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Centro Mises (Mises Hispano)

mises.org.es/2018/04/la-muerte-de-la-politica/

[Publicado originalmente en Playboy¸ marzo de


1969]

Este no es un tiempo de políticas radicales y


revolucionarias. Todavía no. A pesar de las
algaradas, la disidencia y el caos, la política
actual es reaccionaria. Tanto la izquierda como
la derecha son reaccionarias y autoritarias. Es
decir, ambas son políticas. Sólo buscan revisar los métodos actuales de adquirir y
mantener el poder político. Los movimientos radicales y revolucionarios no buscan
revisar, sino revocar. El objetivo de la revocación debería ser evidente. El objetivo es la
propia política.

Radicales y revolucionarios han estado formando sus opiniones sobre política


durante algún tiempo. Al fracasar los gobiernos en todo el mundo, al hacerse
conscientes millones de personas de que el gobierno nunca ha gestionado humana y
eficazmente los asuntos de la gente y nunca podrá hacerlo, se verá por fin la
inadecuación del propio gobierno como base para un movimiento verdaderamente
radical y revolucionario. Entretanto, la postura radical-revolucionaria está sola. Se
teme y se odia, tanto por la derecha como por la izquierda, aunque ambas deban
tomar prestado de ella para sobrevivir. La postura radical revolucionaria es el
libertarismo y su forma socioeconómica es el capitalismo de laissez faire.

El libertarismo es la visión de que cada hombre es el dueño absoluto de su vida, para


usarla y disponer de ella como le parezca apropiado, y de que todas las acciones
sociales del hombre deberían ser voluntarias y el respeto por la propiedad similar e
igual de otro hombre de su vida y, por extensión, de la propiedad y frutos de esa vida
es la base ética de una sociedad humana y abierta. En esta visión, la única (repito, la
única) función del derecho y el gobierno es proporcionar el tipo de defensa propia
contra la violencia que una persona, si fuera lo suficientemente poderosa, se
proporcionaría a sí misma.

Si no fuera por el hecho de que libertarismo reconoce libremente el derecho de los


hombres a formar voluntariamente comunidades o gobiernos sobre la misma base
ética, al libertarismo se le podría llamar anarquía.

El capitalismo de laissez faire o anarcocapitalismo es simplemente la forma


económica de la ética libertaria. El capitalismo de laissez faire incluye la idea de que
los hombres deberían intercambiar bienes y servicios sin regulaciones, solamente
sobre la base de valor por valor. Reconoce a las instituciones de caridad y las
empresas comunitarias como versiones voluntarias de la misma ética. Ese sistema
sería el trueque directo, si no fuera por la amplia necesidad apreciada de una división
de trabajo en la que los hombres aceptan voluntariamente cosas como efectivo y
crédito. Económicamente, este sistema es la anarquía y está orgulloso de serlo.

El libertarismo es rechazado por la izquierda moderna, que predica el individualismo,


pero practica el colectivismo. El capitalismo es rechazado por la derecha moderna,
que predica la empresa, pero practica el proteccionismo. La fe libertaria en la mente
de los hombres es rechazada por los religiosos que sólo tienen fe en los pecados del
hombre. La insistencia libertaria en que los hombres deben de ser líderes para
desplegar cables de acero, así como sueños de humo, es rechazada por los hippies
que adoran la naturaleza, pero rechazan la creación. La insistencia libertaria en que
todo hombre es un territorio soberano de libertad, con su primera fidelidad a sí
mismo, es rechazada por los patriotas que canta la libertad, pero también gritan
sobre banderas y fronteras. No hay ningún movimiento actual en el mundo que se
base en una filosofía libertaria. Si lo hubiera, estaría en la posición anómala de usar
poder político para abolir el poder político.

Tal vez se desarrolle realmente un movimiento político regular que supere esta
anomalía. Puede que no lo creáis, pero hubo fuertes posibilidades de esa evolución
en la campaña de 1964 de Barry Goldwater. Fuera de los exagerados titulares,
Goldwater insistía en contra de estructuras puramente políticas como el servicio
militar, los impuestos en general, la censura, el nacionalismo, la conformidad
legislada, el establecimiento político de normas sociales y la guerra como
instrumento de política internacional.

Es verdad que, en una paradoja política habitual, Goldwater (teniente general en la


reserva de la Fuerza Aérea) ha hablado de reducir el poder estatal al mismo tiempo
que defendía el aumento del poder estatal para luchar en la Guerra Fría. No es un
pacifista. Cree que la guerra sigue siendo una acción estatal aceptable. No ve que la
Guerra Fría implique imperialismo de EEUU. La ve sólo como resultado del
imperialismo soviético. Sin embargo, una vez tras otra, ha dicho que la presión
económica, la negociación diplomática y las persuasiones de la propaganda (o
“guerra cultural”) son absolutamente preferibles a la violencia. También ha dicho que
las ideologías antagonistas nunca pueden “ser derrotadas por las balas, sino sólo por
ideas mejores”.

Sin embargo, no puede llevarse muy lejos una defensa de Goldwater. Sus tendencias
libertarias nacionales sencillamente no se reflejan en su visión de la política exterior.
El genuino libertarismo es absolutamente aislacionista, en el sentido de que se opone
absolutamente a las instituciones de gobierno nacional que son las únicas
instituciones de la tierra que son ahora capaces de iniciar una guerra o intervenir en
asuntos exteriores.

Pero en otros asuntos de campaña, el color libertario en la tez de Goldwater era más
claro. El hecho de que atacara rotundamente la irresponsabilidad fiscal de la
Seguridad Social delante de una audiencia de ancianos y el hecho de que criticara la
TVA en Tennessee no eran ejemplos de ingenuidad política. Simplemente
demostraban el gran desdén de Goldwater por la propia política, resumido en su
declaración de campaña de que a la gente debería decírsele “lo que tiene que oír y no
lo que quiere oír”.
También hubo alguna sugerencia de libertarismo en la campaña de Eugene McCarthy,
en sus espléndidos ataques al poder presidencial. Sin embargo, éstos se vieron
anulados por su vaga, pero sin embargo perceptible, defensa del poder público en
general. No hubo prácticamente ninguna sugerencia de libertarismo en las
declaraciones de ningún otro político durante la campaña del año pasado.

Escribí discursos para Barry Goldwater en la campaña de 1964. Durante la campaña,


lo recuerdo muy claramente, hubo un momento, en una conferencia para determinar
la “estrategia agrícola” de la campaña, en el que un senador respetado y muy
conservador se levantó para decir: “Barry, tienes que dejar claro que crees que el
granjero estadounidense tiene derecho a una vida decente”.

El senador Goldwater replicó, con el tacto que se le recuerda: “Pero no tiene derecho a
eso. Tampoco yo. Solamente tenemos derecho a buscarla”. Y ahí se acabó todo.

Para comparar, tomemos a Tom Hayden¸ de la Students for a Democratic Society


(SDS). Escribiendo en The Radical Papers, decía que su “revolución” buscaba
“instituciones fuera del orden establecido”. Algunas de esas instituciones,
especificaba, serían “organizaciones contra la pobreza del propio pueblo peleando
por dinero federal”.

De los dos hombres, ¿cuál es el radical y revolucionario? En la práctica, Hayden dice


que sencillamente quiere abrirse paso en el establishment. Goldwater dice en la
práctica que quiere derribarlo para acabar eternamente con su poder para favorecer o
perjudicar a cualquiera.

Con esto no queremos decir que la campaña de Goldwater fuera libertaria. Sólo
decimos que su campaña contenía un elemento saludable de este tipo de
radicalismo. En todo lo demás, la campaña de Goldwater estuvo muy en línea con los
intereses, imágenes, mitos y costumbres partidistas habituales.

Especialmente en política exterior aparece un gran impedimento para la aparición de


una rama libertaria en alguno de los grandes partidos políticos. Los hombres que
reclaman el fin de la autoridad estatal en todas las demás áreas insisten en que se
mantenga para crear una maquinaria bélica con la que mantener a raya a los
comunistas. Sólo últimamente los imperativos de la lógica (y la aparición de fuerzas
antiestatales en el este europeo) han empezado a hacer más aceptable preguntar si
el estado acuartelado es necesario para mantener la Guerra Fría no podría ser tan
malo o peor que la supuesta amenaza contra la que nos protege. Goldwater no ha
adoptado esa línea revisionista y puede que nunca lo haga, pero entre los partidarios
de la Guerra Fría, su disposición hacia los principios libertarios le hace más
susceptible a ello que la mayoría.

Esto no es simplemente una digresión con respecto a un personaje político (casi un


personaje antipolítico) al que respeto profundamente. Es más bien destacar la
ineptitud de las vías tradicionales y populares para evaluar la naturaleza reaccionaria
de la política contemporánea y averiguar la verdadera naturaleza de la antipolítica
radical y revolucionaria. Los partidos políticos y los políticos hoy (todos los partidos y
todos los políticos) cuestionan sólo las formas a través de las cuales expresar su
creencia común en el control de las vidas de otros. El poder, especialmente el poder
mayoritario o colectivo (es decir, el poder de una élite ejercitado en nombre de las
masas), es el dios del progresista moderno. Su único cambio innovador reciente es
sugerir que la élite fermente con miembros obligatorios de auténticos representantes
de las masas. La expresión actual es “democracia participativa”.

Igual que el poder es el dios de progresista moderno, Dios sigue siendo la autoridad
del conservador moderno. El progresismo practica la disciplina sencillamente por
disciplina. El conservadurismo practica la disciplina, de una manera no muy sencilla,
por revelación. Pero disciplinado o revelado, en nombre del juego sigue siendo la
política.

El gran defecto del conservadurismo es una profunda fisura que habla de caídas
libres hacia la muerte en las rocas del autoritarismo. A los conservadores les
preocupa que el estado tenga demasiado poder sobre la gente. Pero fueron los
conservadores los que dieron al estado ese poder. Fueron conservadores, muy
similares a los conservadores actuales, quienes cedieron al estado el poder para
producir no únicamente orden en la comunidad, sino un cierto tipo de orden.

Fueron los conservadores europeos los que, aparentemente temiendo la amplitud de


la Revolución (¡bueno, cualquiera puede ser rico!), lanzaron los primeros ataques al
capitalismo impulsando e aceptando leyes que hacían menos frecuentes los
estallidos de innovación y competencia y facilitaron el camino a las comodidades y
conspiraciones de la cartelización.
Las grandes empresas en Estados Unidos hoy y durante algunos años han estado
abiertamente en guerra contra la competencia y, por tanto, en guerra contra el
capitalismo de laissez faire. Las grandes empresas apoyan una forma de capitalismo
de estado en el que el gobierno y las grandes empresas actúan como socios. La
crítica hacia esta inclinación estatista de las grandes empresas viene más a menudo
de la izquierda que de la derecha hoy en día y es otro factor que hace difícil separar a
los participantes. Por ejemplo, John Kenneth Galbraith es quien ha puesto en
entredicho más recientemente a las grandes empresas por su mentalidad
anticompetitiva. Entretanto, la derecha defiende alegremente a las grandes empresas
como si de hecho nos hubieran convertido precisamente en el tipo de fuerza
burocrática y autoritaria a la que los derechistas atacan instintivamente cuando es
gubernamental.

El ataque de la izquierda al capitalismo corporativo, cuando se examina, es un ataque


a reformas económicas sólo posibles en conspiración entre un gobierno autoritario y
los negocios burocratizados y no emprendedores. Es una desgracia que muchos
nuevos izquierdistas sean tan acríticos como para aceptar esta premisa como
indicadora de que todas las formas de capitalismo son malas, de tal manera que la
propiedad estatal total sea la única alternativa. Este pensamiento tiene su espejo en
la derecha.

Por ejemplo, fueron los conservadores estadounidenses los que renunciaron muy
pronto a la lucha contra las franquicias y la regulación estatal y, por el contrario,
aceptaron la regulación estatal en su propio favor. Hoy los conservadores continúan
reverenciando al estado como un instrumento de sanción, aunque lo rechacen como
instrumento de beneficencia. El conservador que quiere una oración federalmente
autorizada en el aula es el mismo conservador que protesta en por libros de texto
federalmente autorizados en esa misma aula.

Murray Rothbard, escribiendo en Ramparts, ha resumido este conservadurismo


defectuoso al describir una

nueva generación más joven de derechistas, de “conservadores” que pensaban


que el problema real del mundo moderno no era algo tan ideológico como el
estado frente a la libertad individual o la intervención del gobierno frente al libre
mercado; el problema real, declaraban, era la preservación de la tradición, el
orden, el cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados
de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.
Las tendencias reaccionarias tanto de progresistas como de conservadores hoy se
muestran muy claramente en su voluntad de ceder, al estado o a la comunidad,
poderes más allá de la protección de la libertad contra la violencia. Para distintos
propósitos, ambos ven al estado como un instrumento, no que protege la libertad del
hombre, sino que más bien da instrucciones o restringe cómo ha de usarse esa
libertad.

Una vez el poder de la comunidad se convierte en cualquier sentido en normativo, en


lugar de meramente protectivo, es difícil ver dónde pueden marcarse líneas que
limiten más transgresiones contra la libertad individual. De hecho, no se han marcado
las líneas. Nunca se marcarán por los partidos políticos que discuten únicamente el
coste de programas o instituciones basados en el poder estatal. En realidad, las
líneas sólo pueden marcarse mediante un cuestionamiento radical del propio poder y
mediante la visión libertaria que ve al hombre capaz de seguir adelante sin el molesto
equipaje de leyes y políticas que no se limitan a conservar el derecho del hombre a su
vida, sino que intentan, además, decirle cómo tiene que vivirla.

Para muchos conservadores, la pesadilla que les persigue en la vida y en su postura


política (que muchos resumen en “ley y orden” hoy en día) es una pesadilla de
desorden. Hasta donde yo sé, no hay ningún límite que puedan poner los
conservadores sobre el poder del estado para eliminar los desórdenes.

Por supuesto, incluso en una sociedad de laissez faire tendría que asumirse el
derecho de autodefensa y podría fácilmente imaginarse un espacio para la
autodefensa sobre una base comunitaria. Pero la autodefensa de la comunidad sería
siempre exclusivamente defensiva. Los conservadores revelan una fácil voluntad de
creer que el estado debería también iniciar ciertas acciones ofensivas, para prevenir
futuros problemas. “Ser duros” es la expresión que más se usa. Esto no significa sólo
ser duros con los alborotadores. Significa ser duros en rangos completos de
actitudes: cortar los pelos largos, echar a la gente de los parques por llevar guitarras
ocultas, detener e interrogar a cualquiera que no parezca un miembro de los Jaycees,
hacer pasar el servicio militar a todos los gandules para enderezarlos, atacar cines y
librerías con “basura” y, siempre y sobre todo, poner a “esa” gente en su lugar. Para el
conservador, demasiado a menudo, las únicas alternativas son la conformidad social
o el impensable caos.
Aunque éstas fueran las únicas alternativas (evidentemente no lo son) hay muchas
razones para preferir el caos a la conformidad. Personalmente, creo que tendría más
posibilidades de sobrevivir (e indudablemente mis valores tendrían más posibilidades
de sobrevivir) con un Watts, Chicago, Detroit o Washington en llamas que con toda
una nación apretada en una guarnición.

Los altercados en los modernos Estados Unidos pueden dividirse en partes


componentes. No son en absoluto un simple saqueo y violencia contra la vida y la
propiedad. También se dirigen contra la violencia prevaleciente del estado, el tipo de
violencia cívica constante que permite la supervisión regular de la policía de la vida
cotidiana de algunos barrios, las leyes y regulaciones que prohíben absolutamente el
libre comercio, las escuelas públicas que sirven a las visiones de la burocracia en
lugar de a las variedades de gente individual. Hay violencia también por parte de
aquellos que simplemente quieren abrirse paso en el poder político que de otra
manera se les niega. Los conservadores parecen pensar que la respuesta es un
mayor poder de la policía estatal. Los progresistas parecen pensar que la respuesta
es un mayor poder preferencial del estado de bienestar. Poder, poder, poder.

Salvo para los saqueadores ordinarios (para quienes la respuesta debe ser
detenerlos, como se haría con cualquier otro ladrón), la respuesta real a los alborotos
debe estar en otro lugar. Debe estar en el abandono, no en la extensión, del poder del
estado, el poder del estado que oprime al pueblo, el poder del estado que provoca al
pueblo. Por citar un ejemplo importante: las tiendas blancas en muchos barrios
negros, que se dice que causan insatisfacción y envidia, tienen una ventaja especial
no percibida gracias al poder del estado. En un barrio muy pobre puede haber muchos
con la capacidad natural para abrir una tienda, pero es mucho menos probable que
esa gente tenga asimismo la capacidad de cumplir todas las regulaciones estatales y
locales, que regulan todo, desde la limpieza a la contabilidad, y que muy a menudo
resultan ser la diferencia marginal entre empezar el negocio o mantenerse fuera de él.
En una sociedad real de laissez faire, el empresario local, con quien los vecinos
podrían preferir tratar, podría ir directamente al negocio, vendiendo marihuana,
whisky, revistas, ropa interior, libros, alimentación o consejo médico en el maletero de
su coche. Podrían olvidarse de libros de contabilidad, formularios de informes y
simplemente dedicarse al negocio del negocio en lugar de hacer negocio de la
burocracia. Permitir a la gente de los barrios marginales competir bajo sus propias
condiciones, en lugar de las de otro, resultaría ser una solución más satisfactoria y
práctica para sus problemas que violencias o restricciones.
El alejamiento libertario del poder y la autoridad que marcó la campaña de Goldwater
fue atacado desde la izquierda por ser “deseos nostálgicos de un mundo más
sencillo”. (Tal vez equivalente a los deseos simples de los hippies que la izquierda tan
fácilmente tolera, incluso cuando vitupera a Goldwater). El libertarismo de Goldwater
fue atacado desde la derecha (prácticamente no recibió ningún apoyo de las grandes
empresas) por representar políticas que podían llevar a una competencia no regulada,
un libre comercio internacional y, lo que es peor, a un conocimiento de la sociedad
muy especial de la que disfrutan ahora las grandes empresas con el gran gobierno.

El giro más increíble en el pensamiento que atacaba a Goldwater como reaccionario


(que no es) en lugar de como radical (que sí es) vino con respecto a las armas
nucleares. En esa área fue concretamente condenado por atreverse a proponer que
se compartiera el control de estas armas e incluso se colocara totalmente bajo el
mando multinacional de la OTAN, en lugar de dejarlo a la uninominal discreción
personal del presidente de los Estados Unidos.

Repito, ¿quién es el reaccionario y quién es el radical? ¿Los hombres que quieren un


rey atómico entronizado en Washington o el hombre que se atreve a pedir que el
derecho divino de destrucción sea menos divino y este más dividido? Hasta hace
poco, un pasatiempo popular a la hora del cóctel era imaginar las diferencias entre la
guerra en Vietnam bajo “salvad al mundo de Goldwater” Johnson y cómo podría
haber sido bajo el salvaje Barry, quien, dadas todas sus declaraciones de campaña, se
habría visto obligado a compartir la decisión (y la lucha) sobre Vietnam con la OTAN,
en lugar de dejar las cosas en paz sencilla y unilateralmente.

Volviendo a lo esencial: la cuestión más vital hoy acerca de la política (no en la


política) es el mismo tipo de pregunta que acosa al cristianismo. Superficialmente, la
pregunta cristiana parece simplemente qué tipo de religión debería elegirse. Pero
básicamente, la pregunta es si es apoyable alguna fuerza irracional o mística como
manera de ordenar la sociedad en un mundo cada vez más capaz y dispuesto a ser
racional. La versión política de la cuestión puede expresarse así: ¿Continuarán los
hombres sometidos al gobierno de los políticos, lo que siempre ha significado el
poder de algunos hombres sobre otros, o estamos dispuestos a actuar socialmente
por nuestra cuenta, en comunidades de voluntarismo, en un mundo más económico y
cultural que político, igual que muchos están ahora dispuestos a actuar por su cuenta
metafísicamente en un mundo más de razón que de religión?
La respuesta radical y revolucionaria que da una postura libertaria de laissez faire a
esa pregunta no es la anarquía. El movimiento libertario de laissez faire es, en
realidad, aunque resulte embarazoso para algunos, un movimiento de derechos
civiles. Pero es antipolítico, en el sentido de que crea un poder diversificado para
protegerse del gobierno, incluso para prescindir del gobierno en gran medida, en lugar
de buscar poder para proteger al gobierno o llevar a cabo cualquier propósito social
especial.

Es un movimiento de libertades civiles en el sentido de que busca libertades civiles


para todos, tal y como las definía en del siglo XIX uno de los primeros profesores de
ciencias políticas y sociales de Yale, William Graham Sumner. Sumner decía:

La libertad civil es el estatus del hombre al que se le garantiza por derecho e


instituciones civiles el empleo exclusivo de todos sus propios poderes para su
propio bienestar.

Por supuesto, los progresistas modernos llamarían a esto egoísmo y tendrían razón,
destacando el ego. Muchos conservadores modernos dirían que están de acuerdo
con Sumner, pero no tendrían razón. Los hombres que se llaman a sí mismos
conservadores, pero trabajan en las grandes industrias, gastan mucho tiempo y una
cantidad no pequeña de dinero en luchar contra las subvenciones públicas a los
sindicatos (en forma de consideraciones fiscales y legales preferentes) o a las
personas (en forma de programas sociales). No luchan contra las subvenciones
directas a las industrias, como transportes, granjas o universidades. En resumen, no
creen que los hombres tengan derecho al empleo exclusivo de sus propios poderes
para su propio bienestar, porque aceptan la práctica de gravar una buena parte de ese
poder para usarlo para el bienestar de otras personas.

Como he señalado, a pesar de todos los lamentos teóricos que a veces pueden oírse
desde la derecha industrial, podemos asegurar que los grandes poderes del gobierno
para regular la industria derivaron no sólo del apoyo de empresarios, sino realmente
ante la insistencia de los empresarios. Las tarifas poco económicas del correo son
alabadas por empresarios que pueden beneficiarse de ellas y que, curiosamente, no
parecen interesados en la evidente posibilidad de transformar el servicio postal de
una institución en un negocio. Por supuesto, como negocio cambiaría el coste de
enviar cosas por correo, no simplemente la comodidad de pago para los usuarios.
No se sabe que los grandes empresarios que dirigen las grandes redes de televisión
sugieran, como insistiría un concepto de laissez faire, que se liberalice y desregule la
competencia por canales y audiencias. Por supuesto, como consecuencia, estas
redes tienen todo el control público que merecen, aceptándolo de buen grado, porque,
incluso censuradas, están también protegidas frente a la competencia.

También es notable que una de las denuncias más feroces de la televisión de pago
(que, bajo el capitalismo, debería ser un concepto común) no venga del Daily Worker,
sino del Reader’s Digest, ese supuesto bastión del conservadurismo. En realidad, creo
que el Digest es ese bastión. Parece creer que el estado es una institución ordenada
divinamente para hacer morales a los hombres, por supuesto, en un sentido “judeo-
cristiano”. Aborrece, como ninguna publicación, salvo la National Review de William
Buckley, la insolencia de estas personas desaliñadas que hoy desafían tan
habitualmente la autoridad del estado.

En resumen, no hay evidencia alguna de que los conservadores modernos suscriban


la filosofía de “tu vida es tuya” sobre la que se basa en libertarismo. Un ejemplo
interesante de que el conservadorismo no sólo está en desacuerdo con el
libertarismo, sino que es abiertamente hostil a éste es que el autor libertario más
conocido del momento, la señora Ayn Rand, se clasifica sólo un poco por debajo, o
ligeramente al lado de Leónidas Breznev como objeto de diatribas en National Review.
En concreto parece que es denigrada en la derecha porque es atea y se atreve a
oponerse a la idea de National Review de que la naturaleza básicamente malvada del
hombre (derivada del pecado original) significa que éste debe estar controlado por un
orden social fuerte y autoritario.

Barry Goldwater, durante su campaña de 1964, dijo repetidamente que “un gobierno
suficientemente fuerte como para darte lo que quieres es suficientemente fuerte
como para quedarse con todo”. Los conservadores, como grupo, han olvidado o
preferido ignorar, que esto es también aplicable a la fortaleza de gobierno para
imponer orden social. Si el gobierno puede imponer normas sociales, o incluso
comportamientos cristianos, también puede quitarlos o retorcerlos.

Repito, los conservadores ansían un estado o “liderazgo” con el poder de restaurar el


orden y poner a las cosas (y a las personas) de vuelta a su sitio. Ansían poder
político. Los progresistas ansían un estado que ataque a los ricos y alivie a los
pobres. También ansían poder político. Los libertarios ansían un estado que no
pueda, más allá de ninguna posibilidad de enmienda, otorgar ninguna ventaja a nadie,
un estado que no pueda obligar a nada, sino que sencillamente impida el uso de la
violencia, en lugar de otros intercambios, en las relaciones entre personas o grupos.

Ese estado tendría como único propósito (probablemente soportado exclusivamente


por impuestos o tasas de uso) el mantenimiento de un sistema que resuelva disputas
(tribunales), proteja a los ciudadanos contra la violencia (policía), mantenga alguna
forma de moneda para facilitar el comercio y, mientras pueda ser necesario debido la
existencia de fronteras y diferencias nacionales, mantenga una fuerza de defensa.
Entretanto, los libertarios deberían también trabajar para acabar con el propio
concepto de estado-nación. Lo más importante en este caso es que los libertarios
empezarían sin predisposiciones pendientes acerca de las funciones públicas,
estando siempre dispuestos a pensar que en el mundo personal y privado de las
personas hay alguien que puede aportar o aportará una solución que haga el trabajo
sin otorgar a nadie un poder que no haya sido obtenido a través del intercambio
voluntario.

De hecho, es en los asuntos más apropiados para el interés colectivo (como los
tribunales y la protección contra la violencia) donde más a menudo falla hoy el
gobierno. Esto sigue la tendencia burocrática de llevar a cabo los servicios menos
necesarios (donde el riesgo de responsabilidad es mínimo) y evitar prestar servicios
esenciales, pero de alta responsabilidad. Los tribunales están colapsados más de lo
que se pueda creer. La policía, en lugar de limitarse a proteger a los ciudadanos
contra la violencia, está profundamente implicada en la vigilancia de la moral privada.
En particular en los barrios negros, los policías sirven como árbitros no queridos ni
deseados de la vida cotidiana.

Si en los últimos párrafos el lector puede detectar algún indicio de una postura que
sea compatible, o bien con el Partido Comunista de la Unión Soviética o con la
Asociación Nacional de Fabricantes, se le recomienda encarecidamente que lea de
nuevo. No existe ese territorio común. Tampoco puede aducirse ningún territorio
común en expresiones de “nueva política” frente a “vieja política”. Nuevas o viejas, las
posturas que nos circundan hoy bajo estos títulos siguen siendo política y, como la
rosas, huelen igual. Los políticos radicales y revolucionarios (los antipolíticos, si
queréis llamarlos así) deberían poder descubrirlo fácilmente.
Los asuntos concretos que ilustran las diferencias incluirían el servicio militar, la
marihuana, los monopolios, la censura, aislacionismo-internacionalismo, relaciones
de raza y problemas urbanos, por nombrar unos pocos.

Como parte de su malograda campaña a la presidencia, Nelson Rockefeller adoptó


una postura sobre el servicio militar. En ella se oponía concretamente a la postura de
Richard Nixon sobre el tema, llamándola “vieja política”, frente a su “nueva política”.
La postura de Rockefeller implicaba la modernización del servicio, pero nada que
cambiara lo que es evidente que es: servidumbre forzosa e involuntaria. Rockefeller
criticaba a Nixon por haber afirmado que, algún día, el servicio militar sería
remplazado por un sistema voluntario, una antigua promesa republicana.

El nuevo político sostenía que el sistema de Nixon no funcionaría porque nunca había
funcionado. El hecho de que esta nación nunca ofreció pagar a sus soldados a un
nivel realista para atraerlos no estaba incluido en la declaración de Rockefeller.
Tampoco el nuevo político dirigía a sí mismo el hecho de que, a partir de una nación
en la que no puede atraerse a suficientes ciudadanos para defenderla
voluntariamente, probablemente también tengas, por definición, una nación que
realmente no merezca la pena defender.

El viejo político, por su parte, no presentaba una postura tan nítida sobre el servicio
militar como trataba de atribuirle el nuevo. Nixon, aunque teóricamente a favor del
ejército voluntario (junto con el supuestamente aún más conservador Ronald Reagan)
se oponía a probar la voluntariedad hasta después de la Guerra de Vietnam. A través
de la postura conservadora, vemos una repetición de esta postura. La libertad está
bien, pero debe posponerse mientras haya una guerra caliente o fría.

Debería sorprender a todos esa idea torva. Implica que los hombres libres no pueden
ser lo bastante ingeniosos como para defenderse contra la violencia sin convertirse
ellos mismos en violentos, no solo contra el enemigo, sino también contra sus
propias personas y libertades. Si nuestra libertad es tan frágil que debe estar
protegida continuamente renunciando a ella, tenemos un grave problema. Y, de hecho,
si seguimos una lógica similar, tenemos graves problemas en el sudeste de Asia. Allí
la guerra de Johnson ha aumentado precisamente bajo la creencia en que la libertad
de los vietnamitas del sur puede alcanzarse mejor dictando qué forma de gobierno
deberían tener (incluso día a día) y defendiéndola contra los norvietnamitas
devastando los campos del sur.
En las relaciones exteriores, igual que en las declaraciones en clave interior, nuevos y
viejos políticos predican las mismas doctrinas polvorientas de compulsión y
contradicción. La predicación radical del libertarismo, la predicación antipolítica, sería
que mientras la necedad de la guerra entre estados-nación siga siendo una
posibilidad, los estados-nación libres al menos se protegerían de las guerras
contratando voluntarios, no asesinado el voluntarismo.

Una de las mentes más medievalmente fascinantes del siglo XX, la de Lewis
Hershey, único dueño y propietario del Selective Service System, ha puesto en
perspectiva perfecta esta fea imagen con su memorable declaración, en un almuerzo
del National Press Club, de que odia “pensar en el día en que sus nietos estarían
defendidos por voluntarios”. Ahí, en un ejemplo tan feo como aparece en los rsgistros
públicos, está exactamente el lugar en el que la política y el poder, la autoridad y la
artritis del tradicionalismo están condenados a llevaros. El doctor Hershey no puede
llegar a ser un gran personaje cómico debido al hecho bastante evidente de que, al
estar implicado en las muertes de tantas personas reticentes y el encarcelamiento de
tantas otras, se convierte en un personaje trágico o, al menos, en un personaje de una
tragedia. No hay política nuevas o viejas en el servicio militar. Un servicio militar es
esencialmente comercial. Y entre la política y el comercio debe elegir continuamente
el participante en la política radical o revolucionaria.

La marihuana es un ejemplo de esa alternativa. En una sociedad de laissez faire, no


podría existir ninguna institución pública con poder para obligar a la gente a
protegerse de sí misma. De otras personas (los delincuentes), sí. De uno mismo, no.
La marihuana es una planta, un cultivo. La gente que la fuma no lo hace por
obligación, ni de una adicción fisiológica ni de un poder institucional. Lo hace
voluntariamente. Encuentra a una persona que la haya cultivado voluntariamente.
Acuerdan un precio. Una vende, la otra compra. Una adquiere nuevo capital, la otra
adquiere una experiencia eufórica, que decide que merece la pena asignar algunos de
sus recursos para obtenerla.

En esa ecuación no hay en ninguna parte un solo momento en el que los vecinos, o
cualquier multitud de vecinos, actuando como un sacerdote o como público, tengan
la más mínima razón racional para intervenir. La acción no ha privado de ninguna
manera a nadie más del “uso exclusivo de todos sus poderes para su propio
bienestar”.
Las leyes actuales contra la marihuana, en contra incluso de todas las evidencias
disponibles con respecto a su naturaleza, son un buen ejemplo del uso del poder
político. El mismo poder que hace posible que el estado arranque impuestos de un
hombre para ponerlos en los bolsillos de otro. Los propósitos pueden parecer
distintos, pero si se examinan no lo son. La marihuana debe prohibirse para impedir
que la gente sucumba a la locura de sus humos y haga algo malo contra la
comunidad. También debe prohibirse la pobreza por la misma razón. La gente pobre,
salvo que se haga que deje de ser pobre, se rebelará con furia y producirá males a la
sociedad. Como en toda la política, propósito y poder se mezclan y refuerzan uno a
otro.

Las drogas “duras” deben estar sometidas a las mismas pruebas que la marihuana en
términos de política frente a antipolítica. Estas drogas son también meros materiales
vendibles, salvo que, si no se usan con prudencia, pueden ser bastante dañinas para
la persona que las use. (Inserto esta nota sencillamente porque, según entiendo, en
todos los niveles de adicción, sigue habiendo una posibilidad de romper o controlar el
hábito. Esto sugiere que una persona puede tomar una decisión sobre el asunto; que,
puede, en realidad, ser prudente o no).

La persona que use drogas imprudentemente, igual que la persona que use
imprudentemente las drogas políticamente aprobadas y reguladas del alcohol y el
tabaco, acaba en una situación nada envidiable, tal vez muerta. Racionalmente, ese
es su problema, mientras no te prive mediante sus acciones de tu derecho a no usar
drogas, ayudar a adictos o, si se quiere, a ignorarlos. Pero hoy izquierda y derecha
dicen que el problema real es social y público: que el alto precio de las drogas lleva al
adicto a robar y matar (posición derechista) y que hacer de las drogas un asunto
público, para dispensarlas clínicamente, eliminaría las causas de su delito (posición
izquierdista).

Ambas son posturas esencialmente políticas y claramente ineptas en una sociedad


en la que la línea entre despejadores de la mente como el café o el LSD es muy
técnica. Al elegir la aproximación económica y cultural en lugar de la política, el
libertario antipolítico diría que se vendan. La competencia mantendrá bajo el precio.
La aceptación cultural de la ética radical, de que la vida y accesorios de un hombre
son inviolables, justificaría la defensa contra cualquier violencia que pudiera
acompañar en otros a la adicción. ¿Y qué queda para hacer por el “público”?
Absolutamente nada, excepto decidir individualmente si arriesgarse con las drogas o
evitarlas. Los padres, por supuesto, al tener los cordones de las bolsas de sus hijos,
pueden ejercitar cierta cantidad de control, pero sólo individualmente, nunca
colectivamente.

Por cierto, es fácil imaginar que si las drogas se dejaran a la economía y la cultura en
lugar de la política, los investigadores médicos descubrirían rápidamente una manera
de proporcionar los efectos vendibles y deseados de las drogas sin la incapacitación
de la adicción. En esto, como en asuntos similares (como en la competencia no
regulada frente a la cual se cree que la gente necesita protección) la tecnología en
lugar de la política podría ofrecer respuestas mucho mejores.

El monopolio es un buen ejemplo. Suponer que alguien necesita la protección pública


frente a la creación de monopolios es aceptar dos supuestos: que el monopolio es la
dirección natural de la empresa no regulada y que la tecnología es estática. Por
supuesto, ninguno de ellos es cierto. Las grandes concentraciones de poder
económico, a las que hoy se llaman monopolios, no crecieron a pesar del celo
antimonopolista del gobierno. Crecieron en buena parte debido a las políticas
públicas, como las que hacen más rentable a las pequeñas empresas vender a
grandes empresas en lugar de enfrentarse solas al código fiscal. Además, las
políticas federales fiscales y de crédito y las subvenciones y contratos federales han
proporcionado en conjunto sustancialmente más ayuda a las empresas grandes y
establecidas que a las más pequeñas y potencialmente competitivas.

El sector del automóvil recibe la mayor subvención de todas a través del programa de
carreteras en el que prospera, pero por el cual indudablemente no pagaba una porción
justa. Las aerolíneas están subvencionadas y tan protegidas que los recién llegados
no pueden ni siquiera intentar competir. Las redes de televisión tienen enormes
ventajas por las licencias de la FCC que impiden a nuevas empresas entrar en un
campo en el que los grandes veteranos ya se han establecido. Incluso en la
agricultura, son los granjeros grandes y establecidos los que consiguen las grandes
subvenciones, no los pequeños que podrían querer competir. Las leyes del gobierno
que excepcionan específicamente a los sindicatos de actividades antitrust también
han hecho avanzar una mentalidad monopolista.

Y por supuesto, los conceptos de “utilidad pública” y “transporte público” han creado
concretamente monopolios licenciados por el gobierno en los campos de la energía,
las comunicaciones y el tránsito. Esto no quiere decir que la grandeza económica sea
mala. No lo es, si genera eficiencia económica. Pero es mala si se genera de la
conspiración con la política en lugar de con el poder económico. Hoy no hay ningún
monopolio en el mundo del cual yo pueda pensar que no podría verse seriamente
perjudicado por la competencia si no hubiera alguna forma de licencia pública
protectora, arancel, subvención o regulación. Asimismo, no hay la más mínima
evidencia que sugiera que la tendencia de los negocios y sectores no regulados sea
hacia el monopolio. De hecho, la tendencia parece ir en la dirección opuesta, hacia la
diversificación y descentralización.

El aspecto tecnológico es igualmente importante. El monopolio no puede


desarrollarse si la tecnología es dinámica, que es lo que más abunda hoy. Ninguna
gran empresa es tan grande que pueda atraer todos los cerebros disponibles, salvo,
por supuesto, un estado corporativo. Mientras un cerebro permanezca disponible,
existe la posibilidad innovación y competencia. No puede haber monopolio real, sólo
ventajas momentáneas. Tampoco las novedades tecnológicas dependen siempre de
grandes recursos o, incluso cuando es así, tendrían que depender de una sola fuente
de financiación salvo que, otra vez, sobre el estado tenga el dinero. Lejos de un
control estatal total y suponiendo cerebros creativos en la comunidad y suponiendo
la existencia de capital con el que construir incluso instalaciones modestas de
investigación, pocos dirían directamente que la innovación tecnológica podría
impedirse simplemente con que alguna fuente única disfrute de un “monopolio”
temporal de un producto o servicio concreto.

Repito que las excepciones son siempre los gobiernos. Los gobiernos pueden ser y
normalmente son monopolistas. Por ejemplo, hoy no es antieconómico gestionar un
departamento privado de correos. Sólo es ilegal. Los federales disfrutan de un
monopolio legal hasta el grado de que actualmente persiguen al menos a un
empresario que gestiona un servicio de correos mejor y más barato que ellos.

No hace falta política para impedir el monopolio. Todo lo que se necesita es


capitalismo de laissez faire sin regulaciones ni restricciones. También proporcionaría
empleos, aumentaría los niveles de vida, mejoraría los productos y así
sucesivamente. Si la actividad comercial estuviera desregulada y absolutamente
dessubvencionada sólo podría depender de un factor de éxito: agradar a los clientes.

La censura es otro ejemplo notable en el que la política y los políticos se interponen


entre el cliente y la satisfacción. La medida pasa a ser no si el cliente es feliz, sino si
el político (individualmente o como representante del “público”) es feliz. Esto se
aplica igualmente a la protección “pública” frente a ideas políticas impopulares, así
como a la protección frente a la pornografía. Los conservadores son al menos
coherentes en este asunto, creen que el estado (al que a veces llaman “la
comunidad”) puede y debe proteger a la gente frente a pensamientos desagradables.
No hace falta decir quién define lo desagradable: el político, o los líderes de la
comunidad, por supuesto.

Tal vez la más irónica de todas las manifestaciones de esta urgencia conservadora
por un pensamiento “limpio” sea el caso del difunto Lenny Bruce. Decía palabrotas.
Era, por tanto, un objetivo particularmente favorito de los conservadores. Era
asimismo un defensor explícito y creo que incisivo del capitalismo. Al comentar que
el comunismo es una estafa (“como una gran compañía telefónica”), Bruce optaba
concretamente pro el capitalismo (“te da una oportunidad, tío, y eso es lo que
importa”). No hay ningún conservador tradicional que pueda siquiera andar al mismo
nivel que Lenny Bruce en su feroz devoción por el individualismo. Lenny Bruce usaba
frecuentemente la que para muchos conservadores es la peor de las palabrotas:
decía capitalismo. ¿Cuándo fue la última vez que hizo algo así la National Association
of Manufacturers?

Lenny Bruce no fue el único en enemistarse con los conservadores al abrir la boca. En
1964, Barry Goldwater se enemistó con los conservadores del Sur en tropel cuando,
en respuesta a una pregunta candente en la región acerca de si se debería permitir
hablar a los comunistas en las universidades, Goldwater dijo, lisa y llanamente: “Por
supuesto que sí”.

Ni siquiera los literarios anticomunistas tienen otra alternativa que negar al estado el
derecho a suprimir comunistas. Igualmente, los libertarios a los que les repele
estéticamente lo que consideran pornografía no pueden hacer otra cosa que no
comprarla, dejando su venta absolutamente desregulada al fabricante, el comprador y
nadie más. Repito, un padre podría entrometerse, pero solo deteniendo a un
comprador individual y dependiente, nunca deteniendo al proveedor, cuyo derecho a
vender pornografía para lucrarse y sin absolutamente ninguna otra virtud socialmente
redentora, sería inviolable. Un padre enfurecido que intentara echar de la calle a un
vendedor ambulante de groserías debería, por cierto, ser demandado, no alabado.

La actitud progresista hacia la censura no está clara. En este momento, no necesita


estarlo. Los progresistas la practican en lugar de predicarla. El indignante poder de la
FCC al insistir en que las emisiones de radio y televisión sirven a un propósito social
es al mismo tiempo una noción progresista y un acto de censura. En los cánones de
la FCC, los propósitos sociales se definen de forma que cada estación obtiene puntos
positivos por dar tiempo gratuito a un pastor, pero ninguno (o incluso puntos
negativos) por extender el mismo regalo de tiempo gratuito a un ateo.

Es en parte en el ámbito de las ondas donde se muestran también las diferencias con
respecto al nacionalismo de los viejos políticos de izquierda y derecha y los
antipolíticos libertarios. Si el conservador actual tiene un ferviente chauvinismo por
las viejas naciones, el progresista tiene una devoción igual de fanática por el
chauvinismo de las nuevas naciones. La disposición de los progresistas modernos a
sugerir una intervención armada contra Sudáfrica, mientras ignoran, incluso en
términos de cobertura periodística importante, las matanzas de Nigeria y Sudán, es
una demostración de interés solo por la política (y por personas concretas) en lugar
de por la vida humana en sí.

Por supuesto, los conservadores tienen un patrón doble similar con respecto a las
matanzas anticomunistas y las dictaduras anticomunistas. Aunque no sean tan
caprichosamente selectivos como la decisión progresista de denostar o alabar cada
baño concreto de sangre, el patrón doble conservador puede tener resultados igual de
trágicos. Las distintas corrientes de antisemitismo que han confundido tan
evidentemente a muchos movimientos conservadores probablemente puedan
remontarse a la suposición repelente de que el anticomunismo de Adolf Hitler excusa
sus otros defectos, comparativamente menores. Por alguna razón, el anticomunismo
parece permitir el antisemitismo.

He conocido a lo largo de mi vida muchos anticomunistas que consideran al


comunismo como sencillamente una criatura de los planes judíos para dominar el
mundo. El capítulo separado de la John Birch Society para miembros judíos es un
reflejo en serio-broma, creo, de ese viejo buen antisemitismo WASP. La ampliamente
reportada admiración por Hitler del jefe del Liberty Lobby es un reflejo,
probablemente, de la escuela de pensamiento “se necesita un hombre fuerte para
luchar contra el comunismo ateo”. Por supuesto, hay notables anticomunistas judíos.
Y hay muchos anticomunistas que condenan el antisemitismo. Pero la pregunta que
funciona para la mayoría de los anticomunistas a tiempo completo es sencillamente:
¿Eres anticomunista? Ser también antisemita no es una descalificación automática
de la derecha, aunque normalmente lo es en la izquierda.
Conservadores y progresistas por igual tienen en común la idea mística de que las
naciones realmente significan algo, probablemente algo permanente. Ambos
atribuyen a líneas dibujadas en mapas (o en el polvo o en el aire) la creación mágica
de comunidades de hombres que requieren soberanía y aprobación. El conservador
siente esto de manera exaltada cuando contempla las barras y estrellas. El
progresista siente esto con certidumbre académica cuando concluye que las
fronteras soviéticas deben estar “aseguradas” para impedir el nerviosismo soviético.
Hoy, en una confusión definitiva, hay personas que creen que las líneas dibujadas por
la Unión Soviética, con sangre, son mejores que las líneas dibujadas, también con
sangre, por la política exterior estadounidense. Los políticos sencillamente piensan
así.

La visión radical y revolucionaria del futuro de la nación es, lógicamente, que no tiene
futuro, sólo pasado (a veces apasionante y a menudo históricamente útil en alguna
etapa). Pero las líneas dibujadas sobre el papel, sobre el suelo o en la estratosfera
son claramente insuficientes para el futuro de la humanidad.

De nuevo es la tecnología la que hace viable contemplar un día en el que las políticas
de la nacionalidad estén tan muertas como las políticas del partidismo ostentador de
poder. Primero, hay suficiente información y riqueza disponibles como para asegurar
la alimentación de todos, sin matar a unos para llegar a las posesiones de otros.
Segundo, de todos modos, ya no hay ninguna manera de proteger nada ni a nadie
detrás de una frontera nacional.

Ni siquiera la Unión Soviética, con lo que los conservadores continúan temiendo


como un control “absoluto” sobre su pueblo, ha sido capaz de detener, dibujando
líneas o ejecutando a miles, la entrada de ideas, modales, música, poemas, danzas,
productos, deseos subversivos. Si el principal estado policial del mundo (ya seamos
nosotros o sean ellos, dependiendo de nuestro punto de vista político) ha sido capaz
de protegerse completamente detrás de sus fronteras, ¿qué fe podemos o debemos
mantener nosotros, el pueblo, en las fronteras?

Cabe esperar que tanto progresistas como conservadores respondan a la idea del fin
de la nacionalidad con gritos de enfado o sacudidas de reacción muy similares. El
conservador dice no será así. Siempre habrá un inspector de aduanas de EEUU y
lamentará tener que decirle adiós. El progresista dice que, lejos de acabar con la
nacionalidad, quiere expandirla, hacerla mundial, crear una proliferación de
mininaciones y micronaciones en nombre de la conservación técnica y cultural y
luego erigir una gran superburocracia para supervisar todas esas pequeñas
burocracias.

Igual que Linus, ningún progresista ni conservador puede soportar el pensamiento de


renunciar a la sábana, de renunciar al gobierno y continuar como residentes de un
planeta, en lugar de un país. Los defensores del aislacionismo, aunque es verdad que
algunos sólo lo defienden como una táctica) parecen caer en una paradoja. El
aislacionismo no sólo depende de la nación, sino que la petrifica. Sin embargo, hay
una subcategoría del aislacionismo que podría evitar esto especificando que sólo
está a favor del aislacionismo militar o del uso de la fuerza sólo para la autodefensa.
Sin embargo, incluso esto requiere definiciones políticas de autodefensa nacional en
estos días de misiles, bases, bombarderos y subversión.

Mientras haya gobiernos lo suficientemente poderosos como para mantener


fronteras nacionales y posturas políticas nacionales habrá el riesgo absoluto, si no la
incertidumbre, de guerra entre ellos. Incluso la posibilidad de guerra parece
demasiado catastrófica como para contemplarse en un mundo tan maduro en
tecnología y potencial de prosperidad, maduro incluso con las semillas de la
exploración extraterrestre. La violencia y las instituciones que son las únicas que
pueden sustentarlo deberían considerarse obsoletas.

Los gobiernos inician las guerras. El poder para la vida que pueden reclamar al dirigir
hospitales o alimentar a los pobres es sólo la imagen especular del poder para la
muerte que también reclaman al llenar esos hospitales con heridos y devastar
terrenos en los que podría cultivarse comida. “Pero el hombre es agresivo”,
proclaman derecha e izquierda desde las profundidades de su pesimismo. Y es
verdad que lo es, pero si se nos deja en paz, si no se nos regula en forma de estados
o servicios, ¿no se dirigiría esa agresión hacia la conquista del entorno y no de otros
hombres?

En otro nivel igualmente belicista, es la alternativa de la agresión contra un entorno


perpetuado políticamente, más que contra los hombres lo que caracteriza a la lucha
racial hoy en Estados Unidos. Los conservadores, en uno de sus lapsus favoritos de
lógica (los derechos de los estados) alimentaron el racismo estadounidense moderno
apoyando leyes, especialmente en los estados del sur, que daban al estado el poder
de obligar a los empresarios a construir instalaciones segregadas. (Es verdad que
muchos empresarios querían verse “obligados”, dando así el sello de aprobación
estatal a su racismo).

El fallo de los derechos de los estados es sencillamente que los conservadores, que
negarían al gobierno central ciertos controles sobre la gente, cederían con gusto
exactamente los mismos controles a unidades administrativas más pequeñas. Dicen
que las unidades más pequeñas son más eficaces. Esto significa que los
conservadores apoyan la coacción de personas en su nivel más eficaz.
Indudablemente no significa que se opongan a la coacción. Al no resistirse a las leyes
estatales de segregación y mestizaje, al no resistirse a las leyes que mantienen un
gasto racialmente desigual del dinero de los impuestos, sencillamente porque estas
leyes fueron aprobadas por los estados, los conservadores no han luchado contra la
misma burocracia que supuestamente odian (al mismo nivel en el que podrían
haberla detenido antes).

Se ha apoyado el racismo en este país gracias al poder y las políticas públicas, no a


pesar de ellos. El racismo inverso (pensar que el gobierno tiene competencias para
obligar a la gente a integrarse, igual que en su tiempo le obligó a segregarse) es igual
de político e igual de desastroso. No ha funcionado. Su resultado ha sido el odio en
lugar de la hermandad. La hermandad nunca puede ser un producto político. Es
puramente personal. En asuntos raciales, como en todos los demás asuntos que se
refieren a los individuos, la falta de gobierno no podría ser sino beneficiosa. ¿Qué
puede hacer en realidad el gobierno por las personas negras en Estados Unidos que
las personas negras no puedan hacer mejor por sí mismas si se les permitiera la
libertad de hacerlo? No puedo pensar en nada.

¿Trabajo? Los sindicatos habilitados política y gubernamentalmente hacen más por


alejar a los hombres negros de los buenos empleos que todos los Bull Connor del Sur.
¿Viviendas, escuelas y protección? Recuerdo muy claramente un comentario sobre
este tema de Roy Innis, el director nacional del Congreso para la Igualdad Racial.
Hablaba del fervor típicamente progresista del alcalde John Lindsay al dar dinero a
los negros, acallándolos o silenciándolos. Innis decía luego que una cosa que el
alcalde Lindsay no daría a los negros era lo que realmente querían: poder político.
Quería decir que la comunidad negra de Harlem, por ejemplo, en lugar de recibir
montones de dinero de los contribuyentes, preferirían que recibir el propio Harlem. Es
una comunidad. ¿Por qué no debería gobernarse a sí misma o al menos vivir por sí
misma, sin tener que ser una baronía de la política de la alcaldía de la ciudad de
Nueva York?. Sin embargo, no pongo objeciones a la idea de limitarse a crear en
Harlem una estructura política similar, pero sólo distinta de la ciudad de nueva York. Y
estoy siendo injusto con Mr. Innis, que es un hombre excepcional, incluso sugiriendo
que eso es lo que tenía en mente.

Pero más allá de este ejemplo, hay implícita en las muy interesantes corrientes
subyacentes del poder negro en este país una posibilidad igualmente interesante de
que se desarrolle una rebelión contra la propia política. Podría buscar una comunidad
mucho menos estructurada, conteniendo en ella instituciones mucho más
voluntarias. No me cabe ninguna duda de que, a largo plazo, este movimiento y otros
similares descubrirán que el laissez-faire es la manera de crear genuinas
comunidades de voluntarismo. El laissez-faire es la única forma de organización
social y económica que podría tolerar e incluso alabar un kibutz operando en medio
de Harlem, un hippy vendiendo hachís en la calle y, unas manzanas más allá, una
empresa de ingenieros listos para acabar con Detroit con un vehículo nuclear de bajo
coste.

El kibutz representaría, en la práctica, un socialismo voluntario (¿qué otra forma


podrían tolerar hombres libres?). El vendedor de hachís representaría la
institucionalización (pero voluntaria) de soñar despiertos y los ingenieros
representarían la creatividad desregulada. Todos representarían capitalismo de
laissez-faire en acción y ninguno necesitaría un solo burócrata para ayudar,
obstaculizar, civilizar o estimular. Y en el sencillo proceso de una existencia variada,
los residentes de esta comunidad voluntaria, mientras los demás entraran
voluntariamente en comercio con ellos, resolverían el problema “urbano” de la única
manera que puede resolverse, es decir, a través del desvanecimiento de la política
que creó el problema en primer lugar.

Si las ciudades no pueden existir sobre la base de las habilidades, energía y


creatividad de las personas que viven, trabajan o invierten en ellas, no deberían estar
sostenidas por personas que no vivan en ellas. En resumen, toda comunidad debería
ser una de voluntarismo, en la medida en que viva por y a través de su propia gente y
no obligue a otros a pagar sus facturas. Las comunidades no deberían estar exentas
de la libertad civil prescrita para la gente: el disfrute exclusivo de todas sus
potencialidades para su propio bienestar. Esto significa que nadie debería servirte
involuntariamente y que no deberías servir involuntariamente a ningún otro. Esto
significa, para las comunidades, existir sin ayuda involuntaria de otras comunidades o
para otras comunidades.

Los estudiantes disidentes hoy parecen creer que de alguna manera se han abierto
paso hacia nuevas verdades y nuevas políticas en sus reclamaciones de que
universidades y comunidades sean responsables de sus estudiantes o habitantes.
Pero la mayoría de ellos sólo están jugando a la vieja política. Cuando los disidentes
se den cuenta de esto y cuando sus ataques pasen a ir contra el poder político y la
autoridad en lugar de ser una lucha para obtener dicho poder, este movimiento puede
generar el brillante potencial latente en la inteligencia de tantos de sus participantes.
Por cierto, en la medida en que los estudiantes activistas de todo el mundo están
luchando realmente contra la existencia de poder político, en lugar de tratar de
conseguir parte de él para sí mismos, no deberían ser criticados por no ofrecer
programas alternativos, es decir, por no expresar precisamente qué tipo de sistema
político seguirá su revolución. Lo que tendría que seguir a su revolución es
precisamente lo que han propuesto implícitamente: ningún sistema político en
absoluto.

El estilo de la SDS parece hasta ahora el más prometedor a este respecto. Está poco
integrado y es internamente antiautoritario, así como externamente revolucionario. La
libertad también busca estudiantes que, en lugar de maullar ante el poder, lo
abandonen, establezcan sus propias escuelas, las hagan eficaces y lleven a cabo una
revolución consciente y concertada contra las regulaciones políticas y el poder que,
hoy, da licencias a las escuelas (públicas y privadas) a las que les viene mal la
competencia de nuevas escuelas con nuevas ideas.

Mirando atrás, esta misma forma de pensar y se hizo realidad durante el periodo de
las sentadas en el Sur. Como el enemigo fueron también las leyes estatales que
obligaban a instalaciones segregadas, ¿por qué no fue también una táctica adecuada
desafiar dichas leyes creando un lugar no segregado para comer y manteniéndolo
contra viento y marea? Esta es una causa a la que cualquier libertario podría
responder.

Algo similar pasar con la situación de la escuela. Encontrad a alguien que se rebele
contra las leyes de la educación pública y tendréis un rebelde realmente valioso.
Encontrar alguien que sólo lanza diatribas a favor de conseguir más progresistas o
más conservadores en el consejo escolar y tendréis un hombre políticamente
orientado y pasado de moda: un rebelde de plastilina. O, en los barrios negros,
encontrad al fontanero que se burle de las licencias y certificados restrictivos en el
municipio y habréis encontrado un luchador por la libertad de mucho mayor calado
que el que rompe las ventanas.

Poder y autoridad como sustitutivos del rendimiento y el pensamiento racional son


los fantasmas que persiguen hoy al mundo. Son los fantasmas de sorpresas y
supersticiones del ayer. Y la política es su familia. La política, lo largo del tiempo, ha
sido una negación institucionalizada de la capacidad del hombre de sobrevivir a
través del empleo exclusivo de todos sus propios poderes para su propio bienestar. Y
la política, a lo largo del tiempo, ha existido solamente a través de los recursos que ha
sido capaz de saquear a las personas creativas y productivas a las que, en nombre de
muchas causas y moralidades, ha negado el empleo exclusivo de todos sus propios
poderes para su propio bienestar.

En último término, esto debe significar que la política niega la naturaleza racional del
hombre. En último término, esto significa que la política es sólo otra forma de magia
residual en nuestra cultura, una creencia en que de alguna manera las cosas vienen
de la nada, en que las cosas pueden darse a alguien sin tomarlas antes de otros, en
que todas las herramientas de supervivencia del hombre son suyas por accidente o
derecho divino y no por pura y simple inventiva y trabajo.

La política ha sido siempre a la forma institucionalizada y establecida por la que


algunos hombres han ejercitado el poder de vivir de la producción de otros. Pero los
hombres necesitan vivir devorando a otros hombres ni siquiera en un mundo dócil a
estas demandas.

La política sí devora hombres. Un mundo de laissez-faire liberaría a los hombres. Y es


en este tipo de liberación en el que podría estar empezando a agitarse la revolución
más profunda de todas. No se producirá de la noche a la mañana, igual que las luces
del racionalismo no se encendieron rápidamente y todavía no han ardido
brillantemente. Pero ocurrirá, porque debe ocurrir. El hombre sólo puede sobrevivir en
un universo inclemente a través del uso de su mente. Sus dedos, sus uñas, sus
músculos y su misticismo no serán suficientes para mantenerlo vivo sin ella.

El artículo original se encuentra aquí.

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