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Q U I E N L L A M A E N LOS H IE L O S

Historia de la Búsqueda en la Antártidí


/•/ Mapa de W aldsecm üller.— P rim era carta im presa en q u e apareció el
diseño del continente am ericano (¿ a ñ o 1507?)
A los que emprendieron
la aventura de nacer en el Sur.

Ni por mar, ni por tierra encontrarás


el camino que lleva a la región de los
eternos hielos. . .

PÍNDARO
El mundo del futuro será el de la Nueva Antártida.
Puede que la nueva Antártida sea la vieja Atlántida.
Y antes y después el mar.
H e aquí un libro inconcluso. Muertos antiguos y otros re­
cientes me ayudaron. He sido sólo un vehículo del amor eterno.
Por ello este es también el libro de la vida eterna. El libro del
país austral de los hielos. Y del Sol Blanco.
La parte del libro que debió seguir, prefiero vivirla. Cami­
nar, caminar, hasta reencontrar el Oasis del hielo, la Antártida
interior, la sonrisa última, la tierna indiferencia, hasta juntarme
de nuevo con mi Padre, muerto antaño.
Viajero pálido, he aquí el viento, he aquí todo lo perdido.
Lo poco ganado. H e aquí otra vez el m a r . . .

Santiago de C hile, 1955.


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EL MAR

H e a q u í el m ar. P osibilidad de todos los cam inos. S angre y linfa de


la tierra. D ivinas m áscaras de p roa lo surcaro n , lo h iriero n , efím eras. D i­
vinidades solares im agin áro n se triu n fa n te s sobre el m a r. F u e u n día, u n
solo d ía; luego las olas extendieron m anos y dedos, garras de esp u m a y
h u n d iero n m o ntañas y tem plos. A l fondo de las aguas, en tre el peso in fi­
n ito y la som bría lu z, crecen aú n los viejos sueños, los orgullos invenci­
bles de otro A dán. V iven ah í, donde la m asa líq u id a apenas se m ueve y
los seres fríos no saben del aire q u e se p rolonga en cim a del dorso de las
olas y que, después de todo, tal vez sea la respiración del m ar, el hálito
y el vapor d esprendidos de su cuerpo anciano, de su pesado trabajo.
Y vienen las olas, las olas, las olas. U n as tras de otras, alzan sus
blancas espum as, sus yodos y sus sales, hacia la lu z; g u a rd a n el sol en
su repliegues de ag ua, lo envuelven, lo refrescan, lo proyectan en m iría ­
das de reflejos en la soledad, en la vastedad de su desierto. A sí tam b ién
es la vida en el océano del tiem po. P u ed e que u n a ola recuerde a u n
l>ello navio, o a u n n áu fra g o solitario, y que por ellos piense d u ra r e te r­
nam ente, para n a rra r su historia a las algas y a las rocas de u n a playa im ­
precisa. Pero la ola sólo d u ra un m in u to y no sabe si traspasa su expe­
riencia, ni el reflejo de su sol, ni el recuerdo de su historia, a su h e rm a ­

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na inm ediata, para en riq u ecer la g ra n m em o ria del m a r. E l ru id o y el
canto son el lam ento y el m artirio de las olas. T am b ién la v ida del h o m ­
bre, de los anim ales, de los dioses, debe p ro d u cir un ru id o h o n d o sobre
las playas del infinito, y sus alas se q u e b ra rán y m o rirá n sobre la roca en
la que alguna ilusión m ás g ran d e nos contem pla.
(Y o m e sostengo con dedos de espum a y m e resisto en la resaca.
Mi ola quiere cu rv ar su espalda, hacer inm ensa su form a, h u n d ir u n con­
tinente, tran sfo rm ar la tierra entrevista, no perderse o tra v ez e n la a m ­
plitud inconsciente del m ar. M i yo es el reflejo d im in u to del sol, g u a rd a ­
do en los pliegues del agua instan tán ea. Si m i ola fu era cap az de d es­
prenderse y sentarse sobre u n a roca, ¡ah, entonces, p o d ría co n tem p lar el
m ar como ese solitario de ojos oscuros, particip an d o de su en o rm e m e ­
m oria y de sus recuerdos! O bien, reto rn ar, am p lian d o la lu z del sol bajo
las aguas, ilu m in an d o los recuerdos, los n aufragios, las ciudades perdidas,
las herencias olvidadas, y ser ya la lu z de todas las olas, el sol fijo a
través de sus m uertes y retornos. L a lu z del m ar, la lu z verde, azul y
blanca, que desciende y luego sube, desde las p ro fu n d id ad e s).
E l m ar existe aú n para que lo contem plem os en p ro fu n d id a d . H asta
ahora la av en tu ra en él ha sido externa. G u erras, conq u istas, d escubri­
m ientos, corsarios. Se enfilaban las proas hacia playas distantes, se descu­
brían islas y continentes. Sobre el dorso del m a r se tra n sp o rta b a n el oro,
los esclavos y la m u erte. P ero nadie lo ha m irad o hacia d en tro , nadie lo
ha buscado en su esencia y su razó n . P o r eso no saben q u e hay u n río
i|ue desciende al fondo y que se in tern a en el centro del m u n d o ; se dobla,
vuelve sobre sí m ism o y en seguida sube, rescatando su co rriente hacia
las alturas, desde los abism os del m a r. A lg u n as ballenas enloquecidas q u i­
sieron surcarlo, pereciendo en el intento. Sólo trito n es y sirenas rem on-
tan su som brío curso, y tam b ién u n a barca con u n anciano trip u lan te de
barbas de agua. Pues este río es el río de los m uertos, q u e se extiende
m ás allá de la Selva O scura, bajo la p rim era superficie del m ar. Recorre
a! fondo las ciudades de la A tlán tid a, visita sus palacios sum ergidos y los
huesos distintos del an tig u o A dán. Es allí d onde p enan g ran d es pecados,
perversos sueños, fatídicas rem iniscencias y donde árboles de coral p u l­
poso se m ecen sobre un caballo de auricalco. E n el centro del m ar, donde
el río todavía no alcanza, cam in an dos seres desnudos cogidos de la m a ­
no; son dos suicidas, son dos am igos. Sus cabellos sueltos flotan en la

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atm ósfera líquida. O bservan el vacío co ntorno y van com o volando, m u é-
ven las piernas y m iran con el cuerpo, en la espera de u n adv en im ien to .
B uscan a alguien, en la im precisa distancia de las aguas, en la soledad
oscura, a alguien que debe llegar, a alg u ien que les dio u n a cita en el
fondo del m ar, y que tal vez navegue ya por el río de los m uertos. P ero
ellos están lejos de este río y ni siq u iera lo conocen. Ellos existen entre
la vida y la m uerte.
C u án tas cosas.
M ar del Sur. M ar Pacífico. Sus olas son m ás g ran d es que los m o n ­
tes, m ás grandes que las esfinges de la L em u ria, que los tem plos de M u,
q ue los desiertos helados de G o d w an a, que las b arreras de hielo de la
A n tá rtid a . E n m edio de este océano crece u n a isla; en ciertas estaciones
sube com o u n a roca hacia los cielos y, en otros tiem pos, se sum erge, siendo
cubierta por el m ar. E n sus playas, por el borde de sus acantilados h ú ­
m edos, hay una fig u ra h u m a n a que se aleja, pero q u e vuelve su rostro
hacia el m ar y lo co ntem pla con sus cuencas vacías y espantables. El O céa­
no es el alm a oscura, in fin ita, que la aprisiona, y ella es la fo rm a efím era,
u n a ola rebelde, el yo, u n nuevo continente, o tra vida, o tra an g u stia: u n
intento de vencer al m ar. Sin em bargo, ¡cóm o añ o ra el seno p ro fu n d o ,
el espanto, el h o rro r, la noche del O céano! ¡Las to rm en tas del caos so­
bre la divina M em oria! Ya no puede d a r un paso m á s . . . P o r eso la isla
volverá a h undirse.
M irado desde a q u í, el m a r solitario g u a rd a viejos recuerdos. L a luna
sobre sus calm as, las noches de to rm en tas, los barcos que lo surcan en
todas las edades, y los bellos meses del sol. Su sal, su yodo, las espum as
de sus distancias y los colores de sus intensos crepúsculos. E n los lejanos
tiem pos, en sus azules días, hub o alas sobre las olas. F u e ro n los veleros
de los tiem pos clásicos. V istos desde las colinas de las isla del oro, p are­
cían seres con alas: alas de las olas; gig an tes alados del cielo y del m ar.
Y entonces la m úsica de todo cuanto u n día pereció y de cu an to aú n no
viene y es ya una prom esa en el a zu l del cielo, los acom pañaba en su rielar
dulce sobre las suaves olas. Sem idioses quietos reflejaban en sus pupilas
d a ra s la visión am able, co n tem p lad a desde los palacios y los tem plos en
l.i*» colinas de los an tig u o s continentes.
1 íoy el m ar es ig u al; el m a r no ha cam biado. E l h u m o de los navios
i n r /a su h o rizonte con u n a estela blanca. Y el sol de la tard e desciende
rojo sobre el perfil de las olas lejanas. É n las playas el viento curva ios
espinos y los gran d es cardos, esparciendo los pétalos de u n a flor blanca.
Pájaros negros se d etienen sobre los esqueletos calcinados de las ballenas
y en las rocas batidas por la resaca se oye u n gem ido prolo n g ad o y dolo­
roso. U n frío lento desciende sobre el m ar, m ien tras poco a poco se e n ­
cienden las estrellas en el cielo.
N ad a nuevo hay en esto. Y siem pre sería herm oso, si no supiéram os
q ue sobre el O céano, entre el cielo y el agua, se yergue el gigantesco d o r­
so de un ser som brío. In ten sam e n te m ira y m aldice. Sus pies se h u n d en
m ás abajo del m ar, en el centro de la tierra , y su rostro contem pla por
encim a del desierto de las aguas, hasta m ás allá de los últim os m ontes.
M aldice a las estrellas, p o rq u e E l es u n a estrella. Se en tre tie n e con las
olas. Y así juega con nosotros, p o rq u e es el E sp íritu de la Tierra. N os
coge en una m an o , nos aprieta y nos destruye. L uego lava su m ano en
el m ar. Sin em bargo, sus ojos están som bríos, p orque sabe q u e alg ú n día,
en alguna parte, sobre este m ism o O céano, el hom bre lo vencerá.

. ..... 4 !
LA CAM ARA DE O F IC IA L E S

F u e hace algunos años, en m i viaje a la A n tá rtid a y a bordo de una


fragata de la M arin a de g u erra. E sa tard e, el m ar, la sal y la espum a del
m a r m e sanaron. E ntonces, cogiéndom e de los cables de cu bierta, descen­
dí por la angosta escala hasta la cám ara de oficiales. E l cuarto era de
regulares dim ensiones, con u n a m esa larga, de fierro y alg u n as sillas có­
m odas. D isem inados, había algunos hom bres entre los cuales pude reco­
nocer a m i am igo Poncet. A l verm e, se levantó presen tán d o m e a los otros.
Ellos in terru m p iero n m o m en tán eam en te la ch arla y m e m ira ro n in tri­
gados. Yo era un civil. ¿Q ué hacía en esta expedición? L uego volvieron
a su tem a y se olvidaron de m i persona. U n m ayor de E jército exponía
sus planes de exploración p ara la A n tá rtid a . Le acom pañaban u n geógrafo
y u n astrónom o. Los m arinos, con sus u niform es claros, escuchaban co n ­
centrados. D e tiem po en tiem po alg u n o se levantaba y salía de la c á m a ­
ra. V olvía luego, con la lu z del m a r en las pupilas, y se acom odaba en
el m ism o sitio. E n un rincón, silencioso, m edio en vuelto en la p en u m -
hr:i, se hallaba un hom bre m oreno y grueso. C u an d o habló, supe que no

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¿vra m ilitar, ni tam poco m arin o ; era un co m an d a n te de A viación. T e r ­
ció en el tem a para referirse a ciertos planes que él tam b ién acariciaba.
E n esa cabeza e n m a ra ñ a d a , envuelta en nubes, yo creí ad iv in a r m i es­
trella entre los hielos. H a sta él debería acercarm e, in ten tan d o co m u n i­
carle m i esperanza y la ilusión de u n a g ra n a v en tu ra. Ibam os a necesi­
ta r del avión; sin él nos faltaría tiem po.
L a fragata cabeceó u n poco y por u n a de las v entanillas e n tró u n
rayo de luz roja, oblicua, que fue a d ar sobre los cortinajes de la e n tra ­
da, en el m om ento en que se descorrían para d ejar paso a u n hom bre
de u niform e. E n él descubrí al m édico de a bordo. M iró a todas partes;
al reconocerm e, su rostro se distendió en u n a sonrisa. M e saludó, dicién-
d om e:
— Q ué bueno verle. V engo de su cam arote y allí no le en co n tré; pe­
ro hallé esto.
Y m e extendió u n libro con tapas de p ergam ino.
— Me a'.egro que se encuentre en esta historia y en este b u q u e. N o
sé a dónde vam os, n i si volverem os; pero, a lo m enos, sé que será posi­
ble conversar sobre cosas viejas, sobre el m a r . . .
E n ese instante sonó u n tim b re prolo n g ad o , com o u n a cam pana a g u ­
da, y todos levantaro n la vista hasta el reloj; pero los m arin o s p e rm a n e­
cieron silenciosos y no se m ovieron, com o si estuvieran esperando a a l­
gu ien . Y así era en realid ad ; p o rq u e la co rtin a de la e n tra d a volvió a
descorrerse y por ella apareció la fig u ra del segundo co m an d a n te de a
bordo. Se detuvo u n m o m en to en la p u erta y saludó. L u eg o se q u itó la
gorra y, sentándose a la cabecera de la m esa, invitó a los dem ás a hacer lo
m ism o. H a b ía llegado la hora de la com ida. El capitán bajó el rostro so­
bre el pecho. F u e sólo u n segundo. E n ese m o m en to el rayo de lu z dio
en su rostro y vi u n perfil ag u d o , u n rictus am arg o , u n a indefinible
tristeza. Parecía q u e de pro n to oraba, o bien, q u e su fría u n instantáneo
desm ayo. Sonrió y dijo algo, c u alq u ier cosa. D e im proviso golpeó fu ri­
bu n d o con el p uño la cu bierta de fierro de la m esa, in crep an d o al m a ­
rinero que nos servía. E l m ayor de E jército irg u ió la cabeza, bastante
sorprendido. E l co m an d an te de A viación se encogió de hom bros. Yo m e
levanté, acercándom e a la v entanilla. A poyé ah í la fren te, en el grueso
v idrio, y m iré afuera. Saltaba el agua, subía la espum a. Y lejos, en la lí­
nea del h o rizonte, surgió u n a som bra gris, larga y d u ra , envuelta en la

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pen u m b ra del crepúsculo. E ra la tierra d istante, eí continente am ado y
desconocido, tal com o apareció alg u n a vez a los ojos de los antiguos n a ­
vegantes.

LA EXTRAÑA C O N V E R S A C IO N DEL C A P IT A N S.

L a p rim era etapa de la navegación se cum plió en el puerto de T a l-


cahuano, donde fondeam os d u ra n te todo u n día. E n el m om ento en que
levábam os anclas, llegó el petrolero, que venía con u n día de retraso y
que era el segundo b u q u e de la expedición.
U n a fina llovizna caía sobre el m uelle y sobre el m a r esa m añ an a .
D en tro del petrolero, en su cabina, el capitán S. llam ó al o rd en an za p a ­
ra que le ay u d ara a calzarse las botas. D espués de ajustarse el un ifo rm e,
se caló la gorra. C erró la p u erta del cam arote e inició el cam ino por las
distintas cubiertas del b u q u e, e n tre hierros, tubos y cajones am ontonados.
D esarm ada, en piezas, se en contraba la base que se iba a instalar en la
A n tártid a. A ntes de descender al bote que le llevaría a tierra, el capitán
S. fue hasta popa a echar un vistazo a los perros, q u e serían sus co m p a­
ñeros en el continente blanco. Los anim ales, al verlo, saltaron d an d o
aullidos.
D espués, el bote le llevó hasta el m uelle subiendo y b ajando sobre
las olas grises.
El capitán evitó el en cu en tro con otros m ilitares o m arinos y no q u i­
so hacer uso del auto del recinto, sino q u e esperó pacientem ente u n ó m ­
nibus que lo traslad ara hasta C oncepción.
E n esta ciudad se veía bastante gente esa m añ a n a , circulando por su
plaza bajo la lluvia fina. E ra dom in g o . El capitán S. contin u ó hasta la
C iu d ad U niversitaria y allí descendió ju n to a los jardines y a las estatuas.
Con paso ágil m arch ó por u n a de sus calles y llegó a la p u erta de u n a ca­
sa. U n m o m ento se detuvo a m ira r hasta que pareció ver lo que buscaba.
E n u n a placa de bronce, adosada al m u ro , podía leerse: “ Profesor O liver
K lo h n ” . E l capitán esbozó u n a sonrisa de satisfacción y tocó el tim bre.
P or u na rara casualidad el profesor se encontraba esa m añ an a en su
casa. D el fondo del pasillo, en la pen u m b ra, em ergió su silueta v o lu m in o ­
sa. A l ver a un hom bre de u n ifo rm e pareció extrañ arse un poco, au n q u e

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su rostro jovial denotó agrado. C on acento alem án — erres m uy p ro n u n ­
ciadas— , saludó al m ilita r, q uien le expuso b revem ente la razó n de su
visita: era el jefe de la nu ev a base que se iba a instalar en la A n tá r­
tida. D eseaba conversar con el profesor, para consultarle sobre algunos p u n ­
tos de interés.
E l profesor K lo h n rió alegrem ente. T o m á n d o le del brazo , le h izo p a ­
sar a su gabinete. E ra éste u n cuarto lleno de libros, de papeles, a n im a ­
les disecados, m icroscopios, cuadros, condecoraciones, diplom as y recu er­
dos de la A n tá rtid a : huesos de focas y ballenas, cueros de p ingüinos y
petreles em balsam ados. E l capitán se sentó en u n a silla y el profesor, tras
de su escritorio. Y fue así com o em pezó la conversación que aq u í vam os
a repro ducir:
•—P rofesor, ¿cree usted que alguien ha vivido sobre ese continente
que hoy llam am os A n tá rtid a ?
— Es esta u n a p re g u n ta curiosa . . . Scott en co n tró fren te al M ar de Ross,
en la C ordillera de la R eina V ictoria, o por los m ontes E rebus y T e rro r,
restos fósiles de hojas y cortezas de árboles correspondientes a u n a vege­
tación tropical. T ró p ico en los hielos. E sto v en d ría a co rro b o rar la h ip ó ­
tesis de la m ig ración de los polos, la precesión de los equinoccios y la
teoría sustentada por W eg en er acerca de la traslación de los continentes.
Los continentes se desp lazan a ra zó n de tres k ilóm etros por cada m illón
de a ñ o s . . . L a A n tá rtid a fue trópico hace m illones y m illones de años.
S egún W egener, todos los continentes estaban u n id os en su o rigen, re u n i­
dos, ello hace unos cin cu en ta m illones de años, en el período jurásico, o
cretáceo y, luego, por diversas causas, en tre o tras la fu erz a cen trífu g a de
rotación de la tierra, se fu ero n d ividiendo, p artien d o , alejándose y fo r­
m an d o lo que hoy es el m u n d o , u n a p lu ralid ad de tierras dispares.
— Eso m e parece b ien, profesor. T o d o deber ser igual en el u n iv e r­
so. D e la u n id ad se p arte a la p lu ralid ad , de lo in d eterm in ad o a la in d i­
viduación. P ara re to rn a r a lg ú n día a lo in d eterm in ad o , a u n a nueva reu­
nión. Yo he visto los esquem as de W eg en er. Y ese contin en te único, cen­
tral, se parece m u ch o a u n feto recogido en el vientre de la m ad re. L uego
se desprende, se estira, se levanta y tal vez sufre en la vida p lu ral y cons­
ciente, en la separación. Y esto que acontece con los continentes, tam bién
sucederá con las razas. E n el o rigen existió a lg ú n p u n to de donde el p ri­
m er hom b re partió, u n solo p u n to ; tal vez ese m ism o co ntinente c e n t r a l . . .

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I1 I iilogfrt iir lu |iú'.qiici]u
— ¡O h, no, capitán! U sted es dem asiado im ag in ativ o . . . P ara reto r­
nar a su p rim era p re g u n ta : ¿ H u b o habitantes en la A n t á r t i d a ? ... P ie n ­
se que para que este co ntinente haya ten id o un clim a tem p lad o . . . ; ¡cuán­
tos m illones de años! Y el h om bre sobre la tierra ten d rá a lo sum o un
m illón de años. ¡Si es que lo tiene! U n antropólogo afirm a que el h o m ­
bre llegó a A m érica del Sur por la A n tártid a . Sus etapas fueron A u stra­
lia, N u ev a Z elandia, M ar de Ross, T ie rra de la R eina V ictoria, P e n ín su ­
la de G rah am , M ar de D rak e y T ie rra del Fuego. S eg u ram en te el M ar de
D rak e era m ás angosto y la cordillera en él su m erg id a aún conservaba
m uchas cum bres fuera del agua . . .
— ¿N o cree en u n h om bre autóctono de A m érica?
— N o. Yo creo com o usted que al com ienzo existió un solo pu n to ;
pero no tan lejano en el tiem po. N o creo tam poco en la aparición plural
y sim ultánea del hom bre en lugares varios del planeta. P uede que el p u n ­
to inicial fuera la India. A llí se h abría form ado una A lta-C u ltu ra , ex ten ­
diéndose luego al A sia y a las islas del Pacífico. El paso hacia A m érica
se habría efectuado por el E strecho de B ehring, de donde se habría co­
rrido al extrem o sur, con len titu d de siglos.
— A propósito de su afirm ación, profesor, de que el hom bre no p u e­
de tener m ás de u n m illón de años sobre la tierra, ¿no es A m eghino quien
asegura haber descubierto en la A rg en tin a señales del ho m b re y un es­
queleto h u m an o en los sedim entos del terciario?
— A sí es, capitán, pero llam a m u ch o la atención que el “ hom bre te r ­
ciario” de A m eg h in o no se diferencie en nada de los indígenas p atag o ­
nes, de los tehuelches actuales. ¿Se da usted cuenta? Esto no puede ser.
Mas, para su tra n q u ilid a d , le diré que en A frica y A m érica tam bién se
han encontrado fósiles h u m an o s de u n a espantable an tig ü ed ad , del plio-
ceno y del m ioceno. Son los A ustra lo p ith ecu s A frica n u s, y su estru ctu ra
no difiere g ran cosa del ho m o sapiens y está lejos de sem ejarse al P ith e­
canthropus jabeanus. T a m b ié n hay pruebas evidentes del paleolítico m ás
antiguo en A m é ric a . . . Pero yo soy hom bre de ciencia y m ientras todos
los datos no estén recopilados y clasificados, m e qu ed o con la c e rtid u m ­
bre tradicional.
— Bien, profesor, en cu an to a su arg u m en to sobre A m eghino, debo
decirle que no m e convence. Im agínese usted que ah o ra m ism o term in ara
la civilización debido a un cataclism o, o por otras causas, y sólo q u ed a-
ran seres h um anos dispersos que, len tam en te, desde u n a nu ev a barbarie,
se en cam in aran otra vez a la civilización. Al cabo de siglos, o lvidando el
pasado glorioso, restan te sólo en u n a difusa leyenda, algú n nuevo hom bre
de ciencia podría en co n trar u n esqueleto en u n lu g ar del A frica o del B ra­
sil; pero he aq u í que ese esqueleto no es el de uno de nosotros dos, por
ejem plo, sino que es de u n salvaje co n tem poráneo nuestro, de u n caníbal y,
ju n to a este esqueleto, se en cu en tra otro de u n chim pancé. ¿Q ué pensa­
ría ese hom bre de ciencia? D esde luego, que la h u m a n id a d civilizada no
tenía m ás que la edad de su propia historia, algunos cuantos m ilenios . . .
Sin em bargo, sin em b arg o . . . si de pro n to excavara en o tra parte, y e n ­
contrase su esqueleto, profesor, y su c r á n e o . . . ¿Q u é d iría? ¿D iría que
no puede ser . . . ?
E l profesor sonrió.
— Ya veo, capitán. L a teoría catastrófica de los ciclos. P o r este cam i­
no usted m e va a confesar que cree en la A tlán tid a. P ero la teoría de W e-
gener, precisam ente, ha dado u n golpe de m u erte a esta creencia.
— ¿P or qué? ¿A caso no p udo ser la A tlá n tid a ese contin en te único
y central? D espués de la partición y separación, trozos interm edios, u otros
continentes aparecidos m ien tras tanto, p u d iero n h u n d irse catastróficam en-
u- en las a g u a s . . .
El profesor siguió sonriendo.
— Se olvida, capitán , que el principal apoyo de la teoría de W egener
es la coincidencia casi exacta en tre p rom ontorios africanos y depresiones
sudam ericanas, en tre golfos y penínsulas, en tre las dos costas de los co n ­
tinentes.
E l capitán g u a rd ó silencio, m irab a con sus ojos azules u n punto
vago del m uro, en tre los cuadros y los insectos disecados, y se qu ed ó un
m om ento con la barbilla sostenida en tre las m anos.
— Es cierto; pero eso m ism o es lo q u e m e hace d u d a r de la h ip ó te­
sis de W egener. H ay dem asiada coincidencia, d em asiada evidencia. C u a n ­
do esto sucede, es qu e el dem onio an da m etien d o su m an o por allí para
ocu ltar otra cosa que es la v erd ad y que no desea que nosotros veam os,
porque con su luz nos c e g a r í a ...
El profesor se levantó de su asiento un tan to inqu ieto y com enzó a
pasearse por el cuarto.

163
— ¡C aram ba, capitán! ¿Pertenece usted a alg u n a secta espiritualista.?
Me parece que a usted le interesa el ocultism o m ás que la ciencia positiva.
E l capitán respondió presto:
— N o , profesor, no pertenezco a n in g u n a institución de esas . . . Por
lo dem ás, no veo por qué re h u ir la lógica de los raciocinios cuando los
datos faltan. P o r ejem plo, ¿sabe la ciencia lo que es una época glaciar?
N o lo sabe a ú n . . . ¿Y no podríam os estar viviendo actu alm en te una épo­
ca interglaciar? Las épocas glaciares han d u rad o cientos de miles de años
y algunas épocas interglaciares sólo trein ta m il años. V in ien d o una n u e ­
va época glaciar, la raza h u m a n a puede desaparecer. Y a lo m ejor ya ha
desaparecido antes en el inm enso p a s a d o . . .
C om o en u n m onólogo, el profesor habló fuerte, m ien tras se paseaba:
— Sí. ¡Q ué sabe la ciencia! Es cierto, es c i e r t o . . . Se dice que los í n ­
dices cefálicos pru eb an la sup erio rid ad de la raza y la evolución de! h o m ­
bre actual. Pero la capacidad cúbica craneana del H o m o M usterience y
del N e a n d erth al era superior a la nuesira según detalladas m ediciones.
¿E ntonces? ¿E n dónde estam os? ¿Y el hom bre del C ro -m ag n o n , ha v uel­
to a aparecer sobre la tierra? Sólo en G recia, tal vez, hubo una belleza y
un equilibrio i g u a l e s ... El cerebro es una cosa rara, m uy rara; una v ér­
tebra q ue floreció, que se abrió com o una flor y que en vez de suave o
penetrante perfum e, em anó ideas, pensam ientos, es decir, perfum e ta m ­
bién, “ flatus”, “ h u m u s” cósmico . . . ¿Y por qué las dem ás vértebras no
p odrían florecer, expandirse, tran sfo rm arse en cerebros? E ntonces el h o m ­
bre sería redondo, sí, redondo, com o u n planeta, com o un astro y g iraría
tal vez en el cielo de la sabiduría, con todas sus vertebras pensando. ¿N o
es esto, capitán, lo que a usted le interesa? ¿N o es esto lo que se llam a
ocultism o? O sea, pensam iento oculto, que no se dice, que no se confiesa
al vulgo; pero q u e se m edita callado, a veces, en la noche, cuando nadie
y sólo D ios nos v e . . . A usted le interesa A m érica, el su r de su patria;
pues bien, yo, que soy un europeo, puedo decirle u n a cosa: esta raza de
aq u í, los restos que usted va a e n co n trar en los canales, no pertenece ya
a nuestro ciclo, corresponde a otro astro, a “otra tie rra ”, y es hija de otro
A dán. Puede que usted, por h ab er alim entado en esta tierra sus huesos,
tenga algo de ella; pero yo no tengo nada en com ún y soy un rebelde
de otro c i e l o ... Esta raza de los canales es un resto del paleolítico y p e r­
siste aún junto a sus “ cónchales” y a sus “eolitos”, a sus piedras de la

I Íi4
au ro ra de la h u m a n id a d . . . D ebiera creerse que hasta su a lb ú m in a es
d is tin ta ... M ire, capitán, ¿sabe usted algo del h om bre m agdaleniense?
¿Sabe algo de su arte? Esto le d ará un indicio y le servirá de ejem plo para
a q u ila ta r la diferencia . . . Siem pre m e han preocupado las cavernas del
|)enodo m agdaleniense. Es algo tan ex trao rd in ario , tan . . . ¿cóm o d ecir­
l o . . . ? unitivo y, al m ism o tiem po, leal; externo, l e j a n o . . . A la vez que
se penetra del objeto rep resentado y lo ve por d en tro , se coloca fu era y
lo m ira, lo contem pla, con un alm a sensible, fina, tiern a y delicada. T a l
delicadeza no ha existido aú n en nuestro tiem po. El artista de las caver­
nas de A ltam ira, qu e p intó un bisonte en la roca oscura y m isteriosa, vio
tal vez en e! anim al a u n dios perdido, un estado arcangélico irrem e d ia­
blem ente pasado para su alm a, y fue tal su dolor y su em oción que se
retiró a lo m ás p ro fu n d o y solitario de la caverna para recordarlo. O b ­
serve usted, capitán, ¿por qué, por qué ese antepasado del paleolítico no
d ib u jó jam ás u n rostro h u m an o ? ¿P or qué no p intó su rostro sobre la
roca? Q u izá tenía v erg ü en za de sí m ism o, de su d esn u d ez indefensa de
A dán. H abía perdido el dios del an im al y aú n no encontraba al dios del
hom bre. T en ía verg ü en za de sí m ism o. S eg u ram en te usaba m áscaras de
.m iníales, tratab a de im itar y com penetrarse de lo perdido, hacía u n a “co­
m ed ia” de su vida. Y en ese estado in term ed io , invocaba a S atán, como
única escapatoria, es decir, encontraba en el arte su fu erza y su evasión
en la “ representación” . C u an d o se atrevió a p in ta r al hom bre, lo hizo
(ilo en form a esquem ática y sim bólica, por m edio de signos abstractos,
que aú n p erd u ran . Im agínese a ese hom bre, a ese “m o n stru o de sensibi­
lid a d ”, acurrucado en u n lu g ar húm ed o y som brío de la caverna, u san ­
do cabeza de toro y p in tan d o , rep roduciendo de m em oria, seguram ente
«on los ojos cerrados, al an im al am ado y t e m i d o . . .
El profesor vociferaba y sus palabras salían a borbotones y con fa-
i ilidad:
— ¿Y qué pasó? T o d o se acabó. E l h om bre del m agdaleniense dejó
dt p in tar; ese arte sagrado se in te rru m p ió de la noche a la m a ñ an a en
i" i n u m isteriosa y rep en tin a, y ya no hubo tradición que lo alim en tara
perpetuara. Esa raza de hom bres extraños desapareció de E u ro p a. ¿D e
•I"MiIr vrní.i, tic qu é lu g ar procedía su evolución, su m agnífico eq u ilibrio
ii m ntido del d ra m a ? A q u í sí, capitán, a q u í puede ser que tenga un
•i'idcio el mito de la Atlántida. A lo mejor su desaparición coincide con

165
un g ran h u n d im ien to , con u n a catástrofe en el A tlá n tic o . . . P ero hay
algo m ás im p o rtan te, que es adonde qu iero llegar. T o d a la investigación
posterior ha hecho hincapié solam ente sobre la p in tu ra m agnífica y n a ­
turalista de los anim ales, haciendo caso om iso de los signos esquem áticos
en que se representaba al ho m b re. Sin em bargo, p ara m í y para usted
principalm ente, es esto ú ltim o lo que tiene m ás im portancia. ¿Se da c u e n ­
ta? Ellos nunca pin taro n al ho m b re com o u n a realidad. Es decir, lo p in ­
taron com o u n a fu erza, u n a energía, u n arq u etip o , algo que actúa, que
se produce com o u n gesto, com o un pensam iento, com o u n a idea, como
un sím bolo, o u n a “ representación”, que no es real com o u n anim al; pe­
ro que ya no puede perecer, p o rq u e se reproduce etern am en te, siem pre
que haya alguien capaz de “ p ensarle”, de in terp re tarle en su estructura
sim ple, esquem ática, cósm ica, de signo. Es un d ram a y u n a com edia: la
im itación y la interpretación de u n a fu erza. E l h om bre puede perecer;
pero queda el signo. Y m ien tras haya cavernas en el m u n d o que conser­
ven estos signos, a u n q u e el hom bre sea borrado de la superficie del p la ­
neta por u na g ra n catástrofe, esos signos vibrantes le volverán a p ro d u ­
cir. E sto es lo que yo pienso, capitán. Y pienso m ás, creo que luego el
hom bre se desvió. Y que es a q u í en A m érica, en el S u r, do n d e p odría re ­
to rn ar esta “sabiduría de las cavernas” . . .

EL U L T IM O SO L

E ra el am anecer de un herm oso día de diciem bre. C u a n d o la fra g a ­


ta penetró en el C anal de C hacao, yo do rm ía, así es q u e no vi las islas
com o piedras preciosas, ni el color tu rq u esa de las aguas, ni la vegeta­
ción, ni los techos rojos de las casas. E n torno a las islas seguram ente n a ­
vegaban lanchones y veleros y los pájaros iniciaban sus vuelos de a d o ra ­
ción al sol.
U na dulce lan g u id ez m e invadía y con tal de p erm anecer m ás tie m ­
po tendido en la litera p referí q u ed arm e sin el desayuno de a bordo. N o
veía el sol; pero lo presentía.
A m ediodía subí a cu bierta. A lo lejos se divisaba la silueta de la
gran isla de C hiloé. D en tro de poco iba a cru z a r el lím ite de las aguas
que m uchos años antes me retuvo, no siendo entonces capaz de sobrepa­

166
sarlo, y que ahora vencería fácilm ente. Y hoy, com o ayer, sentía e! in ­
flujo del m isterio de lo desconocido, la im periosa co rriente su b m a rin a que
arrastrab a al barco hacia “ m ás al su r” . A llá, en u n h o rizo n te nuboso, a l­
gu ien m anejaba u n im án irresistible; las planchas de acero de la fragata
eran fácil presa para su fu erza insaciable. D ebajo de las tersas aguas,
surcadas por a'egres toninas, m anos y voces secretas aceleraban n u estra
m archa, la hacían m ás exacta, nos alejaban del sol. Al fondo y abajo, fie­
les centinelas nos v igilaban y c u m p lían órdenes precisas. Y yo era la
presa fu n d am en tal, pues m e había prep arad o a través de estos años tal
com o en la an tig ü ed ad se p reparaban las víctim as elegidas para el sacri­
ficio. Y cuando crucé el lím ite, u n estrem ecim iento de júbilo m e reco­
rrió, junto con pensam ientos ansiosos por el universo ign o rad o que se
abría ante m í.
El C anal M oraleda nos recibió ru tilan te, tibio, nos envolvió en su luz.
A lo lejos aparecían las cum bres nevadas de la co rd il’era im penetrable,
sobre el cielo de u n a zu l purísim o. Esas regiones son casi desconocidas
y están cubiertas de selvas vírgenes. M iran d o los m ontes, d ibujados con
transparencias celestiales, pensaba en la C iu d a d de los C ésares y un p e r­
fum e legendario se d esp ren d ía de las cum bres y ’os abism os. A m i lado,
sobre cubierta, el cam eram an de la expedición no se cansaba de hacer
funcionar su film ad o ra; luego se q u ed ab a co n tem p lan d o , em bebido en
la luz.
— H e pasado por a q u í — decía— ; pero esta lum in o sid ad no m e había
tocado nunca.
C erca de proa, debajo del cañón m ayor de la fragata, que ap u n tab a con su
boca tapada al ho rizo n te, m e senté a g o zar del sol. M i am igo Poncet se
.ucrcó.
— D isfrutem os de este sol — dijo— , es el ú ltim o que verem os.
Se tend ió de espaldas a con tem p lar la claridad del cielo y el vuelo
suave de las gaviotas. E n el m ástil girab a la placa del rad ar, tam b ién con
suavidad, com o un p ájaro aprisionado.
T o d o ese día cru zam o s a través de la luz. D espués, ju n to al g iro ­
com pás, conocí al arq u itecto de la expedición.
U sted no puede co m p ren d er — me dijo— lo que significa levantar
\n¡< ndas en esos parajes. Es algo así com o ser D ios y em p ezar a poblar
1 1 m u n d o ; junto con las casas, me parece que estoy creando hom bres.

167
E l arquitecto era u n ex p erim en tad o navegante y,en el girocom pás,
me dio m is prim eras lecciones de navegación.
A l atardecer, sobre la cubierta, en m edio de u n suave crepúsculo y
del rielar tran q u ilo sobre las aguas, u n b razo se ex ten d ió señalando la
distante tierra :
— ¡El M ilim oyu!
M e estrem ecí. A llá, en el confín, cubierto de nieve blanca y rosada,
nim bado de lu z tem blorosa, se perfilaba la cum bre de u n m onte esbelto
y, en su cúspide, aparecían dos tenazas de cangrejo, com o p retendiendo
aprisionar el cielo.
“D e cum bre a cum bre — pensé— , la sabiduría p o d ría traspasarse,
de K ailás a M ilim oyu . . . P ero somos u n continente vacío — no hay m ás
alm a que el alm a de la tie rra — , despoblado, sin dioses, sin hom bres, sin
anim ales. N u estro cam ino es por un páram o, envuelto en lu z ilusoria

A nclam os. C aen los velos berm ejos del últim o crepúsculo. E n ese a n ­
fiteatro de m o ntañ as los hilos de la noche se tejen. T o d o es rojo. Só­
lo el agua conserva su tran sp aren cia de vidrio, o de espejo. Estoy solo en
cubierta; m e inclino sobre la cu erd a de la b aran d a y m iro. E ntonces m e
parece d istin g u ir u n extraño m o v im ien to del ag u a, que se hincha, co­
m en zan d o a levantarse y u n cuerpo parece estar a p u n to de aflorar en la
superficie; gira u n tan to y se m o viliza, d ejando u n a línea tras de sí en
el agua. ¿Estoy seguro de lo q u e veo? ¿N o será u n a ilusión de esta luz y
de esta som bra? A hora se va alejando. E ntonces g rito :
— ¡Esperen! ¡Estoy aquí!
Pero la som bra ha caído, viene la noche. Siento q u e unos ojos m e
observan. N o estoy solo sobre la cubierta.

LAS SO M B R A S

N ubes, l i a m uerto el sol. D e vez en cuando, en tre los es{>csos h u ­


mos del ciclo, reaparece un breve instante y entonces un rayo se abre p a­
so, derecho, violento, sobre el m ar. La fragata so m ueve silenciosa, tr a ­
tando de alcanzarlo. Pero es in ú til. Se cierran las nubes, vuelan pájaros

168
grises y ahora viene la lluvia, com ienza su rein ad o eterno. Es u n a lluvia
fina, constante, casi im perceptible, que fo rm a parte del aire y del c o n to r­
no; rebota sobre el m a r, sobre a lg u n a isla, sobre el ya d istan te arch ip ié­
lago de los C honos, sobre la tierra y las cum bres inexploradas del co n ti­
nente que al este lim ita con los canales, sobre el perfil de la isla M ag ­
dalena, que se acerca en el h o rizo n te. U n a vegetación d istin ta em pieza a
insinuarse. El verde p ro fu n d o de los helechos se hace m ás escaso, el co­
lor m enos variado y u n olor a cosas podridas por la h u m e d a d lo e n v u el­
ve todo. Los árboles se ach ap arran y el bosque es de hayas y robles p a ­
tagónicos, curvados por el viento, doblados por el agua, apellinados, tra s­
pasados de h u m ed ad , con su corteza reblandecida y descascarada, h u n d ie n ­
do sus raíces en u n suelo seguram ente b lando y pantanoso.
T od as estas regiones, con sus n om bres precisos, se en cu en tran des­
critas m inuciosam ente en las cartas m arin as y en otros libros. Yo no
m e d etendré en nuevas enum eraciones. D espués de estos largos años sólo
m e q u eda un recuerdo vago de n om bres y lugares y la im presión fu n d a ­
m en tal de la som bra y la h u m ed ad . E l su r de C hile, el su r del m u n d o ,
m ás allá de C hiloé, corresponde al reino de las aguas y de la som bra. H a y
u n sol esporádico q u e de vez en cu an d o desciende com o el rayo de la
g racia al pozo del In fiern o . Se d ilatan los pulm ones y se aspira h u m ed ad
y u n olor a vegetación em papada que viene de la tierra y de las islas;
al m ism o tiem po que abajo, en lo p ro fu n d o , en lo su b m arin o , se adivina
u n a fu erza, u n a suerte de declive, que em p u ja hacia “m ás al su r”, hacia
u n p u nto que debe ser el principio y el fin de lo frío y de lo h ú m ed o . El
sol se ha p erdido; ha q u ed ad o atrás. Y con igual rap id ez se ha borrado su
recuerdo en la m en te del que desciende por estos silenciosos hilos de agua.

M e he puesto a reco rrer el b u q u e; he subido y bajado por la escala


de hierro, m iran d o el paisaje, siguiendo el vuelo de las aves oscuras, vi­
g ilan d o la estela del barco y el fondo opaco de las aguas. D e vez en
cuan d o las toninas pasan veloces, com o u n a som bra al fo ndo; o el ca­
dáver de un p in g ü in o escuálido es arrastrad o ju n to a un atado de huiros.
So form an rem olinos y em budos en el agua consistente y, ahí, cae la llu ­
via. El ciclo crea bom bas de nubes, techos bajos y una b ru m a helada
mi I k- y desciende d u ra n te el día. E n la cu bierta hay alg ú n m arin ero en ro -

169
liando u n m on tó n de cordeles, otro coloca brea en !a qu illa de un bote.
N o se hablan, ni siquiera m ira n el contorno, van ensim ism ados, vueltos
de espalda a la corriente gris del su r que los arrastra.
A sí llegam os al G olfo de Penas. E iniciam os su cruce. Poco antes casi
detuvim os la m arch a esperando al petrolero, que venía al m áxim o de su
a n d ar para darnos alcance. Lo vim os pasar a estribor, en m edio de la
niebla. Es herm oso un barco naveg an d o al m áxim o de su velocidad, p a r­
tiendo el agu a con la quilla afilada, que aparece y desaparece en el oleaje.
E ntonces se desencadenó el viento y las aguas del golfo se encrespa­
ron y la lluvia azotó las cuerdas y los costados de nuestro buq u e. C om enzó
la tem pestad. Subí a la torre del co m an d an te y m e q u ed é en el castillo del
lado de fuera, afirm ad o en !a b aran d a y con el g o rro im perm eable sobre
las orejas. Junto a m í se encontraba u n m arin ero bajo, fornido, de cierta
edad. M e m iró y sonrió.
— Es m ejor que se quede aq u í. E l aire im p ed irá que se m aree. Este
golfo es m uy bravo.
Sonreí. E ra u n hom bre rudo, un contram aestre tal vez. Me aconseja­
ba y, evidentem ente, estaba contento de que los elem entos se desencade­
naran.
L as olas em pezaron a subir por encim a de la q uilla, reventando fu rio ­
sam ente contra el pecho del b u q u e. L a fragata, cerrad a com o un su b m a­
rino, toda de acero, era u n a cáscara que se zaran d eab a, bajando y subien­
do sobre el dorso em bravecido del golfo. E n u n m o m en to todo fue caos
a'red ed o r; el viento silbando, truenos en el cielo, arrastrán d o se como m o n ­
tañas para caer sobre las aguas y h u n d irse en las p ro fu n d id ad es; relám ­
pagos com o fogonazos entre la niebla y u n a rara clarid ad en el aire, a
pesar del gris de la lluvia; las olas en d an z a de colinas y el cielo co rrién ­
dose com o colum pio. A ferrad o al b aran d al, junto al co ntram aestre, sentía
tam bién m ás allá del tem or in m ediato, u n a g ran alegría y un im pulso
de desafío y de com bate. M iraba el b u q u e y lo veía im pasible en m edio
del agua enfurecida, su b ir y b ajar, desaparecer casi bajo el oleaje, para
luego reaparecer, ch orreando, b ru ñ id o , lleno de espum a, sudoroso. En la
torre don d e estábam os hubo m om entos que nos pareció q u ed ar p e rp en ­
diculares a! m ar, con la cabeza hacia abajo. Pensé que nos hundíam os.
Las olas, reventan d o por sobre la q uilla, e n traro n hasta nuestra torre y
nos hicieron sentir su frío sabor salado. E ntonces m iré arrib a y vi la p a n ­

170
talla de rad ar g iran d o im p ertu rb ab le, con igual len titu d y serenidad; nada
sabía de esta to rm en ta. Su especialidad era re g istrar som bras de sonidos,
vibraciones de otra especie. El co n tram aestre ex tendió el b razo y m e se­
ñaló el horizonte en torbellino:
— ¡M ire, m ire ahí! — g ritó co n tra el v iento— . ¡Ballenas!
— ¿D ónde? ¿Q ué cosa? — g rité a m i vez.
Y a estribor, m u y cerca, sobre la cim a de u n a g ra n ola, se proyectó
un chorro doble de vap o r y de agua, en línea recta hacia arrib a, y luego
otro m ás, hasta tres veces.
— L a tem pestad las aleja de la costa, son cachalotes. O bserve ahora
su lom o. ¡A hí pasa uno!
E ra n las prim eras ballenas vistas en m edio de la tem pestad. E l c o n ­
tram aestre sentía renacer su ancestro de viejo pescador, ju n to con el alm a
de la av en tu ra y de la g u erra. Los elem entos desencadenados nos u n ía n
en u n a com prensión q u e hincaba con seg u rid ad sus raíces en la p reh isto ­
ria. E l chileno reen cu en tra su alm a en m edio de los tem blores, de la te m ­
pestad o de la g u e rra , y entonces, se unifica, se am a y descubre la fe en
el destino. P ero se hace necesaria u n a to rm en ta furiosa en el G olfo de
P enas, o u n cataclism o, para que las separaciones y los falsos dioses se
su m erjan y el alm a del g u errero esté dispuesta a coger de nuevo las rie n ­
das del paisaje.
E m papado y consciente, prestaba atención al silencio que se hace b a ­
jo la tem pestad. M i oído in terio r m e decía q u e alguien reía a carcajadas
d en tro de las aguas y q u e era su risa la que a h u y entab a de esas p ro ­
fun didades a las ballenas. E l bosque, los m o nstruos, los cetáceos, los h o m ­
bres y la to rm en ta, éram os em pujados p o r encim a del golfo hacia u n a
som bra aú n peor.
G olpeé la p u erta de la torre del co m an d a n te y alguien m e abrió por
d en tro. Junto a los in stru m en to s y a las cartas m arin as los oficiales d iri­
g ían la difícil navegación. El co m an d a n te apenas se volvió y m e hizo
una seña:
— V enga . . . D esde a q u í esto se ve m u ch o m ejor. D e todos m odos
ha sido un buen b au tizo para usted. E l golfo se en carga de m an ten er su
prestigio frente a los visitantes.
N o veía ai co m an d a n te de la frag ata desde antes de nuestra p artida.
A hora pude reconocerle con agrado. Kra m en u d o y m uy joven, con un
rostro claro y abierto. E n to rno al cuello llevaba u n a b u fan d a de seda
blanca, su cabello aparecía rapado y sonreía, dan d o las órdenes con u n a
serenidad inalterable y en voz baja.
Me acerqué al ventanal que se estrem ecía; a través del vapor, fo rm a ­
do por las diferentes tem p eratu ras que separaban su d im in u to espesor,
pude d istin g u ir una explosión de luz, subiendo sobre las aguas de la to r­
m enta. E l rostro de los oficiales se ilum inó con u n a claridad sulfurosa,
y el buque se cim bró, inclinándose peligrosam ente. N o s cogim os de lo
que teníam os m ás cerca, afirm á n d on os unos a otros.
El rostro del com andante seguía im pasible.
Más allá del h orizonte apareció un arco iris. U n a de sus puntas des­
cendió hacia el m a r y aquietó las olas, llenando de perlas verdes la su ­
perficie negra de las aguas; el otro ex trem o quedó oculto tras las nubes
espesas, sostenido, q u izá, por alg u n a m ano que tuvo m iedo de que se
h u n d iera para siem pre en las p ro fu n d id ad es del m ar. P o rq u e , ahí abajo,
cogieron la otra p u n ta del arco iris y tiraro n de ella hasta partirlo por la
m itad.

N A V ID A D H A C IA LA A N T A R T ID A

A l final del G olfo se en cu en tra el F aro San A n to n io . C uesta llegar


a él con los botes porque el oleaje rom pe con fu erza y el tiem po es to r­
mentoso. A m en u d o los hom bres deben esperar d u ra n te meses para que
los releven de su perm anencia en ese F aro . E l petrolero bajó u n a chalupa
llevando a su bordo al d entista de la expedición para aten d e r a uno de
los guardafaros. N osotros seguim os navegando.
La vida en la fragata se hacía ru tin a ria . Yo pasaba el día tendido en
mi litera, sin leer, sin pensar casi, atento sólo a un tenue m u rm u llo externo
y a una suerte de em balsam iento in terio r que iba en au m en to . U na ta r­
de cam iné por un pasillo. Al llegar a la p uerta de un cam arote, que me
pareció ser el del com odoro de la flotilla, creí observar u n a som bra que
se escurría y percibí un suave olor a tabaco m ezclado con peí fum es.
U n día después anclam os en u n a especie de ra d a o bahía. E ra el I
de diciem bre. Esa noche sería N av id ad . A las tres de la tard e d e icendi
mos un gru p o en la chalupa ballenera y encallam os en una isla. Llovía,
to m o siempre. Fue la primera vez que pisaba en esta tierra extraña y
m ojada. Saltando sobre piedras y h u n d ién d o n o s en el agua alcanzam os
hasta la playa. El aspecto de los oficiales y m arin ero s era el de viejos lo ­
bos de m ar con sus capotes negros im perm eables. E l p rim er olor que me
asaltó, subiendo desde el suelo y vin ien d o del bosque inm ed iato , fue un
olor soso, producido por !a h u m ed ad de las raíces, de las hojas y de los
helechos.
Buscam os un cam ino y em pezam os a su b ir la pendiente de la isla
por el lado abrupto . E l arq u itecto y los oficiales pusiéronse a co rtar unas
ram as y unas flores sem ejantes a copihues. A rrib a, desde la cum bre, co n ­
tem plé el paisaje. A través de ram as y árboles se perfilaba la línea esbelta
de la fragata, al ancla en la bahía. Junto a m í, el fotógrafo estaba incli­
n ado sobre una especie de alm ohadilla de hierbas d im in u ta s, en m edio de
la cual asom aban sus cabecitas tem blorosas, agitadas por e! viento y la
lluvia, perladas de gotas, unas flores rojas y am arillas. Me las señaló y
estuvim os largo rato contem plándolas. A lgunos insectos cam in aban sobre
ese cojín de flores y de hierbas. Esa era toda la v ida y la lu z de estos
parajes. L uego, tam b ién , unas lánguidas flores, creciendo en alg ú n b a ­
rranco um brío, esparcidas y en ferm izas, sobre el verde negro de las ra ­
m as y el castaño leproso de los árboles en la lluvia. E ran los coicopihues
— que no pertenecen a la fam ilia de los copihues— , entre el e n m arañ ad o
y chato bosque de los robles y coihues patagónicos.
A l reto rn ar a bordo, el arq u itecto venía cargado de flores y de ra ­
mas. E ran para celebrar la N av id ad .
Esa noche, el com edor estaba tran sfo rm ad o . El arquitecto, en c o m ­
pañía de los oficiales hicieron los arreglos. Al centro de la mesa había una
g ra n ram a de árbol sem ejando un pino y ju n to a los cubiertos y a los li­
cores, m uchas de las flores pálidas y de las hojas som brías.
Poco a poco el com edor em pezó a llenarse con la oficialidad y con los
expedicionarios civiles. A pareció el segundo co m an d an te, siem pre opaco,
tenso. L uego el p rim er com an d an te, fino, d im in u to , afable. A pesar de
ello, no nos sentam os. E sperábam os. T ra s u n largo rato se abrió n u ev a­
m ente la cortina y su rg ió u n a fig u ra escuálida, de ojos h u n d ido s. V estía
mi uniform e lustroso y, por los dorados galones, todos supieron que era el
com odoro. S aludó cortés y se sentó al centro, tenien d o a sus lados al m a-
yor de E jército y al co m an d a n te de A viación. Ju n to a m í q u ed aro n el
m édico y el fotógrafo.

17.8
L a com ida de N a v id a d com enzó con u n discurso de P oncet que re ­
cordaba a los fam iliares ausentes. Los ojos del seg u n d o com andante se
ensom brecieron.
D espués de P oncet habló el aviador. Lo h izo en form a brillante y
con énfasis. Los m arineros de servicio se agolpaban en la p u erta para es­
cucharle.
E n seguida el com odoro h izo ven ir al corneta de a bordo y le pidió
que tocara u n a larga y ag u d a d ian a que, e n m edio de la noche y en el
buq u e de acero, repercutió com o u n lam ento extraño, v ibrando a veces
com o grito, o alarido, q u e nos rasg u ñ ab a las entrañas.
F u era, gem ía el viento de la P atag o n ia y por algunos resquicios del
buque, en tre las planchas de acero, penetraba hasta nosotros y soplaba
sobre nuestras alm as, desm oronándonos y dispersando las palabras y las
m ejores intenciones. N i este b u q u e, n i estos hom bres, ni fe alguna n u e s­
tra, podría subsistir ju n to a este paisaje.
A m edida que pasaba el tiem po, todos se d ieron a beber para p ro ­
tegerse de ese viento y de esa fina y constante lluvia que se adivinaba. El
com odoro desapareció y, tras de él, el com andante. E ntonces el m édico se
levantó y em pezó a hablar de las navidades de la infancia y de los tris ­
tes juguetes lejanos: “ ¡A h, los juguetes! ¿D ónde estaban ahora? ¿C óm o
encontrarlos otra vez? U n cochecito con ruedas de m ad era, un caballo
con la cabeza c o rta d a . . . Y aquellos seres, aquellos seres, que del cielo
y de la noche oscura nos trajero n los juguetes . . . ” E l m édico se retorcía
las m anos.
Yo escuchaba el viento, sentía la h u m ed ad y, m ás abajo, m ás hondo,
escuchaba u n pensam iento, veía u n dios q u e no era el nuestro, con u n
rostro g ran d e, de ojos m alignos y alargados, alguien q u e estaba sostenien­
do las islas, hasta que llegara la h ora de asentarse sobre ellas, sobre los
huesos duros de extraños despojadores. A hí, en su rein o sum ergido . . .

PU ERTO EDEN

A bsurdo nom bre. C om o si p u d ieran ju n tarse dos extrem os. E l E dén


y el Infierno.
E ra m uy tem p ran o . La niebla tendía velos en to rn o a la lluvia. Al
(i*uien vino a despertarm e para que subiera a cu bierta. H a b ía un m o v i­

\74
m ien to inusitado y el ancla com enzaba a descender con su ru id o p ro ­
fu n d o de cadenas. V i que estábam os rodeados de islitas, que aparecían
com o m anchas oscuras detrás del gris am anecer. U n a lu z m o rtal se abría
paso con dificultad , ap artan d o m em b ran as sutiles, d esg arran d o los paños
de agua.
E n m edio de las voces de órdenes d ad as a los m arin ero s y de su
tra jin a r febril sobre cu bierta, m e pareció oír unos ruidos g u tu rales que
provenían del m ar. M e aproxim é y vi un e n jam b re de som bras d eslizán ­
dose sobre el agua y unas canoas detenidas al costado del buq u e. E ran
troncos de árboles ahuecados llevando a su bordo ex trañ a gente. H o m ­
bres y m ujeres harap ien to s, con niños hirsutos en los brazos. Las m ujeres
levantaban el rostro y hablaban a los m arin ero s en un español m o n o si­
lábico. Los rostros de los hom bres, viejos algunos, eran cenicientos, como
de cartón, y las crenchas de pelos tiesos y negros apenas si descubrían un
trozo de frente, cayéndoles sobre las orejas y la nuca.
Los m arineros les invitaro n a su b ir y les com p raro n unos canastitos
trenzados con m uch a h abilidad y llenos de cholgas y conchitas de m ar.
R ecuerdo la im presión que m e h izo u n a m u je r sem icubierta con trapos
sucios y que sujetaba con un b razo a u n n iño d esn u d o y le daba de m a ­
m a r bajo la lluvia. Sus piernas atrofiadas la sostenían sobre la cubierta
de la fragata y los dedos de los pies, con los pulgares m uy separados, no
parecían de u n ser h u m an o . P erm aneció insensible a la lluvia que caía,
m ien tras el n iñ o ch u p ab a del pecho fláccido. Esos seres venían del agua
y vivían bajo el agua. S eg u ram en te del pecho de la m ad re tam poco salía
leche, sino agua.
A m ediodía subió a bordo u n h om bre de largas barbas, vestido con
el u n ifo rm e de la aviación. V ino en un bote trip u la d o por alacalufes. E ra
el G obern ad o r de la isla. N os invitó a v isitar su casa. Lo hicim os en uno
de nuestros botes. U n m uelle g ra n d e y bien ten id o nos acogió. A l fondo
se veía una g ran casa. M ientras los dem ás se d irig ía n a su in terio r yo me
dispuse a visitar los alrededores. Me alejé por la playa tra ta n d o de ascen­
d er hasta una región p antanosa, donde el fan g o verde del suelo parecía
herv ir de h u m ed a d , haciendo rev en tar unas b u rb u jas de agua tu rb ia.
Así llegué a unos m ontículos oscuros. Iba lleno de barro y de agua.
Pude com probar q u e los m ontículos eran rucas de pieles de focas y latas
suj>erpucstas. De fo rm a cónica, se levantaban sobre el lim o. A veces te ­

175
nían colgados a su en tra d a los m ism os canastos de paja que ya había
visto. U n g ru p o de perros fam élicos com enzó a lad rar. N o se veía a n in ­
g ú n hom bre o m u je r. Solam ente algunos niños. O bservé que uno, al lado
de un tronco cortado, defecaba. N o quise m ira r d en tro de las rucas, pues
un olor fétido salía de ellas. E ntonces descubrí que el n iño alacalufe se
estaba com iendo sus propios excrem entos. C on repulsión m ezclada de p ie­
dad m e alejé en dirección a la casa del G o b ern ad o r.
A l en tra r en el pasillo m e pareció volver al m u n d o conocido, a un
resto de civilización, o a u n arca en m edio del diluvio. E l aviador de !a
barba hablaba:
— E n este clim a, viviendo a la intem perie, lo peor que pudo suce-
derle a los indígenas fue que les vistieran. Las ropas se em paparon con
la lluvia. Y vino la tuberculosis. Ya q u ed an m uy pocos. M ientras perm a
necieron desnudos, eran fuertes.
El com andan te in terru m p ió :
— C reo que T h o m as B ridge ha descubierto m ás de trein ta m il pala­
bras en el idiom a yagán. Es increíble. Esto no arm o n iz a con el estado
actual de las razas fueguinas y patagónicas. ¿Es posible que alguna g ran
civilización perdida haya desgajado de su tronco estas ram as m o ribundas
y degeneradas?
E n el centro de los p antanos, los cuerpos de esas razas dem entes, leja­
nas, con universos de agua sobre sus siglos, se resisten aún a perecer,
quién sabe por q u é satánica fu erza. Se h u n d e n en el fango y apenas si
sus crenchas negras sobresalen ya. Esas crenchas rebeldes, herm anas del
helecho y del m ilodón.

CON EL DOCTOR

El E sp íritu surgió de las ag u as; pero ya no está en las aguas. A hora


flota sobre el hielo. A llá lejos.
A ntes de P u erto E dén habíam os pasado por la A n gostura Inglesa.
Es ésta una especie de lengua de m a r m uy estrecha, en tre dos islas. Los
bosques suben a am bos lados, casi por encim a de la frag ata y, a través
de la espesa vegetación, caen unas vertientes de agua cristalina. Las tnag-

170
nolias, los robles, las hayas y los helechos se e n m a ra ñ a n , e n trelazan d o sus
pastosas ram adas.
A quella noche, m ien tras el b u q u e av an zab a, siem pre hacia el sur,
h acia “m ás al su r”, yo m e agitaba en la litera envuelto en u n a angustiosa
pesadilla: debía pasar p o r u n a an g o stu ra en la q u e q u ed ab a cogido de los
hom bros. Y, al otro lado, al final, se ab ría u n bosque do n d e brillab a la
lu z del sol. A h í h ab ía u n g ru p o de h om bres extraños, vestidos con ropas
de colores violentos y sentados en el suelo. E stab an com iendo. P o r fin
lo g rab a zafarm e y salir por el tú n el, llegando hasta el g ru p o . M e detenía
a su lado; pero los ho m b res no m e veían, pues e ra n de o tra edad. E n ­
tonces m e inclinaba y m ira b a sobre ellos. C o n espanto descubría q u e es­
ta b a n com iendo excrem entos.
Sem idespierto m e hacía u n a curiosa reflexión, p ro p ia de esos estados
subconscientes: “T o d o esto se debe a q u e no estoy d u rm ien d o con la
cabeza vuelta hacia el n o rte. L as vibraciones del polo son m u y po d ero ­
sas y chocan con las q u e tie n d e n a proyectarse desde m i cabeza. A sí n u n ­
ca p odré c ru z a r la angostura . . . ”
H acien d o u n esfu erzo , desperté. E l corneta com enzaba a tocar la
d ian a.
Esa m añ an a h u b o u n a g ra n actividad en el b u q u e. D esde el castillo,
a l lado de la to rre de m a n d o , m e puse a observar lo q u e pasaba. M ás ab a­
jo, u n oficial estaba de pie, con las p iern as separadas, m a n ten ien d o de
este m odo el eq u ilib rio ; tenía las m an o s c ru zad as a la espalda y unos
prism áticos al cuello. D e vez en cu an d o g ritab a u n as órdenes. A bajo, en
las distintas cubiertas, los m arin ero s co rría n silenciosos y los cañones de
la frag ata com en zab an a g irar. O tro s hom bres, puestos e n fila, se pasa­
ban unos pesados proyectiles. Las am etrallad o ras y los cañones livianos
tam bién g irab an , buscando en el cielo nuboso unos aviones invisibles.
A m i lado llegó el m édico. Y después de observar u n rato ese m o ­
vim iento , m e explicó:
— H acen ejercicio de tiro.
M edia h o ra estuvim os observando el trab ajo de la trip u lació n del
b u q u e de g u erra, hasta que m e volví del lado del paisaje e indicándolo
.d m édico, hice la sig u ien te reflexión:
-Q ué ex trañ o conto rn o , doctor, y q u é poco tiene que ver con nos­
otros. Ila y 1111 deseq u ilib rio ho n d o e n tre el paisaje y el h o m b re. C om o

177
\J Trilogía <l<* I» I'tinijtu-iln
si nos fa ltaran órganos espirituales afines p ara cap tarlo y c o m p ren d erlo .
O bien, estos órganos están atrofiados, perdidos al fo n d o de u n alm a re ­
m ota, que no se atreve a aso m ar a la lu z, a la expresión . . . E n el cen tro
de estas islas, de esta vegetación som bría y de esos lejanos m ontes, hay
dioses ocultos que se h an tran sfo rm a d o en nuestros en em ig o s y q u e fu e ­
ro n am igos, alg u n a vez, de esas razas m o rib u n d as q u e hem os co n tem ­
plado. ¿Q ué secreto g u a rd a n , q u é p alab ra q u ieren decir, cuál fu e la q u e
alg u n a vez p ron u n ciaro n ? Sus alm as flo tan e n estos parajes. Y nosotros
querem os lu ch ar co n tra estos dioses. I n ú t il m e n t e ... ¿E n aras de q uién?
E l m édico perm aneció ab straíd o y dijo:
— U sted acaba de ver algo. U n ejercicio de com bate. E n este buque-
ap ren d erá m ucho. E l alm a del chileno nuevo, del q u e nació de la m e z ­
cla con el español, está p reñ ad a de ansias de av en tu ras y de g u erra. Y,,
sin em bargo, no puede d a r a lu z. A m a la a v en tu ra, el dilatad o espacio
del m ar, la conquista. P ero, en cam bio, está o b ligada a vegetar e n los
puertos, en los tu g u rio s, e n los conventillos, en las oficinas fiscales. D ele
usted aventuras, dele tem pestad y g u e rra y será cap az de d e rru m b a r los.
viejos dioses y saber lo q u e q u iere de sí m is m o . . . A lo m ejo r, es este el
sentido de los viejos dioses, ésta su alm a y la del paisaje, com o u ste d
d ic e . . .
L a conversación qu ed ó deten id a. E l m édico tuvo q u e b a ja r y yo p e r­
m anecí vagando p o r el b u q u e. E n la noche, co n tin u am o s la charla. D es­
pués de la com ida, la cám ara q u ed ó solitaria. E l se acom odó en uno de
los sillones y yo m e te n d í e n otro , p o niendo los pies sobre u n a silla. E l
m édico pidió u n coñac, q u e calentó e n tre los dedos cerrados. D e vez e n
cuando se llevaba el vaso a la n a riz y aspiraba su p erfu m e. Lo sorbía a.
pequeños tragos.
In ten té re a n u d a r el tem a en h eb rad o en la m a ñ a n a :
— Los alacalufes q u e hem os visto están en su ú ltim o m om ento. P a ­
recen pertenecer a u n a ra z a q u e n u n ca h u b iera salido de u n a sem icon-
ciencia. E l m isionero inglés T h o m a s B ridge, en su diccionario yagán, o
yam án, recopila u n as tre in ta m il palabras de esta ra z a fu eg u in a, de la
que en la actualidad no q u ed a n casi representantes. E l idiom a de los ya
ganes era m uy rico en variaciones y en voces, co n trasta n d o con sus eos
tu m b res y su organización p rim itiv a y salvaje. M e parece pueril la ex
plicación que se da para justificar la riq u e z a de sus vocablos; se dice

178
q u e d u ra n te las largas lluvias y to rm en tas d eb ían p erm an ecer en rucas,
ch arlan d o y n a rra n d o historias, lo cual co n trib u y ó a fo rm a r el idiom a
ta n rico. H ay ciertos vocablos que corresponden a situaciones o co stu m ­
bres inexistentes en la v ida de los yaganes d u ra n te el tiem p o de su e n ­
cu en tro con el hom b re europeo. C u a n d o pienso en estas razas y en estos
m u n d o s del sur, no m e p uedo sacar de la cabeza la idea de u n contin en te
su m erg id o y de u n a rem o ta cu ltu ra. A m eg h in o nos habla de G o d w an a
y del m a r q u e lo circu n d ab a, el “m a r a n d in o ”, g o lpeando p o r el este so­
bre las legendarias estribaciones de los A n d es, hasta hacer desaparecer
al continente G o d w an a. H o y , el m a r h a cam biado y, p o r encim a del con­
tin en te sum ergido, descarga sus olas sobre el costado oeste de la cordillera.
E s cierto que esto acontecía en u n a e ra a n tiq u ísim a ; pero yo pienso m e ­
jo r en la A tlán tid a ; m e obsesiona el recu erd o de ese n iñ o alacalufe co­
m ien d o sus exqrem entos. H ay leyendas q u e a firm a n q u e los atlantes;
com ían de los anim ales sólo sus d etritu s. ¿N o h a b rá algo así com o u n a
p erd id a m em o ria, com o u n lejano h ábito estam p ad o en las células de
estas hojas h u m an as aventadas de la A tlá n tid a ?
E l m édico perm an ecía silencioso, sorbiendo p au sad am en te su coñac.
C o n tin u é:
— E l peso de los hielos de la A n tá rtid a presiona el m ag m a viscoso
de la tierra y, en u n juego de palancas, lev an ta a la T ie rra del F u eg o y
a todo el sur del m u n d o , al m ism o tiem p o q u e el n o rte de C hile se su­
m erge. N o sería raro q u e gran d es trozos de G o d w an a reaparezcan con
los siglos.
— Y todo esto — dijo el m édico— , ¿p ara qué?
— B ien — p roseg u í— , h ay algo m ás, a propósito de id io m a. ¿S a­
bía usted que en el P e rú se ha descubierto q u e los indios conocieron el
lenguaje escrito y u sa ro n el p erg am in o, al ig u al q u e los egipcios? Sin
em bargo, cuando los españoles llegaron sólo existía la escritu ra con h i-
l< s. D u ran te una g ran ep id em ia consultóse al dios H u irá C ocha y este
<Im>s inform ó que el m al era u n castigo env iad o al h om bre a causa de la
palabra escrita. Q u e m a ro n los escritos, y sus signos fu ero n olvidados. C u a n ­
do alguien quiso revivirlos, le q u e m aro n a su vez.
El m édico m e contem plaba, ah o ra de fren te, bastante perplejo e in-
irrrsa d o . P id ió otro vaso de coñac y exclam ó:
-¡Q u é 1c parece! ¿Q u é dice usted de esto?

179
—-Yo digo q u e es e x trao rd in ario , q u e es com o si to d o se rep itiera en
este m u n d o . C o n sid erar al escritor com o a u n ser nefasto, y m alig n a a la
escritura, es co m ú n a la E d a d M ed ia eu ro p ea, d o n d e h asta la elocuencia
se estim ó cosa del dem onio. Y, m ás lejos, H en o ch ta m b ié n afirm ab a el
satanism o de la escritura. C om o p o r u n arco invisible y psíquico se u n e n
los continentes y las tierra s del m u n d o en d eterm in ad as certid u m b res y
creencias fundam en tales, concepciones que se rep iten en el alm a in d iv i­
dual. Yo debo confesarle q u e ten g o serias d u d as sobre el posible satanis­
m o de la escritura. ¿E n q u é m o m en to em pezó a escribir el hom bre? E n
el instante en q u e dejó de vivir, cuando dejó de ser. E ntonces buscó u n
sustituto. Los signos sobre hojas o papiros n i siq u iera fu ero n m ágicos,
com o el trazad o esquem ático e n las cavernas, o los signos en el aire;
fu ero n sim ple alineación de fig u ras, historias contadas; artificio, o bien,
algo dem oníaco y q u e a ú n no c o m p re n d o . . . Lo ex trañ o es q u e siem pre
los m ísticos rech azan la escritu ra p o r peligrosa, com o perteneciente a u n a
zona del alm a que m ás vale n o tocar, algo sem ejante a la m a g ia . . . Sin
em bargo, el m ago n u n ca ha sido u n e s c r ito r. . .
F u era, el ag u a com enzaba a g olpear sobre la p ro a y se deslizaba por
los costados del b u q u e. Yo m ed itab a a h o ra siguiendo m is pensam ientos.
D e lo m ás hondo, de alg u n a p ro fu n d id a d a fín con ese d ra m a de la h is­
toria de la ra z a h u m a n a , m e debatía en u n a lucha tensa. Siem pre sentí
que escribir era con trario a la acción, a la v id a y a la m a g ia ; que el ser
realizado no podía verterse hacia fu era. Q ue el ser era co n trario al hacer.
E l acu m u lar, contrario al dispersarse. Y que toda realizació n artística se
cum plía a costa de las posibilidades efectivas de u n a realización personal
o divina. P o r esto, ta l vez, la escritura es co n traria a D io s; p o rq u e im p i­
de que D ios nazca d en tro de u n o . D istrae, n o con trae; separa, no u n ifi­
ca. H ace creer qu e se vive y es lo con trario de la acción m ágica, q u e es
gesto y acción directa, sim bólica y litú rg ica. E l a rte es u n sustituto y u n a
tentación.
— ¿Y la B iblia? — balbuceó el m édico, con d ificu ltad — . ¿Es tam b ién
satánica? ¿P or qu é se la llam a entonces S ag rad a E s c r i t u r a . . . ?
E staba cabeceando. P ro n to se q u ed ó d o rm id o en el sillón. Y en tre
sueños em pezó a hablar. M e aproxim é, pues m e e x tra ñ aro n las palabras
que pronunciaba. P resté atención y claram ente percibí q u e el doctor esta
ba hablando en sueño u n idiom a rarísim o. ¿Q u é len g u a sería? ¿Es posi­

180
ble q ue m ientras el cuerpo d u erm e, el a lm a se ponga en contacto con el
m u n d o circu n d an te y capte el lenguaje de las razas que a lg u n a vez lo
h ab itaro n ? A llí, debajo de las aguas, existe u n m u n d o perd id o , que e m e r­
g e a veces. Y algunos seres, sobrevivientes de ese pasado, ta m b ié n p e rd u ­
ran . L as lenguas m isteriosas de ese m u n d o , sus sonidos, aflo ran a la m e ­
m o ria de nu estra v id a gracias al alm a e n pena de este m édico q u e va
conm igo a bordo, a través de la lluvia y de los canales de la P atag o n ia.

EL V IE JO N A V IO

L legam os a M u ñ o z G am ero. A h í se en cu e n tra u n p o ntó n de la M a­


rin a, que sirve p ara abastecer de carbón a los escam pavías q u e hacen el
tráfico reg u lar por los canales. E n él p erm an ecen algunos hom bres d u ­
ra n te los lluviosos m eses del inv iern o y del verano.
P o r el telégrafo se nos com unicó q u e a bo rdo del p o n tó n h abía u n
en ferm o ; pedían al m édico q u e le visitara.
A ntes del m ed io d ía la fra g a ta atracó al lado del po n tó n . P a ra p asar
de u n b u q u e a otro no hab ía m ás que d a r u n salto por encim a de am bos
barandales. E l m édico y la oficialidad lo h icieron p rim ero ; luego a lg u ­
nos m arineros y yo.
F u e así com o m e en co n tré en la cu b ierta de u n viejo navio des­
m antelado. T o d o estaba e n ruinas. A lg u n a ancla rota descansaba ju n to a
fierros enm ohecidos y se d iría que g ran des telarañ as cru z ab a n por encim a
de las escalas y los m ástiles donde los hongos y el m usgo se h ab ían ap o ­
sentado. Las cuerdas cru jía n y las tablas d a b an la im presión de estar a
p u n to de partirse. C a m in é despacio hasta proa y contem plé ese b u q u e
anciano. V arado en la ra d a , con el m arco de los cerros boscosos de islas
i m a n a s , era com o las razas m o rib u n d a s; pero tenía m ás d ig n id a d y m ás
j'.iandeza. E l au ra de u n a vieja h istoria flotaba en su casco. A lg u n a v ez
<se barco fue joven; surcan d o los canales salió al m a r en busca de aven-
u n a s y de vientos. H o m b res n av eg aro n en él. S eg u ram en te tocó in n u -
im rabies puertos; m ás allá de la lluvia y la to rm en ta descubrió el sol.
M m acenó granos y p roductos; con ellos recorrió los litorales. D esde sus
m b in ta s , los trip u la n tes avistaron los confines, m ira ro n las estrellas y tra -
•.non las rutas tic la navegación. T a m b ié n lo cuid aron con esm ero; en su

181
vientre pu liero n las m áq u in a s y las pu siero n en activ id ad . Los tiburones
del C aribe y las ballenas an tárticas lo conocieron a su paso y los vientos
y los soles secaron sus cubiertas m o jad as p o r la tem p estad . A h o ra se v a­
rab a solitario en el postrer rin có n d el m u n d o p ara esp erar con v erg ü en za
sus últim os días. Y a no ten ía ju v e n tu d . E ra u n a ru in a, lleno de astillas y
de som bras. Pero tenía fantasm as. Los percibí m ien tras lo recorría, su ­
biendo o bajando por sus p o d rid as escaleras. E ra n unos fantasm as a n ti­
guos, lejanos. Los propios fan tasm as de m i infancia.
D escendí por u n a escalera al centro del navio. E n tré en u n a sala a m ­
plia, que alg u n a vez debió servir de com edor, o de cám ara. Las m aderas
estaban abiertas; p o r sus resquicios se colaba el viento frío de la P atag o -
nia. C o n tin u é por u n pasillo y ab rí la p u erta de u n cam arote. U n a lám ­
p ara m ohosa colgaba de u n a litera; p o r la ventanilla sin vidrios u n a p la n ­
ta estiraba sus ram as y em p ez ab a a p rolongarse hasta el in terio r. C recía
desde u n tarro . A lg u ien debió cu id arla diariam en te, p ara q u e sobrevivie­
ra en ese clim a hostil. E ra u n a plan ta de o tra zona, cu ltiv ad a a q u í com o
u n pensam iento, o u n recuerdo.
A bajo, en las bodegas, se g u ard a b a el carbón. C o n fu n d id as con él co­
rría n las ratas.
E scuché voces que pro v en ían de u n cam arote de popa y m e e n cam i­
né en esa dirección. D esde lejos divisé u n g ru p o de m arin ero s ju n to a
u n a puerta. M irab an d en tro ; cu an d o m e aproxim é, se a p arta ro n p ara d e ­
ja r pasar al m édico y al co m an d a n te q u e salían acom pañados de u n su b ­
oficial. E ste ú ltim o estaba a cargo del pontón. Se explayó largam ente, con­
tán d o m e sus preocupaciones p o r la p lan tita que yo acababa de ver. Sus
hom bres le ayudab an a cu id arla. Su fam ilia estaba lejos y hacía m ucho
tiem po que no la veía. A h o ra, u n o de los tripu lan tes se había enferm ad o
y el m édico o rd en ab a su traslado a P u n ta A renas p ara hospitalizarle.
E l enferm o era el telegrafista. H u b o que buscar a otro que le re em ­
plazara en el pontón. N a d ie deseaba quedarse y al co m an d a n te se le h a ­
cía d u ro d a r u n a o rden. Se jugó a la suerte la elección.
Los telegrafistas de la frag ata eran dos. A sistí a la escena del sorteo.
C on nerviosidad, pero sonriendo, los hom bres e c h a ro n los dados sobre
la m esa. U n o de ellos era joven y de rostro m oreno. F u e el perdedor.
K ntre brom as, los com pañeros le ay u d aro n a llen ar sus bolsas y \»
ju n ta r su ropa. F uim os a dejarle a cubierta.

182
M ientras la frag a ta despegaba, alejándose, el telegrafista p erm anecía
de pie en el p o n tó n , a g a rrad o con am bas m an o s a la b a ra n d a de popa.
H e ah í u n h o m b re q u e n o vería el fin del m u n d o , n i conocería los
hielo s de la A n tá rtid a .

CON EL A V IA D O R

E l corneta co m en zó a tocar. L as ag u d as notas g o lpearon sobre los


h ie rro s del b u q u e y, reb o tan d o , v in iero n a m eterse violen tam en te en m i
cabina, im p id ién d o m e d o rm ir m ás.
M e deslicé litera abajo. M is com pañeros de cam arote se h ab ían le ­
v a n ta d o antes de la d ia n a . D e seguro, c u m p lían sus trabajos a bordo. E ra n
te n ien tes de M arin a.
C on u n legajo de papeles bajo el b razo salí e n dirección de la cabina
d e R o d ríg u ez, el c o m an d a n te de A viación.
R o d ríg u e z co m p artía su cam arote con el m ay o r de E jército y con el
arq u itecto . A m bos se en co n trab an fu era . E l co m an d a n te, en cam bio, re ­
cién em pezaba a abotonarse la casaca. A l v erm e d em ostró alegría y se
p uso a conversar com o si hubiese estado esperando m i visita. T o m ó a sien ­
to y m e explicó sus proyectos sobre u n m a p a .
— A q u í te rm in a el m u n d o — m e dijo— . E ste es el C abo de H o rn o s.
M ás allá, el M ar de D ra k e y, luego, los h ie lo s . . . E n el petrolero traig o
u n pequeño h id ro av ió n , V o u g h t Sikorsky, ap arato de dos plazas. In te n ­
ta ré volar, de regreso de la A n tá rtid a , p o r sobre el M ar de D rak e , hasta
el continente. E ste vuelo debo te rm in a rlo e n V alparaíso. E n u n h id ro av ió n
C atalin a el vuelo n o ofrece d ificultades; pero, en u n Sikorsky, nad ie lo
ha p retendido hasta hoy. N ecesito su ay u d a p ara to m a r alg u n as fo to g ra­
fías de T ie rra del F u eg o . E llas m e serv irán com o p u n to s de referencias
p ara o rien tarm e desde el aire. L as fotografías las revelarem os en la A n ­
tá rtid a , a bordo del petrolero. E n m i viaje deberé a m a ra r en varios p u n ­
ios de estas regiones, d o n d e pu ed a abastecerm e de com bustible.
El com andante estaba lleno de entusiasm o. D u ra n te largo rato e stu ­
vim os concentrados en su proyecto. L e escuchaba con m u ch a atención,
pues, .1 mi vez, venía a proponerle algo. C u an d o creí llegado el m om ento
«Ir h .u crlo extendí tam b ién u n m ap a sobre la m esa.

183
•— Fíjese en esto — le dije— . Es u n m ap a de la A n tá rtid a . N oso tro s
estarem os por a q u í y no irem os m ás allá de la P en ín su la de O ’H ig g in s-
A penas si llegarem os a la su b an tártid a . P ero ¡cuán in m en so es este co n ­
tinente! C atorce m illones de k ilóm etros cuadrados, de los cuales sólo se
conocen unos dos m illones, en su m ayor parte sobrevolados solam ente. Los
meses del año e n que se p uede ex p lo rar son m u y pocos y la niebla lo
cubre casi siem pre, com o u n velo protector. Y el m isterio . . . ¿Sabe usted,
com andante, cuál es el m isterio? E s t e . . .
Y le señalé sobre el m ap a unos pu n tito s, hasta cinco.
— A q u í está el m ás g ra n d e m isterio de esta tie rra . S on oasis en m e ­
dio de los hielos. O asis de aguas tem p lad as, k iló m etro s y kilóm etros d e
agua. C u an d o los hielos caen a estos lagos interiores, se fu n d e n y, en su
rededor, se crea u n a zona de clim a m enos frío, cu b ierta de nubes bajas,
donde la vegetación y hasta la v ida serían posibles en fo rm a perm an en te.
E l origen de estos oasis se desconoce. A l com ienzo se les atrib u y ó causas
volcánicas; luego, se pensó en aguas de deshielos, o en fuentes term ales.
P ero n in g u n a explicación es satisfactoria. H a sta ah o ra se h a n descubierto
cinco, la m ayoría de ellos en la reg ió n de la R eina M a u d , fren te al A fri­
ca. C asi todos h an sido vistos desde el aire. E l corto tiem po disponible
para explorar en la A n tá rtid a , la distancia y lo escondido de los lugares
en que los oasis se e n cu en tra n hacen casi im posible situarlos, o alcan zar
fácilm ente hasta ellos . . .
A q u í m e detuve.
E l com andan te de A viación estaba visiblem ente interesado. Se hab ía
inclinado sobre m i m ap a y observaba.
— A q u í hay uno — dijo— , e n la P en ín su la de O ’H ig g in s.
C ontuve la respiración.
— Sí, com an d an te. A q u í hay u n o . Y esto es lo q u e q u e ría co m u n icar­
le. Se halla al fin al de la P e n ín su la O ’H ig g in s. P ara a lca n zar hasta él n o s­
otros tendríam os q u e valernos de u n a v ió n . . . D e su avión.
E l com anda n te se qu ed ó m irán d o m e, sin d ecir palabra. A proveché
para co n tin u ar:
— Es m ucho m ás im p o rtan te que su proyectado vuelo a través del
D rake. Piense, p ie n s e ... el m i s t e r io ... ¿P or qué esas aguas son te m ­
pladas? ¡C alor en tre hielos! ¡D etrás de inm ensas barreras! ¡V egetaciónI

184
¡ V i d a ! ... ¿Sabe, c o m a n d a n t e ...? C reo q u e hasta es posible q u e encon­
trem os a alguien viviendo ahí. Q u ién sabe si los restos del m is te rio . . .
E l com andante R o d ríg u ez cogió el m a p a con am bas m an o s, se sentó
y se quedó estudián d o lo , con sus ojos oscuros.

U L T IM A ESPERA NZA

L a fina lluvia no cejaba. C aía d ía y noche, com o u n a ceniza, com o


u n a sutil niebla. E l o lor h ú m ed o de la vegetación se hacía persistente. A
veces aparecían vertientes en tre el e n m a ra ñ a d o follaje, q u e caían desde
g ran d es altu ras, h asta el m a r. E l cielo estaba cerrad o y la fra g a ta se d es­
lizab a siem pre hacia el sur, suavem ente, com o em p u jad a p o r u n a fu e rz a
silenciosa. E l p u n to al q u e íbam os debía ser el cen tro de la som bra.
Pero u n día salió el sol. N o fu e en cim a de nosotros, pues siguió
lloviendo. A pareció lejos, e n el h o rizo n te. E l fen ó m en o fu e e x trao rd in ario .
V im os u n a línea in term in ab le de m ontes albos y lum inosos. E ra la C o r­
d illera D arw in , co n tin u a d a p o r la C o rd illera S arm ien to . L a región de U l­
tim a E speranza. A h í d en tro se e n co n trab an las T o rre s del P ain e, picachos
enhiestos, que caen verticales; en sus bases g o lpean las olas. A h o ra, e n
la lejanía, con el sol sobre sus cum bres, la cordillera parecía de nieve
tran sp aren te.
Recogido sobre la cu bierta, contem plaba. Im ag in é la C iu d a d de los
C ésares, pensé que no e ra posible q u e se en co n trara en o tro sitio, sino ahí.
E x trañ o m ito éste, su su rrad o p o r la tie rra y por sus m ontes. Si alg u ien
no lo conociera, n i hubiese oído h a b la r a h o m b re alg u n o de esta c iu d ad ,
:il contem plar esos m o n tes, el m ito ap arecería esp o n tán eam en te en su al­
m a, com o insinuado p o r el paisaje. ¿Q u é h acer ah o ra? ¿ P a ra q u é seguir?
M ejor sería detenerse y m a rc h a r a pie hacia el h o rizo n te. ¿ P ara q u é con­
tin u a r esta pereg rin ació n hacia la A n tá rtid a , cuando lo buscado tal vez
estaba aquí?
U na d u d a g ra n d e m e o p rim ió y, en u n segundo, todo se m e h izo
diferente. La A n tá rtid a p erd ió su interés y la co n tin u id a d de m i viaje, su
sentido. H u b e de hacer u n g ra n esfuerzo, tal com o cu an d o sem idorm idos
V .1 punto de d esp erta r nos aferram o s del sueño, para co n tin u arlo . Q uise
srj'u ir. C on un su p rem o esfuerzo lo conseguí. M e a firm é en la idea de

185
qu e la C iu d a d d e los C ésares e ra u n a tentación, u n espejism o, rep itién d o ­
m e q u e la m eta se en co n trab a en los hielos eternos. M e sostuve en la ilu ­
sión. E x tra ñ a cosa es la ilusión. R ecrea n u estra v id a, nos llena de m iste­
riosa fu e rz a y tran sfo rm a la realid ad . N o s im p ide ver la realid ad , es cier­
to. L a inventa. P ero, ¿cuál es la realid ad ? ¿D ó n d e está? E nvolviendo
n u estra v id a en fan tasía todo es m ás bello y existe u n cam ino que nos
lleva con seg u rid ad a otros confines.
E n ese m o m en to necesité de la ilusión p ara no desfallecer. U n a só­
lida b arrera subconsciente se levantó p a ra im p ed ir el asalto del escepticis­
m o y del cansancio. D eb ía seg u ir adelante. N o podía d ejarm e seducir
p o r las tentaciones del cam ino. U n icam en te en el blanco m u n d o e n co n tra­
ría lo q u e buscaba.
A lg u ien se m e acercó. E ra m i am igo P oncet. In d icán d o m e con el
dedo extendido los m ontes lejanos, m e d ijo :
— A llá, en las cum bres, v an los lím ites que nos sep aran de A rg en tin a.
L as nub es h a b ía n cu bierto o tra v ez el h o riz o n te y la visión de las
m o n tañ as desaparecía. L a llu v ia volvió a m o jarn o s y la noche de los
canales se acercó.

“Q u erid o Poncet, el doctor dice q u e el h o m b re no se h a hecho p ara


n avegar, q u e su m ed io no es el a g u a; dice q u e es falso q u e en m il
edades el h o m b re haya su rg id o de las aguas. N o existe p o r esto h e ­
rencia, n i recuerdo biológico. L o q u e surg ió del a g u a no fu e el cuerpo
físico, sino u n a lu z, u n e sp íritu . P o r ello debe ser q u e m i cuerpo siente
náuseas, las que v an en a u m en to a m e d id a q u e la co rrien te fatídica nos
arrastra m ás al sur, siem pre m ás al s u r . . . D el m ism o m o d o la e te rn i­
d ad no fluye espontáneam ente del h o m b re y es falso q u e ella sea el m e ­
dio propio en q u e se m ueve. L a ete rn id ad es d u ra y tam b ién produce
náuseas en la m ay o ría de los ho m b res; hay q u e a p re n d e r a n avegar en
ella. Som os u n a b riz n a y el alm a no es in m o rtal. L o q u e su rg ió de la eter­
n id ad no es el hom bre, sino la lu z del espíritu, y ella es com o el m ar. E l
alm a y la conciencia son olas q u e en la m u e rte se p ierd en en el agua de
la etern id ad . Y la conciencia de este m a r es igual a la inconsciencia y a
la espesa som bra de la n ad a. M i yo es sólo u n a pobre experiencia m ás, un
dchil g rito q u e recogerá alguien en el m a n to de la m em o ria colectiva. Y

186
ya n o volveré n u n ca si n o es en la célula de u n recu erd o distan te. C u a n ­
d o la h u m an id ad se acabe, nos rec o rd arán las p iedras y cu an d o las pie­
d ra s se term in en , sólo u n p u ñ ad o de lu z astral. ¿D im e, am igo, ta l vez
tú creías que la ete rn id a d era d o n ad a al h o m b re com o u n a trib u to de su
estirpe? ¡O h, no! L a in m o rtalid a d es relativ a y sólo se consigue e n lu ­
ch a ten az y despiadad a. T ú m o rirás, el co m an d an te m o rirá , todos m o ­
rirá n , porque sólo son “ m u erto s q u e e n tie rra n a sus m u e rto s” . . . P ero
yo viviré, p o rq u e he a b an d o n ad o p ad re, m ad re e hijos, he to m ad o m i
c ru z y sigo. Sigo el cam ino penoso de este s u r . . . E n lu ch a conm igo m is­
m o , entre la ceniza y la lluvia que cae hacia el fin del m u n d o , do n d e n a ­
die vive y los hom bres sem ejan gusanos e n tre bosques so m b río s. . . ”

(N o , no seré inm o rtal. M e faltan las fu erzas, m e p ierdo en red an d o


m is vestim entas en los helechos del cam in o , m ira n d o atrás, volviendo a
d esan d ar lo an d a d o , destru yen d o y fo rm a n d o estatuas. E l g usto d e su
sal ya está en m is labios y he dispersado las energías y los años. U n a v a ­
ga fuerza constante m e em p u ja hacia los hielos, m ien tras pasa la h o ra
de ab rirm e al A ngel, o al D em o n io , q u e esp eran p ara recoger m is restos
e inflam arlos, recubriéndolos de piel y lu z de e te rn id a d . Si yo cu m p liera
el pacto con m i alm a y a rro ja ra este libro al m a r, recogiéndom e silencio­
so y frío d en tro del corazó n , tal vez recu p erara m i esencia y en co n trara
el O asis. P ero no sé q u é fu erza, q u é ten tació n diabólica de sacrificio p e r­
sonal m e em p u jan , q u é deseo de proyectarm e en espectáculo. Y tam b ién ,
q u é esperanzas de tra n sm itir u n m ensaje p ara q u e otros lo recojan y
busq u en el cam ino, cu an d o yo no exista y a . . . ) .

PU N TA ARENAS

L a C iudad del G ran R ecuerdo

T res días antes del final del año, n u estro b u q u e enfiló proa en el
E strecho de M agallanes. Justo a esa h o ra se despejaron las nubes, se abrió
<1 i id o y un bello sol ilu m in ó las costas.

187
P erm anecía en m i litera cu an d o u n m arin ero m e com unicó q u e el
com andan te de la frag ata m e in v itab a p ara alm o rz ar e n su cabina. M e
apresuré a aceptar, pues no ten ía ocasión de conversar con el co m an d an te
desde la tem pestad en el G olfo de Penas. Sólo de tard e e n tard e le d i­
visaba en el p uente de m an d o , con su b u fa n d a de seda blanca, aten to a
la navegación, o vig ilan d o la construcción de u n a cabina de m ad era q u e
se levantaba sobre el puente, en la cual h ab itaría d u ra n te la p e rm a n e n ­
cia en los hielos. D e este m odo po d ría v iv ir al lado del girocom pás y la
b arra del tim ó n .
E n tré al cam arote del co m an d an te cuando éste a ú n no hab ía llegado.
L a mesa estaba servida con dos cubiertos, u n o fren te d el otro y, en el
centro, u n ram o de flores de la P atag o n ia. E n u n án g u lo , sobre u n a m e-
sita escritorio, se veían u n a fotografía de fam iliares, unos catalejos, u n
cenicero en fo rm a de ru ed a de tim ó n y u n crucifijo an tig u o de m ad era.
E l com andante e n tró y m e invitó a sentar. E staba m u y contento p o r
la proxim idad de P u n ta A renas y p o r la aparición del sol. T ocó el tim ­
bre y su asistente em pezó a servir el alm u erzo . A ntes de a b rir u n a bo ­
tella de vino blanco m e consultó, pues prefería beber a g u a m ineral. L e
in d iq u é que le acom pañaría a beber de esta ú ltim a. M ien tras el co m an ­
d an te aludía a cosas de a bordo, yo aprovechaba p ara observarlo con d e ­
tenim iento. T e n ía u n rostro m u y joven y terso; pero en los ojos azules
y en la frente despejada delatábanse las preocupaciones de u n pensador;
cuando se calaba las gafas p ara leer, parecíase a u n joven profesor absorto
en sus textos. E ra m e n u d o y sus expresiones den o tab an seriedad y b uen
h u m o r. D espués de u n a ch arla inicial dispersa e in trascen d en te m e in te r­
peló, p reg u n tán d o m e por m is opiniones an tárticas. E l co m an d a n te d e ­
seaba que le inform ara.
H u b e de responderle:
— Señor, es bien poco, o n ad a lo que sé. N u n c a estudio de m anera
o rdenada. M ás bien m e lim ito a s e n t ir . . . P o r ejem plo, de la A n tártid a
lo ignoro todo; [Tero la s i e n t o . . . ¿D e q u é puede servirle esto?
O bservándom e, respondió:
— P or m i profesión debo e stu d iar; pero tam bién prefiero sentir. D u ­
rante todo este viaje he estado “sin tien d o ” u n a corriente extraña debajo
de la superficie, que nos facilita el trabajo de deslizam o s hacia el sur.
M e quedé perplejo; pero no le in te rru m p í.

188
— M i aprendizaje n áu tico fu e en su bm arinos. Pienso q u e alca n zar en
su b m arin o hasta la A n tá rtid a será algo m u y interesante. Si los gran d es
cetáceos aprovechan estas corrientes p ro fu n d as p ara n av eg ar, ¿por q u é no
p o d rá hacerlo tam b ién u n su b m arin o ? A m i regreso de esta expedición
presentaré u n proyecto. ¿Le g u staría aco m p añ arm e?
— Sin d u d a — le resp o n d í— . A lo m ejo r p odríam os c ru z a r por d eb a­
jo de los hielos y . . .
M e in terru m p í.
E l com andante sonrió sig n ificativam ente.
— N os vam os envolviendo en u n a atm ósfera especial — dijo— . H e
navegado varias veces p o r estos lu g ares; pero n u n c a he sen tido esto de
a h o ra. D ebe ser sugestión. E l hecho de ir hacia u n m u n d o m isterioso nos
hace a d m ira r el conto rn o de u n m o d o d iferen te. Siem pre q uise lleg ar
hasta la A n tá rtid a , desde m is lecturas del ex trao rd in ario viaje del a lm i­
ra n te ruso B ellingshausen. Si no le cansa le n a rro algo de é l . . . E l 1.° de
feb rero de 1820, después de p e n etra r p o r el este en el co n tin en te h ela­
do, B ellingshausen exploró los bordes an tártico s hasta alca n zar los 3o W .;
e n m edio del p a c \-ic e tom ó u n ru m b o m ás al su r y c ru z ó el C írculo
P o la r A ntàrtico. E l p a c \-ic e cerrado y los fuertes vientos le im p id iero n
seg u ir hacia el sur. Se retiró al noroeste. T ra s m u ch as vueltas y revuel­
tas za rp ó ru m b o a Sidney do n d e arrib ó en m a rz o de ese año. E l 11 de
n oviem bre volvió a z a rp a r hacia la A n tá rtid a y en el m erid ian o 103° W .
c ru z ó o tra vez el C írcu lo P olar. E n enero descubrió u n a isla, a la cual
dio el nom bre del z a r rein an te, P ed ro I. Es esta u n a isla inm ensa, en
fo rm a de jota.
E l com andante hab lab a en térm inos precisos y se h allaba tra n sp o rta ­
do, com o si conociese al detalle esas regiones, a las q u e iba p o r p rim era
vez. C o n tin u ó :
— Lo m ás ex trao rd in a rio le aconteció a B ellingshausen al seguir al
n o rte y luego al este, cerca de las S hetlan d del S u r. U n a espesa niebla e n ­
volvió sus barcos y no p u d o a v an zar. C u á l no sería su sorpresa al ver su r­
g ir d e entre el tu p id o velo de la n iebla an tàrtica los m ástiles de otro b u ­
q u e de n acionalidad desconocida. P arecía u n fa n tasm a del polo b a lan ­
ceándose en la c ru d a niebla. A l despejarse, se p u d o ver u n sloop n o rte ­
am ericano. E ra el H e ro , al m an d o del cap itán P a lm e r Los c o m an ­
d an tes se entrev istaro n a bordo del navio ruso. B ellingshausen sem ejaba

189
u n hom bre de leyenda, con larg a barba y u n ifo rm e im p erial. E l n o rte ­
am ericano le in fo rm ó del m u n d o fantástico q u e les rodeaba. H a b ía d e s­
cubierto hacia el este u n vasto te rrito rio helado, con m o n ta ñ a s visibles a
la distancia. E n h o n o r del cap itán n o rteam erican o , los rusos lo d e n o m i­
n a ro n T ie rra de P alm er . . . E s a h í do n de nos dirig im o s hoy, a la T ie rra
de P alm er, P en ín su la de G ra h a m , o T ie rra de O ’H ig g in s, com o la lla­
m am os nosotros. P a lm e r llevó a B ellingshausen a la b ah ía de la isla D e ­
cepción. E n esta isla n uestro co m p atrio ta A ndressen residió d u ra n te años
y estableció su factoría ballenera . . . ¿Sabe usted que en P u n ta A renas es­
tá la tu m b a de A ndressen? V a ld ría la pena que usted la visitara.
E l com andan te pensaba seg u ir ch arlan d o de B ellingshausen, de P a l­
m er y seguram ente de A ndressen, cu an d o sonó la sirena de a bordo,
na de a bordo.
Se levantó ap resu rad am en te.
Le seguí hasta cubierta. A q u í m e esperaba jovial.
— E s el com odoro — m e explicó— que ha hecho to car la sirena para
que salgam os a con tem p lar P u e rto H a m b re y F u e rte B ulnes. E stam os a
la cu ad ra de este ú ltim o.
M ientras yo observaba sobre la gris fran ja de tie rra las distantes e m ­
palizadas del fuerte, el co m an d a n te disertaba, con el b razo extendido.
— F u e en 1500, cuando el m ás a u d a z y ex trao rd in a rio co nquistador
español, P edro S arm iento de G am b o a, fu n d ó a h í la C iu d a d del Rey F e ­
lipe. D ejó cien hom bres al m an d o de u n capitán. P ero el corsario inglés
C avendish sólo enco n tró desolación y m u erte. L as casas b atían al viento
y sobre el piso de las chozas yacían cuerpos helados. E n las horcas, los
cadáveres e ran levantados ho rizo n tales por el v e n tarró n , com o banderas
flam eando a la intem perie. C av en d ish b au tizó a este p u e rto con el n o m ­
bre de P u erto H a m b re , pues de h am b re y frío m u rie ro n sus m o rad o ­
r e s . . . Q uien lo fu n d a ra fue h o m b re de m ala suerte y el m ás ex tra o r­
dinario co nquistad o r de su época. E n todo lo q u e e m p ren d ió le aco m ­
pañó la fatalid ad ; m ás de alg u n a vez debió pensar q u e ello debíase a
la inclinación qu e en su ju v e n tu d m o strara p o r la astrología, la a lq u i­
m ia y hasta por la m agia. E l T rib u n a l del Santo O ficio le tuvo en sus
garras. D e u n a v oluntad ta n acerada com o su espada, P ed ro Sarm ien
to de G am boa no flaqueó jam ás; pero qu izá sí la som bra de la m agia
practicada, o del rem o rd im ien to , le persiguió con la d e sd ic h a . . . Nos

190
otro s los m arinos sabem os que para n av eg ar hay que elegir u n a sola r u ­
ta y, luego, seguirla sin vacilaciones. L as d u d as, los credos distin to s, los
cam inos en trecruzado s, la m ag ia en u n b u q u e de cristianos, o el pensa­
m ien to legendario a b o rd o de u n a nave de este siglo p u ed en acarrear la
f a ta lid a d . . .

PUNTA ARENAS

P u n ta A renas, la ciu d ad del ex trem o sur, nos esperaba en g ala n ad a


com o en u n d ía de fiesta.
D escendim os en los m uelles con u n tiem p o m ag n ífico . E l sol ya no
nos aban don ó. M ien tras perm anecim os e n la ciu d ad el cielo estuvo a zu l,
lejano y tran sp aren te.
P u n ta A ren as es u n a ciu d ad lim p ia, b a rrid a p o r el v iento, tersa, lisa.
L a im agen que de ella m e q u ed a está asociada a u n a h o ja de papel a rre ­
b atad a por la ventisca; con fu ria la a rrem o lin ab a, la estrellaba co n tra a l­
g ú n m u ro y, en seguida, la q u itab a de a h í p a ra llevarla en vuelo veloz
a través de las calles desiertas, en tre los árboles inclinados. L a h oja subía
e n el aire, luego descendía a las calzadas e n busca de u n refu g io , de u n
escondrijo. A veces parecía en co n trarlo ; pero allí llegaba el vien to a d es­
cu b rirla. Y la hoja seguía subiendo, b ajan d o , golpeada, sola, p o r las c a ­
lles horizontales y lim pias.
A nd u v e p o r la ciu d a d , sin ru m b o fijo, h u sm ean d o el aire, ex p eri­
m en tan d o esa tran sp aren cia, esa d ia fan id a d . L a lu z era fría y la atm ó s­
fera delgada parecía triz a rse al paso de los objetos, com o si fu e ra u n v i­
d rio m u y fin o o u n a película sutil. M e parecía tam b ién q u e si yo sal­
taba iba a q u ed arm e suspendido en el espacio, pues no h ab ría la suficiente
grav ed ad p ara traerm e al suelo.
C am in é despacio, estiran d o las piernas tras los largos días de n av e­
gación. C o n tem p lab a el m a r y m ed itab a e n los conquistadores q u e hasta
a q u í llegaron. M e p reg u n tab a si ellos ta m b ié n h ab rían ex p erim en tad o esta
sensación tic pausa, de espera an h ela n te q u e envuelve al estrecho y q u e
es com o un im palpable airecillo de o tro m u n d o , u n invisible rep iq u e de

191
esquilón y u n a voz su m erg id a en el v iento q u e nos llam a por nuestros
nom bres, desde m ás allá de la vida, del o tro lado de las cosas. Son vo­
ces, son palabras hilvanadas, q u e v ienen del “ m ás al su r” y que nos su
su rran que en esta ciudad, q u e en este lado del estrecho, se acaban las
cosas y las tierras; pero que m ás allá em p ieza “o tro m u n d o ” , “o tra rea­
lid a d ” y que tenem os que atrevernos a ir en su b ú sq u ed a.
S eguram ente los co n quistadores y los corsarios p ercibieron tam bién
este em b ru jo y se in tern aro n con sus galeones en el m isterio. Existe al
guien que nos llam a por n u estro s n om bres en P u n ta A ren as, u n ser re
m oto envuelto en la niebla blanca de los hielos, que tira de n u estra alm a
y que ya nos tiene en sus dom inios. L a única fo rm a de liberarnos es ir
hacia él. D e lo con trario estarem os perdidos y siem pre retornarem os, sin
saber por qué, a esta ciu d ad , p ara d e am b u lar com o u n cascarón vacío,
com o u n fan tasm a a la espera de u n a revelación que a ú n no somos capa
ces de pen etrar.
Los conquistadores co ntem plando el otro lado del estrecho, tal vez
pensaron que a q u í se acababa el m u n d o . Las fogatas de los onas sobre las
distantes colinas deben haberles parecido los fuegos del In fiern o . Con
seguridad, se h ab rá n p reg u n tad o : “ ¿Q ué hay m ás a llá ? ” Y se h ab rán res
pondido que bien v ald ría la p en a av en tu rarse y averig u arlo , au n q u e se
p erd iera el alm a.
C am in an d o llegué a u n p arq u e con árboles raquíticos y pinos m acro
carpos. E labía hojas dispersas. C ercana, se destacaba la m ole de u n a ig le ­
sia. M e ap roxim é a su p ortal. E stab a abierto. Iba a e n tra r, cuando u n sa
cerdote de u n a ed ad in d efin id a m e h izo señas y m e inv itó a pasar por
o tra p u erta, conduciéndom e al in terio r de u n edificio con apariencias de
convento. M e g uió p o r u n pasillo h asta unas g ran d es habitaciones en las
q ue se despidió, diciéndom e:
— E stoy seguro, hijo m ío, q u e a usted le va a in teresa r m ucho ver
esto. P uede que sea inclusive la fin alid ad de su v ia je . . . Se en cu en tra usted
en el M useo Salesiano de esta ciu d ad . M ire todo lo q u e q u iera, busque.
Y a verá, ya verá . . .
Y se alejó con u n a m ira d a p en etran te, casi m alig n a.
E stuve u n m o m en to indeciso, solitario en m edio de v itrinas con ani
m ales, con aves em balsam adas; había esqueletos de ballenas, piedras, y e r ­
bas, arm as indígenas, flechas, canastos trenzados, lanzas. C om encé a i.i

192
m in a r, m iran d o todo con cansancio, casi distraído. E staba pensando en el
rostro del sacerdote y en la im presión de haberlo visto antes. M e detuve
fren te a unas fotografías. U n a de ellas despertó poderosam ente m i interés.
Me acerqué para verla m ejor. Me q uedé inm óvil, m ien tras un escalofrío
m e recorría todo el cuerpo. ¿C óm o era posible? A h í, en u n a borrosa fotografía
sobre el m uro, se encon trab a el rostro de ese ser que m e perseguía en m is sue­
ños y visiones nocturnas desde m i infancia. E ra el m ism o rostro, con id é n ti­
co atavío: un cucuruch o de cuero p u n tu d o , de cuyos bordes sobresalían
unas crenchas tiesas; el ho m b re tenía el pecho descubierto y sobre las es­
paldas, una piel de p u m a. E l rostro era lam p iñ o y m e m irab a con unos
ojos m alignos y alargados. A lgo de a rro g an te y poderoso había en esa
fig u ra. E n su m irad a adivinaba g ran fa m iliarid ad y cierta sem ejanza in ­
d efin id a con la del sacerdote viejo q u e m e trajo a esta sala.
C on esfuerzo m e aproxim é m ás; entonces, el rostro pareció ex ten d e r­
se en torno a sus póm ulos anchos. E ra aq u el ser que m e visitaba en los
instantes fundam entales de m i vida y que siem pre repetía: “T ú llegarás
aq u í, tú v e n d rá s . . . ” A h o ra estaba ah í, en el m u ro de esta sala y en una
fotografía brum osa. A l pie de la lám ina p ude leer con e x trañ eza: “U n
Jon, m ago selcnam de T ie rra del F u e g o ” . N o h abía fecha, ni indicación
del tiem po en que fue to m ad a.
A poyándom e en u n a colum na m e puse a co n tem p lar ese rostro por
largo rato. Pasado el p rim e r m iedo quise observarlo en sus m enores d e­
talles. Siem pre m i visión de él había sido breve; en cam bio ahora podía
an alizarlo a m is anchas. A m ed id a que llegaba la noche y que la oscuri­
d ad invadía la sala del m useo, de nuevo m e pareció que ese rostro m isterio ­
so esbozaba una sonrisa y m e decía: “T ú has v e n i d o . . . ”
E l círculo se cerraba.

Al día siguiente, el petrolero llegó al p u erto y fondeó en el m uelle,


a u n costado de la frag ata. T u v o que abastecerla de com bustible. La es­
cena era casi tiern a, pues ofrecía sem ejanza con u n a m ad re a lim en tan do
a su cachorro. Sólo que la m adre, pese a su m ayor volum en, era inofen­
siva y el pequeñuelo m o strab a sus cañones y toda la esbeltez de su línea
de com bate. E l oleaje los mecía blan d am en te.

193
C u an d o subí a bordo vi q u e una de las m an g u eras para el petróleo
se había roto y que la leche n eg ra saltaba por la cu b ierta de la fragata
com o un río espeso. S orteando los charcos lustrosos m e acerqué a estri­
bor; por sobre un puente de m ad e ra , pasé a la cub ierta del petrolero.
F u i a visitar a m i am igo el capitán S. Le encon tré en su cam arote.
C onversam os largo rato y fue a q u í donde él m e contó su entrevista con
el profesor K lo h n , a su paso por la ciu d ad de C oncepción. Le escuché
con m ucho interés y nada le dije de m i experiencia en esta ciudad de
P u n ta A renas.

AÑO NUEVO

T e rm in ó otro año. A bordo de la frag ata se sirvió u n a cena. A sistie­


ron el com odoro, los com andantes y m uy pocos oficiales. La tripulación
tenía perm iso para pasar la noche en la ciudad. D e los civiles sólo está­
bam os ahí Poncet, el fotógrafo y yo. F u e una cena triste, llena de g ra n ­
des silencios. Al d ar las doce nos levantam os y nos estrecham os las m a ­
nos. El com odoro hizo ab rir unas botellas de ch am p a ñ a.
D espués, todos se d ispersaron; algunos en dirección de la ciudad y
otros, de sus cam arotes.
Q uise ver la noche y m e fui a sentar ju n to al cañón de proa, a rre b u ­
jado en un abrigo de pieles. La lu m inosidad del cielo era extraña. Se­
rían las dos de la m ad ru g a d a , pero había u n a lu z de atardecer, u n azu l
ten ue, una palidez de m u erte, fría, de u ltratu m b a. Parecía com o que u n
cerco celestial de hielos invisibles proyectara visiones y claridades desde
el firm am ento. E l cielo fino, delgado, se estrem ecía con repentinos te m ­
blores de luz, parp ad ean do , cru jien d o com o u n a película de escarcha que
se triza. Y en el horizonte apareció una franja a zu l n ara n ja , que se fue
extendiendo hacia el cénit. E xtasiado la contem plaba, pareciéndom e es­
cuchar sonidos, com o si el color se tran sfo rm ara en notas, en velada m ú ­
sica sinfónica, en coro de llam adas de otro m u n d o . Y la lum inosidad so­
bre el m ar am pliaba el ho rizo n te, confundía las dim ensiones, haciendo
del tiem po una sola eslera: el pasado, con sus navegantes y sus viejos
galeones y el fu tu ro , con la v o / p ro fu n d a de la A n tá rtid a , envuelta en

194
el viento gélido y n octu rn o de esa luz. E ra una llam ada, u n a señal. La
voz de la A n tártid a. S eguram ente la escucharon todos los que en el p a­
sado llegaron hasta a q u í y se d etu v iero n alg u n a vez a co n tem p lar el
cielo de !a noche. P o rq u e en el furioso viento del estrecho hay tam bién
envuelta una llam ada lejana. Los avezados navegantes h ab rán im a g in a ­
do que m ás allá del estrecho y de las tierra s que le siguen, cru z an d o el
hosco m ar, existe otro m u n d o incógnito. V iejos navios se descubrieron v a ­
rados entre los hielos antárticos. E n el aire, en el ag u a, en la tierra, hay
una corriente poderosa, irresistible com o u n to rren te que se precipita al
borde del ú ltim o abism o y cae hacia el polo.
D espués del largo trayecto en tre grises vericuetos de canales, con la
lluvia siem pre encim a, P u n ta A renas es un alto en el descenso a los I n ­
fiernos. N o es ya el In fiern o . M ás bien es com o u n a escala de lu z u ltra -
terren a descendiendo a tan hondo pozo. Y desde a q u í nos perm ite vis­
lu m b rar el otro extrem o, la distancia de la gracia, el borde de las cosas.
P u n ta A renas no es el final del m u n d o , un poco m ás que avancem os
y vam os a caer en esa “otra re alid a d ’' que se adivina y para la que ya
no parecen existir nu estro s cotidianos valores. Los p resen tim ien to s me
agitaban y me hallaba a la d eriva, en el centro de unas aguas que han
a d q m rid o velocidad d ram ática y que se precip itan en los abism os. Y era
dem encia p retender sujetarse a rocas inseguras, o a débiles guijarros.
Sin em barg o, lo estaba in ten tan d o .

EL GRAN RECUERDO

T em blaba. Y sin saber cóm o, m e d o rm í, arreb u jad o en el capote.


Entonces escuché un ruido que venía del agua. Q uise m ira r; pero
me encontraba casi paralizado. E speré y el ruido se aproxim ó. M e p are­
ció d istin g u ir una fig u ra que se d etenía, luego daba unos pasos, acer-
i .indosc. Estaba suspendida en el aire y se m ovía h o rizo n talm en te, sin to-
i .11 siquiera el piso de la cubierta. C u a n d o estuvo cerca reconocí a m i
an tig u o visitante. E ra el m ago del retrato en el M useo Salesiano, con su
Horro pu n tiag u d o y vestido ahora con sotana negra. E n una m an o traía
mi rosario y m la o tra, el hueso de un an im al extraño. Repasaba las a u n

195
tas con m ucha rapidez y repetía u n a frase en idiom a desconocido. C o m ­
p ren d í que el ru id o era producido por las palabras que m usitab a. A rrojó
al m a r el hueso y antes de hacer lo m ism o con el rosario, m e dijo: “E s­
toy repitiendo en m i idiom a lo siguiente: “ ¡T ú has v e n i d o . . . ! ” Y lanzó
el rosario al m ar.
O tra cosa m e llam aba en ese instante la atención. Los ojos de esa
som bra proyectaban su m irad a por encim a de m í, com o si se dirig ieran
a alguien a m is espaldas y su expresión no era la m ism a de an tañ o , m e ­
nos aterrad o ra, m ás h u m a n a y m uy sem ejante a la del sacerdote que me
había introducido en el m useo. “ ¿N o sería que el cu ra se había d isfra­
zado con ese atavío, deseando so rp re n d erm e ?” D u ra n te toda la escena no
m e abandonó esta idea. Y com o m e preocupara la insistencia de su m i­
rada, m e volví para contem plar a m is espaldas.
D escubrí otra fig u ra desvaída, de pie, casi encim a de la torre del
cañón. E n ese m om ento com enzó a descender, aproxim ándose. E ntonces
contem plé a un hom bre vestido con a rm a d u ra y casco. B landía u n a tizona.
Sin to m ar en cuenta el lu g ar en que se hallaba daba m andobles sobre el
suelo. N o se oía, sin em bargo, el ru id o característico del acero al golpear
contra el hierro, sino que debajo de los pies de ese g u erre ro aparecían
trozos de pam pas desiertas; m ás bien, saltaban g u ijarro s y terrones. Le
m iré de cerca y sufrí una ex trañ a sensación: n ad a m e separaba de él; yo
era él m ism o; hasta estaba sintiendo la presión de su casco en m i cabeza
y la e m p u ñ ad u ra de la espada e n tre m is dedos. Me resistí un instante y,
por últim a vez, le contem plé desde fu era, con g ran trabajo. E ra enjuto,
con la piel pegada a los huesos, las m ejillas h u n d id as y los ojos de un m c-
gro profundo, brillan d o con u n a fiebre apasionada, sem ejante a carbones
encendidos. D espués, ya no le observé como espectador, sino sintiendo que
era yo, que las palabras que p ronunciaba las decía yo m ism o y que sus
gestos eran ejecutados por m is m iem bros. Sin em b arg o , de algún d ete r­
m inado m odo, perm anecía tam bién independiente y al m arg en de su p e r ­
sona. Las voces de su curioso español eran p roferidas sin que n in g ú n
m úsculo m ío las articu lara, com o resbalando de d en tro afuera, in d e p en ­
dientes de m i voluntad. E staba hab lan d o de un rey y tom and o posesión
de unos terrenos. Con la espada confirm aba esta acción. D irigíase a unos
espectadores invisibles. La pam pa solitaria o n d u lab a en d erred o r y un
viento afilado traía olores salinos.

1%
M i prim er visitante, el hom bre del g o rro en p u n ta , se acercó a ú n m ás.
V olviendo sus ojos hacia m í, dijo:
— Este es P ed ro S arm ien to de G am b o a. M e parece q u e le has reco­
nocido. Y no podía ser de otro m odo. P o rq u e tú fuiste é l . . .
— ¿C óm o? — resp o n d í— . ¿Es la reencarnación?
— P a la b ra s . . . T o d o s somos todos. D ep en d e de los gusanos que le
correspondan en herencia a tu form a. Busca d en tro de ti y hallarás el
m u n d o . Busca u n poco m ás y me en co n trarás a m í. Yo tam b ién soy t ú . . .
¿Es que todavía no lo has descubierto?
R ió en form a desagradable. Y p rosiguió:
— C iertam ente que tú eres m ás S arm ien to de G am boa que cu alq u iera
o tra cosa. N o has cam biado m ucho desde aquellos tiem pos. P ero voy a
decirte algo que tam b ién revelé a ese pobre ho m b re. P o rq u e has de sa­
ber q ue él, ig ualm en te, m e veía y fue p o r m i v o lu n tad que vino hasta
aq u í. Soy el espíritu an tig u o , prim itiv o , de estos lugares. M i im agen es
la som bra de la m agia y de la sab id u ría q u e envuelve a este m u n d o , im ­
penetrable por otros cam inos que no sean los que yo conozco. S arm ien to
de G am boa tam b ién creyó en la m agia, es decir, buscó en el viejo pensa­
m iento que ya se hab ía p erdido para la h u m a n id a d . C on su fe, llegó h a s­
ta a q u í; pero se resistió. Interesóse m ay o rm en te en p erseguir corsarios in ­
gleses y en levantar ciudades efím eras en este inhóspito lu g ar. E l signo
de la C ru z, que es tam b ién el de la espada, le orien tó a lo externo. F íja ­
te cóm o la C ru z ha estado proyectando hacia afu era a la h u m a n id ad . Y,
en la g ran d u d a, él no supo recordar; e n la vacilación, o en el m iedo,
atrajo sobre sí la fatalid ad . P o r eso tú , P ed ro S arm iento de G am b o a, has
debido volver a estos territorios p ara sostener la prueba del recuerdo . . .
M as, antes, deberás co n tem p lar tus m u e r to s . . .
Sentí una corriente gélida. M e llegaba en ondas desde esa som bra.
O bedeciendo a su insinuación m e puse de pie y le seguí.
Pronto llegam os a u n lu g a r siniestro. Las olas azo tab an u n a playa
llena de cascajos y huesos de gran d es peces. C om en zam o s a su b ir por la
pendiente. N os encon tram o s en tre chozas con troncos y m ad eras carco ­
m idos. Las ru in as de u n a iglesia proyectaban sus som bras sobre el te rre ­
no de la playa.
— lista es la C iu d a d del Rey Felipe — exclam é— . A q u í deben estar
m is hom bres esperándom e.

197
— Sí, aq u í están — m e respondió— . L arg o tiem p o te han esperado.
Jam ás debiste abandonarles. T ú tenías q u e estar e n tre e l l o s . . .
E ntonces contem plé un espectáculo m acabro. D e n tro de las chozas
yacían tendidos restos hum an o s, devorados por los pum as. C uerpos de
hom bres, de m ujeres y de algunos niños. Sem icubiertos de harapos, con
pedazos de rostros, donde la barba había encanecido. D edos am oratados,
brazos consum idos a m edias, m uslos en los que los restos de ropa se e n ­
trem ezclaban con tiras de carne h u m a n a d esgarrada.
D en tro de la iglesia, ju n to al a lta r rústico, vi m ás cadáveres. A l pie
del confesonario un gran p u m a estaba d evorando el cuerpo hinchado de
u n niño.
Me retiré hacia la plazoleta y llegué frente al A rbol de la Justicia.
A q u í colgaban tres ahorcados y el viento furioso les levantaba h o riz o n ta ­
les. Sus cuerpos parecían dism in u id o s de tam año.
— Ellos abom inaro n de tu no m b re y del n om bre de la casta de tu
rey; por eso están ahí — me d ijo la som bra— . ¿Y tú , d ónde te en c o n tra ­
bas entretanto?
— A zotado por la to rm e n ta — respondí— , que m e em pujaba hacia
el norte y hacia el este. ¿C rees que les olvidé? Iba en contra de m i vo­
luntad. Pensaba sólo en socorrerles. P ero los designios de D ios son ines­
crutables . . . V ám onos.
C am inam os por la estepa. E ra de noche y nos sentam os ju n to a un
arbusto. M i acom pañante exten d ió la m an o y cogió un pequeño fruto.
— ¿Lo has probado? — me p reg u n tó .
— Sí; conozco su sabor. Es el fru to del regreso.
— C alafate, lo llam an. E l que lo come vuelve siem pre a esta región
y a esa ciudad . . . Yo d iría, m ás bien, que a q u í volverán siem pre a q u e ­
llos que gu staro n de su sabor, pero que no llegaron hasta el fondo de
su recuerdo. El que estuvo a q u í y nada vio, tard e o tem prano re to r­
n ará en las edades; p o rq u e en el cam ino eterno sólo le p erm itiré el paso
si cum ple con este requisito. Yo soy qu ien g u ard a el u m b ral. N ad ie c r u ­
zará hasta los hielos sin m i au to rizació n y sin que yo estam pe mi signo
en su f r e n t e . . . M ejor dicho, m uchos pasan; son “ los m u erto s” , los que
van y vienen por todas partes, los “exploradores” . Esos van y es com o si
no fueran. L legan hasta allí, m iran sin ver, oyen sin oír, levantan vivicn
ilas. A ésos, ni siquiera les veo. N o existen. Pueden pasar porque no me

m
preocupo de im pedirlo. P ero alguna vez te n d ré que hacerlo; p o rq u e alg ú n
día cam biarán . . .
— D im e, ¿q u ién eres? — le p reg u n té— . ¿Y por q u é te veo desde h a ­
ce tanto tiem po? T e aparecías ya en m i in fan cia. C reo que eras m i co m ­
pañero de juegos cuan d o niño.
L a som bra rió o tra vez.
— M i raza n ad a tiene que ver con la tuya. Som os dos m u n d o s distintos.
T ú y yo no podrem os ju n tarn o s n un ca. Solam ente nuestros dioses podrían
tundirse. A la inversa de tu h u m a n id a d , yo vengo del sur. U stedes van
hacia el sur, deben ir hacia el sur. M i raza, por el c o n trario , procede
de los hielos, de ah í viene y n u estra sab id u ría es tan lejana y m isterio ­
sa com o ellos. E n un rem oto pasado cru zam o s todo ese continente al
que tú vas hoy y, de allí, extrajim os la v italid ad . T ú crees que la h u ­
m anidad es de ayer, yo sé que la h u m a n id a d es de siem pre. P ero hay
distintas h u m an id ad es, tan distintas unas de las otras com o los vientos
de la tierra, com o tú y yo. T e he dicho antes que bien podrem os ser
u n a m ism a persona; pero, a la vez, som os diferentes. H e ah í el m is­
terio. C om o hom bres n u n ca podrem os acercarnos; el cam ino de nuestras
som bras no en co n trarán jam ás un p u en te; sin em bargo, nuestros dioses
|K)drían reencontrarse, hacerse uno. Sólo revistiéndote de la piel de D ios,
podrás su p erar el tiem po y con tem p lar lo que fue inm utable.
D esde ese m om en to , a la vez q u e escuchaba esas palabras, em pecé a
contem plar. Y era com o si de m í su strajeran un largo discurso en tre te­
jido con visiones.
“ ¡A valón, A valón — m e decían— , la ciu d ad de las m anzan as! ¡Q ue
bellas m an zanas de oro hubo en otro tiem po! ¿R ecuerdas? A nim ales a m a ­
bles y em blem áticos te hablaron de las fru tas. Y ah í, en ese m u n d o p e r­
dido, en ese continen te central, crecía u n árbol. ¿E ra un m an za n o , o era
u n ceibo? E ra una M adre C eiba. C reció desde el In fiern o , desde el cen ­
tro de la tierra y cru z ó con su follaje la superficie d u ra y alcanzó hasta
los trece cielos. Los hom bres subían por él para g u star las do rad as m an -
• .nías. E n torno al tronco estaba en ro llad a la serpiente de Q u etzalcoatl y
d r Bochica; las barbas de Bochica con bellas plum as de q u etza l. E lla, la
serpiente, le prestaba sus alas a los hom bres para que pudieran subir.
Mas, ¿qué sucedió? ¿I’or qué el paraíso de A valón se tran sfo rm ó en la
lejana, la antigua C iu d a d de los M uertos? La serpiente era la lu z y, de

199
pronto, cayó del árbol hacia el pozo del infierno. ¿Q u ién destruyó sus
alas y sus p lu m a s? ”
— T e contaré —m e decía la som bra— . L a h u m a n id a d ha existido
m uchas veces antes. Pero el tiem po es circu lar y todo se repite. Así com o
hay días y hay noches, así hay ciclos que se abren y se cierran. Lo que
u n a vez fue, siem pre volverá a ser. H ace m uchos, m uchos años, hubo
un continente central donde floreció u n a g ran esperanza con visos de
eternidad. T o d o cuanto descubres en tu peregrinación a través del m u n ­
do, es sólo retazos de esa lejanía espantable, de esa infancia de los tie m ­
pos. T u m ism o D ios ya existió allí. F u e ah í donde p rim ero lo crucifica­
ron. L a crucifixión que conoces es sólo un reflejo de las anteriores. E n
aquel tiem po los continentes estaban reunidos. P ero se acercó la h ora en
que todo debía desaparecer. U n a g ra n ola en fu recid a sum ergió de u n
golpe a la m aravillosa C iu d ad de A valón, donde las fru tas de oro crecían
en los jardines del sol. T o d o desapareció casi sin recuerdos y los hielos
de la m u erte cubrieron la colina del paraíso. L a serpiente con plum as
tam bién había m uerto , incapaz de d eten e r a las aguas enfurecidas. E n
la E dad del H ie rro alguien ten d ría que descender a los infiernos para res­
catar su lu z y su legado . . . E sta es la historia. Y no sé bien si ella acon­
teció en la tierra o en el cielo. P rocedo de ese tiem po, de ese m u n d o d e ­
rru id o y soy u n ex tranjero en este universo. A ntes de p a rtir q uiero reve­
larte el sentido de todo esto. Es m uy sim ple y está m ás allá de los recu er­
dos perturbadores de los dioses y de los m itos. T o d o se repite; lo que fue
una vez, será de nuevo. El m u n d o q u e se destruyó, volverá a destruirse.
T o d o es com o u n a siem bra. U n a g ra n m ano invisible dispersa sobre las
llanuras y cuando u n n ú m ero siem pre idéntico ha fructificado, no im p o r­
tan los que se pierdan. O tra siem bra está a p u n to de term in ar. Se acerca
la hora; hay que estar sordo y ciego para no percibir sus signos. Es por
ello que debes apresurarte y seguir hacia el O asis de los hielos, único
refugio en donde te salvarás. T ienes que ser despiadado y te n az ; en nada
puedes reparar, nadie tiene derecho a torcer tu v o lu n tad ; pasa por en ci­
m a de todo, de la vida y de la m u erte, pues, si flaqueas, h a b rá m uchos
otros dispuestos a ocupar tu lu g ar, arreb atán d ote la etern id ad . Ya las
puertas están a p u n to de cerrarse, y, cuando esto suceda, los que q ueden
fuera sólo serán sem illa inútil, fru to estéril, que el vendaval dispersará
y el rayo arran cará de cuajo.

200
C on la cabeza apenas e rg u id a e n tre m is hom bros, quise m overm e y
sólo pude m u rm u ra r:
— A yúdam e a levantarm e, pues estoy casi congelado; no puedo ya
m overm e.
— La in m o rtalid a d se logra en tre los hielos — m e respondió— y se
consigue helándose. N o soy nadie, n i n a d a puedo hacer ah o ra. T u g ran
com bate será con el A ngel de Som bras.
N o podía m overm e. C on an g u stia, im ploré:
— D ebo retira rm e a m i cam arote; pro n to tocarán la d ian a. A yúdam e.
N o estaría bien que m añ an a m e encontrasen a q u í helado.
C on d ificultad, veía a m i aco m p añ an te. P or ú ltim a vez le divisé a
m i lado; pero se había reducido tan to en su estatu ra q u e sem ejaba un
niño. Su rostro era tam b ién m uy d istin to ; se h abía aclarado y su m irad a
era como u n reproche am arg o e im potente.
C o m p ren d í lo q u e había sucedido: A q u el ser estaba a p u n to de esfu ­
m arse. E ra sólo u n a larva que se había a lim en tad o de m i vida, u n a im a­
gen fantasm al superad a. N u n c a tuvo m ás realidad de la que yo le p e r­
m ití. Y ahora, cuan d o por fin lo e n fren tab a, se d esprendía, deshaciéndose.
C orrientes vibratorias me recorrieron. D esperté con un estrem eci­
m iento.
A l a b rir los ojos vi el m ism o cielo con su au ro ra celeste y sus refle­
jos de luz au stral. M e hallaba sentado debajo del cañón de proa de la
fragata. M iré la ho ra: sólo h ab ían tran scu rrid o s contados segundos desde
que m e traspuse en ese sueño.
A través del frío y de la lu z blanca de la noche, m e d irig í a m i ca­
m arote.

LA T IE R R A DEL FU EG O

L a tierra de los selenam

Del otro lado del E strecho se en cu e n tra n las tierras de los onas.
R egresam os al oriente y tom am os el C anal M agdalena, luego el ( );t
nal C ockburn yel C an al B allenero, en filan d o proa hacia el sur. Las tic

201
rras aú n conservan a q u í su aspecto hosco y en m arañ ad o . F u e sobre esos
m ontes y esas laderas grises do n d e an tañ o aparecieron las fogatas y los
hum os que hicieron que los co nquistadores les dieran el nom bre de T ie ­
rra del F uego. Los onas se hacían señales valiéndose del m edio m ás p ri­
m itivo. Junto al fuego levantaban sus carpas transitorias y n arra b an sus
leyendas. Los onas se llam aban a sí m ism os selenam , qu e q u iere decir
hom bre. M ás acá, se encontraban los yaganes, o yam anes, llam ados por
los onas el pueblo de los huas; raza por cierto distin ta y m ás som bría
que la selenam .
E n la Isla G ran d e de T ie rra del F u eg o , en torn o al lago F ag n an o ,
crecen los gigantescos coihues, los ñ irres de blanco tronco y hojas finísi­
mas, los m aitenes con sus hojas verdes, delicadas com o encajes, el canelo
solem ne, de color p ro fu n d o ; ju n to a ellos, los arbustos, el calafate, la in ­
consolable zarzap arrilla, los boquis, la lenga, los chilcos, los helechos y la
enredadera que todo lo envuelve y con fu n d e, dándole al bosque el aspecto
de una gigantesca cabellera. E l bosque parece un loco azotado por des­
piadados vendavales. A sus pies yacen troncos d erribados, y los caran ­
chos, los cururos, los choroyes, ju n to con las lechuzas, lo c ru z an como
pensam ientos siniestros y en tum ecidos. T o d o se envuelve en la h u m ed ad
de esa g ran esponja de ram as y de m usgos que parece alca n zar al cielo.
El pájaro carpintero hace su ruido, que es com o el com pás de la e te rn i­
dad. Y en esa noche, donde apenas penetra una m ortecina lu z, caen g ru e ­
sos goterones, que se escurren en el vacío, com o lúg u b res lágrim as p ri­
m ordiales de la noche an tig u a. T o d o está h úm edo, au n q u e a rrib a asome
el frío sol. T ran sp are n te s fantasm as c ru za n la espesura, extendiendo u n a
lum inosidad rojiza, com o de crepúsculo, o de sangre.
Estas tierras postreras, surcadas de precipicios, de altas cum bres y de
llanuras boscosas, con peñascos lam idos por la lengua blanca y m ortal de
los hielos, son, sin em bargo, una zona viva com o n in g u n a . Es decir, el
espíritu de una raza m isteriosa, que an tig u am en te las h abitó, les entregó
de sí lo m ás grande que es posible d a r, un sentido, u n alm a, una leyenda
que se incrustó hasta el fondo de su íntim a realidad y le confirió consis
tcncia y vida al m ás escondido de sus senderos y de sus accidentes geo
gráficos. R ecorrida una y mil veces por esos infatigables cazadores y nó
m adas que fueron los selenam , la Isla G ra n d e de T ie rra del Fuego está
im pregnada de su espíritu. Cada cerro recuerda a un héroe legendario,
cada lago o ventisquero, u n suceso de la trad ició n o de la leyenda. Y es­
to, qu e ap arentem ente se ha esfum ado con el desaparecim iento del últim o
vestigio de vida libre y o rg a n iz a d a de parte de los selenam , y que los
hom bres blancos h an creído olvidar, re to rn a rá con g ran fu erza en u n fu ­
turo, si es que alg u n a vez a q u í tiene que florecer u n a vida autén tica, en
1a com penetración del hom bre con su paisaje. E ntonces, la an tig u a sabi­
d u ría volverá, junto con la vieja m em oria de los prim eros dioses, q u e aún
se conserva den tro de los m ontes. Y puede que el velo del recuerdo por
fin sea descorrido; po rq u e los que aq u í h ab itaro n supieron dem asiado del
com ienzo y del fin de las cosas. Sus leyendas y m itos, que a p rim era vista
parecieran sólo referirse a esta Isla G ra n d e y a este su r del m u n d o , e n ­
cierran , de seguro, un a alusión al com ienzo y al o rigen del todo.
Los onas, o selenam , llegaron por el sur, nacieron en los hielos. N a ­
die conoce su origen, com o nadie conoce el del m u n d o . In g en u am en te se
piensa que los selenam se h an acabado, q u e apenas q u ed an seis o diez
descendientes de su raza. Los selenam no se pueden acabar nun ca, p o r­
que selenam son los cerros y los bosques. Los selenam sólo d u erm e n y
alg ú n día despertarán . Selenam q uiere decir hom bre, y ho m b re son los
cerros y los bosques, la tie rra y los astros.

EL O R IG E N

A llá, en la G ra n N och e, “antes que fuesen echados los cim ientos de


la tie rra ” , en u n m a r sin lu z, en lo in n o m in ad o , en lo desconocido, re-
jxjsaba T em au q u el. E l era eterno, feliz, m ás allá de la vida, m ás allá de
la m u erte. N a d a necesitaba, nada m ovíale; era infinito, etern am en te sabio.
Y, sin em bargo, T e m a u q u e l creó el m u n d o .
L a creación es u n espejo, u n a som bra en la que T e m a u q u e l tra ta de
|>ercibir su rostro. V an o in ten to , g ran d io sa locura. P o rq u e T e m a u q u e l
rs ta rá siem pre m ás allá de todo y ni siq u iera es él quien crea el m u n d o .
Los espacios, los tiem pos, los dioses, los hom bres, los anim ales, las p la n ­
tas, los abism os, no son o tra cosa que el sueño de T e m a u q u e l.
El hijo

T cm au q u el ha enviado a Q uenós p ara que asu m a el trab ajo de tra n s­


fo rm ar las sustancias. Q u e n ó s ... ¿Q u ien es Q uenós? ¿Es acaso el hijo
de T em au q u el? D ebería serlo; sin em bargo, no lo es. P o rq u e Q uenós nace
teniendo por padre al V iejo Sur.
E l sueño de T e m au q u e l se llam a Q uenós.

Los H oh uen

F u e Q uenós qu ien em pezó a crear la tierra , de a rrib a abajo. Pero


antes, con arcilla blanca, m odeló a los H o h u e n , seres gigantescos y tra n s­
parentes com o ángeles.
A penas creados, los H o h u e n com enzaron a luchar en tre ellos. Sin e m ­
bargo no podían m o rir. A ltos, g ran d es, herm osos, fabricaron arcos y fle­
chas. Instruidos por Q uenós, luch ab an sobre la vieja tierra . F u ero n sus
luchas m em orables las que cam b iaro n el aspecto del m u n d o . La tierra
se arru g ab a a su paso, se ab rían ríos y torrentes, la corteza se hacía m ás
d u ra para poder sostenerles. Las flechas de los com batientes cru zab an el
cielo y el choque de los bandos contrarios de H o h u e n prod ucía estallidos de
luz, truenos y relám pagos; cuando un H o h u e n caía era com o si u n rayo
p enetrara a través de la tierra y la fecundara. E l H o h u e n no m o ría;
en el acto se transfo rm ab a en otra cosa.
U na de las m ás m em orables historias de ese tiem po fue la batalla
entre el V iejo N o rte y el Viejo S u r. A m bos eran H o h u e n y tenían un
g ran poder. El S ur de aquel tiem po era m uy diferen te al S ur actual. E ra
el A nciano Sur. T am b ién el N o rte , era el A nciano N o rte .
D esde entonces N o rte y S u r son enem igos, pues hasta hoy no han
definido su contienda.
Sin em bargo, al final de los tiem pos N o rte y S u r se fu n d irán .

Esta es la lucha de los elem entos desatados por Q uenós, lucha que
110 ten d rá lin. P o rq u e la g u erra en este m u n d o no ten d rá fin.
Los anim ales son pensam ientos, distracciones de Q uenós. T a m b ié n ,

204
las plantas. Los H o h u e n , en cam bio, son reflejos de la im agen de Q uenós,
que los creó a sem ejanza de la im agen q u e E l tenía de T em au q u el. Los
H o h u e n son el sueño de Q uenós. Y el h o m b re es el sueño de los H o h u e n .
L legó el día en que Q uenós se cansó de recorrer el m u n d o . Q uiso
m o rir, quiso descansar y no pudo. P o rq u e era in m o rtal. E ntonces viajó
hacia el sur y se hizo e n terra r en los hielos. D espués de u n tiem po, des­
pertó rejuvenecido.
F u e así com o Q uenós descubrió el renacim ien to y la etern a ju v en ­
tu d . Y Q uenós se la enseñó a los H o h u e n .
Sin em bargo, Q uenós se fue u n día p ara siem pre.

C u anyip

¿Q uién es C u an y ip ? Es el que ha d estru id o el recuerdo, tray en d o la


m uerte.
C uan d o Q uenós p artió , m uchos fueron los H o h u e n que p erm anecie­
ron trab ajan d o en la tierra. E n tre ellos se encontraba el padre de C uanyip,
de nom bre H ais. V ivía u n poco m ás al no rte y era com batido por los
H o h u e n de m ás al sur, los que a m e n u d o le atacaban, d estruyendo sus
viviendas. H ais tenía un hijo llam ado A nsm enc y u n a hija llam ad a A q u cl-
voin. E n tre sus enem igos se en co n trab a N á q u en c , u n H o h u e n m uy p o ­
deroso y tem ido. N á q u e n c tenía u n a hija, de n o m b re H o sn e. P ara v e n ­
garse de los ataq u es de N áq u e n c , H a is en am o ró a su hija. N áq u e n c lo
supo y, una noche de to rm en ta, en m ed io del tru e n o y de la lluvia, se
apoderó de A quelvo in , la h ija de H ais, y la llevó a su tien d a. C u an d o
H ais vino, N áq u e n c había cam biado a H o sn e por A q u elvoin. Y el padre
yació esa noche con su hija.
F u e así com o nació C u an y ip , fru to de la noche y del incesto.
C u an y ip se sen tiría para siem pre extran jero y separado de los IIo -
h uen. Su origen es o tro ; hijo de un dios caído y de A q u elvoin, sólo as­
piró a sobresalir por su in trep id ez y su inteligencia, desarrollando su as­
tucia, para hacer olv id ar la historia de su orig en . H ijo de u n pecado, es
El quien ha tra íd o el sentido del pecado al m u n d o , pues no ha podido
olvidar.

205
Y para poder olvidar, C u an y ip descubrió la M uerte.
Sabía que m ientras los H o h u e n fu eran inm ortales, nu n ca el olvido
ven d ría sobre el m u n d o . P or esto C u an y ip m ató a su h erm an o A ncm ec.
C u an d o A ncm ec viajó a los hielos, para d o rm ir y rejuvenecer, C u a n ­
yip le robó el espíritu del sueño. Y A ncm ec no pudo hacer otra cosa que
m orir.
D esde entonces, la m u erte vino, com o un to rrente, sobre los in m o r­
tales.

E l hom bre

D espués que C u an y ip descubrió la m u erte, apareció el hom bre so­


bre la tierra.
El hom bre se llam ó selenam y tra tó de sem ejarse en todo a los
I Iohuen.

L o s titanes

C uan d o Q uenós vino al m u n d o , no había sol. Los prim eros H o h u e n


m archaron sobre la tierra blan d a, teniendo por com pañeros al F uego y a
la H u m e d a d . G randes nieblas cub rían el firm am en to . Y las regiones de
esa tierra gris y central vieron levantarse los prim eros m o n u m en to s ci­
clópeos de los adoradores de Q uenós, ju n to al estrépito del Caos.
A lguien com unicó a los H o h u e n que el sol v en d ría; pero ellos no lo
creyeron. Y cuando el sol vino, los H o h u e n no quisieron reconocerlo y
se sum ieron d en tro de las m o n tañ as. A llí perm anecen aú n . De estaturas
enorm es, extienden sus cabezas hacia el firm am ento.

(¿A caso no les he visto? D os gigantes aprisionados por la masa gris


de la m on tañ a. U no de ellos levantaba al cielo sus brazos im plorantes y
rl otro se doblaba, com o resistiendo el peso de los siglos. Sus figuras es­
taban enm arcadas por el oro de las cum bres. Y ah í perm anecerán hasta

200
que los vuelva a ver; o hasta que el an tig u o sol, que los confinó y que
ya se fue del cielo, reaparezca en el firm a m e n to ).

Los ]on

¿D e dónde llegaron los selcnam ? F u e ro n los C am in an tes del A lba de


la h u m an id ad . V iniero n de los hielos. A llá, en ese M u n d o B lanco, quedó
oculto el Paraíso. U n día arrib aro n a esta Isla G ran d e — la que e n to n ­
ces no estaba tan alejada del C o n tin en te B lanco— y la poblaron.
C u an d o el selcnam m oría, su cuerpo era depositado en alg u n a playa
distan te y su alm a ascendía al cielo, m ás allá de los astros, a reunirse
con T em au q u el. C ual u n a gota de ag u a, el alm a se fu n d ía en el m a r de
T e m au q u el.
E n este m u n d o , ex trem ad am en te d u ro ya, alejado del a n tig u o sol, el
hom bre m oría y sufría, pues el m al y la en ferm ed ad , el dolor y la m u e r­
te, le castigaban.
Sin em bargo, hay un alto en el destino, un hito, algo así com o una
piedra extraña, que in te rru m p e la fatalidad del ciego cam ino.
Son los Jon, los m agos selcnam .
P o rq u e al revés de todos los m ortales los Jon no pueden m o rir y su
alm a no vuelve a T e m a u q u e l, sino que reencarna in m ed iatam en te en
otro Jon.
H e a q u í el m isterio de los m isterios. C on el Jon se ha p roducido un
alto, una in terru pción inesperada en todo el proceso de la vida ciega.
V eam os lo que dicen los selcnam sobre este ex trañ ísim o suceso. Ellos
a firm a n que el Jon, a u n q u e pertenece a su pueblo, es un ser que nada
tiene que ver con el co m ú n de los hom bres; es de o tra raza distin ta de
la h u m an a. Su com posición es d iferente. N o tiene alm a com o los dem ás
hom bres; su piel es m ás sutil y en sus venas no corre sangre, sino que un
fluido blanco; por d e n tro es blando y despide lu m in o sid ad . A sí com o el
Jon nada tiene que v er con los hom bres, tam poco se relaciona con T e -
m au q u el. N o procede de E l, ni vuelve a E l. E l Jon no tiene alm a. Lo
q u e el Jon tiene es jantasm a.
M ientras los selcnam cam inan por su Tsla, suben y b ajan por sus
mont anas, el Jon perm anece sentado en la en trad a de su tien d a. C on los

207
ojos extraviados, vuelta su m irad a a su interior, poco a poco, va haciendo
aparecer ahí d entro u n m u n d o m ás am plio, inm enso, lum inoso o som ­
brío, con astros, abism os y océanos. Su fantasm a em pieza a recorrerlo.
Es ahí por donde él cam ina. P o r el m u n d o interior, por el infinito.
Y los Jon conocieron el secreto de la in m o rtalid ad . P ara conseguirla
viajaban a los hielos, hasta “esa Isla B lanca que está en el C ielo” . A llá
reposaban un largo tiem po, d espertando rejuvenecidos. D u ra n te el sueño
libraban el com bate con el A ngel de los H ielos, con C u an y ip . V encién­
dole, despertaban inm ortales. A lgunos de ellos reto rn ab an a las tierras
de los selcnam . O tros se q u ed ab an en los O asis m isteriosos y felices, d o n ­
de aún residen, junto a los Jon de todos los tiem pos, del pasado y del
presente . . .

Los que nacieron en el norte, en los hielos del n o rte en co n trarán el


cam ino. Los que nacieron en el sur, lo h allarán en los hielos del sur.
Los polos son los extrem os. A llí no crecen las flores, las plantas, ni
siquiera las raíces. U nicam ente p erm anecen las sem illas, los átom os si­
m ientes de la C reación. C onservadas por los hielos, se g u a rd a n para el
N uevo D ía las prim ordiales esencias. Los Jon libraban la lucha con las
sustancias; ellos “freían las sem illas”, de tal m odo q u e nu n ca volvieran
a crecer nuevas plantas, ni otras flores, que les ob lig aran a reto rn ar y a
m orir.
Y es siem pre la dram ática som bra de los C am in an tes del A lba la
que está indicando a los hom bres el difícil, el peligroso sendero de la in ­
m ortalidad.

H A C IA LOS V E N T IS Q U E R O S

V olvem os a la lluvia y a la gris niebla. A gua y vegetación próxim as.


Poco a poco com ienzan a aparecer peñascos plom izos, lavados, casi v e rti­
cales sobre el m ar. E n sus lomos se descubre la huella de los hielos p re ­
históricos que los han pulido, lim an d o sus aristas. Son bajos y negros. Al
fondo, se ven los gran d es m ontes de crestas nevadas, rom piendo la b ru ­
ma, subiendo a altu ras inaccesibles.

20 «
Sobre los cables del b aran d al, el m édico perm anece inclinado. T ien e
el cuello de su casaca subido hasta las orejas y co ntem pla el ag u a en
silencio. ¿E n q u é m ed ita?
M e acerco.
— D octor, ¿qué observa?
— Es extraño — dice— , el h om bre no se ha hecho p ara el ag u a . M i­
re estas rocas, son sem ejantes a los salvajes que vivían aq u í. Ellos ta m ­
b ién estaban desnudos y sus cuerpos, depilados por los glaciares.
— Sí — respondo— . P u ed e que acierten q uienes creen q u e los fu e g u i­
n o s llegaron a la A n tá rtid a en tiem pos rem otos. F u e ro n m odelados por
los hielos y este clim a n o les e ra hostil. A q u í radica la diferencia con
los indígenas de los canales de la P atag o n ia, que p rovenían del norte.
S u alm a desconocía la p ro fu n d a p ersonalidad de los hielos. T a rd e o te m ­
p ra n o debieron d eg en erar, sintiéndose en em ig o s de los hijos del sur, que
a su vez les com batieron. C reo que nosotros m ism os estam os en u n a si­
tuación parecida a estos in d íg en as del n o rte. T a m b ié n serem os co m b ati­
dos por los espíritus del su r, q u e no nos acep tarán hasta q u e no h a y a ­
m os convivido con los hielos antárticos. L a escuela de las nuevas g e­
neraciones debería ser la de los h ie lo s . . . E s la ú n ica m a n era de sobre­
v iv ir . . .
— ¿C ree usted? — p re g u n tó el m édico— . ¿E ntonces la p ró x im a ed ad
sería la del hielo, en contraposición a la actual q u e es la E d ad del H ie rro ?
Y sacando de su bolsillo u n lib rito a n tig u o , con tapas de perg am in o ,
em p ezó a leer:
— L a postrim era edad de la C u m ea — y la doncella virgen ya es
llegada — Y torna el reino de Saturno y R ea — L o s siglos tornan de la
'd a d dorada — D e n u e v o largos años nos envía el cielo — Y n ueva gente
en sí engendrada — T ú , L u n a casta, llena d e alegría, favorece, pues reina
ya tu A polo — A l N iñ o qu e nació en aqueste día — E l h ierro lanzará
d el m u n d o él solo — Y de u n linaje de oro, el m á s preciado, — E l uno
poblará y el otro Polo.
V irgilio — dijo— . U n niño nació entonces. ¿C ree usted que v en ­
drá otro? ¿Será acaso u n N iñ o de H ielo ? . . .
N o respondí.
Pero el m édico extendió su brazo, exclam ando:
¡Ixjs ventisqueros!

209
14 T r ilo g ía <lr In b ú sq u ed a
¡Sí, los ventisqueros! L as p rim era s avanzadas, los vigías y los cen ti­
nelas de la A n tá rtid a . Se ex tien d en com o blancas lenguas sobre el ag u a
y sus m o rren as n egras se h a n c o n tam in ad o de la suciedad de la E d ad del
H ie rro . D e esta edad en q u e los hielos co m en zaro n a retira rse del m u n ­
do y en que el N iñ o que nació sería sacrificado y tritu ra d o e n tre las es­
pigas de las g ran d es m áq u in as. E l m aq u in ism o es ta n tétrico com o las
m o rren as ferruginosas, q u e caen hacia el extrem o de los glaciares en el
C an al Beagle.
L en tam en te pasan: E l R ancagli, el R om anche, el Italia. Son las p ri­
m eras señales, los delegados de o tro m u n d o .

G E N D E G A IA

D u ra n te horas m e he pasado to m an d o fotografías para el aviador..


M e ha señalado los lugares que p o d rían servirle de referencia en su p ro ­
yectado vuelo desde la A n tá rtid a al continente.
L a frag ata h a av an zad o b astante y esa noche llegam os a G endegaia.
E s esta u n a bah ía am plia. A l fo n d o de ella se ven las luces de unas,
casas. A l otro lado de esos cerros q u ed a la ciu d ad a rg e n tin a de U sh u aia.
A q u í se h an reu n id o los dos b u q u es p ara c o n tin u ar ju n to s el cruce del
M ar de D rak e.
A l siguiente d ía proseguim os la navegación.
C on el fotógrafo, con P oncet y el m édico, m irab a desde el puente de.
m an d o la g ra n isla de N av a rin o . E l fotógrafo indicó u n p u n to :
— E sa es W u laia. A h í fu e do n d e Jem m y B u tto n o rd en ó la m ata n z a
de los prisioneros ingleses.
El sím bolo som brío em ergió. Jem m y B utton c u m p liría tal vez con
el rito, em p u jad o por el paisaje y p o r sus dioses. P ag aría el trib u to de su
raza, su d eu da, para hacer así posible el regreso del m u n d o que existió
m ás allá del sol, de la lu z que crece m ás allá de las tinieblas.

210
PU ERTO ORANGE

U ltim a reflexión en el Infierno

Son aho ra los postreros lugares. E l C a n al Beagle se bifu rca. L a co­


rrien te tira vertiginosa. N o hay n in g ú n p u n to al que asirse en el te rri­
to rio adyacente. E n la cu b ierta circu lan las som bras de algunos trip u la n ­
tes. U n extraño cansancio les invade. E n sus rostros ju eg an claroscuros,
com o en el contorno. A q u í, m u y p ro n to , se acaba el m u n d o . Y co m ien za
lo desconocido, lo qu e está m ás allá de to d a relación física.
P u erto O ran g e es n u e stra ú ltim a etap a an tes de p e n e tra r en el som ­
brío M ar de D ra k e . Los b u q u es fo n d ean e n espera del tiem p o propicio
p ara cruzarlo.
L a lluvia cae m o n ó to n a sobre el p eñ ó n g ris de la isla.
U n a tard e descendem os a tierra .
E n la peq u eñ a playa, cubierta de conchuelas, los m arin ero s asan chol-
gas sobre im provisados h o rnos de p iedra.
E l h u m o se eleva hacia el cielo bajo. E n los árboles cercanos crece
un pequeño fru to q u e los hom bres están com iendo con m u estras de a g ra ­
do. E l bosque es tu p id o y esos árboles tien en ram as descascaradas y c h a­
tas; sus cortezas parecen podridas y ex u d an h u m e d a d . C o n P oncet, el
m édico y el arq u itecto , vam os hacia u n a cim a, m ás allá del bosque, d o n ­
de expediciones anterio res h a n dejado u n as señales. M archam os en fila
para poder ab rirn o s paso entre los helechos y las ram as. Los pies se h u n ­
d en com o en u n a esponja suave, q u e se abre, para volver a cerrarse en
seguida. E l ag u a se nos escurre por el cuerpo y la sensación que ten em o s
es de ir por sobre las copas de los árboles, pues debem os p isar encim a de
sus ram as; la m ayoría de esos árboles enanos son m ás bajos que nosotros
y la m ejor m an era de abrirse cam ino es yendo casi sobre ellos. Veo m o ­
verse al m édico delante. H a cortado u n a ra m a y con ella ap arta los obs-
i.'u ulos, dando golpes en rededor. P arece u n á n im a q u e se desliza a tr a ­
vés del agua y del follaje. C ercana ya la pen d ien te del cerro, la vegeta-
<ión se hace m enos densa y u n a tie rra m usgosa dificu lta la ascensión. E l
m édico se ha detenid o . C o n u n pañ u elo está secándose el rostro. E n ese
m skintc se escucha u n g rito largo q u e viene de la playa. N u estras cabezas
vuelven y m iram o s hacia abajo, por sobre el bosque. E n vano

211
buscam os en la tard e gris. O tra vez se oye la llam ad a, y a h o ra nos parece
m ás próxim a. E l m édico sube a u n a roca e in d ag a con los prism áticos.
— Es F ellenberg , el fo tógrafo — dice— . E stá ju n to a u n árbol, tra ta n ­
do de ay u d ar a u n h om bre caído. E stos m arin ero s son com o niños. Se­
g u ram en te u n o de ellos se ha en caram ad o para coger esos fru to s y la ra ­
ma se quebró. Estos árboles están p o d rid o s. C o n un soplo pod ríam o s
deshacer todo el bosque. V ám onos. ¡O jalá no se haya roto el espinazo
contra las piedras!
Les veo co rrer por en tre las ram as. D elante, m arc h a el arq u itecto .
T ro p ie z a n , caen y vuelven a seguir d ificultosam ente e n la carrera.
C o n tin ú o por m i cu en ta la ascensión de esa lad era m usgosa. Llego
a la cim a y puedo co n tem p lar el otro lado de la isla. L lan u ra s o n d u ­
lantes se extienden bajo la niebla ten u e. D esde lagunas distantes suben
vapores, com o si fu e ra n la resp iració n de esas iiegiones ú ltim as. U n
pájaro negro em p ren d e el vuelo. E n el h o rizo n te las nubes de aguas des­
cienden cubriéndolo casi p o r com pleto. M e siento sobre u n a piedra. C o n
la cabeza entre las m anos dejo q u e la fría lluvia m e m oje. A d u ras penas
resisto la desesperanza. T ra to de h u rg a r a través de ese cielo denso, com ­
pren d ien d o q ue será im posible descu b rir u n a señal.
¡C uánto tiem p o hace q u e partim os! Estoy cansado; hem os llegado
tan abajo, ta n hon d o en este pozo, sin en co n trar n a d a a q u e asirnos. S ien ­
to la corriente poderosa y la presencia del alm a de seres m uertos, prisio­
neros del dios de las tinieblas, del m u n d o del pasado, q u e se sum ergió
e n las aguas. V oy arrastra n d o m i cuerpo y lo he tra íd o hasta aq u í, d o n d e
la v ida física es m ín im a, do n de rein a el desam paro. Y es u n erro r, pues
a estos lugares sólo p ereg rin an las alm as después de la destrucción del
cuerpo.

EL P U R G A T O R IO

C ru za n d o el M ar de D r a \e

Lejos h a qued ad o el C abo de H o rn o s, do n d e ex trañ as som bras se


m ueven y u n a fogata in d íg en a eleva su h u m o al cielo.
Ij 3l frag ata navega pesadam ente. A l oeste, e n la distancia, vemos m o ­

212
verse al petrolero. Sube y desciende, u n in stan te su m erg id o p o r las olas,
luego sus m ástiles y su q uilla reaparecen, ta n grises com o el O céano.
E sa corriente invisible, in m aterial, q u e d u ra n te to d a la navegación
hem os creído p resen tir en los canales, a q u í se h a hecho difusa, p erd ién ­
dose en la am p litu d del m ar. N o tira ya hacia el polo y cuesta seguir e n ­
tre estas olas pesadas. E l océano se balancea silencioso, plom izo, c o n fu n ­
d id o en la neb lin a gris. U n a in m u ta b ilid a d cercana, u n a sensación de ir
n avegando en el m ism o p u n to , com o d e n tro de cuatro paredes o de u n
g ra n vaso redondo, cae sobre los trip u lan tes. L as aguas de dos océanos se
ju n ta n , se co n fu n d en en este estrecho y, seg u ram en te, m u y abajo, lu ch an
y se arrem o lin an . E sa existencia h íb rid a , esa enem istad p ro fu n d a, se re ­
fleja en la atm ósfera tu rb u le n ta y penosa del D ra k e . L a co rriente del I n ­
fierno no puede ab rirse paso en las p ro fu n d id ad es, do n d e o tras fu erzas
entrechocan. Y es así com o ella no tran sp o rta al cielo a los q u e ha d e ­
jado escapar de sus dom inios. P ero q u iz á m ás abajo, m u ch o m ás abajo,
exista u n paso por d o n d e alg u ien tra n sita con facilidad en pos de sus
regiones de hielo.
N os h a n en treg a d o la p rim era ración an tàrtica, consistente e n a li­
m entos grasosos y b arras de chocolate. T a m b ié n nos h a n rep artid o ropas
apropiadas: cam isetas, g uan tes y “ p a rk a s” rellenas de plum as, o fo rrad as
en piel de oso. Los m arin ero s em p iezan a tra n sitar con estas in d u m e n ta ­
rias por los pasillos de a bordo. E l com odoro ha reaparecido. L e he visto
en la cabina del p u en te de m an d o , reclinado en u n a silla, con u n go rro
de pieles encasq u etad o hasta las cejas y con la b arba n eg ra y crecida.
M iraba a través de los vidrios y sostenía u n libro en tre las m anos.
U na de estas tard es he cru zad o por u n pasillo al q u e n u n ca sé cóm o
llegar y, afirm á n d o m e en los hierros, he cam in ad o hasta su extrem o. E n
t i um bral de u n a p u e rta se ha corrido u n a cortina. D en tro se h allaba el
com odoro. E l ta m b ién m e ha visto y con u n m o v im ien to de la m ano m e
lia hecho señas p ara que m e acerque.
El com odoro perm anecía solo en su cabina, revisando libros y foto-
j'.ialías. Me ha ofrecido asiento y se ha puesto a hablarm e. E s la p rim era
vr / que voy a conversar largo con él.
l odos esos libros están llenos de fotografías de tém panos, de focas
v «Ir i iil iosas aves. E n ellas se puede ver al propio com odoro entre los
lucios. Son fotografías de la A n tá rtid a , tom adas en otras expediciones.
A hora, m ientras cru zam o s este m a r difícil y som brío, el com odoro se rx -
tasía en la contem plación de ese otro m u n d o in im ag in ab le desde aq u í.
T a l vez encuentre fuerzas.
— U sted no p uede c o m p ren d er lo que es la A n tá rtid a — m e dice— .
D esde aq u í, desde este m a r, ya se h a p erd id o to d a relación. A ntes, a lg u n a
vez en el pasado, eso no fue así. A q u í tengo u n viejo m ap a de O rteliu s,
en donde la T ie rra del F u eg o y la A n tá rtid a aparecen todavía unidas.
P a ra los que navegam os por este m a r, cuyo cruce es com o u n p u rg ato rio ,
el recuerdo de la A n tá rtid a es el del cielo. H u b o u n tiem po en q u e
el cielo lo era todo y el p u rg a to rio a ú n no existía. D ifícilm en te el m u n ­
do podrá co m p ren d er cóm o ansiam os el cielo los q u e a q u í perm anece­
m os. D u ra n te el d ía y la noche no puedo a p a rta r de m í la im agen de
los hielos. N o debo olvidarlos, au n q u e todo conspira p ara q u e suceda . . .
P o r eso contem plo estos recuerdos . . .
Le m iré con curiosidad. Sentado ah í, bajo del v entanuco, por do n d e
en trab a la claridad pálida de la tard e, aparecía n im b ad o p o r u n a lu z m e ­
lancólica. D e u n cajón to m ó u n librito con canciones m arin eras y se puso
a hojearlo. D espués entonó a m ed ia voz. Sem ejaba u n extraño ev an g e­
lista, vestido de u n ifo rm e y con la b arb a a ú n rala. Y su voz ronca y b a ­
ja decía:

L isto a cazar las velas,


tesa brazas a ceñir,
aprovecha bien la brisa del Su r,
q u e nos haga raudo navegar.

Y después:

. . . L ejos te esperan m il dichas


que no podrás olvidar . . .

Pasó esa noche. Yo no d o rm í. E n las literas, abajo, sentía m overse a


m is com pañeros de cabina. T am p o co ellos reposaban. U n a ang u stia sor­
da flotaba en el am biente. Las olas eran m o n tañas lentas, com o m o n stru o s
de m etal líquido, que se d em o rab an in fin itam en te en su b ir y en descen­
der. N o estaban agitadas, pero tam poco se a q u ietab an en form a d efin i-

214
nv.i Yo n ad a podía hacer fuera de c o n tin u a r ten d id o d u ra n te largas lio-
.r. v .u í.r. N o pensaba, estaba e m b o tad o ; m is sensaciones eran pesadas
y tortuosas. E n vano hab ía esperado esa m a ñ a n a el to q u e ag u d o , e stri­
d en te, de) corneta, q u e al reb o tar en el acero y en el h ierro , nos h ab ría
rM rem ecido. P ero hasta la d ian a perm an eció m u d a . E l accidentado de
O ran g e rra el alegre corneta. Los designios del D ra k e se cu m p lían , a d e ­
lantándose. E ste m a r no p erm itía fu e rz as co n trarias en sus d om inios de
acero. Es hosco y som brío, com o tal vez fu era el án im o del corsario que
1< dio su n o m bre.
Sin n a d a a q ue asirm e, sin u n p u n to en que apoyarm e, estaba sin-
riendo náuseas de m í m ism o. E l balanceo del m a r era p ro fu n d o . C o n es-
íu e rz o m e levanté y subí al castillo, ju n to al p u en te de m a n d o . L a niebla
se ju n tab a o tra v ez con las aguas. L as náuseas au m e n ta b a n . C ogido de
la b aranda, vom ité. E l m a r en tero parecía u n vóm ito oscuro. E ntonces,
en el h o rizo n te su rg ió la som bra de u n a b allena q u e arro jó su doble ch o ­
rro hacia el cielo. M e pareció que el m o n stru o tam b ién lan za b a su v ó m i­
to a las alturas.
D u ra n te esos dos interm inables días, en q u e el b u q u e av an zab a a p e­
nas, yo no d o rm ía ; u n a som nolencia pesada m e resecaba los p árpados d u ­
ra n te la noche. L as ideas g irab a n e n círculos. M e parecía saber p o r qué.
E stábam os e n el p u rg ato rio . B ajo el m a r crecía la Selva O scura y
las viejas cadenas de m o n tañ as de los A n d es sum ergidos. F u e ra de esto,
n ad a, absolutam ente n ad a . E n la cú p u la p ró x im a del cielo no hab ía im á ­
genes y e n las p ro fu n d id ad es del m a r n in g ú n Ser nos em p u jab a ya, faci­
litándonos el cam ino. E l A n g el de las T in ieb la s sobrepasa esta etap a y,
e n otros m u n d o s, ta l vez cam bie de esencia y de color. N o se escucha su
sorda risa, n i se sienten sus m anos resbalar sobre la proa. Es el p u rg a to ­
rio de las alm as, q u e no arrib a a n in g u n a p arte, n i jam ás te rm in a ; que
n o indica n in g u n a salida y que ap risio n a con la violencia de sus abism os
insondables. D e n tro del círculo del p u rg a to rio el alm a castigada deberá
en co n trar por sí m ism a el cam ino de la liberación. N a d ie p u ed e a y u d a r­
la. L as fu erzas no existen y, sin em bargo, h ay que buscarlas e n alg u n a
parte. N o hay v o lu n tad p ara seguir, n i p ara to m a r u n a determ in ació n .
P ero el alm a tiene q u e destrozarse en u n suprem o esfuerzo que la im ­
pulse a en c o n tra r la salida, llegando h asta los hielos lejanos.
¿Será capaz de h acer el esfuerzo el com odoro de esta nave? M e pa-

215
ir ce oírle can ta r, soñando con el cielo: L ejos te esperan m il dichas, q u e
no podrás o lv id a r ... M i alm a se siente vibrante y siem pre triunfante d el
tem p o r a l. . .
Así se prepara el com odoro.
Las olas del D ra k e se a g itan y golpean los costados de la fragata.

— ¿Ya no te acuerdas del D an te? ¿Acaso te has olvidado de él? Es


en el p u rg ato rio don d e se en cu en tra la C olina del P a r a ís o . . . Y C o­
lón, ¿no creyó reenco n trarla rem o n tan d o las aguas del O rinoco? ¿Q u é
sucedió? ¿A caso la L u n a , cayendo desde el cielo su m erg ió en las a g u as
la C olina del P araíso? ¿Y fo rm ó este m ar, este p u rg ato rio , esta separa­
ción? E l paraíso y el p u rg ato rio e ra n unos; las tierra s estaban u n id a s,
no existía esta agua. E l ho m b re p erd ió p ara siem pre la C o lin a B lanca . . ►
— Q u izá, q u i z á . . . P o rq u e el paraíso p u d o sólo separarse, sólo ale­
jarse. Los continentes tam b ién se div id en , se traslad a n . L a Isla B lanca n o
está en el cielo. E stá u n poco m ás allá, se alejó, escapó de los h o m b res,
guard án d o se en el con tin en te de los hielos, en los oasis tibios, sobre los
cuales, a veces, brilla la C ru z del S ur, o la m isteriosa au ro ra . Y el A n ­
gel de la M uerte lo custodia, con su espada de fu eg o y de llam as frías»
Es E l q u ien le d a calor a los oasis y q u ie n im pide q u e se revele el se­
creto. Som bras tran sita n p o r el aire d iáfano y los inm o rtales contem plan
su propia etern id ad .
— E l com odoro, q u e es u n h o m b re q u e colecciona viejas cosas, viejos
m apas, tam b ién tiene e n su cam arote u n a carta del m u n d o de ese m onje
alejandrino, C osm es Indicopleustes. E n ella la tie rra está ro d ead a por el
ag u a; pero, a su vez, el ag ua es ro d ead a por o tra tie rra . Y esta últim a es
una tierra an tig u a, lejana, do n d e se en cu e n tra el paraíso. L a tierra actu al,
se ve u n id a al paraíso p o r u n río. N osotros nos m ovem os en esta tie rra
gris, posterior al diluvio. Y p o d ría ser ella el in terio r de u n a esfera, se­
parada por las aguas de o tra tie rra leg en d aria y ex tern a, q u e fue la q u e
habitaron los P adres felices, en u n pasado rem oto. E sa “o tra tie rra ” de
los antiguos, con la q u e ya soñó P lató n .
— L a C oncepción del m ap a de Indicopleustes es sem ejante a la de los
prim itivos habitantes de A m érica, q u e colocaban u n árbol en el centro del
m un d o , creciendo hasta alcan zar los trece cielos. E ra u n C eibo, era u n a

216
M;i<Ire- C rib a, y por él su b ían los ho m b res hasta c o n q u istar el cielo. E l
A i lx >1 del Paraíso d o n de se enrolla la serpiente C u an y ip . O b ie n , el R ío
<|ik- conduce al cielo y q u e p rim ero desciende a las p ro fu n d id a d e s de los
Infiernos. Sube y, al salir p o r el polo, tra n sfó rm a se e n las g ran d es co­
m e n t e s de la V ía L áctea. R em o n tán d o lo alcan zarem o s h asta la A tlá n ti-
«l.i, o hasta A valón, la C iu d a d de los M u erto s, en do n d e se en cu e n tra la
('.olina del Paraíso, circ u n d ad a p o r m a n z a n a s de o r o . . . ¿Es q u e ya n o
tr acuerdas de D a n te y de sus ríos, el C ocyto, el L etheo, el E stig eo y el
Phlcgetonte?
— Sí, pero a q u í n© los veo, n o los veo . . .

T odos h an en co n trad o algo en este viaje. P u n ta A ren as, la “C iu d a d


«Irl R ecuerdo”, se los h a d ad o . E l arq u ite c to Ju lián h a h allad o u n poem a
escrito por Sir E rn e st S hack leto n en el á lb u m d e u n a m u je r de su tiem p o .
S hackleton h a sido el m ás ex trao rd in a rio explo rad o r de la A n tá rtid a .
I ln am o r doloroso le im p u lsó a h u ir de su tie rra , etern izán d o se en los h ie ­
los. H o y encuéntrase e n terrad o e n la isla G e o rg ia del S u r, cubierto por
la nieve. Su esposa, L a d y S hackleton, q u iso q u e él reposara ah í, bajo el
liío , en la p ro x im id ad de ese m u n d o q u e él am ó.
La A n tá rtid a es u n co n tin en te m arcad o p o r u n signo distin to . L a h a n
explorado hom bres sin am biciones m ateriales. D ra k e , el corsario, sólo se
asom ó en su antesala g ris; no hab ía incentivo q u e le im p u lsara a seg u ir
basta los hielos. H a n sido los poetas, los aven tu rero s y los héroes, los q u e
st ad en traro n en su m isterio. S hackleton fue el m ás g ran d e de todos. Q ui-
■■<• c ru z a r desde el M ar de W ed d ell p o r el cen tro del c o n tin en te antàrtico,
atiavesando el polo, h asta el M ar de Ross. U n a distancia de 2.880 kiló-
met ros. Los icebergs y el p a c \-ic e del inviern o polar se lo im p id iero n , d es­
ti oyendo su b u q u e, el E ndurance.
N avegó entonces sobre u n tém p an o a la deriva, con to d a su gen te.
V en com pañía de unos pocos, atravesó este m ism o m a r en u n bote. Iba
■n busca de auxilio p a ra su trip u lació n a b an d o n ad a en la Isla E lefante.
M ientras lx)gaban sobre el D ra k e , S hackleton h ablaba: “H a y a lg u ien — de-
. ía entre los hielos. V olverem os. Si no fu era por los icebergs q u e des­
ìi oyeron nuestro b u q u e , quién sabe los m isterios que se nos h u b ie ran
if velado. A i|u í hay u n m isterio, capitán, u n g ra n m isterio q u e se g u a rd a .

217
A lg ú n d ía lo d escu b riré” . Y luego recitaba u n versículo de Job: “ ¿D e
q u é vientre salió el hielo? ¿Y la escarcha del cielo, q u ié n la e n g en d ró ?
Las aguas se end urecen a m a n e ra de p ied ra y congélase la h a z del abism o” .
U n a ta rd e los n áu frag o s creyeron d ivisar u n a m o n ta ñ a en el h o rizo n ­
te. P ero era u n a ola gigantesca q u e av an zab a. E sa ola q u e recorre el m u n ­
do de edad en ed ad y q u e sólo m u y pocos ojos h u m a n o s h a n visto e n
n uestro tiem po. L a m ism a ola q u e su m erg ió a la A tlá n tid a . Se ig n o ra
cóm o p u d iero n sobrevivir e n u n p eq u eñ o bote. Q u iz á les salvó el versícu­
lo de Job.
Si S hackleton hubiese logrado c ru z a r por el cen tro de la A n tá rtid a ,
com o era su deseo, p uede q u e h ubiese descubierto el m isterio. P ero los
centinelas blancos se lo im p id iero n ; p o rq u e a ú n no hab ía llegado su ho ­
ra. D ebía antes despojarse de la v estid u ra densa, de su en v o ltu ra tosca
y m aterial. H o y tal vez lo conozca.
E n esta noche, en la p roa de la frag ata, el arq u itecto Ju lián recita el
poem a de S hackleton, q u e en co n tró en P u n ta A ren as. Y su voz dice:
“S o m o s esos locos q u e no hallaban reposo — en la tierra gris que deja­
ban atrás — torturadas nuestras m en tes por el lejano S u r — y el fu ro r in ­
cesante de sus vien to s extraños — E l m u n d o , d o n d e los ideales la n g u id e­
cen — se borra d e nuestros ojos desafiantes — y así, por sobre oscuros
m ares apartados — len ta m en te a va n za m o s hacia nuestro d estino”.
Ju lián va de p ie en la p ro a de la frag ata y sus ojos co n tem p lan las
som bras del p u rgato rio .

LA A N T A R T ID A

E sa tard e se v islu m b raro n las p rim eras señales. E ra n unos extraños


m ensajeros alados. S iem pre fu ero n los pájaros quien es an u n cia ro n u n n u e ­
vo m u n d o o u n nuevo tiem po. V e n ía n hasta el b u q u e y volaban sobre él,
acom pañándolo d u ra n te horas. T ra ía n el pecho y las alas m an ch ad o s de
blanco, com o si las nieves los h u biesen m arcad o , u o sten tara n el escudo
nobiliario de los hielos. E ra n los “pájaros tableros”, los “ petreles de W il-
son” . D espués aparecieron las m ás blancas palom as, casi transparentes, so­
bre el cielo gris. E l viento g em ía y ellas eran com o trozos de hielo con
alas, arrancados a los icebergs. L as lejanas, a ú n invisibles flotas tic té m ­

218
panos, ni s enviaban estos m ensajeros, p ara saludarnos e indicarnos el ca ­
m ino. O quizás eran centinelas y vigías, q u e re to rn ab an con la noticia
de nuestra llegada.
H asta altas horas volaban las blancas “palom as del cabo”, las “palo-
m as de Jas to rm en tas” .
N o hubo noche. D el cielo nuboso se d esp ren d ía u n a lu m in o sid ad blan-
ca. Y parecía com o q u e de nuevo, abajo, tira ra u n a corriente.
C ubiertos con los capuchones de las “ p a rk a s” , perm anecíam os a fir­
m ados a las cuerdas del navio, resistiendo el viento.
A lgo tem blaba en el h o rizo n te; vertiginosos resplandores lo cru z a b a n ;
ilrtiá s de la n iebla, se ad iv in ab a u n a presencia. U n frío q u e no era sólo
de los hielos externos m e traspasaba. E ra el frío de la expectación. ¿Q ué
habría allí? ¿Tría de p ro n to a abrirse el espacio y veríam os la fig u ra del
gigante blanco?
El buque av an zab a sobre u n m a r q u e se había aq u ietad o . Las aguas
paieeían m ás d u ras y to m ab an u n suave m o v im ien to , com o de sueño.
U na m isteriosa m elo d ía creía escucharse; ven ía desde bajo la superficie
0 de Ja línea del h o riz o n te q u e se ap ro x im ab a. A h í la lu z se estaba in-
•am iando en tem blores, en estrem ecim ientos, com o si lu ch ara p o r abrirse
• no, o q u izás p o r en cu b rirse tras las n u b es tenues. A llá, en el ex tre­
m o , entre el cielo y el m a r, apareció u n a fran ja in ten sa, vaporosa, com o
• l< una isla celeste y feliz, ex ten d id a e n tre la m úsica y el éter. T a l vez
Inri a la "Jsla B lanca” de los selenam .
A iab aba de m ira r el reloj. Las tres de la m a ñ a n a . E ntonces levanté
1 i vi'.ia. Y algo así com o u n golpe cegador, pro v en ien te de a lg ú n lu g a r
mi« mío, me hi/.o estrem ecer. F u e com o si m e h u b ieran h erid o los ojos y
-I ilma •( trasto rn ara . U n a explosión de lu z blanca hab ía su rgido en el
m uilín v <í i lu z se tran sfo rm ab a luego e n notas de u n a sinfonía enorm e.
I» '!" . n l i irm e la vista y apoyarm e fu erte m e n te en las cuerdas del b a ra n -
d.il < ii in d o pude ver ele nuevo ya era u n ser d istinto, su frien d o ese gol-
I" 11111 ' i < isible q ue la lu z del nuevo m u n d o m e dio en el centro del ser.
I niit tanto, fuera, aparecía todo cam biado. L a niebla se esfum aba co­
mí. |iiii m ilagro y, al fren te nuestro, se encontraba la A n tá rtid a , con su
mdi mi 11 >i iblr presencia. M ontes de hielo, tenues nubes, prad eras de nie-
m . I'.n lan ío s insondables; un m u n d o desconocido, v iviendo en un ciclo
, 11 , i un .. n una luz sut il y violenta.
L a frag ata avanzaba e n tre tém panos dispersos, ten ien d o delante las
cum bres nevadas de la isla S m ith . M ás allá, veíase la isla Snow . Y el cieio
era de u n az u l tran sp aren te y frío. Los pájaros lo cru za b an siem pre. L a
inefable existencia de ese conto rn o parecía estar en vuelta en la m úsica q u e
surgía de sus abism os y de los seres invisibles y rad ian tes q u e viven e n
sus cim as pálidas.
C om o aves, m is ideas tam b ién se fueron. Y a no podría pensar com o
antes. E l golpe de la lu z de la A n tá rtid a q u em a el alm a y enceguece. E l
bautism o de su lu z tran sfo rm a al ser que h a b rá de cru zarla. El m u n d o
de los m uertos y de las som bras ha sido sobrepasado. Y si el p eregrino
reto rn ara algún día, te rm in a rá deshecho com o u n iceberg en clim as in ­
hóspitos. Será com o u n m u erto pen an d o en tre som bras vivas. O com o u n
vivo entre los m uertos, reco rd an d o su p atria nupcial.

S iguiendo la estela del b u q u e em p ezaro n a v en ir los ping ü in o s. F u e


nuestro p rim er contacto con ellos. Los veíam os n a d a r a g ra n velocidad
bajo el agua y em erger, de pro n to , en u n salto q u e te rm in a b a en u n a z a m ­
bullida.
A n uestro rededor encontrábase el rosario de las islas S hetland del
Sur. F u e a q u í donde S m ith , o q u izás B ransfield, enco n tró u n navio es­
pañol varado en los hielos de la bahía. E staba ah í desde siglos. N a d a h a ­
bía en él. ¿Q ué sucedió con la trip u lació n ? ¿C óm o llegó a estas latitudes?
E s u n m isterio. P uede que los españoles conocieran la existencia de la
A n tá rtid a desde tiem pos lejanos y que sus navegantes llegaran hasta sus
costas. Los intereses obligaban a los im perios de aquellos días a m an te n e r
secretos sus descubrim ientos, expuestos siem pre a ser aprovechados por sus
enem igos. Pero es m u y significativa la C édula R eal de 1555, extendida p o r
la princesa doña Juana, en n o m b re del em p erad o r C arlos V , su padre. E n
ella pone bajo la jurisdicción de d o n Jerónim o de A lderete, G o b ern ad o r
de C hile, “ las tierras que se ex tien d en hasta el polo” .
M ás o m enos a m ediodía com enzam os a e n tra r en el C anal Inglés.
F ren te a nosotros teníam os la visión de las inm ensas paredes de hielo de
la isla G reenw ich, aú n d istante. Las barreras relucían envueltas por el sol
transparente. N os reunim os en la torre de m an d o y m iram os con los pris-

220
m u lies, tratan d o de descu b rir indicios de la base. P odíam os im ag in arn o s
<1 >stado de án im o de los q u e esperaban el relevo. L a g en te de a bordo
<l< m ostraba im paciencia p o r llegar. E l com odoro perm anecía en lo alto
<1« I barandal con el b razo extendido.
1.1 sol caía frío en la atm ósfera ra d ia n te y el b u q u e se deslizaba dis­
m inuyendo su m archa en u n m a r apacible. Lejos, se veían pequeños té m ­
panos. Los pingüinos co n tin u ab an saludándonos con sus saltos acuáticos;
•lo-, o tres pájaros plan eab an por encim a de la gaviota n eg ra del rad ar.
Listábamos cayendo algunos grados a estrib o r p ara en tra r en la bah ía.
I in punto d im in u to se destacó sobre el hielo. E ra la c ru z de la base; lue-
]■•• poco a poco, los techos de las casas su rg iero n del u n ifo rm e albor.
L o que sigue es el relato de n u estro en cu en tro con la g en te de la
dotación de la base.
T u v e la suerte de b aja r en el p rim e r bote. T o d o aconteció en form a
I>irvista y sólo m u y len tam en te, a m e d id a q u e la tard e descendía, los
(• oh t{-cimientos co m en z aro n a co n fu n d irse e n m i m en te, com o si en tra ra
• ii la realidad d istin ta de los sueños.
N os distanciam os de la frag ata y en tram o s en el canal, ju n to a la
j*r:in barrera. M etros de hielo vertical sub ien d o sobre n u estras cabezas. D e
■liando en cu ando, con u n ru id o de tru en o , con un h o n d o y ronco b ra­
mido, se desp ren d ían de ella trozos q u e se precip itab an al m ar, lev an tan ­
do el agua en olas anchas, q u e im p rim ía n al bote u n balanceo cadencioso.
I I- ahí la fábrica de los icebergs, la b a rrera de los hielos, q u e se extiende
lia. ia el in terio r y q u e cubre a la tierra, im p id ien d o conocer la conform a-
■ion real de este m u n d o . L a A n tá rtid a p u ed e ser u n g ru p o de islas u ni-
• las |K>r el hielo, o u n a sola m asa co n tin en tal, u n inm enso escudo de ca-
m illones de kilóm etro s cuadrados.
I .os m arineros ap resu rab an el ritm o de la boga. C ercanos a la proa
iban los com andantes. E l m uelle de la base com enzaba a destacarse. Y so-
bic <-l veíam os form ad o s a los m iem bros de la dotación. V estían sus uni-
loim c- navales y el oficial q u e les m a n d a b a aparecía en el p rim e r plano.
• 'i hablar al co m an d a n te U rrejo la. Se d irig ía al com odoro:
Ese m uelle debe ser nuevo . . . M e parece q u e hay u n ho m b re de
iiu nos en el g ru p o q u e nos espera.
El com odoro confirm ó las reflexiones de U rrejola.
I I bote atracó al p eq u eñ o y rústico m uelle. Los oficiales saltaron a

221
tierra. D espués lo h icieron P oncet, el fotógrafo, el m ay o r d e E jército, el
m édico y los dem ás. Yo descendí len tam en te. C o n tem p lé los rostros de
esos hom bres, pro cu ran d o ad iv in a r lo que jam ás d irían . V i las caras d e l­
gadas, los párpados rojos. E l ten ien te P iln ia k , Jefe de la base, accionaba
com o u n au tó m ata y al h ab lar le tem blaba el m en tó n . F irm e , estiraba la
m an o y luego se la llevaba a la visera de su g o rra. A lg u ien le ab razó .
D espués todos entram o s a la base y la recorrim os.
E l practicante, u n sargento de 48 años, no p u d o salir a recibirnos,
porq u e se hab ía accidentado en u n a p iern a. E l doctor le exam inó la herid a.
F uim os, tam bién , a ver las ovejas q u e d u ran te todo ese año p erm a­
necieron en la base an tàrtica.
L a base se com ponía de dos secciones, u n a de m a d e ra y la otra de m e ­
tal. L as recorrim os, observando todo m inuciosam ente, im ag in án d on o s có­
m o sería la vida q u e ah í se h izo d u ra n te la soledad in v ern al. Los h o m ­
bres de P iln iak y él m ism o nos m ira b a n en silencio. A lg u n o s de ellos em ­
pezaron a rep artir b arras de chocolate, sobrante de la provisión anu al. L o
hacían com o si estuviesen in te n ta n d o u n m edio extrem o p ara establecer
contacto.
A l salir, p ara to m ar el bote de regreso, el com odoro p reg u n tó :
— P iln iak , ¿hace m u ch o tiem po q u e se construyó este m uelle?
— N o, señor. H ace poco. T rab ajam o s sem idesnudos y con el ag u a a
la cin tu ra. M e h a q u ed ad o u n dolor com o de ciática.
— Bien. Le esperam os a cenar a bordo esta noche, con toda su gente.
E n el m o m ento de despedirnos, el ten ien te P iln ia k m e p reg u n tó si
no deseaba q u ed arm e con ellos p ara to m a r u n a ta z a de té.
M e sorprendió la invitación, pues com p ren d í q u e esos hom bres a n ­
siarían estar solos p ara ab rir la correspondencia y los paq u etes de sus fa­
m iliares. Sin em bargo, pensaba q u e q u ed á n d o m e iba a te n e r algunas ex­
periencias inapreciables. Y ello era m ás fu erte q u e todo escrúpulo.
C onsulté al com odoro y éste asintió, ag reg án do m e q u e a la caída de
la tard e enviaría u n bote por m í.
V olví a la casa. M e senté en u n rincón, en el co m p artim ien to p rin ­
cipal, m ien tras los hom bres se retira b an para leer sus cartas. E n el a n a ­
quel había textos de h id ro g rafía y revistas. D isim u la d a m en te observaba
esos rostros. D e u n aspecto exangüe, com o si h u b ieran pasado años sin
recibir el sol, los ojos estaban vagos y enrojecidos. E l pelo largo les >;im

222
sobre el cuello y era evid en te q u e sólo ah o ra se h ab ían ra su rad o la b arb a.
Sus m anos hinchadas ro m p ían len tam en te las cuerdas de los p aq u etes;
luego, sin p rem u ra, iban re tira n d o los objetos y ab rien d o las cartas q u e les
trajim os. M uy pronto se olv id aro n to talm en te de m i existencia y c o m en ­
zaro n a tran sitar p o r la estancia y co m p artim ien to s vecinos tal com o lo
h icieran d u ran te sem anas y m eses, recu p eran d o el ritm o de sus p reo cu p a­
ciones habituales. E l rad io o p erad o r se encerró en su caseta. E l m eteo ró ­
logo regresó ju n to a sus cuad ern o s de notas. Sólo el ten ien te P iln ia k se­
g u ía sentado en su cam astro, con u n a carta en la m an o y la vista p e rd id a
e n u n a ventanita q u e le q u e d a b a al frente.
C om encé a sentirm e tam b ién lejano, com o si estuviera en u n espacio
vacío, rodeado de nubes, de árboles m u erto s, de pájaros disecados. E sa ca­
sa m etálica a d q u iría u n a consistencia, u n a d u re z a especial. L as im ágenes
to m ab an relieves únicos y p arecía com o q u e se estuviera v iviendo en las
altu ras de u n espacio en rarecid o , d en tro de u n a cabina h erm éticam en te
cerrada. Los ojos del ten ien te P iln ia k d eb ían m ira r la n ad a p o r esa ven ta­
n ita. L a única existencia d u ra , com o de m etal, era la de estos seres, ig u al­
m en te irreales. Y yo no estaba existiendo m ás q u e en u n p en sam ien to acu ­
cioso, agudo, q u e lo observaba todo sin p erd e r detalles.
E l teniente h izo u n esfuerzo y se m e acercó balanceándose, com o si
venciera u n a oposición del aire. M e levanté tam b ién de m i asiento y fu i­
m os juntos a la m esa d o n d e el té estaba servido.
H acía calor y m e saq u é la “p a rk a ” .
— T e n ien te — le dije— , ¿no h a visto usted n ad a d u ra n te el invierno?
— ¿ Q u é ? . . . ¿Q ué cosa?
— A lg o . . . U n barco . . . B u sc a d o re s. . .
— D u ra n te el in v iern o — em pezó— el m a r se congela, ¿cóm o p u e d e n
pasar barcos? E sta b ah ía es u n solo tém p an o de hielo. C laro q u e p o r
sobre ella cam inábam os, m arch áb am o s en la g ra n noche sin estrellas, hasta
llegar al borde de las c o s a s . . . y allá está el B ransfield, q u e n o se con­
gela . . .
— B ueno, a h í . . . ¿no h a visto n ad a?
Los hom bres se m ira ro n silenciosam ente. L u eg o m e observaron.
— ¿Q ué cosa? — dijo.
— U n b u q u e . . . u n . . . algo.
•— N ad a se ve aq u í. E sto es ig u al a c u alq u ier parte del m u n d o . ¿E n

223
q ué está pensando usted? N o se haga ilu s io n e s ... E n la noche sólo había
unas estrellas, ta n lejanas, ta n . . .
Se detuvo u n instante. L u eg o prosiguió:
— ¡A h, ese m a r negro! Y esa lu z, allá a b a j o . . . Y o he visto m uchas
fo c a s . . .
P ero u n o de los hom bres terció:
— U n día subí a la cu m b re de ese cerro. Y entonces divisé, algo . . .
— ¡Silencio! — in te rru m p ió el teniente.
Y su m ira d a h ab ía a d q u irid o u n brillo rep en tin o .
E l teniente no había pro b ad o su té. N o m e atrev í a seguir hab lan d o .
— Focas y focas — volvió a m u rm u ra r P iln ia k , tras esa penosa p au ­
sa— . Es lo único q u e interesa. E llas nos salvan. Si no fu era p o r las focas,
¿cóm o podríam os existir en este m u n d o ? Su carne es la q u e nos alim en ­
ta. ¿Q uién h a dicho q u e la carne pierde? Si no fu era p o r la carne de las
focas estaríam os tal vez m u erto s. E n ellas se en cu e n tra la v itam in a q u e
necesitam os; nos aclim ata, nos fortalece . . . y en tiéndase q u e no m e refiero
únicam ente al c u e r p o . . . E s la carn e de las focas, su sangre y tam b ién
la de los pingüin o s, la q u e nos d efiende en este universo.
D escubríase en sus palabras u n a m elancólica sensualidad.
— E l frío no se com bate con el alcohol. Es u n e rro r creer q u e el a g u a r­
diente o el w hisky nos sirvan de algo aq u í. Sólo q u e m a n calorías. H e
im p lan tad o la ley seca. D u ra n te todo este año no se h a hecho uso de u n a
sola gota de alcohol. P u ed o decir q u e he cu rad o m i h íg ad o en la A n ­
tártid a.
Se in terru m p ió b ru scam en te e h izo u n a e x trañ ísim a reflexión:
— ¿A n tártid a ? ¿ H e dich o A n tá r tid a ? ... ¿Q u ié n asegura q u e este
lu g a r se llam e así?
P ara salvarnos de u n nuevo y terrible silencio, d ije cu alq u ier cosa:
— ¿ H a dado buenos resultados esta casa, teniente?
— M ás o m enos. L as casas m etálicas no sirven, al ig u al q u e los bu
ques de acero. L o q u e es fu erte allá, no lo es aq u í. L a m ad era, sólo la vieja
m adera. Es lo m ejor. H em o s ten id o vientos hasta de ciento sesenta k iló ­
m etros por hora. P arecía que to d o se iba a volar. P a ra salir a co rtar el hielo,
q ue necesitábam os p ara hacer ag u a, debíam os a m arrarn o s. E l hom bre q u r
salía era sostenido p o r u n a cu erd a desde el in terio r. A fu era no se vría
absolutam ente nada. L a niebla es trem e n d a, es n eg ra o es gris; d u ia , sr

224
puede cortar con u n cuchillo. V iene y se va de pronto. E l sargento se p e r­
dió u n día a veinte m etros de la cnsn y estuvo seis horas tra ta n d o de e n ­
contrarla. T u v im o s qu e ir en su búsq u ed a. L e descubrim os g uarecido en
u n hoyo. E staba seguro de encontrarse a varios kilóm etros de distancia.
Se hallaba, en cam bio, fren te a la p u erta prin cip al de esta base.
M i té y el de los otros se había term in ad o . Solicité perm iso al te­
niente para recorrer de nuevo la base. A ccedió gustoso, librándose de mi
presencia y de u n a conversación desacostum brada.
C am iné nuevam en te por la casa de m ad era. V i las bodegas donde
se alm acenaban las conservas, las latas de carne, las cajas de vitam in as
y, tam bién el petróleo p ara el m otor de la electricidad. E l agua caliente
se acum ulaba en un estan q u e en el techo de la habitación p rincipal, co­
nectado con una estufa que le pasaba el calor. D esde ah í se tran sp o rtab a
por tubos hasta la duch a y la cocina. E n u n a angosta galería se alineaban
los esquíes y los bastones. U n poco m ás allá había u n a sala de carp in te­
ría y, al final del pasillo, u n a puerta. M e d irig í hacia ella y salí al exterior.
F u era, todo era distin to . U n a lu z triu n fa l tem blaba sobre las islas y
el frío cortante m e obligó a cu b rirm e con la “ p a rk a ” . E n to rno a la base
el terreno se hallaba libre de nieve y de hielo, extendiéndose cubierto de
guijarros hasta el m a r. E n un corral im provisado se enco n trab an las ove­
jas y sus hijos pequeños. T a m b ié n ellas sabían de la noche y de los vien­
tos inclem entes. Su pelam b re era am arillo y estaban com iendo u n forraje
m ustio.
A paso lento seguí hasta la playa. C ru cé unas pequeñas lag u n as de
deshielo donde se veían unos pájaros, q u e invariab lem en te e m p ren d ían
t-1 vuelo al posar sobre ellos la vista. T e n ía n el cuello gris y largo y eran
pesados com o cuervos.
Junto al m a r había esqueletos de focas, seguram ente m u ertas por Pil-
niak y su gente; huesos de p ingüinos y g ran d es vértebras de ballena.
Me entretuve observándolas. A lg u n as parecían ruedas de tim ó n y las
superficies estaban calcinadas, raspadas por el hielo. Las palpé y eran frías.
<.)ue inm ensos m onstru o s — m e dije— y q u é curiosa sensación poder to-
' .n sus h u e s o s ... ¡T o car los huesos! ¿ H a b rá alguien que to q u e m is h u e ­
sos siglos después q u e yo haya m u e rto ? ” Y con u n a inexplicable risa m e
icspondí: “Sí, una b allen a”. C ontem plé después las cim as de hielo a m is
■spaldas y tuve la certeza de que ah í d ebían encontrarse ballenas m uertas

nJ

I "S liilo glu i|r la |)iiN(|unlu


y aprisionadas por los glaciares hacía m ilenos. E l m ejor regalo q u e se le
podía hacer a este teniente P iln iak sería darle a p robar la carne legendaria
de esos cetáceos, de esos d ragones del abism o blanco, conservada intacta y
fresca en aquel espantable frigorífico.
Me senté sobre una roca. A m is pies, en tre pedruscos, crecía una es­
pecie de m usgo suave. Lo estuve observando un rato. L uego levanté la
vista y m e en treg u é a la contem plación del am plio p an o ram a de la bahía.
El aire estaba aú n inm óvil y delgado. Al aspirarlo sentíase el olor
del frío, y el olor sin olor del hielo, la falta de olor del cielo y del vacío.
P or la n a riz, hasta los pulm ones, penetraba algo afilado y las pequeñas
partículas vibrantes de la lu z m e hacían sentir etéreo y me em briagaban.
E n este estado, su m am en te lúcido, percibía el m onte esbelto que te ­
nía a m i frente, al otro lado del m ar, tan parecido a uno de nuestros vol­
canes de las regiones del sur. Sin em bargo, qué distante y qué diferente
de ellos. ¿Podía decirse que esto c o n tin u ara siendo el sur, o que tuviera
realm ente algo que ver con la T ie rra ? La visión era m ás bien la de otro
planeta.
A rriba, el cielo estaba cru zad o de tem blores de lu z y, a pesar de la
tarde av anzada, perm anecía azul com o en el m ediodía. El m ar, suave,
m ovía unas pequeñas olas sobre la playa de guijarro s. Lejanos, avanzaban
unos tém panos blanquísim os. N av eg ab an en paz hacia la entrada de la
bahía. Sobre ellos batían sus a'.as unos pájaros felices. D escribían círculos
cada vez m ás am plios, ascendiendo hacia alturas radiantes. T ra s de m í,
las barreras del glaciar precipitaban sus enorm es bloques y elruido de
los derrum bes parecía h erir la claridad del aire, p roduciendo quizás ese co n ­
tinuo parpadeo de la luz. E l brillo del hielo m e hacía cerrar a m enudo
los ojos, esforzándom e por m antenerlos sin lentes oscuros, para percibir el
contorno en su m áx im a realidad.
Sin em bargo, estaba sintiéndom e tan liviano y todo me parecía en tal
grado ex trao rd in ario que hube de b ajar la vista para in te rru m p ir esa vi­
sión. E ntonces, ah í cerca, sobre la playa salpicada de nieve, detuviéronse
unos pájaros de plum as grises, con anillos rojos en el cuello. Me pareció
haberlos visto antes, en alg u n a parte. A firm é m i cabeza en tre las m anos
y sentí el pelo frío: “ ¿D ónde los había visto ?”
Alcé de nuevo el rostro. A llá, en la línea del h o rizo n te, vi un ciclo
gris, cuyas nubes em p ezab an a ascender. Y en tre esc cielo y el m ar que

226
lo lim itaba extendíase u n a fran ja roja, igual que de sangre o de in cen ­
dio violento.
F u e com o si súbitam en te un velo se d esprendiera de m i m em o ria;
lleno de estupor, reconocí ese cielo y esos pájaros, que ahora cam in ab an
sobre !a playa. Los había contem plado idénticos en m i sueño an tig u o , d u ­
rante m is “T res N oches de H ielo ” . F re n te a m í tenía el m ism o cuad ro :
cercanos a m is pies se m ov ían los pájaros grises, de cuellos rojos, y h aita
las piedras, salpicadas de nieve, e ran tocadas por las olas.
M ucho tiem po perm an ecí sentado aú n sobre esa roca, m ien tras la lu z
de la noche se acercaba, recreando el etern o día.

A quella noche perm anecí inm óvil en m i cabina. E scuchaba el ru m o r


de una conversación. P arecía como q u e alg u ien subía por la escala de b a ­
bor y grupos de personas cam in aran en cubierta. El golpeteo de unos
i em os en el agua se aproxim aba.
Unos pasos se d etu v iero n a la e n trad a del cam arote. A lg u ien corrió
la cortina de la p u erta. Y la som bra de un oficial se destacó, ilu m in ad a
i trechos por la lu z q u e p enetraba por el v entanuco. E ra u n o de los te ­
nientes que tam bién ocupaba esta cabina. V enía a buscarm e; los m ie m ­
bros de la dotación de la base habían llegado a la frag ata.
Me levanté y salí. S ubiendo por la escala en contré de im proviso al
segundo com andante, q u ien bajaba en ese m om ento. Le cedí el paso. T o ­
m ándom e del b razo, m e detu v o :
— ¿U sted viene recién? H a p erdido algo m u y em ocionante, que no
se repetirá. H e visto la llegada a bordo de ese p u ñ ad o de hom bres que
perm aneció aq u í un año. M ientras el bote atracaba, todos hem os cantado
<-’lim itáneam ente el h im n o nacional. P iln ia k te m b la b a ... N o p ude co n ­
tenerm e . . .
El segundo tam poco se contenía ah o ra. Su m ano m e ap retab a el b ra-
/n , y había dado vuelta el rostro para ocu ltar su em oción.
C urioso personaje era este m arin o , en ciertos instantes de una vio-
I. m ia desm edida y, en otros, de un excesivo sentim entalism o.
1 a cena a bordo no tuvo especial relieve. L a p ersonalidad del com o­
doro im prim ía un aire de tristeza, de apatía, a todas estas m anifestacio-
U< I- 1 , 1 evidente que sólo se sentía a sus anchas en el refugio de su ca­

227
m arote. P o r lo dem ás, ni el co m an d a n te ni el segundo eran hom bres m uy
expansivos. Los trip u lan tes de esta frag ata, cual m ás, cual m enos, vivían
su historia hacia d en tro , retraídos, herm éticos.
P iln iak y sus hom bres sentíanse extraños. D espués de su largo retiro
no acertaban a com penetrarse con esa situación de actores de prim er p la­
no. Parecíanse a esos seres do rm id o s en u n a pieza oscura y a quienes de
im proviso se les enciende la lu z; restriéganse los ojos, no saben q u é les
sucede, ni dónde se en cu en tran , incapacitados para aju star sus gestos a
la realidad.
A cada instante en trab an a la cám ara m arin ero s de la fragata, para
pedirles autógrafos, que estam p arían sobre trocitos de huesos de focas, o en
piedras blancas, en recuerdo de este día. El m ayor de E jército, S alvatierra,
dibujaba sobre la tapa de una vértebra de ballena el paisaje de la bahía,
con la base al fondo. U n a vez term in ad o el dib u jo pidió que selof
ran todos !os com ponentes de la dotación y se lo regaló al com odoro.
A la hora de los licores, se deseó escuchar a esos hom bres. C om o
n in g u n o de ellos probó el coñac, P iln iak explicó su teoría de la ab stin en ­
cia. L uego, y a pedido suyo, el cabo G u tiérre z inició u n a conferencia so­
bre la caza de focas.
— E sperábam os u n día claro — dijo—- y salíam os todos arm ados de
cuchillos y de palos. Yo llevaba un g arrote g ran d e; para hacerlo m ás pe­
sado le ponía varios kilos de plom o en la p u n ta. Al final de los hielos
se encuentran m anadas de focas. Los foquitos chicos juegan com o niños.
Las m adres du erm en despreocupadas. E legíam os a la que estaba m ás l e ­
jos y m ás sola. Y entonces se le descarga un g arro ta z o en la cabeza. La
foca queda atu rd id a . L uego se le h u n d e el cuchillo en el cuello y se la d e ­
ja desangrar. Si acaso el p rim er golpe no resulta, se le da otro. U n a vez
m u erta la foca, se le saca el cuero y la grasa. E n esta faena todos usába­
m os los cuchillos. E n seguida se les corta los lom os y el hígado. El cuero
se estaca y la grasa se usa para a lim en tar las fogatas.
D espués de G u tié rrez , le tocó el tu rn o al cocinero.
— La carne de foca se prepara en la m ism a form a que la de vaca;
pero sólo para bistecs. T am b ié n yo cociné em panadas de horno con c a r­
ne de foca, agregándole unas cebollas en escabeche que teníam os, l'.sta
carne es bastante sabrosa. Lo que la diferencia ele las dem ás carnes rv
que es negra. El p in g ü in o tam b ién se com e; pero hay que prepai irlo

228
en form a diferente. Yo dejaba un rato la carn e en agua con vin ag re para
lavarla bien. El p in g ü in o se puede p rep ara r de variadas m aneras. Se p u e­
de com er asado y a la cacerola. T ien e g usto a pato. P ero es m ás aceitoso.
Al principio cuesta acostum brarse p orque se an d a con el gusto de! p in ­
güino por toda u na sem ana . . . pero luego . . .
El teniente P iln iak in terru m p ió :
— Ya no se puede com er otra carne, p o rq u e sabría i n s í p i d a ... ¡N o
;é cóm o nos vam os a aco stu m b rar fuera de aquí!

Los buques estaban anclados uno al lado del otro, unidos por un
puente de tablones. E n el petrolero se esperaba tam bién a la dotación p a­
ra festejarla. La fiesta ah í sería distinta.
A com pañé a los hom bres hasta la b o rd a; pero no crucé e! pequeño
puente. A scendí al castillo. E n la n o ch e-d ía, las g ran d es b arreras se dc-
i rum baban sobre el m a r y su p ro fu n d o sonido era com o la voz de D ios
en el com ienzo de los tiem pos.

Por la m añ an a , la bah ía apareció cu b ierta de tém panos. C on interés


observaba el trabajo de las chalupas b a'len eras carg an d o el m aterial en
el ¡«trolero y tran sp o rtán d o lo a la base. D ebían sortear los hielos. E n la
proa, un m arin ero de pie y provisto de u n garfio ap artab a los tém panos,
desviando la chalupa con un im pulso. A veces los rem os resbalaban en ei
hielo con un ru id o seco y duro. Los hom bres iban cubiertos con las “ p ar-
L is” , pues un viento helado azotaba la bahía.
En las casas de la base se iniciaban las reparaciones. T am b ié n se ree m ­
plazaban los alim entos de la dotación.
En uno de los botes descendió el cap itán S. acom pañado de toda su
l-uiría. Llevaba los perros a un islote ab ru p to , situado en el costado del
■.malón que separaba la g ran barrera de la base. Los d ejaría ah í para que
m aclim ataran. Los perros eran de pelam bre gruesa, parecidos a lobos.
o eran |>erros de nieve com o los que u tiliz a n los ingleses y n o rteam eri-
i míos en am bos polos, sino perros criollos, ad q u irid o s en P u n ta A renas.
I'< usábase poder em plearlos por este año. Se les enseñaría a tira r del tri-
imo . U no de estos perros llam aba especialm ente la atención. E ra am ari-

229
lio y de pelam bre larga y enso rtijad a. T e n ía un aspecto leonino, au n q u e
delicado. El pelo le caía sobre la cabeza, cubriéndole sim páticam ente los
ojos. Este perro fue regalado al capitán S., e n P u n ta A renas. Se había
hecho un buen am ig o m ío. N o sé por qué, pero enco n trab a cierta sim i­
litud espiritual entre él y yo. Esa m añ an a , en la isla rocosa y solitaria,
fui a despedirlo. Le pasé la m an o cariñosam ente por la cabeza y vi sus
ojos húm edos por el frío. E l p erro abrió la boca y su lengua roja qu ed ó
balanceándose al com pás de la respiración. Sus m anos finas hu n d ían se en
la nieve. A su reded o r se enco n trab an los dem ás com pañeros; pero fácil­
m ente se adivinaba q u e no tenía u n a p ro fu n d a com unicación con ellos.
L ad rab an , aullaban, y él perm anecía silencioso. A u n q u e h u b iera hecho lo
m ism o, sería diferente. E xistían otras “ razo n es” en este anim al. O tro desti­
no. Sentí deseos de ab razarlo. Pero sólo le hice u n a seña con la m an o y
lo dejé.
E l perro levantó su cabeza enso rtijad a, sacudió hacia atrás sus rizos
y sonrió.

EN EL G L A C IA R

E sa noche el viento vino sobre el b u q u e y estrem eció sus planchas


de acero. E n m edio del vendaval se oía un coro de lejanos ladridos.
A l otro día el cielo estaba de nuevo despejado y herm oso. Salim os a
la isla en varias chalupas; ju n to al peñón, los perros lad rab an fu rio sa­
m ente. T e n ía n ah o ra las fauces sanguinolentas y los pelos erizados. D e s ­
tacaban sus figuras espeluznantes en contra del roqu erío solitario y del
fondo blanco de los hielos.
E n la base nos explicaron que esa noche los perros se habían arrojado
al m a r; atravesando a n ado el estrecho llegaron hasta las casas y se co­
m ieron algunas ovejas.
Los expedicionarios se d iv idieron en g rupos; algunos e n traro n en la
base y otros fueron a excursionar; se deslizaban en los esquíes recorrirn
do esa parte de la isla.
E ncam iné m is pasos hacia la playa de gu ijarro s, alcanzando ahora
el borde del glaciar. Vi que la playa continuaba en una angostura, no nía

230
yor de un m etro. Q u ién sabe sidebido al descenso de la m area, la b a rre -
i i no caía directam en te en el agua, dejan d o un espacio por do n d e un
bom bre podría c ru z a r hacia el otro ex trem o de la isla.
C on curiosidad estuve m iran d o esa cinta costanera, cuyo final d iv i­
saba, in terru m p id a a trechos por rocas, o g ran d es trozos de hielo. U n d e ­
seo de arriesgarm e por ella se apoderaba de m í, de m odo q u e no m e di
cuenta exacta del m o m en to en que había em p ezad o a c ru zarla. E l suelo
na de piedrecillas m arin as salpicadas de nieve y estaba cubierto por h ie ­
los de la barrera. T ra s unos doscientos m etros, co m p ren d í que ese co­
rredor era m ucho m ás largo de lo q u e parecía a p rim era vista. E ste e rro r
«Ir apreciación es m uy frecuente en la A n tá rtid a , do n de la tran sp aren cia
y sequedad del aire p erm iten ver a g ran d es distancias. E m pecé a o ír ta m ­
bién m uy claram ente el ru id o que hacían m is zapatos sobre las piedras
al raspar en la nieve y en el hielo. A vancé así otros cien m etros y m e en-
i o ntré bastante lejos del com ienzo de este pasadizo estrecho. E ntonces m e
detuve y m iré. A u n lado estaba el m a r de olas siem pre suaves. L a playa
i ra baja en u n a p equeñ a extensión, luego caía v erticalm ente, a g ra n pro-
lu n d id ad . E l agua veíase tran sp aren te y, sin necesidad de tocarla, se co m ­
prendía que era de u n hielo m ortal. A gachado ju n to al m ar, tenía a m is
<spaldas la pared eno rm e y blanca del glaciar. A b rien d o las piernas y
• tiran d o los brazos, podía tocar a un lado el a g u a del m a r y al otro, el
hielo de la barrera. M iré un m om ento ese m u ro gigantesco y un estrem e-
i iiuicnto me recorrió: se resquebrajaba en toda su larga extensión. E ra de
ahí, y no de otra p arte, de donde se d esp ren d ían los gran d es tém panos y
i producían los derru m b es. Si ah o ra cayese el m u ro , yo no te n d ría esca­
patoria y difícilm ente los expedicionarios p odrían en co n trarm e. Im ag in é
<|tir echándom e al ag ua y n ad an d o un trecho m a r ad en tro m e protege-
iía del d erru m b e; a u n q u e difícilm ente sobreviviría a la congelación. C on
la vista fija, h ip n o tizad o , estaba p ren d id o a la im agen del hielo sobre m i
i alx /.a. U n trozo eno rm e se inclinaba, rev erb eran d o al sol. A rrib a te rm i­
naba en alm enas. L a lu z se descom ponía en tonos verdes p rofundos, am a-
nllos y negros. E l tem o r y la em oción de la belleza se entrem ezclaban.
Yo no sé si ese m u ro se m ovía; pero conocí que algo íntim o m e lo estaba
ai <n a n d o , cada vez m ás. E ntonces oí un ru id o pequeño, com o de suspi-
io ‘. y chasquidos, y tic las alm enas em p ez aro n á caer unas leves p lu m i-
t.n volanderas y blancas, que al c ru z ar a través de la luz, se irisaban fa n ­
tásticam ente, tom an d o form as extrañas. C aían sobre m í, acariciándom e,
y cubrían por m illones ia peq u eñ a playa. D ejé de tem er. L a visión era
tan irreal que habría sido bueno m o rir en ese instante. T o d o cubierto de
esas pequeñas alm as del hielo, em p ap ad o por el frío de esa lu z e x trah u -
m ana, lloraba de em oción. Y en m edio de las lágrim as escuchaba u n a
suave m úsica escondida hecha de suspiros, de chasquidos de la b arrera y
del vuelo de esos cristales, vapor de agua solidificado en el aire seco y frío.
¿P or qué no habré m u erto en ese instante? D esde lo alto, el glaciar m e
saludaba. Sus espíritus, sus fabulosos seres, revelábanm e su m úsica, su v i­
da m ín im a. T a l vez el d erru m b e se produzca al fin alizar el ciclo de esta
leve sinfonía; sólo entonces el tru en o del glaciar lo cierra con su diapasón.
¡C uántas veces m ás buscaría escuchar esta m ilagrosa m úsica, que es como
m elodía angélica!
Q uise levantarm e y no pude hacerlo, pues estaba ciego. L a lu z del
cielo enceguece. C on am bas m anos sobre los ojos, perm anecí largo tiem po
a la espera de recuperarm e, hasta que, poco a poco, fu i desprendiéndom e
de ese deslum bram ien to .
L a playa se am pliaba y su rg ían algunas rocas. Se in te rru m p ía luego
con el hielo de los d errum bes. T u v e que escalar por sobre algunos té m ­
panos.
P or fin llegué al extrem o del glaciar y m e enco n tré en u n a extensión
cubierta de rocas volcánicas, que su rg ían com o agujas afiladas, con ca­
prichosos contornos, sem ejando fortalezas o construcciones ciclópeas. La
nieve cubría dilatadas planicies. Ju n to a las rocas, do n d e azotaban las olas,
se adivinaba u n m u n d o distante de seres m arinos, elefantes de m ar y e x ó ­
ticos pájaros. Me dolía la vista y no quise seguir adelante. C ercano a m í,
oí un g razn id o .
E n una roca neg ra, un p ájaro aleteaba tra tan d o de ah u y en tarm e. Me
acerqué para contem plarlo m ejor. C u id ab a un nido en el cual unos h o ­
rribles polluelos chillaban espantados. Entonces el pájaro se elevó y co­
m enzó a describir círculos sobre m i cabeza. R ep en tin am en te se me vino
encim a con el cuello extendido y los ojos m uy abiertos. Me lancé al Mu­
lo y el ave se detuvo b ruscam ente en e! aire. P ude observar cuán fea era;
con un largo pico pardusco y el cuello pelado, g razn ab a asustada y sin
atreverse a llevar su ataq u e a fondo sobre m i cabeza.
E ra la gaviota s \u a , reina y señora de estos lugares.

080
Regresé por la b arrera. E n la com pleta soledad de esa m a ñ an a , sin
tem o r ya, co m prendí q u e había logrado m is prim eros contactos. P arecía­
m e saber que nada p o d ría sucederm e antes de que ese m u n d o m e lleva­
ra hasta el final, hasta su centro.

F IE S T A A BORDO

C on algunos intervalos, som bras de encapuchados cru zab an por el


tablón que unía a las dos naves. E n la noche, de u n frío de acero, los ex­
pedicionarios con sus “ p a rk a s” sem ejaban frailes que llevaran la custodia,
o penitentes cam ino de u n solitario retiro.
Sin em bargo, se d irig ía n a la cám ara del petrolero, d o n d e hacía
rato rasgueaban las g u itarra s.
Les seguí.
L a cám ara del petrolero era espaciosa. E sa noche se enco n trab a lle­
na y apenas si se podía ver a través del h u m o de los cigarros y de las
pipas. M e situé en u n rin có n y esperé q u e m i vista se aco stu m b rara a esa
atm ósfera. Se hallaban casi todos. E n la cabecera de u n a larga m esa es­
taba el com andante de la fragata, con su rostro joven, serio y afable. T e ­
nía a su lado al co m an d an te del petrolero, u n m arin o de expresión a ti­
g rad a, de m en tó n rasu rad o y bigote m uy negro. D escubrí tam b ién al m a ­
yor de E jército y al co m an d an te de A viación. E n el otro extrem o vi al
capitán S. conversando con un oficial en m an g as de cam isa. A lgo m ás
cerca, con la m irad a ausente, observaba la escena el teniente P iln iak . U n
capitán, con barba cortad a en p u n ta, hacía de d irector de la o rq u esta y
de los coros. Las g u ita rra s eran pulsadas por el astrónom o, u n ho m b reci­
llo de !entes gruesos, y por un joven im pasible. A lg u n as canciones m elan-
( ólicas, con sabor a pasto y a vegetación lejana, se abrían cam ino a través
del hum o.
E ntonces, un personaje m enudo y a rru g a d o , con pellejo de bronce,
<>¡<>s m uy azules y ebrios, acercóse tam b alean d o hasta las g u itarras. E n voz
alia pidió silencio. E ra un biólogo alem án , apellidado H ein ric h . P id ió
que !<• pasasen una g u ita rra . Y con la venia del capitán se puso a cantar,
acom pañado de rasgueos estruendosos. La letra de la canción era en ale-

2.33
m an y, au n q u e nad ie )a e n ten d ía, debe haber sido graciosa, pues el c a n ­
tante se in terru m p ía a cada m o m en to para lan za r sonoras carcajadas.
A m i lado, el segundo del petrolero me dijo:
— Este biólogo se conserva en alcohol, igual q u e sus lagartos. Ya p a ­
rece un arenque seco y salado. U sted pensará que viene a q u í a in v esti­
g ar sobre especies m arinas. ¡N o, señor! V iene a beber y a n ad a m ás. E!
año pasado tam bién estuvo. Y este año se repite la dosis. H a b rá quien
crea que viaja por am o r a la A n tártid a , cuando lo hace únicam ente por
h u ir de su m u jer, la cual, en la t i e r r a . . . . ¿qué estoy d i c i e n d o ? ... a!lá,
no le deja beber. A q u í puede hacerlo a sus anchas. V iene y hace bien . . .
E l capitán había in terru m p id o . D e pie sobre u n a silla, d irigía u n coro
en honor del biólogo H ein ric h . E scuché sonriendo. E ra u n a conocida c a n ­
ción de las cervecerías alem anas, ah o ra con letra en español. U n teniente
de uniform e se levantó e h izo de solo, con voz de falsete y cómica p ro ­
nunciación:

¿E n qué se parece, señores,


el puerto de Valparaíso . . . ?

L uego, y en m edio de carcajadas, todos acom pañaban el coro.


P iln iak perm anecía siem pre distante, sin beber. Los com andantes de
los buques se estaban retiran d o y un desplazam ien to de cuerpos efectuá­
base a través del hu m o y del calor. A proveché ese instante para acer­
carm e al sitio donde se hallaba el teniente P iln iak . Al verm e jun to a sí no
pudo rep rim ir un m ov im ien to de in q u ietu d . Le saludé diciendo:
— Esta m añ an a he recorrido sus dom inios hasta el otro extrem o, fre n ­
te al B ransfield.
Y pensando que el am biente de cordialidad de esta cám ara me a y u ­
daría a rom per el h erm etism o de ese hom bre, agreg u é, insistiendo;
— U sted ha dicho que es ahí, en el B ransfield, donde no se congela
el m a r en el invierno. U n observador podría entonces haber visto pasar
naves. . .
P iln iak no me perm itió co n tin u ar, p orque se alejó bruscam ente, de
jándom e con las palabras en los labios.
M i am igo, el capitán S., vino a sacarm e de la em barazosa situación.
A com pañado del naval en m angas de cam isa, se acercó, presentándom elo;
—El teniente R osales; reem p lazará a P iln ia k este año com o Jefe de
la base. Es am igo tuyo. P ero ah o ra deberás esperar otro año antes de p re­
g u n ta r.
E l teniente Rosales no ponía atención a estas cabalísticas frases. C on
un vaso de vino en la m an o , m e m irab a sonriendo de m an era extraña.
Por fin habló, tu teán d o m e:
— ¿N o recuerdas? ¿N o recuerdas n ad a?
A lgo, algo m e parecía recordar. ¿D ó n d e? ¿C u án d o ? L en tam en te, n u ­
bes se corrían. ¿D ó n d e había visto este rostro? ¿E n qué lugar?
— Soy B raulio Rosales. F u i tu com pañero de curso y de banca en el
liceo.
Yo no recordaba. E ra m ás lejos, m u ch o m ás; por allá, por las nubes
de los rem otos años. Y apenas si oía lo q u e Rosales estaba h ablando, con
■ai rostro fijo, enigm áticam en te sonriente, con u n vaso de vino en la m ano.
— ¡C óm o te g ustab a h u ir por los techos de las construcciones! T e
acom pañé, a veces. Y nos tendíam os a m ira r las estrellas. N u n c a he visto
después cielos m ás estrellados; eran m i ll o n e s ... M e qu ed ó el am o r por
l.i aventura.
T a rd e en la noche salí de la cám ara del petrolero y cam iné p o r las dis-
i m tas cubiertas, hasta llegar a proa. L a lu z era com o de día y tem blaba
M>brc la blanca b arrera. E n el O ccidente hab ía u n b atir de alas de luz.
'■uaves m antos azules se fu n d ía n con m ares verdes y con jard in es de p ú r-
p ma. “ Los colores son las pasiones y los deseos de la lu z ” . P ero esta vez
no era así, sino com o u n a im posible existencia, com o u n juego de alm as.
I bia bandada de pájaros nocturnos volaba al final del h o rizo n te, tra tan d o
>1« alcanzar esa com arca de la lu z im pasible.
I’or entre los negros hierros del b u q u e, m e acerqué a la b a ra n d a y
ni' alirm é en ella p a ra contem plar la b arre ra . D espedía u n a lu z in ­
quieta y dejaba caer sus g ran d es tém panos, q u e ro m p ían el silencio de la
tuH lie con sus truenos. P o r encim a de su lím ite, d onde se ex ten d ían las
inmensas llanuras de los hielos, batidas por el viento, alguien parecía ca-
».ir; una presencia de am or, un ser tan blanco, de finísim a tú n ica con
■ i" ti ¡Malinos y d u 'ce b arb a de plata. ¿Q u ién sería? ¿H acia dónde iba?
I ii qué oasis m isterioso elevaría su cru z?
■’in tí de pro nto q u e alguien se m ovía cerca de m í. Y descubrí que
" t i " hom bre estaba m ira n d o la noche en la cubierta. S entado sobre un
rollo de cordeles, tal vez m e había estado observando sin que yo le viera;
la som bra de una chim enea le ocultaba. El viento, que ah o ra soplaba d es­
de el este, había hecho g ira r la boca de la chim enea, dejándole al d e s­
cubierto.
Se levantó y vino a afirm arse en la b aran d a. E ra un m arin o grueso,
de rostro redondo, con una barba de pelo rojizo y ralo.
— Soy el capitán de m áq u in as de este b u q u e — m e dijo— . Y esta n o ­
che he subido a cubierta. V ivo en el vientre de la nave, jun to al ru id o
de las calderas y al hu m o del vapor. Casi nu n ca veo el día, ni siquiera el
m ar. Soy com o Jonás devorado por la ballena. Si el b u q u e navegara b a ­
jo el agua, en vez de hacerlo por la superficie, no m e en teraría. Sólo
oigo las voces de m an d o que m e llegan a través de largos tubos. E n el co m ­
bate sé cuando hem os vencido po rq u e m is m áq u in as siguen funcionando.
Los distintos paisajes del m u n d o me son indiferentes. V ivo en las e n tra ­
ñas, trabajo en las visceras, en los intestinos. Y am o el m etal y las cal­
deras de m is m áquin as. Su ruido acom pasado, su g ran presión, son m ú ­
sica para m í. Los seres que existen en la lu z de la cu bierta, cuya voz p e r­
cibo transform ada por la distancia de los tubos acústicos, pertenecen a otra
raza, son ángeles tran sp aren tes y débiles, que de m í dependen. En fin,
algún día le h aré im portantes revelaciones, si es q u e usted tiene la gen­
tileza de visitarm e allá abajo . . .
C on curiosidad y sim patía, presté atención a este hom bre. P rosiguió:
— H oy he subido por p rim era vez a m irar el hielo. Al com ienzo no
he sentido el frío, pues g u ard ab a el calor de mis calderas, m as, ahora, es­
toy tem blando. Y no es ú nicam ente a causa del frío de este m u n d o b la n ­
co. Estoy em ocionado. N o creí que esto p u d iera ser. ¡M ire esas llanuras
aibaüi Y ese tém pano que ah o ra cae en el m ar. E scuche su r u i d o . . . Es
com o la voz de D ios a ’ com ienzo de los tiem pos, antes que yo descendie­
ra ahí abajo, a trab ajar, para los ángeles pálidos, que no saben hacerlo
com o yo, y que nada serían sin m í . . . H e escrito un poem a . . . Si u ted
m e lo perm ite se !o le e r é . . .

Soledad vestida de blanco


Fragor de com bates en sitios lejanos
N oches tan claras com o m uros en cam pos de m u é los
Im presión de un D ios en las m entes sin fe . . .
Casi no recuerdo. Sólo algunos versos desgajados:

T error de lobos de m ar encierran tu s tém panos


Potencia y torpezas de fu erte llevan tu s b estia s. . .

El capitán de m áq u in as se in te rru m p ió y, m iran d o por ú ltim a vez el


cielo, dijo:
— D ebo irm e. Se ha cum plido m i tiem po. M i historia es sem ejante
a la suya y a la de todos. Estoy seguro de que aq u í m ism o, en este m u n ­
do, tam bién hay un capitán de m á q u in a s que vive en el vientre de los
hielos. A lgún día saldrá a hablarle del m ism o m odo y ciertam en te no íe
leerá un poem a. L uego usted deberá ir a visitarle, al igual que a m í, por
curiosidad, y porq u e allá abajo hace calor y aq u í, dem asialo f r í o . . . Le
espero . . .

LOS SK U AS A D IV IN A N EL D E S T IN O

A l día siguiente P iln iak hizo entrega oficial de la base al teniente


Rosales. C on tal m otivo este últim o ofreció un alm u erzo , al que invitó
al com odoro, a los oficiales de alta g rad u ació n y a algunos civiles.
Los perros se m ovían en torno a los hom bres. Se los había traíd o de
la isla rocosa para m antenerlos en la base hasta el m o m en to del nuevo
zarpe de la fragata.
D espués de alm u e rz o , los oficia'es se levantaron a d a r u n paseo de
inspección por las dependencias. D eseaban com probar que nada faltaba.
I I com andante de A viación, R o d ríg u ez, e n tró al cuarto de los esquíes y
descubrió una escopeta. La tom ó en sus m anos y la estuvo observando; la
.ihrió, m etió unos cartuchos en el cañón y salió ju n to al m uelle.
El cielo estaba claro y el viento co rtan te soplaba siem pre del este.
I nos pájaros volaban encim a de la a n ten a de la radio y partículas de
nieve eran arrancadas de la barrera, v iniendo a caer en la p ’aya del em -
li m adero, sobre los pedruscos húm edos.
Junto a la puerta de la base se hallaba echado el j>crro am arillo y
■nsnitijado. Al ver salir al co m an d an te R o d ríg u ez, se levantó inquieto.
Iiimuu la cabeza, lijando los ojos en !a cu m b re distante de la barrera. I-a
m inó u n trecho, alejándose hacia el m uelle. C on sus patas largas y finas
movíase siem pre en dirección al glaciar, sin b ajar la cabeza, com o si es­
tuviese viendo a alguien allá arrib a. E ntonces, los pájaros que volaban so­
bre la casa vinieron a describir círculos encim a del perro.
E l co m andante R o d ríg u ez alzo la escopeta, apoyó su culata en el
hom bro, cerca de su barba n egra, y a p u n tó a la cum bre del glaciar, p re ­
cisam ente allí donde m iraba el perro.
Se oyó u na detonación seca, esparciéndose por los confines de ese
aire transparente. Y ju n to con ella un d esg arrad o r aullido del perro, que
echó a correr por el borde de la playa, en dirección a la barrera de h ie ­
los eternos. Los s\u a s, que hace un instante habían em pezado a descen­
der en bandadas sobre el an im al, lo siguieron g ra z n an d o , a la vez que
se acercaban cada vez m ás a su cabeza.
Al ruido del disparo todos salieron de la casa. E l capitán S. vio a
su perro perderse en tre las nieves y p reg u n tó a R o d ríg u ez por lo sucedido.
Pero R odríguez n ad a sabía. H a b ía disparado a lo alto, y el perro
huyó com o si la bala lo hubiese alcanzado.
A lguien dijo que tal vez el estam pido pudo ro m p er los tím panos
del anim al. O el disparo sorpresivo lo enloqueció de te rro r: “ Si los p ája­
ros volaban sobre el perro era po rq u e percibían las em anaciones de al­
canfor, que se desprende de los anim ales asustados. Las voraces aves cono­
cen que pueden hacerlo su presa” .
T odos pensaban que el perro iba a volver. El co m an d a n te R o d ríg u ez
se arrepentía de haber cedido a un im pulso inexplicable, a ese deseo de
d isp arar un tiro en la A n tá rtid a .
El com odoro m iró u n largo rato las nieves del glaciar, ahí donde el
perro había puesto sus ojos. C ontem p ló los ú ltim os s \u a s que volaban,
perdiéndose, y se em barcó en silencio en la chalupa.
A pesar de saber que el perro no regresaría, daba vuelta a m en u d o
el rostro en dirección de la g ran barrera, m ientras su em barcación se acer­
caba a la fragata.

“ Q uerido am igo, aq u í estoy pensando en ti. Lo sabía. D ebí com pren


dcrlo desde el m om ento en q u e no caí aplastado por el hielo del glaciar.
Si no fui yo, serías tú. A lg u ien debía serlo. E ra necesario. Estaba c si 11
to. Pero no; no es eso. H a b ía un lu g ar. H a b ía un destino. Y el m ás v a­
liente, el m ás preparado lo cum plirla. H o y lo com prendo bien. D esde
aquel instante, ya todo estaba decidido. T ú m e habías g an ad o la d elan tera,
y no habría ya espacio para m í. E n vano m e esforzaría, tra ta n d o de se­
g u irte, golpeando las puertas del hielo, que no se abren. A quel que todo
lo ve, que analiza, pesa el alm a y el valor del corazón, te había p refe ri­
do. Y yo no sería m ás q u e un im p o rtu n o trágico y lleno de d u d a s . . . ¡Me
expulsó, sí, de sus dom inios . . . !
“ Esta noche m i alm a te recuerda y te envidia. Sé que no podré olvi­
d arte, que te llevaré en la m em oria. C u an d o en la isla gris m i m an o se
extendió para acariciar tu cabeza en so rtijad a, era tan sabia com o esos pá­
jaros oscuros que ad iv in an el destino. M i m an o ascendió a tu cabeza co­
m o en hom enaje a un rey que está m ás alto. C um plíanse los ú ltim os m o ­
m entos de tu form a, de tu sím bolo herm ético. ¿D e dó n d e viniste? ¿T u­
viste infancia? ¿P or qu e te eligieron esos dioses blancos? ¿A caso porque
no tenías “ inteligencia” ni “ra z ó n ” ? ¿P or q u é m e rech azaro n ? ¿Acaso
por tenerlas? A llá, en los ocultos oasis, r e p o s a r á s ... N ecesitaban un perro,
y te llevaron. Serás em blem a y sím bolo, com o cuando el león era tu h e r­
m ano en el paraíso.
“ E n este instante, ju n to a esta lu z seráfica, pienso en nuestras alm as,
en esa cosa que am bos somos, en lo que nos representa y q u e buscó la
form a, hasta rom perla — la tuya— . Y sé que q u izá m e recordaste — a m i
m ano— cuando m irabas arrib a del glaciar, a alguien que te llam aba, y
tú aceptabas, diciendo: “P ad re m ío, ¿por q u é m e has ab a n d o n a d o ? ” Y
luego: “ A p arta de m í este c á l i z . . . ” Lo pensaste con los ojos. Y c u a n ­
do sonó el disparo, y aullabas, aullabas, fu ero n gritos de triu n fo y de d o ­
lor. Las aves eran las aves del lím ite, las señales de la tierra, q u e lib era­
rán tu form a, g ra z n a n d o de a l e g r í a . . . ¡O h, perro am igo, eres tan dios
■oiuo los hom bres! P o rq u e estás m ás puro, m ás dios que los hum an o s. N o
me abandones. Y cu an d o llegue la hora sobre la nieve, aúlla de nuevo
p.ua que yo sepa, y b u sq u e tu fantasm a, q u e m e g u iará hacia los Oasis.
“ M ientras tanto, en la lu z de esta n o c h e . . . ¿Oyes al com odoro que
w 'a ? ¿Oyes algo? Yo le escucho. D ice: “ D ó n d e se en cu en tran los c a m i­
no', de mi barco? ¿C óm o hacerlo n avegar a través de m i a lm a ? ” ¡A h, él
n o lonocc su propia alm a! Pero, en cam bio, conoce la m ía. P o rq u e sabe,
am igo, que m añ an a saldré a buscarte, antes de que esos terribles pája
ros destrocen tu piel, tu insortijada pelam bre . . . ”

LA BU SQ UED A

T em p ra n o bajé a tierra. N u n ca he sido un gran esquiador. Aun- mí


se extendía la llan u ra blanca. Al com ienzo, el sol caía sobre la nieve.
refractándose con violencia, descom poniéndose en esa suerte de polvo vi
brante y lum inoso que hería la vista. D espués descendió una niebl.i l<
chosa y consistente. A través de e!la no pasaba el sol, pero sí esa vibi.i
ción de la luz que rebotaba en el suelo helado. C am in é en dirección o c .k

en busca del extrem o opuesto de la isla. La nieve era d u ra a trechos, es


carchada, y los esquíes se atascaban. D e tanto en tan to , pequeñas g i i e t a .
se presentaban.
E sforzaba la vista a través de los anteojos, recorriendo todo c! e\
pació que m e era dado ver e n tre la niebla. V arias veces desvié el cam ino
creyendo divisar un bulto, que después resultaba ser u n a roca.
L legué al borde de la nieve, donde descendiendo se podría ir b.r.i i
la playa, la m ism a que en días anteriores alcancé por el glaciar. De mu
vo podía ver las rocas ju n to al oleaje, la silueta de anim ales m arinos y lm
pájaros volando. T itu b eab a en sacarm e los esquíes, para bajar a ese sino,
cuando la niebla em pezó a esfum arse y, brevem ente, reapareció el sol
Pude entonces con tem p lar el contorno. E n co n tráb am e sobre una len rn ■
de terreno rodeada por el m ar; distante aparecía el cerro de esta isla, un í
su cum bre sin nieve y su aspecto hosco. Pensé que si alcanzaba hasta ■Mi
obtendría una visión m ás am plia de la zona en que se perdió el | * i i o

M irando con los prism áticos podría descubrirlo, q u izás, en alguna inli >
tuosidad del terreno. V olví hacia el norte y em pecé a subir por la mm •
pendiente nevada de este lugar. A h o ra el sol frío golpeaba de nuevo .1
hielo. La sequedad del aire se estaba haciendo presente.
P or espacio de una hora cam iné hasta llegar a la base del moni* M*
hallaba cansado y tran sp irab a a pesar del frío y de la nieve. I.a jx -n il u Hi­

era escarpada y la subía d ificultosam ente con los esquíes. P ronto m< ln«

240
• .< .1. , .. penoso esfuerzo y decidí quitárm elo s. M e senté, ab rí la llave,
l .. h. Ir. coi x a s de los zapatos y clavé los esquíes en lu g ar visible. N o
liib li ivm /.id o un g ran trech o sobre la nieve, cu an d o una de m is p ier-
mi ........... la ( ostra helada del suelo y se h u n d ió en u n a grieta, de m a-
.|in tuve apenas tiem p o para echarm e atrás, resistiendo el peso del
... • | ■ ...1.1 . la otra pierna p ara escapar de caer en la ab ertu ra. C o m p re n -
.1 1 1, .' I, III. joi m anera de c ru z a r esta g rieta era colocando sobre ella los
•i p.na pasar en eq u ilib rio como por u n puente. H acién d o lo así,
, i......... iiiiiiai escalando con cuidado, reconociendo p reviam ente la nie-
..............I bastón. L legué al terreno rocoso y descubierto. A q u í, en tre los
l . i.. •• . . m í a n m usgos raquíticos y secos; q u em ad o s por el frío, se m e-
.............. r | aire helado, cual si fueran pelos en ferm izo s de esos m ons-
..............i.incos de g ran ito . Las rocas devastadas aparecían sucias de nie-
•• y >li i'.u c rio l congelado. M ás arrib a, la cu m b re del m onte m e fue vi-
I I. I u un cono estrecho e inexpugnable, pues la roca se hallaba des-
ipil* '.i i y descascarada. E l m en o r traspié desp eñ aría al abism o. M e de-
11 ni \ iiiiii el am plio p an o ram a, abarcan d o la distancia. Al otro lado de
i. I.. n i.lu í.i de agua, se levantaba el bello m o n te p iram id al, de b lan cu ra
•• I mi l ondeados en la b ahía veíanse los dos b uques y se destaca-
lirtit Ir. i asas de la base, com o pequeñas m an ch a s negras, in terru m p ien d o
• i ....... il< nieve. El m a r an tártico se exten d ía d orado, cubriéndose de
#/*•*!• uios lejanos que navegaban hacia el sur.
I ...... los gem elos y los m oví len tam en te por la superficie de la m e-
*• i i I m liinaba con m inuciosidad, d eten ién d o m e en las grietas, fiján -
■I.............. los peñascos visibles y en las som bras. P ro n to debí co m p ren d er
mui il y difícil sería m i trabajo. E n esa llan u ra invariable, en ese
«u*l iriso , el m isterio total de u n a desaparición habíase cum p lid o . Ni
1i p.í)aros volaban sobre las h o n d o n ad as. E n la barrera seguía reso-
n lirio l.i voz del glaciar.
'■"lo .ii lo alto de este cono de roca em p in ad a, d en tro de las grietas,
■• • " •! io q u ciío m arin o , ju n to a los lobos y focas, podría encontrarse
• I i« i i i i .

I '' li M i. ina lim a com enzó a descender la niebla espesa y, en bre-


1*1 ' " i ..... •, la p en u m b ra b landa cubrió el espacio.
I I <li su iio helado estaba velando sus designios.

241
l i llovía .le la búsqueda
EL COM ODORO EN SU CAM AROTE

Es de noche. F u era c ru z a la lu z veloz del polo. Rachas tiem blan en


el cielo pálido. A q u í d en tro hay un hom bre inclinado sobre una m esa.
Por el ventanuco penetra esa lu z en m ovim iento.
El com odoro contem pla u n a carta m arin a y traza figuras sobre el'a.
E n sus m anos sostiene el com pás y la escuadra. D e vez en cuando m u r ­
m u ra algo; palabras que no se perciben.
H a tran scu rrid o m u ch o rato. Cerca de una hora. El hom bre se le­
vanta. M ira a través de la ventanilla. Y se pone a can tar:

C uando el A n g e l pase lista


sólo algunos llegarán . . .

Y después:

L isto a cazar las velas,


tesas brasas a ceñir.
A provecha bien la brisa del S u r . . .

V uelve a sentarse y oprim e sus sienes:


— R azón tenía O rteliu s . . . y C o s m e s ... ¡A h, e^e Indicopleustes, ese
loco g e n i a l ! ... Si consigo d irig ir lanave hacia el Este, siem pre en esa
dirección, tal vez pueda e n co n trar el Río y el A rbol que ponen en co n ­
tacto con “ la otra tie rra ” . Esa o tra tierra a la que alcanzó el perro . . . Los
llevaré a todos, sí, a todos los que conm igo van en este buque. E special­
m ente a ése . . . ¿C óm o se llam a? . . .
Se levanta y pasea.
— Yo conozco estos hielos y puedo descifrar su voz, com o si en ellos
hubiese vivido siglos. Q uizás así ha sido. Pero ellos no hablan del hom
bre, nada dicen; parece que sólo q uieren a los m uertos . . . Al!á en el in
fierno, aún no se sabe q u e “ la aspiración de todo g ran o dice trigo y que
toda form a dice h o m b re ” . . . P ero a q u í . . . El viento lum inoso, las ráfagas
de luz, los estallidos de la luz. Esos fantasm as veloces y transparentes,
cual saetas, que atraviesan este cielo y que ine d añ an la vista. U n ic a rn n u r

242
yo los veo y los conozco. A q u í el tiem p o se ha deten id o y todo es igual
a m illones de años, cu an d o el gran com bate se libró y el A rcángel lu ch a­
ba en contra m í a . . . ¿Q ué digo? . . . E n contra de E l . . . T o d o es id én ti­
co. La lucha se repite. La m ism a historia. A hí, sobre las g ran d es barreras,
en las dilatadas llanuras de nieve, el d ra m a co n tin ú a. P o r ello esa lu z ve­
loz. Son escuadrones de espíritus. Y todavía no se sabe q u ién vencerá . . .
A ún m e q ued a u n a opción. P ro n to volveré a e n tra r en com bate . . . E n este
buque llevo m i gen te; algunos buenos gu errero s; el m édico, por ejem plo,
totalm ente de m i ban d o . P ero hay otro que bien p odría echarlo todo a
perder. H a v e n i d o . . . T a l vez era im posible evitarlo. Sin em bargo, ¡oh,
dioses, qué iron ía, si esta vez se pusiera de m i l a d o . . . !
C oge el com pás y la escuadra y pone a am bos en co n tra del rayo de
luz nocturna que pen etra a través del ojo de buey:
— ¡Por vosotros, signos de la g ra n m edida y de la ley, yo espero que
<• cum pla el destino y que en este territo rio la form a se deshaga! O s ne-
«esito para navegar. Y para vencer. V osotros sois los signos del valor.
I-a lu z fría golpeaba en !a escuadra, yendo a reb o tar sobre el com -
pás, donde describía dos círculos en fo rm a de ocho, el signo del infinito.
Y el com odoro cantaba:

L isto a cazar las velas,


tesas brazas a ceñir . . .
A provecha bien la brisa del Su r,
q u e le haga raudo n a v e g a r. . .

l una, los pájaros volaban con u n leve estrem ecim iento, alejándose
Imi la li /o n a del h o rizo n te donde el co razón de la lu z palpitaba.

EN PO S DE MI D E S T IN O

I i IYnínswl.1 ile O ’IIig g in s, o T ie rra de G ra h a m , es com o un cor


i " unibili« al que pende del g ran vientre del co ntinente an tàrtico. N o
*• i ■•I• ' il" i si « lia se encuentra realm ente unida a la masa central, que
tiene !a form a de un gigantesco plato o escudo. Los hielos son anchos y
eternos, de m odo que d ifícilm ente se podrá apreciar si la P enínsula de
O ’H ig g in s es realm ente una península o si es un g ru p o de islas unidas
por el hielo. U n indicio de su condición pen in su lar pudiera ser la c o rd i­
llera que la sigue a todo su largo, co ntinuándose luego en igual dirección
hasta las proxim idades del polo.
Por el oeste golpean las olas del E strecho de B ransfield, del G erlache
y del M ar de B ellingshausen. Al este precipítase el M ar de W eddell y la
península es azotada por los vendavales. Se desconoce su exacta am p litu d ,
habiendo sido explorada ú n icam en te en sus extrem os. La base inglesa de
H ope queda en su p u n ta norte. H ay otras bases, n orteam ericanas e in ­
glesas, en B ahía M arg arita, su ex trem o sur.
Al oeste el C írculo P olar cae en el Estrecho de B ism arck, den tro aún
de la P enínsula de O ’H ig g in s, y al este, en elM ar de W eddell. La gran
masa del escudo antàrtico recién em pieza m ás al sur.
Puede así verse que este sector es todavía sub an tàrtico , d istante aún
del em b ru jad o m isterio de las auroras polares.
Al am anecer de este día yo sentía una vaga felicidad, sin conocer al
com ienzo su causa. Poco a poco me pareció d escubrir la razón. El b u q u e
se estrem ecía y cabeceaba, cim brándose de ese m odo ya fam iliar. D ebajo
de m i ventanilla azotaban las olas. N o cabía d u d a, otra vez estábam os
navegando. Y ahora en la apasionante aventura, yendo por lugares desco­
nocidos, en busca de un sitio inexplorado del cual sólo yo creía poseer un
indicio.
Sin co m unicarlo a nadie, el com odoro había elegido esa noche para
zarpar. E n Bahía Soberanía quedaba anclado el petrolero. A la fragata se
incorporaron el capitán S., toda la dotación de la nueva base, y el te ­
niente P iln iak , que venía a com pletar sus estudios hidrográficos, iniciados
d u ran te la noche polar.
Este últim o se encontraba en el puente de m an d o esa m añ ana, a fir­
m ado en el girocom pás, observando a través de los vidrios con su m irada
vaga y enrojecida. Los rayos solares penetraban fraccionados, ilu m in á n ­
dole el rostro de una palidez cerosa. N o parecía u n ser de nuestra raza,
com o si la noche an tàrtica le hubiese desangrado y por sus venas circu la­
ran corrientes de vapores y neblinas. Sem ejaba un ángel en ferm izo , con
las alas apelilladas, a pun to de desprendérseles de la espalda.

244
La puerta de la cabina estaba abierta y por ella e n trab a y salía el
oficial navegante. Le veía ocupado con el sextante, calculando el rum bo.
Se subía el cuello de pieles por en cim a de las orejas, p o rq u e el viento le
azotaba.
El E strecho de B randsficld cim b rab a sus olas. G ran d es tém panos ve­
nían del sur. T o m a b a n extrañas form as y hubo que desviar varias ve­
ces el rum bo para no chocar con ellos. Pasaban m uy cerca, de m odo que
era posible ad m ira r su pigm ento h erm ético, su en can tad a vida de leyenda.
V arias horas estuvim os navegando en esta fo rm a. Siem pre con ru m ­
bo al sureste, hasta que aparecieron las cum bres rocosas de dos islas pe­
queñas, m anchadas de nieve.
E n m edio de las islas extendíase u n a nube larga.
El oficial navegante explicó:
— La T ie rra de O 'H ig g in s se en cu en tra a la vista. Es esa nube. C reo
que existe u n erro r en las cartas respecto a la situación que se da a esta
península.
— N ad a de raro habría en ello — terció P oncet— . Estos lugares son
desconocidos. Sólo C h arco t navegó a la vista de esas costas en 1906.
U na hora m ás y em pezam os a d eslizam o s por en tre islas. P e n e trá ­
bamos en una curiosa ensenada. A l frente nuestro apareció la pared v e r­
tical de la barrera de la T ie rra de O ’H ig g in s.
Poncet m e habló:
— ¡Somos los prim eros! N u n ca nad ie ha visto esto.
Millares de pequeños tém panos, trozos d im in u to s de hielo, flotaban
i nuestro d erred o r. E ra n verdes, rosados, am arillos, de todos colores. V ia-
I ilu n , g iraban, dab an vueltas en el agua, reflejando el sol en cada una de
us facetas, en sus m últiples vértices. L legaban hasta el bu q u e y g olpea­
ban su casco, producien d o un ch asq u id o m elódico. E n el agua tran sp a-
if n ir veníanse a proyectar las g ran d es som bras de las islas, de la barrera
\ drl barco; tam bién las nuestras, a firm a d as en la b aran d illa, m iran d o
I I m ar.
La fragata había dism in u id o la velocidad casi por com pleto. E n la
i, el segundo com an d an te d irig ía el trab ajo de la sonda. Sin abrigo,
m si ido sólo con su traje de oficial y las m anos sin guantes. A nunciaba
li p ro fundidad q ue íbamos alcanzando. Su voz llegaba en rarecida por un
iubo .u úmico, E» el puente, d co m an d a n te U rrejola recibía las inform a

245
ciones, transm itién do las a u n ten ien te, que a su vez las hacía llegar al
tim onel.
L a sala del tim ó n qued ab a bajo el castillo de m a n d o ; a través del p i­
so, podíam os escuchar el ru id o cadencioso de la ru ed a. Sem ejaba la c u e r­
da de u n reloj que se enrolla y se distiende.
C on u na len titu d pasm osa, la frag ata avanzaba d irectam ente hacia
la pared del hielo. P o d ía verse el fondo rocoso en la tran sp arencia azul
del agua. La ensenada se estrechaba m ás y m ás. O í decir al co m andante:
— Estos callejones siem pre tienen u n a salida. T o d o consiste en perse­
verar, en no volverse. Se m e ocurre q u e cerca de la b arrera vam os a e n ­
con trar u n canalejo. E n ese caso, verem os algo ex trao rd in ario . L a P ata-
gonia m e ha acostum brado a estas sorpresas.
L a fragata encontrábase ya m u y cerca de la pared frontal. A ú n co n ­
tinu ábam os av an zan d o con len titu d , cuando el seg u n d o avisó desde proa
u n bajo peligroso. E l co m an d a n te o rdenó m arch a atrás a toda m áq u in a
y la frag ata se detuvo, para co m en zar a retroceder.
O tra vez nos encontrábam os fuera de la silente ensenada y aú n los
pequeños tém panos m ulticolores circulaban rodeándonos. D el sur venían
otros m ayores, im pulsados p o r u n a invisible co rriente. Sobre uno de ellos
se desperezaba u n a foca; ten d id a de costado, afirm ábase en su aleta co­
m o sobre el codo. A l pasar por nuestra vecindad levantó su cabeza y nos
m iró con languidez. A brió sus ojos redondos. L u eg o dejó caer los b la n ­
dos párpados y se cubrió con sus pestañas de estalactitas.

C erca de u n a hora estuvim os in ten tan d o av a n z a r hacia el su r; pero


el p a c \-ic e com enzó a su rg ir y gran d es tém panos, cada vez m ás frecu en ­
tes, nos cerraron el paso. D esistim os, cam biando el ru m b o en dirección a
H o pe, o sea, hacia el extrem o n o rte de la península.
A m ed id a que se navegaba al norte, la T ie rra de O ’H ig g in s se iba
corriendo al este, de tal m odo que junto con explorar esas latitudes se
cum plía con el principal requisito de la expedición. Más al este nadie p o ­
d ría alcanzar, a no ser que se c ru z a ra por el E strecho de H ope, pasan
do al M ar de W ed d ell. N u estras instrucciones eran ir lo m ás al este p<>
sible.
Tras un continuo navegar llegamos a ponernos a la cuadra del I’aso

246
A ntartico, donde se en cu en tra la base ing'esa de H o p e, en las p ro x im i­
dades del cabo del m ism o nom bre. A q u í volvieron a salim os al paso los
tém panos y el p a c \-ic e . El co m an d a n te o rdenó cam b iar n u ev am e n te el
rum bo hacia el sur, volviendo a nav eg ar despaciosam ente, cada vez m ás
próxim o a las costas y a las b arreras de la península. El tiem po m a n te ­
níase siem pre claro, au n q u e un viento am e n a z a d o r soplaba sobre las m e ­
setas em pujando nubes dispersas hacia el h o rizo n te invisible.
A lgunos trip u lan tes habían ido a a lm o rzar, otros p referían quedarse
en cubierta, atentos a las alternativas de la exploración. Yo seguía en 'a
torre de m an d o y observaba con los gem elos las variantes de la costa. A
m enudo aparecían pequeños fiordos; los com an d an tes no se interesaban
por explorarlos, pasan d o de largo fren te a ellos. H u b o un m o m en to en
que la visión de la costa se in te rru m p ió co m p 'etam en te a causa de un
iceberg plano com o m esa.
Al alejarse este iceberg un espectáculo m uy diferen te surgió ante n o s ­
otros. E stábam os cercanos a la península. A nuestra vista se levantaba un
peñón gris, destacándose como u n a prolongación de la barrera. In m e d ia ­
tam ente arrib a erguíase un cerro no m u y g ran d e, au n q u e cubierto de
nieve.
El com andante se inclinó sobre la b o rd a y m iró con atención. A su
lado perm anecía el arq u itecto Julián. U n poco m ás lejos se encontraba el
com odoro. Julián exten d ió el brazo e indicó el peñón:
— A hí podría ser.
Yo dudaba.
E ntonces el com odoro habló en voz baja al co m an d an te y éste o rd e ­
nó algo al oficial que estaba a su izq u ie rd a .
El buque en filó la proa al peñón gris. Se sintió el ru id o de cuerda
d r| tim ón. Y o tra vez, la voz del seg u n d o can tan d o la p ro fu n d id a d . La
i .u Ir na del ancla com enzó a raspar el acero del casco y la frag ata fondeó
i corta distancia de la T ie rra de O ’H ig g in s.
I'uim os de los prim eros en pisar y en h u n d irn o s hasta las rodillas en
■ i .i nieve. N u n ca ser h u m an o estuvo aq u í. Al m enos d u ra n te los millo*
n< s de años que este lu g ar ha perm an ecid o cubierto por la nieve y c!
Iiu lo.
D escendieron tam b ién los m arinos y los soldados, con sus brú ju las y
h mininos. En raquetas y esquíes cam in aro n sobre la nieve y co m en zaro n a

247
m ed ir el terreno. El peñón estaba d esnudo y la roca ofrecía u n aspecto hosco.
E l viento soplaba fuertem en te, b arriéndolo de u n ex trem o a otro. U nos p á ­
jaros negros g razn ab a n destem plados. F ellenberg se inclinó con su cám a ­
ra fotográfica y estuvo largo tiem po estu d ian d o las vetas de las piedras.
A lgunos m arineros le observaban llenos de curiosidad, pensando que p u ­
diera descubrir oro. E l alm a atávica del m in ero despierta a la sola vista
de la roca d esnuda y árida.
E l viento nos obligó a regresar pronto. Las olas se encrespaban, a u n ­
que el cielo continuab a azu l y claro. E n el cam ino de vuelta a la fragata
nos cruzam os con un tém p an o sobre el que tam b ién v enía u n a foca. ¿Se­
ría la m ism a de la m añ an a? In m ed iatam en te detrás se aproxim aba u n a
chalupa bogando a todo rem o. E n la proa, de pie y con u n a expresión
desconocida, iba el teniente P iln iak . E m p u ñ ab a u n cuchillo. A ntes de sal­
tar sobre el tém pano, se q uitó la casaca y la cam isa, q u ed an d o con la c in ­
tu ra desnuda. E n el bote ladraba furiosam ente el perro m ascota de la
fragata. La foca parecía no darle im portancia a todo esto y m irab a so­
ñolienta a esos seres extraños. ¿C óm o podría siquiera im ag in ar lo que iba
a suceder?
P iln iak abordó el tém p an o , q u e se balanceó peligrosam ente; rápido,
estuvo cerca de la foca, d ándole u n a p u ñ alad a en el cuello. Q uiso luego
deslizar la hoja del cuchillo hacia abajo, para co rtar en redondo; pero res­
baló cayendo de bruces. L a foca, sorp ren d id a, lan zó u n bram id o de es­
panto. N o atinaba a co m p ren d er lo que sucedía. A l m ism o tiem po, u n
chorro de sangre negra y espesa saltaba sobre el hielo, precipitándose h as­
ta el agua y m anchan d o el torso de P iln iak que hacía esfuerzos por lev an ­
tarse. C om o un dem ente estuvo otra vez de pie, descargando nuevas p u ­
ñaladas sobre el cuello de la foca. D esn u d o y cubierto de sangre, realiza­
ba el inexplicable rito de ese sa'vaje asesinato. L a sangre suya y la de la
foca se co n fu n d ían en u n a sola. Ya no era un ángel ceroso, ah o ra p are­
cía u n dios terrible y sangriento.
T odo el m a r se m an ch ó de sangre, los hielos todos, y de ella dis
frutam os con horror.
P iln iak m ostraba así a los recién venidos a este m u n d o lo que él sa
bía, lo único que había ap ren d id o d u ran te un año: m atar focas.
¿Pero era sólo esto? E n la noche, m editaba. Y me parecía com pren
der que no se debía ju zg a r con sim plicidad, U n curioso destino trajo

248
a P iln iak a este universo. El sudario an tartico op rim ía len tam en te, des­
truyendo todo aquello que era físico, q u e era pro d u cto de o tra tierra y
de otro espacio. Jun to con el viento q u e arru g ab a las m esetas, se escu­
chaba la voz de los espíritus, de las form as g enuinas de estas distancias.
Ellos presionaban el alm a de P iln ia k , la em balsam aban, h ech izán d o la;
pero el cuerpo no enco n trab a el sol, las células físicas no recibían su a li­
m ento. P ara u n ho m b re tan sim ple y denso, el d ram a se cu m p lía m ás
allá de su conciencia. Y aquello que iba siendo u n a m aravillosa m u erte,
capaz de tra n sp o rtar a u n a nueva vida ( “es necesario que yo m u era para
que él viva” ) , en P iln ia k se convertía en espanto, en resistencia frenética
ante la nada. N o , él no se dejaría vencer v o lu n tariam en te por el “abrazo
de la V irgen de los H ie lo s” . E in stin tiv am en te buscaba u n a salida, en co n ­
trán d o la en ese pacto, en ese rito san g rien to . E n el frío de la A n tá rtid a,
se bañaba en la sangre de los seres que la h ab itan . A sesinaba, p rolongando
de ese m odo la existencia de su v am p iro pálido. L a sangre es el sol lí­
quido. Si el sol no aparecía en el cielo, entonces P iln ia k lo buscaría en el
infierno. (A lg u ien se reía a b ajo ).
¡Pobre P iln iak , ya estás m arcado! P o rq u e n u n ca podrás o lvidar esta
roja y espesa sangre, que corre a to rren te s sobre el hielo. ¿E n q u é otro
lugar del m u n d o habrás de en co n trarla m ezclada a este color tan blanco?

EL NOM BRE DE LOS CERROS

A m aneció n u b lad o . El cielo estaba cu bierto y bajo; a pesar de ello,


había buena visibilidad. C on dos m arin ero s descendí a tie rra y em p e z a ­
mos a escalar el cerro que se erg u ía detrás del peñón. L a nieve estaba
siem pre m uy blan d a y nos h u n d íam o s hasta la cin tu ra. Yo iba delante, a b rie n ­
do la huella. Sentía la nieve hum ed ecién d o m e; palpaba su consistencia
liviana y porosa. A m en u d o la o p rim ía en tre las m anos. V eía cóm o se jun
iaha com pacta para luego desaparecer. M illones de años cayendo a q u í y
( ■.fumándose en la atm ósfera, subiendo a la niebla, para descender otra
ve/, com o plum as de aves invisibles. Es sal sin sabor, m o rtaja de este
m un d o que m iró atrás y se em balsam ó. E lla conoce el secreto; pero no
i ¡ene m em oria. Lo que en su contorno se salva, lo hace a pesar suyo. Al
Minas ballenas, alg ú n m u erto etern o , deben conservarse bajo su sábana.
A m itad de cam ino, nos detu v im o s a contemplar. V im os la bahía
cubierta de tém panos y la frag ata en m edio de ese am biente gris b 'a n -
co. Sobre el peñón, el arq u itecto Julián se paseaba a zancadas, reconocien­
do el terreno. A veces se detenía y, sentado sobre u n a roca, m editaba.
Veíase m uy pequeño desde aq u í. Sin em bargo, ese p u n to m óvil, o in m ó ­
vil, era capaz de levantar viviendas, de co n stru ir casas. C on seguridad
en este m om ento soñaba con poblar la A n tártid a . Poco antes de la c u m ­
bre, la nieve se hacía escasa y aparecía la piedra desn u d a del rodado. Los
m arineros se en tretu v iero n m iran d o los cascajos en busca de la consabida
veta. U no de ellos era bajo y rechoncho. H acía de cocinero a bordo. Me
había tratad o siem pre con respetuosa sim patía. P o r m i parte, pretendía ser
u n buen cam arada suyo. E l otro m a rin e ro era alto y de b arba negra. M uy
pocas veces le había visto en la frag ata. Q uizás trab ajara en la sala de
m áquinas.
Buscam os una subida fácil para alcan zar !a citna. D im os vueltas por
el cono de la cum bre. Siem pre iba delante, seguido del cocinero, que me
cedía el paso y observaba con m inuciosidad ios accidentes del terreno,
m ientras recogía piedras de estratos coloreados. F altab a poco para la c i­
m a cuando sucedió un hecho curioso. E l m arin ero alto, que m archaba
en el últim o lugar, aceleró el paso y, corriendo casi, se nos adelantó, p a ­
ra llegar prim ero arrib a. U n a vez allí sonrió satisfecho, nos m iró un in s ­
tante y abrió los brazos para resp irar hondo, com o si quisiera tragarse la
bahía y e! horizonte nuboso de la A n tártid a .
D e vuelta en la fragata, esa tard e, el com odoro m e m an d ó buscar.
Se encontraba en el puente y a su lado tenía al co m an d a n te y a los
dos m arineros con quienes yo h abía escalado el cerro en la m añ an a. E n
el rostro del com odoro vagaba la som bra de u n a sonrisa. E n cam bio, los
dos hom bres se m ostraban confundidos.
E l com odoro em pezó:
— U sted ha de saber que tam bién los cerros tienen nom bre. A quí
soy yo quien los bautiza. Soy el Juan E vangelista de estas regiones. Y les
doy el nom bre del prim ero que llega a su cim a . . .
N o pude m enos de reírm e. A hora co m prendía todo.
El com odoro interrogó a! cocinero:
• -¿Q u ién llegó prim ero a esa cu m bre?
I'.l cocinero m iró con ojos de reconvención a su com pañero, que peí
m anccía con la vista baja,
— El — dijo.
— ¿U sted lo confirm a ? — m e p re g u n tó el com odoro.
— P or supuesto — respondí.
E ntonces el com odoro, dirigiéndose al m arin ero alto, que aú n no se
atrevía a levantar la vista, exclam ó:
— Ese cerro se llam ará con tu no m b re. T ú te llam as M orales. Y ese
cerro se llam ará así. Yo le b au tizo en el n o m b re de . . .
Su rostro se hab ía puesto som brío de repente.
Pero el m arin ero M orales se atrevió a h ab lar, in te rru m p ie n d o al jefe:
— Señor, ese caballero no sabía que qu ien llega p rim ero a r r i b a . . .
¿P or qué no le pone su nom bre al cerro?
Sentí a m i vez qu e m e aboch o rn ab a y protesté enérg icam en te, a fir­
m an d o que el p rim ero en llegar a la cim a fue el m arin ero M orales y que
el nom bre del cerro debía ser el suyo y n in g ú n otro. P ero algo raro
había sucedido e n tretan to en el ánim o del com odoro. In esp erad am en te,
decidió que el cerro no sería b au tizad o , d ebiendo c o n tin u ar blanco y sin
nom bre por toda la etern id ad .
V i ahora a am bos m arin ero s sonreír, satisfechos y agradecidos.
D e este m odo recibí u n a lección q u e no olvidaré. P a ra estos hom bres
de m ar, el hecho de q u e un trozo del m u n d o lleve sus nom bres es lo
m áxim o que pueden p reten d er, es la realización de sueños ocultos. Sin
em bargo, con la delicadeza característica del pueblo, prefieren ren u n ciar
antes que ten er que so p o rtar la idea de haber actuado sin generosidad.
C ontem plé al m a rin e ro y vi sus ojos sonrientes ahora.

Es herm oso que u n cerro lleve n u estro nom bre. ¿P ero cuál es n u es­
tro nom bre? Este m u n d o blanco a ú n no lo ha revelado.

LAS AVES DEL P A R A IS O

V olvim os a za rp a r, p orque el p eñón solitario no reunía las condi-


v iones requeridas. U n icam e n te si nos fu era im posible en co n trar un lu g ar
m ejor, regresaríam os para co n stru ir allí la base.
Entretanto la expedición había hecho un descubrimiento importante.
La sospecha de que 'a T ie rra de O ’LIiggins se en cu en tra m al situada en
las cartas de navegación, pudo ser com probada por nuestros m arin o s.
C on relación a las cartas geográficas, la península se en cu en tra corrida
veintidós kilóm etros al noreste. El oficial navegante ubicó el pun to exac­
to del error.
Esa m añ an a navegábam os de nuevo ru m b o al sur, u n poco m ás re ­
tirad o de la costa. E n la A n tá rtid a se produce u n fenóm eno curioso: n u n ­
ca el paisaje es igual, au n cuando se pase varias veces por el m ism o sitio.
U n a concentración de tém panos, o u n d esm oronam iento de la barrera, le
da nueva configuración. El paisaje es como un escenario m óvil. La ense­
nada que ayer vim os, hoy no existe; los m ontes q u e se levantaban en el
cielo claro, se en cu en tran cubiertos por la espesa niebla.
C on sorpresa observábam os u n p anoram a desconocido. Más o m e ­
nos en la latitu d de días atrás, descubríase a n u estra vista un m u n d o ex­
traño, poblado de figuras fantásticas. L a fragata se escu rría por entre e n o r­
mes tém panos que adoptaban caprichosas form as, navegando en sentido
inverso a! nuestro, o perm aneciendo extáticos, com o veleros de cuentos
de hadas. D esviam os el rum bo hacia la costa. Los tém panos no d ism in u ían ,
sino que por el co ntrario au m en tab an , llegando a d a r la im presión de un
ejército decidido a cerrarnos el paso a u n m u n d o invisible. El com odoro
ordenó fondear. D etrás de los tém panos parecían su rg ir las cum bres de
unas islas. M as, n ad a podía tenerse por seguro en esta m añ an a propensa
a todos los espejism os.
Las espías crujieron y se bajó la lancha a m o to r del com andante. E n
ella subieron el com odoro, el m édico, el fotógrafo y algunos oficiales. Yo
tam bién les acom pañé. Ibam os a tra ta r de a b rir una brecha en la tr in ­
chera helada, atravesando las com pactas filas de esos ejércitos de tém panos.
E l ruido del m o to r de la lancha in te rru m p ió apenas la q u ietu d del
am biente y la em barcación se alejó con la proa d irig id a hacia la p e n ín ­
sula encubierta.
A m edida que nos aproxim ábam os a los tém panos, veíam os que no
se encontraban tan cerca los unos de los otros. C am inos anchos se abrían
cn'ue ellos. E l principal obstáculo, la ilusión, iba siendo vencido. P ro n to
nos encontram os en el centro de las prim eras avanzadas.
U n espectáculo soberbio, im posible de describir fielm ente, se nos pre
sentó. E stábam os rodeados de m ontañas de hielo que se m ovían silencio­
sas, o que se balanceaban suavem ente al com pás de u n a débil brisa, o de
un m isterioso ritm o. Los fantasm as se ap ro x im ab an en u n a m ism a direc­
ción, ad o p tan d o las m ás ex trao rd in a ria s siluetas. C astillos con alm enas
blancas, con sus puentes levadizos y con rostros de g uerreros im presos en
sus m uros cristalinos, deteníanse a n u estro lado. V eleros de fantasía, con
am plias arboladuras, navegaban d ejan d o tras de sí u n a estela plateada.
E n dirección a la proa de la lancha apareció u n tém p an o d iv id id o por la
m itad y u n id o en su parte alta por arcadas colosales de hielo rosado.
Pasam os bajo este portal y las paredes laterales despidieron chispas m u l­
ticolores, que parecían vibrar. N os d etuvim os para co ntem plarlo. La vi­
sión era única. La lu z del cielo, intensa y fría, p enetraba por las blancas
paredes y, desde d en tro , tran sm u táb ase en esas vibraciones del color. A l­
guien ahí la recibía en toda su p u reza original, co n tam in án d o la luego
con la em oción y la pasión del color; com o sangre verde, a zu l, p ú rp u ra
y dorada, surgía de las paredes del hielo, cayendo sobre el agua y esp ar­
ciendo las tonalidades por su superficie. E n to rno a la arcada y m ás allá
de la piel porosa de los prim eros p 'an o s del tém pano, la lu z se descom ­
ponía; en esta segunda superficie m illares de p untitos dorados y brillantes
en trab an en ebullición ; circulaban, m ovíanse co n tin u am e n te , p ro d u c ie n ­
do los cam bios del color; por m om entos eran verdes, después celestes o
rosados. Se hacía im posible seguir con la vista todas sus transform aciones
y aventuras; el brillo intenso enceguecía. M as, si uno tu v iera la fu erza y
( 1 poder de hacerlo, superaría este plano del color, pu d ien d o llegar al in-
lerior inm ediato del hielo, donde la lu z de nuevo reposa, enm udece y se
lin ce blanca. Es la m o rad a central de la lu z y del frío. T o d o está quieto
.ihí, sin vibración; pero hay un p u n to acu m u lad o , u n centro del reposo,
' siálico, que es conciencia, superconciencia, y en que v irtu alm en te se halla
« vi m elodía del color, que es la q u e se expande por el contorno de las p a ­
ndes del hielo. A lg u ien m ora en todo esto. M iles de rostros y de form as
si crean y recrean, y de esa conciencia de la lu z, nace la m úsica q u e acom -
p.uía el vaivén de los tém panos. A lgo que está m ás allá del oído percibe
<si.i m elodía que tiem bla en el aire, por bajo de la arcada m ulticolor y
• |iu nos extasía, hum edeciéndonos im percep tib 'em en te.
N uestra lancha co n tin u ab a hacia delante. N os d eteníam os por a lg u ­
no'. m om entos, com o en este caso, o bien, girábam os en to rn o a un tém -
l " “ »1 p n .i contem plarlo a nuestro gusto. A pesar de las colosales dim en
siones visibles, la p arte del tém p an o que se sum erge en el agua es el d o ­
ble de la que se m u estra al exterior. Los cim ientos de esos edificios n a ­
vegan sum ergidos, ocultos a !a vista por una m an ch a verde y am arilla
que, al igual que aceite espeso, se desprende de las paredes flotantes. E s­
tos tém panos, a m ed id a que son arrastrad o s por las corrientes polares h a ­
cia el norte, dism in u y en de tam añ o y m ueren un d ía en extraños climas.
Su deceso se anuncia por u n a vuelta de cam pana, en que la parte de a b a­
jo sube violentam ente y la parte de arrib a se sum erge en el m ar. Es una
conocida historia: la vida se cam bia en m u erte y la m u erte en vida. Lo
que se encontraba debajo sube y lo que estaba arrib a desciende. El día se
hace noche y la noche día. L a ascensión de la base del tém p an o m o rib u n ­
do es como si su alm a se rem o n tara al cielo.
El ru id o del m o to r de la lancha nos traía m om en tán eam en te a la rea­
lidad; pero los hom bres apenas si nos m irábam os, y la p equeña em b arca­
ción avanzaba im pertu rb ab le.
U n inm enso iceberg tu b u la r apareció al frente. E ra com o u n a isla.
A m edida que nos acercábam os, pensam os que nos cerraría d efin itiv am en ­
te el paso. M as, de im proviso, unas aves blancas, parecidas a palom as, ele­
váronse com o trozos de su superficie; planearon un rato y después se ale­
jaron g razn an d o para ir a c ru z a r por el centro del iceberg y perderse de
vista. Q uedam os sorprendidos. ¿P or dónde habían desaparecido esas aves?
A través del iceberg era im posible, a no ser que nos encontráram os efec­
tivam ente en u n lu g ar de encan tam ien to . Esos pájaros ten ían que haber
volado por alg ú n pasadizo invisible desde aquí.
D irigim os la em barcación hacia el p u n to de la m asa de hielo en que
los vim os por ú ltim a vez y nos en contram os con u n estrecho corredor
entre dos icebergs. A am bos lados se extendían paredes altísim as y hacia
el otro extrem o alejábanse aú n las aves. El iceberg se d ividía en dos. Al
cru zar lentam ente el corredor de agua veíam os acercarse la lu z azu l de
un cielo transparen te. La som bra fría del hielo y las olas que golpeaban
sus costados con u n ru id o sordo, nos hacían desear salir pronto de esta
peligrosa senda.
El m arin ero que iba en la proa lanzó u n a exclam ación. L uego todos
pudim os presenciar un espectáculo sorprendente. D el otro lado, el mai
inm óvil aparecía lim pio de tém panos, cubierto sólo por pequeños trozos
de hielo. Sobre u na puntilla nevada en parte, volaban en círculos los paja

254
ros, g razn an d o y dejan d o caer de sus alas u n polvo im palpable. N o s e n ­
contrábam os casi encim a del co ntinente y d e n tro de u n a bah ía cortada al
oeste por dos islotes. L a p u n tilla era u n a m ín im a extensión de la T ie rra
de O ’H ig g in s. El cielo estaba despejado; pero sobre la península descen­
día un m anto de nubes claras que nos velaba su exacta configuración.
A m edida que la lancha se apro x im ab a, el m arin ero de proa em p e­
zó a cantar y Julián le acom pañó.
De nuevo, com o an tañ o, las aves nos h ab ían indicado el cam ino del
paraíso.

C entenares de ping ü in o s vivían en la pu n tilla. Los h ab itan tes del pa­


raíso eran ellos. A l descender y pasar por en tre sus nidos de p ied rezu e-
las nos parecíam os tal vez a esos prim eros conquistadores que llegaron
a las islas placenteras de los m ares del sur y cam in aro n ju n to a los n a tu ­
rales desnudos y arrobados, que les recibieron con flores y d an zas.
Los pingüinos estaban en la estación de la cría. P erm an ecían echados
en su pequeño espacio de piedras policrom adas, calentando sus huevos.
N uestros pies tro p ezab an en ese inm enso roq u erío , destru y en d o a veces,
y com o siem pre, las habitaciones p rim itivas de los seres. E ntonces los p in ­
güinos escapaban ab an d o n an d o el huevo o la cría. A lgunos m arin ero s tr a ­
taban de coger los polluelos ateridos. Si era la h em b ra la que em pollaba,
por n in g ú n m otivo aban d o n ab a el nido, haciendo frente al in tru so , a pe­
sar de su m iedo. El m acho, en cam bio, h u ía desazonado, no atreviéndose
a regresar para proteg er el refugio. Las pobres aves, sin d iscrim inación,
tem blaban com o niños a nuestro paso y e! tem b lo r de sus plum as lu stro ­
sas producía u n m ovim ien to u n ifo rm e en la g ra n colonia q u e habitaba
el roquerío de la p u n tilla.
Los expedicionarios nos habíam os dispersado por el lu g ar para reco­
nocerlo. La lengua de tierra encontrábase u n id a a la m asa de la península
por un corredor de rocas. D esde a q u í podía verse u na ensenada en la que
agrupaban los tém panos y donde el m ar, en rem olinos, daba golpes
contra el costado de la b arrera de m uros m uy altos. E ncim a parecía le-
v.miarse* un m o nte; pero el velo de nubes no nos p erm itía ver. A bajo h a ­
bía una playa de tierra fina y de arena m ezclada con trozos de nieve y
hielo. E n ella reposaba u n a foca de piel m an ch a d a. O ím os los sones de
la corneta de a bordo.
E n m edio de la colonia de ping ü in o s, el corneta había introducido la
reconciliación. E n cuclillas, estaba tocando algunos com pases. Las aves se
acercaban rodeándole y escuchaban em belesadas. T o rc ía n sus pintorescas
cabecitas, algunas con barboquejo, otras con rojos picos o con m oños e m ­
pinados, y parecían ap reciar esos sones, en los que tal vez descubrían a
D ios, o el ritm o de un universo entrevisto, soñado en la au ro ra de la n o ­
che antártica.
Los pingüinos papuas y los p ingüinos adelias, con sus huevos bajo
el vientre, o con sus hijuelos, escuchaban ese concierto im provisado, d e­
jándose tran sp o rtar por los ingenuos sones.
Las olas golpeaban con suavidad sobre el m uelle n a tu ral de rocas, en
la puntilla. C u an d o la lancha se alejó, para reto rn ar por e n tre los té m p a ­
nos, la elección ya estaba hecha.
Julián podía con stru ir su casa.

E n la noche, después de la com ida, subí a cu bierta y m e puse a es­


perar.
L a fragata había cam biado de fondeadero. P asando por entre dos pe­
queñas islas, e n tró en la bahía. Y ah o ra se hallaba al ancla frente a la
puntilla. Las flotas de tém panos q u ed ab an al norte, sobrepasadas, y h a s­
ta el gran iceberge se alejaba lentam ente.
Mecíase una brisa suave. A rreb u jad o en la “ p a rk a ” m e detuve, com o
otras veces, ju nto al cañón de proa. E l cielo era claro y lim pio. Pero en
el horizonte se venía extendiendo una g ran m an ch a roja y d o rad a de n u ­
bes crepusculares. Sobre la península aú n se posaba ese velo que im p e ­
día ver m ás arrib a de la línea co rtante de la barrera.
Seguía esperando.
Entonces, la luz com enzó a tem b lar y un resplandor lejano cru zó el
cielo. El velo palpitó en su extrem o y se desg arró hacia el sur. P or esc-
desgarram iento filtróse la luz veloz, com o un hálito repentino, y todo I
largo m anto de tenues nubes se abrió, desgajándose en crepones y en ln
lachas que el viento desplazaba con suavidad hacia el hoiizo n te.

256
A quello tan deseado estaba aconteciendo. U n a inm ensa cordillera, con­
vulsa, de cum bres transp aren tes, se extendía por sobre el dorso de la T ie ­
rra de O ’H ig g in s, para co n tin u arse en ondulaciones trem en d as, u n id a y
separada por abism os y ventisqueros. Las cim as eran de albor in m aterial
y ascendían hasta toparse con los ú ltim os restos del velo d esg arrad o y con
la lu z n o ctu rn a y triu n fa n te . C intas m o rad as descendían a veces por las
laderas y el oleaje de la lu z golpeaba co n tra los picachos.
H e aq u í los m ontes de m i sueño. T a n blancos y tran sp aren tes como
ellos, tem blando en la lu z divina y fría. D e n tro de sus nieves v ivirían los
héroes que voy buscando. Sus cum bres sem ejaban rostros de titanes, co n ­
tem plan do la celeste etern id ad .
C on la im presión de estar viviendo u n m o m en to decisivo, me puse a
c a m in ar por la cubierta. A l llegar a la proa m e encontré con el c o m a n ­
d an te de A viación, q u ie n tam b ién co n tem plaba el suceso. C on su b arb a n e­
g ra y la cabeza descubierta, se volvió al sentirm e llegar.
— M ire — le dije— , en tre esas m o n tañ as el O asis nos espera. D e b e ­
mos ir.
Perm aneció en silencio. Volvióse hacia el h o rizo n te del m a r y m e se­
ñaló un nuevo espectáculo.
Las nubes rojas se habían m ezclado con los crespones arran cad o s del
velo que cubría los m ontes y el viento n o ctu rn o los u n ía em p u ja n d o to ­
da esa m asa inverosím il hacia el cénit. Y era com o sangre coagulada, de
un rojo oscuro e intenso, que se fu n d ía con el d orado y con el verde pa-
i.i crear form as y colores im posibles. E n el extrem o del h o rizo n te, donde
1 1 m ar se ju n ta con el cielo, leves caravanas de tém panos viajaban en m e ­
dio de ese éxtasis de la luz. E ra n azules, de oro viejo. Y en alg ú n punto,
- n algún lugar de esa lejanía, palpitaba u n fu lg o r, com o si fuera el m ar-
*•Ileo isócrono del pulso de la luz. El crepúsculo extendíase por todo el cie-
y se prolongaba hasta m ás allá del m u n d o , envuelto en u n aire que
« nía de otro universo.
Sin saber de m í com encé a ir y v en ir por la cu bierta, con el rostro
l'v .m iad o al cielo y tam b ién , con deseos de can ta r. M archaba, m arch áb a-
nios, hasta altas horas de la noche. Q u iz á si hasta el otro día. O hasta
ni.is .illá del día.

257
\7 Irilngfit de lu hi'nqurilu
Soñé de nuevo con el cerro tran sp aren te, de cristal de nieve. D en tro
estaba El y m e decía: “T e esperam os. A presú rate. N o sea que ya no me
encuentres. E l viento de la fatalid ad sopla. Los árboles a q u í den tro caen.
Los cuartos q ued an vacíos. Los techos se d e rru m b an . N u estro s enem igos
se acercan. D ebem os p artir. E rrarem o s etern am en te por los m undos. E s­
tam os prisioneros del M ito. T e necesitam os. V en con nosotros. A p resú ­
rate. T u perro ha llegado. El nos avisó que v e n d r í a s . . . ”
El viento, que disem inaba la nieve de cristal, golpeaba el m onte tra n s­
parente. D ebajo se extendía u n lago azul.

C O N S T R U C C IO N DE LA B A SE Y E X P E D IC IO N
AL W EDDELL

Al día siguiente com enzó la faena de descarga de m ateriales para la


construcción de la base. D esde m uy tem p ran o se trabajaba a bordo. Las
chalupas balleneras p artían con m aderas, sacos de cem ento, barriles y la r­
gos fierros. E n tierra, Julián dirig ía las operaciones. Junto al m uelle n a ­
tu ral se había instalado u n a g rú a y u n a roldana. T ra n sp o rtab a n los m a te ­
riales m ás pesados hasta el sitio de la construcción. Los hom bres trab a ja ­
ban con alegría y cargaban los sacos en m edio de brom as y chascarros.
Bajé a la playa con los oficiales y vi al com odoro y al com andante
trabajando con la perforadora. El com odoro ejecutaba este acto simbólico.
C on el rostro indiferente, con el pensam iento en alg ú n sitio lejano, e stu ­
vo un rato entregado a la labor. Q uise poner tam b ién algo de m i parle
y acom pañé a los tenientes a carg ar sacos. P ro n to hube de q u itarm e la
“ p a rk a ”, pues u n agradable calor circulaba por m i cuerpo. Y así trabajé
con ellos hasta que el cansancio m e venció.
Sobre el m uelle, el capitán S. contem pló esa m añ an a los prim eros es­
fuerzos hechos para la construcción del que sería su refugio d u ran te un
año. Su actitud era curiosa, pues no dio un solo paso para intervenir o
para ayudar. Más bien parecía desinteresarse. D espués de un m om ento
se em barcó y ya no volvió a descender a tierra.
D urante varios días se trab ajó con un ritm o intenso, hasta d ar | m>r
term inada la faena de la descarga. L a fragata debió regresar a Soberanía,
para reaprovisionarse de m aterial en el petrolero. Estos viajes se rep etirían
a m enudo, hasta fin aliz ar la construcción. N o los n a rraré en detalle. B ás­
tem e decir que navegábam os por el B ransfield con tiem po variable, m ás
bueno que m alo. D ebo tam b ién explicar que no todos los días se podía
trab ajar en tierra, pues con frecuencia nos veíam os azotados por tem p o ­
rales de viento. E l p rim ero de ellos que conocim os estalló en un día de
sol esplendoroso. Las olas en la bahía alcan zab an gran d es altu ras y las
chalupas no pu d iero n descender. R efugiados en la frag ata m iráb am o s re ­
lam paguear los tém pan o s y las nieves de los m ontes. El viento ru g ía, h a ­
ciendo vib rar las cuerd as y las planchas del b u q u e. D esde la b a rrera se
desprendía el polvo de nieve y la m eseta era batid a por el b h zza rd .
D u ran te la navegación a Soberanía, el agua del E strecho de B ran s­
field tenía un color pardusco; gran d es tém panos tu b u lares la surcaban.
O tros tém panos seguían la estela de n u estra nave, o nos so rp ren d ían des­
lizándose en sentido inverso y obligándonos a cam biar el ru m b o . T a m ­
bién establecim os u n contacto m ás ín tim o con las ballenas. E ra la época
en que éstas aparecen por los m ares antárticos. Las zonas m ás visitadas
por ellas son las de Ross, K erguelen y B ouvet. P ero desde la región del
m ar de W eddel, en el o tro ex trem o de la P enínsula de O ’H ig g in s, c ru z a ­
ban hasta el B ransfield. E ran las ballenas azules, de barbas, y las ]in b a c\s.
Raras veces se ven a q u í los solitarios cachalotes que, com o peregrinos, o
aventureros, realizan estas enorm es travesías desde sus m ares cálidos. El
plancton, alim ento de las ballenas, es a b u n d a n te en las zonas a n te rio r­
m ente m encionadas y se com pone p rin cip alm en te de un crustáceo llam ado
/(nll, en noruego. L as ]in b a c \s tam b ién se com en los copépodos del plan c­
ton. Se podría decir q u e los m ares antárticos constituyen una inm ensa
sopa de plancton para los cetáceos.
C om o ya hem os dicho, para e n tra r en la bahía de la nueva base d e ­
bíam os pasar en tre dos islotes rocosos, m an ch ad o s de nieve. U n día en-
<ontram os u na ballena d o rm id a ahí. F lo tab a a la deriva, extendida en el
m ar com o una odalisca. La fragata tocó varias veces la sirena para des­
p u li r l a . Pero ese m o n stru o , de unos tre in ta m etros de largo, no se m o ­
vía. Su oído, cubierto por m últiples capas de grasa, percibía ú nicam ente
t i rebullir sordo de su to rren te in tern o , de su circulación pesada, de ese
ii m u n d o hondo y caliente en tre los hielos.
¿Son las ballenas tales com o nosotros las vemos? ¿C uál es la rea li­
dad? ¿Existe una realidad? Un g ran o de arena penetra en la ostra, le p ro ­
duce u n a herida, la irrita. La ostra segrega un jugo y ese jugo tra n sfo r­
m a el grano de arena en perla. La perla es una h erid a, un dolor, una
enferm ed ad. Acaso la realidad sea tam b ién com o el g ran o de arena que
nos alcanza, y la visión del m u n d o , com o la perla, u n a transform ación
subjetiva, algo que no es ya lo orig in al, sino un p roducto elaborado por
el dolor, em anado de nosotros m ism os. La realidad en sí se nos escapa,
lo m ism o hacia fuera que hacia den tro . V ivim os en un plano interm edio.
N u n ca nos es dado saber lo que somos efectivam ente. Sólo podem os tra n s­
m u ta r el dolor, llegando a sentirlo com o placer. Es decir, todo es crea­
ción. E n ú ltim o térm in o dependem os de la potencia, del valor y de la
voluntad de creación. D a lo m ism o lo que existe o lo que se cree que
existe. N i lo uno ni lo otro es aprehensible. Y tal vez lo últim o nos sea
m ás accesible que lo p rim ero.
La ballena tiene en su cola un p u n to en el cual se la puede herir
m ortalm ente. Para que perciba el dolor, o sepa que ha sido herida, el es­
tím ulo deberá recorrer m uchos m etros de carne espesa, distancias difíciles,
grasas y nervios escondidos. C u an d o la ballena siente el dolor, q u iz á le
sucede com o a nosotros al contem plar una estrella cuya luz ha debido
atravesar m illones de años p ara llegarnos. La estrella puede haber d es­
aparecido ya. D el m ism o m odo, la cola de la ballena puede haber m u e r­
to; pero la ballena aú n no lo sabe, pues el dolor que le llega es el de m i­
llones de años-luz.
El sol se ha puesto; en la refracción de la lu z aú n lo veo en el cie­
lo de la tarde. La realidad está m ás allá de la realid ad ; se origina en la
m ente, en un centro vibratorio, en algo que no se puede alcan zar si no
es creando, tran sfo rm an d o , inventando, perdiéndose o divinizándose.
¿Sabrá esto la ballena? P or lo m enos yo creo que lo saben los h ie­
los. N o me parece que sea asunto privativo del hom bre, sino com ún a la
creación. H acer diferencias en tre la natu raleza an im ad a e in an im ad a, es
u na sim plicidad nuestra. E n el cosmos todo es vivo y sensible. La d ife­
rencia es de grados y categorías. La distinción es real únicam ente en los
valores de la razón que clasifica de m odo an to jad izo y personal. Pero rl
juego es uno, y la condenación y el engaño, universales.
Voy a in ten tar explicar a q u í cóm o tam bién los hielos efectúan un ju e ­
go sem ejante y se en g añ an a sí m ism os, con una iro n ía m uy similui i Ij

260
del hom bre. Pero antes, d iré que al regresar un día a la base en co n stru c­
ción, divisam os sobre el blanco m an to de nieve, que se extiende hacia
el este, por encim a de la península, dos p u n to s negros, parecidos a h o m ­
bres, que observaban n u estra llegada. Los p u ntos se m ovieron, d e sliz á n ­
dose hacia el sur, para desaparecer. P u d o ser un espejism o, u n a visión
producida por el viento poderoso del este que bate las planicies nevadas
de m anera incesante; pero en la m ente de todos qu ed ó p alp itan d o una
incógnita.
L a bahía se m ostraba despejada de hielos ú ltim am en te, los que eran
arrastrados por las corrientes polares y el viento de esos sitios. E ra fácil
fondear ahora a corto trecho de la base, recom enzando la descarga de los
m ateriales.
U na m añana, F ellen b erg y yo descendim os a tierra. D espués de v a ­
g ar un rato solitario, so rp ren d í al fotógrafo in c'in ad o sobre unos té m p a ­
nos en la ensenada q ue queda a espaldas de la base. E staba foto g rafian d o
unas aristas del hielo.
Y es de esto de lo que deseo h ablar.
Al com ienzo, F ellen b erg no rep aró en m i presencia. T a n e n sim ism a­
do estaba. M as, pronto , el crujido de la nieve le hizo volverse. T e n ía 'os
ojos perdidos, com o q u ien retorna de otras distancias. D ebió d ejar pasar
un rato hasta h abitu arse. Entonces m e hizo señas para que m e acercara.
Me m ostró exactam ente los puntos de los bloques de hielo q u e esta­
ba observando con u n a lente de au m en to y que luego rep ro d u cía en la
cám ara oscura de su m á q u in a. E ran p eq u eñ o s trozos, ángulos, aristas
irregulares. La lu z caía sobre esos puntos y se descom ponía o refractaba
to in o en las d istintas secciones de u n d iam an te. T odos los colores del a r ­
io iris jugaban, com binándose en u n a m ovilidad asom brosa; sem ejantes
i u na fuga de sonidos escalaban y ascendían repitiendo el m otivo o tra s­
pasándolo en diferentes tonos, hasta el extrem o de la escala crom ática.
I Vspués, retornaban al origen, en un m o v im ien to de pasión, o de sublim e
ironía. Y todo qu ed ab a envuelto en un tem b lo r irrad ian te, de m agia y
«Ir sortilegio.
1.0 interesante — dijo F ellenberg— es que esto se produce en un
p iq u rñ o punto del tém pano. E n una m ilésim a de su espacio. E l resto
p u m a n c ic opaco y nada debe conocer del glorioso suceso qu e, después
dr todo, no altera la realidad de su existencia fría y pesada. Es una ilusión.

261
— Q uién sabe — dije.
— ¡Observe! Ya ha cam biado. ¿Q ué resta ahora? N a d a. ¿H ay a lg u ­
na huella del suceso? N i u n a partícu la g u a rd a la im presión. D epende
de donde caiga la lu z. Y el tém p an o entero, en c u alq u iera de sus partes,
podrá repetir el fenóm eno. T o d a la fría m asa in d ifere n te tiene la m ism a
posibilidad de e n tra r en éxtasis, alcan zan d o la vida suprem a. Es asunto de
donde golpee la luz. ¡Es u n a ilusión!
— ¿Y quién dirig e la luz? — le p reg u n té— . ¿A caso el azar? N o es­
tem os tan seguros de que no q u ed en huellas. N u e stro ojo es lim itado.
Si nuestro espíritu se co m p en etrara y n uestro corazón se hiciera de hielo
por u n instante, pod ríam o s percibir otra cosa; q u ién sabe si u n a herid a,
un éxtasis, o un placer incurab'es. E l hielo enloquece en u n determ in ad o
p u nto y su locura adopta la fo rm a su p rem a de la in diferencia y de la iro ­
nía. L a luz cae . . . y nadie sabe dón d e, ni sobre quién.
Pero F ellenberg ya no ponía atención. E staba otra vez haciendo fu n ­
cionar su m á q u in a fotográfica. E lla era su corazón. Su m áq u in a veía
m ás que él m ism o, pues le había conferido u n a parte de su alm a. L a
m ejo r prueba de ello es que m a ñ an a rep ro d u ciría u n a ex trao rd in aria flor
de luz. Lo que él no había visto lo captó la lente. U n a flo r de locura, de
am or y de m u erte. E n el p equeño trozo, en la arista afilada, se ab rían sus
pétalos de colores veloces y eran verdes y rojos terribles. L a instantánea
había logrado fijar el m o m en to en que el rojo se descom ponía en azul.
Y esa transición, esa d u d a , ya era esp íritu ; casi inexistente, señalaba la
línea de la dem encia, de la ilusión y de la alegría. A legría de la lib e ra ­
ción, alegría de la com edia. P o rq u e ahí, e n ese p u n to , la im agen había
logrado dem o strar que todo era u n a farsa y que la flor del hielo y de la
luz no existía, siendo u n a im itación, u n a form a sim u lad a, un juego con
la luz; con la com plicidad y la aceptación de la l u z . . . T a l vez el hielo
y la luz se am aban e iniciaban las m últiples posturas de ese juego. La
m uerte les esperaba en el extrem o. Pero, m ien tras tanto, creaban, tra n s­
form ando.
— M ire usted, F ellenberg, esa flor lum inosa nos prueba que al hielo
'c sucede com o a nosotros. T am b ién crea, tam b ién pretende ser algo d is­
tinto, u na f!or . . . ¿Se engaña, acaso? Yo creo que no, si realm ente vive
el instante de su f l o r . . . Al m enos se engaña tan to com o nosotros.
La diferencia • d ijo Fellenberg- es que el hielo no deja de set

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hielo. Es decir, juega fríam e n te, se m an tien e sereno fren te a su propio
d ram a.
— Q uién sabe — repetí.
D espués — no p odría asegurar si fue este m ism o d ía— estuvim os o b ­
servando una gota de agua en u n a de las innu m erab les pozas form adas
por el deshielo. E n esa gota, m iles de m icroorganism os vivían y se a g ita­
ban, tom ando form as inverosím iles. E n 'a A n tá rtid a, la v ida es ru d im e n ­
taria en apariencia, y lo es para el biólogo. P ero ad q u iere u n tono h ero i­
co, de epopeya ign o rad a. La vida busca situaciones interiores, subjetivas,
por así decirlo. D u ra n te la g ran noche es el reposo, y sólo el gem ido del
viento y el golpe afilado de las cuchillas de cristal sedeja o ír en lafría
oscuridad. Las gran d es profu n d id ad es del O céano son negras, com o una
pupila ciega. A h í se cim b ran las pequeñas esponjas, acunadas suavem ente
com o por una brisa tard ía. Esos seres pacíficos, que in cru stan sus ósculos
en la noche h ú m ed a, son hilados por el balanceo eterno de las aguas y
por las corrientes del polo. Sus galerías, sus pasadizos blandos, com o p a­
nales, albergan a m illares de seres d im in u to s, verm iform es, filiform es, a n é­
lidos, que se apegan a sus pasillos, o los recorren al com pás de la inges­
tión del agua del m ar. A m an , m u eren , com baten, viven de la vida de las
suaves esponjas, com en sus lóbulos p u trefactos; cual parásitos, le sustraen
11 alim ento y hasta respiran al vaivén del líq u id o que llena sus g ru tas y
cavernas. F u era, todo es paz. O scilaciones rítm icas, im perceptibles, hacen
<reer en una existencia idílica; las líneas se cu rv an , a veces, hasta sem ejar
d im in u tas copas de árboles de ensueño.
El paso de los seres de agua salada a las lagunas de ag u a dulce se
facilita por la sem ejanza de tem p eratu ra. C u a n d o llega el verano y se rom -
l>c la costra helada del m ar, en las playas los gu ijarro s se d esn u d an , a p a ­
recen los m usgos y los liqúenes, sobre los cónchales de lapas polares. Y
.ihí nacen las algas y los hongos en la m a ra ñ a del tap iz de m usgo. E n las
pozas de las rocas se m ueven las am ebas, d eam b u lan protozoos y crustá-
iro.s. E n la piel de la foca cangrejera vive u n piojo pequeñito. Y todas
( st-is m anifestaciones de vida son em ocionantes, pues luchan por p erm a­
necer con una tenacidad y un heroísm o propios de la fu ria de la creación.
I'ratan de al irm arse a ú n aq u í, en el m ás inhóspito lugar, donde sólo las
potenciales raíces persisten.
Fcllcnberg descubrió en la nieve una pulga rara, que se movía y sal­

263
tab a; extraída de ah í pareció m o rir y secarse. O bserv ad a a l'm icro sc o p io
era com o h orm iga con m ú ltip les ex trem idades. A alguien se le ocurrió
ponerla en u n a gota de agua, a la tem p e ra tu ra del m ar, y esa pulga a d ­
q u irió vida n u evam e n te, em p ezan d o a agitarse.
Las nieves negras están m an ch ad as por m illones de esos seres m ínim os.
L a vida ad q u iere u n a intensidad proporcional a su breve tiem po. El
invierno congela los m ares, cubre el continente. U n cam bio leve de te m ­
p eratu ra h ará im posible la vida a m illones de seres. C abe preguntarse si
es tan fervorosa esta v o lu n tad de existencia y si realm ente la natu raleza
dispersa aq u í por m illares a sus criatu ras. ¿N o será m ás bien que todo
se repite y q ue la vida no te rm in a sino que reposa y se recrea? Es decir,
tal com o esa pulga, u n a vez llegado el invierno, los seres de las pozas
caen en u n sueño total y ya no reviven sino hasta el próxim o deshielo.
Ellos tam bién h an descubierto la in m o rtalid ad , el rejuvenecim iento. La
energía es lim itada y así se conserva. D a pavor pensarlo.
Existe adem ás u n a relación en tre el color y el polo. Los pájaros n e ­
gros tienden a desaparecer de estos m ares y les es m uy difícil alcanzar
las latitudes extrem as de la A n tá rtid a. E n cam bio, las aves de plum aje
blanco soportan el frío m u ch o m ejor. Sus plum as no absorben los rayos
de la lu z externa e im p id en que el calor in terio r se escape, creando z o ­
nas térm icas propias. E l blanco es el color del frío. N o se sabe cuál de los
dos ha precedido al otro. P uede que la A n tá rtid a sea A n tá rtid a p o rq u e
es blanca. O al revés. E l que qu iere conservar calor in tern o debe evitar
el calor del m u n d o exterior. Los hielos serán ardientes por d entro, en un
p u nto central y desconocido. Y las ballenas tal vez posean u n lugar oculto
en donde tam bién el color alcanza la intensidad del blanco. P or lo m enos
allí, en su capa de grasa. La grasa es fría, es an titérm ica, es insensible, no
perm ite salir ni e n tra r las vibraciones. A ísla. E l calor de la sangre d
ballenas no se tran sm ite con facilidad a través de las m u ertas fronteras
de su grasa. Por la m ism a razón la foca, ten d id a sobre la nieve, vencida
por el m ilenario cansancio que la coge apenas em erge del agua, no d e ­
rrite el tém pano que le sirve de lecho, pues su ep id erm is es tan fría co­
mo el m u n d o que la cobija. El calor se g u a rd a en un espacio interior,
reducido com o un cofre, y p alpitante com o u n a e n trañ a.
La inteligencia y la v oluntad tam bién actúan en la A n tá rtid a; pan-
ce que lo hicieran desde fuera y con m ucha len titu d . Es una inteligcn-

261
cía externa, in q u ietan te , que no tiene prisa, que tam bién se en cu en tra
congelada y que observa com o un ojo sin párpados desde las cum bres del
ciclo velado. E lla necesita edades p ara m o d ificar las cosas. Los petreles
hacen sus nidos subterráneos, aprov ech an d o a veces las galerías de los des­
hielos. C on los torren tes, con las aguas y las nieves, se in u n d a n estos n i­
dos y las crías m u ere n ahogadas. U n sesenta por ciento de las crías p ere­
ce de este m odo. Sin em bargo, todos los años los petreles repiten el error.
U n instinto secular, an terio r a su vida en los hielos, los lleva a co n stru ir
viviendas inadecuadas. E l petrel aú n no desarrolla el nuevo reflejo, o e!
nuevo “concepto” . L a idea, com o la lu z, a ú n no alcanza m ás allá de sus
plum as y rebota en el aire delgado. C ae com o el sol, desde el cielo; pero
lo hace lentam ente, sin pasión.
N o otra cosa ha sucedido con los ping ü in o s. D esde que hem os llega­
do a este lug ar, nos acom pañan. Sus nidos se en cu en tran raleados o des­
truidos por el co n tin u o tra n sita r de los hom bres. M uchas crías h an sido
in volu ntariam ente m u ertas. P ero ellos no se van y su colonia a ú n p e rd u ­
ra en el ro querío. L a m ayoría de estas aves son de las fam ilias “ p a p ú a ”
y del “collar”. L as ú ltim as llevan este n o m b re debido a que lucen un
barboquejo negro en to rn o del cuello. E l p in g ü in o “ p a p ú a ” es el que
u instruye los nidos de piedrecitas m ás prim orosos, y el “ ad elia” es el m ás
descuidado en estos m enesteres. El p in g ü in o “em p e ra d o r” , soberbio y g ra n ­
dioso, no se e n cu en tra en estas latitudes su b an tárticas; contem pla las au ro -
i .is del M ar de Ross, o resiste los vendavales de las tierras de la Reina
Maud.
D u ran te largo tiem po nos ha sido d ad o observar los juegos de am or
di los pingüinos y sus robos de huevos, de polluelos y de piedrecitas de
)<", nidos vecinos. P ero pienso que ya deb ieran h ab er p artid o , pues sus crías
mui .ni.illas y un peligro in m in en te se cierne sobre ellos. Los hom bres aún
I"'. respetan, obedeciendo las órdenes del co m an d an te de dejarlos en paz.
IV i o llegará el m o m en to en que no lo h ag an . D espués de tantos siglos
Militarios, los p ingüino s no acaban de convencerse de la existencia del h o m -
• Será necesario q u e se los tran sfo rm e en víctim as para que la realidad
■I' l.i p r e s e n c i a h u m a n a penetre en su sangre, se haga idea o reflejo, capa/.
■I' m ovilizar sus voluntades. Así el d estin o , a través de la m u erte y la
di . i Mi u i ó n , cum ple con el m an d ato im puesto por una inteligencia velada.
I I terrible dios del hom bre alca n zará tam bién a estas criatu ras, tal

265
com o antaño llegara hasta los altares y los tem plos del sol, hoy reducidos
a polvo y ru in a.
Se d estru irá la form a. Sin em b arg o , todo es com o esa flor de hielo.
Sim ulacro, inexistencia. U n a fu erza d u ra y fina, igual que hoja de ace­
ro, yendo su bterrán eam en te, crea m últiples apariencias, las que sólo sirven
para encubrirla, p ara disim u larla, o tal vez para distraerla. A q u í, en el
hielo, la form a tran sm ig ra. R esurge, resucita. Se ejercita p ara el m ás allá.
L a pulga que u n día llevam os a bordo, m u rió y no m u rió , porque en ei
agua reviviría. ¿E staba viva? ¿E staba m u erta? Pienso que ni lo u n o ni
lo otro. P rim ero sim uló la vida y luego sim uló la m u erte. Inventó am bas.
Las recreó.
Para realizar tanto, se necesita volu n ta d , y, sobre todo, ironía. La
flor del hielo nos da la clave y nos indica el cam ino.
T a l vez, algún día, le pediré a F ellenberg que m e regale una im agen
de esa flor.

LA GRAN M ESETA

El roquerío sobre el cual se construye la base fo rm a u n a am plia p u n ­


tilla, u n id a al continente por esa d elgada lengua de piedras, azotada por el
oleaje y la m area que asciende desde la ensenada silenciosa. N o hay r u i­
do de derrum bes y los tém panos vienen a cobijarse perezosos y m udos.
P or ese pasadizo de rocas se llega hasta u n a planicie inclinada y
siem pre cubierta de nieve p ro fu n d a. A scendiéndola, se descubre u n a pe­
queña colina desam parada. En la cim a de la planicie, bastante m ás re ti­
rado, hacia el sur, divísase un cerro esbelto, que deja caer su som bra por
encim a de la base.
E n la planicie se practica el esquí. Los soldados, el m édico y Poncet
descienden veloces, com o puntos m óviles sobre la blanca sabana. H acia
el este se destaca una meseta de hielo y nieve, surcada por som bras y
ondulaciones, E n dirección al sur aparecen, a veces, las cum bres de la c o r­
dillera.

266
H e subido a escu d riñ ar el h o rizo n te. E n co n tré a q u í al com andante
R odríguez, que m irab a hacia el o riente. D e cuando en c u an d o volvía su
cabeza. E n !a lejanía m onótona, vastísim a, un resp lan d o r palp ita, como
siem pre. L a g ran m eseta recoge esta señal y la proyecta desde su escudo
de hielos y de escarchas. Esa lu z blanca cu b re toda la línea del horizonte.
Pareciera que en esas distancias u n a com arca d iferente, o tal vez el m ar,
se extienden. El co m an d an te R o d ríg u e z balancea la cabeza, parece es­
pantar una idea. A l to rn a r su m ira d a, m e descubre y se sobresalta. Se ale­
ja ostensiblem ente de este sitio.
O tro día so rp ren d í en esa cim a al m ay o r Salvatierra. E staba sentado
en el hielo con u n a b rú ju la y u n m ap a sobre las rodillas. T a m b ié n m i­
raba fijam ente hacia el este. A h o ra el resp lan d o r que proyectaba el h o ri­
zonte era lechoso y relám pagos lo c ru zab an . T o d a la lejanía tem blaba.
Luego volvía a su q u ie tu d incisiva y nostálgica.
El m ayor tam b ién m e vio; pero no se m arch ó com o el com andante.
En su rostro se d ib u jó u n a sonrisa de com plicidad.

LA GRUTA ENCANTADA

El pequeño bote penetró suavem ente, av an zan d o con débiles golpes


■li rem o por en tre los tém panos inm óviles. A bordo iban F ellen b erg , el
m édico, el co m an d a n te R o d ríg u ez, Julián , P oncet y dos m arin ero s. Reco-
ii ir ron la ensenada de aguas quietas. D os focas n ad ab an buceando por
lu jo de los tém pano s; asom aban de vez en cuando su n a riz y sus re d o n ­
dos ojos. El bote se aproxim ó a la b arrera, descubriéndose la en trad a de
nii.i c.iverna abierta en la pared de hielo. E l agua form aba ah í u n a ro m ­
piente, de m odo que para acercarse había que esperar el m o vim iento la-
M'i.ihlr de la m area. E l bote fue arra stra d o hasta la boca de la g ru ta . P u ­
dú verse que era pro fu n d a y que el ag u a se introducía en ella por
mi pasillo, a través del cual podría a v a n z ar el bote. La decisión fue rá
I mi I.i U nos enérgicos golpes de rem o im p u lsaro n a la em barcación y el
m ovim iento de la resaca hizo el resto. Los hom bres se en con traro n en rl
•n i« 1 1 <>i d< una caverna de hielo, h o ra d a d a en la en tra ñ a del glaciar,

267
A l principio los ojos se resistían a ver, no a causa de la oscu rid ad ,
sino debido a la lu z que penetraba a ras del ag u a, golpeando la bóveda y
las paredes de hielo. A lgunos pequeños tém panos llegaban im pulsados por
la corriente e iban a d ar co n tra los m u ro s de la g ru ta . D el techo co lg a­
ban cientos de estalactitas que sem ejaban barbas de u n lobo prehistórico
o de u n extrañ o m o n stru o en cuyo vientre se en co n tra ra n los navegantes.
L a lu z se refractaba en esas lágrim as del hielo p ro d u cien d o nuevos tonos
y una m ayor m ovilidad. A l igual que en o tras partes, tam bién a q u í el
trastorno y el juego de la lu z repetíase; m as, debido al espacio herm ético
y al tem or de u n posible desp ren d im ien to , su influencia y sugestión en el
ánim o eran m uy superiores. L a realid ad se alterab a y el frío p ro fu n d o
em botaba la m ente, haciendo lentas sus percepciones. A m edida q u e el
bote avanzaba, parecíase ir cru z a n d o por distintas escalas del color. P rim e ­
ro el verde; luego el am arillo ; después el escarlata y el azu l. Las p u n tas de
las estalactitas pen d ían tan bajas que los h om bres debían doblarse p ara
no rozarlas. H a b lab a n despacio por tem o r a que el sonido de la voz p ro ­
dujese u n derru m b e.
— E sta caverna debe tener u n a edad fabulosa — dijo Julián.
— P uede que no — respondió el m édico con voz m u y q u ed a— . Lo
que en otros lugares necesita un largo tiem po p ara form arse, en el hielo
se consigue en días o en sem anas. T am b ié n perece con idéntica rap id ez.
P ara corroborar las expresiones del doctor, la lu z trazab a en las p a ­
redes toda clase do siluetas y de form as veloces. R ostros, flores, anim ales,
som bras, que sólo d u rab an u n instante y luego desaparecían dan d o lu g ar
a nuevas creaciones. Sobre el fondo insobornable del hielo, lo que estaba
sucediendo en esa caverna era com o u n sím bolo o u n a im agen red u cid a
del universo. E l hom bre piensa desde su visión tem p o ral y cree q u e las
cosas persisten, que p e rd u ra n m ás allá del in stan te. E l universo es u n a
fábrica de sím bolos en tránsito, un juego de la lu z sobre un fondo de
hielos.
—A lo m ejor, encontrarem os dibujos rupestres de alg ú n h ab itan te
rem oto, de un lejano antepasado de la edad glacial — continuó Julián.
— ¡Q ué m ás dibujos rupestres que esos colores y estas transposiciones
lum inosas en las paredes! — dijo el m édico— . El hab itan te rem oto es la
luz. E lla es nuestro antepasado.
C iertam ente. Esa caverna parecía ser la m ansión del L ejano A ntcpa-

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sado. E ra el recinto m ágico de la lu z. P ero de la lu z cósm ica, increada.
Los hom bres se cu b rían los ojos con las m anos y el bote c o n tin u ab a av an ­
zando por su cuenta hacia el in terio r, im pelido por la ten u e corriente.
Iban tran sitan d o por cam pos de m arav illa; lugares en donde la lu z nacía,
sem brados en los cua'es crecían espigas y flores, y a ellos les era dado asis­
tir a su cosecha y floración. E n los am plios calveros solares la p ú rp u ra y
la esm eralda vivían. Los visitantes se co m p en etraban de ese suceso ins­
tantáneo. La luz es la voluntad creadora de la form a. Es la sim iente an-
irrio r al sím bolo. L a lu z es el V iajero E rra n te , el A nciano de los D ías.
— A q u í se conserva la m em o ria de todo lo que u n a vez fu e — decía
rl m édico.
La atm ósfera de la caverna se hacía m ás enrarecid a.
De nuevo alguien habló:
— E n las cavernas de la edad glacial debe irse hasta el fondo, pues
rs ahí donde se en cu en tra el pun to sagrado, el san tu ario an terio r al d ilu ­
vio, las huellas de las m anos sin dedos, de las pisadas de pies m o n stru o ­
sos, están grabadas en la oscuridad del fin al; tam bién el signo herm ético.
De pronto la luz se in terru m p ió . Se h izo u n a oscuridad total. Los m a ­
rineros quisieron d eten e r el bote, rem an d o a la inversa, haciendo palan-
« i con los rem os en el ag u a; pero no les fue posible y la quilla tocó fo n ­
do y se em barrancó. El ruido del agua, chocando contra u n a pared fro n ­
tal, se oía con n itid ez ahora. N a d ie se atrevió a p ren d er u n a cerilla. Po-
ii) a poco, desde la e n trad a de la g ru ta , u n débil rayo avanzó por el agua
al.a n z a n d o otra vez a los hom bres. Q u izás un tém p ano in te rru m p ie ra el
piso de la luz. H alláb an se en el fondo de la g ru ta. El bote afirm ab a la
quilla sobre gu ijarro s de hielo y el agua verde golpeaba el m u ro por el
■nal ascendían estalagm itas. La claridad se proyectó d istin ta, e x tra h u m a -
na, ii botaba en el espejo de hielo y no era posible m irar. Los hom bres se
• sloizaban y parece que lograron percibir un círculo que rodeaba a las
i i ilagm itas; com o un débil espacio traslúcido, enm arcad o por las venas
i/liles del hielo, a través de las cuales co rría la sangre inm aterial de la luz.
I''i|ando aún m ás la m irad a, aquello parecía una esfera m ágica. D e m uy
iili niro, o de m uy lejos, asom aban unas som bras. El co m an d a n te R o d ri­
go« / se ap ro xim ó cu an to pudo. E ntonces, todos creyeron ver un signo
■ii la i iri un lerciu ia. Sus rasgos eran precisos; pero q u izá se Inn raría lúe
■ I i i algo así com o un m apa rep ro d u cid o en la pared d< hielo; una

269
visión instantánea, reten id a en el glaciar, o u n a m em o ria presa en el frío.
L a visión de algo rem oto, en o rm em en te lejano, se rep ro d u jo en esa esfe­
ra; una vasta llan u ra, p rim ero , surcada por grietas; luego, som bras y las
cum bres de m ontes escarpados. C im as y abism os. U n hilillo de agua ser­
penteaba deslizándose hasta un sitio en donde colosos de hielo in te rru m ­
pían el paso. Pero el hilillo indicaba el cam ino; sum ergíase por bajo los
torreones helados y reaparecía en el centro de u n valle. H ab ía u n g ran
lago de aguas tran q u ilas, que d esprendía vapores. A su rededor crecían
árboles y se levantaban viviendas. V eíanse prados de vegetación ex trañ a.
U n anim al, tal vez un perro, se acercaba a un m o n te. Y d en tro , d ib u ­
jábase la im agen de un g ig an te reposando.
T o d o esto reflejábase en la pared final de la g ru ta . N ad ie podría ase­
g u ra r que ello fuera realm ente así, ni si todos in terp re tab an del m ism o
m odo el suceso; pero R o d ríg u ez m u rm u ró :
— ¡Ese es el perro! ¡A hí está! ¿Q u ién p o d rá llegar ahí? H a b ría que
ser un hilillo de ag ua . . . O estar m u erto . . .
Lo cierto es que n in g u n o creyó descubrir en esa visión la zona en
que se estaba levantando la base. E l trazad o parecía co rresponder a un
continente central, in fin itam en te lejano.
— La caverna se nos ha en treg ad o — dijo alg u ien — . Liem os d escu ­
bierto su santuario.
Los hom bres se sacudieron. D istan te, llegaba el rayo de luz.
C on dificu ltad alcanzaron la salida de la caverna.

VUELO A B A H IA ESPERANZA

E l com and an te U rrejo la deseaba alcan zar por cu alq u ier m edio hasta
el cam pam ento inglés de B ahía E sp eran za. C om o se ha explicado, ésta se
encuentra justam en te en el extrem o norte de la península, en el estrecho
que com unica con el M ar de W eddell. E n el viaje de exploración, la f r a ­
gata se puso a la “c u a d ra ” del paso an tártico , siendo bloqueada |*>r el
p a c\-ice. El co m an d an te tem ía que igual cosa sucediera de nuevo. Por
ello recurrió al hidroavión.

270
R odríguez se había trasbordado al petrolero en uno de los viajes pe­
riódicos hasta S oberanía, aprovechando un sistem a de canje que el co m o ­
doro había im plantad o , con el fin de que los trip u lan tes del petrolero
tam bién pudiesen conocer la nueva base.
N adie se explicaba por qué el com odoro no solucionaba el problem a
de un m odo m ás directo ; haciendo ven ir el petrolero aq u í. P refirió m a n ­
tenerlo al ancla hasta el final de la expedición.
R odríguez se trasb o rd ó al petrolero y no volvió más.
El com andante U rrejola m an ten ía fijam ente su idea de realizar el
vuc’o a H ope. Su intención confesada era e stu d iar un tr u c \ p ara la fra ­
gata. Púsose en contacto telegráfico con el petrolero y solicitó la venida
del hidroavión. E l co m an d an te R o d ríg u ez accedió y todos pensam os que
volveríam os a verle, con su b arba crespa y sus ojos aliebrados.
N o fue así.
El ro n q u id o del hidroavión se escuchó antes de que p u d iera vérsele.
I liego un pu n to n eg ro se m ovía sobre el fondo azul y blanco. V oló en
i m u lo sobre la bah ía y descendió picando sobre el b u q u e, casi encim a
•l< l.i chim enea. La cabeza del piloto se inclinó y su m an o h izo un salu ­
do. Se veían los n úm ero s pintados sobre las alas. Poco después el V au g h t
''ik n rsk y am aró a re g u lar distancia y perm aneció cim brándose, hasta que
mi bole estuvo a su costado. El h id ro av ió n echó el ancla y unos pequeños
•■inp.mos golpearon la quilla de los flotadores, com o si q u isieran cercio-
' ir.' de la existencia real de esa rara avis.
I'n el bote desem barcó un joven subteniente de A viación, de nom -
Imi V elásquez. E xplicó que el co m an d a n te R o d ríg u ez le enviaba en su
lu|ior.
I >' .pués del alm u erzo , U rrejola subió al hidroavión. L levaba pues-
'• n "p .iik a ” de plum as y, en torn o al cuello, su b u fan d a de seda blan-
• \l subir se q u itó la g orra para calarse el casco de cuero del aviador.
■'< iii!/ I<- ayudó a ajustarse un salvavidas y el paracaídas. C on todo
*«•" i'lrm .is de las correas del asiento, U rrejo la q u edaba casi inm ovili-
.'I". l"|M.indo apenas sostener la cám ara fotográfica, la carta naval y sus
I " mi ni, o. |'.| piloto iba en la cabina de proa, p u diendo com unicarse con
■1 .ind.inte por m edio de u n teléfono.
I I Indio.ivión em pezó a m overse hacia el norte. G iró y se puso a co­

271
rre r sobre la superficie tersa del m ar. D escolló lim p iam en te, ascendiendo
por sobre la p u ntilla. N o tom ó de inm ediato ru m b o al sur sino q u e dio
varias vueltas en círculo, de m odo que el co m an d a n te pud o ver a los h o m ­
bres que trabajaban en la construcción de la base, haciendo señas. D el
m ism o m odo los m arin ero s del b u q u e le saludaban. P arecían m anchas so­
bre un estilizado listón de acero. R eflexionó en q u e esa cosa era su b a r­
co; constituía su refugio en estos sitios hostiles, en estas soledades. E l co­
m an d an te sintió un ligero estrem ecim iento; era la p rim era vez que a b a n ­
donaba su buque.
No tuvo tiem po de seg u ir m ed itan d o , p o rq u e debajo asom aba la
A n tártid a y el hidro av ió n ponía ru m b o al n o rte, hacia el extrem o de la
península. P rim ero volaron sobre el contin en te, a unos sesenta o seten­
ta m etros de altu ra. Se veía esa sábana lisa, a rru g a d a a trechos, cubierta
de líneas, com o la p alm a de una m ano. Las grietas p ro fu n d as su rcaban !a
m eseta y era posible contem plarlas hasta el fondo de sus abism os som ­
bríos. Los hielos o n d u lab an siguiendo la m ism a dirección del viento. E l
avión descendió casi hasta ju n tarse con su som bra de pájaro en la m ese­
ta. U rrejola m iró hacia atrás. N o se divisaban los m ontes por n in g ú n la­
do; pudiera ser que en el norte ellos se in clin aran hacia el W ed d ell. El
avión com enzó a g ira r y a poco el m a r surgía de nuevo. V olaron sobre la
costa, recorriendo trozos de la b arrera y acantilados som bríos. A la iz ­
q u ierd a aparecía el ho rizo n te de agua con leves pen u m b ras y con islas
lejanas. U rrejo la reconoció la rada del este do n d e perm anecieron al pairo
d u ran te la incursión de la frag ata. D escubrió unos bajos fondos en la p a r ­
te oriental, los cuales se destacaban n ítid am en te desde el aire. G ra n can
tidad de hielo se acu m u lab a y el com andante vio unas islitas que no pu
do reconocer, debido a la im perfecta representación geográfica de la costa
del cu arterón por el que sobrevolaban. Bien po d ría ser la isla G o rd o n o
la isla E speranza.
U nos breves instantes m ás y el ru m b o del vuelo se alteró sensible
m ente hacia el sur; em p ezab an a seguir el con to rno del litoral oeste del
canal antàrtico. H acia proa aparecieron las islas D ’U rville y Joinvillc. In
num erables im ágenes acudieron a la m ente de U rrejola. A hí, en JoinvilK ,
n au frag ó L arsen. L a d ram ática av en tu ra de N o rd en sk jo ld se reprodiu í.i
en su im aginación. Y la Bahía H o p e com enzaba a verse tal com o sr des
cribe en el libro en que se n a rra la expedición de 1901 n 1903. Ivntrr la*.

272
dos islas surgió ei canalizo que se conoce con el n o m b re de Paso A ctivo,
al su r del C an al A n tàrtico , en la e n tra d a del M ar de W ed d ell. Se divisa­
ba la isla R osam el, desprovista de hielo casi en su to talid ad , bastan te m ás
pequeña que las otras, y el p a c \-ic e cerrad o extendíase por to d a la am p li­
tu d del canal, continu án d o se en m a r ab ierto, a u n cuando desde el aire
se observaban algunos pasos claros. E ra u n hecho que la fra g ata no po-
Iría alcanzar hasta aq u í. Sin em bargo, la B ahía H o p e perm anecía libre
de hielos. Su con to rn o le era fam iliar al co m an d a n te e n los d ibujos de
D use, de 'a expedición de N o rd en sk jo ld , con sus planicies del lado sur, el
ventisquero al fondo, sus im ponentes grietas y la fig u ra soberbia del m o n -
t< B ransfield, g u a rd iá n de ese extrem o de la pen ín su la, ta l cual si u n a
\ rtebra de los A ndes lejanos em erg iera de p ro n to . U rre jo la calculaba
rn unos cien k ilóm etro s la distancia q u e separaba este p u n to de su base.
"L ien pod rían los m ilitares in te n ta r u n a expedición p o r tie rra p ara u n ir
l.i base chilena con la inglesa” , pensaba. C ogió el fono, co n su ltan d o a V e-
l.isquez acerca de la posibilidad de a m a ra r. L a voz del piloto llegó ex tra-
'i.i. Decía que iba a sobrevolar todo el p erím etro de la b ah ía hasta avis-
i.ir (! cam pam ento. P ro n to apareció éste y unos h om bres salu d aro n con
los b ia /o s el paso del h idroavión.
i l am araje fue perfecto. M ien tras se lib rab a de las m u ch as correas y
i >■ vía sus p iernas entu m ecid as, el co m an d a n te vio q u e u n bote sim ilar
•i i ii.i chalupa pescadora se acercaba llevando a su bo rd o a tres hom bres.
I trip u lan tes del bote v en ían a invitarles a pasar a la base. U rre -
i v V elásquez h ablab an inglés. Los recién llegados fu ero n m u y a m a ­
ble*. Ya en el bote les explicaron q u e la b ah ía era p ro fu n d a y que ellos
no podi, n conocer si todo el canal estaba congelado, pues, desde el cam -
I11 1 1 1 <uto no había posibilidad de h acer la observación. H a b ía n llegado a
• Me lu ra ; dos años atrás, naveg an d o en u n b u q u e especialm ente acon-
<1ii ninnilo. D esde entonces no v ieron otros rostros hum an o s. D eb ían per-
ip il un año m ás e n este lu g ar. T o d o esto lo explicaron con n a tu ra ­
la Ini v con u n a enton ació n m o n ò to n a, sin inflexiones n i em oción.
I l m uelle lo constitu ía u n ro q u erío n a tu ra i; de a h i a la base había
n. I>i« >. trecho. U n a restinga de rocas c ru z a b a de n o rte a sur. E1 coro
■i mi I u l o \ «Ir u n a jau ría de herm osos perros del L a b ra d o r les recibió,
in I. | >u< ila de la base podía leerse: “ E agle H o u se ”, “P ost O ffice” y “ N o
III'« i li base tenía unas v entanas m in ú scu las y la nieve estaba alcan-
M " .l" L.r.ta m ás arrib a rie la m itad ele los m uros rie m adera.

273
U n o de los ingleses explicó:
— R ealm ente la ilu m in ació n es m ala y nos d ep rim e; pero debe te n e r­
se en cuenta que a q u í el clim a es el peor de toda la A n tá rtid a . C u a n d o
en la isla G reen w ich ustedes tien en viento de fu e rza cinco o seis, a q u í e l
baróm etro indica tem p o ral.
E l in terio r era ig u alm en te triste. C om poníase de u n com edor centrad
rodeado por dependencias, u n laboratorio, sala de radio, cocina, cu arto d e
la dotación, sala p ara g u a rd a r h erram ien tas y u n pañol p ara las c o rreas
y los trineos. L a biblioteca era n u trid a , com puesta de obras científicas. E l
laboratorio contaba con u n a cám ara oscura p ara el revelado de las fo to ­
grafías. E n probetas y ficheros se coleccionaba la fa u n a y la flora reg io ­
nales. D estacábanse dos calaveras de elefantes m arinos.
Los ingleses sirvieron té. E ra n cinco; cuatro civiles y u n m ilita r
radiotelegrafista. E l q u e los dirig ía se llam aba J. M . R oberts, u n m édico
de T w y fo rd . R eem plazaba en la dirección al v erd ad ero jefe, q u ien h ab ía
p artid o en u n a im p o rtan te expedición por tie rra , hasta B ahía M arg arita,
en el otro extrem o de la P en ín su la de O ’H ig g in s. E l jefe era Elliot, ex p lo ­
rad o r de los H im alay as. P o r esa fecha se en co ntraría en las planicies d e ­
soladas de las costas del M ar de W ed d el.
El m édico inglés fu m ab a su pipa y observaba con in diferencia a esos
extranjeros. Pero le im presionaba el rostro serio de ese m arin o chileno,
joven y cortés, u n ser h u m an o que llegaba de p ro n to e n tre los hielos. Sin
em bargo, dos años en este m u n d o le h ab ían q u em ad o prácticam ente el
alm a; casi sin víveres, alim en tán d o se de la carne de las focas y bebiendo
su sangre a ú n tibia, p ara ah u y e n ta r el hielo del corazón.
U rrejola m iró el techo. N o h ab ía lám paras eléctricas; ú n icam en te fa ­
roles a p arafin a ( 1 ) . Se levantaron p ara salir. A l pasar vieron los instru
m entos p ara m e d ir coordenadas y u n a com pleta serie de aparatos m etco
rológicos. E l doctor R oberts explicó que la p erm anencia de tres años en
la A n tártid a les ofrecía la posibilidad de realizar estudios sistem áticos.

(1 ) T ie m p o d esp u és la base d e H o p e fu e sem id estru id a p or un in c e n d io y


lo s m ilita r es d e la base c h ile n a trataron in fru ctu o sa m en te de prestar ayud.* .1 h
base in g lesa . D o s cruces señ a la n e l lugar d o n d e rep osan lo s q u e m u riero n <<>n
g rla d o s. ¿ Q u ién es hab rán sido?

274
A fu era el día seguía abierto a u n q u e el v iento em p ezab a a soplar. V e-
lásq u ez se ad elan tó unos pasos e n la nieve y sintió q u e u n b u lto se le
venía encim a y el peso de u n cuerpo velludo le arrojó de espaldas. V io
encim a la cabeza de u n perro y sin tió su lengua h ú m e d a y su aliento
cálido.
A m arrados a u n a cadena de unos cien m etros de largo en contrábanse
los perros del L ab rad o r. P erm an ecían separados, de m odo q u e no se p u ­
d ieran alcanzar e n tre ellos. V ivían en la nieve d u ra n te todo el año, cav an ­
do boquetes para protegerse de los tem porales. E ra n herm osos, de suaves
pelam bres aceitosos y aullab an com o lobos al cielo claro. Restos de sus
alim entos se veían sobre la nieve, carne cru d a de foca, huesos roídos. E l
em pleo de estos perros es u n arte y u n a ciencia difíciles de ap ren d er.
C erca se levantaba u n p ro m o n to rio de nieve. E l c o m an d a n te U rre -
jola lo escaló p ara observar la distancia con sus prism áticos. M iraba en
dirección de la isla Joinville y pensaba de nuevo en N o rd e n sk jo ld . L a ex­
pedición había sido terrible. D iv id id a en tres grupos, u n o de ellos pasó
u n invierno a la intem perie. Los h om bres tu v iero n q u e u n ta rse el c u e r­
po con la grasa de las focas y d ev o rar su carne cruda. T o m a ro n aspecto
salvaje y casi no fu ero n reconocidos cu an d o p o r fin a rrib a ro n a Snow
Mili.

U rrejola tam b ién pensaba en P iln ia k . L e veía otra vez con u n c u ­


chillo en la m an o , resbalando sobre el tém p an o , encim a ya de su víctim a.
T ra tó luego de im a g in a r la m eseta del sureste, al otro lado de la
cadena m ontañosa, extendiéndose sin fin , ju n to al m a r. P o r ella m a rc h a­
rían ahora algunos ingleses, resistiendo los vientos, los fríos y el im p la-
i a ble sudario de hielo. Q uiso in te rro g a r al m édico, pero le vio tan lejano,
con sus ojos vacíos, casi blancos y su piel ex an g ü e, ta n fu era de sí m is­
m o, que p refirió callar, in ten tan d o p ercib ir esa claridad que latía com o
siem pre en el confín velado de la m eseta.
“Estos hom bres h a n olvidado las p alabras — pensó U rrejo la— . Sus
< '.presiones están m u erta s, heladas. N a d a m e po d rán explicar fu era de lo
que yo adivine en sus r o s t r o s . . . ”
¡Sin em barg o, cuán to daría él por m a rc h a r con los q u e iban por la
j'.r.ui m eseta, hacia la clarid ad del sur!

275
NOCHE DE LUNA

H a c ía largo rato que d o rm itab a sobresaltado. N o sabría decir si v e ­


laba. U n a angustiosa sensación de lucidez subconsciente m e m a n te n ía sobre
la litera. D e p ro n to , alg u ien m e habló. Pensé q u e sería m enos difícil d es­
p e rta r; pero estaba com o fu era del cuerpo y m e costaba volver. D esp erté
por fin y vi u n rostro opaco. N o le reconocí al m o m en to . E l h om bre lle­
vaba un g o rro de lana y estaba cubierto con u n a casaca de peio negro.
— El com andan te le m a n d a a buscar. D ice q u e vaya a ver la lu n a.
L e espera en el puente.
D escubrí al m arin ero y sus facciones em p e z a ro n a hacérsem e fa m i­
liares.
E n la litera de en fren te estaba d u rm ien d o el co n tad o r de a b o rd o ;
en las dos de abajo no h abía n ad ie; sus ocupantes e ra n u n subteniente de
m áq u in as y el oficial n avegante. E ste ú ltim o pasaba los días y las noches
en el puente, ju n to al ra d a r y al girocom pás. M e puse las zapatillas y la
bata de levantar e inicié el cam ino hacia la torre.
E n la caseta, bajo el pu en te, en co n tré al tim o n el. H acía g ira r leve­
m en te la v ara del tim ó n . Le di las buenas noches, y m e contestó con u n a
entonación m elodiosa, sin volverse.
U na claridad irreal bajaba del pu en te. T o d o estaba allí envuelto en la
lu z fantasm al de la luna. A l pie de u n o de sus in stru m en to s se en c o n tra ­
b a el navegante, la cabeza descubierta y la m ira d a p erd id a. Más allá, e rr a ­
ba u n personaje ex trañ o , u n ten ien te, o q u ién sabe si u n alm iran te, seco,
alto, con el cabello rubio y el rostro sin barba. C o n tem p lab a a través de
los vidrios de la cabina, apoyando sus m anos sobre u n catalejo que le p e n ­
d ía del cuello. U saba u n ch aq u etó n de fin ísim a piel y sus m anos estaban
cubiertas con guantes de p lu m a. E n sus labios sostenía u n a pipa de a re i
lia y una sonrisa im perceptible le ilu m in ab a el rostro.
E ntonces el co m an dan te U rrejo la en tró , cerran d o la p uerta tras de
sí. V enía vestido con su u n ifo rm e de gala y con su g o rra blanca. M e es­
trechó la m an o :
— B uenas n o c h e s . . . H e a q u í la lu n a . . .
L a atm ósfera era cálida; u n a estufa eléctrica tem peraba el am biente.
Los oficiales de la g u ard ia n o ctu rn a la m an te n ía n encendida.

276
La lu z irreal nos circundaba, haciéndonos experimentar una singular
sensación.
Q uise co n tem p lar el cielo y a b rí la p u e rta. L levaba conm igo el calor
de la cabina, p o r lo que p ude p erm an ecer larg o tiem p o afu era.
D el cielo estaban cayendo capas sucesivas de neblinas lunares. D es­
cendían sobre la bah ía cu bierta de tém p an o s de todas fo rm as y tam años.
A lgunos pájaros volaban lentam en te, com o si tu v ie ra n q u e abrirse paso
con dificultad p o r en tre la m e m b ra n a in m aterial de la lu z de la luna.
H a sta donde la vista se exten d ía todo estaba im p reg n ad o de esa fan tas­
m agoría. Los m ontes e ra n u n a p u ra leyenda, u n a com arca de otro m u n ­
do. C onvulsos, envueltos en efluvios, parecían visitados p o r las alm as de
los m uertos. E l velo se rasgaba y nuevas capas de cenizas se posaban so­
bre las nieves. T a m b ié n en el lejano O asis la lu n a b rillaría y su suave m is­
terio, su en can tam ien to , sería contem plado p o r visitantes eternos. L a m i­
ré, la vi: enorm e, pró x im a, com o n u n ca n ad ie la h a b rá observado. E ra la
lu n a de la A n tá rtid a , la lu n a del P olo S u r. Se caía por el cielo hacia el
m ar, hacia el ex trem o del h o rizo n te, resbalaba en esa atm ó sfera sutil y del­
gada que no p o d ía sostenerla. P álid a, u n poco m enos q u e los hielos, la
luna los tocaba, ex ten d ía sus brazos sarm entosos, se deshacía en polvo
de cenizas arg en tad as, com o u n a m o m ia sin tiem po y sin m em o ria. E n ­
tonces u n pájaro voló y atravesó su rostro, lo h irió y, al deslizarse hacia
la som bra, pareció perderse den tro de su esfera.
M e pasé la m an o por el cabello, pues m i cabeza estaba blanca de
esa ceniza im an tad a.
D esde m u y an tig u o los hom bres h a n tem ido a la lu n a , p o rq u e su
luz produce la locura. E lla está m u e rta e n el cielo.
Regresé al in terio r. A h o ra el frío se m e había m etid o en los huesos.
FI com andante ya no estaba ahí. D etrás de su co rtin a hablaba, ha-
1ilaba de la lu n a y de cosas lejanas. Y a q u el teniente seguía de pie, in ­
móvil, fu m an d o su p ip a de arcilla. S onreía con la vista fija en las nieves
tic com arcas ansiosas.
I .a rueda del tim ó n se m ovía con el ru id o de u n reloj que cam ina
«•ii la noche. E l oficial navegante se apoyaba en el girocom pás y su rostro
• siaba blanco. E ra un rostro de anciano, envejecido por la luna.
Sucedió así. M e hallaba en la litera. Los párpados se m e hicieron p e­
sados com o de g ran ito y creo que m e d o rm í. D e p ro n to unos brazos e sq u e­
léticos cru zaro n por el techo, a través de los h ierros. E ra n los brazos de
la luna. Y el cam arote se ilu m in ó con u n h az angustiosa, de difuntos. Los
brazos m e cogieron del pecho y co m en zaro n a tira r, com o para sacarm e.
M e resistí con todas m is fu erzas y u n a y o tra vez m e levanté, volviendo
a caer sobre la litera. P o r fin esa corriente m ag n ética m e venció. Y e n ­
tonces m e vi fuera, rodeado de u n a poderosa clarid ad , flotando en el
aire. A u n q u e fue sólo u n instante, m e pareció con tem p lar u n b u q u e v a ­
rado entre los hielos, ju n to a los arrecifes de u n a isla; pero era u n n a ­
vio de otros tiem pos. N ad ie h abía en él. P ro n to em pecé a subir, con len ­
titu d al com ienzo, luego cada vez m ás rápido. A h o ra la lu z había des­
aparecido y el espacio era negro. C o m p re n d í que m e aproxim aba a u n a es­
fera. Lo que tan to tem ía estaba pro n to a suceder; la lu n a m e había cogido
en tre sus tentáculos y su corriente m e a rrastrab a hacia su m u n d o . A te­
m o rizad o la observé acercarse cada vez m ás hasta q u e su círculo te n e ­
broso m e ocultó la visión de todo el resto. A h í estaba, en o rm e com o la
tierra, cubierta de som bras y de cráteres. Y yo iba cayendo a g ra n velo­
cidad. Q uise detenerm e. F u e im posible. Me resistí con m is ú ltim as fu e r­
zas, pero las som bras se esfu m aro n p ara d a r paso a u n a lu z a g u d a y
a dos tentáculos, com o de pulpo, que m e envolvieron. E n vano m e d eb a­
tí en contra de esas viscosas fu erzas. L a presión era tal, q u e pareció q u e
el pecho m e estallaba. C on seg u rid ad sería trag ad o por esa vorágine, a b ­
sorbido por ese m u n d o a z u l azufroso.
E n ese instante, cuando todo parecía perdido, dos fig u ras irru m p iero n .
E ra n blancas y con cabellos de hielo. P ro n u n c ia ro n palabras de u n id io ­
m a extraño, y la presión desapareció. L a co rriente que m e arrastrab a se
in terru m p ió en su centro.
N o puedo reco rd ar si aquellos seres llevaban sobre sus cabezas go
rros p u n tiagudos de pieles de foca.
C uan d o abrí los ojos, estaba siem pre tend id o en m i litera y )x>i el
ventanuco se introd u cían los pálidos rayos de la luna. U n a hebra d<- lu z
jugueteaba sobre las frazadas.

278
CON EL M AYOR

M e senté en la cám ara a leer u n libro sobre exploraciones en las tie­


rra s antarticas de la R eina M aud.
Se descorrió la cortina, y u n soldado de silueta m a g ra se acercó a
h a b la rm e :
— V engo de p arte de m i m ayor S alvatierra. Le u rg e h ab lar con u s­
te d . Le espera en su cabina.
M e levanté y le seguí por el pasillo.
¿Para qué m e q u e rría el m ayor? R ecordé su expresión u n tan to fes­
tiv a . D e estatu ra m edian a, ten ía m ás b ien el aspecto de u n b u rg u és y no
se im ponía de in m ed iato p o r su apariencia. P ero en su rostro vagaba u n a
sonrisa im precisa y sus ojos pequeños relu cían alg u n as veces de m an e ra
ex trañ a.
El m ayor S alvatierra leía ju n to a u n a m esita. Se levantó al verm e.
E staba en fu n d ad o en su capote m ilita r y con la cabeza al descubierto. M e
ofreció asiento ju n to al ventanillo y se q u e d ó u n rato de pie, m irá n d o m e
sin decir palabra, con am bas piernas abiertas y balanceándose sobre la
p u n ta de sus zapatos.
P ara ev itar la insistencia de esa m ira d a y de esa sonrisa, m e puse a
observar el cam arote. H a b ía tres literas. D os eran ocupadas por el co m an ­
d an te de A viación y el arquitecto. N in g u n o de ellos se en co n traba en la
actualidad en la frag a ta ; Julián d o rm ía en la base en construcción y el
aviador se hallaba e n Soberanía.
P o r fin el m ayor habló:
— Le he en viado a buscar p o rq u e tengo algo m uy im p o rtan te que d e ­
cirle. — Y volvió a sonreír.
A duras penas p o d ría in tu ir dó n d e deseaba llegar el m ayor; pero no
sé por qué el corazón m e dio u n vuelco.
Salvatierra se sentó cerca de la m esa.
— ¿R ecuerda q ue nos hem os en co n trad o allá arrib a, en el vértice que
*la a la g ran m eseta? T ra ta b a de d ib u ja r u n a carta de ese te r r i t o r i o . . .
1 Ir visto algo fabuloso, e x tra o rd in a rio . . . U sted tam b ién lo h ab rá visto.
¿Nt> es vertlad?
— ¿Q ué cosa — p regunté.

270
— H e visto u n a lu z que viene del h o rizo n te, del e s t e . . . ¿N o la h a
observado usted? — Y los ojos del m ayor brillaro n com o ascuas. Su ro stro
entero se había transfo rm ad o , ad q u irien d o u n a expresión desusada— . ¡V en ­
ga! — exclam ó.
Fu im o s hasta la m esa do n d e aparecía u n a carta d ib u ja d a a tin ta c h i­
na.
— E sta es la m eseta. A q u í están los m ontes. Y a q u í . . . ¿Sabe usted
lo que hay aquí? ¡El m ar! ¿E n tien d e? ¡El m ar!
V ociferaba.
— L o he sabido por esa lu z , por esa claridad. N o puede estar m u y
lejos. E n este lu g ar la península tiene que ser m u y angosta. D oscientos,
cien, trein ta kilóm etros, a lo s u m o . . . P o rq u e esa lu z viene del m a r, es
la claridad del O céano. Si estuviera lejos no la proyectaría con ta n ta in te n ­
sidad . . . ¡El W eddell! ¿Se da usted cuenta? N u n c a n ad ie ha cru z a d o
aq u í. Son territorios inexplorados. N a d ie ha visto las costas del W ed d e ll
viniendo desde las costas del B ransfield. ¡N ieves vírgenes, regiones soli­
tarias d u ran te m illones de años! ¡Y nosotros escalarem os los m ontes y lle­
garem os hasta el m a r . . . ! ¡Q ué de cosas verem os!
Yo había cerrado los ojos, pues u n a sensación de vértigo m e to m ó .
¿Sería verdad lo que estaba ocu rrien d o ? Y m e puse a h acer al m ay o r las
m ás absurdas objeciones; absurdas p o rq u e esa a v en tu ra era la que yo h a ­
bía pensado realizar con el aviador. Y en este in stan te, cuando se hacía
posible por o tro conducto, em p ezab a a objetarla.
E l m ay o r m e m ostró u n a b rú ju la de alta precisión, con m o n tu ra de
oro.
— Es nu estra m ejo r g aran tía — m e dijo— . C o n esta b rú ju la n o nos
podrem os perder.
Y en seguida, de pie:
— Le he enviado a buscar p o rq u e pensaba invitarle a m i expedición.
Será el ú nico civil. ¿E stá usted dispuesto a acom p añ arn o s?
— N o deseo o tra cosa. Iba a pedírselo en este m o m en to . Mis reflex io ­
nes son producto del entusiasm o, pues m e siento ya parte en la em presa.
Sonrió.
— Lo sabía — dijo— . H e pedido perm iso para usted al com odoro. D i
ce que debe en treg arle u n a carta en la que declare que a él no le cabe
responsabilidad en su determ in ació n . Q ue lo hace por su propia voluti

280
tad . P artirem os d en tro de algunos días. V am os a instalar n u estro cam p a­
m en to en la m eseta de hielos. E l e n tren a m ie n to y la aclim atación son im ­
prescindibles. L levarem os tres carpas de alta m o n tañ a y vam os a co n stru ir
u n a caseta en la nieve. D ebe p re p a ra r u n equipo adecuado p ara tra sla ­
darse al terren o en su o p o rtu n id ad . Y n a d a m ás por hoy. Le doy las
gracias.
— Yo soy q u ien agradece, m ayor. U sted no sabe . . .
Me in terru m p ió , rien d o con su risa in q u ietan te. Y sus ojos m e a tra ­
vesaban, fijos en el u m b ral.
M e afirm é en la p u erta, pues el b u q u e se m ovía. Y salí del cam arote.

ME PREPARO

U n a de esas tard es m e retiré a m i cabina y escribí varias cartas. L a


p rim era fue p a ra el com odoro y la red acté en los térm in o s sugeridos p o r
el m ayor. L as otras a ú n las conservo, pues m e fu e ro n devueltas por el
oficial contador de la frag ata. Las ab ro ah o ra, después de tan to s años, y
las leo. L as he g u a rd a d o . T ie n e n la fecha d e aquel año, y la tin ta es bo­
rrosa.
A lguien e n tró a la cabina. E ra el co n tad o r de a bordo.
E ste m a rin o ten ía u n a p ersonalidad e x trañ a. N o le interesaba la A n tá r-
tida. N i u n a sola vez hab ía bajado a tie rra en la expedición. N u n c a hacía
icferencias en su conversación al co n tin en te en que nos hallábam os. P o r
eso m e extrañ ó q u e se refiriera a él ah o ra, m o stran d o v ariados conoci­
m ientos:
— M e h a n dicho q u e usted fo rm a rá p arte de la expedición. Yo que
usted uo lo h aría. E sa expedición es u n a locura. N o se poseen m edios ade-
<nados p ara realizarla. N o hay perros aptos, n i g ente con experiencia. E l
equipo es insuficiente y la época no p u ed e ser peor. Si p o r casualidad les
sorprende u n tem p o ral con fu erza doce, n in g u n o de ustedes volverá. T o -
<l.i la A n tártid a está cru z a d a de g ran d es grietas en esta época cercana a
los deshielos. Septiem b re y octubre son los meses buenos. C om o com pañe-
10 (l< cabina considero m i deber ad v ertirle. Piénselo bien, n o se deje 11c-
v.ir por sus fantasías. M as, si a pesar de todo, no le convenzo, le ru eg o
• |in haga ,u testam en to , y m e lo e n tre g u e para g u ard arlo .

281
E sto ú ltim o lo dijo en ese tono irónico con q u e acostum braba hablar.
C reí, por lo tan to , q u e no d ebía d arle im p o rtan cia. P ero él insistió:
— Soy el co n tad o r de este b u q u e y debo p reo cu p arm e de estas cosas.
U sted m e lo en treg a y yo lo g u ard o , lacrado. A n o te en él todo c u a n to
posee y el no m b re de la persona a q u ie n lo deja.
E l co ntador se co lum piaba en la litera y estaba satisfecho.
P o r fin tenía algo que h acer en la A n tá rtid a .

A quella noche, m ien tras la clarid ad se proyectaba en la cabina, yo


perm anecía inm óvil en m i litera, con los ojos abiertos y velando. C ru cé
las m anos sobre el pecho e invo q u é al A ngel prisionero de los H ielos:
“B ajaré a tus dom inios. Voy a a b rir los p u ertas del O asis, q u e tú
g u a rd a s” .
Los párpados se m e h icieron pesados y u n letargo se apoderó de m i
cuerpo. Suaves corrientes, agradables al com ienzo, recorriéronm e de los
pies a la cabeza. Y creo q u e m e do rm í. P ero fren te a m í apareció u n
tu b o negro e n fo rm a de espiral, q u e em pezó a d a r vueltas vertig in o sam en ­
te. N o podía a p a rta r la vista de este em b u d o , en cuyo lejano extrem o veía­
se u n p u n to lum inoso, com o la salida de u n tú n el. A m ed id a q u e la vis­
ta se acostum braba a ese m aelstrom etéreo, u n a fu e rza invencible m e co­
gía del pecho, tirán d o m e hacia a fu era y hacia abajo. Sentí espanto. A u n ­
que tenía conciencia del suceso, no poseía d o m in io sobre él. P o r u n m o ­
m en to m e pareció v erm e lejos, en u n espacio h o n d o y neg ro . U n a risa
sobrehum ana rep artía sus ecos en ese abism o. L u ch é, m e resistí. Y logré
vencer la corriente q u e m e arrastrab a. P ero la vencí a m edias; p o rq u e no
p ude despertar. Q ued é desdoblado. D e n tro de m i cuerpo y al m ism o tie m ­
po fuera. V ibraciones m e reco rrían entero . E ra com o u n ém bolo interno,
acelerándose sin control. Y esa fu erz a se h allaba incapaz, a pesar de
todo, de proyectarm e fu era del cuerpo, pues m i conciencia d iu rn a se ha
bía introducido en el proceso y, m an ten ién d o m e sem idespierto, m edio en
vigilia, enredaba los delicados cables y todas las sutiles conexiones del ac ae­
cer oculto. L a causa de este desastre bien p u d iera encontrarse en esc te
rro r que m e había dom inado. O tras veces ya había exp erim en tad o cos.i
sem ejante; pero lo de hoy era de tal m ag n itu d , que m i cerebro parecí:i
estallar. U nas flores lum inosas g irab an en el espacio. La llarnn helada acer

282
cábase a m i corazón. U n segundo m ás y todo h ab ría term in ad o . E n to n ­
ces ahí apareció u n p eq u eñ o tiesto de m etal, l'.eno de agua. C on ansiedad,
con desesperación, su m erg í m is dos m anos e n él y d e rram é el líq u id o en
m i cuerpo. Las vibraciones cesaron de m a n era rep en tin a. P u d e a b rir los
ojos. Y m e en contré en la litera, reclinado en la m ism a posición de hacía
u n m om ento.
¿Q uién h ab rá puesto al fren te m ío ese tiesto de m etal?
L a serpiente del ag u a sum ergía o tra vez al to rtu ra d o continente.
Y sólo el fuego nos en tre g a rá la in m o rta lid a d .
E l contador se había despertado en su litera y m e co n tem p lab a con
los ojos redondos.

EL CAM PAM ENTO

D esde tem p ran o , u n a de las chalupas balleneras estuvo tra n sp o rta n ­


do el equipaje. C om poníase éste de tres carpas pequeñas, u n trin eo , u n
transm isor de radio, teodolitos, esquíes, sacos de d o rm ir. E l vestuario de
cada explorador co m p ren d ía dos “p a rk a s”, u n a de piel de oso y o tra de
plum as. La ropa in terio r era de seda y de lana. C om o se sabe, la seda
tiene propiedades aislantes, conservando m u y bien el calor. F u e ra de las
bufand as y pañuelos, se nos en treg ó u n g o rro , tam bién de seda, p ara u sar­
lo bajo los cascos forrad o s en pieles.
E speré la ta rd e p ara bajar. D ejé a b o rd o m is frazad as y la provisión
de alim eníos secos, calculada p ara u n p eríodo de unos veinte días. P e n ­
saba volver en busca de estas cosas.
A dem ás del eq u ip o que acabo de m en cio n ar, poseía u n o propio, el
de m is viejas excursiones de m o n tañ a : u n a “p a rk a ” delgada, pantalones
de tela gruesa, unas polainas de g a b ard in a, fabricadas especialm ente p a ­
ra este viaje, y u n p an taló n -fu n d a , im perm eable. Los zapatos e ran g ru e ­
sas, algunos n ú m ero s m ás gran d es q u e el pie, p ara ser usados con varios
I>.ir< s de calcetines. P u d e luego c o m p ro b ar que los zapatos ta n am plios
son sum am ente incóm odos y que, después de todo, da lo m ism o llevar un
par de calcetines q u e tres. Mis viejos zapatos con clavos e ran los m ejores
y hasta usé con buen éxito calzado reb ajad o con suela de gom a. Los z a ­
p ito s de tscjuí m e habían sido prestados y me q u ed ab an estrechos.
C u an d o llegué a la planicie do n d e se hab ía levantado el ca m p a m en ­
to, los m ilitares term in ab a n su instalación. E n el peq u eñ o cam po rein ab a
u n entusiasm o contagioso.
Se eligió la p arte alta de la planicie, ju n to a u n a colina p eq u eñ a y
rocosa, que serviría de protección con tra el viento. L as carpas eran bajas,
del tipo “A concag u a” . Sus “ vientos” se hallab an tensos y enclavados en
la nieve. E l día estaba cubierto de niebla. C am in a n d o hasta las rocas,
descubrí el refugio constru id o por el m ayor S alvatierra. E ra éste u n h o ­
yo en la nieve, sem ejante a u n igloo esquim al. Sus m u ro s estaban cons­
tru id o s con piedras revestidas con nieve; encim a de ellos se ex ten d iero n
palos y sobre éstos u n a tela resistente. L a caseta p o d ría pasar in ad v ertid a;
sem ejaba u n accidente n a tu ra l de la planicie.
Sentado ju n to al hueco de la p u erta, se encontraba el m ayor, con u n
lápiz y u n m ap a en las m anos. A l verm e m e h izo señas. Parecía con ten to
con su refugio y m e invitó a pasar. D ebim os in tro d u cirn o s casi a gatas.
D en tro hab ía dos cam astros. E l del m ayor y el del cap itán H o m ero R iq u e l-
m e, oficial de radio. L ibros de G eografía y de M atem áticas aparecían ce r­
ca de unos faroles a p arafin a. E l piso se h abía em p ed rad o de igual fo r­
m a que los m u ro s; sobre él, se ex tendió otra tela im perm eable. Los refle­
jos y las filtraciones de u n a lu z vaporosa, de color am arillen to , e n tra b a n
por algunos resquicios, sum iendo a la cueva en u n a atm ósfera alucinada
y en ferm iza.
— Me siento a m is anchas, a q u í — expresó— . A l fin estoy e n “el te ­
rre n o ” — y esta palabra la em pleaba e n sentido profesional— . Los m ilita ­
res no nos sentim os bien sobre el agua. E lla es p ara los m arin o s, que son
gente rara. N o en tien d o aquello de perm anecer en u n a cáscara de n u e z
sobre u n elem ento inseguro. ¡Al fin en tierra! — Y soltó u n a risita cascada.
D espués, el m ay o r alineó a la gen te en u n ex trem o del cam pam ento.
Le habló:
— Señores, en este m o m en to em pieza la v id a de cam paña. T o d o s sa­
ben cuál es nuestro objetivo al p erm anecer aq u í. P a ra alcanzarlo, nos su ­
jetarem os a u n a férrea disciplina. H arem o s en tre n a m ien to d iario de esq u í,
a las órdenes del b rig ad ier M orales. L a gente deberá recogerse te m p ran o
en sus carpas y aquellos a quienes se designe para las exploraciones p re ­
paratorias ten d rá n que encontrarse en buenas condiciones fisuras. Se h ará
o ír un toque de d ian a simbólico a las seis de la m añ a n a . La diana se (o

284
cara au n q u e n ad ie pu ed a salir de las carpas p o r el m a l tiem po. T odos
cocinarán por tu rn o . L a cocina es aq u el hoyo. P o r tu rn o , tam b ién , se re ­
colectará la provisión de ag u a p ara el día. Los dos civiles q u e d a n sujetos
a la disciplina m ilita r del cam pam ento. ¡Serán nuestros reclutas! ¡Ya nadie
puede volver atrás!
E l otro civil en el cam p a m en to era u n joven ra d io o p erad o r de u n a
em isora de P u n ta A renas. C on rostro m u stio contem plaba el espectáculo.
E n seguida el m ayor d istribuyó las carpas. E l ra d io o p erad o r ocu p a­
ría la prim era, con u n ten ien te de ap ellido N a rv á ez . E l sarg en to y el cabo
q u ed aro n en la segunda. L a tercera nos correspondió al b rig a d ie r M orales
y a m í.
E l teniente era u n m uchacho fu erte y alegre. E l sarg en to y el cabo
ten ían esa apariencia h u ra ñ a y ru d a qu e, p o r lo g en eral, o culta u n alm a
sencilla y bondadosa. D el b rig ad ier M orales m e o cuparé m ás ad elante. E l
op erad o r de rad io m irab a con ojos lán g u id o s y lacrim osos.
E n la cu m b re del roq u erío se hab ía instalado el a p arato tran sm iso r.
A h í encontré esa noche al capitán R iq u elm e, tra ta n d o de com unicarse con
la frag ata y con el petrolero para fija r u n p ro g ram a de transm isiones p e ­
riódicas. E ra u n hom b re am able, de tra to fino. T e n ía u nos pelos rubios
en la barba y los ojos de u n azu l desteñido. Sonreía siem pre. E sa noche
no fue posible establecer conexión, lim itán d o se el aparato a expulsar toda
cinse de ru id o s curiosos, parecidos a balbuceos prim ordiales, a retazos del
caos. A quel bullicio e ra com o u n a histo ria sonora de los años anteriores
al descubrim iento de la m ecánica. C om o u n rem edo de esos ru id o s que
debieron preceder a la invención de la rad io en el cerebro de sus crea­
dores.
L a antena, m u y larga, se cim b rab a en el viento de la noche an tartica.
Desde lo alto del ro q u erío se podía c o n tem p lar la ensenada silenciosa,
m edio oculta en la niebla. P o r sobre la planicie bajaba la lu z lechosa de
la m eseta, d an d o a esta noche el aspecto de u n día sin g u lar, al m arg en
del tiem po.
Me fui hacia la carpa y, con bastan te d ificultad, e n tré en ella.
A costado en su saco de d o rm ir, se en co n trab a el b rig ad ier. E n esos
m om entos tratab a de encender u n a p eq u eñ a lám p ara a p arafin a, para en
i ibi.ir el recinto. N o le dio n in g u n a im p o rtan cia a m i llegada. C om encé a
desvestirm e. E ra ésta u n a h a zañ a que el b rig ad ier co ntem pló de reojo.

28 r>
E l p equeño espacio de la carpa no h ab ría p erm itid o desn u d arse a dos h o m ­
bres al m ism o tiem po. P ensé m eterm e en el saco de d o rm ir con los p a n ­
talones y u n chaleco de lana. P ero el b rig ad ier m e detu v o :
— N o haga eso. D esnúdese por com pleto. L a ropa le im p ed irá la cir­
culación. E l objeto del saco de d o rm ir es el de m a n te n e r la te m p eratu ra
del cuerpo, fo rm an d o u n a atm ósfera tem p lad a que le proteja. Pero el ca­
lor tiene que producirlo usted, no la ropa. E l saco no deja e n tra r el frío,
ni tam poco salir el calor. M ientras m ás liviano, m ás adecuado. Es el ob ­
jeto de las plum as con que se lo rellena.
“C om o las aves — pensé— , y tam b ién com o la grasa de las ballenas.
¿Q ué extraño pájaro o ballenato es este b rig a d ie r? ”
— P or ahora quédese con la ropa de seda; pero los pies deben estar
desnudos, sin calcetines.
D irigió la operación m inuciosam ente. E ra un h o m b re ru d o , rojizo
— la palabra exacta es “ru cio ”— . N o era m u y joven. N otábase que desea­
ba m ostrarm e sus conocim ientos. P ero lo hacía con ese tono cordial, a u n ­
que no m uy seguro, del q u e desconoce al cam arad a q u e le ha tocado en
suerte.
A ntes de ap ag a r la lam p arita, se encasquetó su g o rro de seda, a tá n ­
dolo fuertem ente bajo la barbilla.
— H a g a lo m ism o — m e dijo— . L a cabeza qu ed a fu era y debe per-
m anecer abrigada.

A m en u d o yo “ pienso” tanto d u ra n te el sueño, que jam ás se me e n ­


fría la cabeza. Lo q u e se m e en fría n son los pies. P ero le obedecí.
A pagó la lám para. Y la carpa qu ed ó com pletam ente a oscuras. Está
bam os u n o al lado de otro. E l espacio era ta n peq u eñ o que apenas i
podíam os m overnos. A fu era em pezaba a soplar el viento y la tela de la
carpa se agitaba. Sobre el piso no había m ás que u n a delgada cubierta
im perm eable. D ebajo q u edaba el d u ro hielo y su frío constante, tena/.,
pasaba a través de la tela y del saco, llegando a m i espalda, a los pulm o
nes y hasta a los huesos. Lo sentía en form a ag u d a, casi qu em an te, sin
fuerzas ni poder alg u n o p ara com batirlo. L en tam en te se iba apoderando
de m í, com o un dolor irresistible. T o d av ía los pulm ones eran anim ales
tibios, pero d entro de poco serían alcanzados por el co rtante filo. M r
moví. T ra té de ponerm e de costado.

286
E l viento traspasab a la carpa.
E l b rig ad ier tam p o co do rm ía. E m p ezó a hab lar. N o hay n a d a m ejo r
que las palabras p ara p ro teg er al ho m b re. N o s d an aquello q u e ya no
p u ed en darnos los objetos. L as palabras nos diero n calor.
— E n Suiza — m e dijo— tam b ién he d o rm id o en la nieve de las m o n ­
tañas. A llá son m o n tañ as diferentes, otro tip o de rocas, están com o d o ­
m esticadas. N o son salvajes com o las n u estras. Se las ha cu bierto de pinos
y el h om bre las controla. H a sta la nieve parece m enos fría. H a y to d a
una técnica p erfeccionada y com pleja p a fa escalar. A q u í las cosas se
hacen de otro m o d o . . .
E ra u n hom b re d istin to el que m e hablaba. C on u n a ento n ación d u l­
ce recordaba su viaje p o r S uiza. M ezclaba alg u n as palabras francesas. P a ­
rece que la som bra le hab ía tran sfo rm ad o .
— A llá estudié la técnica parallèle. C u esta d o m in arla, p rin cip alm en te
p ara quien se ha ed u cad o en el sistem a de las “cuñas ’.
C on el gorro de seda, sentía u n intenso calor en la cabeza. T u v e q u e
q u itárm elo.
— Las m o n tañ as n u estras — contin u ab a el b rig ad ier— son las q u e m ás se
recuerdan. N o tien en iguales en el m u n d o . A h o ra m ism o las echo de m e ­
nos. E n esta sabana en o rm e, lo que m e a n im a , lo que m e im p u lsa es la
esperanza de que esas m o n tañ as, q u e a veces vem os, se p arezcan a las del
n o rte. Yo creo que son m ás bajas. Es a ellas do n d e debem os llegar. A
m i m ayor le interesa el M ar de W ed d e ll; pero a m í m e in teresa n esas
m ontañas.
— ¡A m í tam bién ! M orales, usted y yo buscam os lo m ism o — exclam é.
E ntonces el b rig a d ie r volvió a en cen d er su lám p ara, pues le parecía
que la en trad a de la carpa se hab ía ab ierto y se colaba el viento. R e­
visó la cerrad u ra y luego buscó algo e n tre sus ropas. P areció e n co n trarlo :
— M ire — m e dijo— , esta es S uiza . . . P ero es o tra cosa la q u e deseo
m ostrarle. Esto.
Y m e señalaba la fotografía de u n a m u je r en la nieve, v istiendo p a n ­
talones de esquí.
— Es m i esposa. Juntos hem os escalado los m ontes. A m bos tenem os
el m ism o am o r por las m o n tañ as. A ella le h ab ría g u stad o to m a r p a r­
te en esta exploración.
D espués, el b rig ad ier estuvo b o m beando su pequeña lám p ara, con la

287
q ue p retendía caldear u n poco el recinto. Y así pasó esa noche, en tre la
lu z y las som bras, h ab lan d o am bos de cosas q u e m a ñ a n a o lvidaríam os y
tra ta n d o de com batir con los recuerdos la m o rd e d u ra del hielo.
H a sta que débilm ente, en tre el ru id o del viento y la indecisa lu z del
alba, escucham os la d ian a, com o si fu era el g rito angustioso de u n a g a r­
g a n ta helada.

EL D IA

E l día estaba cubierto. N o s lavam os sacando ag u a de u n hoyo c av a­


do en la nieve.
U n bote se llevó al rad io o p erad o r. A m aneció con fiebre alta y se tr
m ía u n a com plicación p u lm o nar. L o tran sp o rta ro n en cam illa hasta el
m uelle de la b arrera. M e pareció ad iv in a r q u e e l h o m b re estaba feliz dr
m archarse.
E l m ayor S alvatierra p erm anecía a la en tra d a de su igloo, con la brú
jula y u n m ap a sobre las rodillas. Ese b u en b urg u és se hab ía transió»
m ad o en u n hom bre fanático y voluntarioso. C o n ironía, casi con drs
precio, m irab a al radio o p erad o r.
M e dijo:
— A hora q u ed ará u n espacio en la carp a del ten ien te. E s m ejor <|n.'
se traslade ahí. D e este m odo el b rig a d ie r te n d rá m ás com odidad. H n
n uestro guía.
E sa m añ an a escalam os hasta el lím ite de la planicie. Y el brigadn i
dio com ienzo a sus lecciones de esq u í. E l m ayor y yo éram os los alum
nos, po rq u e el tenien te esquiaba m u y b ien y el sargento y el cabo |x >.I(.111
deslizarse veloces p o r la pen d ien te. Las nociones q ue el b rig ad ier no-, di<>
fu ero n las ru d im en taria s: g irar, cam in a r sobre la nieve b landa, cantr.u
los esquíes sobre el hielo, ascender por u n plano inclinado, d e s c a íd a -n
sem iderrapage y fre n a r en “c u ñ a” . E l b rig ad ier estim aba que paia <m<
terren o el sistem a de “cu ñas” era el m ás adecuado.
Sorprendía ver al m ayor rep etir u n a y cien veces la m ism a p i.h n , 1

caer y levantarse, cubierto de nieve. Ese hom bre ya no era joven; | ........

m ostraba el entusiasm o y el em pecinam iento de un m uchacho. (>< >1j>• 1

do, m agullado, insistía ju ra i|ue el b rig ad ier c o n tin u ara instruyendo!«, «

288
p e sa r del cansancio. E l b rig ad ier tran sp ira b a y nosotros tam b ién , sin q u e
p a ra ello fu era u n im p ed im en to el intenso frío . E l m ayor practicó hasta
pasad o el m ediodía. Sólo entonces regresam os al cam p am en to.
E l alm u erzo fu e cocinado en fo rm a rústica. E n tre dos g ran d es pie­
d ra s colgaba la m arm ita. L a carne y la v e rd u ra e ra n de conservas. L a b a ­
se alim enticia la constituyó el chocolate y los alim entos secos.
P o r la tard e h ubo u n corto reposo, p ara luego c o n tin u ar con los e n ­
tren am ien to s.
E l viento sopló fu erte, sin q u e p o r ello la niebla se d espejara. Sólo
a l caer la noche vino la explosión de lu z blanca sobre el h o riz o n te . P ero
fu e m om entánea, com o siem pre, p o rq u e en seg u id a reto rn ó esa p e n u m b ra
irreal.
N os refugiam os en las carpas. Y aq u ella noche fue a ú n peor q u e la
a n te rio r; p o rq u e el ten ien te N a rv á e z no poseía u n a lám p ara p ara calen­
tarn o s. E stuvim os en la oscu rid ad desde el p rin cip io y n i siq u iera la a le ­
g ría p erm an en te de este oficial p u d ie ro n hacernos o lvidar el terrib le frío.
Pienso que él se sobrepuso a la m o rd e d u ra del hielo, q u e a m í m e m a n te ­
n ía al borde de la “clariv id en cia” . Y d igo esto p o rq u e, su perada la p rim e ­
ra etapa de desesperación y dolor del cuerpo, iba e n tra n d o en u n estado
de indiferencia lúcida, com o si flotara e n u n m u n d o liviano y p u ed e q u e
h asta ard ien te, en q u e el cuerpo era ajeno, com o u n a p ied ra. P o d ía, si
'ju isiera, ab ando narlo p a ra siem pre, sin n in g u n a em oción n i a n g u stia.
P ero la inflexible v o lu n ta d del m ay o r nos volvería a la conciencia:
el to q u e de su corneta rasgó el alba g ris de u n nuevo día.

P E R D ID O S EN EL MAR

F u i a bordo en busca del resto de m i eq u ip o . E l m ay o r m e despidió


«»n la recom endación de volver tem p ran o . A l d ía siguiente se h a ría u n a
exploración p rep arato ria e n la m eseta.
'Io d o ese d ía d isfru té de las com odidades de la fra g a ta. T o m é u n
luíio., sabiendo que pasaría u n b uen tiem p o antes de q u e p u d iera hacerlo
nuevo. D espués ju n té las bolsas de alim entos y todas las frazad as que
en co n tré a m ano.

289
10 T rilo g ía <lc la l>i'n«junla
E sa tarde las chalupas con m ateriales seguían yendo a tierra. Lo h a ­
cían a pesar de la niebla que no dejaba ver a u n m etro de distancia.
M e descolgué por u n a cuerda y en tré a u n a de ellas. L a chalu p a tra n s­
p ortaba m adera. Su trip u lació n estaba com pleta. A ntes de p a rtir, el p a ­
tró n del bote, u n cabo de m a r, ofreció a sus hom bres u n trag o de a g u a r-
d iente. Los m arineros llam an a esta bebida la “chica” .
P artim os en dirección del m uelle. E nvueltos en las “ p a rk as” , los h o m ­
bres íbam os bajo u n cielo dem asiado encapotado para ser sereno. C o n ­
tem plaba a los m arin ero s bogar en silencio, concentrados. A ratos m e p a­
recía que el bote n av eg ara p o r los aires, en tre los vapores de un m u n d o
im preciso. Esos m arinero s rem ab an en la e tern id ad y sus m ovim ientos no
ten ían sentido. L a proa de su chalu p a no tocaría jam ás u n puerto.
H acía rato que navegábam os. Si m is cálculos no e ra n errados, ya d e ­
beríam os estar atracan d o a la p u n tilla. O bservé a los m arin ero s y al cabo-
P ero ellos no d em ostrab an in q u ie tu d alg u n a; reían, haciéndose b ro m as.
T ra té tam bién de reír, p articip an d o en la charla de los boteros. D e este
m odo pasó o tra m edia hora. Y el ro stro de los hom bres no cam biaba. E l
cabo de m a r iba con la b arra del tim ó n en tre las m anos y, de vez en
c uando, d irigía palabras casi rituales, ininteligibles para m í.
C on u n m ovim iento in v o lu n tario m iré m i p eq u eñ a b rú ju la de b o lsi­
llo. E n ella com probé lo que tem ía. M archábam os en dirección opuesta,,
bogando hacia el n o rte en lu g a r de hacerlo hacia el sur. M e d irig í al cabo:
— ¿Sabe usted que an d am o s perdidos? H ace rato q u e vam os en se n ­
tido contrario.
Pero el cabo rió, a firm a n d o q u e eso no p odía ser, p o rq u e habíam os
p artid o en b u ena dirección. Los dem ás m arin ero s co n firm a ro n . Les m o s ­
tré entonces m i b rú ju la y ellos m e a rg u m e n ta ro n q u e e n estas latitudes
las brú ju las servían poco, pues frecu en tem en te “ e n loq u ecían ”, debido a 1.»
proxim idad del polo. E l cabo se ex tendió en u n a a rg u m en tació n m u y cu
riosa sobre la posibilidad de q u e n o fu e ra el polo n o rte el que atraía I;»
agu ja, sino el polo su r que la repelía.
A d m iré la tra n q u ilid a d de estos hom bres, sobre todo al com pren
der que ellos no estaban seguros de lo q u e afirm ab an .
Intenté u n ú ltim o recurso para convencerles:
— M antengam os por lo m enos el ru m b o ; de este m odo nos será fá< il
volver, virando en redondo hacia el sur.

290
R espiré cuando vi q u e aceptaban esta pro p u esta. C reo q u e esto nos
salvó.
P o rq u e de pronto las olas co m en z aro n a levantarse, d a n d o la im p re ­
sión de que ya no estábam os en la bah ía. P o r e n tre la tu p id a n iebla vis­
lum bráb am os a ratos las som bras de u nos islotes que luego se p erd ían .
Y después, unos g ran d es tém panos p asaron ta n próxim os q u e la e m a n a ­
ción del hielo nos alcanzó con su tajan te hálito . E l viento soplaba. Y el
ru id o de derrum bes no m u y distantes se dejaba o ír entre el oleaje y la
niebla.

A nadie le cupo en d u d a q u e nos en co n tráb am o s perdidos en el m ar.


E l cabo exclam ó sonrien d o :
— Parece q ue su b rú ju la tiene raz ó n . H a c e tiem po que yo pen sa­
ba lo m ism o; m as, ¿q u é h ab ría g an ad o con decirlo? N o podem os volver
al b u q u e. E l capitán se p o n d rá furioso; creer lo co n trario , es no cono­
cerle. E s m ejor que tratem o s de en c o n tra r la p u n tilla . . .
E n esta difícil situ ació n el tem ple de esos hom bres se m a n te n ía fir­
m e. E stábam os perdidos en la A n tá rtid a . E l tem p o ral podía desencade­
narse en cu alq u ier m om en to . E l clim a y el m a r nos e ran desconocidos.
Sin em bargo, los m arin ero s no d em o strab a n in q u ie tu d .
T am poco yo sentía te m o r p o r la situación e n que nos hallábam os. Só­
lo deseaba, v ehem entem en te, llegar a la planicie del cam p am en to , en d o n ­
de m e esperaba el m ay o r. L o que nos o c u rría en este bote era p ara m í
un serio obstáculo.
C on especial sentido d el h u m o r, los m arin e ro s m e d ijero n :
•— ¿P ara q u é vam os a reg resar a bordo? Si nos m orim os aq u í, “ pasa­
rem os a la historia de u n viaje” .
C o m p ren d í. P ero callé. P o rq u e era su razón y no la m ía. Y desde
.iqucl instante com enzó u n a lucha sorda e n tre ellos y yo. E ra la lu ch a de
mi m ito en contra del m ío ; del m ito del m a r e n contra del m ito de las
m ontañas. Sabía que ú n icam en te el m ay o r m e estaba ofreciendo la po ­
sibilidad de u n acuerdo e n tre su m a r de W ed d ell y m is tran sp aren tes
t um bres.
Regresemos al buque — insistí— . Cualquiera otra cosa será consi-
d< rada jx)r el capitán com o imprudencia. ¡U sted, cabo, es el responsable
de las decisiones que aquí se tomen!

291
U no de los m arin ero s dijo:
— E n aquella isla, tras la n iebla, pod ríam o s p asar la noche.
— ¡N o! — g rité— . E s ab su rd o . B usquem os la frag ata. R ecuerde, ca ­
bo, n o se olvide del capitán. A esta h o ra ya se h a b rá n o ta d a la falta de
esta chalupa y estarán buscándonos.
El m iedo que el cabo sentía p o r el capitán m e a y u d ó a vencerle. N u n ­
ca pensé que el irascible cap itán p u d iera llegar a ser u n d ía m i aliado.
Sin em bargo, en esta ocasión m e favoreció d efin itiv am en te. Esos h o m ­
bres le tem ían y el sentido de la disciplina se im puso sobre el sentim iento
del destino. E l cabo prefirió e n fre n ta r el enojo de su su p erio r antes que
ser acusado de incu m p lim ien to del deber.
U n a hora m ás bogam os hasta q u e el oído finísim o de los m arineros
d istin g u ió unas vibraciones im perceptibles p ara m í. E ra el ru id o de los
m otores de la frag ata. E l cabo d irig ió el bote en esa dirección. L a escena
de la aparición del b u q u e fue fan tasm al. E m erg ió de la niebla com o u n a m o
le que se nos venía encim a. Sin em bargo, estaba inm óvil y anclado. Las
nubes hu id izas d ab a n la im presión de que se m ovía; sus cañones y sus
chim eneas to m ab an proporciones colosales, elevándose por sobre nosotros.
Parece que en el b u q u e tam b ién se escuchó el golpeteo de los rem os,
p o rq u e u n m arin ero de g u a rd ia dio voces y luego otros se agolparon so
b re la escala de a bordo. E l cap itán se acercó, m ira n d o hacia abajo:
— ¿D ónde an d ab an ustedes?
— N os perdim os — respondió el cabo, de m alas ganas.
— A sí lo veo. ¡Q ué clase de m arin o ! ¡A ver, d enle u n a b rú ju la de lx>
te a este h o m bre, p a ra q u e p u ed a alca n zar tierra !
V i cóm o el cabo se ponía rojo y m e m irab a de soslayo.
E l capitán le pasó u n a b rú ju la g ran d e, parecid a a u n a lám p ara, y
le ordenó z a rp a r inm ed iatam en te, pues las otras chalupas ya estaban r e g r r
sando de la p u ntilla.
L legam os al atracad ero de anochecida, cu an d o la clarid ad iniciaba
sus señales n o ctu rn as en la planicie. M e despedí de los m arineros y caí
g an d o m is bolsas y frazad as, ascendí por la pen d iente de nieve hasta <1
cam pam ento.
U n pesado silencio m e esperaba. L as carpas estaban cerradas y sólo
el capitán R iquelm e m e recibió ju n to a la colina. M e dijo que el m. tyoi
había ordenado que m e recogiese en seguida, pues la g ente reposaba j.i

292
ra p a rtir de m a d ru g a d a en la exploración de la m eseta. N o p o d ría to m a r
p arte en ella a causa de m i atraso. E l cap itán tratab a de tra n sm itirm e las
órdenes del m ay o r am ablem ente, p ara no decepcionarm e.
E l no sabía q u e cosas peores p u d ie ro n sucederm e en esa jo rn a d a.
C reo que hasta d o rm í esa noche. A u n q u e bien p u d o deberse a q u e
bajo el saco de d o rm ir ju n té varias frazad as p ara defen d erm e del hielo.

EL FRA CA SO DE UNA E X P L O R A C IO N

E l m ayor p artió acom pañado del b rig ad ie r, del sarg en to y d el cabo.


L os dem ás perm anecim os en el cam p am en to . E l g ru p o de exploradores
subió p o r la p en d ien te p ara c o n tin u a r h acia el este, p o r la g ra n m eseta.
F u e u n a exploración m u y accidentada.
D esde el com ienzo, la n iebla in tercep tab a casi to talm en te la visibili­
dad . L as g rietas apareciero n en la planicie. E l b rig a d ie r se h u n d ió en
u n a y debieron ay u d arle tira n d o de las cuerdas. M arch ab an en fila, sor­
tean d o los accidentes peligrosos del terren o . H a c ia el m ed io d ía apareció el
viento. E l b lizza rd les envolvió. P en sa ro n detenerse, pero com o el te m ­
poral arreciaba, c o n tin u a ro n en la m ism a dirección. E l m ay o r q u e ría po­
n e r a pru eba la precisión de su b rú ju la y el tem ple de su gen te.
E n la tard e, el h am b re, la sed y el frío se acen tu aro n . E l sarg en to
cogió u n p u ñ ad o de nieve y se lo llevó a la boca. T e n ía los ojos h u n d i­
dos. A poca distancia de ellos, la n iebla em p ez ó a g irar en torbellinos.
E ntonces el cabo cayó de bruces, y co m en zó a g em ir.
E l m ayor se le acercó y le golpeó con su bastón.
— ¡L evántese! — g ritó — . ¿Q ué significa esto? ¿A caso no es usted
un hom bre?
E l cabo se sobrepuso y co n tin u ó m a rch a n d o hasta la noche.
V olvieron tard e al cam pam ento, fam élicos y tristes. E l b rig a d ie r p a ­
recía desconcertado, a u n q u e e rg u id o . Sólo el m ayor sonreía, com o siem ­
pre, con su rostro cu b ierto p o r u n a b a rb a h irsu ta y sucia.
Pasaron los días sobre el cam p a m en to . La niebla cerraba co n ti-
n u am en te el espacio. A m en u d o venía el v iento del este q u e asolaba la
planicie, im p id ién d o n o s toda actividad. N o p edíam os cocinar, ten ien d o
»|iir perm anecer en el in terio r de las carpas, inm óviles, y sin ten e r siq u ie­
ra u n libro p ara leer. N ev ab a a todas horas y las cuerdas resistían apenas
el vendaval. Parecía qu e la tela de la carp a se fu era a p a rtir. E l viento se
colaba b atiendo furiosam ente. N u e stro e n treten im ien to consistía en seguir
los hilillos de agua qu e se deslizaban p o r el declive de la tela. Si llegába­
m os a tocar con el dedo, el agua se filtraría. P ero a m ed id a q u e nevaba,
form ábase u n a corteza de hielo por sobre la carpa, que nos protegía, ais­
lándonos.
D u ra n te estos días de encierro forzoso nos alim en táb am o s de fru tas
secas y de u n cierto concentrado e n riq u ecid o con vitam in as. P erso n alm en ­
te había dejado de practicar las recom endaciones del b rig ad ier. E n tra ­
ba vestido al saco de d o rm ir y m e echaba encim a cu an to abrigo podía,
llegando a acostarm e con la “ p a rk a ” y el capuchón puestos. N o se tra ta ­
ba ya de hacer experim entos, sino de salvarse de la congelación. C reo que
ni el brigadier en su carpa solitaria estaría cu m p lien d o con sus reglam en
tos. C u an d o el frío y el viento arreciaban, el ten ien te y yo tratábam os de
darn o s calor ap roxim an d o nuestros sacos. M enos que seres h u m an o s, redu
cidos al puro instinto de conservación, nos m ovía u n fu erte deseo de so
brevivir.
N u estra apariencia debe h ab er sido ig u alm en te p rim itiv a. N os lava
vam os a veces, cuando conseguíam os salir de la carpa, con u n a agu í
am arilla, com o o rín , en los hoyos del deshielo. S u contacto hería el ros
tro. E l cabello y la barb a se en m arañ ab an . D educía m i aspecto por el de
los otros. E l m ay o r había p erdido varios kilos de peso y tenía los ojos
rodeados de som bras m óviles.
P or fin, el viento se calm ó y volvim os a las prácticas de esquí.
F u e éste uno de los peores tiem pos de nuestra perm anencia en la
A n tártid a. P or suerte no hub o tem p o ral de viento en escala superior. Si
ello hubiese sucedido, n in g u n o de nosotros p o d ría contarlo. La expedi
ción y el cam pam ento se m o n ta ro n en las m ás inapro p iad as condicioncs.
D isponíam os de escasísimos elem entos; tam poco era ésta la tem p o rad a pro
picia ¡jara arriesgarse en exploraciones en la A n tá rtid a , ig n o ran d o ade­
m ás la configuración de la zona. Sin em bargo, soporté con alegría y '■<
reñid.id todas estas inclem encias. Sólo u n a cosa rebasó el lím ite y me exas
jx-ró: tener que cocinar. C on el cabo pasam os todo u n día en cendiendo un
fuego que el viento apagaba, cu m p lien d o así con un oficio para el m il
no venía preparado y del que ya no restan conocim ientos atávicos en mi.
U n día el com odoro nos vino a v isitar. L e vim os llegar al c a m p a ­
m en to cubierto con su g o rro de pieles. Se sentó ju n to al fuego y bebió
co n nosotros u n a ta z a de té. C on tem p ló el g ru p o , d istraído, cansado, c o ­
m o si m uchas veces h u b iera hecho esto m ism o. L uego dejó caer alg u n as
palabras:
— ¿ H a n visto esa lu z?
E ra ya tard e y desde la lejanía de la m eseta llegaban las señales
blancas.
E l com odoro se fue, sin volver el rostro. P ero todos nos sentim os con
reno vados bríos. E l m ay o r m e llevó h asta la cim a de la p en d ien te. E x ­
te n d ió el brazo y m e h ab ló :
— Esa claridad viene del m ar. Es el W ed d e ll. B rilla de noche m ás
q u e de día. E n el día, la n iebla nos im p id e ver. Y a tenem os la ex p erien ­
cia de u n a excursión d iu rn a . E l m a r conserva la lu z invisible del d ía , q u e
ta l vez sea claro en esos confines, y la proyecta e n la noche p ara in d ic a r­
nos el cam ino. L a p ró x im a expedición la h arem o s de noche. M a rc h are­
m o s en dirección de H o p e , hasta a lca n zar la base inglesa. Será la ú ltim a
ex p ed ició n p rep arato ria an tes de la d efin itiv a. P refiero la noche. ¡Ya no
q u ie ro saber m ás del d ial

E ntonces m e alejé y subí la peq u eñ a colina rocosa a u n lado del c am ­


p am en to . D esde allí, y con tiem po claro, se d o m in a la bah ía. M e senté
sobre u n a piedra m an c h a d a de nieve y de estiércol. C ercana, e n tre dos
rocas, encontrábase u n a gaviota s \u a . E stirab a su cuello ascético y sacu ­
d ía sus plum as grises y feas. S olitaria, era com o u n anacoreta en estas re ­
giones, consciente de su poder, cen trad a en sí m ism a, fea y soberbia, en
m ed io de los elem entos hostiles. E stiró a ú n m ás su cuello y pareció p e­
n e tra r la niebla en dirección de la bah ía invisible. A b rió las alas y se
elevó por entre la b ru m a , hacia el m ar.
M e dije: “H e a q u í el rey de la A n tá rtid a . Es d u ro y cru el; pero se
basta a sí m ism o, está com pleto. Es igu al q u e el hielo o que el frío, se
e n cu en tra m ás allá de to d o pensam iento. N in g u n a definición lo alcanza.
El soberano de la A n tá rtid a no es la foca linfática, ni el p in g ü in o e n te r-
necedo r. Fs el sf{ua cru el y descarnado” .
E sta noche, m ien tras perm anecíam os en la carpa, oím os ru id o s. Se­
m ejaban p;tsos de alg u ien que cam in ara sigilosam ente. D esde hacía u n

295
tiempo se escuchaban estos ruidos en las noches. T al vez fuera el crujido
que hace la nieve al endurecerse.

PO R LA M E SE T A , H A C IA HO PE

La expedición a H op e se llevó a cabo de noche.


E l brigadier iba delante, le seguía el mayor, yo y el sargento. N o m e
explico la razón por la cual se dejó al teniente sin participar en esta ex ­
pedición.
N o s dirigim os hacia el noreste. Marchábamos en fila, unidos por
cuerdas y arrastrando los esquíes sobre la nieve blanda.
D e esta expedición no es m ucho lo que recuerdo con claridad, a pe­
sar de ser la primera en que participé. T en go una sensación borrosa de
haber caminado horas y horas, siempre hacia el norte, con una leve in ­
clinación hacia el este. Luego giram os hacia el Estrecho de Bransfield y
las barreras de la península. La marcha era monocorde, casi sin interrup­
ciones. Los zapatos m e apretaban y la “parka” de piel de oso m e hacía
transpirar. La impresión del sudor en un clima de frío intenso, en m edio
de los hielos, es sum amente desagradable.
D esde la partida, la niebla nos aprisionó y casi no veíam os al que iba
delante. A l principio la m ente estuvo clara, atenta a los accidentes del
terreno; pero luego, la m onotonía increíble, el color blanco de la nieve, la
bruma pesada que nos envolvía com o un saco, que nos dejaba apenas pa­
sar, para cerrarse de nuevo, la luz difusa, existiendo en algún punto más
allá de esa niebla, que hacía señales inextinguibles, nos fueron introdu­
ciendo en un clima m ental también denso, llegando m uy pronto a no d is­
tinguir el m undo en que nos hallábamos.
El brigadier avanzaba silencioso. D e vez en cuando se escuchaba su
voz, como si viniera de lo alto.
Cada media hora el mayor indicaba el rumbo. Detrás m ío sentía res­
pirar al sargento. A veces la cuerda oprim ía m i cintura. Debíase a que el
mayor, el sargento, o bien yo m ism o, habíamos perdido el ritmo de la
marcha.
Se comprende que al caminar de este m odo, sum idos en la niebla y
en ese m undo fantasmal, pronto las impresiones se confundieron, haciéndose
igualmente vagas. Si a todo eso se agrega esa sensación única de frío y

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calor mezclados, de hielo y transpiración, el cansancio que no se siente,
pero que va introduciéndose en los huesos, entonces hay que aceptar que la
m ente no pueda fijar los detalles y que el recuerdo de esta expedición sea
el de una caminata que bien pudo efectuarse en un solo punto, sin avanzar
ni volver, girando todo el tiempo en torno del campamento.
Una hora más de caminar en esa Antártida nocturna y quizá todos
hubiéramos com enzado a ver visiones. Pero el brigadier se cansó de la nie­
bla y el mayor debió reconocer que aún estábamos lejos de H op e, a pesar
de que en ciertos m om entos creyó acercarse lo suficiente al campam ento
inglés com o para descubrir las luces de las instalaciones.
Regresamos tom ando la dirección de nuestra base. Y mientras lo ha­
cíam os, el mayor nos explicó:
— Esta expedición será de mucha utilidad para cuando iniciem os la
conquista del W eddell. Descansaremos toda la semana y, a com ienzos de
la próxim a, em prenderem os nuestra gran aventura. N ada quedará por co­
nocer. N ad a se nos puede resistir.

H asta entrada la mañana permanecí tirado en la carpa.


E n todo el sector del campam ento la nieve se había solidificado, de
m odo que en la superficie había una costra de hielo duro y resbaladizo.
En la tarde alcancé hasta el roquerío. La pendiente se encontraba ne­
vada. Puse un pie en ella y resbalé, cayendo de bruces sobre un cascote de
hielo afilado. U na herida profunda sobre la ceja derecha m e cubrió el ros­
tro de sangre. Con el pañuelo la restañé. Seguí subiendo hasta la cumbre
de la colina. Estuve sentado un m om ento junto a la roca picada de hielo.
M ojando m i dedo en la sangre de la herida tracé con ella unos signos so­
bre la nieve de la Antártida. Los envolví luego en un círculo. Rojo sobre
el blanco, los signos permanecerán adentrándose hasta el corazón del hielo.
A ún deben vibrar en esos calveros desolados.
V olví al cam pam ento. El brigadier m e curó la herida.
Los días com enzaban a pasar lentos, angustiosos. A l mayor no le veía­
mos. Se encontraba en su cueva, trazando rutas y estudiando mapas, con
la brújula en las rodillas. D e vez en cuando se oía su risa cascada.
El sargento y el cabo hicieron algunos intentos por arrastrar el trineo
cargado hasta la meseta; pero fracasaron. E l m ism o brigadier debió reco-

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noccr que era u n trabajo sup erio r a sus fu erzas; el trin eo no p o d ría ir en
la expedición. F u e u n serio co n tratiem p o . A l d eja r el trin eo tam b ién re ­
nunciábam o s al rad io tran sm iso r. E l ten ien te R iq u elm e perm anecería ju n ­
to a su in stru m en to . N o d em ostró p o r ello n in g ú n pesar.
C reí ver u n b u en a u g u rio en q u e el ap arato fu e ra descartado. La
esterilización m ecánica de la v ida q u ed ab a atrás. E l destino tal vez p u ­
diera actuar.
V olví u n a noche a la a ltu ra de la planicie y m iré el confín. A llá
lejos palpitaba la lu z velada y trág ica, proyectando sus señales sobre el
espejo pálido de la m eseta. B u sq u é los m o n tes; pero la nieb la los cu b ría.
P ensé en m is oasis y en q u e a h í a lu m b ra ría el sol blanco de la m e d ia ­
noche. A lguien m e ag u ard a b a y la h o ra estaba p róxim a. E n voz baja re ­
p etí: “P o r fin he llegado” .
A sí tra n scu rrían estos últim o s días.
M e recogí en la carp a. M ientras soplaba el viento, volví a soñar con
los ojos abiertos. Y entonces alguien vino, pisando en la nieve q u e crujía.
M e esforcé p ara ver y d escubrí la im ag en del M aestro. C u án to tiem po
q u e n o le veía. A h í estaba ah o ra, de pie ju n to a la colina. T e n ía u n aire
de preocupación y sus ojos m e m irab a n con afecto. M e h izo señas para
q u e m e aproxim ara y le obedecí con g ra n esfuerzo. M e era difícil lev an ­
tarm e, dejar el saco de d o rm ir y todas esas cosas que m e ab rig ab an ; e n ­
tre ellas, el cuerpo.
M e acerqué. E l M aestro exten d ió u n a m a n o hacia el hielo.
— Esto quem a — dijo— . ¡Q ué soledad y cu án ta s o m b r a . . . ! ¿H as m i
rad o d entro de esta grieta?
Y m e m ostraba la boca de u n abism o, m ien tras se inclinaba par.«
contem plarla. M iré tam b ién y vi u n pozo p ro fu n d o , sin fin, que Ilegal >.i
hasta el centro de la tierra.
— A h í está E l — m e explicó— . A h í reside. E n lo m ás p ro fu n d o e r n r
el hielo; porque el hielo y el fuego son u n a m ism a cosa. E l fuego helad«»,
de cuya m o rd e d u ra nadie puede curarse, p o rq u e destruye la form a d rn v i.
y eterniza. Q uien a h í vive es el g u a rd iá n del fuego y hab ita entre los lii<
los. ¿R ecuerdas a D an te? D ebió c ru z a r a través de E l, hasta alcanzar < i.
m ism o sitio en donde te encuentras. P ero en lo alto del ciclo brillaba m
tonces la C ru z del Sur. N o la podrem os ver ahora hasta q u e desaparr/
ca esta niebla que la vela. P ara lograrlo deberás lu ch ar con E l, .ilií ■I •■

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jo, o a q u í arriba. Se ap ro x im a tu p ru eb a. ¿ T e atreverás a descender a
este abism o en m i p r e s e n c ia ? ... ¡C u án tas cosas te serían e v i t a d a s . . . !
In v o lu n tariam en te m e eché atrás y creo q u e m i cuerpo co m en zó a
tem blar.
E l M aestro exclam ó:
— Lo siento. N o p o d ré evitarte la d u ra p ru eb a q u e te espera en tu
v id a real. Si te faltan las fu erzas para d escender por d e n tro de ti m ism o,
entonces tendrás q u e destro zarte en lo externo, ap ren d ien d o a m o rir u n a
vez m ás. A ú n te q u ed a tiem po h u m a n o en el corazón . . . P ero no o lv i­
des, la prueba que se avecina es d u ra y si fracasas, d añ arás a m uchos;
p o rq u e la vida de los h om bres está m isterio sam en te u n id a y la a v en tu ra
de u n o alcanza a todos. E xisten hilos invisibles q u e e n tre la z a n la h u m a ­
n id a d . T u triu n fo o tu fracaso rep ercu tirá n hasta el ú ltim o confín del
S u r...
V olvió el rostro y observó la nieve blanca sobre la cual había trazos
rojos.
— ¡Estos s i g n o s . . . ! S iem pre que ellos v ib ra n , yo debo v e n i r . . . ¿Q u é
tienes en la frente?
Se aproxim ó. E n sus ojos so rp ren d í u n ráp id o reflejo.
Y m e pasó la m a n o por la h erida.
S entí alivio.
— Q ue la suerte te sea leve . . .
Y le vi p a rtir, sin volver el rostro, sep aran d o la niebla con su a tm ó s­
fera azul.

H A C IA EL W EDDELL

E l teniente N a rv á e z p o rtaría cien palos cubiertos de brea, p ara se­


ñ a la r la ru ta del regreso, clavándolos e n la nieve a intervalos de u n k iló ­
m etro . D esde las siete de la tard e el c am p a m en to estuvo en actividad. Se
p reparaban las provisiones y los aperos. Los esquíes se fo rra ro n con u n a
lira d t piel de foca p a ra facilitar la ascensión por la p endiente helada.
Los que se q u ed ab a n se fo rm aro n d elan te de las carpas. N os salu d a­
ron levantando los brazos. El m ayor acababa de salir de su caseta de n ie­

299
ve y estaba despidiéndose de sus hom bres. Se a tó detrás del b rig ad ier,
indicándonos q u e hiciéram os lo m ism o en el o rd en correspondiente. Me
tocó después de él. A m is espaldas iba el ten ien te N a rv á ez .
L a p rim era p arte del trayecto se efectuó por la planicie. L a niebla nos
envolvía com o siem pre, a u n q u e esta vez era u n poco m enos densa que
en noches anteriores. D istin g u ía al b rig ad ier haciendo de cabeza y m a r­
cando el ritm o de la m arch a. L as cuerdas dejaban dos m etro s de d ista n ­
cia en tre cada hom bre.
M edia hora tard am o s en ascender hasta la planicie. Sobre la g ra n m e ­
seta, el m ayor cam bió el ru m b o hacia el sur, p ara b o rd ear la ladera de
ese cerro alto que e n los días claros arro ja su som bra encim a de la base
en construcción. E m p ezam o s a su b ir nuevas p endientes. A causa de la
niebla, no pudim os d istin g u ir la ladera m o n tañ o sa, presentándosenos el
p rim e r inconveniente de orientación. T u v im o s d u d as acerca de si estaría­
m os giran d o en to rn o d el cono de la m o n tañ a. E l m ay o r se detuvo a co n ­
su ltar su b rú ju la. Y el ten ien te aprovechó el alto p a ra clavar la p rim era
estaca. La puso inclinada, e n dirección del viento. C u a n d o de nuevo p a r­
tim os, la estaca era com o u n p u n to n eg ro o com o u n a línea am iga sobre
la palidez de la planicie. L a nieve estaba b lan d a y se hacía necesario pisar
fu erte con los esquíes. S entí q u e los zapatos m e ap re tab a n m ás q u e en
ocasiones anteriores.
H abíam os ascendido bastante y la b rú ju la nos in dicaba a h o ra el ru m ­
bo del este. S iem p re subiendo, m an tu v im o s esa dirección. A p aren tem en te
n o volveríam os a cam biarla. F re n te a nosotros aparecía u n a m eseta de
ondulaciones sucesivas, que se co n tin u ab a com o olas de u n m ar e n d u re ­
cido.
A sí cam inam os d u ra n te largo rato, con la m ism a im presión de días
anteriores. Sin d istin g u ir claram ente si íbam os p o r la tierra o por un m u n ­
do im aginario. E l encapuchado de en fren te era u n a som bra gris en tre h u ­
m os de pesadilla. E l ritm o de la cam in ata en erv ab a la m en te y la vo­
lu n tad .
El m ayor levantó u n brazo y la carav an a se d etuvo o tra vez. E l te ­
niente sacudió la nieve de sus esquíes y se adelan tó hasta ponerse al lado
m ío. Le vi bien. T e n ía nieve en las barbas. M e pidió q u e tomar.» u n a de
las estacas con brea que portaba a sus espaldas, d en tro de una suerte de
carcaj. "T ien es que q u itarte el g u a n te ” , me dijo. Lo hice. Y el frío me

300
ag arro tó los dedos. L a brea era pegajosa y la m an o se q u ed ó n eg ra. E l te­
n ien te clavó este nuev o palo en la nieve, ta l com o lo venía haciendo cada
k ilóm etro. El viento b atía m is guantes, u n id o s por u n a cu e rd a al cuello
de la “p a rk a ” . E ntonces el m ayor em pezó a re p a rtir caram elos de lim ón
y de anís. M e pareció ex trav ag an te y m e resistí a aceptarlos, p retex tan d o
q u e no m e hacían bien. P ero el m ay o r se en fad ó , d iciendo: “ ¡T ien e que
com erlos! ¡Se lo orden o ! ¡U sted está bajo m is órdenes! E stos caram elos
son absolutam ente necesarios” . L a breve in m o v ilid ad nos helaba, d eb ien ­
do a g itar de co ntinuo los brazos y las piern as.
L a m eseta p ro long ab a su pen d ien te y la te m p e ra tu ra crecía de m a n e ­
ra inexplicable. Sucedió de pro n to u n fen ó m en o inu sitad o en la A n tá rti­
d a. Se puso a llover. E l ag u a cayó fin a y nos em papó. M i “p a rk a ” re z u ­
m ab a, m ojándose m ás q u e las otras. T ra ta b a de asp irar la h u m e d a d de la
lluvia, ta n p articu lar en este aire seco y sin olor; pero era tam b ién u n a
lluvia especial, e n tre v a p o r y hielo, sin h u m e d a d y casi sin ag u a, com o
polvillo, o com o agujas pen etran tes y finas.
A lcanzam os u n a cu m b re, y el v iento sopló cada vez con m ás fu e rz a .
L a lluvia cesó y debim os av an zar en p lan o inclinado, lu ch an d o co n tra el
viento. L a te m p e ra tu ra volvió a d escender y el frío se h izo insoportable,
lo que no im pedía q u e al m ism o tiem p o tran sp iráram o s. C reo q u e p u d i­
m os m o rir congelados sin que el cuerpo p o r ello d ejara de tra n sp irar. U n
ru id o com o de cristales y tenues chasq u id o s se p roducía encim a de las
ropas; el agua de la lluvia se estaba h elan d o sobre las v estim entas im ­
perm eables. E l clim a irreal de la n iebla, u n id o ah o ra al v iento poderoso
y al frío, pro d u cía de nuevo esa lucidez cercana a la clarividencia, que
h acía m ira r los hechos acaecidos con in d ifere n te serenidad, com o si ta m ­
bién fuésem os entes de hielo, ap artad o s de todo sufrim ien to .
N os detuvim os o tra vez.
E l cansancio hacíase efectivo a d en tro , de u n m odo casi intelectual, por
deducción o raciocinio: pensábam os q u e debíam os esta r cansados, q u e
no podía ser de o tro m odo. E l frío nos im p ed ía sentir físicam ente el c a n ­
sancio, quitán d o n o s, adem ás, la posibilidad de detenernos p ara rep o n er
las fuerzas. H icim o s alto por u n brevísim o tiem po. P re te n d í sacarm e los
guantes para a b rir la m ochila y noté q u e m e hallaba com pletam ente c u ­
bierto por la escarcha. E l ag ua de la lluvia se había congelado en las c u e r­
das, encim a de los g u an tes y de los capuchones de las “ p ark a s” . N o s sa-

30 ¡
cudím os unos a otros. E l hielo caía en pequeños trozos. E n las am arras
era tan com pacto y d u ro que no había m odo de desatarlas. In stin tiv a m e n ­
te m e llevé la m an o a la cara y la sentí fría, com o de p ied ra. La barba
e ra u n trozo de hielo. U n icam en te entonces descubrí el aspecto del m a ­
yor Salvatierra y el de los otros. P arecían ancianos de hielo, cubiertos de
estalactitas desde la cabeza a los hom bros. G olpeé m i b arb a con los n u ­
dillos y se queb ró p o r la m ita d , cayendo con ru id o de cristal.
E ntonces el m ayor nos habló, con voz que salía por en tre sus labios
escarchados:
— ¿O yen el viento? ¿ H u elen ? ¿N o descubren n ad a? ¡Es el olor del
m ar! ¡Es el m ar! E ste viento viene de m u y lejos. T a l vez no tanto. P o r­
que aq u í, en la A n tá rtid a , todo alcanza lejanías, la vista, el v ie n to . . . y
tam b ién n o s o t r o s ... ¡H o y llegarem os al m ar!
E xperim entaba u n dolor agudo en los talones y h ab ría deseado q u i­
tarm e por u n m o m en to los zapatos. E l m ayor estaba de nuevo controlan
do el rum bo.
L a m eseta se prolo n g ab a siem pre igual. A h o ra íbam os sobre el hielo
y la piel de foca de los esquíes raspaba la superficie. E l b rig ad ier m arch.i
ba m uy lentam ente, con vacilación y tan tean d o con am bos bastones. 1)<•
este m odo continuam os d u ra n te algunas horas. H a sta q u e de im proviso
el b rig ad ier se detuvo, h u n d ie n d o su bastón en el hielo.
— U n a grieta — dijo.
H icim os alto. E l m ayor consultó:
— ¿Es pro fu n d a?
— B astante — respondió el brig ad ier, m ien tras su m erg ía el bastón has
ta la e m p u ñ ad u ra.
— ¿Se puede pasar? — con tin u ó el m ayor. Y el tono de su voz n .i
decisivo.
El b rigadier dio vuelta el rostro. A diviné por su m ira d a lo que <ko
rría en su interior.
— ¿ P a s a r ...? Se puede — respondió.
-— ¡Bien — dijo el m ayor— , p ara eso estam os!
Y se aseguró la cu erd a en la cin tu ra.
E scuché que el ten ien te com enzaba a silbar m u y quedo m ie n tra ; no*,
separábam os hasta que las cuerdas se pusieron tensas.
I'.l primero en cruzar fue el brigadier. Ix> hizo con cuidado. l’i.s.tmlo

302
com o si quisiera elevarse, com o las m u ías co rdilleranas, clavando u n b as­
tó n delante y otro detrás. L a grieta estaba cu b ierta por u n a capa de hielo
delgado que crujía y chasqueaba com o si se fu era a p a rtir. L e tocó en se­
g u id a el tu rn o al m ay o r. Pasó rá p id am en te, sin darle im p o rtan cia, com o
si estuviese pisando sobre suelo firm e. L e seguí. A firm é u n pie y después
el otro. E staba ya sobre la grieta. L a capa ten u e crujía, se ro m p ía e n p a r­
tes. H u n d í u n bastón d elan te y m e di im pulso. E stuve del o tro lado. M ien ­
tras cru zab a el ten ien te, el m ayor explicó:
— Es m u y difícil q u e u n a grieta sea ta n ancha com o el larg o de u n
esquí. ¡Estoy convencido de q u e no hay n in g ú n peligro e n esto!
D esde ese in stan te nos enco n tram o s e n m edio de u n cam po de g rie ­
tas y ú n icam ente al té rm in o de esta d esesperada expedición vin im o s a li­
brarn o s de ellas.
L as grietas nos ro d eab an y el b rig ad ie r o rd en ó q u e cam b iáram o s la
form ación; en lu g a r de ir u n o tras de otro, nos alineam os h o rizo n ta lm e n -
te. Q uedábam os distanciados, au n q u e con las cuerdas flojas en tre nos­
otros. A ú n no co m p ren d o la ra zó n de ello. C ad a u n o iba solitario, a b a n ­
d o n ad o a sus propios recursos.
P o r p rim era vez e n la A n tá rtid a ex p erim en té la soledad. U n a sole­
d a d que no era p ro d u c id a por lo externo, sino que p rovenía del in terio r.
E ra u n a soledad lejana, p rim o rd ial, co n g èn ita a la existencia y q u e se h a ­
cía consciente debido a l cansancio casi m etafisico que nos d o m in ab a. I n ­
tu ía , realizaba la fatig a del ser, en las células, en las en trañ as; los huesos
dolían, con u n frío q u e les p enetraba en la m éd u la. E l ta ló n m e to r tu ra ­
ba com o si lo estu v iera n cortando. A m i alred ed o r todo era som bras v a ­
gas q u e se d esplazaban sin ru id o . N ieb la gris. L uego, oscu rid ad im p en e­
trable. N o m e atrevía a m overm e, sino q u e a pasos lentos, v acilando e n esa
o scuridad de pesadilla. A l cam in ar horas e n tre g rietas, sin saber d ó n d e,
sin ver a n u estro lado, u n a invencible sensación de h o rro r se apo d erab a
del án im o. Y u n deseo irresistible de tirarse e n la nieve y rep o sar p o r fin.
L o superé con u n a sab id u ría casi ajena. M e o rd en é seg u ir ad ela n te. U n
g ra n desfallecim iento se posesionaba del cuerpo, u n a fatiga blanca subía
desde los pies, los q u e se neg ab an a av a n z a r. E ra el “ab razo de la V ir ­
gen de los H ielo s” , del q u e habla A m u n d se n ; la tentación de reposar en
el hielo y de p ro b a r ese ab razo m ístico. M e detuve un instan te. La

303
d u d a me asaltó de im proviso. ¿Q ué hacía yo aq u í? ¿Q ué cosa rra ese
m u n d o y que tenía q ue ver conm igo? E n u n relám p ag o se m e descubrió
lo absurdo de la av en tu ra y m e vi com o u n n iño em p eñ a d o en u n juego
sin sentido. Q u iza sí estaba próxim o a a n iq u ila rm e, a d a r térm in o a una
vida a cam bio de u n sueño, u n a sugestión m a n te n id a con engañosa h a ­
bilidad, tran sfo rm án d o m e en v íctim a de m is propias creaciones. L a d u d a
m e to rtu ró : “ ¿Acaso m e q u e d a ra otro cam ino? ¿Acaso allá, allá l e j o s . . . ?”
U na exultante agua, unos pro fu n d o s ojos, g ran d es com o el u n iv e rs o . . .
C on rapidez, el co razón volvió a latir y la sangre en co n tró sus viejos c a u ­
ces. Sin em bargo, en alg u n a p arte de m i ser, u n a conciencia p u ra a d m i­
rábase de este rep en tin o cam bio.
I^a d u d a ya n o m e ab an d o n aría hasta el fin al. E l h o rro r, la niebla, el
am biente de pesadilla, las grietas, el ritm o in su frib le de esa m a rc h a con­
tin u a, el frío y la p ro x im id ad de la m u e rte m e h ab ían tran sfo rm ad o . Ya
no era dueñ o de m í m ism o. E n el fo n d o , estaba aso m b rad o de este cam bio.
Sucede q u e en los clim as extrem os, e n las cercanías d el polo, se p ro ­
ducen curiosos fenóm enos y alteraciones de los estados psíquicos.
U n tiró n de la cu e rd a m e obligó a a v an zar. E l inm enso cam po de
grietas co ntinuaba rodeándonos. Reconocí unos palos negros q u e el te ­
niente había clavado. T a l v ez estaba volviendo sobre m is pasos. O í u n a
voz q ue nos o rd en ad a d etenernos. Y fren te a nosotros se ab rió u n a g rieta
en o rm e, com o con segu rid ad no veré o tra. E xtendíase e n zig za g hasta
perderse de vista en la planicie. M e aproxim é y observé q u e era n eg ra y
p ro fu n d a, com o la g rieta de m i sueño. S entí el m ism o te rro r al co n tem ­
p larla, no atreviéndom e a acercarm e dem asiado. E ntonces todos nos ju n ta ­
m os y nos pusim os a g ira r sig u ien d o el curso de esta grieta. C o n el b rig a ­
d ie r a la cabeza dábam os vueltas y m ás vueltas. N u n c a sabré lo q u e h ici­
m os p ara atravesarla. M as, pronto, nos en co n tram o s del o tro lado. A l m enos
así lo creim os.
D e nuevo form am o s la fila. E l b rig a d ie r vacila ah o ra. L e veo ir des­
pacio. Le oigo resp irar con interrupciones, volviendo el ro stro p ara co n ­
su ltar al m ayor. D etrás, el teniente m arc h a vigorosam ente a ú n . N o m e
pide ya que le saque las estacas del carcaj, sino q u e tra ta de ay u d arm e.
1 lem os llegado al borde de u n a p en d ien te, o q u iz á de u n precipicio, pues
el b rig ad ier se detiene con b ru sq u ed ad y espera. E ntonces el m ayor se p o ­
ne a g rita r y a reír. Salta sobre los esquíes y vocifera co n tra el viento:

304
" ¡ l i e aquí el m ar, 1k* a q u í el m a r . . . ! ¿ H u e le n , sienten este viento sali­
no? ¡Es el m ar! ¡Es m i m a r de W eddell . . . 1” Y golpea con los bastones
sobre la nieve.
Yo escucho el viento, suavem ente lo oigo. Y en m edio de él, m uy
lejos, m e parece percibir un aullido p en etran te y agu d o , que m e llam a,
q ue m e espera . . .

(A ú lla el PerroJ

“ ¿Eres acaso tú , que m e recuerdas los oasis, ese p uro y g ran d io so


sueño del com ienzo de los tiem pos? ¿D ó n d e te encuentras? H as sido fiel,
p o rq u e has venido en el instante en que m ás te necesito, p ara se ñ a la r­
m e el cam ino hacia m is am igos, los héroes, los inm ortales. Ellos te e n ­
vían. Y tú aúllas, aúllas en el viento, en la nieve . . . D iles que ya voy,
diles que vacilo, que no estoy seguro de enco n trarlo s, que a ú n d u d o . . .
d u d o de tu aullido . . . p o rq u e bien p u d iera ser el viento que sopla en las
m esetas desoladas. ¡P erro m ío, d em u éstra m e tu existencia, aparécete
a q u í con tu im agen de bucles rubios, d estro z a d a por los feroces s \u a s l
¿E res la voz de D ios, o el aullido del D estino? Pienso que si te obedezco
m e equivocaré. T iem blo . Estoy débil, 110 sé lo que me sucede. U n a voz
q ue no es la tuya m e dice que a ú n no ha llegado el m o m en to , q u e bien
p uede no ser éste el cam ino. Me dice que debo ab a n d o n a r el ú ltim o su e­
ño, que no es por m ar, ni por tierra por do n d e en co n traré la paz, ni a los
héroes legendarios, a quien es tú hoy s i r v e s . . . ¡Sueños, a g u a . . . ! ¡A úlla
contra el v ie n t o ! ... ¡T e he a b a n d o n a d o . . . ! ”

E l teniente m e sostenía del brazo , em p u ján d o m e hacia adelante. Me


observaba con curiosidad.
— ¿Q ué te sucede? ¿T e ocurre algo?
— N ad a. ¿N o sientes com o aúlla? ¿N o oyes al perro?
L a sorpresa se reflejó en su rostro. Y m e soltó el brazo.
— ¡T ú tam bién! — exclam ó— . ¿T e estás volviendo loco? ¡Reacciona!
N o es m ás que el viento.
E stábam os descendiendo por el abism o. Lo hacíam os canteando los
esquíes sobre el hielo. N a d a se veía abajo. T o d o estaba negro, envuelto

305
20— Trilogía de la búsqueda
.o l.i m< bl.i I ,i pendiente era casi vertical y sólo con el canto de los es-
<l"i< ñus m anteníam os adheridos a ella. B astaría c]uc' uno resbalara para
.m .r ii.n a los otros tres. 1(1 m ayor no dejaba de com unicarnos que ha-
bi. m íos llegado al fin de la expedición y que el M ar de W cd d ell se e n ­
contraba al fondo de este precipicio. E ntonces el b rig ad ier se d etuvo. Vi
<ii su-, ojos la expresión de un an im al a terro rizad o . Al encararse con el
m ayor com prendíase que estaba dispuesto a no seguir av an zan d o . U na
palidez m ortal cubría su rostro.
N o veo — dijo— . N o sé a dónde vam os. C reo que si dam os un p a ­
so m ás será realm ente el fin de la expedición, com o usted d i c e . . . ¡Está
bueno con esto! ¡Yo m e qu ed o aquí!
El m ayor tam bién se detuvo. V aciló u n instante. E n la voz del b rig a­
d ier descubría el germ en de la rebelión. E ntonces h izo algo m uy extraño.
Se d irig ió a m í y m e m iró al fondo de los ojos, com o in q u irien d o , com o
p regu n tán d o m e. Supe así que si le apoyaba, si decía u n a sola palabra alen-
tándole a seguir, d aría la o rd en . C o n m ig o de su lado, av an zaría, para
c u m p lir el destino. E n un relám pago in tu í el m isterio de esta av en tu ra: el
m ayor no era más que el vehículo de m i sueño. E l tam b ién parecía com ­
prenderlo. Pero si yo d u d a b a , n ada m ás te n d ría que h a c e r . . . P e rm an e-
( í silencioso, com o una estatu a de sal y sufrim iento.
E l m ayor se irgu ió cu an alto era, puso sus m anos en la c in tu ra y
g ritó contra el viento, hacia los espacios fríos y el fondo del abism o:
— ¡M ar de W eddell, m e has vencido! ¡Pero volveré! ¡Ya nos verem os
otra vez las caras!
D e este m odo concluyó la expedición. N u n c a supim os dónde h ab ía­
mos estado ni cómo efectuam os el regreso. V olvim os con m u ch a m ás ra ­
pidez y facilidad, pues lo hacíam os de bajada. Las estacas a lq u itran ad as
nos fueron m uy útiles, señalándonos la ru ta. A pesar de ello, el b rig ad ier
se perdió y no pudo enco n trar el cam ino exacto. P ero el m ayor consultó
su brú ju la y nos orientó. La g ran g rieta no se vio esta vez por n in g u n a
parte y creo que no fue necesario esquivarla. E n la cim a de las p ro n u n ­
ciadas laderas, quitam os !a piel de foca de los esquíes y em pezam os a
deslizam os velozm ente. D ebido a que los cuatro íbam os am arrad o s y a
que el m ayor y yo no éram os buenos esquiadores, a m en u d o rodábam os
por la nieve, arrastran d o en la caída al b rig ad ier y al teniente. D olíanm e
cada vez m ás los pies y apenas si m e sostenía ya sobre los esquíes.

306
A íin de evitar las caídas en conjunto, se efectuó un cam bio. D esh i­
jóse la íorm ación, para co n tin u ar en g ru p o de a dos. E l m ayor iría con el
b rig ad ier y yo con el ten ien te. E l m ay o r se ató la cuerda sobre el pecho,
m ientras su extrem o era to m ad o firm em en te por el b rig ad ier, q u ien m a r ­
charía detrás sujetándole cada vez q u e la velocidad au m e n ta ra d em asia­
do. N a rv ácz hizo otro ta n to conm igo. D e este m odo, cuando la p e n d ie n ­
te me arrastraba y el viento cortaba con g ra n fu erza, el ten ien te fren ab a
en “cu ñ as” y la cu erd a daba un tiró n seco. M e era im posible m a n te n e r
el eq u ilib rio y caía co n tra la nieve.
V arias horas se p rolongó esta sin g u lar c a rrera por las n u b lad as p la ­
nicies de la A n tártid a . D e tard e en tard e divisaba delante, com o un p u n ­
to móvil sobre la sabana de hielo, al m ayor y al b rig ad ier. D escendían,
rodando a m en u d o largos trechos.
D e im proviso, la niebla se deshizo. F u e en un m in u to , q u iz á sólo
en segundos. Increíblem ente se disolvió en el aire y por p rim era vez en
tantos días, en tan penosas horas, el cielo h o n d o y sutil del polo apareció
diáfano, delgado. A n u estro rededor se h izo el m u n d o y a nuestros ojos
les fue dado contem plar el paisaje. N os h allábam os a gran d es a ltu ras, so­
bre lom as de hielo y nieve. H acia abajo deslizábanse suaves colinas o n ­
d ulantes y hacia atrás, las cim as convulsas q u e no fuim os capaces de a l­
canzar. E n el cielo aú n no aparecía la C ru z del S u r, velada por los res­
plandores de la luz de orien te. E xtasiados ante este m ilagro, agradecidos,
olvidam os el frío y la m iseria de nuestros cuerpos. M iram os el p an o ram a
que nos circundaba, su rg ien d o de la nada y de las som bras. Y allá, m uy
abajo y m uy lejos, sobre la fran ja azu l y d ilatad a del m ar, en tre tém panos
pequeños y vagabundos, divisam os una lucecita que parpadeaba. E ra la
fragata, anclada en la b ahía. C on q u é em oción la contem plam os. Ese era
nuestro hogar, nuestro refu g io en estas vastedades, en este continente de
hielo invencible y de m isterio defendido por b arreras im penetrables.
La últim a etapa del regreso se hizo in d iv id u alm en te. F u i el ú ltim o
<-n llegar al cam pam en to . A v an zab a apenas, tam b alean d o y con los pies
destrozados. E ra ya de am an ecid a. Junto a u n a h oguera nos esperaba un
té con ag u ard ien te. Lo bebí a sorbos cortos. A h í se hallaban los dem ás,
tirados sobre la nieve. El cap itán R iqueltne les contem plaba con d u lz u ra .
I'.l m ayor sonreía aú n . N o se sentía d erro tad o . H a b ía cum plido con su
deber. “ Ya v o l v e r é . . . ” , repetía.
Me alejé hacia el roq u erío y escalé la peq u eñ a colina, ib a en busca
del nido del sl^ua e n tre las rocas.
L o encontré ahí. E staba como siem pre, solitario. E stiró el cuello al
sentir m i p roxim id ad . D espués agitó sus plum as revueltas y se levantó.
O teaba hacia el lado del m ar. E m p re n d ió el vuelo. Se alejaba hacia las
islas del poniente. E n el h o rizo n te apareció un p u nto. E ra o tra ave de
la A n tártid a. El s!{ua del ro q u erío se reu n ió con su pareja y juntos se
alejaron, describiendo círculos sobre las islas felices.
“ Dios m ío — m e decía— , hasta el solitario invencible, el erem ita, el
rey, busca su opuesto, su defensa en la soledad. La niebla m e im pidió verlo
antes. ¿Es necesario velar ciertos hechos, para que se pueda cu m p lir un
destino, para m an ten er la fe y la ceguera necesarias a toda realización?
¿C uál es la verdad ? ¿L a niebla o la lu z ? ”
C om p ren d í que u n a ironía sutil, una sabiduría traspasada de h u m o r
estaba m anejando estas ú ltim as horas y desplegaba ante m í símbolos p er­
ceptibles, pero ya inútiles.
V estido, m e ten d í den tro de la carpa y m e d o rm í. P or m i alm a p a­
saban otra vez las escenas de la expedición y veía la m eseta, las grietas
insondables. D elan te el m ayor y el brig ad ier, detrás el teniente. A lguien
m ás iba con nosotros, alguien que tenía alas de p ájaro y que aullaba co­
m o un perro. E ra u n perro con alas; un perro en fo rm a de serpiente,
que aullaba dentro de m í m ism o, en la base de m i colum na vertebral. N o ,
el que aullaba era el b rig ad ier; aullaba com o u n an im al lastim ero, hacía
el poniente, de d onde venía su m u jer, aproxim ándose con unos p an talo ­
nes de esquí en la m an o . E ntonces el m ayor m etió uno de sus bastones
en la g arg an ta del b rig ad ier y éste ya no pud o aullar m ás. T odos nos p u ­
simos de acuerdo para m a tar al m ayor. Le en terram o s en la nieve. Y
sobre su tum ba cruzam os sus bastones y sus esquíes. E l perro con alas
de st{iia perm aneció velando. T a m b ié n vino el com odoro y nos explicó:
"1 lay que evitar que este hom bre se in m ortalice; p o rq u e cubierto de este
m odo por el hielo logrará resucitar eterno. P ara im pedirlo m e q u ed aré
aq u í y le haré descu b rir otra vez la m u erte. Soy especialista en estos m a ­
neje.*, porque yo s o y . . . ” N o me acuerdo lo que dijo. Pero el com odoro
•.<• sentó sobre la tu m b a de hielo del m ayor y se qu ed ó ahí para evitar
que resucitara.
A r;itos dfsjxT iaba para volverm e a dorm ir. En algú n lugar apareció

308
el rostro del M aestro. M e m irab a con fijeza y curiosidad. D espués se lii
zo un g ran vacío en m i corazón. Yo hab ía perdido, yo no fui capaz. Los
hielos m e rechazaro n . A quel que reside en las tinieblas blancas, en r 1
fuego frío, no aceptó el com bate, p o rq u e no m e en contró lo suficiente­
m ente solo. V io que en m i corazón p erd u ra b a n a ú n las esperanzas y las
ilusiones. E l am o r tam b ién desplegaba a h í sus alas volando hacia yerm as
lejanías. ¡D ulce agu a, lejano recuerdo, dedos tibios de sangre h u m a n a y
de consoladora te rn u ra ! ¡O lvido y sueño! ¡R ueda de las reencarnaciones!
N o fui digno del hielo ni de la ú ltim a desesperanza. Lo sabía ya al p a r­
tir, con m i corazón h enchido de m ensajes y de poem as boreales, su je tán ­
dom e a u na ú ltim a ilusión . . .
E m pecé a au llar, a au llar larg a m en te , e n tre lágrim as, e n tre hielos y
escarcha. M e dolía el alm a, m e dolían los pies.
E l teniente N a rv á e z me sacudió con fu e rz a para d esp ertarm e. A p ro ­
xim ó su cabeza a la m ía. E n sus ojos se reflejaba la in q u ie tu d .

OTRA V EZ EL B R A N S F IE L D

A quel día y el siguiente los pasé te n d id o en la carpa. E l frío m e pa­


ralizaba; a ratos p reten d ía lev an tarm e; pero el dolor de las articulaciones
y de los pies m e lo im pedía. Me hab ía q u ita d o los zap ato s; los calcetines
e ran u na sola m asa sanguin o len ta, pegados a la carne viva de los talones
y de los tobillos.
A m ediodía vino u n bote de la fra g a ta y atracó cerca de la barrera.
Sus ocupantes subiero n hasta el c am p a m en to para in fo rm a r q u e me tra s­
ladarían a bordo. T ra ía n u n a o rd en del com odoro en este sentido. Sólo
en la tarde m e p u d e levantar y salir al aire. U n a niebla d elg ad a dejaba
pasar a trechos el cielo claro. D escen d í hasta las rocas y esperé el bote.
Salté con m u ch a d ificu ltad por encim a de la resaca. U n o de los m a rin e ­
ros me ayudó.
A bordo, el cap itán m e tran sm itió la o rd en del jefe de la expedición:
debería perm anecer en la fragata p ara ser conducido a S oberanía. P ro tes­
té, diciendo que la expedición a ú n no había fin alizad o y que no podía
abandonarla en este instante.
I’ero el cap itán insistió en traslad a rm e a mi cam arote, afirm a n d o que
mi as|>ccio era de cuidado.
Ya en mi cabina, m e m ire en un espejo. L a pobre lu z m e devolvió
una im agen irreconocible. C on ra zó n los m arin ero s m e m irab a n con c u ­
riosidad. L a im agen de un en ferm o se reflejaba en el espejo. Los p ó m u ­
los estaban tensos bajo u n a piel sucia y tran sp aren te, los ojos h u ndidos
detrás de som bras, con señales de un dolor visible. U n a b arb a h irsu ta e n ­
m arcaba ese rostro en q u e el m ied o había dejado su huella y d onde se
dib u jab a la angustia y la g ran desorientación del presente.
E ntonces vino el com odoro y se sentó a los pies de m i litera. E stuvo
largo rato contem plando la lu z pálida. E n su rostro h ab ía un cansancio
de siglos, de edades. P erm an eció silencioso. N a d a p odría afectarle ya. T a n ­
tas veces había visto a los hom bres en trances sem ejantes. A u n q u e p u ­
d iera ser que un despunte de fe su rg iera a veces en su alm a. Y tal vez
fu era éste el m om ento; p orque en sus ojos la lu z ju g u eteab a y lágrim as
parecían abrirse cam ino. ¡Pero no! E ra sólo la lu z que creaba sus fan tas­
mas. F antasm as de lágrim as, fantasm as de esperanzas.
— Lo sé todo — dijo— . Siem pre lo he sabido. Siem pre lo sabré. Estoy
tan cansado . . .
Y se levantó. V estido de negro, la lu z le daba sobre el pecho.
E l com odo se fue can ta n d o por el pasillo. Esa vieja canción del m a r
y de los h o m b re s . . .

O tra vez el B ransfield. L a proa sube y desciende. Las nubes son té m ­


panos que navegan en el azul delgado. A bajo, en el m a r, ellos nos acom ­
p añan, hablando su lenguaje de m ín im o s chasquidos, con su frío persis­
tente y sus juegos difíciles. Las ballenas nos enseñan la vida de los m a ­
res am plios y sus chorros de vapor u n en los h orizontes. Las oreas y las
palom as blancas llegan com o los em bajadores de los ú ltim os tiem pos. El
polo m ueve sus latitudes. Y el m ar es ya nuestro am igo, seguro de te n e r­
nos, como tiene a sus olas.
De espaldas, dejo que m is sueños se p ierd an y que m i alm a y m i
corazón en tren en el deshielo. Sobre las aguas del B ransfield, q uiero recu ­
perar m i personalidad de hom bre y le abro las esclusas al recuerdo.
Pero entonces descubro que m i alm a está q u em ad a por los hielos y
que es m uy difícil que o tra pasión que no sea la del frío y la de p e rd e r­
me entre sus tém panos y sus oasis surja de nuevo de sus lejanas -y hon
d.is profundidades.

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