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José

Fue una luz clarísima en medio de la noche. La Palabra se hizo luz.

Yo que soy tan ignorante, de pronto comprendí todas las Escrituras.

No temas aceptar a María como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu
Santo.

Es que todo iba aclarándose: su pudor y silencio; paz que inspiraban, el abismo profundo
de sus ojos que habían contemplado lo inefable.

No, no es mi hijo, ni de nadie: es el Espíritu Santo quien la ha tocado.

No es mi hijo y … ¡lo es! Debo imponerle un nombre, debo de velar por Él. Es mi hijo y no
lo es.

Y la palabra me despertó. Frente a ella he aprendido definitivamente que sólo me queda


una actitud: el silencio.

Silencio que es aceptación, oración, pureza. Silencio que es amor.

¡Dios mío, cómo te amo!¡Cómo amo a María!¡Gracias, gracias infinitas!

Corrí hacia su casa. Apenas apuntaba el alba. Era el hombre más feliz del mundo. Ella me
abrió sonriente. Lo entendió todo.

Felices nosotros, porque hemos creído que llegará a cumplirse lo que nos han dicho de
parte del Señor.

Esta mañana el sol naciente iluminó a unos novios que se amaban como ninguna pareja lo
haría jamás…

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A partir de entonces fui aprendiendo que mi silencio no era ausencia de sonidos, sino
capacidad de escuchar. ¡Hay tanto que escuchar!

Mi vida entera sería eso: escuchar.

Cada día María estaba más hermosa. Su silencio no era solamente pudor por el gran
misterio que guardaba, era oración. Tiemblo con sólo pensar en la vida que palpita en su vientre.

Los acontecimientos se precipitaron.

La palabra nos guió a Belén, la ciudad de mis antepasados. Ella fue la primera que propuso
el viaje. Nazaret nos asfixiaba. Más que nunca necesitamos soledad y silencio.

Fue un viaje bellísimo. Lo hicimos con mucha paz y descanso. Sin prisas. Llevábamos en el
corazón una alegría que estallaba en todo momento.

Reímos y cantamos alegremente, llenos de vida y amor. Jóvenes enamorados en los que el
Señor ha hecho maravillas
Hoy por la tarde llegamos a Belén. La posada estaba como siempre, llena de gente. Nos
instalamos en una pequeña cueva. Preparé fuego y comimos un rico caldo que María preparó.
Conseguí paja fresca y ella se fue a dormir. Lo único que buscábamos nosotros era paz: la paz que
solo la pobreza y sencillez puede dar.

Acepto gozoso su designio. Voy aprendiendo a escuchar. Algo me está queriendo decir
aquella estrella.

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¡La Vida nació! El Amor se hizo carne.

No atino a decir con palabras lo que sucedió.

Es tan pequeño, tan desnudo y débil.

María lo envolvió en pañales, y con su calor de mujer y con su ternura.

Tembloroso, me acerqué. Lo pusimos juntos sobre el pesebre que yo había preparado.

Después María se echó en mis brazos y lloramos de felicidad. En silencio nos dijimos lo
mucho que lo amábamos.

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Se sumaron a nuestro gozo visitas inesperadas. Llevaban en su rostro fulgores de estrellas


y enorme paz por saberse amados y elegidos.

Pobres, como nosotros, supieron contemplar. Entre la penumbra de la cueva, a su


Salvador que dormía profundamente entre los pañales.

Una alegría enorme nos contagió a todos, cuando Él abrió los ojitos y con una mueca, nos
sonrió.

Cuando se fueron los pastores, nos dejaron algo de comer, unos mantos y un cordero.

María y yo, muy conmovidos, comenzamos a orar hasta que el sueño nos venció.
María

La alegría estalló en mí, exultante, incontenible. Si uno es lo que experimenta, entonces mi


nombre es Alegría. Y sé que todas las generaciones me llamarán feliz. Porque la mayor alegría que
existe es sentir el amor de Dios. Y su amor ardía en mi pecho. Estaba llena de su gracia.

Dios es alegría y siempre se comunica con el gozo.

Pero ese gozo apenas es el preludio de la Palabra. Y la Palabra habló.

No se puede expresar lo que me dijo: ¿se puede abrazar al viento? O ¿encadenar el vuelo
de los pájaros? ¿Es posible alcanzar a una estrella? ¿Se puede beber de un sorbo todo el océano?

Y ante la palabra temblé.

Dios siempre desconcierta, desinstala; es torbellino que arrasa toda la idea o concepto que
podamos tener del Él. Es siempre nuevo.

Entendí y no entendí. El misterio me sobrepasaba. Pero era Misterio de amor. Y para el


amor nada es imposible. Mi Señor es el Dios de los imposibles. Yo, únicamente, su pequeña sierva.
El Amor me habló. Y con amor le respondí que sí.

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Sí, es cierto, experimentaba un gran gozo, pero también toda una miseria humana. Yo no
merezco nada: ¡Soy nada!

Mi secreto no consiste en hacer, sino en dejar que Dios actúe en mí.

Ahora comprendo que Dios ama la pobreza, y como no la encontró en el cielo, la vino a
buscar en la tierra. Por eso no soporta a los soberbios, que se creen que valen algo, pisando a los
demás. Y a los ricos los ve como son: vacíos de todo, porque sus riquezas son nada.

Mi pequeñez me hizo grande a los ojos de Dios. Mi corazón ardía en deseos de comunicar
mi gozo. Pero ¿a quién? ¿cómo? Pensé en confiarle a José el Misterio, pero no lo creí prudente;
algo me decía que no era el momento. Lo sublime únicamente Dios lo manifiesta: se lo dejaría a Él.

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Muy tempranito llamaron a mi puerta: nunca había visto a un hombre más feliz. José, con
la boca abierta por el asombro, se me quedó mirando y luego me abrazó.

¡Dios había hablado!

Durante el resto del día hicimos planes. Nuestro amor ya tenía un nombre: ¡Jesús! El resto
de nuestra vida viviríamos solo para Él.

En este mes estrenaríamos hogar: el nuevo templo de Dios.

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Vamos camino a Belén: el Espíritu nos conduce hacia la ciudad de David.

Acaricio mi seno y siento que tiene prisa de nacer; le sonrío a José y él entiende: los dos
tenemos ansias de verlo y también temor.

He pintado de colores el camino. Parece que todos los paisajes y las aves del cielo nos
saludan. Nuestros cantos se unen a las melodías de la tarde. Y la gente, al mirarnos, pensará que
ese par de jóvenes están locos. Y tienen razón: locos de alegría porque Dios puso su mirada en
nosotros.

Hoy sé que el cielo no está allá: lo traigo en mi corazón.

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Solo una madre entendería lo que sucedió. ¡Fue bellísimo!

Pequeña carne, temblorosa y frágil, que estrechaba contra mi pecho, cubriéndola con mi
ternura. José me ayudó a envolverlo en pañales. Mi niño se durmió, después del llanto, acunado
por mi voz que le cantaba mi amor.

El silencio de la noche nos cobija con su paz.

José, conmovido, me dio un beso en la frente.

Los dos adoramos el Misterio que dormía, recostado en el pesebre.

Una estrella nos iluminaba.

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Y de nuevo son los humildes a los primeros a quienes Dios manifiesta el secreto de mi
niño. Llegaron inesperadamente unos pastores, todavía con el brillo de estrellas en los ojos,
emocionados, se inclinaron ante el pesebre.

Con rostros sonrientes y llenos de asombro, me comunicaron el mensaje: experimentaban


una paz increíble, como jamás la habían sentido. Comprendí que esa paz es la de aquellos
hombres que gozan del amor de Dios.

La misma paz que desde siempre he tenido.

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