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No temas aceptar a María como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu
Santo.
Es que todo iba aclarándose: su pudor y silencio; paz que inspiraban, el abismo profundo
de sus ojos que habían contemplado lo inefable.
No es mi hijo y … ¡lo es! Debo imponerle un nombre, debo de velar por Él. Es mi hijo y no
lo es.
Corrí hacia su casa. Apenas apuntaba el alba. Era el hombre más feliz del mundo. Ella me
abrió sonriente. Lo entendió todo.
Felices nosotros, porque hemos creído que llegará a cumplirse lo que nos han dicho de
parte del Señor.
Esta mañana el sol naciente iluminó a unos novios que se amaban como ninguna pareja lo
haría jamás…
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A partir de entonces fui aprendiendo que mi silencio no era ausencia de sonidos, sino
capacidad de escuchar. ¡Hay tanto que escuchar!
Cada día María estaba más hermosa. Su silencio no era solamente pudor por el gran
misterio que guardaba, era oración. Tiemblo con sólo pensar en la vida que palpita en su vientre.
La palabra nos guió a Belén, la ciudad de mis antepasados. Ella fue la primera que propuso
el viaje. Nazaret nos asfixiaba. Más que nunca necesitamos soledad y silencio.
Fue un viaje bellísimo. Lo hicimos con mucha paz y descanso. Sin prisas. Llevábamos en el
corazón una alegría que estallaba en todo momento.
Reímos y cantamos alegremente, llenos de vida y amor. Jóvenes enamorados en los que el
Señor ha hecho maravillas
Hoy por la tarde llegamos a Belén. La posada estaba como siempre, llena de gente. Nos
instalamos en una pequeña cueva. Preparé fuego y comimos un rico caldo que María preparó.
Conseguí paja fresca y ella se fue a dormir. Lo único que buscábamos nosotros era paz: la paz que
solo la pobreza y sencillez puede dar.
Acepto gozoso su designio. Voy aprendiendo a escuchar. Algo me está queriendo decir
aquella estrella.
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Después María se echó en mis brazos y lloramos de felicidad. En silencio nos dijimos lo
mucho que lo amábamos.
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Una alegría enorme nos contagió a todos, cuando Él abrió los ojitos y con una mueca, nos
sonrió.
Cuando se fueron los pastores, nos dejaron algo de comer, unos mantos y un cordero.
María y yo, muy conmovidos, comenzamos a orar hasta que el sueño nos venció.
María
No se puede expresar lo que me dijo: ¿se puede abrazar al viento? O ¿encadenar el vuelo
de los pájaros? ¿Es posible alcanzar a una estrella? ¿Se puede beber de un sorbo todo el océano?
Dios siempre desconcierta, desinstala; es torbellino que arrasa toda la idea o concepto que
podamos tener del Él. Es siempre nuevo.
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Sí, es cierto, experimentaba un gran gozo, pero también toda una miseria humana. Yo no
merezco nada: ¡Soy nada!
Ahora comprendo que Dios ama la pobreza, y como no la encontró en el cielo, la vino a
buscar en la tierra. Por eso no soporta a los soberbios, que se creen que valen algo, pisando a los
demás. Y a los ricos los ve como son: vacíos de todo, porque sus riquezas son nada.
Mi pequeñez me hizo grande a los ojos de Dios. Mi corazón ardía en deseos de comunicar
mi gozo. Pero ¿a quién? ¿cómo? Pensé en confiarle a José el Misterio, pero no lo creí prudente;
algo me decía que no era el momento. Lo sublime únicamente Dios lo manifiesta: se lo dejaría a Él.
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Muy tempranito llamaron a mi puerta: nunca había visto a un hombre más feliz. José, con
la boca abierta por el asombro, se me quedó mirando y luego me abrazó.
Durante el resto del día hicimos planes. Nuestro amor ya tenía un nombre: ¡Jesús! El resto
de nuestra vida viviríamos solo para Él.
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Vamos camino a Belén: el Espíritu nos conduce hacia la ciudad de David.
Acaricio mi seno y siento que tiene prisa de nacer; le sonrío a José y él entiende: los dos
tenemos ansias de verlo y también temor.
He pintado de colores el camino. Parece que todos los paisajes y las aves del cielo nos
saludan. Nuestros cantos se unen a las melodías de la tarde. Y la gente, al mirarnos, pensará que
ese par de jóvenes están locos. Y tienen razón: locos de alegría porque Dios puso su mirada en
nosotros.
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Pequeña carne, temblorosa y frágil, que estrechaba contra mi pecho, cubriéndola con mi
ternura. José me ayudó a envolverlo en pañales. Mi niño se durmió, después del llanto, acunado
por mi voz que le cantaba mi amor.
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Y de nuevo son los humildes a los primeros a quienes Dios manifiesta el secreto de mi
niño. Llegaron inesperadamente unos pastores, todavía con el brillo de estrellas en los ojos,
emocionados, se inclinaron ante el pesebre.
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