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El cuarto gris
Título original: The Grey Room
Traducción: Josefina Martínez Alinari
Ilustró la tapa: José Bonomí
Emece Editores
Colección El Séptimo Círculo 120
Buenos Aires – Argentina
30 de noviembre de 1954
ÍNDICE
Capítulo 1. La partida de caza
Capítulo II. Un, experimento
Capítulo III. En el mirador
Capítulo IV. «Por la mano de Dios»
Capítulo V. Lo invisible se mueve
Capítulo VI. La orden de Londres
Capítulo VII. El fanático
Capítulo VIII. Los trabajos de los cuatro
Capítulo IX. La vigilia nocturna
Capítulo X. El signor Vergilio Mannetti
Capítulo XI. El príncipe Djem
Capítulo XII. El toro dorado
Capítulo XIII. Dos notas
CAPÍTULO PRIMERO «
LA PARTIDA DE CAZA
Los MACHONES de la entrada principal de Chadlands eran de ladrillo rojo, y sobre cada
uno de ellos descansaba una enorme esfera de granito gris. Detrás se extendía el parque, donde
los árboles del bosque, recién podados al principio del invierno, respondían al sol poniente con el
fuego de su escaso follaje. Los árboles se hundían hasta perderse de vista entre matas de
helechos, y en medio de sus troncos se elevaba ya una niebla azul, el aliento de la tierra que la
venida del frío hacía visible. La helada estaba en el aire, y la hoz de la luna nueva brillaba donde
el crepúsculo apagaba el verde del cielo occidental.
Los cazadores volvían, y ocho hombres y tres mujeres aparecieron ante las grandes
puertas. Uno de ellos iba montado en un caballito gris, y a cada lado suyo andaba una mujer.
Charlaban entre sí, y el grupo de personas vestidas de tweed entraron en el parque, avanzaron
hacia la casa solariega que se alzaba a casi un kilómetro de distancia.
Entonces un anciano salió de un pabellón, oculto detrás de un bosquecillo de laureles, ya
dentro del parque, y cerró las grandes puertas de hierro forjado. Pertenecían a un llamativo
período italiano y eran más imponentes que distinguidas. Sobre ellas, y pertenecientes a una
época posterior, había dos escudos de armas, con cimera y divisa: los atributos heráldicos del
actual dueño de Chadlands. Éste apreciaba tales cosas, pero no era responsable del trabajo. Era
una reliquia, imbuido de viejas opiniones; y su escudo de armas, ganado en épocas olvidadas, sólo
le interesaba menos que su medalla al valor, el único derecho personal que tenía al honor público.
En la juventud había sido soldado, pero seguía siendo un subalterno cuando murió su padre y
entró en posesión de la herencia.
Ahora, sir Walter Lennox, quinto baronet, había envejecido, y su invencible bondad, sus
principios arcaicos, su cuantiosa riqueza y sus limitadas experiencias con la realidad, producto
de esa riqueza, lo habían convertido en un hombre popular y respetado. Sin embargo,
despertaba gran indignación entre los terratenientes locales por su generosidad y desdén de
todos los principios económicos; y mientras sus colonos veían en él al ejemplar típico del
terrateniente, y sus criados lo adoraban, con sobrados motivos, sus amigos, cansados de
protestar, se creían obligados a perdonarle los malos precedentes y la equivocada liberalidad,
completamente fuera del alcance de los desdichados que viven de sus tierras. Pero sir Walter
regía la casa solariega a su espléndido modo y se maravillaba de que otros hombres declarasen
hallar dificultades en problemas que él resolvía tan fácilmente.
Aquella noche, después de ejecutar un poco de música, el grupo de los invitados se
dirigió a la sala de billar, y mientras la mayoría de los hombres, después de un día de caza, se
contentaban con sentarse cómodamente frente a la chimenea donde ardía un fuego de leña, sir
Walter, que había estado a caballo la mayor parte del día, declaraba que no se encontraba
cansado y que quería jugar.
—Nada de excusas, Henry —dijo; y se volvió hacia un joven sentado en una silla larga,
fuera del círculo de la chimenea.
El joven se sobresaltó. Tenía los ojos fijos en una mujer, sentada junto al fuego, que
estrechaba la mano de un hombre. Su actitud era la que los amantes refinados adoptarían sólo
en privado, pero la pareja no era refinada, y amantes aún, aunque casados. Carecían de
afectación, y al marido le gustaba tener en la mano la mano de su mujer. Después de todo, una
cosa imposible antes de casarse puede parecer muy correcta después, y ninguna de las personas
mayores miraba con cinismo su devoción.
—¡Está bien, tío! —dijo Henry Lennox.
Se levantó; era un hombre alto, de hombros fuertes, rostro juvenil completamente
afeitado y pelo color de lino. Habría sido bien parecido a no ser por la nariz, que tenía roto el
puente, pero los ojos castaños eran hermosos, y la barbilla y la boca firme estaban bien
modeladas. En su rostro se reflejaban la imaginación y la reflexión.
Sir Walter se apuntó treinta tantos y con el taco dio un golpe a la bola.
—Esta noche gano —dijo.
Era un hombre bajito y bien plantado, de rostro vulgar y una expresión qué se veía
raramente en un hombre de menos de setenta años. La vida no lo había desconcertado; su
moderado intelecto la había aceptado tal cual era y, a través de la lente mágica de la buena
salud, el buen carácter y la gran fortuna consideraba la existencia como una cosa deseable y
fácil de llevar con decoro. "No se necesita más que paciencia y cerebro", declaraba siempre. Sir
Walter llevaba monóculo. Se estaba quedando calvo, pero conservaba un par de patillas grises,
de respetable tamaño aún. El rostro lo desmentía, pues era de rasgos severos. Se habría dicho
que era un ordenancista, pero sólo hasta que se ponían de manifiesto sus amables opiniones y su
personalidad condescendiente. El anciano no era vanidoso; sabía que un mundo muy distinto al
suyo se extendía en derredor. Pero era sereno, y las circunstancias no habían logrado turbar su
eterna complacencia. De joven tuvo un desengaño amoroso y se casó tarde. No tuvo hijos
varones y era viudo, cosas que, a su entender, empequeñecían su buena fortuna en todos los
demás aspectos. Sostenía la cómoda doctrina de la igualdad de las cosas y creía sinceramente
que había sufrido las mismas penas y decepciones que cualquier Lennox de la historia de la raza.
Su única hija y su primo, Henry Lennox, habían sido criados juntos y eran de la misma
edad: los dos tenían veintiséis años. El muchacho era el heredero de su tío y se quedaría con la
finca y con el título; y sir Walter había esperado que se casase con Mary. El joven no tenía nada
que objetar a dicho plan. Amaba realmente a la muchacha; incluso se pensaba que entre los dos
existía un entendimiento tácito, que por parte de Henry se fue haciendo más ardiente cada vez,
aunque por parte de ella no llegó a madurar jamás. Pero sabía que su padre deseaba aquel
matrimonio y se imaginaba que alguna vez se realizaría.
Sin embargo, no estaban comprometidos al estallar la guerra en Europa, y Henry, que
tenía veintiún años, fue a la escuela de oficiales del Quinto de Devon, mientras su prima
ingresaba en la Cruz Roja y prestaba servicio en Plymouth. El accidente terminó con el nebuloso
idilio y trajo el verdadero amor a la vida de Mary, poniendo fin a las esperanzas de Henry. Éste
fue destinado a la Mesopotamia, cayó en seguida enfermo de ictericia, fue enviado a la India
para que convaleciese, y, al volver al frente, estuvo combatiendo contra los turcos. Pero la
suerte quiso que no ganase ninguna medalla. Cumplió su deber en malas circunstancias, y a su
odio de la guerra se unió la pena que le produjo el saber que Mary se había enamorado. Era un
joven ingenuo y amable, un Lennox típico, que tuvo un éxito en Harrow, el cual pagó cuando le
rompieron la nariz al ganar, a los diecinueve años, el campeonato de peso pesado de las escuelas
públicas. En el Oriente boxeaba aún; y cuando sus amores terminaron, se le contagió la epidemia
de hacer versos y escribió un volumen de poemas inofensivos, con gran asombro de la familia.
A Mary Lennox la guerra le trajo un esposo marino. El capitán Thomas May, gravemente
herido en Jutlandia, se enamoró de la joven sencilla y atractiva, de linda figura, que lo cuidó
durante la convalecencia y, como declaraba él, le salvó la vida. Era un hombre impulsivo, de
treinta años, barba oscura, ojos negros y temperamento fogoso. Procedía de una pequeña vicaría
de Somerset y era hijo único de un pastor, el Reverendo Septimus May. Como sólo conocía a la
muchacha por el título de "enfermera Mary", y se había enamorado apasionadamente por
primera vez en su vida, se le declaró el primer día que le permitieron levantarse, y como Mary
Lennox compartía sus emociones, le dio el sí antes de que él supiera el nombre de ella.
Es imposible describir la impresión que el amor produjo en Mary Lennox. Había llegado a
considerarse vagamente comprometida con su primo e imaginaba que el afecto que sentía por
Henry era el que sentiría por cualquier hombre. Pero la realidad la despertó, y su gozo no la hizo
egoísta, ya que no estaba en su naturaleza el serlo; sólo le enseñó lo que era el amor y la
convenció de que no podría casarse más que con el marino herido. Y esto lo sabía mucho antes de
que él estuviera siquiera en condiciones de demostrar que apreciaba sus cuidados. El sonido de
la voz de él la hacía estremecerse aún antes de que Tom tuviera las fuerzas suficientes para
hablar en voz alta. Y sus profundos acentos, cuando los oyó, le produjeron un efecto que no le
había causado voz alguna. El primer indicio de que recuperaba la salud fue su petición de que
debían cortarle la barba; y le estaba haciendo el amor a Mary a los tres días después de haber
sido declarado fuera de peligro. Entonces Mary comenzó realmente a vivir, y al considerar su
vida anterior se maravilló de que hubiera estado constituida por perros, caballos y aparejos de
pesca. La revelación la turbó, y en largas páginas dio cuenta a su primo de aquellas emociones.
No especificó las causas del cambio, pero él leyó entre líneas, comprendiendo que era un hombre
y no la guerra lo que había alterado y profundizado sus conceptos. Él no había logrado aquello,
pero no se encolerizó con la muchacha, ya que Mary no le había fingido ardor ni emoción de
ninguna clase. Aunque era muy joven, siempre había temido que ella no lo quisiera como amante.
Esperaba que algún día lograría abrirle los ojos, pero fue otro quien lo hizo.
Por lo tanto, no experimentó sorpresa alguna cuando Mary le comunicó la noticia de su
compromiso. Él le escribió la mejor carta de su vida e hizo un gran esfuerzo para reír de su
infantil afecto y para disminuir cualquier remordimiento que Mary pudiera sentir por causa de
él. El padre de la joven tomó al principio la noticia muy a pecho, pues opinaba que ya le habían
ocurrido desgracias suficientes para nivelar su prosperidad. Pero sentía un profundo cariño
hacia la hija, y el mágico cambio experimentado por ella ante la nueva revelación lo convenció de
que sentía una plenitud de vida emocional que sólo podía ser el signo exterior del amor. También
era una cosa clara que Mary estaba enamorada por primera vez; pero no quiso dar su
consentimiento hasta haber conocido al novio y haberse informado acerca de él. Sin embargo,
aquello no alarmaba a Mary, pues opinaba que Thomas May iba a resultar muy del agrado de sir
Walter. Y así sucedió. El marino era un caballero; se había declarado sin la menor idea de a quién
ofrecía su mano indigente, y, cuando se enteró, su turbación fue tan grande que Mary aseguró al
padre que había creído en un cambio de idea del novio.
—Si no lo hubiese amenazado con la deshonra y el incumplimiento de la promesa, creo
que me habría dejado —dijo.
Y llevaban ya seis meses de casados, y Mary se hallaba sentada junto al fuego con su
mano en la de Tom. El marino estaba con licencia, pero esperaba volver al barco, anclado en
Plymouth, dentro de un par de días. Su suegro le había prometido visitar el navío, pues conocía
poco la Marina. Los Lennox habían sido soldados o clérigos desde el fundador de la raza, un gran
abogado.
El juego de billar seguía, y cuando sir Walter iba por las ochenta carambolas, Henry
abandonó antes de llegar a las quince. Entonces, Ernest Travers y su esposa —viejos y queridos
amigos de sir Walterse unieron al juego. Mr. Travers era de Suffolk y había servido a sir
Walter en Eton. La camaradería no se había interrumpido, y no pasaba un año sin que se hicieran
visitas recíprocas. Travers también miraba la vida con los ojos de un hombre rico. Tenía sesenta
y cinco años y era pomposo, corpulento y rubicundo, chapado a la antigua. Su esposa, diez años
más joven que él, era amante del placer, pero, en opinión suya, había cumplido más que con su
deber al darle dos hijos y una hija. Eran seres bondadosos e incoloros, que vivían en un círculo
de otra gente semejante a ellos. La guerra los había moderado y en los primeros momentos les
quitó al hijo menor.
Nelly Travers ganó en medio de felicitaciones, y Tom May invitó a otra mujer, una Diana
que vivía para el deporte y había venido a la cacería con su tío, Mr. Felix Fayre—Michell, Pero
Millicent Fayre—Michell se negó.
—He cazado seis perdices, una liebre, y dos faisanes —dijo— y estoy medio dormida.
Había otros hombres presentes, de tipo semejante. Era una reunión convencional de
quídam ricos, influyentes en su círculo y desconocidos fuera de él, carentes del intelecto o la
habilidad suficientes para crearse independientemente una posición en el mundo, a no ser por el
accidente del dinero recibido de sus progenitores.
Si cualquiera de ellos se hubiera visto obligado a ganarse la vida, lo habría hecho sólo
muy modestamente. De todo el grupo, únicamente uno —el más joven tenía derecho a la
celebridad que le daba su librito de versos de la guerra.
Y entonces, en las vidas de aquellos seres vulgares iba a producirse un acontecimiento
único y extraordinario. La existencia, que había discurrido sin incidentes personales, salvo un
trazado común a todos ellos, dentro de doce horas los pondría frente a la realidad. Estaban
destinados a soportar, de cerca, un suceso tan extraordinario y sin igual que, por una vez en sus
vidas, se harían interesantes para el ancho mundo situado más allá de su limitado circuito y se
convertirían en el centro de la atención de amigos y conocidos.
La mayoría de ellos, realmente, apenas si tocaron el borde del misterio, ni se vieron
envueltos en él; pero incluso hasta ellos llegó el reflejo de la gloria. Al menos fueron objetos de
atracción en otros lugares y durante y durante muchos meses dieron lugar a conversaciones de un
carácter más interesante y conmovedor de todas las que habían originado antes.
La actitud de tales gentes, con respecto al acontecimiento, y sus opiniones acerca de él
habrían sido muy fáciles de predecir; no hubiera sido justo el reírse de su terror y turbación,
de la confusión de sus lenguas ni de las fatuas teorías que aventuraron como explicación. Pues
gentes más sabias que ellos —hombres experimentados en los problemas de la humanidad y
acostumbrados a resolver los enigmas— al poco tiempo no estaban en mejor situación.
Una observación muy trivial e inocente fue el preludio del desastre; y si el que habló
hubiese adivinado que su broma habría de traducirse al poco en penas, miserias y horrores,
seguramente no la hubiera hecho.
Las mujeres se habían acostado, y los hombres se encontraban sentados en torno a la
chimenea, fumando y admirando el whisky añejo de sir Walter. Éste había arrojado la colilla del
cigarro y le decía a su yerno:
—Mañana hay que ir a la iglesia, Tom. Nada de calaveradas. Cuando me conociste,
recuerda que ibas dos veces a la iglesia, cada domingo, como un cordero. No pienso consentir
negligencias.
—Mary se encargará de ello.
—Y tú, Henry.
Sir Walter, al perder las esperanzas con respecto a su hija y su sobrino, había seguido
tratando al joven con igual tacto y cariño. Sentía lástima de Henry; lo quería y no dudaba de que
el muchacho resultase un sucesor digno de él. Thomas May era un hombre con el cual no se podía
pelear, y él y el antiguo amor de su esposa se hallaban, al cabo de una semana de trato, en
términos muy amistosos.
—No faltaré, tío.
—¿Alguien quiere otro whisky? —preguntó sir Walter, levantándose.
Era la señal de partida, e iba seguida invariablemente por las profundas campanadas de
un reloj de pared que había en el hall. Cuando sonó la oncena, el dueño de la casa se puso en pie;
pero aquella noche lo detuvieron. Tom May habló:
—Fayre—Michell no conoce la historia del fantasma —dijo—, y Mr. Travers desea tomar
otro whisky. Si no lo hace, no va a dormir esta noche. Hoy ha hecho la labor de diez hombres.
—Yo no sabía que tenía un fantasma, sir Walter. Me interesan mucho las investigaciones
psíquicas. De modo que si no lo detengo mucho... —dijo Mr. Fayre—Michell.
—¿Un fantasma en Chadlands? —preguntó Ernest Travers—. Nunca me ha hablado de él.
—Todos los fantasmas son una patraña —declaró otro invitado, un joven "coronel" de la
guerra.
—Lamento su actitud, Vane. Posiblemente, nuestro fantasma es una patraña, o, más bien,
no tenemos fantasma de ninguna clase. Ésa es mi impresión. Pero las generalidades son siempre
fútiles. Al menos no tiene derecho a decir: "Todos los fantasmas son una patraña." Porque no
puede probar que lo sean. La evidencia en contrario es más fuerte.
—Lo siento —dijo el coronel Vane, un hombre sin orgullo—. No me imaginaba que usted
creía en ellos, sir Walter.
—Sinceramente, creo en ellos.
—Yo también —declaró Ernest Travers—. Y a mi mujer le ocurre lo mismo; tiene buenas
razones para ello. Una amiga suya vio realmente un fantasma.
—El espiritismo y los espíritus son dos cosas completamente distintas —afirmó Mr.
Fayre—Michell—. Puede rechazar el espiritismo y, sin embargo, creer firmemente en los
espíritus.
Era un hombre de cabeza estrecha, completamente afeitado, con pelo y bigote grises.
Tenía el cuerpo pequeño, las piernas muy largas y, aunque entonces era un veterano, seguía
siendo uno de los mejores tiradores del oeste de Inglaterra.
Ernest Travers le dio la razón. En realidad, todos se la dieron. Sir Walter prosiguió:
—Si se es cristiano, hay que creer en el espíritu de los muertos —declaró—; pero
extremar las cosas hasta el hecho de llamar a dichos espíritus a este mundo y consultar a
gentes que se declaran capaces de hacer esto (en general tipos muy dudosos), eso es
condenable, a mi parecer. Niego que existan medium que comuniquen con el nuestro el mundo de
los espíritus, y pensaría siempre que la persona que se dice portadora de tal poder es un
charlatán. Pero los espíritus de los muertos se han aparecido y han sido reconocidos por los
vivos, ¿quién puede negar eso?
"Mi yerno ha tenido recientemente la experiencia de un caso notable. En realidad,
conoce a un hombre que iba a embarcar en el Lusitania, y su mejor amigo, un soldado caído en el
Marne, se le apareció y le aconsejó que no lo hiciera. El conocido de Tom no puede decir que
escuchase las palabras, pero desde luego reconoció al amigo muerto, cuando estaba de pie junto
a su lecho, y recibió mentalmente un claro aviso antes de que la visión desapareciese. ¿No es
cierto, Tom?
—Exactamente. Y Jack Thwaites (que es como se llamaba el hombre de Nueva York) le
habló a otros cuatro acerca de aquello, y tres siguieron el consejo y no embarcaron. El cuarto se
fue, pero no se ahogó. Salió con bien de la prueba.
—No cabe duda de que los difuntos se aparecen en espíritu; esto se ha visto
frecuentemente —reconoció Travers—. Pero no creeré jamás que están a la merced de uno para
hacer sonar tambores y mover muebles. No puede llamarse por teléfono a los muertos, como se
hace con los vivos. La idea es insufrible e indecente. Nadie puede hablar de esta manera por la
boca de otro, ni decirnos la posición u ocupación presente de un difunto, los cigarros que fuma y
el licor de su gusto. Tales ideas degradan nuestras impresiones de la vida de ultratumba. Son, si
se me permite decido, repugnantemente antropomórficas. ¿Cómo podemos siquiera dar por
sentado que nuestros espíritus conservarán la forma y los atributos humanos después de la
muerte?
—Sería a la vez pobreza de espíritu y falta de religión el tratar de llegar a esas cosas —
declaró el coronel Vane.
—Y la confusión se hace aún mayor al decir que los espíritus malos tratan a veces de
burlarnos, haciéndose pasar por espíritus buenos. Eso es ir ya demasiado lejos —dijo Henry
Lennox.
—Pero ¿y su fantasma, sir Walter? —preguntó Fayre—Michell—. Existe el hecho
curioso de que la mayoría de las casas realmente antiguas tienen su fantasma. ¿Es un espectro
familiar? ¿Ha sido bien autenticado? ¿Tiene su reino en algún lugar especial de la casa o el
jardín? No lo pregunto por mera curiosidad. Se trata de un tema muy interesante, si se lo
estudia desde el punto de vista adecuado, tal como lo haría la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas de la cual formo parte.
—No estoy preparado para reconocer que tengamos un fantasma —repitió sir Walter—.
Las casas antiguas, como usted dice, con frecuencia tienen su leyenda, y aquí un sendero del
jardín y allí una habitación o pasadizo están asociados con algo misterioso y contrario a la
experiencia. Esta casa es de la época de los Tudor, y las generaciones sucesivas la han alterado.
En el extremo oriental del gran corredor hay un cuarto que siempre tuvo mala reputación. En
nuestros días nadie ha visto nada, y ni mi padre ni mi abuelo han contribuido a la historia con
experiencias personales. Se trata de un dormitorio, como verán si les interesa. En él ocurrió
algo muy triste. Fue hace doce años, cuando Mary era una niña aún, dos años después de que
muriese mi esposa.
—Walter, no nos diga nada que pueda causarle pena —dijo Ernest Travers.
—En aquella época me produjo un vivo pesar. Ahora se trata de una vieja historia, y
afortunadamente puede recordársela como una desdichada coincidencia. Sin embargo, tengo que
contar un incidente ocurrido en vida de mi padre, aunque no tiene nada que ver con mi penosa
experiencia. Pero forma parte de la historia, si historia puede llamarse. Cuando yo era niño, tuvo
lugar una muerte en el Cuarto Gris. Debido al sentimiento general en contra de él, nunca
poníamos huéspedes allí, y en vida de mi padre había quedado relegado como leñera. Pero el día
de Nochebuena, cuando teníamos la casa completamente ocupada, vino inesperadamente una tía
de mi padre: una mujer muy anciana que siempre hacía algo inusitado. Antes, jamás había venido
a la reunión de la familia, pero en aquella ocasión se presentó y declaró que como aquélla era la
última Navidad que iba a estar con vida, había querido unirse al clan, del cual era jefe mi padre.
Su brusca llegada debió poner a prueba nuestros recursos, pero ella nos recordó el Cuarto Gris
y, al saber que estaba vacío, insistió en ocuparlo. Se trata de un dormitorio, y mi padre, que
personalmente no sentía hacia él aversión ni miedo, no puso la menor objeción al pedido de la
serena anciana. Ésta se retiró a dormir, y a la mañana siguiente fue hallada muerta. No se había
acostado, sino que, aparentemente, se disponía a hacerla cuando cayó muerta. Tenía ochenta y
ocho años, había hecho un largo viaje en coche desde Exeter y comido una abundante cena antes
de ir a acostarse. No se sospechó de su doncella, y el médico halló la muerte muy natural. Jamás
se la asoció más que con causas naturales. Sólo acontecimientos muy posteriores me recordaron
el asunto. Entonces, alguien habló de la Navidad estropeada y de la cólera egoísta mía y de los
otros niños, al ver que la Navidad quedaba privada de los usuales regocijos.
"Pero hace doce años Mary cayó gravemente enferma de neumonía, y hubo que llamar
apresuradamente a una enfermera, ya que su fiel doncella, Jane Bond, que está aún con
nosotros, no podía atenderla noche y día. Un telegrama al Instituto de Enfermeras nos trajo a
Mrs. Gibert Forrester. Era una mujer menudita, pero muy atractiva y capaz. Había sido
enfermera antes de casarse con un médico y, cuando éste murió, volvió a ejercer la profesión.
Mrs. Forrester quiso que su habitación estuviera lo más cerca posible de la de su paciente y
puso objeciones al saber que la habían instalado al otro extremo del corredor. "¿Por qué no en la
habitación inmediata?", preguntó. y yo tuve que decirle que aquella habitación tenía mala fama y
que no se empleaba. "¿Mala fama? ¿Es insalubre?", preguntó; y yo le expliqué que la tradición le
atribuía una siniestra influencia. "En realidad", dije, "se la considera embrujada. No es que haya
visto u oído nada durante mi vida", añadí; "pero a la gente miedosa no le gusta esa habitación, y
yo no quiero tomar la responsabilidad de instalar a nadie allí sin informarle antes." Ella rió. "No
tengo miedo de los fantasmas, sir Walter", dijo, "y es obvio que debo instalarme ahí. Tengo que
estar lo más cerca posible de mi paciente, para que la persona que la atienda mientras yo
descanso pueda llamarme en cualquier momento."
"Nosotros comprendimos que tenía completa razón. Era una mujercita valerosa que se
burló de Masters y las doncellas mientras encendían el fuego y arreglaban la habitación. En
realidad, se trata de un cuarto muy agradable en todo aspecto. Sin embargo, yo vacilaba y no
podía decir que estaba tranquilo del todo. Sentía una inquietud que la indiferencia de ella no
logró desvanecer. La atribuía a la alarma que me ocasionaba el estado de Mary y también a un
atisbo... ¿de qué?... Pudo ser la irritación causada por el patente desdén que Mrs. Forrester
sentía por mi superstición. El Cuarto Gris es grande y cómodo, con un hermoso mirador que da
sobre el porche oriental. La enfermera estaba encantada y se burló de mis temores. "Espero que
después de irme no volverá a decir que esta encantadora habitación está embrujada", dijo.
"A Mary le agradó la enfermera y, en realidad, parecía aliviada después de que Mrs,
Forrester hubo pasado una hora en su habitación. A la enfermera le gustaban los niños y sabía
conquistados. Además era muy hábil e inteligente. Incluso tenía algo de genial. Su voz era
melodiosa, y los modales suaves. Pude apreciar su labor pues durante aquel día no me aparté del
lado de mi hija. Mrs. Forrester llegó durante las horas críticas, pero desde el principio se
declaró muy confiada.
"Cayó la noche; la niña dormía, y Jane Bond vino a las diez en punto para relevar a la
enfermera. Mrs. Forrester se retiró, diciendo que la llamasen a las siete, o en cualquier
momento, si Jane la necesitaba. Estuve con Jane hasta las dos y entonces me fui a acostar.
Antes de que lo hiciera, Mary bebió un poco de leche y pareció que conservaba las fuerzas.
Estaba agotado y, a pesar de mi inquietud, me dormí profundamente y no me desperté hasta que
mi ayuda de cámara me llamó media hora antes de lo usual. Lo que me dijo hizo que me
despertase y saltase en seguida de la cama. Habían llamado a las siete a Mrs. Forrester, pero
ésta no respondía. La doncella no pudo abrir la puerta porque estaba cerrada con llave. Un
cuarto de hora después, e! ama de llaves y Jane Bond habían llamado a gritos a la enfermera, sin
obtener respuesta. Entonces me buscaron a mí.
"No me quedaba más remedio que ordenar que echasen abajo la puerta, y estábamos
entregados a dicha tarea cuando Mannering, mi médico, que estuvo cazando hoy con nosotros,
vino a ver a Mary. Le dije lo que había ocurrido. Fue a ver a mi hija y quedó satisfecho de su
estado: la halló un poco más fuerte; y en el momento en que me decía esto la puerta del Cuarto
Gris cedió. Mannering y mi ama de llaves, Mrs. Forbes, entraron en la habitación, mientras
Masters y Fred Caunter, mi lacayo, que habían roto la cerradura, y yo permanecíamos fuera.
"Al poco, el médico me llamó y entré en la habitación. Mrs. Forrester yacía en e! lecho,
aparentemente despierta, pero no lo estaba. Dormía el sueño eterno. Tenía los ojos abiertos,
pero vidriados, y estaba fría ya. Mannering declaró que llevaba muerta varias horas. Sin
embargo, salvo una ligera palidez, nada en ella indicaba la muerte. En su rostro había una
expresión de asombro, pero aparte de aquello tenía el mismo aspecto que cuando me dio las
buenas noches. En la habitación todo se encontraba en orden. Se hallaba entonces iluminada por
los primeros rayos del sol, pues las persianas estaban descorridas, y la ventana abierta de par
en par. La pobre enfermera había muerto sin emitir ningún sonido o señal que indicase algún
peligro, pues en medio del silencio de la noche Jane Bond tendría necesariamente que haber oído
cualquier rumor alarmante. A mí me parecía imposible que estuviésemos contemplando un
cadáver. Pero lo era, aunque el médico, por mera formalidad, tomó algunas medidas para tratar
de reanimarla, sin conseguirlo.
"Hubo un examen post mortem; una encuesta; y Mannering, que sentía profundo interés
profesional, llamó a un amigo de Plymouth para que realizase la autopsia. Su informe asombró a
todos los interesados y fue la coronación del misterio, pues no pudo hallarse ninguna huella de un
mal físico que explicara la muerte de Mrs. Forrester. Era delgada, pero sana, y no se encontró el
menor rastro de veneno. La vida la había abandonado, sin ningún motivo físico. La investigación
probó que no había traído drogas, y los informes de la institución donde trabajaba no arrojaron
luz sobre el asunto. Mrs. Forrester era una de sus enfermeras favoritas, y la noticia de su
muerte súbita causó dolor a muchos amigos personales de la enfermera.
"Los médicos comprendieron su fracaso para hallar a la muerte una causa natural y
científica. El doctor Mordred, de Plymouth, un patólogo eminente, titubeó bastante, según me
dijo posteriormente el doctor Mannering. La mente del científico odia, al parecer, verse frente
a algún misterio que no puede explicar. Considera tal suceso como un desafío al intelecto humano
y no recuerda que estamos envueltos de misterios, como de ropas, y que los días y las noches
están cargados de fenómenos que el hombre no podrá explicar jamás.
"Los familiares de Mrs. Forrester (la hermana y la anciana madre) vinieron al funeral.
También vino su mejor amiga, otra enfermera cuyo nombre no recuerdo. Fue enterrada en
Chadlands, y su tumba se encuentra cerca de las de nuestra familia. A Mary le gusta atenderla,
aunque para ella la difunta es solamente un nombre. Sin embargo, declara que en medio de la
fiebre recuerda a la voz de Mrs. Forrester: suave, pero musical y alegre. En cuanto a mí, nunca
he sentido tanto la muerte de una persona tan desconocida. Separarse de una criatura llena de
vida y de bondad y después de ocho o nueve horas estar junto a su cadáver fue una triste
experiencia.
Sir Walter quedó pensativo y silencioso durante un minuto. Sin embargo, nadie
intervino, hasta que continuó:
—Ésa es la historia del llamado cuarto embrujado, en lo que concierne a esta generación.
No sé los motivos existentes en el pasado para su mala fama: mi abuelo y mi padre recibieron
una vaga tradición oral, pero ninguno de ellos, personalmente, le dio importancia. Mas después de
una tragedia tan peculiar no se sorprenderán de que considere la habitación borrada de mi
esquema domiciliario y no quiera alojar en ella a nuevos huéspedes.
—¿Realmente asocia el cuarto con la muerte de la enfermera, Walter? —preguntó Mr.
Travers.
—Honradamente, no, Ernest. Y por esta razón: yo niego que el Creador permita que
cualquier espíritu maligno ejerza poderes físicos sobre los vivos, ni destruya seres humanos sin
razón ni justicia. El horror de tal posibilidad para la mente normal es un argumento suficiente
contra ella. Causas más allá de nuestro conocimiento aparente produjeron la muerte de Mrs.
Forrester; ¿pero quién se atrevería a decir que sucedió así realmente? ¿Por qué imaginar algo
tan irregular? Prefiero pensar que si la autopsia se hubiera realizado por otras personas,
podrían haber aparecido sutiles razones de la muerte. La ciencia es falible, e incluso los
especialistas cometen grandes errores.
—¿Cree que murió por causas naturales que aquellos cirujanos no supieron descubrir? —
preguntó el coronel Vane.
—Ésa es mi opinión. Por supuesto que no se la comunicaría a Mannering. Pero ¿a qué otra
conclusión puede llegar un hombre razonable? No niego, claro está, lo sobrenatural; pero sólo los
débiles mentales piensan en él como la línea de menor resistencia.
Entonces Fayre—Michell repitió su pregunta. Había escuchado la historia con intenso
interés.
—¿Negaría que los fantasmas, los llamaremos así, pueden estar asociados con un lugar
especial, con la molestia o la pérdida de la vida de los que podrían hallarse en ese lugar en el
momento psicológico, sir Walter?
—Categóricamente —declaró el anciano—. Por trágicas que hayan sido las circunstancias
ocurridas a un ser humano en un determinado lugar, en mi opinión es monstruoso suponer que su
espíritu va a estar asociado de allí en adelante con el lugar. Tenemos que ser razonables, Felix.
Dios, que nos ha dado la razón, ¿iba a ser tan poco razonable?
—Y sin embargo, eso ocurre, aunque reconozco el peso de su argumento.
—Al mismo tiempo —aventuró Mr. Travers—, nadie puede negar que suceden cosas
extrañas y terribles por causas ocultas que la mente humana no puede explicar.
—Cierto, Ernest; y por lo tanto, cerré con llave el Cuarto Gris y lo borré del panorama
de nuestra existencia. En la actualidad está lleno de trastos: muebles viejos y algunos malos
retratos de familia que merecen quemarse, pero que supongo que algún día serán restaurados.
—No por mi cuenta, tío Walter —dijo Henry Lennox—. Los respeto tanto como tú. Como
obras de arte son imposibles.
—No, alguien tiene que restaurados. La pintura es muy mala, a mi parecer, pero ellos
eran gentes dignísimas, y ése es el solo recuerdo que queda de ellos.
—Déjenos ver el cuarto —rogó Tom May—. Mary me lo mostró la primera vez que estuve
aquí y me pareció el lugar más alegre de la casa.
—Lo es, Tom —dijo Henry—. Mary dice que debería llamárselo el Cuarto Rosa en lugar
del gris.
—Pueden verlo cuantos lo deseen —repuso sir Walter, levantándose—. Le echaremos un
vistazo cuando nos vayamos a acostar. Trae la llave del llavero que hay en mi despacho, Henry.
Tiene un letrero que dice:
"Cuarto Gris".'
CAPÍTULO II «
UN EXPERIMENTO
ERNEST Travers, Felix Fayre—Michell, Tom May y el coronel Van e siguieron a sir
Walter escaleras arriba, hasta un gran corredor que corría a lo largo de la fachada principal, y
al cual daban una docena de dormitorios y tocadores. Llegaron al extremo oriental. Estaba
iluminado de punta a punta. El guía quitó una bombilla de un hueco de la pared inmediata a la
habitación que habían venido a visitar.
—Aquí no hay bombilla —explicó—, aunque la luz se instaló en el Cuarto Gris, como en
todas partes, cuando yo hice la instalación, hace veinte años. Mi padre no quiso poner luz
eléctrica. Le molestaba mucho y creía que dañaba la vista.
Henry llegó con la llave. Abrieron la puerta y encendieron la luz. El grupo entró en una
habitación grande y de alto techo, con complicados adornos de yeso y muros de color gris plata,
cuyo papel se hallaba un poco descolorido. El papel de los muros tenía un dibujo de rosas color
de rosa, grandes como repollos. Un gran mirador daba al Oriente, y otro más pequeño hacia la
parte sur. En torno a la curva del mirador había un asiento almohadillado de cuarenta y cinco
centímetros de altura, mientras que en el lado occidental, en el muro interior, se hallaba una
chimenea moderna con una blanca repisa Adams sobre ella. Algunas antiguas sillas labradas
estaban junto a las paredes, y en un rincón, amontonados, yacían una media docena de cuadros al
óleo, sucios y descoloridos. Pedían a gritos un restaurador, aunque apenas merecían su trabajo.
Dos cómodas, grandes y panzudas, y un hermoso lavabo ocupaban otros lugares en aquella
habitación, y junto al muro interior había una cama de columnas, de castaño español, también
labrada. Una alfombra gris cubría el suelo, y una miniatura de bronce, una copia del Fauno de
Praxíteles, se encontraba sobre una de las cómodas.
La habitación tenía aspecto alegre. En ella no había nada triste ni deprimente, ni que
sugiriera algo siniestro.
—¿Quién puede pedir un cuarto de aspecto más amable? —preguntó Fayre—Michell.
Miraron en derredor, y Ernest Travers expresó admiración por los muebles antiguos.
—Mi querido Walter, ¿por qué oculta estas cosas aquí? —preguntó—. Son hermosas y
además pueden tener valor.
—Ya me han hecho la misma pregunta —repuso el propietario—. Y tienen valor. Lord
Bolsover me ofreció mil guineas por esas dos sillas; pero son recuerdos de familia, y no he
querido separarme de ellas. Mi abuelo tenía la locura de los muebles y se pasaba la mitad del
tiempo comprando muebles antiguos en el Continente, principalmente en España.
—Realmente es una vergüenza relegar estas sillas a un cuarto embrujado, tío —declaró
Henry. Pero sir Walter movió la cabeza y ahogó un bostezo.
—La casa está ya demasiado llena —dijo.
—Mary quiere que usted deseche muchas cosas —re plicó su sobrino—. Entonces habría
sitio bastante.
—Ya harás lo que quieras cuando llegue tu turno, e indudablemente te librarás de mis
colmillos de elefante, de mis astas de ciervo y de mis pieles de tigre, que sé que no te
gustan. Espera con paciencia, Henry. Y ahora, vámonos a acostar —repuso el anciano—.
Estoy cansado, y debe ser cerca de medianoche.
Entonces Tom May hizo que sus pensamientos volvieran al objeto de la visita.
—Vamos, sir Walter —dijo—. Es un escándalo dar mala fama a una habitación así y
cerrarla luego. Ha adquirido la costumbre, pero sabe que es una tontería. A Mary le encanta
esta habitación. Voy a proponerle una cosa. Déjeme dormir hoy en ella, y cuando mañana
amanezca sano y salvo podrá abrirla de nuevo y declararla libre de culpa. Acaba de decir
que no cree que los espíritus tengan el poder de hacer daño a nadie. Déjeme dormir aquí.
Sin embargo, sir Walter se negó.
—No, Tom, nada de eso. Es demasiado tarde para volver sobre el tema y explicarte
mis razones, pero no quiero que duermas aquí.
—No he visto nunca un cuarto de aspecto más inofensivo —dijo Ernest Travers—.
Tiene que dejarme verlo a la luz del día y traer a Nelly. El techo es también muy lindo, más
lindo que el de mi habitación.
—Los techos de aquí son obra de los italianos en la época de los Tudor —explicó su
amigo—. Isabelinos. Las molduras son realmente bellísimas, y creo que mis techos se
consideran entre los mejores de la comarca.
Se volvió, y los invitados lo siguieron.
Henry quitó la bombilla eléctrica y la restituyó a su lugar. Sir Walter le dio la llave.
—Llévala a su sitio —le dijo—. No voy a bajar otra vez.
El grupo se dispersó, y todos, menos Lennox y el marino, se fueron a acostar. Los
dos jóvenes bajaron juntos la escalera, y, cuando estuvieron fuera del alcance del oído de
su tío, dijo Henry:
—Mira, Tom, me has dado una idea. Esta noche voy a dormir en el Cuarto Gris.
Mañana se lo contaré al tío Walter, y se terminará la historia de los fantasmas.
—Me parece muy bien, pero el plan tiene que ser modificado. Dormiré yo. Estoy
decidido a ello, y, además, recuerda que la inspiración fue mía.
—No puedes hacerla. No te han dado permiso.
—No lo oí,
—Sí, lo oíste, todo el mundo lo oyó. Además, es cosa mía, tienes que reconocerlo.
Algún día Chadlands me pertenecerá, y yo soy el que tengo que terminar de una vez para
siempre con esta historia vieja. ¿Hay algo más absurdo que tener cerrada una habitación
tan hermosa como ésa? Estoy realmente avergonzado del tío Walter.
—Claro que es absurdo, pero, honradamente, estoy muy interesado en esto. Me
encantaría añadir a mis experiencias un fantasma medieval y sólo deseo que suceda algo.
Espero que no me pongas objeciones. La idea me pertenece, y me gustaría grandemente
realizar el experimento. Claro que no creo en nada sobrenatural.
Volvieron a la sala de billar, despidieron a Fred Caunter, el lacayo, que aguardaba
para apagar las luces, y continuaron la discusión. Ésta comenzó a ser penosa, pues cada cual
parecía decidido, y era dudoso aventurar quién era el que tenía una voluntad más fuerte.
Durante un tiempo, como no había conclusión satisfactoria para ambos, abandonaron
el nudo de la discusión y examinaron, como habían hecho las personas mayores, la cuestión
en general. Henry no se declaraba totalmente convencido. Adoptaba una actitud agnóstica,
mientras Tom sentía franca incredulidad. Uno conservaba cierto escepticismo, el otro se
burlaba de las apariciones en general.
—Es una patraña decir ahora que los marinos son supersticiosos —afirmó—. Pueden
haberlo sido, pero mi experiencia me indica que en estos días son tan crédulos como los
demás. Al menos, yo no lo soy. La vida es un asunto químico. No hay misterio en ella, en mi
opinión. El análisis químico ha llegado a las hormonas, los fermentos y toda clase de
secreciones sutiles descubiertas por esta generación de investigadores; pero todo es
orgánico. Nadie ha hallado nada que no lo sea. La existencia depende de la materia, y
cuando el proceso químico se interrumpe, el organismo perece, y no queda nada. Cuando un
hombre no puede seguir respirando, muere y ahí acaba.
Pero Henry también había leído ciencia moderna.
—¿Y la chispa vital? Los biólogos no echan abajo la teoría del vitalismo, ¿verdad?
—La mayoría de los importantes lo hacen, amigo mío. La presencia de una chispa
vital, una chispa que no puede ser extinguida, es sólo una teoría que no puede probarse.
Cuando el hombre muere, el principio animador no abandona al hombre y sigue por su
cuenta. Muere también. Era parte del hombre, tanto como su corazón o su cerebro.
—Eso es sólo una opinión. No se puede ser tan categórico. No sabemos nada de lo
que la vida significa realmente, ni disponemos de la maquinaria que nos permita averiguarlo.
—Podemos hacerlo por analogía —arguyó Tom—. ¿De dónde partimos? La vida es
vida, y una esponja es tan viva como un arenque; una ortiga es tan viva como un roble; y un
roble está tan vivo como tú. ¿Qué queda de la chispa vital de la ostra cuando te la comes?
—¿Entonces no crees que hay una vida después de la muerte?
—Eso es pura suposición, Henry. Querría creerlo, ¿quién no? Porque trasformaría la
vida actual en algo completamente distinto de lo que es.
—Debería hacerlo..., al menos así me lo parece.
—Desde luego. Si se cree que esta vida es sólo el portal de otra mucho más
importante..., bien, eso es todo. Lo que entonces tiene importancia es hacer que también
todo el mundo lo crea. Pero, en realidad, la gente que lo cree, o cree que lo cree, me parece
tan dedicada a esta vida y tan dispuesta a sacar el mayor partido de ella, como yo, que
pienso que no hay otra.
—Dan por sentado que hay otra vida y no parecen darse cuenta de lo que su
creencia significa —confesé Henry.
—¿Por qué creen? Porque la mayoría de ellos no han pensado un momento en el
asunto. Conciben nebulosamente la vida futura cuando van a la iglesia los domingos; luego
vuelven a casa y se olvidan de ella hasta el próximo domingo.
Lennox lo hizo volver a la presente diferencia.
—Bien, al ver que te burlas de los fantasmas, y yo tengo mis dudas, lo justo es que
yo duerma en el Cuarto Gris. Tienes que comprenderlo. Los fantasmas odian a la gente que
no cree en ellos. A ti te van a desdeñar; pero en mi caso pensarán que soy un buen material,
al cual merece convencerse. Vendrán a verme amistosamente. Si se te aparecen a ti,
probablemente lo harán con el fin de asustarte.
Tom rió.
—Eso es lo que yo quiero. Quería tener una explicación con un fantasma para
hacerle ver lo tonto que es. Sir Walter tenía razón. Cuando Fayre—Michell le preguntó si
creía que los fantasmas rondaban por los lugares donde habían sido asesinados o
maltratados, rechazó la idea.
—Sin embargo, una mujer murió aquí, sin atisbo de razón.
—Probablemente tenía una buena razón para morir, pero nosotros no la supimos.
Henry probó un argumento diferente.
—Estás casado y le importas a alguien; yo no lo estoy y no le importo a nadie.
—¡Tonterías!
—A Mary no le gustaría, bien lo sabes.
—Cierto, la horrorizaría. Pero no sabrá nada hasta mañana. Siempre duerme en su
cuarto de niña cuando viene aquí, y yo en el otro extremo del corredor. Tendría un ataque si
supiera que yo estaba durmiendo en el Cuarto Gris; pero hasta mañana no conocerá mi
temerario acto. No creas que soy un loco. Nadie ama la vida más que yo, ni nadie tiene
mejores razones para ello. Pero estoy seguro de que todo esto son tonterías, y tú también
lo estás. Sabemos que en el cuarto no hay nada sobrenatural. Además, no querrías dormir
aquí si creyeses que te aguardaba algo malo. Eres mucho más inteligente que yo y tienes que
convenir conmigo acerca de eso.
Lennox se vio obligado a confesar que no tenía miedos personales. Siguieron
discutiendo, y el reloj dio las doce. Entonces el marino hizo una sugerencia.
—Ya que eres tan terco lo echaremos a suertes, y el que gane dormirá ahí. Eso lo
aceptaremos los dos.
El otro convino; echó una moneda al aire, May dijo "cruz" y ganó.
Se puso muy contento, mientras Henry mostró moderado enojo. El otro lo consoló.
—Es mejor así. Eres muy nervioso, muy sensible, un poeta, en fin. Yo soy un buey y
no sé lo que los nervios significan. De todas maneras, puedo dormir en cualquier lugar. Si se
puede dormir en un submarino, se puede hacerla en un aireado cuarto isabelino, aunque esté
embrujado. Pero eso no es todo. No hay cuartos embrujados. Dame tu revólver de
reglamento, como un buen chico.
Henry quedó silencioso, y Tom se levantó, disponiéndose a su vela.
—Estoy muy cansado —dijo—. No me despertaré a menos que se me aparezca la
reina Isabel.
El otro lo sorprendió.
—No creas que quiero volver sobre el asunto. Has ganado el derecho de hacer el
experimento, si hacemos caso omiso de sir Walter. Pero, aunque te rías, te aseguro que
tengo la impresión de que no deberías hacerla, Tom. Soy tan poco nervioso como tú. No te
sugiero que vaya yo. Sólo te pido que lo pienses mejor y no lo hagas.
—¿Por qué?
—Bien, uno no puede desoír las corazonadas. Yo tengo una especie de convicción de
que no es bueno. No puedo explicártelo; no tengo palabras para ello, pero lo siento crecer.
Quizás sea una intuición.
—¿Intuición de qué?
—No puedo decírtelo, pero te pido que no lo hagas.
—¿Habrías ido si hubieses ganado tú?
—Creo que sí.
—Entonces, tu creciente intuición se debe sólo a que he ganado yo. ¡Que me
ahorquen si no creo que estás tratando de asustarme!
—No lo haría. Pero es diferente que vayas tú o yo. No tengo una razón para seguir
viviendo. No creas que me gusta quejarme, pero sabes muy bien lo que ha ocurrido. Nunca
te he hablado de ello, ni me has hablado tú. Pero ahora lo haré. Amaba a Mary con toda mi
alma, Tom. Ella no se daba cuenta de esto, ni yo tampoco, probablemente. Pero lo hecho,
hecho queda, y nadie se ha alegrado más que yo de su felicidad. Y tú no tendrás un amigo
más fiel que yo. Pero, habiendo sido así las cosas, ¿no comprendes el resto? Mi vida terminó
al terminar el sueño de mi vida. No doy ninguna importancia a seguir viviendo y, si me
sucediera algo, no dejaría un hueco en ningún lugar. Lo tuyo es distinto. Pensando
fríamente, no debes correr ningún riesgo innecesario, imaginario o real. Cuando te digo
esto, estoy pensando en Mary, no en ti.
—Pero yo niego ese peligro.
—Sí, pero puedes atender a razones. Yo lo negaba también, pero ahora ya no lo
niego. El asunto ha cambiado al asegurarte con toda seriedad (si quieres te lo juraré) que
creo que hay algún motivo en todo eso. No digo que sea o no sobrenatural; pero en este
momento tengo la impresión, que se va intensificando, de que hay ahí algo fuera de lo común
e infernalmente peligroso.
El otro lo miró asombrado.
—¿Qué bicho te picó?
—No digas eso. Se trata de una convicción, Tom. ¡Sigue mi consejo, amigo!
El marino se puso un poco rojo, vació el vaso y se levantó.
—Si querías asustarme, has elegido un curioso medio. Esto decidiría a cualquiera. Si
tú, una persona en sus cabales, crees sinceramente que hay algún peligro en ese bendito
lugar, voy a dormir allí esta noche, o, mejor aún, a despertarme allí.
—Déjame que vaya contigo, Tom.
—¡Eso lo echaría todo a perder! Los fantasmas no se aparecen a dos personas, no
tienen ánimo suficiente. Si yo me divierto, te lo diré francamente, y mañana podrás probar
fortuna.
—Te lo haré como un favor; y no por ti.
—Lo sé. Mary dormirá el sueño de los justos en la habitación de al lado. ¡ No tendrá
la menor sospecha! Quizás, si veo una aparición digna de la Edad de Oro, la llamaré.
—Hazme ese favor, May.
—Te haría cualquiera menos ése. Ahora es realmente demasiado tarde. ¿No
comprendes que has anulado tu objetivo? No puedes pedirme que renuncie por tu intuición
de última hora. Yo he ganado, y no voy a aceptar órdenes tuyas.
El otro, a su vez, enrojeció.
—Está bien, ya he hablado. Creo que haces una tontería siendo tan obstinado. No es
una vieja miedosa quien te habla. Haz lo que te parezca. Me importa un comino y sólo quise
hacerte un favor pensando en Mary.
—Entonces lo dejaremos ahí. ¿Me haces el favor de la llave? Y de tu revólver. No
tengo e! mío aquí.
Henry vaciló. Tenía la llave en e! bolsillo de la chaqueta.
—Es un asunto de honor, Lennox —dijo el marino. Al oír esto, Henry le entregó la
llave y se dispuso a marcharse.
—Te daré el revólver —dijo.
—Gracias. Ven a buscarme por la mañana, si te despiertas primero —añadió May;
pero el otro no respondió.
Henry dejó que Tom lo precediese y apagó las luces. También las fue apagando al
salir de! hall y subir la escalera. El orgullo del más joven luchaba por imponerse; pero logró
dominarse y dijo de nuevo:
—Desearía que vieses e! asunto desde otro punto de vista, Tom.
—No tengo punto de vista. Me exasperas, y no comprendes que antes podría haber
cambiado de opinión, pero que ahora es imposible.
—Ése es un necio orgullo. Si no supe elegir mis palabras...
—Cierto. Ni el mismo diablo me haría bajar ahora. El más joven se apartó de él y al
cabo de uno o dos minutos volvió con e! revólver.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches, Henry. Gracias. ¿Está cargado?
—Completamente. Me choca que lo quieras.
—Llévatelo, entonces.
Pero Henry no respondió, y se separaron. Cada cual se fue a su dormitorio, y
mientras Lennox se acostó inmediatamente, esperando, quizás, pasar una noche más
tranquila que e! otro, realmente no ocurrió así.
El más joven durmió mal, mientras May no sufrió más emoción que la del enojo.
Sentía desdén hacia Henry. Le parecía que su actitud era mezquina y no creyó un momento
en su sinceridad. Lennox tenía espíritu moderno; había estado en la guerra; había recibido
una educación esmerada. Parecía imposible que hablase seriamente, o que su brusca
sospecha de la existencia de peligros reales, que el poder humano no podía combatir, fuera
más que una tentativa rencorosa para detener a May, una vez que hubo perdido. Sin
embargo, aquello parecía impropio de un caballero. Entonces la alusión a Mary inquietó al
marino. No lo molestaban las palabras, sino el consejo, al ver lo que lo dictaba.
Sin embargo, la cólera fue decayendo rápidamente, y antes de haber comenzado su
aventura se había olvidado de Henry. Se puso e! pijama, una bata, tomó una vela, una manta
de viaje, su reloj y el revólver cargado.
Luego descendió rápidamente el corredor hasta el Cuarto Gris. Al llegar allí
recuperó el buen humor usual y se sintió completamente feliz. Abrió la entrada prohibida,
colocó la vela junto al lecho, y nuevamente cerró la puerta con llave. Se hizo una almohada
con la bata y colocó el reloj, el revólver y la vela sobre una silla, al alcance de la mano.
Varias reflexiones le cruzaron por el cerebro mientras bostezaba preparándose para
dormir. El cerebro le traía los acontecimientos del día: un tiro errado, uno certero, el
almuerzo bajo un almiar con Mary, y la sobrina de Fayre—Michell. Ésta era mordaz, lenta y
vulgar, poca cosa comparada con Mary. ¿Qué pensaría su esposa si supiera que él estaba tan
cerca? Indudablemente vendría a buscarlo. Tom esperaba cordialmente que no lo llamasen
del navío, aunque existía la posibilidad de que lo hicieran. Sería muy interesante mostrar el
Indomitable a su suegro. Era aún uno de los mejores barcos de la Marina. Qué extraño que
el techo italiano del Cuarto Gris pareciese una cúpula cuando era realmente plano. Una hábil
perspectiva.
La noche estaba oscura, tranquila y silenciosa. Tom se acercó a la ventana para
abrirla.
CAPÍTULO IV «
"POR LA MANO DE DIOS"
ANTES de las diez de la mañana siguiente Peter Hardcastle, que había venido de
Paddington en el tren nocturno, se hallaba en Chadlands. Un auto salió a buscarlo a Newton
Abbot, ya que no había tren local hasta una hora después.
La historia del detective era de trabajo duro, coronado al fin por un éxito notable.
Había llegado su oportunidad, y supo aprovecharla. El accidente de la guerra y la inmensa
publicidad dada a su captura de un agente secreto alemán lo hicieron famoso y lo elevaron a
la cúspide de su profesión. Además, los medios histriónicos empleados para llegar a sus
fines y lo pintoresco de los detalles atrajeron el interés por lo sensacional, latente en la
mente de todos. Hardcastle se puso de moda; las mujeres se volvían locas por él; si hubiera
querido, habría podido hacer un gran matrimonio y retirarse a la vida privada. En la
actualidad, una heredera norteamericana deseaba ardientemente casarse con él.
Pero Hardcastle no era aficionado a las mujeres y sólo estaba enamorado de su
profesión. Una vida dura, en los medios dudosos, lo habían hecho un cínico. Siempre apreció
sus singulares dotes, y la conciencia de su habilidad, combinada con una inquebrantable
paciencia y una firme devoción a su "arte", como decía él, lo habían puesto, durante veinte
años, al servicio de la policía. Comenzó por el puesto más humilde y llegó a lo más alto. Era
hijo de un modesto tendero, y ahora que su padre había muerto, su madre dirigía aún un
pequeño restaurante.
Peter Hardcastle tenía cuarenta años. Había tomado ya las medidas para dejar
Scotland Yard y establecerse como detective privado. El misterio de Chadlands sería el
último caso en que trabajaría al servicio del Gobierno. Hasta cierto punto lamentaba el
hecho, porque la muerte del capitán Thomas May, de la cual conocía entonces todos los
detalles, lo atraía y sabía que el accidente había tenido mucha publicidad. Era un misterio
popular, y, como hombre de negocios, apreciaba el valor profesional de tales
sensacionalismos para el hombre que resuelve el misterio. Su actitud frente al caso
apareció clara desde el principio, y sir Walter, que había quedado profundamente
impresionado por las opiniones del padre del muerto, e incluso había sufrido la influencia
inconsciente de ellas, se halló entonces en presencia de un intelecto muy distinto. Peter
Hardcastle no tenía nada de supersticioso. Expresaba las teorías de un realista impenitente
y desde el comienzo tuvo ciertas sospechas definidas. Los habitantes de la casa solariega
fueron informados de que un amigo de sir Walter había venido a Chadlands y lo que vieron
no los hizo dudar de la información. Porque Peter era un gran actor. Se había mezclado con
todas las clases, y el detective tenía dotes de imitación que le permitían adaptarse por el
modo de hablar y la apariencia a todas las sociedades. Incluso afirmaba que podía pensar
con el cerebro de otros y adaptar la mente y el aspecto exterior al medio variable de sus
actividades. Apreciaba el histrionismo que opera fuera de la escena y adoptaba la expresión
del ignorante, la actitud de la persona culta o la sólida postura de la clase cuya educación y
opiniones están basadas en la tradición. Había estudiado superficialmente la etiqueta, los
modales y las costumbres de la que se llama "mejor" sociedad y conocía sus formas de
actuar, como un naturalista domina pacientemente los hábitos de una especie.
Los habitantes de Chadlands vieron un hombre bajito rubio, de pelo escaso, rostro
afeitado, rasgos ligeramente femeninos, frente amplia, ojos grises y boca delgada, que
mostraba al hablar hermosos dientes blancos. Era un rostro sin color, que no llamaba la
atención pero era un rostro que servía como un lienzo excelente, y pocos actores
profesionales superaban a Peter en el arte del maquillaje.
Igualmente podía disfrazar la voz, cuyos tonos naturales eran bajos, monótonos y
nada atractivos. Mr. Hardcastle sorprendió a sir Walter por la apariencia vulgar y la
engañosa juventud, pues representaba diez años menos de los cuarenta que había vivido. Un
ser tan poco distinguido decepcionó un tanto al anciano, pues el señor de Chadlands había
imaginado que cualquier hombre de aquella celebridad debería ofrecer marcas superficiales
de grandeza.
Pero aquel hombre era tan pequeño y tan insignificante que resultaba imposible
imaginar que era famoso. Su misma voz, con sus acentos incoloros y naturales, contribuía a
la impresión de mediocridad.
Sin embargo, sir Walter halló que el detective no se subestimaba. No era
arrogante, pero revelaba decisión y una voluntad inmensa. Desde el primer momento impuso
su personalidad e hizo que la gente olvidase los accidentes de su constitución física. Habló
muy poco durante el desayuno, pero escuchó atentamente la conversación.
Observó que Henry Lennox hablaba raramente y lo estudió con discreción, como si
se tratase de un hombre al cual quisiera conocer mejor, Hardcastle resultó bien educado;
en realidad, sus lecturas, llevadas a cabo cuidadosamente, y sus empresas intelectuales,
desarrolladas mediante el trabajo y la ambición, eran muy superiores a las de todos los
presentes.
El sacerdote volvió a su terreno, expresando las anteriores opiniones, que
Hardcastle escuchó sin nada que indicase la secreta sorpresa que despertaban en él.
—La Ley contra la Brujería supone que no puede haber comunicación posible entre
los vivos y los espíritus —dijo, respondiendo a una afirmación; después de lo cual Septimus
May inmediatamente aceptó el desafío.
—Es una suposición fatua y arcaica, destruida hace mucho por experiencias
humanas reales —replicó—. Ya es hora de que esas blasfemias sean borradas del Código.
Digo "blasfemias" porque en dicha ley no se tiene en cuenta la palabra de Dios. Las leyes
pasadas tienen la culpa de una gran parte de la miseria innecesaria de este mundo, y es
hora ya de que las ordenanzas de otra generación vayan al cubo de la basura.
—En eso último estoy de acuerdo con usted —declaró el detective.
Henry aventuró una cita. Le interesaba mucho saber si Hardcastle tenía alguna
opinión acerca de la teoría de los espíritus.
—Goethe dice que la materia no puede existir sin el espíritu o el espíritu sin la
materia. ¿Está de acuerdo con eso, Mr. Hardcastle?
—En parte. La materia puede existir sin el espíritu, cosa que puede probarse
poniéndose debajo de un alud; pero declaro que el espíritu no puede existir sin la materia.
"Divorciada de la materia, ¿dónde está la vida?", pregunta Tyndall, y nadie sabe
responderle.
—Ha entendido mal a Goethe —declaró Mr. May—. En metafísica...
—No me interesa la metafísica.
—Créame, toda esa patraña de la metafísica no atrae a un policía. Los juegos de
palabras no han contribuido en nada al bienestar de la humanidad ni han ayudado la causa
de la verdad. Para los fines prácticos ¿qué importa que una declaración sea subjetivamente
verdadera si es objetivamente falsa? La vida es tan real como lo soy yo, ni más ni menos, y
toda esa jerga metafísica no evita que las espinillas me sangren, si me doy un golpe contra
una piedra.
—Entonces ¿no cree en lo sobrenatural? —preguntó Mr. May.
—Desde luego que no.
—¡Qué extraordinario! ¿Y cómo, si me permite que se lo pregunte, llena el terrible
vacío de su vida creado por tal negativa?
—Nunca he tenido conciencia de semejante vacío. He sido escéptico desde mi
juventud. Sin duda, los nutridos de supersticiones, cuando la razón se impone al fin, pueden
experimentar un vacío temporal; pero las maravillas de la naturaleza, las hazañas humanas y
las exigencias del mundo que sufre son suficientes para llenar el vacío de cualquier ser
razonable.
—Si opina de ese modo, va a fracasar aquí —declaró el sacerdote, categóricamente.
—¿Por qué está tan seguro de ello?
—Porque se ve frente a hechos carentes de explicación material. Son
sobrenaturales o supernormales, si prefiere la palabra.
—"Cada mundo a su tiempo" es una buena divisa, a mi entender —replicó Hardcastle
—. Primero vamos a agotar las posibilidades de este mundo.
—Ya han sido agotadas. Sólo una pregunta sencilla y franca espera su respuesta.
¿Cree usted en otro mundo, sí o no?
—¿En el eterno castigo o la eterna felicidad de las gentes después de su muerte?
—Si le gusta crear confusiones, está en libertad de hacerla. Como cristiano, no
puedo objetar. Para el racionalista el problema es el siguiente: ¿Cómo ignora la convicción
universal y arraigada de una vida futura? Esa seguridad que tienen incluso los salvajes ¿no
significa nada? ¿Cómo adquirieron los aborígenes esa creencia?
—Mi respuesta comprende toda la cuestión, desde mi punto de vista —replicó
Hardcastle—. Los salvajes adquirieron la idea de la personalidad doble de los fenómenos
naturales que no sabían explicar: sus sueños, sus sombras sobre la tierra y los reflejos en
el agua, los relámpagos y truenos, el eco de sus voces, que les devolvían las grietas y
montes. Estas cosas crearon esas supersticiones. La ignorancia engendra terror, el terror
engendra dioses y demonios; en especial de las fuerzas de la naturaleza. Éste es el terrible
legado mental que han recibido en diversas formas los hijos de los hombres. Hasta ahora
vivimos abrumados por ello.
—¿Se atreve a decir que nuestras verdades más sagradas han surgido de los sueños
de los salvajes?
Hardcastle sonrió.
—Es cierto. Y los sueños, como sabemos, son frecuentemente el resultado de la
indigestión. El hombre primitivo no conocía el arte de la cocina, y por lo tanto su estómago
tenía que trabajar mucho. Sin duda, debemos agradecerles gran parte de nuestras
tonterías a sus chuletas de lobos y sus filetes de oso.
Sir Walter, al advertir la mirada llameante del sacerdote, varió de tema, y
Septimus May, que observó su preocupación, se abstuvo de contestar acremente. Pero
desde aquel momento perdió la confianza en el detective y se dispuso a realizar un asalto
contra aquellas detestadas opiniones modernas en cuanto llegase la ocasión.
Después del desayuno, Mr. Hardcastle quiso tener una entrevista a solas con el
señor Chadlands, y durante dos horas estuvo en su despacho examinando el caso desde el
comienzo.
Le hizo varias preguntas acerca de los concurrentes a la cacería y a poco le rogó
que se uniese a ellos Henry Lennox.
—Me gustaría saber qué pasó aquella noche entre él y el capitán May —dijo.
Henry se unió a ellos y detalló lo ocurrido. Mientras hablaba, Hardcastle lo estuvo
estudiando y advirtió que ciertas opiniones nebulosas, que había empezado a cristalizar en
su mente, carecían de fundamento. El detective creía que tenía ante sí un crimen vulgar, y
al oír la historia de Henry, como parte de la historia de sir Walter, comprendió que el
antiguo amor de Mary Lennox había sido el último que había visto con vida al marido de ésta
y el primero en encontrarlo muerto. ¿Acaso Henry no podría haberse procurado en la
Mesopotamia un veneno oriental? Pero la conversación con el joven y la inconsciente
revelación del propio Henry acabaron con la idea. Lennox era inocente.
Una vez que la información de tío y sobrino estuvo agotada, Hardcastle volvió al
tema de la discusión del desayuno.
—Ustedes comprenderán, claro está, que estoy convencido de que existe una
explicación material de este desdichado acontecimiento —expresó—. No me parece
necesario decirles que no estoy preparado para tener una teoría sobrenatural del asunto.
No creo en los fantasmas, porque en mi experiencia, que es bastante amplia, las historias
de fantasmas terminan en cuanto se realiza un examen hábil e independiente. Existe una
razón natural de lo sucedido, como existe una razón natural de todo lo que sucede. Se habla
de que ocurren cosas antinaturales, pero eso es una contradicción de los términos. No
puede suceder nada que no sea natural. Lo que llamamos naturaleza comprende toda ac ción,
todo acontecimiento o toda posibilidad concebibles. Podemos no llegar al fondo de un
misterio y sabemos que diariamente ocurren un millar de cosas cuya explicación parece
estar más allá del poder de nuestro cerebro. Pero eso sólo quiere decir que nuestras
facultades son limitadas. Sin embargo, sostengo que hay pocas cosas que, tarde o
temprano, no puedan ser explicadas si uno las estudia sin predisposición o prejuicio. Y
espero realmente que este trágico asunto nos revele su secreto.
—Ojalá sus opiniones resulten acertadas —repuso sir Walter—. ¿Quiere ver ahora
el Cuarto Gris?
—Sí; aunque le declaro con franqueza que no espero hallar lo que busco en el Cuarto
Gris. El cuarto no me interesa particularmente por esta razón. No asocio la muerte del
capitán May con la tragedia ocurrida anteriormente (la muerte de la enfermera). En mi
opinión, es una coincidencia; y, probablemente, si la fisiología fuese una ciencia más
perfecta de lo que, en mi experiencia, ha probado ser en los exámenes post mortem, habría
aparecido la razón de la muerte de esa mujer. Y en cuanto a esto, también la razón de la
muerte del capitán May. Decir que no hubo razón es, desde luego, absurdo. Nada ha
sucedido hasta ahora, ni puede suceder, sin una razón. Los resortes de la acción se
detuvieron, y la máquina quedó instantáneamente descompuesta. Pero un hombre no es un
reloj que pueda detenerse sin revelar qué lo detuvo. La vida es un asunto mucho más
complejo que un reloj, y si supiéramos más de lo que sabemos no nos veríamos frente a
tantos inútiles informes post mortem. Pero sir Howard Fellowes no suele fracasar. Sin
embargo, repito, no asocio las dos muertes del Cuarto Gris ni las uno como resultado de una
misma causa. No digo que esto sea indiscutible, pero, por el presente, ésta es mi suposición.
El intervalo es demasiado considerable. Sospecho otras causas y voy a tener que investigar
el pasado del difunto. Estuvo en países extranjeros y pudo haber traído de ellos algo cuya
naturaleza ignoraba. Pudo tener enemigos, que no conocieran ni usted ni Mrs. May.
Recuerden que sólo lo conocían desde unos ocho o diez meses. Visitaré su barco, su cabina
del Indomitable y escucharé lo que me digan acerca de él los otros oficiales.
Sir Walter miró su reloj.
—Es cerca de la una —dijo—, y nosotros almorzamos a las dos. ¿Qué desea hacer en
el intervalo? Aquí sólo nosotros y mi mayordomo (que conoce todos mis secretos) sabemos
que usted ha venido profesionalmente. He ocultado su personalidad y lo he llamado
"Forbes", de acuerdo con sus deseos, aunque me temo que todos sospechan algo.
—Gracias. Entonces iré a ver el cuarto y le echaré un vistazo. Quizás, después del
almuerzo, Mrs. May me concederá una entrevista privada, si se siente con fuerzas para ello.
Quiero saber todo lo posible acerca de su difunto yerno: su carrera anterior a Jutlandia, su
filosofía de la vida, sus costumbres y sus amigos.
—Con mucho gusto le dará cuantos detalles pueda.
Subieron al Cuarto Gris.
—No parece la tradicional residencia de los fantasmas —dijo Peter Hardcastle,
cuando entraron en el alegre cuarto. El día estaba claro, y por la ventana del sur entraba el
sol.
—¿No hay nada cambiado? —preguntó.
—Nada. La habitación está como ha estado durante muchos años.
—Por favor, descríbame exactamente dónde hallaron al capitán May. ¿Quizás Mr.
Lennox quiera imitar su postura, si la recuerda?
—¡ Recordarla! Nunca la olvidaré —dijo Henry—. Lo vi primero desde abajo. Miraba
por la ventana abierta, estaba arrodillado en el diván.
—Vamos entonces a abrir la ventana.
Se imitó la actitud del muerto y las circunstancias de su descubrimiento, y
Hardcastle examinó el lugar. Luego él ocupó la posición y miró hacia fuera.
—Dentro de poco voy a pedir una escalera de manos para examinar la fachada. Veo
que tiene hiedra. Antes, la hiedra me ha comunicado ya muchos secretos importantes, sir
Walter.
—Seguramente.
—Si me lo recuerda a la hora del almuerzo le contaré una historia asombrosa acerca
de la hiedra, una historia de vida y muerte. Por esta ventana podría entrar y salir un
hombre fácilmente.
—No tan fácilmente, a mi entender —dijo Henry—. Está a más de diez metros del
suelo.
—¿Cómo lo sabe?
—La policía, que hizo la investigación original y luego dejó el asunto en manos de
Scotland Yard (hecho que usted ya conoce), midió la altura la segunda mañana después..., el
lunes.
—¿Pero no examinaron la fachada?
—Creo que no. Arrojaron un centímetro desde la ventana.
El otro siguió inspeccionando el cuarto.
—Muebles antiguos —dijo—, muy antiguos, evidentemente.
—Eso creo.
—La talla es maravillosa. ¿Y esta puerta?
—No es una puerta, es un armario de pared. Mientras hablaba, sir Walter lo abrió.
El armario de dos metros de altura estaba vacío. En su fondo aparecía una serie de perchas
para vestidos.
—Puedo terminar en una hora el examen de la habitación —dijo Hardcastle—. Voy a
estar aquí hasta la hora del almuerzo. ¿Se interesaba su yerno por los muebles antiguos, sir
Walter?
—No, que yo sepa. El infeliz se interesó no por lo que contenía esta habitación, sino
por su mala fama. y ésta era anterior a que la ocupase nuestra familia. El capitán May se rió
de mis recelos y, como usted sabe, vino aquí, en contra de mi deseo expreso, con el fin de
reírse de mi superstición a la mañana siguiente. Dijo que quería quitarle la mala fama a la
habitación.
Hardcastle examinaba los cuadros al óleo.
—¿Retratos de familia?
—Sí.
—¿Usted desconfiaba del cuarto, sir Walter?
—Después de la muerte de la enfermera, sí. Antes, no. Pero aun no dando
importancia a la tradición, la respetaba.
—¿Nadie pasó una noche aquí después de la muerte de Mrs. Forrester?
—Nadie. De eso estoy seguro.
—¿Desde entonces no ha dejado la casa?
—Frecuentemente. Generalmente paso marzo, abril y mayo en el Continente, en
Francia o en Italia. Pero la casa no está cerrada nunca, y respondo de mis criados. El cuarto
está siempre cerrado con llave, y cuando yo no estoy, Abraham Masters, mi mayordomo, se
guarda la llave. Comparte mis sentimientos en lo que respecta al Cuarto Gris.
El detective asintió. Se hallaba de pie en medio de la habitación, con las manos en
los bolsillos.
—Un hecho extraño, la fuerza de la superstición —dijo—. Cuando se trata de
fantasmas, parece elegir la noche. Eso es lo que la gente crédula llama "poder de las
tinieblas". ¿Pero se ha preguntado alguna vez por qué los espiritistas tienen que actuar en
la oscuridad?
—Indudablemente para simplificar sus operaciones y dar facilidades a los espíritus.
—¡Y a ellos! ¿Pero por qué es sagrada la noche para las apariciones y fenómenos
sobrenaturales?
—La tradición los asocia con esas horas. Los espiritistas dicen que a los espectros
les es más fácil aparecer en la oscuridad por razones de su composición material. Entonces
es cuando se tienen nociones más auténticas de sus manifestaciones.
—Sí, porque es cuando la vitalidad humana está más baja, y la razón es más débil. La
oscuridad tiene un efecto curioso y deprimente sobre las mentes de muchas personas, Yo
me he aprovechado de esa circunstancia más de una vez. En una ocasión, probé un crimen
muy famoso mediante el vulgar expediente de hacerme pasar por la víctima (una mujer),
apareciéndome al criminal ante un testigo oculto. Pero los espíritus están condenados. La
extraordinaria ola de superstición presente y la inmensa prosperidad de los profesionales
del ocultismo son resultado directo de la guerra. Los magos, medium, adivinos, etcétera,
son los beneficiarios de ella. Por el momento estamos teniendo una rara cosecha.
Castigamos a los delincuentes más humildes, pero no castigamos a los necios que van a
visitarlos. Si mi criterio se impusiera, el hombre o la mujer que visitase al brujo o la bruja
modernos se pasaría seis meses en la cárcel. La locura de los necios debería castigarse con
mayor frecuencia. Pero la educación irá relegando estas cosas al limbo de la ignorancia
humana y la infancia mental. Los fantasmas no pueden permanecer ante la luz del
conocimiento, como no pueden operar a la luz del día.
—Es usted muy categórico, Mr. Hardcastle.
—Frecuentemente, no; en este tema, sí, sir Walter Lennox. He visto actuar a esa
gente demasiadas veces. La culpa la tiene en gran parte la metafísica. La física, que es la
más fuerte, es demasiado generosa con la metafísica, que es la más débil.
Sir Walter miró con disgusto a Hardcastle. El detective hablaba en voz baja, pero
su dogmatismo era sarcástico y molesto.
—Tiene que tratar ese tema con Mr. May, que se desayunó con nosotros. Creo que
él no tendrá ninguna dificultad en mantener la opinión contraria.
—Nunca tienen dificultad (me refiero a los clérigos), y resulta en vano discutir con
ellos porque no tenemos un punto de partida común. ¿Cuál es la teoría del reverendo?
—Cree que en el cuarto hay una presencia invisible y consciente que puede ejercer
poderes de carácter físico, antagónicos a la vida humana. Es muy cauto y no le dirá si ese
ser trabaja por el bien o por el mal.
—Pero ha hecho el mal, seguramente.
—Desde nuestro punto de vista, si, Pero como el Supremo Creador ha hecho a esa
criatura, igual que nos ha hecho a nosotros, Mr. May sostiene que no estamos justificados
al declarar que sus actos son malos, salvo desde el punto de vista humano.
—¿Qué parentesco tenía con el capitán Thomas May?
—Era su padre.
Peter Hardcastle quedó silencioso un momento y luego dijo:
—¿Ha observado cuántos hijos de clérigos ingresan en la Marina?
—No.
—Sin embargo, así es.
Sir Walter comenzó a sentir por el detective una antipatía cada vez mayor.
—Ahora lo dejaremos —dijo—. Si me necesita, me hallará en mi despacho. La
campanilla comunica con los criados. La cerradura de la puerta fue forzada y no ha sido
compuesta; pero usted puede cerrar la puerta si lo desea. Desde entonces ha estado
abierta, y la luz eléctrica encendida durante la noche.
—Muchas gracias. Tengo que considerar uno o dos puntos aquí y luego me reuniré
con usted. ¿Examinaron la chimenea?
—No, en ella no cabe un ser humano.
Sir Walter y su sobrino salieron de la habitación, y Hardcastle esperó hasta que
estuvo fuera del alcance de sus oídos; luego cerró la puerta y puso contra ella una pesada
silla.
Durante una hora no supieron más de él y se reunieron con Mary y Septimus May,
que se paseaban juntos por la terraza. La primera estaba muy anhelos a por conocer las
opiniones del detective, pero el padre de su marido le había advertido ya que Peter
Hardcastle estaba condenado al fracaso.
Los cuatro se pasearon juntos, y Prince, el viejo spaniel de sir Walter, iba junto a
ellos.
Henry le contó a su prima la naturaleza de la conversación que habían tenido y la
dirección que parecía iba a tomar la investigación.
—Quiere verte y saber cuanto puedas decirle del pasado de Tom —dijo.
—Claro que pienso contarle todo; y lo que yo no sepa, Mr. May lo recordará.
—Es muy ecuánime y tiene criterio amplísimo acerca de algunas cosas, pero acerca
de otras es muy categórico. Tu suegro no va a entenderse con él. Se burla de cualquier
explicación sobrenatural de nuestra terrible pérdida.
Mr. May escuchó esta observación.
—Ya le he dicho a Mary que su fracaso era seguro.
Está perdiendo su tiempo, y yo sabía que probablemente sería así antes de que
viniese. Un hombre de esa clase, por muy inteligente que sea, no admite una explicación
sobrenatural. Yo confiaría mejor la solución del misterio a un inocente niño que a una
persona semejante. Lo ciega el orgullo, y tiene ideas falsas.
—Hay algo en él que me disgusta cordialmente —confesó sir Walter—. Y sin
embargo, mi desagrado no se justifica, pues tiene muy buenos modales y habla y se conduce
como un caballero y no hace nada que pueda ofender ni al más exigente.
—Es un prejuicio, tío Walter.
—Quizás lo sea, Henry; pero rara vez tengo prejuicios.
—Entonces, llámelo intuición —dijo el sacerdote—. Su actitud de antipatía significa
que usted sabe ya inconscientemente que este hombre no va a servir de nada, y que su
supuesta superioridad en materia de conocimiento (sus opiniones y falta de fe) lo harán
fracasar, si otra cosa no lo hace. Enfoca el problema con el espíritu del infiel, y, por
consecuencia, el problema escapará a su habilidad; porque tal habilidad no es sólo fútil en
este asunto, sino realmente destructora.
Mary los dejó, y ellos estuvieron discutiendo las posibilidades del detective, sin
convencerse los unos a los otros. Henry, a quien Hardcastle había causado gran impresión,
hablaba en su favor; pero Septimus May era terco, y sir Walter se hallaba evidentemente
inclinado a darle la razón.
—Los jóvenes creen que los viejos son necios, y los viejos saben que lo son los
jóvenes —dijo sir Walter.
—Pero no es joven, tío; tiene cuarenta años. Me lo dijo.
—Creí que tenía diez años menos, y hablaba con el dogmatismo de la juventud.
—Sólo acerca de ese tema.
—Que da la casualidad que es el único tema sobre el cual tenemos el derecho a
exigir un criterio amplio y reverente —dijo el sacerdote.
Henry advirtió que sir Walter hablaba casi con rencor.
—Bien; fuera como fuese, consideró muy poca cosa el Cuarto Gris. Estaba muy
seguro de que el secreto se encontraba fuera de él. En un momento iba a agotar las
posibilidades del lugar.
Mientras hablaba sonó el gong, y Prince, alzando las orejas, se dirigió hacia, la
puerta abierta del comedor.
—Henry, llama a tu amigo —dijo sir Walter. Y Henry Lennox, alegre de aquella
oportunidad, entró en la casa. Deseaba hablar particularmente con Hardcastle y subió las
escaleras para reunirse con él.
La puerta del Cuarto Gris se hallaba cerrada aún, y Henry vio que un obstáculo
impedía que cediese ante su mano. Inmediatamente, turbado por aquello, no guardó
ceremonia. Empujó la puerta, que cedió ante él, y vio que habían puesto contra ella una
pesada silla. Su ruidosa entrada no tuvo respuesta, y al mirar en tomo le pareció, durante
un momento, que el cuarto estaba vacío; pero, bajando los ojos, advirtió primero el libro de
notas del detective, que se hallaba abierto, y su estilográfica, que yacía en tierra; luego
descubrió a Peter Hardcastle, caído de bruces, con los brazos extendidos delante de él.
Yacía junto al hogar, inmóvil.
Lennox se inclinó y lo volvió. Estaba aún caliente y con los miembros flojos, pero
completamente inconsciente y en apariencia muerto. En su rostro había una expresión de
sorpresa, y los ojos abiertos no habían perdido aún su brillo, pero tenía la pupila muy
dilatada.
CAPÍTULO VI «
LA ORDEN DE LONDRES
SIR WALTER persistió en su propósito y fue a Florencia. Pensaba que Mary podía
encontrar allí distracciones y novedades que darían un nuevo interés a su vida, sin que el
dolor punzante de los recuerdos alterara su paz. Por su parte, sólo deseaba que Mary
recobrara la alegría. Sabía que la felicidad era un estado que tardaría mucho tiempo en
volver a su espíritu.
Una tarde, desde la Piazza de Michelangelo vieron a Florencia extenderse a sus
pies: una ciudad de apagado tono rojo dorado. El sol poniente daba un nuevo encanto a sus
torres y tejados, cubriendo con un velo de inefables resplandores la ciudad y tiñen do
también al verde Arno, que la atravesaba por el centro.
Sir Walter se sentía contento porque dentro de quince días sus amigos Ernest y
Nelly Travers estarían en Florencia. Mary se disponía también a darles alegremente la
bienvenida, por consideración a su padre. Sir Walter dejaba que su hija hiciera lo que
quisiera y, cuando paseaban juntos, el anciano, para quien la música y la pintura no
significaban gran cosa, la dejaba vagar a su antojo, doblemente contento al ver que el arte
comenzaba a ejercer una influencia beneficiosa sobre Mary. Ella no tenía a nadie que la
guiara en sus estudios, pero seguía un plan propio y, aunque al principio el esfuerzo la
cansaba a veces, siguió persistiendo hasta que al fin comenzó a percibir la inmensidad de
los conocimientos que deseaba adquirir.
La música la calmaba; la pintura le ofrecía un interés en parte sensual y en parte
intelectual. Quizá, al principio, amó más la música porque le servía de anodino. Mientras
estaba oyendo música podía pensar sin dolor en su breve historia amorosa. Y hasta llevó a
su padre a oír cosas que ella comenzaba a apreciar.
Sus espíritus seguían inevitablemente distintos caminos, y mientras ella se
esforzaba con firmeza por ocuparse de nuevos intereses y olvidar el dolor del pasado,
hasta que pudiera soportar de nuevo el pensar en él, y sus pies hallaran el camino de la paz,
sir Walter rara vez estaba muchas horas sin volver de nuevo a los tristes recuerdos y
sentir un constante anhelo de que se disipara la oscuridad que los envolvía. Para su
inteligencia sencilla y franca, el misterio era algo odioso, no podía evitar el pensamiento de
que su hogar encerraría para siempre aquel misterio profundo y espantoso y, en ciertos
momentos, hasta se sentía inclinado a no ver más Chadlands. Pero gradualmente se fue
posesionando de él un deseo natural de volver a la vieja mansión, donde se sentía más
cómodo y a gusto y, conforme la primavera iba avanzando, suspiraba cada vez más por
Devonshire, aunque se preguntaba cómo podría ir allí. La trágica historia del invierno le
envolvía el espíritu como una nube, y la idea de volver a la casa se le hacía de nuevo
desagradable.
Pero Mary conocía bien a su padre, y en aquella hora luminosa, mientras Florencia se
extendía ante ellos con su tranquila belleza crepuscular, declaró que no debían retrasar ya
mucho la partida.
—Hay tiempo de sobra —dijo él—. No soy demasiado viejo para aprender, y muy
estúpido sería el hombre que no pueda aprender nada en un lugar así. Pero aunque el arte no
signifique nunca gran cosa para mí, tu caso es distinto, y doy gracias a Dios al ver que esto
dará un nuevo interés a tu vida futura. Soy un filisteo y siempre lo seré, pero soy un
filisteo arrepentido. Aunque comprendo mi error demasiado tarde.
—Es un mundo nuevo, padre —le dijo ella—, y ha consolado mucho a una pobre mujer
desgraciada, no solamente haciéndome pensar menos en mí misma, sino aminorándome
también los sufrimientos. No sé cómo ni por qué, pero la música y esos cuadros, grandes y
solemnes, pintados por hombres que ya murieron, me hacen pensar de modo distinto en
Tom. Me doy cuenta de que hay muchos más grandes hombres muertos que vivos. Pero
tampoco están muertos. Viven en sus obras, y Tom vive en las suyas, o sea en el amor que
nos teníamos. Cuando oigo una música hermosa lo siento más cerca de mí que antes. En esos
momentos puedo pensar en él con más calma, y la música siempre me ayudará a recordarlo.
—Dios bendiga al arte si hace tanto por ti —dijo sir Walter—. Acudimos a él como
niños, y yo siempre seguiré siéndolo y nunca lo comprenderé, pero tú has recibido su valioso
mensaje. Ojalá la vida no te aparte nunca de él en los años venideros.
—¡Nunca! i Nunca! —le aseguró ella—. El arte ha hecho demasiado por mí. No
trataré de vivir sin él. Me doy ya cuenta de que no podría.
—¿Qué has visto hoy? —le preguntó su padre.
—Estuve en la Galería Pitti toda la mañana. Lo que más me gustó fue el gran retablo
de Fra Bartolomeo y el retrato del cardenal Ippolito dei Medici pintado por Ticiano. Tienes
que verlo; es un espíritu extraño, desdichado, de veintitrés años nada más. Dos años
después fue envenenado, y sus ojos tristes y espantados se cerraron para siempre. y el
Concierto, tan maravilloso, con semejante expresión de hambre espiritual en los ojos del
artista... y Andrea del Sarta, ¡qué gracioso y noble!; pero Henry James dice que es de
segunda categoría porque tenía una mentalidad de segunda categoría, y me imagino que así
será, aunque no para mí. Para mí, nunca. Mañana tienes que venir conmigo para ver algunas
de las cosas que más me gustan. No te aburriré. Todavía no sé lo suficiente para aburrirte.
¡Oh, Y la Judith de Allori, tan hermosa!; pero, ¿crees que Allori le hizo justicia?
Desde luego, su Judith no pudo haber hecho nunca lo que hizo la Judith verdadera. Y un
paisaje de Rubens (oscuro y viejo), que me recordaba nuestros bosques cuando se destacan
sobre el valle.
Sir Walter dedicó la mañana siguiente a Mary y estuvo viendo los cuadros con ella.
Se esforzaba por compartir su entusiasmo y a veces lo conseguía. Luego ocurrió un pequeño
incidente, tan trivial que lo olvidaron al cabo de una hora, pero que les sería recordado en
un asombroso momento que se aproximaba.
Se habían separado, cuando un retrato atrajo las miradas de sir Walter. Pero un
momento después, pasajeramente interesado por el escudo que estaba en el marco, una
dorada cabeza de toro sobre fondo rojo, lo había olvidado. El emblema heráldico se veía
semiborrado y se distinguía apenas, pero el espectador se dio curiosamente cuenta de que
le resultaba familiar. Le parecía haberlo visto en alguna parte. Poco después le llamaba la
atención a Mary; pero ella dijo que, si no recordaba mal, no lo había visto hasta entonces.
Sir Walter gozaba con el interés de su hija; y al ver que su compañía en los museos
aumentaba el placer de Mary y que sus comentarios no le causaban dolor aparente, declaró
la intención de seguir viendo más.
—Tienes que ponerme al corriente de lo que sabes —dijo.
—Será como el ciego que guía al ciego, querido padre —le replicó ella—; pero lo que
me producirá más placer será buscar cosas que creo han de agradarte. La verdad es que
ninguno de los dos sabemos qué es lo que debería gustarnos.
—Eso carece de importancia —declaró él—. Debemos empezar por apreciar los
cuadros, sean los que fueren. Cuando llegue Ernest, querrá que nos pasemos el día en su
gran auto de turismo, yendo de aquí para allá; así que debemos emplear del mejor modo
posible el tiempo que nos queda. Los cuadros no lo atraen, y se sorprenderá grandemente
cuando sepa que los he estado viendo.
—Debemos interesado también por ellos, si podemos.
—Sería imposible. Ernest no entiende de cuadros, y la música no le proporciona
placer alguno. Mira el arte con desconfianza, como una cosa poco propia de los hombres.
—¡Pobre Mr. Travers!
—No lo compadezcas, Mary. Su vida está suficientemente llena sin él.
—Pero yo he descubierto que ninguna vida puede estarlo sin él.
Ernest y Nelly llegaron a su debido tiempo, y, como sir Walter había predicho, sus
placeres consistieron en largos paseos en auto por las ciudades vecinas y los lugares
interesantes o bellos. Mary, a la nueva luz de sus conocimientos, descubrió que los amigos
de su padre habían desmerecido un poco. Hablaba con ellos y compartía sus intereses
menos sinceramente que antes; pero ellos lo atribuyeron a su tribulación y trataron de
"animarla". Ernest Travers hasta llegó a lamentarse de sus nuevos gustos, confiando en que
sólo serían "una fase pasajera".
—Por lo visto, huye de la realidad refugiándose en el mundo de los cuadros y la
música —dijo—. Debe prevenirse contra eso, mi querido Walter. Esas cosas no pueden
interesar de un modo permanente a un espíritu sano.
Durante quince días vieron mucho a sus amigos, y Mary observó que su padre se
expansionaba en la atmósfera de Ernest y Nelly. Se entendían muy bien y poseían
sentimientos y convicciones similares.
Ernest tenía muy mala opinión del carácter de los italianos. Declaraba que una
nación que dependía para su prosperidad de los vinos y la seda ("¡y de qué vinos!") era
demasiado femenina para destacarse. Tenía la vaga idea de que comprendía el idioma,
aunque no podía hablarlo ni escribirlo.
—Nosotros, que nos hemos educado en Eton y Oxford, recordamos el suficiente
latín para entender a esta gente —decía—; porque, ¿qué es el italiano sino la lengua
afeminada de la antigua Roma?
Nelly Travers decía muchas frases tan estúpidas como las de Ernest, y Mary se
admiraba secretamente de lo ridícula que resultaba aquella gente en una tierra extraña.
Llevaban con ellos su ignorancia y atmósfera local, tan abierta y claramente como el
equipaje. No se apenó de dejarlos, porque. ella y su padre pensaban pasar algún tiempo en
Como, antes de regresar.
Ernest y Nelly iban a visitar en auto los campos de batalla de Francia y fueron a
despedir a sir Walter y su hija cuando partieron para Milán. Mr. Travers corrió a la puerta
del vagón y le puso a sir Walter un diario en la mano, en el mismo instante en que el tren
comenzaba a moverse.
—He conseguido un ejemplar del Field de la semana pasada, Walter —le dijo.
Pasaron por los Apeninos una noche en que las luciérnagas brillaban en todos los
arbustos, bajo un cielo estrellado, claro y sin luna; y cuando el tren se detenía en
estaciones pequeñas y silenciosas, llegaban hasta sus oídos los trinos de los ruiseñores.
Pero las circunstancias impidieron que visitaran el lago de Como, porque en Milán
aguardaban a sir Walter cartas de Inglaterra y, entre ellas, una que aceleró su vuelta.
Procedía de un desconocido, y el azar había querido que el remitente, un italiano, hubiera
viajado de Roma a Londres para ver a sir Walter cuando el señor de Chadlands se
encontraba a medio día de distancia de él. Ahora, se hallaba aún en Londres y se proponía
quedarse allí hasta recibir respuesta a la misiva. Escribía reservadamente y hacia una
declaración de gravedad extraordinaria. Le interesaba el misterio del Cuarto Gris y creía
poder arrojar alguna luz sobre los tristes sucesos relacionados con él.
Sir Walter vaciló, pensando en Mary, pero se sintió muy aliviado cuando ella sugirió
que volvieran en seguida.
—Sería una locura demorarnos —le dijo—. Esto significa tanto para mí como para ti,
padre mío, y no podría irme a Como sabiendo que en Inglaterra nos aguarda aunque sólo sea
un débil resplandor de luz. Nada puede alterar el pasado, pero si fuera a explicarnos cómo
y por qué ocurrió, ¡qué gran alivio sentiríamos!
—Henry iba a reunirse con nosotros en Menaggio.
—Se pondrá tan contento como tú y yo si algo sale de esto. No parte de Inglaterra
hasta el jueves, así que puede reunírsenos en Chadlands.
—Sólo vivo para ver explicadas esas cosas —le confesó su padre—. Daría todo lo
que tengo por descubrir la razón de la muerte de tu esposo. Pero aquí se hacen
insinuaciones muy graves. Me parece que este hombre no puede tener justificación alguna
para emplear la palabra "crimen". ¿Crees que esa palabra puede significar para él menos que
para nosotros?
—Escribe un inglés perfecto. Nos aguarde lo que nos aguarde, debemos tener
esperanza. Esas cosas no ocurren por azar.
—No cabe duda de que es un caballero, un hombre refinado y de delicados
sentimientos. Ya me siento favorablemente dispuesto hacia él. Hay algo caballeresco en lo
que tienen de "anticuado" sus expresiones. Ningún joven escribe así hoy en día.
La carta, que ambos leyeron muchas veces, revelaba los rasgos de que había hablado
sir Walter. Estaba escrita con cortesía y distinción latinas. Había también toques de humor
que ni él ni Mary percibieron:
CUANDO Masters vino a retirar el servicio del té vio que sir Walter seguía aún sin
darse por convencido.
—¿Qué opina del signor Mannetti, Masters? —preguntó Henry; y el mayordomo, que
era un gran lector de diarios, le contestó:
—Creo que es un tipo bastante raro, Mr. Henry. Me han dicho que los viejos se
ponen ahora un pedazo de mono, para seguir sintiéndose llenos de vida y volverse jóvenes.
Bueno, pues yo diría que al caballero le han puesto un mono entero. Nunca vi otro igual.
Tiene una lengua como una ratonera, y la mayoría del tiempo uno tiene que adivinar lo que
dice. Es muy listo; y su criado, también. ¡Ese Stephano sabe mucho! Le hace el amor a Jane
Bond de un modo vergonzoso. Nunca creí que a Jane le diera por esas cosas..., y eso que ha
cumplido ya los cincuenta y cinco.
—¿Cree que correrá algún peligro en el Cuarto Gris? —preguntó sir Walter.
—No corre peligro en ninguna parte. Lo que me interesa saber a mí es si nuestra
plata no lo corre; y unas cuantas cosas más. Esta mañana lo pillé mirando el mueble de la
plata. Sabe reconocer lo bueno. Lo sabe todo. No me extrañaría que fuera un ladrón de alta
sociedad... disfrazado para hacerse pasar por viejo. Yo juraría que no tiene ochenta años,
como dice.
Henry se echó a reír.
—No se asuste de él, Masters; es una persona decente.
—Entonces, déjelo entrar en el Cuarto Gris. Él sabe que no corre peligro en ninguna
parte. Sí, sir Walter, lo sabe de sobra. Conoce muy bien por dónde anda.
—Prince va a ir con él, Masters.
—¡Prince! ¿Por qué, señora?
—No lo sabemos. Él lo desea. De todos modos, no puede hacer ningún daño al pobre
Prince.
—Bueno, no dormiré peor por eso; y espero que ninguno de ustedes tampoco, con
perdón. Pase lo que pase, en el Cuarto Gris no hay nada que pueda pillarlo desprevenido.
Aunque eso no quiere decir que yo esté contra el caballero. Pero no le confiaría ni un dedo.
Está haciendo una comedia y es tan extranjero como yo..., o si no, no podría hablar un inglés
tan bueno como el mío, o quizá mejor.
—Masters está de nuestra parte, padre —dijo Mary—. y tiene razón. El signor está
representando una comedia. Le encanta verse en el centro de la escena. A todos los viejos
les pasa igual, y una de las cosas más patéticas de la vida es que rara vez consiguen su
deseo. Así que él aprovecha en lo posible su oportunidad.
—Y si se niega, tío Walter, lo que hará será irse diciendo que no puede ayudarlo y
acusándonos de haberle hecho tomarse todas estas molestias para nada —agregó Henry
Lennox.
Por fin consiguieron lo que deseaban, y cuando el signor Mannetti bajó a cenar
temprano, y de magnífico humor, sir Walter accedió al experimento.
—¡Magnífico, amigo mío! Y no tema pasar una noche de inquietud. En realidad, si no
me equivoco, todos podremos dormir tranquilamente, aunque nos iremos muy tarde a la
cama. Pero creo que debemos prepararnos para acostamos después de las dos. Comenzaré
mi vela a las ocho, dentro de media hora. La puerta' quedará abierta, como usted desea.
Pero le ruego que nadie se aproxime al extremo oriental del corredor. Me parece que no es
mucho pedir. No obstante, permitiré que Mr. Lennox se sitúe al final de la gran escalera y,
de cuando en cuando, me llame. Me dirá: "¿Va todo bien?", Y yo le contestaré, con
seguridad: "Todo va bien." ¿Puede haber algo más satisfactorio?
El signor Mannetti comió poco y luego se puso un grueso abrigo de automovilista,
forrado de piel y declaró que estaba pronto. Creyeron que se había olvidado de Prince, pero
él insistió en la compañía del viejo spaniel. El perro había comido y podía dormir allí tan bien
como en cualquier otra parte.
—No teman —dijo el italiano—. Seré muy considerado con su viejo perro. No pido su
ayuda sin razón. Él está de mi parte y me ayudará si puede, a pesar de su enfermedad. Me
hice amigo suyo. Póngalo a mis pies. Me sentaré bajo la luz para leer los diarios italianos.
Y de ese modo, una persona sola volvió a ocupar el Cuarto Gris para medir su
inteligencia con las terribles fuerzas ocultas en él. A las ocho el signor Mannetti se
despidió alegremente de todos, y, mientras sir Walter y Mary bajaban la escalera, Henry
se quedó al final de ésta. El corredor estaba iluminado, y la puerta del Cuarto Gris abierta.
Pero al cabo de diez minutos el italiano llamó a Lennox, que fumaba a unos treinta y
cinco metros de distancia.
—Hay una gran corriente aquí —dijo—. Cerraré la puerta, pero dejaré una rendija
para que podamos saludarnos a través de ella de cuando en cuando.
Las horas fueron trascurriendo lentamente, y como en Chadlands todos sabían lo
que estaba ocurriendo, pocos fueron los que se retiraron a descansar. Sabían que después
de medianoche el signor Mannetti esperaba poder declarar el resultado de su experimento.
Henry Lennox lo llamaba cada media hora, recibiendo siempre respuesta. Pero poco
después de la una su: "¿Todo va bien, signor?", no obtuvo contestación. Levantó la voz, pero
nadie respondió. Entonces fue hasta la puerta y miró el interior del Cuarto Gris. El anciano
se había escurrido un poco en el sillón que habían colocado bajo la luz eléctrica y yacía
inmóvil, pero en posición cómoda. Seguía cubierto aún por el abrigo de piel. Henry no vio a
Prince. La habitación estaba fría y silenciosa. La luz eléctrica brillaba claramente, y las dos
ventanas estaban abiertas. El joven Lennox se apresuró a bajar. Sus pensamientos se
concentraban en su tío, con el deseo de evitarle todo disgusto innecesario. Por un momento
creyó que el signor Mannetti había muerto en el Cuarto Gris, como los demás, pero no podía
estar seguro. Había trascurrido escasamente media hora desde que el italiano contestara
alegremente a su pregunta, diciéndole que la vigilia había terminado casi. Por lo tanto,
Lennox fue en busca de Masters, le dijo que había que suponer lo peor, aunque le explicó
que el anciano que velaba en el Cuarto Gris tal vez no estaba muerto, sino dormido.
Masters confiaba en que sería así.
—Seguramente estará durmiendo. Voy a buscar un poco de coñac —y provisto de su
panacea subió detrás de Henry.
El signor Mannetti no se había movido, pero, cuando se acercaban a él, con gran
alivio de los dos abrió los ojos, miró a todos lados y por fin se dio cuenta de la situación.
—¡Ay! Veo que les he dado un susto de muerte —dijo, mirando los inquietos rostros
—. No ocurre nada. En menos de una hora habría llamado a sir Walter. Pero la última media
hora me rindió, y me dejé vencer por el sueño. ¿Qué hora es?
—Las dos menos cuarto, signor.
—¡Magnífico! Llame en seguida a su tío. He descubierto el secreto.
—¿Quiere un vasito de coñac añejo, signor? —le preguntó Masters.
—Con mucho gusto, amigo mío, con mucho gusto. Veo que los dos son muy prudentes.
Apruebo su conducta y les doy las gracias. Pensaron que había pasado como los demás a
mejor vida, pero traían lo necesario para reanimarme si podían, sin asustar a sir Walter.
Dormirme así fue algo imperdonable.
Abraham Masters y Henry bajaron a darles la buena noticia, mientras el anciano
bebía el coñac.
—Los detendré media hora más —dijo, cuando volvieron todos—. Pero estoy seguro
de que ninguno de ustedes querrá irse a dormir.
Sir Walter habló.
—¡Gracias a Dios, signor, gracias a Dios! ¿Se encuentra bien?
—Completamente bien, aunque, claro está, he descansado durmiendo un rato. Pero
temo que ustedes no han cerrado ni un instante los ojos.
—¿Se opondría a que Masters escuche lo que va a contamos? De ese modo, los
demás habitantes de Chadlands se enterarán de la verdad de lo ocurrido.
—El mundo entero se enterará de ella, sir Walter. Lo he aclarado todo y hasta
poseo ciertas pruebas. Su buen spaniel ha representado también su papel. Saludo al viejo
Prince.
Henry se fijó entonces en que el perro estaba tendido a los pies del signor
Mannetti.
—¿Dormido aún?
Mary se arrodilló para acariciar al spaniel y se irguió, sobresaltada.
—¡Qué horriblemente frío está!
—Dormido para siempre..., mártir de la ciencia. Recuerden que iba a morir el
viernes. Ha recibido la eutanasia un poco antes, y nada en su vida ha sido tan bueno como el
dejarla. La última víctima del Cuarto Gris. No lo lloren, porque murió sin un dolor..., como las
demás víctimas.
—Pero, pero... ¡usted habló de un crimen y de criminales! —exclamó sir Walter.
—Y con razón. Grandes crímenes se han cometido en este cuarto, y grandes
criminales los han cometido. ¿Acaso un crimen deja de serlo porque sus autores lleven casi
quinientos, años pudriéndose en sus vergonzosas tumbas?
—Usted habla de modo distinto al nuestro y emplea las palabras de manera muy
diferente. ¿Dice que el perro no sufrió? ¿Cómo murió... en sueños?
—Así. Sin un suspiro, la última y venerable víctima de esta sombra asesina.
—¿Lo vio morir y, sin embargo, a usted no le ocurrió nada? —le preguntó Lennox.
—Así fue. Ahora, siéntense todos, incluso nuestro padre Abraham, y dentro de
cinco minutos todo estará tan claro como el día.
Lo obedecieron en silencio.
—Sí, un criminal maestro, cuyo nombre ha resonado a lo largo de los siglos y que
mañana habrá obtenido una nueva resonancia, es el causante de todo. ¡Cuánto daría por
poder juzgarlo!; pero ha sido juzgado, si la justicia se encuentra en la raíz de todas las
cosas, como todos los hombres desean, y usted y yo creemos, sir Walter. Una reflexión
interesante: ¿cuántos sufren, y hasta mueren, por los pecados de los muertos? No
solamente los pecados de nuestros padres recaen sobre nosotros, sino también, si
pudiéramos seguirles la pista, los crímenes de innúmeros difuntos, realizados mucho antes
de que hubiéramos venido a este valle de lágrimas. Hablo en parábola, pero esto es literal,
real. Los que cometieron estos crímenes han sido hombres que ya han muerto; ellos son los
que nos dejaron ese legado de espanto.
El signor Mannetti acarició el spaniel muerto.
—Cuando nos dejaron solos lo tomé y lo puse sobre la cama. No se despertó, y yo
sabía que ya no se despertaría más. Ahora, si así lo desean, miremos esa noble cama. Ahí
tienen el lazo de unión con lo que les dije ayer y que entonces debió sonarles como la
palabrería vana de un anciano. Vengan y miren. ¡Ah, si antes los demás hubieran empleado
bien los ojos!
Lo siguieron; y él les señaló un marco de madera tallada que unía los cuatro postes.
—¿Qué ven en ese friso que corre por encima de los capiteles de las pequeñas
columnas jónicas?
—La corona y las llaves papales —dijo Mary.
—¡Muy bien! Ahora, miren el otro lado.
—Un escudo de armas..., un toro dorado sobre campo rojo...; ¡pero si es el que te
llamó la atención en Florencia, padre!
—Si, ése era. Se me quedó en la memoria, aunque no podía recordar dónde lo había
visto antes.
El signor Mannetti se dispuso a dar su golpe efectista.
—¡Las armas de los Borgia! Las armas del Papa español, Alejandro VI, de funesta
memoria. Ahora que ya lo hemos dicho todo podremos irnos pronto a la cama. Después de
haberme fijado en ellas, esta mañana, comprenderán con cuánta facilidad penetré en el
corazón del secreto. No necesitaba más que un signo así. Y todo lo que ha ocurrido
concuerda con esta explicación. La primera víctima me intrigó; pero he resuelto también
ese problema. Ahora verán cómo fue muerta cada una de ellas. Miren ese colchón tapizado
de raso...: ¡ahí se encuentra la cosa que no duerme y hace dormir tan rápidamente a los
demás! Lo sospeché esta mañana; esta noche, lo he probado. A las ocho y diecisiete Prince
había muerto; pero hasta que me desperté, casi a las dos, no me atreví a tocarlo. Porque,
¿cómo murió? En el momento en que el calor de su viejo cuerpo penetró el colchón que había
debajo de él, puso en libertad el horrible veneno. Se estiró, volvió a enroscarse y, conforme
la exhalación iba subiendo, sin casi un temblor pasó del sueño a la muerte. No hace falta
decirles que me mantuve apartado de él, porque me imaginaba que hasta que el pobrecillo no
estuviera frío el horrible demonio del colchón no volvería a hundirse y desaparecer.
Entonces, el colchón y el perro eran inofensivos, como lo son ahora. Le di cinco horas para
enfriarse, puesto que era un animal pequeño y delgado, y el calor abandonó pronto su
cuerpo.
—Pero, signor...
—Si me escucha un poco más, mi querida Mrs. May, me anticiparé a todas sus
objeciones. Vamos a sentarnos de nuevo, y después que termine de hablar, si todavía les
queda alguna duda, háganme las preguntas que quieran. Otro coñac, Masters.
Bebió unos sorbos y guardó silencio durante unos momentos; ninguno de los demás
habló. Luego, desde su sillón, les fue contando la historia del Cuarto Gris, demostrando
conocer con asombrosa familiaridad hasta los detalles más pequeños. En realidad, cuando
terminó de hablar nadie tenía ninguna pregunta que hacerle.
—Antes que nada hay que fijarse en dos interesantes hechos preliminares, amigos
míos —comenzó el signor. Los miró, sonriente, gozando con su exposición—. El primero es
que una habitación que tenía ya tradiciones siniestras, y a la que se suponía embrujada, fue
la destinada a guardar esta infernal máquina de destrucción. Pero ¿qué cosa más natural
que ésa? Tienen los muebles y por el momento no saben qué hacer con ellos. La casa está ya
llena de cosas hermosas, y se guardan aquí los nuevos tesoros, para quitarlos de en medio,
en una habitación a la que no se le da su debido uso. No son coleccionistas ni peritos. El
padre de sir Walter no compartía el entusiasmo de su padre, y a sir Walter tampoco le
interesaban los muebles antiguos. Por eso, los muebles se quedan en esta habitación y, más
o menos, se olvidan.
"Ése es el primer hecho interesante, y el segundo, a mi entender, es el siguiente:
que todos los que murieron aquí, al menos que usted recuerde, murieron en lugares distintos
de la habitación, así que sus muertes no pudieron ser achacadas, inmediata e
inevitablemente, a la cama. Por ejemplo, Hardcastle, como usted me contó, no asociaba la
muerte del pobre capitán May con la de la enfermera, ocurrido once años antes; y sir
Walter no veía por qué razón iba a relacionar la muerte, aún más lejana, de su anciana tía
(que tuvo lugar cuando él era un niño) con los subsiguientes desastres.
"Examinemos por un momento el hecho asombroso de que a ninguno de los que
murieron aquí se les encontró las marcas de su muerte.
"La muerte puede producirse de tres modos; el pálido jinete nos hiere por la
asfixia, el coma y el síncope. En la asfixia, ataca los pulmones; en el coma, su lanza apunta al
cerebro; en el síncope, al corazón.
"Cuando el hombre muere por asfixia, eso significa que la acción de los músculos del
aparato respiratorio se detiene, o la función de los pulmones se impide por alguna lesión, o
se impide el libre paso del aire, como cuando alguien muere ahogado o estrangulado.
También puede deberse a una embolia, y en ese caso la arteria pulmonar, obturada, impide
que llegue la sangre a los pulmones. Pero no ocurrió así con ninguno de los que murieron en
este cuarto.
"El coma se produce por medio de la apoplejía o la conmoción; por el empleo de
ciertos venenos narcóticos o minerales; y de otros modos que no se aplican al caso.
"Entonces, no queda más que el síncope. Un corazón deja de latir por hemorragia,
hambre, agotamiento o la influencia deprimente de ciertas drogas. Los que murieron aquí
murieron de síncope; pero ¿cómo? Ninguna autopsia puede decírnoslo. Murieron teniendo
como único sostén a su Hacedor, y ninguno dejó una explicación de lo que le había ocurrido.
Pero nosotros sabemos muy bien, aun en el caso de Peter Hardcastle y no obstante las
dudas de la policía, que todos ellos habían muerto ya antes de que Mr. Lennox los
descubriera. Y sabemos que el fenómeno del rigor mortis se había iniciado ya antes de que
el cadáver del detective llegara a Londres.
"No obstante, no hay nada nuevo bajo el sol. Muchos diarios relataron el hecho de
que esas personas habían muerto sin causa aparente, como si eso fuera un suceso sin igual.
No lo es. En mil ochocientos noventa y tres, su doctor Templeman describe dos ejemplos de
muertes repentinas con ausencia absoluta de condiciones patológicas que las expliquen.
Describe el caso de un hombre de cuarenta y tres años y lo llama "inhibición emocional del
corazón". El corazón se detuvo en la diástole, en vez de la sístole, como suele ser por lo
general; murió de un síncope; la causa de la muerte no pudo descubrirse.
"Me imagino que a un profano se le permitirá describir la "inhibición emocional del
corazón" como un shock; pero sabemos que, en estos casos, si se trataba de un shock no era
un shock doloroso, quizá, ni siquiera desagradable. Y como todas las emociones pueden ser
agradables o desagradables, ¿por qué no suponer que la suprema emoción de la muerte no
podría ser también agradable si supiéramos cómo conseguida? Quizás los Borgia, entre sus
secretos, descubrieron ése. Al menos, los signos familiares de la muerte faltaban en
absoluto en las caras de los difuntos. Las mandíbulas no estaban encajadas; las expresiones
familiares no se habían alterado, como suele ocurrir, debido a la rigidez de los músculos
faciales; las caras no estaban pálidas; las sienes no estaban hundidas; las cejas no se habían
contraído.
"Ahora iremos tomando a las víctimas, una por una, para demostrar cómo murieron,
sin que la muerte dejara huellas. Francamente, el primer caso era el único que presentaba
alguna dificultad para mí. Durante algún tiempo desesperé de poder probar cómo la cama
había acabado con la parienta de sir Walter, porque la anciana no había entrado en ella.
Pero las dificultades se aclaran para el que sabe lo que nosotros sabemos ahora; porque una
vez probadas las propiedades de la cama el resto es fácil. Dirán que no las había probado,
que solamente las sospechaba. Es cierto, así fue hasta que murió Prince. Su muerte coronó
el edificio de mi teoría, convirtiéndolo en hecho. En lo relativo a las propiedades de la cama,
la ciencia es quien debe averiguar por qué las tiene.
"Volvamos, pues, a la anciana, su vieja parienta que vino inesperadamente a una
reunión de Navidad y, a petición suya, fue alojada en el Cuarto Gris. A la mañana siguiente
se la halló muerta en el suelo. No había entrado en la cama. Los hechos exactos han
desaparecido hace mucho tiempo de la memoria humana y sólo pueden reconstruirse por
inferencia y apoyándose en los acontecimientos subsiguientes. Me imagino que la anciana no
creó el calor que liberó el espíritu maligno de la cama y acabó con ella; por lo tanto,
debemos suponer que ese calor se creó artificialmente. ¿Qué creen que debe haber
ocurrido? Se hace la cama apresuradamente y se enciende el fuego. Pero éste se encuentra
muy lejos de la cama y no podía crear la temperatura necesaria. No obstante, seguramente
pusieron en ella un botellón de agua caliente o un ladrillo calentado y envuelto en franela. La
anciana va a. acostarse. Ha apagado la vela, pero el fuego da luz suficiente. Ha rezado ya;
se quita la bata, levanta la colcha e, instantáneamente, cae víctima del miasma. Cae hacia
atrás, y a la mañana siguiente se la encuentra muerta, aunque por entonces el botellón y la
cama están fríos ya.
"Comprendo que, por sí sola, esa explicación tal vez no los convenza; pero
consideren la evidencia acumulada. La anciana puede, desde luego, haber muerto de muerte
natural. Tal vez no tocó el lecho. No hay ningún ser vivo que pueda decírnoslo. Lo único que
sir Walter recuerda es que la hallaron muerta en el suelo de la habitación. No sabe
exactamente dónde. Pero, por mi parte, no dudo de que su muerte ocurrió así.
"En las otras tragedias pisamos un terreno más firme, aunque, excepto en el caso
de la enfermera Forrester, superficialmente no hay nada que relacione las muertes con la
maldita cama. No obstante, verán qué fácil es hacerla. En el caso de la enfermera es muy
sencillo. Se acuesta cansada y se duerme pacíficamente para no despertar más. Quizá se
quedó dormida a los diez minutos de acostarse, antes de que su calor hubiera penetrado, a
través de la sábana y la manta, hasta el colchón, provocándole la muerte. Supongamos que
ha muerto al cabo de media hora. Se retiró a descansar a la diez; la llamaron a las siete;
poco después rompieron la puerta, y cuando entraron en la habitación no solamente estaba
muerta, sino fría. El demonio se ha dormido ya, bajo su inerte carga. Ahora bien; si hubiera
sido gruesa y estado bien arropada, no habría habido tiempo suficiente para que se
enfriara, y los que fueron en su auxilio habrían perecido también, quizá. Pero era una mujer
pequeña y delgada, y el calor abandonó pronto su cuerpo. De ese modo, los que se acercaron
a la cama no corrieron peligro alguno. Es imposible calcular exactamente el tiempo que
tarda un cuerpo en adquirir la temperatura de lo que lo rodea. Los cuerpos de los viejos y
los niños se enfrían mucho más rápidamente que los de los adultos. Si las condiciones son
favorables, un cadáver puede enfriarse en seis u ocho horas. Prince, como era puro hueso,
no tardó más que cinco horas, el pobrecillo.
"En el caso del capitán May las condiciones son completamente diferentes. Hablaré
con toda la ternura posible, para evitarles un dolor. Pueden estar seguros de que no sufrió
más que los otros. La cama no está hecha; el colchón, al descubierto. Eso no le importa.
Vestido con pijama, cubierto por una manta y empleando la bata como almohada, se acuesta
en ella, y su cuerpo fuerte y sanguíneo comunica inmediatamente su calor al colchón que lo
sostiene. Probablemente bastaron unos minutos para liberar el veneno. No está dormido,
pero sí al borde del sueño, cuando se da cuenta de unas sensaciones físicas que no puede
explicarse. Había respirado la muerte, pero no estaba muerto aún. Su cerebro trabaja,
enviando un mensaje a los miembros, capaces aún de obedecerlo. Salta de la cama sin
sufrimiento alguno, pero consciente quizá de una opresión, de un olor desconocido..., no
sabemos de qué. Lo único que sabemos es que siente una intensa sorpresa, pero no dolor,
porque en el momento de la muerte sus emociones quedan fijas para siempre en los
músculos de la cara. Necesita aire y sale en busca de él. Corre al mirador, se arrodilla
sobre el almohadón, abre la ventana. O la ventana estaba tal vez abierta ya..., no podemos
decirlo. Llegar hasta ella es su último acto consciente, y un minuto después ha muerto. No
se sospecha de la cama. ¿Por qué iba a sospecharse? ¿Quién puede probar que se acostó
siquiera en ella? En realidad, se creía, y en la encuesta así se dijo, que no lo había hecho.
Pero no cabe duda de que eso fue lo que ocurrió. De otro modo, la vela se habría gastado
por completo. Él la había apagado de un soplo y se había dispuesto a dormir.
"Vayamos ahora al caso del detective, y de nuevo veremos que no hay nada que
asocie su muerte con la cama de los Borgia. Pero, sin ayuda mía, verán cuán fácilmente se
produjo su muerte. Peter Hardcastle desea estar solo para poder estudiar el Cuarto Gris y
todo lo que hay en él. Cumplen con su deseo, y él comienza a pasearse, dibuja un plano de la
habitación y agota sus peculiaridades más obvias. ¡Ojalá hubiera conocido el significado del
toro dorado! De repente, se le ocurre una idea y se sienta para ir desarrollándola. O tal vez
no había acabado con la habitación y se sienta en un lugar desde donde puede ver bien todo
lo que lo rodea. Se sienta al pie de la cama..., aquí, en el lado derecho. Toma sus notas y
luego le pasan por la cabeza sus últimos pensamientos, una reflexión abstracta sobre un
tema de su trabajo. Por un momento se olvida del asunto que lo ha llevado allí y escribe sus
ideas en una libreta. Lleva sentado ya algún tiempo en la cama, no sabemos cuánto, pero el
suficiente para crear el aumento de temperatura que necesita el demonio del colchón para
subir a la superficie. Entonces, asciende el espíritu de la muerte, y Hardcastle, sorprendido
lo mismo que el capitán May, se pone en pie de un salto. Da dos o tres pasos hacia adelante;
la libreta y la pluma se le escapan de las manos, y cae de bruces..., muerto. Está caliente
aún cuando Mr. Lennox lo encuentra; pero la cama de la que saltó se ha vuelto fría e
inofensiva; su labor ya está hecha.
"No queda más que el sacerdote, el reverendo Septimus May. Él no se acostó en la
cama ni se sentó sobre ella. Pero, ¿qué hizo? No cabe duda de que permaneció largo tiempo
arrodillado junto a ella, rezando. Nada más natural que extendiera los brazos sobre el
colchón, hundiendo la cara entre ellos, para comunicarse así con el Todopoderoso, mientras
dirigía ruego tras ruego por el ser que, según él, se encontraba preso en el Cuarto Gris sin
poder escapar de allí. De ese modo, al inclinarse sobre la cama, con los brazos apoyados en
ella, crea al fin el aumento de temperatura necesario para la aparición del demonio. Entra
en él (todavía no sabemos cómo), y el sacerdote cae inerte al suelo, mientras la cama se
enfría de nuevo, rápidamente.
"En cuanto a los cuatro policías (el inspector Frith y sus hombres), el azar les salvó
la vida, por lo menos la de uno de ellos, y también impidió que descubrieran que la cama era
la causante de todo. Si alguno de los detectives se hubiera sentado sobre ella, habría
muerto sin duda en presencia de sus colaboradores; pero todos se sentaron en las sillas
situadas en las esquinas de la habitación, y las sillas eran inofensivas. Queda aún por probar
si les hubieran servido o no las máscaras. Yo lo dudo.
"Amigos míos, tales eran las obras maestras de los Borgia, para quienes trabajaban
los mejores químicos, ganando sin duda, al hacerlo, grandes fortunas. Sus venenos obraban
de tal modo que, por su misma operación, borraban toda huella, conservando así el secreto.
La química no tiene poderes sobrenaturales, pero, como ocurre en este caso, puede
alcanzar resultados que parecen obra de la magia negra.
"Y si nosotros, hoy en día, no conseguimos descubrirlos, no es difícil imaginar que en
su tiempo gran parte de las muertes causadas por ellos se atribuyeron al cielo.
"A la ciencia le interesará grandemente su colchón de los Borgia, sir Walter. No
dudo de que la ciencia lo examinará cuidadosamente, realizando una serie de experimentos
notables; pero me atrevo a decir que tal vez luchará en vano contra la astucia y los
conocimientos de unos hombres que hace mucho tiempo son ya polvo. Veremos qué ocurre.
Se levantó y le pidió a Masters que llamara a Stephano. Luego, con pocas palabras,
se despidió de los demás, que le estrecharon la mano y le expresaron profunda y sincera
gratitud.
—Queda aún algo por añadir —dijo el signor Mannetti—. Mañana sabrán qué es. Por
el momento, buenas noches. Haber podido prestar este servicio a mis nuevos y valiosos
amigos es una dicha que corona mi larga existencia.
A la mañana siguiente Masters contó en la habitación de los criados lo que había
oído.
—Y si me lo preguntan —terminó—, deberé contestarles que retiro lo que dije
acerca de que era más joven de lo que fingía. Es más viejo, más viejo que las colinas, más
viejo aún que ese horror del Cuarto Gris. Es un demonio; mató al perro; y creo que si se
supiera toda la verdad se vería que él mismo era un Borgia.
CAPÍTULO XIII «
DOS NOTAS