los ojos de Maisy se
volvieron pesados y su canción se convirtió en silencio. Larkin sujetó el
amortiguador, agradeciendo que tuvieran alguna protección contra la magia
indiscriminada de los flautistas.

—Ya está —dijo Denan a Sela—. Dormirá durante horas.


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Sela le echó un vistazo. ¿Qué vio? ¿Al hombre que los había salvado
del gilgad y luego había intentado secuestrarlos? ¿El hombre que había
secuestrado a Larkin?
Larkin hizo un gesto para que Denan la levantara. Se acomodó junto a
su hermana, que se aferraba al baúl con un agarre mortal.

—Vamos, Sela.

Su hermana negó con la cabeza.

Larkin tomó aire, apelando a su paciencia.

—¿Qué te hará bajar?

La mirada de Sela se dirigió a Maisy, y ésta tembló, con su pequeño


cuerpo húmedo de sudor.

—Tam —llamó Larkin—. Lleva a Maisy primero.

Miró a Denan, lo que avivó las brasas de la ira de Larkin. Denan asintió
con la cabeza. Tam hizo un gesto para que uno de los soldados lo ayudara.
Juntos, levantaron a Maisy y se la llevaron. Mientras desaparecían, Sela se
relajó, encorvando una columna vertebral a la vez.

—¿Ahora vendrás? —preguntó Larkin. Sela dejó que Larkin la ayudara


a bajar.

Su madre esperaba abajo, golpeando con el pie, pero su ira no era para
Sela.

—¿Cómo pudiste dejar a tus hermanas solas de esa manera?

Los ojos de Sela estaban enrojecidos cuando Larkin la depositó en los


brazos de su madre.

Su madre le tendió el bebé a Larkin. El cuerpo de Brenna estaba flácido


por el sueño.

—Intentaba salvar a Maisy —dijo Larkin.

—¿A riesgo de tus hermanas? —dijo su madre con incredulidad.

—Talox las dejó con mis hombres —dijo Denan—. Estaban


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perfectamente a salvo.

Su madre lo fulminó con la mirada.


—¿Y cómo sé que tus hombres son de confianza? —Denan la consideró.

—Supongo que tendrías que confiar en mí.

—¿Tú, el hombre que secuestró a mi hija y se casó con ella contra su


voluntad?

Larkin se puso rígida.

—He hecho todo lo posible por compensarla —dijo Denan en voz baja.

—Eso no quita el mal que le has hecho —dijo su madre—. O a mí.

Hacía una hora, Larkin habría intentado intervenir, para ablandar a su


madre. Después de lo sucedido con Talox, Denan se había ganado su propia
reprimenda.

Sus hombros se desplomaron.

—No, no es así.

Lo evaluó.

—En mi experiencia, y tengo más que la mayoría, el poder corrompe a


todos los hombres y mujeres. Mira lo que has hecho con tu magia.

Frunció el ceño.

—Me ganaré tu confianza, Pennice.

Larkin suspiró. Cuanto más poderosa se volvía una persona, menos


confiaba su madre en ella. Larkin no podía culpar a su desconfianza hacia
Denan. Larkin había tardado mucho tiempo en perdonarlo, aunque había
entendido su razonamiento.

Apoyó la mano en la espalda de Sela.

—Tenía que ayudar a mi amiga —¿Era Maisy su amiga? ¿Podría alguien


ser amigo de una loca, especialmente de una a la que le gustaba tirar piedras?
—. Y no era seguro para ti.
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Sela miró hacia donde Maisy había desaparecido. Le temblaba el labio


inferior.
—Los flautistas la han dormido —dijo Larkin—. No molestará a nadie.

Sela apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

—Dale tiempo, Larkin —suspiró su madre.

Larkin no sabía qué otra cosa podía hacer, pero no se podía razonar con
niños de cuatro años ni con madres enfadadas, por lo visto.

Denan se acercó a su madre con una venda limpia en las manos.

—Tenemos que cubrir los ojos de Sela.

Su madre dio un paso atrás.

—¿Por qué?

Lanzó una mirada suplicante a Larkin. Ella no lo entendía. Luego, de


repente, lo hizo. Para poder salir, tenían que vadear entre mulgars muertos.

—Tenemos que atravesar el campo de batalla ahora.

Su madre palideció.

—Mejor ponla a dormir.

—Yo puedo llevarla —se ofreció Denan.

Con cara de desconcierto y miedo, su madre miró entre Denan y Larkin.

—Yo lo haré.

Con los labios fruncidos, Denan asintió. Hizo un gesto a sus hombres,
que los habían estado esperando. Rodearon a Larkin y a su madre entre
cuatro hombres. Uno de ellos tocó, haciendo que Sela cayera en un profundo
sueño. Larkin miró fijamente a la gran comitiva y lanzó una mirada
interrogativa a Denan.

—Por si acaso un ardent está fingiendo —dijo Denan.

—¿Un qué? —preguntó su madre.


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—Los mulgars normales son todo fuerza bruta y nada de delicadeza —


dijo Denan—. Los ardents conservan su astucia.
Larkin se estremeció al pensar que un mulgar inteligente se hiciera el
muerto mientras la acechaba.

Denan dejó escapar un largo suspiro.

—Larkin...

—No lo hagas —dijo ella entre dientes apretados—. Ahora no.

***

Larkin nunca olvidaría su paso por el campo de batalla. Los mulgars


rotos yacían en posiciones grotescas, las moscas ya atacaban sus rostros, los
pájaros se alejaban al acercarse. Los flautistas se movían entre ellos,
recogiendo flechas de los cuerpos.

Larkin trató de mantener sus ojos fijos en la espalda de Denan. Respirar


superficialmente. Fingir que no estaba tropezando y pisando carne
endurecida. Estuvo a punto de pedirle a uno de los flautistas que la hechizara
a ella también. Pero si esta era la vida de un guerrero, más le valía
acostumbrarse.

En cuanto a su madre, llevaba la misma expresión estoica que cuando


perdía a una madre o un bebé. O ambos. Afortunadamente, no tardaron
mucho en pasar a través de las decenas de muertos. Mulgars como Maisy
había sido. Mulgars como el que Larkin había matado el día anterior. Había
habido una persona allí, detrás de la corrupción de los espectros, y Larkin lo
había matado.

—¿Qué son? —Su madre le susurró.

—Mulgars —Se hundió aliviada de que la palabra hubiera pasado


fácilmente por sus labios.

—¿Son la magia oscura que te persigue? —preguntó su madre.


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—No —dijo Larkin. Algo mucho peor la perseguía—. Son sólo sus
sirvientes. Hombres y mujeres convertidos en monstruos descerebrados tras
ser cortados por una hoja corrupta.
¿Se había dado cuenta el hombre bajo la corrupción de que se estaba
muriendo? ¿Que lo había matado?

Su madre comprobó que Sela estuviera profundamente dormida.

—Realmente creí que los druidas nos matarían si nos quedábamos —


Garrot, el druida negro a cargo, la había amenazado lo suficiente—. Tal vez
hubiera sido mejor. Más limpio.

—Estamos a salvo, mamá. Sé que es difícil. Pero cuando veas lo mágico


y encantador y seguro que es el Alamant...

La boca se puso en una línea sombría, su madre asintió.

Los otros flautistas se dispersaron, sus capas moteadas los hicieron


invisibles en unos momentos. Tam y Denan murmuraron entre ellos. Larkin
seguía furiosa con él, pero ahora no era el momento de discutir.

Denan se volvió hacia ellas.

—Déjame llevar a Sela, Pennice.

Su madre suspiró derrotada y se la entregó.

—¿Cuántos soldados tienes?

—Tenemos dos ejércitos en esta compañía —respondió Denan—. El


mío y el de mi tío Demry. Cada uno tiene mil hombres.

—¿Y cuántos mulgars hay? —preguntó su madre.

Denan dudó.

—¿La mejor estimación? Nos superan en número tres a uno.

¿Dos mil hombres eran todo lo que contenía la horda de mulgars? Larkin
se estremeció.

—Denan —Tam señaló a uno de los sirvientes, que corrió por el bosque
hacia ellos.
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Con las manos apoyadas en las rodillas, el joven se detuvo ante ellos,
jadeando—: Los exploradores informan de que el ejército mulgar está al
acecho.
Denan miró hacia el este.

—¿Al lado del río?

—Que Demry los expulse —dijo Tam encogiéndose de hombros.

El muchacho negó con la cabeza.

—Llevan a un grupo de ardents al frente.

Tam y Denan intercambiaron una mirada cargada.

Larkin se acercó.

—Creía que los mulgars no lucharían contra su superioridad numérica


sin los espectros para conducirlos.

—No lo hacen, normalmente —murmuró Tam—. Pero si tienen


suficientes ardents…

—Podríamos cruzar el río —dijo Larkin. Los espectros no podían cruzar


el agua en movimiento.

—El único lugar para vadear es el estanque debajo de la cascada —dijo


Tam.

Lo que significaría volver a atravesar el campo de batalla. Larkin se


estremeció.

Denan se pasó la mano por la cara.

—Es eso o dejar que nos lleven más al sur, peligrosamente cerca del
bosque mulgar.

—¿Bosque mulgar? —A ella no le gustaba cómo sonaba eso.

Él la miró, con una pregunta en su mirada.

—No quiero asustarte. Tampoco quiero mentirte.

—Ya estoy asustada —susurró ella.


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Él exhaló y pareció tomar una decisión.


—Cuando el Árbol Plateado se volvió malvado, se convirtió en el Árbol
Negro, también lo hizo el bosque que lo rodeaba. No iremos allí, no si
podemos evitarlo.

Al imaginarse la magia que zumbaba en el Bosque Prohibido, pudo


imaginar lo contrario en el bosque mulgar.

Se frotó las palmas sudorosas contra la túnica.

Denan pasó la página.

—¿A qué distancia del norte se extienden?

—Tres millas —dijo.

Denan guardó silencio, con las cejas fruncidas por la reflexión.

—Que Demry gire y vigile nuestra retaguardia; no quiero que nos


ataquen mientras cruzamos. Vadearemos el río aquí y nos dirigiremos al viejo
camino. De ahí a Ryttan.

El sirviente se puso en marcha.

—¿Qué es Ryttan? —Preguntó Larkin.

—Una antigua ciudad en ruinas —Denan no parecía contento con eso—


. La muralla sigue en pie. Estaremos bastante seguros esta noche.

—¿Por qué no nos dirigimos allí antes? —Preguntó Larkin.

—Está fuera de nuestro camino. Añadirá otra noche a nuestro viaje —


dijo Denan.

Dos noches más de ataques de mulgars. Larkin no estaba segura de


poder soportarlo.

No es que tuviera otra opción.


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CAPÍTULO SIETE

El cruce del río no fue tan duro como Larkin había previsto. Mientras
que la mayoría de los flautistas cruzaron a nado el estanque, otros lo hicieron
en filas. Los heridos fueron transportados en una balsa improvisada. Denan
había atado a Sela al centro de Larkin y la había encantado para que se
durmiera. Larkin había cruzado el río a toda velocidad, y Tam la alcanzó en
la otra orilla.

Ni siquiera se había mojado.

Denan había montado un capullo para envolver al bebé alrededor del


pecho de su madre mientras ella cruzaba con las cuerdas. Había sido tan
cómodo que su madre lo dejó así.

Una vez que dejaron atrás a los últimos mulgars muertos del lado norte
del río, Denan deslizó un amortiguador alrededor del cuello de Sela. Larkin
se agachó y Sela se subió a su espalda. Denan se había adelantado con su tío
Demry para resolver la logística.

Tam fue por delante mientras Larkin y su familia caminaban por el


espeso bosque. La densa maleza acaparaba toda la atención de Larkin, hasta
que de repente dejó de hacerlo. Unos ladrillos cubiertos de suciedad
asomaban bajo sus pies.

Larkin levantó la vista sorprendida y descubrió que habían llegado a un


antiguo camino de ladrillos lo suficientemente ancho como para que dos
carros pudieran viajar a la vez. En algunos lugares, el camino se estaba
agrietado. En otros, los ladrillos se habían hecho añicos. Los arbolitos
cortados dejaban caer gruesas gotas de savia. Obviamente, los flautistas lo
mantenían despejado.
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Ante ella se extendía la vanguardia del ejército de Denan. Miró detrás


de ella, donde el camino se perdía de vista, un camino que una vez había
conectado dos ciudades. Gente cansada y polvorienta había recorrido este
camino para vender sus productos o visitar a sus familias. Gente que ahora
era ceniza y polvo, olvidada. Como Larkin sería olvidada algún día.

De pie en ese antiguo camino, Larkin se sintió pequeña, una bocanada


de aire en una tormenta de viento.

—¿Larkin? —Su madre se detuvo para mirarla, con una pregunta en su


mirada. Larkin dejó que Sela se deslizara de su espalda.

—Creo que puedes caminar un rato.

Sela no protestó. Larkin la tomó de la mano. Juntas, las cuatro


continuaron a lo largo del día, sólo haciendo una pausa al mediodía para
descansar y tomar una simple comida.

Cuando el día pasó a la noche, un silencio se apoderó de todo el ejército.


Montones de piedras picadas y cubiertas de enredaderas flanqueaban el
camino. Al principio, Larkin los descartó como algo natural, hasta que se
acercaron a un muro en pie. Se había hundido en algunas partes, y las
ordenadas filas y columnas de ladrillos se abultaban como hombres que antes
engordaron.

Una puerta utilitaria de vigas y tirantes metálicos se abrió para dejarlos


pasar. A ambos lados se apilaba un montón de grandes piedras manchadas
de negro y cubiertas de enredaderas. Unos gigantescos gilgads tallados se
encontraban encima de ellos sobre sus cuartos traseros, con las colas
enroscadas en las piernas y los rostros congelados en un rictus gruñón.

El corazón de Larkin se aceleró en su pecho. Ella y Sela habían sido


atacadas por un gilgad la primera vez que entraron en el bosque. Denan las
había salvado. Preocupada por la reacción de su hermana, miró por encima
del hombro para ver cómo estaba Sela. Se había vuelto a quedar dormida, lo
que explicaba la mancha de humedad en el hombro de Larkin.

Antes de llegar a las puertas, Denan salió a su encuentro. Larkin se tensó


con cada paso que lo acercaba. La miró una vez y luego tuvo cuidado de no
volver a mirarla.

—¿Qué es este lugar? —le preguntó su madre.


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—Ryttan: una de nuestras ciudades que cayó en manos de los mulgars


después de la guerra.
—¿Qué guerra? —Preguntó su madre.

—El Alamant, mis antepasados, estaba en guerra con Valynthia, tus


antepasados, cuando cayó la maldición.

—¿Y quién comenzó esta maldición? —Preguntó su madre.

—Los de la magia oscura —dijo Denan—. Una vez fueron hombres. Ya


no lo son.

—¿La verdadera bestia del bosque? —Preguntó su madre en voz baja.

—Sí —dijo Larkin.

Más allá del muro, los edificios abovedados y desmoronados cubrían el


suelo del bosque como huevos rotos. Una larga hilera de estatuas sin cabeza
se alineaba en el camino: hombres con espadas y escudos y mujeres con
algún tipo de flauta, cada una con sellos aún visibles en su piel.

—¿Quiénes eran? —preguntó Larkin.

—Los defensores de la ciudad —respondió Denan—. Hay una colina


cerca del centro. Pasaremos la noche allí.

—Creía que los flautistas sólo tenían viviendas en los árboles —dijo
Larkin.

—No siempre.

Más allá de las estatuas había una plaza abierta y una fuente vacía más
allá. Estaba repleta de soldados. Los cocineros habían preparado enormes
ollas de guiso que olían a carne de gilgad. A medida que los soldados
pasaban, llenaban sus cuencos, comían y lavaban los cuencos en un arroyo
cercano antes de devolverlos a sus mochilas. Los capitanes dirigieron a los
hombres a la tienda de los sanadores o a su posición a lo largo de la parte
superior de la muralla, donde debían descansar hasta el atardecer.

Denan los condujo a la sombra de un gran árbol y se dirigió a su madre.

—Tú y las pequeñas descansen. Larkin y yo iremos a buscar la cena.


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Seguía sin mirarla, como si pudiera intuir que su enfado había sido
cuidadosamente guardado para salir más tarde. Y así fue.
Denan apartó a Sela de Larkin. La brisa le sentó de maravilla en la
espalda sudada. Sela se apartó de él para acurrucarse contra el costado de su
madre, donde se había instalado dentro de las anchas raíces.

Larkin y Denan no habían dado dos pasos hacia la multitud cuando uno
de los sirvientes llegó corriendo.

—Está despierta, señor. Y está enfadada.

Maisy. Tenía que estarlo.

Denan frunció el ceño y se apresuró a seguir al hombre, con Larkin


pisándole los talones.

—¡Larkin! —Su madre llamó.

—Vuelvo enseguida —respondió Larkin sin mirar atrás. Ni dos docenas


de zancadas después, Larkin perdió a Denan entre la multitud. Se dio la
vuelta y se puso de puntillas, incapaz de verle por encima de tantos hombres
altos y voluminosos con armadura.

Un repentino golpe, un grito y un silbido la hicieron girar hacia su


derecha. Se abrió paso hasta el lado opuesto de la fuente. Maisy había
retrocedido hasta un árbol y siseaba a Talox como un gato salvaje. Había
atraído a una multitud; más de cien soldados la observaban con interés.

Trabajando juntos, Denan y Talox la acorralaron. Seguramente atacaría.


Alguien saldría herido. Larkin echó a correr.

Maisy sacó su cuchillo. Denan y Talox se pusieron en posición de


defensa, con los escudos desplegados.

Larkin se lanzó frente a ellos.

—Maisy —espetó—. ¡Paren! Todos ustedes, ¡paren!

La mirada furiosa y acusadora de Maisy cayó sobre Larkin.

Larkin forzó su voz para calmarse.


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—Nadie va a hacerte daño.

—Ya me han hecho daño —siseó Maisy.


—Estabas asustando a Sela.

Maisy rechinó los dientes.

—Me abandonaste.

Larkin apretó la mandíbula.

—Lo siento, pero Sela te tiene miedo y mi familia me necesita —Su


familia siempre, siempre sería lo primero—. ¿Lo entiendes?

La voz de Maisy se volvió suave, infantil.

—Por favor, no me dejes otra vez.

Ancestros. Larkin no podía ser dos personas. No podía ser la guardiana


de Maisy.

—Maisy, baja el cuchillo.

La mirada de Maisy se desvió hacia Denan y Talox, hacia los flautistas


que la rodeaban. Un escalofrío la recorrió, pero el cuchillo cayó a su lado,
aunque no lo soltó.

—He hecho todo lo que he podido por ti, Maisy. Lo siento.

La traición y el dolor en los ojos de la otra mujer casi deshacen a Larkin.

La voz de Maisy se oscureció.


La bestia viene. La bestia toma.
Lo que toma, lo rompe.
Lo que rompe, lo rehace,
Y entonces una bestia como él despierta.

Las rimas suelen preceder a la violencia, pero Maisy mantuvo la calma.


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—Mi sirviente te llevará a un carro de suministros —le dijo Denan a


Maisy con lo que Larkin había llegado a reconocer como su voz de Príncipe—
. Te darán los mismos suministros que a nuestros soldados. Mientras no
obstaculices a nadie y te mantengas alejada de Sela, eres libre de hacer lo
que quieras.

La culpa la carcomía por dentro, Larkin se dirigió a Talox.

—¿Volverías a abandonarme? —Maisy la llamó.

Los pasos de Larkin se tambalearon. Pero si tenía que elegir entre su


hermana y Maisy, su hermana ganaría siempre. Se obligó a seguir adelante.

Talox se encontró con su mirada escrutadora. No parecía enfadado ni


herido, simplemente resignado a su destino. Las vendas asomaban por la
camisa donde había sido azotado.

Cruzó los brazos frente a su pecho.

—Esta noche me estás vigilando.

Sus cejas se alzaron y miró por encima de su hombro. Sintió la presencia


de Denan y se enderezó hasta alcanzar su máxima altura.

—Me han degradado —dijo Talox con naturalidad.

—Eso no impide que te contrate como guardaespaldas personal —La


comisura de la boca de Talox se torció en señal de diversión.

—Larkin —dijo Denan con exasperación.

Ella se giró hacia él. En las últimas semanas había soportado suficiente
dolor y sufrimiento como para toda una vida. Esto era una solución fácil y
sencilla. Y ella lo estaba arreglando.

—Soy la Princesa, ¿no? —No era una pregunta—. Como tu esposa,


tengo acceso a nuestros fondos, ¿no es así?

—Sí —dijo Denan.

—¿No podemos permitirnos un guardia?


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—Sí, pero...

—Bueno, entonces, puedo gastar esos fondos como yo decida. Voy a


contratar a Talox.
Ella contuvo la respiración y esperó. Él la miró fijamente, pasando la
mirada a Talox y de nuevo a ella. Asintió una vez. Nunca se había
aprovechado de su estatus ni de su dinero. Se sintió bien al hacer ambas
cosas.

Se volvió hacia Talox, su alivio era evidente.

—Esta noche. Antes de que se ponga el sol.

Talox se inclinó.

—Por supuesto, Princesa.

Satisfecha consigo misma, se dio la vuelta y marchó hacia los cocineros.


Los flautistas la observaron en silencio, algunos sonriendo abiertamente.

Denan se puso a su lado.

—Ha sido... muy amable lo que has hecho —Ella hizo una pausa y se
volvió hacia él.

—¿No estás enfadado?

Los ojos de Denan estaban tristes.

—A los flautistas nos gustan las mujeres de mente fuerte —Se acercó,
bajando la voz—. ¿Entiendes por qué hice lo que hice? Los soldados deben
obedecer órdenes, Larkin. Y ponerte en riesgo no es algo que toleraré.

—Sé que estabas preocupado por mí, pero estábamos bien. Ni siquiera
estaba herida.

—Esto no tiene nada que ver con mis sentimientos y todo con mi gente.
Ellos siempre serán lo primero.

Se mentía a sí mismo si pensaba que todo esto tenía que ver con su
gente.

—No tenías que hacerlo delante de todos.


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—Sí tenía. No puedo ser visto mostrando favoritismo, incluso para


alguien que quiero como un hermano.

—Con degradarlo habría bastado.


Resopló con frustración.

—No lo entiendes.

—Lo entiendo. Sólo que no estoy de acuerdo.

—No, no lo estás.

Ella puso los ojos en blanco. No iban a estar de acuerdo, no en esto.

Sin hablar, Larkin y Denan prepararon la cena para la familia de ella. El


estofado era insípido: los granos hinchados no aportaban nada al sabor ni a
la textura. El gilgad sabía poco a pollo y mucho a pescado, aunque era más
denso que ambos. Pero llenaba, y todos tenían hambre.

Después, Larkin y su madre se lavaron mientras Denan se estiraba a lo


largo, con las manos metidas bajo la nuca. Siempre dormía así, como si
incluso cuando dormía se negara a ocupar menos espacio. Hacía el suficiente
calor como para dejar a Brenna desnuda, con una fina camisa por encima
para que no se le metieran los bichos.

Larkin trató de usar sus desconocidos sellos en vano, frustrándose más


y más con cada intento. Ni siquiera sabía con certeza si sus sellos romperían
la maldición, ya que no habían roto la suya.

Una vez más, su mirada se desvió hacia su hermana, que estaba


dibujando en la tierra con un palo. Larkin apartó la mirada rápidamente, con
las manos repentinamente húmedas sin motivo, pero sus ojos volvieron a
desviarse.

Su hermana parecía tan sola y triste. Se agachó junto a ella para ver una
burda familia dibujada en la tierra. Sólo que esta vez faltaban dos figuras: su
padre y Nesha.

No importaba lo que hubieran hecho, Larkin no se los quitaría a Sela.


Tomó su propio bastón y dibujó a su padre, con su pelo rojo rizado y su
complexión más grande. Luego a Nesha, con sus largas ondas.

Sela la observó, embelesada.


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Larkin la miró, a esa niña que seguía perdiendo miembros de su familia.


—¿Debemos buscar hojas para la ropa? Seguro que puedes encontrar
una bonita para el vestido de Nesha.

Sela la miró como si estuviera debatiendo, y luego se apresuró a


obedecer. Larkin se unió a ella en la búsqueda y pronto tuvieron a las chicas
vestidas con bonitas hojas y flores en el pelo. Rompieron hojas por la mitad
para los pantalones y la camisa de Harben. Cuando Larkin levantó la vista,
su madre las observaba, con lágrimas en los ojos. Asintió con la cabeza.
Larkin esbozó una pequeña sonrisa y le devolvió el saludo.

Tam se acercó y se agachó ante ellas.

—¿Cuál soy yo? —La mirada vacía de Sela se convirtió en una de


confusión.

—No eres de nuestra familia —respondió Larkin. Sela asintió.

Tam le tiró de uno de sus rizos.

—Claro que lo soy. Soy tu apuesto tío. ¿No lo sabías?

Sela miró a Larkin, que le sonrió.

—Tam está bromeando. No es un tío, sino un muy buen amigo.

—A veces, los amigos también pueden ser familia —Se puso en pie y
le tendió la mano—. Es hora de irse. Vamos, pequeña. He visto algunas
lagartijas en las ruinas. ¿Quieres intentar atrapar una?

Sela se puso en pie y le tomó la mano.

Se puso rígido y miró con culpabilidad a su madre.

—Eso es, si te parece bien, Pennice.

Su madre echó un vistazo a la cara suplicante de Sela y les hizo un gesto


para que se fueran.

Con un grito, Tam se echó a Sela a los hombros y se puso en marcha.


Volvió a mirar a Larkin.
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—Ponte al día. Denan conoce el camino. Puedes hacer que se levante.


Nunca se te escapa.
Larkin se rio.

—Cobarde.

Tam sonrió.

—Es que tengo un fuerte sentido de la autopreservación.

Larkin dio un golpecito a Denan con el pie. Éste abrió los ojos
perezosamente y se estiró, haciendo crujir su espalda. Bostezó y extendió la
mano. Ella lo ayudó a levantarse.

Larkin, Denan y su madre continuaron entre los edificios de piedra,


mientras la excitada charla de Tam se dirigía hacia ellos. Larkin veía a Sela y
a Tam de vez en cuando, trepando y explorando las ruinas.

La mayoría de los tejados se habían derrumbado, dejando sólo las


paredes exteriores. Un edificio rectangular era tan grande que todo el pueblo
podría haber cabido cómodamente dentro.

Miró a través de los arcos tallados de encaje hacia el bosque que crecía
en el interior.

—¿Qué fue eso?

Denan miró hacia los estrechos y empinados escalones.

—Una biblioteca.

Los ojos de Larkin se abrieron de par en par. ¿Cuánto conocimiento se


había desvanecido cuando el techo se había derrumbado?

—Debió de ser precioso —murmuró su madre.

Denan miró a su alrededor como si no se hubiera dado cuenta.

—No sabemos cómo se las arreglaron para encajar las piedras tan
perfectamente —Sacudió la cabeza—. Aunque la guerra terminara mañana,
ya no sabemos cómo reconstruir lo que se perdió.
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Siguieron adelante. El gran tamaño y alcance de la ciudad era un


testimonio de que una civilización mucho más grande que la de Larkin había
pasado antes.
—¿Por qué nadie vive en los edificios? —preguntó ella.

—No son seguros —dijo Denan—. La ciudad se desmorona un poco


más cada año.

Una sensación omnipresente invadía el lugar: como si los edificios los


vieran pasar. Los gritos de los muertos de hace tiempo parecían resonar en
las calles invadidas por el bosque.

—¿Estás seguro de que no se esconde ningún mulgar aquí? —murmuró


Larkin a Denan.

—Son los gilgads los que deberían preocuparte. Este solía ser uno de
sus nidos de hibernación —Ante su mirada de horror, se rio—. Ha estado en
nuestra posesión durante casi un siglo.

—Larkin —Su madre señaló hacia el interior de la ciudad caída. A través


de los árboles, se alzaban del suelo edificios cónicos que parecían una versión
más grande de la cabaña familiar de Larkin. Y ahora entendía de dónde había
salido el conocimiento de cómo construirlos.

Señaló con el dedo.

—¿Qué eran?

—Casas de baños individuales —dijo Denan—, Ryttan era una ciudad


de ocio y aprendizaje. Muchas universidades.

A Bane le habría encantado ver esto. Los dos habrían explorado la


ciudad durante días. La preocupación hizo que se le secara la garganta.

—¿Ya han rescatado a Bane?

Denan se puso rígido.

—Es demasiado pronto para tener noticias de mi emisario.

Larkin se secó subrepticiamente las lágrimas que llenaban sus ojos.


Denan fingió no darse cuenta.
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Su madre extendió la mano y la agarró.

—Su padre es un hombre de recursos. Bane estará bien.


Bajando la cabeza, Larkin asintió.

Se acercaron a un edificio cónico con el tejado todavía unido. En la base


del árbol que había al lado, Talox dormía. Larkin se sintió aliviada al verlo.

Sentado contra el tronco, Tam lanzó su cuchillo, sujetándolo por la


empuñadura. Cayó al suelo. Maldijo y se frotó con las yemas de los dedos
los ojos inyectados en sangre. Era evidente que estaba agotado.

—Deberías dormir mientras puedas —dijo Larkin.

Se encogió de hombros y buscó el cuchillo que se le había caído.

Denan suspiró.

—Vamos, les enseñaré a atar los capullos.

Las ayudó a subir al árbol y ató una cuerda alrededor de la cintura de


Sela para que no pudiera caerse. Les mostró a Larkin y a su madre cómo
hacer el nudo que aseguraba los capullos. Sela se metió en el primero, rodeó
sus piernas con los brazos y se quedó mirando el dosel.

Denan observó cómo Larkin ataba su propio capullo, y sus dedos


corrigieron suavemente los de ella. Él asintió cuando ella lo hizo bien y miró
el capullo con una mirada de tanto anhelo que ella no pudo evitar darle un
empujón hacia ella.

—Sólo faltan un par de horas para el atardecer. Descansa. El anochecer


llegará pronto.

—No podré dormir, no tan cerca de la batalla. Ven. Quiero mostrarte


algo.

Larkin dudó. Ya no estaba tan enfadada, pero seguía molesta. El dolor


apareció en sus ojos. Suspiró.

—De acuerdo.

Asintió, claramente aliviado.


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Su madre los observó, con los labios fruncidos.

—No me gusta la idea de que ande sola por allí.


—No estará sola —dijo Denan—. Y no hay peligro para ella. Al menos
hasta el anochecer.

Desde abajo, Tam les dedicó una sonrisa socarrona.

—¿Has encontrado tu cuchillo? —Larkin resopló, molesto por su


insinuación. Se lo enseñó.

—Puedo enseñarte si quieres.

Ella le lanzó una mirada dudosa.

—No parecía que fueras tan bueno en ello.

—Dices las cosas más bonitas —Empezó a mover el cuchillo de nuevo.

—¿Por qué no duerme? —le susurró a Denan.

—Tam nunca duerme mucho.

—¿Por qué?

—Probablemente debería decírtelo él mismo.

Preocupada, volvió a mirar a su amigo. Más tarde le sacaría una


respuesta a la fuerza.

Denan la condujo a un grueso grupo de edificios. En realidad, era un


complejo, con el edificio más grande flanqueado a cada lado por grandes
cúpulas en forma de colmena, cuyos interiores estaban demasiado
ensombrecidos para distinguir nada.

—¿Qué era este lugar? —preguntó.

—Después de expulsar a los gilgads, Ryttan se convirtió en una ciudad


conocida por sus piscinas.

Pero las cúpulas eran enormes. Demasiado grandes para una persona o
dos.
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—¿Se bañaban juntos?

Denan señaló a cada uno por turno.


—Los hombres en un lado, las mujeres en el otro —Se detuvo frente a
la más grande.

—¿Y ésta?

—Esta era para nadar. Aunque cuando la recuperamos, estaba llena de


gilgads que hibernaban en el agua caliente.

Su labio se curvó ante la idea de que las piscinas climatizadas estuvieran


repletas de lagartos gigantes.

—¿A dónde se fue toda el agua?

—Las tuberías que la traían desde las piscinas minerales se rompieron.


Si tenemos tiempo, te lo enseñaré mañana.

Caminaron junto a un corto muro que no llegaba más alto que sus
rodillas, cuya parte superior estaba revestida de estatuas rotas de serpientes
ágiles. Más allá había un camino cubierto de maleza entre dos profundas
depresiones rectangulares.

Denan saltó a una de ellas, la ayudó a bajar y trotó entre lianas y hojas,
mientras un milpiés del tamaño de su brazo se alejaba. En el otro extremo,
llegaron a un pez tallado. De su boca abierta salía un chorro de agua
humeante que obviamente había sido un torrente antes de que se rompieran
las tuberías.

—Chorros de agua como éste rodeaban el edificio. Las tuberías también.


Creo que también canalizaban el agua para calentar sus casas, lo que explica
por qué vivían en el suelo en lugar de en los árboles: habría sido mucho más
cálido.

Pasó los dedos por el agua y se echó hacia atrás, siseando por el calor.

—Está demasiado caliente para bañarse.

—Habrían añadido agua fría —dijo Denan secamente. Ella le echó agua.

Se rio mientras se limpiaba la cara.


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—¿Quieres ver el interior?

Ella levantó la vista hacia el imponente edificio.


—¿No estás cansado? —Según sus cuentas, había dormido menos que
todos ellos, excepto Tam.

—Te dije que no podría dormir tan cerca de la batalla.

—¿Es seguro?

—Me adelantaré. Asustaré a los monstruos —Salió del agujero y se


dirigió a una pequeña pasarela. Después de una docena de pasos, desapareció
dentro de la boca oscura del edificio central.

Tragando con fuerza, comprobó dos veces si había milpiés y subió tras
él. Armándose de valor, Larkin abrió sus sellos, apareciendo en sus manos la
espada y el escudo, que añadieron un poco de iluminación. Recelosa de los
bichos que pudieran caer sobre su cabeza, tocó con su espada las lianas que
casi tapaban la entrada. Las enredaderas cayeron fácilmente. Al atravesarla,
pudo distinguir el relieve espinoso tallado en el arco.

El interior estaba muy oscuro. ¿Cómo iba a ver Denan a un gilgad o,


peor, a un mulgar antes de que se lo comiera? Incluso completamente
extendida, su espada sólo mostraba un paso o dos en cada dirección. Denan
se perdió en la oscuridad. ¿Adónde había ido?

—¿Denan?

N hubo respuesta. Ante ella había cuatro pasos que se adentraban en la


oscuridad. Sintiéndose más segura de espaldas a la pared, se deslizó por el
perímetro, con los escalones a su izquierda y la pared a su derecha. Quedaban
algunos trozos de yeso blanco en las paredes, escamas de chapado dorado e
inserciones de ópalo que delineaban lo que alguna vez debió ser una hermosa
representación del Árbol Blanco.

Algo brillaba a sus pies. Pateó la tierra, tratando de ver el suelo bajo las
capas de suciedad. Distinguió la esquina de las baldosas octogonales de oro
brillante.

Un sonido detrás de ella. Se dio la vuelta y algo crujió bajo sus pies.
Denan subió trotando los escalones. Ella respiró, con la mano en el pecho.
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—El bosque que me lleva.

—Te asustas fácilmente.


—¡Claro que sí! Crecí pensando que la bestia me atraparía —Le besó la
frente.

—Supongo que lo hizo.

—¿A dónde fuiste?

Frunció el ceño.

—Quería asegurarme primero de que era seguro.

—¿Qué era seguro?

La tomó de la mano y la condujo por los escalones.

—Sé que todavía estás enfadada conmigo.

Ella se puso rígida pero no dijo nada. Aquí había más luz. Mirando hacia
arriba, vio una rotura en el techo por donde habían pasado las raíces de los
árboles. A juzgar por su cáscara ennegrecida, se había quemado,
probablemente a causa de un rayo.

—Sé que piensas que fui duro con Talox. Tienes razón. Fui duro. Es un
gran hombre. Uno de los mejores luchadores. Pero no es un gran soldado.
Es demasiado grande de corazón para eso.

La luz brillaba desde la rotura del techo, iluminando una de las paredes.

—Entonces, ¿por qué...? —Sus palabras se interrumpieron al ver un


relieve tallado en la piedra.

Espectros. Los espectros estaban tallados en la piedra antigua. Los


mulgars sangraban por sus espadas; mulgars con marcas terribles, sus rostros
muertos. Sin querer continuar, pero sin poder evitarlo, Larkin se desplazó
hacia la izquierda, siguiendo la progresión del panel.

El Bosque Prohibido, repleto de árboles de la misma belleza que los del


Alamant. Bajo ellos, la gente moría violentamente. Mujeres. Niños. Hombres.
Viejos. Jóvenes. Todos murieron o fueron convertidos, hasta que no quedó
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ninguno en la tierra.

—Con la fuente de su magia rota o corrompida —dijo Denan—


Valynthia cayó con fuerza y rapidez.
Los cadáveres esqueléticos colgaban de los árboles.

—La gente de los árboles murió de sed o de hambre —dijo Denan en


voz baja—. Unos pocos podrían haber sobrevivido más tiempo, un año o dos
como máximo.

Los supervivientes huyeron al bosque.

—Al igual que los anillos de los árboles, la magia del Árbol Blanco es
más fuerte en algunos lugares que en otros. De alguna manera, las barreras
surgieron. Sólo los más fuertes y afortunados lograron alcanzarlas.

Esta era la historia de su pueblo, la historia de Larkin, y había sido


borrada por la maldición, por los espectros. Como si nunca hubieran existido.

La maldición siempre había afectado a la vida de Larkin, aunque ella no


lo supiera. Pero esto lo hizo personal. Esto lo hacía real. Las manos de Larkin
se agarraron a los costados, la indignación zumbaba a través de sus sellos.

Más bosque. Más muerte y huida. Huyendo hacia una ciudad rodeada
por un alto muro. Ryttan. Era invierno. Larkin podía decirlo por los árboles
sin ramas que rodeaban la ciudad.

—Los alamantes todavía tenían magia. Todavía podíamos luchar y las


murallas alrededor de las ciudades las hacían defendibles. Pero las ciudades
no son autosuficientes, especialmente las ciudades invadidas por refugiados.
La gente se moría de hambre. Las enfermedades proliferaban.

El último panel no estaba terminado. Era más crudo, como si hubiera


sido tallado con herramientas rudimentarias. Los mulgars y los espectros
atravesaron el muro y entraron en la ciudad. La gente corrió, se atrincheró
en edificios como éste.

—Había un suministro de agua fresca aquí. Drenaje. Calor para el


invierno. La gente duró meses.

—¿Cómo podrían durar meses sin algo que comer? —Su voz se sentía
oxidada, vieja.
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Y entonces lo vio. La gente... comiéndose unos a otros.

Se tambaleó horrorizada, chocando con Denan. Él la sostuvo.


—¿Por qué me muestras esto? —susurró ella.

—Soy un hombre duro, Larkin. Debo serlo. No puedo tolerar a los


soldados que no cumplen las órdenes. No voy a arriesgarte, no cuando eres
la mejor esperanza que hemos tenido en siglos.

Ella no dormiría durante semanas después de esto. Enfadada porque él


le había soltado esto, y enrojecida de horror, se giró hacia él. Algo crujió
bajo su pie, el suave chasquido hizo eco en ella.

Él se agachó junto a ella, con los ojos fijos en lo que había pisado. Un
hueso aplastado. Un trozo sobresalía. Apartó suavemente la suciedad y lo
liberó. Levantó una pequeña y delicada mandíbula humana. Quebradiza por
la edad, la capa exterior del hueso se había adelgazado en huecos porosos,
revelando bolsas de dientes adultos incrustadas bajo los dientes de leche. Al
retroceder, debió de aplastar el resto del cráneo.

Un nuevo horror rodeó la garganta de Larkin con sus manos húmedas.


Esto no era una ruina antigua. Era un cementerio. Jadeó y retrocedió, luego
se congeló por miedo a aplastar otro cráneo.

Retorció la mandíbula en sus manos.

—Los huesos de los hombres y de los niños ensucian el lugar. Creo que
se encerraron aquí mientras las mujeres morían luchando contra los mulgars.

Ella podía imaginarlo fácilmente. Habían cerrado las puertas con cerrojo
hasta que el vapor se volvió sofocante. Los sonidos de la muerte y de los
moribundos en el exterior. Luego el silencio de la mañana.

Se dirigió a la salida, tropezó y cayó. Sus costillas se sacudieron,


doliendo más que en días anteriores.

—¡Larkin!

No se detuvo hasta que estuvo fuera de nuevo. Hasta que la débil luz
del atardecer le tocó la cara. Hasta que la brisa fresca refrescó el sudor de su
frente.
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Nunca volvería a sentirse cómoda en la oscuridad.

Denan la alcanzó un momento después, con la mandíbula


afortunadamente ausente de sus manos.
—No sé si podré perdonarte alguna vez por eso.

Su cabeza cayó.

—Volverá a ocurrir, Larkin. El Árbol Blanco tiene siglos de antigüedad.


Se está muriendo. Y cuando la magia muera...

No habría protección contra los espectros, nada que les impidiera hacer
lo que habían hecho antes.

—Tenemos que detenerlo —dijo ella, con la voz temblorosa. Él asintió.

—Ahora lo ves.

Ancestros, ella quería golpearlo. Pero él había tenido razón. Ella creía
haber entendido la maldición, lo que estaba en juego. No lo había hecho.

—Me quedo con Talox como guardia personal.

Denan asintió con brusquedad.

—De todos modos, encajará mejor allí.

Uno al lado del otro, regresaron al árbol, y la mente de Larkin se


arremolinaba con imágenes de gente muriendo. Recordó lo que él había
dicho, sobre las mujeres que luchaban mientras los hombres se habían
escondido con los niños.

—Espera, ¿las mujeres lucharon contra los mulgars?

Denan se encogió de hombros.

—En el Alamant, la magia de las mujeres era la magia guerrera. En


Valynthia, era al revés y los hombres eran los guerreros. Sería lo mismo
ahora, si los valyanthianos aún pudieran manejar la magia.

Valyanthianos.

—Idelmarquianos —le corrigió ella—. Los valyanthianos están todos


muertos y olvidados —No pudo evitar la amargura en su voz. Mujeres
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guerreras. Ella no podía envolver su cerebro alrededor de ello—. ¿Por qué


era inverso?

—Nuestro árbol es femenino y su árbol es masculino.


—Eso no tiene ningún sentido.

Se encogió de hombros.

—Entonces, ¿qué hicieron los hombres?

—Tocar sus flautas, supongo.

—¿Supones?

—Perdimos los registros en un incendio, ¿recuerdas?

Ella recordó que él le había contado algo sobre eso cuando habían
estado juntos en el Alamant.

—Trescientos años no es tanto tiempo.

—La maldición tiene una forma de deformar las cosas, incluida nuestra
historia.

Miró sus músculos y sus armas.

—Así que los hombres dejaron sus flautas y se convirtieron en


guerreros.

—Bueno, quiero decir, todavía usamos nuestras flautas.

—Pero no como antes.

—No —dijo—. No como solíamos hacerlo.

La magia había caído en la ruina con tanta seguridad como sus dos
reinos. Ella temblaba a pesar del calor.

Apoyó una mano en su hombro.

—Hace tiempo que están muertos, Larkin.

—¿Qué impide que vuelva a suceder?

—Yo. Talox. Tam. Y tú.


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Ella lo miró a los ojos y sólo vio la sinceridad brillando hacia ella. Revisó
sus sellos, admirando las largas y hermosas líneas de la espada en su mano.
¿Podría realmente hacerlo? ¿Convertirse en una guerrera como las
matriarcas de antaño? Ya había matado a un mulgar. Algo se despertó en su
interior: el miedo y la determinación y el terrible conocimiento de que mataría
y mataría y volvería a matar si eso significaba detener a los espectros.

—Talox ya ha comenzado mi entrenamiento —Su voz temblaba de


emoción—. ¿Quieres continuarlo?

—Siempre y cuando jures hacer lo que te diga hasta que consigas


romper la maldición.

El peso de esa tarea la dejó sin aliento. Apoyó la cabeza en las manos.

—Lo he intentado, Denan. Mis sellos no hacen nada.

—Lo descubrirás. Sé que lo harás —Su fe sólo hizo que su carga fuera
más pesada. La atrajo hacia su abrazo, sosteniéndola sin una palabra—.
Júralo.

—Lo juro.

Miró hacia el sol.

—No queda mucho tiempo —Sacó su espada y su escudo.

—Aparte de los ardents, los mulgars no son tan brillantes. ¿Qué...?

—Entonces, ¿si me enfrento a un ardent?

—Todavía no estás preparada para los ardents. Corre —Ajustó el agarre


de su espada—. Los mulgars no sienten dolor ni miedo, así que tiene que ser
un golpe mortal. Atraviesa su pecho o golpéalos en la cabeza. Decapítalos si
puedes. En caso de apuro, puedes cortarles las corvas y acabar con ellos en
el suelo.

La batalla por esta ciudad había sido aquí, justo donde ella estaba. Las
mujeres habían luchado para proteger a sus maridos e hijos. Habían perdido.
El miedo recorrió a Larkin, caliente y frío a la vez. Se estremeció.

—Tienes la fuerza de tu espada y tu escudo. Tienes tu ingenio y tus


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amigos para luchar a tu lado. No puedes perder.

Ella se encontró con su mirada y parte del miedo disminuyó.


—¿No sientes ningún remordimiento por haberlos matado?

Denan apartó la mirada.

—No son personas, ya no.

Sólo que eso no era del todo cierto. Maisy era la prueba de ello. Sin
embargo, ella era una guerrera. No se resistiría a esto.

—¿Me enseñas?

Se agachó detrás de su escudo.

—Aquí, balancéate lentamente.

Ella lo hizo. Su espada golpeó su escudo. Él arrojó su escudo y su hoja


a un lado y la golpeó con su espada.

—Bárrelo. Apuñala. Reposiciona. Ahora inténtalo tú.

Trabajó con ella hasta que pudo hacerlo casi a toda velocidad.

Denan le demostró cómo tomar una carga cambiándose de lado y


dejando que su oponente pasara volando por delante de ella.

—Los mulgars pueden sobrevivir a casi todo, a una espalda rota o a una
extremidad perdida. Para estar seguros, siempre hay que cortarles la cabeza.

Se quedó quieta.

—A Venna no le cortaron la cabeza —Denan se dio la vuelta.

—Venna cayó a miles de metros. Nadie, nada, podría sobrevivir a eso


—Entonces, ¿por qué sonaba más como una pregunta?

Denan resopló.

—Ese mulgar ya no era Venna. Era el monstruo que mató a tu amiga.

—¿Y si ese monstruo sobrevivió a la caída?


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Se secó el sudor de las sienes.

—No… no lo sé.
Agarrando su amuleto, Larkin se enfrentó al bosque que se oscurecía.
Su amiga, o lo que quedaba de ella, podría estar todavía ahí fuera. El dolor
de ese pensamiento... Agarró el amuleto con más fuerza. La rama afilada se
deslizó en su piel. Jadeó de dolor. El bosque se oscureció a su alrededor
como si se hubiera cubierto con una tela negra podrida. Y al otro lado de esa
tela, las imágenes parpadeaban, quemándose hasta sustituir a Denan y a la
ciudad de Ryttan.

Rostros horribles y gesticulantes en las sombras se apretaban contra lo


que parecían ser capas de enormes escudos que protegían a docenas de
personas. Los gritos y chirridos de las sombras estremecieron a Larkin. Invocó
su espada y su escudo, encogiéndose detrás de este último.
Las garras de las sombras destrozaron la magia como si fuera papel
mojado. Las barreras ni siquiera habían terminado de convertirse en cenizas
cuando las sombras se lanzaron hacia delante. Se introdujeron a la fuerza en
las gargantas de los encantadores y encantadoras, que se tambaleaban con
arcadas, jadeando, arañando sus gargantas.
Luego se callaron, se detuvieron, miraron hacia arriba. Cada uno de sus
ojos era de color negro sólido, con líneas bifurcadas que brotaban de sus
cuencas. Eran mulgars. Mulgars que no habían sido convertidos por una hoja
de espectro, sino por las propias sombras. Estaba viendo el nacimiento de los
monstruos.
Se volvieron unos contra otros. Viejos y jóvenes. Hombres y mujeres.
Se volvieron y se desgarraron unos a otros con sus propias manos.
La segunda barrera cayó. Más gente se retorcía, se aquietaba y mataba.
Uno de ellos se abalanzó sobre Larkin. Ella gritó y sacó su escudo. Pero la
sombra la atravesó.
Jadeando, giró en su sitio. La batalla continuó a su alrededor como si
ella no existiera. Porque ella no existía, no realmente. Era un recuerdo.
Una mujer llamó la atención de Larkin. En la barrera más central, estaba
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de pie sobre una plataforma alrededor de una fuente rodeada de espinas


malignas. Una luz cálida y dorada atravesaba el color que bailaba bajo la
superficie. Larkin reconoció el lugar.
El Árbol Blanco. Estaba en el Alamant el día en que la maldición había
surgido. En el centro de todo ello había una mujer con un brillante vestido
negro. Larkin se acercó a ella a trompicones, atravesando una barrera tras
otra, con gente asustada que pasaba a través de ella como si fueran sombras.
Llegó a las escaleras que preceden a la plataforma.
La mujer era joven, no mayor que Larkin. El pelo era de un dorado
pálido salpicado de plata, sus ojos de un marrón cálido. El vestido negro con
incrustaciones de diamantes que llevaba era una obra de arte que destellaba
con cien chispas de color fracturado. Pero lo que atrajo la atención de Larkin
fue el sello que dejaba ver su escote, un sello que reflejaba el del pecho de
Denan, sólo que el suyo era plateado en lugar de dorado.
Se trataba de la Reina de Valynthia.
A su lado había un hombre de rasgos afilados, de piel y pelo oscuros.
Las puntas de las ramas de oro asomaban por su cuello. El Rey del Alamant.
Trabajando juntos. ¿No habían estado en guerra?
Su atención se fijó en la distancia. Larkin siguió sus miradas para ver
cómo las sombras se extendían por la ciudad como el humo, devorando la
luz, transformando las expresiones de la gente en rictus de odio.
El Rey y la Reina tocaban diferentes flautas, la música impenetrable e
inamovible. La Reina manipuló la magia con sus propias manos, y el oro y
la plata se dividieron en diferentes colores que tejió con dedos rápidos. Lanzó
el orbe resultante al aire. Un gran escudo con forma de cúpula se expandió
para incluir a los que estaban en la siguiente capa de defensa. Encantadoras
y encantadores alimentaron desesperadamente su magia en la esfera
brillante. Juntos la presionaron hacia fuera, haciendo retroceder a las sombras
de una capa de defensa hasta que todo el Árbol Blanco brilló: un refugio en
un mar de sombras.
Lo estaban haciendo. Estaban derrotando a las sombras. Pero Larkin
conocía el final de esta historia, sabía que esta reunión no podía durar.
Ancestros, ¿por qué no pudo durar?
Inexplicablemente, la expansión se detuvo. La bóveda tembló como una
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gota de agua a punto de caer. El Rey se derrumbó. Su magia vaciló. La Reina


se arrodilló a su lado y le agarró el hombro. Con el rostro enrojecido, jadeó
y sus ojos se desenfocaron.
¿Qué le pasaba?
—Levántate —dijo Larkin con los dientes apretados. Cada parte de ella
se tensó para que esos dos ganaran, aunque sabía que no lo harían.
—Dray —suplicó la Reina—. Tienes que seguir luchando. Juntos
podemos derrotarlo. Sé que podemos.
Él la miró, con la determinación brillando en sus ojos y sus sellos
resplandeciendo en blanco y oro contra su piel oscura.
—Ayúdame a levantarme.

Ella se apoyó bajo su brazo y se esforzó. Él se apoyó en ella hasta que


llegaron a la fuente. Apretó la palma de la mano sobre la espina hueca, la
sangre se arremolinaba en ella.
—Por favor. Mira lo que está pasando. Ayúdame. Déjame luchar —Por
un momento, su rostro se mostró descarnado de determinación. Luego se
relajó. Se volvió hacia la Reina, con todos sus sellos encendidos, la cúspide
del poder y la fuerza.
Se dejó caer, la luz se apagó como una vela gastada. Mientras el
incipiente escudo se convertía en luz de estrellas y cenizas a su alrededor, él
le agarró la mano. Entre sus palmas, la luz se encendió. La sangre corrió
entre sus dedos entrelazados.
—Usa mi luz —jadeó él—. Expulsa a los espectros —Sus ojos se
pusieron en blanco y se quedó totalmente inmóvil. Estaba muerto.
La Reina jadeó y miró con horror la cosa ensangrentada que tenía en la
mano. Tenía un amuleto que parecía un ahlea.

Los colores se desvanecían, la tela apolillada la rodeaba. Entre los


huecos, pudo distinguir su mundo: el bosque y las ruinas en la luz
descolorida. La tela se quemó. Larkin respiró entrecortadamente. Unos
brazos la acercaban... demasiado. La empujó.
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—¿Larkin?

Denan la cargó.
Desorientada, apretó el amuleto en el puño, con la sangre corriendo por
las yemas de los dedos. Lo soltó, con la mano dolorida, el pinchazo picando.
Una visión.

Había tenido una visión. El amuleto la había provocado.

Se aferró a su camisa, respirando profundamente su aroma.

—Bájame.

Él la puso suavemente de pie, aunque mantuvo un brazo alrededor de


su cintura.

—¿Estás bien?

Ella se tambaleó, con la cabeza dando vueltas. Estaba en las ruinas, no


muy lejos de los baños.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Un minuto o dos.

Miró alrededor del lugar muerto, buscando multitudes, sangre y muerte.


En su lugar, estaba la tranquilidad de la oscuridad que se avecinaba.

—¿Larkin? —Denan sonaba preocupado.

Ella cerró los ojos y se obligó a respirar profundo en sus pulmones.


Exhaló lentamente.

—Había un Rey y una Reina allí cuando se formó la maldición. El Rey


de los Alamantes era Dray. ¿Cómo se llamaba la Reina de Valynthia?

—¿La Reina de la Maldición? —Preguntó Denan.

—¿La Reina de la Maldición? —preguntó Larkin confundida.

—Se llamaba Eiryss —La expresión de Denan se ensombreció—. Fue


su incursión en la magia oscura lo que hizo nacer a los espectros.

—Pero ella luchaba contra la maldición —protestó Larkin—. Intentando


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detenerla.
—Sí y rompió el Árbol de Plata tratando de corregir su error. Fue ella
quien condenó a Valynthia —Denan rechinó los dientes.

—Eso no puede ser —Larkin se tambaleó. La chica que había visto no


tenía más de diecisiete años. Y había quedado tan horrorizada por los
acontecimientos como Larkin.

—¿Cómo sabías el nombre de Dray?

—Los vi —Ante su mirada incrédula, empezó por el principio y le contó


todo.

Cuando terminó, Denan la observó, con las cejas fruncidas.

—La historia cuenta que el día en que la Reina Eiryss y el Rey Dray iban
a casarse, los espectros descendieron y lanzaron una maldición sobre la tierra.
Los espectros surgieron como resultado de sus incursiones en la magia
oscura. Eiryss utilizó toda la magia de Valynthia como Reina para crear una
contra-maldición que evitara la sombra.

Las dos bodas de Larkin no habían sido precisamente momentos felices,


pero al menos todo su reino no se había desmoronado.

—Pensé que Valynthia y el Alamant estaban en guerra.

—Lo estaban. La boda debía unir a los dos reinos.

—¿Estás seguro de eso? —Larkin se sentó pesadamente en una gran


piedra—. Sus registros fueron quemados.

—Algunas historias no se olvidan —Supuso que no.

Se pasó una mano por la cara.

—Era uno de mis antepasados.

—¿Quién?

—Dray.
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—¡Pero si ha muerto! —dijo Larkin sorprendida.

—Tenía dos hijos de un matrimonio anterior. Ambos sobrevivieron.


Miró de nuevo a Denan. Dray había sido de piel más oscura, pero supuso
que tenían rasgos afilados similares y una gran complexión. El parecido no
era suficiente para parecer de la familia, pero entonces, lo que vio fue hace
generaciones.

—¿Por qué esta visión? —preguntó.

—Sólo he tenido una visión: la visión de un pájaro en mi mano —Ya


había escuchado esta historia antes, pero se mantuvo en silencio, queriendo
escucharla de nuevo—. Si intentaba sujetarlo, moría. Si lo dejaba libre,
volaba, pero siempre volvía.

Se sentó a su lado.

—Cuando recibí el sello de ahlea —El antiguo sello de la magia


femenina—, supe que encontraría a la persona que rompería la maldición. Y
poco a poco me di cuenta de que tenía que dejar que viniera a mí.

Larkin emitió un gruñido y una carcajada. Ella había acudido a él. No


tenía otra opción, ya que la turba asesina le pisaba los talones.

Le golpeó el hombro con el suyo.

—La encontré y ella vino a mí. Hay un mensaje que el Árbol Blanco
quiere que aprendas. Ya lo descubrirás.

Ella deseaba que él no creyera en ella tan completamente. Haría que la


posibilidad de fracaso fuera un poco más fácil de soportar.

Ajeno a su carga, Denan lanzó una mirada hacia el sol poniente.

—Vamos. La batalla comenzará pronto.


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CAPÍTULO OCHO

Larkin y Denan llegaron a la base del árbol, donde Tam finalmente se


había dormido junto con Talox. Denan se puso su armadura de cuero cocido
tachonado de metal.

Larkin estudió el amuleto, la forma en que la luz hacía brillar los colores
en la superficie como la escarcha de la mañana. La forma en que las
profundidades brillaban en plata. Junto a él, el amortiguador destellaba
colores, el oro cosía los bordes.

Su mirada se estrechó.

—Denan, este amuleto no está hecho del Árbol Blanco —Denan tiró de
la cadena por encima de su cabeza, el amuleto y el amortiguador chocaron
entre sí, y los sostuvo entre sus dedos. Retiró la mano de un tirón.

—Tienes razón. Son de diferentes árboles sagrados —Se sentía desnuda


sin su amuleto.

—El Árbol de Plata está corrompido —dijo Denan, mirando el amuleto


como si estuviera considerando romperlo—. También lo está su magia.

Ella se lo arrebató y se lo puso a la espalda.

—Me ha salvado la vida —Una vez cuando le mostró la salida de la


inundación y otra vez cuando formó un escudo entre ella y Garrot—. Y me
dio la visión que dijiste que necesitaba.

Lo alcanzó.

—Larkin...
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Ella se apartó de su alcance.

—Si estuviera corrompido, ya lo habríamos sabido.


La expresión de Denan se tensó.

—Es mi decisión —dijo ella con firmeza.

Denan suspiró. Antes de que pudiera discutir, Tam gimió en sueños. Las
lágrimas brotaron de sus ojos. Denan se agachó junto a él y le sacudió el
hombro. Tam se esforzó por abrir los ojos. Su mirada se fijó finalmente en
Denan. Apretó los talones de sus manos contra sus ojos.

—Los he visto. Siempre los veo.

¿Ver a quién? Larkin no podía preguntar. Este momento pertenecía a


Denan y a su amigo.

Tam se sentó y arrastró las manos por la piel cetrina de su rostro.


Resopló.

—¿Por qué no pude soñar con Alorica? —Murmuró.

Denan murmuró algo a su vez. Una urgente música de flautista recorrió


el bosque, llamando a los soldados a las armas, pidiendo al Alamant que
defendiera a su pueblo.

—Eso sería para los arqueros —dijo Tam, con los dedos moviéndose
hacia su arco.

Talox gimió y se sentó. Echó una mirada a Tam y frunció el ceño. Denan
y Talox intercambiaron una mirada ponderada, y luego ambos hombres se
movieron.

La magia de Larkin se esforzó por responder a la llamada a las armas.


Revisó sus sellos, y el familiar zumbido vibró casi hasta el punto de ser
doloroso. Se sintió atraída por el dolor. La hacía sentir viva, preparada.

—¿Larkin? —Denan se ató el hacha y el escudo a la espalda.

—Llévame contigo.

Siguió su mirada hacia la primera línea.


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—Hemos hablado de esto. No tienes el entrenamiento —Y ella era


demasiado importante para arriesgarse.

Ella apretó los dientes.


—¿Esto es lo que significa amarte? ¿Las largas noches sin saber si estás
vivo o muerto?

Él tiró de ella hacia delante y le besó la frente.

—¿Qué te digo siempre? —murmuró contra su piel.

Ella suspiró.

—Que siempre vendrás por mí.

—Son asquerosos —refunfuñó Tam.

Larkin se llevó las manos a las mejillas calientes.

—Como si tú y Alorica fueran mejores —dijo Talox—. Te he visto


quitarle la comida de la boca.

—Ahora hay una mujer —dijo Tam—. ¿Crees que ya está embarazada?
Siempre he querido ser padre —Ni rastro de las lágrimas que había
derramado ni de la pesadilla que aún debía persistir.

Talox puso los ojos en blanco.

—Te toca quedarte con las mujeres, Tam —La mirada de Denan se
desvió hacia ella—. Eso es, si Larkin puede prescindir de Talox para
vigilarme.

Tam frunció el ceño.

—Pero yo quiero matar mulgars.

La mirada de Denan estaba preocupada por su amigo.

—Supongo que me las arreglaré sólo con Talox.

—Estoy bien —insistió Tam.

Denan se acercó más.

—Duerme un poco esta noche, duerme de verdad y mañana te dejaré


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matar mulgars.

Tam no quiso encontrar su mirada.


—No es tan fácil —Denan apoyó una mano en su hombro.

—Inténtalo —De mala gana, Tam asintió.

—Vamos, Denan —dijo Talox—. Tenemos que irnos.

Denan apretó los dedos de Larkin.

—Ponte a salvo —Su mirada buscó a Tam—. Vigílalas.

Tam asintió.

—Una flecha a la cara de cada mulgar o espectro que se atreva a mirar


hacia ella.

Demasiado pronto, los brazos de Larkin estaban dolorosamente vacíos.


Miró a Denan hasta que las ruinas y el bosque lo ocultaron. A su alrededor
llegó el sonido de los flautistas llamando a sus hombres a las armas.

—Vamos. Tenemos que subir —Tam comenzó a subir. Se colocó de


espaldas al tronco, con su arco al lado.

Larkin se sentó en su capullo frente a su madre, que la observaba por


encima del borde de éste.

—Realmente lo quieres.

—Sí —susurró Larkin.

—¿Sigues siendo una doncella? —Mortificada, Larkin enterró la cara


entre las manos. Su madre se sentó y se movió para que sus piernas colgaran
sobre el lado del capullo—. Tenemos que hablar de esto.

—No, no tenemos que hacerlo.

—Fui la comadrona del pueblo durante veinte años. Así que sí, tenemos
que hacerlo.

Las puntas de las orejas de Tam se pusieron rojas.


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Se aclaró la garganta y tartamudeó—: Es que... mejor que me disparen.


Subiré —Señaló como si eso aclarara sus revueltas palabras y empezó a subir.
—¿Quieres hacer el amor con Denan? —Preguntó su madre. Las
mejillas de Larkin se encendieron.

—El bosque que me lleva.

—Entonces, sí —dijo su madre—. Hacer el amor no es algo que se te


dé bien de repente. Requiere práctica, desinterés y una buena idea de cómo
funciona tu cuerpo.

Desde lo alto del árbol, Tam las observó.

—¿Te importa? —Larkin le disparó.

—Bueno, yo sólo... —comenzó Tam—. ¿Si tuvieras algún consejo?

Su madre lo miró.

—Podemos tener esta conversación también, si quieres.

Volvió a bajar.

—Más tarde —dijo su madre—. En privado.

Él se puso rígido.

—Sí. Sí —Volvió a subir.

Su madre sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Todos los flautistas son así de... abiertos?

—Reciben clases sobre mujeres de sus madres.

Su madre consideró.

—Es una buena idea —Volvió a centrarse en Larkin—. Ahora no es un


buen momento para quedarse embarazada, no hasta que estemos todos a
salvo, pero hay otras cosas que puedes hacer. Y es una buena práctica.

Larkin gimió y deseó desaparecer, pero en el fondo también estaba


agradecida. Por mucho que quisiera tocar y ser tocada por Denan, nunca
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había ido más allá de los besos. Y aunque sabía lo que venía después, había
crecido en una granja con una madre comadrona, eso no lo hacía menos
abrumador.
Su madre resopló.

—Tienes suerte de tenerme a mí. Mi madre nunca hablaba de esas cosas


—Se lanzó a describir minuciosamente el funcionamiento del cuerpo de
Larkin. Para sorpresa de Larkin, cuanto más hablaba su madre, menos se
avergonzaba Larkin. Incluso hizo algunas preguntas.

—Siempre puedes hacer más preguntas —dijo su madre.

Se hizo el silencio. Los sonidos de la batalla, gritos y gritos y choques


de armas, llenaron los espacios a su alrededor.

Ancestros, dejen que Denan vuelva conmigo.


Una vez más, Larkin se sintió impotente. No por mucho tiempo, se
prometió a sí misma mientras su espada llenaba el hueco de su mano.

—¿Qué... qué son? —Su madre señaló hacia la batalla. Larkin siguió el
gesto, su cuerpo se aquietó como un nido ante las vibraciones de una
serpiente deslizándose por una rama.

Apenas visible en la luz mortecina, un espectro se deslizaba de forma


antinatural detrás de los mulgars, que se movían en completa sincronía entre
sí. Los estaba conduciendo, llevándolos a la muerte.

Un escalofrío recorrió a Larkin. Luchó contra él, pero su instinto de


esconderse de los espectros era tan fuerte que no importaba que el espectro
estuviera tan lejos que no estaba segura de cuál era. No importaba que
estuviera a salvo.

—Espectros —susurró Larkin, aliviada de poder decir la palabra a su


madre—. Portadores de la magia oscura.

—¿Los que manejan a los mulgars?

Larkin pudo por fin explicar la maldición y la razón por la que los
flautistas se llevaban a las mujeres.

—Durante tres siglos, han estado luchando, robando mujeres para poder
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continuar, pero están perdiendo. El Árbol Blanco está muriendo. Cuando el


Árbol Blanco desaparezca...
—También el Idelmarch —Los labios de su madre se fruncieron en una
línea apretada—. Los ancestros nos salven.

Larkin resopló.

—Fueron nuestros antepasados los que nos metieron en este lío —Su
madre asintió con la cabeza.

—La Reina Eiryss.

Larkin la miró boquiabierta.

—¿Cómo sabes el nombre de la Reina de la Maldición?

Su madre se movió incómoda y miró hacia el oeste.

—Háblame de ese Alamant —Larkin observó a su madre—. Todos


tenemos nuestros secretos. Háblame del Alamant —Larkin suspiró y decidió
dejarlo pasar. Pensó en el hogar de Denan.

Con el corazón dolorido por la nostalgia, describió el lago turquesa, el


caleidoscopio de luces que bailaba en los bordes de los peces, los elegantes
árboles del hogar con barreras mágicas en lugar de puertas y paredes, y
finalmente, el Árbol Blanco, como ópalos dorados iluminados por el sol.

—¿Lo extrañas? —preguntó su madre con incredulidad.

—Sí —admitió Larkin. Era algo más que la belleza y la magia.

De alguna manera, el Alamant se había convertido en su hogar.

Sela gimió en sueños. Larkin se metió en el capullo con su hermanita,


que se retorció y apoyó la cabeza en el pecho de Larkin. La creciente mancha
de humedad en la túnica de Larkin dejaba claro que su hermana estaba
llorando.

—¿Qué pasa? —preguntó Larkin.

Sela no respondió. Era como si, al no hablar, su hermana tuviera control


absoluto sobre una cosa y eso la hiciera capaz de soportar todas las cosas
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que no podía controlar.

Larkin tarareó y acarició el pelo de Sela.


La batalla sonaba como una tormenta eléctrica lejana salpicada de notas
estridentes. Larkin no podía distinguir a los mulgars de los flautistas en la
oscuridad, silueteados como estaban por la lejana luz del fuego. Sela volvió
a dormirse poco a poco. A juzgar por la respiración uniforme de su madre,
ella también lo había hecho.

Tam volvió a subir a su rama original.

—Deberías dormir un poco —Su mirada no abandonó la lejana batalla.

—Tú también deberías —murmuró.

—Flechas en la cara, ¿recuerdas?

—Si los mulgars se abren paso, ¿no los oirías venir?

Él no se encontró con su mirada. Ella se dio cuenta de repente. No eran


sólo los mulgars de los que Tam debía defenderlas. También de los espectros.

—Pueden formarse detrás de las líneas —susurró para que su madre no


la oyera.

Tam parecía culpable.

—Tenemos guardas, reliquias como los amortiguadores que colocamos


alrededor del perímetro del campamento.

Algo en la forma en que lo dijo le hizo pensar que las guardas no eran
infalibles.

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CAPÍTULO NUEVE

El árbol estaba resbaladizo por lluvia, el cielo estaba cargado de nubes.


Larkin había sido atormentada por pesadillas sobre la próxima muerte de
Bane; ni siquiera las canciones mágicas de Tam habían dejado que Larkin
descansara de verdad. A juzgar por la frecuencia con que Brenna se había
quejado por la noche, su madre había dormido aún menos.

Larkin se deslizó fuera del capullo para no despertar a Sela.

—¿Cómo sabemos el momento en que sale el sol? —susurró Larkin a


Tam.

—Escucha —dijo Tam.

Se quedó quieta. Pero lo único que pudo distinguir fue el lejano


estruendo de la batalla: notas de flautistas, gritos y el choque de escudos y
hachas. Esperó, y estuvo a punto de volver a preguntar cuando los sonidos
desaparecieron de repente.

—Sin los espectros que los conduzcan —dijo Tam—, los mulgars están
mucho más interesados en la autopreservación que en la victoria.

Larkin bajó del árbol. Sus pies llegaron al suelo corriendo. Tam se
apresuró a ponerse las botas.

—Ni siquiera sabes dónde está.

Ella lo ignoró mientras corría por las ruinas. Gemidos y gritos la


asaltaron mucho antes de llegar a la tienda de los sanadores. Desde la
abertura, Larkin vio a las mujeres y a los niños que se apresuraban entre los
heridos, vendando heridas y ofreciendo agua. Los sanadores se movían más
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lentamente, cosiendo y recolocando huesos.

Ya había una fila de muertos que esperaban ordenados. Examinó los


rostros, temiendo que pudiera ver a Denan. Un par de flautistas llevaron a
otro hacia la tienda y pidieron ayuda. Magalia se apresuró a salir. La sangre
manchaba su piel oscura. Llevaba un pañuelo sobre sus rizos negros. Sus ojos
canela se fijaron en ella.

—¿Larkin?

Larkin se quedó helada. Magalia estaba resentida con Denan, porque él


había sido quien había matado a su marido antes de que lo convirtieran en
un mulgar, y nunca había aprobado el empeño de Larkin por escapar de los
flautistas.

—¿Lo salvaste? ¿A tu amigo Bane? —preguntó Magalia mientras


indicaba a los hombres que entraran.

Sorprendida de que la mujer se dignara a hablar con ella, Larkin se clavó


las uñas en las palmas de las manos y sacudió bruscamente la cabeza.

—Todavía no.

Magalia se estremeció.

—Lo siento, no debería haberlo hecho. Yo… —Se detuvo ante la


apertura de la tienda—. Me alegro de que hayas vuelto.

Larkin se quedó con la boca abierta por la sorpresa. Esperaba que


Magalia la juzgara y la despreciara, no una disculpa.

—¿Alorica?

—No confía en que pueda dejar el Alamant todavía —respondió


Magalia mientras desaparecía en el interior.

Una lástima. A Larkin le hubiera gustado ver a su amiga.

—¿Has visto a Denan? —llamó Larkin, pero Magalia no respondió, y


Larkin no pudo obligarse a ir tras ella.

Tam corrió detrás de Larkin.

—Mujer, ¿cuándo vas a aprender a escuchar?


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Preocupada por Denan y enferma por Bane, se giró hacia él.

—¿Dónde está?
Dio medio paso atrás y tragó saliva.

—Probablemente reunido con sus capitanes. Vendrá a verte cuando


pueda.

—Llévame allí.

Refunfuñando en voz baja sobre las mujeres y algo más, Tam la rodeó
y se dirigió a un antiguo pabellón apartado de la línea. Media docena de
hombres se arremolinaban en la penumbra.

A mitad de camino, vio a un hombre inclinado sobre una mesa.


Reconoció la anchura y el volumen de sus hombros. Su cabello oscuro.

—¡Denan! —Él se volvió al oír su grito y se preparó para que ella subiera
los escalones y se arrojara a sus brazos—. Estás bien.

La apretó.

—Es agradable que una mujer, además de mi madre, se preocupe por


mí.

Los hombres que los rodeaban se rieron. Ella miró a su alrededor


buscando a Talox y en su lugar fijó la mirada en el tío de Denan, Demry. El
hombre la miró con el ceño fruncido. Avergonzada, se apartó y dejó caer su
mirada al suelo.

Denan rozó la sangre que había manchado su armadura en su túnica.


Sangre de mulgar, espesa y negra.

—Tendrás que lavar eso.

Haciendo un gesto de dolor, se quitó la túnica pegajosa de la piel.

—Lo siento —susurró—. Estaba muy preocupada.

—De todos modos, ya casi hemos terminado —Unió sus manos a las de
ella y se volvió hacia sus capitanes—. Envía a los ingenieros por delante...

—Ya está hecho, mi Príncipe —dijo Demry con brusquedad.


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Denan asintió.
—Muy bien. Que los hombres se alimenten y descansen una hora. Envía
un mensaje con cualquier noticia de Gendrin. El resto creo que lo puedes
manejar.

Los capitanes refunfuñaron su asentimiento. Demry se marchó sin mirar


atrás.

Denan hizo un gesto a dos de sus sirvientes, que se quedaron fuera del
pabellón. Se acercaron al trote.

—Despejen el manantial superior para las mujeres y vean si la familia


de Larkin quiere bañarse.

Los dos muchachos partieron en direcciones opuestas.

Denan y Tam compartieron toda una conversación en una sola mirada.


Tam se despidió con la cabeza y se fue. El resto de los sirvientes de Denan
se retiraron mientras él tomaba la mano de Larkin y la guiaba hacia la lluvia
que patinaba.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Debemos haber reducido el número de mulgars la noche anterior.


Nunca estuvieron cerca de romper nuestra línea. Sólo perdimos dos hombres,
uno de los cuales tropezó con el muro y cayó.

Dos seguían pareciendo demasiados.

Miró a los hombres que se retiraban.

—¿Dónde está Talox?

—Lavándose y durmiendo un poco antes de que tengamos que salir de


nuevo.

Su mirada revoloteó sobre Demry, y apartó la vista.

—Me odia —Denan le lanzó una mirada confusa—. Tu tío Demry.

Denan no lo negó.
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—Nunca se ha casado ni ha tenido hijos propios, así que siempre nos


ha adorado a Wyn y a mí.
—Wyn —gimió Larkin. Larkin no había tenido en cuenta al hermano de
siete años de Denan. El niño adoraba a Denan—. Él tampoco me va a
perdonar nunca.

La expresión de Denan era preocupada.

—Reconstruir la confianza lleva tiempo.

La forma en que lo dijo hizo pensar a Larkin que él tampoco la había


perdonado del todo. Ella no había querido hacer daño a nadie. Sólo había
querido salvar a Bane, pero había fracasado estrepitosamente.

Denan se dirigió al norte, que era la dirección equivocada de sus


capullos.

—Nuestro árbol está allá atrás —dijo Larkin.

—Los dos nos tenemos que limpiar un poco primero.

La niebla se espesó con el olor de los minerales y los sonidos de las


risas. Una cascada de cuatro saltos de agua caía por las rocas recubiertas de
minerales, de modo que parecían pan naciente. Cuatro pozas separadas
brillaban en un vívido tono de menta. Larkin subió a la colina, trepando por
enormes tuberías calientes que debían de bombear agua a toda la ciudad. En
la cima, el sirviente de antes ya estaba allí, desalojando a los hombres del
nivel más alto a los más bajos.

Sus gruñidos cesaron al instante cuando Larkin y Denan aparecieron.


Larkin se sonrojó cuando, con el trasero desnudo, el último puñado saltó de
la cascada. Al poco tiempo, se oyó el eco de un chapoteo y unos gritos. El
sirviente recogió las armaduras y las ropas empapadas de los hombres. Se
inclinó mientras regresaba por donde había venido.

Denan tiró de las hebillas de su armadura. Se metió en el agua como si


estuviera demasiado caliente y se quitó la túnica, mojó la armadura y la
restregó con un puñado de arena antes de colocarla en una pila ordenada.

Mientras trabajaba, Larkin se quedó mirando el sello del Árbol Blanco


en relieve que ocupaba todo su pecho, el sello que lo nombraba futuro Rey.
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En su espalda, una serpiente anudada de tres cabezas se movía bajo sus


músculos enroscados. En el interior de su antebrazo derecho había una flor
geométrica de pétalos angulosos: la flor ahlea, sello de la magia femenina.
El sello que lo convenció de que encontraría a la persona que rompería la
maldición. A ella.

Se restregó la túnica, los músculos de su cuerpo como piedras duras que


resbalaban bajo su suave piel.

—Si quieres que lave las tuyas, lánzamelas.

Ella atrapó su labio inferior entre los dientes. Cualquier hombre tan
hermoso y dispuesto a lavar su ropa...

—Acércate a la cascada. No podré verte a través de la niebla —dijo él


mientras fregaba.

Ella se metió en el agua casi demasiado caliente, con cuidado de no


pisar el suelo, y se dirigió hacia él.

—¿Y si quiero que veas?

Él se quedó muy quieto. Algo en su expresión debió de decirle todo.

—Larkin, sólo porque estemos casados y nos amemos no significa que


estés preparada. No te presionaré.

Le quitó el jabón y se enjabonó las manos. Le lavó la sangre de las


mejillas y luego el pecho. La palma de su mano se deslizó por la imposible
suavidad de su piel, sus dedos palidecieron contra su rudeza. Recogió un
poco de agua y le quitó el jabón.

Su propia túnica se humedeció y se enjabonó, pegándose a su piel y


subiéndose para que se viera un trozo de su vientre. Las puntas de los dedos
de él se apoyaron en su vientre desnudo. Ella jadeó ante el rayo de calor que
la recorrió. Él se quedó inmóvil, claramente inseguro.

Lentamente, ella se quitó la túnica, y su piel se mojó cuando la brisa la


atravesó. Se la tendió.

—Dijiste que la lavarías.

—¿Larkin? —respiró él, con su mirada devorándola.


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—¿Vas a faltar a tu palabra? —Lo dijo como un desafío.


Hizo una bola con las túnicas de ambos junto con el jabón y las arrojó
a la orilla. Sus pesadas manos se apoyaron en las caderas de ella.

—Nunca.

El beso se estremeció con la promesa, una promesa que los envolvía a


ambos. Se solidificó, haciéndose pesada y madura. Ella trazó la ironía de su
cuerpo, toda la suavidad dura interrumpida con cicatrices anudadas y signos
elevados.

Él la apretó contra él y profundizó el beso.

—Tu madre va a venir.

Como respuesta, ella le enganchó la parte delantera de los pantalones y


tiró de ellos para que se adentraran en la niebla, mientras el agua corriente
los golpeaba. Supuestamente, los flautistas tenían hierbas para evitar el
embarazo. Larkin no las tenía. Pero eso no significaba que no pudieran hacer
otras cosas.

Así que lo hicieron. Tantas cosas hermosas y torpes.

***

Larkin escurrió su túnica lo mejor que pudo. Denan se inclinó y le besó


el hombro desnudo. Ella le sonrió.

—¿Denan? —Talox llamó desde algún lugar fuera de la vista.

Larkin se quedó paralizada y luego se echó la túnica arrugada por


encima de la cabeza.

—Denan —llamó Talox más fuerte—. No puede esperar.

—Que el bosque se lo lleve —Su voz era áspera—. Porque si no lo hace,


lo haré yo. ¿Qué? —Denan gruñó en voz alta a Talox.
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—Es el Rey —dijo Talox—. Está aquí.

Larkin tiró de sus pantalones.


—¿Qué hace el Rey aquí? —Se estremeció, aunque no tenía frío.

Denan sacudió bruscamente la cabeza.

—No tengo ni idea.

Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia el camino. En la segunda


piscina, Larkin se esforzó por no fijarse en la abundancia de hombres
desnudos que se divertían y retozaban.

Talox, con la camisa húmeda, los esperaba con expresión avergonzada.

—Está en el pabellón.

Denan pasó junto a Talox sin decir nada. A mitad de camino, pasaron
junto a su madre con las pequeñas. Uno de los sirvientes sostenía al bebé.
Su madre cubrió los ojos de Sela contra la desnudez de los soldados.

—¿No vas a ayudarme a vigilar a tu hermana? —preguntó su madre con


exasperación cuando Larkin pasó junto a ella. Tenía los ojos inyectados en
sangre y con ojeras. ¿Brenna la había dejado dormir?

—Mi sirviente atenderá a los más pequeños mientras tú te bañas —dijo


Denan con una mirada de soslayo al muchacho, que parecía incómodo, pero
asintió de todos modos.

—Adéntrate lo suficiente en la niebla y nadie podrá verte —dijo Larkin


por encima del hombro.

Su madre llamó a Larkin, que la ignoró. Pagaría por eso más tarde.

No hay nada que hacer ahora.

En el pabellón, había cuatro guardias en cada esquina. Dentro, el Rey


Netrish se paseaba de un lado a otro. De mediana edad y corpulento, parecía
más un tabernero que el poderoso Rey que su manto repujado declaraba ser.
Este era el hombre que sentenció a Bane a morir, el único hombre en el
Alamant más poderoso que Denan. Él era la razón por la que se había visto
obligada a tomar a Bane y huir. Cuanto antes la magia de Denan alcanzara
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su pleno poder y pudiera ascender al trono, antes este hombre sería una
reliquia.

Denan se inclinó.
—¿Mi Rey?

La expresión de Netrish se posó en Larkin, en su túnica, que goteaba un


círculo alrededor de sus pies, y su boca se tensó con desaprobación.

—He recibido noticias de la compañía de Gendrin —Netrish entregó a


Denan una misiva—. Sus corredores no pudieron atravesar los mulgars para
llegar a ti, así que vinieron a buscarme a la ciudad. Conseguí escabullirme
con media docena de mis mejores flautistas.

Denan abrió el sello.

—¿Dónde está?

Netrish se inclinó sobre un mapa clavado en una pequeña mesa y señaló


una zona de árboles al sur de Landra y Cordova, las dos ciudades situadas
en el extremo noroeste de las Ciudades Unidas del Idelmarch. Denan y Talox
se agruparon alrededor del Rey.

—Antepasados, ¿qué hace Gendrin allí? —Denan escaneó la misiva.

—¿Media docena de hombres se ha colado por donde no podría hacerlo


un solo explorador? No hace ningún... —comenzó Talox.

—¡Los ancestros nos salvan! —Denan entregó la misiva a Talox, que la


leyó rápidamente.

Larkin deseaba saber leer más que las pocas letras y pequeñas palabras
que Denan le había enseñado.

Netrish se acercó.

—Debes enviar tu ejército de inmediato. El de Demry también.

—¿Qué está pasando? —preguntó Larkin en voz baja.

Denan dejó escapar un largo suspiro.

—Los mulgars... no los hemos reducido. Volvieron a atacar a los


hombres de Gendrin.
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Recordó el nombre. La hermana de Bane, Caelia, estaba casada con


Gendrin. Caelia, que no sabía que su hermano había muerto ni que su marido
estaba en grave peligro.
Larkin se llevó la mano a la boca.

—¿Qué hace el ejército de Gendrin tan lejos del Alamant?

—El tratado ha terminado —dijo Netrish.

Lo había olvidado. Los flautistas estaban malditos para nunca tener


hijas. Para poder luchar contra los espectros, tenían que tener hijos. Así que,
a cambio de protección, los Druidas Negros permitían en secreto que se
llevaran mujeres. Pero desde que los idelmarquianos habían declarado la
guerra a los alamantes...

Larkin se cubrió la garganta con la mano.

—Gendrin y su ejército... están tomando chicas.

Netrish resopló.

—Una cosecha es una consecuencia natural de romper el tratado.

—¿Secuestro? —preguntó Larkin.

Denan se encontró con su mirada.

—Normalmente, sólo los elegidos por el Árbol Blanco van en busca de


la canción de su corazón. Durante una cosecha, todos los hombres pueden
hacerlo.

La vez que sus aldeanos habían intentado quemar el bosque... los


autores habían sido encontrados muertos sin una marca, y dos docenas de
niñas habían desaparecido.

Larkin se balanceó hacia delante, con la mano en la frente. Ancestros.


Había sido una cosecha. Y ahora estaba ocurriendo de nuevo, en todo el
Alamant. ¿Cuántas niñas estaban siendo secuestradas por los flautistas, para
no volver a ver a sus familias?

—Esta... esta violencia tiene que terminar —La voz de Larkin temblaba
de emoción. Porque secuestrar y forzar a las niñas era violencia, se hiciera
con delicadeza o no—. Los idelmarquianos y los alamantes no somos
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enemigos. Los espectros son nuestros enemigos —De alguna manera, ella
debía hacer ver esto a ambas partes.
Denan se apartó de la acusación en sus ojos.

—Mañana. Mañana enviaré mis ejércitos a rescatar a Gendrin.

Netrish se acercó.

—No durarán la noche. Sabes que no lo harán.

—Mientras mantengan su perímetro... —comenzó Denan.

—¡Su perímetro ya ha caído una vez!

—¡Tengo mujeres y heridos que proteger!

—¡Tienes a tu mujer! —Netrish rugió—. ¡Hay más de quinientas


mujeres en esa compañía, chicas aterrorizadas que van a morir para que tú
puedas proteger a tu propia mujer! Envía a Larkin y a los heridos al Alamant
—continuó el Rey—. Me adelantaré y saldré con una compañía para traerlos.
Supongo que los espectros no molestarán a una pequeña compañía de
heridos cuando tienen un ejército entero que pueden arrasar.

—No lo entiendes —dijo Denan—. Esto es una trampa.

—¿Trampa? —Dijo Netrish con incredulidad—. ¿Qué trampa?

Larkin había pasado una noche aterradora en lo alto de un árbol


mientras los espectros daban vueltas. Estas chicas conocerían diez veces ese
miedo.

—Denan…

Denan dio un golpe en la mesa, haciéndola saltar.

—El Rey Espectro está tratando de atraernos, de hacernos luchar en sus


términos. Sabe que no puede derrotarnos desde nuestras fortalezas. No dejará
que Larkin se escape, no otra vez.

Netrish se balanceó sobre sus talones y la miró.

—¿Ramass se ha fijado en ella?


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Denan asintió y su mirada pidió a Larkin que le dijera al Rey la verdad.


Su mirada le rogaba que lo dejara pasar. Ella no confiaba en Netrish. Denan
volvió a asentir, esta vez con más insistencia.
Talox se aclaró la garganta.

—Demasiados lo han visto para que el secreto permanezca mucho más


tiempo, Larkin.

De mala gana, hizo flamear sus sellos. La espada y el escudo se


formaron en sus manos.

Netrish jadeó y se tambaleó hacia atrás.

—¡Los ancestros nos salvan, ella tiene magia!

—Ahora lo ves —Denan se frotó los ojos, el cansancio lo venció


momentáneamente—. Si Ramass detecta a Larkin, él y sus compañeros se
formarán cerca de ella y la tomarán. Una pequeña compañía no tendría
ninguna oportunidad de defenderse de ellos.

—Ella no puede huir al Alamant —Estuvo de acuerdo Netrish—. No sin


un ejército considerable.

Denan se apoyó en la mesa. Él y Talox examinaron el mapa.

—El barranco en el que está rodeado Gendrin es una trampa mortal para
cualquier ejército atrapado en él. Ramass me obliga a abandonar a Gendrin
o a reunirme con su ejército en el momento y lugar que él elija. Incluso si
conseguimos derrotar a los espectros, eso añade dos noches más en el
Bosque Prohibido, dos noches en las que nos atacará.

El Rey Espectro se había dado cuenta de que las fuerzas de Denan eran
demasiado fuertes para dominarlas a menos que se diera una ventaja.

Netrish aclaró la emoción de su garganta.

—Es mi hijo, Denan —Larkin se deslizó hacia Talox.

—¿Quién es su hijo? —murmuró.

—Gendrin —dijo Talox, sin apartar los ojos del mapa.

¿Cómo no había sabido Larkin que el marido de Caelia era hijo del Rey?
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—Podría ordenártelo —dijo Netrish sin sentirlo.

Denan se puso en pie y se enfrentó al otro hombre.


—Puede que tú seas el Rey, pero yo soy el comandante de estos
ejércitos. Y ahora sabes lo que está en juego. No podemos arriesgarla.

Netrish no encontró la mirada de Denan.

—¿Crees que tus hombres te seguirán abandonando a sus compañeros


y a esas mujeres?

Denan hizo un gesto salvaje.

—¿Crees que me perdonarán si dejo que la única mujer en trescientos


años que posee magia caiga en manos de los espectros? No lucho en batallas
a menos que esté seguro de poder ganar.

—Hacemos lo que debemos —repitió Larkin su mantra. Él se


estremeció, claramente no le gustaba su frase en su cara más que a ella—.
Eres un Príncipe. Pon a tu gente en primer lugar.

Exhaló con frustración.

—Larkin, tienes que entender el riesgo de esto. No importa cuán bien


preparadas o cuán superiores sean nuestras fuerzas, las batallas son bestias
impredecibles.

—Me mantendrás a salvo. Como siempre haces.

Se pasó la mano por la cabeza.

—No veo cómo.

—Conozco este barranco —Talox golpeó el mapa para enfatizar—. Es


estrecho y empinado. Rodéenlo como él rodea a Gendrin.

Denan cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Y qué pasa con Larkin y nuestros heridos? No podrán seguirnos, no


al ritmo que nos veremos obligados a marcar. Y si Ramass tiene reservas
escondidas en algún lugar del bosque, un grupo pequeño sería vulnerable.

—Coloca a las mujeres y a los heridos en la cima de ese afloramiento


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de rocas en el lado sureste —Talox tocó el mapa cerca del barranco.


—¿El promontorio3? —preguntó Denan.

Talox asintió.

—Sólo hay una forma de entrar: un paso estrecho, fácilmente vigilado.


El resto son acantilados escarpados.

Denan le dirigió una mirada.

—Ir tras Gendrin añadiría dos noches a nuestro viaje. Dos noches para
que los espectros ataquen.

Larkin estudió el mapa, observando lo cerca que estaba el ejército de


Gendrin del Idelmarch.

—No si viajamos por el camino de Cordova.

Denan miró entre ellos, con una expresión de traición en su rostro.

—¿Quieres que invadamos el Idelmarch?

Larkin no había podido salvar a Bane, todavía no, pero quizás podría
enfrentarse a Caelia si salvaba a su marido.

—Sólo... tomar el camino por un tiempo.

Talox asintió.

—El camino de Cordova es una marcha fácil desde el barranco.

Trazó el camino hacia el este hasta Cordova.

—¿Qué distancia hay desde Cordova hasta el Alamant?

Denan frunció los labios.

—Un día de marcha forzada.

Una vez terminada la batalla, podrían cruzar el bosque restante y


acampar en tierra idelmarquiana.
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—Los habitantes de Cordova no tendrán amortiguadores —dijo.

3
Prominente masa de tierra que sobresale de las tierras más bajas en que descansa o de un cuerpo de
agua.
Netrish asintió.

—Liberen al ejército de Gendrin y pasen la siguiente noche en el


Idelmarch. Marchen directamente desde allí hasta el Alamant —Agarró el
antebrazo de Denan—. Tráeme a mi hijo.

Denan asintió.

—Haré lo que pueda.

Netrish dio una palmada en el hombro de Denan.

—Si quiero volver al Alamant antes de que anochezca, tenemos que


movernos —Se inclinó hacia ellos y su mirada se detuvo en Larkin antes de
salir del pabellón y volver a la lluvia.

Denan se apoyó en la mesa.

—Talox, un momento a solas —Talox gruñó y se fue.

Denan esperó hasta que ambos hombres estuvieron fuera del alcance
del oído.

—Larkin... —Sacudió la cabeza, como si buscara las palabras


adecuadas—. Creo que no lo entiendes: esta no será como las otras batallas.
Será sangrienta y caótica, y no puedo garantizar que ganemos.

Él era el que iba a luchar y, sin embargo, intentaba prepararla,


reconfortarla. Ella se dio cuenta de que él se iba, y no estaba seguro de que
fuera a volver.

—Yo te empujé a esto. Si te pasa algo...

Extendió la mano y la rodeó por detrás de la cabeza. La acunó contra


él.

—Es la decisión correcta con el conocimiento que tenemos. Pero el Rey


Espectro estará esperando con todo lo que tiene, y Larkin... —Su voz se
apagó, su agarre se hizo más fuerte hasta que fue casi doloroso—. Tengo
miedo.
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Ella se aferró a él. Estaba vivo, era fuerte y era suyo. Pero al anochecer,
todo eso podría cambiar.
—Te quiero.

Denan presionó su frente contra la de ella, con los ojos brillantes.

—Pase lo que pase, iré por ti —dijo con brusquedad.

Ella sollozó, las lágrimas se derramaron por sus mejillas.

—Siempre.

Apretó los labios contra su frente, giró sobre sus talones y bajó los
escalones al trote. Se detuvo junto a Talox.

—La mantendrás a salvo, soldado.

—Lo juro —Talox se puso a su lado.

Denan se alejó a grandes zancadas. Empapado, Tam llegó trotando


desde la dirección de los manantiales. Denan llamó a sus capitanes y
sirvientes y lanzó órdenes para que el ejército marchara a paso ligero hacia
el oeste. Tam les lanzó una mirada interrogativa antes de ponerse al lado de
Denan.

Larkin se dio la vuelta. Se negó a ver partir a Denan. Le dolía demasiado.

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CAPÍTULO DIEZ

—Ya casi llegamos —dijo Talox con una mirada al sol que se hundía en
el horizonte. Sela se colgó de su espalda.

—Alabados sean mis antepasados —jadeó su madre.

Larkin se preocupó por su madre. Apenas había hablado ese día.

Cada vez que se habían detenido a descansar, se había tumbado y se


había quedado dormida.

Sudando bajo el envoltorio que sostenía a Brenna, Larkin siguió adelante


a través de los pinos y el suelo rocoso. Media hora más tarde, las tres pasaron
más allá de una estrecha fisura de rocas hasta llegar a una extensión plana
que se elevaba bruscamente hacia la puesta de sol.

El promontorio. Larkin respiró aliviada. Lo habían conseguido.

Al llegar junto a ellos, Magalia dejó su extremo de la camilla. El hombre


que estaba dentro había perdido la mano izquierda, con el vendaje
ensangrentado. Se arrodilló junto al hombre y le revisó la frente.

—Todavía no hay fiebre. Te dije que era la mejor sanadora del Alamant.

Él le dedicó una débil sonrisa.

—Y la más guapa.

Como viuda, también era una de las pocas mujeres solteras que él
conocería. Por muy guapa que fuera, Magalia probablemente tenía una nueva
propuesta cada semana. Ella puso los ojos en blanco y él se rio.
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Entraron más flautistas. Magalia les indicó que pusieran a los heridos en
filas ordenadas. Los sanadores se pusieron inmediatamente a atender a sus
pacientes. Larkin, Sela y su madre repartieron agua, comida y mantas.
De los cerca de trescientos hombres que los acompañaban, cincuenta se
quedaron para vigilar la fisura. El resto partió a gran velocidad para alcanzar
al ejército principal.

Dos soldados pasaron junto a Larkin llevando algo hecho de madera


sagrada: había símbolos tallados por toda la superficie.

—¿Qué es eso? —le preguntó a Talox.

Talox los miró.

—Las guardas. Las colocarán a lo largo de la periferia.

Magalia se acercó a Larkin.

—¿Qué hacemos con ella?

Larkin siguió su mirada y encontró a Maisy correteando por un árbol.


Al instante buscó a Sela, que estaba demasiado ocupada repartiendo comida
como para darse cuenta, y dejó escapar un suspiro de alivio.

—Déjala si puedes —murmuró Larkin. Se dio cuenta de que no sabía


mucho sobre Magalia— ¿De dónde eres?

—Landra —dijo Magalia—. Mi padre era comerciante.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Larkin.

Los movimientos de Magalia se ralentizaron.

—Hay mucha gente que echo de menos —Ante la mirada de compasión


de Larkin, Magalia sonrió con tristeza—. No lo cambiaría más que tú.

Ambos guardaron silencio, la camaradería de un trauma común las unía.

—Larkin, Pennice, Sela, vamos —dijo Talox desde detrás de ella—. Las
quiero a todas en un árbol antes de la puesta de sol.

Los guardias de su primera noche, Dayne, Ulrin y Tyer, lo flanquearon.


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—Los sanadores necesitan ayuda —dijo Larkin—. Y, además, tienen las


guardas para mantener alejados a los espectros.
—¿Quieres ayudar a los heridos? Hazlo subiéndote a un árbol —Talox
hizo un gesto a los guardias para que lo siguieran.

Su madre no se quedó atrás.

—Larkin, trae a Sela —Sela trotó hasta Larkin y le tomó la mano.

Magalia tomó el resto de las mantas de Larkin.

—Ya casi hemos terminado. Vamos.

Larkin frunció el ceño.

—No es justo que nosotros tengamos la seguridad de un árbol y tú no.

Magalia se encogió de hombros como si no importara.

—Supongo que así son las cosas. Algunas personas tienen magia y otras
no.

La frustración brotó en Larkin.

—No siempre será así. La maldición puede eliminarse; soy la prueba de


que puede hacerlo. Sólo tenemos que averiguar cómo hacerlo.

Sela miró entre las dos. Soltó la mano de Larkin y le indicó a Magalia
que se agachara. Lanzando una mirada confusa a Larkin, Magalia se agachó.
Sela apoyó las palmas de las manos en los hombros de Magalia y pareció
escudriñar en lo más profundo de su pecho.

Magalia jadeó y cayó hacia atrás. Con los ojos muy abiertos, miró a
Sela.

—¿Qué me has hecho?

Sela se acobardó, corrió hacia Larkin y se lanzó a sus brazos. Larkin se


tambaleó ante la embestida.

—¿Qué quieres decir?


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Magalia se llevó la mano al pecho y exhaló.

—Algo frío y oscuro estaba dentro de mí. Ni siquiera sabía que estaba
ahí hasta que me lo quitó.
Con los ojos muy abiertos, Larkin miró a su hermana. Los últimos rayos
de sol iluminaban su cabello, igual que el día en que Larkin encontró a Sela
en el bosque que todos los demás temían.

Estaba cubierta de barro y sonriendo, con un puñado de flores en el


pelo.

Los árboles son nuestros amigos. Sela había dicho esas palabras
entonces, y las había vuelto a decir cuando Larkin la encontró en el anillo de
la glorieta hacía apenas unos días.

Era Sela.

Sela a quien Denan encontró primero.

Sela, que había intentado adentrarse de nuevo en el bosque porque los


árboles le cantaban.

Sela que había apoyado sus manos en los hombros de Larkin. La calidez
y la luz la habían inundado donde antes había habido oscuridad.

Mil pequeñas pistas. Larkin las había pasado por alto o las había
descartado todas. Mientras tanto, la verdad había estado delante de ella.

Sela había roto la maldición. No Larkin.

Nunca Larkin.

Larkin no podía recuperar el aliento. Un sentimiento oscuro y feo echó


raíces en su interior. Durante un tiempo, había creído que era especial. No lo
era. Siempre había sido Sela, su dulce y ceceante hermana pequeña.
Respiraba con dificultad y pensó que podría estar enferma.

Magalia se puso en pie, con la mano extendida.

—Larkin, ¿qué ha hecho...?

La mirada de Larkin la detuvo en seco. Fue consciente de que Sela


temblaba y sudaba en sus brazos. Era su hermana, su hermana pequeña, a la
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que Larkin amaba con todo lo que tenía.

—¡Larkin! —ladró Talox, haciendo un gesto desde la cima del


promontorio.
—No lo sé —respondió Larkin a la pregunta de Magalia—. Pero lo
averiguaré. Sólo promete no decir una palabra a nadie hasta que lo haga.

Con la boca fruncida, Magalia asintió.

Larkin se dio la vuelta y empezó a subir la colina. Sela se movió entre


sus brazos. Larkin frotó una mano temblorosa sobre su pequeña espalda, los
pomos de su columna vertebral chocando bajo sus dedos.

—No tengas miedo, Sela —dijo Larkin, porque no podía soportar que
la verdad se dijera más fuerte que un susurro—. Has hecho algo maravilloso.
Una cosa verdaderamente maravillosa.

Sela la miró dudosa.

Larkin se obligó a sonreír.

—Estoy muy orgullosa de ti —Y lo estaba, incluso cuando las lágrimas


llenaban sus ojos.

En la cima del promontorio, Talox esperaba junto a los árboles más


grandes. El capullo de Larkin se había instalado en uno, el de su madre y su
hermana en el otro. Su madre ya estaba en el de la derecha. Por suerte, los
árboles estaban lo suficientemente lejos como para que tuvieran que gritar
para oírse.

Cuando llegó a la cima, Talox notó que las lágrimas corrían por sus
mejillas.

Ella no le dirigió la mirada.

—¿Puedes llevar a Sela con mamá?

Él asintió. Larkin le dio un rápido beso en la sien a Sela y se la entregó.


Sela fue de buena gana. Estaba claro que se había encariñado con el gran
hombre durante el viaje. Larkin le limpió las mejillas y subió al árbol. Tyer
estaba en las ramas más bajas, y ella se sintió aliviada cuando él fingió no
notarla.
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En las ramas centrales, se derrumbó en su capullo y sollozó con fuerza


y en silencio, con una de las mantas metida en la boca. Un tiempo después,
las ramas se movieron cuando Talox subió. Tuvo que notar que su capullo
temblaba con sus sollozos, pero no dijo nada.
Cuando se le pasaron las lágrimas, se sentó. Sentía la nariz y los ojos
hinchados, y sin duda su cara estaba manchada, pero no era como si los dos
hombres no supieran ya que había estado llorando.

Haciendo acopio de valor, salió del capullo. Abajo, Tyer había apoyado
su arco sobre las rodillas, con sus flechas al alcance de la mano. Talox estaba
sentado de lado en su propio capullo, con el telescopio en la mano. No dijo
nada mientras ella salía de su capullo y se unía a él en el suyo, con los
costados fuertemente apretados.

Larkin miró hacia abajo en el profundo y estrecho barranco rodeado de


afloramientos rocosos y árboles estrangulados. A menos de una milla de
distancia, el ejército de Gendrin había sido rodeado y forzado a retroceder
mucho en sus defensas iniciales, un anillo quemado de cenizas y picas rotas.
El suelo estaba lleno de cadáveres. Agradeció estar lo suficientemente lejos
como para no poder distinguir sus rostros.

Las formas se movían a lo largo de las crestas distantes: los ejércitos de


Denan y Demry se movían en su lugar. La preocupación la invadió.

Talox sacó una bolsa de carne seca y se la tendió. No habría fuego ni


cocina, no esta noche, pero el olor de la cena le hizo revolver el estómago.
Sacudió la cabeza.

Denan estaba allí abajo. Al igual que Tam. Y había estado llorando
porque ya no era especial.

—¿Quieres hablar de ello? —Preguntó Talox alrededor de un bocado.


Ella volvió a negar con la cabeza—. Me parece bien —Talox le entregó un
telescopio y miró por el suyo.

Larkin echó un vistazo al sol, naranja disecado por la mitad por el negro.
Cuando los espectros aparecieran, percibirían al instante el ejército de Denan
y sabrían que pretendía rodearlos.

—¿Estarán en su sitio antes de la puesta de sol? —Su voz sonaba áspera,


en desuso.
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Talox dudó antes de negar con la cabeza.

Larkin inspeccionó las escarpadas laderas del amplio barranco, de casi


tres millas de ancho y una milla de largo.
—Aun así, no podrán escapar.

Talox no respondió.

Incapaz de sentarse, Larkin se puso de pie y rodeó con un brazo el


tronco principal para mantener el equilibrio. Miró por el telescopio. Tardó un
momento en localizar el ejército de Gendrin. Luego encontró lo que buscaba.
En lo alto de los árboles, las chicas se acurrucaban.

No estaba viendo la puesta de sol, pero sabía cuándo ocurría. Ahora


siempre estaba al tanto de la posición del sol, se diera cuenta
conscientemente o no.

—Uno, dos, tres, cuatro —contó Talox.

Larkin no tuvo que preguntar para saber que contaba espectros. Sus
ropas estaban húmedas de sudor; se había enfriado con la inmovilidad.

Larkin bajó el telescopio. Era buena para medir los detalles, pero si
quería tener una idea de la batalla en general, era demasiado limitado.
Observar la batalla con sus propios ojos y utilizar el telescopio para los
detalles era la mejor manera de hacerlo.

Contó como lo había hecho Talox, pero se distrajo con la batalla, que
se había trasladado a la base de los árboles. Como quería más detalles, volvió
a levantar el telescopio.

Dos mulgars impulsaron a un tercero hacia las ramas más bajas, que
trepó, con la mirada fija en las chicas que trepaban más alto, el árbol se
doblaba bajo su peso, sus bocas se abrían en gritos que Larkin no podía
distinguir del estruendo.

Un flautista saltó al árbol y subió. Cuando estuvo lo suficientemente


cerca, enganchó la pierna del mulgar con el talón del hacha y dio un tirón.
El mulgar arañó a las chicas mientras caía. El soldado ató su hacha y soltó
una flecha. Avasallados, los flautistas se lanzaron a los árboles para proteger
a las chicas.

—Date prisa, Denan —murmuró.


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En la luz mortecina, las formas se movían a lo largo del borde en el lado


opuesto. Desplazó el telescopio para ver mejor. Los mulgars y los espectros
no se habían percatado de su presencia. ¿Por qué los espectros no los habían
percibido aún?

Con un grito, los flautistas se levantaron y cargaron por el declive.


Larkin buscó a Denan, pero no pudo distinguirlo de ningún otro soldado.
Moviéndose como uno solo, los mulgars se apartaron de su presa atrapada
en los árboles y cargaron hacia Denan y los hombres de Demry. Los arqueros
de los flautistas se quedaron atrás. En el momento en que los mulgars
estuvieron a su alcance, lanzaron flechas.

Mortalmente heridos, algunos mulgars cayeron. El resto, erizado de


flechas, continuó.

En la luz mortecina, los cuartos espectros se deslizaron como sombras


por la pendiente. Los arqueros flautistas apuntaron con arcos y flechas
sagradas, la madera refractando la luz en un conjunto deslumbrante. Los
arqueros dispararon. Un espectro cayó inmediatamente. Otro siguió
cojeando. El tercero se tambaleó hacia un lado y luego hacia el otro. El cuarto
no estaba herido.

—Eso es imposible —respiró Larkin.

Levantándose, Talox juró, confirmando lo que Larkin ya sabía. Los


espectros no cojeaban. No se derrumbaban. Se desvanecen. Cuando recibían
un golpe mortal, se convertían en sombras retorcidas. Pero uno estaba
claramente en el suelo. Otros dos estaban claramente heridos.

No eran espectros en absoluto. Eran mulgars.

Antes de que Larkin pudiera entenderlo, los mulgars alcanzaron las


hogueras destinadas a mantenerlos alejados y sujetaron ramas ardientes con
sus manos desnudas. Arrojaron esas ramas a los árboles cercanos, árboles
que contenían chicas y flautistas. El resto llevó ramas ardientes por la
pendiente hacia los hombres de Denan y Demry.

—No —susurró Talox, horrorizado—. Los espectros y los mulgars nunca


dañan los árboles.
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Sin prestar atención a los flautistas que los cortaban, los mulgars
prendieron fuego a más árboles. Un mulgar, luego dos, luego una docena se
convirtieron en antorchas. Siguieron corriendo, arrastrando las llamas. Los
árboles se incendiaron, llevando a los flautistas más arriba, atrapando a los
hombres de Gendrin y a esas chicas indefensas.

—¿Por qué? —preguntó Larkin. La oscuridad maligna que se deslizaba


por su columna vertebral respondió a su pregunta. Su boca se llenó de la
suciedad y la podredumbre de la tumba y de algo más: algo parecido a la
brea y el humo.

—Larkin —dijo un espectro desde algún lugar fuera de la vista. La voz


resonaba de forma extraña, lo que hacía imposible saber lo cerca que estaba.

Con las fosas nasales expandidas, Talox se llevó un dedo a los labios; el
espectro no podía percibirlos desde los árboles. Todo lo que tenía que hacer
era permanecer inmóvil. Larkin rezó para que su madre y sus hermanas
permanecieran en absoluto silencio.

Las protecciones están en su sitio, se recordó a sí misma. Estamos a


salvo. Sin embargo, la duda se abrió paso dentro de ella. Volvió a mirar a los
hombres heridos y a los sanadores. Quedaban cincuenta flautistas para vigilar
el paso. Seguro que tenían flechas sagradas. Seguramente podrían mantener
a todos a salvo de un espectro debilitado por las protecciones.

—Ven —dijo el espectro—. Y perdonaré a tus flautistas —Algo se agitó


dentro de ella.

—Talox —dijo.

Él negó con la cabeza, diciendo—: Mentiras.

Pensó que ella quería entregarse.

—Fuego —respondió ella—. ¿Y si le prenden fuego al árbol?

Ella no sabía si él la entendía. Talox buscó en el suelo y sacó suavemente


una flecha sagrada. Echó un vistazo a la batalla. Los flautistas ya no luchaban
contra los mulgars, sino contra las llamas que podían destruirlos a todos
fácilmente.

Movimiento abajo. Tyer lanzó una flecha hacia algo que trepaba por el
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frente del acantilado, algo que trepaba por una cuerda. Antes de que pudiera
preguntarse cómo había llegado una cuerda hasta allí, apareció un mulgar,
con una antorcha titilando en la boca, con la mitad de la cara devorada por
las llamas. La flecha se había clavado en el hombro del mulgar, pero no lo
detuvo. Aparecieron más mulgars. Desde el otro árbol, Dayne y Ulrin se
soltaron también.

—¡Brecha! —gritó Talox.

Antes de que los flautistas que custodiaban la fisura pudieran dar más
de una docena de pasos hacia ellos, dos espectros se deslizaron y comenzaron
a arrasar con los heridos. Los hombres que custodiaban la entrada gritaron
alarmados.

—¡Talox! —Señaló.

Gruñendo de frustración, Talox siguió soltando a la docena de mulgars


que trepaban por los acantilados y corrían hacia su árbol. Cada uno llevaba
una antorcha casi apagada por la velocidad de su paso.

—Derríbenlos —gritó Talox. Él y los otros tres guardias apuntaron y


lanzaron flechas. Una docena de mulgars y sus antorchas cayeron, con las
llamas patinando a lo largo de las agujas muertas que cubrían el suelo.
Algunos se tambaleaban hacia delante, heridos, pero aún en movimiento.

Sólo uno permanecía ileso, una mujer. Estaba enmarañada y sucia. Su


mirada se fijó en el árbol con una determinación absoluta. Se lanzó entre los
arbustos, con las flechas clavadas en los árboles y la tierra que la rodeaban.
Una le dio en el brazo. Otra en el costado. Otra en la pierna. Ni siquiera
disminuyó la velocidad.

—¡Mátala! —Talox rugió.

Una flecha brotó de su pecho. Su expresión no cambió mientras su


cuerpo flaqueaba. Lanzó la antorcha mientras se desplomaba. El tiempo se
ralentizó mientras giraba de un lado a otro, desapareciendo las llamas.
Golpeó el corazón del árbol. Las llamas estallaron a una velocidad anormal
a lo largo del tronco.

El calor rugió hacia Larkin. Se ahogó con el humo.

—Lo han rociado con brea —gritó Tyer.


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Eso explicaba el olor ahumado y acre de antes.

—¡Muévete! —Talox agarró la nuca de Larkin, obligándola a bajar entre


el calor y el humo.
Tosiendo e incapaz de ver, Larkin buscó a tientas los agarres de manos
y pies.

Las llamas le lamían los pies.

—¡Salta! —dijo Talox. No tenía ni idea de lo lejos que estaba el suelo


ni de si se rompería las dos piernas al aterrizar, sólo sabía que los espectros
la esperaban abajo.

Dudó demasiado. Talox la rodeó con su brazo y saltó, arrastrándola con


él. Atravesaron las ramas en llamas. El suelo se precipitó hacia ellos. Ella
aterrizó con fuerza sobre el vientre, con los pulmones congelados. El dolor
de sus costillas magulladas se agudizó. Las brasas cayeron a su alrededor.

Tyer ya estaba de pie, luchando contra un espectro: la mujer, Hagath.


Se movía con una rapidez sobrenatural, y sus espadas arrastraban sombras
como llamas oscuras. La espalda de Tyer se arqueó, con la boca abierta y los
ojos desorbitados por la sorpresa. Cayó de rodillas, su espada se le escapó
de los dedos, y se desplomó.

Talox se lanzó contra Hagath, se desplazó para evitar su empuje y la


golpeó con su espada.

No se vence a un espectro, no solo. Las palabras de Talox resonaron en


ella. El calor la invadió. Respiró una brizna de aire, suficiente para combatir
la oscuridad que la invadía. Otra respiración ahogada y consiguió arrastrar
las manos bajo ella. Otra respiración. El olor a pelo quemado, su pelo. Otro.

Se puso en pie tambaleándose y agitó sus sellos, con la espada y el


escudo formándose en sus manos. Como si Hagath pudiera sentir su magia,
la cabeza de la espectro giró en su dirección.

—Mía —siseó otro espectro. En medio de la carnicería de los heridos,


Ramass se deslizó por la pendiente hacia ella. Un gemido involuntario subió
por su garganta.

—¡Corre, Larkin! —gritó Talox mientras apuñalaba a Hagath. Las


sombras retorcidas implosionaron—. ¡Busca un árbol y escóndete!
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Apenas dijo las palabras, Ramass lo atacó, cada golpe brutal y eficiente.
Talox contraatacó con demasiada lentitud. Ramass le quitó la espada de las
manos y dio una patada en el pecho de Talox, derribándolo.
Talox, ese gigante inamovible, vencido. Ramass levantó su espada.

No. No.
—¡No! —gritó. Se abalanzó, colocándose de forma protectora sobre
Talox, y clavó la espada. Ramass la bloqueó fácilmente. En el momento en
que la hoja mágica de Larkin se conectó con la suya, unas sombras aceitosas
se deslizaron por su magia. Sintió el hambre del espectro. Su necesidad.

De ella.

El espectro atacó. Larkin apenas logró bloquear con su escudo. Él le


quitó los pies de encima y ella cayó de espaldas. Se preparó para el siguiente
golpe.

¿Por qué había pensado Larkin que podría luchar contra esos
monstruos? Talox atacó desde la derecha, su escudo golpeó al espectro hacia
atrás, forzándolo a girar.

—¡Corre!

Abajo, los flautistas luchaban contra los espectros y los mulgars. Su


madre y sus hermanas seguían a salvo en su árbol. Al menos, hasta que el
fuego se extendiera. Larkin no podía salvar a su familia, pero podía alejar a
los espectros.

Sus pies patinaron sobre las agujas sueltas mientras se alejaba del calor
y de las sombras vivas hasta el borde del promontorio. Allí encontró una de
las cuerdas que los mulgars habían utilizado para subir, medio enterrada en
la tierra. Habían estado allí antes de escalar el promontorio.

Los espectros habían sabido que venían. ¿Cómo podían saberlo?

Sus manos se cerraron alrededor de las fibras mientras se dejaba caer


en la oscuridad que caía. Sola.
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CAPÍTULO ONCE

El pie de Larkin tocó tierra firme en la base del promontorio. Sus manos
descarnadas soltaron la cuerda, una cuerda que nunca debería haber estado
allí. Se tambaleó hacia atrás, con los hombros y los brazos ardiendo.

Preparada para cualquier cosa, giró y disparó sus armas, que apenas
brillaban. En el tiempo que había tardado en bajar, se había hecho de noche,
y las estrellas eran pequeños y lejanos puntos de luz inútil bajo el denso dosel
y el espeso humo. Un mulgar podía estar a un par de pasos y ella nunca lo
sabría.

¿Y qué hay de su madre, Sela y Brenna? ¿Denan? ¿Toda la gente que


había dejado atrás? Todos los flautistas que luchaban contra el fuego. Se
atragantó con un sollozo.

No.

No estaba indefensa y no estaba acabada... todavía no. Si un mulgar o


un espectro hubiera estado al acecho, ya habría atacado. Denan y su ejército
estaban ante ella. Si seguía avanzando, acabaría encontrándose con ellos,
siempre que el fuego no los hubiera expulsado todavía. Si los espectros la
encontraban antes, se refugiaría en los árboles y rezaría para que no la
quemaran. Y si todo eso fallaba, lucharía.

Con las manos extendidas, se abrió paso a través de la oscuridad total


hacia el lejano resplandor del fuego. El humo le irritaba la garganta.
Envolviendo su camisa alrededor de la boca, luchó contra el impulso de toser.
El suelo áspero e irregular la obligó a deslizar el pie hacia adelante, paso a
paso, con cuidado.

No sabía cuántos pasos había dado cuando dio un paso en falso y se


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torció el tobillo. Apretando los dientes, siguió cojeando, a pesar de que el


tobillo se hinchaba en la bota.
El suelo bajo sus pies se inclinaba hacia abajo. El humo ascendente
tapaba las estrellas y el fuego que había debajo hacía brillar su vientre. Eso
significaba que se estaba acercando a los fuegos y a los flautistas. Eso
esperaba.

Las formas se definían en la oscuridad: la maraña de ramas, hojas y


agujas y la nítida demarcación de los troncos erguidos. Debía estar
acercándose al fuego.

A su izquierda sonaron voces lejanas e indistinguibles. Se atragantó con


un sollozo que fue silenciado al instante por el olor a podredumbre vieja que
había a su alrededor, entre ella y la seguridad.

Su boca se abrió en un jadeo silencioso. Tan cerca. Había estado tan


cerca de la agonía.

Con pasos tranquilos, encontró un árbol con ramas bajas. Sus brazos
tenían más fuerza que sus piernas. Se subió a una rama y luego a otra. No
tenía ni idea de la altura a la que estaba, pero los brazos le temblaban tanto
que temía que no aguantaran su peso.

Se colgó de una rama y trató de no respirar. El tobillo le palpitaba con


cada latido del corazón, la piel estaba tensa y caliente. Sólo tenía que
esconderse hasta la mañana. Seguramente podría aguantar todo ese tiempo.

No estaba segura de cuánto tiempo permaneció inmóvil, ni siquiera


cuando una araña se deslizó por su cara y su pelo. Una voz la llamó, una voz
conocida.

—Larkin —rogó Venna aterrorizada—. Larkin, ayúdame.

No. Venna estaba muerta. Había saltado de un acantilado, y el ancho y


revuelto río estaba tan abajo que sólo era una cinta oscura. No podría haber
sobrevivido.

Pero tal vez un mulgar podría.

Sus palabras son veneno, se recordó Larkin.


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—Los espectros me liberaron. Como liberaron a Maisy. Por favor,


Larkin, he estado vagando durante días y tengo miedo.
Sólo había una manera de que Venna pudiera encontrar a Larkin y es
que los espectros la hubieran enviado. Las criaturas debían haber perdido a
Larkin, pero sabían que se escondía en algún lugar cercano.

Por la mañana. Sólo tengo que llegar hasta la mañana.


—He estado en Valynthia, Larkin. He visto la verdad de los espectros.
Sé cómo derrotar la maldición.

A pesar de sí misma, Larkin se encontró escuchando mientras Venna


cantaba.

Sangre de mi corazón, médula de mis huesos,


Ven a escuchar la historia más triste que se haya conocido.
Una Reina maldita, su amante perdido,
Una magia prohibida y un costo espantoso.

Consumido por el mal, agentes de la noche,


Busca el nido, impide su volar,
Entre la maldición de la Reina vil de la vid espinosa,
No temas a la sombra, porque eres mía.

En mis brazos yace la respuesta:


Una luz que perdura para que el mal muera.

La misma canción que Sela había cantado.


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La encantadora voz de Venna se desvaneció en el silencio. Su silueta


ensombrecida apareció, zigzagueando entre los árboles a tres docenas de
pasos.
—La respuesta está en la canción —Venna volvió a cantar:

En mis brazos yace la respuesta:


Una luz que perdura para que el mal muera.

Mis brazos. ¿Los brazos de la Reina de la Maldición? ¡Pero Eiryss


llevaba tres siglos muerta!

—Sé que piensas que soy un mulgar, que estoy tratando de engañarte.
No es así. Debes venir conmigo, Larkin. Debes romper la maldición.

En el silencio, la respiración de Larkin retumbaba en sus oídos.


Seguramente los espectros podían oír su pulso tamborileando en la noche.
Ansiaba ver a su amiga, aunque fuera una mulgar. Sólo para ver su rostro de
nuevo, lo había olvidado, se dio cuenta Larkin. Los rasgos se habían perdido
con el tiempo.

—Haces bien en permanecer oculta, en sospechar de nosotros —Una


nueva voz resonó en la oscuridad, junto con la retorcida sensación de maldad
y el olor de una tumba abierta—. Puedo sentir tu presencia —Respiró con
fuerza—. Puedo oler tu miedo.

Se metió entre dos árboles a menos de una docena de pasos a su


derecha, acercándose a ella como un perro que olfatea. Abrió la mano,
mostrando una pequeña lámpara, cuya luz no podía penetrar en las sombras
ingrávidas que se movían a su alrededor contra el viento. Extendió una mano
cargada y le hizo una señal a Venna.

Ella se acercó a la luz, con las sombras tintadas grabadas en su rostro y


la nada negra de sus ojos, que se estremecieron en lo más profundo de
Larkin. Larkin le colocó la lámpara detrás de la oreja y se colocó detrás de
ella. Su mano rodeó su frágil mandíbula.

Las sombras se filtraron desde los ojos y la piel de ella hasta su mano.
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Sus ojos se aclararon y se volvieron del suave color marrón que Larkin
recordaba. Venna parpadeó una vez, dos veces, y luego rápidamente.

—Talox —susurró. Comenzó a llorar.


—Puedo devolverla —murmuró el espectro—. Los devolveré a todos.
Si tan sólo vienes conmigo.

Larkin quería meterse el puño en la boca y cubrirse los oídos. No se


atrevió a moverse. Veneno. Veneno. Veneno. Veneno. Sus palabras son
veneno.
—Todos ellos a cambio de ti, Larkin. ¿No soy generoso?

A Larkin le dolía bloquear sus palabras, mantener el sollozo apretado


en su garganta. Lealtad y autoconservación. Mentiras venenosas. Aunque
mantuviera su palabra y devolviera a todos los mulgars, serían como Maisy,
locos e incapaces de cuidar de sí mismos.

—¿No? —Se acercó a Venna—. Tal vez le quite la maldición y me la


lleve a casa. Sería una excelente mascota, ¿no? El sonido de sus gritos sería...
estimulante.

Venna gimió. Llegó el agudo aroma de la orina.

¡El bosque se la lleva! Larkin se levantó. Ella moriría o lo mataría. En


cualquier caso, no soportaría ni un momento más que él torturara a su amiga.
Se tiró al suelo ante él.

El espectro se giró de repente para mirar detrás de él. Una flecha sagrada
agitó las sombras más allá de su cabeza, pasando apenas por encima de él.
Escondido tras su escudo, Talox se abalanzó sobre el espectro, lanzándolo
hacia atrás. Venna cayó al suelo con un grito. Talox agarró su hacha y se
abalanzó sobre el espectro, golpeando con una determinación ante la que el
espectro sólo podía retroceder. Larkin se precipitó al lado de Venna y le dio
la vuelta.

—¡Mátala! —gritó Talox—. Antes de que sea demasiado tarde.

Ya era demasiado tarde. Sus ojos eran una nada negra. Se abalanzó
sobre Larkin. Las dos rodaron por el suelo del bosque y algo duro golpeó las
costillas de Larkin. Ella jadeó y sus brazos perdieron fuerza. Venna se lanzó
detrás de Larkin. Sus piernas rodearon su cintura y su brazo el cuello de ésta.
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Estrellas estallaron en la visión de Larkin, la luz devorada por ráfagas


oscuras que crecían.

No.
No volvería a fallar a Venna. Activó su magia, la espada y el escudo
emitieron una luz tenue. Giró el escudo por encima de su cabeza. Se conectó.
El agarre de Venna se aflojó lo suficiente para que Larkin se retorciera. Su
espada subió y entró, empujando en el suave centro de Venna.

Larkin juró que podía saborear el pan fresco de Venna untado con
mantequilla y mermelada de fresa. Un gemido estrangulado salió de los
labios de Venna. Larkin soltó un sollozo.

Venna se arrastró hacia atrás, con una mano agarrando su estómago,


con sangre negra derramándose entre sus dedos. Su amiga seguía ahí dentro,
en alguna parte. Pero no podía querer vivir así. Larkin dio un paso adelante
y retiró el brazo para golpear.

Un sonido apresurado. Larkin se giró mientras el espectro implosionaba,


sus sombras se agitaban en su agonía. El mal opresivo había desaparecido,
aunque el olor persistía. Talox jadeó y tropezó unos pasos antes de caer de
espaldas.

Larkin se apresuró a llegar a su lado.

—¿Estás bien?

—¿La has matado? —jadeó.

Larkin hizo una mueca de dolor y miró hacia atrás, al lugar donde había
estado Venna. La chica había desaparecido.

La luz la llevó, tenía la sangre negra de su amiga en las manos. Se


agachó y se restregó el dorso de las manos con la suciedad con tanta fuerza
que sangraban.

—No… no lo sé. Tal vez.

Talox se encorvó sobre sus rodillas estiradas y sollozó.

Larkin había pensado que nada podía ser peor que apuñalar a Venna,
pero ver a Talox así era igual de malo.
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—Talox —espetó. Sus propios ojos estaban secos, el dolor lejano. Pero
si él seguía así, ella también lo perdería. Y entonces ambos morirían. Se
agachó, lo puso de pie y lo sacudió—. ¿Cuántos espectros hay todavía ahí
fuera?
Ahogando sus sollozos, se enjugó los ojos llorosos y cogió la lámpara,
ya que era de noche.

—Sólo Vicil —Cojeó un par de pasos antes de que su andar se


normalizara.

Aliviada de que se moviera, se puso detrás de él.

—¿Los otros espectros?

—Se han ido, creo.

—¿No deberíamos escondernos?

Se dirigió hacia el humo iluminado desde abajo por el fuego.

—No si los mulgars están quemando los árboles.

Los mulgars nunca dañaban los árboles, era una de las leyes proverbiales
del Bosque Prohibido, y se había roto. ¿Por qué?

Caminaron por el bosque, con la lámpara iluminando su camino. Talox


marcó un ritmo agotador. Exhausta como estaba, se esforzó por mantener el
ritmo mientras subían una colina.

—¿Cuánto falta?

—Sólo hasta la cima de la colina —Algo no cuadraba en su voz. Ella


miró más de cerca. Su rostro ceniciento brillaba de sudor. Y se encorvó hacia
un lado.

Una ola de calor frío la recorrió.

—Talox —respiró ella.

Ignorándola, cojeó la última docena de pasos hasta la cresta. A media


milla de distancia, los flautistas luchaban contra las multitudes y el fuego en
la base del barranco. Las rodillas de Talox se doblaron y se dejó caer con un
gemido ahogado.
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—Correr ha hecho que el veneno se extienda más rápido. No puedo...


no puedo ir más lejos.
A la luz lejana del fuego, ella pudo ver la herida a través de sus
pantalones rotos: una herida que goteaba líneas negras y puntiagudas que
serpenteaban por la nuca.

La hoja de los espectros lo había cortado. Y cuando las líneas


envenenadas llegaran a sus ojos, se convertiría en un mulgar. Igual que
Venna.

Un sollozo la desgarró.

—Oh, Talox. No.

Inclinó la cabeza.

—Dile a Denan que cumplí mi promesa.

Se arrodilló ante él.

—Tiene que haber algo que pueda hacer. Mi magia…

Él empujó la lámpara aplastada en sus manos, aunque era lo


suficientemente brillante con el fuego como para no necesitarlo.

—Si alguna vez me encuentras como... como uno de ellos, prométeme


que no dudarás.

El bosque se la lleva.

—Lo prometo.

La apartó de él y sacó su arco, poniéndolo sobre sus piernas y


alcanzando sus flechas.

—Corre, Larkin. No mires atrás. Cubriré tu retirada todo lo que pueda.

Las líneas de púas ya estaban en sus mejillas. En pocos minutos, quizás


segundos, llegarían a sus ojos, y se convertiría en un mulgar. Él la mataría.

Larkin giró sobre sus talones y se alejó corriendo de Talox, del destino
que le esperaba. Huyó de las sombras, las maldiciones y los hombres rotos.
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Corrió hacia el fuego, la muerte y la sangre.

La sensación de maldad la invadió bruscamente. El último espectro, una


docena de pasos a su derecha. Un chillido. Se arriesgó a mirar detrás de ella.
Vicil: su manto de espinas malignas lo distinguía de los demás. Intentó
correr más rápido, más fuerte, pero ya había llevado su cuerpo más allá de
sus límites. Siguió luchando, con la respiración entrecortada en la garganta,
las piernas temblando con fuerza. Otro chillido, tan cercano que la sensación
de maldad la envolvió como un abrazo de los muertos.

Gritó. Abajo, los flautistas se volvieron, tan cerca que pudo ver sus
expresiones de asombro. Dos docenas de pasos más y los alcanzaría.

Demasiado tarde. El espectro la empujó. Se derrumbó, con la respiración


agitada en la garganta. Vicil se cernía sobre ella. Desplegó su magia y golpeó
con su espada la mano que la alcanzaba. Él la desvió y sus dedos rozaron su
piel como el hielo, el fuego y la muerte.

El chasquido de la cuerda del arco de Talox. Algo se precipitó por el


centro de Vicil, sus sombras se arremolinaron alrededor del repentino agujero
que se abrió en su centro. El espectro gritó, con la cabeza echada hacia atrás.
Estaba herido, pero aún no estaba muerto.

Larkin sabía cómo arreglar eso.

Utilizando las pocas fuerzas que le quedaban, le atravesó el pecho con


su espada. Atravesarlo fue como cortar la niebla. Su espada ni siquiera se
enganchó. Él implosionó, dejando un contorno sombrío. Luego desapareció
como si nunca hubiera existido.

En la cresta, Talox se tambaleó, se convulsionó. Se levantó, se tambaleó


y se acercó a ella tambaleándose. El Talox que ella conocía había
desaparecido. Si la alcanzaba, uno de ellos mataría al otro.

Con un sollozo ahogado, se puso en pie y corrió. Un grupo de flautistas


subió corriendo la colina hacia ella. Al ver el destello de colores en el suelo,
se agachó para recoger la flecha que Talox debía haber lanzado a través de
Vicil.

Para salvar su vida, se había dejado convertir en un mulgar.

Los flautistas se separaron, envolviéndola. Estaba a salvo.


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Balanceándose sobre sus pies, sostuvo la flecha cerca, el dolor en su pecho


la abrumaba.
***

Una mano en su hombro.

—¿Princesa? ¿Está herida, Princesa?

Respiró profundo y se preparó.

—No.

Levantó la vista hacia el rostro del flautista que estaba junto a ella, con
el ceño fruncido por la preocupación. Se tambaleó y se apoyó en él para
obtener apoyo. Él tomó la flecha.

Ella se echó hacia atrás.

—¡No! —Era lo último que Talox había tocado.

Él retrocedió un paso.

—¿Por qué está aquí en lugar del promontorio?

—Los espectros se metieron dentro de las guardas, no sé cómo. Traté


de alejarlos de la zona.

Ladró órdenes a algunos de sus hombres y la condujo al interior del


barranco. El fuego arreciaba hacia el oeste. El ejército de Denan se desplazó
hacia el este. El último de los mulgars había sido masacrado. El comandante,
que se llamaba Idin, la condujo hasta el lugar donde se encontraban los
prisioneros, con media docena de flautistas tocando canciones para
mantenerlos tranquilos.

Larkin se resistió, con una mano alrededor de su amortiguador y la otra


alrededor de su amuleto.

—Quiero estar con Denan.

—Este es el lugar más seguro del ejército en este momento, Princesa —


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dijo Idin—. Denan vendrá a buscarla cuando pueda —Tras entregarla, se


marchó de nuevo con sus hombres.
Las ropas y el pelo de las chicas tomadas estaban chamuscados. La
ceniza anillaba sus narices por respirar el humo. Incluso con la música, sus
ojos eran cautelosos y atormentados.

Larkin quería derrumbarse. Dormir. En lugar de eso, se armó de valor y


se acercó a uno de los guardias para pedirle suministros médicos.

Puede que no sea la mujer destinada a romper la maldición, pero no es


inútil. Al menos podía ayudar con la curación. Él la dirigió a un sanador que
ya se movía entre las mujeres.

Se acercó cojeando a él y envolvió las quemaduras de cuerda en carne


viva de sus manos. Guardando la flecha en su cinturón, se movió entre las
mujeres, ayudándolas a tratar las peores quemaduras pelando la piel muerta,
enjuagándola, secándola con palmaditas y vendándola. Las mujeres no
protestaron ni reaccionaron al dolor.

Algunas estaban pálidas y temblorosas. A las que dirigió para que se


sentaran cerca del fuego.

Su silencio y sus ojos muertos... le recordaban a los mulgars. Tanto que


cada vez le costaba más tocarlas, mirarlas.

El sol naciente era una gota sanguinolenta en el cielo gris-marrón,


cuando Larkin se dio cuenta de que alguien la llamaba por su nombre. Hacía
tiempo que lo hacía. Tosiendo contra el espeso humo, se puso en pie
tambaleándose y vio a Denan buscándola entre lo que se había llevado.

Vivo. Estaba vivo. El alivio la invadió. Lo llamó.

Él corrió hacia ella. Agotadas sus fuerzas, se desplomó en el suelo.

Las mujeres ignoraron por completo a Denan mientras él se abría paso


entre ellas para arrodillarse ante ella. La recogió en sus brazos. Apestaba a
humo. Apretó su cuerpo dolorido y magullado como si nunca fuera a dejarla
marchar.

—Ancestros, cuando supe que estabas aquí... Pero estás bien. Estás bien
—Lo repetía como para tranquilizarse.
Página165

La había encontrado. Estaba vivo. Talox no lo estaba. Lo rodeó con sus


brazos y se aferró a él: su ancla en la tormenta.
—¿Mi mamá, Sela y Brenna?

—Envié a Tam y a mis mejores hombres a buscarlas. Estoy seguro de


que están bien —Estaban bien. Deben estarlo. Talox no lo estaba.

Ella no podía decírselo. Debía decírselo.

—Cuando escuché el informe, pensé lo peor —Se apartó para mirarla—


. ¿No estás herida? —No importaba—. ¿Larkin? ¿Qué pasa? —Ella negó con
la cabeza, las palabras que debía decir se le enredaban en la boca. Por el
oscuro presentimiento en sus ojos, él ya lo sabía—. ¿Talox? —susurró.

Su nombre provocó un grito ahogado en ella. Ella le entregó la flecha.

—Cumplió su promesa —Su vida por la de ella. Unos sollozos


profundos y desgarradores se apoderaron de ella. Denan miró la flecha y
luego a ella. Sacudió la cabeza, luchando contra la verdad—. Lo siento. Oh,
Denan.

—¿Está muerto?

No. No está muerto. Peor aún.

—Es un mulgar.

Él se apartó de ella y se quedó tumbado, aturdido. Luego sollozaron


juntos mientras el día se asomaba a la lejana colina.

Página166
CAPÍTULO DOCE

En el borde del círculo de las tomadas, Larkin observó cómo el humo


se cortaba, la gruesa columna se transformaba en zarcillos ascendentes.

—El fuego nunca dura mucho en el Bosque Prohibido —dijo Denan.

Cuando Larkin era una niña, su pueblo había prendido fuego al bosque;
se había apagado en horas. Al hacerlo, su pueblo había roto, sin saberlo, el
tratado entre los flautistas y los druidas. En represalia, se llevaron a muchas
niñas durante la semana siguiente.

Se quedó mirando sus gachas grumosas, con el estómago revuelto por


las náuseas. Un flautista pasó tambaleándose, con los ojos enrojecidos por el
llanto. No se molestó en subirse al árbol, sino que se tumbó con la espada y
el escudo en la mano y cerró los ojos.

El ejército de Denan no estaba en condiciones de realizar otra marcha


forzada. Descansarían durante el día en el bosque y la noche tras la seguridad
de la barrera que protegía el camino de Cordova. Allí, el único peligro
provenía de los ejércitos de los idelmarquianos, dirigidos por los druidas.
Incluso si lograban reunir su ejército para atacar a los intrusos, nunca
marcharían sobre ellos antes de la mañana.

—¿Qué pasó con el ejército de Gendrin? ¿Las tomadas? —Su garganta


estaba en carne viva por la carrera y el humo.

—No perdimos ni una sola tomada —dijo Denan.

—¿Y los hombres de Demry?

—Salvamos a muchos. Gracias en gran parte a ti.


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—¿A mí?
—Si no hubieras insistido, no habría vuelto a por ellos, mi
rompemaldiciones —Extendió la mano y la apretó.

Rompemaldiciones. Debería decirle la verdad: ella nunca había sido a la


que los alamantes buscaban, la que los espectros cazaban por error. Pero
entonces no sería su rompemaldiciones. No la miraría con orgullo y creencia
total. Las palabras se coagularon en su garganta.

—Tenemos que hacer más de treinta y cinco millas mañana. Come —


Denan se llevó el cuenco a la boca y tragó. Se limpió la boca con el dorso
de la mano.

Se metió una cucharada en la boca, una tras otra, hasta que se acabó.
Fue consciente de que Denan la llamaba por su nombre.

Le tendió la mano.

—Toma, lo lavaré.

Le dolía tanto como a ella, gracias a un corte en las costillas y un horrible


moratón en el muslo, pero aun así la atendía.

—Necesito remojar mi tobillo.

Con la boca fruncida, asintió y la ayudó a cojear hasta un arroyo


cercano. Se desató la bota y se la quitó del pie. Su tobillo estaba negro y
gordo, con el contorno de la bota impreso en su piel. La bajó al agua con un
siseo mientras él enjuagaba sus cuencos.

Se lavó la cara y las manos lo mejor que pudo y se recostó. Cuando el


agua fría le adormeció el pie, suspiró aliviada. Se quedó dormida así, con el
cansancio tirando de ella. Un grito la despertó de golpe.

—¡Larkin!

Se despertó de un profundo sueño y encontró a su madre encima de


ella. Abrazó a Larkin con fuerza, el bebé se retorcía en señal de protesta entre
ellas. Detrás de ella, Tam sostenía la mano de Sela. Con los ojos hundidos,
Dayne y Ulrin le seguían.
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Tyer estaba muerto, recordó Larkin con un sobresalto. Lo mataron los


espectros en los primeros momentos después de que todos cayeran de su
árbol en llamas. Otra vida desperdiciada para protegerla a ella, la
rompemaldiciones. La culpa y la vergüenza la corroían como un ácido.

Temblando, Larkin sacó su pie entumecido del río. Sentía el rostro


caliente, quemado por el sol, probablemente. Empujó a su madre hasta que
estuvo a un brazo de distancia. Su aspecto no era peor que el de la noche
anterior.

Su madre sollozó.

—¡Ya no puedo hacer esto! No puedo.

Incluso cuando su padre las había abandonado y ella había dado a luz
mientras su casa se inundaba por la crecida del río, nunca había flaqueado.
Ahora se derrumbó como una niña.

En cierto modo, la angustia de su madre también era culpa de Larkin.


Al alejar a su familia del Idelmarch y los druidas, Larkin había querido
protegerlas. En lugar de eso, las había metido en medio de una guerra.

Su madre se acercó a Denan.

—¡Dijiste que estaríamos a salvo en ese promontorio!

Se frotó el sueño de la cara y lanzó una mirada a Ulrin y Dayne.

Ulrin levantó a Sela.

—Vamos, Sela. Vamos a lavarte río abajo, ¿eh?

Sela no protestó mientras la llevaba en brazos. Sólo tenía cuatro años y,


sin embargo, de alguna manera se comunicaba con el Árbol Blanco, algo que
los Enramados de antaño habían hecho. ¿Qué significaría esto para su
hermana? Una niña de cuatro años. Demasiado joven para soportar la carga
que había aplastado a Larkin. Tenía que decírselo. Que el bosque se la llevara,
¡esta era la carga de Larkin, no la de Sela!

Denan esperó hasta que estuvieran fuera del alcance del oído.

—Las guardas nunca nos han fallado antes.


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—Al igual que los mulgars nunca quemaron árboles ni atacaron durante
el día —La voz de su madre vibraba de rabia.
Denan se levantó y se alejó unos pasos, dándoles la espalda.

—Nada de esto es culpa suya —dijo Larkin con rabia.

Su madre se hundió y se sujetó la cabeza con las manos.

—Esa fue nuestra última noche en el bosque —Larkin frotó la espalda


de su madre.

—Olí los espectros, Larkin. Oh, antepasados, los sentí —Pennice se


cubrió la boca con la mano para ahogar sus sollozos.

—Estaremos en el Alamant en dos días. Es el lugar más seguro que hay.


¿Y los demás? —preguntó Larkin—. ¿Magalia? ¿Maisy?

—Ambas están bien —dijo Tam—. Los espectros se fueron tan pronto
como tú lo hiciste. La mayoría de los otros sobrevivieron.

—¿Y las cuerdas? —preguntó Denan.

Tam frunció el ceño.

—Por lo que sé, las cuerdas se ocultaron cuidadosamente antes de que


llegáramos.

—¿Y nuestras guardas?

—Una se rompió —dijo Tam.

Denan juró.

—Las otras tres guardas son casi inútiles sin la cuarta.

—Sabían por dónde íbamos a ir —conjeturó Larkin.

Tam se encogió de hombros.

—Era la mejor posición táctica. Deben haberlo adivinado.

Denan le había advertido que los espectros le tenderían una trampa y


habían caído en ella.
Página170

Denan se puso en pie, alejó a Tam unos pasos y murmuró algo.


—¿Qué? —gritó Tam. Denan negó con la cabeza—. Ancestros —Tam
soltó un suspiro sollozante—. Debería haber sido yo quien se quedara atrás.
Soy mejor con el arco —Rugió de frustración y pateó un tronco una, dos,
tres veces.

Por mucho que la pérdida de Talox doliera a Larkin, tenía que ser mucho
peor para Tam y Denan. Los tres habían sido amigos desde la infancia.
¿Cuántos recuerdos, cuántos roces habían sobrevivido juntos? Larkin tuvo
que apartar la mirada. No podía soportar su propio dolor y mucho menos el
de los demás.

Su madre frunció el ceño ante el tobillo de Larkin.

—¿Dónde más?

—Moretones, eso es todo —Larkin se aclaró el nudo que tenía en la


garganta—. ¿Qué le pasó a la Reina de la Maldición después de la caída de
Valynthia? —Dirigió la pregunta a los flautistas.

Denan se limpió las lágrimas que se deslizaban por el hollín de sus


mejillas.

—Eiryss salvó a los que pudo y los llevó a la seguridad que el Árbol
Blanco había creado para ellos. Firmó el tratado original con nuestra última
Reina, Illin. ¿Por qué?

—Venna dijo que la Reina de la Maldición tenía las respuestas que


necesitamos —dijo Larkin—. Las respuestas sobre cómo matar a los
espectros.

—Veneno, ¿recuerdas? —dijo Denan—. No puedes confiar en nada ni


en nadie contaminado por los espectros.

Contaminado... Y, sin embargo, Larkin estaba segura de que Venna


había intentado atravesar la mancha para revelar la verdad.

Tam resopló y se secó los ojos.

—Si la Reina de la Maldición tuviera respuestas, habría derrotado la


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maldición hace tiempo.

—Significa algo. Sé que lo hace —Larkin tenía la sensación de que tenía


todas las piezas; sólo tenía que averiguar cómo encajaban. Necesitando
consuelo, buscó a Brenna. Su madre la entregó fácilmente. Larkin recostó a
la bebé contra su hombro, su dulce respiración le hacía cosquillas en la
clavícula. Respiró profundo el dulce olor a bebé.

¿Cuántas veces había sorprendido a Talox haciendo exactamente lo


mismo? Habría sido un padre maravilloso, como Venna habría sido una
madre maravillosa. Ahora ambos estaban perdidos por los espectros.

—Cuando seas mayor —murmuró— te contaré historias del hombre que


me salvó la vida.

***

Incluso encantadas por cientos de flautistas, las tomadas se


estremecieron al pasar por lo que los idelmarquianos llamaban la Agitación.
La primera vez que Larkin lo había cruzado, había visto cómo se derretían
los árboles, una ilusión destinada a mantener a los idelmarquianos dentro.
También actuaba como barrera para mantener alejados a los espectros y a
los mulgars.

Gracias a su hermana, Larkin sólo sintió un lavado frío, como si


atravesara un cristal. Sela no reaccionó en absoluto. Tampoco lo hicieron su
madre o Brenna.

Sela también les había quitado la maldición.

—La barrera —dijo Larkin—. Nos mantendrá a salvo.

Sela pareció no escuchar. Peor que no hablar, Sela no había mostrado


ninguna emoción en todo el día. Iba a donde la llevaban sin protestar, comía
la comida que le ponían en la boca. Había visto el ataque de la noche anterior,
había visto cómo los espectros mataban a Tyer y a docenas de otros hombres.
¿Qué le hacía eso a una niña?

Por suerte, Brenna era demasiado joven para recordar nada de eso.
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Dormía plácidamente atada al pecho de su madre. Por su parte, ella siguió


caminando sin quejarse. Parecía adormecida y agotada. Todos lo estaban.
Tam fue el que peor lo llevó. Sólo hablaba cuando se le dirigía la
palabra, y entonces sólo con respuestas monosilábicas. Larkin echaba de
menos sus bromas y chistes, su sonrisa. A menudo lo perdía de vista cuando
se adelantaba, aunque siempre los mantenía a la vista. No sabía cómo le
había ido a Denan, que se había adelantado con los exploradores.

Momentos antes de que se pusiera el sol, casi tres mil flautistas y sus
cautivos invadieron las Ciudades Unidas del Idelmarch con sólo pisar el
camino de Cordova.

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CAPÍTULO TRECE

El Bosque Prohibido terminaba abruptamente, como si los árboles no se


atrevieran a aventurarse una rama más cerca de la carretera de Cordova. Con
un suspiro de alivio, Larkin pasó por encima del estiércol de buey que
ensuciaba el camino lleno de baches. La hierba se esforzaba por crecer entre
los surcos de los carros.

El camino, de un octavo de milla de ancho, conducía a la capital de


Landra, a dos días de distancia. A su derecha, el camino se ensanchaba y se
perdía de vista, pero podía distinguir el humo de una chimenea, lo que
indicaba que al otro lado había una ciudad de buen tamaño, que tenía que
ser Cordova.

Un poco más abajo, un granjero que conducía una carreta cargada de


cerdos se puso en marcha y dio un grito. Con los escudos desplegados, tres
flautistas se abalanzaron sobre él. Retrocedió, con su mirada azotando de un
lado a otro. Debió de darse cuenta de que lo superaban en número y se puso
de rodillas, con las manos en alto.

Estaba atado y metido debajo de su propia carreta con una manta


alrededor de los hombros. Era un idelmarquiano, como lo era Larkin. ¿Eso la
convertía en una traidora a su propio pueblo? ¿O los alamantes eran ahora
su pueblo?

El granjero miró a su alrededor, desconcertado, y los divisó. Su mirada


se detuvo en sus ropas, su madre y Sela vestían sus faldas y camisas
tradicionales, mientras que Larkin llevaba una túnica y un pantalón que
obviamente le quedaban grandes.

—¿Pueden ayudarme? —Debió de darse cuenta de que eran


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idelmarquianas.

Larkin se había acercado sin querer. El bosque se la lleva, debería


haberse mantenido alejada.
—No te harán daño si no les das ninguna razón para hacerlo.

—Por favor —suplicó.

Tirando de la mano de Sela, Larkin le dio la espalda y volvió con su


madre. Pronto se haría de noche. Necesitaban cenar y montar el
campamento.

Nunca lejos de ellos, Tam preparó palos para su fuego. Había


conseguido disparar a un urogallo4. Su madre dispuso las hierbas y raíces que
había recogido.

—Lo dejaremos ir por la mañana —dijo Tam—. Estaremos tan seguros


como si estuviéramos en el Alamant esta noche. Lo prometo.

Claramente había malinterpretado el malestar de Larkin.

—¿Y si los habitantes de Cordova atacan? —Los ancestros la salven, no


creía que pudiera soportar que se mataran entre ellos.

—Estarán dormidos —dijo Tam.

Porque sus flautistas los dormirían. Pero había algo en la forma en que
no se encontraba con su mirada... como si ocultara algo y se sintiera culpable.

—Te llevas a las chicas. ¿Después de casi perder las últimas?

Moldeando corteza triturada en su mano, Tam se apartó de ella.

—Ni siquiera tendrán una noche en el Bosque Prohibido.

Se iba a poner enferma.

—Tam...

—Estamos cosechando todas las mujeres solteras que puedan sobrevivir


a la caminata hacia el bosque, todas ellas. Cordova fue la última parada de
Demry.

—¿Qué? —Su madre se atragantó con voz gruesa.


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Tam exhaló.

4
Tipo de ave
—Nos han maldecido para nunca tener hijas, pero para seguir luchando,
debemos tener hijos. Así que tomamos esposas.

Los puños de Larkin se cerraron con rabia. Aquellas semanas en las que
Denan la había cazado, cuando la habían empujado al bosque y creía que no
volvería a ver a su familia, fueron las peores de su vida.

Su madre soltó a Brenna y se puso a desplumar el urogallo.

—Esto está mal.

Larkin quería gritar y enfurecerse, pero no quería molestar a Sela, no


después de todo lo que había pasado y todo lo que se avecinaba.

—Es un secuestro —dijo entre dientes apretados—. Tiene que parar.

Levantó su arco.

—¿Qué quieres que hagamos, Larkin? Los druidas son los que tuvieron
el descaro de romper nuestro tratado por completo y comenzar una guerra
con nosotros. ¡Y después de que hayamos luchado tres siglos para
protegerlos de los espectros!

Que el bosque tome a los druidas y los deje caer en un nido de gilgad,
pensó con amargura.

Resopló y se restregó la mano libre sobre sus rizos.

—Si quieres enfadarte, enfádate con ellos —Se marchó enfadado, se


paseó por la linde del bosque y murmuró para sí mismo. Incluso enfadado,
no las perdía de vista.

Sela observó el paso de Tam, soltó la mano de Larkin y se sentó de


espaldas a todos ellos. Larkin se esforzaba por proteger a su hermana de
aquello, pero no era posible.

Justo cuando Larkin pensaba que había perdonado a los flautistas, que
había aceptado que el secuestro de chicas era una necesidad forzosa, algo
ocurrió para abrir la herida en su interior. Se dio cuenta de que el dolor del
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secuestro nunca desaparecería. Nunca podría curarse realmente, no cuando


seguía ocurriendo a otras chicas.
Arrodillada, vació en su mochila los berros que había recogido en el
arroyo y golpeó el pedernal contra el acero, las chispas danzaron sobre la
corteza triturada que Tam había dejado para ella.

—Los espectros son el verdadero enemigo —dijo su madre—. Si no


estuviéramos tan ocupados luchando entre nosotros, lo veríamos.

Una de las chispas se enganchó. Larkin la levantó y sopló. La alimentó


con agujas de pino y luego con palos. Los flautistas se reunieron en un recodo
de la carretera, fuera de la vista del pueblo, esperando a que éste durmiera
para poder secuestrar a sus hijas, como Denan había hecho con ella.

El terror y el pavor que la habían consumido cuando Denan la había


hechizado por primera vez la golpearon con toda su fuerza. Durante días, se
las arregló para evadirlo. Pero al final, se había ido con él de buena gana,
aunque sólo fuera porque su pueblo se había vuelto contra ella.

No podía impedirlo, pero tenía que verlo. Cómo se hizo. Cómo se había
hecho con ella. El fuego iba lo suficientemente bien ahora como para dejarlo.

—Voy a buscar a Denan.

—Larkin —dijo su madre, claramente preocupada.

—Estaré bien.

Su madre miró a Sela y luego a Larkin. Quería discutir, pero no lo haría


delante de Sela, no cuando estaba tan frágil.

Larkin se dirigió hacia donde los flautistas se agrupaban en la linde del


bosque. Tam se acercó a ella. Ella le hizo un gesto para que se alejara.

—Quédate con mi madre.

—Se supone que debo vigilarte.

Como si necesitara un guardia en medio de un ejército de flautistas.

—Estaré bien.
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Larkin vio que Dayne la seguía una docena de pasos atrás, con la mirada
fija en ella. Así que Tam no era su único guardia. Miró a su alrededor y,
efectivamente, Ulrin tampoco estaba lejos. Denan le había puesto dos
guardias sin decírselo. Apretó los dientes.

Sin perder de vista el terreno irregular, se abrió paso por el camino a la


luz que caía. A su alrededor, los flautistas llegaban desde todo el
campamento. Todos eran solteros, como demostraban sus cabezas afeitadas,
con un solo mechón de pelo largo detrás de las orejas.

Normalmente, sólo los pocos elegidos por el Árbol Blanco hacían su


viaje por su corazón, y algunos de ellos nunca encontrarían una esposa.
Ahora, todos los hombres del ejército tendrían la oportunidad de intentar
conseguir a la canción de su corazón.

Salió de un surco de ruedas y evitó otro montón de estiércol; era


evidente que el camino estaba muy transitado. Habían tenido suerte de
cruzarse sólo con un criador de cerdos y sólo porque se acercaba el
anochecer.

Maisy esperaba al otro lado. Extendió la mano y se acercó a Larkin.

—Un cuchillo en la noche para tu marido. Las dos podríamos estar a


horas de distancia por la mañana.

Larkin se apartó.

—Tócalo y te destriparé yo misma —Maisy parecía herida.

—Yo tampoco podría matar a mi padre.

Como si la negativa de Larkin a matar a Denan fuera porque tenía


miedo. Era inútil explicar que Larkin amaba a Denan, no cuando Maisy
pensaba que todos los hombres deberían estar muertos.

Denan tenía una buena razón para llevarse a Larkin, y nunca la había
tocado en contra de su voluntad. Aun así, las palabras de Maisy se sentaron
como una roca en el centro de Larkin. Las sombras se asentaron en las marcas
de maldición en la mejilla de Maisy.

Larkin estaba segura de que Maisy sabía más sobre los espectros de lo
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que había dejado entrever. Aun así, Larkin dudó, no queriendo poner a Maisy
en evidencia.

—¿Por qué me persiguen los espectros, Maisy?


Maisy se puso rígida.

—Romper y hacer. Para romper, debes hacer.

Larkin quería sacudirla.

—Dame algo —dijo entre dientes apretados.

—Buscan a su Reina Espectro —Larkin jadeó.

—¡No soy un espectro!

Los ojos atormentados de Maisy la atravesaron.

—Intentarán convertirte en una.

Llegaron al borde de la multitud de flautistas silenciosos y quietos.


Larkin se sentía incómoda con tantos hombres, tantos flautistas, en un
espacio tan reducido. Con suerte, Maisy lo estaría aún más y se escabulliría.

Larkin apretó los dientes y se lanzó hacia adelante. Se puso de perfil y


murmuró disculpas para pasar. Los flautistas la miraron a ella y a Maisy e
inmediatamente se movieron. Algunos se inclinaron. Algunos refunfuñaron.
Algunos hicieron ambas cosas.

Larkin empezaba a sentirse más segura cuando un hombre le bloqueó


el paso. Sus ojos oscuros se estrecharon hasta convertirse en una mirada.

—Mi hermano murió para liberarte de Hamel.

Los recuerdos la asaltaron tan rápido que jadeó.

La música de una flauta se movió alrededor de Larkin, arrastrando sus


pasos a pesar del amortiguador que llevaba. Su hermana pesaba en sus
brazos, su cuerpo era débil por haber sacado demasiada magia. Las flechas
repiqueteaban en los adoquines. Los flautistas caían de los tejados, con sus
cuerpos rotos y moribundos.
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Sacudió la cabeza, desesperada por borrar los recuerdos.


—Lo siento.

Apretó los dientes.

—Sentirlo no lo trae de vuelta.

—Ni a mi hijo —dijo un hombre mayor.

—Ni a mi primo —dijo el otro hombre.

Maisy siseó, lo que hizo que los otros flautistas se movieran incómodos.

—Basta —le murmuró Larkin.

Antes de que Larkin pudiera comentar algo, Dayne y Ulrin estaban allí,
ambos con el ceño fruncido.

—Chev —dijo Ulrin con voz llana.

El hombre, Chev, asintió a los otros dos hombres. Con una última
mirada hacia ella, el grupo se escabulló entre la multitud.

Larkin se volvió hacia sus guardias.

—¿Estoy segura aquí? —Si no estaba segura entre los flautistas, no


estaba segura en ningún sitio.

—Por supuesto que no estás a salvo —se burló Maisy.

Ulrin meneó el bigote y su uniceja se arrugó al unísono.

—Hay murmuraciones, Princesa. Pero nadie se atrevería a ponerte un


dedo encima.

Murmuraciones. Ella había sido consciente de algunas miradas oscuras,


pero Denan le había ocultado el alcance y en su lugar le había asignado
guardias. Tal vez debería agradecérselo. Ya tenía bastante de qué
preocuparse sin que los flautistas enfadados tuvieran que intervenir.

Asintió con un gesto de agradecimiento a los guardias.


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—Si me guían por el camino —No tenía ganas de enfrentarse a más


flautistas iracundos.
El más joven de los dos, Dayne, hizo una reverencia y tomó la delantera.
Ulrin se colocó detrás de ella y de Maisy. No hubo más interrupciones, ni
miradas oscuras. No estaba segura de si se debía a los guardias o a la
amenaza implícita de que Denan se enterara. Dayne se acercó al Bosque
Prohibido y se metió bajo los árboles sin dudar. Larkin se detuvo en el borde,
un sudor frío le recorrió todo el cuerpo.

La barrera estaba a 400 metros dentro del bosque, se recordó a sí misma.


Estoy a salvo. Sin embargo, tuvo que obligarse a dar ese paso.
Todo el bosque estaba lleno de flautistas hasta la barrera. Todos los
hombres solteros de todo el ejército. Estaba lo suficientemente oscuro como
para que tuviera que vigilar sus pasos, así que no vio a Denan hasta que
estuvieron casi encima de él.

Alguien le susurró a Denan. Él la miró sorprendido antes de avanzar


hacia ella.

—Larkin, ¿qué haces aquí?

Ella se cruzó de brazos.

—Necesito ver cómo funciona.

Denan hizo una mueca.

—Sólo te molestará. Deja que te lleve de vuelta al campamento. Te


encantaré. Dormirás profundamente y...

Maisy gruñó desde el otro lado de Larkin.

—¿Así puedes atraer a otra esposa?

Él la miró fijamente.

—Ya tengo una esposa.

Larkin soltó un largo suspiro.


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—¿Qué pasa con sus familias? ¿Qué pasa con la generación de hijas
que nunca nacerá porque te llevas a sus madres?

—No se puede evitar y prometo que estarán bien atendidas.


—Como si nadie se aprovechara de una tomada —espetó Maisy.

Larkin tuvo que admitir que estaba de acuerdo. Había visto demasiadas
veces al fuerte enseñorearse del débil.

Guardó silencio un momento.

—Ya ha ocurrido antes.

—¡Ja! —cacareó Maisy en señal de triunfo.

Denan la ignoró.

—Con nuestra magia, siempre sabemos la verdad. Los castigos son


severos, como ya sabes.

Larkin se movió.

—No puedo... no puedo conciliar esto en mi mente, Denan.

—Hacemos lo que debemos.

Ella odiaba cuando él decía eso.

—Lo que sea que tengas que decirte a ti mismo para mitigar la culpa —
siseó Maisy.

Señaló hacia el campamento.

—Tú. Allí.

Ella alzó su barbilla.

—Voy donde quiero.

—Ve, o te encantaré para que vayas.

Con la mano en su propio amortiguador, Maisy miró a los hombres que


los rodeaban.

—Te lo advertí, Larkin. Recuérdalo —Se escabulló entre la multitud.


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Larkin la vio partir. Deseaba poder ser lo que Maisy necesitaba, pero
apenas lograba cuidar de sí misma y de su familia.
—El peor trato que he hecho nunca —Denan se crujió el cuello—.
Puedes quedarte, Larkin, pero sólo si prometes no interferir.

Interferir no cambiaría nada. Ella asintió.

Hizo una señal a sus hombres. Unos pocos flautistas selectos levantaron
sus flautas y comenzaron a tocar la canción de su corazón. Incluso con el
amortiguador que llevaba Larkin, sus cantos la estremecieron, ofreciéndole
la dulce liberación del sueño.

Denan la tomó de la mano y la condujo entre los flautistas que tocaban


hacia el borde del bosque.

—No queremos dormir a todo el pueblo de una vez —explicó Denan—


. Alguien podría quedarse dormido en su granero y morir pisoteado o estar
demasiado cerca de un fuego y despertarse quemado. Trabajamos hasta una
fuerza completa, por lo que el encantamiento sólo los hace más y más
somnolientos hasta que encuentran sus camas.

Podía distinguir el pueblo que se extendía en el valle de abajo. Había un


hermoso lago con un muelle. Los huertos y las tierras de cultivo dominaban
el terreno fuera del pueblo. Más allá de la música de los flautistas, el silencio,
ni siquiera el canto de los grillos o el croar de las ranas.

Una a una, las luces se apagaron en el pueblo. La gente de abajo estaba


siendo encantada y ni siquiera lo sabían. La magia de los flautistas controlaba
sus sentimientos y estados de ánimo, pero sólo temporalmente. Funcionaba
mejor cuando el sujeto estaba relajado, de ahí que se llevara a las chicas de
noche.

A medida que avanzaba la noche, los flautistas tocaban cada vez más,
y la música intentaba hundirla. Cuando la noche cubrió por completo la
tierra, los flautistas solteros, algunas de sus colas enhebradas de gris, se
dirigieron a la vista del pueblo.

Desde el pueblo llegaron los primeros sonidos en muchos momentos


largos: puertas que crujían al abrirse. Las mujeres en ropa de dormir se
deslizaron en la oscuridad, con los rostros dorados por la luz de la luna.
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Al principio, una docena, y luego veinte. Y luego cientos de ellas.


Deslizándose con un propósito firme, no miraban ni a la derecha ni a la
izquierda mientras subían la cuesta, con los pies cayendo al ritmo perfecto.
Las canas se enredaban en el pelo de una mujer, y los primeros signos
de líneas de expresión se extienden desde sus hermosos ojos. Se detuvo ante
un hombre al menos diez años menor que ella. La alegría iluminó su rostro
cuando llegó a él y sus dedos recorrieron su mejilla. Cerró los ojos y se
balanceó al ritmo, con la cara inclinada hacia la brisa. Esa alegría se sentía
como una traición. Porque cuando esas mujeres se despertaran, sería para
sentir miedo y rabia por todo lo que habían perdido.

Su flautista frunció el ceño y bajó la cabeza. Respirando profundamente,


tocó antes de que el encantamiento pudiera desvanecerse, tomó la mano de
la mujer y la condujo hacia una de las hogueras.

Larkin los observó, con la boca apretada.

—Lo he perdido todo, pero al menos me has querido.

Denan siguió su mirada.

—Nos advierten que no debemos acumular demasiado a nuestras


esposas en nuestras cabezas. Las mujeres pueden ser mayores o menores,
hermosas o no, dulces o saladas. La clave es amar lo bueno y dejar de lado
lo malo.

—¿Y qué pasa si ella nunca lo quiere? —preguntó Larkin.

—Lo hará —dijo Denan—. La canción de su corazón nunca se equivoca


—La piel de Larkin se sintió frágil y sucia.

—¿Así que nunca tuve elección?

Sacudió la cabeza a medias.

—La magia sabía a quién íbamos a elegir.

Larkin vio a otra chica, con la cara todavía redonda de grasa de bebé.
No podía tener más de doce años. Se acercó, abrazó a un joven y apoyó la
cabeza en su pecho.

Larkin se acercó a Denan.


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—No —dijo con firmeza—. Devuélvela —El joven condujo a la niña


hacia un fuego cálido—. Denan —advirtió Larkin.
—No se casará hasta que tenga la edad suficiente —dijo Denan.

La música se volvió hueca, dolorosa. Todas las mujeres habían sido


reclamadas, pero los hombres seguían tocando, rogando que su canción fuera
respondida.

Larkin tragó saliva ante su dolor.

—¿Cuántos años son suficientes?

—Cuando son tan jóvenes, pueden elegir. Ella vivirá con su familia y él
vivirá en otro lugar.

—¿Y qué pasa con la familia de ella? ¿Qué pasa con su dolor? ¿Y puede
realmente elegir cuando ha sido secuestrada por su supuesto verdadero
amor?

Denan se acercó, con la voz baja.

—¿Prefieres la alternativa?

Ella saboreó la visión como el cobre y el humo. Llegó de repente y con


fuerza.

Los espectros se deslizaban sobre el elegante muro del Alamant. Sus


espadas malignas cortaron a la gente como las guadañas al trigo. La
oscuridad los seguía, una mancha oscura que se extendía como zarcillos
humeantes, alcanzando, agarrando el Árbol Blanco hasta que ya no era
blanco en absoluto, sino negro como una noche abandonada por las estrellas.

La visión, la había visto antes. Era lo que los flautistas habían temido
durante generaciones. La realidad tallada en los muros de una ciudad en
ruinas.

Se despertó en los brazos de Denan mientras él la llevaba al


campamento.
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—¿Qué has visto?

—Espectros en el Alamant —Cerró los ojos contra los recuerdos.


Los cantos de los flautistas cambiaron, pasando a uno de sueño. La
mujer mayor y la niña se tumbaron en las mantas que los flautistas habían
dispuesto para ellas y se quedaron dormidas al instante.

Ella observó a la joven y a la niña. Se había instalado a una distancia


respetable. Cuando la chica se despertara por la mañana, él volvería a tocar
hasta que la hubiera atraído tan profundamente al Bosque Prohibido que no
tendría a dónde huir.

—Por favor, bájame. No quiero ver más.

Él obedeció. Ella se alejó de él tambaleándose, empujando a través de


los flautistas y las recién tomadas.

—Larkin —Él le agarró el codo.

Ella se liberó de un tirón como si le hubiera picado.

—Pensé que había aceptado esto. Pero no puedo. Simplemente no


puedo.

Ella corrió.

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CAPÍTULO CATORCE

Larkin buscó a su madre. No estaba junto al fuego. En su lugar, Tam


yacía cerca de sus hermanas. Al no encontrar su mirada, ella se desvió hacia
los ojos.

—¿Dónde está?

Sin palabras, señaló hacia el bosque. Se fue al trote.

—Déjala ir —dijo Tam en voz baja desde detrás de ella, probablemente


hablando con Denan, que muy probablemente la había seguido.

Larkin buscó en los límites del bosque y encontró a su madre de pie


ante un árbol espinoso. Cintas y retazos de tela se agitaban con la brisa.

Larkin no había visto un árbol de la maldición desde que había dejado


Hamel.

Nada bueno viene del Bosque Prohibido, decía el viejo refrán. Así que
la gente escribía maldiciones para sí misma en retazos de tela o cintas
mientras esperaba lo contrario.

Caminó entre maldiciones que se deshacían bajo sus pies como si fueran
cenizas. Con el rostro manchado de lágrimas, su madre sostenía un puñado
de maldiciones. Algunas se habían desvanecido hasta convertirse en jirones
grises. Otras reflejaban la luz del fuego, con sus colores brillantes. Le tendió
una a Larkin, que la tomó en la mano. La tinta se había corrido a través del
tejido, pero aún podía leer las palabras: Que la bestia se lleve a mis hijas. A
todas ellas.
A Larkin se le cortó la respiración.
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—Cuando esas madres se despierten por la mañana —dijo su madre—


conocerán la pena que yo conocí: el dolor de perder a una hija para siempre,
de no saber si debes esperar que estén muertas para que no sufran,
aniquiladas por las garras y los dientes de una bestia que ni siquiera existe
—Sollozó en silencio.

Una maldición se liberó, retozando hasta caer a los pies de Larkin. Ella
se agachó y la recogió. Un estampado azul con flores blancas y amarillas,
tan descolorido que era más gris que azul. Se lo imaginó en la falda de la
niña que se había llevado esta misma noche, una niña que ni siquiera había
salido de la infancia. Las letras estaban descoloridas, pero Larkin aún podía
leerlas: Que mi hija tenga una muerte horrible.

Larkin cerró los ojos y se imaginó a la niña dando vueltas bajo el sol,
con su vestido azul retorciéndose sobre sus piernas. Su familia se despertaría
por la mañana y lloraría por la niña que nunca volvería a ver. En la mente de
Larkin aparecieron más rostros: niñas cubiertas de hollín y quemaduras
sentadas plácidamente bajo el encanto de los flautistas.

—Esto tiene que parar —Su madre miró a Larkin—. Debes detenerlo.

—¿Yo? ¿Cómo?

Su madre hizo un gesto a Denan, que las observaba solemnemente junto


al fuego. Denan hizo un gesto para que Tam lo acompañara. Cobarde. Su
madre se alejó del árbol de la maldición, del bosque, y se acomodó en una
roca redondeada para esperarlos.

Se detuvieron ante ella con recelo.

—Saben que llevarse a las niñas está mal —dijo su madre—, pero se
sienten justificados porque así se evita un mal mayor. ¿Sí?

Denan asintió.

Su madre resopló.

—Pues te equivocas. El mayor mal es la falta de voluntad de los


alamantes y los idelmarquianos para trabajar juntos. Esa es la única manera
de derrotar a los espectros.

Denan se cruzó de brazos.


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—La maldición y los druidas lo han mantenido así —Larkin le lanzó una
mirada de muerte y se marchitó.
—La maldición está rota.

—Se ha roto una pequeña parte —la corrigió Tam.

—Larkin ha roto la maldición de la magia y las memorias perdidas del


Idelmarch —dijo Denan—. Los alamantes aún nos enfrentamos a la
esterilidad y la sombra.

—Al menos es suficiente para detener la siega —dijo su madre.

Denan miró hacia Cordova mientras se frotaba la mandíbula.

—El último mensajero que envié a los Druidas Negros me fue devuelto
en pedazos.

Larkin se estremeció.

—¿El mensajero que rescató a Bane?

—Ese aún no ha llegado —admitió Denan.

Porque regresaría con Bane. Larkin se negaba a creer lo contrario.

Tam empezó a pasearse.

Su madre palideció.

—Los Druidas Negros no son los únicos que tienen poder —Denan
enarcó una ceja.

—¿Te refieres a la vieja nobleza?

—Iniya Rothsberd es una fuerza a tener en cuenta —dijo Pennice.

—¿La Reina Loca? —preguntó Larkin. La mujer nunca había sido


realmente una Reina. Su familia real había sido asesinada cuando ella tenía
diecisiete años y había perdido la cabeza. Los druidas le habían salvado la
vida y se habían hecho cargo. ¿Qué bien podría hacer ella?

—No está loca, al menos ya no —dijo su madre—. Amargada y


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enfadada, pero no loca.

—¿Cómo sabes algo de ella? —preguntó Larkin.

Denan parpadeó sorprendido ante su madre.


—Iniya Rothsberd nos odia casi tanto como a los druidas.

Ignorándolo, ella se inclinó hacia delante.

—Odia más a los Druidas Negros. La vieja nobleza le es leal; su apoyo


es una de las únicas razones por las que sigue viva. Apoya su pretensión de
recuperar el trono y ella te ayudará a derrocarlos.

Denan se balanceó sobre sus talones.

—Un golpe de estado sería mucho más fácil de gestionar que una guerra
abierta —dijo Tam.

Denan reflexionó.

—Cualquiera que sea la fuerza que Iniya Rothsberd pueda haber


reunido, hace tiempo que perdió su indignación.

Su madre resopló.

—Los idelmarquianos soportan a los druidas porque creen que los


protegen de la bestia. Diles la verdad, que los druidas les han estado
mintiendo durante décadas, y el pueblo se levantará contra ellos. Iniya podría
difundir ese mensaje —Larkin miró fijamente a su madre.

—¿Cómo sabes todo esto? —Su madre se estremeció.

—Era demasiado peligroso decírtelo.

—¿Contarme qué? —preguntó Larkin.

Su madre respiró hondo y se encontró con la mirada de Larkin.

—Tu padre es el único hijo de Iniya Rothsberd.

Larkin se quedó con la boca abierta. ¿Su padre, el borracho del pueblo
y golpeador de mujeres, era un Príncipe?

—¿Qué hace un Príncipe en un pueblucho como Hamel? —preguntó


Tam.
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—Fue repudiado.

Larkin se tambaleó. ¿Era la nieta de la Reina Loca? Una Princesa nata.


—¿Y nunca me lo dijiste?

Su madre negó con la cabeza.

—Era demasiado peligroso. Los druidas nos buscaban. Mi padre me


habría alejado de ti. Odia a tu padre casi tanto como Iniya me odia a mí.

La mente de Larkin dio vueltas.

—¿Tu padre? ¿Quién es tu padre?

Su madre se frotó las palmas de las manos en las rodillas, nerviosa.

—El Maestro Fenwick.

—¿El líder de los Druidas Negros? —Y por lo tanto el líder del


Idelmarch—. ¿Y ninguno de ustedes se molestó en decírmelo? —La traición
llenó la cabeza de Larkin con un sonido apresurado. Incapaz de quedarse
quieta, empezó a pasearse.

Su madre la observaba, con la culpa jugando detrás de sus ojos.

—No lo entiendes. Crecimos con el odio mutuo de nuestros padres. Es


lo que nos unió inicialmente: la amistad prohibida es una poderosa atracción
para dos adolescentes resentidos con la mano dura de sus padres.

—Obviamente, eran más que amigos —resopló Larkin.

—No se desafía a mi padre y se sale indemne —Los ojos de ella se


cerraron—. Cuando se enteró de que estaba embarazada, me exigió que le
dijera quién era el padre. Cuando me negué, llamó a una comadrona para
que se deshiciera de Nesha —Se atragantó—. Tu padre y yo huimos. Tienes
que entenderlo. Mi padre me habría apartado de todos ustedes y me habría
encerrado. Bien podría haberte matado simplemente por existir.

Larkin se sentó en el suelo húmedo.

—¿E Iniya?

Su madre se rodeó de brazos.


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—Repudió a tu padre, dijo que no volviera a oscurecer su puerta. Harben


se llevó lo que pudo. Lo usamos para comprar ese terreno en Hamel, sin
darnos cuenta de que era una ganga porque se inundaba regularmente.
—Y yo que pensaba que mi familia tenía mucho drama —murmuró
Tam.

—Bueno, estás casado con Alorica —le respondió Denan.

Larkin sabía que estaban tratando de aligerar el ambiente, pero ahora


no era el momento. Les dirigió una mirada severa y ellos se enderezaron,
contrariados.

—¿Por qué nos lo cuenta ahora? —preguntó Denan.

Su madre suspiró.

—Porque a Iniya no le importa la familia ni la riqueza. Le importa el


poder y la venganza. Denle eso y hará lo que quieran.

Denan asintió.

—Haré que uno de mis espías se ponga en contacto —Se dio la vuelta
para irse.

—Nesha —dijo su madre—. ¿Qué te dicen tus espías de mi hija? —


Denan lanzó una mirada incómoda a Larkin.

—Sigue en Hamel con Garrot. No muestran signos de irse.

Larkin no quería volver a oír nada sobre su hermana, no después de que


Nesha la traicionara con los druidas, dos veces. Se levantó para irse.

Su madre la agarró del brazo.

—Sigue siendo tu hermana.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que salieron de Hamel? ¿Días?


¿Una semana? La ira de Larkin no se había desvanecido.

—¿Lo has olvidado, mamá? Nesha me entregó a los druidas —Se tocó
la cicatriz del cuchillo en la garganta—. Si no fuera por Denan, ahora estaría
muerta.
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Su madre la soltó, bajando la cabeza de vergüenza, aunque no había


hecho nada malo.

—Sólo dime, ¿está bien? ¿Y el bebé?


El bebé de Bane. Una tormenta de emociones. Ancestros, ¿cómo podía
Larkin amarlos y odiarlos al mismo tiempo?

Denan extendió la mano y tomó el puño de Larkin en la suya. Con


suavidad, le abrió los dedos y le tomó la mano.

La miró mientras decía—: Nesha y su bebé están bien, Pennice, pero te


pido que no vuelvas a sacar el tema delante de Larkin.

Sin mirar atrás, tiró de Larkin hacia la hoguera.

—¿Me dejas encantarte? —Preguntó Denan—. Estás agotada.

Agradecida, ella hizo rodar la tensión de sus hombros.

—Sí.

Sin importarle lo que pensara su madre, se acurrucó contra el costado


de Denan mientras él tocaba una melodía.

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CAPÍTULO QUINCE

Larkin estaba en una torre alta. Era la hora entre la noche y la mañana,
con tonos de carbón que daban paso al gris paloma. La habitación estaba
decorada con muebles de buen gusto, incluida una cama, cuyas sábanas
desarregladas estaban cubiertas con lo que parecían trozos de cristales roto
de colores.
¿Había habido violencia aquí? Pero no había sangre.
Larkin siguió el rastro de cristales irregulares hasta un amplio balcón.
Reconoció a la mujer por su pelo dorado y plateado, más plateado que antes.
El suelo estaba lleno de cristales a sus pies. La mujer apoyaba las yemas de
los dedos de su mano derecha en un amuleto que tenía en la garganta.
Larkin reconoció al instante las ramas desnudas, una de ellas lo
suficientemente afilada como para perforar la piel: el mismo amuleto que
llevaba ahora Larkin.
Eiryss se quedó mirando el bosque lejano, con una mirada llena de
anhelo tan profunda que hizo que a Larkin le doliera el corazón. Entonces
pudo oírla, los débiles acordes de una música tan llena de pérdida y añoranza
que le llenaron los ojos de lágrimas. La mujer se quedó allí mientras la música
se desvanecía con la luz de la mañana, el sol bañando el horizonte de carmesí
y oro.
Larkin estudió la ciudad. Los hombres ya estaban trabajando duro en
una larga zanja. Algunos movían picos, otros paleaban la tierra suelta en
carretillas y otros la retiraban con carros. Estaban construyendo una especie
de canal entre las casas.
Esta debe ser la capital del Idelmarch, Landra, cuando aún era nueva.
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—¿Mi Reina? —preguntó una mujer mayor desde la puerta—. No bajó


a desayunar. Malia la requiere.
Cuando Eiryss no contestó, la mujer se adentró en la habitación y sus
ojos se fijaron en las sábanas llenas de cristales. Se apresuró a entrar. Exhaló
aliviada al ver a Eiryss en el balcón.
—Eiryss, ¿qué es todo este vidrio? —preguntó. Se sobresaltó al ver sus
pies descalzos—. ¿Te has hecho daño?
Larkin se sintió aliviada de que alguien hiciera las preguntas que ella no
podía.
—¿Lo has olvidado, Tria? —Dijo Eiryss, su voz tan distante como el
bosque—. Ya no soy tu estudiante para que me regañes.
Tria extendió la mano hacia un trozo de cristal, pero luego pareció
pensarlo mejor.
—Eiryss —su voz se suavizó—. ¿Qué ha pasado?

Eiryss se limpió las lágrimas de las mejillas. Se quedó mirando el líquido


en las yemas de los dedos, las lágrimas salían más rápido. Lágrimas que eran
doradas en lugar de claras.
—No es cristal. Es savia.

¿Savia? ¿Savia de árbol? Eso no tiene ningún sentido.


—¿Qué? —Tria puso el interior de su muñeca en la frente de Eiryss.

Eiryss cerró los ojos.


—Me estoy muriendo, Tria.

—No tiene sentido. Es sólo el estrés de construir un nuevo reino desde


los cimientos.
Olfateando, Eiryss se subió las mangas del camisón para revelar unas
gruesas lianas negras que crecían sobre su piel como un higo estrangulador
que crece sobre un árbol.
Respirando con dificultad, Tria tomó unas tijeras de la mesa. Eiryss cerró
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los ojos y se dio la vuelta. Tria arrancó una de las lianas y utilizó el filo de la
tijera para cortarla de su piel. Eiryss gritó. Larkin se quedó boquiabierta al
ver la carne y los tendones que había debajo. Los riachuelos de sangre que
corrían eran gruesos y anaranjados.
Tria se tambaleó hacia atrás.
—¿Es la maldición?

Apretando su brazo herido, Eiryss asintió.


—Tú, Eiryss, verás cómo la sombra devora la tierra y la gente,
empezando por tu querida Valynthia y terminando aquí.
—Está muerto —dijo Tria, con el miedo evidente en su voz—, ya no
puede hacernos daño.
Eiryss rio con amargura.
—Nunca dejará de hacernos daño —Tenían que estar hablando del Rey
Espectro.
Eiryss se volvió hacia el bosque.
—Me está llamando, Tria. Y cada noche es más difícil resistirse —Se
estremeció—. Debes mantenerme bajo constante vigilancia. Asegúrate de
que nunca ponga un pie en el Bosque Prohibido
Tria lanzó un suspiro.
—Lo juro.

Eiryss se dirigió a su escritorio y rebuscó entre los papeles. Le tendió a


Tria un libro sin encuadernar.
—Es mi diario. Ve las canciones musicalizadas y haz que los bardos lo
canten en cada pueblo.
—¿Por qué las canciones, Eiryss? La gente ya ni siquiera recuerda a
Valynthia. Han olvidado todo.
Eiryss sacó otro amuleto, este con forma de flor de ahlea, del interior de
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su camisa y lo sostuvo en sus manos.


—Porque algún día una de mi estirpe romperá la maldición y necesitará
toda nuestra ayuda.
Larkin se despertó con un jadeo. Era noche profunda. Había tenido otra
visión.

¿Por qué? ¿Por qué ahora? Su mano palpitaba con más fuerza con cada
latido de su corazón. Soltó el amuleto que tenía apretado en el puño, y una
fina línea de sangre brotó de la palma de la mano y goteó sobre las mantas.
Lo recogió y el amortiguador tintineó contra él.

Su amuleto del árbol le había dado las visiones.

La primera, del día en que la maldición había comenzado. Y ahora, había


visto a Eiryss en Landra. Ramass la perseguía y la maldición la cambiaba, la
mataba. Pero fue la última parte la que se enganchó en la memoria de Larkin.
Eiryss había sostenido un diario con canciones para ser cantadas en cada
pueblo. ¿Por qué iba a hacer eso? De repente, Larkin lo entendió.

—Las nanas son mensajes.

—¿Qué nanas? —preguntó su madre con cansancio.

A la luz del fuego, los centinelas patrullaban los límites del campamento.
Larkin se revolvió y sacudió a Denan.

—Tuve una visión.

Él levantó la vista hacia ella, sin brillo. Sabiendo que debía seguir su
rutina para despertarse, ella esperó mientras él se estiraba, con la espalda
crujiendo y el pecho desnudo asomando por debajo de las mantas. Bostezó
y se sacudió. Se levantó, tomó su túnica y se la puso.

—Estoy listo.

Larkin agarró el borde del sueño para evitar que se deshiciera.

—Eiryss estaba en Landra. Se estaba muriendo: las enredaderas seguían


creciendo sobre ella. La maldición hacía que la gente olvidara a Valynthia y
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a los espectros. Denan, creo que escondió mensajes en las nanas para que
los encontráramos.
Se frotó la cabeza, claramente aún medio dormido.

—¿Nanas? ¿Qué mensajes?

—Sangre de mi corazón, médula de mi hueso —Se congeló, dándose


cuenta de algo más—. Si Eiryss fue la primera Reina, ¿significa que es mi
antepasada?

Su madre asintió.

—Oh, sí. Iniya siempre estuvo orgullosa de ese hecho.

La cabeza de Larkin se llenó de un sonido apresurado. Miró a Denan.

—Entonces nuestros dos antepasados estaban allí cuando comenzó la


maldición, el día de su boda.

Que Larkin y Denan se conocieran y se casaran ahora, cuando la


maldición se estaba desmoronando, no podía ser una coincidencia.

Y la nana... Sangre y médula de los huesos de Eiryss.

—Ella dijo que una de su línea rompería la maldición —dijo Larkin. Sela
ya lo había hecho, en parte.

Denan y su madre intercambiaron miradas incómodas.

Larkin cerró los ojos y trató de recordar lo que vino después.

—Ven a escuchar la historia más triste que se haya conocido. Una Reina
maldita, su amante perdido.
—¿Dray y Eiryss? —Preguntó Denan.

—Tiene que ser —dijo Larkin—, Una magia prohibida y un coste


espantoso.
—Claramente la maldición —dijo su madre antes de lanzarse a la
siguiente línea—. Consumido por los agentes malignos de la noche, busca el
nido, impedido de volar.
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Larkin se estremeció. Porque los malvados agentes de la noche la


buscaban como una serpiente que mira a un polluelo.
Su madre apoyó su mano en la rodilla de Larkin.

—En medio de la maldición de la Reina vil de la vid espinosa, no temas


a la sombra, porque eres mía.
Eiryss no había parecido vil. Había parecido desesperada, decidida y
maldita. Alguien a quien compadecer en lugar de odiar.

—En mis brazos —recitó Larkin la última—, la respuesta yace. Una luz
que perdura para que el mal muera.
Los tres se sentaron en silencio mientras la mañana alejaba la sombra.
Una luz. ¿Qué luz? Sus ojos se abrieron de par en par con la comprensión.
Cuando Dray estaba muriendo, le había dado a Eiryss un amuleto de ahlea y
le había dicho que tomara su luz.

—¡Luz! ¡Denan, el otro amuleto! —gritó—. ¿Qué pasó con su amuleto


de ahlea?

Sólo levantó las manos.

—No lo sabemos. Y aunque lo supiéramos, si Eiryss no pudo usar un


amuleto de ahlea para romper la maldición, ¿qué te hace pensar que tú
puedes?

—La escuché decirlo en la visión. Lo escribió en la nana.

—¿Un amuleto? ¿Como el que llevas tú? —Su madre señaló el que
colgaba del cuello de Larkin.

—No —Larkin asintió a Denan, que se levantó la manga para revelar


una flor geométrica con pétalos angulares en su antebrazo—. Tiene esa forma
—dijo Larkin.

Su madre se quedó mirando el sello sin pestañear.

—Siempre me pregunté por esa flor: nunca se había parecido a nada


que hubiera visto antes.

—¿Mamá? —preguntó Larkin.


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Su madre sacudió la cabeza como si saliera de un sueño.

—Está tallado en su tumba.


Larkin se quedó boquiabierta.

—¿Dónde?

Ella dudó.

—En las criptas bajo el palacio de los druidas.

Larkin miró al oeste, hacia Landra. Cuando el sol se asomó al horizonte,


una visión se superpuso al campamento. Un pajarito con pico de cobre volaba
hacia la capital.

La mente de Larkin daba vueltas. ¿Y si no era inútil después de todo?


Tal vez no había sido ella la que rompió la maldición, la que se convirtió en
el Árbol. Pero aún podía hacer algo. Todavía podía marcar la diferencia.

—Estoy destinada a ir a Landra.

—¿Qué? —Denan estalló.

—Ve a Landra, consigue el amuleto de ahlea, rompe la maldición —dijo


Larkin apresuradamente, la emoción la mareaba.

Tam resopló despierto, se sentó y buscó a tientas su arco.

—¿Dónde están los...?

Los miró y parpadeó.

—¿Me he perdido algo?

—Larkin se va a Landra —dijo su madre.

Denan miró a Pennice, atónito.

—No puedes querer que haga esto.

—Ella es la que tiene las visiones de Eiryss —dijo su madre—. Y después


de ver cómo se llevaban a todas esas chicas... creo que está destinada a hacer
esto.
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—Larkin no es tan tonta —dijo Tam.

—Lo soy —dijo Larkin.


Tam parpadeó.

—¿Y si Garrot la reconoce? —preguntó Denan.

Su madre asintió para sí misma.

—Tú mismo has dicho que Nesha sigue en Hamel, que Garrot está
supervisando el juicio.

El juicio de Bane. Larkin se quedó sin aliento. Bane le había salvado la


vida dos veces. Había sido un idiota, pero también era su mejor amigo. Y
Nesha... Larkin no podía pensar en su hermana. Era demasiado doloroso.

—Envíala a Iniya bajo la apariencia de Nesha —dijo su madre—. Tam


la acompañará. El Maestro Druida invita a toda la ciudad al torreón para el
equinoccio de primavera. Los druidas y sus esposas vendrán de todas partes.
Será fácil para Larkin mezclarse. Iniya puede llevarla al torreón.

—Es demasiado peligroso —dijo Denan.

—Hay una forma de saberlo con seguridad —Larkin apretó su amuleto.


La afilada rama mordió su palma. La visión la arrastró hacia arriba.

Eiryss estaba claramente muerta, su piel era tan pálida que brillaba
blanca bajo la luna llena. La habían tumbado bajo un arco, con una manta
llena de perlas y diamantes bajo las manos. Una fina película descansaba
sobre ella, como si fuera de cristal hilado. Y en su garganta estaba el amuleto
que Larkin había visto antes, el que Dray había hecho con su último aliento.

Con la visión llegó la innegable sensación de que Larkin debía ir a la


Reina, a las criptas de los Druidas Negros.

—Sí. Esto es lo que debo hacer.

Denan se cruzó de brazos.


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—Tu amuleto es del Árbol Negro. No podemos confiar en él.

Larkin negó con la cabeza.


—Te equivocas. Este era el amuleto de Eiryss; la vi llevándolo. Tiene su
propia magia que usaba contra los druidas y contra ti. De alguna manera,
contiene sus recuerdos.

Denan se puso de pie y se acercó al borde del fuego, de espaldas a ella.

—Lo consideraré.

—No es tu decisión —dijo Larkin.

Se volvió hacia ella con una expresión feroz.

—Como comandante del Alamant, lo es.

Fue consciente de que Tam se escabullía entre las sombras.

—No soy alamante.

Denan se dirigió hacia el campamento. Ella lo alcanzó y lo agarró del


brazo.

Pero él habló primero, sin mirarla a los ojos.

—Sabes lo que pasará si los druidas te atrapan.

Los gritos y acusaciones de sus vecinos pidiendo su muerte la


abrumaron.

—Mírame, Denan —Él se puso rígido, pero hizo lo que ella le pidió.
Ella sacó a relucir sus armas—. Estoy destinada a luchar. Mi magia está hecha
para luchar.

—Sabes que no puedo arriesgarte —dijo Denan—. Ya casi hemos


llegado. Para esta noche, sabré que estás a salvo y bien y por fin podré estar
tranquilo.

Pero podía arriesgarse con ella, porque no era la que rompía la


maldición. Ahogando un sollozo, se dio la vuelta.

—¿Larkin?
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Ella se mantuvo de espaldas, no podía decir esto mientras lo miraba.


—No soy el premio que crees que soy —Aclaró la emoción de su
garganta—. Sólo soy una chica pelirroja y con pecas.

—¿Qué?

Una parte de ella quería negar la verdad. Mentir. Darle otra versión. Pero
le había prometido después de decirle que él era su elección: no más secretos.

—Nunca quité la maldición de la magia. Sela lo hizo —Silencio detrás


de ella.

Se estremeció.

—Se suponía que debías encontrar al que tenía magia y lo hiciste.


Simplemente no era yo.

—¿Cómo puedes estar segura?

—Aquel día en el bosque, el día que nos conocimos, ella me hizo algo.
No lo entendí. No hasta que la vi hacérselo a Magalia en el promontorio.
También eliminó la maldición de mi madre y mis hermanas, por eso no
reaccionaron a la barrera.

—¿Es eso lo que crees que eres para mí, una especie de premio?

Recordando a los flautistas que se habían enfrentado a ella antes,


resopló y se limpió la nariz con la manga.

—He cometido muchos errores. ¿Cuántos hombres han muerto porque


he escapado, Denan?

Se colocó detrás de ella y la giró para que lo mirara. Le levantó la barbilla


y la mantuvo así hasta que ella se encontró con su mirada.

—Eres valiente. ¿Cuántos se enfrentarían a los peligros del Bosque


Prohibido, no una sino dos veces, para salvar a tres chicas, una de las cuales
era su enemiga? Eres leal. ¿Cuántas mujeres dejarían la majestuosidad del
Alamant y al hombre del que se han enamorado para salvar a su amiga de la
infancia? Eres resistente. ¿Cuántas mujeres se enfrentarían a una horda de
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Druidas Negros para rescatarme? —Le pasó las yemas de los dedos por la
mejilla—. Y sí, necesitas aprender el equilibrio entre la lealtad y la
autopreservación, pero Larkin, tu corazón siempre ha sido lo que más he
admirado.
Ella dudó, no estaba segura de creerle.

—¿Me querrías menos si no fuera un Príncipe? —preguntó.

—Creo —Tragó saliva—, creo que sería más fácil —Menos presión y
escrutinio, ciertamente.

—Sólo una chica pelirroja y con pecas —Sacudió la cabeza y dio un


paso hacia ella—. Me encanta tu pelo. Hace que sea más fácil distinguirte
entre la multitud. Y tus pecas... puedo ver cada lugar donde te ha tocado la
luz.

Ella prácticamente saltó a sus brazos. Riéndose, él le acarició la espalda.


Ella se sentía feliz de ser amada tal y como era.

Demasiado rápido, la sensación se desvaneció, dejándola con una


pesada piedra de miedo en su vientre.

—Por primera vez en tres siglos, las mujeres vuelven a tener magia.
Pensé que la había traído de vuelta —Sacudió la cabeza, luchando contra las
lágrimas—. Pero no lo hice. Mi hermana lo hizo. Tardé un día en decírtelo,
porque temía que me hiciera menos a tus ojos, como lo hizo a los míos.

Él abrió la boca para discutir. Ella le tendió la mano.

—Ahora tengo la oportunidad de recuperar el amuleto de ahlea. De


acabar con los espectros. Para unir a nuestro pueblo como uno solo, como
debe ser.

—No puedes pedirme que me quede de brazos cruzados mientras te


metes en una trampa mortal.

—Te he visto entrar en batalla muchas veces.

—No has sido entrenada.

—Este no es el tipo de cosas para las que se puede entrenar —No tenía
más razones para impedirle luchar a su manera que las que ella tenía para
él—. ¿No soy más que un recipiente para tus hijos?
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Su expresión se endureció.

—¡Nunca dije que lo fueras!


Ella tragó con fuerza.

—Me dijiste que el Árbol Blanco te dio una vez una visión de un pájaro
cautivo en tus manos. Murió una y otra vez, hasta que abriste los dedos y lo
liberaste —Se acercó a él—. Tienes que liberarme.

Él no la miraba.

—No estoy seguro de poder hacerlo.

—Talox me dijo que fuera dueña de mi destino. Eso es lo que pretendo


hacer.

—¿Larkin? —dijo una vocecita. Sela se interpuso entre ellos y el fuego,


con el pelo pegado a un lado de la cabeza.

Larkin le dedicó una sonrisa temblorosa.

—Sela, ¿estás hablando de nuevo?

—Ella me dijo que tenía que hacerlo —dijo Sela—. Hablar me hará
fuerte de nuevo.

Denan se agachó ante Sela.

—¿Ella? ¿El Árbol Blanco?

Sela movió la cabeza y se ahogó en un sollozo. Por fin, por fin, Larkin
entendería su papel en todo esto.

—Larkin tiene que irse —El labio inferior de Sela tembló y sus ojos se
llenaron de lágrimas—. Pero yo tampoco quiero que se vaya —Larkin se
arrodilló, con los brazos abiertos. Sela se lanzó hacia ellos y gritó—: La luz.
Tienes que tomar la luz.

El amuleto de Eiryss. Larkin miró a Denan, que se llevó la mano a la


boca.

—¿Cómo es posible? No tiene un sello.


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Larkin había tenido visiones antes de su sello. También magia. Por una
astilla. Los ojos de Larkin se abrieron de par en par. El codo ensangrentado
que Sela había recibido en el anillo de la glorieta. Larkin levantó la manga
de su hermana, revelando un rasguño casi curado y una astilla oscura
incrustada e hinchada.

—Duele —resopló Sela.

Larkin no podía impedir que Sela fuera el Arbor, pero podía aplazarlo
unos días. Inmovilizó el brazo de su hermana y deslizó la uña del pulgar hacia
la abertura de la astilla. Salió disparada en una ráfaga de pus.

Sela se estremeció y se lamentó.

—Ya no la siento. ¿Adónde se fue?

Denan se agachó junto a Larkin.

—No deberías haber hecho eso.

—Tenía que salir —Lo cual era cierto, aunque no fuera su razón
principal.

Su madre se apresuró a recoger a Sela en sus brazos.

—¿Qué ha pasado? —Larkin abrazó a su madre y a su hermana.

—Tengo que irme.

—No vas a ir a ninguna parte —dijo Denan.

Ella se enfrentó a él.

—No te perdonaré si me obligas de nuevo, Denan. No puedo.

Se pasó las manos por el pelo corto, caminó hacia ella y luego se alejó
de nuevo.

—No puedo ir contigo, Larkin. No puedo arriesgarme a que me capturen


los druidas.

Pero ella podía y ambos lo sabían.


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—Cuando amanezca—dijo Larkin—, me voy.

Denan giró sobre sus talones y se marchó furioso.


***

Larkin se puso la ropa que Tam había robado de Cordova por orden de
Denan: un vestido fino y un corsé de un negro muy apagado. Su madre y sus
hermanas seguían durmiendo. Se había despedido de ellas la noche anterior,
así que simplemente se agachó y le dio un beso en cabeza a Brenna.

Esta noche estarían a salvo en el Alamant.

—Te quiero —dijo ella.

Larkin y Tam comenzaron a atravesar el campamento dormido. Ella miró


a su alrededor buscando a Denan.

—¿De verdad no se despedirá?

—Si no lo hace, es un idiota —Tam se enderezó la túnica—. ¿Estás


segura de que parezco lo suficientemente druida?

Miró su larga túnica, el cinturón intrincado que se ceñía a su cintura.


Todo en negro profundo en lugar de los ricos marrones y verdes que llevaban
los flautistas para mezclarse con el bosque. Anoche, Tam se lo había robado
al druida residente de Cordova junto con un fino vestido y una capa para
Larkin.

—Te ves positivamente malvado.

Tam sonrió.

—Perfecto.

Larkin podía sentir que Denan la observaba. Pero no fue hasta que llegó
al borde del campamento cuando lo vio de pie en una colina. Se llevó la
flauta a los labios y tocó la canción de su corazón.

Tiraba de una cuerda en lo más profundo de su ser. El amortiguador lo


silenció lo suficiente como para que pudiera resistirse. No quería resistirse.
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Corrió hacia él y lo rodeó con sus brazos.

Sus ojos se cerraron y la atrajo hacia sí, con el cuerpo temblando.

—Siempre vendré por ti, pajarito.


—Y yo siempre volveré.

Se abrazaron durante mucho tiempo, lo suficiente para que la forma de


su cuerpo se imprimiera en el de ella. Cuando finalmente la soltó, le dio un
tierno beso en la boca antes de retirarse. Se relamió los labios como si la
estuviera saboreando.

—¿Tam? —dijo. Miró por encima de su hombro para ver a Tam


observándolos desde una docena de pasos de distancia.

—Con mi vida —susurró Tam.

Larkin hizo una mueca de asombro: Talox había dicho lo mismo. Había
cumplido esa promesa. No podía soportar pensar que Tam muriera por ella.

Los flautistas no eran los únicos capaces de proteger. Y con mi vida,


pensó Larkin, los protegeré.

Sus dedos se separaron de los de ella, Denan se dio la vuelta y regresó


al campamento, dando órdenes a sus sirvientes y capitanes para que el
ejército se pusiera en marcha.

El amanecer estaba llegando.

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CAPÍTULO DIECISÉIS

Escondidos de forma segura, Larkin y Tam pasaron dos días viajando


por el bosque entre la barrera y la carretera. Ahora, se ocultaron bajo el denso
y goteante dosel.

A través de la llovizna constante, Larkin estudió a Landra en la distancia.


Bane le había contado historias de la capital, pero se había centrado en la
gente y la comida. Nunca había expresado adecuadamente lo hermosa que
era. La ciudad había cambiado tanto desde la época de Eiryss que era
completamente nueva.

El blanco palacio de los druidas brillaba bajo su techo de cobre turquesa.


El río pasaba a través de canales hábilmente construidos en círculos
concéntricos cada vez más amplios. Un largo puente de tierra atravesaba el
centro.

Un lugar tan bello parecía estar en desacuerdo con la oscuridad de los


druidas que lo gobernaban.

Ella y Tam esperaron a que se produjera una pausa en el flujo constante


de refugiados procedentes de Cordova. Aunque los flautistas se habían
fundido en el bosque justo después del amanecer, aparentemente los
habitantes de Cordova pensaban que era inminente el ataque de un ejército
que no temía al bosque, un ejército cuya llegada y salida había coincidido
con la cosecha de sus hijas.

Cientos de ellos habían huido hacia la seguridad de la capital. Cuando


se habían acercado lo suficiente para escuchar al borde de sus fogatas en la
noche, Larkin y Tam habían escuchado una docena de rumores. Todos tenían
un único hilo conductor. Empezando por el ataque a Hamel, los hombres
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venían del bosque para atacar al Idelmarch. Como la bestia gobernaba el


bosque, también gobernaba este misterioso ejército.
Por fin, una pausa en el tráfico de carros y peatones. Larkin y Tam
salieron a toda prisa del bosque y vacilaron entre las hierbas chorreantes para
llegar a la carretera. El barro empapó sus botas y salpicó su dobladillo.
Haciendo lo posible por evitar los charcos, Larkin mantuvo la capucha baja
y la cabeza agachada para ocultar su llamativo cabello.

Consciente de la lluvia, sacó el mapa que su madre había dibujado para


ellos. La casa de su abuela estaba demasiado cerca del palacio de los druidas
para el gusto de Larkin. Por enésima vez, marcó cada giro que debían hacer.

—Tranquila —Tam sonrió y saludó a un trabajador del campo—. Somos


de aquí, ¿recuerdas?

Ella le bajó la mano de un tirón.

—¡Los druidas no saludan!

—No todos los druidas son adustos.

—Sí, lo son. Mira. Sé condescendiente.

Tam refunfuñó en voz baja y acomodó sus pícaros rasgos en su mejor


imitación de severidad. Claramente una imitación. Pero quizás alguien que
no lo conociera se lo creería.

—El bosque me lleva —murmuró—. Los dos estamos muertos.

Se deslizaron con los habitantes de Cordova al acercarse a la muralla


recién construida, cuyas piedras estaban manchadas de negro por la lluvia.
Los obreros utilizaban una palanca para levantar las pesadas piedras hasta la
cima, donde las giraban y las colocaban sobre el mortero. La palanca resbaló
y se desplomó con un estruendo ensordecedor que hizo que Larkin diera un
salto y se cubriera los oídos.

Tam gritó.

El capataz gritó y maldijo a sus trabajadores.

Un par de soldados se acercaron a ellos. Una gota de lluvia empapó su


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capucha y dibujó una línea fría en su cuero cabelludo. Se estremeció.

Dejó de caminar y todo su cuerpo se tensó para correr. No me están


buscando, se recordó a sí misma. Nadie me está buscando.
—Todo es un juego, Larkin —dijo Tam.

—No es un juego cuando podemos morir.

Resopló.

—No vamos a morir.

Cruzaron un puente sobre un ancho río. El hedor de la podredumbre la


invadió. Siguió el olor hasta los cadáveres que colgaban de sus cuellos desde
los andamios. Así era como los druidas trataban a los criminales, entre los
que se encontraban los traidores.

Palideció.

—La vida es un juego. Al final, todos perdemos.

Le lanzó una mirada sardónica.

—Qué útil. Gracias.

Los refugiados se agolparon en las puertas parcialmente cerradas y el


espacio más allá era oscuro como una noche sin estrellas. Un grupo de
soldados montaba guardia con sus alabardas en las manos.

—Como he dicho —gritó el soldado más destacado—, a menos que


tengan familiares directos con los que quedarse, no se le permitirán entrar en
la ciudad.

Larkin dio un pequeño paso más cerca de Tam, contenta de haber


robado las túnicas. Todos los druidas serían bienvenidos a la ciudad para
celebrar el equinoccio.

—Nos despertamos con un ejército en nuestra puerta —gritó una


mujer—. Se llevaron a todas las mujeres solteras. No pueden dejarnos aquí
sin defensa.

El soldado extendió las manos.

—Estamos llamando a los soldados mientras hablamos. Deberían llegar


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a Cordova en breve. Mientras tanto, le sugerimos que comiencen a construir


su propio muro perimetral.

—Al menos permítanos acampar fuera de la ciudad —dijo un hombre.


—No podemos permitir que pisoteen nuestros cultivos —dijo el
soldado—. Ahora regresen y ocúpense de sus propias defensas. Un ejército
debería llegar desde Hamel en unos días.

Hamel. Larkin se puso rígida. Llevaba días bajo la atenta mirada de


aquellos soldados. Si alguien de su pueblo la reconocía, se acababa el juego.

Tam le tocó la parte exterior de la mano, su rostro era una máscara


serena.

—Estás poniendo cara de pánico. Deja de poner cara de pánico.

—¿Y si uno de los soldados nos reconoce?

—¿Por qué habría soldados de a pie en el palacio? —Dijo Tam.

—¿Y los druidas?

—Siguiendo con el juicio.

Se obligó a respirar tranquilamente.

Tam le dedicó una sonrisa arrogante, le agarró el codo y se abrió paso


entre la gente. Miró al soldado, que echó un vistazo a la túnica de Tam y los
dejó pasar.

—Te dije que esta ropa era una buena idea —dijo Tam.

Larkin se detuvo al borde de las sombras. Sintió que, una vez que se
adentrara en ellas, nunca saldría viva. Miró hacia el bosque, con los recuerdos
de su partida palpitando con fuerza. Se adentró en una oscuridad como la de
la noche. Buscó espectros en las sombras. El corazón le retumbaba en los
oídos. Se aferró al brazo de Tam, sujetándose para salvar su vida. El agua
goteaba del agujero asesino de arriba y se deslizaba por su cuello.

Salieron a la ciudad y ella jadeó. Tam la observó con los ojos muy
abiertos. Lo estaba agarrando lo suficientemente fuerte como para dejarle
moratones. Rápidamente la soltó.

Se frotó el brazo.
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—¿Qué fue eso?


—Creo que… —Tragó con fuerza—. Creo que me da miedo la
oscuridad.

Gruñó.

—Como a todos nosotros.

Se sintió aliviada de que él pareciera entenderlo.

Con la cabeza en alto y los hombros hacia atrás, Tam se adentró en la


ciudad como si fuera su dueño. Tomando aliento para armarse de valor, lo
siguió. A cada paso que daba, se desprendía un poco del barro de sus botas.
Atravesaron la primera hilera de casas pulcramente cuidadas, un canal lleno
de barcos que pasaba por debajo de ellas. A los lados de cada casa crecían
parcelas de hortalizas.

La gente mantenía sus miradas clavadas en los adoquines mientras se


inclinaba en dirección a Tam. Los murmullos de "druida" les siguieron en
una oleada.

Larkin y Tam pasaron por una calle lateral en curva cuando Tam levantó
la cabeza.

—¿Hueles eso?

—¿Qué?

Llenó sus pulmones.

—Bocadillos de carne —Cambió bruscamente de rumbo.

—No estamos aquí por los bocadillos de carne —siseó.

—¿Tienes idea de cuánto tiempo ha pasado desde que comí algo más
que un guiso de gilgad y carne seca?

—Tuvimos urogallo hace un par de noches.

Se detuvo ante un puesto.


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—No te preocupes. Yo también te compraré.

—No estás gastando la poca moneda que tenemos en…


—Diez para mí y para mi encantadora hermana —le dijo Tam al hombre
que los miraba desde el otro lado de la mesa cubierta de harina.

El hombre les entregó una bolsa caliente y humeante de pasteles del


tamaño de un huevo pequeño. Estaban rellenas de carne, queso y verduras
fritas en grasa de tocino. Tam se metió uno en la boca y gimió de placer.
Miró a Larkin e hizo una mueca.

—Otra vez con las miradas.

El panadero observó sus ropas de viaje con interés.

—¿De dónde vienes, druida?

—Hamel —dijo Tam.

Los ojos del hombre se abrieron de par en par.

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Las bestias que roban a nuestras hijas son
realmente hombres?

Tam se atragantó con su segundo bocado y tosió, con los ojos llorosos.

Larkin le golpeó la espalda con complacencia.

—¿Qué has oído?

El hombre miró al suelo y arrastró los pies torpemente.

—¿Seguro que lo sabes, druida?

—Claro que sí —espetó Tam—. Responde a la pregunta.

Una mujer salió del edificio oscuro detrás del puesto del hombre.

—Hay rumores de hombres del bosque con una extraña magia oscura
que atacaron Hamel. En todos los pueblos y ciudades del Alamant han
desaparecido cientos de mujeres solteras. Y anoche, esos mismos hombres
fueron vistos en los alrededores de Cordova; seguramente has visto a los
refugiados, druida.
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—Los ríos están atascados con velas por las niñas desaparecidas —dijo
el panadero.
—Algunos de los hombres han empezado a casar a sus hijas de tan solo
doce años —dijo su esposa.

Larkin palideció.

—Ancestros.

Sin mediar palabra, Tam la tomó del brazo y la arrastró.

—Sus madres —dijo Larkin en voz baja—. Oh, sus pobres madres.

—Ya hemos hablado de esto.

Ella se liberó de un tirón.

—¿Cómo puedes soportarlo?

Tam se giró hacia ella, sin ningún rastro de humor.

—Estoy harto de que me culpen por ello.

Ella le tenía un poco de miedo. Él metió la mano en la bolsa de


bocadillos de carne y le puso uno en los labios. Ella aspiró, con la boca hecha
agua.

—Cómetelo.

Ella abrió la boca obedientemente.

—Mastica.

Lo hizo. Estaba delicioso. Caliente, sabroso y grasiento. A pesar de sí


misma, gimió de placer.

Tam asintió satisfecho.

—¿Mejor que la sopa de gilgad?

—Mucho mejor —Estuvo de acuerdo.

—Ahora, ¿qué hemos venido a hacer?


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Respiró profundo.
—Encontrar la mansión que mi mamá describió. Convencer a Iniya para
que nos ayude a entrar en el torreón de los druidas durante el caos del festival.
Recuperar el amuleto de ahlea y el diario de Eiryss. Salir.

Se abrazó a sí misma y se dirigieron a un puente. Antes de que ella se


diera cuenta, la bolsa de bocadillos de carne había desaparecido. Estaba
caliente y llena, con su ira contenida a distancia.

Tam gruñó satisfecho y le puso la bolsa en las manos.

—Ahora, sé una buena hermana druida y tira mi basura.

Se dispuso a discutir cuando vio a los druidas cabalgando hacia ellos.


Los abrigos largos les cubrían las piernas y los sombreros de ala ancha los
protegían de la lluvia. Cabizbaja, llevó la bolsa a uno de los barriles con
ruedas destinados a la basura.

—Hermano —murmuraron a Tam, que repitió el saludo de la misma


manera cuando pasaron.

Larkin contuvo la respiración hasta que pasaron por delante de ella. Miró
por el borde de su capucha para ver si miraban hacia atrás.

Tam se puso a su lado y volvió a agarrarla del brazo.

—Sigue moviéndote.

Las murallas de la ciudadela se alzaban ante ellos, con las altas puertas
arqueadas pintadas de un escabroso color carmesí. Dos guardias con
armadura completa y alabardas se encontraban a ambos lados, con sus cascos
ocultando sus rostros. El símbolo de su armadura eran dos medias lunas
descendentes divididas por una espada.

Los antepasados de Larkin habían vivido aquí. Se encontró buscando en


las torres la que Eiryss podría haber mirado en la visión. Una gota de lluvia
le salpicó el ojo, haciéndola parpadear con fuerza. Tam la empujó hacia
adelante, tan lejos del palacio como pudo.

—No tenía ni idea de que la casa de mi abuela estuviera tan cerca —


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murmuró.
Las puertas rojas se abrieron y salieron hombres vestidos con túnicas
negras y cinturones con herramientas. Media docena se dirigió hacia ellos.
Larkin jadeó, los recuerdos la invadieron.

Por encima de ella, Hunter sacó su cuchillo de la funda y lo sostuvo


contra su garganta expuesta. Ella sabía que iba a morir. Sabía que iba a
respirar por última vez y que vería su último cielo.
Nunca más volaría por los campos mientras su madre y sus hermanas
charlaban y reían. Nunca conocería la alegría de un fuego cálido después de
un frío intenso ni el sabor del agua de manantial cuando tuviera sed. Nunca
se pararía en la cima de la montaña en un día de viento e imaginaría que
podía volar.
—Lo siento —dijo mientras presionaba la hoja en su delicada piel.

¡No! ¡No iba a morir! Hoy no. Se retorció y se agitó.


El cuchillo se deslizó por la superficie de su garganta, pero Hunter se
balanceó hacia atrás, con la mirada perdida. Ambos miraron la mancha roja
que se extendía en su pecho. Larkin se maravilló con la asta de una flecha
enterrada en sus costillas hasta el emplumado. Dio un único grito ahogado y
tosió. La sangre cálida y húmeda le salpicó la cara y goteó en su pelo.

Larkin volvió en sí con la cara aplastada contra la camisa húmeda de


Tam, su cuerpo se agarrotó. Tenía que correr, esconderse. Pero el mundo
giraba muy rápido. Olió la lana húmeda, el sudor, el bosque y las hogueras.
La negrura se desvaneció y el giro disminuyó. Se impulsó para ponerse de
pie, tambaleándose.

—¿Estás bien?

Detrás de ella había un joven, un druida. Con las manos unidas a la


espalda, levantó una ceja perfectamente arqueada. Era guapo, con bonitos
ojos azules y pelo ondulado hasta los hombros. Ella lo miró muda. Se dio
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cuenta de que tenía que decir algo, pero no le salían las palabras.
—Hemos recorrido un largo camino, hermano —dijo Tam con facilidad,
aunque notó que su mano se deslizaba hacia el hacha oculta bajo su túnica—
. La bestia se llevó a su hermana hace sólo unos días.

La boca del hombre se tensó con simpatía.

—Le juro, señora, que acabaremos con el reinado de la bestia antes de


que llegue la nieve.

Ella se estremeció, pero no por la razón que el hombre suponía.

—Gracias, señor.

Se inclinó y se alejó.

Tam lo vio irse.

—Si fuera fácil, no sería divertido.

Exhaló.

—Tan divertido.

Sonrió.

—Ahora lo estás entendiendo.

Larkin lanzó una mirada exasperada a Tam y se apresuró a recorrer la


calle lateral más cercana. Finalmente, llegó a la mansión que había descrito
su madre. Un edificio imponente de dos plantas con un amplio porche y
grandes ventanales. No podía imaginarse a su padre creciendo en semejante
lujo. Y, desde luego, no podía imaginarse a su padre dejando de lado todo
aquello.

Dentro estaba la abuela de Larkin. Larkin miró su vestido con


desesperación. Estaba bien, pero llevaban dos días de viaje y el barro no
ayudaba.

Suspiró. No había nada que hacer. Respirando con fuerza, Larkin


empujó la puerta, que se abrió con bisagras silenciosas. Enderezando los
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hombros, Larkin se acercó a la puerta y llamó.

Alisando su bata gris, una sirvienta de pelo negro, ojos marrones y


enormes dientes abrió la puerta. Inclinó la cabeza hacia Tam.
—¿En qué puedo servirle, druida?

Tam se puso rígido y recto.

—Estamos aquí para ver a Iniya Rothsberd.

La doncella miró sus botas llenas de barro y lanzó una mirada de


desaprobación.

—Me temo que Lady Iniya no se encuentra bien.

Larkin parpadeó, incapaz de creer que a un druida se le negara la entrada


en cualquier lugar.

—Me temo que debo insistir —dijo Tam.

—Mi señora no está bien, druida —La doncella no cedió—. Debo insistir
en que vuelva a…

Tam abrió la puerta de un empujón.

—Entonces llévanos a su cabecera.

La boca de la chica se tensó, pero no discutió. Los condujo a una sala


de estar, cuyas paredes estaban cubiertas de cabezas taxidermizadas de
leopardos, ciervos y cabras montesas. También había un gilgad de tamaño
natural y un oso. Un hombre se levantó cuando entraron.

—Tinsy, que...

Se interrumpió, mirando fijamente a Larkin mientras ella le devolvía la


mirada. Tenía su mismo pelo rojo rebelde. Su misma mancha de pecas. Con
los ojos muy abiertos, se acercó a ella.

Larkin echó el brazo hacia atrás y golpeó a su padre en la cara.


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CAPÍTULO DIECISIETE

Harben se tambaleó por el golpe y se llevó la mano a la mandíbula. Tam


se interpuso entre ellos, con la mano en el mango de su hacha.

—¿Larkin?

Larkin fingió que no acababa de romperse la muñeca, dejando que


colgara sin fuerzas a su costado.

—Tam, este es mi padre mentiroso, tramposo y adúltero.

Para su sorpresa, Harben no hizo ningún movimiento para devolver el


golpe, sino que se limitó a mirarla con asombro. Iba vestido con una camisa
y unos pantalones finos, con el pelo normalmente rebelde cortado y la barba
desaliñada pulcramente recortada. Sólo sus ojos inyectados en sangre y sus
manos temblorosas lo delataban como el borracho inútil que era.

—Estás viva —respiró—. Estás aquí. ¿Cómo?

Las lágrimas furiosas llenaron sus ojos. El bosque la lleva, le dolía la


muñeca.

—No puedes hacer preguntas.

Harben, que había jurado no volver a llamarle papá, asintió a la criada.

—Tinsy, ve a la bodega y trae unos trozos de carne cruda fría.

—Pero, señor —dijo Tinsy.

Extendió la mano.
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—Tinsy, por favor.

Ella giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Mirando a Tam, Harben puso sabiamente un sofá entre ellos.


—¿Quién es este?

Cuando Larkin no respondió, Harben palideció.

—¿No es un flautista tu marido? Seguro que no eres tan tonta como


para traer a uno de ellos aquí.

Mientras Larkin y su familia habían estado luchando y huyendo por sus


vidas de los espectros, su padre había estado descansando en esta mansión.
Ancestros, no creía que fuera posible odiarlo más.

—No es mi marido, ¿y cómo sabes algo de los flautistas?

—Oh, bien —respiró Harben—. Y lo sé porque me di cuenta lo


suficiente como para que mi madre me lo explicara.

—Es un flautista —dijo Larkin con algo más que satisfacción.

Harben gimió.

—No es seguro para ti. Vuelve al bosque.

El bosque tampoco era seguro.

—Que el bosque te lleve a ti, a tu amante y a tu hijo —El hijo que


siempre había querido. Ancestros, ella lo odiaba—. He venido a ver a mi
abuela, no a ti. ¿Dónde está ella?

La criada, Tinsy, volvió con dos trozos de asado crudos. Harben se llevó
uno a la mejilla. El otro se lo tendió a ella. Ella se cruzó de brazos, ocultando
la mueca de dolor que le produjo la presión en la muñeca.

—No lo necesito.

Tam se lo quitó a Harben y se lo acercó a Larkin.

—Vas a querer mantener a raya la hinchazón —murmuró.

Larkin tiró el filete al suelo y bloqueó a la criada que se retiraba.

—Voy a hablar con Iniya. Ahora.


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Tinsy lanzó una mirada a Harben. Él asintió de mala gana, lo que lo


salvó de otro golpe en la cara.
—Iré a buscarla, señorita —dijo la criada. Se inclinó y se fue.

Tam recogió el filete del suelo. Con mucha delicadeza, tomó la muñeca
de Larkin y apoyó el filete en el dorso de su mano. Ella se estremeció ante el
rayo de dolor y cambió la carne por su muñeca. Ignoró a Harben, aunque
podía sentir su mirada. En su lugar, estudió la habitación. Con su pintura
verde bosque y su taxidermia, parecía una burla del bosque real.

El chasquido de un bastón y unos duros tacones precedieron la entrada


de Iniya. Llevaba el pelo blanco recogido en un elaborado peinado sobre la
cabeza. De huesos finos, con un cuello delgado y elegante y severas arrugas,
llevaba un vestido impecable y perfectamente plisado de color negro sólido.

Sus ojos azul pálido miraron a Larkin de arriba abajo, desde sus botas
embarradas hasta su ropa empapada. Su mirada se detuvo en su melena
salvaje y sus pecas.

—La hija perdida ha vuelto y ha traído más perros con ella —Su voz era
aguda y alborotada.

Larkin resopló.

—He venido a negociar contigo en nombre de los flautistas.

—Los flautistas no tienen nada que yo quiera —La mirada de Iniya se


estrechó sobre el trozo de carne que su hijo sostenía contra su mejilla
hinchada—. ¿Qué te ha pasado en la cara? Parece que has luchado con las
bestias de la sala de juegos y has perdido.

Harben gruñó.

La anciana notó la muñeca envuelta en carne de Larkin.

—Salvajes.

Les dio la espalda y se dirigió a un aparador, que abrió con una llave de
hierro que colgaba de una cinta en su cuello. Sacó un vaso y una copa, se
sirvió un dedo de ancho, volvió a cerrar el mueble y bebió un trago.
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—A mi hijo ya no se le permite beber —dijo Iniya.


Larkin se burló con incredulidad: su padre nunca dejaba de beber más
tiempo del que tardaba en dormir la resaca o en descubrir el escondite de
dinero de su madre.

Iniya la fulminó con la mirada.

—Sólo podemos suponer que la debilidad en su sangre, del lado de su


padre, por supuesto, es heredada por sus hijos, así que me disculparás por
no ofrecer…

Harben tiró su filete sobre la mesa de café.

—Madre, es suficiente.

Iniya miró horrorizada la carne ensangrentada y chorreante.

—¡Tinsy! —su voz se volvió estridente. La chica entró inmediatamente


en la habitación. ¿Había estado acechando detrás de la puerta,
escuchando?—. Dejando a un lado el gusto decorativo de mi difunto marido
—dijo Iniya—, no permito cadáveres dentro de la sala de juegos. Tengan la
amabilidad de retirarlos antes de que los retire de mi personal.

Frunciendo los labios, que no se cerraban del todo sobre los dientes,
Tinsy tomó la carne de la mesa y de Larkin.

Iniya se dirigió hacia una silla y entonces observó una huella


ensangrentada en su alfombra.

—Oh, que el bosque me lleve a mí y a todos los míos. ¡Chica, trae un


cubo de agua jabonosa!

Iniya terminó su bebida, abrió el armario y se sirvió un poco más.


Después de cerrarlo, se sentó en una de las sillas, con los pies apoyados en
el suelo y la espalda recta.

—Ahora, ¿qué debo hacer para librarme de ti?

Larkin apretó la mandíbula. No sabía qué esperar de la mujer que había


dado la espalda a su propio hijo, pero tal vez el remordimiento.
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—Vengo con una oferta de los flautistas para ayudarte a recuperar tu


trono.
Iniya agitó la mano.

—Como si los flautistas pudieran hacer algo más que colgarme por
sedición —Dio un sorbo e inclinó la copa hacia su hijo—. ¿Hay algún otro
pariente desterrado que te gustaría arrancar del barro y poner en mi puerta?
¿Quizás otra camarera convertida en amante? No estoy dirigiendo un
orfanato o un burdel.

La camarera, que sería la amante de Harben, había dado a luz poco


después de que naciera Brenna.

—Es mi esposa —dijo Harben.

Así que se había casado con la mujer, entonces. Larkin casi podría sentir
pena por ella, si no la odiara tanto.

—No soy huérfana —dijo Larkin entre dientes apretados—. Soy tu nieta.

Iniya se recostó en su silla.

—Tienes los ojos de tu madre, lo desdichada traidora y conspiradora


que era. Engañó a mi hijo para que se casara con ella, la hija del Maestro
Druida. Por supuesto que repudié a Harben. Le dije que nunca pusiera un pie
dentro de mi puerta hasta que se deshiciera de ella.

Harben se dejó caer en la silla frente a la suya.

—O hasta que te diera un nieto.

¿Por eso Harben había estado tan ansioso por tener un hijo, por eso las
había abandonado finalmente?

—Las Reinas no pueden gobernar en el Idelmarch —Iniya tomó otro


sorbo—. Una pequeña y conveniente ley que los druidas promulgaron antes
de que yo alcanzara la mayoría de edad. Necesitaba un heredero para que la
nobleza me apoyara.

Harben murmuró algo. Iniya lo fulminó con la mirada.


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—No murmures, chico. Y siéntate derecho. Tienes que tener presencia


si quieres inspirar a un ejército para que te ponga en el trono.
¿Su padre en un trono? Una vez lo encontró durmiendo en una pocilga
para calentarse porque estaba demasiado borracho para encontrar el camino
a casa.

Harben se hundió más en su silla, con una expresión de mal humor en


su rostro.

Iniya se acercó a Larkin.

—Le ofrecería a Tinsy que les preparara un almuerzo para acompañarlos


en su camino, pero me temo que podría atraer a más vagabundos —Hizo un
movimiento de espanto.

Larkin se acercó al otro lado del sofá. Iniya se puso rígida y agarró con
fuerza su bastón. Larkin se limitó a sacudir su fina capa, que estaba empapada
y sucia tras dos días de viaje, y se sentó en el sofá de fieltro. Desde el rincón
en el que se había instalado junto a un gilgad que se abalanzaba, Tam sonrió.

Iniya se quedó con la boca abierta de horror.

—¡Cómo te atreves!

Mirando fijamente a los ojos de la mujer mayor, Larkin dobló sus botas
llenas de barro debajo de ella. Harben asintió en señal de aprobación. Como
si ella fuera a necesitar o querer algo de él. La sonrisa de Tam se amplió
hasta mostrar los dientes.

Iniya estampó su bastón con indignación.

—¡Tinsy! Trae a Oben de los establos. Dile que traiga el látigo.

Unos pasos que corrían y un portazo anunciaban la obediencia de la


criada. Larkin no tenía miedo. Con su magia, un hombre con un látigo no
podría ni siquiera tocarla.

Harben se inclinó hacia Larkin.

—¿Cómo escapaste de los flautistas?


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Iniya se volvió hacia su hijo.

—No tendrás nada que hacer con este cachorro salvaje tuyo.

Harben cruzó los brazos sobre el pecho.


—Tengo mi asignación mensual, más que suficiente para mantener a mi
hija.

¿Ahora quería mantenerla? ¿Dónde estaba su manutención cuando su


vientre se había acalambrado de hambre? ¿Dónde estaba cuando su camisa
se había desgastado tanto que se había vuelto transparente? ¿Cuándo Nesha
había enfermado tanto que su madre se había visto obligada a rogar a Lord
Daydon por el dinero para pagar su medicina?

Los sellos de Larkin vibraron con ira.

—No necesito que me mantengas.

Era como si Iniya y Harben no la hubieran oído. La cara de Iniya se puso


blanca de rabia.

—No permitiré que mi dinero sea...

—Mi dinero —interrumpió Harben—. Está en el contrato que firmaste


a cambio de mi cooperación.

—¡Hay estipulaciones!

—¡Ninguna de los cuales rechaza las donaciones para obras de caridad!


—Harben se volvió hacia Larkin—. Si no necesitas dinero, ¿qué necesitas?

Larkin miró a ese hombre: el padre que había golpeado a su familia y


robado el dinero destinado a la comida y lo había malgastado en cerveza
barata, el hombre que la había arrojado al río y casi la había ahogado. ¿Cómo
podía dejar que ese hombre la ayudara?

Harben debió ver algo de esto en su mirada. Se inclinó hacia atrás.

—Que me utilices no significa que me perdones.

Usarlo. Ella podría usarlo.

—Necesito entrar en el palacio.

—Mi palacio —dijo Iniya con un golpe de su bastón. Lo hacía a menudo.


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La sorpresa cruzó el rostro de Harben.

—¿Por qué?
—Hay un libro de nanas en la biblioteca —dijo Tam.

—Y necesito ver la tumba de la Reina Eiryss —dijo Larkin.

—¿La tumba de Eiryss? —La voz de Iniya se volvió especulativa.

Harben enarcó una ceja.

—¿Por qué?

En algún lugar se cerró una puerta y unos pesados pasos se dirigieron


hacia ellos.

El sirviente con el látigo estaba llegando.

Larkin negó a medias con la cabeza.

—No te diré eso.

Entró un hombre enorme, con el látigo en la mano. Su frente se asomaba


sobre unos ojos profundos.

—¿Señora? —A pesar de su aspecto monstruoso, su voz era tan alta


como la de una niña.

Iniya apuntó su bastón en dirección a Larkin.

—Ve que este demonio sea removido de mi propiedad.

El hombre desenrolló su látigo mientras se acercaba a ella. Tam se movió


para interceptarlo. Larkin le indicó que se quedara quieto. Cuando Oben se
acercó a ella, formó su escudo y su espada y soltó un pulso cuidadosamente
controlado, haciendo caer al hombre de espaldas y haciendo volar un jarrón
con flores frescas. Las plumas de un urogallo revolotearon desde el lugar en
el que habían salido despedidas hacia el techo. Todo el lado derecho del
pájaro estaba calvo, y el ojo miraba con indignación a Larkin.

Al ver sus expresiones de asombro, Larkin adoptó una postura de lucha.

—¿Quieres intentarlo de nuevo?


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Oben se apresuró a colocarse entre ella e Iniya. Podía estar sorprendido,


pero Larkin podía admirar que también estaba bien entrenado y era leal.
—Ella tiene magia —respiró Iniya. Miró fijamente a su hijo—. ¡Nunca
me dijiste que tenía magia!

Harben se quedó boquiabierto mirando a Larkin. Fuera de los flautistas,


sólo lo sabían su madre, sus hermanas y unos cuantos druidas.

—Necesito una forma de entrar en el palacio —repitió Larkin a Harben.

Iniya dejó el resto de su bebida en una mesa auxiliar.

—Es bien sabido que mi nieta es una traidora del Idelmarch. Los druidas
sabrían quién es.

—No si me haces parecer a Nesha —dijo Larkin—. Tíñeme el pelo.


Cubre mis pecas —Larkin no podía hacer mucho para imitar los ojos de
Nesha, un sorprendente tono de violeta, pero eso sólo lo sabría alguien que
hubiera visto a su hermana.

—A diferencia de ti, Nesha sería bienvenida en el palacio —Iniya la


consideró—. ¿Qué podrías querer de la tumba de Eiryss?

Larkin la ignoró.

—¿Puedes hacerme entrar o no? —le preguntó a Harben.

—Él no puede —dijo Iniya—. Pero yo sí puedo —La mujer asintió a sus
sirvientes—. Les pago bien por su discreción. Ninguno de ustedes dirá una
palabra de esto a nadie —La anciana hizo un gesto con su bastón—. Fuera
—Salieron de la habitación.

Tam los vio partir, con la mano en su espada.

—El dinero es un pobre motivador, especialmente cuando los druidas


probablemente tienen más.

Iniya le dirigió una mirada plana.

—Los saqué de las calles cuando eran niños, y he puesto a prueba su


lealtad muchas veces. Siempre han aprobado —Iniya le indicó a su hijo que
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se acercara a la puerta—. Tú también.

—Yo… —empezó él.


—¡Ahora! —Iniya ordenó—. Asegúrate de que esa camarera tuya se
mantenga alejada de mis joyas.

Harben rechinó los dientes y se fue.

Iniya se sentó, con una mirada especulativa en sus ojos.

—Mencionaste un trato.

Larkin dejó que sus armas se desvanecieran dentro de sus sellos.

—No estabas interesada antes.

—Eso fue antes de saber que los flautistas tenían algo que yo quería.

Larkin luchó contra el impulso de huir de la mirada hambrienta de la


mujer.

—El Príncipe Denan ha prometido soldados para apoyar tu postulación


al trono. Después de que te conviertas en Reina, los del Idelmarch se unirán
a los flautistas para derrotar a los espectros.

Iniya se puso en pie y tembló de impaciencia.

—Dame magia, la magia de los antiguos, y te daré lo que quieras.

Sela podría eliminar la maldición. Denan podría encontrar la manera de


llevar a la mujer al Árbol Blanco. Pero el afán de Iniya la inquietaba.

—No tendrás magia —dijo Tam—. Pero sí soldados.

Iniya les dio la espalda.

—Entonces no tenemos ningún trato.

Larkin se mordió el labio.

—¿Por qué la magia?

Iniya estudió a Larkin.


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—El pueblo nunca soportaría a una Reina que utilizara a los ladrones de
sus hijas para ponerla en el trono.

Larkin no había considerado eso, pero la anciana tenía razón.


Iniya se quedó mirando el frío hogar.

—Si tengo magia, no necesitaré que me regalen mi reino aquellos que


lo guarden en confianza dependiendo de mi obediencia. Lo ganaré y lo
mantendré con mi propio poder.

Tam apartó a Larkin y le susurró—: No es buena idea que haya magia


femenina en el Idelmarch.

—¿Incluso si la mujer que maneja esa magia es nuestra aliada? —


preguntó Larkin.

Tam frunció los labios.

—La gente como ella sólo tiene un aliado. Si le damos una ventaja,
puede acabar siendo un problema con el que tengamos que lidiar más
adelante.

—¿Qué sugieres? —preguntó Larkin.

Se enfrentó a Iniya.

—Podemos comprometer tropas. Nada más.

Los ojos de Iniya brillaron.

—Quieres decir que te quedas con la magia para ti.

—Nosotros…

—La misma razón por la que empezó la guerra hace tantos años —
interrumpió Iniya.

—Sobre quién podía y no podía tener magia —Tam se calmó.

¿La tenía? En realidad, Larkin no lo sabía. ¿Cómo había aprendido Iniya


tanto sobre la historia que la maldición pretendía borrar?

—¿Qué sabes de ella? —preguntó Larkin.


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—Basta —dijo Iniya con amargura.

Larkin reconoció la pérdida cuando la vio. ¿Qué le había costado la


maldición a Iniya?
—¿Cómo podemos confiar en ti? —Preguntó Larkin.

—¿O saber que puede cumplir lo que promete? —dijo Tam.

Iniya resopló.

—¿Confianza? Esto no tiene nada que ver con la confianza. Es un


acuerdo comercial. Necesito tu magia. Me necesitas para entrar en el palacio
—Ante la mirada dubitativa de Tam, continuó—: Puede que mi influencia no
sea la que debería, pero mantengo la lealtad de la nobleza. Todavía somos
una fuerza a tener en cuenta.

—¿Y qué es lo que la obliga a cumplir su trato? —Tam preguntó—.


Formar una alianza con el Alamant después de que el Idelmarch sea tuyo.

Miró al flautista con desagrado.

—¿Qué otras opciones tienes, flautista?

Tam lanzó a Larkin una mirada incómoda.

—No tenemos que acordar nada.

Todavía podían huir, escabullirse en el bosque. Ella negó con la cabeza.

—No podemos —Necesitaban el amuleto de ahlea y el diario. Pero había


otra razón por la que Larkin había venido—. Si te damos esto, debes aceptar
que se levanten las maldiciones de los idelmarquianos —Podrían resolver la
logística de llevar a la gente a Sela más tarde—. La práctica de mantener al
pueblo en la ignorancia debe cesar.

—Hecho —dijo Iniya.

—Aunque te llevemos al Árbol Blanco y te demos una espina —dijo


Larkin, sorprendida de que la maldición le permitiera decir tanto. ¿Cómo
había conseguido Iniya tantos conocimientos?—, no hay garantía de que
funcione.

—Entonces nuestro acuerdo es para un sello —dijo Iniya—. Si no es


para mí, entonces para alguien de mi elección.
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De mala gana, Larkin asintió.

Iniya giró sobre sus talones y salió de la habitación.


—¡Tinsy! —gritó—. Busca un peine para los piojos.

CAPÍTULO DIECIOCHO

¿Un peine para piojos? ¿Por qué necesitan un...?

—¡Peine para piojos! —Larkin se lanzó tras ella—. ¡No tengo piojos!

—No me arriesgaré con la ropa de cama —Iniya abrió la puerta a un


amplio porche trasero rodeado de hiedra. Más allá había un huerto en el patio
y macetas con hierbas—. ¡Tinsy!

La criada abrió una puerta bajo el porche y se apresuró a subir, con una
bandeja de té en la mano.

—No importa eso —dijo Iniya—. Envía a una de las chicas de la ropa
blanca a limpiar la sala de juegos de arriba a abajo —La sirvienta se fue—.
¡Oben!

Un rato después, el enorme sirviente salió de una larga casa al otro lado
del patio.

—Enciende el fuego bajo la bañera —Miró la ropa de Larkin—.


Tenemos algunas cosas que quemar.

—¿Qué te da derecho a...? —comenzó Larkin.

Iniya se puso frente a frente con Larkin.

—Si quieres mi ayuda, no pasarás ni un momento más en mi casa con


esos trapos asquerosos.
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Larkin miró el vestido robado con incredulidad.

—¡Es un buen vestido!


Iniya resopló.

—Para una esposa de campo, tal vez.

Larkin agarró la falda llena en sus puños.

—No voy a dar un paso más hasta que me digas qué estás planeando.

Iniya abrió la boca para argumentar antes de decidirse a no hacerlo.

—Las celebraciones del equinoccio comienzan esta noche con los Ritos
Negros. Se espera que haga una aparición con mi familia. Eso dará a todos
la oportunidad de verte y especular sobre quién eres; es mejor que lleguen a
sus propias conclusiones a que se lo digan directamente. Tendrán menos
razones para cuestionarme. Además, hay alguien con quien necesito hablar
y necesito hacerlo en persona.

» Mañana es el festival en la ciudad, es más bien para los campesinos,


así que no necesitamos asistir. Y el último día… —Hizo una pausa y respiró
profundo—. El último día es la fiesta en el torreón. Encontrarás las cosas que
necesitas o no; no habrá otra oportunidad hasta el próximo equinoccio —
Iniya miró a Larkin—. Si quieres hacerte pasar por Nesha, tendrás que domar
tu ridículo pelo y tus pecas.

—¿Cómo sabes cómo es Nesha? —¿La anciana las había vigilado todos
estos años?

Iniya giró sobre sus talones y comenzó a bajar las escaleras.

Tam lanzó una mirada frustrada a Larkin antes de trotar tras ella.

—Eres una adversaria política —dijo Tam—. No entiendo por qué los
druidas te dejan vivir y mucho menos participar.

La mirada de Iniya era lo suficientemente aguda como para cortar.

—Pareces un chico fuerte. Puedes ayudar a Oben.

Tam enarcó una ceja.


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—Me quedo con Larkin.

—Eso será incómodo —dijo Iniya—. Ella está a punto de estar desnuda
y tú no eres su marido.
Tam se volvió de un tono rojo brillante.

Los ojos de Iniya se entrecerraron.

—¿Qué eres exactamente para ella?

—Soy su guardia —dijo Tam.

Iniya tarareó por lo bajo en su garganta. Escudriñó a Larkin antes de


volver a dirigirse a él.

—Bueno, si vas a quedarte aquí, tendrás que soportar también el peine


para los piojos. Mientras tanto, no te metas en mi casa —Pasó junto a él
hacia el patio—. ¡Chico de los recados!

—¿Señora? —llamó una voz desde arriba. Un niño de no más de doce


años los miraba desde el techo. Tenía las manos sucias.

—Lo que sea que estés... oh, no importa —dijo Iniya—. Tráeme una
cesta llena de cáscaras de nuez. ¡Rápido, ahora!

Bajó corriendo por el lado de la casa como una ardilla, saltó el muro
bajo y se fue.

Iniya llegó al jardín y se dirigió a una pesada puerta detrás de las


escaleras. Más allá había un enorme espacio dividido en cinco crudas
habitaciones, dos a cada lado y la quinta, la del centro, ocupada por la
enorme cisterna. A la derecha estaban las cocinas y los lavaderos. A la
izquierda había una larga habitación llena de palés5 y una especie de cuarto
de baño con una larga bañera de cobre parcialmente en una chimenea. Un
par de grifos sobresalían de una pared.

Como todo estaba bajo tierra, debería haber estado fresco, pero los
fuegos de la cocina y la lavandería hacían que todo estuviera húmedo y
caliente. Oben encendió un tercer fuego debajo de la bañera llena de agua
de la cisterna.

Iniya rodeó la cisterna, observando a las mujeres que amasaban el pan


y atendían el fogón. Otras dos mujeres removían lo que parecían sábanas en
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una enorme bañera. Iniya resopló en señal de aprobación.

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Plataforma de tablas para almacenar y transportar mercancías
—Que no quede ni una liendra —le dijo a Tinsy antes de volver a salir
y cerrar la puerta tras ella.

—Por aquí, señorita —dijo Tinsy. Señaló una silla de madera maltratada
ante un tocador. Encima de ella se alzaba un elegante espejo de plata corroído
por los bordes. Con su propio pelo cubierto con un trapo apretado, Tinsy
tomó un peine y empezó a peinar a Larkin, separando y peinando, separando
y peinando.

—No encuentro nada —dijo la criada.

—Ya te lo he dicho —resopló Larkin.

—Tenía que comprobarlo, señorita —Tinsy atacó las puntas de Larkin


con un peine.

Después de unas pocas pasadas, a Larkin le escocía el cuero cabelludo


y su pelo había estallado en una mata salvaje. Tinsy se sacudió, tiró y
refunfuñó hasta que el peine se partió por la mitad. Tinsy se apartó un
mechón de su propio pelo de la cara y miró el cabello de Larkin, que
sobresalía como una cabeza llena de semillas de diente de león, o como un
gato atigrado molesto.

—¿Cuándo fue la última vez que peinaste esto? —preguntó Tinsy.

Larkin frunció el ceño ante los sedosos mechones de la criada.

—No lo he hecho.

La cocinera trajo una olla llena de una pasta hecha con cáscaras de nuez
hervidas. Hicieron que Larkin se empapara el pelo, las pestañas y las cejas en
ella durante casi una hora antes de enjuagarla sobre el desagüe del suelo. Su
pelo había pasado de un rojo intenso a un castaño intenso. Larkin siempre
había odiado su pelo, pero formaba parte de ella tanto como los dedos de las
manos y de los pies. Verlo de otro color le parecía una mentira.

Resoplando, Tinsy le indicó a Larkin que se desnudara.

—Puedo bañarme sin ti aquí —dijo Larkin.


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—La señora insiste en que me asegure de hacerlo bien. Además, puedo


masajear tu cuero cabelludo.
De mala gana, Larkin se quitó el vestido robado. Tinsy lo arrojó
inmediatamente al fuego. Larkin lo sacó de las brasas. Por suerte, aún estaba
húmedo, así que no se chamuscó.

—¡No se desperdicia un vestido tan bueno como éste! —Era más fino
que cualquier cosa que hubiera tenido en Hamel. Miró a Tinsy, desafiándola
a que volviera a intentar algo así.

Poniendo los ojos en blanco, Tinsy recogió una colección de jabones y


aceites en una bandeja y se dio la vuelta. Su mirada se posó en Larkin y se
quedó boquiabierta.

Larkin se miró a sí misma, a los moratones que le subían por el costado


y que habían vuelto negros y verdes los dedos de su pie derecho. Por suerte,
la muñeca no parecía hinchada y no le dolía tanto como antes, probablemente
sólo un esguince.

Pero los ojos de la chica no se detuvieron en sus moretones, sino en los


pálidos y elevados sellos de Larkin. Los sellos de su boda formaban puños
de vides gemelas. Su mano derecha y su antebrazo izquierdo llevaban los
sellos geométricos de su espada y su escudo.

El sello de la parte superior del brazo formaba una enredadera llena de


flores de ahlea que descendía hasta mezclarse con las vides nupciales,
asomando sus flores aquí y allá. El del cuello formaba facetas de diamante
que rodeaban su columna vertebral desde la base del cráneo hasta debajo de
los omóplatos.

Eran hermosos.

—¿Qué son? —preguntó Tinsy.

Larkin abrió la boca, pero la palabra sello no salió de sus labios.


Tampoco lo haría magia o los flautistas. El trabajo oscuro de la maldición.
No es de extrañar que los idelmarquianos creyeran que la habían tomado
encantada. En lugar de eso, Larkin encendió sus sellos, con colores que
destellaban bajo su piel. Su espada y su escudo eran una reconfortante
presión en sus manos.
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—Esto es lo que son.

Tinsy dio un paso atrás.


—¿Cómo?

Larkin dejó que sus armas se desvanecieran.

—La bestia no es lo que crees que es —No explicaba nada, pero era
todo lo que la maldición le permitía decir.

Tinsy retrocedió.

—Tu agua se está enfriando.

El vapor se enroscó en la parte superior. Estaba claro que no, pero Larkin
no presionó a la chica. Se subió con cautela a la plataforma de madera que
abarcaba el fondo de la bañera, se bajó con cautela y se frotó con la pastilla
de jabón de vetiver que le proporcionó Tinsy.

Suspiró aliviada. No había estado realmente limpia desde que Denan la


había llevado a la cascada. Los deliciosos recuerdos hicieron que sus mejillas
se sonrojaran de vergüenza.

Por suerte, Tinsy no pareció darse cuenta mientras vertía agua sobre la
cabeza de Larkin. Como había prometido, la enjabonó y le masajeó el cuero
cabelludo. Cuando terminó, le echó más agua. Los riachuelos de espuma
marrón se deslizaron por la piel de Larkin, manchando el agua. Larkin cerró
los ojos y se permitió relajarse.

Para entonces, el agua prácticamente la hervía viva, aunque Tinsy había


rastrillado las brasas. Larkin se enjuagó y aceitó el pelo. Al salir, se envolvió
con la ropa de cama y se atusó suavemente el pelo. Alguien llamó a la puerta.
Tinsy abrió y vio a tres chicas. Larkin se aferró con más fuerza a su ropa de
cama. El trío la ignoró mientras traían una mesa, un baúl y un horrible vestido
negro con botones de perlas antes de marcharse tan rápido como habían
llegado.

—Ponte el vestido —dijo Tinsy sin mirarla.

Larkin lo bajó de donde la chica lo había colgado en una espiga y se


metió en él. Resultó ser una falda dividida para montar a caballo y una camisa
con botones de perlas más que un vestido tradicional. El material se sentía
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rígido e incómodo.

Tinsy le ató el corsé, le abrochó la pequeña fila de botones y le indicó


la silla. Larkin se sentó. La mujer le recogió el pelo a Larkin en una elegante
torsión, cuyos rizos enmarcaban su rostro. Luego rebuscó en el baúl y sacó
un surtido de frascos.

Miró a Larkin, luego el contenido de los frascos, luego a Larkin, luego


el contenido. Mezcló algunos de los polvos en un frasco vacío, los frotó con
el dedo y pasó un hilo de polvo por la mejilla de Larkin. Hizo un sonido en
su garganta y mezcló otro polvo. Después de agitarlo, puso otra raya en la
otra mejilla de Larkin.

—Eso es —dijo satisfecha. Mojó una brocha en el polvo y espolvoreó


cada centímetro de la piel expuesta de Larkin.

De una en una, las pecas de Larkin desaparecieron tras una gruesa capa
de maquillaje.

Finalmente, Tinsy se apartó y frunció el ceño hacia Larkin.

—Tendrás que tener cuidado en el palacio. Por muy adustos que


pretendan ser los druidas, a todos los hombres les gustan las chicas guapas.

Larkin se miró a sí misma.

—No lo entiendo —Tinsy hizo un gesto hacia el espejo antes de


apartarse.

Preparándose, Larkin se puso delante de él. Parpadeó ante la imagen de


su hermana, Nesha, que la miraba.

No. No Nesha, sino la propia cara de Larkin.

Su pelo había pasado de ser cobrizo y encrespado a castaño rizado. Su


piel había pasado de estar moteada de pecas a ser suave como la crema.
Incluso sus ojos marrones brillaban, aunque seguían siendo del color
equivocado.

Larkin se movió incómodamente. Siempre le habían disgustado su pelo


y sus pecas. Hasta que Denan las había trazado con el pulgar como si
estuviera dibujando constelaciones, había hecho girar sus rizos alrededor de
su dedo. Empezó a darse cuenta de que tal vez lo que la hacía diferente
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también la hacía hermosa.

—¿Se lavará? —Larkin trató de fingir que la respuesta no importaba.


—Eventualmente —Tinsy tiró del desagüe de la bañera, el agua salpicó
en un canal en el suelo que llevaba hacia el patio.

La pesada puerta se abrió de golpe. Oben se hizo a un lado; Iniya entró


en la habitación tras él. Miró a Larkin de arriba abajo.

—Bueno, no eres una gran belleza, pero cubrir esas ridículas pecas y
domar ese pelo ha ayudado.

Larkin comprendió por qué su padre había estado tan dispuesto a dejar
toda esa riqueza.

—¿Qué importa mi aspecto?

Iniya se rio.

—Incluso aquí hemos oído historias de la chica traidora aliada con las
bestias del bosque y de su hermosa hermana que la expulsó de la aldea, no
una, sino tres veces —Larkin hizo una mueca—. Nesha está embarazada —
Iniya le tendió una almohada con forma de cúpula.

La única manera de que la anciana pudiera saber eso...

—Nos has estado vigilando

Iniya se puso rígida, claramente ofendida.

—¿Puedo evitar que tu padre hable? —Giró sobre sus talones, el


chasquido de los tacones de sus botas y el bastón formando una cadencia.

Sin creérselo del todo, Larkin se apresuró a alcanzar a la anciana cuando


ésta salió.

—¿Dónde está Tam?

Iniya señaló un bulto negro bajo uno de los árboles y empezó a subir las
escaleras.

—Le toca ser inspeccionado a fondo en busca de liendras.


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—Tam —llamó Larkin.


El bulto negro se movió. Frotándose el sueño de los ojos, Tam la miró
y se puso en pie, con la mano en la empuñadura del hacha. Se quedó mirando
su pelo, luego su piel y de nuevo su pelo.

Odiando haberlo despertado del sueño, arqueó una ceja.

—¿Qué?

Se acomodó y cepilló lo desgastado de su ropa robada.

—Te pareces a esa malvada hermana tuya.

El primer instinto de Larkin fue discutir: defender a Nesha estaba tan


arraigado en ella como no desperdiciar nunca un trozo de comida. Se frotó
el dolor de cabeza que le empezaba a doler en las sienes.

—¡Te vas a encrespar el pelo! —Iniya llamó desde la puerta.

Larkin bajó la mano de un tirón y murmuró algo no muy agradable en


voz baja.

Tam se acercó a ella. Tenía los ojos hinchados, como si hubiera llorado
hasta quedarse dormido.

—Puedo ver por qué tu padre huyó.

Por mucho que Larkin odiara a su padre, no podía estar en desacuerdo.


Apoyó una mano en su brazo.

—Tam…

—Vengan —exigió Iniya desde la casa—. La cena está lista.

Tam se apartó de su tacto, su cara se transformó en una cara pícara.

—¿Crees que tienen más bocadillos de carne?

Larkin juró que podía sentir el peso de la mano de Talox en su hombro,


su voz en su oído. El humor es la forma en que Tam lidia con el miedo y el
dolor. Ancestros, ¿cómo era posible que Talox se hubiera ido?
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Deseó que Tam hablara con ella; ella también echaba de menos a Talox.
En lugar de eso, puso los ojos en blanco mientras lo seguía al interior.
—No creo que los bocadillos de carne sean lo suficientemente elegantes
para… —Se detuvo al ver a la nueva esposa de su padre sentada a la mesa.

La mirada de Raeneth se fijó en el mantel. Todo en la mujer era redondo,


desde los pechos hasta los hombros arqueados y el vientre hasta el fondo de
las nalgas. Incluso su rostro era redondo. No parecía una cómplice dispuesta
a destrozar a la familia de Larkin y casi destruir a su madre.

Larkin giró sobre sus talones.

—Comeré fuera —Iniya golpeó su bastón contra el suelo.

Oben bloqueó al instante la puerta. La miró fijamente por debajo de sus


escarpadas cejas. ¿De dónde había salido?

Larkin miró por encima del hombro a su abuela.

—¿De verdad crees que puede detenerme?

Iniya se sirvió tranquilamente la sopa en su cuenco.

—¿Tienes la costumbre de asesinar a los sirvientes simplemente porque


te estorban?

Larkin se acercó a ella.

—Se gastó el dinero destinado a comprar nuestra comida en cerveza


barata y en ella —Señaló con un dedo a Raeneth—. ¿Quieres negociar
conmigo? Quiero que se vaya.

Raeneth dio un respingo. Harben se puso en pie, con la cara de furia


que Larkin conocía tan bien. Sus manos se cerraron en puños y dio un paso
amenazador hacia ella. Larkin se sintió aliviada. Este era el momento que
había estado esperando. La lucha, la liberación, que había necesitado desde
que dejó a Denan. Adoptó una postura defensiva, con todas las lecciones que
Denan, Talox y Tam le habían inculcado en la cabeza.

La mano de Raeneth salió disparada, agarrando el antebrazo de Harben.

—No lo hagas —Ella lo miró, con sus ojos marrones suplicantes—. Lo


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prometiste —Se apartó de la mesa—. Me iré —Se fue sin mirar atrás.

La lucha se desprendió de Harben como una serpiente que muda su piel.


—Esta pelea es entre nosotros, Larkin. Déjala fuera de esto.

Larkin sacudió la cabeza con disgusto.

—Los tienes a todos engañados, pero a mí no. No dejarás de beber.


Nunca dejarás de hacerlo.

Harben extendió las manos que temblaban.

—Mírame, Larkin. Mira de verdad.

Quería que ella viera su mirada clara. Su rostro estaba pálido, sin el
rubor de la bebida. Sus acciones y palabras eran nítidas. No se dejó engañar.

—No ha tenido una gota desde que llegó a esta casa —dijo Iniya—. Ni
lo hará.

—Como si pudieras detenerlo —dijo Larkin.

Sus manos cayeron a los lados.

—Yo… —Sacudió la cabeza—. Lo estoy intentando, Larkin. Es todo lo


que puedo hacer.

Larkin temblaba de rabia contenida que no tenía dónde ir.

—El hecho de que lo intentes ahora es más una traición que otra cosa
—Cabizbajo, salió de la habitación.

Tam se acercó un paso más.

—Larkin, no tienen que agradarte para hacer un trato con ellos.

—Raeneth es parte del plan —dijo Iniya.

—¿Cómo? —Preguntó Larkin.

—Siéntate y descúbrelo —Cuando Larkin dudó, Iniya le puso


mantequilla a su bollo—. A mí tampoco me gusta, una camarera puede estar
un paso por debajo de la ramera de tu madre, pero me dio un nieto, así que
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tolero su presencia.

Como si no tolerara la presencia de Larkin o de sus hermanas. Ese bebé


tenía más peso para la anciana que cualquiera de ellas, sólo porque era un
niño. Estaba equivocada. Muy equivocada. Sela era la persona más
importante de todo el Alamant y del Idelmarch, en realidad.

Y soy una guerrera. Además de Princesa, aunque Larkin no creía haber


hecho nada para ganarse ese título, aparte de haber sido secuestrada por un
Príncipe. Pensó en restregarle todo eso en la cara a su abuela, pero decidió
que la anciana no merecía conocer los detalles de la vida de su familia.

Que se crea sus mentiras.

Larkin se cruzó de brazos, haciendo una mueca de dolor en la muñeca


por haber golpeado a su padre.

—Ya no necesitas un nieto.

La mirada de Iniya se agudizó.

—Alguien tiene que gobernar cuando yo no esté —Su voz era tan suave
como la mantequilla que untaba.

Larkin no le creyó ni por un segundo. Dejó escapar un largo suspiro y


liberó la tensión de sus músculos. Se sentó en la mesa.

—Bien. Escuchemos ese plan tuyo, abuela.

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CAPÍTULO DIECINUEVE

Tam se acomodó en la silla que Raeneth había dejado libre y comenzó


a cargar sus platos y los de Larkin.

—Sí, vamos a escucharlo, abuela.

Ella lo miró fijamente, con los ojos desorbitados.

—¿No te dejé perfectamente claro que no se te permitiría entrar en mi


casa hasta que hayas sido inspeccionado a fondo…?

Tam la fulminó con una mirada.

—Mi casa en el Alamant es el doble de grande que ésta. Cuando no


estoy sirviendo como guardia personal del Príncipe o de Larkin, mando mi
propia unidad de cien soldados. Su propia nieta es una Princesa —Humedeció
el bollo en la sopa y lo mordió. Hizo una mueca, probablemente al darse
cuenta de que era un pan dulce, y sacudió los restos en dirección a Iniya—.
Así que, a partir de ahora, vas a fingir que eres respetuosa.

Iniya parpadeó, abrió la boca y la volvió a cerrar.

—¿Una Princesa?

Tam puso los ojos en blanco.

—Y a diferencia de lo que ocurre en Idelmarch, Larkin tiene poder.

Todavía no. Aun así, Larkin no iba a discutir.


La mirada de Iniya se volvió hacia el interior.
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—Muy bien, Tam, Comandante de Cien Hombres y Defensor del


Príncipe. Puedes quedarte —Dio un delicado mordisco a su propio bollo—.
El festín comienza en dos días. Aunque técnicamente no se me permite llevar
más de dos invitados, los druidas no rechazarán a Nesha y su guardia —miró
a Tam—, enviados por su propio Druida Negro, Garrot.

Tam resopló.

—Parece que me han degradado —Se inclinó hacia Larkin—. Puede que
eche de menos aterrorizar a los idelmarquianos como druida. Es más divertido
cuando puedes ver sus reacciones.

Poniendo los ojos en blanco, Larkin partió su propio bollo y lo untó con
mantequilla y mermelada.

—¿Garrot es importante para los druidas?

Iniya revolvió su sopa, pasó el borde de su cuchara por el borde del


cuenco y lo puso delicadamente en su plato.

—Si todo va según sus planes, Garrot será el próximo Maestro Druida.

Que el bosque se lo lleve a él y a mi hermana, pensó Larkin en tono


sombrío.

—¿Y el actual Maestro Druida estaría bien con su nieta repudiada en


sus celebraciones? —preguntó Tam.

—¿El héroe de Hamel? —Iniya se burló—. No podía muy bien


rechazarla.

Nesha, una heroína por traicionar a su familia y casi hacer que maten a
Larkin, dos veces. Escondió sus puños cerrados bajo la mesa.

—¿Y después?

—Deja eso para mí —dijo Iniya—. Pero antes, asistiremos a los Ritos
Negros —A Larkin no le gustaba cómo sonaba eso.

Tam levantó la vista.

—¿Ritos Negros?
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Iniya se llevó el cuenco a los labios.

—Cualquier druida normal que desee convertirse en Druida Negro debe


entrar en el Bosque Prohibido y descubrir su secreto.
Por eso los Druidas Negros eran temidos y admirados: habían
sobrevivido a lo que nadie más había hecho.

Los ojos de Tam se abrieron de par en par.

—¿Sin saber lo que hay dentro?

—Unos pocos consiguen regresar intactos —dijo Iniya.

Tam se sentó con un resoplido.

—Eso no está lejos de ser un asesinato.

—¿Qué son unos cuantos druidas menos? Mientras tanto, debo hablar
con un hombre, Humbent.

Larkin miró entre Tam e Iniya.

—¿Así de fácil? ¿Sólo asistimos a las celebraciones del equinoccio e


intentamos entrar en las criptas y la biblioteca?

—¿Sólo? —Iniya resopló—. Si los druidas se dan cuenta de quién eres,


todos formaremos parte de la actividad culminante del equinoccio: los
ahorcamientos públicos.

***

Tinsy condujo a Larkin a una habitación oscura. Abrió el primer juego


de tres cortinas, revelando el azul pálido de todo, desde las paredes hasta los
muebles empenachados, las cortinas y la cama espumosa de encaje.

Contra una pared, una polvorienta hilera de muñecas se sentaba de


mayor a menor tamaño. Llevaban elegantes vestidos. Sus caras de madera
estaban bellamente pintadas, aunque la pintura se había desvanecido y
desconchado.
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Larkin tocó los magníficos bordados de un vestido, las joyas del corpiño
de otro, el pelo polvoriento de una tercera y de un rojo tan alborotado como
el propio de Larkin.
—¿De quién era este dormitorio? —Su padre había sido hijo único.

Tinsy abrió el último juego de cortinas.

—Estas son las cosas de Madame Iniya de sus días en el palacio.

Es lógico que la Reina Loca tenga una habitación llena de muñecas.


Había otras muñecas con cabellos de diferentes colores, rubios y rojos.
Cabellos de aquellos que hace tiempo que murieron.

También eran su familia, se dio cuenta. Sus bisabuelos y el resto de sus


hijos asesinados en el palacio. Larkin retrocedió y se quitó el polvo de los
dedos. Se dirigió a las puertas de cristal, soltó el pestillo y salió al balcón
redondo. Las agujas del castillo se alzaban en lo alto y a la derecha por
encima del muro de la cortina. Ningún guardia rodeaba la casa de Iniya. ¿Por
qué se permitía a Iniya vivir de forma autónoma fuera de los muros del
palacio que debía ser suyo?

—¿Conoces la historia de Iniya? —preguntó Larkin.

Tinsy se puso rígida.

—Nunca habla de ello —Salió de la habitación sin decir nada más.

—¿Es esto lo que debo hacer? —Acomodándose en el sofá, Larkin sacó


su amuleto y se clavó la afilada rama en la piel del antebrazo. Siseó ante el
dolor.

La visión llegó con el sabor de las cenizas y el cobre: la misma visión


que había tenido antes, del día en que comenzó la maldición. Larkin
deambulaba entre los muertos y los moribundos, con las sombras devorando.
En el estrado, vio cómo Eiryss y Dray luchaban y perdían.

Cuando la visión la liberó, se quedó jadeando, con los ojos llenos de


lágrimas. ¿Qué significaba?

—¿Cómo se supone que voy a vigilar a alguien con esto? —dijo Tam
desde la puerta. Cruzó la habitación, sosteniendo una espada de metal sin
filo. Empujó la punta en la alfombra—. ¡No se dobla! Un buen golpe y se
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romperá como el hielo. ¡Y ni siquiera se molestaron en darme un escudo!

Sentada, Larkin presionó la marca del pinchazo para detener la


hemorragia.
—No puedes aparecer con tu espada sagrada, ¿verdad?

Arremetió.

—¿Qué es lo que siempre dices: el bosque te lleva? Más bien los


idelmarquianos te llevan. No sé cómo soportas estas casas oscuras y
húmedas.

Se puso rígida. Su casa en Hamel había sido una choza de colmena


hecha de piedras escalonadas y suelo de tierra. No había habido ninguna
ventana y cuando la madera de su puerta se había hinchado, no se abría en
absoluto.

—Lo siento —dijo Tam.

Se encogió de hombros como si no importara. Sí importaba. La pobreza


no era algo de lo que uno se librara. La perseguía. Siempre la perseguiría.

Tam miró la habitación y le puso mala cara a las muñecas.

—Supongo que puedes tomar la cama y yo dormiré en el sofá —


Empezó a empujar los muebles hacia el borde de la habitación.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Bueno, no podemos practicar exactamente en el patio donde alguien


de la calle podría ver —Sacó dos palos, con las ramas recién cortadas. Cogió
dos almohadas de la cama, lanzándole una y sujetando la otra como un
escudo—. En una fila, te pones hombro con hombro. Los mulgars sólo te
atacan de frente. Son animales salvajes y no tienen delicadeza. Así que
cuando chocan hacia ti, barre tu escudo, apuñala desde abajo. Reposiciona.

Barrido. Puñalada. Reposición.

—Denan me enseñó esto antes.

—No en el trabajo con una línea, no lo hizo.

Se colocó hombro con hombro con ella y repelieron una docena de


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mulgars imaginarios.

—¿No deberías enseñarme a luchar contra los druidas? —Los mulgars


no podían alcanzarlos aquí.
Tam respiró profundo.

—Si nos atrapan, estamos muertos. A menos que podamos convencerlos


de que nos pidan un rescate.

Tragó saliva.

—Podría hacer la diferencia.

La consideró.

—Tu espada y tu escudo son el último recurso. Si alguien te ve usando


una espada mágica, se acabó. Toma, envuélveme por detrás —Ella lo rodeó
con sus brazos—. Desliza tu pie por mi espinilla, pisa mi pie y lanza la parte
trasera de tu cabeza hacia mi nariz —Lo demostró lentamente—. Ahora
inténtalo tú.

Ella trabajó en el movimiento hasta que él estuvo satisfecho.

—También puedes lanzar un codo a mis entrañas. Recuerda siempre: de


duro a blando. Así que codo al estómago, puño a la garganta, dedos a los
ojos, rodilla a la ingle, ese tipo de cosas.

Su labio se curvó con desagrado.

—Una vez más.

La rodeó con sus brazos. Se deslizó, pisoteó, dio un codazo y un


cabezazo.

—Bien.

—Ahora para el frente —La hizo girar para que se pusiera frente a él—
. En esta pos...

—¿Qué está pasando? —Iniya los miró fijamente desde la puerta con la
mandíbula tensa.

Larkin y Tam saltaron hacia atrás, aunque no habían hecho nada malo.
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—Me está enseñando a luchar.

Iniya les clavó su bastón.


—La única lucha que harás será con tu ingenio —Le lanzó algo a Larkin.
Una almohada con forma de cúpula y un cinturón de trapo que se usa para
el sangrado menstrual—. Tenemos que asistir a los Ritos Negros. Ata eso
alrededor de tu cintura. Los caballos están esperando.

***

Con la almohada metida bajo la camisa para imitar el embarazo de


Nesha, Larkin se acomodó en la silla de montar sobre un plácido caballo
castrado. Hacía mucho tiempo que Bane le había enseñado a montar en su
propio caballo, pero su cuerpo recordaba lo que debía hacer.

Ancestros, Bane. Ojalá estuvieras aquí conmigo. ¿Tuvo Denan suerte


con el rescate? Seguramente los Druidas Negros valorarían más el dinero que
colgar al hijo de un Señor.

Con los pies bien plantados en el suelo, Tam miró fijamente a su caballo.

—¿No podríamos tomar el carruaje?

—Los caminos fuera de la ciudad serán un pantano por toda la lluvia —


Harben se subió sin esfuerzo a la silla de montar. Se agachó y acarició el
cuello de su yegua. Parecía feliz, incluso contento. No era justo después de
lo que les había hecho pasar. Por suerte, Raeneth se quedó en casa con su
bebé.

Oben empujó la grupa de Iniya en la silla de montar. Ella hizo un gesto


de dolor, frotándose la cadera como si le doliera.

—Seguro que el Capitán de los Cien Hombres puede dominar a una


bestia muda.

Tam la fulminó con la mirada.

—De donde yo vengo no los tenemos.


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—¿Por qué? —preguntó Harben.


—Los caballos no pueden trepar a los árboles —dijo Tam en tono
sombrío.

Larkin se estremeció al pensar en un caballo inocente enfrentado a


mulgars descerebrados, gilgads y espectros malignos.

—Quédate atrás si quieres —Iniya pateó su propio caballo hasta alcanzar


un trote suave.

—Todo está en tus piernas —le dijo Larkin.

Tam se subió torpemente a la silla de montar, con una expresión fija


como cuando se enfrentaba a los mulgars.

Después de las primeras cuadras, se acomodó.

—Esto no es tan malo.

Pasaron por debajo de las puertas que habían cruzado esa misma
mañana, los trabajadores seguían construyendo la muralla y los hombres
muertos seguían colgados del cuello. Poco después, el sol se puso. Larkin
estaba sudando y le temblaban las manos. Sentía deseos de acercarse al árbol
más cercano; sospechaba que el impulso de esconderse al atardecer nunca la
abandonaría del todo.

—Llegamos tarde —Iniya pateó a su caballo para que empezara a


galopar.

Los ojos de Tam se abrieron de par en par.

—No hay nada natural en esto.

Larkin frenó a su caballo, que luchaba por no quedarse atrás.

—Rueda las caderas y apuntala las piernas cuando el caballo toque el


suelo.

Con una mano en cada rienda, Tam intentó retener a su caballo, pero
éste cogió el bocado entre los dientes y se largó. Larkin soltó su propio
caballo castrado y se inclinó hacia delante. Los brazos de Tam se agitaron y
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su trasero rebotó, pero logró mantenerse. Larkin lo alcanzó. La mirada de


miedo en su rostro... Ella inclinó la cabeza hacia atrás y se rio. La fulminó
con la mirada.
Se tragó el resto de su risa.

—Lo siento. Es agradable ser mejor en algo por una vez.

Frenaron los caballos cuando llegaron a un camino embarrado entre


campos verdes de todo tipo de cereales, verduras y huertos. A lo lejos, ante
la oscura mancha de los árboles, rugían las hogueras, proyectando largas
sombras sobre los cientos de personas reunidas.

Sus voces se alzaron como agua corriente salpicada por los lamentos de
una mujer. En la parte trasera de la multitud, los ricos montaban a caballo
como Larkin y sus acompañantes, lo que les ofrecía una mejor vista y los
mantenía alejados del barro.

En el centro de la multitud de cientos de personas se encontraba un


enorme árbol de la maldición. Se habían atado linternas a las ramas
superiores, de modo que brillaban como la luz de las estrellas reflejada en el
agua. Se acercaron, los colores frescos y brillantes danzaban en las guirnaldas
a través de las ramas mientras los druidas ataban las últimas. Más cerca aún,
Larkin pudo distinguir espinas del tamaño de su dedo más pequeño.

Incluso vistiendo chaparreras, chaquetas y guantes de cuero, algunos de


los druidas lucían vendas ensangrentadas de lo peor. El grupo de Larkin se
desplazó hacia la izquierda, manteniéndose lo suficientemente alejado como
para poder hablar en voz baja sin ser escuchados.

Bajo el árbol, una veintena de hombres se situaban uno al lado del otro
en una larga fila. Vestían de negro druida con las armas erizadas en sus
espaldas y caderas. Ante uno de esos hombres estaba la mujer que se
lamentaba, una madre, claramente, y detrás de ellos se había construido una
plataforma. Sobre ella se encontraba un hombre con el pelo plateado hasta
los hombros, pero con la parte superior de la cabeza calva, con la papada
desaliñada. Las llamas de su cinturón, elaboradamente labrado, lo
identificaban como el Maestro Druida.

—Tu abuelo, Fenwick —dijo Harben con fuerza desde su lado.

Larkin intentó encontrar algo de su madre en este hombre. Quizá estaba


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demasiado lejos, quizá eran las sombras vivas en los huecos de su rostro,
pero todo lo que vio fue su propio odio reflejado en ella.
Fenwick levantó el puño. La multitud guardó silencio. Se dirigió a los
druidas.

—Esta noche, se enfrentarán al Bosque Prohibido por su propia


voluntad. Han estudiado, preparado y entrenado. Tiren ese entrenamiento a
la basura.

Los druidas se miraron con inquietud entre ellos. La multitud


murmuraba.

—Supongo que este no es su discurso habitual —dijo Larkin a Iniya.

—Fenwick es un soldado convertido en político —dijo Iniya—. Cuanto


más viejo se hace, más muere el político.

—Nada es lo que parece —continuó el maestro Fenwick—. El


conocimiento espera dentro del bosque. Pero ese conocimiento tiene un
precio. Algunos de ustedes, tal vez todos, pagarán con sus vidas. Aquellos
que lo deseen pueden seguir adelante. Los que no lo hagan se quedarán atrás,
ignorantes, pero vivos. Tomen su decisión.

Larkin buscó en las sombras bajo los árboles. A dos docenas de pasos
estaba la barrera. Luego se enfrentarían a gilgads, mulgars y espectros. Si no
se las ingeniaban para esconderse en los árboles después del atardecer, no
sobrevivirían ni una sola noche.

—Alguien debería advertirles —dijo Larkin.

—La maldición ata nuestras lenguas —dijo Iniya—. Esta es la única


forma segura de que conozcan la verdad del bosque.

—¿Y cómo lo has aprendido? —preguntó Larkin.

—Mi padre me llevó al interior del bosque para reunirme con los
flautistas cuando tenía seis años —dijo Iniya con la voz cargada de dolor.

¿A los seis años? ¿Qué clase de padre llevó a su hija al bosque a los seis
años?
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El primer hombre se metió entre las sombras. Dos más le siguieron unos
pasos por detrás. Luego tres. Luego una docena. Hasta que quedaron dos
hombres. Uno miró al otro y se perdió de vista en el Bosque Prohibido. El
último agachó la cabeza y volvió a adentrarse en la multitud hacia uno de los
caballos. Montó y galopó a través de la multitud y pasó por delante de ellos
sin mirar a la derecha ni a la izquierda.

—Bien —dijo Fenwick—. Bast, si quieres hacer la ofrenda al bosque —


El hombre señaló con la cabeza a alguien de la multitud. Un par de druidas
sacaron una cabra balando.

Larkin apartó la mirada. De niña, siempre había odiado esta parte.


Cuando creció, lamentó el desperdicio de un animal sano. Y ahora... saber
que todo esto era sólo un teatro lo hacía mucho peor.

Haciendo un gesto para que la siguieran, Iniya dirigió su caballo hacia


un grupo de hombres y mujeres.

—Humbent. Manervin.

Un hombre y una mujer de la edad de Iniya se dirigieron a ellos. La


mujer era delgada, incluso con aspecto de sauce. El hombre tenía una gran
barriga y una constitución sólida.

El hombre frunció el ceño hacia Harben.

—Iniya. Es bueno verte fuera de la ciudad.

—¿Recuerdas cuando éramos niños? —Dijo Iniya—. El año en que


ninguno de los druidas salió vivo del bosque.

El hombre intercambió una mirada con la mujer, luego miró fijamente a


Larkin y a Tam.

—¿Quiénes son?

—Mi nieta y su guardia de confianza.

Humbent miró a su alrededor con nerviosismo, pero estaban lo


suficientemente alejados de la multitud y su grupo estaba a su alrededor.

—Dos viejos amigos charlando después de una ceremonia no es nada


sospechoso —dijo Iniya—. Son las reuniones clandestinas las que vigilan.
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—Han pasado más de cincuenta años, Iniya —Su voz se inclinó hacia
abajo.
—Tu padre y el mío eran los mejores amigos, Humbent —siseó Iniya—
. Juró que cuando llegara el momento nos apoyaría.

Su boca se tensó.

—¿Y qué oportunidad crees que tenemos? Los druidas tienen un


ejército.

—Un ejército formado por nuestra propia gente —dijo Iniya—. Gente
que está cansada de que los druidas no los mantengan a salvo.

Humbent negó con la cabeza. Iniya lo agarró del brazo.

—Ven a mi casa. Mañana. Te juro que lo entenderás.

La consideró antes de asentir. Iniya lo soltó y giró su caballo para alejarse


de la reunión.

Larkin empezó a seguirla.

—¿Y si Humbent no acepta ayudarnos?

Iniya ni siquiera miró a Larkin.

—Lo hará —Pateó su caballo para que volviera a galopar y Harben la


siguió.

La boca de Larkin se diluyó. Detrás de ella, la multitud se calmó. Se


giró, preguntándose cómo era posible que tanta gente estuviera tan callada.
Rápidamente lo descubrió. A lo lejos se escucharon los gritos aterrorizados
de un hombre.

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CAPÍTULO VEINTE

Con la luz de la mañana, Larkin se abrió paso entre los sauces hasta el
lugar donde ella y Bane siempre iban a nadar. Pero cuando llegó, el río ya
no estaba y en su lugar se encontró empujando hacia su granero. Parpadeó
confundida y miró a su alrededor.
—¿Bane?

No hubo respuesta.
El granero estaba vacío incluso de animales. Ni siquiera su perra salió a
ladrar con sus cachorros a cuestas. Larkin comprobó su casa. También estaba
vacía.
Se paró en el escalón delantero.
—¿Venna? ¿Bane? ¿Daydon?

Desde el pueblo se escucharon gritos. ¿Se habían llevado a otra chica?


Larkin empezó a correr y al instante se encontró en medio de una multitud.
Giró, viendo a toda la gente que había conocido toda su vida.
—¿Qué está pasando? ¿Qué pasa?

Nadie le hablaba. Nadie le respondía. No la miraban. Era como si fuera


un fantasma. Pero estaban gritando a algo. Se abrió paso entre ellos, tratando
de ver lo que estaban mirando.
Por encima de sus cabezas, pudo distinguir la copa de un enorme árbol;
a través de la presión de los cuerpos, se extendían palos ordenados. Tropezó
y cayó sobre los palos. Miró hacia arriba y encontró a Bane encadenado al
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árbol.
No eran palos. Era leña.
Alguien lanzó una antorcha y el fuego se dirigió hacia sus pies.
Sollozaba y gritaba mientras la multitud coreaba:
—Traidor, traidor, traidor.

Larkin disparó su magia, pero no pasó nada. Se lanzó hacia él. Pero a
cada paso que daba, él sólo parecía alejarse más y más.
—No es un traidor —gritó Larkin—. Por favor.

Tragada por la multitud, gritó mientras el árbol se iluminaba como una


antorcha.

Larkin se levantó de golpe, con un fuerte olor a quemado en sus fosas


nasales. En algún lugar, un bebé gemía. Respiró entrecortadamente y vio una
figura encorvada en el extremo de la cama. Lanzó un grito de sorpresa antes
de recordar sus armas. Su espada brilló en su mano y se puso en pie de un
salto sobre la cama.

La figura no se movió. Larkin adelantó su espada, de modo que iluminó


el rostro volteado de Maisy, con los brazos rodeando sus piernas.

—¿Maisy? —Larkin jadeó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Tenía los pies desnudos y todo el cuerpo manchado de hollín. Apestaba


a cenizas. ¿Por qué apestaba a cenizas?

—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo has entrado en la habitación? —


Larkin vio la ventana abierta. Una pregunta respondida.

—Me dejaste —acusó la niña en voz baja.

Toda la lucha se agotó en Larkin, sus rodillas se tambaleaban. Se sentó


y su espada se desvaneció. Se frotó el dolor de cabeza que se le estaba
formando en la coronilla.

—Maisy...

—Primero, me dices que me aleje y luego te vas sin siquiera despedirte.


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¿Cómo los había encontrado Maisy?

—Maisy, estabas a salvo con los flautistas.


—No estás a salvo.

—Merece la pena correr algunos riesgos.

—Tienes que dejar este lugar, Larkin. Vete antes de que sea demasiado
tarde.

Larkin alcanzó a Maisy, pero la chica se apartó.

—¿Puedes oírlo? La bestia viene por ti.

No era la primera vez que Maisy se refería a los espectros como la bestia.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Larkin y se le metió en el pelo de
la nuca.

—Ve a Cordova y dirígete al este a primera hora —dijo Larkin—. Sigue


el río hasta el lago. ¿Puedes hacerlo?

—Escucha, Larkin. Escucha —Maisy se balanceó de un lado a otro.

La bestia viene. La bestia toma.


Lo que toma, lo rompe.
Lo que rompe, lo rehace,
Y entonces se despierta una bestia como él.

Una bestia como él. Los espectros querían convertir a Larkin en uno de
ellos. El miedo estalló en un sudor enfermizo por todo su cuerpo.

Unos pasos arrastrados y el golpe de un bastón sonaron en el pasillo. La


cabeza de Maisy giró hacia el sonido. Saltó de la cama y salió disparada hacia
el balcón más allá de las puertas de cristal abiertas.

—¡Maisy, espera!
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La puerta de Larkin se abrió con un golpe. Descalza, con el pelo


revuelto, Iniya apareció en la puerta con una lámpara de aceite en la mano.
Maisy trepó por la balaustrada.
—¡Harben! —Dejó la lámpara en el suelo y pulsó un pestillo en su
bastón, liberando una espada corta. Avanzó hacia Maisy.

—Espera —gritó Larkin cuando Maisy se perdió de vista. Larkin llegó


al borde del balcón justo cuando Maisy desaparecía por el muro del jardín.
Larkin se balanceó para ir tras ella.

Brazos la sujetaron, tirando de ella hacia atrás.

—¿Qué está pasando? —Preguntó Harben.

—¿Estás herida? —Dijo Iniya.

Larkin se soltó del agarre de su padre.

—¡No me toques!

Cojeando fuertemente, Iniya se agachó para recuperar el bastón que


había ocultado su espada. Lo empujó firmemente en su lugar.

—Explícate.

—Es una chica de mi pueblo —dijo Larkin—. Se la llevaron los espectros


hace años. Cuando volvió, estaba loca. Está unida a mí, eso es todo.

—¿Era Maisy? —Dijo Harben.

—¿Cómo te encontró? —Dijo Iniya.

—No lo sé.

Los lamentos del bebé finalmente se calmaron. Su medio hermano, se


dio cuenta.

Movimiento en la puerta. Tam apareció con el arco y la flecha


desenfundados. Oteó la habitación antes de bajarlo.

—¿Qué ha pasado? —Iniya se derrumbó.

Harben se precipitó a su lado.


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—¿Madre?

—Oh —El débil sonido salió de sus labios.


La visión de la indomable Iniya en el suelo aturdió a Larkin hasta dejarla
inmóvil.

Tam se apresuró a acercarse con la linterna, que reveló su piel pálida y


brillante por el sudor.

—¿Está enferma?

—Todos ellos. ¿Cómo pueden ser todos ellos? —Iniya lloró. Se dio la
vuelta y vomitó en el suelo.

Larkin saltó hacia atrás para no ser salpicada. ¿Ellos? ¿Quiénes eran
ellos?

—¡Tinsy! —Harben la tomó en brazos y se dirigió hacia la puerta.

Larkin la siguió, pero Tam la detuvo con una mano en el brazo.

—¿Qué ha pasado?

—Maisy.

—¿Maisy? —gritó.

Tinsy apareció en el pasillo, con el pelo cubierto por un pañuelo.

—Estaba enferma en la habitación azul —dijo Harben al pasar junto a


la criada.

—Sí, señor —Tinsy se apresuró a bajar las escaleras.

Larkin siguió a Harben hasta el extremo opuesto del pasillo. Abrió con
el hombro una puerta que daba a una habitación muy desnuda. Iniya
temblaba tanto que casi se le escapó de los brazos antes de que consiguiera
tumbarla en la cama. Estaba pálida, con la piel cubierta de pecas que el día
anterior habían sido casi invisibles.

—Déjame —dijo Iniya.

—Madre… —comenzó Harben.


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—¡He dicho que te vayas! —Iniya tiró de las mantas bajo el castañeteo
de sus dientes.
Harben frunció los labios antes de arrear a Larkin hacia fuera. Ella
empezó a protestar.

—Sólo lo empeorará —dijo Harben.

Cerró la puerta ante los sollozos ahogados de Iniya. Se quedaron en


silencio, escuchando a la mujer mayor llorar. Larkin no había creído que la
mujer fuera capaz de algo tan básico como las lágrimas.

—¿Estará bien?

—Nunca ha estado bien, Larkin, no desde que ellos murieron.

Los que ella había llamado. Toda su familia. Muerta.


—¿Cómo sucedió?

La alejó de la puerta.

—Cuando tenía diecisiete años, unos hombres armados entraron en el


castillo. La sacaron de su cama, la ataron y amordazaron, y la llevaron al
patio donde vio cómo la turba decapitaba a toda su familia, incluidos todos
sus hermanos.

Larkin sabía lo que era despertarse con una turba gritando por su sangre.

Todavía tenía pesadillas al respecto. No podía imaginarse mirando


mientras esa turba mataba a su familia.

—¿Pero a ella no?

—Los druidas llegaron al final y la salvaron. Acorralaron a los hombres


que lo habían hecho y los colgaron.

—¿Entonces por qué no es Reina? —Diecisiete años era suficiente para


gobernar.

—No estuvo... bien durante mucho tiempo después. Los druidas se


hicieron cargo. Y cuando finalmente estuvo lista para tomar su lugar,
decidieron no devolver el reino.
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—¿Nunca luchó por él?

Harben bajó la cabeza.


—Nadie apoyaría a una mujer en el trono.

Y Harben la había abandonado para estar con su madre. No era de


extrañar que Iniya lo haya repudiado. Él había sido su única esperanza para
recuperar lo que era suyo.

—¿Quiénes eran los hombres que colgaron?

Suspiró.

—Los druidas afirman que fue un golpe dirigido por el principal


consejero del Rey. Iniya afirma que los druidas contrataron a criminales y
culparon de todo a un hombre inocente.

Ancestros, por eso Iniya odiaba a los druidas. Quizás Larkin estaba mejor
creciendo en el barro, lejos de las maquinaciones de los druidas y la realeza.
E Iniya planeaba enfrentarse a todos ellos.

Ella se apartó de él.

—Me diste una vida de hambre y moretones. Le darás a tu hijo una


corta caída al final de una cuerda.

Se estremeció como si lo hubiera golpeado.

—Kyden tendrá la oportunidad de cambiar las cosas, de impedir que los


druidas mientan y manipulen a nuestro pueblo.

Kyden. Su hermano se llamaba Kyden. Giró sobre sus talones y regresó


a la habitación azul, cerrando la puerta con firmeza tras ella. Su alfombra
había desaparecido.

Tam esperó en el sofá.

—¿Qué quería Maisy?

¿Puedes oírlo? La bestia viene por ti.


Larkin se pasó las manos por la cara.
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—Quería que me fuera —Empezó a pasearse mientras Tam la


observaba, con ojeras—. ¿Por qué tienes problemas para dormir? —
preguntó.
Tam guardó silencio durante mucho tiempo.

—Talox no fue el primero que perdí.

Se frotó las palmas de las manos sudorosas en las rodillas.

—¿Tienes pesadillas?

Suspiró y apartó la manta.

—Podría también entrenar un poco.

Miró su camisón hasta el suelo. Lo que daría por unos pantalones de


flautista y una túnica. Se metió las faldas divididas de ayer bajo el camisón.
Tendría que servir.

Tam abrió las cortinas para dejar entrar la luz de la mañana. La


inmovilizó contra su pecho.

—Rodilla en la ingle. Cuando me encorve, agárrame las orejas y


empújame la nariz contra tu rodilla.

Dos horas después, Iniya los encontró sudando y jadeando. Tenía un


aspecto ahuecado y frágil, con sus pecas ocultas de nuevo bajo una gruesa
capa de maquillaje. Larkin sintió un repentino parentesco con la mujer. Ella
sabía lo que era ser cazada. Odiada. Impotente.

—Te perseguí ayer —dijo Iniya.

Tam se secó el sudor de la frente.

—La espada en tu bastón es una buena idea. Esto también lo es.

Iniya lo consideró. Tinsy apareció detrás de Iniya. Entró en la habitación,


con la mirada fija en el suelo. Puso platos y una tetera sobre la mesa.

—Trae otro conjunto, Tinsy. El Comandante de los Cien Hombres se


quedará.

Parecía que se había establecido algún tipo de tregua entre Iniya y Tam.
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Larkin se preguntó si esa tregua se extendía a ella y si la aceptaría en caso


de ser así.
Como si percibiera la tensión, Tinsy salió de la habitación tan rápido
como había llegado. Renunciando a un plato, Tam mordió un panecillo dulce,
esta vez con mantequilla y mermelada, como debía comerse. Las migas se
esparcieron por la parte delantera de su camisa. Nunca había tenido tan malos
modales, lo que significaba que estaba provocando a Iniya.

—Eres un pagano y un vago —dijo Iniya.

—Sí —aceptó Tam.

Iniya suspiró y se sentó a la mesa, pero no hizo ningún movimiento para


comer.

—Humbent llegará esta tarde. Los otros señores lo siguen a él. Necesito
que consigas su apoyo.

—¿Cómo? —preguntó Larkin.

Iniya se sirvió una taza de té.

—Enséñale tu magia. Deja el resto en mis manos.

Larkin frunció el ceño.

—Los hombres tienen todo el poder en el Idelmarch. ¿Qué va a impedir


que Humbent tome el trono para sí mismo?

Iniya golpeó su bastón.

—Los hombres son una espada a la luz del día y un cuchillo en la


oscuridad. Las mujeres, por necesidad, deben ser más sutiles.

—¿Más sutil que un cuchillo en la oscuridad? —Preguntó Larkin.

Iniya se inclinó hacia delante.

—Debemos ser nosotras las que convenzan al portador para que ataque.

Humbent era su portador. Pero el arma aún podría volverse contra ella.
A menos que Iniya tuviera magia.
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—La magia no protegerá a tu hijo ni al suyo —dijo Larkin—. No después


de que te hayas ido.
La mirada de Iniya se estrechó.

—Deja que me preocupe por eso.

Larkin hizo alarde de sus armas.

—Ya no necesito ser sutil con nada de esto.

Iniya resopló.

—¿Y cuando te enfrentas a un oponente más grande, más fuerte, más


rápido, más experimentado y que maneja armas igualmente mortales?

Ramass. En una competición con el Rey Espectro, Larkin perdería.


Sintiendo sus sombras aceitosas sobre ella, se movió para situarse en la luz
de media tarde que entraba por la ventana. Iniya tarareó.

—Así que lo sabes.

—¿Saber qué? —preguntó Tam.

—Lo que es que te hagan sufrir a manos de los más poderosos que tú
—dijo Iniya.

Tam cambió de lugar.

—Tú también lo sabes —dijo Iniya sorprendida.

Sus puños se abrían y cerraban, su expresión era oscura.

—¿Quién no lo hace? —Parecía que los tres estaban atormentados por


sus pasados.

Iniya miró por la ventana.

—Larkin tiene que prepararse para la llegada de Humbent. ¡Tinsy! —Se


levantó y se alisó las faldas—. Tam, te mantendrás fuera de la vista.

—Señoras —Hizo una reverencia burlona y dejó a Larkin a solas con


Iniya.
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Se produjo un silencio incómodo que Larkin ansiaba llenar. Señaló las


muñecas.
—¿Su pelo? —En el momento en que las palabras salieron de sus labios,
ella quiso volver a ellas.

Iniya se congeló y luego se hundió.

—El mío, el de mis hermanas y el de mi madre —Así que Larkin había


heredado el pelo de su abuela.

Tinsy entró en la habitación.

—Ah, bien —dijo Iniya—. Tinsy te preparará para nuestro viaje al sastre.

—¿El sastre? —Preguntó Larkin—. Sólo voy a estar aquí unos días más.

Iniya se dirigió a la puerta.

—Y durante esos días, necesito que parezcas la nieta de una Reina.

—¿Y usted, señora? —Dijo Tinsy?

—Me acostaré un momento. Despiértame cuando esté lista.

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CAPÍTULO VEINTIUNO

Un carruaje cubierto ya los esperaba frente a la casa. Oben ayudó a su


señora a entrar. Larkin nunca había visto un carruaje cubierto y mucho menos
había montado en uno. Haciendo caso omiso de la carnosa palma de la mano
del criado, apartó su falso vientre de embarazada y subió tras la anciana. El
carruaje se balanceó cuando Tam subió a la parte trasera y Oben a la
delantera.

Se tambaleó y se estremeció sobre los adoquines a través de la ciudad


brumosa. Larkin se inclinó hacia delante para mirar por la ventana.

—Deja de mirar a los ojos. Alguien podría pensar que eres un turista —
Iniya le entregó los guantes de seda.

Evidentemente, Tinsy le había informado sobre los sellos de Larkin.


Larkin se puso los guantes hasta la parte superior de los brazos y los utilizó
para limpiar el vaho de los cristales. La gente caminaba bajo la lluvia, con las
cabezas gachas y los cuellos de la camisa levantados. Dondequiera que Larkin
mirara, veía velas en las ventanas para el equinoccio que se avecinaba, una
por cada chica que se había llevado.

Una ventana tenía tres velas.

Al no querer ver más, Larkin se sentó.

—¿Cómo es? —preguntó Iniya, como si hubiera adivinado los


pensamientos de Larkin—. Ser tomada.

Larkin cerró los ojos para intentar acallar el miedo. La pérdida. Y no


sólo la suya, sino la de los cientos de niñas.
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La mujer mayor y la joven de Cordova. Sus amigas del Alamant:


Magalia, Caelia y Aaryn.
—¿No te obligaron a salir de tu cama cuando eras niña? Y nunca te han
permitido volver a casa.

Iniya apretó los puños hasta que el tendón sobresalió.

—No los viste morir.

—No —dijo Larkin con suavidad—. Pero tampoco los habría vuelto a
ver. Ni ellos a mí.

Iniya jadeó con una mano apoyada en el carro. Larkin se compadeció,


pero no lo suficiente como para desear retirar las palabras. Iniya necesitaba
saber lo equivocados que estaban los druidas.

—Si trajeras a los pueblos hombres guapos y acomodados —dijo


Larkin— e informaras a las chicas de que los hombres las llevarán a un lugar
tan hermoso que las hará llorar, un lugar con magia y verano eterno, entonces
los flautistas no tendrán que robarlas. Irían de buena gana.

Que el bosque la lleve, Larkin habría luchado para llegar al frente de la


fila.

—Cuando seas Reina, el Idelmarch y el Alamant se encargarán de ello.

Iniya observó a Larkin.

—Lo juro.

Larkin asintió, quitándose un peso de encima.

El carruaje se detuvo ante una de las tiendas. Tenía tres pisos con
ventanas tan altas como ella, llenas de vestidos y sombreros.

Iniya le abrió el camino y la puerta se abrió con el alegre tintineo de un


trío de campanas. Larkin ajustó su paso al contoneo que su madre siempre
adoptaba al final de sus embarazos. Tres chicas estaban sentadas cosiendo
en un rincón. Echaron un vistazo a Iniya y la más joven corrió hacia el fondo
de la habitación.
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Medio instante después, un hombre atravesó las cortinas con las manos
extendidas a los lados. Su bigote brillaba con aceite, y llevaba una camisa a
medida color crema y unos pantalones marrones con un precioso chaleco en
color verde azulado y dorado.
—Mi señora Iniya, debería haberme dicho que iba a venir. Habría tenido
todos sus favoritos preparados —Le dio un beso en la mejilla.

—No para mí, querido, sino para mi nieta. Ella es un otoño6.

Sus ojos la diseccionaron.

—Y qué belleza es. Igual que su abuela a esa edad.

—No me halagues, Gus —A juzgar por la pequeña sonrisa en las


comisuras de la boca de Iniya, no lo decía en serio. Y a juzgar por la sonrisa
de satisfacción de Gus, él lo sabía.

Larkin se sorprendió de esta faceta vanidosa de su abuela. ¿Y que su


abuela pareciera tener amigos? En el bosque, la mujer incluso había sonreído.

Gus besó la mejilla de Larkin. Su bigote la pinchaba y olía a demasiada


pomada. Llevó a Larkin a una plataforma y le tendió los brazos a los lados,
examinándola de un lado a otro.

—Tenías razón, es un otoño. Tengo un musgo, mostaza y berenjena ya


hechos que complementarán bien su coloración. Pueden ser fácilmente
llevados después del bebé.

El bebé. El bebé de Nesha y Bane. De repente, Larkin se ahogó en


emociones. Pérdida por no conocer nunca al niño creado por dos personas a
las que amaba... y odiaba. Odiaba ser tan débil como para sentir la pérdida.
Culpa por haber besado a Bane cuando estaba con su hermana, aunque no
lo supiera.

—Siempre he detestado los otoños —dijo Iniya—. No hay sentido de la


propiedad en todo el lote.

El hombre se rio.

—El verano es la más elegante de las estaciones —Intercambiaron


miradas cómplices.

Larkin puso las manos en las caderas.


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—Puedo oírlos.

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Se refiere a que es una chica muy hermosa
—Sí, niña —dijo Iniya con naturalidad—. Pero no puedes entender ni
una palabra de lo que decimos, lo que lo hace aún más divertido.

Antes de que esto terminara, Larkin iba a estrangular a su abuela.

—Pensé que las esposas de los druidas siempre vestían de negro —Se
suponía que era Nesha, después de todo.

—Por eso estarás en color —dijo Iniya—. Destacarás como una flor en
invierno.

A Larkin le pareció un derroche colosal de dinero.

—Oh, no parezcas tan desanimada —Iniya se dirigió hacia la parte


trasera de la tienda.

Gus se cruzó de brazos, ofendido.

—Cualquier chica de la ciudad robaría a su propia madre para estar en


tu lugar.

—Gus es el mejor, ya ves —Iniya le dio una palmadita en el brazo—.


Perdónala, cariño, es del campo —Arrugó la nariz.

Iniya examinó un trozo de encaje.

—Los brazos, las manos y la nuca deben estar completamente cubiertos


—dijo.

El sastre le lanzó una mirada incrédula.

—Se calentará demasiado.

—Hazlo —dijo Iniya.

Arremetió y llevó a Larkin al fondo, detrás de la cortina.

—Baja tu turno. Una de mis chicas te ayudará a vestirte.

La muchacha ciñó a Larkin hasta que sus pequeños pechos se vieron


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forzados a subir al máximo. La muchacha le tendió un sencillo vestido de


tela verde musgo brillante, con los dobladillos forrados de la más suave piel
marrón y las faldas llenas. A continuación, eligió un chaleco largo de cuero
que había sido labrado y cortado hasta que parecía un encaje. Había sido
recubierto con oro y joyas hasta que brilló como una estrella. La muchacha
lo colocó sobre los hombros de Larkin y abrochó las correas decorativas en
el pecho y la cintura para mantenerlo en su sitio. Larkin se miró en el espejo.
Era hermosa como siempre había querido, pero se sentía falsa. No era la
verdadera.

Cuando salió, Iniya y Gus la miraron un momento.

—¿Lo ves? La ropa adecuada y cualquier chica puede ser hermosa.

Larkin no estaba segura de si debía sentirse insultada o no.

—Sí, pero los rizos están muy pasados de moda —refunfuñó Iniya—.
La perdición de las hijas de mi estirpe.

Larkin enderezó sus hombros.

—Me gusta mi pelo.

El sastre le dirigió una mirada de aprobación.

—Lo llevaremos con estilo —Le levantó uno de sus rizos—. Apila estos
rizos sobre un hombro con un sombrero y algunas plumas de pavo real.

—Más maquillaje para cubrir su cuello manchado —añadió Iniya.

—No son manchas, son pecas —dijo Larkin—. Y me gustan.

—Niña, no sabes lo que te gusta —Iniya encontró un broche de cobre


con piedras moradas y verdes—. Tomaremos el musgo y el púrpura.

—¿No quieres probarlos antes?

Iniya agitó la mano.

—Confío en tu trabajo, Gus.

El sastre se acicaló ante sus palabras. Seleccionó un sombrero de


terciopelo color musgo con plumas de pavo real que sobresalían de la banda,
se lo colocó en la cabeza y lo sujetó con alfileres.
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Iniya apretó el broche en la mano de Larkin, con las piedras brillando.


—Póntelo en el escote. Los ancestros saben que necesitan toda la ayuda
posible —Salió de la tienda.

Parece que a Denan le gustan, pensó Larkin con sorna. Se apresuró a


seguirla.

—No puedo aceptar todo esto —Intentó devolverle el broche.

Iniya esperó a que Oben abriera la puerta del carruaje.

—Las piedras son sólo dinero.

—Sólo estaré aquí unos días más.

Iniya tomó la mano de Oben, subió al carruaje y se sentó con un suspiro


de alivio.

—¿Y cuántos reinos se han derrumbado o se han levantado gracias al


vestido adecuado?

Larkin subió tras ella.

—Ninguno que yo sepa.

—Entonces no conoces a los hombres. Tu padre, por ejemplo, derrocó


al mío por el vestido adecuado.

Larkin se acomodó en su asiento; el carruaje giró.

—No era el vestido. Fue la mujer.

Iniya miró sin ver por la ventana.

—Estaba tan enamorado de ella que le dio la espalda a todo. Veinte


años después y no quiere saber nada de ella.

Larkin no habría creído a su abuela si no hubiera visto a sus padres


enamorados. La primera mitad de la infancia de Larkin había estado llena de
trabajo duro y risas.
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—Todo cambió cuando empezó a beber.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Iniya.

Larkin consideró.
—Hace años. Nuestra cosecha fracasó y no teníamos nada que comer.
Mamá estaba embarazada de Sela. Papá la oyó decir que estaba segura de
que tendría otra hija —Larkin había estado a punto de morir ese día.

Los ojos de Iniya se cerraron.

—Ya veo.

No se dijo nada más entre ellos durante el resto del viaje.

***

Cuando llegaron a la mansión, Tinsy los esperaba.

—Humbent está aquí, madame.

—¿Temprano? —Iniya tomó el vestido púrpura de Oben y lo empujó a


los brazos de Tinsy—. Ponlos en la habitación azul para esta noche —Se alisó
el pelo—. Humbent nunca llega temprano.

—Está tomando el té en el salón —dijo Tinsy—. He intentado retrasarlo


—Iniya emitió un sonido infeliz en su garganta.

Vestido en mano, Tinsy subió corriendo las escaleras. Iniya miró a Larkin
y enderezó su falso vientre.

—No puedo insistir lo suficiente en lo mucho que necesitamos el apoyo


de Humbent. Ni lo mucho que necesito que mantengas tu tosca lengua entre
los dientes.

Y, sin embargo, Larkin era la Princesa e Iniya no.

—Yo soy la que tiene una espada, ¿recuerdas? —Iniya necesitaba el


apoyo del hombre para presentarse como Reina. Larkin necesitaba el apoyo
de Iniya para derrocar a los druidas. Así que le seguiría el juego amablemente,
pero si la mujer la insultaba una vez más...
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Con un resoplido, Iniya abrió las puertas del salón. Sentado junto a una
mesa auxiliar con una taza de té vacía, Humbent estaba de pie,
sorprendentemente ágil para un hombre de su tamaño.
—Llegas pronto —dijo Iniya.

—Mis negocios en la ciudad concluyeron antes de lo previsto —dijo


Humbent.

Iniya cerró las puertas del salón tras Larkin.

—¿Y cómo están las cosas en Hothsfelt?

—Los tratos en Hamel y ahora en Cordova, nos han dejado a todos


intranquilos. Hombres que vienen del bosque para atacar nuestras ciudades
y pueblos, como si la bestia no fuera suficientemente mala.

Estaba claro que Humbent no conocía la verdad del bosque.

Iniya se sentó en la silla frente a Humbent y se frotó la cadera. Larkin


vaciló entre ayudar a una anciana exhausta o dejar que la desdichada sufriera.
Al final, le trajo a Iniya una taza de té. Humbent tomó esto como una señal
para rellenar su taza y sentarse, aunque sus rasgos ásperos y su gran tamaño
parecían decididamente fuera de lugar en el delicado sofá malva.

—¿Y los druidas? —dijo Iniya—. ¿Cómo se enfrenta la gente a los


ejércitos de druidas en sus ciudades?

¿Cuánto tiempo iba a durar esta charla? ¿Por qué no iban ya al grano?

Humbent volvió a sentarse en el sofá.

—Los druidas no tienen por qué dirigir los ejércitos. Ese siempre ha sido
nuestro trabajo.

Iniya se cruzó de brazos.

—Entonces te alegrarás de recuperar el trabajo.

—El pueblo no se rebelará contra los druidas, Iniya, aunque yo te apoye.


Tienen demasiado miedo del bosque.

—No lo tendrán por mucho tiempo —dijo Larkin.


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Iniya le dirigió una mirada mordaz. Sí, era cierto. Larkin debía
permanecer en silencio.

Iniya enarcó una ceja.


—¿Y si se dan cuenta de la verdad del bosque: que los druidas les han
estado mintiendo durante siglos?

Humbent enarcó una ceja.

—Te escucho.

Iniya asintió a Larkin.

—Muéstrale.

Sintiéndose como un caballo de batalla, Larkin hizo brillar sus armas.

Humbent se puso en pie y adoptó una postura defensiva. Así que sabía
cómo luchar. Bien. El Idelmarch necesitaría guerreros.

Se quedó mirando a Larkin con la respiración acelerada.

—¿Qué es esto?

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Iniya.

Se limpió la cara.

—Parece magia —Apretó los dientes—. La magia viene del bosque, y


todos sabemos que nada bueno viene del Bosque Prohibido.

—Eso es lo que los druidas quieren hacer creer —dijo Larkin— Hay
muchos tipos diferentes de magia.

Miró de Larkin a su espada.

—Esta no es Nesha. Es Larkin.

Había oído hablar de ella. Encantador. Ahora no podía dejarle marchar,


a menos que estuviera de su lado. Se puso de pie y se interpuso entre él y la
puerta.

La observó con desconfianza.

—Estabas aliada con los hombres que vinieron del bosque.


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Larkin dejó que sus armas se desvanecieran, lista para ser llamada de
nuevo en un momento dado.
—Me llevaron en medio de la noche al bosque. Allí supe la verdad.

La mirada de Humbent pasó de Iniya a Larkin. Volvió a sentarse.

—¿Dices que los hombres del bosque son los que se llevan a nuestras
hijas?

—Sí —dijo Iniya.

—Pero he visto el cadáver de la bestia que se lleva a las niñas —protestó


Humbent—. Tienes una en esta misma casa.

—¿Y quién es nuestro intermediario con el bosque? —preguntó Iniya.

Humbent levantó la cabeza en señal de comprensión.

—Los druidas están aliados con los hombres del bosque, esos flautistas.

—Lo estaban —dijo Larkin.

Su rostro se ensombreció hasta alcanzar una furia aterradora.

—Así que los druidas han sabido la verdad sobre las desapariciones todo
el tiempo.

Oh, sí. Necesitaban a este hombre de su lado.

La consideró.

—¿Por qué estos hombres se llevan a las chicas? ¿Por qué nos atacan
ahora?

—No nos están atacando —dijo Iniya—. Están atacando a los druidas
por romper el tratado.

Larkin resopló.

—Si los flautistas estuvieran atacando el Idelmarch ya habría caído.

Humbent rechinó los dientes.


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—A mi sobrina se la llevó el bosque. Si los flautistas son los que se la


llevaron, los mataré yo mismo —Lanzó a Larkin una mirada de disgusto—.
Y tú te has aliado con ellos.
—Los flautistas hacen lo que deben para protegernos a todos de la
verdadera bestia —dijo Larkin.

Se sentó en silencio y sin moverse antes de ponerse en pie.

—Iré al Bosque Prohibido y veré la verdad de esto por mí mismo, como


hacen los druidas.

Larkin lanzó una mirada de pánico a Iniya. No podían dejarle marchar.


Una palabra en el oído de un druida y podría ser la perdición de todos ellos.

—La misma disposición que antes está en marcha —Iniya se levantó de


su silla, con su cojera más pronunciada.

—Mi hija se casó hace tiempo.

¿Qué tiene que ver el matrimonio de su hija?

—Tienes una nieta —dijo Iniya.

La boca de Humbent se aplanó.

—Sólo tiene trece años.

—Será una Reina —dijo Iniya—. ¿Qué importa su edad?

Larkin se puso rígida. ¿Querían que Harben se casara con una chica más
joven que Larkin?

—Ya está casado —Había abandonado a Larkin y a su familia por esa


mujer. Su hijo debía ser el próximo Rey.

Iniya desechó el comentario.

—Se puede remediar fácilmente.

—Harben no cooperó la última vez —dijo Humbent.

—Firmó un contrato —dijo Iniya—. Y ahora es mayor. Sabe lo que es


vivir en la tierra.
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Humbent se puso en pie.

—Lo consideraré.
Larkin no se movió de la puerta.

—Podría exponernos a todos —le dijo a Iniya.

—Humbent es una de las pocas personas del mundo en las que


realmente confío —dijo Iniya.

Miró a Larkin.

—Puede que no me una a ustedes, pero no los traicionaré.

—¿Y si no consigues salir del bosque con vida? —Preguntó Larkin.

—Mi hijo tiene órdenes de no traicionarte tampoco —dijo Humbent.

La mirada de Larkin se dirigió a Iniya.

—Los hijos no siempre obedecen a sus padres.

Iniya se puso en pie.

—Humbent es mi primo, Larkin.

Larkin se quedó con la boca abierta.

—¿Cuántos miembros de la familia tengo?

—Más de los que quieras —dijo Iniya.

Humbent la consideró.

—La mayoría de los señores pueden reclamar alguna relación con la


familia real. Es la razón por la que se les concedió el título de lord.

—¿Eso incluye a Lord Daydon de Hamel? —¿Estaba emparentada con


Bane?

Se volvió hacia Iniya.

—¿Un primo en algún lugar de la línea, creo?


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Ella asintió.

—Su padre hizo algo para ganarse la ira de mi bisabuela y fue enviado
lo más lejos posible.
Larkin no sólo tenía una abuela que no conocía. Tenía una familia
completa con tías, tíos y primos, todos descendientes de Eiryss. De todos
ellos, Sela había sido la que rompió la maldición. ¿Por qué?

—Debes estar en lo alto de las ramas de los árboles antes de la puesta


de sol —Larkin se apartó para dejar pasar al hombre mayor.

Su ceño se frunció, pero asintió. La puerta se cerró tras él.

Larkin se volvió hacia Iniya.

—¿Y si quiere el trono para él?

Iniya se rio.

—Es un primo por parte de mi madre, por lo que no tiene derecho al


trono. La línea de Eiryss viene de mi padre.

A Larkin todavía no le gustaba el riesgo.

—¿Estará Harben realmente de acuerdo con esto?

—La camarera también firmó un contrato. Ambos sabían que era una
posibilidad.

—¿Y a Raeneth no le importará perder a su marido y la pretensión de


su hijo al trono?

Iniya se levantó pesadamente.

—No me importa lo que le parezca bien. Hará lo que se le diga. Después


de que te hayas ido, por supuesto. No puedo dejar que corra a los druidas en
un arrebato.

Llamaron a la puerta.

—La cena está lista, señora —dijo Tinsy.

Iniya salió de la habitación sin mirar atrás. Larkin se quedó atrás. Toda
esta operación se estaba saliendo de su control. Sólo pretendía encontrar una
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forma de entrar en el palacio, no verse envuelta en la política de la familia.

Tinsy apareció en la puerta.


—Madame Iniya quiere que sepas que todos están esperando.

Conteniendo un suspiro, Larkin la siguió. En el momento en que cruzó


el umbral del comedor, se quedó helada. Raeneth estaba sentada junto a
Harben. Y entre ellos había un moisés7 blanco, con un mechón de pelo rojo
a la vista.

—Ella no te traicionó —dijo Iniya antes de que Larkin pudiera


protestar—. Lo hizo tu padre. Tu disputa con él puede esperar hasta después
de la cena. Ahora siéntate.

Ocultando el brillo de su sello con la mano contraria, Larkin se armó de


valor y se sentó. Se sirvió jamón y patatas mientras Tinsy le servía una taza
de té.

—Bueno —dijo Iniya con su voz aguda—. Es un alivio que alguien


pueda entrar en razón en esta familia sin hacer pucheros durante quince días
—Bebió un sorbo de su propio té e hizo una mueca—. Tinsy, hay demasiada
miel en esta taza.

Tinsy se apresuró a rodear la mesa.

—Lo siento, señora. Le traeré otra.

—Larkin —comenzó Raeneth—. Quiero que sepas…

—No —la cortó Larkin—. Simplemente no lo hagas.

Raeneth guardó silencio. Desde el otro lado de ella, el bebé graznó. Su


madre se agachó y lo recogió, acariciando su espalda y abrazándolo como si
se sintiera reconfortada por él y no al revés.

Su pelo era del mismo color cobrizo brillante que el de su padre.


¿También tendría pecas? No sus ojos marrones, que los había heredado de
su madre. Larkin apartó la mirada. Kyden no le importaba. Se iría en unos
días y no volvería a verlo.

Todos comieron en silencio, salvo las ocasionales quejas de Iniya sobre


que las patatas estaban demasiado frías o el jamón demasiado salado o el té
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demasiado caliente. Después, se acercó a su bastón y se puso en pie.

7
Cestillo o canastilla ligera de mimbre, lona u otro material, con asas, toldillo y que sirve de cuna
portátil
—Mi constitución ya ha sido puesta a prueba estos últimos días.
Necesito todas mis fuerzas para el día siguiente, así que, por favor, déjenme
en paz hasta la mañana.

Salió de la habitación, dando un golpe con el bastón. Raeneth comió


rápidamente y luego lanzó a Harben una mirada de soslayo que Larkin no
pudo interpretar antes de salir de la habitación.

Harben se aclaró la garganta.

—Tenemos que hablar.

Larkin pensó que era mejor quedarse callada que llamarlo trasero de
caballo.

Suspiró y se volvió completamente hacia ella.

—Larkin, ¿cómo escapaste? ¿Y tus hermanas? ¿Tu madre?

Los pelos de la nuca se le erizaron de rabia. Se volvió hacia él.

—¿Por qué te importa?

Su cabeza cayó.

—Larkin, lo siento. Estaba en un mal momento cuando las dejé...

—¿Cuándo nos dejaste? ¡Me tiraste a un río y casi me ahogaste cuando


era una niña! Nos golpeaste y nos dejaste morir de hambre durante años.

Acunó la cabeza entre las manos y habló a su plato vacío.

—Tu abuela me dijo cuando me fui que mi matrimonio con tu madre


estaría maldito. No pasó ni un año y Nesha nació con un pie torcido. Intenté
negarlo. Pero entonces tu madre perdió un hijo. Fui a ver a tu abuela después
de que nuestra cosecha fracasara. Le rogué que me diera el dinero suficiente
para que mis hijos no murieran de hambre durante el invierno —Harben se
secó los ojos y se dio la vuelta—. Ella me dijo que volviera cuando tuviera
un hijo que entregar al trono. Cuando volví y escuché a tu madre decir que
tendría otra niña...
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Se había puesto furioso y cruel, burlándose de Nesha por su pie torcido.


Entonces Larkin le había pegado. Por eso, la había tirado al río. Casi se
ahogó, hasta que Bane la puso a salvo. Harben había cumplido su tiempo en
el cepo8 por eso. En lugar de salir arrepentido, se había amargado.

—Después de hacerte daño, me di cuenta de la verdad. Le había fallado


a mi madre. Le fallé a Pennice y a ustedes, niñas. Ni siquiera pude engendrar
un hijo para salvarnos a todos. No era bueno. Nunca lo sería.

» Cuando me soltaron del cepo, me emborraché muchísimo, tanto que


ya no me importaba nada. Fue... dichoso —Cerró los ojos, como si incluso
en ese momento deseara esa felicidad—. Y antes de todo eso, hice algo,
Larkin —Enterró la cabeza entre las manos—. Hice algo horrible.

¿Qué podría ser peor que lo que ya había hecho? Ella no quería saberlo.
Tenía que saberlo.

—¿Qué hiciste? —Larkin respiró.

Sacudió la cabeza.

—No podía vivir conmigo mismo si era mi culpa. Enterré la culpa. Te


culpé a ti. A mi familia. Nunca a mí mismo. Y bebí.

Sollozó, sonando tan desconsolado que Larkin tuvo la tentación de


compadecerse de él. Pero entonces recordó la sensación de su puño en su
vientre. Sus patadas en los muslos. La humillación de tener al borracho del
pueblo como padre. Se merecía sentirse mal.

Cuando terminó, se limpió la cara.

—Fue mi culpa. Nunca debería haber perseguido a tu madre, nunca


debería haberme ido de casa, pero ya has visto cómo es tu abuela —Extendió
las manos—. Tuve que alejarme.

—Y ahora has vuelto arrastrándote —siseó Larkin.

Su mandíbula se tensó, volviendo a aparecer algo de la antigua ira, pero


la contuvo.

—Estaban mejor sin mí.


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Larkin tiró su servilleta.

8
Artefacto ideado para sujetar, retener o inmovilizar
—¿No podías intentar estar sobrio por nosotras? Pero por ella, lo harás.
Por tu nuevo hijo —Iniya ya había negociado el futuro del niño; sólo que aún
no lo sabían—. ¿Y para qué? ¿Para devolver tu familia a esa arpía? Al final,
sigues siendo el mismo hombre egoísta y cruel.

—No podíamos quedarnos en Hamel. El pueblo se volvió contra


nosotros como seguramente lo hizo contra ti. Nuestro hijo tendrá una vida
mejor aquí. Una educación.

Larkin se levantó de la silla. Harben la agarró del brazo y la miró.

—¿Nunca has cometido un error, Larkin?

—Casi matar a tu hija no fue un error. Golpear a tu esposa e hijas no


fue un error. Abandonarnos no fue un error. Fueron elecciones. Y las tomaste
una y otra vez. No dejaré que me hagas más daño. No dejaré que me hagas
daño nunca más.

Ella intentó apartarse de él, pero él no la soltó.

—Déjame decir lo que tengo que decir. Entonces no te volveré a


molestar. Te juro que no lo haré.

Ella asintió bruscamente con la cabeza. Incapaz de soportar su mirada,


cruzó la habitación para poner algo de distancia entre ellos y miró un cuadro
de un par de niños pelirrojos. Llevaban ropa oscura y el pelo corto. No sabía
si eran niños o niñas o uno de cada.

—Mi madre no siempre fue como ahora. Nunca fue muy cariñosa, pero
lo intentó, hasta que mi hermana y mi padre murieron de la garganta pútrida,
no mucho después de este cuadro —Señaló a la niña de la izquierda—. Esa
es ella. Nesha —Larkin la miró. Nunca había imaginado que su hermana se
llamara como alguien. Intentó imaginarse a su padre creciendo solo en esta
casa estirada, enterrado bajo montones de reglas y reglamentos y
expectativas que podrían matarlo si los druidas descubrieran alguna vez que
Iniya lo destinaba al trono.

Harben se limpió las lágrimas de las mejillas con los dedos cubiertos de
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pecas. Hilos blancos se entrelazaban en su cabello. Sin barba y con los ojos
no enturbiados por la bebida, parecía diez años más joven. Era guapo, se dio
cuenta Larkin.
—Pennice fue la primera amiga de verdad que tuve. Y ella odiaba a mi
madre tanto como yo.

—Así que te escapaste.

—No recuerdo mucho de lo que pasó o tal vez no quiero recordar. Pero
me desperté.

—¿Y ha hecho falta una aventura para despertarte?

—¡No! —Sacudió la cabeza y exhaló por la nariz—. Me costó darme


cuenta de que me había amargado la vida tanto como mi madre. De niña juró
que algún día recuperaría su trono. Hasta ahora, ha fracasado. Ha perdido
mucho, una y otra vez. Era demasiado cobarde para arriesgar el amor, para
arriesgarse a perderlo de nuevo, así que se envolvió en el resentimiento como
una manta cálida. Entiendo si no puedes dejarme volver a tu vida. Pero deja
que las dificultades te hagan mejorar, no amargarte —Se acercó a Larkin y
bajó la voz—. Elige el amor. Una y otra y otra vez.

Larkin lo vio alejarse hasta que las lágrimas se agolparon en sus ojos,
nublando su visión. Parpadeó con fuerza y se dio la vuelta.

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CAPÍTULO VEINTIDÓS

Larkin se despertó con el sonido del llanto de un bebé. Se tumbó en la


cama, orientándose hacia el espumoso encaje azul, los muñecos que la
miraban con ojos impenetrables. Esperó a que Harben y Raeneth hicieran
callar a su bebé, pero sus lamentos continuaron sin cesar.

No había dormido mucho. Entre las pesadillas y sus pensamientos


acelerados, ya no lo hacía. Incapaz de soportar un segundo más, se levantó
de la cama. Siguió los gritos hasta la última puerta a la derecha, al final del
pasillo. Dentro había una habitación pequeña, en comparación con la que se
encontraba. Era perfectamente redonda, la habitación circular sobre el salón.
Las paredes habían sido pintadas con animales.

En el centro de la habitación había una cuna. Kyden agitó los puños y


las piernas y gritó. Larkin retrocedió hasta el pasillo y abrió la puerta de
enfrente de la guardería. Una cama desordenada, pero Harben y Raeneth no
aparecían por ninguna parte.

Suspirando con exasperación, Larkin volvió a marchar hacia él, lo


levantó y lo hizo rebotar. Sólo tendría una o dos semanas menos que Brenna.
Su pañal estaba sucio. Lo puso sobre una mesa, lo desenvolvió, puso el pañal
sucio en un cubo y lo lavó. Se calmó cuando lo envolvió de nuevo y lo recostó
contra su hombro.

Ella le acarició el culito mientras él se metía el puño en la boca y


chupaba. A pesar de tener madres diferentes, se parecía a Brenna, con las
mismas mejillas regordetas y cara redonda. Los mismos labios de puchero
con un callo blanco en la parte superior por la lactancia.

Su medio hermano. Acarició el dorso de su dedo por su suave mejilla.


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—Lo siento, cariño —Lamentó haberlo odiado. Lamentaba no haber


estado allí para asegurarse de que lo cuidaran como lo habían hecho con sus
hermanas.
Los pasos sonaron en el pasillo detrás de ella. La risa de su padre. Larkin
empezó a dejar a Kyden en el suelo. Él gimió en señal de protesta. Ella no
quería hacerlo llorar, pero tampoco quería que la atraparan con él.

Antes de que pudiera decidirse, Raeneth abrió la puerta de un empujón,


con el pelo húmedo y largo por la espalda. Sus ojos redondos en su cara
redonda se ensancharon al ver a Larkin con su bebé en brazos. Larkin cruzó
la habitación y acomodó a Kyden en los brazos de su madre.

—Estaba molesto. Le he cambiado. Tiene hambre —Larkin pasó por


delante de ella y vio a Harben mirándola desde la habitación del otro lado
del pasillo, con el pelo húmedo enroscándose alrededor de las orejas. Agachó
la cabeza y se apresuró hacia su propia habitación.

—Yo... Gracias —dijo Raeneth tras ella.

Larkin cerró la puerta y se apoyó en ella. Miró al techo. Por el bien de


su madre, le parecía desleal no odiar a su padre, a Raeneth y a Kyden. Le
habían hecho tanto daño a ella y a su familia... El dolor de ello todavía
palpitaba en el pecho de Larkin.

Una llamada a su puerta la sobresaltó.

—Señorita, el agua se calienta en el sótano si quiere ducharse —dijo


Tinsy.

Así que eso es lo que Harben y Raeneth habían estado haciendo.


Ducharse. Juntos. Larkin pudo verlos de repente: mojados, desnudos y
abrazados. ¡Ah! Sacudió la cabeza con violencia. Si pudiera borrarlo de su
cerebro para siempre.

—¿Señorita? —Tinsy llamó.

Sí. El banquete era esta noche. Después de que Iniya los metiera en el
castillo para buscar el diario y el amuleto de Ahlea.

—Sí —soltó Larkin—. Ya voy.

—Estaré esperando con toallas, y la peinaremos —dijo Tinsy—.


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¿Prefiere bajar el vestido púrpura o lo hago yo?

—Yo lo traeré.
Una hora más tarde, su cabello aceitado estaba alisado en un elegante
peinado. Capas y capas de maquillaje cubrían cada una de sus pecas. El
vestido de talle alto y los guantes ocultaban sus signos. La almohada que se
había metido debajo del vestido para imitar el embarazo de Nesha. Ya estaba
sofocada.

Larkin no reconoció a la mujer que la miraba fijamente, ni siquiera


estaba segura de que le gustara. Pero el vestido... Le gustaba mucho el
vestido. El cuero con relieve de flores cruzaba el busto y la cintura, las
hebillas eran doradas y estaban muy bien fundidas. Otras hebillas rodeaban
sus brazos. Tinsy se ocupó de las mangas para que cayeran bien y luego se
abrochó la sobrefalda en la cintura. Los paneles de cuero y oro caían a la
perfección.

Tinsy se colocó un sombrero de terciopelo con una pluma marrón en la


cabeza y recogió la bandeja del desayuno.

—Iniya estará esperando, señorita.

Larkin se puso de pie y alisó sus manos sobre el suave terciopelo. Tinsy
apoyó una mano en sus muñecas.

—Buena suerte, señorita.

Sorprendida por la repentina muestra de emoción, Larkin no pudo


pensar en una respuesta adecuada antes de que la chica huyera. Entró en la
mansión y cruzó el pasillo. Harben e Iniya estaban esperando junto a la puerta
principal. Al igual que Raeneth, con el bebé en una cesta a sus pies. Larkin
aún no sabía por qué venía la mujer.

—¿No es esto un poco peligroso para un bebé?

Raeneth recogió la cesta con expresión decidida.

—¿Crees que alguno de ellos estará a salvo si nos atrapan? —Dijo


Iniya—. No, tendremos éxito o fracasaremos juntos —Miró a Larkin
críticamente—. Déjame ver la cojera.

Larkin giró el pie hacia dentro y pisó la hoja exterior, dando pasos cortos
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para imitar la forma en que Nesha caminaba con su pie de palo. Iniya asintió
en señal de aprobación.

—Una ramera y una lisiada, además.


Larkin apretó los dientes mientras se ponía a su lado.

—Quizá si no nos hubieras dado la espalda, no nos habríamos visto


obligados a tomar esas decisiones.

Iniya levantó una ceja perfectamente arqueada y pintada.

—¿Ahora defiendes a la chica? Casi hace que te maten.

Larkin se apartó mientras la vergüenza, la humillación y el dolor se


encendían en su interior.

Harben la fulminó con la mirada.

—Se civilizada o cállate, madre —le espetó.

Iniya arrugó el ceño.

—¿Tienes noticias de Humbent? —Preguntó Larkin.

—No las tendremos hasta dentro de unos días —Iniya giró el clic, clic,
clic anunciando su retirada—. Oben está esperando.

Larkin se cuadró. Si alguien se daba cuenta de su engaño, lo pagaría


con su vida. Disparó su magia y murmuró para sí misma—: Pero acabaré con
todos los que pueda antes de irme.

Harben se volvió hacia ella.

—¿Qué fue eso?

Ella negó con la cabeza.

—Nada —Pasó cojeando junto a él. En el rellano, se detuvo. Por una


vez, era un día precioso. La brillante luz del sol se filtraba a través de las
hojas verdes de primavera. La corteza era negra y el musgo que crecía en la
cara norte era aún más brillante que las hojas.

Larkin podría haber crecido aquí. Crecer en la hermosa casa con los
árboles y los sirvientes. En cambio, había nacido y crecido en el barro de los
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campos de su familia y en las crecientes borracheras de su padre.

Vestido con una jerga marrón y con una espada de guardia en la cadera,
Tam se apoyó en un árbol. Asintió a Larkin y se subió a la parte trasera del
carruaje. Larkin sintió que la más mínima tensión se esfumaba. Vaciló un
momento antes de sentarse junto a su abuela. Su padre se sentó enfrente, y
Raeneth entró en último lugar. Oben les entregó la cesta.

Raeneth la sostuvo en su regazo. Kyden se chupó el labio mientras


dormía, frunciendo la boca adorablemente. Larkin apartó la mirada. No tenía
sentido encariñarse con el niño. Nunca debió tomarlo en brazos. Oben cerró
la puerta y el carruaje se puso en movimiento. Larkin se asomó a la ventanilla
para no mirar a ninguno de ellos.

Iniya resopló con disgusto.

—Deja de embobarte.

Larkin la ignoró.

—Recuerda para qué estamos aquí —dijo Iniya—. El libro y la tumba.


En cuanto hayamos cumplido esos objetivos, nos vamos.

Larkin la ignoró mientras el carruaje volvía a recorrer los pasos que ella
y Tam habían hecho sólo dos días antes. Esta vez, las puertas rojas del palacio
se abrieron de par en par. Decenas de personas entraron en tropel. Una niña
se adelantó al resto, con su cabello formando un halo rubio alrededor de la
cabeza. A Larkin le recordaba tanto a Sela, la antigua Sela, que se le llenaron
los ojos de lágrimas.

Echaba de menos a su madre y a sus hermanas pequeñas. Una parte de


ella también echaba de menos a Nesha o al menos a la amiga que solía ser.
Y Kyden. ¿Qué clase de vida tendría? Preparado por su cruel abuela para
convertirse en un Rey aún más cruel o desechado como los despojos. Pero,
aparte de secuestrarlo, Larkin no estaba segura de lo que se podía hacer al
respecto.

La multitud se amontonó al otro lado de la puerta. Oben gritó y la gente


se dispersó, lanzando miradas curiosas hacia ellos, probablemente tratando
de ver a la Reina Loca. Después de todo lo que había pasado Iniya, ¿podría
alguien culparla por volverse un poco loca?
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Apretando los dientes, Larkin estudió el amplio patio. Los vendedores


de comida se alineaban a tres lados del muro cortina. Se habían instalado
juegos alrededor, con hombres compitiendo en el lanzamiento de troncos.
Los niños jugaban a las herraduras. Los acróbatas daban volteretas por el
escenario, con los lazos del ahorcado moviéndose al viento detrás de ellos.
El olor a nueces tostadas y azúcar de arce llenaba el aire.

Por encima de todo estaba el magnífico palacio, con sus paredes


encaladas y sus torretas de cobre. Unos amplios escalones de piedra se
inclinaban hacia la puerta, que tenía incrustaciones de medias lunas de cobre
divididas por una gruesa línea. Estas puertas, rojas como las exteriores,
también estaban abiertas de par en par.

Los carruajes se alineaban en la grava blanca. La masa de gente en el


patio no se acercaba a menos de una docena de pasos de la grava, ni siquiera
miraba hacia el palacio. Era como si esa línea de grava blanca delimitara dos
mundos, y uno nunca pudiera tocar al otro.

A pesar del calor, Larkin se estremeció.

—¿Vivías aquí? —le preguntó a Iniya. La casa de la mujer había sido lo


suficientemente abrumadora. Esto... esto iba mucho más allá de lo que Larkin
podía imaginarse viviendo.

—El palacio de mi padre —La voz de Iniya temblaba, traicionándola.

El carruaje se detuvo bruscamente. Oben abrió la puerta. Larkin siguió


a Iniya. Harben, Raeneth y Kyden fueron los últimos. Tam bajó de la parte
trasera del carruaje y se puso al lado de Larkin.

—¿Listos para romper la maldición?

—Y si no lo hacemos, al menos nos podremos llevar a algunos druidas


con nosotros.

Sonrió

—Te he enseñado bien.

Como uno solo, subieron las estrechas escaleras. Dos druidas les
esperaban en la cima. Ojos Azules se inclinó. Mientras Cara Agria examinaba
su lista.
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—Dama Iniya, me temo que sólo tengo espacio para un invitado.

Iniya les lanzó una expresión altiva.


—Seguro que puedes encontrar unas cuantas sillas más para la heroína
de Hamel, mi propia nieta.

Las miradas de ambos druidas se dirigieron a Larkin. Larkin bajó los


ojos, exactamente como habría hecho Nesha.

—La heroína de Hamel —dijo Ojos Azules con asombro.

—Garrot no envió noticias de su... —Cara Agria se interrumpió


torpemente. Porque Nesha no era la esposa de Garrot. Los lisiados no podían
casarse—. Nesha —terminó con dificultad.

—Y su guardia, por supuesto —dijo Iniya.

Cara Agria miró a Tam.

—¿Guardia?

Tam apoyó el puño sobre su corazón y se inclinó.

—Acompañé a Nesha a la seguridad de los tiernos cuidados de su abuela


—Ojos Azules se atragantó con una carcajada y Cara Agria lo fulminó con
la mirada— y continuaré con mis funciones hasta que Garrot vuelva a su
lado.

Iniya miró a Ojos Azules como si memorizara sus rasgos para una futura
retribución. Se puso rígido, claramente preocupado. Debería estar más que
preocupado. Debería estar aterrorizado.

—Estoy seguro de que podemos encontrar un lugar para Nesha. Su


guardia tendrá que esperar junto a la pared con los sirvientes —El druida le
hizo un gesto a un niño y le susurró algo. El chico miró con ojos muy abiertos
a Larkin antes de volver a correr hacia el interior del palacio. Cara Agria les
hizo un gesto para que siguieran adelante.

Entraron en un gran vestíbulo con incrustaciones de cobre en el suelo.


Desde las altas ventanas de cristal de plomo, brillantes rayos de sol
atravesaban la sala, lanzando deslumbrantes chispas de arco iris sobre la
gente que se arremolinaba. Pero, a pesar de toda la grandeza, el espacio
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estaba sorprendentemente desnudo. Los tenues cuadros oscuros dejaban


entrever pinturas o tapices que habían adornado las paredes. Herencias
familiares, seguramente. ¿Qué habían hecho los druidas con ellos?
Un criado les hizo pasar a un enorme comedor, con una pared llena de
ventanas del suelo al techo. Las chimeneas adornaban cada extremo, y la
pared interior estaba tan desnuda como la anterior. En un extremo, se había
colocado una única mesa sobre una plataforma. Se habían colocado largas
mesas con platos sencillos de hojalata. De hojalata. Como si los druidas
quisieran demostrar que eran humildes.

Ridículo. Quitar los cuadros y comer de la lata no cambiaba el hecho de


que estaban en un palacio, o que servía a los druidas, y no al revés.

La sala ya estaba llena a rebosar de druidas con sus túnicas negras y sus
odiosas esposas. Los sirvientes se apresuraron a sentar a todos, parece que
el grupo de Larkin estuvo a punto de llegar tarde.

Estaba claro que Iniya lo había planeado así, ya que a su entrada se hizo
un silencio en la sala. Las miradas de los druidas fueron las que más se
detuvieron en Larkin, ya fuera porque su vestido púrpura, con su cuero
repujado, destacaba en una habitación llena de negro o por el falso
embarazo, Larkin no estaba segura. De repente, Larkin recordó que no era la
primera vez que fingía un embarazo. Tuvo que reprimir el repentino impulso
de reírse.

Todo el mundo se quedó mirando, pero nadie se acercó: Nesha era una
heroína, pero también una mujer caída. Nadie parecía saber cómo reaccionar.

Pasos resonantes. La multitud se desplazó, el maestro Fenwick se abrió


paso. De cerca, su abuelo tenía el aspecto de un hombre doblegado por un
inmenso esfuerzo que no lo había quebrantado. Su mirada asesina se fijó en
Harben incluso cuando se detuvo ante Iniya.

Iniya agarró su bastón con ambas manos.

—Ponle una mano encima y vivirás para lamentarlo.

—Lamento todo lo que tiene que ver contigo, Iniya Rothsberd —Los
ojos de Fenwick se desviaron hacia Larkin. Juró que el arrepentimiento
brillaba en sus profundidades.
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Una mujer mayor, con los ojos blancos y ciegos, apareció detrás de él,
con una sirvienta aleteando a su lado.

—Lo siento, Maestro. No se dejó convencer.


La anciana dio un paso más allá de Fenwick antes de que éste la cogiera
del brazo y la hiciera retroceder.

Ella inclinó la cabeza.

—Por favor, esposo. Haz que se vayan.

Larkin se puso rígida.

Harben se inclinó hacia Larkin y dijo en un susurro—: Fawna, tu otra


abuela. Tiene tanta espina dorsal como el pan empapado.

Larkin buscó algo de su madre en Fawna, algo de sí misma. Todo lo


que vio fueron nubes de derrota y desesperanza tras unos ojos reumáticos.
Fenwick se ablandó y la tomó bajo el brazo. Le susurró algo y le indicó al
criado que la llevara. Esta vez la mujer se fue de buena gana.

Fenwick la vio irse antes de rodearlos.

—Nesha, ¿verdad?

Larkin inclinó la cabeza.

—Maestro Druida.

Le miró el pie.

—Disfruta del baile —Giró sobre sus talones y alcanzó a Fawna.

No importaba lo que Nesha hubiera hecho, Larkin siempre detestaría a


cualquiera que se burlara de su pie retorcido.

—¿Todos en mi familia son tan odiosos?

—Si quieres compasión —dijo Iniya mientras empujaba a Larkin—


busca entre los campesinos.
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CAPÍTULO VEINTITRÉS

Un sirviente los condujo a una mesa cercana al frente, en el extremo


derecho. Las soperas estaban cargadas de platos con verduras de principios
de primavera: guisantes y espárragos frescos, patatas al ajillo, lechuga,
espinacas y coles. Larkin se sentó con Tam a un lado e Iniya al otro, Harben
y Raeneth frente a ellos.

Los sirvientes traían cerdos gordos y jugosos asados con manzanas y


cebollas; corderos asados con ajo fresco y adornados con ramitas de menta.
También había panes: panes redondos con un exterior crujiente y panecillos
blandos con una perfecta cubierta dorada.

Una mujer sirvió primero a Fenwick en la mesa alta antes de que el resto
de los sirvientes se desplazaran por el resto de la sala. Larkin tomó uno de
los rollos en sus manos. Unas volutas de vapor se elevaron cuando lo abrió.
Ya podía saborearlo. Mantequilla recién batida y conservas de fresa. Como
los que hacía Venna. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Los ancestros nos salvan, chica —susurró Iniya—. ¿Estás llorando por
el pan?

No. Lloró por una dulce niña que se había convertido en un monstruo,
un monstruo al que Larkin había metido una espada.

Larkin olfateó y devolvió el rollo.

—¿Cuánto tiempo más tenemos que quedarnos aquí?

—Lo suficiente como para que no sospechen —dijo Iniya entre dientes.

Frente a ellos, Raeneth hacía rebotar a su bebé con nerviosismo mientras


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Harben cargaba su plato con demasiados guisantes.

Al final de la sala, un Druida Negro estaba de pie ante la mesa de


Fenwick.
—Hemos sobrevivido a otro invierno con la bestia arañando nuestra
puerta y robando a nuestros más débiles, a nuestros más vulnerables como
los lobos raleando el rebaño. El bosque se lleva su diezmo, y nos quedamos
con los más fuertes, los mejores.

Sólo los Druidas Negros conocían la verdad del bosque. El resto se


mantenía bajo las sombras de la maldición al igual que el resto. Al menos,
así era antes. Pero ahora hasta el panadero había oído hablar de los flautistas.
El resto se debe estar cuestionando a los druidas ahora.

—¿Cómo puede Fenwick seguir repitiendo esa mentira? —murmuró


Larkin a Iniya.

—Si se corre la voz de que los Druidas Negros han estado mintiendo
durante siglos —Iniya dijo— el pueblo se volverá contra ellos. Se mantiene
la mentira o se hunde con ellos.

Fenwick levantó su copa.

—Para aquellos lo suficientemente fuertes como para resistir la llamada


de la bestia.

Arriba y abajo de las mesas, los druidas levantaron sus copas.

—Por el más fuerte —dijeron algunos con poco entusiasmo. Otros


refunfuñaron.

Fenwick estaba perdiendo el apoyo de sus druidas. Tal vez a Iniya le


sería más fácil tomar el control de lo que habían pensado.

Sin querer parecer nerviosa, Larkin se obligó a comer unos cuantos


bocados. El cerdo estaba delicioso, pero se le revolvió el estómago en cuanto
tragó. Se obligó a comer unos cuantos bocados de cada plato, y la comida
se le hizo cada vez más pesada en el estómago.

—La heroína de Hamel —gritó alguien. Larkin levantó la vista para ver
a un hombre que estaba de pie a tres mesas de distancia y alzaba su copa
hacia ella—. Cuéntanos lo que realmente ocurrió en Hamel. Cuéntanos la
historia de cómo resististe a la bestia y escapaste de su oscuro encanto.
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Tragó, con el estómago revuelto.


—¿Es cierto que la bestia no es una bestia, sino hombres? —preguntó
un joven druida—. ¿Que los hombres se han llevado a nuestras hermanas?

Larkin miró alrededor de la sala, los druidas deslizaban expresiones


cómplices entre sí. En algún momento, habían descubierto la verdad.
Conocían el secreto del Druida Negro: la bestia no era una bestia en absoluto.

Fenwick se puso en pie, con el chirrido de su silla. Se inclinó sobre la


mesa y miró a los druidas con una expresión estruendosa.

—El Bosque Prohibido siempre ha sido bueno guardando sus secretos,


secretos que un individuo sólo podría conocer después de los Ritos Negros.
El hecho de que el bosque haya decidido repentinamente revelar algunos de
sus secretos no cambia nada.

—¡Merecemos la verdad! —gritó un druida.

Fenwick miró al hombre.

—Entonces deberías haber seguido a tus compañeros al bosque.

Los hombres refunfuñaron.

—Todavía no ha vuelto ninguno de los candidatos, ¡ni uno! —gritó un


hombre indignado.

Fenwick dio un golpe en la mesa.

—Siempre ha sido así. Siempre debe ser así. Si no me creen, pregúntenle


a mis compañeros Druidas Negros. Ahora quédate quieto o serás expulsado.

La mayor parte de los gritos se convirtieron en gruñidos. Tres hombres


continuaron. Los Druidas Negros ataron a los tres con grilletes y los
escoltaron fuera. Fenwick se sentó con un resoplido, con la cara roja de furia.

Los sirvientes trajeron gruesas porciones de tarta de manzana,


probablemente hechas con las últimas manzanas del invierno, y una gruesa
porción de crema de leche deslizándose por la parte superior. No se dieron
cuenta de que Iniya sustituía su rebanada por una que había estado escondida
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en la cesta de Raeneth.

Iniya lanzó un grito de indignación y sacó un ratón del interior de su


tarta. Empapado de jugos, con un trozo de manzana cayendo de su pata,
parecía que había sido horneado en su interior. Hombres y mujeres jadearon
horrorizados y apartaron su pastel. El rostro de Iniya palideció, su labio
tembló de indignación. Agitó el ratón en dirección a Fenwick.

—Pensaría que los druidas intentan matarme por segunda vez, si no


comieran ellos mismos la misma bazofia.

Fenwick puso los ojos en blanco.

—Ninguno de nosotros intentó matarte la primera vez, Reina Loca.

Iniya tiró el ratón sobre la mesa y se amordazó, con un pañuelo de


encaje sobre la boca. Intentó ponerse en pie y se dejó caer en la silla. Miró
fijamente a Larkin.

—No te quedes ahí mirando, chica. ¿No ves que necesito ayuda? —
Volvió a amordazar a Larkin.

Larkin le agarró el codo huesudo y la ayudó a ponerse en pie. No habían


dado ni dos pasos cuando un criado las interceptó, con las manos retorcidas.

—Lady Iniya, debo pedirle que tome asiento. El banquete...

—Ese ratón... —Ella tuvo arcadas y vomitó sobre sus zapatos. Él saltó
hacia atrás, con la cara retorcida por el asco. Las sillas se apartaron.

Algunos retrocedieron sobre sus pies para alejarse de ellos.

Larkin sintió una presencia detrás de ella. Tam levantó a la anciana.

—¡Encuentra un lugar donde ir, hombre!

El sirviente miró a Fenwick. Con cara de disgusto, el Maestro Druida le


hizo un gesto para que siguiera adelante. Detrás de ellos se oyó un agudo
graznido. La cara de Kyden enrojeció, sus brazos y piernas se agitaron
mientras gritaba. La parte delantera del vestido blanco de Raeneth se
humedeció y se transparentó con la leche.

Se puso en pie y se apresuró a seguirlos mientras Harben tomaba


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tranquilamente otro bocado de pastel. El criado los condujo por un amplio


pasillo hasta la puerta más cercana, a lo que parecía una sala de estar.
—Necesito un lugar para recostarme, incompetente imbécil. ¿Supones
que las sillas de madera de tu amo serían suficientes? —Ella se amordazó de
nuevo.

El criado dio un salto hacia atrás, alarmado.

Iniya agitó su pañuelo hacia una puerta situada cuatro habitaciones más
abajo.

—Esa tiene un lavabo y una cama, si no recuerdo mal.

Sin esperar el permiso del hombre, Tam se dirigió hacia ella y abrió la
puerta con el hombro. Era un dormitorio, con una alegre chimenea situada
entre dos grandes ventanas. Las paredes estaban revestidas de gruesos
paneles.

Tam colocó a Iniya suavemente sobre la rica colcha de terciopelo de la


cama. De espaldas al criado que estaba en la puerta, Raeneth sacó una manta
manchada de caca de bebé, la puso sobre Kyden y se volvió hacia el criado.

—¡Oh! No he traído una de repuesto.

Palideció mientras salía por la puerta, con la mano tanteando el pomo.

—Le traeré unos cuantos cubos de agua. Los dejaré fuera —Cerró la
puerta con firmeza tras de sí.

Todos contuvieron la respiración, esperando que algo saliera mal.


Entonces todos se movieron a la vez. Iniya saltó de la cama. Raeneth cogió
almohadas de las sillas y las metió bajo las mantas con la forma básica de la
delgada figura de Iniya. Larkin corrió las pesadas cortinas, sumiendo la
habitación en la sombra.

Raeneth descargó el cesto de mantas en el que estaba acostado Kyden


y le entregó a Larkin una bolsa de antorchas, así como un guardapolvo.
Raeneth clavó una antorcha en la chimenea y vio cómo se incendiaba.

—¿Para qué es esto? —Larkin sostuvo la bata.


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—Póntela —Iniya se detuvo en la esquina de la habitación y pulsó un


pestillo en el panel de madera. El panel inferior giró hacia fuera, revelando
una estrecha abertura apenas lo suficientemente ancha para una persona
delgada. Una brisa húmeda que olía a mineral y a abandono subía desde
abajo.

Iniya miró a Tam de arriba abajo.

—La biblioteca está en el último piso, en la torre noroeste. Debería estar


sin personal, pero si alguien pregunta, diles que Garrot te envió a buscar un
libro. Si no te creen, muere sin delatarnos.

¿Y si pasaban por todo esto y nunca encontraban el diario de Eiryss o


su amuleto de ahlea? O peor aún, ¿y si los encontraban y no revelaban nada?
Larkin no podía soportar equivocarse, no después de todo lo que había
arriesgado.

—Que no te pillen —dijo Larkin sin aliento mientras se ajustaba el


blusón, se sacaba el relleno de la barriga y se echaba la bolsa de antorchas
al hombro—. Y no te mueras.

Tam se despidió y se fue.

Iniya entregó a Larkin su bastón.

—Ve tú primero. Agárrame si me caigo.

Es más probable que ambas caigan a la muerte.

—¿Estás segura de que puedes manejarlo?

Iniya sacudió con fuerza la cabeza.

—Nunca lo encontrarás sin mí —Dejó caer la antorcha, el fuego casi se


apagó antes de que cayera a un piso de profundidad.

Larkin echó una mirada dudosa a la escalera: ¿cuántas décadas había


permanecido en la húmeda oscuridad? Por lo menos, parecía robusta. Se
armó de valor, se balanceó y empezó a bajar.

—Quédate en el baño —dijo Iniya a Raeneth—. Haz muchos ruidos


desagradables si alguien entra.
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Iniya se abalanzó sobre Larkin y cerró la puerta del panel, sumiéndolos


en la sombra. Larkin bajó, bajó y bajó. Mantuvo la mirada en la antorcha
humeante hasta que entró en el centro de una habitación del tamaño de su
cabaña en Hamel. Unas estanterías llenas de polvo, comida podrida y barriles
de vino dominaban un lado. En el otro, una cama hundida y en ruinas. En el
techo había una docena de aberturas más, aunque la que habían bajado era
la única con una escalera. El aire era pesado, se asentaba en lo más profundo
de los pulmones de Larkin. Aparte del olor grasiento de la antorcha, la
habitación olía a madera podrida y a moho.

—¿Qué es este lugar? —Preguntó Larkin.

—Padre me hizo practicar para llegar a su agujero de cerrojo una docena


de veces a la semana —jadeó—. Muchas habitaciones del palacio tienen
puertas secretas que conducen aquí.

—¿Y Fenwick no lo sabe?

Iniya le quitó el bastón a Larkin.

—Eso pasa por robar un palacio que no es tuyo: no sabes dónde están
los pasadizos secretos.

Entonces, ¿por qué Iniya y su familia no se habían escondido aquí?


Larkin quería preguntar, pero las palabras se sentían pegajosas e imposibles
de pronunciar en su boca.

Iniya señaló una de las paredes laterales de ladrillo gris.

—Pon tu hombro en ella.

A Larkin le pareció una pared sólida. Pero entonces, también lo eran los
paneles. Apoyando los pies, empujó. No pasó nada.

—¡Empuja más fuerte, chica!

Apoyando los pies, Larkin empujó con todas sus fuerzas. El muro cedió
con un grito impío. Admiró el pivote central y la mampostería de los lados
que disimulaba hábilmente la abertura. Tomó la antorcha y se adentró en una
caverna llena de filas y filas de sarcófagos, cada uno con la imagen del
habitante en la cima de la juventud tallada en la parte superior. Tres siglos
de descendencia de Eiryss. Los antepasados de Larkin.
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Larkin quitó las telarañas del camino. Una gruesa capa de polvo cubría
las tumbas, fácilmente tan gruesa como su dedo. Detrás de ella había una
sólida puerta de madera con las bisagras oxidadas.
Nadie había estado aquí abajo en mucho, mucho tiempo.

—Nadie que cuide de nuestros ancestros —La voz de Iniya temblaba.


Limpió la suciedad de la cara de un hombre y una mujer—. Cuando llegue
mi hora, debería tener un lugar junto a mis padres y mis hermanos —Tres
sarcófagos de tamaño infantil y tres de tamaño adulto yacían junto a sus
padres. Siete niños. Sólo uno había sobrevivido.

Iniya resopló.

—Fenwick no me dejará. No se arriesgará a elevar a mi familia


enterrándome aquí —La anciana se removió entre las tumbas, las telarañas
polvorientas cubrían su bata, por eso las habían traído—. En cada equinoccio,
nuestra gente traía velas, hasta que toda la caverna brillaba como las estrellas.

Iniya se detuvo ante la tumba más alejada. Larkin limpió décadas de


polvo, dejando al descubierto el mármol blanco. En la tapa estaba tallada la
imagen de la mujer que Larkin había visto en su visión, hasta su cabello
suelto y su débil barbilla.

—Esta es ella —respiró.

—Eiryss —aceptó Iniya—. La primera Reina de las Ciudades Unidas del


Idelmarch.

Larkin raspó el polvo del cuello de la mujer. Efectivamente, llevaba un


amuleto tallado con la forma de la flor de ahlea. En algún momento, Pennice
había llegado a esta cámara y había visto estas tumbas.

Larkin hizo flamear su espada, que había cortado las enredaderas sin
siquiera moverlas. A dos manos, la levantó por encima de su cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Iniya.

Larkin se balanceó en la parte superior de la tumba, justo por encima


de la cabeza de la talla. Sus ojos se cerraron en el último momento. La espada
atravesó el mármol como si fuera una gruesa barra de pan. La parte superior
de la tumba fue cortada casi por completo.
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Iniya la agarró del brazo; era más fuerte de lo que parecía.

—¡Este lugar es sagrado!


Larkin agarró la parte delantera de la bata de la mujer con sus sucias
manos.

—¿Quieres el apoyo de los flautistas? Este es el precio. No he venido a


presentar mis respetos a los muertos. He venido a llevarme algo.

La traición brilló en los ojos de la mujer mayor.

—Nunca ames a nadie, Larkin. No confíes nunca en ellos. Sólo te harán


daño.

Como Larkin acababa de herirla. Larkin la soltó como si el toque de la


anciana la hubiera quemado.

—Eiryss me lo dejó para que lo encontrara. No la deshonro tomándolo.

—¿Dejar qué? —Preguntó Iniya.

En lugar de responder, Larkin volvió a balancearse. La tapa se tambaleó.


La empujó, la piedra destrozada rechinó al caer con un golpe y una explosión
de polvo.

Larkin se arrodilló y miró dentro. Estaba muy oscuro. Metió con cuidado
su reluciente espada. Ninguna tela podrida. Ningún esqueleto sonriente. Y
ciertamente ningún amuleto de Ahlea.

—Vacío —jadeó Larkin. No puede ser. Quitó la antorcha de las manos


de Iniya y la arrojó al espacio que resonaba—. ¿Cómo puede estar vacío?

La única respuesta fue el clic, clic, clic de Iniya. Larkin se apresuró a


alcanzarla.

—Tiene que haber algún error. Esa no puede ser la tumba de Eiryss —
Pero Larkin había visto el rostro tallado de Eiryss con sus propios ojos—. Si
Eiryss no está aquí, ¿dónde está?

Iniya se deslizó en la cámara.

—Cierra la puerta.
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Larkin se congeló en su sitio.

—No. No, no puedo fallar. No puedo volver con las manos vacías, no
después de todo.
—Sea lo que sea lo que buscabas, no lo necesitas —Iniya finalmente se
dignó a mirarla—. Toda mi vida, he vivido con un solo propósito: destruir a
los druidas. Y lo haré, lo juro por mi vida y la de toda mi posteridad.

Larkin resopló.

—No tienes derecho a jurar nada sobre mi vida, vieja.

—Larkin, Iniya, dense prisa —siseó Raeneth desde arriba.

Iniya subió con dificultad los peldaños. El sonido de los golpes resonó
en el túnel.

—Debo insistir en que nos dejen entrar —dijo una voz apagada.

—Un momento, señor —dijo Raeneth con calma—. La dama no está


del todo vestida.

—Llevas cinco minutos diciendo eso —refunfuñó alguien—. He traído


al sanador. Ahora déjanos entrar.

A cinco peldaños de la cima, Larkin empujó con su hombro la grupa de


Iniya y la empujó. Raeneth se agachó y enganchó sus brazos bajo los de
Iniya. Entre las dos consiguieron sacarla del pasillo. Larkin se deslizó fuera y
empujó la puerta del panel con el pie.

Raeneth le quitó la bata de Iniya y la arrojó al fuego. Larkin no podía


creer que estuvieran desperdiciando una tela valiosa, pero era mejor
desperdiciarla que ser descubiertas y tener que explicar qué hacían con ella.
Echó la suya encima de la de Iniya, se lavó la cara y las manos en un cubo y
se pasó las manos húmedas por el pelo polvoriento.

—¿Cómo estoy? —preguntó Larkin a Raeneth.

Ella levantó la vista de donde pasaba un paño húmedo por el pelo de


Iniya.

—Te faltaron algunas telarañas en la parte de atrás.


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—Abran la puerta —exigió alguien desde fuera.

—Déjenme en paz —jadeó Iniya en voz alta. Su rostro estaba pálido y


brillante por el sudor.
Raeneth recogió las telarañas del pelo de Larkin. Juntas, tiraron el agua
por el agujero del lavabo. Se apresuraron a volver a la habitación, y Raeneth
jadeó—: ¡Larkin, tu barriga!

Larkin maldijo y se metió la almohada por delante del vestido. Nada


más colocarla, la llave giró en la cerradura y Fenwick irrumpió con dos
druidas y un hombre vestido de sanador.

El sanador fue al lado de Iniya y se arrodilló ante ella mientras gemía.


Raeneth recogió inmediatamente a su bebé y se arrinconó.

Larkin se cuadró ante Fenwick, su magia era una picazón que no se


atrevía a rascar.

—Ya que claramente no somos bienvenidos a descansar en el palacio,


insisto en que nos ayuden a llevar a Iniya a casa.

—En efecto, parece que no está bien —dijo el sanador.

—Recójanla —dijo Fenwick—. Y asegúrense de que la lleven a casa.

Uno de los druidas la levantó.

—Quítame tus asquerosas manos de encima —jadeó Iniya.

Harben entró en la habitación.

—Yo la llevaré.

La mirada entrecerrada de Fenwick se desvió hacia Larkin.

—¿Dónde está tu otro amigo?

Así que no habían encontrado a Tam.

—Fue a buscar nuestro carruaje.

Fenwick la observó, claramente sin creer una palabra de lo que decía.

—¿Has visto alguna vez a los druidas impartir justicia?


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¿La estaba invitando a las ejecuciones o la estaba amenazando?


Probablemente ambas cosas.

Iniya agarró el brazo de Larkin, clavando las uñas


—Necesito a mi nieta conmigo.

Fenwick los siguió hasta el pasillo y observó cómo se marchaban, con


un fuerte presentimiento en su oscura mirada.

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CAPÍTULO VEINTICUATRO

Larkin no podía evitar sentir sensación de que algo iba mal. Esa
sensación se hizo más fuerte cuando salió del palacio un paso detrás de
Harben con Iniya, Raeneth y Kyden.

La plaza estaba llena a rebosar. Los niños mayores abarrotaban los


árboles; los más pequeños se sentaban sobre los hombros de alguien. El aire
olía a nueces tostadas, los druidas las repartían en bolsas grasientas. Las
cáscaras blancas aplastadas cubrían el suelo bajo sus pies. La multitud
abucheaba, daba codazos y empujones. A lo largo de la pared, a la derecha
de Larkin, había una larga fila de hombres, e incluso un par de mujeres,
encadenados que esperaban morir ante una multitud que pedía su sangre.

Larkin ya había experimentado esta excitación frenética, el día en que


su propio pueblo se había vuelto contra ella y había pedido su muerte en la
horca, ahogada o en el fuego. El sudor frío se apoderó de su frente y
descubrió que no podía moverse, que apenas podía respirar.

El mundo se balanceaba, los detalles se perdían en la nada que se


abalanzaba sobre ella desde abajo. Una mano se cerró sobre su brazo. El
rostro de Tam apareció ante ella. Los demás esperaban al pie de la escalera.
Raeneth abrazaba a su bebé con fuerza, quizá no era tan mala madre después
de todo. Iniya estaba en brazos de Harben, mirando a Larkin.

Tam la sacudió.

—El carruaje no puede pasar. Quédate detrás de mí.

Ya no era el bromista, ni la alegría. Su rostro de elfo había cambiado a


todos los ángulos duros y una expresión severa. Él también lo sintió.
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Algo iba mal.


—¿Me oyes, Larkin? Quédate justo detrás de mí —Ella asintió
débilmente. Puso su mano en la espalda—. Agárrate a mi camisa. No la
sueltes.

Apretando la tela en su mano, ella le siguió mientras él bajaba a toda


prisa los escalones y los demás les seguían. Se metieron en la multitud, que
había logrado romper la barrera invisible entre el druida y el idelmarquiano,
derramándose sobre la grava blanca. Tam dio codazos, empujones y miradas.
De la nada, un puño conectó con su cara. La cabeza de Tam se echó hacia
atrás.

Los idelmarquianos no amaban a los druidas. Les temían. Pero en este


momento, no temían nada. Por eso los druidas repartían nueces tostadas para
apaciguar a la multitud y se mantenían en lo alto de las almenas por
seguridad. Sabían que esta multitud estaba a un paso de convertirse en una
turba.

—Sigan moviéndose —Los dientes de Tam estaban ensangrentados, un


chorro goteaba de su barbilla. Apenas parecía darse cuenta.

Larkin miró hacia atrás para asegurarse de que Raeneth y Harben


estaban detrás de ella. No lo estaban. De repente, la empujaron con fuerza
desde un lado y perdió el control sobre Tam. Se tambaleó y habría caído si
la presión de los cuerpos no la hubiera mantenido en pie. Esa misma presión
formó una corriente que la dejó incapaz de poner los pies debajo de ella.

Luchó por mantenerse erguida, por recuperar el equilibrio, por encontrar


a Tam, cuando se topó con un pecho duro. El apuesto guardia de la puerta
principal, Ojos Azules la envolvió en un fuerte abrazo.

Sonrió, mostrando demasiados dientes.

—La heroína de Hamel y la puta de Garrot.

Ella empujó, pero él sólo apretó más. Una de sus manos la rodeó,
cogiendo su trasero y tirando de ella hacia él para que el falso vientre le
presionara con fuerza.
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—Ni siquiera su hijo, ya que lleva menos de un par de meses —


Retrocedió, arrastrándola con él hacia los establos—. Vamos, ¿qué es un
revolcón más en el heno cuando ya has...?
La magia de Larkin se encendió. Pero no podía usarla, no aquí. Se agarró
a los hombros de él para estabilizarse y le clavó la rodilla en la entrepierna.
Él gruñó y se encorvó hacia delante. Ella le agarró las orejas, tiró hacia abajo
y le clavó la rodilla en la nariz.

Sintió un crujido húmedo, la sangre resbalando por su espinilla. Pero ya


se había ido, desplazándose instintivamente a una zona menos concurrida.
La multitud la escupió. Aterrizó en unas patatas podridas, el olor y la baba
le provocaron arcadas. Durante un momento, se quedó tumbada, respirando
la podredumbre y el horror porque no podía moverse.

—¿Larkin? —dijo una voz masculina.

No Nesha. Alguien la había llamado por su verdadero nombre. Levantó


la cabeza. Ante ella estaba el largo muro donde estaban encadenados los
prisioneros. Estaban cubiertos de podredumbre, la suciedad y la desolación
que llevaban los hacía casi indistinguibles unos de otros. La gente se
agrupaba alrededor de los condenados, llorando y suplicando.

Un preso se tambaleó hacia ella y se desplomó. Ella retrocedió. Hasta


que sus ojos se fijaron en los de ella, un anillo marrón oscuro que rodeaba
el ámbar. Su rostro era aún más pálido de lo normal, su pelo negro graso y
lacio. También estaba más delgado, con los huecos de las mejillas esculpidos
en su orgulloso rostro.

—¿Bane? —jadeó ella.

Las manos de él bajaron a su hombro.

—Sabía que vendrías por mí. Lo sabía.

¿Venir por él? Al mismo tiempo, lo comprendió. Las cadenas en sus


muñecas y pies, Bane sería colgado... hoy. Colgado por matar druidas para
salvar su vida. Pensó que ella estaba aquí para salvarle.

La culpa era una brasa ardiente en su pecho. Un millar de recuerdos


rugieron en su interior, pero dos flotaron en la superficie y se mezclaron en
uno solo. Estaba de nuevo en el río. El agua fría se deslizaba a través de su
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ropa y su pelo, pasando por su garganta y llegando a sus pulmones. Un


druida se situó sobre ella. Su hacha se dirigió hacia su cabeza.
De repente, Bane estaba allí, matando al druida, sacándola del río y
empujándola hacia Denan. Los retendré todo lo que pueda. Solo, se había
enfrentado a los druidas que se les echaban encima mientras Denan la había
cogido en brazos y corría.

Las manos de Bane se apretaron en sus hombros. La esperanza en sus


ojos casi la mata. Esperaba un ejército o al menos un plan. Ella ni siquiera
había sabido que él estaba aquí.

No lo había sabido.

—No puedes, Larkin —Bane apagó su esperanza, la mató con un duro


parpadeo—. Es una trampa. Tienes que huir.

Su mente salió de la desesperación el tiempo suficiente para registrar


sus palabras.

—¿Una trampa?

—Están esperando a que intentes liberarme. Tienes que irte.

Se acercó a las esposas, con sus sellos zumbando bajo los guantes. Podía
liberarlo fácilmente. Sólo un poco de magia. Una astilla en lugar de una
espada. Nadie lo vería. Ella podría fundirse en la multitud de una manera, él
de otra.

Bane agarró su mano por encima de su sello, lo que impidió que se


formara.

—No lo hagas.

—Bane...

—Los druidas están observando, esperando que alguien intente


rescatarme. Estamos rodeados. No hay ningún lugar al que pueda ir.

—Pero...

—Garrot te encontrará.
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Ella se congeló. ¿Garrot estaba aquí? Entonces la trampa no era para


cualquiera. Era para ella. Y Garrot no se dejaría engañar por un pelo teñido
y un vestido elegante.
Denan le había dicho que tendría que aprender el equilibrio entre la
lealtad y la autopreservación. Incluso con un ejército, no podría salvar a Bane,
no a tiempo. Sólo podía morir con él y no podía hacerle eso a Denan.

Bane debió de verlo en sus ojos, porque los escasos restos de esperanza
que le quedaban se apagaron como una luz destripada. Cerró los ojos, con
la mandíbula apretada como si no pudiera soportarlo.

—No me veas morir.

Apretó un beso salado con sus lágrimas en su mejilla.

—Te quiero —No de la forma en que quería a Denan. Pero todavía lo


quería.

Ella se apartó de él. Sus manos sostuvieron la forma de las de ella antes
de alejarse lentamente. Ancestros, ella lo estaba dejando morir. Ahogando
un sollozo, se volvió hacia la multitud, empujando y abriéndose paso hacia
la puerta.

No había dado ni media docena de pasos cuando dos hombres le


cerraron el paso, con la mirada fija en ella como un cazador que avistara a
su presa. Giró a la derecha. Dos más la bloquean. Giró hacia la izquierda.
Dos más: Ojos Azules y Cara Agria.

El empujón de la multitud, el hecho de que Ojos Azules la agarrara,


nada de eso había sido un accidente. La habían separado de los demás, la
habían arreado. Ellos querían que encontrara a Bane.

Ellos no. Él. Garrot.


Su magia ardía, pero no la sacó. No hasta que tuvo que hacerlo.

—¿Qué quieren?

Seis de ellos convergieron sobre ella. Desde detrás de ella, Bane maldijo.
La multitud se alejó de los druidas como si fuera repelida. Unos pocos, a una
distancia segura, pidieron su muerte.
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Ella se tensó, esperando. Y entonces Garrot se interpuso entre un par


de druidas.

—Hola, Larkin.
No parecía sorprendido. Casi como si hubiera sabido que ella estaba
aquí todo el tiempo. Por supuesto que lo sabía. Los druidas conocían su
identidad desde el principio. Bane tenía razón, era una trampa. Y ella había
caído en ella, pero no por la razón que los druidas sospechaban.

El miedo estalló en su interior, cubriendo su lengua de forma tan espesa


que no podía tragar. Enardeció sus sellos y se puso en posición de combate
detrás de su escudo. La multitud jadeó al ver sus armas mágicas. La gente
murmuraba, algunos con confusión, otros con miedo, otros con asombro.
Este no era el espectáculo que habían venido a buscar, y estaba claro que no
habían decidido de qué lado ponerse: del suyo o del de los druidas.

Garrot y sus hombres avanzaron hacia ella. Como quería tener el muro
a su espalda, retrocedió, pasando la línea de patatas podridas, hasta situarse
hombro con hombro con Bane. También extendió su escudo frente a él.
Desesperada por escapar, se arriesgó a mirar hacia arriba, hacia el alto muro
de la cortina. Las siluetas de los druidas se veían negras contra el azul
brillante del cielo, y todos ellos la observaban.

—Oh, Larkin —susurró Bane—. Lo siento mucho —Lo sentía porque


pensaba que ella moriría con él.

Una flecha cayó sobre la tierra compactada a los pies de Bane. Él siseó
y se sacudió, con la mano sobre la oreja, la sangre brotando entre sus dedos.
Ella no había pensado en protegerlos desde arriba. Amplió su escudo hasta
rodearlos.

Garrot gritó a los druidas de la pared.

—¡Retírense!

Una docena más de Druidas Negros se abrieron paso entre la multitud


para formar un semicírculo alrededor de Garrot. Dieciséis druidas, todos ellos
armados con báculos, se detuvieron justo detrás de su escudo.

—No puedes mantener tu escudo para siempre, Larkin. Ríndete.

Larkin esperaba que dondequiera que estuviera Tam, dondequiera que


estuviera su odiosa familia, estuvieran lejos de aquí y no intentaran volver a
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por ella. Se lamió los labios.

—Concede a Bane su libertad y yo lo haré.


—Larkin, esto no es por lo que he sacrificado mi vida —susurró Bane.

—No estás en posición de negociar —dijo Garrot.

—¿No lo estoy? —Miró con atención a los druidas que le rodeaban—.


Tú mismo has dicho que me quieres viva. ¿Cuántos estás dispuesto a perder
para llevarme?

Garrot gruñó.

—¿Viva? No por mucho tiempo.

Si iba a morir hoy... Le dedicó una mirada a Bane y sonrió.

—Nos llevaremos a todos los que podamos —¿No le había enseñado


eso Tam?

Él le devolvió la sonrisa.

—Mejor caer luchando.

Cortó el centro de las cadenas de Bane. Él agarró los eslabones e intentó


un golpe experimental, las cadenas se estremecieron contra su escudo,
haciéndolo ondular. Ella ignoró el débil eco del dolor.

—Voy a pulsar mi magia —murmuró—. Los lanzará. Elimina a todos


los que puedas y luego retírate a la pared —Él asintió con un gesto seco.

Ella pulsó y lanzó a los druidas hacia atrás una docena de pies. Cargó,
apuntando a Ojos Azules. De espaldas, logró levantar su escudo. Su espada
cortó fácilmente la madera dura y luego la carne. Ella se tensó por un pulso
de arrepentimiento, nunca había matado a un hombre.

Lo único que sintió fue satisfacción.

El hombre que estaba a su lado murió con la misma rapidez. Entonces


los druidas se levantaron. Tres cargaron contra ella, uno en su frente y dos
en sus flancos. Consiguió bloquear el golpe de uno, y su espada se deslizó
fácilmente a través del escudo del otro. Demasiado tarde para esquivar el
golpe del tercero, se preparó para el impacto. Las cadenas de Bane golpearon
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el pecho del druida. El bastón del hombre golpeó su espalda con la mitad de
la fuerza original. Sin embargo, sus pulmones se congelaron, negándose a
respirar. Se tambaleó. Media docena de druidas se abalanzaron sobre ella.
Sus manos fueron colocadas detrás de su espalda.

Sin opciones, se lanzó, y la onda expansiva los lanzó a todos. Aterrizó


con fuerza, los bordes de su visión se oscurecieron. Bane yacía aturdido a su
lado. Un druida se situó sobre ellos, con la espada apuntando a Bane.

Aspirando aire en sus espasmódicos pulmones, apuñaló y extendió su


escudo alrededor de ellos. Jadeó y respiró con fuerza, y la oscuridad dio paso
al color y la luz. Bane llegó a su lado. Sangraba por numerosas heridas, la
peor de ellas mancha de sangre su cintura.

—¿Estás bien?

Consiguió asentir con la cabeza.

Aliviada tocó su rostro y él se encorvó, con la cara llena de ceniza. Los


druidas también se reagruparon, y más de ellos se abrieron paso entre la
multitud. Bane había logrado agarrar una espada y un escudo. Extendió sus
cadenas y ella las cortó en el primer eslabón.

—¿Cuántas veces más puedes hacer el pulso? —él preguntó.

Su magia ya se sentía débil.

—Eso fue todo.

Bane se estremeció.

—Muy bien, entonces —Le dio un beso en la boca. Ella se quedó


paralizada, demasiado sorprendida para reaccionar de una forma u otra. Él
se retiró con la misma rapidez—. Antes de que pierda demasiada sangre.

Ella lo miró fijamente. Este hombre valiente y arrogante. Nunca habrían


durado, no con sus maneras de mujeriego, pero ella lo seguía amando. Y si
iban a morir... Bueno, había formas peores.

Se cuadró junto a él y soltó su escudo. Dos docenas de druidas se


abalanzaron sobre ellos. Consiguió derribar a tres de un solo golpe antes de
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que la abordaran. Le doblaron los brazos cruelmente a la espalda, le ataron


las muñecas para que no pudiera usar sus sellos. Su espada y su escudo se
apagaron. Un druida la levantó.
Bane había sido atado con la misma fuerza. Garrot rodeó el cuello de
Bane con su brazo y retrocedió, arrastrando a un debilitado Bane por las
escaleras hasta el escenario. Larkin se lanzó tras ellos, pero fue empujada
hacia atrás, con los hombros gritando de dolor.

Garrot rodeó el cuello de Bane con la soga. No quería suplicar por la


vida de Bane, no cuando sabía que Garrot no se la daría. No quería darle esa
satisfacción. Sin embargo, una palabra salió de su garganta.

—¡No!

Garrot la miró fijamente, con una expresión de odio. Y regresó a aquel


horrible día: el día en que los druidas la habían arrastrado por las escaleras
hasta la horca. Había tropezado. Garrot la había empujado y ella había caído
de rodillas. La multitud había gritado por su muerte.

Bane la había salvado. La apartó de la multitud enloquecida y la empujó


hacia una ventana del segundo piso mientras le gritaba que corriera. Y ella
lo hizo. Corrió tan rápido como pudo hacia el Bosque Prohibido, donde se
enamoró de otro hombre. Cuando Bane había venido por ella, ella sólo se
había ido con él para salvar su vida.

A pesar de todo, Bane había arriesgado una vez más su vida para salvar
la de ella. Ahora estaba muriendo por esa elección, muriendo por ella. Y a
pesar del poder que la recorría, no podía salvarlo, no como él la había salvado
a ella.

—No mires —dijo Bane.

Garrot respiraba con dificultad.

—Haz que mire.

El druida que la sujetaba le clavó la nuca en el pecho. Bane sacudió la


cabeza y dijo—: No mires.

Seguía intentando protegerla. No quería que ella tuviera ese recuerdo


de él para cargarlo el resto de su vida. Pero ella lo llevaría con gusto, para
que él no estuviera solo en estos últimos momentos.
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—Por favor —dijo él, con la súplica en su rostro... Ella cerró los ojos.
Era lo mejor que podía darle. No iba a asistir a su muerte, pero tampoco iba
a dejar que la afrontara solo.
Esperó, temiendo el momento en que la trampilla se rompiera. Cuando
llegó, ni siquiera los gritos de la multitud pudieron ahogar el crujido del
cuello de Bane. Y entonces tuvo que ver. Tenía que saber si realmente había
sucedido. Abrió los ojos, sólo por un momento. Fue suficiente para grabar la
imagen en su memoria para el resto de su vida.

Larkin cayó como si le hubieran cortado las rodillas. Los brazos del
druida la rodearon para evitar que cayera. No pude salvarte, gritó en su
cabeza, porque nunca le daría a Garrot la satisfacción de saber que tan
profundamente la había herido. Lo siento mucho. No pude salvarte

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CAPÍTULO VEINTICINCO

Larkin fue arrastrada a una resonante sala de dos pisos repleta de druidas
hasta la galería del segundo piso. En el extremo opuesto, Fenwick estaba
sentado en un trono sobre un estrado elevado. El trono de mi familia, se dio
cuenta. En unas sencillas sillas a cada lado de él estaban sentados tres druidas
negros, todos ellos mirándola con disgusto. Arrodillados y encadenados ante
el estrado, Harben, Raeneth e Iniya vieron cómo la arrastraban hasta la sala
y la empujaban al duro suelo de mármol. Sus rodillas ladraban de dolor, pero
éste no la afectaba realmente, no lo sentía.

—¿Dónde está Kyden? ¿Tam? —Preguntó Larkin.

Iniya sacudió la cabeza mientras Raeneth se lamentaba—: ¡Me lo


quitaron! Se llevaron a mi bebé.

—El niño está bien —dijo Fenwick con disgusto. No dijo nada sobre
Tam.

Ancestros, Larkin había jurado que Tam no moriría por ella. No. No
estaba muerto. No podía estarlo.

Fenwick suspiró como si estuviera cansado de todo el asunto.

—Iniya Rothsberd, has conspirado con los flautistas para liberar al


prisionero Bane de Hamel y has hecho una alianza con los flautistas para
retornar al poder. Lo primero ha sido presenciado bajo la mirada de docenas
de druidas de alto rango. Lo segundo fue confesado por tu propio hijo,
Harben Rothsberd, con la esperanza de que les perdonara la vida. No
sucederá. Sentencio a Iniya, Harben y Raeneth a muerte en la horca. Que se
ejecuten inmediatamente.
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¿Por qué le perdonaron la vida a Larkin? No era por piedad. No. Los
druidas tenían otro plan para ella. El miedo se le agolpó en las tripas.
Raeneth gritó y se desplomó, temblando y gimiendo. Harben se quedó
mirando a la nada. Iniya miró fijamente a Fenwick.

—Te acuso, Fenwick, del asesinato de mis padres y hermanos.

—No tienes autoridad aquí —dijo Fenwick.

—¡Tengo la autoridad de una Reina! —Iniya gritó con justa


indignación—. Una autoridad usurpada por los druidas.

La multitud murmuraba.

Fenwick miró a la gente.

—No escuchen a la Reina Loca.

—Reina Loca, ¡ja! —Iniya sacudió la cabeza—. Un insulto creado para


socavar mi autoridad. No estaba loca. Estaba sufriendo el asesinato de mi
familia, un asesinato que tú has planeado.

—Te he salvado la vida —gritó Fenwick.

—Sólo para que pudieras casarte con la familia real —escupió Iniya.
Larkin se tambaleó, demasiado aturdida y horrorizada para procesar lo que
había oído.

Fenwick hizo un gesto a los guardias, que levantaron a Iniya, Raeneth y


Harben.

—¡Sólo tenía diecisiete años! —Iniya gritó—. Exijo que te cuelguen.


Exijo que me devuelvan mi trono. Exijo... —Ella continuó enumerando
demandas que nunca se cumplirían. Todos iban a morir.

Larkin odiaba a su padre. Y, sin embargo, también lo amaba. Raeneth


había hecho cosas horribles. Y, sin embargo, era la madre de su hermano.
Los había ayudado arriesgándose mucho a sí misma. E Iniya... Ancestros,
¿qué había sufrido esa mujer? ¿Por qué Larkin no estaba con ellos?

—Por favor, abuelo —suplicó.


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Fenwick se estremeció y se negó a mirar hacia ella. Los guardias los


arrastraron a los tres hacia la puerta.
—Soy la legítima Reina del Idelmarch —gritó Iniya—. Todavía tengo
aliados, Fenwick. Se levantarán y...

Fenwick negó con la cabeza.

—Tus envejecidos señores están demasiado contentos con su riqueza y


sus herederos como para arriesgarse a un golpe de estado simplemente para
volver a las viejas costumbres.

Larkin luchó contra los druidas que la sujetaban.

—¿Ha olvidado quién soy, Maestro Fenwick? Soy la Princesa del


Alamant. Una agresión contra mi familia es una agresión contra mí.

Su mirada se dirigió lentamente, a regañadientes, hacia ella.

—Llévala a las mazmorras.

—¡No! —gritó ella.

—Por favor, Maestro Druida —llegó una nueva voz—. Quisiera pedir
clemencia.

Larkin conocía esa voz, una voz que sonaba como campanas. Una voz
que hizo que Iniya se detuviera en sus gritos. Los guardias se quedaron
mirando mientras Nesha entraba cojeando en la habitación. Su gran barriga
de embarazada no restaba belleza a su pelo castaño o a sus ojos violetas. El
negro de su vestido sólo hacía resaltar su rico colorido. Incluso su cojera era
digna cuando se acercó al trono y se inclinó ante él.

Larkin era consciente de su propia bata rota y manchada: su vientre falso


se había caído en algún momento de la refriega. Ahora que los druidas habían
visto a la verdadera heroína de Hamel, no volverían a confundir a Larkin con
su hermosa hermana.

—Mi padre no es un gran hombre —dijo Nesha a la multitud


silenciosa—. Es un borracho, un cobarde y un traidor. Pero les pido que le
perdonen. Y a mi abuela, aunque me repudió antes de conocerme —Miró a
Raeneth, que sollozaba incontroladamente—. Y te pido que perdones a su
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amante, aunque sólo sea para que mi hermanastro no pierda a su madre.

Raeneth miró a Nesha, con la gratitud brillando en sus ojos.


La mirada de Fenwick se suavizó como nunca lo había hecho con Larkin.

—No puedo prescindir de ellos, porque sólo se levantarán contra los


druidas una y otra vez —Ella lo miró a través de sus pestañas—. Destiérralos
al bosque, entonces, Maestro Druida, y deja que el destino decida.

Fenwick la miró largamente. Su mirada se dirigió a Iniya, una antigua


culpa pasó fugazmente por su rostro antes de desaparecer.

—Muy bien, Nesha. Por tu inquebrantable lealtad y servicio a los


druidas, te concederé tu petición —Su mirada se posó en Iniya—. Pero si
vuelves a poner un pie dentro del Idelmarch, yo mismo apretaré el lazo.

Agitó las manos y Iniya, Raeneth y Harben fueron arrastrados. Iniya


seguía maldiciendo, Raeneth seguía llorando, pero su padre se encontró con
la mirada de Larkin.

—¡Arriba de los árboles por la noche! —gritó tras él—. ¡Si quieres
sobrevivir, debes estar en los árboles al anochecer! Encuentra el río. Síguelo
río arriba.

Dio una fuerte inclinación de cabeza y luego se perdieron de vista.


Seguramente los espías de Denan se enterarían de esto. Seguramente los
encontrarían y los pondrían a salvo. El alivio la invadió. No perdería a nadie
más, no hoy.

Por voluntad propia, sus ojos buscaron a su hermana. Nesha la miró


fijamente. La traición de su hermana volvió a escocer. ¿Qué le había hecho
Larkin a Nesha para que la odiara tanto?

—¿Y qué quieres que hagamos con tu hermana? —Fenwick dirigió la


pregunta a Nesha.

La mirada de Nesha se posó en Garrot. Él asintió levemente con la


cabeza.

—Haz con ella lo que quieras —dijo su hermana.

Larkin cerró la mandíbula para no sollozar.


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—Bane está muerto —El padre del bebé de Nesha.


Nesha se quedó helada, con la respiración entrecortada. Así que no lo
había sabido. Larkin no debería haberse sentido satisfecha por el evidente
dolor en el rostro de su hermana, pero lo hizo. Que el bosque se la lleve, lo
hizo.

—¿Y de quién es la culpa? —Nesha gritó.

—De ti —escupió Larkin.

Nesha se abalanzó sobre ella, pero Garrot se interpuso entre ellos y le


pasó la mano por el brazo con ternura. Le susurró algo al oído. Ella lanzó
una mirada envenenada a Larkin por encima del hombro antes de girar sobre
sus talones y abandonar la habitación.

Garrot miró fijamente a Larkin.

—¿Y qué pasará con la Princesa de los flautistas? —Dirigió la pregunta


a Fenwick.

El anciano se sentó pesadamente en su silla.

—Llévenla a la fosa.

***

Larkin estuvo sentado durante horas interminables en la oscuridad total


del pozo abierto. Temía la oscuridad. Había creído entender ese miedo, pero
no había entendido nada.

Para mantener el terror a raya, se sentó con la espalda apoyada en la


pared y mantuvo sus sellos abiertos, la luz iluminando el pozo a un paso en
cada dirección. Su magia se había fortalecido lo suficiente como para
mantenerlos durante horas sin fallar.

No estaba segura de cuánto tiempo estuvo sentada con sus recuerdos


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reproduciéndose una y otra vez, la oscuridad mantenida a raya por nada más
que su magia. Cuántas veces vio morir a Bane. Sintió cómo su espada se
hundía en el centro de Venna. La satisfacción que sintió cuando acabó con
Ojos Azules.
Había llegado a creer que la oscuridad no terminaría nunca cuando la
luz apareció en los bordes de una puerta que se abría cerca del techo. La luz
se hizo más brillante. Unos pasos amortiguados se deslizaban por un camino
irregular. Alguien se acercaba.

Larkin no podía hacer nada con respecto a sus ojos rojos e hinchados o
a las marcas de pinchazos en los brazos de donde se había perforado con su
amuleto, sólo para ver la misma visión de los orígenes de la maldición una y
otra vez.

No queriendo ser sorprendida acurrucada en un rincón, empujó su


cuerpo rígido y dolorido hacia arriba. Los pasos se acercaron, la luz se hizo
más intensa. Solo y cargando una silla de madera, Garrot atravesó la puerta
y la miró. Por desgracia, estaba demasiado alto para alcanzarla con su espada.
De todos modos, dejó que le llenara la mano. Dejó que la amenaza se
deslizara sobre él.

Sin inmutarse, acomodó su silla en un lado de la fosa y se sentó en ella.

—Te mataré por lo que le hiciste a Bane —Su voz sonaba abusiva.

—Bane fue juzgado y condenado como traidor. Pagó por sus crímenes
con su vida.

—¡Murió por dejar embarazada a Nesha!

Garrot apretó los puños: había dado en el blanco.

—No puedes soportar que no sea tu bebé el que lleva, ¿verdad?

—Si no fuera por mí, sería una marginada, muriéndose de hambre en


las calles o prostituyéndose en algún burdel para alimentarse. Si no fuera por
mí...

—Te crees un salvador —escupió Larkin—. Pero no eres más que un


asesino de poca monta.

Respiró tranquilamente.
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—Hago lo que tengo que hacer, Larkin.

Irónico que sonara como los flautistas.


—Has salvado a mi familia. Me perdonaste a mí. Pero no a Bane.
Querías que muriera. Y querías que muriera frente a mí —Se ahogó en un
sollozo—. Tú eres el verdadero monstruo.

—¿Yo, el monstruo?

—¿Dónde está Tam? —Se recostó en su silla y la observó—. ¿Por qué


sigo viva?

—Déjame contarte una historia —dijo Garrot—. Hace mucho tiempo,


dos niños nacieron de una prostituta en los tugurios de Landra. Cuando los
niños tenían seis y cinco años, su madre murió de viruela. Los niños robaron
y mendigaron para sobrevivir, pero no fue suficiente. Nunca fue suficiente.
Hasta que un día de invierno el mayor de los chicos fue atrapado y golpeado
tan severamente que supo que no sobreviviría hasta la mañana, a menos que
encontrara algún lugar cálido. Con la ayuda de su hermano menor, entraron
en una casa vacía, comieron todo lo que pudieron de la despensa y se
acurrucaron en una cama blanda.

» El chico se despertó pocas horas después con un grito. Demasiado


débil para correr, se quedó mirando a una chica de su edad, de piel oscura,
rizos apretados y ojos del color de la canela. Su padre llegó corriendo, con
un cuchillo en la mano. El niño consiguió ponerse de pie sobre su pierna rota
antes que su hermano pequeño. El hombre levantó a los niños para echarlos,
pero el dolor era tan grande que el mayor gritó y lloró. La niña le rogó a su
padre que no los echara. Y como el padre quería mucho a su única hija,
finalmente accedió. Las heridas del niño fueron vendadas. Los hermanos
fueron alimentados y vestidos. Al menor se le dio un trabajo como recadero
del rico comerciante. El mayor se puso como aprendiz de guardia en las
caravanas del hombre.

» La chica se propuso enseñar a los dos chicos a leer y a hacer cuentas.


Y con los años, los tres se hicieron muy amigos. Hasta que el mayor de los
chicos se enamoró de ella, una chica tan superior a su posición en la vida
que sabía que nunca podría ser. Así que puedes imaginar su sorpresa cuando
esta chica exigió a su padre que el chico fuera aprendiz en su negocio de
comercio para que algún día pudiera casarse con él. Puedes imaginar su
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sorpresa aún mayor cuando el padre aceptó. El chico trabajó más duro que
nunca para demostrar que era digno de ella, de todo lo que se le había dado.
Garrot hizo una pausa, con los hombros redondeados bajo el peso de su
historia, porque era su historia. Y Larkin sabía lo que vendría después:
siempre había sabido que Garrot había perdido a un ser querido a manos de
los flautistas.

—Así que cuando este niño que ahora era un hombre se despertó con
el más profundo dolor del padre, supo lo que había pasado. Y juró que haría
cualquier cosa para traerla de vuelta o morir en el intento.

Una chica de Landra, su padre un comerciante. Magalia. Debe ser. El


chico que Magalia había amado, convertido en este hombre odioso y
tramposo. Larkin nunca le diría la verdad. No merecía saberlo.

—Te adentraste en el bosque tras ella —respiró Larkin.

Garrot se encontró con su mirada.

—La encontré. Y a los flautistas con ella. Mataron a mi hermano y me


dieron por muerto.

Ella odiaba a este hombre. Siempre lo odiaría. Pero también lo


compadecía.

Garrot sacó un collar de su camisa y acarició el diente.

—Esto es todo lo que me queda de mi hermano. Lo guardo como


recuerdo de lo que perdí y del voto que hice: detener a los flautistas. Para
que ningún hombre tenga que sufrir lo que yo he sufrido.

—Estás tratando de salvar a mi hermana como esa niña te salvó a ti —


Ella negó con la cabeza—. Nesha no es ella, Garrot. Tampoco es tu madre.

Su boca se tensó.

—¿Me ayudarás a derrotar a los flautistas, Larkin?

—Los flautistas no son nuestro enemigo, Garrot. Los espectros lo son.

—No tienes toda la culpa de lo que te ha ocurrido. El encanto de los


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flautistas nunca abandona a una chica una vez tomada.

—Una mentira —Que el bosque se lo lleve.


Metió la mano en su abrigo y sacó un libro delgado y desgastado. Las
letras doradas se habían desgastado hace tiempo hasta las esquinas del
relieve. El diario de Eiryss, debe ser. Tam debía ir a buscarlo. Ahora lo tenía
Garrot.

Tam no había escapado como ella esperaba. Los druidas lo tenían.

—¿Qué le hicieron a Tam?

—Dime, ¿qué quieres con esto? —preguntó Garrot.

Larkin se cruzó de brazos para no agarrarlo. Obviamente, Garrot sabía


que era importante, pero no por qué. No veía el inconveniente en decírselo.

—Te lo diré, si me dices lo que les pasó a mi familia y a mi amigo.

—Tu familia ha sido liberada en el Bosque Prohibido. En cuanto a tu


amigo flautista, está vivo, por ahora.

Larkin necesitó todo lo que tenía para no jadear de alivio. Alorica nunca
perdonaría a Larkin si no traía vivo a su marido.

—Le haces daño arriesgándote a la ira del Príncipe de los Flautistas.

—Dime —Levantó el diario.

Los druidas deben querer romper la maldición tanto como los flautistas.
Si entendieran eso, tal vez la ayudarían.

—Creemos que la Reina Eiryss podría haber dejado pistas para romper
la maldición en su interior.

—¿En las nanas?

—La maldición no permite verdades rotundas.

Con las cejas alzadas, Garrot hojeó las páginas. Algunas de ellas se
desmenuzaban en sus dedos, el papel quebradizo giraba como hojas que caen
en el pozo.
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—¿De qué sirve un libro para una chica que no sabe leer?

Larkin se negó a ser humillada por eso.


—Otros pueden leerlo por mí.

Garrot se recostó en su silla.

—¿Te cuento la versión corta? Hay nanas y algunas divagaciones de


nuestra primera Reina. Lo importante es esto: los espectros no comenzaron
la maldición.

Parecía estar esperando su choque. Larkin había visto el día en que la


maldición había tomado forma. Tanto si Eiryss había iniciado la maldición
como si no, había hecho todo lo que estaba en su mano para detenerla.

Garrot se colocó un par de gafas en la nariz, hojeó el libro y leyó—: En


los cinco años transcurridos desde que huimos del bosque, ninguna mujer
del Alamant ha tenido una hija ni ha conseguido agarrar una espina. La magia
de los hombres está muy reducida. Y para nosotros, los de Valynthia, la
magia se ha perdido. Para mí. La gente ya ha olvidado de dónde venimos,
nuestro pasado se ha perdido en la sombra. Incluso para mí, se vuelve... difícil
escribir estas palabras. Como si mi propia mano no me obedeciera. Luz, es
mi culpa. Si me hubiera dado cuenta del costo de la magia oscura que
manejamos...

» Pero no puede ser deshecho, no por un hombre o una mujer viva. Así
que debemos aguantar. Illin ha ratificado un tratado en el que ofreceremos a
nuestras hijas para que el Alamant pueda seguir protegiéndonos. En cuanto
a mí... las sombras están al acecho. La trampa ha sido preparada. Pronto
caeré en ella y mi pueblo ignorará el peligro que le persigue. Así que tomé
lo que quedaba del consejo y les encargué que actuaran como enlaces entre
los flautistas y mi pueblo, para proteger a nuestra gente lo mejor posible.

Garrot la miró.

—El consejo acabó convirtiéndose en los druidas, así que también hay
que agradecérselo a Eiryss.

—¿Así que los druidas no empezaron siendo una organización malvada


empeñada en reprimir y controlar a su pueblo?
Página325

—Incluso con lo que hemos hecho —continuó Garrot como si ella no


le hubiera interrumpido— nunca derrotaremos a los espectros. Todos
nuestros valientes esfuerzos, todos nuestros sacrificios no importarán. La
magia fracasará. Al tratar de proteger a nuestro pueblo, nos he maldecido a
la ruina.

Él la miró, esperando.

—La malinterpretas.

—Es simple, Larkin. Tu propia antepasada utilizó la magia oscura para


ganar la guerra entre Valynthia y el Alamant. Esa magia oscura creó la
maldición. Intentó revertirla y sólo consiguió una contra-maldición ineficaz,
una que nos desterró de nuestra legítima herencia, de nuestra magia y creó
un tratado que nos dejó en deuda con nuestros conquistadores.

—¿Conquistadores? Los flautistas sólo toman lo que deben para luchar


contra la maldición.

—¿Es eso lo que ha ocurrido en los últimos días? ¿A los cientos de


mujeres que los flautistas han secuestrado?

—Rompieron el tratado.

Garrot cerró el libro con un chasquido.

—A lo largo de los años, la maldición parece haberse transformado,


haber hecho retroceder la contra condición que la mantiene a raya. Todo
porque los flautistas se negaron a acabar con ella.

Sacudió la cabeza con incredulidad.

—Los flautistas han perdido mucho más que tú por esta maldición.
¿Cómo puedes creer que elegirían esto?

Se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas.

—No, Larkin. Podrían haber acabado con la maldición antes de que


empezara, pero se negaron.

—Los espectros matan a los flautistas y los convierten en mulgars. Los


flautistas hacer todo lo posible para impedirlo.
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—¿Incluso renunciar a su precioso Árbol Blanco?

Ella se calmó. Su árbol sagrado, opalescente y revestido de oro. La


fuente de su magia.
Él negó con la cabeza.

—Lo ves ahora, ¿no? Los flautistas tendrían que usar cada trozo de su
magia, toda ella. Mataría al árbol, pero podría hacerse. Pero los flautistas se
niegan a hacerlo.

El Árbol Blanco era todo magia, poder y belleza. ¿Destruirlo? El último


de su especie. No. Los flautistas no lo harían. Tampoco ella.

—Y si te equivocas, matar al Árbol Blanco destruirá cualquier esperanza


que tengamos de sobrevivir.

Se puso en pie.

—Correré ese riesgo.

—No lo entiendes. No puedes, no a menos que lo veas por ti mismo.


Hay algo majestuoso y sagrado en el Árbol Blanco.

—Haré lo que deba para acabar con esto, Larkin, aunque tenga que
profanar algo sagrado.

—Hay otra manera —dijo ella—. Únete a los flautistas. Nuestra


maldición ya se ha derrumbado; yo misma lo he visto. Todo lo que queda es
derrotar a los espectros y la esterilidad.

Garrot le lanzó el libro. Ella lo cogió.

—Toma. Quédatelo. Es tuyo de todos modos, supongo. Y hay otros


ejemplares. Te dejaré la linterna. Mira por ti misma si la Reina de la Maldición
nos dejó alguna pista para romperla. En cuanto a mí, pienso hacerlo —
Recogió su silla y se dio la vuelta para irse.

Puso la mano sobre la portada del libro y volvió a mirarle.

—¿Y qué pretendes hacer conmigo?

Él le devolvió la mirada.

—Haré lo que tenga que hacer para romper esta maldición. Recuérdalo
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siempre, Larkin.

¿Por qué sus palabras se sentían como una amenaza?


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CAPÍTULO VEINTISÉIS

Larkin se despertó con un grito resonando en sus oídos. Se levantó de


las duras rocas, con su magia zumbando bajo su piel mientras invocaba su
espada. La luz iluminó un pequeño círculo en la oscuridad. Agarró su espada
y jadeó.

—Sólo un sueño —Su voz sonaba extraña después de tantos días de


silencio. Había perdido la cuenta de cuántos. En cambio, juzgaba el paso del
tiempo por el desvanecimiento de sus moretones. El hematoma negro del
tobillo se había desplazado a los dedos de los pies, que se habían vuelto de
un verde enfermizo.

No se atrevió a cerrar los ojos por miedo a volver a ver sus rostros, los
de las familias de los hombres que había matado. El remordimiento que había
estado tan ausente cuando los había cortado en pedazos se había filtrado en
ella lentamente mientras se revolcaba en el pozo. Cada vez que cerraba los
ojos, veía a un niño llorando por su padre. Una madre por su hijo. Una esposa
por su marido.

Arrastró las uñas por su grasiento cuero cabelludo. Le picaba. En todas


partes. El hedor de su cuerpo sin lavar hizo que su propio estómago se
revolviera. Estaba cansada, en cuerpo y alma. Ansiaba la luz del sol y el agua
y, sobre todo, la comodidad de los brazos de Denan a su alrededor.

¿Cuánto había dormido? Seguramente no más de tres horas. Aunque lo


intentara no volvería a dormir, no con el sabor de la pesadilla aún fresco en
su lengua.

Se arrastró hasta el libro de Eiryss. Por mucho tiempo que llevara aquí
abajo, había sido su única compañía. Entrecerró los ojos para leer las palabras
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en la penumbra. Cuidando las frágiles páginas, tañó las letras, mezclando


dolorosamente los sonidos individuales como le había enseñado Denan.
Después de la entrada inicial de Eiryss vinieron las historias de su vida
con su hija pequeña, las peleas con el consejo y la construcción de su nuevo
reino. Las nanas se intercalaban. Eran bastante similares a las que ella
conocía, así que después de las dos o tres primeras palabras, normalmente
podía adivinar lo que venía después, aunque a veces líneas enteras eran
diferentes.

Por ejemplo, en el libro, un poema decía:

Arrebatando a sus hijas de sus sueños,


Sin poder expresar sus gritos,
De vuelta al bosque, él va.
Encuentra la luz y lucha contra la sombra.

En la versión que le habían enseñado a Larkin, "sus hijas" se había


sustituido por "vírgenes", y el último verso se había reemplazado por "para
mordisquear y driblar sus huesos". La nana que ella conocía era sobre la
bestia. Esto era claramente sobre Ramass. ¿Pero quiénes eran sus hijas y por
qué las arrebataban?

Había otra nana que Larkin nunca había escuchado.

Atada por la sombra oscura como la noche,


Una Reina de la maldición, cuatro cuervos blancos,
No pudieron conducir la sombra a la luz,
Sanar la oscuridad, curar la plaga.
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¿Guardián de la luz? Eiryss había mencionado la luz antes. Larkin


retrocedió unas páginas. La Reina casi lo había utilizado como un improperio.
¿Y por qué tenía Larkin la sensación de que los espectros pensaban que
Larkin era el nido que habían estado buscando? Claramente pensaban que
ella había roto la maldición. Pero esa era Sela. ¿Para qué querían exactamente
a su hermanita?

Había un último poema, sólo dos líneas.

La luz a través de la oscuridad y la sombra pasan,


Luego se aprietan y atrapan el veneno rápidamente.

El sonido de los pasos anunció la llegada del guardia. Su pelo y su


grueso bigote estaban siempre bien peinados, en contraste con sus pobladas
patillas, por lo que ella se había acostumbrado a llamarle Patillas.

—Por favor, ¿sabe algo de mi familia o del hombre que estaba conmigo?

En lugar de responder, le tendió una bolsa de comida y un barril de


agua.

Ella suspiró.

—¿Puedo tener agua para lavarme? —Esto también lo pedía siempre.

Para su asombro, él regresó en breve con un cubo de agua, que le bajó


junto con jabón, una sencilla falda completa y una camisa antes de cerrar la
puerta tras de sí. Se lavó dos veces y utilizó el agua restante para lavar su
horrible vestido en caso de que estuviera desesperada por tener ropa limpia
más tarde. Se deleitó con la sensación de pelo limpio y el olor de su piel.

Patillas regresó al poco tiempo con media docena de hombres más.


Entre ellos estaba Tam, atado y amordazado, pero con aspecto saludable.

—Tam —jadeó. Había empezado a dudar de que volviera a verlo—.


¿Estás bien?

Él le guiñó un ojo.
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Ella exhaló aliviada.

—Quizá Alorica no me mate —Él sonrió a través de la mordaza.


—Te someterás a ser atada —dijo Patillas, sus primeras palabras para
ella—. Cualquier herida que nos des será aplicada a tu guardia. ¿Entendido?

Ella asintió.

—Llévenlo de vuelta a su celda —dijo Patillas

Volvieron a llevarse a Tam y los hombres bajaron una escalera. Después


de subir a la alta plataforma, permitió que le ataran las manos y subió el
largo conjunto de escaleras. Se sintió aliviada al dejar atrás la húmeda y
oscura cueva con su estrepitoso silencio. La luz de las ventanas la hizo
parpadear, con los ojos escocidos.

La llevaron a la sala del trono. La galería estaba repleta de druidas, al


igual que la planta principal. A juzgar por las herramientas de sus cinturones,
todos eran Druidas Negros; o bien sus filas habían aumentado, o bien todos
los Druidas Negros existentes estaban presentes.

Fenwick se sentó en el estrado con su consejo a ambos lados. Todos


ellos la observaban en absoluto silencio. ¿La colgarían, como habían hecho
con Bane? Ella deseó que hubiera una mirada amistosa en la sala, una sola
persona que no la quisiera muerta.

En cambio, vio a Garrot en la primera fila. La miró con entusiasmo,


como si hubiera estado esperando su aparición. Incontrolable, sus sellos
brillaban calientes bajo su piel, el zumbido furioso le ponía los dientes de
punta. Si no fuera por la amenaza que pesaba sobre la vida de Tam, se
habrían formado en sus manos y los habría utilizado.

Patillas dio un codazo a Larkin, con la mano en la espada. Se había


detenido en la puerta sin darse cuenta. Tragó con fuerza. Lo que viniera, la
demora o la lucha no lo cambiaría. Se obligó a dar un paso y luego otro. Las
cabezas se giraron para observarla. Pasó por delante de Garrot a su izquierda
y resistió el impulso de escupirle.

Patillas la acompañó hasta el pie del estrado y luego dio un paso atrás.

Fenwick la miró fijamente.


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—Larkin de Hamel, tú, al igual que tu guardia, has sido rescatada por
el Príncipe de los Flautistas. Serás escoltada al bosque y liberada.
Todo el aliento abandonó sus pulmones en un silbido. Liberada. Por
Denan. El color volvió a su mundo. Quería arrodillarse y llorar, gritar de
alivio. Pero se obligó a mantener la calma.

Denan había venido a por ella, tal y como había prometido.

Fenwick hizo un gesto con la mano hacia sus guardias.

—Llévenla al lugar designado en el bosque.

Patillas se acercó a ella y la tomó del brazo.

—Debo protestar por esto —dijo Garrot en voz baja desde detrás de
ella. Un escalofrío de horror atravesó su alivio.

Fenwick se dirigió a uno de sus consejeros, sin escuchar o ignorando a


Garrot.

—Ahora, sobre esa dispensa.

—Debo protestar por esto —gritó Garrot.

El pavor se agolpó en el estómago de Larkin hasta que pensó que podría


enfermar.

Fenwick se puso en pie.

—Has olvidado tu lugar, Garrot. Todos vimos lo fácil que saquearon a


Cordova, lo fácil que podría saquearnos a todos si realmente quisiera.

¿Denan había saqueado Cordova?

—No podemos vencer su magia —continuó Fenwick—. Ni deberíamos


intentarlo, no con los espectros empeñados en destruirnos a ambos —El eco
del silencio le respondió. Fenwick señaló vagamente a Larkin—. El Príncipe
de los Flautista ha accedió a devolver Cordova a cambio de su esposa y un
aumento del diezmo. Estaremos agradecidos de que eso sea todo lo que
exigió. El ejército será desembolsado y las cosas volverán a ser como antes.

—Se los dije —dijo Garrot en el silencio resonante—. Les dije que
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intentaría salvarla, a su propia nieta, la traidora de Hamel.

—No soy una traidora —dijo Larkin.


—Eso no tiene nada que ver —comenzó Fenwick.

—Tiene todo que ver —Garrot miró a los druidas en la galería—.


Hermanos, ¿no ven que durante los últimos tres siglos hemos estado
sacrificando a nuestras hijas en la lucha contra los espectros cuando todo el
tiempo deberíamos haber estado luchando contra los flautistas?

—¿Qué locura es esta? —gritó Fenwick—. Los espectros ansían la


muerte de toda la humanidad.

—No lo hacen —dijo Garrot en tono oscuro—. Sólo quieren acabar con
la maldición. Como todos nosotros.

Los ojos de Fenwick se abrieron de par en par.

—¿Has hablado con ellos? —El silencio de Garrot fue respuesta


suficiente—. ¿Te has aliado con ellos? —Fenwick señaló a un par de guardias
que estaban a ambos lados del estrado—. Garrot de Landra, te has vuelto
loco en tu dolor y tu sed de venganza. Te despojo de tu rango. Se te prohíbe
volver a pisar el palacio de los druidas.

El palacio de Iniya, pensó Larkin con amargura. Fenwick hizo un gesto.


—Sáquenlo.

Con las manos en sus armas, los guardias avanzaron hacia Garrot. Él no
llevaba armas y no hizo ningún movimiento para defenderse. Hasta que
estuvieron a media docena de pasos. Entonces dio un grito. Más de una
docena de hombres a su alrededor se pusieron en posición de defensa, y las
espadas y los escudos aparecieron de repente en sus manos. En las manos de
Garrot.

Larkin se quedó boquiabierta al ver la espada de Garrot y las sombras


que se arremolinaban en ella. Una espada espectro. Había aparecido en su
mano como por arte de magia. Pero no la magia de los flautistas. Era la
magia del Árbol Negro.

Los guardias retrocedieron conmocionados. Los consejeros se pusieron


en pie. Fenwick gritó pidiendo más guardias. Se apresuraron desde las cuatro
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esquinas de la sala para formar un muro entre Garrot y Fenwick.

—¿Qué locura es ésta? —Preguntó Fenwick.


—Ríndete y vivirás —dijo Garrot.

Fenwick evaluó a los hombres de Garrot con sus espadas mágicas, unas
espadas que cortarían fácilmente las armas de sus guardias.

—Sólo un tonto se alía con los espectros y piensa que no se volverán


contra él.

—¡Ríndanse o mueran! —gritó Garrot.

La mirada de Fenwick recorrió a los que estaban en la galería, la sala


principal, y finalmente a sus consejeros. Sacó su espada del cinturón.

—Druidas Negros del Idelmarch, permanezcan conmigo. Corten esta


podredumbre antes de que se extienda. Mátenlos.

Sus consejeros y guardias sacaron sus propias espadas y vitorearon con


él. Con un grito, Fenwick cargó, y su consejo corrió con él.

Una mano rodeó la cintura de Larkin. Patillas la apartó de la batalla. No.


Ella debía quedarse con Fenwick. Él quería devolverla a Denan. Ella luchó y
pateó. Él sólo la envolvió con más fuerza mientras la arrastraba lejos del
revuelto desorden de la lucha, intercalado con salpicaduras de rojo. Había
tanta sangre que el suelo estaba resbaladizo, los luchadores se resbalaban y
caían en el desorden.

Y entonces se acabó. Larkin ni siquiera estaba segura de quién había


ganado, hasta que Garrot subió al estrado. Se paseó a lo largo de ella,
mirando a los druidas, con la mirada perdida, el cuerpo empapado de sangre.
Larkin estaba de nuevo a su merced.

Fenwick había apostado a que el resto de los Druidas Negros se


apresuraran a defenderlo, a que su número superara a las espadas de los
espectros. Su apuesta había fracasado. Buscó a Fenwick, pero no pudo
encontrarlo entre las decenas de muertos y moribundos.

Era un monstruo, pero también era el Maestro. Alguien debía seguir


siéndole leal, alguien que pudiera ayudarla.
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Chocó su hombro con el de Patillas.

—Déjame ir con Fenwick. Por favor.


Patillas la estudió. Su mirada se dirigió a las puertas cerradas. Debió
decidir que ella no tenía a dónde huir ni nadie que la ayudara. La soltó,
quedándose un paso atrás mientras ella se precipitaba entre los cadáveres.

—Hace años —La voz de Garrot atravesó la habitación— mi hermano


y yo nos adentramos en el bosque en busca de mi propia prometida.
Imagínate mi incredulidad cuando no rastreé a una bestia, sino a un hombre.
Encontré a ese hombre. Mató a mi hermano y me dio por muerto. Y cuando
llegó la noche, también llegaron los espectros. Pero no intentaron hacerme
daño. No. El Rey Espectro me llevó a su hogar, un lugar de magia retorcida
en la oscuridad. Sus sirvientes vendaron mis heridas, me trajeron comida y
agua.

» Fue allí donde aprendí la verdad. Ramass fue un hombre maldito hace
mucho tiempo por los flautistas, como lo fue su hogar y toda su gente. Si
pudiera llegar a la fuente de la magia de los flautistas, podría usar lo último
de esa magia para romper la maldición.

Larkin encontró a Fenwick, con la túnica negra empapada y la sangre


manando de su boca, que se abría y cerraba sin ruido. Se arrodilló junto a él.

—¿Hay alguien en quien pueda confiar?

Su mirada se fijó en ella.

—Fawna. Corre. Su hermano.

Larkin comprendió al instante. Fawna debía correr hacia su hermano


para ponerse a salvo. Asintió con la cabeza, aunque no estaba en condiciones
de ayudarle a él o a su mujer.

—¿Puedes ayudarme?

Él negó con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, que ella no podía
adivinar si eran de dolor, de miedo o de arrepentimiento. Moriría de la misma
manera que había condenado a la familia de Iniya a morir: a traición y con
sangre. No sentía compasión por el hombre que tenía delante, salvo por el
que podría haber sido si hubiera tomado mejores decisiones. Ahora era
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demasiado tarde.

Sin embargo, no le soltó la mano hasta que sus ojos se cerraron. Dejó
de respirar, jadeó y no volvió a hacerlo.
—Hermanos —dijo Garrot—. ¿No pueden ver? Con los dones otorgados
por los espectros, estamos más que a la altura de los flautistas. No más padres
llorones. No más niños con ojos huecos. No más amantes robadas en la
noche. Con las armas de los espectros, somos nuestros propios dueños.
Derrotaremos a los flautistas y a la maldición de una vez.

Los druidas murmuraron. Unos pocos vitorearon.

—Eres un tonto y algo peor —dijo Larkin, con la voz temblorosa. Sintió
que la atención de la sala giraba hacia ella mientras se ponía en pie. La sangre
de Fenwick corría por sus espinillas—. ¡Los espectros se volverán contra
ustedes y los matarán a todos! Ellos...

Patillas la agarró del brazo y la sacudió.

—Deja de hablar.

—Llévala de vuelta a la fosa —dijo Garrot con disgusto.

Patillas la empujó hacia la puerta, a través de los druidas negros que


murmuraban inquietos. La palabra espectros se deslizaba por decenas de
labios como una maldición.

—Cuando acaben con nosotros —gritó— todos se convertirán en


mulgars, al igual que cualquier otra persona tocada por la magia oscura de
los espectros.

Un druida se puso delante de ella. Cara Agria. Le dio un revés. Ella se


tambaleó, cayó de rodillas y escupió sangre, con los dientes palpitando y los
oídos sonando.

—Has matado a mi amigo —dijo Cara Agria.

Su ojo se hinchó rápidamente y miró al hombre.

—Todos ustedes van a desear estar muertos.

—Tú primero —Echó el pie hacia atrás para darle una patada.
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Patillas desenfundó su espada y se colocó sobre ella, con una mirada


mortal.
—Todavía nos es útil, Met —La voz de Garrot se acercaba con cada
palabra hasta que se puso a su lado.

Met la señaló.

—Merece morir por lo que ha hecho.

—Sujétala, West.

Observando con cautela a Met, Patillas, a quien Garrot llamaba West,


la sujetó por el brazo. Garrot sacó su cuchillo. Así no podía morir, en una
habitación llena de muerte y odio. Ella luchó contra West.

—Tranquila —le murmuró al oído.

En lugar de clavarle el cuchillo en el pecho, Garrot le cortó la camisa


por los hombros y le arrancó las mangas, dejando a la vista sus sellos. La
agarró por el brazo, apretándola contra él, y le dijo al oído—: Eres parte de
mi plan, Larkin. Te necesito viva, pero no te necesito sana. No necesito en
absoluto a tu amigo el flautista. Así que mantén la boca cerrada, o haré que
desees haberlo hecho.

¿Plan? Oh, ancestros, ¿qué plan?

La arrastró hasta los escalones y la empujó al centro del escenario.

—Una niña del Idelmarch, portadora de la magia de los flautistas, la


magia que podrían habernos dado libremente, pero que se negaron a
compartir.

Larkin quería gritar la verdad, pero había jurado defender la vida de Tam
con la suya propia. Ahora mismo, pensó que eso sería más fácil que mantener
la boca cerrada.

Garrot se abrió la camisa, dejando al descubierto su pecho, cubierto de


marcas negras en forma de espinas retorcidas, la antítesis de sus sellos.
Cuanto más los miraba... parecían moverse. Retorcerse. Quería apartar la
vista, le dolía mirar hacia otro lado, pero la absorbían, como la mirada
envenenada de los espectros.
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—Sí, hermanos. El Árbol Negro me ha dotado de magia. Así como a


mis hombres. También les dotará a ustedes.
Se apartó de ella, rompiendo el hechizo. Ella se tambaleó hacia atrás,
parpadeando y jadeando; no se había dado cuenta de que había estado
conteniendo la respiración.

Para su asombro, nadie más parecía hipnotizado por los sellos de Garrot.
No sabía qué significaba eso, pero le daba miedo.

Como si lo hubiera ordenado, otro druida se acercó al estrado con una


bandeja cubierta de brillantes espinas negras.

—Vengan, hermanos, tomen lo que es nuestro por derecho de


nacimiento: la antigua magia de nuestro propio pueblo. El poder para
derrotar a los flautistas, para derrotar la maldición.

No. Incluso los druidas entendían el mal. Seguramente no lo abrazarían.

Un hombre se acercó. Cara Agria, o Met. Garrot se clavó una espina en


la piel. Larkin se quedó mirando el bulto mientras la sangre pintaba una línea
chillona por su brazo.

Más y más hombres se alinearon, sus miradas ansiosas. Más y más


recibieron sus espinas.

Los flautistas estaban al límite defendiéndose de los mulgars y los


espectros. ¿Resistirían sus espadas sagradas a las mágicas? Si los
idelmarquianos se unían al bando de los espectros... Se mordió el puño para
no gritar.

—Toma nota de los que lleguen últimos —dijo Garrot en voz baja a
Met, que asintió—. Acaba con los que se nieguen.

—Todos ustedes van a morir por esto —dijo Larkin.

Garrot se puso en marcha como si hubiera olvidado que ella estaba allí.

—Enciérrenla de nuevo en la fosa y asegúrense de que permanezca allí


hasta que el ejército esté listo para marchar.
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CAPÍTULO VEINTISIETE

Larkin tropezó con el borde de la oscura nada del pozo, con la mejilla
caliente y palpitante por el lugar donde Met la había golpeado.

—¿Cuánto tiempo tengo?

Los guardias se movieron.

—Partimos en cuatro días —dijo West.

Sus ojos se cerraron.

—¿Has visto alguna vez una —Su boca se negaba a formar la palabra
espectro— sombra, West?

—Tienes que bajar la escalera.

—Lo he hecho —susurró ella—. He olido su asquerosidad, la


podredumbre mineral de la tumba. He sentido su tacto, todas las sombras
gritonas. He oído sus voces inhumanas —Se volvió hacia él. Sus ojos
reflejaban la luz de la linterna. Los tres hombres que lo acompañaban tenían
las manos en sus garrotes—. Moriría antes de dejar que las sombras me
mancillaran.

Ella lo acusó. Estaba claro que lo había anticipado. Pero en lugar de


sacar su garrote, la tiró al suelo y la sujetó con fuerza.

—Pínchala.

Los druidas tenían veneno gilgad. Obra de los espectros, seguramente.


El aguijón del dardo le era familiar, al igual que el antídoto con sabor a
pimienta que impedía que el veneno se extendiera a sus pulmones y la
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matara.

—Mi nombre es Larkin. Soy la hija de Pennice y la esposa de Denan.


No me dejaré llevar por la sombra.
A medida que el veneno gilgad le robaba su capacidad de movimiento,
sus ojos se volvieron pesados.

—Mi nombre es Larkin —balbuceó—. Soy la hija de Pennice y la esposa


de Denan. No me dejaré llevar por la sombra. No voy a...

***

Se despertó en la fosa. La cabeza le palpitaba casi tan fuerte como los


dientes. West se sentó en una roca junto a ella, con una mano sujetando la
muñeca contraria. Señaló el borde de la fosa, donde había un hombre con
una pistola de aire comprimido y un dardo.

—Di mi nombre, West —murmuró ella.

Señaló una sopera de sopa y un poco de pan blando.

—Si te metes en más líos, te daremos un dardo y te drogaremos.


¿Entiendes?

—¿Le diste un dardo a Tam?

—No lo hice.

Ella escuchó lo que él no estaba diciendo: alguien más lo hizo.


Ancestros. ¿Por qué pensó que podría hacer que los flautistas y los
idelmarquianos trabajaran juntos? Ella nunca debería haber dejado el lado de
Denan.

—Di mi nombre —Ella no sabía por qué era tan importante. Entonces
lo hizo. Ella quería que él la viera como una persona. No una traidora. Una
persona. Con un nombre.

Se puso en pie y se marchó sin decir nada. Esperó hasta que él y el otro
hombre se fueron, hasta que sólo la linterna le hizo compañía. Entonces lloró.
Página341

***
Cuatro días pasaron más lentos y más rápidos de lo que ella hubiera
podido imaginar. Cuatro días en los que los fantasmas de los muertos y su
temor por el futuro la persiguieron.

Las palabras de Garrot resonaron en ella. Eres parte de mi plan, Larkin.


Te necesito viva, pero no te necesito sana.
Ancestros, estaba alineado con los espectros. Las palabras de Eiryss del
diario vinieron a su mente.

Consumidos por el mal, agentes de la noche,


Busquen el nido, prohibido el vuelo.
Reina de los Espectros. Maisy había dicho que estaban buscando a su
Reina Espectro.

Garrot la estaba llevando a los espectros. Iban a convertirla en uno de


ellos. Sintió el frío y malvado abrazo de Ramass, la aceitosa corrupción
filtrándose en su alma.

Larkin moriría primero.

Se perforó una y otra vez con su amuleto hasta que su brazo se infectó
y se obligó a parar. Y todo lo que tenía para mostrar era la misma visión una
y otra vez, hasta que había memorizado cada movimiento de Eiryss y Dray.
Leyó las nanas hasta que las conoció palabra por palabra. Se envolvió tanto
en el pasado de Eiryss y Dray que empezó a sentirlo más real que el suyo
propio.

Lo único que la mantenía cuerda era la promesa de Denan. Él vendría


por ella. O ella escaparía e iría a por él.

Practicó los movimientos que Tam, Talox y Denan le habían enseñado


hasta que sus músculos le pidieron a gritos que parara. West le trajo otro
cubo de agua y una muda de ropa. Apenas reconoció su reflejo en el agua
quieta del cubo. Su mejilla estaba hinchada y negra, una cuña oscura de
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moretones se había instalado en una línea a lo largo de su mandíbula. La


sangre salpicaba su piel. Se palpó los dientes, que ya no estaban tan sueltos
como antes.
Se lavó la sangre de los pliegues de la piel, tiró el vestido arruinado en
los recovecos sombríos de la fosa y se vistió con otra falda y una camisa
sencillas. Deseó tener los suaves pantalones de los flautistas: sería mucho
más fácil liberarse con pantalones.

Todos los días, West le llevaba sopa y un poco de té para el dolor.


Sabiendo que necesitaba fuerzas, comía con avidez, teniendo cuidado de
masticar sólo con el lado izquierdo de la boca, porque sus dientes aún estaban
doloridos, y se bebía toda el agua. Cuando vio que la luz se acercaba a ella,
se paseó, sacudió sus extremidades para aflojarlas y practicó algunas patadas
y embestidas.

Su cuerpo no respondía como a ella le gustaba, aletargado por tantos


días pasados bajo tierra con una comida tan monótona. Además, aún se
estaba curando de sus heridas. Su trenza aún estaba húmeda por el baño
cuando West apareció con otros dos hombres, con una camilla entre ellos.

La miró con decepción.

Ella no entendió su expresión, pero no le importó. Desplegó su escudo


y su espada.

—Me temo que esta vez vas a tener que venir a buscarme.

Se apoyó en la pared.

—Esperaremos.

Resopló.

—Vas a tener que esperar mucho tiempo, druida. Sé a dónde me vas a


llevar. Y no iré de buena gana.

—No soy un druida —dijo West—. Soy un soldado del Idelmarch.

Miró a sus compañeros que vacilaron. Parpadeó para aclarar sus ojos.
No parecían soldados, sino sirvientes. Insultante.

—No voy a ir a las sombras.


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West se limitó a observarla. Se encogió de hombros para aflojarlos. Al


perder el equilibrio, se tambaleó hacia un lado y luchó por mantenerse
erguida. Se quedó paralizada y le miró con horror. La sopa.
—Me drogaron.

Lo que sea que le habían dado actuó cada vez más rápido. Se sentó con
fuerza, su magia se apagó. Estaría a su merced en unos momentos. Y
después...

—Todo lo que dicen las sombras es veneno. Tan pronto como ya no te


necesiten, te traicionarán.

—Sólo soy un soldado —dijo West—. No tengo más voz en el asunto


que tú.

—¿Es eso lo que te dices a ti mismo? —Su cuerpo se inclinó hacia


delante. Se agarró a sí misma y se empujó hacia arriba—. Ayúdame.
Libérame. Te juro que mi marido te recompensará.

West no respondió.

Volvió a inclinarse hacia delante. Esta vez, sus manos no tenían la fuerza
para sostenerla. Se desplomó, con la cara aplastada contra las rocas, con los
moratones palpitando.

Volvió a sentir dolor en el brazo. West la arañó con un dardo, como le


había ocurrido a Maisy. Conservaba parte de su capacidad de moverse y
hablar. Le ataron las manos y la pusieron en la camilla. Pellizcándose, luchó
contra una oleada de cansancio mientras la llevaban al lado de la fosa. West
le ató las piernas a los postes mientras los sirvientes ataban dos cuerdas
colgantes. Así era como pretendían levantarla.

West se enderezó y señaló a uno de los sirvientes, un chico guapo de


su edad.

—Mantenla firme.

Subieron la escalera para salir del pozo y desaparecieron por el borde.


El sirviente se arrodilló junto a ella. Le puso la mano entre las piernas.

—¿Sabes lo que hacemos con las putas traidoras, princesita?


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Ella emitió un gemido aterrorizado cuando la mano de él se deslizó por


su falda. Le tapó la boca.

—Oh, shh. Nada de eso. Podría interrumpir nuestra diversión.


Ella volvió a gemir.

—¿Qué estás haciendo? —West gritó desde arriba.

El sirviente saltó hacia atrás.

—Nada, señor. Sólo arreglando las cuerdas.

West bajó la escalera tan rápido que casi se cae.

—¿Estabas manoseando a la prisionera?

El sirviente retrocedió.

—Por supuesto que no, señor.

West miró sus faldas despeinadas. Ella logró asentir temblorosamente.


West se abalanzó y su puño voló hacia la cara del sirviente.

El hombre se encorvó y se llevó las manos a la nariz rota.

—¡La has roto! Que el bosque te lleve, asqueroso...

El pie de West se metió entre las piernas del criado. El rostro del hombre
se puso blanco y cayó de rodillas. West se arrodilló a su lado y le reacomodó
el vestido.

—Eso no volverá a ocurrir. Lo juro.

Le agarró la manga de la camisa.

—No es la primera vez —dijo con lentitud— que uno de ustedes me


mete mano —Cerró los ojos mientras la cara de Ojos Azules aparecía en su
mente, con sus manos agarrando su trasero.

La boca de West se endureció.

—No volverá a ocurrir, Larkin —Su nombre. Había dicho su nombre.

Se desplomó, con la mente en blanco y el cuerpo deshuesado mientras


la levantaban. Como aquella primera noche con Denan. La habían drogado
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contra el dolor y la habían llevado sobre su hombro hacia los árboles. Los
espectros habían llegado esa noche y su maldad aceitosa la cubrió de un
golpe a la vez.
Días de preparación en la fosa, de planificación y determinación, todo
ello deshecho. Estaba indefensa. Los druidas se asegurarían de que siguiera
así. Tuvo que enfrentarse al hecho de que podría no tener ninguna
oportunidad de escapar. Si ese fuera el caso, todavía tenía sus armas. Podría
usarlas contra sí misma.

Jadeó con un fuerte sollozo. No quería morir. No quería dejar a la gente


que amaba. No quería que sufrieran por su culpa. Pero mejor muerta que
convertida en algo maligno que buscara su destrucción.

Se durmió entonces, incapaz de seguir luchando y se despertó a


trompicones cuando la encajaron en el lecho de paja de un carro ya repleto
de cajas de comida. West se encaramó a uno de los cajones junto a ella y
miró a los druidas que la miraban por encima del borde del carro. Uno de
ellos trató de escupirla.

West se puso de pie, con su espada raspando fuera de su vaina.

—Me han encargado que me asegure de que nadie la moleste. Y pienso


hacer mi trabajo.

El hombre se volvió y escupió al suelo. Miró a West, hizo un gesto a


sus amigos y se marchó.

West los observó durante un rato y luego se agachó junto a ella.

—¿Prefieres estar completamente cubierta para que no puedan mirarte?


Puede que haga calor.

West no era un mal hombre. Sólo era un soldado que hacía su trabajo,
y tenía la suficiente bondad como para permitirle mantener su dignidad. Un
hombre amable y honesto no aceptaría trabajar con los espectros, no si
realmente los entendiera. Ella podría usar eso en su beneficio. Plantar las
semillas de la verdad y esperar a que echaran raíces. Y tal vez, sólo tal vez,
West la ayudaría a escapar.

Consiguió asentir con la cabeza. Rebuscó en una bolsa y sacó una gran
manta. La colocó sobre ella, reflexionó un poco, la retiró de nuevo y dispuso
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la manta para crear una especie de dosel sobre ella. Asintió con la cabeza en
señal de aprobación y bajó de un salto. Desde la dirección de sus pies llegó
un par de cascos que repiqueteaban.
—¿Cómo funciona la raíz de mandala junto con el veneno gilgad? —
preguntó Garrot.

Mandala. Eso tenía sentido. Su madre se la daba a las madres insomnes


que sufrían de melancolía después de los nacimientos de sus bebés. Pero era
peligroso. Demasiado llevaba a la muerte.

—Está aturdida y sin fuerzas, pero consciente —dijo West.

—Bien —La silla de montar crujió y los caballos dieron unos pasos como
si se fueran.

—Maestro Druida —dijo West.

Maestro Druida. Por supuesto que habían hecho a Garrot Maestro. Por
supuesto que lo habían hecho. Al menos no tenía que preocuparse por buscar
venganza. No quedaría mucho de los druidas para pagar por lo que le habían
hecho, no después de que los espectros acabaran con ellos. Pero tampoco
quedaría mucho de ella.

—¿Qué quieres decir con que la han maltratado? —El grito de Garrot
la sacó de sus pensamientos.

Murmullos acallados.

—¿Dónde está ese hombre? —Garrot gruñó.

—Lo dejé en el foso —dijo West—. Puede que ya sea capaz de caminar.

Garrot resopló.

—Déjalo ahí. Hiciste bien en esconderla. Debería haber encargado una


caja para ella —Una pausa. Los hilos de un susurro—. Bueno —dijo Garrot—
no hay nada, y West se ocupará de ella.

Más susurros, más insistentes esta vez.

—Eso no será necesario —dijo Garrot.

—No dejaré que un grupo de hombres groseros la rodeen cuando está


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vulnerable de esta manera —se oyó la voz de Nesha. Debía de ser ella la que
susurraba antes. Obviamente, no quería que Larkin supiera que estaba aquí
y ahora ya no le importaba. ¿Por qué le importaba lo que le hicieran a Larkin?
Se odiaban mutuamente.

—De verdad, querida —dijo Garrot—. West fue aprendiz de sanador


mucho antes de convertirse en soldado. Es más que capaz de cuidar de ella.

—Hasta ahora no ha hecho un gran trabajo —resopló Nesha.

Un silencio incómodo.

—No volverá a ocurrir, señorita —dijo West.

Nesha se rio.

—La comprobaremos esta noche y podrás preguntarle cómo le va —


dijo Garrot—. ¿Te satisface eso?

¿Esta noche? Pero seguramente Nesha sólo había venido a despedirse


de Garrot. Seguramente Garrot no era tan tonto como para llevar a su mujer
embarazada a una reunión con los espectros.

—A mediodía —dijo Nesha—. La ayudaré en sus necesidades.

Un suspiro por la nariz, probablemente de Garrot.

—Entiendo tu conexión familiar, Nesha —dijo—. Pero debes recordar


que Larkin aún está bajo el encanto de los flautistas. No es de fiar.

—Por supuesto que lo recuerdo —dijo Nesha.

Garrot tarareó por lo bajo en su garganta.

—Muy bien.

El carro se balanceó cuando alguien se subió al asiento. Los arneses


tintinearon y el carro se puso en movimiento. Larkin no tardó en sentir
náuseas. Decidió que dormir era mejor que esto, y se dejó llevar.
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***
Larkin se despertó a mediodía cuando West retiró la manta que la cubría
y dejó caer el portón trasero. Se subió con ella y la apoyó contra un saco de
judías, lo suficientemente alto como para que pudiera ver entre algunas de
las cajas. Estaban en una de las carreteras que conectaban las ciudades, ya
fuera la carretera de Cordova o la de Landra.

No en el bosque, gracias a sus ancestros.

West le puso una bandeja con judías cocidas, pan con mantequilla y un
odre de agua en el regazo y le metió una servilleta en la camisa.

—¿Puedes manejar la cuchara?

Ella lo fulminó con la mirada.

—No la quiero.

West tomó una cucharada y tragó.

—Ya está. ¿Ves?

Revolvió los granos aguados mientras él bajaba de un salto. Sin fiarse,


cogió el cuenco con sus manos atadas y lo tiró.

Él se puso las manos en las caderas, miró el desorden, algo de eso en


sus pantalones.

Lo necesito de mi lado, se recordó a sí misma.


—Lo siento —murmuró ella.

Él la miró con desprecio.

—¿Así que no vas a comer nada?

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó ella.

Él pareció entender lo que quería decir.

—Los flautistas se reunirán con nosotros para pedir tu rescate en un


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recodo del río dentro de tres días.

—¿Rescate? —No había rescate. La estaban entregando a los espectros.


Sus ojos culpables se encontraron con los de ella, y ella comprendió de
repente. Denan pensó que la estaba rescatando. Se dirigió a una trampa. Ella
debe advertirle. Pero primero, ella debe despertar. Debe liberarse de estas
cuerdas y escapar del campamento.

Le dolían los huesos del asiento. Intentó cambiar de posición, pero se


dejó caer como un pez varado. El movimiento hizo que le doliera la vejiga.

—Necesito orinar.

West se sonrojó.

—Creía que eras aprendiz de sanador —preguntó exasperada.

—Ninguno de mis pacientes era bonito —murmuró.

Ella puso los ojos en blanco. West la hizo avanzar. Cuando llegó al
borde, la llevó una docena de pasos hacia el bosque.

—¿Adónde vas con ella?

West se giró, permitiéndole ver a Nesha cabalgando hacia ellos en un


hermoso bayo, Garrot galopando detrás de ella.

—A atender sus necesidades.

Nesha miró fijamente a Larkin, con la boca en una fina línea. Se volvió
hacia Garrot.

—Esto no es algo en lo que un hombre deba ayudarla.

—Nesha —dijo Garrot con suavidad—. No es seguro estar cerca de ella.

—Ella nunca me haría daño. Y, además, tiene las manos atadas —No
parecía convencido. Ella le sonrió dulcemente—. Estarás ahí si pasa algo.

Garrot asintió. Nesha cabalgó hasta el borde del bosque, bajó de la silla
y le entregó las riendas a Garrot. Señaló hacia el bosque.

—Allí, ese tronco servirá bien.


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Nesha maniobró las faldas de Larkin para que no se sentara sobre ellas
mientras West la ponía en posición con el trasero colgando sobre el lado
opuesto del tronco. Nesha ocupó el lugar de West, apoyando a Larkin contra
ella. West se echó hacia atrás. Nesha recogió las faldas de Larkin, dejando al
descubierto su trasero. Larkin finalmente liberó su vejiga.

Suspiró aliviada. Bajo su mejilla, Larkin podía sentir al bebé


retorciéndose. Apoyó las yemas de los dedos en el movimiento, ¿un codo
quizás? El bebé de Bane. Un trozo de él en el mundo seguía vivo incluso
después de que su padre hubiera perecido.

—El mandala está en el agua, no en la comida —Nesha sacó un odre


de agua de una presilla de su cinturón y lo acercó a la boca de Larkin—.
Bébelo todo. Ahora.

Larkin se echó hacia atrás, sin confiar en su hermana.

—¿Qué? ¿Por qué ibas a ayudarme?

—Porque incluso después de todo lo que has hecho, sigues siendo mi


hermana.

—¿Todo lo que he hecho? No he soltado a una turba contra ti.

—Bebe —siseó Nesha.

Larkin vació el odre de Nesha. Su hermana lo volvió a colocar en el lazo


que llevaba en la cintura.

—En diez minutos, actúa como si estuvieras aturdida y descuidada,


como esta mañana. Cuando te den agua, finge que te la bebes, pero viértela
en su lugar.

Larkin abrió la boca para hacer una de las docenas de preguntas que se
acumulaban en su cabeza.

—West —llamó Nesha antes de que pudiera hacerlo—. Está lista —


Nesha sujetó sus faldas para que el trasero de Larkin quedara cubierto, pero
el dobladillo no colgaba en la orina.

West levantó a Larkin. Confundida, vio cómo su hermana volvía


cojeando a su caballo y sonreía alegremente a Garrot antes de alejarse.
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CAPÍTULO VEINTIOCHO

Larkin miraba agradecida la manta que West le había colocado por


encima mientras la corriente de aire del sueño y el veneno gilgad se
desprendían de su organismo. Poco a poco, se sintió más despierta y su
cuerpo recuperó la fuerza. Era casi doloroso no moverse contra el magullado
vagón. Fingir que dormía cada vez que West la miraba. Estaba aburrida,
acalorada y hambrienta.

Hicieron una pausa a la hora de la cena. Esta vez, le ofrecieron compota


de manzana y galletas secas y desmenuzables. No estaba segura de qué podía
confiar. Quizá Nesha se lo dijera.

—Primero necesito hacer mis necesidades.

West la sacó del carro. Nesha esperó para ayudarla, con Garrot a su
lado. Encontraron otro tronco para ella y la dejaron con Nesha para que le
sujetara las faldas.

Nesha empujó al instante el odre de agua a Larkin, que bebió escondida


en el pliegue de las faldas divididas de su hermana.

—Esta noche te van a dar una dosis más fuerte. Finge estar
profundamente dormida, pase lo que pase.

—¿Es segura la comida?

—Come un poco y espera para estar segura —Se inclinó hacia ella—.
¿Mamá, Sela, Brenna…?

La boca de Larkin se comprimió en una fina línea.


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—Estaban bien cuando las dejé con Denan.

Nesha se estremeció.
—Bien hasta que uno de esos flautistas se case con mi hermana de
cuatro años.

El primer impulso de Larkin fue replicar algo hiriente. Su segundo


impulso fue defender a los flautistas. Ninguna de las dos cosas serviría de
nada. Necesitaba a Nesha de su lado.

—Eso no sucederá.

Nesha hizo un ruido de desinterés en su garganta.

—¿Sabes algo de Iniya, Harben y Raeneth? —preguntó Larkin.

—¿Por qué te interesan ellos?

—Sólo responde a la pregunta.

—Los vi liberados en el bosque. Eso es todo lo que sé.

Al menos Garrot no había mentido sobre eso.

Nesha tomó un trapo húmedo y limpió a Larkin, lo cual fue humillante.

—¿Por qué, Nesha? Eras mi mejor amiga. La persona en la que más


confiaba en el mundo. ¿Por qué me traicionaste?

Nesha resopló.

—Siempre fuiste la favorita de todos. Mamá y papá. Incluso Sela. Pero


tú no podías verlo. Querías tu libertad. Es todo lo que siempre quisiste. Nunca
viste que ya la tenías. Podías correr, bailar, casarte y escapar mientras yo...
no podía tener ninguna de esas cosas. Yo era la que estaba atrapada.

Larkin nunca había sabido esto, nunca había sabido lo profundo que
eran los celos de su hermana.

Nesha resopló.

—Todo lo que quería era casarme con Bane y ser la madre de sus hijos
—Un sollozo se agitó en su garganta—. Pero tú también tuviste que quitarme
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eso. Me quitaste todo lo que quería.

—¿Así que me querías muerta?


Las manos de Nesha se convirtieron en puños.

—Quería hacerte daño. Quería que sufrieras como yo —Sacudió la


cabeza—. Pero nunca te quise muerta.

Larkin se bajó el cuello de la camisa, revelando la cicatriz horizontal que


le cruzaba el cuello.

—Hunter intentó cortarme el cuello. Lo habría conseguido si Denan no


lo hubiera matado, si no me hubiera salvado de esa horda.

Nesha sacudió la cabeza como si intentara negar la prueba que tenía


delante.

—Garrot me juró por su vida que no permitiría que te hicieran ningún


daño. Hunter debe haber actuado por su cuenta.

—Estoy segura de que Garrot lamentó mucho que la horda se saliera de


control. Y muy arrepentido semanas después cuando me encerró en una
habitación e intentó obligarme a casarme con Bane.

—¡Fue por tu propio bien! Estabas encantada.

—¡Nunca estuve encantada!

—Entonces, ¿por qué guardar los secretos de los flautistas? Durante


décadas, los flautistas nos han aterrorizado y tú no has hecho más que
defenderlos. Al menos Garrot intenta detenerlos.

—Nesha —dijo Garrot desde detrás de ella, con el ceño fruncido. Le


hizo un gesto a West.

Nesha se apresuró a poner decente a Larkin. West la levantó. Nesha


rozó la parte delantera de su vestido como si se restregara el tacto de Larkin.
Garrot vio su expresión herida y la atrajo hacia sus brazos.

Ella se hundió en él, con la cabeza metida en el hueco de su cuello.

—No puedo hacerla ver, Garrot. Por mucho que lo intente. No puedo
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atravesar el encantamiento.

Las manos de Garrot acariciaban su espalda, las mismas manos que


habían llevado a Bane a la horca y le habían puesto la soga al cuello. La bilis
subió a la garganta de Larkin. Una bilis y un odio lo suficientemente fuertes
como para ahogarse. Plantar las semillas de la verdad. Esperar a que echen
raíces.
—Pregúntale quién mató a Bane, Nesha.

Empezó y miró a Larkin.

—Bane mató a siete druidas, Larkin. Fue condenado por los tribunales.
Garrot habló por él, intentó defenderlo.

Larkin soltó una carcajada.

—Pregúntale quién puso la soga al cuello de Bane y lo empujó al abismo


—Garrot la fulminó con la mirada. Ella le devolvió la mirada. Que sus propios
actos lo condenen—. Y cuando termines con eso, pregúntale quién mató a
nuestro abuelo y a todos sus consejeros. Pregúntale cuánta sangre mancha
sus manos.

Garrot rodeó la cintura de Nesha con su brazo y la llevó de vuelta a los


caballos.

—Las lavanderas siguen a la compañía. Contrataré a una de ellas para


que atienda las necesidades de tu hermana.

Larkin quiso liberarse de los brazos de West, pero se obligó a moverse


con lentitud, con descuido.

—Pregúntale por qué me entrega a los espectros para que me torturen,


Nesha. Pregúntale qué piensa hacer con el bebé de Bane cuando nazca.

Nesha levantó la cabeza y volvió a mirar a Larkin, con un brazo


rodeando su vientre de forma protectora. Las primeras semillas de duda
nublaron su expresión.

Garrot hizo un gesto a West.

—Amordázala.
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—Garrot —protestó Nesha.

—No —dijo Garrot con firmeza—. No dejaré que esa mujer te llene la
cabeza de mentiras.
West la dejó en el suelo e intentó meter un paño en la boca de Larkin,
pero ella le mordió la mano y lo escupió.

—Las marcas en su piel, Nesha. Son de las sombras. Se ha aliado con


ellas.

Maldiciendo, West le tapó la boca con la mano.

—Deja de hablar.

No podía dejar de hablar, no hasta que Nesha supiera la verdad.

—Yo no soy la que está encantada, Nesha. Eres tú. ¡Y Garrot no tuvo
que usar ni un poco de magia para hacerlo!

Otro soldado vino a ayudar a West. Le inmovilizó la cabeza mientras


West le metía un trapo en la boca tan profundo que la amordazaba. El
hombre la ató. Todo el peso de West estaba sobre ella. No podía respirar, no
podía dejar de tener arcadas.

Garrot levantó a Nesha en la silla de montar.

—No permitiré que las mentiras de tu hermana vuelvan a hacerte daño.


Lo juro —Tomó las riendas en la mano, montó en su propio caballo y se la
llevó.

Larkin gritó a través de la mordaza. Por fin comprendió. El toque de


Garrot era tan venenoso como los espectros a los que servía.

***

A horcajadas sobre ella, West esperó a que Garrot estuviera lejos de la


vista y cortó la mordaza. Larkin rodó hacia un lado y jadeó.

—No deberías... —protestó el soldado.


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—Que grite si quiere —West se alisó el bigote—. Siempre y cuando


Garrot y su bella amante no estén en ningún lugar para escuchar.

Larkin le miró. Él la observó, con una expresión ilegible.


—Es hora de comer, Larkin. Y te lo vas a comer todo.

Él la observó mientras comía y le entregó el odre de agua. Ella se llenó


la boca y luego fingió limpiarse la boca mientras, en cambio, la escupía por
las mangas, que goteaba sobre su falda. Debió de conseguir tragar algo,
porque durmió profundamente y se despertó rígida y dolorida por la mañana.
Una mañana en la que abandonaron el camino de Cordova para adentrarse
en el Bosque Prohibido.

***

Escondida en una gran tienda de campaña, Larkin juraba que podía


sentir cómo el sol se hundía en el horizonte. Se acercaba la noche. Y la
oscuridad. El corazón le dio una patada en el pecho, y su estómago se apretó
en un puño. Debería estar en lo alto de los árboles. Debería tener armas
sagradas para protegerla. En cambio, tenía a West. Lo único que podía hacer
era morir... o algo peor.

Y a Larkin le esperaba algo peor.

El sudor le goteaba de su sien hacia los ojos, haciendo que se le


escocieran y le ardieran. Incapaz de soportar un momento más, se puso en
pie.

West comenzó.

—Se supone que estás drogada.

Retrocedió hacia la puerta de la tienda.

—Déjame dormir entre las ramas. Por favor. Juro que bajaré por la
mañana.

West la agarró del brazo.


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—Larkin, ¿de qué tienes tanto miedo? Estás en medio de un ejército. Te


vas a beber la bebida y te vas a despertar perfectamente a salvo por la
mañana.
Ella se rio, una risa llena de aristas afiladas.

—No tienes ninguna arma sagrada. Estás tan indefenso contra las
sombras como yo.

Sin soltarla, West se inclinó hacia un odre de agua y se lo tendió.

—Ahora, bébela toda.

—Cuando vengan, no intentes luchar contra ellos. Sólo conseguirás que


te maten. O algo peor.

—Larkin, yo...

El mal y la muerte se apoderaron de Larkin. Empujó a West y se


abalanzó sobre la puerta de la tienda. Sombras como serpientes que se
retuercen se condensaron frente a ella. Ramass había venido. Como había
prometido.

Se tambaleó hacia West y le levantó las manos atadas.

—¡Libérame! Es tu única oportunidad.

En cambio, West sacó su espada y la empujó detrás de él.

—¡Brecha! ¡Guardias! ¡Brecha!

Ramass se solidificó, con su corona tan afilada como la hoja cubierta de


sombras que llevaba. Unos ojos amarillos y enfermizos la miraron,
atrapándola.

—Es la hora, Larkin —dijo su seca ronca.

—No —gimió ella.

West se mantuvo firmemente entre ella y el espectro.

—Mis órdenes son que no salga de esta tienda.

El espectro sacó su espada.


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—¿Qué eres? —preguntó West.

—No lo hagas —dijo Larkin—. No eres rival para él.


—Soy un espectro. Deberías haberla escuchado —El espectro cargó.
West intentó contraatacar. La espada del espectro salió con una velocidad
anormal, cortando la espada de West en la empuñadura como una ramita.
West se desplomó alrededor de su mano sangrante, gritando.

El espectro se acercó a ella, con una sensación de maldad tan intensa


que la ahogó. No pudo apartarse mientras su mano rodeaba su garganta.
Cayó en la nada, disipándose en la sombra y el caos. Un velo apolillado le
ocultó la visión, revelando un árbol de color negro sólido que brillaba sobre
un lago turquesa.

Todos sus planes, todos sus esfuerzos habían fracasado.

—¡No! —gritó una voz.

Ramass la soltó. Ella volvió de algún lugar lejano. Se derrumbó en un


montón sin huesos en el suelo. Recordó cómo respirar en sus hambrientos
pulmones.

—¡Es mía! —siseó el espectro.

Garrot miró al espectro sin inmutarse, sus oscuros sellos parecían


absorber toda la luz.

—No hasta que Denan la vea, no lo es.

Denan estaba siendo atraído a una trampa. Tosió.

—No arriesgará a sus hombres —Su voz sonaba arruinada—. Ni siquiera


por mí.

La mirada de Garrot se estrechó hacia ella.

—Te sorprendería lo que un hombre haría para conservar a la mujer que


ama.

—Ella es mía —balbuceó el espectro.

—Después de la batalla —dijo Garrot con firmeza.


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El espectro emitió un gemido inhumano y sibilante.

—Si ella no está en mis manos entonces, Garrot de los Druidas Negros...
—Lo estará —Garrot señaló el camino por el que habían venido—. Ven
a mi tienda. Tengo mapas que quiero que mires.

Ramass la miró fijamente antes de seguir a Garrot más allá de la tienda.


La sensación de maldad se desvaneció lentamente. Un sabor extraño y
metálico se extendió por su lengua, se había mordido la lengua y no se había
dado cuenta, pero no fue tomada. El alivio la atravesó, tan agudo que curvó
su cuerpo alrededor de él y tomó aire. Dos.

Al otro lado de la tienda, West gimió. Larkin se arrastró hasta su lado.


Él se llevó la mano ensangrentada al vientre.

Apartó los dedos de la mano contraria.

—Déjame ver.

Por fin soltó la mano izquierda. Las puntas de los tres dedos exteriores
habían desaparecido. La herida ya estaba negra, el veneno se extendía. Larkin
había visto esto antes: el veneno subiendo lentamente por la piel de la
víctima. Había visto flautistas mutilados que sólo estaban vivos porque les
habían quitado los miembros.

Realmente, unos cuantos dedos no parecían tan mal.

Ella agarró su espada con las manos atadas y señaló el suelo.

—Pon la mano en horizontal.

West retrocedió.

—Si no te quito el veneno, estarás... —su voz se ahogó, incapaz de decir


mulgar— muerto por la mañana.

West la observó, con el rostro sin sangre.

—Que el bosque me lleve, ¿te entregarán a esa cosa?

El veneno pasó por la articulación de su segundo dedo. No había tiempo


para esto.
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—¡Hazlo! —Ladró Larkin.

Sudando, West apoyó la mano en el suelo, con el índice y el pulgar


enroscados. Cerró los ojos y se dio la vuelta. Ella alineó la espada y picó. Los
ojos de West se pusieron en blanco, y se desplomó en un montón
desordenado.

Un par de guardias irrumpieron en la tienda, echaron un vistazo a ella


de pie sobre West con una espada ensangrentada y cargaron.

Larkin dejó caer la espada.

—No. Tú no...

El primero se abalanzó sobre ella, dejándola sin aliento. Garrot volvió a


entrar en la tienda.

—No estás drogada.

—West necesita un sanador —¿Había cortado todo el veneno?

Garrot ni siquiera miró al hombre.

—Oblígala a beberlo todo —Se dio la vuelta para marcharse.

—Envía a Nesha de vuelta al Idelmarch.

Se volvió hacia ella, con la indignación brillando en sus ojos.

—No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer.

—Ella no entiende a los monstruos con los que te has aliado. Yo sí.
Envíala a un lugar seguro.

—Ella está perfectamente a salvo.

—Ahora te estás mintiendo a ti mismo.

Él se acercó más.

—La única razón por la que sigues viva es porque sé lo que los espectros
te harán.

Ella le enseñó los dientes.


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—Hazme un espectro y vendré a por ti.

Él sonrió con una sonrisa malvada.


—Conviértete en un espectro y harás exactamente lo que yo diga.

El giró sobre sus talones y se fue. Los dos guardias le metieron la punta
del odre en la boca y le taparon la nariz. Podía tragar o ahogarse. Se lo pensó.
Pero aún había tiempo, aún había esperanza. Eligió tragar.

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CAPÍTULO VEINTINUEVE

Larkin volvió en sí sobre el lomo de un caballo. Gimió, con la cabeza


golpeando al ritmo de los latidos de su corazón. El torso se le había
restregado con la silla de montar. Maravilloso, pensó. Me va a quedar igual
a las muñecas.
Se armó de valor y levantó la cabeza, con el amuleto colgando y el
viento agitando su pelo suelto sobre la cara. Miró a través de los mechones.
Dos guardias habían sustituido a West; si tenía suerte, se dirigía a Landra. Si
no, estaba escondido en un carro en algún lugar. En cualquier caso, él no
podía ayudarla ahora.

Nesha era su última esperanza.

Uno de los guardias guiaba el caballo, el otro trotaba para alcanzarla


por detrás.

—¿Dónde estamos? —graznó.

Ambos guardias saltaron al oír su voz. Lanzando miradas aterrorizadas


hacia el bosque, el guardia de atrás, el calvo, le levantó la cabeza por el pelo
y la miró a los ojos, haciendo crujir su cuello dolorosamente.

—¿Puedes sentarte en la silla de montar?

Una pregunta justa. Ella retorció las piernas.

—Creo que sí.

Le desató los nudos. El otro guardia, el de la nariz pequeña, le sujetó la


cintura mientras ella se deslizaba hacia abajo. Sus piernas se doblaron con su
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peso. El hombre la sujetó hasta que pudo enderezarlas, entonces los dos
hombres la ayudaron a subir a la silla de montar.

—¿Quiénes son ustedes dos?


—Bins —dijo el calvo.

—Yo soy Nedrid —dijo el de la nariz pequeña.

Se quitó la camisa para mirarse el torso dolorido, que afortunadamente


sólo estaba rojo. Miró a su alrededor al ejército que serpenteaba en todas las
direcciones a su alrededor. Los caballos y los burros llevaban mochilas
abultadas. Los soldados observaban el bosque como si fuera una serpiente a
punto de morderlos. Resopló una carcajada. No tenían ni idea de los horrores
que les depararía la noche. Todavía luchando contra la corriente de aire que
la adormecía, adormecida, despertándose con una sacudida cada vez que se
inclinaba o el viento le tiraba polvo en la cara.

A mediodía, se detuvieron para comer. El bosque se agitaba y temblaba


sobre ella. Bins y Nedrid se acurrucaron en los huecos de los árboles, saltando
a cada ruido. Tal vez era el momento de plantar algunas semillas de miedo:
los soldados aterrorizados eran más propensos a correr que a luchar.

—Hay cosas peores que las bestias en estos bosques —dijo.

Cambiando nerviosamente, la miraron.

—¿Cómo qué?

Ella se encontró con sus miradas, la suya inquebrantable.

—Esperen hasta el anochecer y averígüenlo —Miró las judías y el agua


que le habían puesto a su lado—. Prefiero tener hambre que estar drogada.

—Dijo que podrías decir eso —dijo Bins. Tomó un bocado de sus judías
y pan y un buen trago de su agua—. Todo seguro.

Esperó unos diez minutos, para estar segura. La comida ya estaba fría,
pero tenía demasiada hambre como para preocuparse. Durmió el resto del
sueño hasta que los hombres estuvieron listos para salir. Después de dos días
sentada, se alegró de caminar, de cada paso que la acercaba a Denan. En eso
se concentró. No en los espectros. No en los engaños que se avecinaban. En
Denan.
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Él vendría por ella. Lo había prometido. Si alguien podía encontrar la


manera de liberarla, sería él.
***

Larkin se sentó plácidamente en el centro de la gran tienda que los dos


guardias habían levantado a su alrededor. Oyó pasos y voces murmuradas en
el exterior. La solapa de la tienda se abrió. Al ver a Garrot, cerró los ojos.

Tenía la fuerza de su espada y su escudo. Tenía su ingenio y a sus


amigos para luchar a su lado. No podía perder. Y si lo hacía, bueno, nadie
vivía para siempre.

Abrió los ojos y sonrió a Garrot, una sonrisa que era todo dientes.

—¿Te has parado a pensar por qué los espectros me quieren tanto?

La agarró por el cuello y la sacó de la tienda. Atado y amordazado, Tam


la esperaba. Dejó escapar un suspiro de alivio. Todavía estaba vivo. Y si
seguía vivo, tenía que haber una forma de salir de esto. Garrot la empujó a
través de su ejército, que se volvió para observarla, con los ojos muy abiertos.
Es hora de plantar más semillas. Puede que no sea capaz de luchar contra
Garrot con su espada y su escudo, pero podría pudrir su ejército desde dentro.

—Cuando los espectros se vuelvan contra ti —dijo en voz alta— quiero


que recuerdes este momento. Recuerda que te advertí y no escuchaste.

—Y cuando seas una asquerosa mulgar —dijo Garrot— felizmente no


volveré a escucharte.

Ella le escupió en la cara.

Él la abofeteó, haciéndola caer. Ella le sonrió a través de la sangre y el


mareo.

—Estoy acostumbrada a que los hombres me peguen, Garrot. No me


asustas.

Él resopló con disgusto y señaló a Nedrid.


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—Amordázala.

Tam gritó amenazas amortiguadas a través de la mordaza. Su significado


era claro, aunque sus palabras no lo fueran.
No si lo mato primero, pensó Larkin.
Sus guardias la levantaron.

—Me llamo Larkin. Soy la hija de Pennice y la esposa de Denan. No me


dejaré llevar por la sombra —Entonces la mordaza estaba en su boca, y no
pudo decir nada más.

Para castigarla, Garrot abofeteó a Tam dos veces. Oh sí, ella mataría a
Garrot. Espectro o no.

Nedrid y Bins la arrastraron entre ellos a través del ejército de


espectadores que la vitoreaban, abucheaban y maldecían. Agarró el amuleto,
la rama se deslizó en su piel. Revivió la visión por enésima vez, cada
movimiento, cada palabra, grabados en su memoria. Volvió en sí en los
brazos de Nedrid. Él se dio cuenta de que estaba despierta y la dejó en el
suelo.

¿Por qué el árbol no me dice lo que tengo que hacer? ¿Por qué no me
ayuda?
Habían dejado atrás a los idelmarquianos para adentrarse en un bosque
inquietantemente silencioso. Pasaron por delante de un anillo de árboles,
cuyas ramas se arqueaban y enredaban sobre ellos. Un anillo de árboles, y
no cualquier anillo de árboles, sino en el que Larkin había encontrado a su
hermana en todas esas semanas. El viento no tocaba dentro del anillo. La
repentina falta de viento la dejó notando sus mejillas agrietadas.

A la cabeza, Garrot se detuvo ante el enorme árbol central. Se paseó de


un lado a otro, buscando en las ramas altas.

—Bien, flautista, la he traído, como prometí.

Con la cabeza todavía dando vueltas, Larkin se esforzó por entender.

Un destello de movimiento. Tres hombres bajaron del árbol. Cayeron al


suelo, se pusieron de pie y se quitaron las capuchas. Demry, Gendrin y en el
centro, Denan, con la mirada clavada en la de ella. Sus ojos viajaron de arriba
a abajo, deteniéndose en la sangre que empapaba la mordaza y en los
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moretones, desvanecidos y nuevos, de su rostro hinchado.


Él sacó su hacha y su escudo. Al instante, Nedrid tenía un cuchillo en la
garganta de Larkin. Los guardias de Tam tenían un cuchillo en el suyo.
Gendrin rodeó con una mano el brazo de Denan, reteniéndolo.

—Un paso más y ambos morirán —dijo Garrot.

—Te mataré por esto —dijo Denan.

—¿Qué quieres? —preguntó Gendrin.

—Mañana por la noche —dijo Garrot—. Tú eliges el campo de batalla.


Derrótame, y ella es tuya. Fracasa... —Garrot se encogió de hombros—.
Bueno, tú estarás muerto, así que supongo que no importa mucho lo que le
pase a ella.

Era sólo una mujer. No una rompemaldiciones. Sólo su esposa. No


quería que murieran más hombres por ella, hombres con sus propias esposas,
hombres necesarios en la batalla contra los espectros.

La mirada de Denan se encontró con la suya. Ella dijo—: No.

A su alrededor, sus generales conversaban. Él no parecía escucharlos.


Larkin conocía a Denan, sabía cómo pensaba. Prácticamente podía ver su
mente recorrer diferentes escenarios. Riesgos contra recompensas. Las bajas
esperadas. Ganancias esperadas. Nunca empieces una batalla a menos que
sepas que puedes ganar —le había dicho—. Y siempre, siempre elige tu
terreno.
Garrot tenía los números. Denan tenía el conocimiento del terreno, más
soldados curtidos en la batalla y la posibilidad de librarse para siempre de los
druidas. Pensó que tenía suficientes ventajas. Él ya lo había decidido, su
expresión se endureció con su decisión cuando los generales terminaron de
susurrar.

Ella lo amaba. Mucho. No podía dejarle hacer esto. Tenía que encontrar
la manera de advertirle. Porque lo que ninguno de ellos podía adivinar era
que Garrot tenía un ejército de espectros y mulgars de su lado. La hoja le
atravesó el cuello, una amenaza para que no se moviera.
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De todos modos, sacudió la cabeza.


—¡Es una trampa! —gritó a través de su mordaza, pero salió confuso y
sin sentido. La hoja le abrió la piel y la sangre se deslizó por su cuello. Nedrid
le tapó la boca con la mano.

El dolor era algo distante y sin sentido. Estaba tan cansada de ser
amenazada, tan cansada de ser acobardada. Lanzó el codo. El cuchillo se
hundió más, el agarre de Nedrid se hizo más fuerte.

—¡Larkin! —Denan gritó.

Su voz la hizo callar. Se encontró con su mirada a través de la distancia,


tan corta y a la vez tan vasta.

—Para —suplicó él, con la garganta en movimiento.

Ella se detuvo.

La mirada de Denan se desvió hacia Garrot.

—Juro que cada daño que ella sufra, tú lo sufrirás diez veces más.

—¿Eso es un sí? —preguntó Garrot.

—¿Qué garantía tengo de que no la dañarás más?

—Ninguna —dijo Garrot—. Pero consuélate con el hecho de que aún


no lo he hecho nada.

—Mañana —dijo Denan—. Diez millas al este, a lo largo de las orillas


del río Weiss.

—Mañana —Garrot hizo un gesto a sus hombres, que la arrastraron a


ella y a Tam por donde habían venido. Denan no se movió, simplemente
observó cómo la arrastraban de vuelta al Bosque Prohibido y la perdían de
vista.

***
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El ejército marchó al día siguiente, instalando su tienda en una elevación


con vistas al campamento de los flautistas esa noche. Denan había elegido
bien su campo de batalla. Su ejército estaba atrincherado en el terreno
elevado junto al río que se curvaba alrededor de su espalda y flanco. Bajando
la colina desde él, las tiendas formaban vastas hileras.

Según todas las apariencias, los flautistas tenían toda la ventaja. Lo que
Denan no sabía, lo que no podía saber, era que mientras los druidas venían
del norte, los espectros y su horda de mulgars atacarían desde el sur. Si los
mulgars lograban cruzar el río, y Larkin no dudaba de que encontrarían una
manera, atraparían a los flautistas en una prensa.

Con la garganta recién cosida, Larkin durmió poco esa noche. Cada vez
que cerraba los ojos, la asaltaban pesadillas de sombras y muerte.

La tienda temblaba y se agitaba, el chasquido de la lona la volvía loca.


A la mañana siguiente, el ejército salió a atacar antes del amanecer. Poco
después, la solapa de la tienda se apartó y Nesha entró con un pálido West
a su lado, con la mano derecha muy vendada. Su bigote, normalmente
ordenado necesitaba un peinado, y sus patillas estaban más tupidas que de
costumbre.

Nesha llevaba una pesada capa y el pelo recogido en una apretada


trenza.

—Señorita, no tiene permiso para estar aquí —dijo Bins.

Nesha los miró a él y a Nedrid de arriba abajo.

—Tengo preguntas para mi hermana —Bins frunció los labios en señal


de desaprobación—. Garrot se ha ido —dijo Nesha—. Al igual que el resto
de los druidas. Nadie sabe que estoy aquí.

—Ah, vamos —dijo Nedrid en voz baja—. ¿No tienes tú también


preguntas?

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Bins a West.

—Me han dejado para vigilar a Nesha —dijo West. West debería estar
en la cama, no vigilando a nadie.
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Bins pensó en Nesha.

—Supongo que unas cuantas preguntas no harían daño.


Nesha se volvió hacia Larkin.

—Hace casi una semana, Garrot llegó a nuestras habitaciones cubierto


de sangre. No quiso decirme por qué.

Larkin también estaba cubierta de sangre, pero no le habían permitido


lavársela durante días.

—Mató a nuestro abuelo Fenwick y a los consejeros para poder


convertirse en Maestro Druida.

—¿Por qué los otros druidas aceptarían esto? —preguntó Nesha.

Larkin había visto sus ojos, llenos de lujuria y miedo.

—Usó espadas espectrales para hacerlo. Les prometió el mismo poder.

No le sorprendió que su boca no tropezara con la palabra espectro.


Nesha estaba obviamente en el círculo íntimo de Garrot. Ella tenía que haber
averiguado mucho de esto.

—¿Las marcas? ¿En su piel? —Larkin asintió—. ¿Qué son?

El viento aulló, haciendo que la tela se rompiera.

—Sellos del Árbol Negro —Larkin dudó antes de hacer su siguiente


pregunta—. ¿Desde cuándo están ahí esas marcas?

—Desde que lo conozco —Nesha se estremeció.

Antepasados, Garrot había estado aliado con los espectros desde el


principio.

—¿Qué pasará? —Preguntó Nesha.

A lo lejos se oyeron los gritos de guerra de los druidas por encima del
ruido del viento.

—Garrot atacará desde el norte, los espectros desde el sur —Denan


estaba rodeado, y ni siquiera lo sabía—. Los flautistas tienen la ventaja y la
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experiencia. También tienen el terreno elevado. Pero Garrot y sus druidas


tienen magia oscura. Y un numeroso ejército de mulgars —Ahora era el turno
de Larkin de apretar los puños.
—¿Quién ganará? —preguntó Nesha.

Larkin resopló.

—¿Ganar? No se puede ganar. Si los druidas vencen a los flautistas,


asediarán el Alamant —Ella había tenido visiones de esto: de los espectros
arrasando la ciudad de los árboles, su mancha oscura destruyendo todo lo
que tocaban—. Si los flautistas ganan, el Idelmarch se perderá. De cualquier
manera, la humanidad será más débil de lo que nunca ha sido.

—¿Y el Alamant resistirá un asedio? —Preguntó Nesha.

Los espectros no podían cruzar el agua. Pero Garrot podía. Y con su


magia oscura...

—No lo sé.

—¿Por qué esta ciudad es tan importante para los espectros?

—Si el Alamant cae, el último de los árboles sagrados se volverá oscuro.


Los espectros serán tan poderosos que nada que quede en la tierra podrá
detenerlos. Nada se interpondrá entre la humanidad y el fin.

Nesha guardó silencio durante mucho tiempo. Parpadeó con fuerza, con
lágrimas gemelas cayendo por sus mejillas.

—Lo siento, Larkin. Lo siento mucho. Pero quiero arreglarlo —Su túnica
se abrió y levantó una ballesta, apuntando a Bins y Nedrid.

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CAPÍTULO TREINTA

—No puedo matarlos a los dos antes de que me derriben —dijo Nesha—
. Pero el primero que se mueva morirá.

Bins y Nedrid la miraron boquiabiertos. Manteniéndose alejado de la


línea de visión de Nesha, West avanzó hacia los guardias con cuerdas. ¿Ahora
les estaba ayudando?

—Nesha —susurró Larkin con desesperación. Su hermana estaba ahora


en tanto peligro como Larkin. Tal vez más, ya que no tenía magia y era
pesada con el niño.

—Lanza a Larkin tu cuchillo y baja tus armas lentamente —dijo Nesha.

—Si se escapa, Garrot nos matará a los dos —murmuró Nedrid.

La boca de Bins se tensó. Como si se tratara de una señal, ambos


hombres se abalanzaron. Nesha disparó a Bins en el centro del pecho. Cayó
sin palabras. West atravesó a Nedrid. El hombre jadeó y empezó a gritar.
West lo rodeó con una mano sobre la boca del hombre y con la segunda sacó
su espada para atravesar su cuello. West mantuvo la mano sobre la boca de
Nedrid mientras éste pataleaba y luchaba antes de quedar inerte.

Larkin se quedó boquiabierta ante los cadáveres, sorprendida por la


rapidez con la que los hombres podían pasar de ser seres vivos, que
respiraban y pensaban, a trozos de carne que se enfriaban. Aparte de
amenazar su vida una única vez, ambos hombres habían sido respetuosos
con ella. No merecían morir. Larkin se dio la vuelta.

Los dedos de West sangraban y una fina capa de sudor le cubría la


frente.
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—Extiende las manos.

Ella hizo lo que él le pidió. Él aserró sus ataduras.


—¿Ahora me ayudas? —preguntó ella.

—Tenías razón, sobre los espectros —dijo West sin mirarla—.


Cualquiera que piense que puede aliarse con algo tan malvado está delirando.
Y, además, en lugar de intentar huir, me salvaste la vida cuando Garrot no
podía ni molestarse conmigo. Supongo que te lo debo.

Había sido rodeada por un ejército. Si huir le hubiera servido de algo,


lo habría hecho. No tiene sentido decírselo a West. Se volvió hacia Nesha.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Nesha se quedó mirando los cuerpos en el suelo, con la expresión


perdida.

—Le seguí hace dos noches. Y de nuevo esta noche. Vi al espectro. Vi...
vi a Garrot golpearte. Interrogué a West. Su historia coincidía con lo que tú
me contaste —Se le escapó un sollozo—. Larkin, lo siento.

La pena brotó en Larkin. Todo el mundo de Nesha estaba construido


sobre una base de mentiras y esas mentiras se estaban desmoronando a su
alrededor. West se asomó a la solapa de la tienda. Su mirada se dirigió a
Nesha.

—La tienda está vigilada. No pueden salir las dos.

Ella suspiró.

—Lo sé.

Larkin la miró boquiabierta.

—¿Cómo que lo sabes?

Nesha dejó la ballesta y se quitó la capa de terciopelo verde oscuro.

—Tienes que irte, antes de que caiga la noche y los espectros te


encuentren.

Larkin se quedó con la boca abierta.


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—No voy a dejarte atrás. Garrot te matará.


—No —dijo Nesha—. West ha caído en tus mentiras, ya ves. Me atrajo
hasta aquí con el pretexto de que estabas enferma. Vine a encontrar a los
guardias ya muertos. Me ató, amordazó y escondió en tu lugar, donde me
encontrarán por la mañana.

—¿Y si Garrot no te cree?

Nesha envolvió la capa alrededor de los hombros de Larkin.

—Te he hecho un gran daño, hermana. ¿No permitirás que te


compense?

Larkin miró a esta mujer, la mejor amiga de su juventud. Deseó que


pudieran volver a eso, a la alegría y la inocencia de su infancia. Pero incluso
con todos los riesgos que corría Nesha... eso no borraba el daño que ya había
hecho.

—Si no vas —dijo Nesha— no habrá nadie que avise a tu Príncipe o a


su pueblo.

La boca de Larkin se endureció en una fina línea. Nesha asintió una vez
y miró las cuerdas cortadas y sucias que estaban a los pies de Larkin.

—¿Tienes algunas sogas?

West sacó algunas de un baúl y le ató las manos. Ella se estremeció


cuando él las apretó.

—Lo siento, señorita, pero tienen que estar lo suficientemente apretadas


para que sean creíbles. No estaría de más que tomaras también un poco de
tónico, para que parezca que te he drogado primero.

Ella negó con la cabeza.

—Podría hacer daño al bebé.

Él gruñó y la ató a la estaca que habían clavado en el suelo. Larkin miró


a su hermana, indefensa y sola.
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—¿Cómo puedo dejarte?


—A pesar de todo lo que ha hecho, Garrot nunca me ha hecho daño —
dijo Nesha—. Nunca me ha mostrado la más mínima falta de amabilidad. Me
quiere —Se dio la vuelta, con la vergüenza coloreando sus mejillas.

—Todavía lo amas —susurró Larkin.

—El amor no desaparece porque alguien haya hecho algo malo, Larkin.
Tú más que nadie deberías saberlo —West la amordazó.

—Espero que tengas razón —susurró Larkin.

West se asomó a la tienda.

—Quédate detrás de mí. Mantén la cabeza agachada —Larkin se subió


la capucha—. ¿Adónde vamos?

—A liberar a tu amigo.

West se escabulló. Larkin devolvió una mirada a su hermana, que asintió


solemnemente, antes de deslizarse en la oscuridad tras él. Agradeció la
capucha para ocultar su rostro y la capa que ocultaba su suave vientre.

—¿Cómo piensas liberar a Tam?

—Tiene dos guardias. Tendremos que matarlos a ambos, rápida y


silenciosamente.

Larkin había matado antes, pero siempre había sido en una lucha justa,
nunca en una emboscada. E incluso entonces, le habían perseguido las
pesadillas. Sus pasos vacilaron. Como si percibiera su vacilación, West se
echó hacia atrás y la empujó hacia delante.

—Si no puedes hacer esto, tendremos que dejarlo atrás.

Lo que significaba que Tam se enfrentaría solo a la ira de Garrot. Tenía


la sensación de que no sobreviviría, sin importar lo que el druida le hubiera
prometido a Denan. Ella respiró profundamente y asintió.

West se apresuró a seguir.


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—Mantén la cabeza agachada y la capucha levantada. Yo nos meteré


en la tienda y los hombres se dirigirán al prisionero. Cuando diga asquerosos
flautistas, atacaremos como uno solo. Ve por una muerte instantánea para
que él no haga ningún ruido. Haré pasar cualquier ruido por la protesta del
prisionero.

Asquerosos flautistas. Golpear. Matar. Envió una oración a los ancestros


para que no lo estropeara. La tienda estaba a media milla de la suya. West
se detuvo ante la solapa y le lanzó una mirada por encima del hombro.
Asintió con la cabeza.

—Señorita Nesha para ver al prisionero de parte de Garrot.

—¿West? ¿Eres tú? —Un hombre mayor con el pelo blanco retiró la
solapa de la tienda. Larkin sintió que la mirada del hombre se deslizaba sobre
ella. Ella mantuvo la mirada fija en sus manos. Le dio una palmada en el
hombro a West—. Chico, no te he visto desde que me embarqué con tu
familia el invierno pasado. ¿Cómo está tu madre? ¿Sigue haciendo esa tarta
de manzana?

—¿Hanover? —West le dirigió una mirada, con expresión de derrota.


Este hombre significaba algo para West. Pero no se iba a ir sin Tam.

—Señor —murmuró ella—. Me gustaría ver al prisionero ahora.

Hanover se inclinó.

—Por supuesto, señorita —Retrocedió hacia la tienda.

West la agarró por el hombro y le susurró—: Hanover es mi amigo,


Larkin. No puedo...

—Ponle una llave de estrangulamiento. Algo. Lo ataremos.

—Es demasiado arriesgado.

—Voy a encender mi escudo —Entró en la tienda y al instante miró a


Tam.

Había dos guardias, incluido Hanover. El segundo estaba de pie, con el


ceño fruncido. Era el hombre que había intentado escupirla el otro día. La
miró de arriba abajo.
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—Esa no es...

Ella se puso delante de West.


—Al suelo —le ordenó.

Tam se aplanó cuando ella sacó su escudo, haciendo retroceder a los


guardias un paso; no se atrevió a usar más para no hacer temblar la tienda.
Luego corrió hacia Escupidor. Ella tenía su espada a centímetros de su
garganta.

—No te muevas

A su derecha, Tam rodeaba con sus brazos el cuello de Hanover


mientras éste se agitaba y luchaba.

—No le hagas daño —West desenfundó su propia espada y miró a Tam.

La espada de Larkin se sacudió cuando Escupidor la agarró con sus


propias manos y la arrastró hacia un lado. Le cortó directamente los dedos,
que cayeron al suelo. Él se quedó mirando sus manos destrozadas y abrió la
boca para gritar. Ella le clavó la espada en la garganta. Sus labios se abrieron
y se cerraron, abriéndose como un pez. Ella apartó su mirada de él.

—¡Tam, no mates a ese! —siseó ella.

—Sólo lo estoy acostando, suave como su mamá —dijo Tam.

West se movió sobre sus pies.

—Garrot lo matará por fallar. Larkin, es mi amigo.

Larkin sintió que el hombre se debatía en el otro extremo de su espada


como un pez en un sedal. Se le puso la piel de gallina y se le subió la
garganta. Se obligó a enfrentarse a él, a clavarle la espada más
profundamente, en la columna vertebral. Él cayó, y sus piernas se agitaron
contra las de ella, aunque estaba muerto.

Dejó que su magia se desvaneciera mientras se giraba para mirar a


Hannover.

—Soy la Princesa Larkin del Alamant. Te doy a elegir, Hanover. Ven


con nosotros o muere.
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Hanover tiró del brazo de Tam, pero su agarre era inquebrantable.


—Hanover, si los druidas se salen con la suya, todo estará perdido —
dijo West—. ¿Cuántas veces me has dicho que los druidas no deben dirigir
el reino y el ejército? ¿Puedes confiar en mí, viejo amigo?

Hanover miró fijamente a West, con los ojos desorbitados. Asintió


levemente con la cabeza.

Tam dudó.

—Si nos traicionas, morirás por ello. Como lo harán muchos cientos
más.

Hanover volvió a asentir, lo que ella interpretó como que no los


traicionaría. Tam aflojó su agarre. El hombre respiró entrecortadamente.
Luego otro. Cuando no gritó, Tam lo soltó. Hanover retrocedió y miró
fijamente a West.

—¿Qué te haría traicionar a los tuyos, muchacho?

Larkin blandió su espada y tocó el filo con cuidado en las ataduras de


Tam. Se deshilacharon, aflojándose para que pudiera sacudírselas. El color
volvió inmediatamente a sus uñas.

—Garrot ha hecho una alianza con... —La voz de West se ahogó. Miró
a Larkin con confusión.

—No puedes decirlo —dijo Larkin—. Tiene que verlo por sí mismo.

—¿Qué? —preguntó Hanover.

—El mal encarnado —respondió Larkin—. Garrot ha hecho un trato con


el mal encarnado.

—¿Por qué...? —comenzó Hanover.

—Poder —dijo ella—. ¿Jura ayudarnos y no delatarnos?

Él lanzó una mirada a West, que asintió.

—Muy bien —dijo Hanover.


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Larkin se volvió hacia West.

—¿Está vigilada esta tienda?


Hanover se frotó la garganta.

—Sí.

West se inclinó hacia el muerto y comenzó a despojarlo de su armadura.


Con la boca en una línea sombría, Tam ayudó. Salpicó agua de un cuenco
cercano sobre la coraza.

Tratando de ayudar, Larkin agarró una de las correas y se apartó de la


sangre pegajosa, la sangre de otro hombre que había matado. Todavía podía
sentir cómo se retorcía en el extremo de su espada, cómo sus piernas se
agitaban contra las suyas mientras su cuerpo luchaba contra la muerte.

Se pasó las yemas de los dedos por la falda repetidamente. Quítatela,


quítatela, quítatela, quítala.
Tam salpicó la esquina de una manta y se la tendió.

—Era él o nosotros, Larkin.

Se restregó todo rastro de su piel y no hizo ningún movimiento para


ayudar con las correas de nuevo.

—Si queremos llegar a Denan antes que Garrot, necesitamos caballos.

—Odio los caballos —murmuró Tam mientras se ponía la armadura del


hombre.

—Los druidas mantienen la manada no muy lejos de aquí —dijo West.

—Nunca lograrán pasar a los centinelas —dijo Hanover.

—Lo haremos si les decimos que estamos escoltando a la señorita Nesha


a la seguridad de Landra —dijo Tam.

—Nunca creerían que un grupo tan pequeño se arriesgara a ir al bosque


—dijo Hannover.

—Lo harían si ella necesitara una comadrona —dijo West. Él y Nesha


ya debían de haberlo imaginado—. Además —continuó— los druidas están
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alineados con los... —Su boca trabajó, quedando vacía.

—No puedes decirlo —dijo Larkin—. No delante de Hanover.


—¿Decir qué? —Preguntó Hanover.

—La maldición ata nuestras lenguas —dijo Tam.

—Los druidas están alineados con la sombra —dijo West.

Los cuatro se estudiaron entre sí. Uno por uno, los hombres se volvieron
hacia a ella.

—Es el mejor plan que tenemos —dijo ella.

Hanover se agachó y empezó a meter mantas en una mochila.

—Ellos nunca creerán que vas a ninguna parte sin provisiones.

West entregó una de las mantas a Larkin con una mirada significativa a
su estómago. Ella se metió la manta bajo la camisa, rezando para que no se
moviera, rezando para que West y Hanover no la traicionaran. La mano
vendada de West goteaba sangre.

—¿Cómo está tu mano? —le preguntó Larkin a West.

—Vuelve a preguntarme cuando se te pase el efecto de la medicina del


sanador —respondió West. Tam se ató la espada del muerto a la cintura—.
Vamos.

Se repartieron alrededor de Larkin, Tam a un lado, Hanover al otro,


West a la cabeza. Ella mantenía su capucha levantada, agradeciendo que el
tinte de su pelo no se hubiera desvanecido por completo. Salieron de la tienda
y cruzaron el campamento, en su mayoría abandonado, aunque algunos
hombres los miraron al pasar.

Un soldado se acercó cuando llegaron al corral de cuerdas.

—¿A qué se dedican?

—Tenemos que escoltar a la señorita Nesha de vuelta a Landra —


respondió West.

—¿Papeles?
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¿Papeles? ¿Qué papeles? se preguntó Larkin.


—Todos los que podían firmar algún papel han ido a la batalla —dijo
Hanover.

Larkin pudo sentir la mirada del soldado sobre ella.

—Sin papeles, me temo que…

—La señorita Nesha necesita una comadrona —Tam le dirigió una


mirada mordaz—. Su tiempo ha llegado. Temprano.

Al haber crecido con una comadrona como madre, sabía lo aprensivos


que eran los hombres con estas cosas. Ella se encorvó y gimió.

—He roto aguas.

El hombre frunció el ceño.

—Seguro que los sanadores...

—Lo intentaron —jadeó Larkin—. Hay que girar al bebé. No saben


cómo hacerlo.

—Un paseo por el bosque de noche no es...

Esperando más allá de toda esperanza que el hombre nunca hubiera


visto a su hermana de cerca, Larkin marchó hacia él.

—Puede que no sobreviva a esta noche, soldado, pero mi bebé puede


que sí. Si consigo llegar a una comadrona que pueda salvarlo… —Dejó que
su voz vacilara—. Por favor.

Él miró desde ella a los hombres que la acompañaban. Finalmente,


gruñó.

—Sabía que era una mala idea dejar que las mujeres marchen con
nosotros. Especialmente las mujeres embarazadas —Bajó un lado de la
cuerda.

—Sus monturas más rápidas —dijo Tam, ya empujando la brida en la


boca de un castrado musculoso.
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—Ese está cojo —dijo el hombre. Señaló cuatro caballos—. Esos son
los mejores que me quedan.
Larkin se apoyó en un árbol para "descansar" mientras los hombres
ensillaban los caballos y el soldado autorizaba su salida con los centinelas.
Sujetando la manta con firmeza para evitar que se deslizara, Larkin montó
en un caballo negro castrado. Los cuatro se alejaron del campamento. Larkin
miró una vez hacia atrás, hacia la tienda donde había dejado a su hermana
atada de pies y manos. Elevó una plegaria silencios a sus antepasados, en
concreto a Eiryss, para que la vigilara y la protegiera de Garrot.

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CAPÍTULO TREINTA Y
UNO

Al este del campamento, el grupo de Larkin se detuvo para observar a


los dos ejércitos que maniobraban en su posición. No había señales de los
mulgars al otro lado del río. Todavía.

—¿Cómo van a cruzar el río? —Preguntó Larkin.

—No lo sé —respondió Tam—. Pero tienen la intención de hacerlo.

—Está previsto que la batalla comience mañana al amanecer —dijo


West.

Larkin estaba segura de que realmente comenzaría esta noche. Se puso


de pie en los estribos.

—Tenemos que avisar a nuestros amigos.

Tam le agarró la mano.

—Ya están rodeados.

—Tenemos que hacer algo.

Hanover observó el campo de batalla.

—Su única esperanza son los refuerzos. Si otro ejército pudiera bajar
por el río y golpear el flanco oriental de los mulgars, podrían rodear su
retaguardia y atraparlos.
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—¿Los hombres del Rey Netrish? —preguntó Larkin a Tam.

Tam negó con la cabeza.


—No puede arriesgarse a dejar la ciudad indefensa.

—Si el ejército de Denan cae —dijo Larkin— no importará que el


Alamant esté indefenso. Los druidas no serán disuadidos por el lago. Y
cuando el Alamant esté en manos de los druidas...

Los espectros no estarán muy lejos.

—¿Qué tan lejos está el Alamant? —Preguntó ella.

—Alrededor de un día de viaje —dijo Tam.

—Vamos —dijo Larkin.

—¿Ir a dónde? —preguntó Hanover.

—Tenemos que reunir lo que queda de las fuerzas del Alamant —dijo
Larkin.

—Quédate cerca —dijo Tam—. Tomaremos el viejo camino.

Larkin empujó el caballo al trote, con la garganta ahogada por los


recuerdos de Bane enseñándole a montar en los campos detrás de su casa.
Esquivó ramas y sorteó matorrales y rocas hasta que llegaron al viejo camino
roto.

Empujaron los caballos con fuerza, cada zancada los acercaba al


Alamant. Los animales estaban casi agotados, con las orejas caídas y la boca
abierta, cuando llegaron a la orilla del lago justo antes de que cayera la
noche.

A un cuarto de milla de distancia, los árboles habían crecido en hojas


que se fundían para crear una pared continua. Las ramas más bajas formaban
arcos que se entrelazaban en un parapeto sombreado por ramas más
pequeñas, todas ellas cubiertas de espinas y hojas amarillas brillantes.

—¿De qué está hecho? —West señaló la pared.

—De árboles. Toda la ciudad está hecha de árboles que crecen en el


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lago.

—Ancestros —jadeó Hanover.

—¿Qué clase de árbol sale de un lago? —preguntó West.


—Árboles sagrados —respondió Larkin.

Tam se llevó la flauta a los labios y dejó escapar una nota estridente y
penetrante que silenció al instante todos los sonidos del bosque. En lo alto
del enorme muro de la barrera, los soldados se movían. Las luces
parpadeaban, las lentes de los telescopios reflejaban la luz mortecina. Al cabo
de unos instantes, unos cuantos botes se balancearon sobre el agua y bajaron
lentamente.

Cuando los botes estaban a medio camino de ellos, Tam se llevó las
manos a la boca.

—¡Debo hablar con el Rey!

Uno de los hombres del bote más cercano se levantó y gritó—: ¿Por
qué?

—¡Está a punto de ser invadido por las sombras! —Tam respondió.

El hombre transmitió el mensaje a la pared, y un par de hombres se


apresuraron a actuar.

—¿Nos ayudará el Rey? —preguntó Larkin.

—Tiene que hacerlo —murmuró Tam. Les hizo un gesto para que
bajaran de los caballos y empezaran a quitarles los aperos.

—¿Qué están haciendo? —Preguntó Hanover.

—No nos sirven —dijo Tam—. Los espectros los matarían al caer la
noche.

Los flautistas remaron hacia ellos hasta que sus botes llegaron a los
muelles donde estaba el grupo de Larkin. El hombre de rasgos oscuros que
los había llamado se bajó y estrechó la mano de Tam.

—Me alegro de verte, Tam.

—Yo también, Wott.


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Wott se inclinó hacia ella.

—Princesa Larkin, me alegro de que haya vuelto con nosotros —Miró a


Hanover y a West—. ¿Idelmaquianos? —Sus sellos se encendieron.
—Nos ayudaron a la Princesa Larkin y a mí a escapar a cambio de
refugio —dijo Tam.

—¿Se puede confiar en ellos? —Preguntó Wott.

—No somos tontos —dijo Hanover. West se echó hacia atrás, con la
mirada dividida entre los botes llenos de flautistas y el muro más allá de ellos.

—Esperemos que no —Wott se volvió hacia Tam—. Vamos. Ya habrán


mandado llamar al Rey.

Wott ayudó a Larkin a subir a su bote. El resto de los hombres se


amontonaron tras ella. La barca retrocedió por el lago. Bajo ellos, los peces
brillaban con luces intermitentes. Larkin pudo ver el lugar marcado donde
había clavado su espada en la pared cuando había escapado con Bane. Se
encontró agarrada al borde del barco, con los nudillos blancos.

Unos tentáculos de color rojo vino florecieron bajo ella, mostrando un


pico afilado que la apuntaba. Gritó cuando los tentáculos se acercaron a ella
y la rodearon por las piernas. Su grito se cortó cuando la arrastraron hacia
abajo. Más tentáculos la envolvieron en un abrazo demasiado apretado. Se
retorció, intentando liberar sus brazos. Los tentáculos la hicieron girar. Se
encontró cara a cara con una criatura que brillaba en rojo, con la carne
texturizada como el terciopelo, con los ojos brillantes fijos en ella mientras
la desplazaba hacia sus fauces abiertas y dentadas.

—¿Larkin?

Se puso en marcha y encontró la mano de West en su hombro, con una


expresión de preocupación.

—¿Estás bien?

—Probablemente esté recordando la vez que aprendió a no meterse


nunca en el agua por la noche —dijo Tam, con voz ligera.
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Ella le dio un puñetazo en el brazo mientras él se reía. Miró hacia arriba


cuando pasaron por debajo de la barrera, esperando el brillo de la magia. No
hubo ninguno. Esperó a que estuvieran al otro lado y miró hacia atrás,
sorprendida.

—La barrera —preguntó Tam.

—¿Qué ha pasado?

Wott la miró de reojo.

—Está fallando.

Larkin había utilizado su espada mágica para clavarla en la barrera,


había visto cómo se separaban los hilos brillantes. Su estómago se apretó
hasta el plomo.

—¿Larkin? —Tam se acercó, con expresión de preocupación.

—Tam, yo hice esto.

Miró hacia la pared y luego volvió a mirarla.

—Si tu espada pudo romper la barrera, entonces también la de Garrot.

Pero Garrot no había roto la barrera. Ella lo había hecho. ¿Lo sabía todo
el mundo? ¿La culpaban a ella?

En el primer árbol, se acoplaron, subieron las escaleras de caracol hasta


la copa y cruzaron los puentes que unían un árbol con el siguiente. A un
cuarto del camino hacia el Árbol del Rey, Netrish apareció a la vista. El padre
de Denan, el Arbor Mytin, se apresuraba a su lado. Y detrás del Árbol estaban
la madre de Larkin y Sela.

—¡Mamá! —gritó Larkin. Empujaron a los hombres y corrieron la una


hacia la otra. Se abrazaron, las lágrimas brotaron de los ojos de Larkin, y sus
palabras fueron una ráfaga a su alrededor—. ¿Cómo estás? —preguntó
Larkin—. ¿Cómo están Sela y la bebé?

—Bien —dijo su madre—. Brenna está con Wyn —El hermano de doce
años de Denan—. Sela está... diferente, pero está bien.
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—Nesha me cree ahora —dijo Larkin—. Ella me liberó de los druidas.

—¿Está contigo? —preguntó su madre, apartándose para mirar detrás


de Larkin.
Con los labios fruncidos, Larkin negó con la cabeza. Dudó en hacer las
siguientes preguntas, pero debía saberlo.

—¿Llegó Harben con Iniya, Raeneth y el bebé?

Su madre hizo una mueca, pero asintió.

—Una patrulla los trajo hace una semana.

Larkin quería saber más, pero no quería presionar a su madre, no sobre


esto. Le bastaba con saber que estaban a salvo.

Con un movimiento suave como el agua, Sela deslizó su mano en la de


Larkin y preguntó con voz clara.

—¿Qué te ha pasado en el pelo?

Larkin miró boquiabierta a su hermana. Estaba hablando... pero no era


sólo eso.

—¿Qué ha pasado con tu ceceo?

Sela se encogió de hombros.

—Ya no lo tengo.

Larkin lanzó una mirada de preocupación a su madre, que frunció el


ceño, claramente descontenta. ¿Era esto lo que había querido decir con
diferente?
—Sabe leer —dijo su madre con impotencia—. Un día cogió un libro
tan grande como su cabeza y empezó a leerlo.

¿Era la infancia de Sela el precio para convertirse en el Arbor?

Sela tiró de la mano de Larkin hasta que ésta se arrodilló ante su


hermana y ella acarició con sus dedos el cabello castaño de Larkin.

—Me lo he teñido para que se parezca al de Nesha —dijo Larkin en voz


baja.
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El ceño de Sela se frunció en señal de confusión.

—Hice una bandada para ti.


Ahora era el turno de Larkin de estar confundida. Antes de que pudiera
preguntar, el Rey llegó hasta ellas.

—¿Qué pasa? —El Rey Netrish jadeó, sus mejillas rojizas casi
escarlatas—. ¿Qué ocurre? ¿Y por qué hay idelmarquianos en mi ciudad?

Mytin abrazó a Larkin. Antepasados, Denan era tan parecido a su padre.


Casi se derrumba en ese momento. Pero ya habría tiempo para eso más tarde.
Se echó hacia atrás mientras Tam le explicaba cómo Denan estaba atrapado
y a punto de ser emboscado en la retaguardia.

El padre de Denan palideció.

—La luz nos salva. ¿Estás diciendo que podríamos perder a todo nuestro
ejército?

Tam asintió.

—Hay que enviar refuerzos.

—¿Y dejar toda la ciudad desprotegida? —gritó el Rey.

—No nos recuperaremos de esto —dijo Tam—. No de la pérdida de tres


mil hombres.

—La magia de las mujeres ha vuelto a nosotros —dijo Netrish—. La


maldición se está rompiendo. Estamos a salvo en el Alamant. Los druidas no
pueden hacer nada contra nosotros.

—Le rogaste a Denan que fuera a por tu hijo —dijo Larkin, con la voz
temblando de emoción contenida—. ¿Ahora vas a abandonarlos a ambos?

La cabeza de Netrish bajó, las lágrimas brillando en sus ojos.

—Entonces, teníamos la esperanza de traerlos a todos de vuelta. Pero


ahora...

Tam sacudió la cabeza.

—Los Druidas Negros tienen la magia. Y con las barreras alrededor del
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Alamant derribadas, nuestra gente estará desprotegida.

Todos estarían muertos en una semana. Las lágrimas se derramaron por


las mejillas de Netrish.
—No podemos ayudarles.

Larkin soltó un suspiro. Su marido, sus hombres... todos serían


masacrados al caer la noche. Un grito sonó en lo alto. Un ave de rapiña cruzó
el cielo. Dos pequeños cobrizos se abalanzaron, turnándose para atacar al
ave mucho más grande. Recordó haber leído algo en los diarios de Eiryss,
pero lo había ignorado hasta ahora. Algo sobre que las antiguas guerreras
eran llamadas Copperbills.

Una bandada, había dicho Sela.


Con los ojos muy abiertos, Larkin se encontró con la mirada de su
hermana pequeña. Sela se quedó con los brazos cruzados, como si hubiera
estado esperando que Larkin la reconociera.

—Aaryn las ha estado entrenando.

¿Su hermanita le había hecho un ejército?

—¿Cuántas?

—Quinientas —respondió su madre con orgullo.

Larkin encendió sus sellos, sintiendo el peso tranquilizador de su espada


mágica en la mano. Dirigió una mirada al Rey.

—No necesitamos su ejército. Tenemos el nuestro.

Sela le indicó a Larkin que la siguiera.

—Ven. Te mostraré dónde están.

Netrish bloqueó su camino.

—No puedo permitir esto.

Larkin le dirigió una mirada.

—¿Crees que permitiremos que nuestros maridos, los padres de nuestros


hijos, sean masacrados cuando tenemos los medios para impedirlo?
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—Señor —dijo Mytin—. En la antigüedad, las mujeres comandaban su


propio ejército. No tienes jurisdicción para detenerlas.
—¡No podemos arriesgar nuestro bien más preciado! —Dijo Netrish.

—Netrish —comenzó Mytin.

El Rey silenció al hombre con un gesto y se dirigió a Larkin.

—¡No permitiré que te metas en los asuntos de mi reino!

Su madre se interpuso entre ellos, haciendo brillar sus propias armas.

—No le hablarás así a mi hija.

Larkin se quedó boquiabierta al ver la espada en la mano de su madre.


Una lenta sonrisa se dibujó en su rostro. Las dos no volverían a ser más
débiles. Sacudiéndose, se puso hombro con hombro con su madre.

—No son sólo nuestros maridos. Nuestros padres y hermanos luchan al


lado de los druidas. No entienden que serán traicionados.

—Encarcelaré a cada una de ustedes en las celdas de las islas si es


necesario —dijo Netrish.

Las mismas celdas subterráneas en las que habían encarcelado a Larkin


después de que intentara escapar del Alamant la primera vez.

Larkin avanzó hacia el Rey de los flautistas, que cedió a regañadientes


ante ella.

—La magia de las mujeres ha vuelto. Estamos armadas. Estamos


enfadadas. Y ya está bien de que nos digan lo que tenemos que hacer.

Sela levantó las manos hacia ambos grupos.

—Detengan esto —El Rey se estremeció.

—Sela...

Sela lo miró fijamente.

—¿Crees que puedes detenerme? —No se trataba de la hermana de


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cuatro años de Larkin.

El Rey sacó sus flautas.

—Si es necesario.
Sela le señaló con el dedo.

—Los dos árboles sagrados han estado trabajando durante siglos para
colocar a las personas y los poderes adecuados en su lugar. Ahora es el
momento de ver quién ganará. Y si crees que voy a dejar fuera a uno de los
más poderosos portadores de la magia, estás muy equivocado.

Larkin se quedó con la boca abierta. Sela debería estar tejiendo coronas
de flores, no mandando a los Reyes, pero pasó por delante del Rey sin mirar
atrás. Larkin, Su madre, Mytin, West, Tam y Hanover se apresuraron a
seguirla.

—Deténganlas —ordenó el Rey.

Larkin se volvió. El bosque la llevaba, no quería luchar, pero lo haría si


era necesario. Los centinelas que habían acompañado a Larkin miraron entre
ellos y el Rey. Estaban claramente divididos.

—No lo hagas —advirtió Tam.

—Señor... —comenzó Wott.

El Rey se abalanzó sobre él.

—Harás lo que se te ordena.

Wott miró fijamente al Rey antes de negar con la cabeza.

—No creo que lo haga —Señaló con la cabeza a Larkin—. Vaya,


Princesa. Haré que se reúnan las provisiones para su viaje.

—Rebelión —siseó el Rey.

Wott se inclinó.

—Señor, mis hombres le acompañarán a su casa, donde permanecerá


hasta que esto termine.

—Vengan conmigo —Sela los condujo a través de los puentes.


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CAPÍTULO TREINTA Y
DOS

—¿Qué le pasó a Sela? —susurró Larkin a su madre.

Los ojos de su madre estaban tristes.

—Ya no es una niña pequeña. Es... vieja. Por dentro.

Ancestros, el precio que la familia de Larkin había pagado por esta


maldición.

—Sela —preguntó Larkin—. ¿Cómo sabes las cosas?

Sela la miró.

—El árbol me da visiones, igual que a ti.

Larkin se esforzó por contener su frustración.

—De todos modos, ¿cómo puedes saber eso?

Tras llegar al último puente, bajaron las escaleras en espiral hasta el


muelle.

—La mayoría de la gente recibe espinas —dijo Sela—. El árbol joven


crece bajo su piel, nuevo y sin entrenamiento. Pero los Arbors y los monarcas
reciben un injerto del propio Árbol Blanco. Sobre todo, el Arbor recibe
visiones. El monarca tiene el poder.

—Pero yo no soy una monarca ni una Arbor —dijo Larkin.


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—No —convino Sela—. Cuando veo visiones de tu papel, veo a una


mujer sumergiéndose en un lago. No sé lo que significa, pero sé que tiene
algo que ver con tu amuleto de ahlea.
Larkin había tenido la misma visión. Se cubrió el brazo izquierdo.

—Todavía no lo he usado.

—Lo harás. Cuando sea el momento adecuado.

—¿Por qué sólo he recibido dos visiones? —preguntó Larkin, dolida


porque el árbol no le había dado las respuestas que necesitaba
desesperadamente.

—El árbol no conoce el futuro, Larkin. Sólo el pasado. Nos dotó de


poder para forjar nuestro propio camino, nuestro propio destino.

Abraza tu destino. Talox le había dicho eso una vez. Larkin estudió a su
hermana pequeña.

—¿Qué has visto?

—Las vidas de mis antepasados entregadas al Árbol Blanco.

Había algo en la forma en que lo dijo.

—¿Qué significa eso?

—El árbol absorbe a nuestros muertos —dijo Mytin.

Larkin se estremeció.

—Pero Eiryss murió en el Idelmarch.

—¿Lo hizo? —susurró Sela.

Larkin miró a su hermana.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Debemos darnos prisa —dijo Sela.

—Sela... —empezó Larkin.

—No, Larkin —dijo Sela con firmeza—. Hay cosas que es mejor no
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saber.

Larkin asintió ante la gravedad de los ojos de su hermana pequeña. Sela


guio el camino hasta un pequeño bote, que llevaron a una isla. Las mujeres,
cientos de ellas, llevaban armaduras que les quedaban grandes. Los flautistas
se paseaban entre ellas, corrigiendo la forma y demostrando las maniobras.
Mytin saltó primero de la barca y se apresuró a subir la pendiente. Larkin
ayudó a Sela a salir.

—Gracias —Sela suspiró y extendió los brazos—. Estas pequeñas


piernas me cansan. ¿Me llevas?

Ancestros, esta no era la hermana pequeña de Larkin. Mordiéndose el


labio, Larkin la levantó sobre su espalda. A medio camino de la subida, miró
hacia atrás para ver a Tam mover a West y a Hanover para que esperaran en
el muelle. Tam observó los árboles.

—¿Vienes? —le preguntó.

Él le hizo un gesto para que siguiera adelante.

—Nos aseguraremos de que no haya problemas.

Ella le hizo un gesto de agradecimiento y llegó a la cima. Las mujeres


practicaban en anillos con armas de práctica. Sela se deslizó por la espalda
de Larkin.

—¿Larkin? —dijeron a su derecha. La madre de Denan, Aaryn,


caminaba entre las mujeres que se separaban de ella, Mytin un paso por
detrás. Su largo y sedoso pelo negro estaba trenzado hacia atrás. Había
ganado músculo desde la última vez que Larkin la vio, y un malvado moratón
le marcaba el brazo derecho. Pero fueron los signos en su brazo los que
hicieron reflexionar a Larkin.

Aaryn se detuvo ante Larkin.

—Mi ejército te ha estado esperando.

Su ejército. Una mujer que amaba tejer y cocinar, que tenía dos hijos.
Pero entonces Larkin recordó a Wyn presumiendo de que su madre había
sido entrenada por su padre para luchar contra los flautistas. Es irónico que
ahora usara ese conocimiento para protegerlos.
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—Denan... ¿en qué clase de problema está metido? —Aaryn preguntó.

—Del tipo que necesita un ejército en su flanco —dijo Sela.


¿Cómo sabía su hermana lo que era un flanco? Tenía cuatro años.

—No es sólo Denan —dijo Larkin—. Los druidas han formado una
alianza con los espectros.

Aaryn asintió.

—Sela dijo que algo así sucedería —Silbó, largo y agudo—.


¡Copperbills! —Las mujeres dejaron de entrenar al instante.

—¿Copperbills? —Murmuró Larkin.

—Así se llamaban las mujeres guerreras hace mucho tiempo —dijo


Sela—. Pensé que había que redimirlo.

¿Redimirlo de qué?

—¡Tam! —Una voz gritó. Alorica se abrió paso entre la multitud, con
su piel oscura brillando por el sudor.

Tam salió del muelle, corriendo hacia la colina mientras Alorica corría
hacia abajo. Chocaron, envueltos el uno en el otro, besándose y murmurando
cariños. Eran polos opuestos. Tam, ágil, con ojos azules brillantes y pelo
rizado, y Alorica, curvilínea, con rizos negros y rasgos oscuros, pero estaban
muy enamorados. El labio superior de Larkin se curvó con desagrado y algo
de celos.

—¿Por qué los hombres y las mujeres hacen eso? —preguntó Sela, con
la cabeza inclinada hacia un lado.

Larkin prefirió no responder.

—Alorica —ladró Aaryn.

Alorica se separó de los brazos de Tam, aunque no le soltó la mano.

Apartando la armadura de una mesa, Aaryn subió y miró fijamente a las


mujeres reunidas.

—Ha llegado el día para el que nos hemos entrenado. Nuestros maridos
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luchan contra nuestros padres, que han hecho una alianza impía con los
espectros. Y nosotras los salvaremos a ambos.

Murmullos y gritos de alarma los recorrieron.


—¡Los idelmarquianos nunca se aliarían con los espectros! —gritó una
mujer.

—Los Druidas Negros mataron al Maestro Druida y a su consejo —dijo


Tam—. Lleva marcas de sellos del Árbol Negro. Yo mismo he visto sus
espadas de sombra.

—Nuestros maridos están atrapados —La voz de Larkin vaciló—.


Cuando caiga la noche, serán masacrados. Y saben tan bien como yo que los
espectros se volverán entonces contra los vencedores. Los perderemos a
todos.

—¿Qué vamos a hacer? —gritó una mujer.

—Lo que hemos estado preparando estas últimas semanas —dijo Aaryn.

—¿Quieres que luchemos contra nuestros padres y hermanos para salvar


a nuestros maridos? —preguntó Alorica. Siempre fue una alborotadora. Por
no hablar de que su marido ya estaba de vuelta a salvo.

Larkin negó con la cabeza.

—Quiero que luches contra los mulgars.

—Sólo he empezado a aprender hace unas semanas —gritó una chica.

—Ah, vamos —dijo Tam—. Sólo son mulgars. No son más listos que
un pájaro volando hacia una barrera —Tam blandió su espada en un elegante
espectáculo—. Vamos, señoras, ¿quiénes quieren salvar el culo de sus
hombres?

Alorica agarró dicho culo.

—¡Yo lo haré!

Aaryn clavó su espada mágica hacia el cielo.

—¡Por nuestros padres, nuestros hermanos y nuestros maridos! ¡Por


nuestra libertad y nuestras vidas!
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Poco después, quinientas mujeres subieron a los botes. Larkin estaba a


punto de subir a uno cuando una mano la agarró del brazo.

—Larkin.
Se giró para encontrar a Caelia detrás de ella, con lágrimas corriendo
por sus mejillas y un bebé en sus brazos. A Larkin le dolía el pecho.

—¿Lo sabes?

Caelia asintió.

—Me lo dijo tu padre.

¿Caelia culpaba a Larkin por no haber rescatado a Bane, por haberle


dado la espalda? Como si sintiera su dolor, Sela tomó la mano de Larkin
entre las suyas.

—Era como un hermano para mí —le dijo Sela a Caelia.

Caelia se puso el bebé bajo la barbilla.

—¿Dijo algo? ¿Al final?

Me dijo que no mirara. Larkin no podía decirle eso a Caelia.


—Fue valiente. Luchó por mi vida incluso cuando sabía que la suya
estaba acabada.

Con los ojos cerrados, Caelia abrazó a Larkin.

—Gracias por salvar a mi marido.

Larkin se había olvidado de eso. Caelia la soltó. Madre fue la siguiente


en subir.

—Tengo que volver con Brenna. Tendrá hambre. Van a traer a los niños
aquí. Los que no podemos luchar los cuidaremos.

Larkin se alegró de que su madre no pudiera venir, de que ella y los


pequeños permanecieran tras la relativa seguridad de los muros del Alamant.
Abrazó a su madre con fuerza y esta dio un paso atrás y se secó los ojos. Le
tendió la mano a Sela.

—Ven con nosotros. Puedes ayudar con los pequeños.


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Sela tomó su mano y se alejó sin siquiera dar un abrazo a Larkin.

—¿Sela? —llamó Larkin. Ella se volvió.


—¿Dónde está el cuerpo de Eiryss? ¿Y por qué puedo ver visiones de
ella? Era una valyanthiana.

Los ojos de Sela se desenfocaron, como si viera algo lejano.

—El amuleto que llevas. Era de ella —Su mirada se centró en Larkin—
. ¿Has encontrado el otro?

Larkin se sintió aliviada. Había tenido razón sobre la importancia del


amuleto de Ahlea, aunque no lo hubiera encontrado.

—No.

Sela frunció el ceño.

—Debemos tenerlo para derrotar a los espectros, Larkin.

—¿Por qué?

Sus ojos volvieron a desenfocarse.

—No puedo ver lo que aún no ha sucedido. Sólo cómo se hizo el


amuleto.

—¿Has visto eso? —Las sombras y la muerte. Dray formando el amuleto


en su mano con lo último de su magia. El nacimiento de los espectros.

La mirada de Sela se nubló.

—He visto muchas cosas. He vivido muchas vidas —Contempló el


bullicio de los muelles—. Tienes que darte prisa si quieres salvar a Denan.

Incapaz de resistirse, Larkin abrazó a Sela.

—Está bien —dijo Sela—. Nunca estoy sola. Ya no estoy desamparada.

—Pero eres una niña.

Sela acarició la espalda de Larkin.


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—Ya no sé lo que soy.

Larkin se apartó y dijo con fiereza—: Eres mi hermana pequeña.


Sela agarró las mejillas de Larkin con sus manitas. Sus ojos estaban
cargados de una pena tan profunda que Larkin no podía comprenderla.

—Todos vamos a morir. Lo que cuenta es cómo vivimos.

¿Qué significaba eso? Larkin intercambió una mirada de impotencia con


su madre.

—¡Larkin! —Llamó Tam—. Vamos, estamos casi cargados.

Larkin dividió su mirada entre su madre y su hermana.

—Cuídense mutuamente.

—Vuelve con nosotras, Larkin —dijo su madre—. Por favor, vuelve.

Sabiendo que no podía hacer una promesa que tal vez no pudiera
cumplir, Larkin se marchó sin decir nada. Subió a un bote y se sentó con
Aaryn y Alorica a un lado y Tam al otro; West y Hanover se quedaron atrás.
Remaron hasta las puertas de la ciudad, donde les esperaban unas cuantas
docenas de barcos con flautistas dentro.

Larkin juró.

—No podemos abrirnos paso entre todos ellos.

Tam señaló a un hombre de pie en el bote central.

—No tendremos que hacerlo.

—He traído suministros —dijo Wott—. Y cien hombres, es todo de lo


que me atrevo a prescindir.

Tam sonrió.

—Los flautistas no pueden dejar que sus esposas tengan toda la


diversión.

¿Sería suficiente? Tendría que serlo. La ciudad no podía funcionar con


menos. Wott hizo un gesto y las puertas se abrieron. Los barcos salieron.
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Se adentraron en el río mientras anochecía. Wott amarró sus botes y


mezcló a las mujeres con combatientes más experimentados: unas cinco
mujeres bajo la dirección de uno de los flautistas. Él y Aaryn se colocaron en
el bote central, habiendo acordado un mando conjunto, con él tomando la
delantera hasta que ella encontró su equilibrio.

—Nos colaremos por el flanco izquierdo de los mulgars —dijo Wott—.


Cuando se llame a la carga, manténganse en línea con el guerrero que esté
a su lado. Confíen en ellos para que protejan su costado y espalda.
Recuerden, golpear las armas de los mulgars a un lado y apuñalar —Hizo
una demostración con sus propias armas—. Vuelvan a posicionarse. Repitan.

—Voy a morir, ¿no? —dijo una joven desde detrás de ellos.

—Por supuesto que no —la reprendió Tam—. Los mulgars tienen un


aspecto aterrador y no les gusta morir, pero no son muy listos. Es como matar
gansos enfadados.

Larkin le lanzó una mirada.

—¿Alguna vez te ha perseguido un ganso enfadado? —dijo Tam—. Se


abalanzan sobre ti con las alas desplegadas, silbando. Lo único que quieres
hacer es correr. Pero todo lo que tienes que hacer es empujarlos con tu
escudo. Golpear y apuñalar —Hizo un gesto—. Y se acabó. Tú ganas.

—Como matar a un ganso —repitió ella.

—¡Pero si son personas! —gritó la chica.

Tam negó con la cabeza.

—No puedes matar lo que ya está muerto.

Sólo que eso no era cierto. Maisy era la prueba de ello. Sin embargo,
Larkin no dijo nada. Era mejor que las chicas pensaran que estaban matando
monstruos sin sentido.

Se repartió un sencillo almuerzo de pescado seco y frutos secos. Larkin


comió con hambre. La comida alivió la tensión hasta que Wott pidió silencio.
Larkin se tumbó en el fondo del barco y durmió con fuerza y sin sueños.
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CAPÍTULO TREINTA Y
TRES

Justo antes del anochecer, los barcos chocaron con el terraplén del lado
sur del río. Se enviaron exploradores para despejar el camino y determinar la
mejor ruta. Más de seiscientos hombres y mujeres desembarcaron y se
adentraron silenciosamente en el bosque.

Tam había sido asignado como flautista principal del grupo de Larkin,
que incluía a Alorica y a otras tres mujeres. Seguía actuando como guardia
personal de Larkin, por lo que se situó entre éste y su mujer.

Larkin abrió y cerró la mano alrededor de su empuñadura, ansiosa por


el momento en que espiaría el campo de batalla.

—Apuesto a que supero en veinte a tus míseros cinco —le murmuró


Tam.

—¿Veinte? —Larkin resopló—. Sólo si puedes eliminarlos desde la


seguridad de un árbol.

Extendió las manos.

—¿Por qué enfrentarse a ellos de frente cuando puedes hacerlo desde


la comodidad de tu propio capullo?

—Ciertamente, ustedes dos se han acercado —refunfuñó Alorica.

Tam mantuvo la mirada al frente.


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—Está haciendo lo de la mirada, ¿no? —le preguntó a Larkin.

—Ya veo por qué la odias —admitió Larkin.

Tam se enjugó la frente.


—¿Verdad? Es como si te derritiera la cara con sus ojos. Dame un
mulgar enjabonado cualquier día.

Alorica abrió la boca.

Larkin levantó la mano.

—No te preocupes. Es un grano en el culo. Tengo que rescatar al mío.

—Si no se callan —dijo Alorica— todos los mulgars en cinco millas a


la redonda sabrán que estamos aquí. Y yo pido veinticinco.

Tam sonrió.

—Esa es mi mujer.

Larkin puso los ojos en blanco. A lo largo de toda la línea, hombres y


mujeres comenzaron a murmurar el número de mulgars que creían poder
matar. Talox había tenido razón sobre Tam: su humor aliviaba la tensión.

Larkin supo el momento en que se puso el sol. Los sonidos de la batalla


se alzaron ante ellos: chillidos de los mulgars y gritos de los hombres, los
gritos de los heridos y el ruido de las hachas, los escudos y las espadas.

¿Cómo habían conseguido los mulgars cruzar el río? ¿Había


previsto Denan la traición de Garrot? Por favor, no dejes que los masacren.
Por favor. A cada paso, esos sonidos se hacían más fuertes. El viento azotador
cambió, trayendo consigo el olor mineral de la batalla, el aroma de la sangre
fangosa como en un día de carnicería.

A Larkin se le retorcieron las entrañas.

—Permanezcan en formación —dijo Tam—. Dejen que las multitudes


rompan contra nosotros como el oleaje contra la orilla.

Ni una docena de pasos después, el mando hizo una señal con la mano
hacia arriba y hacia abajo de la línea.

—Prepárense —dijo Tam mientras él también hacía la señal.


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Larkin encendió su espada y su escudo, con la luz más tenue que podía
hacer.

—Justo antes de que nos alcancen, pulsen sus escudos —dijo Tam.
Los comandantes hicieron una señal y apretaron la formación hasta que
estuvieron hombro con hombro, por lo que tuvieron que romper para rodear
los árboles y la maleza. Entonces se encontraron en un claro iluminado por
antorchas y hogueras.

El río pasaba a su izquierda. Los mulgars se embotellaron ante los


puentes flotantes hechos de barriles unidos con una pasarela atada a la parte
superior. Los mulgars, espaciados uniformemente, eran enviados al otro lado
por ardents con burdos mantos.

Dos docenas de zancadas y los mulgars ya habían cruzado, aunque


muchos de ellos estaban erizados de flechas. Algunos cayeron gritando al
río, donde se agitaron y se hundieron. La mitad llegó al otro lado y subió el
terraplén hasta la línea de flautistas que les esperaba. La línea ya se había
doblado en algunas partes.

Un chillido sobrenatural chirrió por encima del estruendo. Su manto de


espinas retorcidas lo distinguió de los demás, Vicil volvió a chillar.
Obedeciendo la orden de su amo, todo el flanco oriental de los mulgars giró
y cargó contra Larkin y sus Copperbills. ¿Estaba Talox entre ellos? ¿Venna?
¿Se reconocerían entre ellos?

—Esperen la orden de pulso —dijo Tam.

A medida que los mulgars se acercaban, Larkin pudo ver los detalles de
sus armaduras improvisadas y sus armas robadas. Sus dientes podridos y su
piel cetrina marcada por líneas negras bifurcadas. El impulso de correr surgió
en su interior, tan fuerte que tembló al negarlo.

—Sólo un ganso de carga —dijo Tam—. Manténgase firme y romperán


contra nosotros como una ola.

La chica del barco de Larkin, la que antes había tenido tanto miedo, se
dio la vuelta y echó a correr. Algunas de las mujeres la vieron partir. Otras
se movieron en su sitio, claramente debatiendo sobre si correr ellas mismas.

—¡Por nuestros padres! —Aaryn gritó desde algún lugar detrás de


ellas—. ¡Por nuestros hermanos y nuestros maridos!
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Larkin plantó sus pies y abrió sus sellos más ampliamente, la magia
fluyendo en ella. Su espada se iluminó y se volvió afilada como una cuchilla.
Los mulgars se acercaron, lo suficientemente cerca como para poder ver los
pelos de sus cabezas.

—Espera —dijo Tam.

Los corredores llegaron a la primera línea, chocando con los escudos.


Larkin cantó en su cabeza. Barrer hacia arriba y hacia la izquierda. Apuñalar.
Reposicionar.
Uno de los que se escaparon se dirigió directamente hacia ella. Había
sido flautista una vez, los jirones de su capa moteada colgaban de sus
hombros. Su armadura le quedaba bien, aunque estaba sucia.

Sería una de sus muertes. Se abalanzó sobre ella. Ella se preparó,


empujó, apuñaló y se reposicionó de nuevo. Tam hizo caer su hacha sobre
la articulación entre el hombro y la cabeza del mulgar. Larkin jadeó, sin saber
si iba a vomitar, ensuciarse, o ambas cosas.

—Uno —cacareó Tam.

—¡Ese era mío! —gritó ella en señal de protesta.

Él sonrió sin mirarla.

—Las heridas no cuentan. Las muertes sí.

—¡Eso no es justo! —dijo ella.

La primera oleada de mulgars estaba casi sobre ellos.

—Tranquilos —dijo Tam—. Tranquilos.

Se estrellaron contra sus escudos. No había tiempo para pensar. Barrer


hacia arriba. Apuñalar. Reposicionar. Su espada encontró resistencia. No
sabía dónde había golpeado a su enemigo, sólo que lo había hecho.

El mulgar se derrumbó. Larkin no estaba segura de sí era un hombre o


una mujer. Era difícil distinguirlo a través de la suciedad. La mueca del
mulgar cambió a una de alivio, como si ella lo hubiera liberado del tormento.
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No estaba matando a los flautistas. Los estaba salvando.

—¡Pulso! —gritaron los líderes de los flautistas en toda la línea.


Al unísono, las Copperbills pulsaron y una ráfaga convexa de luz dorada
se abalanzó sobre toda la fila de flautistas. Salieron despedidos hacia atrás,
con los brazos y las piernas dando vueltas, con las armas sacudidas de sus
manos al chocar con la tierra.

—¡Carguen! —Fue la orden.

Larkin bajó la colina, golpeando las cabezas de los aturdidos mulgars,


que era la única forma segura de acabar con ellos. A su alrededor, los
flautistas y las Copperbills gritaban sus muertes.

—Quince —gritó Tam.

—Diez —dijo Alorica.

Ráfaga.

—Cinco —admitió Larkin.

Doble ráfaga. No iba a ser la última en esto. Uno de los mulgars


consiguió ponerse en pie. Ella corrió hacia él. El mulgar se acobardó. Ella lo
golpeó con el borde de su escudo. El mulgar gritó con la garganta expuesta
al filo de su espada. Su espada apenas se frenó al separar su cabeza de los
hombros.

Un frenético regocijo la invadió.

—¡Seis!

—¡Formen! —Fue la orden.

Una de los ardents fijó su mirada en Larkin. Tenía el pelo largo y blanco,
la piel arrugada como una manzana de invierno, pero se movía como una
niña.

Número siete. Larkin cargó. La mujer se atrincheró detrás de su escudo


de madera podrida, sostenido por bandas metálicas oxidadas. Se abalanzó
sobre las piernas de Larkin. Larkin bajó su escudo justo a tiempo para desviar
el golpe, que acercó a la mujer. Larkin levantó el escudo y golpeó a la mulgar
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en la mandíbula.

La mujer se tambaleó hacia atrás, con la mandíbula colgando. Larkin


colocó su escudo a la altura de la barbilla y cargó. La mujer giró en el último
momento y se abalanzó sobre Larkin, dándole una patada en el trasero y
haciéndola caer.

Larkin rodó, su escudo se levantó cuando la mujer apuntó a las piernas


expuestas de Larkin. La mujer desapareció de repente. Agotada, Larkin
respiró y se puso en pie. Todos los demás guerreros formaban una fila a unas
decenas de pasos por la pendiente. Estaba sola. Más mulgars la rodeaban,
gruñendo.

Ancestros. Estaba atrapada. Abrió bien sus sellos, pero no le quedaban


suficientes para otro pulso, a menos que quisiera perder por completo su
espada y su escudo.

Tam maldijo y cargó tras ella. Alorica lo llamó, maldijo y lo siguió.

—¡Detrás de ti! —llamó Tam.

Larkin se agachó por reflejo, sintiendo que algo pasaba por encima de
su cabeza. La mujer mulgar volvía a estar detrás de ella, cargando. Larkin
desvió el golpe demasiado tarde, y el hacha pasó rozando la armadura de la
pierna de Larkin. La mujer pateó la parte posterior de la rodilla de Larkin,
dejándola caer. Larkin consiguió levantar su escudo, pero la mujer lo pateó
hacia un lado y golpeó a Larkin.

De repente, Tam estaba allí, con su hacha atravesando la cara de la


mujer. La sangre negra salpicó a Larkin. Las flechas llovieron sobre los
mulgars que los rodeaban.

—¡Vuelve a la fila, Princesa! —Tam gruñó.

—Esa cuenta como mía —dijo Larkin mientras Tam la levantaba.

Alorica golpeó con el borde de su escudo la cara de un mulgar que


cargaba, y luego giró y atravesó el torso de otro.

—¡Once! ¡Doce! —Alorica gritó.

—Ya veo por qué te daba miedo —dijo Tam mientras volvía a cargar
en formación.
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—Yo nunca... —Pero Tam ya estaba a medio camino de la pendiente.


Gruñendo de frustración, cargó tras él. Justo cuando estaba segura de que
no podría levantar los brazos para dar otro golpe, los reservistas se les
acercaron por detrás.

—Retrocedan —dijo Tam.

Ella retrocedió tambaleándose y la mujer que estaba detrás de ella ocupó


su lugar. Con las manos apoyadas en las rodillas, Tam jadeó.

—Diecisiete.

—Doce —dijo Alorica.

—Luz, esa es mi mujer —La miró como si fuera la mujer más hermosa
que hubiera visto jamás. Ella le devolvió la mirada, suavizando su expresión.

—Maldita sea. Si empiezan a besarse, voy a vomitar —Larkin miró a los


hombres y mujeres que jadeaban.

—¿Cuántos has conseguido? —preguntó Alorica con una ceja


levantada.

Larkin abrió la boca para decir siete, pero la palabra no le salió. Era
consciente de la sangre que le corría por la cara, de lo cerca que había estado
de morir. No podía recuperar el aliento.

Tam se acercó a ella.

—Respira. Estás bien. Toma un poco de agua.

Ella la tomó de él, pero sus manos temblaban demasiado para


sostenerla.

¿Qué clase de monstruo disfrutaba matando? La culpa la golpeó.

—¿Qué pasa? ¿Estás herida?

Ella lo empujó.

—¡No son gansos, Tam! Una vez fueron personas como nosotros, como
Venna y Talox.
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Hizo una mueca de dolor como si ella le hubiera golpeado.

—Sigue pensando así y no podrás matarlos.


Las lágrimas escocían en sus ojos secos.

—Lo he disfrutado, Tam.

Su expresión se suavizó.

—A veces lo haces, en el calor de las cosas.

—¿En qué me convierte eso?

—En un ser humano. No tienes que preocuparte... a menos que la culpa


no venga después.

—¿Qué pasa entonces?

Su mandíbula se abultó.

—Entonces la violencia no se detendrá en el campo de batalla.

Alorica se acomodó junto a Larkin.

—Deja de estar tan malhumorada. Sólo intentas disimular tu vergüenza


por haber llegado última.

Tam le dio una palmada en el hombro a su mujer.

—Siete está muy bien para ser tu primera batalla, Larkin.

—Y sólo has estado a punto de morir una vez —dijo Alorica


alegremente.

Tam echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Bebe y come algo. Pronto nos tocará de nuevo.

—Ese mulgar —dijo Alorica—. Era diferente.

Tam se aclaró la garganta.

—Los llamamos ardents. Son astutos, líderes.


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Larkin bebió un sorbo de agua y comió pan. Los flautistas y las


Copperbills seguían luchando, una línea impenetrable que se curvaba
alrededor de la retaguardia de los mulgars, haciéndolos retroceder hasta que
escapaban por sus puentes en lugar de cargar por ellos.
Al otro lado del río, los flautistas seguían vacilando. Larkin no tenía
forma de saber cómo iba su otro frente.

—Tenemos que llegar hasta allí.

—Si nos esforzamos demasiado, nos desmoronaremos. Tranquila —


Tam tomó otro trago.

Trató de encontrar a Denan a la luz del fuego, pero cada flautista se


parecía a otro. Incluso los mulgars eran difíciles de distinguir.

—¿Dónde están los espectros? —preguntó Alorica.

—Lo suficientemente atrás como para evitar que los arqueros los
alcancen —dijo Tam—. Sin ellos, los mulgars pierden su impulso muy
rápidamente.

Demasiado pronto, su descanso había terminado. Se acercaron a la línea


de combatientes.

—¿Cuántos son esta vez? —Tam preguntó.

—Quince —dijo Alorica.

Larkin sintió su mirada en ella, pero no quiso responder, no quería esta


mancha en su alma.

—Así es como tiene que ser, Larkin —dijo Tam—. Si no puedes


controlar tu mente, no sobrevivirás.

Alorica le agarró el brazo, clavándole las uñas.

—¡Por sus maridos! —Tam asintió con la cabeza y miró a la fila de


mujeres cansadas, salpicadas de sangre negra que habían visto morir a
amigos esta noche, que habían matado. La mandíbula de Tam se tensó.
Rompió filas para marchar hacia arriba y abajo de la línea.

—Sus maridos, padres, hermanos e hijos están al otro lado de ese río,
ahora mismo, muriendo. No vacilarán. No ahora. No cuando los mulgars
están a punto de caer. No cuando sus hombres las necesitan —Se detuvo
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ante una chica y la señaló—. ¿Cuántos mulgars vas a matar?

Ella se estremeció.
—Yo...

—¿Cinco? ¿Siete? ¿Diez? ¿Cuántos?

Ella parpadeó hacia él.

—Cinco.

Él asintió bruscamente con la cabeza y se dirigió a la fila.

—¿Y a cuántos matarías para salvar a los que amas?

La mujer levantó la barbilla.

—Ocho.

Asintió y siguió avanzando.

—Díganlo en voz alta. ¿Cuántos mulgars matarán?

Las mujeres gritaron números, algunos más bajos, otros


astronómicamente altos. Tam se detuvo ante Larkin.

—¿Cuántos? —susurró él.

Ella le miró.

—Ocho.

Uno más que la última vez.

Él miró a la derecha y luego a la izquierda.

—Repitan después de mí: Por nuestros padres —Las mujeres le hicieron


eco—. ¡Por nuestros hermanos! —Otro eco, este más fuerte—. ¡Por nuestros
maridos! —Otro—. ¡Por nuestra libertad y nuestras vidas!

Tam se cuadró frente a ellas.

—¡Marchen!
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Se agolparon entre los combatientes, que retrocedieron. Larkin tomó el


lugar de una chica, la piel de su mejilla colgando donde había sido cortada,
y encontró su ritmo. No creía que fuera posible, pero lo hizo. Y no se detuvo
a los ocho. O a los diez. O a los quince. Para cuando el último de los mulgars
pereció en las orillas del río, ella había matado a veintidós.

Veintinueve en una noche.

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CAPÍTULO TREINTA Y
CUATRO

A la luz de las lejanas hogueras, Larkin observó con inquietud los


puentes atados a los postes clavados en el suelo. Se agitaban y cambiaban
con las corrientes del agua negra. ¿Estaban siquiera anclados al fondo del
río?

—Bueno, sabes nadar, ¿no? —preguntó Alorica.

El agua se cerraba sobre su cabeza en la oscuridad. No hay sensación


de subir o bajar. Sólo el frío de la humedad y el ardor de sus pulmones
cuando el lethan enroscaba sus tentáculos y la arrastraba a lo más profundo.

Larkin se limpió las palmas sudorosas contra los pantalones.

—Sí.

—¿Se trata de aquella vez que tu padre intentó ahogarte cuando eras
niña? —preguntó Alorica.

—Alorica —reprendió Tam.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué? Todo el pueblo lo sabía. No es que sea un secreto.


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No, esta vez vino después. Esta vez, Denan había sido el que la había
pescado.

Las Copperbills se agolparon detrás de ellos. Era el turno de Alorica.


—Mejor hazlo a la carrera —le dijo Tam.

Ella encendió sus armas para obtener luz y cruzó el puente a toda prisa.
Tam levantó a Larkin.

—No lo pienses.

Ella encendió sus propios sellos con la luz suficiente para ver dónde dar
el siguiente paso. Todo lo que existía era ese paso. Y el siguiente y el
siguiente. Denan la esperaba al otro lado. Tenía que salvarle.

A cada paso, se alejaba de la luz de las hogueras del terraplén y se


adentraba más en las sombras. El silencio del río y el vaivén del puente la
dejaron desorientada y mareada, con las manos extendidas, buscando algo a
lo que aferrarse. Algo que la anclara. Pero sólo había brisa contra sus palmas
abiertas.

El puente se estremeció bajo ella, como si algo del río se hubiera


estrellado contra él. Larkin se arrodilló y se agarró a los lados, con el agua
salpicándole los nudillos.

—No estás tan lejos —la llamó Alorica—. Puedo verte. Vamos.

Con una respiración temblorosa, Larkin se puso en pie y volvió a


disparar sus armas. Una silueta de árboles en lo alto de la colina estaba
bañada en un resplandor anaranjado, con hombres luchando bajo ellos.

Antes de lo que esperaba y, sin embargo, demasiado tarde, bajó de un


salto al terraplén. Casi al instante, pisó algo blando y redondo. Alorica la
sujetó.

Larkin blandió su espada y la sostuvo hacia el suelo. Un rostro muerto,


silencioso y chillón apareció, haciéndola retroceder de un salto, sólo para
pisar otro cuerpo.

—Mulgars —jadeó Alorica—. El suelo está plagado de ellos.

Larkin movió su espada. La mayoría eran mulgars erizados de flechas.


Pero también algunos flautistas. Larkin buscó el rostro de Denan y se detuvo.
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Si él... Si yacía entre los muertos, ella no quería verlo.

Por favor, rezó. Denan no. ¿Pero no rezaban lo mismo todas las demás
mujeres de su compañía? No todas esas oraciones serían respondidas.
Alorica aún no había soltado su brazo, y sus uñas se clavaban en la
carne de Larkin lo suficiente como para extraer sangre.

—¿Alorica?

Ella dejó escapar una risa temblorosa.

—Te dan miedo los ríos que se mueven rápido. Tengo un problema con
los cuerpos. Especialmente los cuerpos en la oscuridad.

—¿Tienes que apretar tanto? —preguntó Larkin.

Tam bajó de un salto y casi se cayó. Miró a su alrededor con mala cara
y luego ayudó a las otras tres chicas a bajar.

—Vamos. Nuestros hombres necesitarán desesperadamente reservas.

Larkin se sintió aliviada cuando Alorica cambió su agarre por el de Tam.


Apuntando con sus espadas al suelo para obtener más luz, Larkin y Alorica
treparon por encima de cuerpos, ramas rotas y armas. El suelo estaba
embarrado de sangre.

El humo de tantas hogueras les devolvía la mirada, oscureciendo aún


más el camino y haciendo que Larkin sintiera un cosquilleo en la garganta
por la necesidad de toser.

Otras Copperbills subían con ellos, fantasmas en la noche. Cruzaron


bajo los árboles, donde los flautistas lanzaban flechas a los druidas desde lo
alto. Finalmente, llegaron a la cima de la colina. Luchando bajo las antorchas
y ante las hogueras, los flautistas formaban un sólido muro de hombres
contra los mulgars y los idelmarquianos, impulsados por los druidas. Tam se
subió a uno de los árboles.

Larkin pasó de un pie a otro.

—¿Lo ves?

Se puso rígido y señaló.


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—¡Allí!

Cerca de la base de la colina, junto al río, la línea se abría hacia dentro,


los mulgars obligando a los flautistas a retirarse. Larkin no esperó. Corrió,
tropezando con cuerpos y esquivando árboles. Buscó el rostro de Denan,
pero no pudo distinguirlo entre las sombras, el humo y el caos. Encontró un
hueco y se lanzó a él.

Los flautistas que estaban a su lado la miraron sorprendidos, y el alivio


se reflejó en sus rostros antes de volver a la lucha. Llegaron más Copperbills
y, poco a poco, los mulgars cayeron muertos o retrocedieron hasta que toda
la línea de idelmarquianos se retiró.

Larkin dejó caer sus brazos acuosos, y luego oyó chapotear a su derecha.
Denan estaba luchando contra un ardent y otro se acercaba por detrás.

Abandonó la línea y corrió hacia él.

—¡Denan, agáchate! —gritó. Él se dejó caer, con su hacha y su escudo


girando a su alrededor. Las espadas de los mulgars se balanceaban en el aire
vacío. Las armas de Denan se estrellaron contra las piernas de los dos ardents
y los dejaron caer. Él se levantó, con el hacha en alto, antes de caer sobre la
cabeza de una de las criaturas.

La otra salió del agua, con la espada apuntando entre sus omóplatos.
Larkin pulsó, empujando a Denan y al restante ardent hacia delante. Su magia
se sentía débil, delgada y quebradiza, pero consiguió una espada. La ardent
miró sorprendida cuando Larkin la decapitó.

Larkin giró, buscando a Denan justo cuando éste se acercaba


chisporroteando. Ensangrentado, con la mitad de la cara cubierta de
moratones, se limpió el agua de los ojos y la miró boquiabierto.

—¿Larkin?

Ella se abalanzó sobre él, abrazándolo con sus brazos tambaleantes y


sosteniéndolo tanto como él a ella. Se habría quedado así para siempre y no
lo habría soltado.

—Ahí está mi esposa guerrera.

Había deseado tanto ser algo más: la rompemaldiciones, una Arbor


como Sela. Pero como guerrera, acababa de salvar la vida de su marido. Era
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suficiente.

—Se están retirando —gritó aliviada.


—No. Sólo se están reagrupando. Vamos.

No le soltó la mano mientras chapoteaban detrás de la línea de flautistas.


Tam y Alorica los estaban esperando. Tam y Denan se abrazaron. Sin
embargo, Denan no la soltó.

—Me voy por unos días —rio Tam— y casi pierdes una guerra de tres
siglos.

Denan dio un paso atrás.

—Ojalá no hubieras venido. ¿Cuántos han traído?

—Empezamos con unos seiscientos.

—¿Quién va a la cabeza? —Preguntó Denan.

—Wott y Aaryn —dijo Tam.

Denan se sobresaltó al oír mencionar el nombre de su madre, pero se


recuperó rápidamente. Ojeó la fila de hombres y se volvió hacia sus cinco
sirvientes.

—Busca a Aaryn, Wott, Demry y Gendrin. Que se reúnan conmigo en


la cima de la colina —Salieron a la carrera. Empezó a seguirlos, con Larkin,
Alorica y Tam detrás—. ¿El flanco oeste?

—Estaba aguantando —respondió Tam.

—¿Has visto a los espectros? —Preguntó Larkin.

—Atisbos —Denan se pasó una mano por la cara—. No más.

A lo lejos, las unidades mulgar lideradas por ardents y las unidades


idelmarquianas lideradas por druidas se desplazaban y reformaban.

—Nunca se han comportado de forma tan cohesionada —dijo Tam con


incredulidad.

—Han utilizado tácticas y maniobras tan superiores a todo lo que


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creíamos que eran capaces —dijo Denan—. Sólo puedo concluir que los
espectros se han estado conteniendo durante siglos.

Alorica maldijo.
Llegaron a la cima de la colina para encontrar a Wott, Gendrin y Demry
esperando.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó Denan.

—Recibió una espada en el muslo —dijo Wott—. Está con los


sanadores.

Ancestros, no Aaryn.

La boca de Denan se tensó.

—Informe.

—Mis hombres están aguantando, pero están agotados —dijo Demry.

—El flanco izquierdo es estable —dijo Gendrin—. Pero incluso con


refuerzos, no podemos seguir así.

—Mis Copperbills están llenando los huecos —dijo Wott.

—¿Pueden tus hombres repeler otra carga? —preguntó Denan.

Gendrin y Demry intercambiaron una mirada.

—Tal vez —dijo Gendrin—. Pero la carga posterior...

Denan miró la línea enemiga.

—Mi ejército se habría doblegado bajo esa última carga si no fuera por
las Copperbills.

—Podríamos escapar por los puentes —dijo Wott—. Los que queden
atrás podrían cortar las líneas y tomar los botes que trajimos para las
Copperbills.

—¿Te refieres a la retirada? —Dijo Tam.

—Eso nos dejaría dispersos y corriendo por todo el Bosque Prohibido


—dijo Denan.
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—Y necesitamos casi todos los hombres que tenemos sólo para


mantener la línea —añadió Demry.
—No tenemos más refuerzos —dijo Wott—. Los hombres no pueden
luchar durante horas.

—Estaríamos indefensos en los barcos —dijo Demry.

—Hay otra manera —Todos los ojos se volvieron hacia Larkin—. Los
druidas y los mulgars nos quieren muertos. Los idelmarquianos sólo quieren
recuperar a sus hijas.

Denan empezó a responder, se detuvo y volvió a empezar.

—Larkin, no pueden querer entregarse.

Ella hizo brillar sus armas.

—¿Crees que tú, los druidas o cualquiera puede obligarnos a hacer algo
que no queremos? —Los hombres la miraron fijamente—. Pide un armisticio.

Denan se quitó el casco, se revolvió el pelo empapado de sudor y se


volvió a colocar el casco en la cabeza.

—Los druidas, Garrot, se niegan a reunirse conmigo.

Larkin y Alorica compartieron una mirada.

—Se reunirán con nosotras —dijo Alorica.

Larkin asintió.

—Tráeme a Magalia.

—¿Magalia? —preguntó Tam.

—¿La sanadora? —Preguntó Gendrin.

—Era la prometida de Garrot —dijo Larkin—. Si alguien puede hacerle


entrar en razón, tal vez sea ella.

Los ojos de Denan se abrieron de par en par con incredulidad, y gritó a


sus sirvientes que la encontraran. Los cinco salieron en distintas direcciones.
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Denan miró a Larkin.

—Tienes que tomar el control de las Copperbills.


—¿Yo? —gritó ella—. ¿Por qué?

—Porque eres la Princesa —dijo Denan—. Porque restauraste la magia


y escapaste del Alamant cuando nadie más pudo hacerlo. Las mujeres te
admiran. Confían en ti. Y porque los idelmarquianos necesitan ver a una
mujer liderando un ejército de mujeres, no a un flautista encantando a sus
cautivas.

Ella no quería hacer esto.

—No tengo ninguna experiencia liderando guerreros en la batalla y los


idelmarquianos no reaccionarán bien ante la traidora de Hamel.

—Traidora de... —Denan comenzó.

—Es como la llaman —dijo Tam.

Denan se frotó la boca.

—Está bien. Magalia te ayudará.

Larkin rodó los hombros para aflojar la tensión que se acumulaba allí.

—¿Qué necesitas que haga?

—Informar a tus Copperbills de lo que está pasando —dijo Denan.

Ella asintió con gesto adusto.

—Reúnelas. Diles que vamos a echar un pulso a nuestra parentela hasta


que nos escuchen.

Los sirvientes de Denan se habían ido, así que dio la orden a Wott y a
sus generales, que salieron corriendo a correr la voz para que todas las
Copperbills se reunieran en la cima de la colina.

—Tengo pacientes —ladró una voz. Magalia subió la pendiente. Tenía


los brazos empapados de sangre hasta los codos y la frente salpicada. Se
detuvo a media docena de pasos de Denan—. ¿Qué?
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—¿Crees que puedes conseguir que Garrot detenga este ataque? —


preguntó Denan.

La boca de Magalia se abrió. Volvió a cerrarse.


—¿Qué tiene que ver Garrot con...?

—Es el Maestro Druida —dijo Larkin.

—Eso no puede ser —dijo Magalia—. Se estaba entrenando para ser un


mercader bajo mí…

—Vino a por ti —dijo Larkin—. En el bosque... él y su hermano, pero


su hermano no sobrevivió. Garrot hizo un trato con los espectros.

—¡Los espectros! —Magalia miró entre Larkin y Denan—. Él nunca...

Larkin le agarró las manos.

—Magalia, tienes que detenerlo.

La lucha se agotó en ella.

—¿Cómo?

—Hazle ver que los flautistas no son el enemigo —dijo Denan—. Los
espectros lo son.

Magalia se encogió de hombros sin poder evitarlo.

—Puedo intentarlo.

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CAPÍTULO TREINTA Y
CINCO

Casi quinientas mujeres se reunieron para escuchar a Larkin. Estaban


salpicadas de sangre y vendadas. No dejaban de mirar hacia el frente, donde
los bandos opuestos de sus familias se habían estado matando.

—¿Quiere que luchemos contra nuestros propios padres y hermanos?


—preguntó una mujer.

—No —dijo Larkin—. Quiero que los golpeen en el trasero, y luego se


paren ante ellos, orgullosas como el amanecer, mientras Magalia intenta
hacerles entrar en razón.

—¿Y si no escuchan? —dijo otra mujer.

Larkin se subió a la primera rama de un árbol.

—Una vez, nos llevaron. Nos obligaron a alejarnos de todo lo que


conocíamos y amábamos. Pero eso no nos rompió. Aprendimos a perdonar.
Aprendimos a amar. Ahora, nos enfrentamos a otra cosecha. Sólo que esta
vez, nuestro pasado tratará de robarnos nuestro futuro. No importa quién
gane, nosotras somos las que perdemos —Sacudió la cabeza—. Les digo que
ya no. No somos las hijas de nuestros padres. No somos las hermanas de
nuestros hermanos. No somos las esposas de nuestros maridos. Somos
nuestras. Guerreras que luchan por lo que es nuestro.

Se levantó una ovación, las mujeres levantaron sus armas mágicas.

—Es hora de hacerles ver que no necesitamos que nos salven —Otra
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ovación. Esta más fuerte que la primera.

—Hermanas de mi alma —gritó—. ¿Lucharán?


Rugieron, con las armas alzadas al cielo. Larkin cayó del árbol al suelo
junto a Alorica y Magalia.

—Eso fue hermoso —dijo Alorica secamente.

—Cállate —respondió Larkin con un gruñido.

—A mí me pareció bien hecho —dijo Magalia, pero su mirada no se


apartó de los idelmarquianos reunidos.

—Capitanes —dijo Larkin—. Desplieguen a sus mujeres detrás de los


flautistas. Vamos a relevarlos —Los capitanes se fueron para poner las
ordenes en marcha.

—¿Y qué hacemos cuando nuestro pasado no nos escuche? —Alorica


dijo en voz baja.

—Entonces no nos dejarán otra opción —Larkin luchó por mantener su


voz uniforme—. Defenderemos lo que es nuestro.

La anticipación la enferma hasta el punto de que le retorcía las entrañas,


Larkin se formó en el centro de su línea. Abrió sus sellos hasta que zumbaron
como abejas furiosas. Miró hacia arriba y hacia abajo de la línea, observando
cómo los capitanes colocaban a sus subordinados en su sitio.

—Larkin —llamó Denan desde lo alto de una roca por encima de ella—
. Estás fuera de tiempo.

Bajando la colina, los idelmarquianos y los mulgars cargaron.

—¡Alamantes, retírense! —Denan rugió.

Uno de sus hombres tocó una nota aguda y corta tres veces. Los
capitanes se hicieron eco de la orden arriba y abajo de la línea. Las mujeres
ocuparon los lugares de los flautistas que se retiraban, poco menos de
quinientos donde antes había más de dos mil. Las mujeres más cercanas a
cada lado estaban a cuatro pasos de distancia. Una línea tan escasa no
resistiría una carga inicial.
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—No soy una guerrera —dijo Magalia. De hecho, no tenía ningún sello.

—Quédate atrás hasta que te llame —dijo Larkin.


Magalia asintió nerviosa.

Larkin volvió a mirar a Denan, con el tacto de sus labios agrietados aún
en carne viva contra los suyos. Sus palabras de hace unos minutos resonaron
en sus oídos: Entiendo que esta es una batalla que tienes que librar sola, pero
eso no significa que no vaya a estar preparado y esperando para ayudar en
lo que pueda.
Respirando con fuerza, se enfrentó a la horda que se acercaba. Cada
paso acercaba la batalla. Traía consigo el olor a sudor y sangre de la guerra.
Los gritos de los atravesados y golpeados. La visión de las manos llenas de
sangre que yacía entre los dedos.

—¡Cascos! —gritó Larkin.

Las mujeres se quitaron los cascos, dejando sus rostros al descubierto,


con el pelo agitado por el viento enérgico. Algunos de los idelmarquianos
vacilaron y se frenaron. Otros continuaron. Ella esperó como lo había hecho
con Tam en la batalla anterior.

El hacha de un soldado idelmarquiano se estrelló contra su escudo.


Cambió el brazo, de modo que la hoja del soldado se desvió hacia su
izquierda, y clavó su espada. Él cayó.

¡Ancestros, no era su enemigo!

Otro soldado ocupó su lugar, con el rostro retorcido por el odio. Era
alto, tan alto que la miraba desde arriba. La miró. Su largo pelo rojo. La
suavidad de sus mejillas. Su expresión cambió a preocupación. Dudó y dio
un paso atrás.

—¿Una mujer?

Se escucharon gritos similares en toda la línea.

—¡Copperbills, pulso! —gritó Larkin.

Quinientas mujeres pulsaron. Una ráfaga cóncava de luz dorada golpeó


a los idelmarquianos y los hizo retroceder media docena de pasos. Se
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sacudieron del impacto y se quedaron mirando a las mujeres. Larkin sabía lo


surrealistas que debían de ser, a contraluz de los fuegos ardientes, con el
pelo moviéndose con el humo y el viento.
Larkin se arriesgó a dar unos pasos delante de la fila.

—Nosotras, las hijas del Idelmarch, exigimos que se detenga este


derramamiento de sangre. Hablaré con el Maestro Garrot. Tráiganlo a mí.

Los idelmarquianos parpadearon ante ella conmocionados. Se pusieron


en pie y se miraron entre ellos como si buscaran una pista sobre cómo
proceder.

—¿Maylay? —Un hombre se tambaleó hacia el espacio vacío entre los


dos ejércitos. Su mirada se fijó en una chica de pelo corto y rubio—. ¡Maylay!
—Se tambaleó hacia ella.

—¡Atrás! —Ladró Larkin. No podía arriesgarse a perder a toda su estirpe


por las reuniones de los llorones. Si se dispersaban, Garrot los dividiría y
conquistaría.

El padre se detuvo a trompicones y miró fijamente a Larkin.

—¡Mantengan la línea! —llamó a sus Copperbills.

—Chicas —Un hombre con el pelo gris les hizo un gesto frenético—.
Vengan aquí. Apresúrense. No dejaremos que les hagan más daño —Los
otros hombres parecieron darse cuenta de esto. Algunos de ellos se
adelantaron.

—Ustedes vienen al bosque y matan a nuestros maridos —gritó


Larkin—. Los padres de nuestros hijos. ¡Todo porque han creído las mentiras
de los Druidas Negros! Se han aliado con los mulgars y los espectros por
culpa de esas mentiras.

—Te conozco, Larkin de Hamel. Sé cómo has traicionado a tu propia


gente para convertirte en una puta de los flautistas.

Larkin buscó la voz que deseaba no reconocer. Horace Beetle se subió


a un árbol cercano, un chico al que una vez había dado besos libremente.
Parecía que había pasado toda una vida.

—Si ella es una puta —gritó Alorica— entonces yo también lo soy.


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—¡Y yo!

—¡Y yo!
El grito resonó por toda la línea.

—¿Alorica? —Su padre se adelantó, con la mano extendida hacia ella—


. Has sido encantada, niña. Ven conmigo.

—Más mentiras —dijo Alorica, con la voz temblorosa—. Los flautistas


nos llevaron porque no tienen hijas propias. Sólo hijos para luchar contra los
mulgars con los que se han aliado.

—Sal de ahí —dijo un druida con incrustaciones de plata en el cinturón.

—Harán lo que se les diga —dijo otro hombre.

Hizo una señal y algunos de los hombres más valientes le siguieron un


par de pasos hacia adelante. Larkin volvió a hacer una señal. La mujer se
puso en posición de combate, con los escudos en la mano y las armas
amartilladas.

—Están encantadas —suplicó el mismo hombre—. Por favor, chicas,


aléjense de las bestias.

Un Druida Negro espoleó a su caballo hacia el frente.

—¿Qué están haciendo? —gritó—. ¡Luchen!

Los idelmarquianos gritaron los nombres de sus hijas y hermanas, les


rogaron que se acercaran a ellos incluso cuando el druida los azotó con su
látigo.

—Tranquilas —Larkin se paseó ante su ejército—. No cedemos. No nos


rendimos. No nos quedamos quietas. Nos mantenemos firmes e ineludibles
como el amanecer.

—Hola, Larkin.

El miedo recorrió la columna vertebral de Larkin. Se obligó a girarse.

Para enfrentarse a Garrot sobre su enorme caballo alazán.

—Magalia —llamó Larkin sin atreverse a quitarle los ojos de encima.


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Su mirada se desplazó detrás de Larkin. Todo el color se filtró de su


piel.
—¿Mags? —susurró.

Ella se puso al lado de Larkin.

—Hola, Garrot.

Su caballo bailó bajo él.

—Aléjate de ahí. Te protegeré.

—No necesito protección —Magalia inclinó la cabeza hacia un lado—.


Dime que no has hecho una alianza con los espectros, Garrot. Dime que no
te has dejado engañar. Dime que no eres tan tonto.

Su ceño se frunció, su respiración se aceleró. Su mirada se posó en


Larkin.

—¿Esto es por ella? ¿Por sus mentiras?

Magalia sacudió la cabeza con tristeza.

—La has herido, Garrot. El chico amable que conocí nunca podría hacer
daño a nadie.

Garrot señaló a Larkin.

—¡Ella pertenece a los espectros!

—Es la Princesa del Alamant —reprendió Magalia—. Se pertenece a sí


misma. Como yo. Como todas las mujeres de aquí.

El dolor apareció en su rostro.

—Me arriesgué a ir al bosque para traerte de vuelta. Jonner y yo lo


hicimos. Sólo uno de nosotros regresó.

Ella se estremeció.

Él empujó su caballo hacia delante, con una voz mortal.

—Yo controlo a los espectros. Hice un trato con ellos para traerte de
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vuelta y acabar con la amenaza de los flautistas de una vez por todas. Nada
se interpondrá en el camino. Nada.

—Yo me interpondré en ese camino —dijo Magalia.


Los dos se miraron, la tensión era tan intensa que Larkin podía
saborearla. Ansiaba limpiarse una gota de sudor que le corría por la sien,
pero no se atrevía a moverse.

—¿Crees que controlas a los espectros? —dijo Larkin—. Los espectros


sólo quieren una cosa: la destrucción total de la humanidad. Se volverán
contra ti y te harán pedazos. Y no se detendrán. Nunca.

Garrot la estudió un largo momento antes de desmontar. Se dirigió


lentamente hacia ellas hasta estar lo suficientemente cerca como para
tenderle la mano a Magalia.

—Ven conmigo, demuestra que puedes, y retiraré mis ejércitos.

Magalia dudó y se volvió hacia Larkin, interrogante.

Podría ser un truco, una forma de alejar a Magalia del peligro antes de
que él ordenara a su ejército que atacara. Sólo que Larkin no creía que le
obedecieran, aunque lo ordenara.

—Cualquier mujer que desee puede volver contigo, Garrot, pero no te


llevarás a ninguna por la fuerza.

—¿Cómo sabemos que no están encantadas? —gritó alguien desde las


filas de los druidas.

Larkin hizo una señal para que las mujeres soltaran sus sellos.

—Pregúnteles ustedes mismos.

La magia se deslizó de las Copperbills, aunque permaneció lista para ser


recuperada en cualquier momento.

Garrot apretó los dientes.

—Es una trampa —murmuró. Se volvió hacia sus hombres, con el


cuerpo tenso para gritar.

Magalia le agarró la mano, los hombros, le tomó la cara entre las


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palmas.

—Mírame. Mírame. La única trampa que ha habido ha sido la de los


espectros.
Garrot se ablandó. Larkin lo vio entonces. El amor que sentía por
Magalia. El amor que le había hecho arriesgar el Bosque Prohibido, como
Larkin lo había hecho por su hermana. Sólo que, a diferencia de Larkin,
Garrot había regresado con las manos vacías, salvo por el diente de su
hermano y un pacto impío con los espectros.

—Debería haber esperado —se atragantó—. Debería haberte esperado,


Magalia, pero me he enamorado de otra. Ella va a tener un hijo y... y es
demasiado tarde para nosotros. Pero no es demasiado tarde para salvarte.

Rodeó a Magalia con sus brazos.

Larkin blandió su espada, pero no podía atacarle sin arriesgar a Magalia.


Garrot la arrastró hacia atrás mientras ella luchaba y lo maldecía. Larkin
siguió media docena de pasos antes de detenerse, sin atreverse a acercarse
más a los idelmarquianos.

—¡Ataquen! —gritó Garrot.

Un puñado de hombres cargó, pero luego se detuvo cuando se dio


cuenta de que los otros hombres no los seguían.

—¿Quieres que matemos a nuestras propias hijas? —Un hombre se


subió a un árbol. Kenjin, el padre de Alorica. La había sacado de su casa para
enfrentar el Crisol en Hamel—. Hemos venido a liberarlas.

La cabeza de Garrot se movió de lado a lado con incredulidad.

—¡Se convirtieron en nuestros enemigos cuando se volvieron contra


nosotros!

La mirada de Kenjin se estrechó.

—Parece que fuiste tú quien se volvió contra nosotros.

—La chica —tronaron al unísono mil voces de mulgars, tal vez la


primera vez que Larkin les oía hacer un sonido.

Todos los mulgars se volvieron y sus miradas se fijaron en Larkin. Los


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idelmarquianos retrocedieron cautelosamente uno o dos pasos para alejarse


de las unidades mulgars junto a las que habían estado luchando momentos
antes.
—Tráiganme a la chica. Maten al resto —dijeron los mulgars.

Como uno solo, los mulgars se volvieron contra los idelmarquianos.


Sorprendidos, los idelmarquianos retrocedieron, se reunieron y se prepararon
para el ataque. Las filas organizadas se convirtieron en una melé.

De todos esos mulgars, la docena más cercana apuntaba a Larkin. Y en


su cabeza... En su cabeza estaba lo que quedaba de Talox.

Magalia gritó. Garrot la empujó detrás de él. Pero Talox no les prestó
atención mientras pasaba junto a ellos, apuntando a Larkin.

Oh, Talox. Oh, mi querido amigo. Le había prometido que, si alguna


vez se enfrentaba a él, acabaría con su existencia. Pero las palabras de Denan
resonaban en su cabeza: Todavía no estás preparada para enfrentarte a un
ardent. Corre.
Con el corazón retorciéndose en la garganta, Larkin corrió hacia la
seguridad de su línea mientras Talox se abalanzaba sobre ella. No es Talox.
Es el monstruo que lo mató.
Dos pasos antes de llegar a la seguridad, Talox la abordó por detrás.
Golpeó con fuerza. Sus pulmones que se congelaron con el impacto.

—¡Larkin! —Alorica dio un paso hacia ella, sólo para ser rechazada por
uno de los mulgars con Talox. La línea se dobló bajo el furioso ataque. Los
flautistas se apresuraron desde atrás para ayudar. Talox ató una cuerda a las
manos de Larkin y la arrastró hacia un nudo de mulgars.

—La tengo, amo —dijo, con la voz hueca.

Larkin le lanzó la cabeza al mentón con tanta fuerza que vio las estrellas.
Le dio una patada en la espinilla y le pisó el pie. Los flautistas y los
idelmarquianos lucharon contra los mulgars, masacrándolos. Larkin creyó oír
la voz de Denan.

—Aquí, Maestro —dijo Talox—. Estoy aquí.

Con un rugido, Garrot se abalanzó sobre Talox, tirando a ambos al


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suelo. Larkin rodó libre y terminó en un arbusto, atascada contra un árbol.


Tosió, sus costillas cantando de dolor. Salió arrastrándose y se encontró cara
a cara con Garrot.
Gritó y se echó hacia atrás.

Él le agarró las manos y le cortó las ataduras con un cuchillo.

—Sigo pensando que eres una traidora, pero le prometí a Magalia que
te salvaría.

—¿Nesha? —Preguntó Larkin.

—Bien, no gracias a ti.

Así que se había creído su mentira, entonces. Bien. No hay tiempo para
sentir alivio. Garrot la agarró del brazo y la puso en pie. A su alrededor, los
mulgars luchaban contra los idelmarquianos. Un grueso nudo de mulgars
bajó la colina hacia ellos.

—¡Larkin! Larkin, por aquí —Maisy les hizo un gesto desde el corazón
de un matorral.

—¿Maisy? —¿De dónde había salido?

Larkin miró detrás de ella, a los mulgars que se les echaban encima.

—¡Deprisa! —Maisy desapareció en la espesura.

Larkin empezó a seguirla.

—¿Quieres seguir a una loca? —gritó Garrot.

Eso la hizo decidirse.

—Quédate atrás, entonces —Larkin se abrió paso entre las zarzas.

Refunfuñando, Garrot la siguió.

Dos docenas de pasos e innumerables arañazos después, Larkin salió a


trompicones de la espesura y se encontró con un grupo de docenas y docenas
de mulgars. Disparó sus armas, pero ninguno se movió para atacar.

Maisy estaba entre ellos, con la expresión perdida.


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—Traté de advertirles. Tantas veces traté de advertirte, pero nunca me


escuchaste.
Un pozo se abrió dentro de Larkin. Se dio la vuelta para correr de nuevo
hacia las zarzas, pero Talox apareció a la vista. Ella y Garrot estaban
rodeados. Pero los mulgars no hicieron ningún movimiento para atacar.

Miró hacia la colina, a su izquierda, donde los flautistas y las Copperbills


luchaban codo a codo con los idelmarquianos, demasiado lejos para oír sus
gritos de auxilio por encima del estruendo. Maisy los había atraído hasta
aquí, lejos de donde Denan podía ayudar.

—Oh, Maisy, ¿qué has hecho? —dijo Larkin.

Maisy cantó.

La bestia viene. La bestia toma.


Lo que toma, lo rompe.
Lo que rompe, lo rehace,
Y entonces una bestia como él despierta.

La canción. Maisy había tratado de advertirla todo el tiempo. Pero Maisy


no era una mulgar. Tampoco era un espectro.

—¿Qué eres?

—Una de sus hijas —dijo Maisy.

Como lo era Larkin.

Y entonces Larkin lo olió. La podredumbre mineral de la tumba. La


cabeza de Garrot se levantó.

—Espectros.

Ante ellos, apareció el Rey Espectro.


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CAPÍTULO TREINTA Y
SEIS

Larkin tragó con fuerza contra el malestar que se le estaba gestando en


las tripas. Los mulgars dieron un solo paso adelante. Y luego otro. Ella y
Garrot se vieron obligados a retroceder. Ramass les tendió la mano para que
se detuvieran. Lo único que se interponía entre ella y el mal de trescientos
años era su espada y su escudo.

Las palabras de Talox resonaron en ella. No se vence a un espectro, no


solo.
Trescientos años para sus pocas lecciones dispersas. No era suficiente,
pero tendría que serlo.

—¿Es a mí a quien quieres? —se burló—. ¿Tú saco de huesos atado por
la sombra? —Luchar no era lo único que Tam le había enseñado. También
le había enseñado a vencer su miedo.

Ramass terminó de formarse y su mirada se dirigió a Garrot, que se


quedó repentinamente inmóvil.

—Te lo he dado todo, Maestro Druida. El poder. Conocimiento. Magia.


Y aun así rompiste nuestro trato —Cerró el puño.

Garrot se atragantó y se arañó el pecho, ante el veneno que se extendía


hacia su mente.

—¡No! ¡No! —Se desplomó, retorciéndose.


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Larkin odiaba a Garrot. Le odiaba. Y, sin embargo, su hermana lo


amaba. Larkin odiaba a su hermana, pero también la amaba.

¡Gah!
Larkin cargó, aunque sólo fuera para acallar sus enmarañados
pensamientos. El espectro se abalanzó sobre ella. Ella bloqueó con su escudo,
el impacto le llegó hasta los huesos. Apretó los dientes y se mantuvo firme.

No dejes que su espada te toque, había dicho Tam.


Con ambas manos detrás de su escudo, bailó hacia atrás. Ramass
blandió su espada, la hoja cubierta de sombras apuntando a sus piernas
expuestas. Ella bajó su escudo y desvió el golpe. Pero no antes de que una
segunda espada apareciera en la otra mano del espectro y se dirigiera hacia
su cara.

Ella retrocedió de golpe, la hoja le cortó el espeso cabello y una madeja


se deslizó por su hombro.

Ramass podría haberle arrancado la cabeza. Se echó hacia atrás. No


intentaba matarla. Intentaba herirla o capturarla. Un poco menos asustada,
giró desde la izquierda. Él desvió el golpe. La espada de ella se desprendió
de la hoja oscura de él y rebotó en su brazo, con lo que las sombras salieron
a flote. Ella le dio una patada en el pecho. Él cayó hacia atrás, con una mano
sobre el brazo herido.

Ella rodó hacia un lado y mató a tres mulgars a la vez con su espada
mágica. Su espada se detuvo justo al lado de Talox, que la miró con un vacío.

Ella pulsó. La onda lo derribó, junto con una docena de mulgars, y


aturdió a una docena más. Pasó corriendo por delante del cuerpo tendido de
Talox y se precipitó hacia la colina, donde un grupo de idelmarquianos
masacraba a los perezosos mulgars a diestra y siniestra.

Se concentró en sus sellos. Su magia se había fortalecido mucho, pero


aquel había sido su tercer pulso de la batalla. El zumbido de sus sellos había
disminuido. Si volvía a pulsar, perdería la capacidad de formar su espada y
su escudo.

—¡Larkin! —Levantó la cabeza al oír la voz de Denan. La había visto


en algún momento y se abrió paso hacia ella.
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A medio paso detrás de él, Tam se detuvo y apuntó con su arco.

—¡Abajo!
Se dejó caer en el suelo. Se soltó. Pero entonces las sombras la rodearon,
como si el espectro se hubiera detenido repentinamente, pero sus ropas no.

Ramass la puso de espaldas y se sentó a horcajadas sobre ella,


inmovilizando sus brazos a los lados. El odio, la malicia y las espinas
ancestrales se enroscaron a su alrededor, arrastrándola hacia la nada.

Esta vez fue diferente. Porque el odio y la malicia no eran sólo de


Ramass. Una parte era de ella, una malicia nacida del dolor, la traición y la
pérdida. La malicia de Larkin se mezclaba con la del espectro. Una alegría
oscura y retorcida se agitaba en su interior.

No. No se dejaría llevar por las sombras de fuera ni por la malicia de


dentro.

Ella pulsó su magia. Toda ella. Un escudo de luz brotó de ella. Las
sombras gritaron y se retorcieron. Cayó hacia arriba y hacia fuera, aterrizando
en un revoltijo de huesos y sentidos abrasados. Respiró entrecortadamente y
buscó su magia, pero sólo encontró un hilo que se disipó entre sus dedos.

Se puso en pie, pero se quedó paralizada al ver la espada de Ramass


vacilando ante su cara. Se abalanzó sobre ella. Ella cruzó los brazos ante ella
a la defensiva. En lugar de arrancarle la cabeza, la espada le cortó el
antebrazo. Se quedó paralizada, esperando que el dolor y las sombras
venenosas la infectaran.

No llegaron.

Se arriesgó a apartar los ojos del espectro para mirar la herida. La sangre
roja y limpia brotaba de su codo doblado, pero no había líneas negras.

—Sangre de mi corazón, médula de mis huesos —susurró el espectro—


. Tú eres a quien hemos estado buscando todos estos años.

—Es demasiado fuerte ahora para forzarla a través de la sombra —


Hagath apareció detrás de Larkin, su espada sombría arrastrándose por el
suelo, matando todo lo que tocaba—. Ella debe aceptarlo voluntariamente.
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La rodearon y Larkin no estaba segura de a qué espectro debía mirar.

—¡Nunca iré con ustedes!


—Todos los mortales tienen un precio, mi Rey —La mirada de Hagath
se desvió hacia algo detrás de Larkin.

Hagath se dirigió hacia ella. Larkin se tensó, no podía dejarla atrás, y su


magia era demasiado débil para luchar, pero Hagath se deslizó junto a ella.
También lo hicieron Ramass y todos los mulgars.

Sólo Maisy se quedó atrás, rodeada por sus brazos mientras se


balanceaba hacia adelante y hacia atrás.

—¿Puedes oírlo? La bestia viene a por ti.

Jadeando, Larkin se arremolinó mientras subían la colina hacia Denan y


Tam.

Denan.

No.

Él no.

Nunca él.

Abrió sus sellos de par en par, pero su magia era una cinta de luz inútil,
no lo suficiente para forjar su espada. Buscó entre los muertos y encontró un
hacha y un escudo, que arrancó de las manos de un alamante. Cargó cuesta
arriba hacia donde los espectros luchaban contra Tam y Denan.

Las sombras pulsaron, derribando a ambos.

Los espectros habían pulsado. Ancestros, ninguno de ellos había sabido


que eso era posible.

Los espectros se detuvieron sobre Denan y Tam, con las espadas


preparadas.

—No —gritó ella—. ¡No!

Detrás de los hombres, Alorica tomó el arco desechado de Tam y tiró


hacia atrás. La flecha sagrada atravesó el centro de Hagath y salió por su
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espalda, arrastrando las sombras como un oscuro cometa. Incluso cuando


Hagath se disipó, ella empujó.

Ramass empujó.
Media docena de pasos atrás, Larkin pudo ver cómo la sangre florecía
en el costado de Denan, sangre que ya se estaba volviendo negra. Un mulgar
agarró a Alorica. Otro sostenía una espada en la garganta de Tam.

Larkin se dejó caer al lado de Denan, medio sollozando, con sus armas
robadas resbalando de sus manos mientras Ramass miraba. Consiguió la
magia suficiente para una daga fina como una aguja que cortó a través de
las correas de la armadura de Denan. Le desgarró la camisa, revelando un
corte a lo largo de sus costillas izquierdas de la longitud de su mano. Un
corte con bordes negros, líneas que se ramificaban como espinas bajo su piel.

—No —jadeó ella—. No, no, no, no.

Denan se quedó mirando la herida y luego sus ojos se cerraron.

—Nadie vive para siempre.

—No —Ella le miró a los ojos, los ojos de su corazón—. No puede


acabar así.

La mano de Denan se deslizó por su mejilla.

—Larkin...

—Los devolveré a todos —El susurro de Ramass se deslizó por su


columna vertebral. Apretó la mandíbula con tanta fuerza que uno de sus
dientes se astilló, levantó la cara hacia el Rey Espectro.

Ramass estaba delante de ella como un niño ofreciendo a su novia una


manzana podrida.

—Ven —Su voz resonó de forma extraña, como si cien voces susurraran
en lugar de una—. Y te devolveré todo lo que he tomado.

Alrededor de ellos, las líneas negras se drenaron de los rostros de los


mulgars. Y no sólo los que los rodeaban. Todos ellos. Los mulgars se
tambalearon. Jadeaban. Se derrumbaron. Lloraron y gritaron. Rieron
maníacamente. Los que sostenían a Tam y Alorica cayeron de rodillas.
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—Devuélvelos —dijo ella—. ¿Cómo devolviste a Maisy?

Todo era locura y dolor.


Maisy se limpió una lágrima negra de la mejilla.

—Mira su herida, Larkin.

El veneno se desvaneció de la piel de Denan. Los mulgars podrían estar


más allá de la salvación.

Pero Denan... Denan no lo estaba.

Tam se puso en pie, pero no hizo ningún movimiento para acabar con
Ramass.

—Larkin... —Su voz sonaba como la de un niño roto.

Las miradas de Larkin y Denan se cruzaron. Incontables emociones se


canalizaron entre ellos, sobre todo amor.

—Sus palabras son veneno —dijo con firmeza. Levantó la mano de ella
sobre la suya y luego la retiró, dejando la empuñadura de la espada en su
mano.

El corazón latía con fuerza en la jaula de sus costillas, y ella cerró los
ojos y se obligó a contener el terror y el miedo. El espectro tenía el poder de
salvar a Denan, ¿cómo podía rechazarlo ahora? Pero si aceptaba su sucio
trato, si se iba con él, todas sus esperanzas morirían en lugar de Denan. Y
Denan nunca la perdonaría. Ancestros, ¿era ella lo suficientemente fuerte
para dejarlo morir?

No.

Ella era la heredera de la Reina de la Maldición. Recordó lo que la mujer


le había enseñado. Luchar contra los espectros no significaba aceptar sus
sombras. Significaba hacerlos retroceder con la luz.

Ella derrotaría a los espectros. Salvaría a Denan. Y si no... Ancestros, si


no, prefería que él muriera orgulloso de ella que vivir avergonzado de ella.

Abrió los ojos, apretó la espada de Denan y lanzó un golpe. Ramass


retrocedió, con las manos encendidas. Mientras sus sombras se retorcían, la
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miró.

—Nunca —gritó ella. Y entonces el Rey Espectro desapareció, sus


cenizas mantuvieron su forma por un momento antes de volar.
El miedo llenó a Larkin hasta el punto de hacerla sentir tan pesada que
sus piernas se cortaron debajo de ella. Antepasados, ¿acaba de condenar a
Denan a la peor clase de muerte?

Denan miró a los muertos y moribundos que le rodeaban. Sin los


espectros para conducirlos, los mulgars restantes intentaron huir y fueron
masacrados por los idelmarquianos que luchaban junto a los flautistas y las
Copperbills. Talox no aparecía por ninguna parte.

La batalla había terminado. Habían ganado. Idelmarquianos y alamantes


habían luchado codo a codo. Y, sin embargo, Larkin lo había perdido todo.

Maisy estaba de pie junto a Larkin, con más lágrimas negras recorriendo
sus mejillas.

—¿Puedo salvarlo? —suplicó Larkin—. ¿Hay alguna manera?

Maisy retrocedió un paso y luego otro.

—Negro mágico. Magia blanca. Magia atando la noche —Se dio la


vuelta y corrió.

—¿Qué significa eso? —Larkin gritó tras ella—. ¡Dime qué significa!

La mirada de Denan se deslizó hacia algo detrás de ella. Tam y Alorica


de pie sobre ellos, sus expresiones graves.

—¿Te cortó Hagath? —preguntó Denan a su amigo.

Tam negó con la cabeza.

Denan asintió aliviado.

—Átalo. Todavía tengo unas horas, las suficientes para arreglar los
términos del cese con Garrot.

Tenía quizás una hora hasta que el dolor le venciera.

—¡Magalia! —Larkin trató de empujar a sus pies, su cabeza azotando


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frenéticamente—. Magalia.

Denan la agarró por los brazos, manteniéndola en su sitio.

—No hay nada que ella pueda cortar. No hay nada que pueda hacer.
—Magalia —se lamentó Larkin.

Haciendo un gesto de dolor, Denan la rodeó con sus brazos y le metió


la cabeza en el hueco de su cuello.

—Shh, Larkin. Silencio, mi pajarito.

Ella no podía haber llegado tan lejos, haber logrado tanto, y perder a
Denan. Nada de eso valía la pena si él no estaba aquí para compartirlo con
ella. Ella agarró su armadura.

—¡No! No terminará así. Tiene que haber una manera.

—Si estas son mis últimas horas, las pasaría contigo en paz, Larkin. Por
favor.

Una imagen repentina de Eiryss tejiendo magia para formar un orbe que
hacía retroceder a las sombras brotó en la mente de Larkin. Había visto a
Eiryss tejer la magia cientos de veces; tenía las cicatrices en el brazo para
demostrarlo.

Magia que ata la noche, había dicho Maisy.


Luz para atar la sombra.

Trabajando por instinto, Larkin reunió toda su magia. Suficiente para


una pequeña espada y nada más. Al soltarse de los brazos de Denan, se
limpió la nariz y miró a la multitud que los rodeaba.

—¡Alorica! —ordenó Larkin—. Activa tu magia.

Ella comenzó.

—¿Qué?

Larkin se puso en pie y vio a cinco Copperbills más a su alrededor.

—Activen su magia. Ahora.

Tras un momento de confusa vacilación, obedecieron. Haciendo lo que


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Larkin había visto hacer a Eiryss, agarró el borde de sus escudos. La magia
se sintió cálida, suave y dura a la vez. Apretó el agarre y tiró. La magia se
liberó como un cristal fundido en sus manos.
Alorica jadeó.

Con un pensamiento, Larkin transformó la forma en una larga hebra,


como una cinta colgante que brillaba con un azul tenue.

—No puede hacer eso —jadeó Tam—. Es magia de hombres y un arte


perdido, además.

—No para los valyanthianos —dijo Denan—. Sus mujeres manejaban la


magia y sus hombres luchaban.

Valyanthianos, el pueblo de Larkin. Ella tomó la magia de otra


copperbill. Y otra más. Seis en total.

—¿Qué estás haciendo? —Preguntó Denan.

Cerró los ojos, sus recuerdos de Eiryss se reproducían detrás de sus ojos
cerrados. Eiryss tejió las hebras en un patrón familiar. Dray tocaba la música
detrás de ella.

Larkin tarareó la melodía de Dray, se equivocó y volvió a empezar. Al


darse cuenta, Tam sacó su flauta y tocó. Larkin tejió la magia como había
visto hacer a Eiryss, la ligera variación de color hacía que fuera fácil saber
qué hebra iba a cada una. Entre la música de Tam y sus dedos, hizo un orbe.

—Que el bosque me lleve —murmuró Alorica—. ¿Cómo lo hizo?

Alguien la hizo callar.

Larkin movió el orbe hacia el lado de Denan. Le vinieron a la mente las


palabras de uno de los poemas de Eiryss. Lo cantó, su voz áspera, las notas
todas equivocadas.

La luz a través de la oscuridad y la sombra pasan,


Luego se aprietan y atrapan el veneno rápidamente.
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—Larkin —jadeó Denan—. ¿Qué estás...?


Ella introdujo la magia en su costado, su sangre pegajosa y resbaladiza
bajo sus dedos. Las sombras de su interior eran espinas de bordes afilados
que se abren paso. Su orbe se deslizó entre ellas. Cambió la trama,
apretándola para hacerla impenetrable. Se encendió una vez y luego se
estabilizó.

—¿Qué has hecho? —preguntó Denan.

Se concentró en las sombras que se movían contra la barrera que había


creado. Esas sombras se erizaron, enviando un dolor fantasma a través de
sus miembros, pero las espinas no se extendieron más. Exhaló una vez y
volvió a inspirar. Tiró del orbe, sacándolo.

Denan se retorció lejos de ella. Con la cabeza echada hacia atrás, gritó,
con un sonido crudo y primitivo. Ella se congeló. El jadeó.

—No. Me estás matando.

Las lágrimas le escocían los ojos.

—Tengo que sacarlo.

Denan le agarró las muñecas.

—Es parte de mí —Sacudió la cabeza como si ni siquiera él lo


entendiera—. Si lo sacas, me matarás.

Lentamente, soltó su agarre sobre la magia, jadeando de alivio cuando


se quedó en su sitio.

—Está contenida —dijo Larkin. Por el momento, una voz desagradable


resonó en su cabeza. Denan miró la herida, con las manos heladas contra sus
muñecas.

—No es posible —Tam se arrodilló a su lado. Trazó el borde de la


herida.

—No se mueven.
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Los tres intercambiaron miradas.

—¿Puedes hacerlo de nuevo? —preguntó Tam.

Larkin tragó saliva.


—Creo que sí.

—Entonces hazlo por mí.

Larkin conocía esa voz. Odiaba esa voz. Se dio la vuelta, con una espada
demasiado fina apretada en los puños.

Garrot se tambaleó sobre sus pies, con líneas negras visibles en sus
clavículas. Le quedaba tal vez una hora antes de que las sombras alcanzaran
sus ojos y se perdiera.

—¿Cuántos hombres han muerto por tu culpa? —siseó. Se merecía esto.


Esto y mucho más.

Extendió las manos, con las líneas marcadas en las palmas.

—Nesha nunca te perdonará si me dejas morir.

¿Cómo se atrevía a utilizar a su hermana contra ella? Dio un paso hacia


él.

Tam la agarró del brazo.

—Mátalo ahora y la lucha puede empezar de nuevo.

Ella trató de liberarse.

—Piensa —Denan hizo una mueca mientras se ponía en pie—. Hazlo y


los Druidas Negros estarán a tu merced.

Ella sacudió la cabeza con incredulidad.

—Destruyó a mi familia. Asesinó a Bane.

Agarrando su nuca, Denan apoyó su frente contra la de ella.

—Lo sé. Sé que lo hizo.

—Hay tantos otros que puedo salvar —susurró—. Gente que estará
muerta porque me tomé el tiempo de salvarlo.
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—Larkin —susurró él.

Ella negó con la cabeza.


—No puedes pedirme esto.

—Eres una Princesa, Larkin. Haces lo mejor para tu gente. Siempre.

Se separó del cálido abrazo de Denan y miró fijamente a Garrot.

—La guerra ha terminado.

—Sí —dijo Garrot.

—A partir de ahora, trabajaremos juntos —Su voz temblaba.

—Para derrotar a los espectros —aceptó Garrot.

—Tu pueblo peregrinará al Alamant para que le quiten la maldición —


dijo Denan.

Los ojos de Garrot se abrieron de par en par.

—¿Eso es posible? —Antes de que ninguno de ellos pudiera responder,


se tambaleó, llevándose las manos al cuello. Sus ojos y venas se abultaron
mientras las sombras se retorcían por su cuello—. Sí. Todo lo que quieras.
Por favor.

Detrás de él, uno de los Druidas Negros se dejó caer, todo su cuerpo se
sacudió.

Se sentó, con los ojos completamente negros. Tam le clavó la espada


en el cuello.

El primer paso fue el más difícil. Larkin reunió la magia de las


Copperbills, tejiendo la magia en un orbe mientras Denan y Tam jugaban.

La luz a través de la oscuridad y la sombra pasan,


Luego se tensan y atrapan el veneno rápidamente.
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Introdujo la magia en la piel de Garrot.


CAPÍTULO TREINTA Y
SIETE

Larkin tropezó con la niebla, la lluvia se filtró de su capucha para correr


en vetas heladas por su espalda. La oscuridad caía, trayendo consigo el olor
de la muerte y la tumba. Se hacía más fuerte con cada paso que daba. Hasta
que corrió a ciegas.
Un sonido detrás de ella. Chocó contra algo y cayó hacia atrás. Por
encima de ella, un cuerpo se balanceaba, girando. No quiso mirar. No podía
apartar la mirada. Con el rostro pálido y muerto, Bane la miró.
—No puedo morir por ti dos veces, Larkin.

Se puso en pie tambaleándose y retrocedió para alejarse de él, sólo para


tropezar con otro cuerpo. Talox, con los ojos negros.
—Pronto será tu turno.

Se dio la vuelta y huyó, corriendo hasta llegar al borde de un barranco,


con un río espumoso corriendo muy, muy abajo. La corriente ascendente le
revolvió el pelo. Se giró cuando el Rey Espectro salió de las sombras.
Ramass se acercó a ella, con un dedo enguantado recorriendo su mejilla.
—Todo mortal tiene un precio —No era la horrible voz del espectro la
que lo decía, sino la de Denan.
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Larkin se despertó con un jadeo al amanecer. Se levantó de un tirón,


separándose de las sábanas empapadas de sudor. Se llevó las rodillas al pecho
y jadeó, dejándose orientar hacia la sencilla elegancia del dormitorio de
Denan, su dormitorio ahora. A través de las barreras mágicas, el Árbol Blanco
brillaba en oro opalescente bajo la tenue luz de la mañana.

Denan estaba tumbado a su lado, con un brazo sobre la cara. Ansiaba


acurrucarse junto a él, sentir la imposibilidad de su cuerpo, toda la suavidad
dura, contra el suyo. Pero él dormía tan irregularmente, cuando lograba
hacerlo.

Dejándolo descansar, se deslizó sin hacer ruido desde la cama y se puso


una larga túnica. Salió de su habitación, bajó las escaleras de su casa y
atravesó la sala principal. No muy lejos del agua, sobresalía la plataforma de
entrenamiento.

Cogió un largo bastón de los ganchos incrustados en el árbol y se centró.


Realizó los movimientos con los que Tam y Denan habían trabajado con ella,
lentamente al principio, perfeccionando cada movimiento antes de aumentar
la velocidad.

Poco después del amanecer, Denan apareció en la entrada. La observó


un momento y luego se marchó, volviendo con una jarra de agua y dos frutas
de la tierra. Sin embargo, no se detuvo hasta que estuvo demasiado cansada
para imaginarse las caras de los muertos.

Se desplomó junto a él, bebiendo directamente de la jarra. Se limpió la


boca y se zampó la fruta.

—¿Qué es?

Su primer instinto fue alejarse de él. Pero ya había cometido ese error
con Nesha. No lo volvería a cometer.

—Vi a Bane y a Talox muertos. Un espectro me persiguió. Y cuando me


atrapó, el espectro eras tú.

—Oh, Larkin —Él la rodeó con un brazo.

Consideró todo lo que había arriesgado. Todo lo que había perdido.


Todo lo que podría haber perdido, pero no lo hizo.
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—Murieron por mí. ¿Por qué? ¿Por qué mi vida vale más que la de
ellos?
—No tiene nada que ver con el valor. Tiene que ver con el amor. Ellos
dieron su vida porque te amaban y me amaban a mí.

—Nunca podré compensarles.

—Puedes hacer que su sacrificio valga la pena.

Ella apoyó la cabeza en su hombro.

—No encontré el amuleto de Ahlea.

—Lo haremos.

—Los espectros todavía están ahí fuera.

—Los derrotaremos.

—¿Cómo?

Le besó la sien.

—De la misma manera que siempre hemos enfrentado a la oscuridad:


juntos.

Suspiró, se levantó y le tendió la mano.

—La delegación del Idelmarch debería llegar en unos días. Tenemos


mucho que hacer para prepararnos.

Dejó que ella tirara de él hacia arriba, pero en lugar de soltarla, tiró de
ella hasta que tropezó con él. Apretó sus labios contra los de ella. El beso
sabía a la dulce acidez de la fruta, con un trasfondo de sal de sus labios. Él
profundizó el beso, lo que provocó un fuego lento en su vientre.

Ella se apartó.

—No tenemos tiempo para esto. Y estoy toda sudada.

—Soy un Príncipe. Tenemos tiempo para lo que yo diga que tenemos


tiempo.
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Ella trató de zafarse de sus brazos.

—Al menos déjame ducharme.


—Por supuesto —La abrazó y se acercó al borde de la plataforma.

Ella chilló y dio una patada con los pies.

—¡Denan! ¿Qué estás haciendo? —Él la miró, perfectamente serio.

—Dándote una ducha.

Entonces estaban cayendo, atravesando aguas cristalinas, con peces


palpitantes que buscaban refugio a su alrededor. Ella lanzó sus extremidades,
que la arrancaron de los brazos de Denan. Nadó hacia la superficie. La luz
ondulaba entre las plantas que los rodeaban, indicando que Denan había
tocado el fondo.

Se arriesgó a echar un vistazo y lo vio dirigirse hacia ella. Rompió la


superficie, respiró entrecortadamente y nadó hacia el borde del árbol. Unas
manos la rodearon por la cintura desde abajo, haciéndola rodar por debajo
de él.

Denan le sonrió, pensando claramente que había ganado. Ella disparó


su magia y pulsó, lanzándolo lejos de ella.

Él patinó como una piedra salteada sobre el agua, gritando

—¡Tramposa! —Gritó antes de hundirse.

Ella se salió del agua, riendo. Él levantó la cabeza y la miró fijamente.


Ella se rio más. Sus ojos se deslizaron por su túnica mojada, sus piernas
desnudas, y su mirada se volvió hambrienta mientras nadaba hacia ella.

—Ya no estás sudada —le dijo mientras subía a lo largo de ella.

Ella se estremeció por dentro. Estaba muy agradecida por este hombre.
Por dejarla estar triste. Por hacerla reír. Por dejarla luchar cuando necesitaba
luchar.

—Gracias. Por venir a buscarme.

Besó la palma de su mano.


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—Larkin, siempre vendré por ti.


AGRADECIMIENTOS

Gracias a mi increíble equipo de edición: Charity West (editora de


contenidos), Jennie Stevens (correctora), Cathy Nielson (correctora), Elissa
Strati (correctora) y Amy Standage (correctora); y a mi talentoso equipo de
diseño: Michelle Argyle (diseñadora de portadas), Julie Titus (formateadora)
y Bob Defendi (cartógrafo).

A mis amores eternos Derek, Corbin, Connor, Lily y Dios.

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SOBRE LA AUTORA

La autora superventas Amber Argyle escribe fantasías para jóvenes


adultos en las que los protagonistas salvan el mundo (con mayor o menor
éxito) y se enamoran (del enemigo). Sus galardonados libros se han traducido
a numerosos idiomas y han sido elogiados por autores como los best-sellers
del New York Times David Farland y Jennifer A. Nielsen.

Amber creció en un rancho de ganado y pasó sus años de formación en


el circuito de rodeo y en la cancha de baloncesto. Se graduó cum laude en
la Universidad Estatal de Utah con una licenciatura en inglés y educación
física, un marido y un niño de dos años. Desde entonces, ella y su marido
han tenido dos hijos más, a los que están intentando transformar de pequeños
locos a grandes menos locos. Domina todas las formas de sarcasmo, le
encanta ir de excursión y viajar, y cree que las arañas deberían quedar
relegadas a las novelas de terror, donde pertenecen.

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