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Eden Phillpotts

El cuarto gris
Título original: The Grey Room
Traducción: Josefina Martínez Alinari
Ilustró la tapa: José Bonomí
Emece Editores
Colección El Séptimo Círculo 120
Buenos Aires – Argentina
30 de noviembre de 1954
ÍNDICE
Capítulo 1. La partida de caza
Capítulo II. Un, experimento
Capítulo III. En el mirador
Capítulo IV. «Por la mano de Dios»
Capítulo V. Lo invisible se mueve
Capítulo VI. La orden de Londres
Capítulo VII. El fanático
Capítulo VIII. Los trabajos de los cuatro
Capítulo IX. La vigilia nocturna
Capítulo X. El signor Vergilio Mannetti
Capítulo XI. El príncipe Djem
Capítulo XII. El toro dorado
Capítulo XIII. Dos notas
CAPÍTULO PRIMERO «
LA PARTIDA DE CAZA

Los MACHONES de la entrada principal de Chadlands eran de ladrillo rojo, y sobre cada
uno de ellos descansaba una enorme esfera de granito gris. Detrás se extendía el parque, donde
los árboles del bosque, recién podados al principio del invierno, respondían al sol poniente con el
fuego de su escaso follaje. Los árboles se hundían hasta perderse de vista entre matas de
helechos, y en medio de sus troncos se elevaba ya una niebla azul, el aliento de la tierra que la
venida del frío hacía visible. La helada estaba en el aire, y la hoz de la luna nueva brillaba donde
el crepúsculo apagaba el verde del cielo occidental.
Los cazadores volvían, y ocho hombres y tres mujeres aparecieron ante las grandes
puertas. Uno de ellos iba montado en un caballito gris, y a cada lado suyo andaba una mujer.
Charlaban entre sí, y el grupo de personas vestidas de tweed entraron en el parque, avanzaron
hacia la casa solariega que se alzaba a casi un kilómetro de distancia.
Entonces un anciano salió de un pabellón, oculto detrás de un bosquecillo de laureles, ya
dentro del parque, y cerró las grandes puertas de hierro forjado. Pertenecían a un llamativo
período italiano y eran más imponentes que distinguidas. Sobre ellas, y pertenecientes a una
época posterior, había dos escudos de armas, con cimera y divisa: los atributos heráldicos del
actual dueño de Chadlands. Éste apreciaba tales cosas, pero no era responsable del trabajo. Era
una reliquia, imbuido de viejas opiniones; y su escudo de armas, ganado en épocas olvidadas, sólo
le interesaba menos que su medalla al valor, el único derecho personal que tenía al honor público.
En la juventud había sido soldado, pero seguía siendo un subalterno cuando murió su padre y
entró en posesión de la herencia.
Ahora, sir Walter Lennox, quinto baronet, había envejecido, y su invencible bondad, sus
principios arcaicos, su cuantiosa riqueza y sus limitadas experiencias con la realidad, producto
de esa riqueza, lo habían convertido en un hombre popular y respetado. Sin embargo,
despertaba gran indignación entre los terratenientes locales por su generosidad y desdén de
todos los principios económicos; y mientras sus colonos veían en él al ejemplar típico del
terrateniente, y sus criados lo adoraban, con sobrados motivos, sus amigos, cansados de
protestar, se creían obligados a perdonarle los malos precedentes y la equivocada liberalidad,
completamente fuera del alcance de los desdichados que viven de sus tierras. Pero sir Walter
regía la casa solariega a su espléndido modo y se maravillaba de que otros hombres declarasen
hallar dificultades en problemas que él resolvía tan fácilmente.
Aquella noche, después de ejecutar un poco de música, el grupo de los invitados se
dirigió a la sala de billar, y mientras la mayoría de los hombres, después de un día de caza, se
contentaban con sentarse cómodamente frente a la chimenea donde ardía un fuego de leña, sir
Walter, que había estado a caballo la mayor parte del día, declaraba que no se encontraba
cansado y que quería jugar.
—Nada de excusas, Henry —dijo; y se volvió hacia un joven sentado en una silla larga,
fuera del círculo de la chimenea.
El joven se sobresaltó. Tenía los ojos fijos en una mujer, sentada junto al fuego, que
estrechaba la mano de un hombre. Su actitud era la que los amantes refinados adoptarían sólo
en privado, pero la pareja no era refinada, y amantes aún, aunque casados. Carecían de
afectación, y al marido le gustaba tener en la mano la mano de su mujer. Después de todo, una
cosa imposible antes de casarse puede parecer muy correcta después, y ninguna de las personas
mayores miraba con cinismo su devoción.
—¡Está bien, tío! —dijo Henry Lennox.
Se levantó; era un hombre alto, de hombros fuertes, rostro juvenil completamente
afeitado y pelo color de lino. Habría sido bien parecido a no ser por la nariz, que tenía roto el
puente, pero los ojos castaños eran hermosos, y la barbilla y la boca firme estaban bien
modeladas. En su rostro se reflejaban la imaginación y la reflexión.
Sir Walter se apuntó treinta tantos y con el taco dio un golpe a la bola.
—Esta noche gano —dijo.
Era un hombre bajito y bien plantado, de rostro vulgar y una expresión qué se veía
raramente en un hombre de menos de setenta años. La vida no lo había desconcertado; su
moderado intelecto la había aceptado tal cual era y, a través de la lente mágica de la buena
salud, el buen carácter y la gran fortuna consideraba la existencia como una cosa deseable y
fácil de llevar con decoro. "No se necesita más que paciencia y cerebro", declaraba siempre. Sir
Walter llevaba monóculo. Se estaba quedando calvo, pero conservaba un par de patillas grises,
de respetable tamaño aún. El rostro lo desmentía, pues era de rasgos severos. Se habría dicho
que era un ordenancista, pero sólo hasta que se ponían de manifiesto sus amables opiniones y su
personalidad condescendiente. El anciano no era vanidoso; sabía que un mundo muy distinto al
suyo se extendía en derredor. Pero era sereno, y las circunstancias no habían logrado turbar su
eterna complacencia. De joven tuvo un desengaño amoroso y se casó tarde. No tuvo hijos
varones y era viudo, cosas que, a su entender, empequeñecían su buena fortuna en todos los
demás aspectos. Sostenía la cómoda doctrina de la igualdad de las cosas y creía sinceramente
que había sufrido las mismas penas y decepciones que cualquier Lennox de la historia de la raza.
Su única hija y su primo, Henry Lennox, habían sido criados juntos y eran de la misma
edad: los dos tenían veintiséis años. El muchacho era el heredero de su tío y se quedaría con la
finca y con el título; y sir Walter había esperado que se casase con Mary. El joven no tenía nada
que objetar a dicho plan. Amaba realmente a la muchacha; incluso se pensaba que entre los dos
existía un entendimiento tácito, que por parte de Henry se fue haciendo más ardiente cada vez,
aunque por parte de ella no llegó a madurar jamás. Pero sabía que su padre deseaba aquel
matrimonio y se imaginaba que alguna vez se realizaría.
Sin embargo, no estaban comprometidos al estallar la guerra en Europa, y Henry, que
tenía veintiún años, fue a la escuela de oficiales del Quinto de Devon, mientras su prima
ingresaba en la Cruz Roja y prestaba servicio en Plymouth. El accidente terminó con el nebuloso
idilio y trajo el verdadero amor a la vida de Mary, poniendo fin a las esperanzas de Henry. Éste
fue destinado a la Mesopotamia, cayó en seguida enfermo de ictericia, fue enviado a la India
para que convaleciese, y, al volver al frente, estuvo combatiendo contra los turcos. Pero la
suerte quiso que no ganase ninguna medalla. Cumplió su deber en malas circunstancias, y a su
odio de la guerra se unió la pena que le produjo el saber que Mary se había enamorado. Era un
joven ingenuo y amable, un Lennox típico, que tuvo un éxito en Harrow, el cual pagó cuando le
rompieron la nariz al ganar, a los diecinueve años, el campeonato de peso pesado de las escuelas
públicas. En el Oriente boxeaba aún; y cuando sus amores terminaron, se le contagió la epidemia
de hacer versos y escribió un volumen de poemas inofensivos, con gran asombro de la familia.
A Mary Lennox la guerra le trajo un esposo marino. El capitán Thomas May, gravemente
herido en Jutlandia, se enamoró de la joven sencilla y atractiva, de linda figura, que lo cuidó
durante la convalecencia y, como declaraba él, le salvó la vida. Era un hombre impulsivo, de
treinta años, barba oscura, ojos negros y temperamento fogoso. Procedía de una pequeña vicaría
de Somerset y era hijo único de un pastor, el Reverendo Septimus May. Como sólo conocía a la
muchacha por el título de "enfermera Mary", y se había enamorado apasionadamente por
primera vez en su vida, se le declaró el primer día que le permitieron levantarse, y como Mary
Lennox compartía sus emociones, le dio el sí antes de que él supiera el nombre de ella.
Es imposible describir la impresión que el amor produjo en Mary Lennox. Había llegado a
considerarse vagamente comprometida con su primo e imaginaba que el afecto que sentía por
Henry era el que sentiría por cualquier hombre. Pero la realidad la despertó, y su gozo no la hizo
egoísta, ya que no estaba en su naturaleza el serlo; sólo le enseñó lo que era el amor y la
convenció de que no podría casarse más que con el marino herido. Y esto lo sabía mucho antes de
que él estuviera siquiera en condiciones de demostrar que apreciaba sus cuidados. El sonido de
la voz de él la hacía estremecerse aún antes de que Tom tuviera las fuerzas suficientes para
hablar en voz alta. Y sus profundos acentos, cuando los oyó, le produjeron un efecto que no le
había causado voz alguna. El primer indicio de que recuperaba la salud fue su petición de que
debían cortarle la barba; y le estaba haciendo el amor a Mary a los tres días después de haber
sido declarado fuera de peligro. Entonces Mary comenzó realmente a vivir, y al considerar su
vida anterior se maravilló de que hubiera estado constituida por perros, caballos y aparejos de
pesca. La revelación la turbó, y en largas páginas dio cuenta a su primo de aquellas emociones.
No especificó las causas del cambio, pero él leyó entre líneas, comprendiendo que era un hombre
y no la guerra lo que había alterado y profundizado sus conceptos. Él no había logrado aquello,
pero no se encolerizó con la muchacha, ya que Mary no le había fingido ardor ni emoción de
ninguna clase. Aunque era muy joven, siempre había temido que ella no lo quisiera como amante.
Esperaba que algún día lograría abrirle los ojos, pero fue otro quien lo hizo.
Por lo tanto, no experimentó sorpresa alguna cuando Mary le comunicó la noticia de su
compromiso. Él le escribió la mejor carta de su vida e hizo un gran esfuerzo para reír de su
infantil afecto y para disminuir cualquier remordimiento que Mary pudiera sentir por causa de
él. El padre de la joven tomó al principio la noticia muy a pecho, pues opinaba que ya le habían
ocurrido desgracias suficientes para nivelar su prosperidad. Pero sentía un profundo cariño
hacia la hija, y el mágico cambio experimentado por ella ante la nueva revelación lo convenció de
que sentía una plenitud de vida emocional que sólo podía ser el signo exterior del amor. También
era una cosa clara que Mary estaba enamorada por primera vez; pero no quiso dar su
consentimiento hasta haber conocido al novio y haberse informado acerca de él. Sin embargo,
aquello no alarmaba a Mary, pues opinaba que Thomas May iba a resultar muy del agrado de sir
Walter. Y así sucedió. El marino era un caballero; se había declarado sin la menor idea de a quién
ofrecía su mano indigente, y, cuando se enteró, su turbación fue tan grande que Mary aseguró al
padre que había creído en un cambio de idea del novio.
—Si no lo hubiese amenazado con la deshonra y el incumplimiento de la promesa, creo
que me habría dejado —dijo.
Y llevaban ya seis meses de casados, y Mary se hallaba sentada junto al fuego con su
mano en la de Tom. El marino estaba con licencia, pero esperaba volver al barco, anclado en
Plymouth, dentro de un par de días. Su suegro le había prometido visitar el navío, pues conocía
poco la Marina. Los Lennox habían sido soldados o clérigos desde el fundador de la raza, un gran
abogado.
El juego de billar seguía, y cuando sir Walter iba por las ochenta carambolas, Henry
abandonó antes de llegar a las quince. Entonces, Ernest Travers y su esposa —viejos y queridos
amigos de sir Walterse unieron al juego. Mr. Travers era de Suffolk y había servido a sir
Walter en Eton. La camaradería no se había interrumpido, y no pasaba un año sin que se hicieran
visitas recíprocas. Travers también miraba la vida con los ojos de un hombre rico. Tenía sesenta
y cinco años y era pomposo, corpulento y rubicundo, chapado a la antigua. Su esposa, diez años
más joven que él, era amante del placer, pero, en opinión suya, había cumplido más que con su
deber al darle dos hijos y una hija. Eran seres bondadosos e incoloros, que vivían en un círculo
de otra gente semejante a ellos. La guerra los había moderado y en los primeros momentos les
quitó al hijo menor.
Nelly Travers ganó en medio de felicitaciones, y Tom May invitó a otra mujer, una Diana
que vivía para el deporte y había venido a la cacería con su tío, Mr. Felix Fayre—Michell, Pero
Millicent Fayre—Michell se negó.
—He cazado seis perdices, una liebre, y dos faisanes —dijo— y estoy medio dormida.
Había otros hombres presentes, de tipo semejante. Era una reunión convencional de
quídam ricos, influyentes en su círculo y desconocidos fuera de él, carentes del intelecto o la
habilidad suficientes para crearse independientemente una posición en el mundo, a no ser por el
accidente del dinero recibido de sus progenitores.
Si cualquiera de ellos se hubiera visto obligado a ganarse la vida, lo habría hecho sólo
muy modestamente. De todo el grupo, únicamente uno —el más joven tenía derecho a la
celebridad que le daba su librito de versos de la guerra.
Y entonces, en las vidas de aquellos seres vulgares iba a producirse un acontecimiento
único y extraordinario. La existencia, que había discurrido sin incidentes personales, salvo un
trazado común a todos ellos, dentro de doce horas los pondría frente a la realidad. Estaban
destinados a soportar, de cerca, un suceso tan extraordinario y sin igual que, por una vez en sus
vidas, se harían interesantes para el ancho mundo situado más allá de su limitado circuito y se
convertirían en el centro de la atención de amigos y conocidos.
La mayoría de ellos, realmente, apenas si tocaron el borde del misterio, ni se vieron
envueltos en él; pero incluso hasta ellos llegó el reflejo de la gloria. Al menos fueron objetos de
atracción en otros lugares y durante y durante muchos meses dieron lugar a conversaciones de un
carácter más interesante y conmovedor de todas las que habían originado antes.
La actitud de tales gentes, con respecto al acontecimiento, y sus opiniones acerca de él
habrían sido muy fáciles de predecir; no hubiera sido justo el reírse de su terror y turbación,
de la confusión de sus lenguas ni de las fatuas teorías que aventuraron como explicación. Pues
gentes más sabias que ellos —hombres experimentados en los problemas de la humanidad y
acostumbrados a resolver los enigmas— al poco tiempo no estaban en mejor situación.
Una observación muy trivial e inocente fue el preludio del desastre; y si el que habló
hubiese adivinado que su broma habría de traducirse al poco en penas, miserias y horrores,
seguramente no la hubiera hecho.
Las mujeres se habían acostado, y los hombres se encontraban sentados en torno a la
chimenea, fumando y admirando el whisky añejo de sir Walter. Éste había arrojado la colilla del
cigarro y le decía a su yerno:
—Mañana hay que ir a la iglesia, Tom. Nada de calaveradas. Cuando me conociste,
recuerda que ibas dos veces a la iglesia, cada domingo, como un cordero. No pienso consentir
negligencias.
—Mary se encargará de ello.
—Y tú, Henry.
Sir Walter, al perder las esperanzas con respecto a su hija y su sobrino, había seguido
tratando al joven con igual tacto y cariño. Sentía lástima de Henry; lo quería y no dudaba de que
el muchacho resultase un sucesor digno de él. Thomas May era un hombre con el cual no se podía
pelear, y él y el antiguo amor de su esposa se hallaban, al cabo de una semana de trato, en
términos muy amistosos.
—No faltaré, tío.
—¿Alguien quiere otro whisky? —preguntó sir Walter, levantándose.
Era la señal de partida, e iba seguida invariablemente por las profundas campanadas de
un reloj de pared que había en el hall. Cuando sonó la oncena, el dueño de la casa se puso en pie;
pero aquella noche lo detuvieron. Tom May habló:
—Fayre—Michell no conoce la historia del fantasma —dijo—, y Mr. Travers desea tomar
otro whisky. Si no lo hace, no va a dormir esta noche. Hoy ha hecho la labor de diez hombres.
—Yo no sabía que tenía un fantasma, sir Walter. Me interesan mucho las investigaciones
psíquicas. De modo que si no lo detengo mucho... —dijo Mr. Fayre—Michell.
—¿Un fantasma en Chadlands? —preguntó Ernest Travers—. Nunca me ha hablado de él.
—Todos los fantasmas son una patraña —declaró otro invitado, un joven "coronel" de la
guerra.
—Lamento su actitud, Vane. Posiblemente, nuestro fantasma es una patraña, o, más bien,
no tenemos fantasma de ninguna clase. Ésa es mi impresión. Pero las generalidades son siempre
fútiles. Al menos no tiene derecho a decir: "Todos los fantasmas son una patraña." Porque no
puede probar que lo sean. La evidencia en contrario es más fuerte.
—Lo siento —dijo el coronel Vane, un hombre sin orgullo—. No me imaginaba que usted
creía en ellos, sir Walter.
—Sinceramente, creo en ellos.
—Yo también —declaró Ernest Travers—. Y a mi mujer le ocurre lo mismo; tiene buenas
razones para ello. Una amiga suya vio realmente un fantasma.
—El espiritismo y los espíritus son dos cosas completamente distintas —afirmó Mr.
Fayre—Michell—. Puede rechazar el espiritismo y, sin embargo, creer firmemente en los
espíritus.
Era un hombre de cabeza estrecha, completamente afeitado, con pelo y bigote grises.
Tenía el cuerpo pequeño, las piernas muy largas y, aunque entonces era un veterano, seguía
siendo uno de los mejores tiradores del oeste de Inglaterra.
Ernest Travers le dio la razón. En realidad, todos se la dieron. Sir Walter prosiguió:
—Si se es cristiano, hay que creer en el espíritu de los muertos —declaró—; pero
extremar las cosas hasta el hecho de llamar a dichos espíritus a este mundo y consultar a
gentes que se declaran capaces de hacer esto (en general tipos muy dudosos), eso es
condenable, a mi parecer. Niego que existan medium que comuniquen con el nuestro el mundo de
los espíritus, y pensaría siempre que la persona que se dice portadora de tal poder es un
charlatán. Pero los espíritus de los muertos se han aparecido y han sido reconocidos por los
vivos, ¿quién puede negar eso?
"Mi yerno ha tenido recientemente la experiencia de un caso notable. En realidad,
conoce a un hombre que iba a embarcar en el Lusitania, y su mejor amigo, un soldado caído en el
Marne, se le apareció y le aconsejó que no lo hiciera. El conocido de Tom no puede decir que
escuchase las palabras, pero desde luego reconoció al amigo muerto, cuando estaba de pie junto
a su lecho, y recibió mentalmente un claro aviso antes de que la visión desapareciese. ¿No es
cierto, Tom?
—Exactamente. Y Jack Thwaites (que es como se llamaba el hombre de Nueva York) le
habló a otros cuatro acerca de aquello, y tres siguieron el consejo y no embarcaron. El cuarto se
fue, pero no se ahogó. Salió con bien de la prueba.
—No cabe duda de que los difuntos se aparecen en espíritu; esto se ha visto
frecuentemente —reconoció Travers—. Pero no creeré jamás que están a la merced de uno para
hacer sonar tambores y mover muebles. No puede llamarse por teléfono a los muertos, como se
hace con los vivos. La idea es insufrible e indecente. Nadie puede hablar de esta manera por la
boca de otro, ni decirnos la posición u ocupación presente de un difunto, los cigarros que fuma y
el licor de su gusto. Tales ideas degradan nuestras impresiones de la vida de ultratumba. Son, si
se me permite decido, repugnantemente antropomórficas. ¿Cómo podemos siquiera dar por
sentado que nuestros espíritus conservarán la forma y los atributos humanos después de la
muerte?
—Sería a la vez pobreza de espíritu y falta de religión el tratar de llegar a esas cosas —
declaró el coronel Vane.
—Y la confusión se hace aún mayor al decir que los espíritus malos tratan a veces de
burlarnos, haciéndose pasar por espíritus buenos. Eso es ir ya demasiado lejos —dijo Henry
Lennox.
—Pero ¿y su fantasma, sir Walter? —preguntó Fayre—Michell—. Existe el hecho
curioso de que la mayoría de las casas realmente antiguas tienen su fantasma. ¿Es un espectro
familiar? ¿Ha sido bien autenticado? ¿Tiene su reino en algún lugar especial de la casa o el
jardín? No lo pregunto por mera curiosidad. Se trata de un tema muy interesante, si se lo
estudia desde el punto de vista adecuado, tal como lo haría la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas de la cual formo parte.
—No estoy preparado para reconocer que tengamos un fantasma —repitió sir Walter—.
Las casas antiguas, como usted dice, con frecuencia tienen su leyenda, y aquí un sendero del
jardín y allí una habitación o pasadizo están asociados con algo misterioso y contrario a la
experiencia. Esta casa es de la época de los Tudor, y las generaciones sucesivas la han alterado.
En el extremo oriental del gran corredor hay un cuarto que siempre tuvo mala reputación. En
nuestros días nadie ha visto nada, y ni mi padre ni mi abuelo han contribuido a la historia con
experiencias personales. Se trata de un dormitorio, como verán si les interesa. En él ocurrió
algo muy triste. Fue hace doce años, cuando Mary era una niña aún, dos años después de que
muriese mi esposa.
—Walter, no nos diga nada que pueda causarle pena —dijo Ernest Travers.
—En aquella época me produjo un vivo pesar. Ahora se trata de una vieja historia, y
afortunadamente puede recordársela como una desdichada coincidencia. Sin embargo, tengo que
contar un incidente ocurrido en vida de mi padre, aunque no tiene nada que ver con mi penosa
experiencia. Pero forma parte de la historia, si historia puede llamarse. Cuando yo era niño, tuvo
lugar una muerte en el Cuarto Gris. Debido al sentimiento general en contra de él, nunca
poníamos huéspedes allí, y en vida de mi padre había quedado relegado como leñera. Pero el día
de Nochebuena, cuando teníamos la casa completamente ocupada, vino inesperadamente una tía
de mi padre: una mujer muy anciana que siempre hacía algo inusitado. Antes, jamás había venido
a la reunión de la familia, pero en aquella ocasión se presentó y declaró que como aquélla era la
última Navidad que iba a estar con vida, había querido unirse al clan, del cual era jefe mi padre.
Su brusca llegada debió poner a prueba nuestros recursos, pero ella nos recordó el Cuarto Gris
y, al saber que estaba vacío, insistió en ocuparlo. Se trata de un dormitorio, y mi padre, que
personalmente no sentía hacia él aversión ni miedo, no puso la menor objeción al pedido de la
serena anciana. Ésta se retiró a dormir, y a la mañana siguiente fue hallada muerta. No se había
acostado, sino que, aparentemente, se disponía a hacerla cuando cayó muerta. Tenía ochenta y
ocho años, había hecho un largo viaje en coche desde Exeter y comido una abundante cena antes
de ir a acostarse. No se sospechó de su doncella, y el médico halló la muerte muy natural. Jamás
se la asoció más que con causas naturales. Sólo acontecimientos muy posteriores me recordaron
el asunto. Entonces, alguien habló de la Navidad estropeada y de la cólera egoísta mía y de los
otros niños, al ver que la Navidad quedaba privada de los usuales regocijos.
"Pero hace doce años Mary cayó gravemente enferma de neumonía, y hubo que llamar
apresuradamente a una enfermera, ya que su fiel doncella, Jane Bond, que está aún con
nosotros, no podía atenderla noche y día. Un telegrama al Instituto de Enfermeras nos trajo a
Mrs. Gibert Forrester. Era una mujer menudita, pero muy atractiva y capaz. Había sido
enfermera antes de casarse con un médico y, cuando éste murió, volvió a ejercer la profesión.
Mrs. Forrester quiso que su habitación estuviera lo más cerca posible de la de su paciente y
puso objeciones al saber que la habían instalado al otro extremo del corredor. "¿Por qué no en la
habitación inmediata?", preguntó. y yo tuve que decirle que aquella habitación tenía mala fama y
que no se empleaba. "¿Mala fama? ¿Es insalubre?", preguntó; y yo le expliqué que la tradición le
atribuía una siniestra influencia. "En realidad", dije, "se la considera embrujada. No es que haya
visto u oído nada durante mi vida", añadí; "pero a la gente miedosa no le gusta esa habitación, y
yo no quiero tomar la responsabilidad de instalar a nadie allí sin informarle antes." Ella rió. "No
tengo miedo de los fantasmas, sir Walter", dijo, "y es obvio que debo instalarme ahí. Tengo que
estar lo más cerca posible de mi paciente, para que la persona que la atienda mientras yo
descanso pueda llamarme en cualquier momento."
"Nosotros comprendimos que tenía completa razón. Era una mujercita valerosa que se
burló de Masters y las doncellas mientras encendían el fuego y arreglaban la habitación. En
realidad, se trata de un cuarto muy agradable en todo aspecto. Sin embargo, yo vacilaba y no
podía decir que estaba tranquilo del todo. Sentía una inquietud que la indiferencia de ella no
logró desvanecer. La atribuía a la alarma que me ocasionaba el estado de Mary y también a un
atisbo... ¿de qué?... Pudo ser la irritación causada por el patente desdén que Mrs. Forrester
sentía por mi superstición. El Cuarto Gris es grande y cómodo, con un hermoso mirador que da
sobre el porche oriental. La enfermera estaba encantada y se burló de mis temores. "Espero que
después de irme no volverá a decir que esta encantadora habitación está embrujada", dijo.
"A Mary le agradó la enfermera y, en realidad, parecía aliviada después de que Mrs,
Forrester hubo pasado una hora en su habitación. A la enfermera le gustaban los niños y sabía
conquistados. Además era muy hábil e inteligente. Incluso tenía algo de genial. Su voz era
melodiosa, y los modales suaves. Pude apreciar su labor pues durante aquel día no me aparté del
lado de mi hija. Mrs. Forrester llegó durante las horas críticas, pero desde el principio se
declaró muy confiada.
"Cayó la noche; la niña dormía, y Jane Bond vino a las diez en punto para relevar a la
enfermera. Mrs. Forrester se retiró, diciendo que la llamasen a las siete, o en cualquier
momento, si Jane la necesitaba. Estuve con Jane hasta las dos y entonces me fui a acostar.
Antes de que lo hiciera, Mary bebió un poco de leche y pareció que conservaba las fuerzas.
Estaba agotado y, a pesar de mi inquietud, me dormí profundamente y no me desperté hasta que
mi ayuda de cámara me llamó media hora antes de lo usual. Lo que me dijo hizo que me
despertase y saltase en seguida de la cama. Habían llamado a las siete a Mrs. Forrester, pero
ésta no respondía. La doncella no pudo abrir la puerta porque estaba cerrada con llave. Un
cuarto de hora después, e! ama de llaves y Jane Bond habían llamado a gritos a la enfermera, sin
obtener respuesta. Entonces me buscaron a mí.
"No me quedaba más remedio que ordenar que echasen abajo la puerta, y estábamos
entregados a dicha tarea cuando Mannering, mi médico, que estuvo cazando hoy con nosotros,
vino a ver a Mary. Le dije lo que había ocurrido. Fue a ver a mi hija y quedó satisfecho de su
estado: la halló un poco más fuerte; y en el momento en que me decía esto la puerta del Cuarto
Gris cedió. Mannering y mi ama de llaves, Mrs. Forbes, entraron en la habitación, mientras
Masters y Fred Caunter, mi lacayo, que habían roto la cerradura, y yo permanecíamos fuera.
"Al poco, el médico me llamó y entré en la habitación. Mrs. Forrester yacía en e! lecho,
aparentemente despierta, pero no lo estaba. Dormía el sueño eterno. Tenía los ojos abiertos,
pero vidriados, y estaba fría ya. Mannering declaró que llevaba muerta varias horas. Sin
embargo, salvo una ligera palidez, nada en ella indicaba la muerte. En su rostro había una
expresión de asombro, pero aparte de aquello tenía el mismo aspecto que cuando me dio las
buenas noches. En la habitación todo se encontraba en orden. Se hallaba entonces iluminada por
los primeros rayos del sol, pues las persianas estaban descorridas, y la ventana abierta de par
en par. La pobre enfermera había muerto sin emitir ningún sonido o señal que indicase algún
peligro, pues en medio del silencio de la noche Jane Bond tendría necesariamente que haber oído
cualquier rumor alarmante. A mí me parecía imposible que estuviésemos contemplando un
cadáver. Pero lo era, aunque el médico, por mera formalidad, tomó algunas medidas para tratar
de reanimarla, sin conseguirlo.
"Hubo un examen post mortem; una encuesta; y Mannering, que sentía profundo interés
profesional, llamó a un amigo de Plymouth para que realizase la autopsia. Su informe asombró a
todos los interesados y fue la coronación del misterio, pues no pudo hallarse ninguna huella de un
mal físico que explicara la muerte de Mrs. Forrester. Era delgada, pero sana, y no se encontró el
menor rastro de veneno. La vida la había abandonado, sin ningún motivo físico. La investigación
probó que no había traído drogas, y los informes de la institución donde trabajaba no arrojaron
luz sobre el asunto. Mrs. Forrester era una de sus enfermeras favoritas, y la noticia de su
muerte súbita causó dolor a muchos amigos personales de la enfermera.
"Los médicos comprendieron su fracaso para hallar a la muerte una causa natural y
científica. El doctor Mordred, de Plymouth, un patólogo eminente, titubeó bastante, según me
dijo posteriormente el doctor Mannering. La mente del científico odia, al parecer, verse frente
a algún misterio que no puede explicar. Considera tal suceso como un desafío al intelecto humano
y no recuerda que estamos envueltos de misterios, como de ropas, y que los días y las noches
están cargados de fenómenos que el hombre no podrá explicar jamás.
"Los familiares de Mrs. Forrester (la hermana y la anciana madre) vinieron al funeral.
También vino su mejor amiga, otra enfermera cuyo nombre no recuerdo. Fue enterrada en
Chadlands, y su tumba se encuentra cerca de las de nuestra familia. A Mary le gusta atenderla,
aunque para ella la difunta es solamente un nombre. Sin embargo, declara que en medio de la
fiebre recuerda a la voz de Mrs. Forrester: suave, pero musical y alegre. En cuanto a mí, nunca
he sentido tanto la muerte de una persona tan desconocida. Separarse de una criatura llena de
vida y de bondad y después de ocho o nueve horas estar junto a su cadáver fue una triste
experiencia.
Sir Walter quedó pensativo y silencioso durante un minuto. Sin embargo, nadie
intervino, hasta que continuó:
—Ésa es la historia del llamado cuarto embrujado, en lo que concierne a esta generación.
No sé los motivos existentes en el pasado para su mala fama: mi abuelo y mi padre recibieron
una vaga tradición oral, pero ninguno de ellos, personalmente, le dio importancia. Mas después de
una tragedia tan peculiar no se sorprenderán de que considere la habitación borrada de mi
esquema domiciliario y no quiera alojar en ella a nuevos huéspedes.
—¿Realmente asocia el cuarto con la muerte de la enfermera, Walter? —preguntó Mr.
Travers.
—Honradamente, no, Ernest. Y por esta razón: yo niego que el Creador permita que
cualquier espíritu maligno ejerza poderes físicos sobre los vivos, ni destruya seres humanos sin
razón ni justicia. El horror de tal posibilidad para la mente normal es un argumento suficiente
contra ella. Causas más allá de nuestro conocimiento aparente produjeron la muerte de Mrs.
Forrester; ¿pero quién se atrevería a decir que sucedió así realmente? ¿Por qué imaginar algo
tan irregular? Prefiero pensar que si la autopsia se hubiera realizado por otras personas,
podrían haber aparecido sutiles razones de la muerte. La ciencia es falible, e incluso los
especialistas cometen grandes errores.
—¿Cree que murió por causas naturales que aquellos cirujanos no supieron descubrir? —
preguntó el coronel Vane.
—Ésa es mi opinión. Por supuesto que no se la comunicaría a Mannering. Pero ¿a qué otra
conclusión puede llegar un hombre razonable? No niego, claro está, lo sobrenatural; pero sólo los
débiles mentales piensan en él como la línea de menor resistencia.
Entonces Fayre—Michell repitió su pregunta. Había escuchado la historia con intenso
interés.
—¿Negaría que los fantasmas, los llamaremos así, pueden estar asociados con un lugar
especial, con la molestia o la pérdida de la vida de los que podrían hallarse en ese lugar en el
momento psicológico, sir Walter?
—Categóricamente —declaró el anciano—. Por trágicas que hayan sido las circunstancias
ocurridas a un ser humano en un determinado lugar, en mi opinión es monstruoso suponer que su
espíritu va a estar asociado de allí en adelante con el lugar. Tenemos que ser razonables, Felix.
Dios, que nos ha dado la razón, ¿iba a ser tan poco razonable?
—Y sin embargo, eso ocurre, aunque reconozco el peso de su argumento.
—Al mismo tiempo —aventuró Mr. Travers—, nadie puede negar que suceden cosas
extrañas y terribles por causas ocultas que la mente humana no puede explicar.
—Cierto, Ernest; y por lo tanto, cerré con llave el Cuarto Gris y lo borré del panorama
de nuestra existencia. En la actualidad está lleno de trastos: muebles viejos y algunos malos
retratos de familia que merecen quemarse, pero que supongo que algún día serán restaurados.
—No por mi cuenta, tío Walter —dijo Henry Lennox—. Los respeto tanto como tú. Como
obras de arte son imposibles.
—No, alguien tiene que restaurados. La pintura es muy mala, a mi parecer, pero ellos
eran gentes dignísimas, y ése es el solo recuerdo que queda de ellos.
—Déjenos ver el cuarto —rogó Tom May—. Mary me lo mostró la primera vez que estuve
aquí y me pareció el lugar más alegre de la casa.
—Lo es, Tom —dijo Henry—. Mary dice que debería llamárselo el Cuarto Rosa en lugar
del gris.
—Pueden verlo cuantos lo deseen —repuso sir Walter, levantándose—. Le echaremos un
vistazo cuando nos vayamos a acostar. Trae la llave del llavero que hay en mi despacho, Henry.
Tiene un letrero que dice:
"Cuarto Gris".'
CAPÍTULO II «
UN EXPERIMENTO

ERNEST Travers, Felix Fayre—Michell, Tom May y el coronel Van e siguieron a sir
Walter escaleras arriba, hasta un gran corredor que corría a lo largo de la fachada principal, y
al cual daban una docena de dormitorios y tocadores. Llegaron al extremo oriental. Estaba
iluminado de punta a punta. El guía quitó una bombilla de un hueco de la pared inmediata a la
habitación que habían venido a visitar.
—Aquí no hay bombilla —explicó—, aunque la luz se instaló en el Cuarto Gris, como en
todas partes, cuando yo hice la instalación, hace veinte años. Mi padre no quiso poner luz
eléctrica. Le molestaba mucho y creía que dañaba la vista.
Henry llegó con la llave. Abrieron la puerta y encendieron la luz. El grupo entró en una
habitación grande y de alto techo, con complicados adornos de yeso y muros de color gris plata,
cuyo papel se hallaba un poco descolorido. El papel de los muros tenía un dibujo de rosas color
de rosa, grandes como repollos. Un gran mirador daba al Oriente, y otro más pequeño hacia la
parte sur. En torno a la curva del mirador había un asiento almohadillado de cuarenta y cinco
centímetros de altura, mientras que en el lado occidental, en el muro interior, se hallaba una
chimenea moderna con una blanca repisa Adams sobre ella. Algunas antiguas sillas labradas
estaban junto a las paredes, y en un rincón, amontonados, yacían una media docena de cuadros al
óleo, sucios y descoloridos. Pedían a gritos un restaurador, aunque apenas merecían su trabajo.
Dos cómodas, grandes y panzudas, y un hermoso lavabo ocupaban otros lugares en aquella
habitación, y junto al muro interior había una cama de columnas, de castaño español, también
labrada. Una alfombra gris cubría el suelo, y una miniatura de bronce, una copia del Fauno de
Praxíteles, se encontraba sobre una de las cómodas.
La habitación tenía aspecto alegre. En ella no había nada triste ni deprimente, ni que
sugiriera algo siniestro.
—¿Quién puede pedir un cuarto de aspecto más amable? —preguntó Fayre—Michell.
Miraron en derredor, y Ernest Travers expresó admiración por los muebles antiguos.
—Mi querido Walter, ¿por qué oculta estas cosas aquí? —preguntó—. Son hermosas y
además pueden tener valor.
—Ya me han hecho la misma pregunta —repuso el propietario—. Y tienen valor. Lord
Bolsover me ofreció mil guineas por esas dos sillas; pero son recuerdos de familia, y no he
querido separarme de ellas. Mi abuelo tenía la locura de los muebles y se pasaba la mitad del
tiempo comprando muebles antiguos en el Continente, principalmente en España.
—Realmente es una vergüenza relegar estas sillas a un cuarto embrujado, tío —declaró
Henry. Pero sir Walter movió la cabeza y ahogó un bostezo.
—La casa está ya demasiado llena —dijo.
—Mary quiere que usted deseche muchas cosas —re plicó su sobrino—. Entonces habría
sitio bastante.
—Ya harás lo que quieras cuando llegue tu turno, e indudablemente te librarás de mis
colmillos de elefante, de mis astas de ciervo y de mis pieles de tigre, que sé que no te
gustan. Espera con paciencia, Henry. Y ahora, vámonos a acostar —repuso el anciano—.
Estoy cansado, y debe ser cerca de medianoche.
Entonces Tom May hizo que sus pensamientos volvieran al objeto de la visita.
—Vamos, sir Walter —dijo—. Es un escándalo dar mala fama a una habitación así y
cerrarla luego. Ha adquirido la costumbre, pero sabe que es una tontería. A Mary le encanta
esta habitación. Voy a proponerle una cosa. Déjeme dormir hoy en ella, y cuando mañana
amanezca sano y salvo podrá abrirla de nuevo y declararla libre de culpa. Acaba de decir
que no cree que los espíritus tengan el poder de hacer daño a nadie. Déjeme dormir aquí.
Sin embargo, sir Walter se negó.
—No, Tom, nada de eso. Es demasiado tarde para volver sobre el tema y explicarte
mis razones, pero no quiero que duermas aquí.
—No he visto nunca un cuarto de aspecto más inofensivo —dijo Ernest Travers—.
Tiene que dejarme verlo a la luz del día y traer a Nelly. El techo es también muy lindo, más
lindo que el de mi habitación.
—Los techos de aquí son obra de los italianos en la época de los Tudor —explicó su
amigo—. Isabelinos. Las molduras son realmente bellísimas, y creo que mis techos se
consideran entre los mejores de la comarca.
Se volvió, y los invitados lo siguieron.
Henry quitó la bombilla eléctrica y la restituyó a su lugar. Sir Walter le dio la llave.
—Llévala a su sitio —le dijo—. No voy a bajar otra vez.
El grupo se dispersó, y todos, menos Lennox y el marino, se fueron a acostar. Los
dos jóvenes bajaron juntos la escalera, y, cuando estuvieron fuera del alcance del oído de
su tío, dijo Henry:
—Mira, Tom, me has dado una idea. Esta noche voy a dormir en el Cuarto Gris.
Mañana se lo contaré al tío Walter, y se terminará la historia de los fantasmas.
—Me parece muy bien, pero el plan tiene que ser modificado. Dormiré yo. Estoy
decidido a ello, y, además, recuerda que la inspiración fue mía.
—No puedes hacerla. No te han dado permiso.
—No lo oí,
—Sí, lo oíste, todo el mundo lo oyó. Además, es cosa mía, tienes que reconocerlo.
Algún día Chadlands me pertenecerá, y yo soy el que tengo que terminar de una vez para
siempre con esta historia vieja. ¿Hay algo más absurdo que tener cerrada una habitación
tan hermosa como ésa? Estoy realmente avergonzado del tío Walter.
—Claro que es absurdo, pero, honradamente, estoy muy interesado en esto. Me
encantaría añadir a mis experiencias un fantasma medieval y sólo deseo que suceda algo.
Espero que no me pongas objeciones. La idea me pertenece, y me gustaría grandemente
realizar el experimento. Claro que no creo en nada sobrenatural.
Volvieron a la sala de billar, despidieron a Fred Caunter, el lacayo, que aguardaba
para apagar las luces, y continuaron la discusión. Ésta comenzó a ser penosa, pues cada cual
parecía decidido, y era dudoso aventurar quién era el que tenía una voluntad más fuerte.
Durante un tiempo, como no había conclusión satisfactoria para ambos, abandonaron
el nudo de la discusión y examinaron, como habían hecho las personas mayores, la cuestión
en general. Henry no se declaraba totalmente convencido. Adoptaba una actitud agnóstica,
mientras Tom sentía franca incredulidad. Uno conservaba cierto escepticismo, el otro se
burlaba de las apariciones en general.
—Es una patraña decir ahora que los marinos son supersticiosos —afirmó—. Pueden
haberlo sido, pero mi experiencia me indica que en estos días son tan crédulos como los
demás. Al menos, yo no lo soy. La vida es un asunto químico. No hay misterio en ella, en mi
opinión. El análisis químico ha llegado a las hormonas, los fermentos y toda clase de
secreciones sutiles descubiertas por esta generación de investigadores; pero todo es
orgánico. Nadie ha hallado nada que no lo sea. La existencia depende de la materia, y
cuando el proceso químico se interrumpe, el organismo perece, y no queda nada. Cuando un
hombre no puede seguir respirando, muere y ahí acaba.
Pero Henry también había leído ciencia moderna.
—¿Y la chispa vital? Los biólogos no echan abajo la teoría del vitalismo, ¿verdad?
—La mayoría de los importantes lo hacen, amigo mío. La presencia de una chispa
vital, una chispa que no puede ser extinguida, es sólo una teoría que no puede probarse.
Cuando el hombre muere, el principio animador no abandona al hombre y sigue por su
cuenta. Muere también. Era parte del hombre, tanto como su corazón o su cerebro.
—Eso es sólo una opinión. No se puede ser tan categórico. No sabemos nada de lo
que la vida significa realmente, ni disponemos de la maquinaria que nos permita averiguarlo.
—Podemos hacerlo por analogía —arguyó Tom—. ¿De dónde partimos? La vida es
vida, y una esponja es tan viva como un arenque; una ortiga es tan viva como un roble; y un
roble está tan vivo como tú. ¿Qué queda de la chispa vital de la ostra cuando te la comes?
—¿Entonces no crees que hay una vida después de la muerte?
—Eso es pura suposición, Henry. Querría creerlo, ¿quién no? Porque trasformaría la
vida actual en algo completamente distinto de lo que es.
—Debería hacerlo..., al menos así me lo parece.
—Desde luego. Si se cree que esta vida es sólo el portal de otra mucho más
importante..., bien, eso es todo. Lo que entonces tiene importancia es hacer que también
todo el mundo lo crea. Pero, en realidad, la gente que lo cree, o cree que lo cree, me parece
tan dedicada a esta vida y tan dispuesta a sacar el mayor partido de ella, como yo, que
pienso que no hay otra.
—Dan por sentado que hay otra vida y no parecen darse cuenta de lo que su
creencia significa —confesé Henry.
—¿Por qué creen? Porque la mayoría de ellos no han pensado un momento en el
asunto. Conciben nebulosamente la vida futura cuando van a la iglesia los domingos; luego
vuelven a casa y se olvidan de ella hasta el próximo domingo.
Lennox lo hizo volver a la presente diferencia.
—Bien, al ver que te burlas de los fantasmas, y yo tengo mis dudas, lo justo es que
yo duerma en el Cuarto Gris. Tienes que comprenderlo. Los fantasmas odian a la gente que
no cree en ellos. A ti te van a desdeñar; pero en mi caso pensarán que soy un buen material,
al cual merece convencerse. Vendrán a verme amistosamente. Si se te aparecen a ti,
probablemente lo harán con el fin de asustarte.
Tom rió.
—Eso es lo que yo quiero. Quería tener una explicación con un fantasma para
hacerle ver lo tonto que es. Sir Walter tenía razón. Cuando Fayre—Michell le preguntó si
creía que los fantasmas rondaban por los lugares donde habían sido asesinados o
maltratados, rechazó la idea.
—Sin embargo, una mujer murió aquí, sin atisbo de razón.
—Probablemente tenía una buena razón para morir, pero nosotros no la supimos.
Henry probó un argumento diferente.
—Estás casado y le importas a alguien; yo no lo estoy y no le importo a nadie.
—¡Tonterías!
—A Mary no le gustaría, bien lo sabes.
—Cierto, la horrorizaría. Pero no sabrá nada hasta mañana. Siempre duerme en su
cuarto de niña cuando viene aquí, y yo en el otro extremo del corredor. Tendría un ataque si
supiera que yo estaba durmiendo en el Cuarto Gris; pero hasta mañana no conocerá mi
temerario acto. No creas que soy un loco. Nadie ama la vida más que yo, ni nadie tiene
mejores razones para ello. Pero estoy seguro de que todo esto son tonterías, y tú también
lo estás. Sabemos que en el cuarto no hay nada sobrenatural. Además, no querrías dormir
aquí si creyeses que te aguardaba algo malo. Eres mucho más inteligente que yo y tienes que
convenir conmigo acerca de eso.
Lennox se vio obligado a confesar que no tenía miedos personales. Siguieron
discutiendo, y el reloj dio las doce. Entonces el marino hizo una sugerencia.
—Ya que eres tan terco lo echaremos a suertes, y el que gane dormirá ahí. Eso lo
aceptaremos los dos.
El otro convino; echó una moneda al aire, May dijo "cruz" y ganó.
Se puso muy contento, mientras Henry mostró moderado enojo. El otro lo consoló.
—Es mejor así. Eres muy nervioso, muy sensible, un poeta, en fin. Yo soy un buey y
no sé lo que los nervios significan. De todas maneras, puedo dormir en cualquier lugar. Si se
puede dormir en un submarino, se puede hacerla en un aireado cuarto isabelino, aunque esté
embrujado. Pero eso no es todo. No hay cuartos embrujados. Dame tu revólver de
reglamento, como un buen chico.
Henry quedó silencioso, y Tom se levantó, disponiéndose a su vela.
—Estoy muy cansado —dijo—. No me despertaré a menos que se me aparezca la
reina Isabel.
El otro lo sorprendió.
—No creas que quiero volver sobre el asunto. Has ganado el derecho de hacer el
experimento, si hacemos caso omiso de sir Walter. Pero, aunque te rías, te aseguro que
tengo la impresión de que no deberías hacerla, Tom. Soy tan poco nervioso como tú. No te
sugiero que vaya yo. Sólo te pido que lo pienses mejor y no lo hagas.
—¿Por qué?
—Bien, uno no puede desoír las corazonadas. Yo tengo una especie de convicción de
que no es bueno. No puedo explicártelo; no tengo palabras para ello, pero lo siento crecer.
Quizás sea una intuición.
—¿Intuición de qué?
—No puedo decírtelo, pero te pido que no lo hagas.
—¿Habrías ido si hubieses ganado tú?
—Creo que sí.
—Entonces, tu creciente intuición se debe sólo a que he ganado yo. ¡Que me
ahorquen si no creo que estás tratando de asustarme!
—No lo haría. Pero es diferente que vayas tú o yo. No tengo una razón para seguir
viviendo. No creas que me gusta quejarme, pero sabes muy bien lo que ha ocurrido. Nunca
te he hablado de ello, ni me has hablado tú. Pero ahora lo haré. Amaba a Mary con toda mi
alma, Tom. Ella no se daba cuenta de esto, ni yo tampoco, probablemente. Pero lo hecho,
hecho queda, y nadie se ha alegrado más que yo de su felicidad. Y tú no tendrás un amigo
más fiel que yo. Pero, habiendo sido así las cosas, ¿no comprendes el resto? Mi vida terminó
al terminar el sueño de mi vida. No doy ninguna importancia a seguir viviendo y, si me
sucediera algo, no dejaría un hueco en ningún lugar. Lo tuyo es distinto. Pensando
fríamente, no debes correr ningún riesgo innecesario, imaginario o real. Cuando te digo
esto, estoy pensando en Mary, no en ti.
—Pero yo niego ese peligro.
—Sí, pero puedes atender a razones. Yo lo negaba también, pero ahora ya no lo
niego. El asunto ha cambiado al asegurarte con toda seriedad (si quieres te lo juraré) que
creo que hay algún motivo en todo eso. No digo que sea o no sobrenatural; pero en este
momento tengo la impresión, que se va intensificando, de que hay ahí algo fuera de lo común
e infernalmente peligroso.
El otro lo miró asombrado.
—¿Qué bicho te picó?
—No digas eso. Se trata de una convicción, Tom. ¡Sigue mi consejo, amigo!
El marino se puso un poco rojo, vació el vaso y se levantó.
—Si querías asustarme, has elegido un curioso medio. Esto decidiría a cualquiera. Si
tú, una persona en sus cabales, crees sinceramente que hay algún peligro en ese bendito
lugar, voy a dormir allí esta noche, o, mejor aún, a despertarme allí.
—Déjame que vaya contigo, Tom.
—¡Eso lo echaría todo a perder! Los fantasmas no se aparecen a dos personas, no
tienen ánimo suficiente. Si yo me divierto, te lo diré francamente, y mañana podrás probar
fortuna.
—Te lo haré como un favor; y no por ti.
—Lo sé. Mary dormirá el sueño de los justos en la habitación de al lado. ¡ No tendrá
la menor sospecha! Quizás, si veo una aparición digna de la Edad de Oro, la llamaré.
—Hazme ese favor, May.
—Te haría cualquiera menos ése. Ahora es realmente demasiado tarde. ¿No
comprendes que has anulado tu objetivo? No puedes pedirme que renuncie por tu intuición
de última hora. Yo he ganado, y no voy a aceptar órdenes tuyas.
El otro, a su vez, enrojeció.
—Está bien, ya he hablado. Creo que haces una tontería siendo tan obstinado. No es
una vieja miedosa quien te habla. Haz lo que te parezca. Me importa un comino y sólo quise
hacerte un favor pensando en Mary.
—Entonces lo dejaremos ahí. ¿Me haces el favor de la llave? Y de tu revólver. No
tengo e! mío aquí.
Henry vaciló. Tenía la llave en e! bolsillo de la chaqueta.
—Es un asunto de honor, Lennox —dijo el marino. Al oír esto, Henry le entregó la
llave y se dispuso a marcharse.
—Te daré el revólver —dijo.
—Gracias. Ven a buscarme por la mañana, si te despiertas primero —añadió May;
pero el otro no respondió.
Henry dejó que Tom lo precediese y apagó las luces. También las fue apagando al
salir de! hall y subir la escalera. El orgullo del más joven luchaba por imponerse; pero logró
dominarse y dijo de nuevo:
—Desearía que vieses e! asunto desde otro punto de vista, Tom.
—No tengo punto de vista. Me exasperas, y no comprendes que antes podría haber
cambiado de opinión, pero que ahora es imposible.
—Ése es un necio orgullo. Si no supe elegir mis palabras...
—Cierto. Ni el mismo diablo me haría bajar ahora. El más joven se apartó de él y al
cabo de uno o dos minutos volvió con e! revólver.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches, Henry. Gracias. ¿Está cargado?
—Completamente. Me choca que lo quieras.
—Llévatelo, entonces.
Pero Henry no respondió, y se separaron. Cada cual se fue a su dormitorio, y
mientras Lennox se acostó inmediatamente, esperando, quizás, pasar una noche más
tranquila que e! otro, realmente no ocurrió así.
El más joven durmió mal, mientras May no sufrió más emoción que la del enojo.
Sentía desdén hacia Henry. Le parecía que su actitud era mezquina y no creyó un momento
en su sinceridad. Lennox tenía espíritu moderno; había estado en la guerra; había recibido
una educación esmerada. Parecía imposible que hablase seriamente, o que su brusca
sospecha de la existencia de peligros reales, que el poder humano no podía combatir, fuera
más que una tentativa rencorosa para detener a May, una vez que hubo perdido. Sin
embargo, aquello parecía impropio de un caballero. Entonces la alusión a Mary inquietó al
marino. No lo molestaban las palabras, sino el consejo, al ver lo que lo dictaba.
Sin embargo, la cólera fue decayendo rápidamente, y antes de haber comenzado su
aventura se había olvidado de Henry. Se puso e! pijama, una bata, tomó una vela, una manta
de viaje, su reloj y el revólver cargado.
Luego descendió rápidamente el corredor hasta el Cuarto Gris. Al llegar allí
recuperó el buen humor usual y se sintió completamente feliz. Abrió la entrada prohibida,
colocó la vela junto al lecho, y nuevamente cerró la puerta con llave. Se hizo una almohada
con la bata y colocó el reloj, el revólver y la vela sobre una silla, al alcance de la mano.
Varias reflexiones le cruzaron por el cerebro mientras bostezaba preparándose para
dormir. El cerebro le traía los acontecimientos del día: un tiro errado, uno certero, el
almuerzo bajo un almiar con Mary, y la sobrina de Fayre—Michell. Ésta era mordaz, lenta y
vulgar, poca cosa comparada con Mary. ¿Qué pensaría su esposa si supiera que él estaba tan
cerca? Indudablemente vendría a buscarlo. Tom esperaba cordialmente que no lo llamasen
del navío, aunque existía la posibilidad de que lo hicieran. Sería muy interesante mostrar el
Indomitable a su suegro. Era aún uno de los mejores barcos de la Marina. Qué extraño que
el techo italiano del Cuarto Gris pareciese una cúpula cuando era realmente plano. Una hábil
perspectiva.
La noche estaba oscura, tranquila y silenciosa. Tom se acercó a la ventana para
abrirla.

Únicamente un ser solitario estuvo despierto mucho tiempo aquella noche en


Chadlands y únicamente una mente solitaria padeció tribulación. Pero durante la madrugada
Henry Lennox soportó la compañía de pensamientos inquietantes. No podía dormir, y el
cerebro, bastante despejado, no volvía a los acontecimientos del día anterior. En realidad,
los acontecimientos del día le parecían muy remotos. Sólo le preocupaba el presente, lo cual
no dejaba de sorprenderlo. Sin embargo, el instinto le hacía esperar. No había exagerado ni
mentido a May. Desde el momento en que perdió, experimentó sinceramente una fuerte
impresión subjetiva del peligro surgido del propuesto ataque a los misterios del Cuarto
Gris. Era, realmente, la conciencia de mayores posibilidades de las que May reconocía o
imaginaba en la aventura lo que le hizo ser tan insistente. Al considerar los acontecimientos
se dio cuenta de muchas cosas, principalmente que no había sabido presentar bien el asunto
al esposo de Mary. Reconocía el error demasiado tarde. Era inevitable que cualquier
sospecha de peligro confirmase al marino en su resolución; y que aquello hubiera ocurrido
después que hubo perdido él, y seguido de la confesión de que si hubiera ganado habría
hecho lo mismo que Tom, a pesar de sus intuiciones, era una torpeza que lamentaba
profundamente.
En la hora en que sus fuerzas físicas estaban más bajas, sus errores diplomáticos
se le presentaban a la mente con toda claridad. Perdió mucho tiempo, como hacen en la
cama todos los hombres, anticipando el día siguiente; considerando lo que va a suceder y lo
que no; pesando las palabras y actos futuros frente a diversas contingencias. Pues la razón,
que conservó al principio, a pesar de la inquietud, en la región de lo racional, se le fue
debilitando según iba avanzando la noche; la sombra del peligro se hacía más profunda
cuando el cansancio le quitaba al cerebro fuerzas para combatir aquella sensación. El
presentimiento era tan amorfo como una nube, y aunque no lograba dar forma a sus
temores, ni definir sus límites, se hacían más negros mientras dormía. Consideró lo que
podía suceder y, dejando a un lado cualquier desastre menor, trató de imaginarse lo que le
traería la mañana, si May sucumbía realmente.
Por el momento, el tamaño de aquel desastre imaginario alivió curiosamente su
inquietud. Llevada a tal extremo, la idea se convertía en absurda. Aquella proposición
desaforada le proporcionó una especie de consuelo al traerlo al sólido terreno de la razón y
darle la seguridad de que hay cosas que no pueden ocurrir. Sus temores fueron
retrocediendo gradualmente de aquella fantástica cumbre de horrores. Cuando pasó,
aquella pesadilla de la vigilia le calmó los nervios; pues si una posibilidad presenta un
aspecto absurdo, entonces su horror disminuye proporcionalmente. Además, Henry se dijo
que si sentía realmente la amenaza de un desastre tan absoluto, su deber era levantarse
inmediatamente, intervenir y, en caso necesario, llamar a su tío y obligar a Maya salir del
Cuarto Gris.
Aquella idea lo divirtió y le ofreció un llueva aspecto cómico. La tragedia realmente
se resolvía en situaciones cómicas. Henry se encontró sonriendo ante el aspecto de May al
ser tratado como un escolar desobediente. Pero si eso ocurría, y Tom era declarado
culpable, ¿qué pensarían de él? En opinión de Mary y en opinión de Tom, sería un ruin y un
solapado. No podía llamar a nadie en su ayuda. Pero podía ir a ver a May, él solo. Sin
embargo, el marino se enfadaría. Henry siguió dándole vueltas a sus pensamientos y se
preguntó qué haría y diría a la mañana siguiente, si le ocurría algo a Tom, nada fatal, claro
estaba, pero quizás algo tan grave que May no pudiera explicarlo personalmente. En tal
caso, Henry sólo podría contar los hechos tales como habían sucedido. Pero se vería en un
buen lío si tenía que hacer declaraciones y describir el orden exacto de los recientes
incidentes. Ya no se acordaba de ello. Le parecía que habían pasado siglos desde que dejó a
May. Aquí se interrumpió, se levantó, bebió un vaso de agua y encendió un cigarrillo. Se
despabiló, condenó la debilidad de su cerebro, que lo había llevado a aquello, miró el reloj,
vio que eran las tres en punto y apartó de la mente aquella historia. Sabía que el brusco
calor, después del frío suele favorecer el sueño —cosa comprobada durante sus campañas
—, por lo cual se acercó a la ventana y dejó que el aire frío de la noche le refrescase la
frente y el pecho durante cinco minutos.
Aquel acto lo calmó, y se dijo que era un loco por volver al mismo tema. Se daba
cuenta de que sus inquietudes sólo esperaban la ocasión de manifestarse, pero las ahogó,
volvió a la cama y logró mantener los pensamientos fijos en un tema neutral, hasta que se
quedó dormido.
Se despertó, antes de que lo llamasen, se levantó y fue al cuarto de baño. Tomó una
ducha fría, que lo refrescó y le despejó la cabeza, pues tenía jaqueca. Todo había
cambiado, y los fantasmas de su imaginación quedaban sólo como recuerdos risibles. Ya no
sentía alarma ni inquietud. A poco se vistió, y esperando que Tom, que era siempre el que se
levantaba primero ya hubiese salido, fue a la terraza para unirse allí con él.
Se preguntaba si May debía darle una excusa o si la esperaría de él. No importaba.
Sabía perfectamente bien que Tom se hallaba sano y salvo, y aquello era lo único
importante.
CAPÍTULO III «
EN EL MIRADOR

CHADLANDS tuvo su origen cuando las casas solariegas de Inglaterra —a


excepción de unas cuantas fortificaciones y otras reliquias bélicas de épocas de inquietud,
pasadas ya habían obedecido las leyes de la evolución arquitectónica, acercándose a un
futuro de limpieza y confort que llegó a un lujo desconocido hasta entonces. El desarrollo
de esta antigua mole se apreciaba horizontal y verticalmente, y, en su día, la gran mansión
se consideró como la última palabra de la perfección cuando se pensaba en la amplitud de
las líneas, y las condiciones de la mano de obra hacían posibles cosas que ahora estaban
fuera del alcance de un particular. Desde entonces se había hecho mucho, pero se
conservaban los principales aspectos arquitectónicos, aunque el interior de la casa estaba
trasformado.
La casa solariega de Chadlands ocupaba unas veinte mil hectáreas del valle de un
río, entre las colinas de Haldon, por el Este, y las fronteras de Dartmoor, por el Oeste. La
pequeña ciudad tenía como medio de comunicación un ramal del Ferrocarril Oeste, y la
estación se hallaba a unos ocho kilómetros de la casa solariega. En el sur de Devon no
existía un parque tan perfecto, aunque en modesta escala, y la vista de las alturas que lo
rodeaban, y el gran valle que se abría a continuación de la finca, encantaba a los que se
contentaban con la belleza obvia, y al pequeño número de espectadores que comprendían lo
que significaba un paisaje realmente distinguido.
Hacia el Este, los macizos de césped y azaleas —que en junio ofrecían una
maravillosa armonía de oro, escarlata y naranja bajaban hasta los bosques de alerces; y los
jardines, regados por un arroyo de truchas, se extendían ante la casa solariega, elevándose
detrás de ellos los invernaderos y los huertos murados de frutas y verduras. Por el Sur y el
Oeste se abrían el parque y el valle, donde no había bosque ni terrenos en barbecho, hasta
que los grises páramos que surgían más allá cerraban el paisaje.
Sir Walter Lennox se había dedicado al aspecto deportivo de la finca, y a este
respecto la hizo famosa. Su padre, menos interesado por la caza, dedicó su tiempo y su
dinero a los jardines, haciéndolos los mejores de su época; y anteriormente, el abuelo de
Sir Walter se preocupó por el interior de la casa e hizo mucho por su belleza y
enriquecimiento.
Una gran terraza, que se extendía entre la fachada sur y una balaustrada de
granito, la separaba de los jardines que se extendían por debajo. Allí fue Henry Lennox en
busca de Tom May. Eran más de las ocho de una mañana de domingo, y se halló solo. El sol,
que se abría paso entre las nubes matinales, se elevaba sobre las colinas de Haldon y
lanzaba sus rayos, aún envueltos en niebla, sobre el follaje encendido de los árboles
otoñales. De las cañadas venía un sordo piar de pájaros, y, a lo lejos, en el monte bajo, se
oía el canto de los faisanes. Era una mañana radiante, y en un escenario tan hermoso Henry
se serenó inmediatamente. La entrevista que había tenido la noche anterior con el marido
de Mary le parecía entonces remota e irreal. Sin embargo, estaba convencido de que él se
había puesto en ridículo, pero no se preocupaba mucho ya que May no había estado mejor.
Lo llamó, y en respuesta, un spaniel viejo subió los escalones de la terraza y vino
hacia Henry, meneando la cola. Era un animal muy viejo, cuyas hazañas como cazador de
patos salvajes se recordaban aún y eran la honra de su vejez. La edad de "Prince" era
dudosa, pero ahora estaba decrépito —con las patas traseras torpes y cataratas en los dos
ojos—, enfermedad imposible de curar en un perro. Pero seguía disfrutando de la vida;
podía moverse, dormir al sol y compartía lo mejor de la comida de su amo. Sir Walter lo
adoraba y se sentía inmediatamente inquieto si el perro no venía cuando él lo llamaba.
Frecuentemente, cuando llevaba invisible mucho tiempo. Su amo lo buscaba silbando por
todos los rincones. Entonces encontraba al perro, o el perro lo encontraba a él, y se sentía
tranquilo de nuevo.
"Prince" se acercó a la ventana abierta del comedor de desayuno, mientras Henry,
impulsado por un pensamiento, dio la vuelta a la parte oriental de la casa hasta llegar al
mirador del Cuarto Gris, que se hallaba en lo alto del muro, como una burbuja brillante,
resplandeciente a la luz del sol que irradiaba la puerta ventana. Con gran sorpresa suya vio
que la ventana estaba abierta, y que May, aún en pijama, se hallaba arrodillado en el
almohadón del interior, mirando hacia el jardín.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. No necesito preguntarte si has dormido. Son
cerca de las nueve.
Pero el otro no le respondió. Tenía la mirada fija más allá de la cabeza de Henry,
hacia la parte por donde salía el sol, y la brisa matinal le agitaba el pelo oscuro.
—¡Tom, despierta! —gritó de nuevo Lennox; pero el otro siguió sin mover un solo
músculo. Entonces Henry advirtió que estaba extraordinariamente pálido, y que en sus ojos
había algo extraño a una expresión inteligente. La mirada de Tom era fija, y no había luz en
sus ojos. Parecía estar en trance. Henry sintió que el corazón le daba un vuelco, y una
sensación de alarma le activaba el pensamiento. Bruscamente se trasformó la mañana para
él, y temiendo que al otro le hubiese sucedido algo malo volvió a la terraza y entró por ella
en el comedor de desayuno. Eran las nueve menos cinco, y como sir Walter había sido
siempre cuidadoso en materia de puntualidad, los invitados lo tenían en cuenta. La mayoría
de ellos estaban ya reunidos, y Mary May, que en aquel momento salía al jardín, le preguntó
a Henry si había visto a su marido.
—Siempre es el primero en levantarse y el último en acostarse —dijo.
Henry le dio los buenos días y sin responder a su pregunta atravesó rápidamente la
habitación y subió al corredor.
Abajo, Ernest Travers, una persona inquieta, de corazón de oro, le habló al coronel
Vane. Travers iba vestido de negro, para la iglesia, porque respetaba la tradición.
—Perdóneme, pero es la primera vez que viene aquí y no parece vestido para ir a la
iglesia.
—¿Tenemos que ir a la iglesia? —preguntó el coronel, confuso. Contaba treinta y.
nueve años, pero durante la guerra se había distinguido.
—No "tenemos", pero a sir Walter le gustará que usted haga ese esfuerzo. Le
agrada que sus invitados vayan a la iglesia. Es uno de esos hombres que son el faro de su
generación; un viejo faro, si quiere, pero brillante. Ama las máximas sabias. Podría decirse
que rigen su vida. Vive en paz con todo el mundo y le desconcierta, como me ocurre a mí, el
comprender la duda creciente, el prejuicio de clases (mejor dicho, el odio de clases), el
fracaso de la confianza y la creciente tensión entre empleadores y empleados. Está de
acuerdo conmigo en que las tribulaciones de la época actual pueden atribuirse sólo a dos
desastres: la falta de buena voluntad del proletariado, cuyos líderes le enseñan a no
respetar a nadie, y la pérdida de la religión, que también se encuentra en el proletariado.
Ahora, nosotros tenemos el deber, mejor dicho el privilegio, de combatir esas cosas. ¿No
opina lo mismo?
Aquella conferencia con el estómago vacío deprimió al coronel. Parecía inquieto y
ansioso.
—Iré, claro está, si le agrada a sir Walter; pero temo que la iglesia me gusta tanto
como le gustaba a mis soldados, y eso que nuestro capellán era muy bueno y sensato.
Arriba, Henry trató de abrir la puerta del Cuarto Gris, pero vio que estaba cerrada
con llave. Y entonces sonó el gong, llamando al desayuno. Masters era el que siempre lo
tocaba. Primero arrancaba al gran disco de bronce un gemido preliminar, luego la nota se
hacía más profunda hasta alcanzar un suave y amable rugido, que se iba debilitando
paulatinamente. Masters consideraba el gong un instrumento musical y decía que el arte de
tocarlo era un don que pocos hombres podían adquirir.
Las llamadas de Lennox no tuvieron respuesta de ninguna clase, y entonces,
sinceramente alarmado, bajó de nuevo, detuvo a Fred Caunter, el lacayo, y le dijo que fuera
a llamar a sir Walter.
Fred aguardó hasta que su señor hubo bendecido la mesa; luego se acercó a él y le
explicó que su sobrino deseaba verlo.
—¡Cielo santo! ¿Qué le ocurre? —preguntó el anciano al levantarse y reunirse con
Henry en el hall.
Éste habló e indicó su alarma. Tartamudeaba un poco, pero trataba de mantenerse
tranquilo y exponer los hechos claramente.
—Ha sucedido así. Me temo que usted se va a poner furioso, pero éste no es el
momento de hablar. Tom y yo nos quedamos charlando cuando usted se acostó, y ambos
sentíamos grandes deseos de ir a dormir al Cuarto Gris.
—Yo no quería.
—Ya lo sé, hicimos mal, pero estábamos muy interesados, lo echamos a suertes, y él
ganó.
—¿Dónde está?
—Arriba, mirando por la ventana. Lo he llamado y he tratado de abrir la puerta,
pero no contesta. Al parecer se ha encerrado con llave.
—Qué has hecho, Henry? Tenemos que ir allí inmediatamente. Dile a Caunter..., no,
lo haré yo. No digas una palabra de esto, a menos que sea necesario. No le hables a Mary.
Sir Walter hizo una seña al lacayo, le ordenó que fuese a buscar unas herramientas
y que subiese en seguida al Cuarto Gris. Él subió con su sobrino, mientras Fred, lleno de
emoción, corrió presuroso al cuarto de herramientas. Era un hombre muy hábil, que estuvo
en la Marina durante la guerra y ahora había vuelto al antiguo empleo. Su cerebro lento
recordaba que diez años antes había realizado ya aquella tarea. Entonces, en la fatídica
habitación había aparecido una mujer muerta. ¿Quién sería ahora? Caunter lo adivinó
prontamente. .
Lennox habló a su tío, al acercarse a la puerta cerrada.
—Fue una travesura, con el fin de quitarle su mala fama al cuarto y reírnos esta
mañana a expensas de usted. Pero me temo que le suceda algo, que se haya desmayado o se
encuentre mal. Se acostó a eso de la una. Yo estaba inquieto y no podía explicarme el
porqué, pero...
—¡No charles! —repuso el tío—. Los dos han procedido muy mal. Debieron haber
respetado mis deseos.
Al llegar ante la puerta, gritó:
—¡Déjanos entrar inmediatamente, Tom! ¡Estoy muy enojado! ¡Está broma es
demasiado pesada! ¡Te lo censuro severamente!
Pero no hubo respuesta. Un silencio absoluto reinaba en el Cuarto Gris.
Llegó el lacayo con las herramientas. Aquella tarea no podía realizarse en un
momento, y sir Walter, especialmente deseoso de no crear inquietudes en la mesa de
desayuno, decidió bajar de nuevo. Pero era demasiado tarde, pues su hija había sospechado
algo ya. No estaba inquieta, pero sí asombrada de la tardanza del marido. Subió las
escaleras trayendo una carta.
—Vaya buscar a Tom —dijo—. No suele ser tan perezoso. Ha llegado una carta del
navío, y me temo que tenga que volver.
—Mary —dijo su padre—, ven aquí un momento.
La llevó junto a una gran ventana que arrojaba luz sobre el corredor.
—Tienes que echar mano de todo tu valor, hija mía. Temo que le haya ocurrido algo
a Tom. Aún no sé nada, pero anoche, al parecer, después que nos acostamos, él y Henry
decidieron que alguno de ellos dormiría en el Cuarto Gris.
—¡Padre! ¿Estaba Tom ahí, y yo tan cerca de él... durmiendo en la habitación de al
lado?
—Ahí estaba... y ahí está. No se encuentra bien. Henry lo vio mirando por la ventana
hace cinco minutos, pero creo que había perdido el conocimiento.
—Déjeme que vaya a su lado —dijo ella.
—Yo iré primero. Será lo más prudente. Baja y dile a Ernest que venga. No te
alarmes; seguramente no ha ocurrido nada.
Sus hábitos de obediencia hicieron que cumpliera inmediatamente las instrucciones
del padre, pero bajó como un rayo, llamó a Travers y volvió con él.
—Ernest, voy a pedirle que entre conmigo —explicó sir Walter—. Mi yerno durmió
anoche en el Cuarto Gris y esta mañana no ha respondido a nuestros llamamientos. La
puerta está cerrada con llave, y estamos tratando de forzarla.
—Pero usted le negó el permiso abiertamente, sir Walter.
—Lo hice, ustedes me oyeron. No deben meterse las narices en un avispero, pero los
jóvenes son siempre iguales. Sin embargo, espero que nada grave...
Se detuvo, pues Caunter había forzado la puerta, que se abrió con un crujido.
Durante el momentáneo silencio que se produjo a continuación se oyó el ruido de la llave que
cayó en el cuarto, chocando contra el friso de madera. La habitación estaba inundada de sol
y parecía saludarlos con su amable luz y su atractivo arte. Los muebles lucían la fina madera
y la belleza de líneas; los querubines labrados en las sillas parecían bailar en las partes en
que la luz les hacía brillar los miembros redondeados. Las paredes plateadas brillaban, y las
enormes rosas que había en ellas parecían revivir y mostrar sus colores originales ante la
caricia del sol.
Sobre una silla, junto a la mesa, se hallaban una vela apagada, el reloj de Tom y el
revólver de Henry. La bata del marino estaba doblada en el lugar en que él la había puesto;
la manta se encontraba a los pies de la cama. Tom estaba arrodillado en el nicho de la
ventana abierta, sobre el diván. La posición era natural: tenía apoyado un brazo en el
antepecho de la ventana y se hallaba vuelto de espaldas a sir Walter y a Travers, que
fueron los que primero entraron en la habitación.
Henry retuvo a Mary, implorándole que esperase un momento, pero ella se soltó y
siguió a su padre.
Sir Walter fue el que se acercó a Tom y lo asió por el brazo. Al hacer esto,
trastornó el equilibrio del cuerpo, que cayó hacia atrás y fue sujetado por los dos hombres.
Su peso derribó a Ernest Travers, pero Henry llegó a tiempo de salvar a los vivos y a los
muertos. Pues Tom May había muerto hacía varias horas. Tenía el rostro de un blanco
marfileño y la boca cerrada. No había en él señales de miedo, sino de profundo asombro.
Los ojos estaban abiertos y empañados. En ellos se reflejaba también una especie de muda
sorpresa. No sabían el tiempo que llevaba muerto, pero nadie dudaba de que lo estaba. Mary
se dio cuenta de ello. Se acercó al lugar donde yacía su esposo, le echó los brazos al cuello y
se desmayó.
Fuera había otras personas, y el ruido de sus voces llegaba al Cuarto Gris. Era una
de esas trágicas situaciones en que todos desean ser útiles, y en las cuales las personas de
buenas intenciones y juicio estrecho suelen ser heridas sin querer; porque anteponen las
afrentas supuestas a los incidentes que las causaron.
El marino yacía muerto, y su mujer estaba desmayada sobre el cadáver.
Sir Walter trató de estar a la altura de las circunstancias, dio órdenes y rogó a
todos que obedecieran sin chistar. Él y su amigo Travers levantaron a Mary y la llevaron a
su cuarto. Éste era su habitación de las épocas infantiles. Allí la acostaron y enviaron a
Caunter en busca de Mrs. Travers y de Jane Bond, la anciana doncella de Mary. La
muchacha recobró el conocimiento antes de que llegasen las mujeres. Luego los hombres
volvieron a la habitación del muerto, y el señor de Chadlands pidió a los que estaban de pie
en las escaleras y el corredor que fuesen a desayunarse y a sus quehaceres.
—No pueden hacer nada —dijo—. Sólo pediré a Vane que nos ayude.
Fayre—Michell habló, mientras se adelantaba el coronel.
—Perdóneme, sir Walter, pero si se trata de algo psíquico, yo soy miembro de...
—Por el amor de Dios, hagan lo que les pido —repuso—. Mi yerno está muerto. Más
tarde sabrán los detalles. Necesito a Vane porque es un hombre fuerte y puede ayudar a
Henry y a mi mayordomo. Tenemos que llevar...
Se interrumpió.
—¡Muerto! —exclamó el visitante.
Luego, bajó presuroso las escaleras. A poco levantaron al marino entre todos y lo
llevaron a su habitación. No podían ponerlo en una postura gallarda —hecho que preocupaba
especialmente a sir Walter—, y Masters dudaba de que el médico lograse hacerlo.
Henry Lennox partió lo más rápidamente posible para la casa del médico, que estaba
a seis kilómetros de allí. Tomó un auto pequeño, hizo el viaje por carreteras vacías en doce
minutos, y al cabo de menos de media hora estaba de vuelta con el doctor Mannering.
Los invitados, cuya jornada placentera había terminado tan tristemente, se
paseaban por la terraza, hablando en voz baja. Hasta entonces no conocían los detalles y
consideraban si podrían marcharse inmediatamente o tendrían que esperar hasta el
siguiente día.
Su natural deseo era partir, ya que no podían servir de nada a la atribulada familia;
pero en domingo no había facilidades. Iban en grupos. Algunos, deseosos de fumar, pero
comprendiendo que ello haría mal efecto, bajaron al retiro del jardín. Entonces Ernest
Travers se les unió. Y sólo pudo decirles que May había desobedecido a su suegro, dormido
en el Cuarto Gris y muerto allí. Les dio detalles y declaró que, en su opinión, era incorrecto
tratar de irse antes del día siguiente.
—Sir Walter lo sentirá —dijo—. Se está portando con mucho valor. Va a almorzar
con nosotros. Mi esposa me dice que Mary, Mrs. May, está muy apenada. Es natural..., ha
sido un golpe terrible. A mí mismo me cuesta trabajo darme cuenta de ello. Pensar que un
espíritu tan alegre y un cuerpo tan vital se ha extinguido de este modo.
—¿Se puede hacer algo por ellos? —preguntó Millicent Fayre—Michell.
—Nada, nada. Si se me permiten consejos, diré que deberíamos ir a la iglesia. Con
eso nos quitamos de en medio durante un tiempo y complacemos a sir Walter. Yo voy a ir.
Celebraron la sugerencia; en realidad, se asieron a ella. Sus mentes turbadas
anhelaban la acción. Estaban mudos e inquietos, Aquella muerte brusca los hacía sentirse
incomodísimos. Algunos, en el fondo de sus corazones, se sentían casi indignados de que un
acontecimiento tan terrible hubiese trastornado el tenor de sus vidas. Compartían la más
profunda piedad por los dolientes y por ellos mismos. Algunos descubrieron que su estado
físico se había trastornado y se sorprendieron ante la profundidad de sus emociones.
—No es como si fuese algo natural —persistía Felix Fayre—Michell—. No hay que
imaginar eso ni un momento.
—Es demasiado pavoroso, no puedo creerlo —declaró su sobrina. Era incapaz de
sufrir mucho por cualquiera, y su emoción tenía un sabor no del todo amargo. Se veía
describiendo aquellos sucesos en las fiestas de otras casas. No sería justo decir que
disfrutaba; sin embargo, conocía muy poco a sus anfitriones, era la primera vez que iba a
Chadlands, y, después de todo, las aventuras son aventuras.
Su tío discutió el significado psíquico de la tragedia y dio ejemplos de
acontecimientos similares. Algunos lo escucharon porque no tenían nada mejor que hacer.
Había una sensación general de vacío. Todos estaban abatidos. La vida les había jugado una
mala pasada. En aquellas circunstancias, a la mayoría de ellos les parecía una excelente idea
ir a la iglesia. Al poco rato Van e se les unió. Pudo darles muchos detalles que excitaban el
interés general. Lo rodearon, y él habló claramente. La muerte no le causaba efecto; había
visto tantos muertos... Oyeron el ruido del auto, que volvía con el doctor Mannering.
—Estamos al margen de eso —dijo Mr. Miles Handford, un corpulento hombre de
Yorkshire, rico terrateniente y deportista.
Y como no estaba acostumbrado a estar al margen de nada en su medio, demostraba
verdadera irritación.
—¡Gracias a Dios que es así! —respondió otro invitado; y el que había hablado
primero lo miró ceñudamente.
Ernest Travers se reunió con ellos, en seguida. Se había puesto corbata negra y
llevaba guantes negros y sombrero de copa.
—Si me acompañan —dijo— les mostraré un atajo. Se ahorra un kilómetro. Le he
dicho a sir Walter que todos iríamos a la iglesia, y él me ha preguntado si deseábamos
hacerlo en auto; pero yo creo que con un tiempo tan bueno querrán ir a pie. Sir Walter está
muy abatido, pero hace frente a la situación con su presencia de ánimo acostumbrada.
Miles Handford y Fayre—Michell cerraban la marcha del grupo que se dirigía a la
iglesia y se aliviaban criticando a Travers.
—¡El asno oficioso! —decía el hombre grueso—. ¡Ha sido un rasgo típico eso de
ponerse la corbata negra! Una persona decente habría encontrado esta tragedia demasiado
horrible para pensar en nimiedades. Espero que no volvamos a ver a ese bruto.
—Encuentro grotesco ir a la iglesia como un grupo de niños sólo porque él nos lo ha
dicho —murmuró Fayre—Michell.
—Yo no quiero ir. Solamente deseo distraerme. En realidad creo que no iré —añadió
Mr. Handford. Pero una mujer le rogó que fuese.
—A sir Walter le hubiera gustado —dijo.
—Todo esto es muy triste y muy desagradable —declaró el de Yorkshire—, y
demuestra, si es que se requería una demostración, que los jóvenes tienen menos respeto
por los mayores del que tenían cuando yo era joven. Si mi suegro me hubiera dicho que no
hiciese una cosa, se me habría quitado hasta el deseo de hacerla.
—Sir Walter habló con toda claridad —añadió Felix—. Todos lo oímos. Y luego ese
loco (Dios lo perdone) juega con fuego a espaldas nuestras.
—¡Qué egoísmo! Fíjese en las molestias, los trastornos, el sufrimiento de sus
familiares y la preocupación de todos nosotros. Tenemos que alterar nuestros planes,
alterarlo todo; la vida momentáneamente patas arriba, una joven con el corazón
destrozado, y todo por una desobediencia y una locura. Estas cosas le hacen dudar a uno de
la Providencia. No deberían ocurrir. En Yorkshire no suceden. Al parecer, Devonshire es un
condado más flojo. No me extrañaría que fuera una cosa del aire.
—La educación, la ley, el orden y la disciplina inculcada en la Marina deberían haber
evitado esto —continuó Fayre—Michell—. ¿Quién ha oído que un marino desobedezca...,
excepto Nelson?
—Bien lo pagó, el desdichado —dijo su sobrina, que caminaba junto a él.
—Todos lo hemos pagado —dijo el del condado del Norte—. Todos hemos pagado el
precio; y el precio ha sido mucho sufrimiento, molestia y tensión mental, que no deberíamos
haber soportado. A uno le molesta que ocurran estas cosas en un mundo estable.
—Bien, yo no pienso ir a la iglesia. Tengo que fumar para calmar mis nervios. Soy
muy sensible ante las cosas psíquicas —replicó Fayre—Michell.
Desde un portillo lejano, entre dos campos, Mr. Travers, que se hallaba a unos cien
metros adelante, movía la mano indicando hacia la izquierda.
—¡Vete a Jericó! —dijo secamente Mr. Handford, pero no lo bastante alto para que
lo oyese Ernest Travers.
Se oía un ruido de campanas, que se elevaba y descendía llevado por la brisa
oriental; y una torre gacha y gris, sobre la cual ondeaba un estandarte blanco, apareció, por
encima de un grupo de árboles, en mitad del pueblo de Chadlands.
A poco las campanas dejaron de sonar, y la bandera quedó a media asta. Mr.
Travers había llegado a la iglesia.
—Es un tipo enloquecedor —dijo Miles Handford, que advirtió aquellos fenómenos—.
Estoy seguro de que sir Walter no le pidió que hiciera nada de eso. Se le ha ocurrido a él, le
gustan los golpes de efecto. Si yo fuera el vicario...
Por su parte, el doctor Mannering había oído lo que le dijo Henry Lennox mientras
iban juntos a la casa solariega. El médico demostró gran preocupación, además de interés
profesional. Recordó la historia que sir Walter había contado la noche anterior.
—Ni la menor prueba: se trataba de una mujer perfectamente sana; y en este caso
va a suceder lo mismo —dijo—. Ayer estuvo cazando junto a mí, y yo advertí su buen estado
físico y su ánimo; era un muchacho muy fuerte. ¿Cómo está Mary?
—Muy afectada, pero conserva el valor, como era de esperar —declaró el otro.
Sir Walter estaba con su hija cuando llegó Mannering. El doctor era amigo del
anciano desde muchos años antes. Era el tipo corriente del médico rural: un hombre duro y
práctico que amaba su profesión, el deporte y poseía principios conservadores. Su
experiencia reemplazaba la falta de dotes, pero se mantenía al corriente de los progresos
de la medicina leyendo y valiéndose de los adelantos de métodos y medicamentos siempre
que tenía oportunidad. Examinó al muerto cuidadosamente, indicó el modo de hacer más
normal su postura y se convenció de que no había poder humano capaz de volverlo a la vida.
No logró descubrir signos exteriores de violencia ni excusa aparente de la brusca muerte
de Tom May. Escuchó con atención lo poco que Henry Lennox pudo contarle y luego pasó a
ver a Mary May y a su padre.
La joven se había dominado, pero estaba más bien aturdida que resignada con su
destino; la mente no había absorbido aún toda la extensión del dolor. Hablaba sin cesar de
trivialidades, como suele hacer la gente abrumada por acontecimientos demasiado grandes
para ser medidos o discutidos.
—Voy a escribir al padre de Tom —dijo—. Va a ser un golpe terrible para él. Tom
era toda su vida. ¡Y pensar que yo me preocupaba por la carta que había recibido! No
volverá a ver el mar que amaba tanto. Odiaba el versículo de la Biblia que dice que no habrá
más mar. Anoche yo dormía tan cerca de él… y sin embargo no lo oí gritar.
Mannering le hablaba con dulzura.
—Seguramente no gritó. No sintió pena ni conmoción, de eso estoy seguro. El morir
no es difícil para los muertos, recuérdelo. Ahora está en paz, Mary. Dentro de poco tiempo
tiene que venir a verlo. Su padre la llamará en seguida. En su rostro sólo hay un gesto de
asombro, ni miedo ni sufrimiento. Téngalo en cuenta.
—No pudo haber sentido miedo. No tenía más miedo que el de cometer una mala
acción. Nadie más que yo sabe lo bueno que era. Su padre lo quería muchísimo, pero no supo
nunca lo bueno que era, porque Tom no pensaba lo mismo que Mr. May. Tengo que escribirle
diciéndole que Tom está muy enfermo y que no saldrá con vida. Eso lo irá preparando. Tom
era el único afecto terrenal que tenía. Va a ser terrible cuando venga.
La dejaron, y una vez que se hubieron ido Mary se puso de rodillas y así permaneció
largo rato, inmóvil y con los ojos secos. En su desolación, que aún no concebía en toda su
inmensidad, seguía pensando en el padre de Tom. Al parecer, su mente podía pensar en la
soledad del anciano, aunque era incapaz de comprender lo que la muerte del esposo
representaba para ella. Mediante alguna extraña operación mental, benéfica hasta cierto
punto, veía el dolor del anciano con mayor claridad que el suyo. A poco se levantó, en espera
de que la llamasen, y se acercó al escritorio situado junto a la ventana. Entonces escribió
una carta a su suegro y se lo imaginó en la iglesia, ejerciendo su ministerio. Quería suavizar
un poco el golpe, pero comprendió que aquello sería sólo una bondad cruel. Por lo tanto,
escribió que Tom iba a morir. Entonces recordó que el padre de Tom estaba muy cerca de
allí. Era mejor enviar un telegrama en lugar de una carta, y así estaría en Chadlands al
anochecer. Rompió la carta y redactó el telegrama. Jane Bond vino, y Mary la encargó que
lo despachase lo más rápidamente posible. Su antigua aya, una solterona anciana para quien
Mary constituía la principal razón de la existencia, le trajo una taza de caldo y una tostada.
Para Jane aquello era lo que había que hacer.
Mary le dio las gracias y bebió un poco. Le parecía estar soñando; experimentaba
una sensación familiar en el sueño, pero sabía que aquello no era un sueño, sino una
experiencia real. Aguardaba a su padre, pero temía el regreso. Pensó en los pasos humanos
y en la diferencia que había entre ellos. Recordó que no volvería a oír los largos pasos de
Tom.
Con frecuencia echaba a correr al acercarse a ella, y ella también solía correr hacia
él, tratando de acortar el espacio que los separaba. Se censuró amargamente el haber
decidido dormir en su cuarto de niña. Le gustaban tanto aquella habitación y la camita en
que había dormido desde pequeña; sin embargo, si hubiese dormido con Tom, aquello no
habría sucedido.
—¡Pensar que sólo nos separaba un tabique! —se repetía—. Y que mientras yo dormía
y soñaba con él, él moría a unos pocos metros de distancia.
La muerte no había sido un desastre para Tom, había dicho el médico. ¡Qué inútil
sabiduría! Y quizás ni eso siquiera. ¿Quién sabe el desastre que puede ser la muerte? ¿Y
quién podría saber lo que él habría sentido finalmente, o sus angustias mentales, cuando
comenzó a comprender que iba a morir? Mary sufrió una congoja, perdió e! dominio de sí y
se echó a llorar en brazos de Jane Bond.
—¡Y yo, que me preocupaba de que lo llamasen al barco! —dijo.
—Lo han llamado a un sitio mejor, querida mía —sollozó Jane.
Después que se hubieron separado de May, sir Walter y el doctor Mannering
entraron en e! Cuarto Gris un momento y allí, de pie, hablaron.
—Tengo la extraña sensación de que vivo nueva mente el pasado —declaró el médico
—. Lo mismo ocurrió en el caso de aquella pobre mujer, la enfermera, ¿se acuerda?
—Sí. Yo sentí lo mismo mientras Caunter forzaba la puerta. Desde el principio me
puse en lo peor; en cuanto supe lo que había hecho, comprendí, sin saber por qué, que mi
yerno había muerto. Anoche le negué e! permiso categóricamente y no soñé siquiera que
tratase de desobedecerme.
—Indudablemente, no se daba cuenta de lo grave de! asunto. Esto resulta tan
imposible de comprender como la muerte de la enfermera. No digo que lo sea, sino que lo
sospecho. Un ser perfectamente sano, muerto en un instante y sin ningún indicio…,
absolutamente sin ningún indicio.
—Una muerte sin causa es la negación de la ciencia.
—Hay una causa, pero no creo que esta horrible tragedia la revele —repuso el
médico—. Sin embargo, ruego a Dios que esto ocurra, por e! bien de todos —continuó—. Es
imposible decir lo mucho que lo siento por ella, pero también por usted y por mí. Era un
muchacho excelente y un gran deportista.
—La Marina ha experimentado una gran pérdida
—añadió sir Walter—. Sin embargo, no he tenido nada
de esto en consideración. Todos mis pensamientos están puestos en Mary.
—Debe permitirme que lo ayude en cuanto pueda, amigo mío. Habrá una encuesta,
claro está, y un interrogatorio. También un examen post mortem. ¿Quiere que me
comunique hoy con e! doctor Mordred o preferiría otra persona?
—Sí, otra. El médico más famoso que conozca. No es falta de respeto hacia usted o
hacia e! doctor Mordred. Compréndalo. Pero yo querría que se realizase un examen
independiente, por alguna autoridad, alguien que no conociese el caso anterior. Esto que ha
ocurrido es terrible, No sé hacia dónde mirar.
—No se preocupe indebidamente. Deje e! asunto a los que vayan a ocuparse
profesionalmente de él, sin su dolor personal. Un investigador independiente es, desde
luego, lo mejor; uno que, como usted dice, no sepa nada de! caso anterior.
—No sé qué hacer —insistió el otro—. Un hecho de esta naturaleza trastorna las
opiniones preconcebidas. Yo siempre había considerado mi aversión a ese cuarto como una
debilidad humana, algo que había que vencer. Mire en torno suyo. ¿Puede concebirse una
habitación de aspecto más inofensivo?
El otro realizó un examen superficial, recorrió todos los rincones, golpeó las
paredes y se quedó mirando el techo. La clara luz de la mañana mostraba su complicado
dibujo de círculos convergentes desde las paredes al centro, creando de este modo la
sensación de una alta cúpula en lugar de una superficie lisa. En el centro había un pinjante
que figuraba un lirio convencional con los pétalos abiertos.
—Creo que esta habitación no debería tocarse hasta después de la encuesta. Si se
me permite aconsejar, debería dejarla tal como está para que la vea la policía.
—Me figuro que querrán examinarla.
—A menos que se comunique directamente con Scotland Yard, pidiendo una
investigación especial, y que no se emplee a la policía de la localidad. Para ello hay razones,
ya que la policía de aquí no le va a ser ahora más útil de lo que fue antes.
—Actúe en nombre mío, por favor. Explique que no hay inconvenientes financieros y
pídales que envíen a los hombres mejores de que dispongan. Pero ellos sólo se ocupan de
crímenes. Esto puede quedar fuera de su alcance.
—Eso no lo podemos decir. Ni siquiera podemos afirmar que esto no sea un crimen.
No sabemos nada.
—Un crimen exige un criminal, Mannering.
—Cierto; pero lo que sería criminal, si se debiese a la intervención humana, podría,
sin embargo, ser obra de fuerzas a las cuales no puede aplicarse la palabra criminal.
Sir Walter se le quedó mirando.
—¿Es posible que atribuya a esto una causa sobrenatural?
El médico negó con la cabeza.
—Desde luego que no, aunque no soy materialista, como usted sabe. Mi generación
de médicos halla poca dificultad en reconciliar nuestro credo con nuestro culto, aunque
pocos de los jóvenes pueden hacerlo, lo reconozco. Pero la ciencia es la ciencia, y ni por un
momento creo que exista aquí nada sobrenatural. Sin embargo, me parece que actúan
fuerzas inconscientes, y los responsables de la actuación de dichas fuerzas serían
indudablemente criminales, si supiesen lo que estaban haciendo. El hombre que dispara
contra un animal, si le acierta y lo hiere es su matador, aunque opere desde un kilómetro de
distancia. Por otra parte, los agentes pueden no darse cuenta de lo que están haciendo.
—En esta casa no hay un solo ser humano por el cual no pueda responder.
—Ya lo sé. Vamos a ciegas. Dentro de poco llegará la ocasión de considerarlo. En
realidad, usted no debería ocuparse del problema. Tiene bastante que hacer sin esto.
Déjelo a los que están profesionalmente dedicados a resolver los misterios. Si hay algún
hombre responsable de estas atrocidades, entonces el descubrirlo debe hallarse al alcance
de la mente humana. Antes fracasamos; pero esta vez no haremos un examen superficial
del lugar ni de los antecedentes de su yerno. Tenemos que ir hasta el fondo, o, mejor aún,
tendrán que ir hasta el fondo las mentes avezadas a ello. Estudiarán el tema desde un
ángulo diferente. Lo harán sin turbación y sin prejuicio. Si hay algún delito, lo descubrirán.
En mi opinión, es increíble que fracasen.
—Tienen que venir en nuestra ayuda los mejores hombres dedicados a esta clase de
trabajos. No puedo hacerme a la idea ,de que esta habitación está embrujada, y que esto
sea obra de fuerzas maléficas fuera de la naturaleza, y a las que, sin embargo, el Creador
permite que destruyan la vida humana. La idea es demasiado horrible..., me rebelo contra
ella, Mannering.
—Quizás sea así. Destierre de su mente todo pensamiento irracional. No es digno
de usted. Ahora tengo que irme. Telegrafiaré a Londres (a sir Howard Fellowes), a las
autoridades oficiales y a los forenses. Aquí tiene que venir un analista del Gobierno. ¿Me
comunico hoy con Scotland Yard?
—Deje eso para la noche. Venga a ver nuevamente a Mary.
—Sin duda. A las tres puedo tener la respuesta a mis mensajes. Me iré a Newton
Abbot y telefonearé desde allí.
—Muchas gracias, Mannering. Querría poder hacer más cosas por mí mismo. Pero he
sufrido un golpe cruel. Esta experiencia terrible me ha convertido en un anciano.
—No diga eso. Es bastante tremendo, lo reconozco. Pero la vida está llena de cosas
horribles. ¡Cómo iba usted a escapar a ellas!
—Henry lo ayudará en lo que pueda. Le convendría que usted le diese algo que
hacer. Se siente culpable en cierto aspecto. No he tenido tiempo de observar a los demás,
pero...
—Está bien. Henry puede venir conmigo a Newton. Me parece que su vida ha estado
pendiente de un hilo. ¡Echar a suertes! Después, según me dijo él, trató de disuadir a Tom,
pero no lo logró. Naturalmente, está muy abatido. Sin embargo, los jóvenes se recobran de
los desastres físicos y mentales con increíble rapidez. La recuperación mental corre pareja
con la capacidad física de recuperación. Tienen de su lado a la naturaleza. Permítame que le
recomiende que baje a tomar algo. Si puede almorzar con sus invitados, hágalo. Lo
distraerá.
Sir Walter declaró que había pensado hacerlo.
—Soy un viejo soldado —dijo—. No pienso eludir mis obligaciones a causa de mis
penas. En cuanto al cuarto, está maldito, y estoy pensando en destruirlo totalmente.
—Espere, espere. Vamos a ver lo que pueden hacer nuestros colegas. No vaya a
creer que porque soy práctico esto no me afecta. No he tenido una impresión semejante en
los cuarenta años que llevo trabajando. Sabe, sin que tenga que decírselo yo, cuán profunda
y sincera es mi condolencia. Los compadezco a ambos desde lo más profundo de mi alma.
—Estoy seguro de ello. Ahora voy a tratar de olvidarme de mí. Tengo que reunirme
con mis invitados. Lo siento también por ellos. Esta experiencia terrible les ha cortado la
fiesta.
—Espero que Travers se quede. Le sirve de consuelo, ¿no es cierto?
—Ahora nadie puede consolarme. No le pediré que se quede. Afortunadamente,
Henry está aquí. Por ahora se quedará. La que me importa es Mary. Me la llevaré de este
lugar lo antes posible y dedicaré a ella todos mis pensamientos.
—Estoy seguro de eso. Es un triste deber, pero puede resultar muy necesario. La
devoción que existía entre Mary y Tom era absoluta. Tiene que ser muy duro para ella el
darse cuenta de lo que esto significa.
Se alejó, y sir Walter volvió nuevamente al lado de su hija. Con ella se llegó junto al
cadáver cuando le dijeron que podía hacerla. Mary era entonces muy dueña de sí. No se
detuvo más que un momento junto a su marido.
—Qué hermoso y feliz parece —dijo ella—. Pero lo que amaba ha desaparecido; y al
desaparecer, ha cambiado todo el resto. Éste no es Tom; sólo la parte más pequeña de él.
Su padre inclinó la cabeza.
—Yo sentí lo mismo cuando murió tu madre, querida hija.
Entonces Mary se arrodilló, puso la mano sobre la del muerto y rezó. Su padre se
arrodilló junto a ella y fue él, no la joven viuda, quien lloró.
Mary se levantó al poco rato y murmuró:
—Pienso mejor en él cuando estoy lejos. No lo veré de nuevo.
Volvieron al cuarto de Mary, y sir Walter le dijo a su hija que pensaba bajar a
almorzar con los invitados.
—Eres muy valiente, querido padre —dijo ella. Sir Walter esperó sin resultados a
que sonase el gong y se censuró por haber pensado que sonaría. Masters tenía de las cosas
un concepto más acertado que él. Pensó curiosamente en aquello y creyó que estaba un poco
desconcertado. Luego recordó una cosa que deseaba decir y se volvió hacia Mary.
—No quiero que duermas aquí esta noche, querida —le dijo.
—Jane me ha rogado que no lo hiciese. Voy a dormir con ella —respondió Mary.

CAPÍTULO IV «
"POR LA MANO DE DIOS"

SIR WALTER recordó siempre el almuerzo de aquel domingo y declaró que le


evocaba una penosa experiencia de su juventud. Durante una cacería en África del Sur, un
búfalo herido lo había volteado. Afortunadamente, el animal lo lanzó a una quebrada,
situada un metro más abajo que la maleza de los alrededores. De este modo, el búfalo lo
perdió, y sir Walter pudo escapar a la muerte. Sin embargo, allí estuvo, con una pierna rota,
durante algunas horas, hasta que vinieron en su socorro; y durante aquel tiempo los
mosquitos le causaron tormentos indecibles.
Hoy, el terrible desastre de la mañana quedó temporalmente eclipsado por la
necesidad de soportar los comentarios que hacían sus amigos acerca de él. La prueba más
dura era la compasión. Sir Walter no había sido compadecido jamás, y detestaba la
experiencia. Lo abrumaba aquella riada de condolencia y las voces graves que la expresaban.
También se hallaba furioso consigo mismo por el convencimiento de que la compasión de los
invitados era mayor de lo que en realidad sentían. Consideraba una bajeza de parte suya el
sospechar aquello; pero el susurro de las corteses expresiones, combinado con las
cautelosas preguntas y la evidente curiosidad, le producía gran inquietud.
Todos querían tener noticias acerca de Tom May. ¿Tenía enemigos? ¿Era concebible
que tuviese enemigos enconados e inescrupulosos?
—La pobre Mary se está portando espléndidamente —dijo Mrs. Travers—. Es
estupenda. Gracias a Dios, he podido ayudarla un poco.
—Lo ha hecho, Nelly; indudablemente.
—Trate de comer un poco más, Walter —rogó Ernest Travers—. Piense en lo que le
espera. Aún queda lo peor. Tiene que conservar el ánimo por el bien de todos. ¡Cuánto me
gustaría poder compartir su carga!
—Espero que dé al asunto un carácter oficial, sir Walter, y se ponga en
comunicación con la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —le pidió Felix Fayre—Michell—.
Es un caso para ellos. En realidad, cuando esto se conozca, muchos investigadores
distinguidos desearán venir a Chadlands y pasar una noche en la habitación.
—Primero hay que pensar en la policía —declaró el coronel Vane—. Éste es, claro
está, un asunto de la policía. Estoy seguro de que lo mirarán así. También está la Marina. El
Almirantazgo hará algo, seguramente.
—¿Van a enterrarlo en Chadlands? Me figuro que sí —murmuró Ernest Travers—.
Encuentro tan distinguidas sus tumbas, Walter, tan sencillas, bellas y modestas...,
perfectamente atendidas, unos montículos llenos de césped y unas simples inscripciones.
"El vicario hizo al final del sermón una delicada referencia a la desgracia acaecida
al señor de la casa solariega.
Henry ayudó a su tío en todo lo posible. Él fue quien se ocupó del servicio de los
domingos en la ciudad inmediata y, con gran alivio del coronel Vane y de Mr. Miles
Handford, les dijo que podían partir cómodamente antes del anochecer y tomar el tren de
Londres.
—Más tarde va a salir un coche para buscar al padre de Tom —informó—, y, si lo
desean, los puede llevar a los dos.
Ambos le dieron las gracias cordialmente.
Entonces el coronel Vane logró interesar a sir Walter. Éste había hablado de una
investigación, y Vane le ofreció un nombre famoso.
—Contrate a Peter Hardcastle, si puede —dijo—. Actualmente, es el hombre más
indicado para estas cosas, un ser asombroso.
—Creo haber oído ese nombre.
—¿Y quién no? Él fue quien descubrió el extraño asesinato del Yorkshire.
—Sí, muy extraño —dijo Handford—. Yo conocía a unos íntimos amigos del hombre
asesinado.
—Un crimen carente de razón lógica —continuó el coronel—. Intrigó a todo el
mundo hasta que Hardcastle triunfó donde habían fallado sus superiores de Scotland Yard.
Creo que es joven aún. Pero ese caso fue menos asombroso que el del espía alemán, ¿lo
recuerda, ahora, sir Walter? El espía había sabido despistar a la policía de Inglaterra y de
Francia gracias a una mujer que lo ayudaba. Peter Hardcastle quiso conocerla; entonces se
disfrazó para adquirir la apariencia de ella (claro está que sin que ella lo supiese), la
arrestó y concurrió a la cita que la mujer había concertado con el espía. ¿Cómo se llamaba
el espía? Lo he olvidado.
—Wundt —dijo Felix Fayre—Michell.
—No, no lo creo. Hardt o Hardfelt o algo así.
—Fuera como fuese, algo maravilloso. Es el primer hombre para esta clase de
asuntos, y espero que pueda asegurarse sus servicios.
—Si viene, sir Walter, no diga que está aquí. Manténgalo en secreto. Si Hardcastle
viene como invitado suyo, y no lo conoce nadie, puede servirle de ayuda para descubrir el
misterio.
—Y si fracasa, yo espero que invite a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas.
Sir Walter los dejaba hablar; pero se fijó en el nombre de Peter Hardcastle.
Recordó la historia del espía y la sensación que había causado.
Millicent Fayre—Michell también la recordó.
—Mr. Hardcastle no quiso que se publicase su fotografía en los diarios —dijo—. Eso
me pareció estupendo. Dio una razón para ello: que no deseaba que el público lo conociese
de vista. Creo que nunca se lo ve tal cual es y que se disfraza con la misma facilidad como
hombre que como mujer.
—Hay algunos que creen que es una mujer.
—¡No!
—¡Haberse disfrazado para parecer la amiga del espía y haber llegado realmente a
presencia de éste, mejor aún, haberlo detenido! Es desde luego una de las páginas más
notables en la historia del crimen —dijo Travers.
—Trabaja aún con Scotland Yard o lo hace independientemente? —preguntó Miles
Handford.
—Aún no lo sé. Mannering me ha pedido que consulte inmediatamente a Scotland
Yard. En realidad, se va a comunicar hoy con ellos. Mr. Hardcastle será invitado a hacer lo
que pueda. Todo lo que sea posible para descubrir la verdad, lo haré. Sin embargo, resulta
difícil ver qué puede conseguir ese hombre. Los muros del Cuarto Gris son sólidos, el suelo
es de roble, el techo tiene veinticinco centímetros de espesor y está sujeto por inmensas
vigas. La chimenea es moderna, y el cañón lo bastante angosto para que no entre por él un
ser humano. Eso se probó hace doce años.
—De todas maneras, debe darle carta blanca, con los criados y con todo el mundo.
Yo le pediría que viniera como invitado, para que nadie supiera quién es, y pudiera hacer más
libremente sus investigaciones.
Felix Fayre—Michell hizo esta sugerencia una vez terminado el almuerzo, y cuando
Masters y Fred Caunter no se hallaban en la habitación. Luego la conversación pareció
deslizarse hacia el sentimentalismo. Sir Walter advirtió aquello en los ojos de los invitados
y trató de desviarla interesándose por los actos de sus amigos.
—¿Puedo ayudar a simplificar los planes de ustedes? Me temo que este terrible
acontecimiento les haya causado muchas molestias.
—Nuestras molestias no son nada comparadas con su pena, querido Walter —dijo
Nelly Travers.
Todos declararon que si pudieran servir de algo gustosos se quedarían en
Chadlands, pero ya que no podían hacer nada creían que debían irse lo antes posible.
—Nos vamos, pero le dejamos nuestra eterna simpatía y conmiseración, querido
amigo —declaró Mr. Travers—. Créame, esto nos ha envejecido a mi esposa y a mí.
Probablemente no sería una exageración el decir que nos ha envejecido a todos. Pensar que
salió con vida de Jutlandia, que realizó tantos actos de valor, que tuvo menciones
honoríficas y la Orden del Servicio Distinguido para morir luego de este modo
incomprensible, quizás por algún medio sobrenatural, porque realmente no podemos decir
que no sea así. Todo esto hace imposible pensar en decir algo que sirva de consuelo a usted
y a la pobre Mary. Hay que dejar que pase el tiempo, Walter. Tiene que sacar de aquí a su
hija. Gracias a Dios, es joven.
—Sí, sí, viviré para ella, pueden estar seguros.
Sir Walter los dejó, y a poco hablaba con su sobrino, a solas, en el despacho de
aquél.
—Haz lo que puedas por ellos. Handford y Vane se marchan esta tarde, el resto
mañana a primera hora. No creo que esta noche pueda acompañarlos en la cena. Estará aquí
el padre de Tom. Me temo que quede muy postrado al saber que su hijo ha muerto.
—No, no es esa clase de hombres, tío. Mary me dice que querrá llegar hasta el
fondo del asunto, a su modo. Es un luchador, pero cree cosas muy raras. Voy a ir a Newton
con el coronel Van e y allí hablaré con Mannering acerca de sir Howard Fellowes. Va a venir
aquí mañana, quizás esta noche. Mannering lo sabrá.
—Y dile a Mannering que contrate para la investigación a un detective particular
llamado Peter Hardcastle. Si se ha separado de Scotland Yard y trabaja
independientemente, lo contrataremos también. Pagaré lo que sea, con tal de esclarecer
esta tragedia.
—Seguramente quedará esclarecida.
—Si no lo hacen, pienso dejar esta casa. En realidad, puedo hacerlo de todos modos.
Mary no va a querer vivir aquí.
—No se preocupe por el futuro. Piense un poco en usted y descanse esta tarde.
Todos están muy inquietos por usted, encuentran que es su deber el inquietarse; pero yo sé
lo nervioso que esto lo pone. Pero ellos no pueden evitarlo. Una cosa así trastorna sus vidas
y los hace excitables y faltos de tacto. No tienen precedente, y ya sabe que la mayoría de
las gentes se apoyan en los precedentes y pierden el equilibrio cuando se ven ante una cosa
nueva.
—Voy a ir con Mary. ¿Ha llegado ya el empleado de las pompas fúnebres?
—Sí, tío.
—Quiero que lo entierren aquí; me figuro que su padre no se opondrá.
—No es probable. Mary también lo desea.
—Es tan típico de Mary pensar en Septimus May antes que en nadie. Se olvidó de su
pena, pensando en el modo de suavizarle el golpe.
—Cierto.
—¿Te atreves a decirle en la estación que su hijo ha muerto o crees que te faltará
el valor?
—Creo que lo sabe ya, pero le diré lo que sea necesario. Recuerdo que, después de la
boda, se interesó por los cuartos embrujados y dijo que creía en ellos basándose en las
Escrituras.
Al oír esto, sir Walter hizo una pausa.
—Eso es nuevo para mí. Suponiendo que él... Sin embargo, no necesitamos
preocuparnos de él. Indudablemente se interesará tanto como nosotros por llegar al fondo
de esto, aunque no debemos estorbar la labor de Hardcastle.
—Nadie debe hacerlo. Lo único que espero es que podamos contratar sus servicios.
—Di que me avisen cuando llegue Mr. May, antes no. Veré a Mary y luego me echaré
una o dos horas.
—¿Se siente bien? ¿Quiere ver a Mannering?
—Estoy bien. Despídete por mí de Vane y de Handford. Pueden volver de un
momento a otro. Nadie sabe quién puede ser necesario y quién no. Estas cosas están fuera
de mi experiencia; pero más vale que ambos dejen sus direcciones.
—Se las pediré.
Sir Walter fue a ver a su hija y cambió de idea en cuanto a lo de dormir. Mary
atravesaba un momento de indecible terror. Ante ella se abría el oscuro templo de la
comprensión, y avanzaba por sus temibles naves. De allí en adelante, se decía, el dolor y la
sensación de una pérdida irremediable serían los compañeros de las horas de vigilia.
Estuvieron juntos hasta el anochecer cuando Mannering llegó. Se quedó sólo unos
minutos, y a poco oyeron que su coche partía de nuevo, seguido por el auto que llevaba a los
invitados y a Henry Lennox.
A su debido tiempo, Henry Lennox volvió a Chadlands trayendo a Septimus May. El
pastor sabía ya la muerte de su hijo y fue inmediatamente a ver el cadáver. Allí Mary se
reunió con él y presenció el dominio de sí que tenía el atribulado padre. May era un hombre
delgado, completamente rasurado, canoso, de ojos llameantes y expresión sufrida. Fanático
de su fe, en virtud de ciertas asperezas mentales y de un temperamento crítico no había
tenido amigos jamás, no se había unido con sus feligreses ni adelantado la causa de la
religión, como anhelaba hacer. Con celo de reformador había entrado muy joven en su
ministerio; pero aunque su conducta y su ejemplo lo hicieron merecedor del respeto de los
fieles, no logró conquistar su afecto. La gente lo temía, a él y a sus críticas. En una ocasión,
ciertas personas, molestas por las censuras que May les había dirigido desde el púlpito,
trataron de librarse de él; pero no había motivo para echar al reverendo ni poner en tela de
juicio sus atribuciones. Por lo tanto, quedó como antes, metido en su parroquia e ignorado
fuera de ella. Conocía mal la naturaleza humana, y la vida le había disminuido las ambiciones
y agriado las esperanzas; pero no logró enturbiarle la fe. Creía, con fervor apasionado, todo
lo que trataba de enseñar, y sostenía que una omnipotencia, un Dios amante misericordioso
presidía todos los destinos, ordenaba la existencia de grandes y chicos y no permitía que
ocurriese en la tierra nada que no fuera lo mejor para los seres inmortales que había
creado a Su imagen y semejanza. Sobre esta seguridad cayó el golpe mayor, casi el único
golpe que la vida podía asestar a Septimus May. Aquella pérdida lo abrumó; pero su dolor se
convirtió en oración mientras estaba arrodillado junto al hijo. Rezaba con intenso fervor y
con voz vibrante, que abrasaba más que consolaba a la mujer arrodillada junto a él. La
emoción del hombre y lo profundo de su convicción, que corrían como un torrente por los
estrechos canales de su entendimiento, se vieron destinados al poco, a complicar una
situación suficientemente penosa sin intervenciones; pues llegó un tiempo en que Septimus
May impuso sus creencias en Chadlands, oponiéndolas a las opiniones de otras personas tan
interesadas como él en esclarecer la muerte de su hijo.
Mr. May, al saber que la mayoría de los invitados no podían partir hasta la mañana
siguiente, estuvo ausente en la hora de la cena; en realidad, pasó casi todo el tiempo al lado
de su hijo, y cuando llegó la noche lo estuvo velando. Su extraña mentalidad se había
manifestado ya en algunas de las insinuaciones que le hizo a sir Walter; pero hasta después
del examen post mortem y de la encuesta no expresó sus extraordinarias ideas.
Millicent Fayre—Michell y su tío fueron los primeros en partir a la mañana
siguiente. La muchacha estaba ofendida.
—Seguramente, Mary pudo verme un momento, para despedirse —dijo—. Ha sido
una cosa horrible, pero yo me he condolido tanto y he estado tan comprensiva que creo que
deberían mostrarse agradecidos. Deberían darse cuenta de lo penoso que ha sido para
nosotros. Y dejarme ir, sin que la vea...; a Mrs. Travers la vio varias veces.
—No le des importancia. El dolor hace egoísta a la gente —declaró Felix—.
Probablemente, nosotros no hubiéramos procedido así. Creo que habríamos ocultado
nuestros sufrimientos y cumplido con nuestro deber; pero quizás seamos excepcionales.
Estoy seguro de que Mrs. May te escribirá más tarde, excusándose. Debemos tener en
cuenta su juventud y su dolor.
Mr. Fayre—Michell estaba muy orgulloso de lo caritativo de esta conclusión.
Cuando Mr. y Mrs. Travers se fueron, sir Walter salió a despedirlos. La dama
lloraba, y las lágrimas cayeron sobre la mano de sir Walter. Mrs. Travers sufría una crisis
nerviosa.
—Por el amor de Dios, no deje que ese sacerdote horrible embruje a Mary —dijo
ella—. Tiene un no sé qué de terrible. No conoce la compasión. Traté de consolarlo de la
pérdida del hijo, y se volvió contra mí como si se tratase de una débil mental.
—Yo tuve que decirle que estaba siendo muy poco amable y se olvidaba de que
hablaba con una dama —dijo Ernest Travers—. Uno comprende los sufrimientos de un
padre; pero no tienen que tomar la forma de contestaciones acres cuando otra persona
trata de consolarlo, mucho menos si se trata de una mujer. Su sagrado ministerio debería...
—La profesión de un hombre no altera sus modales, mi querido Ernest; son producto
de defectos temperamentales, sin duda. No debemos juzgar a May. Su fe movería las
montañas.
—La mía también —dijo Ernest Travers—, e igualmente la suya, Walter. Pero se
puede ser a la vez cristiano y caballero. Suponer que teníamos poca fe porque
expresábamos emociones humanas ordinarias y lo compadecíamos sinceramente por la
pérdida de su único hijo...
—Adiós, adiós, queridos amigos —repuso el otro—. No puedo expresarles cuánto
aprecio sus buenos oficios en medio de esta pena. Quizás dentro de poco nos veamos. Hasta
pronto.
El examen post mortem no reveló una razón física para la muerte de Thomas May.
Tampoco las investigaciones subsiguientes de un químico oficial arrojaron luz alguna sobre
la brusca muerte del marino. No existía causa, y por lo tanto no pudo comunicársela en la
encuesta celebrada un día después.
El jurado del coroner dio un veredicto oído rara vez, pero nadie disintió de él.
Decían que May había muerto "por la mano de Dios".
—Todos los hombres mueren por la mano de Dios —dijo Septimus May, una vez
acabada la investigación oficial—. También reciben la vida de manos de Dios. Pero aun
reconociendo eso, queda mucho que hacer cuando la mano de Dios ha caído sobre un hombre
como ha caído sobre mi hijo. Esta noche rezaré junto a sus restos, y después, cuando él
esté en paz, Dios me inspirará. Yo tengo un deber supremo, sir Walter y nadie debe
interponerse entre yo y mi deber.
—Todos tenemos nuestros deberes, y esté seguro de que nadie dejará de
cumplirlos. Hasta ahora, he hecho lo que debía. Hemos contratado los servicios de un
famoso detective: el mejor de Inglaterra, según me dicen. Se llama Peter Hardcastle, y
espero que pueda venir aquí inmediatamente.
El sacerdote movió la cabeza.
—No diré nada por ahora —repuso—. Pero, créame, un millar de detectives no
lograrían explicar la muerte de mi hijo. Volveré a este tema después del funeral, sir
Walter. Pero tengo la convicción creciente de que estas cosas no serán reveladas nunca a
los ojos de la ciencia. Sólo podemos confiar a los ojos de la fe la explicación de lo que ha
sucedido. Hay cosas ocultas a los sabios y prudentes que son reveladas a los niños.
Aquella noche, el señor de Chadlands, su sobrino y el sacerdote cenaron juntos;
Henry Lennox imploró un privilegio.
—Siento que se lo debo a Tom —dijo—. Le ruego que me deje dormir en el Cuarto
Gris, tío Walter. Daría mi alma por esclarecer esto.
Pero sir Walter se negó con un brusco movimiento de cabeza, y el sacerdote le
reprochó:
—No hable con tanta ligereza —dijo—. Ha empleado una frase vulgar y muy
censurable. ¿Aprecia tan poco su alma que la daría para satisfacer un anhelo morboso? Pues
eso es lo que significa. A un investigador así, la muerte de mi hijo no revelará su secreto.
—Ya he recibido media docena de cartas de personas que se ofrecen a pasar la
noche en esa maldita habitación —dijo sir Walter.
—No la llame "maldita" hasta que sepa más —lo apremió Septimus May.
—Tiene realmente caridad —dijo el otro.
—¿Por qué no tenerla? Debemos enfocar el asunto en la única forma capaz de
desarmar el peligro. Esos investigadores que tratan de resolver el misterio no se preocupan
de la muerte de mi hijo, sino únicamente de lo que la ha producido. Esos seres no tendrán
respuesta, ni tampoco el espíritu materialista de investigación. Hablo de lo que sé y más
tarde hablaré más acerca del tema.
—No puede aceptar esta cosa horrible sin resentimiento ni objeción, Mr. May —dijo
Henry Lennox.
—¿Quién va a objetar? ¿Acaso los hombres que formaban el jurado del corones no
han declarado que Tom ha sido muerto por la mano de Dios? ¿Podemos poner en tela de
juicio a nuestro Creador? Yo también deseo, tanto como cualquier otro, una explicación;
más aún, tengo más confianza en que haya esa explicación que ninguno de ustedes. Pero es
que ya sé el único camino por el cual Dios va a enviar la explicación. y ese camino no es el
que suelen recorrer los científicos ni los racionalistas. Es un camino que debo recorrer solo.
Después de la cena, May se apartó de ellos y fue al lado de su nuera. Mary había
decidido no concurrir al funeral, pero May discutió con ella, examinó sus razones, las halló
insuficientes, en opinión de él, y le hizo cambiar de idea.
—Bebe la copa hasta las heces —le dijo—. Ésta es nuestra prueba. Nadie siente lo
que nosotros sentimos y sabemos, y tu juventud tiene que soportar una pesada carga.
Tienes que estar junto a su tumba, del mismo modo que yo debo entregarlo a ella.
La gente llega a grandes extremos con tal de contemplar los ataúdes de los que
tienen una muerte terrible o misteriosa. La muerte del yerno de sir Walter había causado
gran sensación en los periódicos, y no sólo Chadlands, sino toda la comarca había venido al
funeral naval, apostándose a ambos lados del camino que conducía hasta el cementerio y
congregándose en torno al lugar donde iba a reposar el muerto. Las cámaras enfocaban la
cureña y a los que iban detrás de ella. Los fotógrafos trabajaban para un periódico
ilustrado que buscaba despiadadamente lo que era más del gusto de sus clientes. Mary,
sostenida por su padre y su primo, estuvo muy valiente. En realidad, estaba,
aparentemente, menos emocionada que ellos. Parecía que el ascético padre del difunto
había logrado que la viuda se dominase como él. El capellán del barco de Tom May asistió al
servicio religioso celebrado por Septimus May. También concurrieron muchos camaradas de
Tom, pues el marino era popular, y su inesperada muerte había producido pena genuina a
muchos hombres. El ataúd fue llevado a la sepultura bajo un montón de flores. Los amigos
de sir Walter enviaron flores preciosas y raras, y el navío de Su Majestad, el Indomitable,
mandó un ancla enorme de violetas purpúreas. Mr. May rezó el servicio sin temblar, pero los
ojos le lanzaban llamas, y había otros signos que indicaban la profundidad de su oculta
emoción. Luego los marinos que conducían la cureña hicieron una descarga, y el sonido
despertó un fuerte eco en la torre de la iglesia.
En la tarde del siguiente día Septimus May volvió a tratar del tema a que antes se
había referido. Entonces tenía en orden las ideas y trajo un argumento formidable en apoyo
de su petición. En realidad, ésta equivalía a una demanda, y durante un tiempo pareció
dudoso que sir Walter atendiese a ella. El sacerdote declaró que no aceptaría la negativa, y
su anfitrión se congratuló de tener en su favor argumentos más fuertes que los propios.
Pues el doctor Mannering se quedó en la casa después del funeral, y el vicario de Chadlands,
el reverendo Noel Prodgers, pariente lejano de los Lennox, cenaba también allí. Hasta
entonces, el doctor Mannering no tuvo ocasión de hablar, pero después del funeral se quedó
a cenar con el fin de aconsejar a los que tanto habían padecido. Le dijo a sir Walter que
sacase inmediatamente de allí a su hija, en bien de la salud de ella y también por la salud de
él, pues lo sucedido había perturbado el cuerpo y la mente del anciano, y Mannering se daba
cuenta de ello.
Al día siguiente llegaría Peter Hardcastle, y éste había ordenado que su llegada se
mantuviese en secreto con respecto a la vecindad y policía local. Tampoco quería que el
personal de Chadlands lo asociase con la tragedia.
La policía de la localidad hizo un examen oficial del cuarto, como cuando murió la
enfermera, pero fue un asunto superficial, y los que hacían la inspección se daban cuenta de
que dentro de poco la autoridad suprema concedería al problema preferente atención.
—Después que este hombre haya venido y se haya ido, le recomiendo que usted se
marche al extranjero, sir Walter —dijo Mannering—. Creo que es su deber, no sólo para con
su hija, sino para con usted mismo. No espere el informe policial. Aquí no hay nada que lo
retenga, y le quedaré muy agradecido y aliviado si se lleva a Mary a otros escenarios, a un
lugar que no haya visto antes. No hay nada como un medio enteramente nuevo para distraer
la mente, fortalecer los nervios y restablecer el ánimo.
—Tengo que cumplir con mi deber —repuso el otro—. Y aún no sé en qué consiste. Si
Hardcastle descubre algo, pueden llamarme. No puedo irme de Chadlands hasta que se haya
hecho todo lo posible para esclarecer el misterio.
Entonces fue cuando Septimus May asombró a sus oyentes.
—Me ha dado usted la oportunidad de abordar el tema, sir Walter —dijo—, pues mi
proceder depende enteramente de sus proyectos, y pienso hacer todo lo posible para
relevarlo de la necesidad de quedarse aquí. Estoy, por supuesto, pronto a dar mis razones,
pero preferiría no hacerlo. En resumen, estimo como una obligación vital pasar la noche en
el Cuarto Gris y pido que no se me pongan obstáculos de ninguna clase. La sabiduría del
hombre es locura en comparación con la de Dios, y lo que deseo es cumplir con la voluntad
divina, comunicada durante las horas que he pasado de rodillas pidiendo a Dios que me
inspirase. Estoy convencido de que esto es suficiente. Estoy muy poco satisfecho de lo que
se ha hecho hasta ahora en este asunto para descubrir el misterio de la terrible pérdida.
Pero hay que recordar que Dios ayuda a los que se ayudan, y yo le debo a mi hijo, y sir
Walter a su hija, y también a la comunidad, el dar los pasos que el Cielo ha indicado por
mediación mía.
Todos quedaron mudos un momento por esta afirmación extraordinaria. A los labios
de los hombres más ancianos surgían mil objeciones, y Mr. Prodgers, un cristiano joven y
devoto, de físico pobre, pero gran valor espiritual, se interesó por aquella demanda de fe,
tanto como los demás quedaron alarmados por ella.
Sir Walter dijo:
—Ya lo sabemos, May. Nadie reconoce tan bien como yo las obligaciones' que
tenemos para con los vivos y los muertos. Mañana estará aquí un hombre famoso en toda
Europa, y si usted desea tener un representante no tiene más que decirlo.
—No deseo ningún representante armado con habilidad material o conocimiento de
los procedimientos criminales. Soy mi propio representante y vengo armado con un poder
mayor que cualquier poder terrenal, sir Walter. Me refiero a la respuesta que mi Hacedor
dio a mi plegaria. Es necesario que pase la noche en ese cuarto y no puedo salir de
Chadlands antes de haberlo hecho. No confío en ningún expediente ni precaución humana,
pues tales cosas realmente me desarmarían; tengo la fe puesta en Dios, a quien he servido
desde mi juventud. No hay en mí la menor duda ni el menor miedo. Confío absolutamente en
el Ser Supremo, que ha permitido que caiga esta enorme desdicha sobre nosotros, y no
existe hombre vivo que tenga menos probabilidades que yo de caer víctima del espíritu
desconocido, oculto aquí, y que ha ejercido sus poderes malignos sobre nosotros. Ha llegado
el momento de desafiar a dicho espíritu en nombre de su Hacedor, y de limpiar su casa de
una vez para siempre de algo que, por potente que sea, tiene que ceder ante la fuerza del
Altísimo, .incluso por la mano débil de su ministro.
—¿Es posible que atribuya la muerte de su hijo a algo distinto de las fuerzas
naturales? —preguntó el médico.
—¿Es posible lo contrario? ¿Cómo pueden preguntarlo ustedes? La ciencia ha
hablado; mejor dicho, la ciencia ha enmudecido. No hay fuerza física natural responsable
de su muerte. Al parecer, ustedes no han sabido descubrir ninguna causa física. Sin
embargo, esto no es nuevo. La historia recuerda casos de hombres muertos en condiciones
semejantes que la inteligencia humana no ha sabido descubrir. Si el Señor mató en una sola
noche enormes multitudes, como sabemos por las páginas del Antiguo Testamento, entonces
es seguro que puede quitar la vida de un hombre en cualquier momento o enviar mensajeros
suyos para que lo hagan. Yo creo en los espíritus buenos y en los malos, igual que creo en la
Biblia, y sé que, por fuertes y terribles que sean, y dotados de poderes capitales contra
nuestra carne, sin embargo la voluntad divina es más fuerte que el más fuerte de todos
ellos. Como dije, estas cosas ya han ocurrido antes. Son pruebas de nuestra fe. No lloro a
mi hijo, salvo con el dolor natural y ciego de la paternidad, porque sé que ha sido retirado
de este mundo para fines más altos en otros; pero quiero investigar los medios de su ida,
porque son mucho más significativos que la muerte en sí. Una de las razones de su muerte
podría ser ésta: que ahora es el momento de saber lo que se oculta en el Cuarto Gris. La
muerte de mi hijo pudo ser necesaria a dicha explicación. Puede exigirse la intervención
humana. Un alma inmortal, por razones que ignoramos, tal vez esté encadenada en esa
habitación esperando su liberación de manos humanas. Nos vemos desafiados, y yo acepto el
desafío, impulsado por el mensaje secreto que ha recibido mi corazón.
Incluso el otro sacerdote miró asombrado a Septimus May, mientras que para el
médico aquéllas eran las palabras de un loco.
—Esta noche llevaré la Biblia al cuarto embrujado —terminó el sacerdote y le
rogaré a Dios, que está por encima de los vivos y los muertos, que me proteja, que me guíe y
me ayude a cumplir con mi deber.
—Usted se burla de la razón cuando habla de ese modo, mi querido May —dijo sir
Walter.
—¿Y por qué no he de hacerla? ¿Qué cristiano no sabe que la razón es el báculo que
se rompe en nuestras manos Y nos hiere? Gran parte de nuestra experiencia más vital no
tiene nada que ver con la razón. En la historia del alma ocurren mil cosas que la razón no
puede explicar. Mil métodos, tentaciones, incitaciones nos impulsan a la acción o nos
apartan de ella sin que la razón sea en nada responsable. La razón, si le sometemos estas
emociones, ni siquiera puede pronunciarse acerca de ellas. Sin embargo, en ellas está la vida
del alma y la convicción de la inmortalidad. "Actuar impulsivamente", ¿quién no comprueba
esto en su experiencia diaria? La mente no sólo juega malas pasadas y se burla de la razón
durante el sueño. Se burla también durante la vigilia, y el ser más cuerdo tiene momentos
de inspiración, momentos de locura, impulsos inexplicables cuya razón desconoce. Los
antiguos atribuían esto a los espíritus malignos o a seres invisibles que deseaban el bien del
hombre. Y cuando la tentación es para obrar mal, eso puede ser cierto; pero cuando la
inspiración es buena, ¿quién puede dudar de dónde procede?
—¿Y no puede ser buena mi inspiración de contratar al mejor detective de
Inglaterra? —preguntó sir Walter.
—Categóricamente, no. Porque este asunto se halla fuera de la esfera del crimen
humano. Pertenece a un plano donde el conocimiento del hombre no sirve de nada. Usted es
cristiano y entenderá esto igual que yo. Si hay algún peligro, entonces estoy seguro porque
dispongo de las únicas armas que sirven en una batalla espiritual. Mi confianza es escudo
bastante contra cualquier ser maléfico que vague por esta tierra o esté sujeto por lazos
invisibles en el Cuarto Gris. Justificaré los procedimientos de Dios y mediante la plegaria
fervorosa exorcizaré a esa presencia y traeré la paz a su afligida casa. Por cualquier ser
humano enfrentaría gustoso mi fe con el mal; ¿cuánto más en un caso en que la vertida ha
sido mi propia sangre? No pueden negarme esto; es un derecho mío.
—Yo le pediré, sin embargo, que escuche los argumentos en contra —replicó
Mannering—. Usted ha expuesto una teoría extraordinaria y no debe importarle que
estemos en desacuerdo con ella.
—Entonces hable sólo en nombre propio —repuso May—. No espero que un hombre
de su profesión esté de acuerdo conmigo. Pero el asunto ya no pertenece a su esfera.
—No diga eso —apremió Henry Lennox—. Tampoco creo que mi tío esté de acuerdo
con usted. Supone demasiado.
—Sinceramente, no puedo admitir sus suposiciones, mi querido May —declaró sir
Walter—. Va demasiado lejos..., más lejos, al menos, de lo que está justificado a esta altura
del asunto. Si no dudásemos de que un espíritu tiene poder de causar la muerte dentro de
mi casa, entonces, lo confieso, con las debidas precauciones no podría negarle acceso a ella,
ya que invoca ese Nombre omnipotente. Soy cristiano y creo en la Biblia tanto como usted.
Pero ¿por qué vamos a suponer esa situación extraordinaria? ¿Por qué buscar una causa
sobrenatural a la muerte del pobre Tom antes de estar seguros de que no ha habido una
causa natural?
—¿Es que no lo está? ¿Qué mortal puede explicar los hechos basándose en cualquier
conocimiento humano?
—Considere lo limitado que es el conocimiento humano —dijo Mannering y conceda
que aún no se han agotado todas sus posibilidades. Ese cuarto puede tener alguna
peculiaridad física, algún accidente químico perfectamente natural, alguna materia volátil
(en las paredes o en el techo) que reacciona frente a las bajas temperaturas de la noche.
Pueden ocurrir mil combinaciones raras de la materia capaces de ser examinadas y que,
sometidas a un experimento hábil, descubrirán su secreto. No hay nada tan asombroso
como una combinación rara, hasta que la descubrimos, y la naturaleza es el químico supremo.
Aún no conocemos todos sus secretos, ni los conoceremos jamás; pero sabemos muy bien
que existe la solución de todos ellos.
—Ése es un concepto material y arrogante —dijo el sacerdote.
Ante esto, Mannering se indignó.
—No es ni material ni arrogante. Yo soy más humilde que usted, y su afirmación
categórica me parece mucho más arrogante. Estamos en el siglo veinte, y su actitud
medieval no puede tener ni el apoyo ni la simpatía de un hombre educado.
—La verdad puede ser paciente —repuso May—.
Pero yo también soy cuerdo, aunque por su gesto parece que lo duda. No afirmo que
la oración puede alterar las leyes físicas, ni pido a mi Creador que realice un milagro en
favor mío o suspenda las operaciones de causa y efecto. Pero me satisface que nos hallemos
en un plano distinto del de las leyes naturales. Dios nos ha permitido entrar en otra región.
Nos ha abierto la puerta del misterio. Dios me ha hablado y me ha ordenado actuar. Creo
firmemente que aquí hay una criatura prisionera que sólo la voz de Dios hablando por medio
de una de sus criaturas puede liberar. Si estoy equivocado habré rezado vanamente; si no lo
estoy, como me dice mi intuición, entonces mis plegarias tendrán respuesta. En cualquier
caso cumpliré mi deber, y si para ello tengo que morir, ¿qué muerte más noble puedo
desear?
Mannering lo miraba con creciente recelo. Pero aún seguía creyendo en la cordura
del sacerdote, y a su solicitud se mezclaba considerable irritación.
—Tiene que pensar también en los demás —dijo.
—No, doctor Mannering; los demás tienen que pensar en mí. La Providencia me envía
un mensaje que n? ha dado al resto de ustedes porque yo soy el recipiente adecuado, y
ustedes no. Es el "Sentimiento ilativo" de Newman, una convicción surgida de fuentes mas
puras y profundas de las sometidas a la razón humana. Yo lo sé. El razonamiento, a lo sumo,
es una mera inferencia deducida de la observación, pero la mía ha sido una inspiración, algo
semejante al don de la profecía.
—Entonces, sólo espero que sir Walter ejercite sus derechos y le niegue el permiso.
—Él tiene fe, y yo lamento que a usted le falte.
—No, Mr. May, no diga eso. Es completamente razonable que Mannering le pida que
tenga en consideración a los demás —dijo sir Walter—. Para usted, una muerte súbita y
pacífica puede no ser un mal; pero para los vivos puede ser un mal muy grande, puede
representar una pérdida para su labor en la tierra, que aún no está terminada, un pesar
para quienes lo respetan y una responsabilidad para todos los que estamos aquí.
—Que los vivos se ocupen de los vivos y pongan su confianza en Dios.
Mannering le habló al vicario de Chadlands.
—¿Qué opina usted, Prodgers? Usted es también un sacerdote y sin embargo ve con
sus propios ojos. Seguramente, el sentido común no ha sido borrado de sus cálculos, aun
cuando sean acerca del otro mundo.
—Respeto la fe de Mr. May —repuso el sacerdote más joven y seguramente creo
que si eliminamos las causas físicas y naturales de la muerte del pobre capitán May,
entonces ningún hombre que tenga nuestro sagrado oficio sentiría miedo de pasar la noche
en el Cuarto Gris. Jacob luchó con el ángel de la luz. ¿Los servidores de Dios van a temer
enfrentarse con un ángel de las tinieblas?
—Bien dicho —afirmó Mr. May.
—Pero eso no es todo —continuó Noel Prodgers—. Es imposible tener esa seguridad
que usted manifiesta. Las probabilidades están en contra de nosotros. Esto ha sucedido dos
veces, y en cada una de ellas se ha perdido una vida preciosa por causas más allá de nuestro
conocimiento. Sin embargo, eso no es razón para suponer que las causas estén más allá de la
esfera del conocimiento humano. No todos tenemos conocimiento de la física. Yo me atrevo
a pedirle que desista, al menos hasta que se haya investigado más, y ese famoso detective
haya realizado un examen a fondo. Eso es lo único razonable, y la razón, después de todo, es
un don divino un don del cual sin duda abusan los mortales que realmente lo emplean para
desafiar a quien se lo ha dado, pero que, a pesar de todo, es el instrumento de la fe y la luz
del verdadero progreso.
Pero Septimus May arguyó en contra de él.
—El escudarnos con la razón en semejante momento es mellar la espada del espíritu
—replicó—, y la razón humana no ha sido jamás el instrumento de la fe como usted sugiere
equivocadamente, sino su enemigo obstinado e inexorable. Lo que los metafísicos llaman
intuición¡ y lo que yo llamo la voz de Dios, me dice en claros tonos que mi hijo no murió por
obra humana ni por accidente. Fue arrancado de esta vida y llevado a la otra en un abrir y
cerrar de ojos por fuerza o fuerzas respecto de las cuales no sabemos más de lo que se nos
comunica mediante la palabra de Dios. Diré más. Me aventuraré a declarar que este espíritu
de la muerte, o ser consciente, desencarnado, puede no ser, como ustedes dicen, un ángel
de las tinieblas; quizás no es totalmente malo, quizás no es malo en absoluto. Una cosa es
indudable: que cumplió la voluntad de Dios, como todos debemos hacerla, y por lo tanto no
estamos justificados al afirmar que se ejerció un poder maligno. Hablar así es expresarnos
en los términos de nuestra terrible pérdida y del dolor de nuestros corazones. Pero si
estamos justificados al creer que un poder terrible y desconocido fue liberado durante la
noche en que murió Tom, yo deseo acercarme a ese poder, de rodillas y puesta la vida en las
manos de mi Creador.
La convicción de aquella alma recta, pero supersticiosa, se expresaba con celo
apasionado. Se asombraba de que otros cristianos pudieran oponerse a sus razones y le
molestaba que sir Walter mantuviera su criterio y le negase el permiso para hacer el
experimento. Era preciso y formalista, y consideraba cualquier duda como una apostasía al
mensaje de su corazón. No atendía las razones de los demás, y Henry Lennox sugirió un
pacto.
—Después de todo, ¿por qué es vital que sólo una persona soporte esta prueba? —
preguntó—. Le ruego que me deje probar a mí... para vengarme.
—No emplee esa palabra —dijo Mr. Prodgers.
—Bien, de todas maneras me siento tan llamado allí como el padre de Tom;
experimento un deseo tan grande como el de él. Tal vez hubo juego sucio. Pero, de cualquier
manera, alguien fue el agente del hecho, y Tom tuvo que ser pillado de sorpresa. Estoy
seguro de que la lucha no fue noble. Tom estaba arrodillado, mirando tranquilamente por la
ventana cuando murió. Y el golpe debió ser un golpe cobarde, dado por la espalda, cualquiera
que fuese su autor.
—No hubo golpe, Henry —dijo sir Walter.
—La muerte es un golpe, tío; el golpe más fuerte que puede sufrir un hombre
fuerte. Y yo te ruego que, si no me dejas enfrentarme solo con ese ser infernal, me dejes
compartir la tarea con Mr. May. Si él puede rezar, yo puedo velar.
Pero el padre del muerto desechó la proposición de Henry.
—Usted introduce aquí el racionalismo, que es de lo que más debemos desconfiar.
La mera introducción de la precaución y las armas humanas manchan la fe y terminan con el
único medio seguro de esclarecer este solemne problema. La razón, empleada de esta
forma, es un inconveniente, un peligro real. Sólo la fe absoluta puede desentrañar el
misterio.
—Entonces, francamente, le declaro que carezco de una fe semejante —intervino
sir Walter.
—No diga eso; se calumnia y nubla su confianza con una nube baja y material —
repuso May—. Como no hay razón humana para lo que ha sucedido, no habrá razón humana
que lo explique. Al negarme a mí, niega el único medio de terminar con este horror. Niega la
oferta de paz que Dios le hace. No sólo tenemos que buscar la paz, sino luchar por ella. Eso
significa que ahora debemos dar los pasos que el Altísimo pone a nuestro alcance por el
camino de la conciencia y de la fe. Como padre del muerto, tengo derecho, a esa revelación
La copa es mía, y usted procederá muy mal si me niega el derecho a apurarla. Yo deseo
decir: "La paz sea con esta casa", antes de salir de ella, y, de cristiano a cristiano, no puede
negarme eso ni vacilar en cuanto a la respuesta.
No había argumento capaz de vencer aquella obstinada convicción, y él defendió
vigorosamente su punto de vista. Era un hombre muy dueño de sí e incapaz de apreciar
cualquier argumento contrario.
Pero sir Walter, entonces decidido, era tan terco como el sacerdote. Mannering
declaró redondamente que aquel acto sería un suicidio de parte de May y una complicidad
de los que le consintiesen llevarlo a cabo.
—Yo también tengo que cumplir con mi deber, tal como lo entiendo —resumió el
señor de Chadlands—, y cuando lo haya hecho, entonces puede que nos encontremos en
situación de decir que el caso está alterado.
El reverendo se levantó bruscamente y alzó las manos. Temblaba de emoción.
—¡Dios mío, dadme una señal! —exclamó. Quedaron silenciosos un momento, por
cortesía o asombro. No sucedió nada, y al poco sir Walter habló.
—Tiene que ser indulgente conmigo. Está alterado y no se da cuenta de la gravedad
de las cosas que dice. Mañana la investigación física y material que yo estimo conveniente, y
que el mundo tiene derecho a exigir, se realizará en un espíritu que espero sea tan sincero
y devoto como el suyo. Y si después no hay ni sombra de explicación, ni se descubre peligro
para la vida, entonces me sentiré dispuesto a considerar más seriamente sus ideas, con
muchas reservas, sin embargo. Fuera como fuese, entonces habrá llegado su turno, si sigue
teniendo esas ideas; y estoy seguro de que todas las personas justas que conozcan su
propósito unirán sus plegarias a las de usted.
—Su fe es débil, aunque usted cree que es fuerte —repuso el reverendo.
Y estuvo igualmente seco cuando el médico le aconsejó que tomase una medicina
para dormir antes de ir a acostarse. Les dio las buenas noches escuetamente y se fue a su
cuarto; después de hablar un poco más, el doctor Mannering y Mr. Prodgers se retiraron
también.
El primero aconsejó a sir Walter poner una guardia delante del Cuarto Gris.
—Ese hombre no está en sus cabales esta noche —declaró—, y al parecer se
vanagloria de ello. Tiene que darse cuenta de que gran parte de lo que ha dicho son sólo
supersticiones. Hay que cuidar de él. Ponga una guardia ante su cuarto. Eso será lo más
sencillo.
Cuando se hubieron ido, sir Walter habló con su sobrino. Juntos subieron la
escalera y permanecieron un momento de pie ante el Cuarto Gris. La puerta se hallaba
abierta de par en par, y la habitación brillantemente iluminada por una potente bombilla.
Desde el desastre no había vuelto a estar a oscuras. Nadie de la casa entraba en ella, y
nadie, salvo sir Walter o Henry, tenía deseos de hacerla antes de que se supiera algo más.
—Me has dado tu palabra de honor de que no entrarás esta noche en esa habitación
—dijo su tío—, pero dada la condición mental de ese pobre sacerdote creo que Mannering
tiene razón. May puede, por una supuesta llamada espiritual, tomarse la justicia por su
mano y hacer lo que desea. Eso hay que prevenirlo a toda costa. Yo te pido, Henry, que sigas
por cuenta mía la sugerencia del doctor y lo vigiles. Si sale de su cuarto, oponte a él
activamente y llámame. Te diría que te acompañasen Caunter o Masters, pero es dar lugar a
habladurías y misterios.
—De ninguna manera. Yo lo vigilaré. Puede confiar en mí. Creo que después de este
día terrible estará agotado. Probablemente se dormirá en cuanto se acueste.
—Así lo espero. No puedo ofrecerte mí ayuda porque estoy rendido —dijo sir
Walter.
Entonces se separaron, y a poco el más joven se apostó en el ala occidental de la
casa donde Septimus May tenía su dormitorio.
Hasta que salió el sol, Henry Lennox no se fue a su cuarto, pero la noche en vela
resultó una inútil precaución, pues Septimus May no se movió.
CAPÍTULO V «
LO INVISIBLE SE MUEVE

ANTES de las diez de la mañana siguiente Peter Hardcastle, que había venido de
Paddington en el tren nocturno, se hallaba en Chadlands. Un auto salió a buscarlo a Newton
Abbot, ya que no había tren local hasta una hora después.
La historia del detective era de trabajo duro, coronado al fin por un éxito notable.
Había llegado su oportunidad, y supo aprovecharla. El accidente de la guerra y la inmensa
publicidad dada a su captura de un agente secreto alemán lo hicieron famoso y lo elevaron a
la cúspide de su profesión. Además, los medios histriónicos empleados para llegar a sus
fines y lo pintoresco de los detalles atrajeron el interés por lo sensacional, latente en la
mente de todos. Hardcastle se puso de moda; las mujeres se volvían locas por él; si hubiera
querido, habría podido hacer un gran matrimonio y retirarse a la vida privada. En la
actualidad, una heredera norteamericana deseaba ardientemente casarse con él.
Pero Hardcastle no era aficionado a las mujeres y sólo estaba enamorado de su
profesión. Una vida dura, en los medios dudosos, lo habían hecho un cínico. Siempre apreció
sus singulares dotes, y la conciencia de su habilidad, combinada con una inquebrantable
paciencia y una firme devoción a su "arte", como decía él, lo habían puesto, durante veinte
años, al servicio de la policía. Comenzó por el puesto más humilde y llegó a lo más alto. Era
hijo de un modesto tendero, y ahora que su padre había muerto, su madre dirigía aún un
pequeño restaurante.
Peter Hardcastle tenía cuarenta años. Había tomado ya las medidas para dejar
Scotland Yard y establecerse como detective privado. El misterio de Chadlands sería el
último caso en que trabajaría al servicio del Gobierno. Hasta cierto punto lamentaba el
hecho, porque la muerte del capitán Thomas May, de la cual conocía entonces todos los
detalles, lo atraía y sabía que el accidente había tenido mucha publicidad. Era un misterio
popular, y, como hombre de negocios, apreciaba el valor profesional de tales
sensacionalismos para el hombre que resuelve el misterio. Su actitud frente al caso
apareció clara desde el principio, y sir Walter, que había quedado profundamente
impresionado por las opiniones del padre del muerto, e incluso había sufrido la influencia
inconsciente de ellas, se halló entonces en presencia de un intelecto muy distinto. Peter
Hardcastle no tenía nada de supersticioso. Expresaba las teorías de un realista impenitente
y desde el comienzo tuvo ciertas sospechas definidas. Los habitantes de la casa solariega
fueron informados de que un amigo de sir Walter había venido a Chadlands y lo que vieron
no los hizo dudar de la información. Porque Peter era un gran actor. Se había mezclado con
todas las clases, y el detective tenía dotes de imitación que le permitían adaptarse por el
modo de hablar y la apariencia a todas las sociedades. Incluso afirmaba que podía pensar
con el cerebro de otros y adaptar la mente y el aspecto exterior al medio variable de sus
actividades. Apreciaba el histrionismo que opera fuera de la escena y adoptaba la expresión
del ignorante, la actitud de la persona culta o la sólida postura de la clase cuya educación y
opiniones están basadas en la tradición. Había estudiado superficialmente la etiqueta, los
modales y las costumbres de la que se llama "mejor" sociedad y conocía sus formas de
actuar, como un naturalista domina pacientemente los hábitos de una especie.
Los habitantes de Chadlands vieron un hombre bajito rubio, de pelo escaso, rostro
afeitado, rasgos ligeramente femeninos, frente amplia, ojos grises y boca delgada, que
mostraba al hablar hermosos dientes blancos. Era un rostro sin color, que no llamaba la
atención pero era un rostro que servía como un lienzo excelente, y pocos actores
profesionales superaban a Peter en el arte del maquillaje.
Igualmente podía disfrazar la voz, cuyos tonos naturales eran bajos, monótonos y
nada atractivos. Mr. Hardcastle sorprendió a sir Walter por la apariencia vulgar y la
engañosa juventud, pues representaba diez años menos de los cuarenta que había vivido. Un
ser tan poco distinguido decepcionó un tanto al anciano, pues el señor de Chadlands había
imaginado que cualquier hombre de aquella celebridad debería ofrecer marcas superficiales
de grandeza.
Pero aquel hombre era tan pequeño y tan insignificante que resultaba imposible
imaginar que era famoso. Su misma voz, con sus acentos incoloros y naturales, contribuía a
la impresión de mediocridad.
Sin embargo, sir Walter halló que el detective no se subestimaba. No era
arrogante, pero revelaba decisión y una voluntad inmensa. Desde el primer momento impuso
su personalidad e hizo que la gente olvidase los accidentes de su constitución física. Habló
muy poco durante el desayuno, pero escuchó atentamente la conversación.
Observó que Henry Lennox hablaba raramente y lo estudió con discreción, como si
se tratase de un hombre al cual quisiera conocer mejor, Hardcastle resultó bien educado;
en realidad, sus lecturas, llevadas a cabo cuidadosamente, y sus empresas intelectuales,
desarrolladas mediante el trabajo y la ambición, eran muy superiores a las de todos los
presentes.
El sacerdote volvió a su terreno, expresando las anteriores opiniones, que
Hardcastle escuchó sin nada que indicase la secreta sorpresa que despertaban en él.
—La Ley contra la Brujería supone que no puede haber comunicación posible entre
los vivos y los espíritus —dijo, respondiendo a una afirmación; después de lo cual Septimus
May inmediatamente aceptó el desafío.
—Es una suposición fatua y arcaica, destruida hace mucho por experiencias
humanas reales —replicó—. Ya es hora de que esas blasfemias sean borradas del Código.
Digo "blasfemias" porque en dicha ley no se tiene en cuenta la palabra de Dios. Las leyes
pasadas tienen la culpa de una gran parte de la miseria innecesaria de este mundo, y es
hora ya de que las ordenanzas de otra generación vayan al cubo de la basura.
—En eso último estoy de acuerdo con usted —declaró el detective.
Henry aventuró una cita. Le interesaba mucho saber si Hardcastle tenía alguna
opinión acerca de la teoría de los espíritus.
—Goethe dice que la materia no puede existir sin el espíritu o el espíritu sin la
materia. ¿Está de acuerdo con eso, Mr. Hardcastle?
—En parte. La materia puede existir sin el espíritu, cosa que puede probarse
poniéndose debajo de un alud; pero declaro que el espíritu no puede existir sin la materia.
"Divorciada de la materia, ¿dónde está la vida?", pregunta Tyndall, y nadie sabe
responderle.
—Ha entendido mal a Goethe —declaró Mr. May—. En metafísica...
—No me interesa la metafísica.
—Créame, toda esa patraña de la metafísica no atrae a un policía. Los juegos de
palabras no han contribuido en nada al bienestar de la humanidad ni han ayudado la causa
de la verdad. Para los fines prácticos ¿qué importa que una declaración sea subjetivamente
verdadera si es objetivamente falsa? La vida es tan real como lo soy yo, ni más ni menos, y
toda esa jerga metafísica no evita que las espinillas me sangren, si me doy un golpe contra
una piedra.
—Entonces ¿no cree en lo sobrenatural? —preguntó Mr. May.
—Desde luego que no.
—¡Qué extraordinario! ¿Y cómo, si me permite que se lo pregunte, llena el terrible
vacío de su vida creado por tal negativa?
—Nunca he tenido conciencia de semejante vacío. He sido escéptico desde mi
juventud. Sin duda, los nutridos de supersticiones, cuando la razón se impone al fin, pueden
experimentar un vacío temporal; pero las maravillas de la naturaleza, las hazañas humanas y
las exigencias del mundo que sufre son suficientes para llenar el vacío de cualquier ser
razonable.
—Si opina de ese modo, va a fracasar aquí —declaró el sacerdote, categóricamente.
—¿Por qué está tan seguro de ello?
—Porque se ve frente a hechos carentes de explicación material. Son
sobrenaturales o supernormales, si prefiere la palabra.
—"Cada mundo a su tiempo" es una buena divisa, a mi entender —replicó Hardcastle
—. Primero vamos a agotar las posibilidades de este mundo.
—Ya han sido agotadas. Sólo una pregunta sencilla y franca espera su respuesta.
¿Cree usted en otro mundo, sí o no?
—¿En el eterno castigo o la eterna felicidad de las gentes después de su muerte?
—Si le gusta crear confusiones, está en libertad de hacerla. Como cristiano, no
puedo objetar. Para el racionalista el problema es el siguiente: ¿Cómo ignora la convicción
universal y arraigada de una vida futura? Esa seguridad que tienen incluso los salvajes ¿no
significa nada? ¿Cómo adquirieron los aborígenes esa creencia?
—Mi respuesta comprende toda la cuestión, desde mi punto de vista —replicó
Hardcastle—. Los salvajes adquirieron la idea de la personalidad doble de los fenómenos
naturales que no sabían explicar: sus sueños, sus sombras sobre la tierra y los reflejos en
el agua, los relámpagos y truenos, el eco de sus voces, que les devolvían las grietas y
montes. Estas cosas crearon esas supersticiones. La ignorancia engendra terror, el terror
engendra dioses y demonios; en especial de las fuerzas de la naturaleza. Éste es el terrible
legado mental que han recibido en diversas formas los hijos de los hombres. Hasta ahora
vivimos abrumados por ello.
—¿Se atreve a decir que nuestras verdades más sagradas han surgido de los sueños
de los salvajes?
Hardcastle sonrió.
—Es cierto. Y los sueños, como sabemos, son frecuentemente el resultado de la
indigestión. El hombre primitivo no conocía el arte de la cocina, y por lo tanto su estómago
tenía que trabajar mucho. Sin duda, debemos agradecerles gran parte de nuestras
tonterías a sus chuletas de lobos y sus filetes de oso.
Sir Walter, al advertir la mirada llameante del sacerdote, varió de tema, y
Septimus May, que observó su preocupación, se abstuvo de contestar acremente. Pero
desde aquel momento perdió la confianza en el detective y se dispuso a realizar un asalto
contra aquellas detestadas opiniones modernas en cuanto llegase la ocasión.
Después del desayuno, Mr. Hardcastle quiso tener una entrevista a solas con el
señor Chadlands, y durante dos horas estuvo en su despacho examinando el caso desde el
comienzo.
Le hizo varias preguntas acerca de los concurrentes a la cacería y a poco le rogó
que se uniese a ellos Henry Lennox.
—Me gustaría saber qué pasó aquella noche entre él y el capitán May —dijo.
Henry se unió a ellos y detalló lo ocurrido. Mientras hablaba, Hardcastle lo estuvo
estudiando y advirtió que ciertas opiniones nebulosas, que había empezado a cristalizar en
su mente, carecían de fundamento. El detective creía que tenía ante sí un crimen vulgar, y
al oír la historia de Henry, como parte de la historia de sir Walter, comprendió que el
antiguo amor de Mary Lennox había sido el último que había visto con vida al marido de ésta
y el primero en encontrarlo muerto. ¿Acaso Henry no podría haberse procurado en la
Mesopotamia un veneno oriental? Pero la conversación con el joven y la inconsciente
revelación del propio Henry acabaron con la idea. Lennox era inocente.
Una vez que la información de tío y sobrino estuvo agotada, Hardcastle volvió al
tema de la discusión del desayuno.
—Ustedes comprenderán, claro está, que estoy convencido de que existe una
explicación material de este desdichado acontecimiento —expresó—. No me parece
necesario decirles que no estoy preparado para tener una teoría sobrenatural del asunto.
No creo en los fantasmas, porque en mi experiencia, que es bastante amplia, las historias
de fantasmas terminan en cuanto se realiza un examen hábil e independiente. Existe una
razón natural de lo sucedido, como existe una razón natural de todo lo que sucede. Se habla
de que ocurren cosas antinaturales, pero eso es una contradicción de los términos. No
puede suceder nada que no sea natural. Lo que llamamos naturaleza comprende toda ac ción,
todo acontecimiento o toda posibilidad concebibles. Podemos no llegar al fondo de un
misterio y sabemos que diariamente ocurren un millar de cosas cuya explicación parece
estar más allá del poder de nuestro cerebro. Pero eso sólo quiere decir que nuestras
facultades son limitadas. Sin embargo, sostengo que hay pocas cosas que, tarde o
temprano, no puedan ser explicadas si uno las estudia sin predisposición o prejuicio. Y
espero realmente que este trágico asunto nos revele su secreto.
—Ojalá sus opiniones resulten acertadas —repuso sir Walter—. ¿Quiere ver ahora
el Cuarto Gris?
—Sí; aunque le declaro con franqueza que no espero hallar lo que busco en el Cuarto
Gris. El cuarto no me interesa particularmente por esta razón. No asocio la muerte del
capitán May con la tragedia ocurrida anteriormente (la muerte de la enfermera). En mi
opinión, es una coincidencia; y, probablemente, si la fisiología fuese una ciencia más
perfecta de lo que, en mi experiencia, ha probado ser en los exámenes post mortem, habría
aparecido la razón de la muerte de esa mujer. Y en cuanto a esto, también la razón de la
muerte del capitán May. Decir que no hubo razón es, desde luego, absurdo. Nada ha
sucedido hasta ahora, ni puede suceder, sin una razón. Los resortes de la acción se
detuvieron, y la máquina quedó instantáneamente descompuesta. Pero un hombre no es un
reloj que pueda detenerse sin revelar qué lo detuvo. La vida es un asunto mucho más
complejo que un reloj, y si supiéramos más de lo que sabemos no nos veríamos frente a
tantos inútiles informes post mortem. Pero sir Howard Fellowes no suele fracasar. Sin
embargo, repito, no asocio las dos muertes del Cuarto Gris ni las uno como resultado de una
misma causa. No digo que esto sea indiscutible, pero, por el presente, ésta es mi suposición.
El intervalo es demasiado considerable. Sospecho otras causas y voy a tener que investigar
el pasado del difunto. Estuvo en países extranjeros y pudo haber traído de ellos algo cuya
naturaleza ignoraba. Pudo tener enemigos, que no conocieran ni usted ni Mrs. May.
Recuerden que sólo lo conocían desde unos ocho o diez meses. Visitaré su barco, su cabina
del Indomitable y escucharé lo que me digan acerca de él los otros oficiales.
Sir Walter miró su reloj.
—Es cerca de la una —dijo—, y nosotros almorzamos a las dos. ¿Qué desea hacer en
el intervalo? Aquí sólo nosotros y mi mayordomo (que conoce todos mis secretos) sabemos
que usted ha venido profesionalmente. He ocultado su personalidad y lo he llamado
"Forbes", de acuerdo con sus deseos, aunque me temo que todos sospechan algo.
—Gracias. Entonces iré a ver el cuarto y le echaré un vistazo. Quizás, después del
almuerzo, Mrs. May me concederá una entrevista privada, si se siente con fuerzas para ello.
Quiero saber todo lo posible acerca de su difunto yerno: su carrera anterior a Jutlandia, su
filosofía de la vida, sus costumbres y sus amigos.
—Con mucho gusto le dará cuantos detalles pueda.
Subieron al Cuarto Gris.
—No parece la tradicional residencia de los fantasmas —dijo Peter Hardcastle,
cuando entraron en el alegre cuarto. El día estaba claro, y por la ventana del sur entraba el
sol.
—¿No hay nada cambiado? —preguntó.
—Nada. La habitación está como ha estado durante muchos años.
—Por favor, descríbame exactamente dónde hallaron al capitán May. ¿Quizás Mr.
Lennox quiera imitar su postura, si la recuerda?
—¡ Recordarla! Nunca la olvidaré —dijo Henry—. Lo vi primero desde abajo. Miraba
por la ventana abierta, estaba arrodillado en el diván.
—Vamos entonces a abrir la ventana.
Se imitó la actitud del muerto y las circunstancias de su descubrimiento, y
Hardcastle examinó el lugar. Luego él ocupó la posición y miró hacia fuera.
—Dentro de poco voy a pedir una escalera de manos para examinar la fachada. Veo
que tiene hiedra. Antes, la hiedra me ha comunicado ya muchos secretos importantes, sir
Walter.
—Seguramente.
—Si me lo recuerda a la hora del almuerzo le contaré una historia asombrosa acerca
de la hiedra, una historia de vida y muerte. Por esta ventana podría entrar y salir un
hombre fácilmente.
—No tan fácilmente, a mi entender —dijo Henry—. Está a más de diez metros del
suelo.
—¿Cómo lo sabe?
—La policía, que hizo la investigación original y luego dejó el asunto en manos de
Scotland Yard (hecho que usted ya conoce), midió la altura la segunda mañana después..., el
lunes.
—¿Pero no examinaron la fachada?
—Creo que no. Arrojaron un centímetro desde la ventana.
El otro siguió inspeccionando el cuarto.
—Muebles antiguos —dijo—, muy antiguos, evidentemente.
—Eso creo.
—La talla es maravillosa. ¿Y esta puerta?
—No es una puerta, es un armario de pared. Mientras hablaba, sir Walter lo abrió.
El armario de dos metros de altura estaba vacío. En su fondo aparecía una serie de perchas
para vestidos.
—Puedo terminar en una hora el examen de la habitación —dijo Hardcastle—. Voy a
estar aquí hasta la hora del almuerzo. ¿Se interesaba su yerno por los muebles antiguos, sir
Walter?
—No, que yo sepa. El infeliz se interesó no por lo que contenía esta habitación, sino
por su mala fama. y ésta era anterior a que la ocupase nuestra familia. El capitán May se rió
de mis recelos y, como usted sabe, vino aquí, en contra de mi deseo expreso, con el fin de
reírse de mi superstición a la mañana siguiente. Dijo que quería quitarle la mala fama a la
habitación.
Hardcastle examinaba los cuadros al óleo.
—¿Retratos de familia?
—Sí.
—¿Usted desconfiaba del cuarto, sir Walter?
—Después de la muerte de la enfermera, sí. Antes, no. Pero aun no dando
importancia a la tradición, la respetaba.
—¿Nadie pasó una noche aquí después de la muerte de Mrs. Forrester?
—Nadie. De eso estoy seguro.
—¿Desde entonces no ha dejado la casa?
—Frecuentemente. Generalmente paso marzo, abril y mayo en el Continente, en
Francia o en Italia. Pero la casa no está cerrada nunca, y respondo de mis criados. El cuarto
está siempre cerrado con llave, y cuando yo no estoy, Abraham Masters, mi mayordomo, se
guarda la llave. Comparte mis sentimientos en lo que respecta al Cuarto Gris.
El detective asintió. Se hallaba de pie en medio de la habitación, con las manos en
los bolsillos.
—Un hecho extraño, la fuerza de la superstición —dijo—. Cuando se trata de
fantasmas, parece elegir la noche. Eso es lo que la gente crédula llama "poder de las
tinieblas". ¿Pero se ha preguntado alguna vez por qué los espiritistas tienen que actuar en
la oscuridad?
—Indudablemente para simplificar sus operaciones y dar facilidades a los espíritus.
—¡Y a ellos! ¿Pero por qué es sagrada la noche para las apariciones y fenómenos
sobrenaturales?
—La tradición los asocia con esas horas. Los espiritistas dicen que a los espectros
les es más fácil aparecer en la oscuridad por razones de su composición material. Entonces
es cuando se tienen nociones más auténticas de sus manifestaciones.
—Sí, porque es cuando la vitalidad humana está más baja, y la razón es más débil. La
oscuridad tiene un efecto curioso y deprimente sobre las mentes de muchas personas, Yo
me he aprovechado de esa circunstancia más de una vez. En una ocasión, probé un crimen
muy famoso mediante el vulgar expediente de hacerme pasar por la víctima (una mujer),
apareciéndome al criminal ante un testigo oculto. Pero los espíritus están condenados. La
extraordinaria ola de superstición presente y la inmensa prosperidad de los profesionales
del ocultismo son resultado directo de la guerra. Los magos, medium, adivinos, etcétera,
son los beneficiarios de ella. Por el momento estamos teniendo una rara cosecha.
Castigamos a los delincuentes más humildes, pero no castigamos a los necios que van a
visitarlos. Si mi criterio se impusiera, el hombre o la mujer que visitase al brujo o la bruja
modernos se pasaría seis meses en la cárcel. La locura de los necios debería castigarse con
mayor frecuencia. Pero la educación irá relegando estas cosas al limbo de la ignorancia
humana y la infancia mental. Los fantasmas no pueden permanecer ante la luz del
conocimiento, como no pueden operar a la luz del día.
—Es usted muy categórico, Mr. Hardcastle.
—Frecuentemente, no; en este tema, sí, sir Walter Lennox. He visto actuar a esa
gente demasiadas veces. La culpa la tiene en gran parte la metafísica. La física, que es la
más fuerte, es demasiado generosa con la metafísica, que es la más débil.
Sir Walter miró con disgusto a Hardcastle. El detective hablaba en voz baja, pero
su dogmatismo era sarcástico y molesto.
—Tiene que tratar ese tema con Mr. May, que se desayunó con nosotros. Creo que
él no tendrá ninguna dificultad en mantener la opinión contraria.
—Nunca tienen dificultad (me refiero a los clérigos), y resulta en vano discutir con
ellos porque no tenemos un punto de partida común. ¿Cuál es la teoría del reverendo?
—Cree que en el cuarto hay una presencia invisible y consciente que puede ejercer
poderes de carácter físico, antagónicos a la vida humana. Es muy cauto y no le dirá si ese
ser trabaja por el bien o por el mal.
—Pero ha hecho el mal, seguramente.
—Desde nuestro punto de vista, si, Pero como el Supremo Creador ha hecho a esa
criatura, igual que nos ha hecho a nosotros, Mr. May sostiene que no estamos justificados
al declarar que sus actos son malos, salvo desde el punto de vista humano.
—¿Qué parentesco tenía con el capitán Thomas May?
—Era su padre.
Peter Hardcastle quedó silencioso un momento y luego dijo:
—¿Ha observado cuántos hijos de clérigos ingresan en la Marina?
—No.
—Sin embargo, así es.
Sir Walter comenzó a sentir por el detective una antipatía cada vez mayor.
—Ahora lo dejaremos —dijo—. Si me necesita, me hallará en mi despacho. La
campanilla comunica con los criados. La cerradura de la puerta fue forzada y no ha sido
compuesta; pero usted puede cerrar la puerta si lo desea. Desde entonces ha estado
abierta, y la luz eléctrica encendida durante la noche.
—Muchas gracias. Tengo que considerar uno o dos puntos aquí y luego me reuniré
con usted. ¿Examinaron la chimenea?
—No, en ella no cabe un ser humano.
Sir Walter y su sobrino salieron de la habitación, y Hardcastle esperó hasta que
estuvo fuera del alcance de sus oídos; luego cerró la puerta y puso contra ella una pesada
silla.
Durante una hora no supieron más de él y se reunieron con Mary y Septimus May,
que se paseaban juntos por la terraza. La primera estaba muy anhelos a por conocer las
opiniones del detective, pero el padre de su marido le había advertido ya que Peter
Hardcastle estaba condenado al fracaso.
Los cuatro se pasearon juntos, y Prince, el viejo spaniel de sir Walter, iba junto a
ellos.
Henry le contó a su prima la naturaleza de la conversación que habían tenido y la
dirección que parecía iba a tomar la investigación.
—Quiere verte y saber cuanto puedas decirle del pasado de Tom —dijo.
—Claro que pienso contarle todo; y lo que yo no sepa, Mr. May lo recordará.
—Es muy ecuánime y tiene criterio amplísimo acerca de algunas cosas, pero acerca
de otras es muy categórico. Tu suegro no va a entenderse con él. Se burla de cualquier
explicación sobrenatural de nuestra terrible pérdida.
Mr. May escuchó esta observación.
—Ya le he dicho a Mary que su fracaso era seguro.
Está perdiendo su tiempo, y yo sabía que probablemente sería así antes de que
viniese. Un hombre de esa clase, por muy inteligente que sea, no admite una explicación
sobrenatural. Yo confiaría mejor la solución del misterio a un inocente niño que a una
persona semejante. Lo ciega el orgullo, y tiene ideas falsas.
—Hay algo en él que me disgusta cordialmente —confesó sir Walter—. Y sin
embargo, mi desagrado no se justifica, pues tiene muy buenos modales y habla y se conduce
como un caballero y no hace nada que pueda ofender ni al más exigente.
—Es un prejuicio, tío Walter.
—Quizás lo sea, Henry; pero rara vez tengo prejuicios.
—Entonces, llámelo intuición —dijo el sacerdote—. Su actitud de antipatía significa
que usted sabe ya inconscientemente que este hombre no va a servir de nada, y que su
supuesta superioridad en materia de conocimiento (sus opiniones y falta de fe) lo harán
fracasar, si otra cosa no lo hace. Enfoca el problema con el espíritu del infiel, y, por
consecuencia, el problema escapará a su habilidad; porque tal habilidad no es sólo fútil en
este asunto, sino realmente destructora.
Mary los dejó, y ellos estuvieron discutiendo las posibilidades del detective, sin
convencerse los unos a los otros. Henry, a quien Hardcastle había causado gran impresión,
hablaba en su favor; pero Septimus May era terco, y sir Walter se hallaba evidentemente
inclinado a darle la razón.
—Los jóvenes creen que los viejos son necios, y los viejos saben que lo son los
jóvenes —dijo sir Walter.
—Pero no es joven, tío; tiene cuarenta años. Me lo dijo.
—Creí que tenía diez años menos, y hablaba con el dogmatismo de la juventud.
—Sólo acerca de ese tema.
—Que da la casualidad que es el único tema sobre el cual tenemos el derecho a
exigir un criterio amplio y reverente —dijo el sacerdote.
Henry advirtió que sir Walter hablaba casi con rencor.
—Bien; fuera como fuese, consideró muy poca cosa el Cuarto Gris. Estaba muy
seguro de que el secreto se encontraba fuera de él. En un momento iba a agotar las
posibilidades del lugar.
Mientras hablaba sonó el gong, y Prince, alzando las orejas, se dirigió hacia, la
puerta abierta del comedor.
—Henry, llama a tu amigo —dijo sir Walter. Y Henry Lennox, alegre de aquella
oportunidad, entró en la casa. Deseaba hablar particularmente con Hardcastle y subió las
escaleras para reunirse con él.
La puerta del Cuarto Gris se hallaba cerrada aún, y Henry vio que un obstáculo
impedía que cediese ante su mano. Inmediatamente, turbado por aquello, no guardó
ceremonia. Empujó la puerta, que cedió ante él, y vio que habían puesto contra ella una
pesada silla. Su ruidosa entrada no tuvo respuesta, y al mirar en tomo le pareció, durante
un momento, que el cuarto estaba vacío; pero, bajando los ojos, advirtió primero el libro de
notas del detective, que se hallaba abierto, y su estilográfica, que yacía en tierra; luego
descubrió a Peter Hardcastle, caído de bruces, con los brazos extendidos delante de él.
Yacía junto al hogar, inmóvil.
Lennox se inclinó y lo volvió. Estaba aún caliente y con los miembros flojos, pero
completamente inconsciente y en apariencia muerto. En su rostro había una expresión de
sorpresa, y los ojos abiertos no habían perdido aún su brillo, pero tenía la pupila muy
dilatada.
CAPÍTULO VI «
LA ORDEN DE LONDRES

HENRY LENNOX sufrió lo que no había sufrido ni durante los horrores de la


guerra. Por primera vez en su vida sintió miedo. Dejó en el suelo al hombre inconsciente,
comprendiendo que estaba muerto, pues había presenciado muertes súbitas con demasiada
frecuencia para tener alguna duda. Sin embargo, los demás no estaban tan dispuestos a dar
crédito a aquello, y una vez que bajó presuroso a llevar la triste nueva advirtió que sir
Walter y Masters se resistían a creerlo.
Cuando bajó, su tío y May se encontraban de pie en la puerta del comedor,
esperándolo a él y a Peter Hardcastle. Mary acaba de reunirse con ellos.
—¡Está muerto! —fue todo lo que pudo decir el joven; luego, completamente
abatido, se dejó caer en una silla y ocultó el rostro entre las manos.
Nuevamente se había descubierto por intermedio de él un cadáver en el Cuarto
Gris. En cada caso él fue quien vio primero la tragedia y el que tuvo que comunicarla. Este
hecho le persistía en la mente con negra obstinación, como si le hubiese ocurrido una gran
desgracia personal.
Mary se detuvo junto a él y le preguntó, aterrada, mientras sir Walter llamaba a
Masters y subía apresuradamente las escaleras seguido de Septimus May. El sacerdote
estaba también agitado, aunque en su preocupación había una nota de triunfo.
—¡Está ahí! —exclamó—. Cerca de nosotros, vigilándonos, incapaz de tocarlo a usted
o a mí. Pero este desdichado escéptico resultó una víctima muy fácil.
—Ojalá lo hubiese escuchado a usted ayer —dijo sir Walter—. Entonces quizás
estuviese aún con vida este inocente.
—Dios no quiso que usted me escuchase. Tenía el corazón endurecido. La hora de
este hombre había llegado.
—No puedo creerlo. Quizás podamos volverlo a la vida. Es imposible que haya
muerto en un momento.
Se hallaba de pie junto al detective, y Masters y Fred Caunter, con valor y
presencia de ánimo, lo sacaron al corredor.
—Vaya a buscar coñac, Fred —dijo el mayordomo—. Vamos a ver si conseguimos que
trague un poco. No le siento latir el corazón, pero quizás no esté parado. Está bastante
caliente.
El lacayo obedeció, y dejaron echado de espaldas a Hardcastle. Entonces sir Walter
ordenó a Masters:
—Póngale alta la cabeza. Puede ser bueno para él.
Aguardaron, y durante los minutos anteriores al regreso de Caunter sir Walter
habló de nuevo. Pensaba en lo ocurrido anteriormente y no parecía darse cuenta del hecho
que tenía ante los ojos.
—Casi lo último que me dijo fue preguntarme por qué los fantasmas operaban más
durante la noche que durante el día.
—Pobre necio..., pobre necio! Ha tenido la respuesta —replicó el sacerdote.
Todas las tentativas para hacer que volviese a la vida fracasaron, y al poco tiempo
bajaron a Hardcastle. Henry Lennox había ido en busca del médico, y cuando, al cabo de una
hora, Mannering se reunió con ellos, sólo pudo declarar que el hombre estaba muerto.
Ningún signo de vida recompensó los reiterados esfuerzos para restablecer la circulación.
Era imposible determinar cómo había tenido aquel fin. El cadáver no presentaba ningún
signo especial. Carecía de heridas y de indicio externo de conmoción. El caso parecía igual
que el de Thomas May. La muerte había herido al hombre como un rayo, abatiéndolo en el
lugar en que estaba, tomando notas junto a la chimenea.
En seguida, el doctor Mannering se vio frente a una complicación. Mary se acercó a
él mientras estaba en la biblioteca hablando con sir Walter y Henry Lennox. Le imploró que
usase de su influencia con su suegro; pues se habían olvidado de Septimus May, mientras
deliberaban apresuradamente acerca de los telegramas que debían enviar; pero entonces
supieron que Mr. May se hallaba en el Cuarto Gris, y se negaba a salir de él.
—Está muy excitado —dijo Mary—. Se pasea de arriba abajo, hablando en voz alta,
citando las Sagradas Escrituras y dirigiéndose al espíritu que a su entender lo está
escuchando. Sería grotesco si no fuese tan horrible. Hay que lograr que salga de ahí.
—Está justificado en su fe —declaró sir Walter—. Hasta ahora me he resistido,
pero ya no puedo hacerlo.
—Tiene que hacerlo. Está jugando con la muerte —dijo Mannering.
Fueron en busca del padre de Tom y lo hallaron, como Mary había dicho, paseándose
por la habitación, reflejado el fiero goce de la batalla en el rostro severo y delgado y en los
ojos llameantes.
—¡Ahora triunfarán las potencias de la Luz, y se cumplirá la voluntad de Dios! —les
dijo.
Sin embargo, no hizo protestas cuando se lo llevaron de allí.
—El futuro es mío —declaró, calmándose—. Sir Walter, usted no puede
interponerse de nuevo entre mi deber y yo. Ha cometido un grave error, y éste es el
resultado. Pero no lo cometerá por segunda vez.
Su excitación cesó, y él fue quien propuso que volvieran al olvidado almuerzo. Con
respecto al hombre que acababa de morir, revelaba completa indiferencia.
—Su Dios lo juzgará de acuerdo con sus merecimientos —declaró—. Si ha pecado
por ignorancia y falsas enseñanzas, el castigo no será grave; si endureció su corazón contra
la verdad y rechazó la fe por el orgullo, entonces sólo el Dios de la clemencia puede
perdonarlo. Ha fracasado, como sabía yo que fracasaría, y su fracaso le ha costado caro.
Sir Walter, muy afectado, apenas lo oía. Comió un poco, a ruegos de Mary, y luego,
impulsado por un deseo de soledad, se excusó, rogó a Lennox y a Mannering que le trajesen
la respuesta al telegrama enviado a Scotland Yard y se dispuso a dejarlos.
Cuando se levantó se fijó en el spaniel viejo, que gemía a su lado.
—¿Qué le ocurre a Prince? —preguntó.
—No ha comido —dijo Mary.
—Dale de comer inmediatamente —respondió su padre y salió, solo.
Mary iba a seguirlo, pero Mannering, que se había quedado con ellos, le rogó que no
lo hiciese.
—Déjelo solo —dijo—. Esto ha sido un fuerte golpe para él, como para mí. No le
ocurre nada. Haga que esta noche tome su bromuro y no deje que nadie lo moleste.
Entretanto, el señor de Chadlands salió al jardín, anduvo casi un kilómetro hasta
llegar a su sitio favorito y se sentó en un asiento que allí había. Por el Sudoeste venía una
tempestad, y su estado de espíritu la recibía gustosamente. Vacilaba entre el desconcierto
y la indignación. La filosofía de su vida y su confianza en los fundamentos ordenados de la
existencia humana amenazaban desplomarse ante aquel segundo golpe. Parecía que el
universo quedaba de repente subvertido y vaciaba un cáliz de horror sobre su inocente
cabeza.
La realidad era una cosa del pasado. Una pesadilla había ocupado su lugar, una
pesadilla de la cual no se despertaba. Consideró la estabilidad de sus días; una vida vivida
de acuerdo con elevados principios y fundada en convicciones religiosas que le habían
consolado de las penas y fomentado las alegrías. Le parecía una inmerecida prueba que a su
vejez se viera llevado a aquel pináculo de publicidad, lanzado ante el público, privado de su
dignidad, sin la reserva que estimaba como el mayor privilegio de la riqueza. La estabilidad
se hallaba destruida; contar con el mañana parecía imposible. Su pensamiento, alterado
enfermizamente, evocaba, una tras otra, las insufribles series de acontecimientos que tenía
ante sí.
La vida se convertía en un asunto grotesco y brutal para un hombre de buenos
sentimientos. Se vería arrojado a las fauces voraces de los profesionales del
sensacionalismo, tendría que comparecer en tribunales, estar sometido a la inquisición de
sus semejantes, obligado a soportar una notoriedad infinitamente odiosa, incluso por
anticipación. En realidad, el sencillo intelecto de sir Walter anticipaba aquellos hechos, con
lo cual sufría muchas cosas que podría haber evitado. Era valiente, pero la valentía personal
no era necesaria. Estaba sentado, contemplando la imaginaria serie de acontecimientos
abominables e indecorosos en todo respecto, a su entender. Se hallaba tan preocupado con
lo que le reservaba el futuro, que por un tiempo el presente se le escapaba.
Sin embargo, volvió a él, y casi con la emoción de una sorpresa nueva recordó que
Peter Hardcastle, un hombre famoso en toda Europa, acababa de morir en su casa. Pero no
se daba bien cuenta de la nueva tragedia. Hasta entonces apenas si había logrado darse
cuenta del fin de su yerno y aún esperaba oír los pasos de Tom y su voz alegre. Le costaba
trabajo creer que se hubiera acabado aquella abundante vitalidad, que aquella risa
contagiosa no volvería a sonar en oídos humanos.
Pero entonces le parecía que el impacto del segundo golpe acentuaba el primero.
Estuvo pensando en su difunto yerno y tardó mucho en volver al acontecimiento de aquel
día. Tuvo un pensamiento, y aunque era bastante elemental, le pareció a sir Walter una
importante conclusión. No podía haber una sombra de duda de que Tom May y Peter
Hardcastle habían muerto por la misma fuerza secreta. Se dio cuenta de que debía
recordar aquello.
Nuevamente se extrañó, y luego decidió que, si quería mantenerse cuerdo, tenía que
tener fe y confianza en Dios. Septimus May había dicho que tales cosas suceden en el
mundo para poner a prueba la fe del hombre. Indudablemente, tenía razón.
De allí en adelante, el anciano decidió apoyar firmemente al sacerdote en el terreno
de lo sobrenatural. Fue más allá y censuró su propio escepticismo. Había costado una vida
valiosa. No podía, en realidad, ser condenado en ningún tribunal de justicia. Los escépticos
indudablemente dirían que había hecho bien al negarse a que Mr. May hiciese el
experimento. Pero entonces sir Walter se convenció de que había hecho mal. En aquella
ocasión, cuando todas las señales se desvanecían, y las aceptadas leyes de la materia se
resolvían en caos, no había más que confiar en Dios. Ningún mortal podía llevar carga
semejante, y sir Walter determinó que él no la llevaría.
¿No se nos dice que pongamos todas nuestras tribulaciones ante el Todopoderoso?
Aquélla era una situación fuera del alcance de la mente humana, a menos que el hombre
anduviese humildemente con la mano puesta en la de su Creador. Septimus May tenía razón.
Sir Walter se repetía aquello una y otra vez, como un niño.
A poco descendió a los detalles. El ser oculto, que implícitamente se había
convenido en que sólo podía operar de noche en el Cuarto Gris, resultó igualmente potente
al sol del mediodía. Pero ¿por qué había de suceder lo contrario? Limitar su actividad era
limitar su poder, y sólo el Todopoderoso sabía el poder que le había otorgado. Sir Walter se
negaba a hacer nuevas consideraciones, si éstas se hallaban desprovistas de base religiosa.
Entonces se hallaba convencido de que no existía explicación natural para lo que había
sucedido en el Cuarto Gris y creía que sólo por los caminos de la fe cristiana volvería la paz
a su casa y a él.
Luego, el presente quedó borrado de sus pensamientos. Pensó en el pasado y en su
esposa. Ella era la que lo había hecho interesarse por los viajes en el extranjero. Hasta su
matrimonio, apenas si había salido de Inglaterra, como no fuera cuando iba en yate con
algunos amigos o algún viaje ocasional a los puertos del Mediterráneo, y aquello era todo
cuanto sir Walter conocía de la Tierra, aparte de su país. Pero recordaba con gratitud las
oportunidades que su mujer le había proporcionado. Dio con ella la vuelta al mundo, y
gracias a esta experiencia sus recuerdos se enriquecieron.
Cuando Mary lo halló, estaba pensando aún con el perro dormido a los pies. Le traía
un gabán y un paraguas, pues la tormenta avanzaba rápidamente con nubes preñadas de
lluvia. De mala gana volvió al presente. Se había recibido un telegrama de Londres en el que
se ordenaba al doctor Mannering que fuese al teléfono más cercano y se comunicase
directamente. El médico había ido a Newton Abbot, y no se podía hacer nada hasta su
regreso. Sin saber qué pasaba por la mente de sir Walter, Mary le pidió que dejase
Chadlands inmediatamente.
—Deja la finca en manos de la policía y llévame contigo —dijo—. No se va a ganar
nada con que nos quedemos aquí; después de lo ocurrido es seguro que las autoridades no
descansarán hasta haber realizado un examen más a fondo. Considerarán este desastre
como un desafío.
—Me iría con mucho gusto —repuso—. Con mi muchísimo gusto evitaría lo que me
espera. Ya fue bastante terrible la muerte de tu marido; pero ahora vamos a ser el centro
del interés de media Inglaterra. El instinto me impulsa a dejar todo esto, pero eso es
evidentemente imposible, aun cuando me lo permitiesen. El deber de la policía es sospechar
de todos los seres que hay bajo mi techo, yo entre ellos. Estas cosas espantosas han
ocurrido en mi hogar, y yo tengo que hacerles frente y soportar todo cuanto significan.
Ningún Lennox evadió jamás sus deberes por penosos que fueran. La muerte de este
hombre (tan famoso en su profesión) atraerá una atención enorme y será, como has dicho,
una especie de desafío directo a las autoridades para las cuales trabajaba. Se sentirán
agraviadas por esta segunda tragedia, y con buena razón. El pobre Hardcastle, aunque no
voy a decir que lo admirase, trabajaba por el bien del mundo, y su genio peculiar estaba
dedicado al descubrimiento del crimen y el castigo de los criminales, una ocupación digna de
encomio por penosa que sea de acuerdo con nuestros principios.
Se hallaban sentados en la biblioteca; Henry Lennox hablaba con su tío y miraba por
la ventana esperando ver el auto del médico.
—Probablemente querrán echar la casa abajo. No tendrán con las piedras y el
cemento más piedad de la que van a tener con nosotros.
—Pueden ahorrarse ese trabajo y ustedes sus temores —declaró Septimus May,
que se había reunido con ellos—. Es imposible que estén aquí antes de mañana. Entre tanto...
—Es fácil comprender lo que van a hacer —continuó Henry Lennox— y lo que van a
pensar. No podríamos evitarlo, aunque quisiéramos. Me imagino la teoría de ellos. Supondrán
que Mr. Hardcastle al quedar solo en el cuarto descubrió la pista de los causantes de la
muerte de Tom. Pensarán que, de algún modo o por algún accidente, sorprendió al autor de
la tragedia, y que el asesino, al verse en peligro, recurrió a los desconocidos medios de
asesinato que había empleado antes. Pueden creer que hay un loco homicida oculto aquí, y
cuya presencia es sólo conocida para algunos de nosotros. Pueden creer que el loco soy yo,
mi tío, Masters, cualquiera. Indudablemente buscarán una explicación natural y rechazarán
la idea de cualquier otra.
El sacerdote protestó, pero Henry no estaba dispuesto a volver a la discusión
anterior.
—Tengo tanto derecho a mis opiniones como usted a las suyas —dijo—. Y estoy
seguro de que esto es la obra de un hombre.
Entonces Mary anunció que había aparecido el auto de Mannering. Las ventanas de
la biblioteca daban al lado occidental de la casa y desde ellas se veía el camino principal por
el cual avanzaba el cochecito del médico, como hoja en la tormenta. Pero no venía solo.
Detrás de él iba una ambulancia.
Pronto supieron varias cosas curiosas; la casa se conmovió y luego recobró la paz.
Mannering había hablado con Londres durante media hora y recibido instrucciones
que lo habían asombrado por lo que significaban. Hubo un momento en que pareció resistirse
a hablar delante de Mary. Luego le rogó abiertamente que los dejase a solas .
—Ha sucedido lo siguiente —dijo, cuando ella se hubo ido—. En Londres han
concebido una idea loca, aunque, claro está, los hechos los convencerán prontamente del
error. Yo creo que sé distinguir la muerte cuando la veo. Pero un médico de la división, o
cualquier otro funcionario me pide que lleve esta noche a Londres el cadáver de este pobre
hombre. Debemos tornar con él todas las precauciones y aplicarle aire y calor.
Evidentemente, creen que, ya que la vida se pierde con tanta facilidad en el Cuarto Gris, sin
dejar huellas de ninguna clase, o que la muerte no es real, o que la ciencia puede
restablecer la vida. Hasta cierto punto esto recae sobre mí; se considera posible que yo
pueda equivocarme y tornar un estado cataléptico por una muerte real; pero tengo que
cumplir lo que me han ordenado. Esta noche debo viajar con el cadáver, y si hallan que no
está muerto, yo...
El doctor estaba escribiendo sus memorias: "Los recuerdos de un médico rural", y
acogía gustoso aquellos sucesos pues estaban destinados a dar atracción extraordinaria a
un volumen que de lo contrario no se saldría de lo común.
Habló de nuevo.
—Me gustaría mucho que me acompañase, Henry.
Me enviarán de Plymouth un inspector de la policía, pero para mí sería una
satisfacción que viniese usted. Además, en Londres podría ayudarme.
—Iré, desde luego. ¿No le importa, tío Walter?
—No, si Mannering lo desea. Nunca podremos pagarle lo que le debemos. Hay que
hacer todo cuanto pueda servirle de ayuda.
—Agradeceré mucho su compañía. Van a poner un pequeño coche salón en el tren de
Plymouth que sale de Newton para Londres antes de medianoche. En Paddington nos
recibirán algunos de los médicos de la policía. Y en cuanto a Chadlands, mañana llegarán
cuatro hombres en el mismo tren en que vino anoche Peter Hardcastle. Nos cruzaremos en
el camino. Ellos se encargarán del Cuarto Gris y de la casa en cuanto lleguen.
—Serán bien acogidos. Con gusto derribaría Chadlands, si con ello descubriese la
verdad.
—Ese sacrificio no es necesario —declaró May, que había estado escuchando—. Los
ladrillos, el cemento, la piedra y la madera son inocentes. Igualmente podría hacerse la
disección de una nube tormentosa para descubrir el rayo, como destruir las sustancias
materiales para descubrir lo que se oculta en esta casa. El ser desconocido, instrumento de
Dios, no comunicará su secreto a cuatro detectives o a un ejército de ellos, como no lo
comunicó a uno. "No sabéis ahora lo que yo hago." Ahí se resume todo.
Se volvió hacia Mannering y le hizo una brusca pregunta.
—¿Por qué no quiso que Mary oyese estas cosas? Por qué iban a dañarla
especialmente?
—¿Es que no lo ve? Igualmente podría haberme opuesto a la presencia de usted.
Pero usted es un hombre. Hay un implícito terror para la pobre Mary en la sugestión de que
Hardcastle puede vivir aún. Si puede volvérselo a la vida, ella tiene que pensar que también
pudo hacerse con su esposo. Imagínese su agonía. Hablo claramente; en realidad, no hay
razón racional o sentimental por la cual no debiera hacerlo, ya que los signos mortales de su
hijo eran muy evidentes. Pero el sólo pensamiento debía conmover a Mary. Sabemos
categóricamente que Hardcastle ha muerto y no tenemos que mencionarle la fantástica
teoría de Londres.
—Yo aprecio su consideración —dijo sir Walter; y el sacerdote lo reconoció
también.
—No hay ni una sombra de duda con respecto a mi hijo —expresó—, ni tampoco la
hay en el caso de este desdichado.
Henry Lennox salió disponiéndose para el viaje. Luego, obedeciendo las órdenes del
médico y tratando el cadáver como si sólo estuviera privado del conocimiento, lo llevaron a
la ambulancia. Era una farsa in decorosa, en opinión de Mannering, y sólo se dio cuenta de la
penosa naturaleza de su labor cuando tuvo que realizarla ; pero la llevó a cabo tal como le
habían dicho; llevó el cadáver a Newton, al anochecer, e hizo trasportar la cama de la
ambulancia, en que reposaba el muerto, al coche salón cuando llegó de Plymouth el correo
de la noche, entre las once y las doce. Pudo regular la temperatura, con aire caliente, y
poner botellas calientes a los pies y costados del muerto.
Estaba impaciente y resentido; emitía de un modo general comentarios irónicos
sobre las autoridades superiores, pero con el determinado propósito de que llegaran a oídos
del inspector y de Henry Lennox, que lo acompañaba; pero secretamente experimentaba
una indudable satisfacción de que la vida hubiese roto su monotonía acostumbrada,
proporcionándole una aventura tan única. Antes de que partiesen indicó un hecho al policía.
—Observará —dijo, satíricamente— que a pesar del calor aplicado a este
desdichado ya se ha iniciado el rigor mortis. Si la autoridad de Londres considera esto
como una prueba de muerte, no puedo decirlo. Posiblemente no es así. Puedo estar
anticuado.
Ni Mannering ni Lennox pensaron mucho en los que se habían quedado en Chadlands.
El extraordinario carácter de la tarea que tenían que realizar era bastante para ocuparles
las mentes, y hasta el amanecer, mientras estaban sentados con las manos en los bolsillos, y
el tren marchaba a través de la oscuridad y la tormenta, el más joven no habló de su prima.
—Espero que los dos viejos no se impondrán a Mary —dijo—. Pensaba haberle
pedido, doctor Mannering, que le hiciese una advertencia al tío Walter. En mi opinión, May
no está en sus cabales y probablemente, ahora que usted ha salido de Chadlands,
convencerá a sir Walter en lo respectivo a esa maldita habitación.
Mannering se interesó.
—¿Quiere decir que piensa probar fortuna después de lo ocurrido?
—Usted se olvidó. Tuvo un día tan ocupado que se olvidó de lo sucedido.
—No me olvidé, Lennox. Mary me rogó que me ocupase de ese hombre. Lo calmé, y
vino a almorzar. Desde entonces ha debido reconsiderar el asunto y ver que estaba jugando
con la muerte.
—Nada de eso. "¡El futuro es mío!" Eso fue lo que dijo. Y eso significa que esta
noche tratará de dormir en el Cuarto Gris.
—Debería haberme contado esto antes de partir. Pero seguramente podemos
confiar en sir Walter; él sabe lo que ello significa, aunque ese loco supersticioso no lo sepa.
—No quiero molestarlo —repuso Henry—; pero, pensándolo bien, no estoy tan
seguro de que podamos confiar en mi tío. Hoy estaba muy turbado, ¿y quién podría
censurárselo? Los acontecimientos lo han desequilibrado. Ha recibido una fuerte conmoción
y ha perdido el aplomo mental. La realidad le ha jugado tan malas pasadas que quizás se
sienta inclinado a la irrealidad.
—¿Quiere decir que va a dejar que May pase la noche en el Cuarto Gris?
—Espero que no. La última noche, cuando se lo pidió el sacerdote, estuvo bastante
firme. En realidad, me ordenó montar guardia para asegurarme de que no lo haría. Pero creo
que se ha debilitado mucho desde que Hardcastle cayó en pleno día. Y no estoy allí para
evitarlo.
—Todo esto llega demasiado tarde —repuso el doctor—. Si ha ocurrido algo..., ha
ocurrido ya. Sólo nos queda rogar que hayan conservado la cordura.
—Eso es lo que yo digo: espero que no arrollen a Mary —replicó Lennox—. Ella
seguramente está en contra de la idea de su suegro. Pero no cuenta. No puede dominarlo si
lo apoya sir Walter.
—No imaginemos nada tan irrazonable. En cuanto podamos telegrafiaremos para
saber si todo va bien.
La tormenta envió una fuerte ráfaga de lluvia contra el costado del coche. Era una
terrible tempestad que azotaba el sur de Inglaterra de un extremo a otro.
El terrible viento les hizo pensar en otra cosa.
—Me extraña que el viento no haga descarrilar el tren —dijo Mannering—. O estoy
equivocado, o ésta es una galerna de cincuenta nudos.
—Pienso en los árboles de Chadlands —repuso Henry—. Es extraño cómo en medio
de cosas tan terribles la mente se ocupa de bagatelas. Creo que esto tiene la finalidad de
aliviar la tensión. Sí, esta noche los árboles se van a llevar una buena sacudida. Cuando
vuelva mañana espero que sir Walter me cuente una triste historia de árboles caídos.
—Si no han caído más que árboles no me importaría —respondió Mannering—; pero
usted me ha inquietado enormemente. Si ocurriese una nueva desgracia..., bueno, para ser
benévolos tendríamos que decir que su tío debería haber sido más sensato.
—Es muy sensato. Ahora está temporalmente desequilibrado. Pero yo no estoy tan
inquieto como usted. Se trata de Mary contra May; e incluso aunque mi tío estuviera, en
general, de acuerdo con él (respecto a una teoría vaga de naturaleza esotérica que ya no
puede llamarse con justicia irrazonable después de lo que ha sucedido), aun cuando sir
Walter se sintiese tentado a dejar que el sacerdote se saliese con la suya, no creo que lo
consintiese cuando llegase el momento de ello.
—Así lo espero, así lo espero —repuso el otro—. Una concesión semejante
requeriría una explicación considerable, si el resultado fuese un nuevo desastre. Debería
haber una vigilancia oficial fuera de la habitación.
—Desde mañana la habrá seguramente —replicó Henry—. Puede estar seguro de que
la policía no dejará el Cuarto Gris hasta haberlo examinado a conciencia. De todas maneras,
no veo que una docena de policías estén más seguros que una persona sola, aun cuando la
causa de la muerte sea una cosa física y material como suponemos. Y si se trata de algo
sobrenatural, ¿por qué doce personas han de estar más seguras que una? Es evidente que
no pueden estado. Esa fuerza puede herir como el rayo, sin que pueda actuarse en contra
de ella.
Pero el doctor Mannering no respondió aquellas preguntas. Estaba examinando un
librito que tenía en el bolsillo para entregado a las autoridades de Londres.
—Pobre hombre..., si hubiera comenzado dominando el problema en vez de dejar que
el problema lo dominase a él...
Sacó del bolsillo el libro de notas de Hardcastle y leyó nuevamente las últimas
páginas.
—Soñaba con sus teorías hasta el fin, cuando lo hirió de lleno la realidad —dijo
Lennox—. Nunca comprendió el horrible peligro.
El examen de los datos del detective revelé un hecho interesante. Sus colegas
sabían que proyectaba un libro acerca de la teoría y la práctica de las investigaciones
criminales, y en muchos de sus libros de notas examinados subsiguientemente, se
encontraron recuerdos y apuntes destinados sin duda al volumen en proyecto. Estaba claro
que durante unos momentos se alejó con el pensamiento del Cuarto Gris, cuando le
sobrevino la muerte. Los acontecimientos pasados, no los problemas presentes, eran
responsables parcialmente de las reflexiones que le ocupaban la mente. Cuando murió, no se
concentraba en el problema material, sometido a su observación, sino que seguía las
meditaciones provocadas por sus experiencias.
"La eliminación supone el secreto del éxito", había escrito. "Hay que ejercitar toda
la fuerza de la inteligencia y no ahorrar molestias para eliminar de cada caso todo lo que no
esté directamente relacionado con el problema. Nueve veces de cada diez la consecuencia
es directa, y una vez que se permite que el problema se diluya, al admitir un razonamiento
metafísico, se tiene como resultado un problema de complejidad creciente en todo
momento. Sólo en las novelas, donde se inventa una trama que se complica deliberadamente,
hallamos que la verdad aparece al fin, en algún incidente subordinado o individual,
estudiadamente mantenido en segundo plano, y en eso consiste el arte de las novelas
policíacas. Pero, en la realidad, no se necesita más que considerar desde el comienzo la
esencia del problema. La decepción es propia del criminal, no del investigador. Y siempre
que en un caso sea posible deslizarse como una serpiente sin que lo conozcan a uno,
entonces las probabilidades de éxito aumentan enormemente. Sin embargo, hay una
excepción cuando se comienza sin el conocimiento de los interesados, y el Scotland Yard
del porvenir realizará su labor en circunstancias muy diversas de las actuales. La labor del
detective debe ser facilitada, no dificultada. Nadie debería saber quién está trabajando en
un caso. Los representantes de la ley deberían ir disfrazados y moverse, entre las personas
que figuran en el crimen, con una personalidad distinta de la que realmente tienen.
Tendrán..."
Aquí las reflexiones de Hardcastle tocaban a su fin. Algunas notas anteriores
trataban de los accidentes superficiales del Cuarto Gris y de un tosco plano de él; pero no
había nada más. Era evidente que, por entonces, se había apartado de su medio y estaba
pensando con una pluma y un papel cuando murió.
CAPÍTULO VII «
EL FANÁTICO

UNA SUCESIÓN de incidentes, que habrían preocupado seriamente al doctor y a


su compañero, habían ocurrido en Chadlands poco después de su partida, y Mary descubrió
bien pronto que se hallaba enfrentada con un terrible problema.
Porque una mujer tenía muy pocas posibilidades de triunfar de un anciano y de las
convicciones religiosas que otro había impreso en él. Sir Walter y el sacerdote pensaban
ahora del mismo modo, y ni el sentido común ni los argumentos de una tercera persona
servían para convencerlo. Durante la cena, Septimus May declaró su propósito.
—Afortunadamente, estamos libres de toda influencia material antagónica —dijo—.
La Providencia ha querido que los que se nos oponían hayan sido llamados a otra parte, y
ahora puedo cumplir con mi deber sin oposición alguna.
—Me imagino, padre, que no querrás una cosa así, ¿no? —le preguntó Mary—. Pensé
que tu...
Pero el anciano estaba de mal humor.
—Déjame comer en paz —le contestó—. No estoy hecho de hierro, y la razón tiene
dos filos. Antes de estos acontecimientos, lo razonable era negarse a Mr. May. Pero no
sería razonable pretender que la muerte de Peter Hardcastle no ha cambiado mi opinión.
Admitir la posibilidad de una explicación física, después de lo ocurrido, es locura y
obstinación. Creo que él está en lo cierto.
—Esto es terrible para mí..., y para todos los que estamos aquí. ¿No se da cuenta de
lo que significaría si le ocurriera algo, Mr. May? Aun suponiendo que haya un espíritu oculto
en el Cuarto Gris con el poder y el permiso para destruirnos a todos..., ¿por qué, en ese
caso, iba a estar más seguro que Tom o ese pobre hombre?
—Porque estoy armado, Mary, y ellos estaban indefensos. Desgraciadamente, la
juventud se viste rara vez con la armadura de la virtud. Mi hijo era un hombre bueno y
honorable, pero no religioso. Tenía que aprender aún el valor incomparable y vital de la
práctica de la fe cristiana. Hardcastle se buscó su propia pérdida. Reconoció... y hasta
pareció estar orgulloso de su crudo racionalismo pagano. No es sorprendente que un hombre
así fuera arrebatado de la tierra para que le enseñaran las lecciones que tanta falta le
hacían.
—Ya sé que nuestro querido Tom fue llamado a una labor superior, al servicio de una
causa más alta, a un conocimiento más puro de las cosas más importantes al alma humana —
dijo Mary—. Pero eso no quiere decir que Dios hizo un milagro para llevárselo. Porque lo que
usted cree es casi un milagro. Usted sabe que soporto mi pérdida con el mismo espíritu que
usted, pero, aunque reconozca que fue por voluntad de Dios, eso no es motivo para pensar
que los medios empleados fueran más que naturales.
—¿Cómo puedes pensar que lo son después de lo que sabemos? —le preguntó su
padre.
—Todavía no sabemos nada, y yo le imploro a Mr. May que aguarde hasta que
estemos por fin seguros de que la ciencia no ha podido encontrar ninguna razón.
—No tema por mí, hija mía —le replicó Septimus May—. Se olvida de ciertos
detalles que han contribuido a decidirme. Recuerde que Hardcastle negó abiertamente la
posibilidad de un peligro sobrenatural y se rió de él. Había desafiado a esa cosa potente
apenas una hora antes de enfrentarse con ella. Tom fue a su muerte inocentemente; a aquel
hombre no puede absolvérselo con tanta facilidad. En mi caso, con mi conocimiento y mi fe,
las condiciones son muy distintas y forman una barrera inexpugnable entre mi persona y esa
cosa secreta. Soy un anciano sacerdote y voy allí conociendo la naturaleza de mi tarea. Mis
armas son tales que un espíritu bueno las aplaudiría, y un espíritu maligno sería impotente
ante ellas. ¿No comprende que el Todopoderoso nunca podría permitir que una de Sus
criaturas (porque hasta los demonios son criaturas Suyas) derrotara a Su ministro o
pisoteara el nombre de Cristo? Armado así, uno puede bajar sin miedo al más profundo de
los infiernos, porque el infierno sólo puede temblar y creer ante la verdad.
Mary miró desesperada a su padre; pero él no le ofreció consuelo alguno. Sir
Walter se hallaba de acuerdo con la furiosa piedad y la seguridad dogmática del sacerdote.
En medio de toda aquella conmoción y trastorno, su modesto intelecto no encontraba otro
punto de apoyo, y su juicio se inclinaba ahora firmemente a confiar en la religión. Era un
creyente convencional y devoto y se volvía a la fe en busca de apoyo, compartiendo, con
creciente convicción, la opinión de Septimus May, expuesta en una gran cantidad de
palabras llenas de confianza. Cerró los ojos al peligro físico. Hasta se mostraba
ligeramente enojado por los obstinados ruegos de Mary. Ella se esforzó por calmarlo y le
dijo que no era el mismo en aquel momento, frase que, quizá porque en su subconsciente
sabía que era cierta, enojó más a sir Walter.
Le rogó que se callara y declaró que sus frases olían a irreverencia. Sobresaltada y
perpleja por tal crítica, la muchacha guardó silencio durante algún tiempo, mientras el
reverendo seguía exponiendo largamente su convicción. Pero ni siquiera toda su intensidad y
aseveraciones podían justificar un aserto tan extravagante. En cualquier otro momento,
aquello habría divertido a Mary; pero al ver que su padre iba cediendo, Y que el final de la
discusión llevaría al sacerdote al Cuarto Gris, sólo podía sentir tremenda inquietud ante la
situación. Sir Walter estaba destrozado; había perdido la noción de la realidad, y Mary se
daba cuenta de ello. Su inteligencia trastornada se había pasado al bando opuesto, y, al
parecer, no había nadie que estuviera a favor de la muchacha.
Septimus May había actuado como una droga peligrosa sobre sir Walter, quien
parecía hasta cierto punto intoxicado. Pero sólo mentalmente, no en sus maneras. Discutía a
favor de su nueva idea, pero no lo hacía con excitación como el sacerdote, sino manteniendo
el tranquilo tono habitual.
—Ayer estaba de acuerdo con Mannering y Henry, como tú sabes, Mary —le dijo—,
y obedeciendo a mis deseos, Mr. May desistió de su propósito. Ahora vemos cuán
equivocado estaba yo, y cuán acertado debía estar él. Esta tarde he pensado en ello,
tranquila, lógicamente. Esos desgraciados jóvenes murieron sin motivo, porque seguramente
no nos darán razón alguna de la muerte de Peter Hardcastle, aunque todo el Colegio de
Médicos examine su cadáver. Entonces, debemos reconocer que una fuerza que nosotros no
podemos concebir ha arrebatado la vida de esos cuerpos. Si fuera natural, la ciencia habría
descubierto la razón de las muertes; pero no puede serlo, porque sus vidas se escaparon
como el agua de una botella, dejando la botella sin cambiar en ninguno de sus detalles. Pero
la vida no abandona así su morada física. No puede dejar un cuerpo humano sano sin
romperlo o estropearlo. Debes ser honrada contigo mismo, hija mía, lo mismo que lo somos
tu suegro y yo. La causa física ha sido descartada, y entonces ¿qué queda? Esta noche
apoyo francamente a Mr. May, y mi conciencia, terriblemente inquieta por largo tiempo,
descansa al fin. Y precisamente, porque descansa, sé que he procedido bien. Creo que lo que
desea hacer el padre de Tom (es decir, pasar la noche en el Cuarto Gris) es algo propio de
su profesión y comparto con él su perfecta fe y confianza.
—Usted es la que carece de fe, Mary —prosiguió Septimus May—. Carece de fe o si
no se habría dado cuenta de la innegable verdad de lo que su padre le dice. Escuche —
prosiguió—y trate de comprender qué significa esto desde un punto de vista más amplio que
el de nuestros intereses egoístas e inmediatos. De mi acto puede derivarse un gran
provecho para la fe. Tal vez pueda hallar la respuesta de graves preguntas relativas a la
vida del más allá y del problema del espiritismo que conmueve ahora a la Iglesia,
dividiéndonos en facciones opuestas. Éste es un terreno misterioso que nadie ha pisado aún;
pero yo he sido llamado para hacerla. Por mi parte, nunca me burlo de los que se acercan a
esos temas con espíritu .reverente. No debemos desdeñar a unos hombres de bien porque
piensen de modo distinto a nosotros. Debemos examinar las afirmaciones de investigadores
como sir Oliver Lodge y sir Conan Doyle con reverencia y simpatía. Algunos hombres se
apartan de la fe en asuntos vitales; pero no tanto que no puedan volver a ella si se les
despeja el camino.
"Debemos recordar que nuestra convicción de una doble existencia descansa en la
revelación de Dios, hecha por intermedio de Su Hijo, y que no es un simple y vago deseo de
una vida futura común a los hombres de todas clases y condiciones. Ellos esperan y confían;
nosotros sabemos. La: ciencia puede explicar, si así le place, ese deseo general; pero no
puede explicar ni destruir la certeza triunfante nacida de la fe. El espiritismo ha
reemplazado el testimonio bíblico de la "posesión", y yo, por mi parte, prefiero, claro está,
lo que la Biblia enseña. No creo que los medium del espiritismo moderno hablen con palabras
muy dignas de respeto, al menos hasta ahora, y no cabe duda de que los pícaros abundan
entre ellos; pero la cuestión queda en pie y exige ser discutida por nuestros guías
espirituales Y los Padres de la Iglesia. Ellos han reconocido ya ese hecho y comienzan a
acercarse a él, algunos sacerdotes con el espíritu debido, y otros, (como los del Congreso
de la Iglesia del mes pasado) con espíritu equivocado.
—¿Espíritu equivocado, May? —preguntó sir Walter.
—En mi opinión, espíritu equivocado —replicó el reverendo—. Hay muchas cosas,
hasta en un Congreso de la Iglesia, que resultan lamentables para los hombres
verdaderamente religiosos. Se rieron cuando deberían haber aprendido. Me refiero a los
incidentes y críticas de octubre último. Por ejemplo, el decano de Manchester, quien nos
muestra cómo describen sus diferentes estados y condiciones los que, al parecer, nos han
hablado desde el Más Allá por boca de personas vivas. Stainton Mases nos dio una visión del
cielo tal como se supone que un profesor de Oxford o yo seríamos capaces de apreciar.
"Raymond describe un cielo donde cualquier subteniente podría encontrar todo lo
que por el momento necesita. Pero ¿por qué reírse de esas cosas? Si nos creamos nuestros
infiernos propios, ¿por qué no hemos de creamos nuestros cielos? Tenemos que entrar en el
otro mundo más o menos cargados con los intereses y emociones de éste. Es inevitable. No
podemos desprendemos en un instante de los intereses, afectos y deseos de toda una vida.
Seguimos siendo humanos y morimos como humanos, no como ángeles de luz.
"Por lo tanto, lo razonable es suponer que el Todopoderoso atemperará los vientos y
que no impondrá una transformación demasiado áspera y terrible a las almas de los que han
muerto virtuosamente, sino que irá conduciéndolos, por etapas graduales y en condiciones
que les sean familiares, hasta el cielo de la última y absoluta perfección que Él ha creado
para Sus criaturas conscientes.
—Bien dicho —aprobó sir Walter.
Pero Mr. May no había terminado. Y prosiguió con el punto siguiente.
—¿Puede negarse que los demonios han sido expulsados con la invocación del
nombre de Dios? —preguntó—. Y si los ha expulsado de sus moradas humanas, ¿por qué no
de las moradas hechas también por manos humanas? ¿No puede limpiarse una casa del
mismo modo que un alma? Ese espíritu desconocido (ángel o demonio) ha recibido permiso
para desafiar a la humanidad y atraer de ese modo la atención sobre su existencia. Un
misterio, lo reconozco, pero su Hacedor ha querido ahora revelárnoslo hasta cierto punto.
Nos llama para que representemos nuestro papel en la existencia de ese espíritu.
"A mi entender, ha sufrido una especie de prisión en ese cuarto durante más años
de lo que creemos, y muy bien puede ser el espíritu de algún difunto, condenado, por causas
que la humanidad olvidó, a permanecer dentro de esos muros. Esa cosa, sin nombre y
desconocida, pide a gritos ser liberada, y su Creador le ha permitido que atraiga de ese
modo pavoroso la atención sobre sí misma por el ejercicio de funciones destructoras que
trascienden nuestra razón.
"Entonces, eso quiere decir que Dios ha querido que, por medio de algún hombre
vivo y devoto, el desgraciado fantasma sea trasladado de estos lugares para siempre; y me
ha asignado a mí la tarea. Así lo creo, tan firmemente como creo en la muerte y
resurrección del Señor. ¿Es esto claro para usted, sir Walter?
—Sí. Usted me ha convencido y ha aclarado el caso.
—Entonces, así sea. Mary, yo no desdeño tampoco las enseñanzas de la ciencia, en
su debido lugar. Podemos tomar como ejemplo lo que les he dicho de la astronomía. Así
como los cometas entran en nuestro sistema procedentes de lugares desconocidos para
nosotros, nos deslumbran un poco, despiertan nuestras especulaciones y luego desaparecen,
del mismo modo actúan algunos espíritus inmortales. Tal vez los enredamos en nuestro
espeso aire y los detenemos por siglos, o por momentos, hasta que se cumple el fin
determinado por su Creador. Entonces, Él se encarga de los medios necesarios para
liberarlos y enviados de nuevo por los caminos inmortales a cumplir sus inmortales tareas.
Mary que lo escuchaba, sintió que casi contra su voluntad comenzaba a compartir
sus suposiciones. Pero también se daba cuenta de que eran fantásticas, sin estar apoyadas
por ningún conocimiento humano y que conducirían a un experimento lleno de horribles
peligros para la vida del hombre que las expresaba. Pero su razonable cautela y su
desconfianza convencional iban cediendo un poco a la voz magnética del sacerdote, sus
llameantes ojos, su triunfante certeza de que aquello era la verdad. Ardía de inspiración y
Mary se sentía incapaz de oponer ningún argumento fundado en hechos frente al
entusiasmo místico de tal fe religiosa. No obstante, la honradez y el fervor del sacerdote
no podían acallar los agudos temores de Mary. Su padre estaba completamente de parte de
él, y ella lo sabía.
—Afortunadamente, esta noche se nos presenta nuestra oportunidad —dijo—,
porque si la policía hubiera llegado, tal vez, llevados de su ignorancia, le habrían negado el
permiso.
Pero Mary siguió luchando contra ellos. En medio de su desesperación apeló a
Masters. En otras épocas había sido asistente de un oficial, y cuando dejó el ejército y vino
a Chadlands, permaneció con ellos para siempre. Era un hombre inteligente, que empleaba
gran parte de su tiempo libre en leer. Sir Walter y Mary eran las personas que más quería
en este mundo; y el que Mary lo hubiera conquistado tan completamente había sido siempre
un triunfo para ella, porque Abraham Masters no tenía aprecio ni consideración por las
mujeres.
—¿No puede ayudarme, Masters? —le rogó—. Estoy segura de que comprende tan
bien como yo que eso no debe ocurrir.
El mayordomo miró a su señor. Estaba sirviendo café, pero nadie lo tomaba.
—Hable —dijo sir Walter—. Usted sabe lo mucho que aprecio su buen juicio,
Masters. Ha oído lo que ha dicho Mr. May acerca de este terrible asunto y debería estar
convencido como yo.
Masters se mostró muy reservado.
—Yo no soy quién para dar mi opinión, sir Walter. Pero no cabe duda de que el
reverendo entiende de esas cosas. Pero ahí está el caso de la bruja de Endor que se
encontró con algo más de lo que buscaba. Y recuerdo un proverbio que le oí en la India a un
hindú. Me he olvidado ya de las palabras, pero recuerdo el sentido. Los hindúes dicen que si
uno llama lo suficiente a una puerta cerrada, el demonio la abrirá...; perdóneme por
mencionar una cosa así, pero los hindúes son muy sabios.
—Y entonces, ¿qué, Masters? No sé quién puede abrir la puerta de este misterio.
Pero sé una cosa: que en el nombre de Dios Todopoderoso puedo enfrentarme con lo que la
abra, sea lo que fuere.
—Yo tampoco estoy particularmente asustado, reverendo —dijo Masters—. Pero no
me atrevería a hacerlo solo porque soy un pecador como los demás y no puedo enfrentar
ese horror desconocido con las manos vacías. No obstante, me atrevería a hacerla con una
compañía como la suya. Y eso es algo.
—Así es, Masters, y habla muy bien por usted —declaró sir Walter—. Yo habría
hecho lo mismo. En realidad, estoy dispuesto a acompañar a Mr. May.
Mientras Septimus May meneaba la cabeza, y Mary temblaba, el mayordomo habló
de nuevo.
—Pero en esta casa nadie más lo haría. Ni siquiera Fred Caunter, que no sabe lo que
es el miedo, como puede decir sir Walter. Pero está harto del Cuarto Gris, con perdón, y lo
mismo lo están el ama de llaves, Mrs. Forbers, y Jane Bond. Aunque ellos no abandonarían el
barco, hay otros que piensan hacerla. Las cuatro doncellas y Jackson se irán mañana. Ann
Maine, la ayudanta de cocina, lo hizo esta noche. Su padre vino a buscarla. Perdóneme que lo
haya mencionado, pero Mrs. Forbes le dará mañana todos los detalles.
—Histerismo —declaró sir Walter—. No los censuro. Es natural. Todo el mundo
queda en libertad de irse, si así lo desean. Pero dígales lo que ha oído esta noche, Masters.
Dígales que ningún buen cristiano puede tener miedo. Explíqueles que Mr. May va a entrar
esta noche en el Cuarto Gris, en nombre de Dios, y pídales que se arrodillen y recen por él
antes de acostarse.
Masters vaciló.
—De todos modos, me gustaría mucho que el reverendo le diera una oportunidad a
Scotland Yard. Si fracasan, entonces puede enmendarles la plana, y perdóneme que hable
así, sir Walter. He leído muchas cosas acerca de los espíritus y me interesan mucho, porque
todos han sido seres humanos; y me han dicho que andar detrás de ellos acarrea muchas
veces disgustos. No me refiero a la vida, sir Walter, sino a la inteligencia. La gente se ha
vuelto loca a veces y han tenido que encerrarla. Esta noche impedí que los demás se
pusieran histéricos a fuerza de asustarse; pero no sabe cómo lo han tomado; y, de todos
modos, yo le ruego a Mr. May que tenga la bondad de dejarme velar con él esta noche.
"Nunca se ha sabido de dos personas que hubieran tenido juntas algún tropiezo con
los espíritus, y mientras él persigue a ese canalla de fantasma en el nombre del Señor, yo
podría vigilar para que no ocurriera nada. Éste es un asunto que exige sentido común y
sangre fría, en mi opinión, y me imagino que no querrán que haya una muerte más. Mañana
por la mañana vendrán aquí todos los fotógrafos y periodistas del reino, y buen trabajo me
costará a mí impedir que entren en la casa. Porque si vinieron a veintenas cuando la muerte
del difunto capitán (i pobre caballero!), ¿qué no intentarán ahora que han matado a ese
detective tan famoso?
—Henry deploraba lo mismo —dijo Mary.
—Y yo responderé de nuevo, como respondí entonces —replicó Septimus May—. Sus
intenciones son buenas, sir Walter, y las de su mayordomo también; pero lo que me
proponen está en oposición directa del principio que me inspira.
—¿Qué espera que ocurra? —le preguntó Mary—. ¿Supone que verá algo, y que ese
algo le dirá lo que es y por qué mató a Tom?
—Eso, por lo menos, sería una gran bendición para los vivos —le dijo su padre.
—Es lo menos que el espíritu podía hacer, según mi humilde opinión —aventuró
Masters.
Pero Septimus May censuró esa curiosidad.
—No esperen nada parecido y no hablen de lo que va a pasar hasta que yo no les
pueda decir lo que ha pasado —replicó—. No permitan que ninguna debilidad humana, ningún
deseo de conocer los secretos de otro mundo distraigan sus pensamientos. Lo único que me
interesa es, sin duda alguna, mi deber, el cual debo cumplir lo antes posible. Oigo su llamada
en la voz del viento que rodea la casa esta noche. Pero no busco nada más allá de mi deber.
No puedo decir qué información me aguarda, si se me concederá o no alguna manifestación
que indique mi éxito y sirva a la humanidad. Ahora no quiero detenerme a pensar en eso.
"Y lo haré solo..., es decir, solo no, porque la mano de mi Creador está en mi mano.
Que todos los que están en esta casa sean informados de lo que voy a hacer y que eleven
una oración por mí, para que mi obra sea coronada por el éxito. Pero que no supongan que
mañana tendré algo que declarar. La noche puede ser pacífica interiormente, aunque en el
exterior sea tan tempestuosa. Rezaré hasta el amanecer, sin saber si mi oración ha tenido
éxito o no, o me llamarán a enfrentarme con un ser al que ningún ojo humano ha visto para
seguir viviendo después. Esas cosas permanecen secretas para nosotros.
—Es admirable y me da gran ánimo encontrarme con fe tan potente —replicó sir
Walter—. ¿No tiene miedo; ninguna sombra de duda o vacilación en el fondo de la mente?
—Ninguna. Sólo un avasallador deseo de obedecer el mensaje de mi corazón. Seré
honrado con usted, porque reconozco que muchos dudarán acerca de si debió o no permitir
la prueba de esta noche. Pero me siento impulsado por un abrumador mandato. Si temiera, o
si sintiera la más ligera incertidumbre, no seguiría adelante; porque cualquier vacilación
sería fatal y me dejaría inerme en poder del espíritu; pero estoy tan seguro de mi deber
como de que la salvación aguarda al justo.
"Creo que con mis oraciones y súplicas liberaré a ese ser allí encerrado. ¿No tengo
acaso a mi lado el espíritu de mi hijo muerto? ¿Podría algún ser humano, por bien
intencionado que fuera, velar conmigo todo el tiempo como él lo hará? No teman nada;
váyanse a descansar, y que todos los que quieran ayudarme lo hagan rezando arrodillados
antes de irse a dormir.
El mismo Masters se hizo eco de su fe, total y avasalladora, cuando volvió a la
habitación de los criados.
—Los ojos le llamean —dijo—. Es el hombre más firme que he visto, dentro del
púlpito o fuera de él. A uno le da la impresión de que si se acercara a la ventana y le dijera
a la lluvia que cesara y al viento que se calmara, lo harían. No hay fantasma alguno en el
mundo que pueda vencerlo. Me pidieron que les diera mi opinión, y así lo hice; pero las
palabras no valen de nada frente a una voluntad de hierro como la suya.
"Al principio dudaba, y sir Walter dijo que dudaba lo mismo que yo; pero ahora está
completamente seguro, y lo que es bueno para él debe serlo para nosotros. Le apuesto a
Caunter o a cualquiera de ustedes cinco libras a que vence a esa criatura y sale de la lucha
sin un arañazo siquiera. Me ofrecí a velar con él, lo mismo que sir Walter; pero no quiso ni
oír hablar de eso. Así que lo único que podemos hacer es acostarnos y rezar por él. Eso es
muy sencillo para personas temerosas de Dios como nosotros, y no podemos hacer nada
mejor que obedecer sus órdenes.
No obstante, los criados estaban muy nerviosos y excitados cuando se fueron a la
cama, y ninguna de las mujeres durmió sin que le hiciera compañía otra. Sir Walter estaba
agotado de cuerpo y espíritu. Mary lo obligó a tomarse su bromuro, y durmió sin sueños, a
pesar del estrépito del gran vendaval y del ruido distante y solemne de algún gran árbol que
era derribado por fin sobre la madre tierra.
Sin embargo, antes de retirarse había escoltado al sacerdote de un modo parecido
al de una procesión. Mr. May se había puesto birrete, sobrepelliz y estola porque, como les
explicó, iba a celebrar un servicio religioso tan sagrado y significativo como cualquier otro
rito.
"Entonces, que el Señor no le envíe congregación alguna", pensó Masters.
Pero, junto con sir Walter y Mary, siguió al celebrante y lo dejó ante la puerta
abierta del Cuarto Gris. La luz eléctrica brillaba claramente; pero la tempestad parecía
golpear con sus puños en las ventanas, y los cristales emplomados sacudían y sonaban. Sin
campanilla ni vela, llevando sólo su Biblia, Septimus May entró en la habitación después de
haber hecho el signo de la cruz; luego se volvió y les dio a todos las buenas noches.
—¡No pierdan la fe! —fueron las últimas palabras que les dirigió.
Después de haberlas pronunciado cerró la puerta, e inmediatamente los demás
oyeron su voz, que se alzaba en una oración. Aguardaron un poco, y el sonido siguió,
constante y fuerte. Sir Walter le pidió entonces a Masters que apagara todas las luces y
enviara a los criados a la cama, aunque no eran más que las diez de la noche.
Para Masters, el atractivo y el deslumbramiento de las palabras que había oído
durante la cena habían pasado, y, conforme se preparaba a retirarse, se encontró menos
confiado y seguro de lo que sus recientes palabras habían dado a entender. Fue pasando
lentamente de la esperanza al miedo, hasta llegó a imaginarse lo peor y se preguntó qué
ocurriría si pasaba lo peor. Creía que aquello sería un verdadero desastre para sir Walter. j
Qué terrible si se sacrificaba otra vida a aquel peligro desconocido y se llegaba a saber que
su señor había sancionado lo que, a los ojos de la razón, tenía que parecer un suicidio! Y
comenzó a temer que fueran a ocurrir graves males. Las ardientes palabras de Septimus
May comenzaban ya a enfriarse y a sonarle a irreales. Y Masters sospechaba que si se
repitieran a otros que no hubieran oído pronunciarlas, aquella idea febril de exorcizar a un
espíritu en pleno siglo veinte no sólo sería recibida con burla, sino que no despertaría
credulidad ni respeto. Por quien se preocupaba era por sir Walter, no por Mr. May. No
podía dormir, encendió una pipa, se puso a reflexionar acerca de lo que podía hacer, sintió
un impulso repentino de dar ciertos pasos y vaciló, no por miedo, sino porque no sabía si sus
actos podían poner en peligro a otra persona.
Mary tampoco durmió y sufrió aún más que Masters porque nunca había aprobado
los actos de Mr. May y ahora se censuraba no poco por haberse mostrado débil en su
oposición. Mientras yacía despierta en la cama se le venían a la cabeza mil argumentos.
Luego, durante un tiempo, se olvidó de las tribulaciones presentes y quedó abrumada por su
dolor, como solía ocurrirle todas las noches. Porque aunque los acontecimientos se habían
sucedido tan rápidamente desde la muerte de su esposo que le hacían olvidarse a veces de
él —excepto en su subconsciente—, cuando se encontraba sola el recuerdo volvía
rápidamente, y la pena le impedía dormir muchas noches. Estaba enferma, pero no lo sabía.
La reacción tenía que producirse aún y no podía demorarse mucho, porque sus energías
nerviosas estaban ya agotadas. Lloró y recordó sus días con el muerto; luego el momento
presente le ocupó los pensamientos, y rezó inquieta... por Septimus May y porque llegara el
día. Se preguntó por qué las noches de tormenta eran siempre las más largas. Oyó mil
sonidos que no le eran familiares y al fin saltó de la cama, se puso una bata y salió al
corredor. Se animaría si se enteraba de que no le ocurría nada al sacerdote. Pero los pies
no se decidían a abandonar el umbral de la habitación, y permaneció en él, estremeciéndose
ligeramente. ¿y si había ocurrido algo? ¿Y si no se oía ya el sonido de su voz?
Dudó antes de intentar el experimento y calculó el alivio de saber que nada había
ocurrido, comparándolo con el horror del silencio. Recordó una tempestad pasada en el mar
y aquella larga noche en el barco que luchaba, no sin cierto peligro, con el débil poder de
sus máquinas. Permaneció tendida y despierta, y sólo volvió a sentirse tranquila cuando la
campana de a bordo anunció el día.
Entonces, salió decidida a saber si le ocurría algo a su suegro, negándose a prestar
oído a sus inquietudes o a preguntarse qué haría si ninguna voz sonaba dentro del Cuarto
Gris.
El viento arrancaba a Chadlands sonidos de arpa. Rugía y retumbaba; luego callaba
un momento preparándose para otra embestida, moría contra la casa, pero seguía sonando
aún con un rumor constante entre los árboles. Tiraba de las contraventanas, lanzando
furiosamente la lluvia contra ellas. Todos los vanos y corredores del interior alzaban su voz,
y, por encima de todo, se oía el crujido de los viejos maderos, el ruido de las pizarras viejas
y el rumor de los fragmentos de argamasa arrancados por las vibraciones repentinas.
Mary siguió adelante y de pronto, con gran asombro suyo, oyó pasos y estuvo casi a
punto de tropezar con una figura invisible que se le acercaba desde la dirección del Cuarto
Gris. El hombre y la mujer se sobresaltaron, pero ninguno gritó; y al fin Mrs. May dijo.
—¿Quién es? —y Masters le contestó:
—¡Oh, Dios! Lo siento muchísimo, señora! No pensé...
—¿Qué hace aquí, Masters?
—Me imagino que lo mismo que usted, señora. Pensé que debía venir para ver si el
reverendo seguía bien. y así es. La luz está encendida (se puede ver por debajo de la
puerta), y sigue rezando a todo rezar. No me cabe duda de que está manteniendo a raya al
espíritu y estoy mucho más tranquilo y confiado de lo que estaba hace una hora. Esa cosa no
tiene la fuerza suficiente para tocar a un hombre que reza como él. ¡Pero si las oraciones lo
vuelven inofensivo, entonces tiene oídos y esta vivo!
—¿Cómo puede creer eso, Masters? —murmuró ella.
—No me queda otro remedio, señora. Si fuera un horror natural, más allá del poder
de las oraciones, habría acabado ya con su reverencia, igual que con los demás. Acabó con el
policía en menos de una hora, y Mr. May lleva ya tres, horas enfrentado con él..., casi
cuatro. Acabara con el, ya lo vera, como un huron acaba con una rata.
—¿Realmente se siente más esperanzado?
—Sí, señora; y si puede arrojar de aquí a la criatura y librar de ella a Chadlands,
tranquilizará a todo el mundo y obtendrá un triunfo sonado; lo menos que podrían hacer
sería nombrarlo obispo. Aunque, de todos modos, los hombres de Scotland Yard que llegan
mañana no creerán ni una palabra de ello. Los espíritus no figuran en sus trabajos, y nunca
conocí ni a un simple agente que creyera en ellos, excepto Bob Parrett, y el pobre estaba un
poco chiflado. No; creerán que es alguien de la casa, que quería matar a los demás, pero que
no tiene nada contra Mr. May. Y yo creo que haría bien volviéndose a la cama, señora, y
tratando de dormir, o si no pillará un resfrío. Dentro de una o dos horas volveré a venir por
aquí, si no me duermo antes.
Se separaron, mientras la tempestad seguía rugiendo, y en los momentos de calma
se oía una fuerte voz que salía constante y segura del Cuarto Gris.
Cuando repentinamente cesó de sonar, una hora antes del alba, la tempestad había
comenzado a amainar, y a través de un jirón de nubes apareció la luna, que comenzaba a
ponerse por Occidente.
CAPÍTULO VIII «
LOS TRABAJOS DE LOS CUATRO

A PESAR de la tempestad, sir Walter durmió durante toda la noche y no se


despertó hasta que su criado descorrió las cortinas, descubriendo un cielo tan claro que no
parecía azul. Había dado orden de que lo despertasen a las seis.
—¿Qué noticias hay de Mr. May? —preguntó.
—Masters quería saber si debemos llamarlo, sir Walter.
—Si ha vuelto a su habitación, no; pero si continúa en el Cuarto Gris,
inmediatamente.
—No está en su habitación, señor.
—Entonces, llámenlo en seguida.
El criado vaciló.
—Sir Walter, nadie quiere ir a abrir esa puerta.
Al mismo momento oyó afuera la voz de su hija.
—Mr. May no ha salido del Cuarto Gris, padre.
—Dentro de un instante me reuniré contigo —replicó él.
Se levantó, se vistió a medias y se unió a ella. Mary estaba llena de temores.
—Todo fue bien hasta las dos —le dijo—, porque yo salí a escuchar, lo mismo que
Masters. La voz de Mr. May se oía con claridad.
Encontraron al mayordomo junto a la puerta del Cuarto Gris. Estaba pálido y se
enjugaba la frente.
—Lo he llamado, pero ahí dentro hay un silencio de tumba —dijo—. El pobre
caballero ha muerto; ¡lo sabía!
—Tal vez no esté ahí; puede haber salido —replicó sir Walter.
Entonces abrieron la puerta y entraron. La luz eléctrica seguía encendida, luchando
contra la pálida claridad del alba. Sobre una mesita vieron la Biblia de Septimus May,
abierta por una epístola de San Pablo, pero el sacerdote estaba caído en el suelo, a cierta
distancia de ella, cubierto por sus revueltas vestiduras. Al parecer, había caído del lado
derecho y, aunque la sobrepelliz y la sotana estaban desarregladas, tenía aspecto tranquilo
y con la mejilla apoyada en un taburete parecía como si se hubiera tendido deliberadamente
en el suelo para dormir. Aún conservaba puesta la birreta, los ojos abiertos; y la pasión y la
irritación que se manifestaban en su cara, en vida, habían desaparecido por completo de
ella. Parecía muchos años más joven, y en el plácido rostro no se veía la huella de emoción
alguna. Pero estaba muerto; el corazón había cesado de latir, y tenía ya frías las
extremidades. La habitación no había cambiado en ningún detalle. Como en los casos
anteriores, la muerte había entrado sigilosamente en ella y, al menos por lo que podían
juzgar los vivos, sin causar terror alguno a su víctima.
Masters llamó a Caunter y al valet de sir Walter, que se hallaban junto a la puerta.
Este último se negó a entrar o tocar el cadáver, pero Caunter obedeció, y entre los dos
hombres levantaron a Mr. May y lo llevaron a su habitación. En un momento, toda la casa se
enteró de lo ocurrido.
En el piso bajo hubo escenas de pánico e histerismo, y sin necesidad de que Jane
Bond se lo contara Mary comprendió que la gente huía de la casa como de una plaga. Dejó a
su padre con Masters y se esforzó por tranquilizar a los asustados criados. Habló bien y les
explicó que el suceso, aunque horrible, probaba que no existía causa alguna de alarma.
—Si hubiera sido un espíritu maligno no habría tenido poder alguno sobre Mr. May,
que era un santo —dijo—. Tranquilícense y no teman nada ahora. Aquí no hay ningún
espíritu. Si se hubiera tratado de un demonio o algo por el estilo, habría sido consciente y,
por lo tanto, sin poder alguno sobre Mr. May. Eso demuestra que en la habitación se oculta
un espantoso peligro natural que todavía no hemos descubierto, pero que no puede hacer
daño a los que no entran en ella. Dentro de una o dos horas vendrá la policía de Scotland
Yard, y pueden estar seguros, como lo estamos sir Walter y yo, de que descubrirán la
verdad, sea cual fuere. Ninguno de ustedes puede pensar en irse antes de que ellos hayan
venido. Si lo hacen, enviarán a buscarlos de nuevo. Por favor, preparen el desayuno y sean
razonables. Sir Walter está muy alterado, y sería una bajeza que lo abandonaran en un
momento así.
Los criados se fueron tranquilizando, y Mrs. Forbes, el ama de llaves, que creía en
lo que Mary había dicho, unió su voz a la de ella.
Luego, la hija de sir Walter volvió con su padre, que se hallaba en el despacho con
Masters. Uno de los criados había salido ya en busca del médico, pero como Mannering
estaba fuera, el más cercano era el de Newton Abbot.
Mary le pidió a Masters que haciendo uso de su autoridad tranquilizara a los demás
criados, como ella lo había hecho. Le dio su argumento, y él lo aceptó como una revelación.
—¡Gracias a Dios que no ha perdido la cabeza y ha podido verlo así, señora! Dígale lo
mismo al señor y haga que beba un poco de coñac y se vista. ¡Está cruelmente impresionado!
Había traído ya el coñac, que era su panacea para todas las enfermedades, y dejó
solos a Mary y su padre. Sir Walter estaba muy abatido, y por unos momentos Mary se
olvidó del muerto para pensar sólo en él. En realidad, como pensó siempre y lo dijo después
muchas veces, de no haber sido por la necesidad de actuar se habría vuelto loca en aquellos
terribles momentos. Pero nunca dejaba de ocurrir algo que exigía su atención, como en
aquel caso, lo que le servía para aliviar la terrible impresión casi en el momento mismo de
haberla sentido.
Descubrió que las ideas que acababa de emplear para tranquilizar a los criados se le
habían ocurrido también a su padre. Pero, a pesar de que estaba convencido, no extraía
ningún consuelo de ellas. El hecho de que Septimus May hubiera fracasado, pagando con su
vida el fracaso, asumía ahora para sir Walter su verdadero significado. Estaba absorto,
postrado, desesperado. En un estado así no somos dueños de nosotros mismos y podemos
decir o hacer cualquier cosa. El anciano había perdido el aplomo y en sus rases siguientes,
por un olvido egoísta que él habría sido el primero en condenar en otro, reveló una cosa que
estaba destinada a causarle a la joven viuda un dolor amargo e innecesario.
No obstante, lo primero que hizo fue hablar de algo que ella había comprendido ya y
explicado a los demás.
—Esto derriba todas las teorías de May y da un mentís a las mías. ¿Por qué lo creí?
¿Por qué dejé que me convenciera, contrariando los consejos de mi sentido común?
—No te inquietes ahora por eso.
—Podrías reconvenirme: "¡Ya te lo dije yo!", pero no lo harás. No obstante, tenías
razón al tratar de detener anoche a ese desgraciado, y yo cometí un terrible error. Ningún
ser del otro mundo tuvo nada que ver con su muerte. De lo contrario, hemos acabado con la
fe religiosa.
—Podemos estar seguros de ello, padre. Los espíritus maléficos no habrían podido
nada contra Mr. May, si hay un Dios en los cielos.
—Entonces, se trata de otra cosa. Si no es un espíritu, es un hombre vivo (un
demonio humano), y la policía lo descubrirá. Alguien que está en la casa, a quien conocemos y
en quien confiamos; porque todos son gentes conocidas y de confianza. Me culparán a mí, y
con razón, de haber sacrificado otra vida. ¡Qué ironía del destino que yo, que comprendo
tan bien lo que significa la piedad..., que yo, por una locura supersticiosa. "Pero, ¿cómo va a
parecer a los ojos de la justicia? ¡Negro..., muy negro! Estoy dispuesto a sufrir lo que
merezco, Mary. ¡Nada de lo que los hombres puedan hacerme será igual que el dolor y la
consternación que siento al pensar lo que me he hecho a mí mismo!
—No debes hablar así; es indigno de ti. Bien lo sabes, padre. Nadie tiene derecho a
dudar de ti y de tus opiniones. Muchos se habrían dejado convencer anoche por Mr. May.
Tal vez pensarán aún que no se equivocaba, y que, lejos de recibir un mal trato, lo premiaron
llevándoselo del mundo sin dolor ni impresión. Debemos sentir por él lo que tratamos de
sentir por Tom. Aunque eso no quiere decir que me apene su muerte; sólo me apeno por
nosotros, por lo difícil que será explicar lo ocurrido. Por más que decir la verdad no será
difícil. Pueden tomarlo como quieran. No importa tanto como crees. En realidad, ¿cómo
pueden echarte la culpa de nada hasta que ellos no hayan descubierto la verdad?
—¡La descubrirán..., tienen que descubrirla! Encontrarán la razón. Detendrán al
asesino e, inevitablemente, me echarán a mí la culpa principal por haber escuchado a un
poseído. ¡Porque te digo que May estaba poseído!
—Resultaba muy convincente. Cuando lo escuché, me hizo dudar.
—Debería haberte apoyado, en vez de apoyarlo a él.
—Él sabe ahora la verdad. Está con Tom. No debemos olvidarlo. Sabemos que son
felices, y eso le quita toda importancia a la opinión de los vivos.
Entonces, llevado de su debilidad, sir Walter le asestó un terrible golpe,
proporcionándole muchas horas de dolor, de una naturaleza horrorosa, y que no había
ningún motivo para que Mary hubiera padecido.
—¿Quién está vivo y quién está muerto? —le preguntó—. Ni siquiera lo sabemos. La
policía exigió hacer ella misma las investigaciones necesarias, y, si no se equivocan, Peter
Hardcastle está tal vez vivo a estas horas.
Ella se le quedó mirando, temiendo por su razón.
—¿Qué quieres decir?
—Que ellos no estaban dispuestos a declararlo muerto. Henry y Mannering lo
llevaron allí creyendo que lo estaba. Pero pueden haberle hecho recobrar sus fuerzas
vitales. ¿Por qué no? No había ningún signo visible que indicara la disolución. Hemos oído
hablar de trances, catalepsias y estados que simulan tan perfectamente la muerte que
hasta han engañado a los mismos médicos. ¿No se ha enterrado vivos a muchos hombres?
Tal vez podríamos devolverle la vida al padre de Tom si supiéramos cómo actuar.
—Entonces... —dijo ella, con ojos horrorizados, y se detuvo.
Él se dio cuenta de lo que había hecho.
—¡Que Dios me perdone! ¡ No, no, eso no, Mary! Es ¡una pura locura! ¡Es un delirio
que acabará conmigo! No pienses que yo lo creo más que Mannering o Henry. Henry ha visto
muchos muertos; no pudo haberse engañado. Tom estaba muerto, y tu corazón te dijo que lo
estaba. No puede uno equivocarse realmente en presencia de la muerte; yo lo sé.
Mary se contenía maravillosamente, a pesar de que había recibido un golpe
espantoso y sufría vivamente al pensar en lo que implicaba.
—Trataré de no pensar en ello, padre —dijo, serena—. Pero si Mr. Hardcastle vive,
¡me volveré loca!
—No vive. Mannering estaba seguro.
—No obstante, puede vivir. Y en ese caso, probablemente Mr. May vive también.
—¡Grotesco, horrible, peor aún que la muerte! ¡No pienses en ello, querida mía, por
amor de Dios!
—¿Quién sabe lo que nos queda por sufrir hasta que se descubra todo? No, no me
volveré loca. Pero tengo que saberlo hoy. Hasta que lo sepa no podré comer ni dormir. Si no
me lo dicen pronto, no viviré mucho.
Su padre se echó a temblar y palideció.
—Eso es lo peor de todo —dijo—. Estos sucesos dejarán una profunda señal. Me han
arruinado, han destrozado mi vida. Yo, que pensé que era el fuerte, he resultado tan débil
que hasta me olvido de mi hija y, en mi dolor cobarde, le hablo de una cosa que ella nunca
debería haber sabido. Ahí tienes tu venganza, Mary, porque desde ahora en adelante no
seré más que un hombre destrozado. Nada volverá a ser lo mismo de antes. He perdido el
respeto de mí mismo. Podría haber soportado cualquier otra cosa..., lo que más temiera.
Podría haberlo sufrido todo y sobrevivir; pero haberme olvidado y haberte herido así...
—No, no..., vamos..., nos tenemos el uno al otro, padre...; todavía nos tenemos el uno
al otro. Los muertos lo comprenden todo. ¿Qué importa lo demás? Vete a tu habitación y
descansa. No sufro. No podemos cambiar el pasado, ¿y quién querría hacerlo si creyera en
la vida eterna? No le devolvería la vida a Tom, aunque tuviera poder para hacerlo. Puedes
estar seguro de ello.
Siguió hablando así para consolarlo y lo acompañó a su habitación. Sabía que los
agentes de Scotland Yard llegarían dentro de poco, y aunque no podían informarles de nada
relativo a la vida, o muerte, de Peter Hardcastle, no dudaba de que cualquier información
definitiva llegaría rápidamente a Chadlands. Lo interesante era aquella otra vida. Pero
cuando llegó el médico de Newton declaró que Septimus May había muerto. Era un amigo de
Mannering y conocía la opinión de Londres de que aquella forma de muerte podía ser
aparente y ocultar, en realidad, posibilidades latentes de resurrección; pero hablaba con
absoluta sinceridad. Era viejo y tenía detrás de él casi cincuenta años de experiencia
profesional.
—Este hombre ha muerto, o yo nunca he visto la muerte —declaró—. Según cien
pruebas distintas podemos estar seguros de ello. Las manchas post mortem han aparecido
ya, y ¿se han visto alguna vez en un cuerpo vivo? No sé nada personalmente de los demás
que murieron en esta habitación; pero aquí nos hallamos frente a la muerte, y dentro de
veinticuatro horas el hecho será tan claro que podrá percibirlo hasta un idiota. Lo ocurrido
es lo siguiente: la policía de Londres ha oído hablar de un famoso y reciente caso alemán
que se menciona en el Deutsche Medizinische Wochenschrift (un caso verdaderamente
asombroso). Una mujer, que había tomado morfina y barbital, fue hallada, al parecer
muerta, después de pasarse una noche a la intemperie en un lugar solitario. No tenía
reflejos ni pulso, no respiraba, y el corazón no le latía. Y, no obstante, estaba viva, existía
sin oxígeno, aunque eso siempre nos pareció imposible. Al ver que no había ninguna evidencia
de muerte, los médicos le inyectaron alcanfor y cafeína, probaron otros estimulantes, ¡y al
cabo de una hora la mujer volvía a respirar! Se supone que el veneno combinado con el aire
frío de la noche le paralizaron los nervios vasomotores reduciendo el cuerpo a un estado
semejante a la catalepsia, donde las necesidades físicas quedan reducidas al mínimo. Ese
caso ha despertado sin duda sus sospechas, y, por consideración a ellas, mantendremos al
pobre señor en una habitación caliente y le aplicaremos el tratamiento clásico para
restablecer la respiración.
El médico estaba ocupado en aquello cuando llegaron a Chadlands los cuatro policías
después de haber viajado toda la noche. Eran detectives de gran fama, y su jefe (un
hombre de pelo gris con cara redonda y amable y modales impersonales) escuchó
atentamente la relación de lo ocurrido desde que llegó Peter Hardcastle y después de su
partida.
Sir Walter mismo le narró los incidentes, y, dándose cuenta de su excitación, el
inspector Frith asumió con él la actitud más amable y tolerante posible.
La policía había llegado en son de guerra. Había venido sin ninguna idea
preconcebida o plan de acción; pero tomaba muy en serio su labor y sabía que la opinión
pública estaba pendiente de ella. El que Hardcastle, que había ganado tanta fama para su
departamento y conquistado el aplauso de dos continentes, hubiera muerto así, de modo tan
mezquino e inútil, exasperaba no solamente a sus colegas, sino también al público en
general, interesado por sus pintorescos éxitos.
Los recién llegados no dudaban de que su compañero había muerto, ni tampoco,
cuando se enteraron de la catástrofe de la noche anterior y fueron a ver a Septimus May,
se imaginaron, ni por un momento, que podían devolverle la vida. Sir Walter se tranquilizó
con la llegada de aquellos hombres. En realidad, comparada con sus otras pruebas, la que le
aguardaba le parecía mucho más sencilla. Les hizo una relación clara de los sucesos,
reconoció su grave error y contestó todas las preguntas sin ninguna confusión.
—No intento justificar mi permiso en el caso de Mr. May —concluyó—. Lo deploro
profundamente y lamento con amargura su resultado; pero estoy dispuesto a explicar a su
debido tiempo las razones que me llevaron a concederle lo que deseaba. Otros lo oyeron
también hablar y, aunque no convenció a mi hija, cuya inteligencia es superior a la mía, yo lo
creí honradamente y de todo corazón. Me parecía que sólo de ese modo podía llegarse a una
explicación razonable. Más aún, tienen que considerar también su convicción triunfante y la
fuerza de su argumentación. Con razón o sin ella, me hizo sentir que no se equivocaba; en
realidad, llegué hasta compartir sus convicciones. Si es necesario, estoy dispuesto a
explicarlo todo. Pero creo que esas cosas no les interesan. Personalmente estoy ahora
completamente seguro de que Septimus May y yo nos equivocábamos. Me doy cuenta de que
esas muertes terribles han sido causadas por algo físico, de origen humano, y espero que la
Providencia les permitirá descubrirlas y asimismo a los responsables de ellas. Pero el
peligro sigue siendo sin duda agudo, y no necesito pedirles que no lo olviden.
El inspector Frith le contestó, con más humanidad de la que sir Walter había
esperado. Era un hombre educado y gozaba en su profesión de muy buen concepto.
—No perderemos el tiempo —dijo—. Quizás sea una suerte que se haya convencido,
sir Walter, de que esas cosas que han ocurrido aquí se deben a leyes naturales y no
dependen de seres que se encuentran en una cuarta dimensión desconocida. Eso es asunto
suyo, y estoy seguro de que, como usted dice, podrá dar buenas razones de lo que hizo, en
caso necesario, aunque los resultados sean tan espantosos. Nos dice que el pobre Peter fue
trasladado anoche a Londres, según las instrucciones recibidas. Si se encuentra en el mismo
caso que este pobre caballero, no cabe duda de que ha muerto. Tenemos que empezar por el
principio, aunque, naturalmente, lo más interesante para nosotros son las investigaciones de
Hardcastle y su fracaso. Nos ha contado todo lo que le ocurrió. Pero no nos ha dicho quién
halló su cadáver.
—Mi sobrino, Henry Lennox.
—¿Y encontró también al capitán May?
—Sí. Fue el último que lo vio vivo y el primero que lo vio después.
—¿Está aquí?
—Llegará durante el día. Anoche fue a Londres con el cadáver de Mr. Hardcastle.
—¿Por qué?
—El médico, Mr. Mannering, le pidió que lo hiciera. Deseaba tener un compañero.
—¿No tiene nada más que decirnos?
—Sólo lo siguiente: sospecho que Mr. Hardcastle, quien sostuvo una larga
conversación conmigo el día de su llegada, opinaba que la explicación de lo ocurrido no debía
buscarse en el Cuarto Gris; consideraba su visita al cuarto como una parte sin importancia
del caso. Realmente, le interesaba más la vida de mi yerno y sus relaciones con los demás. A
mi parecer, pensaba que la muerte de May debía solucionarse fuera del Cuarto Gris. Pero, si
puedo atreverme a aconsejarlo, creo que, en vista de lo sucedido después, no cabe duda de
que estaba equivocado. Ahora sabemos con certeza que la causa del peligro se encuentra
realmente dentro de la habitación, y también que lo que mató a mi yerno mató también a
Mr. Hardcastle y, anoche, al reverendo Septimus May.
—Sí —reconoció Frith—. Me parece que, después de reflexionar acerca de la
situación actual y visitar el Cuarto Gris, convendremos en que es allí donde debemos
empezar nuestra labor. Como comprenderá, descartamos por completo la posibilidad de una
causa sobrenatural, lo mismo que lo había hecho Hardcastle. Él, desde su punto de vista, y
no sin razón, concentró sus esfuerzos en la historia del capitán May, pensando que carecía
de importancia el hecho de que su muerte hubiera Ocurrido en aquel lugar; pero nosotros
haremos todo lo contrario y procederemos de acuerdo con la idea de que la habitación, o
alguien con acceso a ella, es la causante de todas las muertes. Por lo tanto, nos
concentraremos en el cuarto. Nuestra investigación es muy sencilla en sus comienzos,
mucho más que la del pobre Hardcastle. Tiene que seguir uno de dos caminos y, según el que
tomemos, la investigación llevará mucho tiempo y posiblemente terminará en un fracaso, o
terminará pronto y todo será aclarado. Confío en que ocurrirá lo último.
—Le agradecería que me explicara su frase —le contestó sir Walter; pero Mr. Frith
no parecía dispuesto a hacerlo así inmediatamente.
—Cuando llegue el momento, sir Walter; pero por ahora, no..., ni siquiera a usted.
Comprenderá que nuestra labor tiene que realizarse en secreto, y que sólo nosotros
debemos conocer los caminos que vamos a seguir.
—Me parece razonable, porque todavía no sabe si yo soy o no el responsable de todo
esto. Por lo menos, ordéneme todo lo que necesite. Confío en que el cielo no querrá que
descubran un gran crimen.
—Comparto sus esperanzas. Por eso he hablado de los dos caminos de la
investigación —replicó el detective—. No hace falta decir que los cuatro discutiremos a
fondo la situación, a la luz de los nuevos acontecimientos. Actualmente, nos sentimos
inclinados a pensar que la muerte de Mr. May no ha aumentado la posibilidad de una cosa
así. En realidad, yo creo que apoya mi opinión actual. Si es así o no, lo sabremos pronto.
Ahora vamos a retiramos a nuestras habitaciones y, dentro de poco, le pediremos permiso
para visitar el Cuarto Gris.
—¿Puedo preguntarles por Mr. Hardcastle? Espero que no tendrá esposa ni familia
que lo necesite.
—Era soltero y vivía con su madre, que tiene un restaurante. Piensan examinar su
cuerpo esta mañana y someterlo a ciertas pruebas. Nadie espera sacar gran cosa, pero no
quieren pasar por alto ninguna posibilidad. Era un gran hombre.
—Si ocurre algo que pueda servirles de ayuda, ¿les informarán en seguida?
—Lo sabremos para el mediodía, a más tardar.
Sir Walter los dejó entonces, y Masters llevó a los cuatro a sus habitaciones. Éstas
se hallaban situadas en el corredor, todo lo más cerca posible del extremo oriental. Pero
los cuatro no pensaban lo mismo y, cuando se reunieron poco después y estuvieron
paseándose una hora por el jardín, parecía que, mientras dos de ellos estaban de acuerdo
con el inspector Frith, que era el jefe, el cuarto tenía puntos de vista contrarios y deseaba
seguir el segundo de los caminos que su jefe había mencionado.
Tres de ellos creían que una extraordinaria serie de circunstancias, probablemente
mecánicas, eran las responsables de lo ocurrido en el Cuarto Gris; pero el cuarto, un
hombre mayor que Frith, y en ciertos aspectos su rival durante muchos años, sostenía que
la razón de esas cosas debía buscarse en un agente activo y consciente. Pensaba que la
causa era viva, pero no cuerda. Conocía un caso en que un loco se había conducido con
extraordinaria habilidad, matando a varios inocentes y evitando que lo descubrieran, y
estaba dispuesto a creer que entre los habitantes de Chadlands se ocultaba un criminal
desequilibrado como aquél.
Además, por experiencias propias sabía que las personas de mentalidad débil,
poseídas de un deseo de hacer algo fuera de lo común, habían planeado y efectuado con
frecuencia fenómenos aparentemente físicos, creando falsas apariciones sobrenaturales
que sólo habían sido descubiertas después de largas y difíciles investigaciones
profesionales. Por lo tanto, aquel hombre quería seguir por ese camino, pensando que tal
vez se encontraría entre los habitantes de la casa solariega algún loco poseedor de un
secreto físico. No obstante, no expuso su opinión y se la guardó para si, En realidad, el
elemento humano de la envidia, responsable tan a menudo de la frustración de las más
nobles ambiciones humanas, no se hallaba ausente de las mentes de los cuatro policías
enfrentados con el problema.
Cada uno de ellos deseaba solucionarlo, y aunque no existía rivalidad alguna, excepto
en el caso de los dos mayores, no cabía duda de que el jefe de los cuatro no abandonaría
fácilmente su teoría. No obstante, todos se daban plena cuenta del peligro que corrían, y
Frith, desde el primer momento, les ordenó que no trabajaran nunca solos, en el Cuarto Gris
o en otra parte.
A mediodía llegó un telegrama de Scotland Yard para Mr. Frith. En él decía que
Peter Hardcastle había muerto, y que el reconocimiento no había revelado la causa de su
muerte. Sir Walter recibió en seguida la noticia, y si alguna vez se alegró de la muerte de
otro ser humano fue en aquella ocasión, por el indecible alivio que le proporcionaba a él y a
su hija.
Los detectives comenzaron su tarea después de comer, y luego de haber estudiado
cuidadosamente todos los detalles visibles del Cuarto Gris lo vaciaron de su contenido,
colocando los cuadros, los muebles y la estatuilla en el corredor. No solicitaron ayuda de
nadie, y pidieron quedarse solos en la escena de sus trabajos. Cuando la habitación estuvo
completamente vacía, la examinaron minuciosamente; empleando escaleras de mano
estudiaron los muros exteriores de los lados este y sur y registraron la chimenea desde
arriba y desde abajo. Igualmente revisaron la habitación contigua (el cuarto de niña de
Mary) para convencerse de que no existía comunicación alguna y atravesaron con una barra
de hierro las paredes, debiendo admitir que eran de sólida piedra y de un espesor de
cuarenta centímetros por dentro y sesenta centímetros por fuera. Al otro lado del cuarto
no había habitación alguna. Terminaba en el extremo oriental de la fachada y, detrás de
ella, en el interior, el corredor acababa en una ventana que daba a Oriente, paralela al
mirador del Cuarto Gris, pero lisa y sin decorar: una ventana moderna que había hecho abrir
el abuelo de sir Walter para iluminar un rincón oscuro. Ni una fracción de los muros quedó
sin examinar, e igualmente probaron y alcanzaron una porción del papel que los cubría.
Luego, levantando la alfombra, examinaron el suelo y los zócalos, sin descubrir nada que
indicara que el polvo y la suciedad de los siglos había sido alterado. La momia disecada de
una rata fue la única recompensa de su búsqueda. Se hallaba entre los grandes tirantes que
había bajo las maderas del piso (las vigas que sostenían el complicado techo de estuco de la
habitación de abajo).
Luego dedicaron su atención al techo del Cuarto Gris, aplicando un alambre
eléctrico al punto más cercano; y, a través de una trampilla que había en el techo del
corredor, investigaron el espacio vacío entre el techo y el tejado. No dejaron de examinar
ni uno solo de los gruesos travesaños de roble e hicieron experimentos con humo y agua
para ver si en algún lugar existía un agujero, por pequeño que fuera, en el estuco. Pero la
capa era sólida, igual y de considerable extensión. Entonces, lo estudiaron desde el interior
del cuarto, sin descubrir nada más que la superficie primorosamente trabajada y cubierta
por varias capas de revoque. El trabajo pertenecía a una época en que los hombres no
escatimaban su labor, y el arte y la artesanía se daban la mano. Ese entusiasmo acabó con el
progreso de la educación. Murió con los gremios, y a los sindicatos no les interesa revivirlo.
Los detectives habían terminado su examen cuando, al caer la tarde, volvieron
Henry Lennox y el doctor Mannering. Las autoridades habían sido informadas de la muerte
de Septimus May y deseaban que no se cumplieran más que las formalidades ordinarias, a
no ser que sus representantes en Chadlands opinaran de otro modo. Pero no fue así.
Estaban convencidos de que no existía comunicación alguna entre el Cuarto Gris y el
exterior y declararon su determinación de velar en él durante la noche. No obstante, como
preliminar, examinaron cada uno de los muebles y cuadros que habían sacado de la
habitación. No encontraron nada y poco después los volvieron al cuarto, clavaron de nuevo la
alfombra y colocaron cada objeto en el lugar en que se hallaba cuando llegaron. Seguían sin
aceptar ayuda ajena y dijeron claramente que nadie debía acercarse al extremo del
corredor donde trabajaban. Dándose cuenta del peligro, pero pensando que, fuera cual
fuese la cualidad de aquél, no era probable que matara a los cuatro a la vez, se dispusieron
para la vela. Ninguno manifestó miedo por lo que les esperaba. Los hechos son algo
innegable, pero ni siquiera ellos pueden alterar las convicciones de toda una vida. Ninguno
de los cuatro se había imaginado, ni por un instante, que existía una explicación
sobrenatural del misterio. Tenían mentalidades amplias, y su juicio, acostumbrado desde
hacía tiempo a enfrentarse con problemas oscuros y difíciles, les aseguraba que el
problema era capaz de solucionarse, y que esa solución estaba al alcance de su inteligencia.
No esperaban descubrir nada en la vigilia que iban a emprender; pero, siguiendo las órdenes
de Frith, se prepararon seriamente para ella, como un preliminar del trabajo del día
siguiente. Una vez que se probara que la fuerza asesina no podía nada contra hombres
preparados y armados contra ella, podía iniciarse la investigación práctica acerca de
aquellas extrañas muertes.
Habían venido con plenos poderes y pensaban registrar la casa e interrogar al día
siguiente, sin previo aviso, a los que en ella estaban.
Sir Walter los invitó a cenar con él, y los policías aceptaron. Se hallaban presentes
el señor de Chadlands, el doctor Mannering (a quien le habían pedido que pasara allí la
noche). Henry Lennox; Masters y Fred Caunter los servían. Los detectives escucharon
interesados el resultado del examen post mortem realizado durante la mañana y relataron
incidentes de la vida de Peter Hardcastle. Todos se mostraban francamente asombrados de
que un hombre con su historial (un hombre que había arriesgado la vida en tantas ocasiones)
hubiera muerto así, en pleno día, sin lanzar un solo grito para avisar a los demás. El doctor
Mannering les dijo que había presenciado el reconocimiento médico, pero no había ayudado
a él. Los intentos de devolverle la vida habían fracasado, y los médicos que tomaban parte
se dieron inmediatamente cuenta de que se hallaban frente a un. cadáver; y durante la
autopsia subsiguiente, cuando el cuerpo fue examinado por un químico y con un microscopio,
no se encontró ningún detalle patológico. El examen no descubrió nada que explicara la
muerte. No existía ninguna huella. Hardcastle parecía sano en todos los aspectos, y su
destrucción seguía siendo inexplicable para la ciencia. Hardcastle había muerto de un
síncope, como las otras víctimas; eso era todo lo que podían declarar los médicos.
Impresionados por aquello, los cuatro se prepararon para la noche, y Lennox
observó que no bebían durante la cena ni fumaban después de ella.
A las nueve de la noche comenzaron su trabajo, pero no invitaron a nadie a
ayudarlas y les rogaron que no se acercaran a aquella parte de la casa hasta que fuera ya de
día.
El doctor Mannering les pidió encarecidamente que desistieran de la vela,
protestando con todo calor contra ella.
—Reflexionen bien, caballeros —les dijo—. Ahora tal vez estén convencidos de que
el origen de esos horribles sucesos se encuentra fuera del Cuarto Gris y no dentro de él.
En cierto modo, estoy de acuerdo con ustedes. Hemos llegado a un punto en que, a mi juicio,
tenemos motivos para creer que todo esto es obra de alguna malignidad inmotivada. Pero, al
entrar en esa habitación, ¿no le dan a alguien una oportunidad de repetir lo que l' se ha
hecho? Los crímenes realizados sin un motivo, como ustedes saben mejor que yo, tienen que
ser obra de un loco, y tal vez existe en esta casa, sin que nadie lo sospeche, un criado que
sufra ese horrible mal. Se ha oído hablar de esas cosas...
El más viejo de los policías escuchaba tales palabras con indecible interés, ya que su
opinión seguía también el mismo camino. No obstante, no le agradaba que alguien expresara
su secreta teoría. No dijo nada, pero el jefe replicó.
—Se ha probado —dijo Frith— que las víctimas de estos sucesos no han sufrido
violencia alguna. Y he decidido que, por esa misma razón, no corremos peligro. Estaremos
armados como no lo estaba ninguno de los muertos. Nuestras precauciones excluirán toda
posibilidad de un ataque por sorpresa. Y no hace falta decir que no pensamos en otra cosa.
Somos agentes libres, y no me opondría a que se retirara el que así lo quisiera; pero el
deber es el deber, y todos nosotros pos hemos enfrentado con peligros tan grandes como
éste... o tal vez mayores. Lo que usted dice, doctor, es muy interesante, y estoy de acuerdo
con usted en que la explicación de esos asesinatos, si lo son, debe buscarse fuera del
cuarto. Mañana empezaremos nuestras investigaciones. Perdóneme por no darle más
detalles, pero tenemos nuestros métodos personales. En ellos figura, claro está, el
elemento de sorpresa, y por lo tanto no queremos hablar de lo que pensamos hacer, hasta
haberlo hecho.
—¿Y si los encontramos muertos a todos, mañana? —le preguntó francamente el
doctor Mannering.
—Entonces, nos habrán encontrado muertos mañana; y otros tendrán la satisfacción
de descubrir el porqué.
—¿Sospechan de alguien, pero no pueden absolver a nadie?
—Exactamente, sir Walter. Más o menos les dije eso a los periodistas que se nos
echaron encima esta tarde. La maldita prensa de este país le ha salvado el pellejo a más
canallas de lo que parece. No permitan la entrada a los periodistas y los fotógrafos. Su
intromisión debería ser considerada un delito.
—Ordené que no dejaran pasar a nadie ni por un momento.
—Siempre es difícil impedirles la entrada. Son tipos astutos y encuentran un placer
perverso en aumentar nuestras dificultades. No les importa hacer daño a la justicia, con tal
de conseguir "material" para sus infernales diarios.
El inspector Frith hablaba con cierta pasión, porque tenía muy poco que agradecerle
a la prensa popular.
Al cabo de una hora los cuatro habían partido, pidiendo que nadie los molestara
hasta que ellos mismos volvieran a aparecer.
Mannering permaneció con sir Walter y Lennox, Estaba abatido y muy inquieto. Pero
los otros dos no compartían sus temores. En realidad, el más joven tenía esperanzas de que
se obtendrían pronto resultados definitivos y se fue a la cama, contento de poder
descansar. Pero sir Walter, tranquilo y más descansado porque había dormido varias horas
durante la tarde, decidió velar también.
—El pobre May pasará la noche en la biblioteca —dijo—, y deseo velarlo. Mary
también. Creemos que es un deber para con el muerto. La encuesta se realizará mañana, y lo
enterrarán en su parroquia. Mary y yo asistiremos al entierro.
—¡Si hubo alguna vez un hombre que se quitó la vida, ha sido él! —declaró el doctor.
CAPÍTULO IX «
LA VIGILIA NOCTURNA

AUNQUE le habían preparado una habitación, el doctor Mannering no la ocupó


mucho tiempo. Pasó malhumorado las primeras horas de la noche, sufriendo una gran
excitación nerviosa. No se inquietaba por sí mismo y menos aún por la policía, porque era
humano y le disgustaba la indiferencia con que ésta había recibido sus consejos; pero le
preocupaba sir Walter y no le agradaban los arreglos que había dispuesto. Por eso, el
doctor decidió ir a ver al anciano, esperando que el señor de Chadlands accediese a dormir
un poco, aunque fuera en un sillón. A eso de la medianoche tuvo una experiencia bastante
desagradable, pero él mismo se la buscó. Descansó durante una hora en su habitación y
luego bajó al piso bajo y vio a Mary y a su padre juntos en la gran biblioteca. Los dos
estaban leyendo, y, al otro extremo de la habitación, donde la luna plateaba los cristales de
las altas ventanas, se hallaba el ataúd de Septimus May. Mary había reunido una gran
cantidad de blancas flores del invernadero y las había puesto, en un jarrón veneciano, a los
pies del reverendo.
Sir Walter se inquietó por el doctor.
—¡No está en la cama! —exclamó—. Es una pena, Mannering. Va a ponerse enfermo.
Ha estado levantado muchas horas, y mañana le aguarda un gran trabajo. Sea sensato y
váyase a descansar..., aunque no pueda dormir.
—Esta noche no podría dormir. Dios sabe si dentro de poco me llamarán para
atender a esos locos que juegan con fuego allá arriba.
—No podemos intervenir en eso. Una gran paz ha descendido sobre mí, ahora que la
iniciativa ha salido de mis manos y no necesito dar órdenes. Cuando el pobre Hardcastle
llegó, empezaba a sentir lo mismo; pero mi serenidad se alteró terriblemente. Me siento
dispuesto a enfrentarme con la publicidad que sea necesaria. Si erré en el caso de este
celoso sacerdote, no me opondré al juicio de los demás.
—No tema tal cosa —le aseguró Mannering—. Los demás no tienen derecho a
juzgado; y la ley, a pesar de todos sus defectos, aprecia la lógica. ¿Quién puede negarle su
derecho a creer que éste es un asunto que está más allá de los conocimientos humanos?
Podrá ponerse en tela de juicio su sabiduría, pero no su derecho. Otros muchos habrían
pensado lo mismo. Cuando la mente del hombre se mueve a ciegas en la oscuridad, verá que,
en la mayoría de los casos, busca una explicación sobrenatural a los misterios. Eso ha hecho
la fortuna de muchos seres que se aprovechan de la credulidad humana. Ése es el
fundamento de las religiones. May era un adversario demasiado fuerte para usted. Lo
convenció honradamente de que su teoría acerca de la muerte de su hijo era acertada; y,
por mi parte, aunque deploro que acabara viendo por los ojos de él y le permitiera hacer lo
que él creía era su deber, sería el último en pensar que su acto merece censuras. Por lo
menos, ningún juez cristiano tendría el menor derecho a juzgado. En una palabra, no puede
acusarse a nadie. La fuerza responsable de estas cosas es completamente desconocida, y si
les ocurre algún mal a los hombres que están arriba, eso será otro argumento a su favor.
Sir Walter dejó el libro, un volumen de meditaciones piadosas. Los acontecimientos
lo habían inclinado hacia la religión. Las palabras del doctor Mannering lo sorprendían.
—Nunca pensé que me diría una cosa así. ¡Qué extrañas son las corrientes mentales,
Mannering! Su escepticismo empieza a flaquear cuando yo, al menos por el momento, me
siento seguro de que todos estos desastres tienen solamente una razón material.
—¿Por qué? —le preguntó el médico.
—Porque un espíritu maléfico no podía nada contra Septimus May. Y aun en el caso
de que hubiera tenido razón, y sus oraciones hubieran liberado al espíritu, expulsándolo de
mi casa, ¿cómo iba a permitir el Todopoderoso que destruyera al agente de su liberación?
Si nuestra fe es verdadera, May no pudo morir por ningún medio consciente y sobrenatural;
pero, como él mismo dijo cuando vino aquí después de la muerte de su hijo, la fe en Dios no
hacía al hombre superior a las leyes de la materia. Si, como se sugirió esta noche en la cena,
hay en la casa algún desequilibrado que ha descubierto un secreto de la naturaleza capaz de
acabar con la vida humana sin dejar huella alguna, entonces no cabe duda de que el difunto
sacerdote era tan impotente contra ese horrible peligro como cualquier otro ser humano.
—¿Pero no cree que esa teoría es tan descabellada como la que se base en
suposiciones sobrenaturales? Usted conoce a los ocupantes de la casa..., a todos sin
excepción, sir Walter. Mary los conoce, Henry también. ¿Hay alguno del que pueda
sospecharse?
—No, ninguno.
—¿No puede atribuirse eso a la guerra? —preguntó Mary—. Todos sabemos cómo
las heridas de cabeza y las neurosis de la guerra, aunque aparentemente no parecen
afectar la razón del pariente, alteran muchas veces su juicio:
—Sí, es cierto. Y cuando los pobrecillos salen de los hospitales y vuelven a la vida
normal, o tratan de trabajar como antes, su debilidad se hace aparente. He visto casos de
ésos. Pero en Chadlands no hay más que tres ejemplos de una desgracia así. Conozco unos
cuantos en el pueblo, aunque en realidad en ninguno de los casos puede hablarse realmente
de locura. Aquí no hay más que Fred Caunter, que fue herido en la cabeza a bordo de su
barco, pero la herida no le produjo defecto alguno.
—Fred es tan cuerdo como yo..., quizás más —reconoció sir Walter.
—No crea que yo pienso realmente que aquí ocurre algo semejante —agregó
Mannering—. Pero si esos cuatro hombres están mañana en condiciones de seguir con su
trabajo, investigarán a fondo a todas las personas que hay en la casa. Y probablemente
encontrarán buen número de mujeres nerviosas e histéricas, si no hombres. No obstante,
ellos no son los llamados a decir si los habitantes de esta casa están cuerdos o no, y yo sé,
tan bien como usted, que ninguno de ellos tuvo algo que ver en lo ocurrido.
—Nunca hubo familia con menos secretos que la mía —declaró sir Walter.
—La mañana nos traerá tal vez luz —dijo Mary.
—No tengo grandes esperanzas de que así sea —replicó Mannering—. La
investigación seguirá adelante, pase lo que pase esta noche, y tal vez tendremos que ir
todos a Londres por causa de ella. Después de que hayan registrado a Chadlands de arriba
abajo e interrogado a fondo a todos los que están aquí, como lo harán seguramente, quizás
nos llamarán a Londres, si no han llega o a ninguna conclusión.
—Estoy preparado para eso. Como es natural, no saldré del país hasta que no me lo
permitan. Nadie debe dudar de que, aunque no sea el mas complicado en el caso, soy por lo
menos el que tiene más deseos de aclarar el misterio.
—Entonces, debe reservar sus fuerzas y energías —dijo Mannering—. Le ruego
ahora que se retire e insisto en que Mary haga lo mismo. No se puede hacer nada por los
muertos, y los vivos pierden energías muy necesarias con esta vela irracional. Es mas de
medianoche; le ruego que se retire, sir Walter, y lo mismo le digo a Mary. No hay motivo
para que estén fuera de la cama, y les pido que se vayan a ella.
Pero el anciano se negó.
—Pocos son los que dormirán esta noche bajo este techo —dijo—. Hay un aparente
espíritu de tristeza y ansiedad, y es natural que así sea. Me quedaré con este santo varón.
Es mejor compañía que muchos vivos. Aquí siento una gran paz. El muerto me sostiene.
No obstante, se unió a Mannering para rogarle a su hija que se retirara, y,
convencida de que su amigo no se alejaría mucho de allí, Mary los dejó, declarando que no se
sentía inquieta ni nerviosa. Nunca había creído que la muerte de su esposo se debiera más
que a causas naturales y se sentía segura de que el la mañana siguiente tendrían, en parte
por lo menos, la explicación del misterio. Salió de la habitación con Mannering, y, luego de
prometerle que cuidaría de su padre, el doctor dejó a Mary, encendió la pipa y se dirigió al
billar. Poco después se dedicaba a pasearse por el hall, sumido en sus reflexiones. Su
cuerpo siguió inconscientemente la dirección de sus pensamientos, y olvidándose de la
prohibición de la policía (en realidad, olvidándose momentáneamente de ellos) Mannering
subió la escalera y siguió a lo largo del corredor hacia el Cuarto Gris. Pero no fue muy lejos.
Una figura surgió de la oscuridad y lo detuvo. El hombre iluminó con su linterna eléctrica al
doctor Mannering y lo reconoció. Por lo visto, mientras uno de los detectives montaba
guardia, los otros vigilaban adentro. Al oír ruido de voces la puerta del Cuarto Gris se
abrió, y a la clara luz que salía del interior apareció una extraña figura: un objeto alto y
negro, con grandes y brillantes ojos y, entre ellos, algo que parecía la trompa de un
elefante. Los policías, que llevaban cascos y máscaras, parecían los fantásticos demonios de
Salvator Rosa o Fuselli. Su jefe se dirigió al doctor con cierta dureza. Conocía su nombre y
aceptó sus excusas, pero le pidió que abandonara inmediatamente el corredor.
—Pero antes tengo que registrarlo —dijo Frith—. Hizo mal en venir —prosiguió—.
No es momento para distraernos. Mañana nos lo explicará.
El doctor, después de levantar las manos y someterse a un cuidadoso registro,
partió, maldiciendo su inadvertencia. Se había olvidado de que, como todos los demás que
figuraban en el caso, era uno de los sospechosos y comprendió que su presencia en las
cercanías del Cuarto Gris, después de haberse indicado tan claramente que nadie debía
acercarse a él con ningún pretexto, atraía de modo muy desagradable la atención sobre su
persona. Y la mejor excusa que podía darles era que se había olvidado de la orden. Se daba
cuenta de que al día siguiente le aguardaba algo desagradable y se extrañaba de haber
hecho una cosa que tan fácilmente podía interpretarse mal. La única excusa era el cansancio
cerebral, aunque no fuera muy buena.
Al cabo de una hora volvió adonde estaba sir Walter, esperando encontrarlo
dormido; pero el señor de Chadlands estaba leyendo aún y en un estado de espíritu muy
tranquilo y pacífico. Se lamentó de que su amigo; por un olvido, hubiera entrado en la
galería prohibida.
—Estoy preocupado por Mary —dijo—. Se mantiene serena a costa de un gran gasto
de energía nerviosa. Debía estar ya fuera de aquí; pero no quiere irse hasta que yo no la
acompañe.
—No tardará mucho en hacerla. Debemos confiar en que pronto, si no esta noche,
se habrá aclarado el misterio. Deseo con toda el alma que se vayan los dos.
—Pensamos ir a Italia. Mary no quiere visitar la Riviera, pero le gustaría mucho ir a
Florencia o algún otro lugar tranquilo.
—Hará frío allí.
—El frío no nos importa.
—¿Va a cerrar Chadlands?
—Imposible. Es el único lugar de casi todos mis criados viejos. Pero si no se
descubre nada, y seguimos sin explicarnos el misterio, sellaré el Cuarto Gris (las ventanas,
la puerta, la chimenea), a no ser que las autoridades dispongan otra cosa. Me gustaría poder
llenarlo de piedras o cemento, para que dejara de ser una habitación.
—No puede hacerlo —le replicó el práctico doctor—. Un peso tal hundiría el hecho
de la habitación de abajo. Pero puede cerrarlo y sellarlo, si no se aclara el misterio.
—Somos como ciegos que se mueven en regiones desconocidas para su tacto —dijo
sir Walter—. ¡Había puesto tantas esperanzas en las oraciones de ese justo! Sin duda, ha
ido a recibir su recompensa. Está con el hijo, que amaba más que nada en la tierra; pero nos
ha dejado sumidos en gran dolor. Aun así, las oraciones son escuchadas, Mannering. Recé,
pidiendo paciencia, y me veo paciente. El alma se me ha fortalecido. El horror a la
publicidad, el mórbido sufrimiento que me producía el pensar que mi nombre iba a aparecer
en todos los diarios de Inglaterra han desaparecido. En cierto sentido, me parece como si
mi vida hubiera terminado y, al mirar atrás, no puedo menos de ver qué poco comprendía las
realidades de la existencia, cómo tomaba como cosa natural mi vida fácil, sin imaginarme
que a mí también me aguardaban grandes sufrimientos y penas. Cada hombre piensa que su
carga es la más difícil de soportar, y estos acontecimientos me han chupado la médula de
los huesos. Me han abrumado, y al ver cómo el mundo penetraba en la intimidad de mi vida,
sentía deseos de ocultarme. Pero ahora puedo soportarlo todo.
—No debe mirarlo así, sir Walter. Todos saben que no ha hecho nada malo, y si se
duda de su buen juicio, ¿qué importa? Todos los hombres (grandes o chicos, famosos o
insignificantes) tienen que soportar el mismo destino. En este mundo no se puede huir de
las críticas, del mismo modo que no se puede huir de la calumnia. Usted puede hablar con
serenidad de este asunto, sin perder la paciencia, y viéndolo con claridad, además. Pero, por
mi parte, la claridad de juicio sólo sirve esta noche para aumentar mi inquietud.
Personalmente, no me importa lo más mínimo el bienestar de esos hombres, ya que no
hicieron caso de mi consejo; pero soy humano, y así como sufro con un enfermo grave y me
alegro cuando se cura, del mismo modo no puedo menos de sufrir al pensar en el riesgo que
están corriendo. Me imagino que estarán sentados o paseándose por la habitación. U san
máscaras y llevan armas en las manos. Pero si se enfrentan con una fuerza ciega, sorda y
que no razona, una fuerza que actúa de modo inconsciente e inevitable, entonces la suerte
de diez hombres será tan incierta como la de uno. Esa cosa actúa de día y de noche (eso, al
menos, ha sido probado), y como probablemente actúa en forma automática, del mismo
modo que el rayo o el vapor, ¿de qué manera van a escapar a ella?
—No olvide que esa fuerza invisible y mortal puede estar dirigida por una mente
humana.
—Eso está más allá de los límites de la posibilidad, sir Walter.
—Me parece un poco precipitado afirmar algo tan categóricamente, después de lo
que ha pasado con el resto de nosotros. A mi vez, le insto a que descanse. Este asunto le ha
causado mucha impresión. Y es de carne y hueso, aunque se imagine ser de hierro. Esos
hombres no pueden excederse demasiado.
—Voy a comer algo —dijo Mannering— y lo dejaré solo un rato.
—Sí. En el comedor encontrará todo lo que quiera. Le dije a Masters que preparara
lo suficiente, por si caso los detectives querían comer.
—¿Le traigo algo..., un whisky y unos bizcochos?
—No, no. No necesito nada.
El doctor se fue y pasó una hora comiendo y bebiendo. Luego sintió abrumadores
deseos de dormir, pero se resistió a ellos, encendió de nuevo la pipa y reasumió el paseo por
el hall. Al cabo de un rato escuchó junto a la puerta de la biblioteca y se alegró al oír un
leve, pero constante ronquido. El sonido agradó realmente a Mannering.
Reanudó el paseo, decidido a mantenerse despierto hasta que terminara la vigilia.
Luego iría a la cama y se dormiría. Eran más de las tres de la madrugada, y hacía una serena
noche invernal, una pausa o intervalo entre la tempestad del día anterior y el mal tiempo
que les aguardaba aún. El doctor salió afuera unos momentos y se paseó por la terraza. La
luna menguante había salido ya, y la noche era suave y nublada.
Abanicos de brillante luz, procedentes de las ventanas del este y del sur del Cuarto
Gris, rompían la oscuridad. Volviendo a la casa, el doctor se puso a escuchar al pie de la
escalera y oyó rumor de voces de hombres y ruido de pisadas. Estaban cambiando la
guardia, y el detective del exterior cedía su puesto a uno de los de adentro. Hasta
entonces, todo iba bien.
Luego, Mannering entró en el billar, cabeceó un rato en el diván y después dormitó
en él una hora o cosa así. Perdió la conciencia por algún tiempo, se despertó sobresaltado
maldiciendo su debilidad y miró el reloj. Pero sólo había dormido cinco minutos.
A las seis se dijo que era ya de día y fue nuevamente a ver a sir Walter. El anciano
se había despertado y aguardaba, sentado y reflexivo, a que la luz del día marcara los
contornos de la gran ventana que había sobre el muerto.
—La noche ha sido pacífica —declaró—. Me parecía sentir muy cerca de mí el
espíritu del pobre May, y el de su hijo tampoco andaba muy lejos. ¿No les ha ocurrido nada
a los policías?
—Dejé para usted el enterarse, pero no se aproxime demasiado a ellos. La noche va
desapareciendo en el bosque, así que puede decirse que ha comenzado el día.
—Sin duda alguna los criados estarán levantándose. Iré a informarme de lo que ha
pasado, si me permiten hacerla. Hágame el favor de quedarse aquí unos minutos mientras
llamo a mi hija. No quiero que nuestro pobre amigo se quede solo hasta que nos deje.
—Haré lo que me pide. Pero no permita que llamen a Mary si está durmiendo, y
acuéstese usted también unas horas.
—He dormido a ratos.
Sir Walter lo dejó y subió al corredor. La luz ya iluminaba débilmente las ventanas.
Al llegar a la escalera se detuvo y alzó al voz.
—¿Están bien, caballeros? —preguntó en voz alta; pero nadie le contestó,
—¿Están bien? —gritó de nuevo.
Y entonces, el inspector Frith surgió de la penumbra. Se había quitado la máscara.
Sir Walter encendió la luz eléctrica.
—Confío en que nada habrá ocurrido.
—Nada en absoluto, sir Walter. No hemos visto ni oído nada que fuera anormal.
—¡Gracias a Dios..., gracias a Dios!
—Aunque habíamos agotado las posibilidades de una cosa así, esperábamos no
obstante que fuera gas —le explicó el detective—. Al parecer, era el único medio
concebible de acabar con una vida dentro de esa habitación. Por lo tanto, nos pusimos unas
máscaras de último modelo, capaces, según parece, de desafiar cualquier combinación
gaseosa producida por los laboratorios. Todos saben que antes del final de la guerra se
descubrieron nuevos gases, más destructores, unos gases más rápidos y mortíferos que
cualquiera de los empleados hasta entonces. Yo no puedo decir si el Gobierno tiene o no su
secreto. Pero anoche no se liberó ningún gas en el Cuarto Gris. De ser así, una rata que
habíamos puesto allí en una trampa y unos pájaros en una jaula lo habrían sentido. La
habitación está completamente pura.
Sir Walter bajó con él por el corredor y habló también con los demás hombres.
Habían salido del Cuarto Gris y se habían quitado las máscaras; a la débil y blanca luz del
día se los veía cansados y demacrados.
—Han cumplido con su deber, y siento gran alegría al ver que no les ha ocurrido mal
alguno. ¿Qué pueden servirles para comer?
Ellos le dieron las gracias y declararon que dentro de una hora bajarían a
desayunarse. Entonces sir Walter fue a sus habitaciones, tocó el timbre y dio las órdenes
necesarias, Poco después se reunía con Mary, quien compartió su alegría. Ya estaba vestida
y bajó adonde se hallaba el doctor Mannering.
Henry Lennox hacía su aparición un poco más tarde.
Por Fred Caunter se había enterado de que los policías pasaron bien la noche.
Chadlands fue de nuevo el escenario de otra encuesta, y el jurado del coroner
declaró que Septimus May, como su hijo, había muerto "por la mano de Dios". Aquel mismo
día, más tarde, el difunto fue conducido a su parroquia y dos días. después sir Walter y
Mary, con su primo, asistieron al entierro.
Mientras tanto, los detectives comenzaban su seria labor. Procedían con sistema y
de acuerdo con un plan. No omitieron interrogar a ninguna de las personas que vivían en
Chadlands e hicieron también averiguaciones privadas relativas a todos los invitados que
estaban reunidos allí cuando murió Tom May. También investigaron la vida privada del
marino y, gradualmente, todas las posibles líneas de acción y puntos relacionados con su
muerte. Pasaron por alto la causa de ésta, diciéndose que si se encontraba al asesino
descubrirían también el medio empleado en el asesinato. Pero, desde el principio, ninguna
luz iluminó sus actividades, y no pudieron descubrir nada que sirviera de indicio, ni en las
relaciones de Tom May con el mundo, ni en la historia o carácter de las muchas personas a
quienes interrogaron.
Con respecto a los invitados de la noche del crimen, sólo Ernest Travers y su esposa
habían visto antes al marino, el día de su boda; y en cuanto a los criados de Chadlands, no se
supo que ninguno de ellos tuviera motivo u ocasión de sentirse ofendido por un acto suyo.
Además, todos ellos eran muy leales y no tenían peculiaridad que pudiera dar motivo a la
menor sospecha. El caso, en opinión de Frith, era único porque, a pesar del número de
personas que figuraban en él, en ninguna de sus relaciones con la familia podía hallarse una
sombra de disgusto, un rencor oculto, una sugestión de mala voluntad. Todos eran gentes
sencillas e ingenuas. Sus declaraciones y sus actos demostraban el respeto que sentían por
su señor, y muchos de ellos habían sucedido a sus padres en los puestos actuales. Era una
servidumbre grande, muy unida por lazos de tradición y afecto. Henry Lennox estaba
también por encima de toda sospecha, aunque no ocultaba su amor por Mary. No obstante,
no había que ser un gran psicólogo para darse cuenta de su clara honradez, juicio que podía
extenderse al doctor Mannering, cuya incauta presencia en el corredor, la noche de la
vigilia, había ofendido a la policía.
Durante tres semanas trabajaron asiduamente, sin visión, pero poniendo en el
trabajo toda su experiencia y dotes intelectuales. No dejaron nada por revisar y después
de leer su informe, en el que francamente reconocían el absoluto fracaso, se nombró una
pequeña comisión para que hiciera nuevas investigaciones, basándose en la evidencia
reunida, y se invitó a las personas más interesadas en el caso a colaborar con ella.
Sir Walter, su hija, Henry Lennox y el doctor Mannering fueron interrogados con
simpatía y consideración. Pero no pudieron ofrecerles opinión alguna, verter ninguna luz
sobre el caso, ni sugerir otros caminos para la investigación, aparte de los ya recorridos.
Para el mundo el misterio murió como una estrella nueva, que nace a la fama para
retirarse o desaparecer poco después. Nuevos problemas y acontecimientos sensacionales
llenaron los diarios, y llegó un tiempo en que, con gran alivio suyo, sir Walter pudo abrir el
periódico de la mañana sin ver mencionado en él el nombre de Chadlands. Los arquitectos
examinaron por segunda vez la habitación, y las autoridades dieron también permiso para
que varios espiritistas famosos velaran dentro de él, de día o de noche, aunque no se
consintió que lo hiciera una persona sola. Tres de ellos pasaron un día y una noche en el
Cuarto Gris. Pero no presenciaron fenómeno alguno.
Al fin, el señor de Chadlands recibió permiso para ausentarse de Inglaterra, aunque
se le ordenó que sellara el Cuarto Gris de tal modo que nadie pudiera entrar en él.
Las autoridades habían dejado de ocuparse del caso, y la triste pareja se apresuró
a partir. Sir Walter Lennox se propuso sellar el Cuarto Gris cuando volviera del extranjero
y, mientras tanto, hizo que cubrieran la puerta y la ventana con pesados maderos.
Los criados habían recuperado ya la tranquilidad y hasta la alegría. Algunos se
sentían orgullosos de la pasajera publicidad, y ninguno de ellos tenía miedo de quedarse.
Pero sir Walter se imaginó que pocos serían los pies que hallaran el corredor hasta que se
aproximara el día de su vuelta.
CAPÍTULO X «
EL SIGNOR VERGILIO MANNETTI

SIR WALTER persistió en su propósito y fue a Florencia. Pensaba que Mary podía
encontrar allí distracciones y novedades que darían un nuevo interés a su vida, sin que el
dolor punzante de los recuerdos alterara su paz. Por su parte, sólo deseaba que Mary
recobrara la alegría. Sabía que la felicidad era un estado que tardaría mucho tiempo en
volver a su espíritu.
Una tarde, desde la Piazza de Michelangelo vieron a Florencia extenderse a sus
pies: una ciudad de apagado tono rojo dorado. El sol poniente daba un nuevo encanto a sus
torres y tejados, cubriendo con un velo de inefables resplandores la ciudad y tiñen do
también al verde Arno, que la atravesaba por el centro.
Sir Walter se sentía contento porque dentro de quince días sus amigos Ernest y
Nelly Travers estarían en Florencia. Mary se disponía también a darles alegremente la
bienvenida, por consideración a su padre. Sir Walter dejaba que su hija hiciera lo que
quisiera y, cuando paseaban juntos, el anciano, para quien la música y la pintura no
significaban gran cosa, la dejaba vagar a su antojo, doblemente contento al ver que el arte
comenzaba a ejercer una influencia beneficiosa sobre Mary. Ella no tenía a nadie que la
guiara en sus estudios, pero seguía un plan propio y, aunque al principio el esfuerzo la
cansaba a veces, siguió persistiendo hasta que al fin comenzó a percibir la inmensidad de
los conocimientos que deseaba adquirir.
La música la calmaba; la pintura le ofrecía un interés en parte sensual y en parte
intelectual. Quizá, al principio, amó más la música porque le servía de anodino. Mientras
estaba oyendo música podía pensar sin dolor en su breve historia amorosa. Y hasta llevó a
su padre a oír cosas que ella comenzaba a apreciar.
Sus espíritus seguían inevitablemente distintos caminos, y mientras ella se
esforzaba con firmeza por ocuparse de nuevos intereses y olvidar el dolor del pasado,
hasta que pudiera soportar de nuevo el pensar en él, y sus pies hallaran el camino de la paz,
sir Walter rara vez estaba muchas horas sin volver de nuevo a los tristes recuerdos y
sentir un constante anhelo de que se disipara la oscuridad que los envolvía. Para su
inteligencia sencilla y franca, el misterio era algo odioso, no podía evitar el pensamiento de
que su hogar encerraría para siempre aquel misterio profundo y espantoso y, en ciertos
momentos, hasta se sentía inclinado a no ver más Chadlands. Pero gradualmente se fue
posesionando de él un deseo natural de volver a la vieja mansión, donde se sentía más
cómodo y a gusto y, conforme la primavera iba avanzando, suspiraba cada vez más por
Devonshire, aunque se preguntaba cómo podría ir allí. La trágica historia del invierno le
envolvía el espíritu como una nube, y la idea de volver a la casa se le hacía de nuevo
desagradable.
Pero Mary conocía bien a su padre, y en aquella hora luminosa, mientras Florencia se
extendía ante ellos con su tranquila belleza crepuscular, declaró que no debían retrasar ya
mucho la partida.
—Hay tiempo de sobra —dijo él—. No soy demasiado viejo para aprender, y muy
estúpido sería el hombre que no pueda aprender nada en un lugar así. Pero aunque el arte no
signifique nunca gran cosa para mí, tu caso es distinto, y doy gracias a Dios al ver que esto
dará un nuevo interés a tu vida futura. Soy un filisteo y siempre lo seré, pero soy un
filisteo arrepentido. Aunque comprendo mi error demasiado tarde.
—Es un mundo nuevo, padre —le dijo ella—, y ha consolado mucho a una pobre mujer
desgraciada, no solamente haciéndome pensar menos en mí misma, sino aminorándome
también los sufrimientos. No sé cómo ni por qué, pero la música y esos cuadros, grandes y
solemnes, pintados por hombres que ya murieron, me hacen pensar de modo distinto en
Tom. Me doy cuenta de que hay muchos más grandes hombres muertos que vivos. Pero
tampoco están muertos. Viven en sus obras, y Tom vive en las suyas, o sea en el amor que
nos teníamos. Cuando oigo una música hermosa lo siento más cerca de mí que antes. En esos
momentos puedo pensar en él con más calma, y la música siempre me ayudará a recordarlo.
—Dios bendiga al arte si hace tanto por ti —dijo sir Walter—. Acudimos a él como
niños, y yo siempre seguiré siéndolo y nunca lo comprenderé, pero tú has recibido su valioso
mensaje. Ojalá la vida no te aparte nunca de él en los años venideros.
—¡Nunca! i Nunca! —le aseguró ella—. El arte ha hecho demasiado por mí. No
trataré de vivir sin él. Me doy ya cuenta de que no podría.
—¿Qué has visto hoy? —le preguntó su padre.
—Estuve en la Galería Pitti toda la mañana. Lo que más me gustó fue el gran retablo
de Fra Bartolomeo y el retrato del cardenal Ippolito dei Medici pintado por Ticiano. Tienes
que verlo; es un espíritu extraño, desdichado, de veintitrés años nada más. Dos años
después fue envenenado, y sus ojos tristes y espantados se cerraron para siempre. y el
Concierto, tan maravilloso, con semejante expresión de hambre espiritual en los ojos del
artista... y Andrea del Sarta, ¡qué gracioso y noble!; pero Henry James dice que es de
segunda categoría porque tenía una mentalidad de segunda categoría, y me imagino que así
será, aunque no para mí. Para mí, nunca. Mañana tienes que venir conmigo para ver algunas
de las cosas que más me gustan. No te aburriré. Todavía no sé lo suficiente para aburrirte.
¡Oh, Y la Judith de Allori, tan hermosa!; pero, ¿crees que Allori le hizo justicia?
Desde luego, su Judith no pudo haber hecho nunca lo que hizo la Judith verdadera. Y un
paisaje de Rubens (oscuro y viejo), que me recordaba nuestros bosques cuando se destacan
sobre el valle.
Sir Walter dedicó la mañana siguiente a Mary y estuvo viendo los cuadros con ella.
Se esforzaba por compartir su entusiasmo y a veces lo conseguía. Luego ocurrió un pequeño
incidente, tan trivial que lo olvidaron al cabo de una hora, pero que les sería recordado en
un asombroso momento que se aproximaba.
Se habían separado, cuando un retrato atrajo las miradas de sir Walter. Pero un
momento después, pasajeramente interesado por el escudo que estaba en el marco, una
dorada cabeza de toro sobre fondo rojo, lo había olvidado. El emblema heráldico se veía
semiborrado y se distinguía apenas, pero el espectador se dio curiosamente cuenta de que
le resultaba familiar. Le parecía haberlo visto en alguna parte. Poco después le llamaba la
atención a Mary; pero ella dijo que, si no recordaba mal, no lo había visto hasta entonces.
Sir Walter gozaba con el interés de su hija; y al ver que su compañía en los museos
aumentaba el placer de Mary y que sus comentarios no le causaban dolor aparente, declaró
la intención de seguir viendo más.
—Tienes que ponerme al corriente de lo que sabes —dijo.
—Será como el ciego que guía al ciego, querido padre —le replicó ella—; pero lo que
me producirá más placer será buscar cosas que creo han de agradarte. La verdad es que
ninguno de los dos sabemos qué es lo que debería gustarnos.
—Eso carece de importancia —declaró él—. Debemos empezar por apreciar los
cuadros, sean los que fueren. Cuando llegue Ernest, querrá que nos pasemos el día en su
gran auto de turismo, yendo de aquí para allá; así que debemos emplear del mejor modo
posible el tiempo que nos queda. Los cuadros no lo atraen, y se sorprenderá grandemente
cuando sepa que los he estado viendo.
—Debemos interesado también por ellos, si podemos.
—Sería imposible. Ernest no entiende de cuadros, y la música no le proporciona
placer alguno. Mira el arte con desconfianza, como una cosa poco propia de los hombres.
—¡Pobre Mr. Travers!
—No lo compadezcas, Mary. Su vida está suficientemente llena sin él.
—Pero yo he descubierto que ninguna vida puede estarlo sin él.
Ernest y Nelly llegaron a su debido tiempo, y, como sir Walter había predicho, sus
placeres consistieron en largos paseos en auto por las ciudades vecinas y los lugares
interesantes o bellos. Mary, a la nueva luz de sus conocimientos, descubrió que los amigos
de su padre habían desmerecido un poco. Hablaba con ellos y compartía sus intereses
menos sinceramente que antes; pero ellos lo atribuyeron a su tribulación y trataron de
"animarla". Ernest Travers hasta llegó a lamentarse de sus nuevos gustos, confiando en que
sólo serían "una fase pasajera".
—Por lo visto, huye de la realidad refugiándose en el mundo de los cuadros y la
música —dijo—. Debe prevenirse contra eso, mi querido Walter. Esas cosas no pueden
interesar de un modo permanente a un espíritu sano.
Durante quince días vieron mucho a sus amigos, y Mary observó que su padre se
expansionaba en la atmósfera de Ernest y Nelly. Se entendían muy bien y poseían
sentimientos y convicciones similares.
Ernest tenía muy mala opinión del carácter de los italianos. Declaraba que una
nación que dependía para su prosperidad de los vinos y la seda ("¡y de qué vinos!") era
demasiado femenina para destacarse. Tenía la vaga idea de que comprendía el idioma,
aunque no podía hablarlo ni escribirlo.
—Nosotros, que nos hemos educado en Eton y Oxford, recordamos el suficiente
latín para entender a esta gente —decía—; porque, ¿qué es el italiano sino la lengua
afeminada de la antigua Roma?
Nelly Travers decía muchas frases tan estúpidas como las de Ernest, y Mary se
admiraba secretamente de lo ridícula que resultaba aquella gente en una tierra extraña.
Llevaban con ellos su ignorancia y atmósfera local, tan abierta y claramente como el
equipaje. No se apenó de dejarlos, porque. ella y su padre pensaban pasar algún tiempo en
Como, antes de regresar.
Ernest y Nelly iban a visitar en auto los campos de batalla de Francia y fueron a
despedir a sir Walter y su hija cuando partieron para Milán. Mr. Travers corrió a la puerta
del vagón y le puso a sir Walter un diario en la mano, en el mismo instante en que el tren
comenzaba a moverse.
—He conseguido un ejemplar del Field de la semana pasada, Walter —le dijo.
Pasaron por los Apeninos una noche en que las luciérnagas brillaban en todos los
arbustos, bajo un cielo estrellado, claro y sin luna; y cuando el tren se detenía en
estaciones pequeñas y silenciosas, llegaban hasta sus oídos los trinos de los ruiseñores.
Pero las circunstancias impidieron que visitaran el lago de Como, porque en Milán
aguardaban a sir Walter cartas de Inglaterra y, entre ellas, una que aceleró su vuelta.
Procedía de un desconocido, y el azar había querido que el remitente, un italiano, hubiera
viajado de Roma a Londres para ver a sir Walter cuando el señor de Chadlands se
encontraba a medio día de distancia de él. Ahora, se hallaba aún en Londres y se proponía
quedarse allí hasta recibir respuesta a la misiva. Escribía reservadamente y hacia una
declaración de gravedad extraordinaria. Le interesaba el misterio del Cuarto Gris y creía
poder arrojar alguna luz sobre los tristes sucesos relacionados con él.
Sir Walter vaciló, pensando en Mary, pero se sintió muy aliviado cuando ella sugirió
que volvieran en seguida.
—Sería una locura demorarnos —le dijo—. Esto significa tanto para mí como para ti,
padre mío, y no podría irme a Como sabiendo que en Inglaterra nos aguarda aunque sólo sea
un débil resplandor de luz. Nada puede alterar el pasado, pero si fuera a explicarnos cómo
y por qué ocurrió, ¡qué gran alivio sentiríamos!
—Henry iba a reunirse con nosotros en Menaggio.
—Se pondrá tan contento como tú y yo si algo sale de esto. No parte de Inglaterra
hasta el jueves, así que puede reunírsenos en Chadlands.
—Sólo vivo para ver explicadas esas cosas —le confesó su padre—. Daría todo lo
que tengo por descubrir la razón de la muerte de tu esposo. Pero aquí se hacen
insinuaciones muy graves. Me parece que este hombre no puede tener justificación alguna
para emplear la palabra "crimen". ¿Crees que esa palabra puede significar para él menos que
para nosotros?
—Escribe un inglés perfecto. Nos aguarde lo que nos aguarde, debemos tener
esperanza. Esas cosas no ocurren por azar.
—No cabe duda de que es un caballero, un hombre refinado y de delicados
sentimientos. Ya me siento favorablemente dispuesto hacia él. Hay algo caballeresco en lo
que tienen de "anticuado" sus expresiones. Ningún joven escribe así hoy en día.
La carta, que ambos leyeron muchas veces, revelaba los rasgos de que había hablado
sir Walter. Estaba escrita con cortesía y distinción latinas. Había también toques de humor
que ni él ni Mary percibieron:

"Hotel Claridge, Londres, 9 de abril.


"Mi estimado sir Walter Lennox:
"En común con el resto del mundo que conoce Inglaterra, me he sentido
recientemente muy interesado y conmovido por los asombrosos acontecimientos que han
tenido lugar en Chadlands, en el condado de Devan, bajo su techo. Las circunstancias fueron
narradas en los diarios italianos sin grandes detalles, pero yo las leí en el Times porque
conozco su idioma y soy un gran amante de su país.
"Había concebido ya la idea de comunicarme con usted cuando (tan pequeño es el
mundo de nuestros tiempos) un accidente me hizo relacionarme con uno de sus amigos
personales. En una fiesta dada por el embajador inglés en Roma pude prestar un pequeño
servicio a un joven soldado, un tal coronel Vane y, como resultado, gocé del privilegio de su
trato. No habría impuesto mi presencia a otra generación, pero a él le interesaba poder
conversar en su propio idioma. Era también inteligente..., para un militar. No hizo alusión
alguna a la tragedia de Chadlands, pero cuando habló del espionaje durante la guerra y de
asuntos similares, advertí que conocía los detalles de la muerte de un gran detective inglés,
Peter Hardcastle. Entonces le pregunté, porque me interesaba profundamente el asunto, si
no sería posible conseguir más detalles de la historia del Cuarto Gris y, con gran asombro
mío, me contó que había estado en Chadlands la noche en que su llorado yerno, el capitán
Thomas May, dejó esta vida. Entonces recordé haber leído el nombre del coronel Vane,
entre otros que se mencionaban en el Times, como el de uno de los invitados que se hallaban
en Chadlands cuando ocurrió el desastre.
"Viendo que mi curiosidad no era inmotivada, el coronel Vane aceptó mi invitación
para cenar en casa, y tuve el placer de recibirlo y enterarme de muchos detalles íntimos del
suceso. Me los dio confidencialmente porque sabía que no abusaría de su confianza. En
realidad, le había hablado ya de mi decisión de comunicarme con usted como resultado de lo
que me contó.
"No es probable que lo que vaya a decirle tenga algo que ver con el caso y tal vez yo
llegue a comprender que carezco de medios para servirlo o para verter luz sobre un asunto
tan profundamente sumido en la oscuridad. Pero no estoy del todo seguro. Con frecuencia,
las cosas chicas llevan a las grandes, y aunque desgraciadamente es imposible alterar el
pasado, puesto que nuestro mismo Hacedor no puede deshacer su labor de ayer o borrar los
acontecimientos de tiempos pasados, siempre queda el futuro; y si pudiéramos leer
claramente en el pasado, lo que nunca podemos hacer, entonces el futuro no sería, como
generalmente es para la humanidad, un enigma doloroso.
"Si puedo ayudarlo a leer el pasado, conseguiré al menos aliviar sus inquietudes con
respecto al porvenir; y si, por una remota casualidad, mis sospechas fueran ciertas, es
imperativo que me ponga a su servicio por el bien de la humanidad. En una palabra, se ha
cometido un gran crimen, y posiblemente la situación es tal que otros crímenes podrían
suceder a éstos. No afirmo nada, pero creo que la causa responsable de esos asesinatos
sigue aún activa, puesto que la policía ha sido tan completamente engañada. En Chadlands
tal vez existe aún un peligro constante para los que viven con usted; en realidad, un peligro
para cualquier vida humana, siempre que se permita que siga existiendo. Le escribo, claro
está, suponiendo que usted desea que se aclare ese abominable misterio, para su
satisfacción y por el buen nombre de su casa.
"No sustento grandes esperanzas y le ruego que, de todos modos, no se sienta
excesivamente optimista. Pero creo lo siguiente: que si hoy en día hay en el mundo algún
hombre que tiene en sus manos la clave de su tribulación, ese hombre soy yo. Vivo con la
esperanza de poder librar al mundo de tan gran horror; y el hacerlo me daría una
satisfacción muy grande. Pero no le prometo nada.
"No obstante, por si acaso siguiera un camino acertado, permítame que le explique
el rumbo de mis pensamientos. Tal vez los conocimientos humanos no podrán dar con la
solución del caso, y entonces yo fracasaré también. Tal vez sea posible que el reverendo
Septimus May no estuviera equivocado y que a costa de su vida haya exorcizado al espíritu
cuyas operaciones se consentían por una razón oculta en la mente de su Creador; pero, por
mi parte, creo otra cosa. Y si llegara a probarse que no estaba equivocado, me sería posible
demostrarles que todo ha sucedido de acuerdo con la razón humana y explicable para la
comprensión humana. Por lo tanto, vine a Inglaterra, contento de tener una excusa para
hacerlo, y fui a visitarlo a su mansión, enterándome, con gran pesar, de que no se hallaba en
ella y se había ido a Florencia, ¡casi a vuelo de pájaro de mi casa!
"Le escribo ahora a la lista de correos de Milán, donde, según me indicó su criado,
le envían las cartas que aquí se reciben. Si regresa pronto, lo aguardaré. En caso contrario,
tal vez podremos vernos en Italia. Pero preferiría que volviera aquí, porque no puedo
prestarle ningún servicio práctico hasta que, con su permiso, haya visitado su casa y visto
con mis propios ojos el Cuarto Gris.
"Le ruego que acepte mis saludos más corteses y mis más sinceras condolencias por
los grandes sufrimientos que usted y Madame May han tenido que soportar.
"Hasta que reciba noticias suyas seguiré en el Hotel Claridge de Londres.
"Queda suyo afectísimo y
"seguro servidor,
VERGILIO MANNETTI."

Aunque no sentía grandes esperanzas, sir Walter se apresuró a contestar la carta.


Declaraba en ella su intención de volver a Inglaterra en la semana siguiente y esperaba que
entonces el signor Mannetti visitaría Chadlands en cualquier momento que le pareciera
oportuno. Le daba sinceramente las gracias, pero temía que, como el italiano basaba su
teoría en un crimen, el optimismo no podía ser mucho, pues se había demostrado la
imposibilidad de tal cosa.
Mary, no obstante, había leído más a fondo la carta y tenía la sospecha de que quien
la había escrito confiaba en sus poderes más de lo que declaraba.
—Siempre creímos que el Cuarto Gris estaba de algún modo relacionado con Italia
—dijo—. Sabemos que el techo fue construido por italianos en la época de Isabel.
—Así es; pero lo mismo ocurre con los demás techos con molduras que hay en toda
la casa.
—Tal vez entienda el arte italiano y sepa que algún techo similar ocultaba un
secreto.
—El techo no puede ocultar a un asesino, y él afirma claramente que se halla sobre
la pista de un crimen.
No obstante, el interés de sir Walter iba en aumento conforme se aproximaba la
hora del regreso. Hasta que no decidieron la fecha no descubrió cuánto ansiaba verse allí.
Porque el horror y los sufrimientos del pasado habían ido suavizándose, y ardía en deseos
de ver sus bosques y praderas con el ropaje de verano, oír el murmullo de su río y moverse
de nuevo entre voces y caminos familiares.
Chadlands les dio la bienvenida una hermosa tarde de mayo, y la sincera alegría de
sus criados conmovió no poco a sir Walter. Henry Lennox había llegado ya y tenía gran
interés por leer la carta del italiano. Y cuando Mary y él salieron a dar un paseo por el
jardín, la encontró muy cambiada. Hablaba con más lentitud y no reía. Pero lo había recibido
con afecto y escuchado con interés todo lo que le contó acerca de sí mismo.
—Pienso que fue una decepción para ti el que te detuviéramos a último momento —le
dijo ella—, pero estaba convencida de que la razón te satisfaría. No sé por qué, pero me
siento esperanzada; papá, no. Aunque mis esperanzas están mezcladas de miedo, porque el
signor Mannetti habla de un gran crimen.
—Temo que resulte una teoría falsa. Háblame de ti. ¿Estás bien?
—Sí, muy bien. Tienes que ir algún día a Italia, Henry, para que te enseñe las
maravillosas cosas que he visto.
—Con mil amores. Soy un verdadero bárbaro. Pero todo se debe a mi pereza. Quiero
estudiar arte para comprender un poco lo que realmente importa.
—Estás hecho para ello. ¿Has escrito más versos?
—Ninguno que merezca la pena enseñarte.
Mary seguía ejerciendo sobre él la antigua fascinación; pero Henry no abrigaba
esperanzas acerca del porvenir. Sabía lo que Tom había sido para Mary, a pesar de lo breve
de la unión, y estaba seguro de que nunca volvería a casarse.
Atraído por el ruido de voces conocidas, Prince, el viejo spaniel, fue arrastrándose
hasta los pies de Mary. Le ofreció sus débiles saludos, y Mary lo acarició, mas el perro se
había convertido en una sombra.
—Deberían haberlo matado al pobrecito; es una crueldad conservarle la vida. Pero
Masters dijo que no quería que muriese mientras el tío Walter estaba fuera. Masters ha
sido como una madre para él.
—Díselo a papá; tal vez reñirá a Masters por dejarlo languidecer así. Confiaba en
que el pobre Prince sería muerto sin dolor, o moriría antes de que volviera.
—Masters no lo habría hecho morir, como no se lo hubieran ordenado.
—Y yo estoy segura de que papá nunca habría podido dar la orden por escrito. Ya lo
conoces.
Varias cartas aguardaban a los viajeros; una, del coronel Vane, describiendo su
entrevista con el signor Mannetti y diciendo que esperaba que algo saldría de ella; y otra,
del propio signor. Expresaba el gusto que le producía la invitación y les avisaba que llegaría
a Chadlands el lunes siguiente, si no se le indicaba lo contrario.
El mismo sir Walter fue a Exeter para recibir a su invitado y llevarlo a la casa en
auto. Al ver por primera vez al signor sintió cierta impresión ante la edad del italiano.
Porque Vergilio Mannetti era un anciano. Había sido alto, pero ahora estaba muy encorvado,
y aunque no era decrépito, necesitaba que lo ayudaran por lo que iba acompañado y asistido
por un italiano de mediana edad. El viajero era hombre de aspecto distinguido. Tenía cara
morena y afeitada; la piel parecía haberse reducido más bien que arrugado, aunque ese
accidente físico no le daba aire de momia. Conservaba aún mucho pelo, tan blanco como la
nieve; los oscuros ojos no estaban empañados y eran, no solamente brillantes, sino también
maravillosamente agudos. Más de una vez les dijo, y lo probó, que tras los grandes cristales
de las gafas, que daban a su cara expresión de búho, podía ver de lejos tan bien como un
joven. Su cara redonda resplandecía de inteligencia y humor.
Confesó tener ochenta años, pero poseía asombrosa vitalidad y agudo interés por la
vida y sus diversos aspectos. El anciano había sido por mucho tiempo espectador de la
existencia y parecía saber tanto, si no más, del juego como los que actuaban en él.
Reconoció su actitud y se echó la culpa de ella.
—Nunca trabajé en mi vida —dijo—. Nací con una cuchara de plata en la boca. i Ay!,
he sido asombrosamente perezoso; mi oficio era mirar cómo vivían los demás. Por lo menos,
debería haber escrito un libro; pero todas las cosas que quería decir fueron dichas de un
modo tan exquisito por el conde Gobineau en sus inmortales volúmenes que yo no habría
sido más que un eco. Y la vida está ya demasiado llena de ecos. Créame, si hubiera tenido
que trabajar para ganarme la vida, podría haber ocupado un lugar muy importante, porque
poseo un cerebro excelente.
—¿Conoce a Inglaterra, signor?
—Cuando le diga que me casé con una inglesa y que mis dos hijos tienen sangre
inglesa en las venas comprenderá la sinceridad de mi amor. Mi querida esposa era una
Somerset.
Mary May siempre dijo que el italiano la había conquistado cuando hacía
escasamente media hora que lo conocía, despertando en ella algo parecido al afecto. Había
fascinación en su mezcla de sencillez infantil y variada cultura. Nadie podía resistirse a su
humor gracioso y su cortesía de otros tiempos. El anciano podía ser sencillo e ingenuo,
también; pero sólo cuando quería; y no era esto cosa debida a la segunda infancia de la
ancianidad, porque su intelecto seguía siendo muy agudo y más rápido que el de cualquiera
de las personas que había en Chadlands. Pero era modesto y le encantaban las bromas. La
mano del tiempo lo había rozado, sin duda, y a veces su memoria le fallaba, y balbuceaba
ante una dificultad verbal; pero eso sólo ocurría cuando estaba cansado.
—La mañana es mi mejor momento —les dijo—. Me temo que después de la cena
pensarán que soy un pobre viejo estúpido.
El signor Mannetti resultó ser un gran conversador, e implícitamente les reveló que
pertenecía a la nobleza de su país y que gozaba de la amistad de muchos hombres notables.
El día de la llegada no mencionó el objeto de su visita. Habló solamente de Italia, se rió al
pensar que había pasado por Florencia para buscar a sir Walter en Inglaterra y luego,
viendo que su anfitriona era una neófita en los santuarios del arte, en consideración a ella
trató de ponerse a su altura.
—Si ha encontrado en los cuadros la respuesta a un anhelo desconocido que había
en su interior, la felicito —declaró—. De música entiendo muy poco; pero mucho de pintura.
Y veo que usted también desea entenderla. El espíritu está dispuesto, pero, probablemente,
no sabe lo que le aguarda. Busca a tientas (como un ciego o un niño) sin una mano que lo guíe
o una autoridad en quien confiar. Eso es una pérdida de tiempo. Cuando vuelva a Italia debe
comenzar por el principio, si quiere hacerla seriamente..., no por la mitad. Sólo la ignorancia
juzga al arte en términos de habilidad, puesto que en el arte no hay grados. Nadie ha ido
más allá de Giotto, porque la técnica y el dibujo son accidentes del tiempo que no entran en
el alma del asunto. El arte, en realidad, es una cosa estática. Cambia como cambia la
superficie del mar, de hora en hora; pero no progresa. Hay artistas grandes y pequeños,
movimientos grandes y pequeños, del mismo modo que hay olas grandes y chicas, brisas
vivas y tempestades horribles; pero todas están hechas de la misma sustancia. El arte, en
un caso, y el océano, en otro, siguen siendo inmutables. Le daré un plan para su instrucción,
si le agrada, y la enviaré primero a los primitivos, los grandes artistas que pusieron los
cimientos. He vivido cinco años en Siena por amor a los principios del arte; y usted
aprenderá también a amar y reverenciar los principios, si quiere comprender, en medio de la
oscuridad, esa luz que los hombres llaman el Renacimiento.
Poco después abandonaba a Mary y se esforzaba por interesar a sir Walter, lo que
no le costó trabajo.
—El gobierno ideal es una autocracia benévola, amigo mío; el ideal de todos los
pensadores supremos: de Maquiavelo, Nietzsche, Stendhal, Gobineau. La libertad y la
igualdad son términos que se destruyen mutuamente, que no pueden existir juntos; porque,
donde hay libertad, el fuerte se encarga instantáneamente de que la igualdad perezca. Y
con razón. La igualdad es el grito de guerra de los imbéciles, una negación de la naturaleza,
una aberración. Las mismas hormigas lo saben muy bien. Sin duda alguna, usted mirará con
gran desconfianza el creciente espíritu democrático, lo que se llama con ese nombre, ¿no?
—Sí —reconoció sir Walter.
—Su monarca y el mío están un poco picados de esa tarántula. Me preocupan. No
debemos tener complacencias con los líderes de las masas, porque no son la masa misma y
nunca lo han sido. Ellos, y no las masas, son los que atacan. Pero el Estado que crea que
puede prosperar bajo el gobierno del proletariado perecerá muy pronto. Ese estado de
cosas sería contrario a las leyes naturales y, por lo tanto, llevaría en sí los gérmenes de su
propia disolución. Y su muerte sería inconcebiblemente horrible, porque la muerte de los
organismos grandes y primitivos siempre lo es. Sólo las criaturas distinguidas resultan
hermosas en la muerte, o saben morir como caballeros.
—¿Y quién está hoy en día a su lado, signor? —le preguntó Henry Lennox.
—Espero que más de los que me imagino. Gobineau es el faro, que me guía en la
tempestad. Debe leerlo, si no lo ha hecho ya. Era el espíritu encarnado del Renacimiento.
Irradiaba su luz resplandeciente, como un faro sobre las negras aguas; él, mejor que ningún
otro hombre, lo comprendía y, más que nadie, sufría al ver cómo su gloria y su clara
esperanza desaparecían en la tierra bajo la invencible superstición de la humanidad y la
lamentable obra de la raza judía. ¡Ay! Los judíos han acabado con muchas cosas, aparte de
nuestro Salvador.
Descubrieron que el Renacimiento era el tema favorito del signor Mannetti. Volvía a
él una y otra vez, y uno de sus rasgos típicos era el que pudiera unir a sus seguridades de
que era un devoto cristiano los sentimientos propios de un pagano.
—El cristianismo ha servido para crear muchos esclavos y charlatanes —decía—.
Uno lamenta el hecho, pero debemos ser francos. Con demasiada frecuencia ha arrojado
del templo de la vida a los únicos miembros realmente preciosos de la sociedad. Ha
expulsado a la oscuridad exterior al valiente, al limpio y al viril; ha exaltado al hombre
medio, que nunca es valiente o viril y rara vez realmente limpio. Una ola espantosa sumerge
todo lo que verdaderamente importa. Los orgullosos, los hermosos (los únicos seres que
justifican la existencia de la humanidad) se verán bien pronto en las montañas, con los
halcones y los leopardos, y perseguidos como ellos, desterrados como los parias,
abandonados, odiados.
—Me temo que el espíritu del cristianismo sea socialista —dijo sir Walter—. Es una
de esas cosas que no pretendo comprender, pero el clero moderno habla francamente
acerca del tema.
—¿Su clero habla en realidad francamente?
—Sí; y, como es natural, tenemos que escucharlo. La verdad suele ser dolorosa. ¿Y
cómo podemos reconciliar nuestros instintos aristocráticos con nuestra fe? Le pido que me
ilumine y le ruego que me perdone el personalismo. Estoy completamente de acuerdo con
sus nobles sentimientos. Pero, como buen cristiano, ¿debería estarlo? ¿Cómo puede poner
de acuerdo la verdadera fe de su corazón y las opiniones de su cabeza, signor?
Los ojos del anciano chispearon, y una sonrisa juvenil le iluminó el viejo rostro.
—Buena pregunta, y muy aguda, sir Walter. A eso sólo puedo contestarle de un
modo, amigo mío. Para Dios, todas las cosas son posibles.
Henry se echó a reír; su tío estaba perplejo.
—Cree que ésa no es una respuesta —continuó el italiano—. Pero la razón también
debe tener su lugar al sol, aunque muchas veces debamos ocultarla en el bolsillo. Tantos
grandes hombres no quisieron apagar su luz... e hicieron que se la extinguieran a la fuerza.
Es un tema difícil. Sigamos pensando en forma limitada. Es más seguro. Cuando se tiene más
de ochenta años, se ama la seguridad. Pero amo también la alegría y el romanticismo, ¿y
acaso la religión no es la única alegría y el único romanticismo que nos quedan? ¡La
afirmación y no la negación es lo que mueve el mundo! Los "intelectuales" se olvidan de eso
y, por lo tanto, resultan estériles.
El ingenio del signor Mannetti era demasiado ágil para sus interlocutores. Habló y
habló (de cualquier asunto, excepto del que ocupaba los pensamientos de todos) hasta las
diez y media, hora en que su criado vino a buscarlo. Entonces se levantó como un niño
obediente y les dio las buenas noches.
—Stephano es mi ángel de la guarda —dijo—; un ser de puntualidad casi dolorosa.
Pero me agrega años de vida. No se olvida de nada. Me despido amablemente de ustedes
hasta mañana y les doy las gracias por la bienvenida. Si no resulta inconveniente, quiero
desayunarme en mi habitación y a las once estaré dispuesto a ponerme al servicio de
ustedes. Entonces, tendrán la amabilidad de con test arme ciertas preguntas, y, si Dios
quiere, trataré de ayudarlos.
CAPÍTULO XI «
EL PRÍNCIPE DJEM

EL SEÑOR de Chadlands se sentía a la vez atraído y repelido por su invitado. El


signor Mannetti le había revelado poseer un tipo de mentalidad completamente desconocido
para él; y, aunque a menudo los sentimientos que expresaba estaban de acuerdo con los de
sir Walter, también tenía una gran cantidad de opiniones que sorprendían y a veces hasta
escandalizaban a su interlocutor. Sir Walter se daba también cuenta de que muchas de las
cosas que decía escapaban a su comprensión. El anciano italiano podía emplear el inglés con
la misma perfección que su idioma. Tenía el dominio de la frase, propio de sus compatriotas;
las ironías; las palabras de doble sentido, entre maliciosas y humorísticas; el concepto de la
humanidad que se complace en sorprender; los cumplidos que, examinados de cerca,
resultan todo lo contrario. Cuando el invitado se hubo ido a la cama, el padre de Mary
expresó en voz alta sus opiniones.
—Si no me pareciera imposible —le dijo a Henry—, casi pensaría que el signor
Mannetti trata a veces de tomarme el pelo.
—Lo trata y lo consigue —le contestó el joven Lennox—. Así es su modo de ser.
Tiene una mentalidad tan ágil como un mono, a pesar de sus años. Es un viejo ladino; sus
pensamientos son mil veces más rápidos y más sutiles que los nuestros.
—Pero es encantador —declaró Mary.
—Es un caballero —replicó Henry—, un caballero italiano. Tiene una idea de los
buenos modales distinta de las nuestras, eso es todo. Los buenos modales son en gran parte
cuestión de geografía... como muchas otras cosas y costumbres.
—Sea como fuere, creo en él.
—Y yo también, Mary. No creo que se habría tomado tantas molestias si no tuviera
esperanzas de solucionar el caso.
Pero sir Walter dudaba.
—Es anciano, y la mente a veces lo traiciona. No cabe duda de que es muy
inteligente; pero su inteligencia pertenece al pasado. Se ha movido con el tiempo tan poco
como yo.
—Los ojos le centellean aún, y uno se da cuenta de que tiene garras, pero, como un
viejo gato persa, nunca pensará en usarlas.
—Yo sí creo que las usaría —le replicó el primo—. Es capaz de atacar a cualquiera...
por la espalda.
—Sea como fuere, es demasiado viejo para comprender la democracia.
—La comprende demasiado bien —contestó sir Walter—. Como yo, sabe que la
democracia no es más que la autocracia vuelta del revés. La naturaleza humana no está
hecha para vivir de acuerdo con ese ideal. Será bueno para las ovejas y los bueyes..., pero
no para los hombres.
—Es un aristócrata, un sobreviviente, orgulloso como un pavo real bajo su capa de
humildad, pero bondadoso como tú, padre mío.
—Yo dudo bastante de su bondad —dijo Henry—. Los latinos no son bondadosos.
Pero no dudo de su inteligencia. Hay que ponerse en guardia contra las primeras
impresiones, Mary.
—No, no debemos hacerla, cuando son tan agradables. En él no hay nada mezquino o
vulgar. Me parece extraordinario que un anciano se haya tomado tantas molestias.
Henry Lennox los llevó a pensar en cosas más prácticas.
—Lo primero que hay que hacer es abrirle la habitación. Va a ver al tío Walter a las
once y después querrá visitar el Cuarto Gris. Si mañana temprano llamamos a Chubb y a uno
o dos hombres del pueblo, podrán ayudar a Caunter a abrir la habitación y tenerla lista para
después de la comida.
Sir Walter llamó a su criado y ordenó que al día siguiente, muy temprano, fueran a
buscar a los obreros.
—Dudo de que las autoridades aprueben esto —le dijo a Henry, cuando hubo dado
las órdenes.
—¿Qué pueden hacer sino mostrarse contentas cuando se haya aclarado este
infernal asunto?
—Es demasiado lindo para ser verdad.
—Yo debería pensar lo mismo, pero comparto el optimismo de Mary. Creo
honradamente que el signor Mannetti sabe mucho más acerca del Cuarto Gris de lo que nos
ha dado a entender.
—¿Cómo puede saberlo? —le preguntó su tío.
—El tiempo lo dirá; pero yo pienso apoyarlo.
A las once de la mañana siguiente el invitado hizo su aparición. Iba apoyado en un
bastón de ébano con puño de oro y vestido a la usanza de otros tiempos. Parecía animado y
lleno de vida; a su mente no le costaba ningún trabajo concentrarse en el tema. Por lo visto,
tenía todos los detalles en las puntas de los dedos y conocía la historia del Cuarto Gris
desde las épocas más remotas que recordaba sir Walter.
—Que sepamos con certeza, las víctimas han sido cinco —dijo—, porque no cabe
duda de que todas ellas deben de haber sufrido la misma muerte y en las mismas
circunstancias.
—Cuatro víctimas, signor.
—Se olvida de su anciana parienta, la señora que vino a pasar la Navidad con su
padre, cuando usted era niño, y que fue hallada muerta en el suelo. No obstante, el coronel
Vane la recordaba, porque usted se la había mencionado cuando le contó la historia de Mrs.
Forrester, de la enfermera Forrester.
—Nunca asocié a mi anciana tía con las tragedias subsiguientes y los demás,
tampoco.
—No obstante, lo que acabó con ella no fue la vejez y una buena cena. Murió
también asesinada.
—Sigue hablando de crimen.
—Si no me equivoco, la única palabra que puede emplearse es crimen.
—Perdóneme, pero ¿cómo es posible que el mismo criminal pudiera matar a tres
hombres el año pasado y a una anciana hace más de sesenta?
—Completamente posible. ¿No lo comprende? Espero tener el privilegio de
demostrárselo dentro de poco.
—¿Entonces usted cree que se trata de una cosa maléfica y realmente inmortal
(como creía el pobre May), un ser consciente, oculto allí, aunque nosotros no podamos verlo?
—No, no, amigo mío. Permítame ser franco. En mi teoría no figura ningún espíritu,
bueno o malo. Créame, hay menos cosas en la tierra y en el cielo de lo que sueña nuestra
filosofía. El hombre se ha recargado el cerebro con una gran cantidad de necedades de su
propia creación. Muchos de sus principios y prácticas están basados en mitos y sueños. Es
una criatura crédula y estúpidamente apegada a la tradición; pero yo le aconsejo que
sospeche siempre de la tradición, y cuanto más antigua tanto más debe desconfiarse de
ella. Todavía tenemos en nuestro interior mucho del salvaje, todavía llevamos con nosotros
más tonterías suyas de las que imaginamos. El intelecto debería tender a simplificar y no a
complicar, y los que vengan detrás de nosotros mirarán con lástima esta generación, presa
como las moscas en las redes tejidas por sus rudos antepasados. Pero las verdades eternas
son pocas; un niño podría contarlas. No obstante, nosotros somos muy aficionados a creer
en lo que creyeron nuestros antepasados. i Ay!, en ese aspecto nadie peca más que yo. Por lo
tanto, vamos a arrojar por la borda lo sobrenatural, de una vez para siempre, por lo menos
en lo relativo al Cuarto Gris. No hay en él ningún espíritu; no se oculta en él ningún súcubo
dispuesto a acabar con la vida de hombres y mujeres decentes.
—Es extraño que piense casi igual que el pobre Peter Hardcastle. ¡Dios quiera que
acierte!
—Por ahora estoy casi seguro de que no me equivoco. Podemos dejar el otro mundo
fuera de nuestros cálculos.
Le hizo varias preguntas, muchas de las cuales parecían no tener relación alguna con
el tema, pero no expuso ninguna sugestión ni anticipó ninguna teoría. Sospechaba que Peter
Hardcastle habría llegado a la misma conclusión si la muerte no hubiera interrumpido sus
investigaciones. De cuando en cuando levantaba ligeramente la mano para pedir silencio y
dejar que una respuesta penetrara bien en su cerebro.
—Ahora pienso con mucha lentitud acerca de las cosas nuevas —dijo—. Las ideas
deben ir penetrando gradualmente hasta encontrar su lugar. Eso es lo peor de las ideas
nuevas. ¡Cuando uno tiene ochenta años hay tan poco lugar para ellas! Las opiniones antiguas
y sentadas ocupan todo el espacio y tienen celos de las recién llegadas.
Sir Walter le explicó a continuación que estaban abriendo el cuarto y que estaría
listo para después de la comida. Entonces él se preocupó por los obreros.
—Que vayan con cuidado —dijo—, porque, si no me equivoco, el peligro existe aún.
Que trabajen rápidamente y no se demoren.
—Todavía no le ha ocurrido ningún mal a los que no entraron solos en la habitación.
Los detectives no vieron ni sintieron nada.
—No obstante, el asesino podía muy bien haber acabado con los detectives;
créamelo, sir Walter.
El día era muy hermoso, y el signor Mannetti expresó deseos de salir a tomar aire.
Subieron a la terraza, y poco después Mary se unía a ellos. El italiano le pidió el brazo, que
la muchacha dio de buen grado.
Prince venía con Mary, y el invitado se interesó por él.
—Como yo, su perro se encuentra al borde de cosas mejores —dijo—. Estoy seguro
de que hará grandes hazañas en sus felices cotos de caza.
Le hablaron de las que Prince había hecho ya, y él pareció interesarse.
—No obstante, el fiel animal debería morir ya. Está ciego, y la parálisis se ha
apoderado de sus cuartos traseros.
Sir Walter dio una palmadita en la cabeza de su viejo favorito.
—Morirá el viernes —dijo—. Ese día vendrá el veterinario. Le aseguro que pensarlo
me produce sincero dolor.
—Se ha ganado la eutanasia, con toda seguridad. ¿Cómo se llama aquel hermoso
árbol con grandes flores blancas? Lo he visto otras veces, pero soy muy ignorante en todo
lo relativo a la botánica.
—Un tulípero —le dijo Mary—. Dicen que es el más hermoso de Devonshire.
—Un hermoso objeto. Pero aquí todo es hermoso. La primavera inglesa puede ser
divina. Le pediré que me lleve luego a ver las margaritas. Aquéllas son azaleas, ¿no?...; aquel
bancal de fuego vivo..., ¡maravilloso!
Alabó la escena y habló luego de los jardines de Italia.
Después, cuando hubieron terminado de comer, el signor Mannetti fumó dos
cigarrillos, se levantó, se inclinó ante sir Walter y le dijo:
—Ahora, si tiene la bondad.
Lo acompañaron y lo miraron en silencio, mientras los ojos del signor recorrían el
Cuarto Gris. El lugar no había cambiado en nada, y los angelitos que bailaban en los grandes
sillones parecían darle la bienvenida a la luz después de un largo período de oscuridad.
El visitante fue sin prisa de un extremo a otro de la pieza, meneando la cabeza para
sí, y luego se fue animando gradualmente. Por fin contuvo su creciente excitación y dijo:
—Creo que voy a ayudarlo, sir Walter.
—Ésa es una gran noticia, signor.
Entonces, el anciano, con aparente inconsecuencia, pasó de la habitación a lo que
contenía. Si en realidad había encontrado una pista no parecía tener mucha prisa por
seguirla. Empezó entonces una disertación acerca de los muebles, y ellos lo escucharon
pacientemente, porque se habían dado cuenta de que las interrupciones lo molestaban. Pero
él parecía gozar poniéndolos a prueba.
—Hermosas piezas —dijo—, pero no son españolas, como usted me hizo suponer.
Son de castaño español, pero eso es lo único que tienen de españoles. Pertenecen al
Renacimiento italiano, y me parece muy apropiado que estos magníficos ejemplos de la
artesanía italiana reposen aquí, bajo un techo italiano. Aunque lo crea extraño, mi
dormitorio en Roma se parece mucho a esta habitación. Vivo en una villa que data del siglo
quince y perteneció a los Colonna. Mis cómodas son más hermosas que éstas; pero le
confieso que su cama y sus sillas son mejores. Y con razón. Vamos a examinarlas para
ilustrar a Mrs. May. ¿Le resultan familiares estas sillas talladas, con sus relieves de putti
danzando..., es decir, las figuras?
Mary meneó la cabeza.
—Entonces estoy seguro de que en sus viajes por Italia no fue a Prato. Esos grupos
de niños danzando y tocando los cuernos son una hermosa copia del famoso púlpito del
Donatello, en el duomo. El dibujo de las sillas se repite en el zócalo de la cama; pero en el
centro de éste se intercala un óvalo, pintado en madera. La pintura está borrosa, y las
guirnaldas marchitas por el paso de los siglos, como es natural; pero yo distingo muy bien
los colores muertos y también sé quién lo pintó.
—¿Es posible, signor, que reconozca esa pintura tan pálida y borrosa?
—Sin la menor duda. Es un pequeño Pinturicchio. Fíjese en las alegres bandas de
variados dibujos, en los arabescos y los frutos. Los tonos han desaparecido, pero las
formas y ciertos amaneramientos del maestro son inequívocos. Esas primorosas
decoraciones constituyen el signo manual de algunos pintores del Quattrocento, como
Gozzoli y el Pinturicchio ; y la persona para quien fueron creadas estas obras de arte les
encargó las pinturas y decoraciones del Vaticano. Luego hablaremos de él. Miguel Ángel fue
quien convirtió las creaciones de estos artistas en simples espumas y burbujas de colores
cuando se las compara con la inmensa grandeza intelectual de sus obras maestras de la
Sixtina. Pero eso fue después. Quien nos interesa es el Papa para el que se hicieron estas
sillas y esta cama. Sí, un Papa, amigos míos..., ¡y nada menos que Alejandro VI!
Aguardó, como un actor hábil, la tremenda sensación que sus palabras merecían.
Pero no ocurrió así. Desgraciadamente para el gran momento del signor Mannetti, su frase
no produjo en nadie particular impresión.
Sir Walter le preguntó cortésmente:
—¿Y era un Papa bueno o malo? Porque muchos de esos caballeros tienen bastante
mala fama.
Pero el signor se había dado cuenta del fracaso de su gran momento. Al principio lo
lamentó, y una oleada de enojo y hasta de desprecio le pasó por la mente; luego se alegró de
que el secreto pudiera seguir oculto veinticuatro horas más, porque con la demora
aumentaría grandemente la sensación dramática. Estaba pensando ya en el futuro,
planeando maravillosos golpes de teatro. No podía estar seguro de no equivocarse; aunque
ahora las dudas del anciano eran muy escasas.
No contestó a la pregunta de sir Walter y le hizo a su vez otra.
—¿Dice que los detectives examinaron esta habitación con minucioso cuidado?
—Sí.
—¿Pero qué pueden revelar el cuidado y el celo, qué puede conseguir el más
concienzudo de los estudiantes si la ignorancia confunde sus actividades? Para mí, lo
asombroso es que nadie tuviera la información necesaria para llevarlo al fin por buen
camino. Pero voy demasiado de prisa. Después de todo, ¿a quién debemos censurar, cuando
lo que nos interesa es el Cuarto Gris y sólo él? ¿No es así? ¿Tiene mala fama el Cuarto
Gris?
—Sí, desde luego.
—Y sin embargo, un cierto conocimiento de algunos hechos peculiares..., un poco de
historia..., pero, ¿a quién puede culparse? ¿A quién puede pedirse que conozca ese poco de
historia que tanto significa para esta habitación?
—¿En qué podría habernos ayudado la historia, signor? —le preguntó Henry Lennox.
—Ya se lo diré. Pero la historia siempre ayuda. Todo lo que nos rodea es historia, no
Solamente aquí, sino en cualquiera de las habitaciones de esta noble casa. Mire, por
ejemplo, esas sillas. Por mi educación leo en ellas todo un capítulo de los comienzos del
Renacimiento; para ustedes no son más que muebles antiguos. Creyeron que eran españolas,
porque las compraron en España, en Valencia, para ser exactos. Usted no sabía eso, sir
Walter; pero su abuelo los compró allí, con gran desesperación y envidia de otro
coleccionista. Sí; esas sillas tienen unas caras que hablan para mí, lo mismo que el techo,
que también es un copia. En realidad, en esta casa se respira la esencia misma de la
historia. Si supiera más historia de la que sé, otras cosas bellas me hablarían tan
claramente como estas sillas; tan claramente como los trofeos de caza y las pieles de tigre
del piso bajo le hablan, sin duda, a sir Walter. ¿Pero acaso no somos todos históricos, los
hombres, las mujeres y hasta los niños? El existir significa ocupar un lugar en la historia,
aunque, como ocurre en mi caso, el hecho no se consigne más que en las "Crónicas" de la
eternidad. Sí, yo pertenezco ahora a la historia antigua, a una historia muy lejana, antes de
que Italia fuera un reino unido. Cuando muera se perderán muchas informaciones
interesantes. Créanme, mientras la nueva generación pregona los nuevos conocimientos y se
jacta de su genio, nosotros, los de la guardia vieja, vamos entrando en nuestras tumbas
llevándonos los conocimientos antiguos. Pero ellos se limitan a redescubrir lo que nosotros
ya sabemos. La vida humana es una serpiente que se muerde la cola (la eterna repetición de
Nietzsche) , y las vulgaridades de nuestros abuelos están en boca de nuestros hijos como
grandes descubrimientos.
Henry Lennox se atrevió a volverlo al asunto.
—¿Qué conocimientos, qué clase especial de información, signor, debería poseer un
hombre para descubrir lo que usted ha descubierto?
—Un simple adorno, amigo mío, unos conocimientos pasados ya de moda y que no
cultiva su Scotland Yard. Pero yo conocí hidalgos campesinos que entendían mucho de ellos.
La heráldica. Me fijé en las armas que había en sus puertas italianas. Tengo que volver a
verlas, aunque me temo que no sean muy buenas. Pero las armas (un cheurón entre tres
leones) son de un buen escudo, aunque probablemente no tan antiguas como las puertas.
—Una cosa parecida me llamó la atención en Florencia —dijo sir Walter—. Las había
visto antes en alguna parte, pero no sabía dónde; era una cabeza dorada de toro en campo
rojo.
El signor Mannetti rió, sorprendido.
—¡Ja, ja! Dentro de poco pasaremos al toro dorado, sir Walter. ¡Le prometo que
volveremos a encontramos con él!
Luego se interrumpió, dándose una palmadita en la frente.
—Pero voy demasiado de prisa..., sí, demasiado de prisa. Mi pobre cerebro necesita
descanso o empezará a sonar dentro de mi cabeza como una avellana seca. Cuando eso
ocurre, comprendo que me he excedido. ¿Me permiten que salga de nuevo a pasear por el
jardín... y no solo, sino en compañía de ustedes?
—Desde luego, a no ser que desee retirarse y descansar un rato.
—Dentro de poco así lo haré. Pero le ruego que no deje entrar a nadie en el Cuarto
Gris, excepto a mí. Nadie debe entrar o salir de él sin que yo lo acompañe.
Sir Walter intervino.
—¿Entonces cree que todavía existe allí un peligro material, una cosa física y activa,
dirigida por una inteligencia humana consciente?
—Si no me equivoco no cabe duda de que es activa.
Salieron al jardín, y el signor Mannetti buscó un cómodo asiento al sol y decidió
permanecer allí. Henry y su tío cambiaron miradas, y este último vio que se debilitaba su fe,
porque el italiano parecía divagar. Lo que decía era cada vez más ajeno al caso. Volvió a
hablar de nuevo del viejo perro, tendido a los pies de su amo.
—Eutanasia para los viejos. ¿Por qué no? En mis malos momentos he pensado en ella
para mí. ¿No se le ha ocurrido nunca que por amor a ellos matamos a nuestros animales
domésticos, pero permitimos que nuestros semejantes sigan viviendo y soporten hasta el
fin los más horribles métodos de disolución de la Naturaleza? De nuevo nos vemos ante uno
de esos problemas donde la religión y la piedad están en desacuerdo.
Los demás le contestaron debidamente, y el anciano volvió a cambiar de terna,
buscando nuevos caminos.
—Había un joven príncipe oriental, el príncipe Djem, hermano del sultán Bayaceto.
¿No conocen la historia? Posiblemente no, es poco importante; y hasta la fecha la secuela
del incidente sigue sumida en un misterio tan profundo corno el del Cuarto Gris. Nuestros
últimos historiadores absuelven a Alejandro VI en el caso del príncipe Djem; pero los
historiadores modernos tienen por costumbre absolver a todo el mundo. Una noble cualidad
de la naturaleza humana, quizá, ésa de tratar de buscar lo mejor, aunque para hacerla
debamos pasar por alto lo peor. Desde luego, corno dice su poeta: "La distancia aumenta el
amor"; o al menos disminuye la antipatía. Hay una tendencia a ponernos del lado de los
ángeles cuando se trata de muertos históricos. Nerón, Calígula, Calvino, Alba, Napoleón,
Torquemada ..., todos esos monstruos y otras mil figuras más, manchadas de sangre corno
ellos, se vuelven cada vez más limpias conforme se vuelven más borrosas. Dentro de poco
tendrán alas y halos. Pero no para mí. Yo soy un buen odiador, amigos míos. Pero volvamos al
príncipe Djem..., ¡divago tanto! Deberían ser más severos conmigo y no permitirme que
dejara el tema. El sultán Bayaceto quería quitar de en medio a su hermano menor y pagaba
al Papa cuarenta mil ducados al año para que mantuvieran al joven príncipe preso en Italia.
Era una cautividad dorada, y no cabe duda de que el disoluto oriental lo pasaba tan bien en
Roma como lo habría pasado en Constantinopla. Pero después de que Alejandro alcanzó la
triple tiara, Bayaceto se negó a pagar por más tiempo sus cuarenta mil ducados. Entonces el
Papa escribió en términos muy fuertes al sultán, diciéndole que el rey de Francia se
proponía apoderarse del príncipe Djem y declarar., en su nombre, la guerra a los turcos.
¿No los canso?
—No, ni mucho menos —declaró Mary.
—Alejandro agregaba que para poder resistir a Francia y evitar una invasión al
reino de Bayaceto tendría que enviarle inmediatamente la suma de cuarenta mil ducados. El
sultán, aterrado sin duda por tal amenaza, envió un emisario con una carta privada. Era tan
grande diplomático como el Papa y vio un medio de evadir el gigantesco impuesto anual,
ordenando la muerte de Djem. Desgraciadamente para él, el enviado papal y el mensajero
de Bayaceto fueron capturados en su viaje de vuelta por un hermano del cardenal della
Rovere, el peor enemigo de Alejandro. De ese modo se conoció el contenido de la carta
secreta, y el mundo cristiano se enteró con horror de cómo Bayaceto había ofrecido al
ocupante del trono de San Pedro la suma de trescientos mil ducados para que asesinara al
príncipe Djem.
"Trascurrió el tiempo, y el Papa triunfó de sus enemigos. Estaba dispuesto a
entregar la persona del joven turco a Carlos de Francia y durante un año mantuvo a raya al
formidable della Rovere. Pero entonces, como sabemos, el príncipe Djem murió de repente,
y aunque los escritores modernos declaran que llegó a Francia y que murió allí, arruinada la
salud por sus orgías, yo no acepto esa historia. Nunca llegó a Francia, amigos míos, porque
Alejandro VI no era un hombre capaz de dejar que una vida humana se interpusiera entre
su tesoro y trescientos mil ducados.
El signor Mannetti guardó silencio por unos instantes y luego, de modo
sorprendente, volvió al tema que lo llevara a Chadlands. Había estado reflexionando y
expuso en voz alta sus pensamientos.
—No obstante, deben contener un poco más la natural impaciencia y aguardar a que
haya pasado otra noche. Si me lo permiten, quiero estar unas cuantas horas en el Cuarto
Gris, durante la noche, para ver qué me dicen los espíritus medievales. ¿Creen que veré el
fantasma del príncipe Djem? ¿O el espíritu del Pinturicehio vagando sobre su pequeña
pintura? ¿O los de esos hábiles artesanos que trabajaron el yeso del techo? Por lo menos,
hablarán el idioma de la Toscana, y me encontraré a gusto entre ellos.
Sir Walter protestó.
—Eso, signor, es la única cosa que no puedo permitir —dijo.
—Pues, no obstante, es lo primero que debe ocurrir —le replicó con calma el anciano
caballero—. No tema por mí, sir Walter. Bromeo cuando hablo de los espíritus. En el Cuarto
Gris no hay espíritu alguno, o, si los hay, son de una clase que no puede damos disgustos ni a
usted ni a mí. No obstante, en el corazón de su casa acecha algo; algo peor que un espíritu
al acecho: una cosa infernal, potente, que nunca duerme; y lejos de maravillarme de lo
ocurrido, lo que me extraña es que no haya sido mucho peor. Pero poseo un talismán mágico,
un "sésamo ábrete". O mucho me equivoco o no corro ningún peligro. Mi fuego vital arde
todavía, aunque sea con poca llama; hace falta algo más que su Cuarto Gris para extinguido.
Tengo en la mano el hilo del laberinto y podré entrar y salir de él sin daño. Mañana se lo
contaré todo, si no me equivoco.
—Le confieso que su plan me resulta muy desagradable. Las autoridades me han
ordenado especialmente que no permita que nadie más vuelva a hacer experimentos solo.
Vergilio Mannetti se mostró ligeramente enojado.
—Perdóneme, amigo mío, pero su mente se mueve sin la agilidad habitual. ¿No se lo
he dicho todo? ¿Qué nos importa Scotland Yard, si está completamente a oscuras, y yo
poseo la luz? ¡Que se enteren que son como los búhos y los murciélagos, y que un anciano ha
demostrado ser más listo que todos ellos!
—En efecto, nos ha contado muchas cosas, mi querido signor, y gran parte de lo que
nos ha dicho es muy interesante. Quizá en su mente todos esos hechos se relacionan y lo
llevan a una conclusión con respecto al Cuarto Gris; pero a nosotros no nos sucede así. Sus
palabras no nos llevan a ninguna parte; para nuestros oídos no guardan entre sí relación
alguna. Hablo claramente, porque éste es un asunto donde hay que hablar claro. Es natural
que usted no sienta lo que nosotros; pero no necesito recordarle que si para usted es
simplemente un misterio extraordinario, para nosotros es mucho más. No obstante, posee
una imaginación muy superior a la nuestra y puede imaginarse, sin que se lo digan, los
espantosos sufrimientos que lo ocurrido nos ha ocasionado a mi hija ya mí.
—Nuestros lentos cerebros ingleses no pueden pensar tan rápidamente como usted,
signor —dijo Mary—. Es una estupidez nuestra, pero...
—Acepto la corrección —replicó instantáneamente el italiano. Se levantó de su
asiento y se inclinó, llevándose la mano al corazón—. Soy un viejo caduco y estúpido y no
tengo nada de rápido. Perdónenme. Pero el asunto es el siguiente. Como no sospechan la
causa de lo ocurrido, por la natural ignorancia de cierto hecho, quiero tardar un poco más
en revelarlo para tener el placer de la seguridad completa. Esto es un drama, y debemos
ser dramaturgos hábiles y no echar a perder el momento culminante, anticipándolo. Mañana
será... o quizá esta misma noche. No los tendré largo tiempo en suspenso. Ni tampoco iré
solo, para desobedecer a Scotland Yard. Su viejo perro me acompañará. El buen Prince y yo
nos retiraremos temprano y, si así lo desean, los recibiré de buena gana en el Cuarto Gris...,
digamos unas seis o siete horas más tarde. No dormiré allí, pero velaré como los demás.
Aunque mi vigilia será más corta. ¿Quiere concederme ese favor?
Mary intervino, al ver el dolor en la cara de su padre. Estaba segura de que el
anciano sabía perfectamente bien lo que hablaba. Había discutido el caso con Henry, y él le
daba la razón. Mannetti había solucionado el misterio y hasta quizá les habría facilitado el
que lo resolvieran ellos; pero ahora, tal vez para castigarlos por su estupidez, se guardaba
deliberadamente la clave, mitad por amor a producir efecto y mitad por espíritu de
travesura. Planeaba algún golpe de teatro. Se veía en el centro del escenario de aquel
trágico drama y era natural que deseara hacer un papel de efecto, después de haberse
tomado tantos trabajos. Por lo tanto, mientras sir Walter seguía oponiéndose, se
sorprendió al oír que Mary unía sus súplicas a las del invitado y que su sobrino la apoyaba.
—El signor Mannetti tiene razón, padre; estoy convencida de ello —dijo—. Tiene
razón; y, como la tiene, no corre peligro alguno.
—¡Admirablemente expresado! —exclamó el italiano—. Ahí tiene toda la situación en
una palabra, amigo mío. Confíe en la intuición de una mujer inteligente. Tengo razón, sin
duda. Nunca en mi vida estuve tan cierto de tenerla, porque siempre tiendo a dudar de mis
conclusiones. Pero tengo razón porque no puedo equivocarme. Confíe en mí. Mi seguridad es
algo indudable, porque nos hallamos frente a operaciones de hombres como nosotros, es
decir, de hombres muy distintos de nosotros, pero hombres, de todos modos. Fue su
destino revivir este horror; y será mi privilegio hacerlo desaparecer de la tierra. De un solo
golpe, toda la astucia de los malvados se vendrá al suelo. Y a su debido tiempo. Pero los
molinos de Dios muelen muy despacio. Lo que vamos a hacer se sabrá sin duda en todos los
rincones del mundo civilizado.
—Estoy tan seguro como el signor de que no corre ningún peligro, tío —dijo Henry
Lennox.
—Vamos a tomar el té —replicó sir Walter—. Estas cosas son demasiado profundas
para un hombre sencillo. Sólo le pido que considere todo lo que esto tiene que significar
para mí, que soy el dueño de Chadlands y el responsable ante las autoridades. Piense en lo
que ocurriría si le pasara algo malo.
—Es imposible que me pase.
—Así creían los demás, ¿Y dónde están? Otra tragedia más alteraría mi razón,
signor.
—Ha sufrido lo suficiente para poder hablar con tanto calor, y también su valerosa
hija. Pero no tema nada. Me interesa usted demasiado para agregar una sola gota a su
amarga bebida del pasado, sir Walter. Estaré tan seguro en esa habitación como lo estaría
en los escalones del altar de San Pedro. Confíe en el viejo Prince, si no confía en mí. Yo
cuento grandemente con la ayuda de su perro ciego. Todavía le queda un gran trabajo que
hacer al fiel animal.
—Los detectives metieron varios animales en la habitación, pero no sufrieron daño
alguno —dijo Lennox.
—Tampoco lo sufrirá el perro.
Dio una palmadita al dormido spaniel, y luego todos se levantaron y entraron juntos
en la casa.
Mannetti supuso, sin duda, que le habían concedido lo que pedía.
—Voy a dormir un poco —dijo—. Excúseme hasta la hora de la cena y deje que Mrs.
May y Mr. Lennox lo convenzan, ya que ellos están convencidos. Estos acontecimientos
excitaron grandemente mi vitalidad. No me imaginaba que, al final de mis días, me
aguardaba una sensación de esta clase. Me siento bien, muy bien, y más por la seguridad de
mi próximo triunfo. Conseguir una cosa semejante habría sido premio suficiente de mi viaje
y mis molestias, sin contar con la grata recompensa de su amistad. Así que voy a dormir
hasta la hora de la cena, para sentirme con fuerzas para representar mi papel en esta
historia, maravillosa, aunque melancólica. Le ruego que me haga el favor de cenar a las
siete.
Su excitación y su alegría natural luchaban contra la tristeza de los hechos. Parecía
el concurrente a un entierro que experimenta sensaciones agradables en vez de tristes y
tiene que recordarse constantemente que debe portarse de modo apropiado a la ocasión.
Envió. a llamar a su criado, y del brazo de Stephano el viejo caballero se retiró.
No obstante, antes de irse, habló de nuevo.
—Harán exactamente lo que les pido y no permitirán que ningún ser humano entre
en el Cuarto Gris. Guárdese la llave en el bolsillo, sir Walter; y no entre usted allí, tampoco.
Sigue siendo una trampa mortal para cualquiera, excepto para mí.
CAPÍTULO XII «
EL TORO DORADO

CUANDO Masters vino a retirar el servicio del té vio que sir Walter seguía aún sin
darse por convencido.
—¿Qué opina del signor Mannetti, Masters? —preguntó Henry; y el mayordomo, que
era un gran lector de diarios, le contestó:
—Creo que es un tipo bastante raro, Mr. Henry. Me han dicho que los viejos se
ponen ahora un pedazo de mono, para seguir sintiéndose llenos de vida y volverse jóvenes.
Bueno, pues yo diría que al caballero le han puesto un mono entero. Nunca vi otro igual.
Tiene una lengua como una ratonera, y la mayoría del tiempo uno tiene que adivinar lo que
dice. Es muy listo; y su criado, también. ¡Ese Stephano sabe mucho! Le hace el amor a Jane
Bond de un modo vergonzoso. Nunca creí que a Jane le diera por esas cosas..., y eso que ha
cumplido ya los cincuenta y cinco.
—¿Cree que correrá algún peligro en el Cuarto Gris? —preguntó sir Walter.
—No corre peligro en ninguna parte. Lo que me interesa saber a mí es si nuestra
plata no lo corre; y unas cuantas cosas más. Esta mañana lo pillé mirando el mueble de la
plata. Sabe reconocer lo bueno. Lo sabe todo. No me extrañaría que fuera un ladrón de alta
sociedad... disfrazado para hacerse pasar por viejo. Yo juraría que no tiene ochenta años,
como dice.
Henry se echó a reír.
—No se asuste de él, Masters; es una persona decente.
—Entonces, déjelo entrar en el Cuarto Gris. Él sabe que no corre peligro en ninguna
parte. Sí, sir Walter, lo sabe de sobra. Conoce muy bien por dónde anda.
—Prince va a ir con él, Masters.
—¡Prince! ¿Por qué, señora?
—No lo sabemos. Él lo desea. De todos modos, no puede hacer ningún daño al pobre
Prince.
—Bueno, no dormiré peor por eso; y espero que ninguno de ustedes tampoco, con
perdón. Pase lo que pase, en el Cuarto Gris no hay nada que pueda pillarlo desprevenido.
Aunque eso no quiere decir que yo esté contra el caballero. Pero no le confiaría ni un dedo.
Está haciendo una comedia y es tan extranjero como yo..., o si no, no podría hablar un inglés
tan bueno como el mío, o quizá mejor.
—Masters está de nuestra parte, padre —dijo Mary—. y tiene razón. El signor está
representando una comedia. Le encanta verse en el centro de la escena. A todos los viejos
les pasa igual, y una de las cosas más patéticas de la vida es que rara vez consiguen su
deseo. Así que él aprovecha en lo posible su oportunidad.
—Y si se niega, tío Walter, lo que hará será irse diciendo que no puede ayudarlo y
acusándonos de haberle hecho tomarse todas estas molestias para nada —agregó Henry
Lennox.
Por fin consiguieron lo que deseaban, y cuando el signor Mannetti bajó a cenar
temprano, y de magnífico humor, sir Walter accedió al experimento.
—¡Magnífico, amigo mío! Y no tema pasar una noche de inquietud. En realidad, si no
me equivoco, todos podremos dormir tranquilamente, aunque nos iremos muy tarde a la
cama. Pero creo que debemos prepararnos para acostamos después de las dos. Comenzaré
mi vela a las ocho, dentro de media hora. La puerta' quedará abierta, como usted desea.
Pero le ruego que nadie se aproxime al extremo oriental del corredor. Me parece que no es
mucho pedir. No obstante, permitiré que Mr. Lennox se sitúe al final de la gran escalera y,
de cuando en cuando, me llame. Me dirá: "¿Va todo bien?", Y yo le contestaré, con
seguridad: "Todo va bien." ¿Puede haber algo más satisfactorio?
El signor Mannetti comió poco y luego se puso un grueso abrigo de automovilista,
forrado de piel y declaró que estaba pronto. Creyeron que se había olvidado de Prince, pero
él insistió en la compañía del viejo spaniel. El perro había comido y podía dormir allí tan bien
como en cualquier otra parte.
—No teman —dijo el italiano—. Seré muy considerado con su viejo perro. No pido su
ayuda sin razón. Él está de mi parte y me ayudará si puede, a pesar de su enfermedad. Me
hice amigo suyo. Póngalo a mis pies. Me sentaré bajo la luz para leer los diarios italianos.
Y de ese modo, una persona sola volvió a ocupar el Cuarto Gris para medir su
inteligencia con las terribles fuerzas ocultas en él. A las ocho el signor Mannetti se
despidió alegremente de todos, y, mientras sir Walter y Mary bajaban la escalera, Henry
se quedó al final de ésta. El corredor estaba iluminado, y la puerta del Cuarto Gris abierta.
Pero al cabo de diez minutos el italiano llamó a Lennox, que fumaba a unos treinta y
cinco metros de distancia.
—Hay una gran corriente aquí —dijo—. Cerraré la puerta, pero dejaré una rendija
para que podamos saludarnos a través de ella de cuando en cuando.
Las horas fueron trascurriendo lentamente, y como en Chadlands todos sabían lo
que estaba ocurriendo, pocos fueron los que se retiraron a descansar. Sabían que después
de medianoche el signor Mannetti esperaba poder declarar el resultado de su experimento.
Henry Lennox lo llamaba cada media hora, recibiendo siempre respuesta. Pero poco
después de la una su: "¿Todo va bien, signor?", no obtuvo contestación. Levantó la voz, pero
nadie respondió. Entonces fue hasta la puerta y miró el interior del Cuarto Gris. El anciano
se había escurrido un poco en el sillón que habían colocado bajo la luz eléctrica y yacía
inmóvil, pero en posición cómoda. Seguía cubierto aún por el abrigo de piel. Henry no vio a
Prince. La habitación estaba fría y silenciosa. La luz eléctrica brillaba claramente, y las dos
ventanas estaban abiertas. El joven Lennox se apresuró a bajar. Sus pensamientos se
concentraban en su tío, con el deseo de evitarle todo disgusto innecesario. Por un momento
creyó que el signor Mannetti había muerto en el Cuarto Gris, como los demás, pero no podía
estar seguro. Había trascurrido escasamente media hora desde que el italiano contestara
alegremente a su pregunta, diciéndole que la vigilia había terminado casi. Por lo tanto,
Lennox fue en busca de Masters, le dijo que había que suponer lo peor, aunque le explicó
que el anciano que velaba en el Cuarto Gris tal vez no estaba muerto, sino dormido.
Masters confiaba en que sería así.
—Seguramente estará durmiendo. Voy a buscar un poco de coñac —y provisto de su
panacea subió detrás de Henry.
El signor Mannetti no se había movido, pero, cuando se acercaban a él, con gran
alivio de los dos abrió los ojos, miró a todos lados y por fin se dio cuenta de la situación.
—¡Ay! Veo que les he dado un susto de muerte —dijo, mirando los inquietos rostros
—. No ocurre nada. En menos de una hora habría llamado a sir Walter. Pero la última media
hora me rindió, y me dejé vencer por el sueño. ¿Qué hora es?
—Las dos menos cuarto, signor.
—¡Magnífico! Llame en seguida a su tío. He descubierto el secreto.
—¿Quiere un vasito de coñac añejo, signor? —le preguntó Masters.
—Con mucho gusto, amigo mío, con mucho gusto. Veo que los dos son muy prudentes.
Apruebo su conducta y les doy las gracias. Pensaron que había pasado como los demás a
mejor vida, pero traían lo necesario para reanimarme si podían, sin asustar a sir Walter.
Dormirme así fue algo imperdonable.
Abraham Masters y Henry bajaron a darles la buena noticia, mientras el anciano
bebía el coñac.
—Los detendré media hora más —dijo, cuando volvieron todos—. Pero estoy seguro
de que ninguno de ustedes querrá irse a dormir.
Sir Walter habló.
—¡Gracias a Dios, signor, gracias a Dios! ¿Se encuentra bien?
—Completamente bien, aunque, claro está, he descansado durmiendo un rato. Pero
temo que ustedes no han cerrado ni un instante los ojos.
—¿Se opondría a que Masters escuche lo que va a contamos? De ese modo, los
demás habitantes de Chadlands se enterarán de la verdad de lo ocurrido.
—El mundo entero se enterará de ella, sir Walter. Lo he aclarado todo y hasta
poseo ciertas pruebas. Su buen spaniel ha representado también su papel. Saludo al viejo
Prince.
Henry se fijó entonces en que el perro estaba tendido a los pies del signor
Mannetti.
—¿Dormido aún?
Mary se arrodilló para acariciar al spaniel y se irguió, sobresaltada.
—¡Qué horriblemente frío está!
—Dormido para siempre..., mártir de la ciencia. Recuerden que iba a morir el
viernes. Ha recibido la eutanasia un poco antes, y nada en su vida ha sido tan bueno como el
dejarla. La última víctima del Cuarto Gris. No lo lloren, porque murió sin un dolor..., como las
demás víctimas.
—Pero, pero... ¡usted habló de un crimen y de criminales! —exclamó sir Walter.
—Y con razón. Grandes crímenes se han cometido en este cuarto, y grandes
criminales los han cometido. ¿Acaso un crimen deja de serlo porque sus autores lleven casi
quinientos, años pudriéndose en sus vergonzosas tumbas?
—Usted habla de modo distinto al nuestro y emplea las palabras de manera muy
diferente. ¿Dice que el perro no sufrió? ¿Cómo murió... en sueños?
—Así. Sin un suspiro, la última y venerable víctima de esta sombra asesina.
—¿Lo vio morir y, sin embargo, a usted no le ocurrió nada? —le preguntó Lennox.
—Así fue. Ahora, siéntense todos, incluso nuestro padre Abraham, y dentro de
cinco minutos todo estará tan claro como el día.
Lo obedecieron en silencio.
—Sí, un criminal maestro, cuyo nombre ha resonado a lo largo de los siglos y que
mañana habrá obtenido una nueva resonancia, es el causante de todo. ¡Cuánto daría por
poder juzgarlo!; pero ha sido juzgado, si la justicia se encuentra en la raíz de todas las
cosas, como todos los hombres desean, y usted y yo creemos, sir Walter. Una reflexión
interesante: ¿cuántos sufren, y hasta mueren, por los pecados de los muertos? No
solamente los pecados de nuestros padres recaen sobre nosotros, sino también, si
pudiéramos seguirles la pista, los crímenes de innúmeros difuntos, realizados mucho antes
de que hubiéramos venido a este valle de lágrimas. Hablo en parábola, pero esto es literal,
real. Los que cometieron estos crímenes han sido hombres que ya han muerto; ellos son los
que nos dejaron ese legado de espanto.
El signor Mannetti acarició el spaniel muerto.
—Cuando nos dejaron solos lo tomé y lo puse sobre la cama. No se despertó, y yo
sabía que ya no se despertaría más. Ahora, si así lo desean, miremos esa noble cama. Ahí
tienen el lazo de unión con lo que les dije ayer y que entonces debió sonarles como la
palabrería vana de un anciano. Vengan y miren. ¡Ah, si antes los demás hubieran empleado
bien los ojos!
Lo siguieron; y él les señaló un marco de madera tallada que unía los cuatro postes.
—¿Qué ven en ese friso que corre por encima de los capiteles de las pequeñas
columnas jónicas?
—La corona y las llaves papales —dijo Mary.
—¡Muy bien! Ahora, miren el otro lado.
—Un escudo de armas..., un toro dorado sobre campo rojo...; ¡pero si es el que te
llamó la atención en Florencia, padre!
—Si, ése era. Se me quedó en la memoria, aunque no podía recordar dónde lo había
visto antes.
El signor Mannetti se dispuso a dar su golpe efectista.
—¡Las armas de los Borgia! Las armas del Papa español, Alejandro VI, de funesta
memoria. Ahora que ya lo hemos dicho todo podremos irnos pronto a la cama. Después de
haberme fijado en ellas, esta mañana, comprenderán con cuánta facilidad penetré en el
corazón del secreto. No necesitaba más que un signo así. Y todo lo que ha ocurrido
concuerda con esta explicación. La primera víctima me intrigó; pero he resuelto también
ese problema. Ahora verán cómo fue muerta cada una de ellas. Miren ese colchón tapizado
de raso...: ¡ahí se encuentra la cosa que no duerme y hace dormir tan rápidamente a los
demás! Lo sospeché esta mañana; esta noche, lo he probado. A las ocho y diecisiete Prince
había muerto; pero hasta que me desperté, casi a las dos, no me atreví a tocarlo. Porque,
¿cómo murió? En el momento en que el calor de su viejo cuerpo penetró el colchón que había
debajo de él, puso en libertad el horrible veneno. Se estiró, volvió a enroscarse y, conforme
la exhalación iba subiendo, sin casi un temblor pasó del sueño a la muerte. No hace falta
decirles que me mantuve apartado de él, porque me imaginaba que hasta que el pobrecillo no
estuviera frío el horrible demonio del colchón no volvería a hundirse y desaparecer.
Entonces, el colchón y el perro eran inofensivos, como lo son ahora. Le di cinco horas para
enfriarse, puesto que era un animal pequeño y delgado, y el calor abandonó pronto su
cuerpo.
—Pero, signor...
—Si me escucha un poco más, mi querida Mrs. May, me anticiparé a todas sus
objeciones. Vamos a sentarnos de nuevo, y después que termine de hablar, si todavía les
queda alguna duda, háganme las preguntas que quieran. Otro coñac, Masters.
Bebió unos sorbos y guardó silencio durante unos momentos; ninguno de los demás
habló. Luego, desde su sillón, les fue contando la historia del Cuarto Gris, demostrando
conocer con asombrosa familiaridad hasta los detalles más pequeños. En realidad, cuando
terminó de hablar nadie tenía ninguna pregunta que hacerle.
—Antes que nada hay que fijarse en dos interesantes hechos preliminares, amigos
míos —comenzó el signor. Los miró, sonriente, gozando con su exposición—. El primero es
que una habitación que tenía ya tradiciones siniestras, y a la que se suponía embrujada, fue
la destinada a guardar esta infernal máquina de destrucción. Pero ¿qué cosa más natural
que ésa? Tienen los muebles y por el momento no saben qué hacer con ellos. La casa está ya
llena de cosas hermosas, y se guardan aquí los nuevos tesoros, para quitarlos de en medio,
en una habitación a la que no se le da su debido uso. No son coleccionistas ni peritos. El
padre de sir Walter no compartía el entusiasmo de su padre, y a sir Walter tampoco le
interesaban los muebles antiguos. Por eso, los muebles se quedan en esta habitación y, más
o menos, se olvidan.
"Ése es el primer hecho interesante, y el segundo, a mi entender, es el siguiente:
que todos los que murieron aquí, al menos que usted recuerde, murieron en lugares distintos
de la habitación, así que sus muertes no pudieron ser achacadas, inmediata e
inevitablemente, a la cama. Por ejemplo, Hardcastle, como usted me contó, no asociaba la
muerte del pobre capitán May con la de la enfermera, ocurrido once años antes; y sir
Walter no veía por qué razón iba a relacionar la muerte, aún más lejana, de su anciana tía
(que tuvo lugar cuando él era un niño) con los subsiguientes desastres.
"Examinemos por un momento el hecho asombroso de que a ninguno de los que
murieron aquí se les encontró las marcas de su muerte.
"La muerte puede producirse de tres modos; el pálido jinete nos hiere por la
asfixia, el coma y el síncope. En la asfixia, ataca los pulmones; en el coma, su lanza apunta al
cerebro; en el síncope, al corazón.
"Cuando el hombre muere por asfixia, eso significa que la acción de los músculos del
aparato respiratorio se detiene, o la función de los pulmones se impide por alguna lesión, o
se impide el libre paso del aire, como cuando alguien muere ahogado o estrangulado.
También puede deberse a una embolia, y en ese caso la arteria pulmonar, obturada, impide
que llegue la sangre a los pulmones. Pero no ocurrió así con ninguno de los que murieron en
este cuarto.
"El coma se produce por medio de la apoplejía o la conmoción; por el empleo de
ciertos venenos narcóticos o minerales; y de otros modos que no se aplican al caso.
"Entonces, no queda más que el síncope. Un corazón deja de latir por hemorragia,
hambre, agotamiento o la influencia deprimente de ciertas drogas. Los que murieron aquí
murieron de síncope; pero ¿cómo? Ninguna autopsia puede decírnoslo. Murieron teniendo
como único sostén a su Hacedor, y ninguno dejó una explicación de lo que le había ocurrido.
Pero nosotros sabemos muy bien, aun en el caso de Peter Hardcastle y no obstante las
dudas de la policía, que todos ellos habían muerto ya antes de que Mr. Lennox los
descubriera. Y sabemos que el fenómeno del rigor mortis se había iniciado ya antes de que
el cadáver del detective llegara a Londres.
"No obstante, no hay nada nuevo bajo el sol. Muchos diarios relataron el hecho de
que esas personas habían muerto sin causa aparente, como si eso fuera un suceso sin igual.
No lo es. En mil ochocientos noventa y tres, su doctor Templeman describe dos ejemplos de
muertes repentinas con ausencia absoluta de condiciones patológicas que las expliquen.
Describe el caso de un hombre de cuarenta y tres años y lo llama "inhibición emocional del
corazón". El corazón se detuvo en la diástole, en vez de la sístole, como suele ser por lo
general; murió de un síncope; la causa de la muerte no pudo descubrirse.
"Me imagino que a un profano se le permitirá describir la "inhibición emocional del
corazón" como un shock; pero sabemos que, en estos casos, si se trataba de un shock no era
un shock doloroso, quizá, ni siquiera desagradable. Y como todas las emociones pueden ser
agradables o desagradables, ¿por qué no suponer que la suprema emoción de la muerte no
podría ser también agradable si supiéramos cómo conseguida? Quizás los Borgia, entre sus
secretos, descubrieron ése. Al menos, los signos familiares de la muerte faltaban en
absoluto en las caras de los difuntos. Las mandíbulas no estaban encajadas; las expresiones
familiares no se habían alterado, como suele ocurrir, debido a la rigidez de los músculos
faciales; las caras no estaban pálidas; las sienes no estaban hundidas; las cejas no se habían
contraído.
"Ahora iremos tomando a las víctimas, una por una, para demostrar cómo murieron,
sin que la muerte dejara huellas. Francamente, el primer caso era el único que presentaba
alguna dificultad para mí. Durante algún tiempo desesperé de poder probar cómo la cama
había acabado con la parienta de sir Walter, porque la anciana no había entrado en ella.
Pero las dificultades se aclaran para el que sabe lo que nosotros sabemos ahora; porque una
vez probadas las propiedades de la cama el resto es fácil. Dirán que no las había probado,
que solamente las sospechaba. Es cierto, así fue hasta que murió Prince. Su muerte coronó
el edificio de mi teoría, convirtiéndolo en hecho. En lo relativo a las propiedades de la cama,
la ciencia es quien debe averiguar por qué las tiene.
"Volvamos, pues, a la anciana, su vieja parienta que vino inesperadamente a una
reunión de Navidad y, a petición suya, fue alojada en el Cuarto Gris. A la mañana siguiente
se la halló muerta en el suelo. No había entrado en la cama. Los hechos exactos han
desaparecido hace mucho tiempo de la memoria humana y sólo pueden reconstruirse por
inferencia y apoyándose en los acontecimientos subsiguientes. Me imagino que la anciana no
creó el calor que liberó el espíritu maligno de la cama y acabó con ella; por lo tanto,
debemos suponer que ese calor se creó artificialmente. ¿Qué creen que debe haber
ocurrido? Se hace la cama apresuradamente y se enciende el fuego. Pero éste se encuentra
muy lejos de la cama y no podía crear la temperatura necesaria. No obstante, seguramente
pusieron en ella un botellón de agua caliente o un ladrillo calentado y envuelto en franela. La
anciana va a. acostarse. Ha apagado la vela, pero el fuego da luz suficiente. Ha rezado ya;
se quita la bata, levanta la colcha e, instantáneamente, cae víctima del miasma. Cae hacia
atrás, y a la mañana siguiente se la encuentra muerta, aunque por entonces el botellón y la
cama están fríos ya.
"Comprendo que, por sí sola, esa explicación tal vez no los convenza; pero
consideren la evidencia acumulada. La anciana puede, desde luego, haber muerto de muerte
natural. Tal vez no tocó el lecho. No hay ningún ser vivo que pueda decírnoslo. Lo único que
sir Walter recuerda es que la hallaron muerta en el suelo de la habitación. No sabe
exactamente dónde. Pero, por mi parte, no dudo de que su muerte ocurrió así.
"En las otras tragedias pisamos un terreno más firme, aunque, excepto en el caso
de la enfermera Forrester, superficialmente no hay nada que relacione las muertes con la
maldita cama. No obstante, verán qué fácil es hacerla. En el caso de la enfermera es muy
sencillo. Se acuesta cansada y se duerme pacíficamente para no despertar más. Quizá se
quedó dormida a los diez minutos de acostarse, antes de que su calor hubiera penetrado, a
través de la sábana y la manta, hasta el colchón, provocándole la muerte. Supongamos que
ha muerto al cabo de media hora. Se retiró a descansar a la diez; la llamaron a las siete;
poco después rompieron la puerta, y cuando entraron en la habitación no solamente estaba
muerta, sino fría. El demonio se ha dormido ya, bajo su inerte carga. Ahora bien; si hubiera
sido gruesa y estado bien arropada, no habría habido tiempo suficiente para que se
enfriara, y los que fueron en su auxilio habrían perecido también, quizá. Pero era una mujer
pequeña y delgada, y el calor abandonó pronto su cuerpo. De ese modo, los que se acercaron
a la cama no corrieron peligro alguno. Es imposible calcular exactamente el tiempo que
tarda un cuerpo en adquirir la temperatura de lo que lo rodea. Los cuerpos de los viejos y
los niños se enfrían mucho más rápidamente que los de los adultos. Si las condiciones son
favorables, un cadáver puede enfriarse en seis u ocho horas. Prince, como era puro hueso,
no tardó más que cinco horas, el pobrecillo.
"En el caso del capitán May las condiciones son completamente diferentes. Hablaré
con toda la ternura posible, para evitarles un dolor. Pueden estar seguros de que no sufrió
más que los otros. La cama no está hecha; el colchón, al descubierto. Eso no le importa.
Vestido con pijama, cubierto por una manta y empleando la bata como almohada, se acuesta
en ella, y su cuerpo fuerte y sanguíneo comunica inmediatamente su calor al colchón que lo
sostiene. Probablemente bastaron unos minutos para liberar el veneno. No está dormido,
pero sí al borde del sueño, cuando se da cuenta de unas sensaciones físicas que no puede
explicarse. Había respirado la muerte, pero no estaba muerto aún. Su cerebro trabaja,
enviando un mensaje a los miembros, capaces aún de obedecerlo. Salta de la cama sin
sufrimiento alguno, pero consciente quizá de una opresión, de un olor desconocido..., no
sabemos de qué. Lo único que sabemos es que siente una intensa sorpresa, pero no dolor,
porque en el momento de la muerte sus emociones quedan fijas para siempre en los
músculos de la cara. Necesita aire y sale en busca de él. Corre al mirador, se arrodilla
sobre el almohadón, abre la ventana. O la ventana estaba tal vez abierta ya..., no podemos
decirlo. Llegar hasta ella es su último acto consciente, y un minuto después ha muerto. No
se sospecha de la cama. ¿Por qué iba a sospecharse? ¿Quién puede probar que se acostó
siquiera en ella? En realidad, se creía, y en la encuesta así se dijo, que no lo había hecho.
Pero no cabe duda de que eso fue lo que ocurrió. De otro modo, la vela se habría gastado
por completo. Él la había apagado de un soplo y se había dispuesto a dormir.
"Vayamos ahora al caso del detective, y de nuevo veremos que no hay nada que
asocie su muerte con la cama de los Borgia. Pero, sin ayuda mía, verán cuán fácilmente se
produjo su muerte. Peter Hardcastle desea estar solo para poder estudiar el Cuarto Gris y
todo lo que hay en él. Cumplen con su deseo, y él comienza a pasearse, dibuja un plano de la
habitación y agota sus peculiaridades más obvias. ¡Ojalá hubiera conocido el significado del
toro dorado! De repente, se le ocurre una idea y se sienta para ir desarrollándola. O tal vez
no había acabado con la habitación y se sienta en un lugar desde donde puede ver bien todo
lo que lo rodea. Se sienta al pie de la cama..., aquí, en el lado derecho. Toma sus notas y
luego le pasan por la cabeza sus últimos pensamientos, una reflexión abstracta sobre un
tema de su trabajo. Por un momento se olvida del asunto que lo ha llevado allí y escribe sus
ideas en una libreta. Lleva sentado ya algún tiempo en la cama, no sabemos cuánto, pero el
suficiente para crear el aumento de temperatura que necesita el demonio del colchón para
subir a la superficie. Entonces, asciende el espíritu de la muerte, y Hardcastle, sorprendido
lo mismo que el capitán May, se pone en pie de un salto. Da dos o tres pasos hacia adelante;
la libreta y la pluma se le escapan de las manos, y cae de bruces..., muerto. Está caliente
aún cuando Mr. Lennox lo encuentra; pero la cama de la que saltó se ha vuelto fría e
inofensiva; su labor ya está hecha.
"No queda más que el sacerdote, el reverendo Septimus May. Él no se acostó en la
cama ni se sentó sobre ella. Pero, ¿qué hizo? No cabe duda de que permaneció largo tiempo
arrodillado junto a ella, rezando. Nada más natural que extendiera los brazos sobre el
colchón, hundiendo la cara entre ellos, para comunicarse así con el Todopoderoso, mientras
dirigía ruego tras ruego por el ser que, según él, se encontraba preso en el Cuarto Gris sin
poder escapar de allí. De ese modo, al inclinarse sobre la cama, con los brazos apoyados en
ella, crea al fin el aumento de temperatura necesario para la aparición del demonio. Entra
en él (todavía no sabemos cómo), y el sacerdote cae inerte al suelo, mientras la cama se
enfría de nuevo, rápidamente.
"En cuanto a los cuatro policías (el inspector Frith y sus hombres), el azar les salvó
la vida, por lo menos la de uno de ellos, y también impidió que descubrieran que la cama era
la causante de todo. Si alguno de los detectives se hubiera sentado sobre ella, habría
muerto sin duda en presencia de sus colaboradores; pero todos se sentaron en las sillas
situadas en las esquinas de la habitación, y las sillas eran inofensivas. Queda aún por probar
si les hubieran servido o no las máscaras. Yo lo dudo.
"Amigos míos, tales eran las obras maestras de los Borgia, para quienes trabajaban
los mejores químicos, ganando sin duda, al hacerlo, grandes fortunas. Sus venenos obraban
de tal modo que, por su misma operación, borraban toda huella, conservando así el secreto.
La química no tiene poderes sobrenaturales, pero, como ocurre en este caso, puede
alcanzar resultados que parecen obra de la magia negra.
"Y si nosotros, hoy en día, no conseguimos descubrirlos, no es difícil imaginar que en
su tiempo gran parte de las muertes causadas por ellos se atribuyeron al cielo.
"A la ciencia le interesará grandemente su colchón de los Borgia, sir Walter. No
dudo de que la ciencia lo examinará cuidadosamente, realizando una serie de experimentos
notables; pero me atrevo a decir que tal vez luchará en vano contra la astucia y los
conocimientos de unos hombres que hace mucho tiempo son ya polvo. Veremos qué ocurre.
Se levantó y le pidió a Masters que llamara a Stephano. Luego, con pocas palabras,
se despidió de los demás, que le estrecharon la mano y le expresaron profunda y sincera
gratitud.
—Queda aún algo por añadir —dijo el signor Mannetti—. Mañana sabrán qué es. Por
el momento, buenas noches. Haber podido prestar este servicio a mis nuevos y valiosos
amigos es una dicha que corona mi larga existencia.
A la mañana siguiente Masters contó en la habitación de los criados lo que había
oído.
—Y si me lo preguntan —terminó—, deberé contestarles que retiro lo que dije
acerca de que era más joven de lo que fingía. Es más viejo, más viejo que las colinas, más
viejo aún que ese horror del Cuarto Gris. Es un demonio; mató al perro; y creo que si se
supiera toda la verdad se vería que él mismo era un Borgia.
CAPÍTULO XIII «
DOS NOTAS

A LA mañana siguiente se paseaban por el jardín, y sir Walter no quiso escribir a


Scotland Yard hasta haber visto de nuevo al signor Mannetti. El anciano caballero se reunía
al cabo de un rato con ellos, declarando que se hallaba muy fatigado.
—Tengo que sentarme al sol y dormir una siesta después de comer —dijo—.
Stephano está enojado conmigo y habla de llamar al médico.
—Mannering vendrá aquí para comer con nosotros. Como comprenderá, no hay nadie
tan interesado en todo esto como él.
—Excepto usted —dijo Mary—. Venga a sentarse y a descansar. Tiene aspecto muy
fatigado.
—La reacción..., nada más. Merecía la pena.
Y luego reanudó el relato donde lo había interrumpido la noche anterior.
—No me queda más que contarles cómo intervine en su triste historia. ¿No se han
extrañado nunca de eso?
—Confieso que ni siquiera lo pensé, signor. Olvidamos detalle tan poco importante.
—Pero, de todos modos, querrá saberlo, sir Walter. Nuestro amigo común, el
coronel Vane, fue el que primero me hizo pensar en esto. Él fue quien me describió con todo
detalle el Cuarto Gris, y en cuanto mencionó los antiguos muebles tallados comprendí que se
refería a antigüedades de las que ya había oído hablar. El nombre de Lennox terminó la
pista, porque despertaba varios recuerdos en mi vieja memoria. Cuando era joven había oído
contar a mi padre una historia en la que figuraban una cama y unas sillas y un caballero
llamado Lennox. Me habló de un antiguo juego italiano de tres piezas, obra de artesanos
romanos del siglo quince. Eran muebles papales de los comienzos del Renacimiento, que
pertenecían a una colección española (es decir, que figuraban en ella hace ciento cincuenta
años), y cuando salieron a la venta se alegró mucho y fue a Valencia, donde iban a venderlos.
Porque, como su abuelo, era un conocedor y un coleccionista entusiasta. Pero, ¡ay!, sus
esperanzas no duraron mucho; se halló frente a una fortuna superior a la suya, y sir John
Lennox, y no mi padre, fue quien se llevó la cama y las dos sillas. Como le digo, fui
recordando todo aquello, y al recordarlo, me imaginé que iba por buen camino. Las armas de
los Borgia y el experimento con Prince demostraron que no me equivocaba al sospechar
dónde se ocultaba el veneno.
—No puedo expresarle lo que siento ante su asombrosa bondad, o la gratitud y la
admiración que me despierta su genio —declaró sir Walter; pero el otro lo contradijo.
—El genio es una gran palabra a la que no puedo aspirar. No hice nada que usted no
hubiera podido hacer; sólo necesitaba saber lo que yo sabía. En cuanto a la gratitud, si no
se trata también de una expresión demasiado fuerte, puede demostrármelo de un modo
muy sencillo, mi querido amigo. Soy un anciano práctico y, para serle franco, deseo
ardientemente la cama y las sillas de los Borgia. Ahora bien, si no cree que le pido un favor
demasiado grande (un favor desproporcionado al servicio que le he prestado), déjeme que le
compre la cama y las sillas y me las lleve a mi casa de Roma. ¿No le parece que lo más propio
es que vuelvan a Roma? Deseo dormir en esa cama, donde estoy seguro que el príncipe Djem
exhaló el último suspiro. Sí, créame, él recibió la cama como un gracioso regalo de
Alejandro VI. Los Borgia eran muy generosos de esa clase de presentes.
—La cama y las sillas son suyas, mi querido signor, y el resto de los muebles del
Cuarto Gris también, si usted así lo estima.
—No podría aceptarlos, sir Walter.
—Los aceptará. Aun así, seguiré teniendo una gran deuda con usted.
—Entonces, que sea como usted quiera. Le doy las gracias de todo corazón. Ahora,
¿me permite que le diga que me abruma con su extraordinaria generosidad, porque es
mucho mejor dar que recibir? Dios sabe qué maldades podría haber cometido aún la cama
en el curso de su carrera, pero sus actividades han terminado. A mí no me traerá más que
un sueño honrado. Pero el colchón..., no. No quiero el colchón. Será un lindo regalo para su
Real Academia de Medicina.
Una semana más tarde el anciano caballero, que había descansado ya lo suficiente,
se marchó, llevándose con él sus tesoros. Pero no partió hasta que sir Walter y Mary no le
prometieron que lo visitarían en Roma antes de que terminara el año.
Los peritos fueron a Chadlands, embalaron con todo cuidado el objeto de tanta
tribulación y se lo llevaron a Londres para que fuera examinado allí. Los que iban a hacer el
examen se daban clara cuenta del peligro y no corrieron ningún riesgo.
Seis semanas más tarde hubo un cambio de cartas entre Inglaterra y Roma, y sir
Walter escribió al signor Mannetti enviándole todos los detalles que podía darle.
"Se descubrió un alambre delgado y flexible, que iba de un pedazo de inofensiva
lana a la cubierta de raso del colchón", escribía sir Walter. "Los experimentos demostraron
que ni la lana ni la cubierta exterior contenían ninguna sustancia nociva. Pero el alambre, del
que había unos cien kilómetros enroscados entre la superficie superior del colchón y la
inferior, bajo el tapizado de raso, demostró ser infinitamente sensible al calor,
desprendiendo entonces una materia invisible y altamente venenosa, aun a una temperatura
inferior a la de un ser humano normal. Los insectos colocados sobre él morían en pocas
horas, y destruía la vida microscópica, los peces y las ranas dentro del agua a temperaturas
relativamente bajas, que no causaban ninguna molestia a los organismos vivos hasta que se
introducía en el agua una porción del alambre. Un gato murió en ocho minutos; un mono, en
diez. Ningún dolor o molestia marcaban la operación del alambre sobre criaturas
inconscientes. Se sumían en la muerte como en un sueño repentino, y la autopsia no revelaba
ningún efecto físico. El alambre es una aleación, pero no han podido determinarse aún los
metales que la constituyen; mas no es una amalgama, porque falta el mercurio. El alambre
contiene talio y helio, como demuestra el espectroscopio; pero lo que no puede explicarse
aún es la espantosa radioactividad y las mortales emanaciones. Los peritos químicos tienen
una asombrosa teoría. Sospechan que hay en él un nuevo elemento, destinado
probablemente a ocupar uno de los últimos lugares que aún quedan por llenar en la Tabla
Periódica, donde figuran todos los elementos conocidos por la ciencia. Los análisis químicos
no han logrado descubrir las propiedades radioactivas, pues para ese examen se necesita un
espectroscopio. Los radio—químicos trabajan ahora con él. Fundieron el alambre a una
temperatura más baja que la necesaria para fundir el plomo, pero la fundición no destruyó
su fuerza. Después de enfriarse, el metal conservaba aún sus propiedades y seguía
respondiendo, como antes, al calor. Pero los experimentos demuestran que, fundido, el
metal aumenta su efecto, y que cualquier cosa viva que se acerque a un metro de él, en ese
estado, sucumbe inmediatamente. Hasta ahora no pueden extraerse sus propiedades de la
verdadera composición del alambre. Han probado también que la emanación del alambre
caliente es extraordinariamente sutil, tenue y volátil. Excepto en condiciones de calor
excesivo, sólo produce efecto a una distancia de poco más de medio metro, y el alambre,
naturalmente, se enfría luego con gran rapidez. Es casi tan liviano como el aluminio. Una
máscara no detiene el veneno; en realidad, entra en los cuerpos por el punto más cercano
que le ofrecen, y, hasta ahora, no se ha descubierto protección contra él.
"Le diré más cosas cuando las sepa", concluía sir Walter. "Pero, por el momento,
parece que su profecía era acertada, y que la ciencia no llegará con facilidad al fondo de
este horrible secreto. El doctor Mannering dice que las propiedades de los elementos no
han sido aún determinadas del todo, y que nunca se creyó que las aleaciones pudieran
contener un secreto como ocurre en este caso. Si se sabe algo más, yo lo pondré al
corriente."
En su respuesta, el signor Mannetti declaraba que la cama de los Borgia seguía
siendo una fuente de satisfacciones y comodidades para él.
"Todavía ninguna visión ha interrumpido mi sueño, pero continúo esperando que las
facciones orientales del hermano del sultán Bayaceto visitarán algún día el lugar de su
muerte; y que el príncipe Djem me concederá alguna noche el placer de su conversación.
¡Cuántas cosas podríamos contamos que ninguno de los dos sabemos!
"En cuanto al alambre, amigo mío, le explicaré cómo fue probablemente creado, y,
tenga o no razón, no existe nadie en la tierra que pueda demostrar que mi teoría está
equivocada. Seguramente un alquimista medieval, buscando en vano el elixir de la vida
eterna, o la piedra filosofal, descubrió por azar esa síntesis del infierno. Para él, sin duda,
resultó una verdadera piedra filosofal, porque los Borgia tendían siempre su mano generosa
a los que podían ayudarlos en sus reprobables actividades. La trasmutación (o al menos así
me asegura un sabio amigo) es ahora un hecho probado, y quizá dentro de una generación se
podrá hacer oro, si el deseo de ese maldito mineral sigue dominando a la humanidad.
"Adiós, por el momento. Volverlo a ver a usted y a su hija, es uno de los pocos
placeres que me aguardan y que me hace pensar en el próximo invierno con alegría, en vez
de consternación. Pero no cambien de opinión. Hay que ser fieles con un hombre de ochenta
años si no se quiere tener remordimientos."
FIN

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