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CAPÍTULO III

EL DERECHO EN LA FASE VIRREINAL


A. PANORAMA GENERAL DE LA ÉPOCA VIRREINAL
En realidad, la Nueva España era una típica "colonia", sino más bien un reino, que tuvo un rey, coincidente con
el rey de Castilla, representado aquí por un virrey, asistido por órganos locales con cierto grado de autonomía vigilada,
y viviendo entre súbditos de la Corona que, aunque a mentido de origen peninsular, habían desarrollado un auténtico
amor a su patria ultramarina, y generalmente no estuvieron animados por el deseo "colonizador" de enriquecerse aquí
para regresar luego a la Madre Patria (desde luego, hubo excepciones al respecto). También la preocupación de la
Corona por los intereses espirituales y materiales de los indios se destaca favorablemente del espíritu "colonial" que
observamos en otras empresas colonizadoras, efectuadas por países occidentales en aquellos mismos siglos.
Así como el rey tenía a su lado un Consejo de Castilla para los asuntos de Castilla, pronto hubo un Consejo de
Indias para las cuestiones indianas.
Sin embargo, esta optimista construcción del régimen de la Nueva España como una estructura política paralela
a la de la antigua España, y no un apéndice de ésta, sufre por tres circunstancias asimétricas:
a) la sede de los supremos poderes (Corona, Consejo de Indias, Casa de Contratación) se encontraba en
España;
b) los intereses económicos de la Nueva España quedaban supeditados a los de España (aunque durante
el siglo XVIII la situación respectiva se mejoró mucho), y
c) para las altas funciones en las Indias fueron preferidos los "peninsulares", y no los "criollos" (o sea personas
de origen español, pero cuya familia ya estaba desde hace una generación o más radicada en las Indias). Esta
discriminación de los criollos en beneficio de los "gachupines" produjo un creciente rencor que contribuyó finalmente
al complicado movimiento de la Independencia, junto con la labor de la masonería, el rencor anti Madrid de los
dispersos exjesuitas, tan poderosos e inteligentes, la labor de ciertos grupos judíos, la ideología del Siglo de las Luces,
la decadencia total de la España del comienzo del siglo pasado, la inverosímil ineptitud de un Carlos IV o Fernando VII,
y la intervención napoleónica en los asuntos españoles.
Así, aunque la Nueva España no era una típica "colonia", la influencia de Madrid era tan preponderante, que el
establecimiento de fases en la historia novohispánica nos presenta un resultado, que depende de los grandes cambios
en la política interior de España.
Como repercusión de las grandes fases de la historia española de aquellos siglos, podernos subdividir la época
virreinal en cinco períodos.
I. el de Carlos V, el magnífico hombre plenario del Renacimiento, cuyo lugarteniente muy representativo
en la Nueva España es Cortés, y más tarde el virrey Antonio de Mendoza. Durante su régimen se experimentó
mucho con las Indias, pero finalmente cristalizaron las ideas fundamentales sobre las cuales surgió la Nueva
España. Se llegó a rechazar definitivamente la idea de la esclavitud de los indios, organizando primero la
encomienda, reduciendo ésta luego a un mínimo (las Nuevas Leyes de 1542), para suavizar después esta
política contraria a los encomenderos; se sustituyó a Cortés por dos sucesivas Audiencias, para luego
combinar la Audiencia con el virrey (1535); surgió la ilusión de las "siete ciudades de oro", y del camino fácil
a la China, para desaparecer luego y ceder su lugar a una organización seria de la agricultura, minería y
ganadería, y de una acumulación de fortunas, sin cortapisas fantásticas, al estilo del Renacimiento occidental
general. Cuando Carlos V se retira del poder, la Nueva España ya está basada, después de muchos vaivenes,
en las ideas políticas y económicas que le darían su fisonomía durante los próximos siglos;
II. el de Felipe II, el sombrío y severo trabajador, cuyo estilo es representado aquí, por ejemplo, por un
Luis de Velasco;
III. Luego la fase de la progresiva decadencia peninsular durante el siglo XVIII o sea durante el resto de la
dinastía austriaca, 2 fase que para la Nueva España también es de decadencia relativa, aunque por razones
distintas: aquí "el siglo de depresión" (Woodrow Borah) debía sus aspectos negativos sobre todo al
agotamiento de las minas más fáciles de explotar. Sin embargo, el aspecto depresivo de algunas ramas de la
minería novohispánica fue en parte compensado por el florecimiento de la agricultura;
IV. la fase de las nuevas energías, aportadas por los Borbones, fase que culmina con la interesante figura
de Carlos III, que también manda hacia las Indias su espíritu progresista de déspota ilustrado, a través de
excelentes personas como José de Gálvez, Bucareli y Revilla Gigedo II; y finalmente
V. la fase de los últimos Borbones que corresponden aún a la época virreinal, Carlos IV y Fernando VII, de
los que, aun con la mejor voluntad, sería difícil decir algo bueno. Después de un "hang-over" de la época de
Carlos III, es decir el virrey Revilla Gigedo II, de muy buen recuerdo, esta última fase significó un considerable
bajón en la calidad de los virreyes de la Nueva España.
La historia de la Nueva España de ningún modo es tan tranquila como muchos piensan; en ella se manifiestan
importantes tensiones. Ya mencionamos la existente entre los criollos y los peninsulares. Al lado de ella deben
señalarse los conflictos entre los "frailes" (órdenes religiosas; el clero regular) y los "curas" (clero secular); entre el
virrey y el arzobispo (como en la famosa lucha de Gelves vs. Pérez de la Serna, que culminó en 1624); entre la Corona
y los encomenderos; entre los colonizadores y diversos grupos de indios rebeldes; entre el Cabildo de la ciudad de
México (dominado por criollos) y la Audiencia (dominada por peninsulares); entre la milicia novohispánica y los piratas
extranjeros o los diversos —y bien organizados bandoleros— (entre los cuales la bandida doña Catalina de Erazu es el
personaje más pintoresco). Añádase aún las tremendas epidemias que periódicamente invadieron el país, las
frecuentes calamidades de índole meteorológica, diversas nuevas expediciones de descubrimiento, llenas de
aventuras, y los experimentos utópicos como el de Vasco de Quiroga, y se comprenderá que la historia novohispánica
de ningún modo es tan carente de interés como sugieren algunos textos escolares.
No podemos esbozar aquí una historia general de la Nueva España; si el lector se interesa por este importante
aspecto de la historia patria, podrá recurrir a excelentes obras como la de J. I. Rubio Mañé, Introducción al Estudio de
los Virreyes de Nueva España, 4 vol., México, 1955-1963. Sin embargo, conviene decir algo sobre las primeras
generaciones de la Nueva España, en las que importantes creadores pusieron los fundamentos de la sociedad indiana.
Hernán Cortés Pizarro (1485-1547) no sólo era un genial conquistador (como demuestra, por ejemplo, su
conducta después de la Noche Triste), sino también estadista con visión, y un auténtico constructor de su Nueva
España. Era mucho más humano que Pizarro (y, desde luego, Nuño de Guzmán). Es significativa su popularidad entre
los mismos indios, demostrada, por ejemplo, durante su glorioso regreso de España, en 1530. Sin embargo, el régimen
original de Cortés como gobernador y capitán general de Nueva España no fue feliz; asuntos militares lo apartaron por
unos dos años de la capital (la expedición a Honduras, por ejemplo); el enemigo de Cortés, el gobernador de Cuba,
Diego Velázquez, tenía partidarios en México, que causaron muchos problemas, y los demás adversarios de Cortés
también estaban minando su prestigio en Madrid, llegándose al extremo de mandar a México un visitador, Ponce de
León, para someter a Cortés a un "juicio de residencia". Este visitador murió a los pocos días de su llegada, de fiebre o
por homicidio, pero todo indicaba que Cortés tenía que regresar a España para defenderse personalmente; así, salió
en 1527, mientras que la Primera Audiencia, un Consejo de cinco personas, gobernaba la Nueva España. Esta primera
Audiencia ha dejado malos recuerdos; su presidente era Nuño de Guzmán, valiente, y comandante nato, pero por otra
parte poseído de un egoísmo y de una crueldad que hubieran podido convertir la Nueva España en pocos años en una
región tan desindianizada como las Islas Caribes. Otros dos miembros de la Audiencia murieron y los dos restantes
colaboraron con el sanguinario Presidente; que la Nueva España haya podido liberarse del terror de Nuño de Guzmán
se debe al valor cívico del primer obispo, Zumárraga, no solo obispo sino también investido del vago título de "protector
de los indios", y muy irritado por la conducta de Nuño y sus amigos frente a los indígenas. Después de varios conflictos
personales, violentos y pintorescos, con el Presidente de la Audiencia, Zumárraga logró defraudar la estricta censura
sobre toda correspondencia con España, y mandó al Consejo de Indias una carta tan elocuente y documentada, que la
Primera Audiencia fue sustituida inmediatamente por la Segunda Audiencia, de 1530. Éste era su polo opuesto. Lo
único que puede reprocharse a los íntegros "oidores" que ahora tomaron el timón, era la decisión de posponer su
acción contra Nuño de Guzmán, precisamente ocupado de la conquista (en gran parte destrucción) de la Nueva Galicia,
de modo que Nuño encontró su castigo siete años más tarde de lo que hubiera sido justo.
La tarea que encontró la Segunda Audiencia era inmensa; aventureros de toda clase habían dado a la Nueva
España, bajo el régimen de Nuño, un ambiente de corrupción, ostentación y criminalidad "como de un campo minero
en tiempos de bonanza" (Simpson). Además, la Segunda Audiencia tuvo grandes problemas con la política
independiente de Cortés, que continuaba siendo Capitán General y titular de un disperso Marquesado, casi autónomo,
feudal, que comprendía Coyoacán, el Valle de Morelos, el Valle de Toluca, el Valle de Oaxaca, el Istmo de Tehuantepec,
y parte de Veracruz. También aparecieron serios problemas con otros influyentes, como Nuño de Guzmán y Pedro de
Alvarado.
Para construir un baluarte contra tales poderes locales, opulentos líderes con su séquito, la Corona decidió
mandar a la Nueva España a un representante personal del rey: el virrey, que debería colaborar con la Audiencia contra
las fuerzas centrífugas que habían nacido de la Conquista, fuente de tantos individuos poderosos que comenzaban a
considerarse como superiores a la ley.
El primer virrey que vino en 1535, con amplios poderes, para ayudar a la Audiencia en sus problemas, Antonio
de Mendoza, de una gran familia de cultos aristócratas, logró mandar a Nuño de Guzmán a España; tuvo la suerte que
Pedro de Alvarado, con quien sostenía también muy tensas relaciones muriera, combatiendo a los indios (revoltosos
por los desmanes de Nuño de Guzmán) y logró amargarle la vida a tal punto a Cortés, que éste, por propia iniciativa,
regresó a España, en 1539, en un vano intento de utilizar su influencia en la Corte contra Mendoza. Esta repatriación
fue definitiva; allí murió en 1547, rico pero amargado. Durante el régimen de Mendoza se presentó la gran crisis de las
"Nuevas Leyes", por las cuales la Corona estaba revocando parte de los generosos favores, originalmente ofrecidos a
los encomenderos. Estas leyes provocaron revoluciones sangrientas en el Perú y en Panamá, pero en la Nueva España,
la habilidad de Mendoza encontró soluciones para la crisis. En 1551, cuando Mendoza salió para Lima, Luis de Velasco
le sucedió como virrey de Nueva España. La crisis de las nuevas leyes había pasado, y éstas, en forma suavizada (con
una encomienda limitada a dos vidas, por ejemplo, y sin derecho del encomendero a servicios personales de los indios),
como veremos, fueron aplicadas sin peligro de revolución. El Virrey combatió eficazmente los restos de esclavitud,
ordenando la libertad de los esclavos cuyos amos no pudieron mostrar un título impecable (o sea la comprobación de
que se trataba de un exrebelde, oficialmente condenado a la esclavitud), lo cual, en opinión de Simpson, debe haber
devuelto la libertad a unos 65 000 esclavos. Esto causó cierto declive en la producción minera, pero, por otra parte,
aumentaba los tributos que los indios (libres) debían anualmente a la Corona. Bajo este importante virrey, también, se
encontró el modo de regresar de las Filipinas a la Nueva España, iniciándose el interesante comercio español con Asia
a través de Acapulco y Veracruz. Sus objetivos méritos, pero también sus aspectos pintorescos (cualidades deportistas,
violentos pleitos con su esposa) dieron mucha popularidad a este Virrey, quien murió en funciones, en 1564; la
resistencia de su integridad a las tentaciones de su oficio explica la curiosa circunstancia de que este Grande de España
muriera en estado de insolvencia.
Antes de dedicarnos a la historia jurídica de la Nueva España, mencionaremos aún como momentos
importantes de la historia general de estas tierras el fracasado intento del hijo de Cortés, Martín, de independizar la
Nueva España respecto de la Madre Patria (intento que llevó hacia la decapitación de sus amigos, los hermanos
González de Ávila, en 1566, en el Zócalo, mientras que Martín Cortés mismo logró salir de esta aventura con sanciones
relativamente leves); la terrible crisis de 1624, relacionada con los conflictos entre el Virreinato y la Iglesia; otro intento
de independización, en el que estuvo involucrado William Lampart (Guillén Lombardo), y que terminó por la ejecución
de éste, en 1659; la terrible revuelta popular de 1692; la expulsión de los jesuitas, en 1773; el conflicto entre el virrey
De Croix y la Inquisición, en el que el Virrey triunfó; la acertada política de Bucareli y luego el excelente régimen de
Revilla Gigedo II (criollo, no peninsular: los tiempos ya estaban cambiando), finalmente revocado a causa de las intrigas
que Godoy había preparado contra él (en vista de que su cuñado tenía interés en el virreinato...)

B. EL DERECHO INDIANO
Es éste el derecho expedido por las autoridades españolas peninsulares o sus delegados u otros funcionarios y
organismos en los territorios ultramarinos, para valer en éstos. Hacia un lado, este derecho se completa por aquellas
normas indígenas qué no contrariaban los intereses de la Corona o el ambiente cristiano, y por otro lado (y sobre todo
en materia de derecho privado) por el derecho castellano, al que se refería el capítulo II.
El orden de prelación de las fuentes del derecho castellano, aplicable subsidiariamente a los territorios de
ultramar, se encuentra en la "Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias", que se refiere a las Leyes de Toro
(1505). Estas Leyes, a su vez, se basan en el Ordenamiento de Alcalá, de 1348, que establece como orden: 1) este Orde-
namiento de Alcalá, luego 2) los Fueros Municipales y el Fuero Real y finalmente 3) las Partidas. Sin embargo, en caso
de controversias, surgidas en la Nueva España posteriormente a 1567, a pesar de este texto de las LI, es probable que,
antes de todo, se ha recurrido a la Nueva Recopilación (1567) o, para controversias entre 1805 y 1821, inclusive a la
Novísima Recopilación.
En la historia del derecho indiano, debemos distinguir entre (a) una fase inicial, en la que se discuten los
fundamentos ideológicos de este derecho (cuestiones como la del derecho adquirido de los indios respecto de sus
tierras, la posibilidad de hacerles esclavos, o la de repartir a los indios entre los españoles, como recompensa de su
conducta en la fase de la Conquista), y, (b) a partir de mediados del siglo XVI, cuando estas bases comienzan a cuajarse,
la fase de tranquila organización administrativa del inmenso territorio.
Una primera fuente del derecho indiano es la legislación. De esta fuente emana una avalancha de Reales
Cédulas, Provisiones, Instrucciones, Ordenanzas, Autos Acordados, Pragmáticas, Reglamentos, Decretos, Cartas Abier-
tas, etcétera. Algunas normas del derecho indiano valían sólo en algunos territorios ultramarinos españoles, otras en
todas las Indias Occidentales.
El fundamento de toda la legislación indiana era la Corona, y la ratificación por ella era necesaria para toda
medida, emanada de los virreyes, audiencias, gobernadores, ciudades, etcétera, con la particularidad de que, pen-
diente la ratificación, los normas dictadas por virreyes y audiencias surtían provisionalmente efecto inmediato,
mientras que las emanadas de gobernadores y ciudades debían obtener previamente la autorización por el virrey o la
audiencia, en cuyo caso surtían ya efectos mientras se obtenía la ratificación por la Corona. Por otra parte, los
gobernadores, presidentes y virreyes, más cercanos a una realidad que desde Madrid no siempre pudo juzgarse, podían
pedir la revocación o modificación de las Cédulas Reales recibidas, y suspender entre tanto su ejecución.
Esta legislación indiana produjo un derecho desconfiado, plagado de trámites burocráticos; además tiene un
carácter altamente casuístico y es caracterizado por un tono moralista e inclusive social, no muy compatible con el
intento con que muchos españoles habían ido a las Indias Occidentales, de modo que la práctica y el derecho formal se
divorciaban frecuentemente.
Dentro de la cascada de normas de derecho indiano, a menudo sólo experimentales, tentativas, y
frecuentemente orientadas hacia un caso especial, pero susceptibles de aplicarse por analogía a casos semejantes,
varias normas y grupos de normas se destacan por su gran importancia. Entre ellas debemos mencionar las Leyes de
Burgos de 1512, la Provisión de Granada de 17.XI. 1526; las Nuevas Leyes de 1542; las Ordenanzas de Felipe II de 1573,
y la reforma agraria de 1754. Las normas más importantes, en vigor en 1680, se encuentran generalmente —no
siempre— compiladas en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, de 1680.
También ya antes de 1680 hubo varios importantes intentos de codificar estas normas de derecho indiano,
desde la Recopilación de Juan de Ovando; el Repertorio de Maldonado (1556) para las Indias en general, sin fecha pero
quizás la más antigua; pasando por el Cedulario de Puga (1563) con normas de derecho indiano vigentes en la Nueva
España, expedidas entre 1525 y 1562; la compilación de Alonso de Zorita, de 1574, para las Indias en general; un
cedulario anónimo, sin fecha, pero de la misma época de la obra de Zorita, para las Indias en general, con el título de
Gobernación Espiritual y Temporal de las Indias y publicado en los volúmenes 20-25 de la Colección de Documentos
Inéditos de Ultramar; la recopilación de Diego de Encinas, para las Indias en general, de 1596; los Sumarios de Rodrigo
de Aguiar, de 1628, para las Indias en general; el proyecto de León Pinelo, de índole general (Autos, Acuerdos y Decretos
de Gobierno Real y Supremo Consejo de las Indias) de 1658; y los Sumarios de Juan Francisco de Montemayor de 1678,
elaborados sobre todo para la Nueva España. Sabemos que existieron aún varias otras recopilaciones importantes,
como el Proyecto de Solórzano, que hasta la fecha no han podido ser localizadas. También existen algunos cedularios
en forma manuscrita, que todavía no están a la disposición del estudioso moderno, en edición impresa.
Además, Andrés de Carvajal reunió en 1522 lo referente a la Casa de Contratación, formando así la base para
el Libro IX de “la Recopilación de los Reinos de las Indias, de 1680”
Finalmente logró formarse el proyecto que, oficialmente aprobado, se convirtió en la Recopilación de Leyes de
las Indias, de 1680, para cuyo toque final el famoso Juan de Solórzano, jurista peruano, colaboró.
Las Leyes de Indias consisten de 9 libros, subdivididos en títulos (218). Desde la edición de 1681 hubo otras, de
1756, 1774 y 1791, pero sin modificar el material. La sistemática no es ideal; hay cierta confusión de materias.
El Libro I se refiere a la Iglesia, los clérigos, diezmos, la enseñanza y censura;
El Libro II habla de las normas en general, del Consejo de Indias, las Audiencias, y el Juzgado de Bienes de
Difuntos (con detalladas reglas sobre la conservación y transmisión anual de los bienes de fallecidos en las Indias, si no
tuvieran herederos aquí mismo).
El Libro III trata del virrey, y de asuntos militares.
El Libro IV se refiere a los descubrimientos de nuevas zonas, el establecimiento de centros de población, el
derecho municipal, casas de moneda y obrajes (o sea talleres industriales).
El Libro V contiene normas sobre gobernadores, alcaldes mayores, corregidores, y cuestiones procesales.
El Libro VI está dedicado a los problemas que surgen en relación con el indio: las reducciones de indios, sus
tributos, los protectores de indios, caciques, repartimientos, encomiendas y normas laborales (entre las que
encontramos la fijación de ciertos salarios, limitación temporal de la vigencia de ciertos contratos de trabajo, normas
como la de que la mujer india no puede servir en casa de un colonizador si su marido no trabaja allí, etcétera).
El Libro VII se refiere a cuestiones morales y penales. Allí, ínter alia, se insiste en que los colonizadores casados
no deben dejar a su esposa en España, y, si vienen solos acá, deben dar fianza para garantizar su regreso dentro de dos
años (en caso de mercaderes, dentro de tres años).
El VIII contiene normas fiscales, y
El IX reglamenta el comercio entre la Nueva España y la metrópoli, con , teniendo normas, por ejemplo, sobre
la Casa de Contratación, en Sevilla. Se declara competente para las controversias sobre el comercio entre la Nueva
España y España, el Consulado de Sevilla (9.6.22). Aquí encontramos también normas sobre la inmigración a las Indias,
y sobre el establecimiento del Consulado de México, cuya vida jurídica debe inspirarse en la de los Consulados de Sevilla
y Burgos (la aplicabilidad de las Ordenanzas de Bilbao a la vida mercantil de la Nueva España sólo es confirmada en el
siglo XVIII).
Esta obra era muy necesaria; hubo algunos centenares de miles de Cédulas Reales, Pragmáticas, Instrucciones,
etcétera, relevantes para las Indias, en parte anticuadas, a menudo contradictorias, cuando las Leyes de Indias
redujeron esta cantidad a unos 6 400. En las Leyes de Indias hallamos sobre todo, derecho público; para el derecho
privado de la Nueva España es necesario recurrir al derecho español (sobre todo las Siete Partidas) y, para algunas
materias, al derecho canónico. Sin embargo, unas pocas materias de derecho privado encontraron su lugar en las LI:
éstas contienen importantes normas sobre la propiedad inmueble, el mandato, el contrato de seguro, el de fletamento
y algunas otras materias de derecho mercantil. Además, contienen reglas especiales para contratos celebrados con los
indios, y normas para facilitar la transición del sistema poligámico de los indios hacia la monogamia cristiana.
Aunque la buena voluntad de las Leyes de Indias frente a la población indígena no pudo plasmarse totalmente
en realidades, la enorme clase "plebeya" de los indios, en promedio, no vivía peor bajo el virreinato que bajo el régimen
anterior; el miedo a la guerra y al sacrificio había desaparecido; después de algunas vacilaciones, la esclavitud fue, en
general, prohibida por lo que a los indios se refiere; los encomenderos fueron domados por la Corona y varios tomaron
en serio su papel de defender a sus indios tributarios respecto de otros colonizadores; los servicios gratuitos fueron
suprimidos, en teoría y en parte también de hecho; y la Iglesia no fue únicamente caracterizada por su egoísmo frente
al indio, sino que también era frecuente una actitud humanitaria de las autoridades eclesiásticas y de clérigos individua-
les. Es sólo al comienzo de la fase virreinal, y entonces sobre todo en las plantaciones costeras y en las minas —y,
además, en la segunda parte del virreinato en los obrajes—, que el tratamiento de los indios era inhumano. El
considerable descenso de la población india durante el primer siglo virreinal probablemente no se debe tanto a los
malos tratos que el indio recibió, como a epidemias: el indio aún no estaba inmunizado a diversas enfermedades que
llegaron aquí con el colonizador. En un caso concreto, posterior, que podemos analizar con mucho detalle, el de la
despoblación de la Baja California, a las epidemias es añadido, además, el cambio en las costumbres económicas que
bienintencionados misioneros jesuitas, con su puritana obsesión de restringir la libre vida sexual de los indígenas,
estaban aportando (retirando a las mujeres de la recolección de frutos, para concentrarles bajo el ojo vigilante del
fraile; obligando a los indios a trabajar para vestidos "más decentes", etcétera).
Asimismo, hubo colecciones de normas, expedidas posteriormente a 1680, a cuyo respecto es importante, para
la Nueva España, la colección hecha por Eusebio Bentura Beleña, publicada en 1787.
Paralelamente con las existentes colecciones de Cédulas Reales y otras normas, es fácil encontrar documentos
de la vida real, que nos iluminan sobre el derecho de los siglos virreinales ("historia jurídica sorprendida in flagranti").
El afán colonial-español de dar a cada acto de la vida, que tuviera cierta relevancia jurídica, una solemne forma escrita,
ha contribuido a la riqueza de los archivos en cuestión. Por otra parte, estos archivos han sufrido por la
irresponsabilidad de ciertos administradores (en otro lugar mencionaré, por ejemplo, los pecados de Lorenzo de avala
al respecto) y por los tumultos populares. Como los rebeldes se oponen, por definición, a algún status quo,
generalmente arraigado en documentos archivados, existe una consciente o subconsciente tendencia de grupos
revolucionarios de destrozar archivos. Así, los tumultos callejeros de la fase virreinal, de enero de 1624 y de junio de
1692 no sólo causaron daños en los archivos de la Secretaría del Virreinato, sino que en 1692 se quemaron los libros
de Actas del Cabildo, de 1644 a 1692. Desde luego, los desórdenes del siglo pasado y del comienzo de este siglo también
han sido fatales para algunos archivos. A pesar de todo lo anterior, todavía es asombrosa la riqueza de los archivos, en
cuanto a datos sobre la historia del derecho novohispánico y mexicano.
Otra fuente importante del derecho indiano es la doctrina. Disponemos al respecto de una interesante
literatura de comentarios generales y monografías. El principal de los autores respectivos es el criollo peruano Juan de
Solórzano Pereira (Política Indiana; de Jure Indíarum), pero también son importantes Juan de Matienzo (Perú, siglo xvr),
Castillo de Bovadilla (Práctica para corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de, guerra, Salamanca, 1585),
Thomas de Mercado, Bartolomé de Albornoz, Juan de Flevia de Bolaños (Curia Philipica, Lima, 1603), Antonio de León
Pinelo (Lima), Gaspar de Escalona Agüero (Lima), de Veitia Linaje (Norte de la contratación de las Indias Occidentales,
Sevilla, 1671), Frasso (De Regio Patronato Indiarum, Madrid, 1775), A. X. Pérez López (Teatro de la legislación, 28 vols.,
Madrid, 1791-1798), Antúnez y Acevedo, y muchos otros.
Como tercera fuente del derecho, aplicado al México virreinal, podemos mencionar la costumbre autorizada
por las autoridades. Tuvo un vigor más importante que en la actualidad, llegándose inclusive a considerar que una
costumbre razonable, comprobada por dos actos dentro de diez años (inter praesentes) o veinte años (inter absentes)
ya podría prevalecer sobre el derecho legislado.
Una cuarta fuente del derecho indiano, aún poco analizada, es la jurisprudencia. Es sólo en algunos casos (como
la extensión de las encomiendas a una tercera generación) que el papel creador de la jurisprudencia ha sido reconocido
por todos los autores de la materia.
Finalmente terminó la fase de creación del derecho indiano en 1821, subsistiendo este derecho
provisionalmente en todo lo compatible con la nueva situación política, hasta que, gradualmente, parte de sus reglas,
a menudo modernizadas, fueron trasladadas hacia las diversas normas expedidas por el México independiente,
mientras que otras normas fueron abrogadas, expresa o tácitamente.

C. ASPECTOS JURÍDICOS DEL PRELUDIO CARIBE; EL ESTABLECIMIENTO DEL CONTACTO ENTRE LOS DOS
MUNDOS
Después de estudiar el marco formal dentro del cual se desarrollaron las instituciones indianas, pasaremos
ahora al estudio de éstas.
Ya antes de la aventura de Colón, el rey portugués había iniciado expediciones por el Atlántico, alcanzando para
ellas la aprobación del Vaticano, de modo que el asombroso éxito de los conquistadores españoles creaba situaciones
que podían interpretarse como incompatibles con derechos adquiridos por la Corona portuguesa. Para eliminar dudas
al respecto, el Papa Alejandro VI, mediante su Bula Inter Caetera, del 4 de mayo de 1493, trazaba la famosa línea
divisoria entre las regiones de influencia española y portuguesa, línea que va 100 leguas al occidente de las Azores.
Obsérvese que esta línea no elimina toda posibilidad de fricción: entre los descubrimientos que hicieron los
portugueses, siguiendo la ruta hacia el oriente, y los españoles por la ruta hacia el occidente (Indonesia, Filipinas) había
discusión aún. Luego los reyes de España y Portugal confirmaron esta demarcación en el Tratado de Tordesillas, del 7
de junio de 1494, en el cual, curiosamente, no se hace referencia a la mencionada Bula, aunque si se pide al Papa que
confirme y apruebe el Tratado. Esto hace suponer que la Bula y el Tratado tenían dos funciones distintas, mal
delimitadas en sus textos; la Bula se refería a una autorización papal para que la Corona española, respectivamente
portuguesa, cristianizara a los indios y el Tratado se refería a la soberanía general sobre los territorios descubiertos. De
todos modos, la vaguedad de estas bases del poder hispánico en América hizo resurgir la discusión medieval sobre el
eventual poder secular del Vaticano (la "teoría de las dos espadas", con el problema de si el poder secular recibía la
segunda espada directamente de Dios o a través del Papa).
Además, la Bula fue punto de partida para las más divergentes teorías sobre la amplitud del derecho que, por
ella, la Corona Española había adquirido sobre los indios y el territorio americano. Algunos autores, entre los que
sobresale Enrique de Suza, cardenal de Ostia (1-lostiensis), alegaron que el Papa, como representante de Dios, podía
otorgar a la Corona española los derechos más absolutos sobre el nuevo territorio y sus habitantes, sin encontrar trabas
en pretendidos derechos adquiridos por parte de los indios: "todo es de Dios, y el Papa lo representa; no hay derechos
que valgan contra una concesión que el Papa hiciera en interés de la fe". Sin embargo, muchos autores —inclusive
íntimamente ligados a la Iglesia (como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Bartolomé de Las Casas,
Matías de San Martín, Vázquez de Menchaca, el cardenal Cayetano, y otros)—, consideraron que los derechos
concedidos a la Corona española no podían ir más allá de lo que requería la finalidad de la concesión o sea: la
cristianización de los indios. Opinaban que el mero paganismo no bastaba como argumento para lanzarse a una guerra
contra los indios, y, efectivamente, en Tomás de Aquino podían encontrar argumentos para esta tesis. Así, la posición
de Hostiensis tenía que reforzarse con otros argumentos jurídicos, como la donación de Moctezuma a Carlos V (¿de su
soberanía?), los sacrificios humanos y la dictadura de Atahualpa sobre sus incas ("es bueno para ellos ser conquistados
por nosotros ..."), argumentos sacados del texto de las mencionadas bulas, la necesidad de tener el poder secular para
implantar la nueva fe (un concepto de la conquista, no como fin, sino como medio), etcétera. Un lugar aparte ocupa
Gines de Sepúlveda, justificando su actitud pro-Corona por el argumento aristotélico de que la raza inferior no puede
alegar derechos adquiridos contra los intereses de la raza superior. La confusión respectiva creció cuando el papa Paulo
III se colocó del lado liberal, mediante la Bula Sublimis Deus, 1537, y cuando Carlos V negó el "pase" a esta Bula,
obteniendo en 1538 su revocación.
Así, la teoría ofrecía a la práctica una serie de puntos de vista totalmente heterogéneos, y es natural que
durante los primeros decenios los conquistadores escogieron entre ellos lo que más convenía a sus intereses, hasta
que, poco a poco, influenciada por diversos teólogos, la Corona logró implantar una práctica, más bien perteneciente
a la posición de los autores liberales que la de Hostiensis o Gines de Sepúlveda. Un típico detalle de la fase de transición,
al respecto, fue la obligatoria lectura del "requerimiento", ideado por un jurista peninsular, Palacios Rubios, antes de
iniciar una batalla contra los indios, explicando que desde una cadena de un Dios-Creador, un papa, representante de
este Dios, y una donación por este papa a los reyes de Castilla, la autoridad castellana vino a exigir obediencia; sólo que
los indios no querían inclinarse por las buenas ante una lógica y justicia tan evidentes, la guerra contra los indios era
"justa" ...
Paralelamente con la discusión dogmática en cuestión, es interesante observar los cambios de la política oficial
frente al indio durante la fase insular de la Conquista. Fray Nicolás de Ovando fue mandado al Caribe, con instrucciones
(septiembre de 1501) de vigilar a la conservación de la libertad de los indios. Estos podían vivir donde querían, pero
debían pagar un tributo a la Corona; la única restricción a su libertad (restricción inspirada en el gran interés de Madrid
por el oro y la plata, y que ya anuncia una futura serie de restricciones más graves) era que Ovando podía obligar a los
indios a trabajar en las minas, pero no como esclavos, sino como trabajadores que recibieran un salario justo. Como
los indios aprovecharon su voluntad de vivir "donde deseaban", para ir a vivir en bosques y montañas donde el poder
español no pudiera alcanzarles fácilmente, el 20 de diciembre de 1503 la reina Isabel aportó varios cambios a estas
instrucciones. Ahora, los indios debían vivir cerca de los españoles y los caciques indios estaban obligados a aportar
cuotas de sus grupos indígenas para trabajar para los españoles, en sus casas, campos y minas. De esta nueva política
nació pronto la idea de que los españoles podían recibir "encomendados" ciertos grupos de indios, para su
cristianización y para ser explotados. En instrucciones que Fernando, ya viudo, dirige a Diego, el hijo de Colón (y
gobernador de la Española, desde 1509), vemos que tales encomiendas no debían durar más de dos a tres años; allí se
establece también cuántos indios podían ser atribuidos a cada español (estas cantidades iban de 30 a 8O).
La conquista insular provocó en las desafortunadas regiones afectadas una escasez de alimentos y la extinción
de la mitad de la población india durante los primeros dos decenios. El problema entró en una nueva fase, cuando en
1510 llegaron a la Española unos frailes dominicos, mandados por la Corona para establecer un orden más equitativo
en las islas descubiertas. En 1511 el fraile Antonio de Montesinos protestó desde el pupitre contra el tratamiento dado
a los indios y cuando el vicario dominico, Pedro de Córdoba, se colocó del lado de Montesinos en el escándalo
subsecuente, el grave problema moral sobre la relación entre conquistadores y conquistados había salido a la luz
pública, y continuaría ocupando las mentes durante dos generaciones.
El resultado de esta oposición de los eruditos dominicos a los encomenderos fue la expedición de las leyes de
Burgos, de 1512, adicionadas en 1513, en total 32 leyes, cuyo texto exacto se ha perdido. Aunque de ningún modo
inspiradas en una idealización del "buen indio natural", estas leyes, considerando al indio como un niño que necesita
protección, han sido altamente benéficas. Se ocuparon de la formación religiosa del indio, pero también de las
condiciones mínimas del trabajo (descansos, protección de la mujer embarazada, habitación, alimentación, salario,
medidas para evitar que el trabajo en las minas cause perjuicio a las labores agrícolas, inspección laboral, etcétera).
Este resultado, empero, aún no satisfacía a una de las figuras más discutidas, hasta en la actualidad, de la fase
de la conquista, Bartolomé de Las Casas, por algunos desechado como agitador, por otros venerado como santo (sin
que con esto queramos decir que exista incompatibilidad entre ambas funciones).
Unos tres años después del famoso sermón de Montesinos, Bartolomé de Las Casas, en aquel entonces todavía
encomendero, repentinamente comprendió que las críticas que los dominicos estaban formulando contra él y su grupo
estaban justificadas; se hizo también dominico —a los cuarenta años— y dedicó los restantes 52 años de su vida a la
lucha contra los encomenderos. Después de sus primeras proposiciones, algo utópicas, que fueron aprobadas por la
Corte, pero fracasaron en la práctica (formación de colonias en Venezuela, con grupos de españoles que,
colectivamente y bajo supervisión de frailes, utilizarían a los indios —sistema que sustituiría la encomienda individual—
), Bartolomé de Las Casas se retiró a un monasterio y dedicó unos diez años a la elaboración de su Historia de las Indias.
Luego, saliendo nuevamente a la vida práctica, logró conquistar la región de Chiapas y Guatemala, muy peligrosa,
mediante convencimiento y una política de no-violencia; sin embargo, después del gran éxito inicial se presentaron
sangrientas rebeliones de los indios contra los colonizadores, que se habían hecho independientes de Bartolomé de
Las Casas.
En relación con esta interesante figura debemos mencionar aún su influencia en la formulación de las "Leyes
Nuevas", de 1542, a las que haremos referencia en conexión con la institución de la encomienda.
Por influencia de De Las Casas sobre el nuevo emperador, Carlos V, y con ayuda de los demás dominicos, tan
influyentes en el flamante Consejo de Indias (y también el cardenal Ximénez de Cisneros, Consejero de la Corona), se
nombró una comisión de tres frailes jerónimos, seleccionados por De Las Casas, y mandados a la Española en 1516,
para establecer una teocracia de buen corazón en las Indias. Las Instrucciones que en 28 normas ellos recibieron están
influenciadas por las utopías, tan de moda en el Renacimiento. Debían establecerse especiales pueblos de indios,
"reducciones", bajo sus propios caciques, cada uno de unos 300 hogares, pudiendo también el español conseguir el
cacicazgo por matrimonio con hijas de caciques; administradores y párrocos ejercerían control en estos pueblos, y sólo
ellos podían permitir al indio vender parte de sus propiedades; los sacristanes se encargarían de la enseñanza de los
indios; de la población, una tercera parte trabajaría en las minas, por un sistema de rotación bajo control del cacique;
el producto del trabajo minero se repartiría entre el rey, el cacique y los indios, bajo una equitativa clave de reparto,
fijada en estas instrucciones; se procuraría obtener, en estas reducciones un equilibrio entre la agricultura, la ganadería
y la artesanía; en los lugares donde este nuevo sistema era impracticable, continuaría la encomienda en la forma
prevista por las Leyes de Burgos, modificándose éstas en algunos aspectos, en beneficio de los indios. De la última
norma de estas Instrucciones se desprende que este nuevo sistema sólo era de transición, mientras los indios no
tuviesen capacidad para gobernarse a sí mismos.
Poco después, desanimados por las dificultades de su tarea, los Jerónimos reconocieron el fracaso de este
experimento teocrático; pidieron y obtuvieron su retiro. Fueron sustituidos por el Juez de Residencia Rodrigo de
Figueroa, quien, en vista de la triste situación del indio y la imposibilidad de llevar a los colonos hacia cierto respeto de
las normas expedidas en Madrid, de plano suprimió las encomiendas (18.V.1520), medida que, por su brusquedad,
tampoco pudo ser definitiva. Así, cuando comenzó la conquista de México, la importante materia de la posición jurídica
del indio frente al conquistador aún se encontraba en plena fase de experimentación. Característico de las dudas al
respecto, es el hecho de que cuando Colón mandaba vender a algunos indios, tomados prisioneros en una rebelión, la
reina Isabel se indignó por el hecho de que Colón mandaba esclavizar a sus súbditos. Esto era en 1495. Pero ya en enero
de 1496 encontramos que la Reina misma regala a unos indios, esclavos, a una expedición de Juan de Lezama, siempre
bajo la condición resolutoria de que no resultara de la discusión político-jurídica respectiva que los indios no pudieran
ser esclavos, y en 1547, cuando Cortés formula su testamento, vemos por la cláusula 39 que él mismo aún no estaba
seguro de si los indios podían ser reducidos a la esclavitud.
Otro elemento de incertidumbre en el ambiente jurídico de la Conquista, fue el alcance de los privilegios —
correspondientes o no a la humanitaria ideología de ciertos consejeros de la Corona— a los que los conquistadores
consideraban tener derecho, de acuerdo con la costumbre reinante. Nunca debe olvidarse el carácter mezclado
público-privado de la Conquista: sobre todo al comienzo, la Corona tuvo que hacer importantes concesiones al interés
privado de los que se arriesgaban a la gran aventura respectiva. Estas concesiones tomaban la forma de contratos
especiales, llamados "capitulaciones". estas, como principio general, siempre debían preceder a una expedición; en el
territorio reservado a la Corona de Castilla, de acuerdo con la Bula Inter Caetera y el Tratado de Tordesillas, nadie podía
hacer una expedición de descubrimiento, sin estar amparado por tal contrato, celebrado por la Casa de Contratación
de Sevilla, o, en la Nueva España, una de las dos Audiencias, el virrey o un gobernador. El Archivo General de las Indias
conserva muchas de esta capitulaciones, que a medida que avanzaba la Conquista del nuevo territorio se volvían más
precisas y uniformes.
El análisis de estos documentos demuestra qué la participación financiera de la Corona en las expediciones
conquistadoras ha sido mínima. Especialmente desde el fracaso financiero de la expedición de Francisco Vázquez de
Coronado, en 1540, la Corona comprendió que no convenía invertir dinero público en esta clase de aventuras.
Ahora bien, a medida que avanzaba el descubrimiento de las Indias, y las autoridades indianas lograban
pacificar y organizar los nuevos territorios, la Corona a menudo consideraba que las concesiones otorgadas por tales
"capitulaciones" eran excesivas, o incompatibles con la ideología humanitaria que acababa de triunfar en Madrid, y así
observamos en la primera mitad del siglo XVI una política de la Corona, llevada a cabo con altas y bajas, de "reconquistar
las Indias de los conquistadores", terna del que veremos unos buenos ejemplos, hablando de las encomiendas. Por lo
tanto, desde el comienzo, la Conquista se vio circundada por un ambiente jurídico incierto.
La política vacilante de la Corona es la natural consecuencia de la tarea de organizar una enorme región, todavía
desconocida, a través de personas generalmente deshonradas, egoístas, no administrativamente entrenadas, cuyo
trabajo se desarrolla a gran distancia del centro del poder. Así la Corona, en medio de discusiones teóricas y de
presiones por parte de grupos interesados, lanzó una serie de medidas inconsistentes, que demuestran cierta
desorientación en cuanto a su propia posición frente al indio y al conquistador peninsular en el Nuevo Mundo,
desorientación fomentada por lo contradictorio de las noticias que llegaron durante los primeros años acerca de la
situación que los conquistadores habían encontrado en América.
En medio de este ambiente confuso, de experimentos luego abandonados, de concesiones luego revocadas y
de medidas, formalmente válidas pero no acatadas, comenzó la Conquista de la Nueva España es decir: de la fase
insular de la Conquista se pasó a la continental.

D. LAS AUTORIDADES INDIANAS


I. La máxima autoridad era el rey, representado en estas tierras por los virreyes (desde 1535, después de unos
experimentos intermedios), pero también por otras autoridades, independientes de éstos y directamente responsables
ante la Corona, corno eran los adelantados, los capitanes generales v los presidentes.
II. El virrey era representante personal de la Corona. Inicialmente hubo dos virreinatos, el de la Nueva España
y del Perú, pero en el siglo XVIII se añadieron los de Nueva Granada y del Río de la Plata.
Su mandato, originalmente por vida, pronto se redujo a tres, y luego se amplió a cinco años; y una vez
establecida una regla al respecto, a menudo hubo excepciones individuales.
Como freno a su eventual arbitrariedad o codicia encontramos en primer lugar las Audiencias. Estas criticaban
a menudo las disposiciones administrativas que emanaban del virrey. Tenían facultades para protestar formalmente
contra ellas, ante el virrey, aunque "sin demostración ni publicidad". Si el virrey insistiera en su actitud, la Audiencia
podía apelar ante la Corona, pero en tal caso sólo raras veces (cuando "notoriamente se haya de seguir de ella
movimiento o inquietud en la tierra") se suspendía entre tanto la ejecución de la decisión virreinal en cuestión (LI
2.15.36).
El hecho de que la Audiencia —e inclusive los oidores individuales—podían corresponder con la Corona, sin
necesidad de una autorización respectiva por parte del virrey o del presidente de la Audiencia, aumentaba aún la
eficacia de este control sobre la actividad administrativa virreinal (LI 2.15.39/41).
Otra limitación impuesta al poder de los virreyes fue la costumbre de la Corona de mandar inspectores, a veces
con muy amplios poderes, para "ayudar" al virrey en relación con algún tema concreto, o para rendir un dictamen sobre
alguna rama de la administración. Lo peor de tales visitadores, oidores, inspectores, etcétera, era que el virrey no
siempre sabía exactamente cuáles instrucciones y poderes secretos su ilustre huésped había recibido del rey. Los
conflictos del virrey de Cruillas con Villalba, el apoderado de la Corona, enviado para la reorganización del ejército
novohispánico, desde 1764, y luego con el visitador José de Gálvez (1765-1772), muestran como inclusive un virrey de
conciencia totalmente limpia pudo sufrir, de hecho, una sensible capitis deminutio por tales enviados de la Corona.
A la tercera institución que servía para controlar y limitar el poder de los virreyes, el "juicio de residencia",
haremos referencia en el párrafo correspondiente a la administración de justicia.
La intervención del virrey en materia judicial fue muy limitada (aunque presidía la Audiencia de México, si ésta
fungía como tribunal, el virrey no podía votar), pero en materia administrativa, la posición del virrey fue básica. A su
cargo iba la salubridad general, los correos, la autorización para la fundación de nuevos centros, los censos, la
repartición de tierras, en forma gratuita o mediante subasta, las obras públicas, el control sobre la calidad moral y
profesional de los compradores de oficios públicos, y el control sobre gobernadores, corregidores y alcaldes mayores
(no los adelantados), la real hacienda, la política monetaria, el fomento económico, la administración del Regio
Patronato Indiano (por ejemplo, la autorización para el pase de las Bulas), y el mando militar, —incluyendo el
reclutamiento.
A causa de su posición central en materia administrativa, las Instrucciones Reservadas que los virreyes solían
redactar para la orientación de sus sucesores, constituyen importantes documentos para la historia novohispánica.
Los virreyes fueron escogidos con cuidado, no entre los intrigantes o superintelectuales, sino más bien entre
personas disciplinadas, serios trabajadores, sin exceso de fantasía. El oficio casi nunca fue concedido al mejor postor:
no era vendible, y durante casi 300 años la Nueva España tuvo una serie de gobernantes (62) generalmente
competentes. Simpson inclusive afirma que ningún país ha gozado durante tanto tiempo de una serie casi
ininterrumpida de gobernantes serios, preparados, trabajadores y honrados.
III. Algunos descubridores recibieron por "capitulación", o sea por convenio con la Corona, el título de
adelantado, que les hizo independientes de virreyes y Audiencias (otros tuvieron que contentarse con los de alcalde
mayor, o corregidor, quedando entonces sometidos a la autoridad de un virrey y de una audiencia). El título de
adelantado (que podía transmitirse a los herederos durante algunas generaciones) implicaba generalmente la facultad
de repartir entre los participantes en la expedición respectiva, las caballerías, las peonías y ciertas funciones públicas,
y de establecer encomiendas. Sin embargo, todos estos privilegios siempre quedaban supeditados al legítimo interés
del indio, formalmente hablando. En realidad, el hecho de que todo adelantado operaba, por definición, en regiones
de difícil acceso, fue un obstáculo para la eficacia de esta última restricción, obstáculo que no podía ser eliminado
totalmente por la labor de los múltiples veedores y demás funcionarios, nombrados para vigilar por los intereses del
indio. Otros privilegios que, según las capitulaciones concertadas en cada caso, los adelantados podían recibir fueron
el derecho de tener una fortaleza, una concesión para explotar las minas que descubriría (reconociendo la propiedad
de la Corona respecto de ellas y pagando al fisco real una parte de los metales ganados), el derecho de cobrar el rescate
por los indios, capturados durante la expedición (igualmente, pagando una parte a la Corona), una renta fija vitalicia o
hereditaria, el monopolio para la explotación de ciertas especias, etcétera.
IV. En las Capitanías Generales, el capitán general tenía funciones, copiadas de las del virrey.
V. Además de tierras gobernadas por adelantados, y de Capitanías Generales, encontrarnos también
Presidencias, unidades territoriales colocadas bajo presidentes, designados directamente por la Corona, y manteniendo
contactos directos con Madrid, sin subordinarse sino protocolariamente al virrey. Así, en el siglo XVIII, encontramos al
lado del virrey al capitán general de Guatemala y al capitán general de Santo Domingo, ambos casi independientes del
virrey, y al presidente de Guadalajara, el cual gozaba de una relativa autonomía respecto del virrey de Nueva España.
VI. También el comandante general de Provincias Internas (para las provincias del norte, desde Durango)
gozaba de un considerable grado de independencia, no sólo en materia militar. "
VII. Al lado del rey hallarnos, en España, el Consejo de Indias, inspirado en el Consejo de Aragón y el de
Castilla, tribunal supremo, de apelación respecto de asuntos de cierta cuantía, ya decididos en la colonia, o de primera
instancia en algunos asuntos muy graves. Además era el cuerpo consultivo general de la Corona, para todo lo referente
a las Indias, también, desde luego, en materia legislativa. Especialmente la actividad justiciera del Consejo mereció los
elogios de los historiadores.
Este consejo se compuso de un presidente (invariablemente un Grande de España) y una cantidad variable de
Consejeros y Ministros, togados o de capa y espada, un Secretario para la Nueva España, otro para el Perú, y un Fiscal,
todos designados por la Corona. al
Al comienzo de su existencia, el Consejo de Indias estuvo a menudo dominado por dominicos, famosos por su cultura
y humanismo, algo que influyó favorablemente en la legislación social indiana.
Por la creación de la Secretaría Universal de Indias, en 1714, el Consejo se vio desde entonces limitado a una
actividad judicial. Las Cortes de Cádiz lo suprimieron el 17.IV.1812 (después de lo cual tuvo dos breves resurrecciones).
VIII. Múltiples funciones les correspondían a las Audiencias, establecidas en las Indias. En cuanto a nuestro
territorio, después del gobierno de Cortés, que había sido "Gobernador", la Audiencia era durante algunos años el
órgano supremo dentro de esta Colonia. La primera Audiencia respectiva dejó muy mal sabor; la segunda hizo una
buena labor, permitiendo a las comunidades indígenas administrarse ellas mismas, y concediéndoles también
jurisdicción en asuntos penales y civiles de menor importancia, utilizando a los antiguos caciques oficialmente como
"trait-d'union" entre la administración española y el mundo indiano. Obligaba a los aventureros españoles a escoger
domicilio, y formar familia, y comenzaba a combatir al encomendero, anulando cualquier encomienda con título
deficiente y colocando las regiones así liberadas, como "pueblos de realengo", bajo poder directo de la Corona,
administradas, empero, por corregidores (a menudo los extitulares de la encomienda anulada), funcionarios
asalariados de la Corona. Cinco años después, la ruina y el caos, provocados por Nuño, estaban visiblemente
retrocediendo ante los contornos de una nueva estructura ordenada, la Nueva España del Virreinato.
Desde 1535, como ya hemos visto, la Corona comprendió la necesidad de colocar a un representante personal a la
cabeza de la Nueva España, el virrey (vice-rey), que colaborara con la Audiencia para consolidar lo alcanzado y evitar
recaídas.
A pesar de la aureola de poder que Madrid había otorgado al virrey, la Audiencia de México —como ya hemos
dicho— nunca se subordinó completamente a la voluntad virreinal en materia administrativa, y mucho menos aún en
materia judicial (a cuyo respecto el poder del virrey era, en gran parte, meramente protocolario; véase, por ejemplo,
LI 2.15.32). Así surgió un ambiente de "checks and balances", de pesas y contrapesas, ambiente favorecido también
por la circunstancia de que los virreyes sólo estaban aquí unos pocos años, mientras que los oidores se quedaban. Así,
las Audiencias conservaban su importancia durante toda la fase del virreinato.
Estas Audiencias, inspiradas en antecedentes españoles, fueron organismos sobre todo judiciales, pero al
mismo tiempo gubernativos (el virrey tenía que consultar con ellas todos los asuntos importantes de su administración
—sin obligación de inclinarse ante la opinión de las Audiencias—) y legislativos (constituidas en "Real Acuerdo",
presididas por el virrey, dictaba leyes —los "autos acordados"—, comunicándose luego al rey el texto en cuestión, y
sus motivos).
Del virrey de la Nueva España llegaron a depender las Audiencias de México, de Guadalajara y de Santo
Domingo. La Audiencia de Centroamérica, creada por una Real Cédula del I 3.IX.1543, era independiente de la Nueva
España. Sólo la Audiencia de México gozaba, en la Nueva España, del privilegio de ser una "Audiencia Virreinal",
presidida por el virrey mismo.
La cantidad de oidores creció con el transcurso del tiempo, estableciéndose una división de labores (una cámara
civil, otra criminal) y añadiéndose una gran cantidad de funcionarios subordinados (fiscales, cancilleres, alguaciles, un
capellán, relatores, escribanos, etcétera). En materia penal, los casos más importantes se presentaron directamente
ante la Audiencia; en otros casos era tribunal de apelación. Además, la Audiencia decidía en relación con los recursos
de fuerza de sentencias eclesiásticas." De ella dependían también diversos juzgados especiales (de la Bula de la Santa
Cruzada; de Bienes de Difuntos, etcétera); además, se encargaba de la vigilancia de los tribunales inferiores. No siempre
dictaba una última palabra: a veces hubo apelación de sus sentencias ante el Consejo de las Indias. Muchos
nombramientos dependían de las Audiencias.
Para proteger la integridad —y, cosa distinta, la reputación de integridad—de los miembros de estas
Audiencias, —que generalmente han sido muy respetables—, les estaba prohibido a ellos, a sus esposas y a sus hijos,
tener propiedades dentro del territorio de su jurisdicción, asistir a fiestas sociales, recibir favores de particulares,
etcétera. Para casarse, necesitaban una autorización especial de la Corona.
IX. Por debajo del virrey encontramos administradores de dos niveles sucesivos: I) En las provincias, el jefe
administrativo y judicial era el Gobernador, y 2) en los distritos o ciudades encontramos corregidores o alcaldes
mayores, generalmente nobles de capa y espada, nombrados por el virrey (o la Audiencia), pero a veces directamente
por la Corona. Tenían que conocer su territorio íntimamente, mediante una obligatoria visita general, pero no debían
ser vecinos del mismo.
La diferencia entre corregidores y alcaldes mayores es materia de controversia: se parecen mucho. Ambos eran
responsables de la paz en el territorio a ellos atribuido, y del cobro de los tributos en las comunidades indígenas que
allí se encontraban (donde debían tener sus informantes, y donde disponían de ejecutantes indios). Ambas funciones
eran vendibles, y fue considerado cosa natural que los dignatarios en cuestión tratasen de recuperar el dinero invertido
(por ejemplo mediante "repartimiento" de mercancías por precios de monopolista). Ambas categorías de funcionarios
eran de una corrupción proverbial. La diferencia entre ellas consiste probablemente en que los alcaldes mayores fueron
designados para regiones menos grandes o importantes de las que correspondían a los corregidores.
X. Esta corriente de administradores desde arriba, se encuentra con otra desde abajo: la de los dignatarios
municipales, y la convivencia entre estas dos corrientes, la autocrática y la relativamente democrática, originalmente
dio lugar a frecuentes conflictos; ya pronto, empero, las autoridades municipales perdieron su espíritu de lucha contra
la imposición desde arriba, y se convirtieron en oligarquías locales, relativamente dóciles a condición de que la
autoridad superior les dejara disfrutar de ciertos privilegios.
La democracia municipal fue herencia de la Edad Media española. En aquella época los municipios tenían una
estructura que probablemente obedecía a un esquema ibero, prerromano, y que Simpson compara con una asociación
de seguro social combinada con un espíritu pronunciado de patriotismo local. El cabildo de tales arcaicas comunidades,
compuesto de regidores que a su vez elegían a uno o más alcaldes, representaba el poder legislativo y judicial; para la
seguridad pública y la ejecución de las sentencias penales había alguaciles. La tierra estaba repartida entre terrenos
"propios", explotados para subvenir a gastos comunales, otros terrenos de la comunidad, que quedaban a la disposición
de todos los vecinos para fines de pastoreo, para buscar leña, etcétera (el ejido, la dehesa), y parcelas de explotación
individual. Ciertas tareas agrícolas fueron ejecutadas en común (cosechar, trillar) y un almacén común, llamado más
tarde alhóndiga, debía proteger a la comunidad contra el efecto de malas cosechas, guerras, etcétera. En tiempos
cristianos, los curas locales heredaban la fuerte posición política que, antes, al lado de los alcaldes, los sacerdotes
paganos habían tenido. Entre ellas, estas comunidades formaban a menudo ligas, "hermandades".
Así como 1492 representa la liquidación del poder islámico en la península hispánica, pero también el
descubrimiento de América, 1521 significa a la vez la derrota final de la democracia municipal en España (o sea el
comienzo del absolutismo monárquico) y la Conquista de México. Aunque la batalla de Villalar, empero, significó el fin
de las libertades "populares" (popular, en el sentido de perteneciente a las oligarquías municipales), el ideal comunero
sobrevivió, y encontró en la Nueva España un ambiente relativamente favorable para seguir desarrollándose," aunque
con cierta modestia, durante los tres siglos virreinales.
Así, lo básico de este sistema municipal español fue trasladado a las Indias. Sin embargo, en la reglamentación
del municipio novohispánico encontramos también varias normas creadas exclusivamente para las Indias, como son
las medidas de la plaza central, el "barrio" de los indios, la determinación de quien recibiría como premio de haber
servido a la Corona con un caballo, una caballería y quien sólo una peonería, etcétera.
En los casos en los que un adelantado hubiera tomado la iniciativa para la nueva fundación, en su contrato con
la Corona se reservaba generalmente ciertos privilegios judiciales y administrativos por algunas generaciones. Si la
fundación se debía a que un grupo de colonos había obtenido el permiso de establecerse en alguna parte, había dos
posibilidades: 1) los colonos administrarían el nuevo centro de población por participación directa entre todos los
vecinos, en cuyo caso se habla del "cabildo abierto", parecido a la "Landsgemeinde" que todavía observamos en algunos
cantones suizos; 2) en la mayoría de los casos, empero, los colonos escogerían periódicamente a sus autoridades
(sistema del "cabildo cerrado").
Ya pronto comienzan a multiplicarse las funciones municipales; encontramos a regidores 39 (consejeros
municipales, siendo el de más jerarquía el alférez real, alcaldes ordinarios (para la justicia civil y penal), procuradores
(encargados de la defensa de los intereses de la comunidad ante otras autoridades), fieles ejecutores (control de
precios, vigilancia para la buena calidad de productos alimenticios y su suficiente suministro), fieles de la alhóndiga,
alguaciles (policía), escribanos de cabildo (secretarios), un depositario general (administrador de fianzas), corredores
de lonja (notarios, LI 4.10.23), alcaldes de la mesta (encargados de los intereses de los ganaderos), etcétera.
Por las necesidades del erario, muchos de los nombramientos respectivos eran sustraídos poco a poco a la
masa de los colonos, y gradualmente se infiltró el sistema de la venta de los oficios municipales.
Los cabildos mismos eran como pequeñas audiencias: les correspondían funciones judiciales, administrativas y
legislativas ("ordenanzas de cabildos"). Su función judicial era más bien de apelación, correspondiendo la primera
instancia a los alcaldes ordinarios.
XI. Al lado de estas nuevas comunidades de españoles, y de algunos pueblos de indios que recibieron de
la segunda Audiencia un status semejante, existían grandes cantidades de indígenas, dispersos por el territorio, y que
se habían retirado intencionalmente de la nueva civilización para evitar el pago del tributo y la participación en los
servicios personales y públicos. Desde las Leyes de Burgos (1512) existe la intención de la Corona de congregar a estos
indios, por la fuerza, en nuevos pueblos, "reducciones de indios", donde aprenderían el modo de vivir cristiano-español
y se harían útiles para la economía, pagando además su tributo a la Corona. Allí existían alcaldes indios, regidores indios
y algunos magistrados inferiores. Distrito por distrito, estas "reducciones de indios" fueron vigiladas por funcionarios
españoles, los "corregidores de indios", que debían ser los protectores de sus súbditos indios, pero que a menudo se
convertían en instrumento de despojo y opresión.
XII. A esta lista de autoridades locales aún debemos añadir los Consulados, organizaciones
("Universidades") de mercaderes, con atribuciones administrativas, judiciales y legislativas. En las Indias, los Consulados
recibieron originalmente como régimen legal el de las Ordenanzas de los Consulados de Sevilla y de Burgos; en el siglo
XVIII, empero, las Ordenanzas de Bilbao prevalecieron. El primer Consulado de la Nueva España fue el de la ciudad de
México (1593). A fines de la fase virreinal también hallamos tales Consulados en Veracruz, Guadalajara y Puebla.
La existencia de estos consulados añadió otro renglón más al catálogo de fuentes de fricción, existentes en la
Nueva España. Dentro del Consulado de México hubo una perpetua lucha entre dos facciones, "los Montañeses" y "los
Vizcaínos", y también entre el Consulado de México y los demás Consulados de la Nueva España hubo conflictos.
Así como el Cabildo de la ciudad de México era un baluarte de intereses criollos, el Consulado lo era de intereses
peninsulares. J. M. L. Mora emite un juicio muy negativo sobre estos Consulados, que tenían "como en tutela a los
virreyes y gobernadores, a quienes no se perdonaba el delito de querer poner coto a sus ilimitadas pretensiones", y
cuyas reclamaciones ante la Corte fueron "acompañadas siempre de cuantiosos donativos y con el carácter de
amenaza".
XIV. Un intento de establecer en la Nueva España, "Cortes" con delegados de los ayuntamientos establecidos
en el territorio en cuestión, fracasó a causa del principio de que tales juntas de las ciudades y villas de las Indias sólo
pudieran celebrarse por mandato del rey; como el rey nunca formuló los convocatorios necesarios, esta forma de
asamblea democrática, apenas ideada, cayó en desuso."

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