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Conspiración en

Tarraco

M. Eloísa Caro Durán

ilustraciones: Carmen Ramos


2017
Autora: M. Eloísa Caro Durán
Ilustraciones: Carmen Ramos
Corrección de texto: Dolores Sanmartín

http://www.weeblebooks.com
info@weeblebooks.com Licencia: Creative Commons Reconocimiento-
NoComercial-CompartirIgual 3.0
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Madrid, España, noviembre 2017
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una historia ambientada joven del templo,
en la antigua Alcalá de una historia ambientada
Henares en la antigua ciudad de
Cádiz

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Tarraco, actual Tarragona, fue una de las principales

ciudades de la Hispania romana, capital de la provincia

Tarraconensis.

Entre los restos que aún hoy nos hablan de su esplendor

encontramos las murallas, el acueducto, el arco de Bará,

varias villas en su entorno, el teatro, un singular anfiteatro

por su ubicación muy próxima al mar, el foro municipal y,

sobre todo, destaca el foro provincial, un conjunto

monumental inmenso formado por dos grandes plazas

porticadas que albergaban los principales edificios. En la

inferior, probablemente la plaza más grande jamás

construida en el imperio, se hallaba un peculiar espacio

porticado tras el cual discurría una larga bóveda, de la que

aún se conservan algunos tramos.


Conspiración en Tarraco
I

De repente sentí que algo corría por mi frente. Abrí los ojos y

las risotadas de varias gaviotas que me sobrevolaban lo decían

todo.

Me levanté sobresaltado como si me hubiera picado un

cangrejo en el dedo gordo del pie. Sacudí la arena atrapada

entre mis rizos negros y limpié con tanto énfasis el recadito de

las gaviotas que casi me perforo la piel.

El frío intentaba congelar la sangre que recorría mi cuerpo

menudo, pero había otro asunto que me preocupaba aún más.

“¿Cuánto tiempo habré estado dormido?”, me pregunté

angustiado.

“¿Y si ha llegado ya? No puede ser que me lo haya perdido”.

Fue entonces cuando vi atracar un enorme barco con el dios

del mar plasmado en la única vela que el viento agitaba sin

tregua. Era el más grande y opulento de todos los que había

atracados en el puerto; tenía que ser el suyo. Corrí hacia el


embarcadero gritando como un desesperado vendedor de

sardinas.

- ¡Es él!, ¡es él!

Al verme tan entusiasmado, un viejo marinero que reparaba su

maltrecha barquichuela frente al mar me detuvo para evitar la

gran decepción.

- No, muchacho, viene por tierra, por la vía Augusta.

- Pero si por mar son apenas unos días -dije.

- Bueno, ya sabes cómo es esto.

Aspiré la brisa del mar, di un suspiro de alivio que pareció el

resoplido del mismísimo Eolo y abandoné presuroso el puerto

para adentrarme en la ciudad. Dejé atrás el teatro, crucé las

murallas y caminé hasta llegar al foro de la ciudad.


II

Poetas, saltimbanquis y cómicos mostraban su pericia ante los

incansables transeúntes. Políticos y hombres de negocios

cargados con documentos salían de la basílica, un extenso

edificio que tras sus enormes puertas de bronce abiertas de par

en par dejaba ver tres amplias naves.

Todos los edificios del foro lucían un hermoso color dorado.

Aquella piedra procedía de una cantera próxima a la ciudad en

la que trabajó Quintus, el herrero de la villa, y de la que nos

habló en muchas ocasiones.

Bajo los pórticos que rodeaban la plaza las pequeñas tiendas

mostraban sus productos a los muchos clientes que se

detenían ante ellos.

Entre el bullicio incesante, la presencia de innumerables

soldados anunciaba que aquel iba a ser un día diferente.

Me impresionaba ver a los guardias con sus escudos y

espadas resplandecientes; me imponían un cierto respeto, pero

nadie mejor que ellos sabrían informarme.


Escondí mi placa de esclavo, ya que podrían tomarme por un

fugitivo. Desde luego, ser esclavo no era lo que más deseaba,

pero nada podía hacer yo para remediarlo. Mi intención no era

convertirme en un prófugo de la ley. Una vez cumplida la misión

que me había llevado hasta allí, volvería a la rutina, al trabajo

duro en la villa y a vivir sin voluntad para decidir qué hacer con

mi vida o adónde ir. Era consciente, eso sí, de que me

esperaba el mayor de los castigos, quizás tantos latigazos

como soportase la fusta, pero aún así debía intentarlo.

- ¿Podrían decirme cuándo llega el emperador? -pregunté a los

guardias tímidamente, entornando mis transparentes ojos

castaños al hablar.

- ¿Y tú quién eres y por qué quieres saberlo? Eso es secreto de

estado -dijo en tono burlón el más maduro, al que llamaban

Napius, supongo que por el desmesurado tamaño de su nariz.

- ¿Y si eres un insurrecto que prepara un complot?

- No, no, yo soy Minus y he venido a la ciudad únicamente para

ver al emperador Adriano, para mostrarle respeto y pleitesía y


para presenciar su entrada triunfal en Tarraco -dije intentando

ganar su confianza.

Aquella sencilla respuesta era cierta; sin embargo, no les

desvelé lo más importante, lo que verdaderamente me había

llevado hasta allí.

Senectus, el esclavo más anciano de la villa, cuando me veía

decaído siempre decía, buscando mi sonrisa:

- Me ha contado Júpiter que si conseguimos ver el rostro del

emperador en una moneda o en una estatua tendremos suerte

durante cinco días, pero si conseguimos verlo en persona

tendremos toda la suerte del mundo.

Ambos sabíamos que incluso contemplar su efigie en una

moneda era prácticamente imposible para un esclavo, pero mi

viejo compañero y amigo conseguía inculcarme esa ilusión que

me mantenía vivo.

Cuando escuché a Caius hablar sobre la visita del emperador

Adriano a Tarraco no pude resistirme; debía intentarlo, tenía

que verlo, tal vez Júpiter estaba en lo cierto. A veces también

las ilusiones y los sueños se hacen realidad.


***

Era evidente que los guardias querían pasar el rato con el que

consideraron un inocente muchacho como yo recién llegado a

la ciudad. Así pues, no les iba a decepcionar, tendrían su

entretenimiento. Saqué las dos cáscaras de nueces que

siempre me acompañaban, oculté una piedrecita en el interior

de una de ellas y las moví de un lado a otro.

- ¿Dónde está la piedra? -pregunté.

- Aquí, aquí -dijeron todos señalando la misma mitad. Me

hicieron repetirlo mil veces, y mil veces fallaron, hasta que

finalmente les hice una propuesta.

- Si me decís cuanto quiero saber, os enseñaré el truco.

Tardaron menos en atender mi petición que una lagartija en

hallar el hueco más próximo.

- El emperador y su séquito acamparon cerca del Arco de

Triunfo -me respondió el mismo Napius-, a catorce millas de la

ciudad. Se espera su llegada para esta tarde. La entrada

triunfal se iniciará en el foro provincial.


En vista de su cooperación, aproveché para seguir

preguntando.

- ¿Cómo es el emperador?

- Dicen que lleva el cabello y la barba rizada según la moda

griega.

Intenté cumplí mi promesa enseñándoles a ser rápidos y ágiles,

y además les regalé las cáscaras de nueces. Enseguida se

pusieron a practicar. Aunque nunca llegaban a concluir la

partida porque se peleaban como niños, todos pretendían ser

el primero. Yo aproveché para huir antes de que se dieran

cuenta de que, en realidad, no había truco que aprender.

III

Caminar por las aceras de aquellas calles empedradas, beber

agua en sus fuentes o cruzarme con el gentío que entraba y

salía de las termas, suponía una sensación nueva para mí; me

hacían sentirme libre.


Aún estaba a tiempo para buscar el mejor sitio desde donde

ver el desfile, justo en el lugar que los guardias me habían

indicado.

Cuando me disponía a salir del foro, dos varones tan fuertes

como titanes llamaron mi atención. A pesar del frío que ya se

colaba entre los huesos, vestían una escueta y sobria túnica

casi negruzca que dejaba entrever no sólo su piel oscura, sino

también varias cicatrices en los glúteos y en los brazos. Cada

uno portaba al hombro una enorme bolsa de cuero; parecían

tan pesadas como una carga de sillares. Me acerqué con sigilo,

pero además de algunos remiendos sólo pude apreciar un

tenue sonido metálico que salía de su interior.

“¿Quienes serían aquellos hombres misteriosos?”, me

preguntaba.

Tal vez eran gladiadores que venían de poner a punto sus

armas e indumentaria para los juegos que se celebrarían en

honor al emperador.

Verlos entrenar sería otro espectáculo único que no podía

perderme. Así pues, decidí seguir sus pasos.


***

Mis sospechas parecían acertadas, caminábamos en dirección

al anfiteatro. Cuando estábamos cerca, los dos desconocidos

se detuvieron y giraron la cabeza hacia atrás, tal vez se sentían

acosados. Me lanzaron una mirada cargada con clavos

incandescentes; yo, en cambio, les sonreí y esperé impasible

unos instantes para retomar la persecución.

Solamente había estado en Tarraco una vez cuando era muy

pequeño y tengo un único recuerdo. Yo me escondía tras las

piernas de mi madre, ambos nos abrazábamos sobre una

tarima de madera y entre quienes nos observaban desde

abajo, alguien dijo:

- Cincuenta sextercios.

- Adjudicados. Son para usted.

Pero de eso hace ya demasiado tiempo.

Nos detuvimos ante aquel magnífico edificio junto al mar.


- ¡Vaya!, menudo sitio eligieron para colocar el anfiteatro, un

poco más y las fieras hubieran entrado nadando directamente

desde el agua.

Subí hasta la última grada, desde donde se veía el horizonte

fundirse con el mar. Me senté en el palco de las autoridades.

Sabía que no sería posible, pero cuánto me hubiera gustado

asistir a uno de aquellos increíbles espectáculos. Bajé a la

arena, donde saludé como un gran vencedor jaleado por los

vítores de un público invisible.

Cuando concluí mi peculiar representación me percaté de que

había perdido a los dos enigmáticos fortachones.

Conducido por unas voces que parecían venir de ultratumba

bajé a la zona de los fosos. Al aproximarme, escuché parte de

una conversación.

- … Tú serás el encargado de hacerlo. Cogerás ésta, la de la

empuñadura plateada…

Olía a humedad y estaba muy oscuro. Di un tropiezo y al

apoyar las manos para no caerme empujé una verja de hierro.


De una sola zancada había entrado en el infierno más

profundo.

***

Un hilillo perdido de luz que se coló del exterior me mostró la

realidad de mi situación. Un enorme león con la melena más

revuelta que Sansón estaba tumbado ante mí. Movía la cola

insistentemente, como los gatos cuando se preparan para la

caza.

“¿Pero qué hace éste aquí?”, parecía decir su cara de

asombro.

Cuando conseguí reaccionar, le dije con voz suplicante:

- He venido hasta aquí para ver al emperador y conseguir

toda la suerte del mundo. Ahora no puedes estropearlo. Tienes

que dejarme marchar.

Comencé a caminar muy despacio hacia atrás, manteniendo la

mirada en sus ojos color miel y pensando en voz alta:

- No puedo terminar aquí, me niego en rotundo.


Llevé la mano hacia atrás e intenté abrir la puerta, pero fue

imposible. ¡Alguien había echado el cerrojo!

El animal se puso en pie, parecía que su paciencia se estaba

acabando.

Deslicé mi mano entre la reja y cuando él adelantó la primera

pata en dirección a mí, no sé muy bien con qué intenciones, la

puerta se abrió. De un salto salí de allí y de un portazo la volví

a cerrar.

- Pero ¿qué haces tú aquí? -dijo una voz que me resultaba

familiar.

Me volví y allí estaba Napius. Me alegré tanto al verlo que le

lancé los brazos al cuello, atrapándolo como una garrapata a

su presa. Él me apartó de un manotazo.

- Esto es muy extraño, ¿quién ha intentado liquidarte?, ¿en

qué turbios asuntos estás metido? No serás uno de esos

conspiradores que al parecer andan merodeando por la

ciudad…

- No, no. Yo estaba aquí con los gladiadores…


- Ja, ja, no dirás que eres gladiador, porque tienes menos

envergadura que un triste lenguado.

- Es que yo me encargo de atender a los luchadores.

- Y esa historia de ver al emperador… -dijo confundido-. ¡No

serás en realidad un esclavo fugitivo! No tengo ni un solo

motivo para fiarme de ti -dijo con cierta sorna, supongo que al

recordar nuestro primer encuentro en el foro.

- Por supuesto que no -respondí totalmente angustiado y

esbozando una inocente sonrisa escoltada por mis marcados

hoyuelos.

- Sabrás que el castigo para los esclavos huidos es la pena

de muerte.

Vaya preguntita absurda, todo el imperio lo sabe, hasta las

sabandijas lo saben.

- Ya me encargaré yo mismo de comprobarlo. Volveremos a

vernos - sentenció antes de salir.

Aún me temblaban las piernas cuando fui consciente de que

aquel cerrojo no se había cerrado solo. Pero por qué, quién 



quería deshacerse de mí, un pobre esclavo como yo que sólo

pretendía ver al emperador.

En aquel subterráneo, junto a la sala donde aguardaban su

turno para salir los gladiadores, hallé una pequeña capilla. En

la pared central había una pintura de la diosa Némesis, la

protectora de aquellos hombres que le pedían amparo antes de

jugarse la vida en la arena. Yo también aproveché para

agradecerle que aún estuviera vivo.

IV

Crucé de nuevo las puertas de la muralla para entrar en la

ciudad y allí estaban otra vez, muy cerca del circo, aquellos

hombres cargados con las bolsas de cuero.

Mi teoría sobre los gladiadores y la carga de su indumentaria

parecía no ser muy acertada.

¿Qué guardaban, pues, en aquellos fardos inseparables? Una

vez allí, no podía marcharme sin averiguarlo.


Entré tras ellos en el circo; era impresionante, aún vacío y sin

escucharse el griterío de los espectadores ataviados con sus

pañuelos de color azul, verde, rojo o blanco, según apoyasen a

uno u otro equipo.

Caminé por la arena junto a la espina cubierta por placas de

mármol, e imaginé los carros pujando por vencer. Desde las

cárceres esperaban la señal para salir. Las puertas se abrieron

y la lucha comenzó. El que iba en primera posición parecía

acercarse hasta mí. Pero ¡qué estaba ocurriendo!, el ligero

carro de madera y juncos no llevaba auriga y los cuatro

caballos blancos iban tan veloces que parecían desbocados.

Cada vez se aproximaban más y más hasta que me percaté de

que aquello no formaba parte de mi fantasía, se trataba de una

cuadriga real que corría directamente hacia mí a toda

velocidad. Intenté esquivarla apartándome hacia un lado, pero

no fue suficiente y el carro me golpeó. Caí desplomado al suelo

y no sé cuánto tiempo estuve fuera de combate.

***

Cuando comencé a recobrar la consciencia estaba aturdido y

bañado en una espesa capa de polvo.


La cuadriga había desaparecido y tampoco había rastro de los

enigmáticos porteadores; en cambio, apareció alguien que no

podía faltar. Por una de las puertas laterales entró Napius. En

cuanto me vio, desde lejos gritó:

- ¡Otra vez tú! Quién si no podría haber formado el mayor

caos que se recuerda en la ciudad. Pero ¿qué le has hecho a

los caballos que corren como si estuvieran endemoniados por

las calles, atemorizando a todo el mundo?

Yo no sabía qué estaba ocurriendo. No entendía por qué

alguien quería fulminarme y, por lo tanto, no tenía ninguna

respuesta que darle. Fingí no escucharlo y corrí para buscar

una salida. En verdad, lo único que me importaba realmente

era ver al emperador.

Descubrí que a través de la tribuna presidencial se accedía al

foro provincial, así pues aproveché aquel pasadizo para

desaparecer.
V

Se acercaba la hora del desfile, debía abandonar cualquier

pasatiempo y centrarme en buscar el mejor escenario.

Pasé al otro lado del corredor y quedé perplejo al contemplar

ante mí aquel interminable espacio. Había dos inmensas

plazas porticadas. Seguro que no encontráis otras tan extensas

en todo el imperio. La de arriba, situada en la zona más alta de

la ciudad, se correspondía con un espacio de culto presidido

por un templo dedicado a Augusto, donde estaba previsto que

el emperador Adriano ofreciese un sacrificio.

A continuación bajaría por la gran escalinata hasta la otra plaza

donde sería agasajado por los súbditos. Por último entraría en

el pretorio, ubicado en una de las torres meridionales; en la otra

torre se hallaba la audiencia.

Vistosas guirnaldas de flores adornaban la fachada del archivo,

la curia y el consejo provincial.


Los lugareños comenzaban a invadirlo todo. A lo lejos ya se

escuchaba el sonido de las trompetas que anunciaban la visita

imperial.

Debía apresurarme. Me hallaba tras el pórtico, al inicio de un

largo pasadizo abovedado. A pesar de estar en penumbras,

tras los escombros de unas obras no podéis ni imaginar lo que

distinguí. Nada menos que las dos misteriosas e inconfundibles

bolsas de cuero, las mismas que me habían acompañado

desde mi llegada a la ciudad. No vi a nadie custodiándolas y

por supuesto me fue imposible luchar contra la gran curiosidad

que me envolvía.

Impaciente, me apresuré para abrirlas, pero varios nudos en

las cuerdas que las cerraban me lo impedían. Cuánto más

tiraba más herméticas se volvían, hasta que, al fin, de un

enérgico tirón conseguí vencer los enredos y descubrir su

contenido. Miré adentro y lo vi con claridad. Cada una de las

bolsas escondía un verdadero arsenal formado por

impresionantes espadas. Aunque lo verdaderamente

interesante llegó después. Observé aquel cargamento

detenidamente y comprobé que una de las espadas era


diferente a las demás. Se trataba de una pieza muy larga,

demasiado pesada, con el filo especialmente afilado, y,

además… ¡tenía el puño plateado! Fue entonces cuando todo

tenía sentido. Recordé la frase que había escuchado en el

anfiteatro: “Tú serás el encargado de hacerlo. Cogerás ésta, la

de la empuñadura plateada”.

Aquellos hombres efectivamente no eran gladiadores, ni

tampoco aurigas; eran conspiradores y, sin duda, pretendían

atentar contra el emperador.

El sonido de las trompetas que llegaba del exterior se acercaba

y también dos sombras sospechosas. Asustado, rompí por la

mitad las dos bolsas y me escondí tras los escombros. A través

de la silueta reconocí a los dos hombres corpulentos a los que

había perseguido hasta el anfiteatro y el circo. Cuando los

malhechores se aproximaban para recoger las armas, sin

importarme que eran mucho más fuertes que yo, me eché

sobre ellos por sorpresa, enredándolos entre las bolsas. Como

dos ratillas atrapadas en una red chillaban desconcertados.

Comenzaron a manotear buscando una salida y cuando ya casi 



no podía controlarlos, alertados por el alboroto, llegaron varios

soldados que patrullaban cerca.

Era increíble, pero allí estaba de nuevo Napius.

“¿Es que no había más soldados en Tarraco?”, me preguntaba.

- Pero bueno, ¿cómo es posible que estés metido en todos

los conflictos de la ciudad? -dijo él-. Aunque en esta ocasión tu

comportamiento no ha podido ser más meritorio. Tú solito has

desbaratado un complot organizado contra el emperador, a

quien acabas de salvarle la vida. Debo reconocer que has sido

muy valiente.

Los conspiradores también se sorprendieron al reconocerme.

- ¡Tú! -dijeron al unísono.

- Cómo has conseguido sobrevivir, no es posible -se lamentó

uno de ellos-. Ni el león, ni los carros, debes ser el favorito de

los dioses.

Pero en aquel momento los reconocimientos, agasajos y

confesiones nada importaban.

- ¡Silencio! -grité yo, totalmente fuera de mí.


- ¡Ya no se escuchan las trompetas! ¡Ha terminado el desfile!

-clamé enfurecido-. Ya no podré ver al emperador. Ya nunca

conseguiré tener toda la suerte del mundo.

Todos se marcharon y yo permanecí allí, acurrucado con mis

penas. Decepcionado, me quedé dormido recordando las

penurias que había sufrido en la villa. Después de haberme

sentido libre por primera vez en aquella ciudad, resultaba muy

duro aceptar que debía volver para seguir siendo esclavo.

VI

El rayo de luz más intenso que proyectó la mañana me

despertó. Al abrir los ojos vi ante mí a un centurión y a dos

obedientes soldados. Pensé que ya habían denunciado mi

desaparición y figuraba en la lista de esclavos fugitivos, pero

me sorprendía tanta guardia para un simple esclavo como yo.

- Tengo órdenes de llevarte conmigo -dijo el centurión.

- Si yo ya me marchaba a la villa, no tienen que preocuparse

por mí -dije con voz sumisa.


- Síguenos.

Cualquiera se negaba ante aquellas convincentes lanzas y

espadas gigantes que portaban.

Salimos del túnel a la plaza. Parecía que habían pasado varias

legiones triunfantes por ella. Restos de comida, pétalos de

flores, excrementos de caballos, conformaban una mullida

alfombra por la que comenzamos a caminar.

Nos dirigíamos en dirección al pretorio. Los soldados no

soltaban prenda y yo comenzaba a inquietarme.

Nos detuvimos en la entrada y hasta que no conseguimos el

permiso pertinente del guardián de la puerta no pudimos

acceder al interior.

- Pero qué hago yo aquí -les preguntaba con insistencia a mis

centinelas.

- Aguarda aquí -dijo el centurión.

Acatando sus indicaciones, permanecí de pie, en medio de un

pasillo con el suelo cubierto de mármol blanco y las paredes

pintadas de rojo, custodiado por un centinela.


Aterido de frío, intenté calentarme las manos en un brasero de

bronce cuyas patas emulaban las garras de un animal. Cuando

las piernas comenzaban a entumecerse y la desazón

avanzaba, un soldado me pidió que lo acompañase.

Como una sombra seguí sus pasos al mismo ritmo que él había

marcado, hasta que de repente se detuvo y abrió de par en par

las dos puertas de madera, que daban acceso a un amplio

salón con el suelo adornado por un hermoso mosaico de

brillantes colores.

Ante mí, sentado sobre un majestuoso sillón labrado en piedra

blanca, aguardaba un personaje ataviado con una toga de color

púrpura imperial. Antes de marcharse, el joven soldado me

empujó hacia él y quedé allí plantado, sin saber qué hacer. Aún

estaba lejos del insigne personaje; tímidamente di unos pasos

más hasta que aquel noble rostro fue bien visible. El pelo

rizado, al igual que la barba, tan cuidados, como sus gestos,

sólo podían pertenecer a un hombre. Enseguida supe de quién

se trataba: no había dudas, me hallaba ante Adriano, ante

nuestro emperador.

- ¿Cómo te llamas? -me preguntó.


- Soy Minus y he venido a Tarraco sólo para verle -me atreví a

responder.

No podía creerlo, estaba frente el emperador, lo tenía muy

cerca y sólo para mí.

- He sido informado de tu acto heroico y quiero

recompensarte por ello.

Su asistente me entregó un pequeño cofrecillo de madera.

- Ábrelo -me dijo.

Estaba repleto de monedas.

Pero yo no atendía a nada de lo que hacía o decía el hombre

más poderoso del imperio, sólo lo miraba sin pestañear.

- Gracias, señor -acerté a decir, con los ojos secos, casi

petrificados, pero abiertos de par en par.

La audiencia terminó pronto. En el pasillo que conducía a la

salida me crucé con Napius, que como siempre estaba en

todas partes.
- Ya puedo borrar tu nombre de la lista de esclavos fugitivos,

si yo lo sabía, estabas el primero. Aunque ya nada importa,

¡enhorabuena muchacho! Ahora podrás comprar tu libertad.

Al salir de allí, custodié aquel obsequio entre mis ropas y

cuando al fin conseguí reaccionar, fui consciente de lo que me

había ocurrido.

Le hablé entonces a Senectud, que tal vez me estaba

observando desde su otra vida.

- Es una pena que no estés aquí. Júpiter tenía razón, he

conseguido ver al emperador y ahora tengo toda la suerte del

mundo.

Fin
Glosario

ADRIANO: Emperador del imperio romano (117-138 d.C.)

ANFITEATRO: Lugar público utilizado en la Antigua Roma para

espectáculos y juegos, principalmente la lucha de gladiadores.

Tenía forma ovalada.

ARCO DE TRIUNFO: Monumento con carácter

conmemorativo.

AUGUSTO: Primer emperador romano. Fue divinizado.

AURIGA: Conductor de carros que competían en el circo.

BASÍLICA: Edificio ubicado en el foro y destinado para impartir

justicia principalmente.

CÁRCERES: Espacio en el circo romano con salida a la arena

donde se colocaban los carros dispuestos para iniciar la

competición.

CENTURIÓN: Oficial del ejército romano.

CIRCO: Recinto alargado, destinado principalmente a las

carreras de bigas o cuadrigas, entre otras.


CUADRIGA: Carro tirado por cuatro caballos en línea.

CURIA: Edificio donde se reunía el Senado local.

EOLO: Dios del Viento en la mitología griega.

ESPINA: Muro colocado en medio del circo y en torno al cual

se desarrollaba la carrera.

FORO: Zona central de una ciudad semejante a las plazas

actuales, donde tenía lugar el comercio, la administración, la

justicia y la religión. Solía haber un foro municipal exclusivo de

la localidad y un foro provincial enfocado para asuntos

relacionados con la provincia.

GLADIADORES: Combatiente armado que entretenía al

público en la Antigua Roma en diferentes tipos de

confrontaciones.

JÚPITER: Es el dios principal de la mitología romana.

PLAZA PORTICADA: Espacio cubierto que permite el tránsito

de peatones.

PRETORIO: Residencia del procurador.

SEXTERCIO: Moneda de plata en la Antigua Roma.


SILLAR: Piedra labrada por varias de sus caras.

TEATRO: Construcción típica del imperio cuya finalidad era la

interpretación de obras griegas y latinas.

TITÁN: En la mitología griega eran una raza de poderosos

dioses.

VÍA AUGUSTA: Calzada romana más larga de Hispania que

discurría desde los Pirineos hasta Cádiz, bordeando el

Mediterráneo.
La autora
M. Eloísa Caro Durán
M. Eloísa es licenciada en Historia, especialidad de Arqueología. Sus
relatos nos sumergen en el fascinante mundo antiguo con un
carácter eminentemente didáctico pero con una total fiabilidad
histórica.

Es una apasionada defensora del Patrimonio Cultural definiéndolo


como “todo aquello que se conoce, se aprecia, y por lo tanto se
respeta”. Con sus relatos, la autora desea dar a conocer y divulgar
nuestro patrimonio Histórico y Arqueológico.

Eloísa ya ha publicado varios libros de relatos históricos entre los


que podemos citar El secreto de la seda en Editorial Editarx y
Amazon, Pasadizo en el tiempo, en Amazon, Microhistorias en
Hispania, en Amazon, y Pedacitos de Historia. Sorbitos de
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M. Eloísa también realiza charlas-taller para institutos, colegios,


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Contacto: pedacitosdehistoria@gmail.com
La ilustradora
Carmen Ramos
Carmen es ilustradora infantil. Le encanta crear ilustraciones
para los más peques y lo hace de forma magistral.

Licenciada en Comunicación Publicitaria y Diplomada en Gestión


de Negocios, esta argentina vibra cuando se pone en su estudio
a ilustrar.

Carmen está muy involucrada en la educación, la infancia, las


artes, la cultura, el medio ambiente y la ayuda humanitaria. Un
ejemplo para todos.

Carmen es colaboradora habitual de nuestra editorial. Ha


ilustrado nuestros libros Peppoff y Kampeón, El libro mágico de
la Naturaleza, y Pequeñas historias de grandes civilizaciones, y
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Estamos encantados con ella.

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