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Presentación7
§§
i17
§§
ii89
§§
iii161
§§
iv203
§§
v255
§§
vi327
§§
vii377
§§
viii437
§§
ix473
§§
x531
§§
xi591
§§
xii655
§§
xiii699
§§
xiv731
§§
§§ Presentación

§§ Muerto en vida,
muerto en muerte
Leer a Antonio Caballero, leer precisamente esta
novela, Sin remedio, fue para mí un antes y un después en la
relación que, desde hace tiempo, mantengo con el pueblo
colombiano, más precisamente con la ciudad de Bogotá.
Modificó la mirada que tenía de la ciudad: de la gente y
sus lugares, y desde esa vez, cada vez que camino por ella,
la voz de Ignacio Escobar suele aparecer en mi mente como
una epifanía, y convierte dicha caminata en una posibili-
dad, otra de las posibilidades que puede darme Bogotá.
El paisaje (urbano y humano) adquiere un nuevo sinsen-
tido y pierde inocencia; es como si me mantuviera todo el
tiempo frente a la inminencia de una revelación que jamás
va a ser develada y por lo tanto alerta del hecho estético.
Así hace que yo camine sus calles de cuatro estaciones por
cuadra, de gente enloquecida que viene y va; o que va y va,

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vaya a saber uno para dónde. Y cuando estoy molido y sin


piernas, asfixiado de altura y de esmog, y me detengo, por
ejemplo, a tomar una cerveza en el Club Colombia, miro
alrededor y murmuro entre dientes: un poco te conozco,
rolo, no trates de engatusarme con tus antiguos moditos
cachacos. Y me siento bien, muy bien por tener un mínimo
de esa triste consciencia que me ha regalado y me regala
aún después de muerto el bueno de Escobar.
Es lo increíble de la gran literatura: sea como fuere
de dura o pesimista, traiga la muerte que traiga, el silen-
cio posterior a su lectura termina siendo vital y amoroso.
La belleza habita ese silencio y por lo tanto lo separa para
siempre de los incontables silencios mediocres, de las sim-
ples, comunes y corrientes ausencias de sonido, y lo hace
perfecto y por lo tanto eterno.
Había leído y releído al menos una vez esta monumen-
tal novela. De hecho, cuando hablo del comienzo perfecto,
ideal, de una novela, suelo recurrir a Sin remedio, como
suelo recurrir a El desbarrancadero, de Fernando Vallejo.

A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde


la madrugada de sus treinta y un años Escobar contem-
pló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a
los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble.

Así se empieza una novela, les digo a mis alumnos,


así: al borde de no poder seguirla, al borde de dejarla sin
trama, al borde de hacerla fenecer. Porque eso son pelo-
tas, lo demás es prosa mariconera, como diría el propio
Escobar. Entonces estoy con mi ejemplar de esta novela,

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ya amarillo y ajado, todo el tiempo sobre el escritorio de


mi estudio, siempre a mano. Esta vez la relectura se debió
al inmerecido honor de tener que ponerle palabras pre-
vias a un escritor que no las necesita. Y fue uno de los
placeres más puros, exquisitos y significativos que tuve la
suerte de gozar en este último tiempo, un año que termina
con muchas muertes, con distintas muertes. Tanta muerte
como hay al final de la novela.
Quiero entonces decir algo al respecto de la relec-
tura, del acto de volver a leer lo que ya se ha leído, lo que
ya se conoce. Releer los grandes libros supera con creces
al hecho de haberlos leído. Muerta la ansiedad, matado el
entusiasmo de tener algo nuevo que leer, uno se encuen-
tra frente a frente ya no con un posible escritor, un posible
libro, uno se encuentra frente a frente con uno mismo.
Oficiador y partícipe de la única fe en la cual algunas per-
sonas podemos comulgar: la fe de las palabras escritas. Y
es esto lo que me ha pasado y me sigue pasando a mí con
Sin remedio.
Dicho esto, usted, hipotético lector de estas líneas,
podría tranquilamente saltarse lo que sigue y meterse de
cabeza en una de las novelas más extraordinarias que dio
la literatura colombiana. En mi país solemos decir que
cuando un escritor colombiano es bueno es dos veces
bueno. No sé, tal vez por la fascinación que nos produce
la riqueza coloquial de la lengua colombiana en relación
con la gris parquedad de nuestro sonido rioplatense. El
único problema es que cuando los colombianos exa-
geran no reparan en gastos, y a veces puede que el que

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acosa se vaya de medida. Parece una broma, no, «a veces


puede que las cosas se vayan de medida». De hecho, yo
entiendo a Colombia no como un país sino como un
continente de regiones, de fronteras irreconciliables. La
triste frase que una vez oí, «para un colombiano no hay
nada peor que otro colombiano», se me reveló más de
una vez como una verdad circunstancial en las diferen-
tes ciudades que he conocido del país. Pero la esencia del
autoprejuicio colombiano se nota mejor en esta novela,
en los personajes de esta novela, personajes secundarios
que van construyendo ese mundo tan artificial y tan falso
contra el que Escobar se rebela. La realidad de Fina, por
ejemplo, una mujer contundente que podría ser el único
motor de Escobar, la única persona viva que lo rodea, es
definida y defendida por la tía Leonor de la peor manera:
«Es caleña, sí, pero muy querida». El doctor Ernestico
Espinosa es un poco más categórico: «Caleña es caleña
—haciendo un guiño procaz—. Te lo digo como médico,
ala. No como amigo». Para bien y para mal, siempre para
mal disfrazado de bien, son las opiniones que de Ignacio
Escobar y su vida tiene esta familia tan representativa de
la aristocracia bogotana. En medio de esa gente muerta en
vida o muerta en muerte, están también monseñor Bote-
rito Jaramillo rechoncho de ñoquis y copitas, el fantasma
de Focioncito, las tías al borde de dejar de funcionar bio-
lógicamente, y el insoportable y exitoso poeta de pluma
enmierdada, Ricardito, que a la edad de Escobar ya había
publicado no sé cuántos montones de poemas, dice su
madre, aunque no pueda recordar ninguno.

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