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Miguel Serrano Quien Llama en Los Hielos 1974
Miguel Serrano Quien Llama en Los Hielos 1974
ior;
PÍNDARO
El mundo del futuro será el de la Nueva Antártida.
Puede que la nueva Antártida sea la vieja Atlántida.
Y antes y después el mar.
H e aquí un libro inconcluso. Muertos antiguos y otros re
cientes me ayudaron. He sido sólo un vehículo del amor eterno.
Por ello este es también el libro de la vida eterna. El libro del
país austral de los hielos. Y del Sol Blanco.
La parte del libro que debió seguir, prefiero vivirla. Cami
nar, caminar, hasta reencontrar el Oasis del hielo, la Antártida
interior, la sonrisa última, la tierna indiferencia, hasta juntarme
de nuevo con mi Padre, muerto antaño.
Viajero pálido, he aquí el viento, he aquí todo lo perdido.
Lo poco ganado. H e aquí otra vez el m a r . . .
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EL MAR
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na inm ediata, para en riq u ecer la g ra n m em o ria del m a r. E l ru id o y el
canto son el lam ento y el m artirio de las olas. T am b ién la v ida del h o m
bre, de los anim ales, de los dioses, debe p ro d u cir un ru id o h o n d o sobre
las playas del infinito, y sus alas se q u e b ra rán y m o rirá n sobre la roca en
la que alguna ilusión m ás g ran d e nos contem pla.
(Y o m e sostengo con dedos de espum a y m e resisto en la resaca.
Mi ola quiere cu rv ar su espalda, hacer inm ensa su form a, h u n d ir u n con
tinente, tran sfo rm ar la tierra entrevista, no perderse o tra v ez e n la a m
plitud inconsciente del m ar. M i yo es el reflejo d im in u to del sol, g u a rd a
do en los pliegues del agua instan tán ea. Si m i ola fu era cap az de d es
prenderse y sentarse sobre u n a roca, ¡ah, entonces, p o d ría co n tem p lar el
m ar como ese solitario de ojos oscuros, particip an d o de su en o rm e m e
m oria y de sus recuerdos! O bien, reto rn ar, am p lian d o la lu z del sol bajo
las aguas, ilu m in an d o los recuerdos, los n aufragios, las ciudades perdidas,
las herencias olvidadas, y ser ya la lu z de todas las olas, el sol fijo a
través de sus m uertes y retornos. L a lu z del m ar, la lu z verde, azul y
blanca, que desciende y luego sube, desde las p ro fu n d id ad e s).
E l m ar existe aú n para que lo contem plem os en p ro fu n d id a d . H asta
ahora la av en tu ra en él ha sido externa. G u erras, conq u istas, d escubri
m ientos, corsarios. Se enfilaban las proas hacia playas distantes, se descu
brían islas y continentes. Sobre el dorso del m a r se tra n sp o rta b a n el oro,
los esclavos y la m u erte. P ero nadie lo ha m irad o hacia d en tro , nadie lo
ha buscado en su esencia y su razó n . P o r eso no saben q u e hay u n río
i|ue desciende al fondo y que se in tern a en el centro del m u n d o ; se dobla,
vuelve sobre sí m ism o y en seguida sube, rescatando su co rriente hacia
las alturas, desde los abism os del m a r. A lg u n as ballenas enloquecidas q u i
sieron surcarlo, pereciendo en el intento. Sólo trito n es y sirenas rem on-
tan su som brío curso, y tam b ién u n a barca con u n anciano trip u lan te de
barbas de agua. Pues este río es el río de los m uertos, q u e se extiende
m ás allá de la Selva O scura, bajo la p rim era superficie del m ar. Recorre
a! fondo las ciudades de la A tlán tid a, visita sus palacios sum ergidos y los
huesos distintos del an tig u o A dán. Es allí d onde p enan g ran d es pecados,
perversos sueños, fatídicas rem iniscencias y donde árboles de coral p u l
poso se m ecen sobre un caballo de auricalco. E n el centro del m ar, donde
el río todavía no alcanza, cam in an dos seres desnudos cogidos de la m a
no; son dos suicidas, son dos am igos. Sus cabellos sueltos flotan en la
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atm ósfera líquida. O bservan el vacío co ntorno y van com o volando, m u é-
ven las piernas y m iran con el cuerpo, en la espera de u n adv en im ien to .
B uscan a alguien, en la im precisa distancia de las aguas, en la soledad
oscura, a alguien que debe llegar, a alg u ien que les dio u n a cita en el
fondo del m ar, y que tal vez navegue ya por el río de los m uertos. P ero
ellos están lejos de este río y ni siq u iera lo conocen. Ellos existen entre
la vida y la m uerte.
C u án tas cosas.
M ar del Sur. M ar Pacífico. Sus olas son m ás g ran d es que los m o n
tes, m ás grandes que las esfinges de la L em u ria, que los tem plos de M u,
q ue los desiertos helados de G o d w an a, que las b arreras de hielo de la
A n tá rtid a . E n m edio de este océano crece u n a isla; en ciertas estaciones
sube com o u n a roca hacia los cielos y, en otros tiem pos, se sum erge, siendo
cubierta por el m ar. E n sus playas, por el borde de sus acantilados h ú
m edos, hay una fig u ra h u m a n a que se aleja, pero q u e vuelve su rostro
hacia el m ar y lo co ntem pla con sus cuencas vacías y espantables. El O céa
no es el alm a oscura, in fin ita, que la aprisiona, y ella es la fo rm a efím era,
u n a ola rebelde, el yo, u n nuevo continente, o tra vida, o tra an g u stia: u n
intento de vencer al m ar. Sin em bargo, ¡cóm o añ o ra el seno p ro fu n d o ,
el espanto, el h o rro r, la noche del O céano! ¡Las to rm en tas del caos so
bre la divina M em oria! Ya no puede d a r un paso m á s . . . P o r eso la isla
volverá a h undirse.
M irado desde a q u í, el m a r solitario g u a rd a viejos recuerdos. L a luna
sobre sus calm as, las noches de to rm en tas, los barcos que lo surcan en
todas las edades, y los bellos meses del sol. Su sal, su yodo, las espum as
de sus distancias y los colores de sus intensos crepúsculos. E n los lejanos
tiem pos, en sus azules días, hub o alas sobre las olas. F u e ro n los veleros
de los tiem pos clásicos. V istos desde las colinas de las isla del oro, p are
cían seres con alas: alas de las olas; gig an tes alados del cielo y del m ar.
Y entonces la m úsica de todo cuanto u n día pereció y de cu an to aú n no
viene y es ya una prom esa en el a zu l del cielo, los acom pañaba en su rielar
dulce sobre las suaves olas. Sem idioses quietos reflejaban en sus pupilas
d a ra s la visión am able, co n tem p lad a desde los palacios y los tem plos en
l.i*» colinas de los an tig u o s continentes.
1 íoy el m ar es ig u al; el m a r no ha cam biado. E l h u m o de los navios
i n r /a su h o rizonte con u n a estela blanca. Y el sol de la tard e desciende
rojo sobre el perfil de las olas lejanas. É n las playas el viento curva ios
espinos y los gran d es cardos, esparciendo los pétalos de u n a flor blanca.
Pájaros negros se d etienen sobre los esqueletos calcinados de las ballenas
y en las rocas batidas por la resaca se oye u n gem ido prolo n g ad o y dolo
roso. U n frío lento desciende sobre el m ar, m ien tras poco a poco se e n
cienden las estrellas en el cielo.
N ad a nuevo hay en esto. Y siem pre sería herm oso, si no supiéram os
q ue sobre el O céano, entre el cielo y el agua, se yergue el gigantesco d o r
so de un ser som brío. In ten sam e n te m ira y m aldice. Sus pies se h u n d en
m ás abajo del m ar, en el centro de la tierra , y su rostro contem pla por
encim a del desierto de las aguas, hasta m ás allá de los últim os m ontes.
M aldice a las estrellas, p o rq u e E l es u n a estrella. Se en tre tie n e con las
olas. Y así juega con nosotros, p o rq u e es el E sp íritu de la Tierra. N os
coge en una m an o , nos aprieta y nos destruye. L uego lava su m ano en
el m ar. Sin em bargo, sus ojos están som bríos, p orque sabe q u e alg ú n día,
en alguna parte, sobre este m ism o O céano, el hom bre lo vencerá.
. ..... 4 !
LA CAM ARA DE O F IC IA L E S
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¿vra m ilitar, ni tam poco m arin o ; era un co m an d a n te de A viación. T e r
ció en el tem a para referirse a ciertos planes que él tam b ién acariciaba.
E n esa cabeza e n m a ra ñ a d a , envuelta en nubes, yo creí ad iv in a r m i es
trella entre los hielos. H a sta él debería acercarm e, in ten tan d o co m u n i
carle m i esperanza y la ilusión de u n a g ra n a v en tu ra. Ibam os a necesi
ta r del avión; sin él nos faltaría tiem po.
L a fragata cabeceó u n poco y por u n a de las v entanillas e n tró u n
rayo de luz roja, oblicua, que fue a d ar sobre los cortinajes de la e n tra
da, en el m om ento en que se descorrían para d ejar paso a u n hom bre
de u niform e. E n él descubrí al m édico de a bordo. M iró a todas partes;
al reconocerm e, su rostro se distendió en u n a sonrisa. M e saludó, dicién-
d om e:
— Q ué bueno verle. V engo de su cam arote y allí no le en co n tré; pe
ro hallé esto.
Y m e extendió u n libro con tapas de p ergam ino.
— Me a'.egro que se encuentre en esta historia y en este b u q u e. N o
sé a dónde vam os, n i si volverem os; pero, a lo m enos, sé que será posi
ble conversar sobre cosas viejas, sobre el m a r . . .
E n ese instante sonó u n tim b re prolo n g ad o , com o u n a cam pana a g u
da, y todos levantaro n la vista hasta el reloj; pero los m arin o s p e rm a n e
cieron silenciosos y no se m ovieron, com o si estuvieran esperando a a l
gu ien . Y así era en realid ad ; p o rq u e la co rtin a de la e n tra d a volvió a
descorrerse y por ella apareció la fig u ra del segundo co m an d a n te de a
bordo. Se detuvo u n m o m en to en la p u erta y saludó. L u eg o se q u itó la
gorra y, sentándose a la cabecera de la m esa, invitó a los dem ás a hacer lo
m ism o. H a b ía llegado la hora de la com ida. El capitán bajó el rostro so
bre el pecho. F u e sólo u n segundo. E n ese m o m en to el rayo de lu z dio
en su rostro y vi u n perfil ag u d o , u n rictus am arg o , u n a indefinible
tristeza. Parecía q u e de pro n to oraba, o bien, q u e su fría u n instantáneo
desm ayo. Sonrió y dijo algo, c u alq u ier cosa. D e im proviso golpeó fu ri
bu n d o con el p uño la cu bierta de fierro de la m esa, in crep an d o al m a
rinero que nos servía. E l m ayor de E jército irg u ió la cabeza, bastante
sorprendido. E l co m an d an te de A viación se encogió de hom bros. Yo m e
levanté, acercándom e a la v entanilla. A poyé ah í la fren te, en el grueso
v idrio, y m iré afuera. Saltaba el agua, subía la espum a. Y lejos, en la lí
nea del h o rizonte, surgió u n a som bra gris, larga y d u ra , envuelta en la
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pen u m b ra del crepúsculo. E ra la tierra d istante, eí continente am ado y
desconocido, tal com o apareció alg u n a vez a los ojos de los antiguos n a
vegantes.
LA EXTRAÑA C O N V E R S A C IO N DEL C A P IT A N S.
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su rostro jovial denotó agrado. C on acento alem án — erres m uy p ro n u n
ciadas— , saludó al m ilita r, q uien le expuso b revem ente la razó n de su
visita: era el jefe de la nu ev a base que se iba a instalar en la A n tá r
tida. D eseaba conversar con el profesor, para consultarle sobre algunos p u n
tos de interés.
E l profesor K lo h n rió alegrem ente. T o m á n d o le del brazo , le h izo p a
sar a su gabinete. E ra éste u n cuarto lleno de libros, de papeles, a n im a
les disecados, m icroscopios, cuadros, condecoraciones, diplom as y recu er
dos de la A n tá rtid a : huesos de focas y ballenas, cueros de p ingüinos y
petreles em balsam ados. E l capitán se sentó en u n a silla y el profesor, tras
de su escritorio. Y fue así com o em pezó la conversación que aq u í vam os
a repro ducir:
•—P rofesor, ¿cree usted que alguien ha vivido sobre ese continente
que hoy llam am os A n tá rtid a ?
— Es esta u n a p re g u n ta curiosa . . . Scott en co n tró fren te al M ar de Ross,
en la C ordillera de la R eina V ictoria, o por los m ontes E rebus y T e rro r,
restos fósiles de hojas y cortezas de árboles correspondientes a u n a vege
tación tropical. T ró p ico en los hielos. E sto v en d ría a co rro b o rar la h ip ó
tesis de la m ig ración de los polos, la precesión de los equinoccios y la
teoría sustentada por W eg en er acerca de la traslación de los continentes.
Los continentes se desp lazan a ra zó n de tres k ilóm etros por cada m illón
de a ñ o s . . . L a A n tá rtid a fue trópico hace m illones y m illones de años.
S egún W egener, todos los continentes estaban u n id os en su o rigen, re u n i
dos, ello hace unos cin cu en ta m illones de años, en el período jurásico, o
cretáceo y, luego, por diversas causas, en tre o tras la fu erz a cen trífu g a de
rotación de la tierra, se fu ero n d ividiendo, p artien d o , alejándose y fo r
m an d o lo que hoy es el m u n d o , u n a p lu ralid ad de tierras dispares.
— Eso m e parece b ien, profesor. T o d o deber ser igual en el u n iv e r
so. D e la u n id ad se p arte a la p lu ralid ad , de lo in d eterm in ad o a la in d i
viduación. P ara re to rn a r a lg ú n día a lo in d eterm in ad o , a u n a nueva reu
nión. Yo he visto los esquem as de W eg en er. Y ese contin en te único, cen
tral, se parece m u ch o a u n feto recogido en el vientre de la m ad re. L uego
se desprende, se estira, se levanta y tal vez sufre en la vida p lu ral y cons
ciente, en la separación. Y esto que acontece con los continentes, tam bién
sucederá con las razas. E n el o rigen existió a lg ú n p u n to de donde el p ri
m er hom b re partió, u n solo p u n to ; tal vez ese m ism o co ntinente c e n t r a l . . .
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I1 I iilogfrt iir lu |iú'.qiici]u
— ¡O h, no, capitán! U sted es dem asiado im ag in ativ o . . . P ara reto r
nar a su p rim era p re g u n ta : ¿ H u b o habitantes en la A n t á r t i d a ? ... P ie n
se que para que este co ntinente haya ten id o un clim a tem p lad o . . . ; ¡cuán
tos m illones de años! Y el h om bre sobre la tierra ten d rá a lo sum o un
m illón de años. ¡Si es que lo tiene! U n antropólogo afirm a que el h o m
bre llegó a A m érica del Sur por la A n tártid a . Sus etapas fueron A u stra
lia, N u ev a Z elandia, M ar de Ross, T ie rra de la R eina V ictoria, P e n ín su
la de G rah am , M ar de D rak e y T ie rra del Fuego. S eg u ram en te el M ar de
D rak e era m ás angosto y la cordillera en él su m erg id a aún conservaba
m uchas cum bres fuera del agua . . .
— ¿N o cree en u n h om bre autóctono de A m érica?
— N o. Yo creo com o usted que al com ienzo existió un solo pu n to ;
pero no tan lejano en el tiem po. N o creo tam poco en la aparición plural
y sim ultánea del hom bre en lugares varios del planeta. P uede que el p u n
to inicial fuera la India. A llí se h abría form ado una A lta-C u ltu ra , ex ten
diéndose luego al A sia y a las islas del Pacífico. El paso hacia A m érica
se habría efectuado por el E strecho de B ehring, de donde se habría co
rrido al extrem o sur, con len titu d de siglos.
— A propósito de su afirm ación, profesor, de que el hom bre no p u e
de tener m ás de u n m illón de años sobre la tierra, ¿no es A m eghino quien
asegura haber descubierto en la A rg en tin a señales del ho m b re y un es
queleto h u m an o en los sedim entos del terciario?
— A sí es, capitán, pero llam a m u ch o la atención que el “ hom bre te r
ciario” de A m eg h in o no se diferencie en nada de los indígenas p atag o
nes, de los tehuelches actuales. ¿Se da usted cuenta? Esto no puede ser.
Mas, para su tra n q u ilid a d , le diré que en A frica y A m érica tam bién se
han encontrado fósiles h u m an o s de u n a espantable an tig ü ed ad , del plio-
ceno y del m ioceno. Son los A ustra lo p ith ecu s A frica n u s, y su estru ctu ra
no difiere g ran cosa del ho m o sapiens y está lejos de sem ejarse al P ith e
canthropus jabeanus. T a m b ié n hay pruebas evidentes del paleolítico m ás
antiguo en A m é ric a . . . Pero yo soy hom bre de ciencia y m ientras todos
los datos no estén recopilados y clasificados, m e qu ed o con la c e rtid u m
bre tradicional.
— Bien, profesor, en cu an to a su arg u m en to sobre A m eghino, debo
decirle que no m e convence. Im agínese usted que ah o ra m ism o term in ara
la civilización debido a un cataclism o, o por otras causas, y sólo q u ed a-
ran seres h um anos dispersos que, len tam en te, desde u n a nu ev a barbarie,
se en cam in aran otra vez a la civilización. Al cabo de siglos, o lvidando el
pasado glorioso, restan te sólo en u n a difusa leyenda, algú n nuevo hom bre
de ciencia podría en co n trar u n esqueleto en u n lu g ar del A frica o del B ra
sil; pero he aq u í que ese esqueleto no es el de uno de nosotros dos, por
ejem plo, sino que es de u n salvaje co n tem poráneo nuestro, de u n caníbal y,
ju n to a este esqueleto, se en cu en tra otro de u n chim pancé. ¿Q ué pensa
ría ese hom bre de ciencia? D esde luego, que la h u m a n id a d civilizada no
tenía m ás que la edad de su propia historia, algunos cuantos m ilenios . . .
Sin em bargo, sin em b arg o . . . si de pro n to excavara en o tra parte, y e n
contrase su esqueleto, profesor, y su c r á n e o . . . ¿Q u é d iría? ¿D iría que
no puede ser . . . ?
E l profesor sonrió.
— Ya veo, capitán. L a teoría catastrófica de los ciclos. P o r este cam i
no usted m e va a confesar que cree en la A tlán tid a. P ero la teoría de W e-
gener, precisam ente, ha dado u n golpe de m u erte a esta creencia.
— ¿P or qué? ¿A caso no p udo ser la A tlá n tid a ese contin en te único
y central? D espués de la partición y separación, trozos interm edios, u otros
continentes aparecidos m ien tras tanto, p u d iero n h u n d irse catastróficam en-
u- en las a g u a s . . .
El profesor siguió sonriendo.
— Se olvida, capitán , que el principal apoyo de la teoría de W egener
es la coincidencia casi exacta en tre p rom ontorios africanos y depresiones
sudam ericanas, en tre golfos y penínsulas, en tre las dos costas de los co n
tinentes.
E l capitán g u a rd ó silencio, m irab a con sus ojos azules u n punto
vago del m uro, en tre los cuadros y los insectos disecados, y se qu ed ó un
m om ento con la barbilla sostenida en tre las m anos.
— Es cierto; pero eso m ism o es lo q u e m e hace d u d a r de la h ip ó te
sis de W egener. H ay dem asiada coincidencia, d em asiada evidencia. C u a n
do esto sucede, es qu e el dem onio an da m etien d o su m an o por allí para
ocu ltar otra cosa que es la v erd ad y que no desea que nosotros veam os,
porque con su luz nos c e g a r í a ...
El profesor se levantó de su asiento un tan to inqu ieto y com enzó a
pasearse por el cuarto.
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— ¡C aram ba, capitán! ¿Pertenece usted a alg u n a secta espiritualista.?
Me parece que a usted le interesa el ocultism o m ás que la ciencia positiva.
E l capitán respondió presto:
— N o , profesor, no pertenezco a n in g u n a institución de esas . . . Por
lo dem ás, no veo por qué re h u ir la lógica de los raciocinios cuando los
datos faltan. P o r ejem plo, ¿sabe la ciencia lo que es una época glaciar?
N o lo sabe a ú n . . . ¿Y no podríam os estar viviendo actu alm en te una épo
ca interglaciar? Las épocas glaciares han d u rad o cientos de miles de años
y algunas épocas interglaciares sólo trein ta m il años. V in ien d o una n u e
va época glaciar, la raza h u m a n a puede desaparecer. Y a lo m ejor ya ha
desaparecido antes en el inm enso p a s a d o . . .
C om o en u n m onólogo, el profesor habló fuerte, m ien tras se paseaba:
— Sí. ¡Q ué sabe la ciencia! Es cierto, es c i e r t o . . . Se dice que los í n
dices cefálicos pru eb an la sup erio rid ad de la raza y la evolución de! h o m
bre actual. Pero la capacidad cúbica craneana del H o m o M usterience y
del N e a n d erth al era superior a la nuesira según detalladas m ediciones.
¿E ntonces? ¿E n dónde estam os? ¿Y el hom bre del C ro -m ag n o n , ha v uel
to a aparecer sobre la tierra? Sólo en G recia, tal vez, hubo una belleza y
un equilibrio i g u a l e s ... El cerebro es una cosa rara, m uy rara; una v ér
tebra q ue floreció, que se abrió com o una flor y que en vez de suave o
penetrante perfum e, em anó ideas, pensam ientos, es decir, perfum e ta m
bién, “ flatus”, “ h u m u s” cósmico . . . ¿Y por qué las dem ás vértebras no
p odrían florecer, expandirse, tran sfo rm arse en cerebros? E ntonces el h o m
bre sería redondo, sí, redondo, com o u n planeta, com o un astro y g iraría
tal vez en el cielo de la sabiduría, con todas sus vertebras pensando. ¿N o
es esto, capitán, lo que a usted le interesa? ¿N o es esto lo que se llam a
ocultism o? O sea, pensam iento oculto, que no se dice, que no se confiesa
al vulgo; pero q u e se m edita callado, a veces, en la noche, cuando nadie
y sólo D ios nos v e . . . A usted le interesa A m érica, el su r de su patria;
pues bien, yo, que soy un europeo, puedo decirle u n a cosa: esta raza de
aq u í, los restos que usted va a e n co n trar en los canales, no pertenece ya
a nuestro ciclo, corresponde a otro astro, a “otra tie rra ”, y es hija de otro
A dán. Puede que usted, por h ab er alim entado en esta tierra sus huesos,
tenga algo de ella; pero yo no tengo nada en com ún y soy un rebelde
de otro c i e l o ... Esta raza de los canales es un resto del paleolítico y p e r
siste aún junto a sus “ cónchales” y a sus “eolitos”, a sus piedras de la
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au ro ra de la h u m a n id a d . . . D ebiera creerse que hasta su a lb ú m in a es
d is tin ta ... M ire, capitán, ¿sabe usted algo del h om bre m agdaleniense?
¿Sabe algo de su arte? Esto le d ará un indicio y le servirá de ejem plo para
a q u ila ta r la diferencia . . . Siem pre m e han preocupado las cavernas del
|)enodo m agdaleniense. Es algo tan ex trao rd in ario , tan . . . ¿cóm o d ecir
l o . . . ? unitivo y, al m ism o tiem po, leal; externo, l e j a n o . . . A la vez que
se penetra del objeto rep resentado y lo ve por d en tro , se coloca fu era y
lo m ira, lo contem pla, con un alm a sensible, fina, tiern a y delicada. T a l
delicadeza no ha existido aú n en nuestro tiem po. El artista de las caver
nas de A ltam ira, qu e p intó un bisonte en la roca oscura y m isteriosa, vio
tal vez en e! anim al a u n dios perdido, un estado arcangélico irrem e d ia
blem ente pasado para su alm a, y fue tal su dolor y su em oción que se
retiró a lo m ás p ro fu n d o y solitario de la caverna para recordarlo. O b
serve usted, capitán, ¿por qué, por qué ese antepasado del paleolítico no
d ib u jó jam ás u n rostro h u m an o ? ¿P or qué no p intó su rostro sobre la
roca? Q u izá tenía v erg ü en za de sí m ism o, de su d esn u d ez indefensa de
A dán. H abía perdido el dios del an im al y aú n no encontraba al dios del
hom bre. T en ía verg ü en za de sí m ism o. S eg u ram en te usaba m áscaras de
.m iníales, tratab a de im itar y com penetrarse de lo perdido, hacía u n a “co
m ed ia” de su vida. Y en ese estado in term ed io , invocaba a S atán, como
única escapatoria, es decir, encontraba en el arte su fu erza y su evasión
en la “ representación” . C u an d o se atrevió a p in ta r al hom bre, lo hizo
(ilo en form a esquem ática y sim bólica, por m edio de signos abstractos,
que aú n p erd u ran . Im agínese a ese hom bre, a ese “m o n stru o de sensibi
lid a d ”, acurrucado en u n lu g ar húm ed o y som brío de la caverna, u san
do cabeza de toro y p in tan d o , rep roduciendo de m em oria, seguram ente
«on los ojos cerrados, al an im al am ado y t e m i d o . . .
El profesor vociferaba y sus palabras salían a borbotones y con fa-
i ilidad:
— ¿Y qué pasó? T o d o se acabó. E l h om bre del m agdaleniense dejó
dt p in tar; ese arte sagrado se in te rru m p ió de la noche a la m a ñ an a en
i" i n u m isteriosa y rep en tin a, y ya no hubo tradición que lo alim en tara
perpetuara. Esa raza de hom bres extraños desapareció de E u ro p a. ¿D e
•I"MiIr vrní.i, tic qu é lu g ar procedía su evolución, su m agnífico eq u ilibrio
ii m ntido del d ra m a ? A q u í sí, capitán, a q u í puede ser que tenga un
•i'idcio el mito de la Atlántida. A lo mejor su desaparición coincide con
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un g ran h u n d im ien to , con u n a catástrofe en el A tlá n tic o . . . P ero hay
algo m ás im p o rtan te, que es adonde qu iero llegar. T o d a la investigación
posterior ha hecho hincapié solam ente sobre la p in tu ra m agnífica y n a
turalista de los anim ales, haciendo caso om iso de los signos esquem áticos
en que se representaba al ho m b re. Sin em bargo, p ara m í y para usted
principalm ente, es esto ú ltim o lo que tiene m ás im portancia. ¿Se da c u e n
ta? Ellos nunca pin taro n al ho m b re com o u n a realidad. Es decir, lo p in
taron com o u n a fu erza, u n a energía, u n arq u etip o , algo que actúa, que
se produce com o u n gesto, com o un pensam iento, com o u n a idea, como
un sím bolo, o u n a “ representación”, que no es real com o u n anim al; pe
ro que ya no puede perecer, p o rq u e se reproduce etern am en te, siem pre
que haya alguien capaz de “ p ensarle”, de in terp re tarle en su estructura
sim ple, esquem ática, cósm ica, de signo. Es un d ram a y u n a com edia: la
im itación y la interpretación de u n a fu erza. E l h om bre puede perecer;
pero queda el signo. Y m ien tras haya cavernas en el m u n d o que conser
ven estos signos, a u n q u e el hom bre sea borrado de la superficie del p la
neta por u na g ra n catástrofe, esos signos vibrantes le volverán a p ro d u
cir. E sto es lo que yo pienso, capitán. Y pienso m ás, creo que luego el
hom bre se desvió. Y que es a q u í en A m érica, en el S u r, do n d e p odría re
to rn ar esta “sabiduría de las cavernas” . . .
EL U L T IM O SO L
166
sarlo, y que ahora vencería fácilm ente. Y hoy, com o ayer, sentía e! in
flujo del m isterio de lo desconocido, la im periosa co rriente su b m a rin a que
arrastrab a al barco hacia “ m ás al su r” . A llá, en u n h o rizo n te nuboso, a l
gu ien m anejaba u n im án irresistible; las planchas de acero de la fragata
eran fácil presa para su fu erza insaciable. D ebajo de las tersas aguas,
surcadas por a'egres toninas, m anos y voces secretas aceleraban n u estra
m archa, la hacían m ás exacta, nos alejaban del sol. Al fondo y abajo, fie
les centinelas nos v igilaban y c u m p lían órdenes precisas. Y yo era la
presa fu n d am en tal, pues m e había prep arad o a través de estos años tal
com o en la an tig ü ed ad se p reparaban las víctim as elegidas para el sacri
ficio. Y cuando crucé el lím ite, u n estrem ecim iento de júbilo m e reco
rrió, junto con pensam ientos ansiosos por el universo ign o rad o que se
abría ante m í.
El C anal M oraleda nos recibió ru tilan te, tibio, nos envolvió en su luz.
A lo lejos aparecían las cum bres nevadas de la co rd il’era im penetrable,
sobre el cielo de u n a zu l purísim o. Esas regiones son casi desconocidas
y están cubiertas de selvas vírgenes. M iran d o los m ontes, d ibujados con
transparencias celestiales, pensaba en la C iu d a d de los C ésares y un p e r
fum e legendario se d esp ren d ía de las cum bres y ’os abism os. A m i lado,
sobre cubierta, el cam eram an de la expedición no se cansaba de hacer
funcionar su film ad o ra; luego se q u ed ab a co n tem p lan d o , em bebido en
la luz.
— H e pasado por a q u í — decía— ; pero esta lum in o sid ad no m e había
tocado nunca.
C erca de proa, debajo del cañón m ayor de la fragata, que ap u n tab a con su
boca tapada al ho rizo n te, m e senté a g o zar del sol. M i am igo Poncet se
.ucrcó.
— D isfrutem os de este sol — dijo— , es el ú ltim o que verem os.
Se tend ió de espaldas a con tem p lar la claridad del cielo y el vuelo
suave de las gaviotas. E n el m ástil girab a la placa del rad ar, tam b ién con
suavidad, com o un p ájaro aprisionado.
T o d o ese día cru zam o s a través de la luz. D espués, ju n to al g iro
com pás, conocí al arq u itecto de la expedición.
U sted no puede co m p ren d er — me dijo— lo que significa levantar
\n¡< ndas en esos parajes. Es algo así com o ser D ios y em p ezar a poblar
1 1 m u n d o ; junto con las casas, me parece que estoy creando hom bres.
167
E l arquitecto era u n ex p erim en tad o navegante y,en el girocom pás,
me dio m is prim eras lecciones de navegación.
A l atardecer, sobre la cubierta, en m edio de u n suave crepúsculo y
del rielar tran q u ilo sobre las aguas, u n b razo se ex ten d ió señalando la
distante tierra :
— ¡El M ilim oyu!
M e estrem ecí. A llá, en el confín, cubierto de nieve blanca y rosada,
nim bado de lu z tem blorosa, se perfilaba la cum bre de u n m onte esbelto
y, en su cúspide, aparecían dos tenazas de cangrejo, com o p retendiendo
aprisionar el cielo.
“D e cum bre a cum bre — pensé— , la sabiduría p o d ría traspasarse,
de K ailás a M ilim oyu . . . P ero somos u n continente vacío — no hay m ás
alm a que el alm a de la tie rra — , despoblado, sin dioses, sin hom bres, sin
anim ales. N u estro cam ino es por un páram o, envuelto en lu z ilusoria
A nclam os. C aen los velos berm ejos del últim o crepúsculo. E n ese a n
fiteatro de m o ntañ as los hilos de la noche se tejen. T o d o es rojo. Só
lo el agua conserva su tran sp aren cia de vidrio, o de espejo. Estoy solo en
cubierta; m e inclino sobre la cu erd a de la b aran d a y m iro. E ntonces m e
parece d istin g u ir u n extraño m o v im ien to del ag u a, que se hincha, co
m en zan d o a levantarse y u n cuerpo parece estar a p u n to de aflorar en la
superficie; gira u n tan to y se m o viliza, d ejando u n a línea tras de sí en
el agua. ¿Estoy seguro de lo q u e veo? ¿N o será u n a ilusión de esta luz y
de esta som bra? A hora se va alejando. E ntonces g rito :
— ¡Esperen! ¡Estoy aquí!
Pero la som bra ha caído, viene la noche. Siento q u e unos ojos m e
observan. N o estoy solo sobre la cubierta.
LAS SO M B R A S
168
grises y ahora viene la lluvia, com ienza su rein ad o eterno. Es u n a lluvia
fina, constante, casi im perceptible, que fo rm a parte del aire y del c o n to r
no; rebota sobre el m a r, sobre a lg u n a isla, sobre el ya d istan te arch ip ié
lago de los C honos, sobre la tierra y las cum bres inexploradas del co n ti
nente que al este lim ita con los canales, sobre el perfil de la isla M ag
dalena, que se acerca en el h o rizo n te. U n a vegetación d istin ta em pieza a
insinuarse. El verde p ro fu n d o de los helechos se hace m ás escaso, el co
lor m enos variado y u n olor a cosas podridas por la h u m e d a d lo e n v u el
ve todo. Los árboles se ach ap arran y el bosque es de hayas y robles p a
tagónicos, curvados por el viento, doblados por el agua, apellinados, tra s
pasados de h u m ed ad , con su corteza reblandecida y descascarada, h u n d ie n
do sus raíces en u n suelo seguram ente b lando y pantanoso.
T od as estas regiones, con sus n om bres precisos, se en cu en tran des
critas m inuciosam ente en las cartas m arin as y en otros libros. Yo no
m e d etendré en nuevas enum eraciones. D espués de estos largos años sólo
m e q u eda un recuerdo vago de n om bres y lugares y la im presión fu n d a
m en tal de la som bra y la h u m ed ad . E l su r de C hile, el su r del m u n d o ,
m ás allá de C hiloé, corresponde al reino de las aguas y de la som bra. H a y
u n sol esporádico q u e de vez en cu an d o desciende com o el rayo de la
g racia al pozo del In fiern o . Se d ilatan los pulm ones y se aspira h u m ed ad
y u n olor a vegetación em papada que viene de la tierra y de las islas;
al m ism o tiem po que abajo, en lo p ro fu n d o , en lo su b m arin o , se adivina
u n a fu erza, u n a suerte de declive, que em p u ja hacia “m ás al su r”, hacia
u n p u nto que debe ser el principio y el fin de lo frío y de lo h ú m ed o . El
sol se ha p erdido; ha q u ed ad o atrás. Y con igual rap id ez se ha borrado su
recuerdo en la m en te del que desciende por estos silenciosos hilos de agua.
169
liando u n m on tó n de cordeles, otro coloca brea en !a qu illa de un bote.
N o se hablan, ni siquiera m ira n el contorno, van ensim ism ados, vueltos
de espalda a la corriente gris del su r que los arrastra.
A sí llegam os al G olfo de Penas. E iniciam os su cruce. Poco antes casi
detuvim os la m arch a esperando al petrolero, que venía al m áxim o de su
a n d ar para darnos alcance. Lo vim os pasar a estribor, en m edio de la
niebla. Es herm oso un barco naveg an d o al m áxim o de su velocidad, p a r
tiendo el agu a con la quilla afilada, que aparece y desaparece en el oleaje.
E ntonces se desencadenó el viento y las aguas del golfo se encrespa
ron y la lluvia azotó las cuerdas y los costados de nuestro buq u e. C om enzó
la tem pestad. Subí a la torre del co m an d an te y m e q u ed é en el castillo del
lado de fuera, afirm ad o en !a b aran d a y con el g o rro im perm eable sobre
las orejas. Junto a m í se encontraba u n m arin ero bajo, fornido, de cierta
edad. M e m iró y sonrió.
— Es m ejor que se quede aq u í. E l aire im p ed irá que se m aree. Este
golfo es m uy bravo.
Sonreí. E ra u n hom bre rudo, un contram aestre tal vez. Me aconseja
ba y, evidentem ente, estaba contento de que los elem entos se desencade
naran.
L as olas em pezaron a subir por encim a de la q uilla, reventando fu rio
sam ente contra el pecho del b u q u e. L a fragata, cerrad a com o un su b m a
rino, toda de acero, era u n a cáscara que se zaran d eab a, bajando y subien
do sobre el dorso em bravecido del golfo. E n u n m o m en to todo fue caos
a'red ed o r; el viento silbando, truenos en el cielo, arrastrán d o se como m o n
tañas para caer sobre las aguas y h u n d irse en las p ro fu n d id ad es; relám
pagos com o fogonazos entre la niebla y u n a rara clarid ad en el aire, a
pesar del gris de la lluvia; las olas en d an z a de colinas y el cielo co rrién
dose com o colum pio. A ferrad o al b aran d al, junto al co ntram aestre, sentía
tam bién m ás allá del tem or in m ediato, u n a g ran alegría y un im pulso
de desafío y de com bate. M iraba el b u q u e y lo veía im pasible en m edio
del agua enfurecida, su b ir y b ajar, desaparecer casi bajo el oleaje, para
luego reaparecer, ch orreando, b ru ñ id o , lleno de espum a, sudoroso. En la
torre don d e estábam os hubo m om entos que nos pareció q u ed ar p e rp en
diculares a! m ar, con la cabeza hacia abajo. Pensé que nos hundíam os.
Las olas, reventan d o por sobre la q uilla, e n traro n hasta nuestra torre y
nos hicieron sentir su frío sabor salado. E ntonces m iré arrib a y vi la p a n
170
talla de rad ar g iran d o im p ertu rb ab le, con igual len titu d y serenidad; nada
sabía de esta to rm en ta. Su especialidad era re g istrar som bras de sonidos,
vibraciones de otra especie. El co n tram aestre ex tendió el b razo y m e se
ñaló el horizonte en torbellino:
— ¡M ire, m ire ahí! — g ritó co n tra el v iento— . ¡Ballenas!
— ¿D ónde? ¿Q ué cosa? — g rité a m i vez.
Y a estribor, m u y cerca, sobre la cim a de u n a g ra n ola, se proyectó
un chorro doble de vap o r y de agua, en línea recta hacia arrib a, y luego
otro m ás, hasta tres veces.
— L a tem pestad las aleja de la costa, son cachalotes. O bserve ahora
su lom o. ¡A hí pasa uno!
E ra n las prim eras ballenas vistas en m edio de la tem pestad. E l c o n
tram aestre sentía renacer su ancestro de viejo pescador, ju n to con el alm a
de la av en tu ra y de la g u erra. Los elem entos desencadenados nos u n ía n
en u n a com prensión q u e hincaba con seg u rid ad sus raíces en la p reh isto
ria. E l chileno reen cu en tra su alm a en m edio de los tem blores, de la te m
pestad o de la g u e rra , y entonces, se unifica, se am a y descubre la fe en
el destino. P ero se hace necesaria u n a to rm en ta furiosa en el G olfo de
P enas, o u n cataclism o, para que las separaciones y los falsos dioses se
su m erjan y el alm a del g u errero esté dispuesta a coger de nuevo las rie n
das del paisaje.
E m papado y consciente, prestaba atención al silencio que se hace b a
jo la tem pestad. M i oído in terio r m e decía q u e alguien reía a carcajadas
d en tro de las aguas y q u e era su risa la que a h u y entab a de esas p ro
fun didades a las ballenas. E l bosque, los m o nstruos, los cetáceos, los h o m
bres y la to rm en ta, éram os em pujados p o r encim a del golfo hacia u n a
som bra aú n peor.
G olpeé la p u erta de la torre del co m an d a n te y alguien m e abrió por
d en tro. Junto a los in stru m en to s y a las cartas m arin as los oficiales d iri
g ían la difícil navegación. El co m an d a n te apenas se volvió y m e hizo
una seña:
— V enga . . . D esde a q u í esto se ve m u ch o m ejor. D e todos m odos
ha sido un buen b au tizo para usted. E l golfo se en carga de m an ten er su
prestigio frente a los visitantes.
N o veía ai co m an d a n te de la frag ata desde antes de nuestra p artida.
A hora pude reconocerle con agrado. Kra m en u d o y m uy joven, con un
rostro claro y abierto. E n to rno al cuello llevaba u n a b u fan d a de seda
blanca, su cabello aparecía rapado y sonreía, dan d o las órdenes con u n a
serenidad inalterable y en voz baja.
Me acerqué al ventanal que se estrem ecía; a través del vapor, fo rm a
do por las diferentes tem p eratu ras que separaban su d im in u to espesor,
pude d istin g u ir una explosión de luz, subiendo sobre las aguas de la to r
m enta. E l rostro de los oficiales se ilum inó con u n a claridad sulfurosa,
y el buque se cim bró, inclinándose peligrosam ente. N o s cogim os de lo
que teníam os m ás cerca, afirm á n d on os unos a otros.
El rostro del com andante seguía im pasible.
Más allá del h orizonte apareció un arco iris. U n a de sus puntas des
cendió hacia el m a r y aquietó las olas, llenando de perlas verdes la su
perficie negra de las aguas; el otro ex trem o quedó oculto tras las nubes
espesas, sostenido, q u izá, por alg u n a m ano que tuvo m iedo de que se
h u n d iera para siem pre en las p ro fu n d id ad es del m ar. P o rq u e , ahí abajo,
cogieron la otra p u n ta del arco iris y tiraro n de ella hasta partirlo por la
m itad.
N A V ID A D H A C IA LA A N T A R T ID A
17.8
L a com ida de N a v id a d com enzó con u n discurso de P oncet que re
cordaba a los fam iliares ausentes. Los ojos del seg u n d o com andante se
ensom brecieron.
D espués de P oncet habló el aviador. Lo h izo en form a brillante y
con énfasis. Los m arineros de servicio se agolpaban en la p u erta para es
cucharle.
E n seguida el com odoro h izo ven ir al corneta de a bordo y le pidió
que tocara u n a larga y ag u d a d ian a que, e n m edio de la noche y en el
buq u e de acero, repercutió com o u n lam ento extraño, v ibrando a veces
com o grito, o alarido, q u e nos rasg u ñ ab a las entrañas.
F u era, gem ía el viento de la P atag o n ia y por algunos resquicios del
buque, en tre las planchas de acero, penetraba hasta nosotros y soplaba
sobre nuestras alm as, desm oronándonos y dispersando las palabras y las
m ejores intenciones. N i este b u q u e, n i estos hom bres, ni fe alguna n u e s
tra, podría subsistir ju n to a este paisaje.
A m edida que pasaba el tiem po, todos se d ieron a beber para p ro
tegerse de ese viento y de esa fina y constante lluvia que se adivinaba. El
com odoro desapareció y, tras de él, el com andante. E ntonces el m édico se
levantó y em pezó a hablar de las navidades de la infancia y de los tris
tes juguetes lejanos: “ ¡A h, los juguetes! ¿D ónde estaban ahora? ¿C óm o
encontrarlos otra vez? U n cochecito con ruedas de m ad era, un caballo
con la cabeza c o rta d a . . . Y aquellos seres, aquellos seres, que del cielo
y de la noche oscura nos trajero n los juguetes . . . ” E l m édico se retorcía
las m anos.
Yo escuchaba el viento, sentía la h u m ed ad y, m ás abajo, m ás hondo,
escuchaba u n pensam iento, veía u n dios q u e no era el nuestro, con u n
rostro g ran d e, de ojos m alignos y alargados, alguien q u e estaba sostenien
do las islas, hasta que llegara la h ora de asentarse sobre ellas, sobre los
huesos duros de extraños despojadores. A hí, en su rein o sum ergido . . .
PU ERTO EDEN
\74
m ien to inusitado y el ancla com enzaba a descender con su ru id o p ro
fu n d o de cadenas. V i que estábam os rodeados de islitas, que aparecían
com o m anchas oscuras detrás del gris am anecer. U n a lu z m o rtal se abría
paso con dificultad , ap artan d o m em b ran as sutiles, d esg arran d o los paños
de agua.
E n m edio de las voces de órdenes d ad as a los m arin ero s y de su
tra jin a r febril sobre cu bierta, m e pareció oír unos ruidos g u tu rales que
provenían del m ar. M e aproxim é y vi un e n jam b re de som bras d eslizán
dose sobre el agua y unas canoas detenidas al costado del buq u e. E ran
troncos de árboles ahuecados llevando a su bordo ex trañ a gente. H o m
bres y m ujeres harap ien to s, con niños hirsutos en los brazos. Las m ujeres
levantaban el rostro y hablaban a los m arin ero s en un español m o n o si
lábico. Los rostros de los hom bres, viejos algunos, eran cenicientos, como
de cartón, y las crenchas de pelos tiesos y negros apenas si descubrían un
trozo de frente, cayéndoles sobre las orejas y la nuca.
Los m arineros les invitaro n a su b ir y les com p raro n unos canastitos
trenzados con m uch a h abilidad y llenos de cholgas y conchitas de m ar.
R ecuerdo la im presión que m e h izo u n a m u je r sem icubierta con trapos
sucios y que sujetaba con un b razo a u n n iño d esn u d o y le daba de m a
m a r bajo la lluvia. Sus piernas atrofiadas la sostenían sobre la cubierta
de la fragata y los dedos de los pies, con los pulgares m uy separados, no
parecían de u n ser h u m an o . P erm aneció insensible a la lluvia que caía,
m ien tras el n iñ o ch u p ab a del pecho fláccido. Esos seres venían del agua
y vivían bajo el agua. S eg u ram en te del pecho de la m ad re tam poco salía
leche, sino agua.
A m ediodía subió a bordo u n h om bre de largas barbas, vestido con
el u n ifo rm e de la aviación. V ino en un bote trip u la d o por alacalufes. E ra
el G obern ad o r de la isla. N os invitó a v isitar su casa. Lo hicim os en uno
de nuestros botes. U n m uelle g ra n d e y bien ten id o nos acogió. A l fondo
se veía una g ran casa. M ientras los dem ás se d irig ía n a su in terio r yo me
dispuse a visitar los alrededores. Me alejé por la playa tra ta n d o de ascen
d er hasta una región p antanosa, donde el fan g o verde del suelo parecía
herv ir de h u m ed a d , haciendo rev en tar unas b u rb u jas de agua tu rb ia.
Así llegué a unos m ontículos oscuros. Iba lleno de barro y de agua.
Pude com probar q u e los m ontículos eran rucas de pieles de focas y latas
suj>erpucstas. De fo rm a cónica, se levantaban sobre el lim o. A veces te
175
nían colgados a su en tra d a los m ism os canastos de paja que ya había
visto. U n g ru p o de perros fam élicos com enzó a lad rar. N o se veía a n in
g ú n hom bre o m u je r. Solam ente algunos niños. O bservé que uno, al lado
de un tronco cortado, defecaba. N o quise m ira r d en tro de las rucas, pues
un olor fétido salía de ellas. E ntonces descubrí que el n iño alacalufe se
estaba com iendo sus propios excrem entos. C on repulsión m ezclada de p ie
dad m e alejé en dirección a la casa del G o b ern ad o r.
A l en tra r en el pasillo m e pareció volver al m u n d o conocido, a un
resto de civilización, o a u n arca en m edio del diluvio. E l aviador de !a
barba hablaba:
— E n este clim a, viviendo a la intem perie, lo peor que pudo suce-
derle a los indígenas fue que les vistieran. Las ropas se em paparon con
la lluvia. Y vino la tuberculosis. Ya q u ed an m uy pocos. M ientras perm a
necieron desnudos, eran fuertes.
El com andan te in terru m p ió :
— C reo que T h o m as B ridge ha descubierto m ás de trein ta m il pala
bras en el idiom a yagán. Es increíble. Esto no arm o n iz a con el estado
actual de las razas fueguinas y patagónicas. ¿Es posible que alguna g ran
civilización perdida haya desgajado de su tronco estas ram as m o ribundas
y degeneradas?
E n el centro de los p antanos, los cuerpos de esas razas dem entes, leja
nas, con universos de agua sobre sus siglos, se resisten aún a perecer,
quién sabe por q u é satánica fu erza. Se h u n d e n en el fango y apenas si
sus crenchas negras sobresalen ya. Esas crenchas rebeldes, herm anas del
helecho y del m ilodón.
CON EL DOCTOR
170
nolias, los robles, las hayas y los helechos se e n m a ra ñ a n , e n trelazan d o sus
pastosas ram adas.
A quella noche, m ien tras el b u q u e av an zab a, siem pre hacia el sur,
h acia “m ás al su r”, yo m e agitaba en la litera envuelto en u n a angustiosa
pesadilla: debía pasar p o r u n a an g o stu ra en la q u e q u ed ab a cogido de los
hom bros. Y, al otro lado, al final, se ab ría u n bosque do n d e brillab a la
lu z del sol. A h í h ab ía u n g ru p o de h om bres extraños, vestidos con ropas
de colores violentos y sentados en el suelo. E stab an com iendo. P o r fin
lo g rab a zafarm e y salir por el tú n el, llegando hasta el g ru p o . M e detenía
a su lado; pero los ho m b res no m e veían, pues e ra n de o tra edad. E n
tonces m e inclinaba y m ira b a sobre ellos. C o n espanto descubría q u e es
ta b a n com iendo excrem entos.
Sem idespierto m e hacía u n a curiosa reflexión, p ro p ia de esos estados
subconscientes: “T o d o esto se debe a q u e no estoy d u rm ien d o con la
cabeza vuelta hacia el n o rte. L as vibraciones del polo son m u y po d ero
sas y chocan con las q u e tie n d e n a proyectarse desde m i cabeza. A sí n u n
ca p odré c ru z a r la angostura . . . ”
H acien d o u n esfu erzo , desperté. E l corneta com enzaba a tocar la
d ian a.
Esa m añ an a h u b o u n a g ra n actividad en el b u q u e. D esde el castillo,
a l lado de la to rre de m a n d o , m e puse a observar lo q u e pasaba. M ás ab a
jo, u n oficial estaba de pie, con las p iern as separadas, m a n ten ien d o de
este m odo el eq u ilib rio ; tenía las m an o s c ru zad as a la espalda y unos
prism áticos al cuello. D e vez en cu an d o g ritab a u n as órdenes. A bajo, en
las distintas cubiertas, los m arin ero s co rría n silenciosos y los cañones de
la frag ata com en zab an a g irar. O tro s hom bres, puestos e n fila, se pasa
ban unos pesados proyectiles. Las am etrallad o ras y los cañones livianos
tam bién g irab an , buscando en el cielo nuboso unos aviones invisibles.
A m i lado llegó el m édico. Y después de observar u n rato ese m o
vim iento , m e explicó:
— H acen ejercicio de tiro.
M edia h o ra estuvim os observando el trab ajo de la trip u lació n del
b u q u e de g u erra, hasta que m e volví del lado del paisaje e indicándolo
.d m édico, hice la sig u ien te reflexión:
-Q ué ex trañ o conto rn o , doctor, y q u é poco tiene que ver con nos
otros. Ila y 1111 deseq u ilib rio ho n d o e n tre el paisaje y el h o m b re. C om o
177
\J Trilogía <l<* I» I'tinijtu-iln
si nos fa ltaran órganos espirituales afines p ara cap tarlo y c o m p ren d erlo .
O bien, estos órganos están atrofiados, perdidos al fo n d o de u n alm a re
m ota, que no se atreve a aso m ar a la lu z, a la expresión . . . E n el cen tro
de estas islas, de esta vegetación som bría y de esos lejanos m ontes, hay
dioses ocultos que se h an tran sfo rm a d o en nuestros en em ig o s y q u e fu e
ro n am igos, alg u n a vez, de esas razas m o rib u n d as q u e hem os co n tem
plado. ¿Q ué secreto g u a rd a n , q u é p alab ra q u ieren decir, cuál fu e la q u e
alg u n a vez p ron u n ciaro n ? Sus alm as flo tan e n estos parajes. Y nosotros
querem os lu ch ar co n tra estos dioses. I n ú t il m e n t e ... ¿E n aras de q uién?
E l m édico perm aneció ab straíd o y dijo:
— U sted acaba de ver algo. U n ejercicio de com bate. E n este buque-
ap ren d erá m ucho. E l alm a del chileno nuevo, del q u e nació de la m e z
cla con el español, está p reñ ad a de ansias de av en tu ras y de g u erra. Y,,
sin em bargo, no puede d a r a lu z. A m a la a v en tu ra, el dilatad o espacio
del m ar, la conquista. P ero, en cam bio, está o b ligada a vegetar e n los
puertos, en los tu g u rio s, e n los conventillos, en las oficinas fiscales. D ele
usted aventuras, dele tem pestad y g u e rra y será cap az de d e rru m b a r los.
viejos dioses y saber lo q u e q u iere de sí m is m o . . . A lo m ejo r, es este el
sentido de los viejos dioses, ésta su alm a y la del paisaje, com o u ste d
d ic e . . .
L a conversación qu ed ó deten id a. E l m édico tuvo q u e b a ja r y yo p e r
m anecí vagando p o r el b u q u e. E n la noche, co n tin u am o s la charla. D es
pués de la com ida, la cám ara q u ed ó solitaria. E l se acom odó en uno de
los sillones y yo m e te n d í e n otro , p o niendo los pies sobre u n a silla. E l
m édico pidió u n coñac, q u e calentó e n tre los dedos cerrados. D e vez e n
cuando se llevaba el vaso a la n a riz y aspiraba su p erfu m e. Lo sorbía a.
pequeños tragos.
In ten té re a n u d a r el tem a en h eb rad o en la m a ñ a n a :
— Los alacalufes q u e hem os visto están en su ú ltim o m om ento. P a
recen pertenecer a u n a ra z a q u e n u n ca h u b iera salido de u n a sem icon-
ciencia. E l m isionero inglés T h o m a s B ridge, en su diccionario yagán, o
yam án, recopila u n as tre in ta m il palabras de esta ra z a fu eg u in a, de la
que en la actualidad no q u ed a n casi representantes. E l idiom a de los ya
ganes era m uy rico en variaciones y en voces, co n trasta n d o con sus eos
tu m b res y su organización p rim itiv a y salvaje. M e parece pueril la ex
plicación que se da para justificar la riq u e z a de sus vocablos; se dice
178
q u e d u ra n te las largas lluvias y to rm en tas d eb ían p erm an ecer en rucas,
ch arlan d o y n a rra n d o historias, lo cual co n trib u y ó a fo rm a r el idiom a
ta n rico. H ay ciertos vocablos que corresponden a situaciones o co stu m
bres inexistentes en la v ida de los yaganes d u ra n te el tiem p o de su e n
cu en tro con el hom b re europeo. C u a n d o pienso en estas razas y en estos
m u n d o s del sur, no m e p uedo sacar de la cabeza la idea de u n contin en te
su m erg id o y de u n a rem o ta cu ltu ra. A m eg h in o nos habla de G o d w an a
y del m a r q u e lo circu n d ab a, el “m a r a n d in o ”, g o lpeando p o r el este so
bre las legendarias estribaciones de los A n d es, hasta hacer desaparecer
al continente G o d w an a. H o y , el m a r h a cam biado y, p o r encim a del con
tin en te sum ergido, descarga sus olas sobre el costado oeste de la cordillera.
E s cierto que esto acontecía en u n a e ra a n tiq u ísim a ; pero yo pienso m e
jo r en la A tlán tid a ; m e obsesiona el recu erd o de ese n iñ o alacalufe co
m ien d o sus exqrem entos. H ay leyendas q u e a firm a n q u e los atlantes;
com ían de los anim ales sólo sus d etritu s. ¿N o h a b rá algo así com o u n a
p erd id a m em o ria, com o u n lejano h ábito estam p ad o en las células de
estas hojas h u m an as aventadas de la A tlá n tid a ?
E l m édico perm an ecía silencioso, sorbiendo p au sad am en te su coñac.
C o n tin u é:
— E l peso de los hielos de la A n tá rtid a presiona el m ag m a viscoso
de la tierra y, en u n juego de palancas, lev an ta a la T ie rra del F u eg o y
a todo el sur del m u n d o , al m ism o tiem p o q u e el n o rte de C hile se su
m erge. N o sería raro q u e gran d es trozos de G o d w an a reaparezcan con
los siglos.
— Y todo esto — dijo el m édico— , ¿p ara qué?
— B ien — p roseg u í— , h ay algo m ás, a propósito de id io m a. ¿S a
bía usted que en el P e rú se ha descubierto q u e los indios conocieron el
lenguaje escrito y u sa ro n el p erg am in o, al ig u al q u e los egipcios? Sin
em bargo, cuando los españoles llegaron sólo existía la escritu ra con h i-
l< s. D u ran te una g ran ep id em ia consultóse al dios H u irá C ocha y este
<Im>s inform ó que el m al era u n castigo env iad o al h om bre a causa de la
palabra escrita. Q u e m a ro n los escritos, y sus signos fu ero n olvidados. C u a n
do alguien quiso revivirlos, le q u e m aro n a su vez.
El m édico m e contem plaba, ah o ra de fren te, bastante perplejo e in-
irrrsa d o . P id ió otro vaso de coñac y exclam ó:
-¡Q u é 1c parece! ¿Q u é dice usted de esto?
179
—-Yo digo q u e es e x trao rd in ario , q u e es com o si to d o se rep itiera en
este m u n d o . C o n sid erar al escritor com o a u n ser nefasto, y m alig n a a la
escritura, es co m ú n a la E d a d M ed ia eu ro p ea, d o n d e h asta la elocuencia
se estim ó cosa del dem onio. Y, m ás lejos, H en o ch ta m b ié n afirm ab a el
satanism o de la escritura. C om o p o r u n arco invisible y psíquico se u n e n
los continentes y las tierra s del m u n d o en d eterm in ad as certid u m b res y
creencias fundam en tales, concepciones que se rep iten en el alm a in d iv i
dual. Yo debo confesarle q u e ten g o serias d u d as sobre el posible satanis
m o de la escritura. ¿E n q u é m o m en to em pezó a escribir el hom bre? E n
el instante en q u e dejó de vivir, cuando dejó de ser. E ntonces buscó u n
sustituto. Los signos sobre hojas o papiros n i siq u iera fu ero n m ágicos,
com o el trazad o esquem ático e n las cavernas, o los signos en el aire;
fu ero n sim ple alineación de fig u ras, historias contadas; artificio, o bien,
algo dem oníaco y q u e a ú n no c o m p re n d o . . . Lo ex trañ o es q u e siem pre
los m ísticos rech azan la escritu ra p o r peligrosa, com o perteneciente a u n a
zona del alm a que m ás vale n o tocar, algo sem ejante a la m a g ia . . . Sin
em bargo, el m ago n u n ca ha sido u n e s c r ito r. . .
F u era, el ag u a com enzaba a g olpear sobre la p ro a y se deslizaba por
los costados del b u q u e. Yo m ed itab a a h o ra siguiendo m is pensam ientos.
D e lo m ás hondo, de alg u n a p ro fu n d id a d a fín con ese d ra m a de la h is
toria de la ra z a h u m a n a , m e debatía en u n a lucha tensa. Siem pre sentí
que escribir era con trario a la acción, a la v id a y a la m a g ia ; que el ser
realizado no podía verterse hacia fu era. Q ue el ser era co n trario al hacer.
E l acu m u lar, contrario al dispersarse. Y que toda realizació n artística se
cum plía a costa de las posibilidades efectivas de u n a realización personal
o divina. P o r esto, ta l vez, la escritura es co n traria a D io s; p o rq u e im p i
de que D ios nazca d en tro de u n o . D istrae, n o con trae; separa, no u n ifi
ca. H ace creer qu e se vive y es lo con trario de la acción m ágica, q u e es
gesto y acción directa, sim bólica y litú rg ica. E l a rte es u n sustituto y u n a
tentación.
— ¿Y la B iblia? — balbuceó el m édico, con d ificu ltad — . ¿Es tam b ién
satánica? ¿P or qu é se la llam a entonces S ag rad a E s c r i t u r a . . . ?
E staba cabeceando. P ro n to se q u ed ó d o rm id o en el sillón. Y en tre
sueños em pezó a hablar. M e aproxim é, pues m e e x tra ñ aro n las palabras
que pronunciaba. P resté atención y claram ente percibí q u e el doctor esta
ba hablando en sueño u n idiom a rarísim o. ¿Q u é len g u a sería? ¿Es posi
180
ble q ue m ientras el cuerpo d u erm e, el a lm a se ponga en contacto con el
m u n d o circu n d an te y capte el lenguaje de las razas que a lg u n a vez lo
h ab itaro n ? A llí, debajo de las aguas, existe u n m u n d o perd id o , que e m e r
g e a veces. Y algunos seres, sobrevivientes de ese pasado, ta m b ié n p e rd u
ran . L as lenguas m isteriosas de ese m u n d o , sus sonidos, aflo ran a la m e
m o ria de nu estra v id a gracias al alm a e n pena de este m édico q u e va
conm igo a bordo, a través de la lluvia y de los canales de la P atag o n ia.
EL V IE JO N A V IO
181
vientre pu liero n las m áq u in a s y las pu siero n en activ id ad . Los tiburones
del C aribe y las ballenas an tárticas lo conocieron a su paso y los vientos
y los soles secaron sus cubiertas m o jad as p o r la tem p estad . A h o ra se v a
rab a solitario en el postrer rin có n d el m u n d o p ara esp erar con v erg ü en za
sus últim os días. Y a no ten ía ju v e n tu d . E ra u n a ru in a, lleno de astillas y
de som bras. Pero tenía fantasm as. Los percibí m ien tras lo recorría, su
biendo o bajando por sus p o d rid as escaleras. E ra n unos fantasm as a n ti
guos, lejanos. Los propios fan tasm as de m i infancia.
D escendí por u n a escalera al centro del navio. E n tré en u n a sala a m
plia, que alg u n a vez debió servir de com edor, o de cám ara. Las m aderas
estaban abiertas; p o r sus resquicios se colaba el viento frío de la P atag o -
nia. C o n tin u é por u n pasillo y ab rí la p u erta de u n cam arote. U n a lám
p ara m ohosa colgaba de u n a litera; p o r la ventanilla sin vidrios u n a p la n
ta estiraba sus ram as y em p ez ab a a p rolongarse hasta el in terio r. C recía
desde u n tarro . A lg u ien debió cu id arla diariam en te, p ara q u e sobrevivie
ra en ese clim a hostil. E ra u n a plan ta de o tra zona, cu ltiv ad a a q u í com o
u n pensam iento, o u n recuerdo.
A bajo, en las bodegas, se g u ard a b a el carbón. C o n fu n d id as con él co
rría n las ratas.
E scuché voces que pro v en ían de u n cam arote de popa y m e e n cam i
né en esa dirección. D esde lejos divisé u n g ru p o de m arin ero s ju n to a
u n a puerta. M irab an d en tro ; cu an d o m e aproxim é, se a p arta ro n p ara d e
ja r pasar al m édico y al co m an d a n te q u e salían acom pañados de u n su b
oficial. E ste ú ltim o estaba a cargo del pontón. Se explayó largam ente, con
tán d o m e sus preocupaciones p o r la p lan tita que yo acababa de ver. Sus
hom bres le ayudab an a cu id arla. Su fam ilia estaba lejos y hacía m ucho
tiem po que no la veía. A h o ra, u n o de los tripu lan tes se había enferm ad o
y el m édico o rd en ab a su traslado a P u n ta A renas p ara hospitalizarle.
E l enferm o era el telegrafista. H u b o que buscar a otro que le re em
plazara en el pontón. N a d ie deseaba quedarse y al co m an d a n te se le h a
cía d u ro d a r u n a o rden. Se jugó a la suerte la elección.
Los telegrafistas de la frag ata eran dos. A sistí a la escena del sorteo.
C on nerviosidad, pero sonriendo, los hom bres e c h a ro n los dados sobre
la m esa. U n o de ellos era joven y de rostro m oreno. F u e el perdedor.
K ntre brom as, los com pañeros le ay u d aro n a llen ar sus bolsas y \»
ju n ta r su ropa. F uim os a dejarle a cubierta.
182
M ientras la frag a ta despegaba, alejándose, el telegrafista p erm anecía
de pie en el p o n tó n , a g a rrad o con am bas m an o s a la b a ra n d a de popa.
H e ah í u n h o m b re q u e n o vería el fin del m u n d o , n i conocería los
hielo s de la A n tá rtid a .
CON EL A V IA D O R
183
•— Fíjese en esto — le dije— . Es u n m ap a de la A n tá rtid a . N oso tro s
estarem os por a q u í y no irem os m ás allá de la P en ín su la de O ’H ig g in s-
A penas si llegarem os a la su b an tártid a . P ero ¡cuán in m en so es este co n
tinente! C atorce m illones de k ilóm etros cuadrados, de los cuales sólo se
conocen unos dos m illones, en su m ayor parte sobrevolados solam ente. Los
meses del año e n que se p uede ex p lo rar son m u y pocos y la niebla lo
cubre casi siem pre, com o u n velo protector. Y el m isterio . . . ¿Sabe usted,
com andante, cuál es el m isterio? E s t e . . .
Y le señalé sobre el m ap a unos pu n tito s, hasta cinco.
— A q u í está el m ás g ra n d e m isterio de esta tie rra . S on oasis en m e
dio de los hielos. O asis de aguas tem p lad as, k iló m etro s y kilóm etros d e
agua. C u an d o los hielos caen a estos lagos interiores, se fu n d e n y, en su
rededor, se crea u n a zona de clim a m enos frío, cu b ierta de nubes bajas,
donde la vegetación y hasta la v ida serían posibles en fo rm a perm an en te.
E l origen de estos oasis se desconoce. A l com ienzo se les atrib u y ó causas
volcánicas; luego, se pensó en aguas de deshielos, o en fuentes term ales.
P ero n in g u n a explicación es satisfactoria. H a sta ah o ra se h a n descubierto
cinco, la m ayoría de ellos en la reg ió n de la R eina M a u d , fren te al A fri
ca. C asi todos h an sido vistos desde el aire. E l corto tiem po disponible
para explorar en la A n tá rtid a , la distancia y lo escondido de los lugares
en que los oasis se e n cu en tra n hacen casi im posible situarlos, o alcan zar
fácilm ente hasta ellos . . .
A q u í m e detuve.
E l com andan te de A viación estaba visiblem ente interesado. Se hab ía
inclinado sobre m i m ap a y observaba.
— A q u í hay uno — dijo— , e n la P en ín su la de O ’H ig g in s.
C ontuve la respiración.
— Sí, com an d an te. A q u í hay u n o . Y esto es lo q u e q u e ría co m u n icar
le. Se halla al fin al de la P e n ín su la O ’H ig g in s. P ara a lca n zar hasta él n o s
otros tendríam os q u e valernos de u n a v ió n . . . D e su avión.
E l com anda n te se qu ed ó m irán d o m e, sin d ecir palabra. A proveché
para co n tin u ar:
— Es m ucho m ás im p o rtan te que su proyectado vuelo a través del
D rake. Piense, p ie n s e ... el m i s t e r io ... ¿P or qué esas aguas son te m
pladas? ¡C alor en tre hielos! ¡D etrás de inm ensas barreras! ¡V egetaciónI
184
¡ V i d a ! ... ¿Sabe, c o m a n d a n t e ...? C reo q u e hasta es posible q u e encon
trem os a alguien viviendo ahí. Q u ién sabe si los restos del m is te rio . . .
E l com andante R o d ríg u ez cogió el m a p a con am bas m an o s, se sentó
y se quedó estudián d o lo , con sus ojos oscuros.
U L T IM A ESPERA NZA
185
qu e la C iu d a d d e los C ésares e ra u n a tentación, u n espejism o, rep itién d o
m e q u e la m eta se en co n trab a en los hielos eternos. M e sostuve en la ilu
sión. E x tra ñ a cosa es la ilusión. R ecrea n u estra v id a, nos llena de m iste
riosa fu e rz a y tran sfo rm a la realid ad . N o s im p ide ver la realid ad , es cier
to. L a inventa. P ero, ¿cuál es la realid ad ? ¿D ó n d e está? E nvolviendo
n u estra v id a en fan tasía todo es m ás bello y existe u n cam ino que nos
lleva con seg u rid ad a otros confines.
E n ese m o m en to necesité de la ilusión p ara no desfallecer. U n a só
lida b arrera subconsciente se levantó p a ra im p ed ir el asalto del escepticis
m o y del cansancio. D eb ía seg u ir adelante. N o podía d ejarm e seducir
p o r las tentaciones del cam ino. U n icam en te en el blanco m u n d o e n co n tra
ría lo q u e buscaba.
A lg u ien se m e acercó. E ra m i am igo P oncet. In d icán d o m e con el
dedo extendido los m ontes lejanos, m e d ijo :
— A llá, en las cum bres, v an los lím ites que nos sep aran de A rg en tin a.
L as nub es h a b ía n cu bierto o tra v ez el h o riz o n te y la visión de las
m o n tañ as desaparecía. L a llu v ia volvió a m o jarn o s y la noche de los
canales se acercó.
186
ya n o volveré n u n ca si n o es en la célula de u n recu erd o distan te. C u a n
d o la h u m an id ad se acabe, nos rec o rd arán las p iedras y cu an d o las pie
d ra s se term in en , sólo u n p u ñ ad o de lu z astral. ¿D im e, am igo, ta l vez
tú creías que la ete rn id a d era d o n ad a al h o m b re com o u n a trib u to de su
estirpe? ¡O h, no! L a in m o rtalid a d es relativ a y sólo se consigue e n lu
ch a ten az y despiadad a. T ú m o rirás, el co m an d an te m o rirá , todos m o
rirá n , porque sólo son “ m u erto s q u e e n tie rra n a sus m u e rto s” . . . P ero
yo viviré, p o rq u e he a b an d o n ad o p ad re, m ad re e hijos, he to m ad o m i
c ru z y sigo. Sigo el cam ino penoso de este s u r . . . E n lu ch a conm igo m is
m o , entre la ceniza y la lluvia que cae hacia el fin del m u n d o , do n d e n a
die vive y los hom bres sem ejan gusanos e n tre bosques so m b río s. . . ”
PU N TA ARENAS
T res días antes del final del año, n u estro b u q u e enfiló proa en el
E strecho de M agallanes. Justo a esa h o ra se despejaron las nubes, se abrió
<1 i id o y un bello sol ilu m in ó las costas.
187
P erm anecía en m i litera cu an d o u n m arin ero m e com unicó q u e el
com andan te de la frag ata m e in v itab a p ara alm o rz ar e n su cabina. M e
apresuré a aceptar, pues no ten ía ocasión de conversar con el co m an d an te
desde la tem pestad en el G olfo de Penas. Sólo de tard e e n tard e le d i
visaba en el p uente de m an d o , con su b u fa n d a de seda blanca, aten to a
la navegación, o vig ilan d o la construcción de u n a cabina de m ad era q u e
se levantaba sobre el puente, en la cual h ab itaría d u ra n te la p e rm a n e n
cia en los hielos. D e este m odo po d ría v iv ir al lado del girocom pás y la
b arra del tim ó n .
E n tré al cam arote del co m an d an te cuando éste a ú n no hab ía llegado.
L a mesa estaba servida con dos cubiertos, u n o fren te d el otro y, en el
centro, u n ram o de flores de la P atag o n ia. E n u n án g u lo , sobre u n a m e-
sita escritorio, se veían u n a fotografía de fam iliares, unos catalejos, u n
cenicero en fo rm a de ru ed a de tim ó n y u n crucifijo an tig u o de m ad era.
E l com andante e n tró y m e invitó a sentar. E staba m u y contento p o r
la proxim idad de P u n ta A renas y p o r la aparición del sol. T ocó el tim
bre y su asistente em pezó a servir el alm u erzo . A ntes de a b rir u n a bo
tella de vino blanco m e consultó, pues prefería beber a g u a m ineral. L e
in d iq u é que le acom pañaría a beber de esta ú ltim a. M ien tras el co m an
d an te aludía a cosas de a bordo, yo aprovechaba p ara observarlo con d e
tenim iento. T e n ía u n rostro m u y joven y terso; pero en los ojos azules
y en la frente despejada delatábanse las preocupaciones de u n pensador;
cuando se calaba las gafas p ara leer, parecíase a u n joven profesor absorto
en sus textos. E ra m e n u d o y sus expresiones den o tab an seriedad y b uen
h u m o r. D espués de u n a ch arla inicial dispersa e in trascen d en te m e in te r
peló, p reg u n tán d o m e por m is opiniones an tárticas. E l co m an d a n te d e
seaba que le inform ara.
H u b e de responderle:
— Señor, es bien poco, o n ad a lo que sé. N u n c a estudio de m anera
o rdenada. M ás bien m e lim ito a s e n t ir . . . P o r ejem plo, de la A n tártid a
lo ignoro todo; [Tero la s i e n t o . . . ¿D e q u é puede servirle esto?
O bservándom e, respondió:
— P or m i profesión debo e stu d iar; pero tam bién prefiero sentir. D u
rante todo este viaje he estado “sin tien d o ” u n a corriente extraña debajo
de la superficie, que nos facilita el trabajo de deslizam o s hacia el sur.
M e quedé perplejo; pero no le in te rru m p í.
188
— M i aprendizaje n áu tico fu e en su bm arinos. Pienso q u e alca n zar en
su b m arin o hasta la A n tá rtid a será algo m u y interesante. Si los gran d es
cetáceos aprovechan estas corrientes p ro fu n d as p ara n av eg ar, ¿por q u é no
p o d rá hacerlo tam b ién u n su b m arin o ? A m i regreso de esta expedición
presentaré u n proyecto. ¿Le g u staría aco m p añ arm e?
— Sin d u d a — le resp o n d í— . A lo m ejo r p odríam os c ru z a r por d eb a
jo de los hielos y . . .
M e in terru m p í.
E l com andante sonrió sig n ificativam ente.
— N os vam os envolviendo en u n a atm ósfera especial — dijo— . H e
navegado varias veces p o r estos lu g ares; pero n u n c a he sen tido esto de
a h o ra. D ebe ser sugestión. E l hecho de ir hacia u n m u n d o m isterioso nos
hace a d m ira r el conto rn o de u n m o d o d iferen te. Siem pre q uise lleg ar
hasta la A n tá rtid a , desde m is lecturas del ex trao rd in ario viaje del a lm i
ra n te ruso B ellingshausen. Si no le cansa le n a rro algo de é l . . . E l 1.° de
feb rero de 1820, después de p e n etra r p o r el este en el co n tin en te h ela
do, B ellingshausen exploró los bordes an tártico s hasta alca n zar los 3o W .;
e n m edio del p a c \-ic e tom ó u n ru m b o m ás al su r y c ru z ó el C írculo
P o la r A ntàrtico. E l p a c \-ic e cerrado y los fuertes vientos le im p id iero n
seg u ir hacia el sur. Se retiró al noroeste. T ra s m u ch as vueltas y revuel
tas za rp ó ru m b o a Sidney do n d e arrib ó en m a rz o de ese año. E l 11 de
n oviem bre volvió a z a rp a r hacia la A n tá rtid a y en el m erid ian o 103° W .
c ru z ó o tra vez el C írcu lo P olar. E n enero descubrió u n a isla, a la cual
dio el nom bre del z a r rein an te, P ed ro I. Es esta u n a isla inm ensa, en
fo rm a de jota.
E l com andante hab lab a en térm inos precisos y se h allaba tra n sp o rta
do, com o si conociese al detalle esas regiones, a las q u e iba p o r p rim era
vez. C o n tin u ó :
— Lo m ás ex trao rd in a rio le aconteció a B ellingshausen al seguir al
n o rte y luego al este, cerca de las S hetlan d del S u r. U n a espesa niebla e n
volvió sus barcos y no p u d o a v an zar. C u á l no sería su sorpresa al ver su r
g ir d e entre el tu p id o velo de la n iebla an tàrtica los m ástiles de otro b u
q u e de n acionalidad desconocida. P arecía u n fa n tasm a del polo b a lan
ceándose en la c ru d a niebla. A l despejarse, se p u d o ver u n sloop n o rte
am ericano. E ra el H e ro , al m an d o del cap itán P a lm e r Los c o m an
d an tes se entrev istaro n a bordo del navio ruso. B ellingshausen sem ejaba
189
u n hom bre de leyenda, con larg a barba y u n ifo rm e im p erial. E l n o rte
am ericano le in fo rm ó del m u n d o fantástico q u e les rodeaba. H a b ía d e s
cubierto hacia el este u n vasto te rrito rio helado, con m o n ta ñ a s visibles a
la distancia. E n h o n o r del cap itán n o rteam erican o , los rusos lo d e n o m i
n a ro n T ie rra de P alm er . . . E s a h í do n de nos dirig im o s hoy, a la T ie rra
de P alm er, P en ín su la de G ra h a m , o T ie rra de O ’H ig g in s, com o la lla
m am os nosotros. P a lm e r llevó a B ellingshausen a la b ah ía de la isla D e
cepción. E n esta isla n uestro co m p atrio ta A ndressen residió d u ra n te años
y estableció su factoría ballenera . . . ¿Sabe usted que en P u n ta A renas es
tá la tu m b a de A ndressen? V a ld ría la pena que usted la visitara.
E l com andan te pensaba seg u ir ch arlan d o de B ellingshausen, de P a l
m er y seguram ente de A ndressen, cu an d o sonó la sirena de a bordo,
na de a bordo.
Se levantó ap resu rad am en te.
Le seguí hasta cubierta. A q u í m e esperaba jovial.
— E s el com odoro — m e explicó— que ha hecho to car la sirena para
que salgam os a con tem p lar P u e rto H a m b re y F u e rte B ulnes. E stam os a
la cu ad ra de este ú ltim o.
M ientras yo observaba sobre la gris fran ja de tie rra las distantes e m
palizadas del fuerte, el co m an d a n te disertaba, con el b razo extendido.
— F u e en 1500, cuando el m ás a u d a z y ex trao rd in a rio co nquistador
español, P edro S arm iento de G am b o a, fu n d ó a h í la C iu d a d del Rey F e
lipe. D ejó cien hom bres al m an d o de u n capitán. P ero el corsario inglés
C avendish sólo enco n tró desolación y m u erte. L as casas b atían al viento
y sobre el piso de las chozas yacían cuerpos helados. E n las horcas, los
cadáveres e ran levantados ho rizo n tales por el v e n tarró n , com o banderas
flam eando a la intem perie. C av en d ish b au tizó a este p u e rto con el n o m
bre de P u erto H a m b re , pues de h am b re y frío m u rie ro n sus m o rad o
r e s . . . Q uien lo fu n d a ra fue h o m b re de m ala suerte y el m ás ex tra o r
dinario co nquistad o r de su época. E n todo lo q u e e m p ren d ió le aco m
pañó la fatalid ad ; m ás de alg u n a vez debió pensar q u e ello debíase a
la inclinación qu e en su ju v e n tu d m o strara p o r la astrología, la a lq u i
m ia y hasta por la m agia. E l T rib u n a l del Santo O ficio le tuvo en sus
garras. D e u n a v oluntad ta n acerada com o su espada, P ed ro Sarm ien
to de G am boa no flaqueó jam ás; pero qu izá sí la som bra de la m agia
practicada, o del rem o rd im ien to , le persiguió con la d e sd ic h a . . . Nos
190
otro s los m arinos sabem os que para n av eg ar hay que elegir u n a sola r u
ta y, luego, seguirla sin vacilaciones. L as d u d as, los credos distin to s, los
cam inos en trecruzado s, la m ag ia en u n b u q u e de cristianos, o el pensa
m ien to legendario a b o rd o de u n a nave de este siglo p u ed en acarrear la
f a ta lid a d . . .
PUNTA ARENAS
191
esquilón y u n a voz su m erg id a en el v iento q u e nos llam a por nuestros
nom bres, desde m ás allá de la vida, del o tro lado de las cosas. Son vo
ces, son palabras hilvanadas, q u e v ienen del “ m ás al su r” y que nos su
su rran que en esta ciudad, q u e en este lado del estrecho, se acaban las
cosas y las tierras; pero que m ás allá em p ieza “o tro m u n d o ” , “o tra rea
lid a d ” y que tenem os que atrevernos a ir en su b ú sq u ed a.
S eguram ente los co n quistadores y los corsarios p ercibieron tam bién
este em b ru jo y se in tern aro n con sus galeones en el m isterio. Existe al
guien que nos llam a por n u estro s n om bres en P u n ta A ren as, u n ser re
m oto envuelto en la niebla blanca de los hielos, que tira de n u estra alm a
y que ya nos tiene en sus dom inios. L a única fo rm a de liberarnos es ir
hacia él. D e lo con trario estarem os perdidos y siem pre retornarem os, sin
saber por qué, a esta ciu d ad , p ara d e am b u lar com o u n cascarón vacío,
com o u n fan tasm a a la espera de u n a revelación que a ú n no somos capa
ces de pen etrar.
Los conquistadores co ntem plando el otro lado del estrecho, tal vez
pensaron que a q u í se acababa el m u n d o . Las fogatas de los onas sobre las
distantes colinas deben haberles parecido los fuegos del In fiern o . Con
seguridad, se h ab rá n p reg u n tad o : “ ¿Q ué hay m ás a llá ? ” Y se h ab rán res
pondido que bien v ald ría la p en a av en tu rarse y averig u arlo , au n q u e se
p erd iera el alm a.
C am in an d o llegué a u n p arq u e con árboles raquíticos y pinos m acro
carpos. E labía hojas dispersas. C ercana, se destacaba la m ole de u n a ig le
sia. M e ap roxim é a su p ortal. E stab a abierto. Iba a e n tra r, cuando u n sa
cerdote de u n a ed ad in d efin id a m e h izo señas y m e inv itó a pasar por
o tra p u erta, conduciéndom e al in terio r de u n edificio con apariencias de
convento. M e g uió p o r u n pasillo h asta unas g ran d es habitaciones en las
q ue se despidió, diciéndom e:
— E stoy seguro, hijo m ío, q u e a usted le va a in teresa r m ucho ver
esto. P uede que sea inclusive la fin alid ad de su v ia je . . . Se en cu en tra usted
en el M useo Salesiano de esta ciu d ad . M ire todo lo q u e q u iera, busque.
Y a verá, ya verá . . .
Y se alejó con u n a m ira d a p en etran te, casi m alig n a.
E stuve u n m o m en to indeciso, solitario en m edio de v itrinas con ani
m ales, con aves em balsam adas; había esqueletos de ballenas, piedras, y e r
bas, arm as indígenas, flechas, canastos trenzados, lanzas. C om encé a i.i
192
m in a r, m iran d o todo con cansancio, casi distraído. E staba pensando en el
rostro del sacerdote y en la im presión de haberlo visto antes. M e detuve
fren te a unas fotografías. U n a de ellas despertó poderosam ente m i interés.
Me acerqué para verla m ejor. Me q uedé inm óvil, m ien tras un escalofrío
m e recorría todo el cuerpo. ¿C óm o era posible? A h í, en u n a borrosa fotografía
sobre el m uro, se encon trab a el rostro de ese ser que m e perseguía en m is sue
ños y visiones nocturnas desde m i infancia. E ra el m ism o rostro, con id é n ti
co atavío: un cucuruch o de cuero p u n tu d o , de cuyos bordes sobresalían
unas crenchas tiesas; el ho m b re tenía el pecho descubierto y sobre las es
paldas, una piel de p u m a. E l rostro era lam p iñ o y m e m irab a con unos
ojos m alignos y alargados. A lgo de a rro g an te y poderoso había en esa
fig u ra. E n su m irad a adivinaba g ran fa m iliarid ad y cierta sem ejanza in
d efin id a con la del sacerdote viejo q u e m e trajo a esta sala.
C on esfuerzo m e aproxim é m ás; entonces, el rostro pareció ex ten d e r
se en torno a sus póm ulos anchos. E ra aq u el ser que m e visitaba en los
instantes fundam entales de m i vida y que siem pre repetía: “T ú llegarás
aq u í, tú v e n d rá s . . . ” A h o ra estaba ah í, en el m u ro de esta sala y en una
fotografía brum osa. A l pie de la lám ina p ude leer con e x trañ eza: “U n
Jon, m ago selcnam de T ie rra del F u e g o ” . N o h abía fecha, ni indicación
del tiem po en que fue to m ad a.
A poyándom e en u n a colum na m e puse a co n tem p lar ese rostro por
largo rato. Pasado el p rim e r m iedo quise observarlo en sus m enores d e
talles. Siem pre m i visión de él había sido breve; en cam bio ahora podía
an alizarlo a m is anchas. A m ed id a que llegaba la noche y que la oscuri
d ad invadía la sala del m useo, de nuevo m e pareció que ese rostro m isterio
so esbozaba una sonrisa y m e decía: “T ú has v e n i d o . . . ”
E l círculo se cerraba.
193
C u an d o subí a bordo vi q u e una de las m an g u eras para el petróleo
se había roto y que la leche n eg ra saltaba por la cu b ierta de la fragata
com o un río espeso. S orteando los charcos lustrosos m e acerqué a estri
bor; por sobre un puente de m ad e ra , pasé a la cub ierta del petrolero.
F u i a visitar a m i am igo el capitán S. Le encon tré en su cam arote.
C onversam os largo rato y fue a q u í donde él m e contó su entrevista con
el profesor K lo h n , a su paso por la ciu d ad de C oncepción. Le escuché
con m ucho interés y nada le dije de m i experiencia en esta ciudad de
P u n ta A renas.
AÑO NUEVO
194
el viento gélido y n octu rn o de esa luz. E ra una llam ada, u n a señal. La
voz de la A n tártid a. S eguram ente la escucharon todos los que en el p a
sado llegaron hasta a q u í y se d etu v iero n alg u n a vez a co n tem p lar el
cielo de !a noche. P o rq u e en el furioso viento del estrecho hay tam bién
envuelta una llam ada lejana. Los avezados navegantes h ab rán im a g in a
do que m ás allá del estrecho y de las tierra s que le siguen, cru z an d o el
hosco m ar, existe otro m u n d o incógnito. V iejos navios se descubrieron v a
rados entre los hielos antárticos. E n el aire, en el ag u a, en la tierra, hay
una corriente poderosa, irresistible com o u n to rren te que se precipita al
borde del ú ltim o abism o y cae hacia el polo.
D espués del largo trayecto en tre grises vericuetos de canales, con la
lluvia siem pre encim a, P u n ta A renas es un alto en el descenso a los I n
fiernos. N o es ya el In fiern o . M ás bien es com o u n a escala de lu z u ltra -
terren a descendiendo a tan hondo pozo. Y desde a q u í nos perm ite vis
lu m b rar el otro extrem o, la distancia de la gracia, el borde de las cosas.
P u n ta A renas no es el final del m u n d o , un poco m ás que avancem os
y vam os a caer en esa “otra re alid a d ’' que se adivina y para la que ya
no parecen existir nu estro s cotidianos valores. Los p resen tim ien to s me
agitaban y me hallaba a la d eriva, en el centro de unas aguas que han
a d q m rid o velocidad d ram ática y que se precip itan en los abism os. Y era
dem encia p retender sujetarse a rocas inseguras, o a débiles guijarros.
Sin em barg o, lo estaba in ten tan d o .
EL GRAN RECUERDO
195
tas con m ucha rapidez y repetía u n a frase en idiom a desconocido. C o m
p ren d í que el ru id o era producido por las palabras que m usitab a. A rrojó
al m a r el hueso y antes de hacer lo m ism o con el rosario, m e dijo: “E s
toy repitiendo en m i idiom a lo siguiente: “ ¡T ú has v e n i d o . . . ! ” Y lanzó
el rosario al m ar.
O tra cosa m e llam aba en ese instante la atención. Los ojos de esa
som bra proyectaban su m irad a por encim a de m í, com o si se dirig ieran
a alguien a m is espaldas y su expresión no era la m ism a de an tañ o , m e
nos aterrad o ra, m ás h u m a n a y m uy sem ejante a la del sacerdote que me
había introducido en el m useo. “ ¿N o sería que el cu ra se había d isfra
zado con ese atavío, deseando so rp re n d erm e ?” D u ra n te toda la escena no
m e abandonó esta idea. Y com o m e preocupara la insistencia de su m i
rada, m e volví para contem plar a m is espaldas.
D escubrí otra fig u ra desvaída, de pie, casi encim a de la torre del
cañón. E n ese m om ento com enzó a descender, aproxim ándose. E ntonces
contem plé a un hom bre vestido con a rm a d u ra y casco. B landía u n a tizona.
Sin to m ar en cuenta el lu g ar en que se hallaba daba m andobles sobre el
suelo. N o se oía, sin em bargo, el ru id o característico del acero al golpear
contra el hierro, sino que debajo de los pies de ese g u erre ro aparecían
trozos de pam pas desiertas; m ás bien, saltaban g u ijarro s y terrones. Le
m iré de cerca y sufrí una ex trañ a sensación: n ad a m e separaba de él; yo
era él m ism o; hasta estaba sintiendo la presión de su casco en m i cabeza
y la e m p u ñ ad u ra de la espada e n tre m is dedos. Me resistí un instante y,
por últim a vez, le contem plé desde fu era, con g ran trabajo. E ra enjuto,
con la piel pegada a los huesos, las m ejillas h u n d id as y los ojos de un m c-
gro profundo, brillan d o con u n a fiebre apasionada, sem ejante a carbones
encendidos. D espués, ya no le observé como espectador, sino sintiendo que
era yo, que las palabras que p ronunciaba las decía yo m ism o y que sus
gestos eran ejecutados por m is m iem bros. Sin em b arg o , de algún d ete r
m inado m odo, perm anecía tam bién independiente y al m arg en de su p e r
sona. Las voces de su curioso español eran p roferidas sin que n in g ú n
m úsculo m ío las articu lara, com o resbalando de d en tro afuera, in d e p en
dientes de m i voluntad. E staba hab lan d o de un rey y tom and o posesión
de unos terrenos. Con la espada confirm aba esta acción. D irigíase a unos
espectadores invisibles. La pam pa solitaria o n d u lab a en d erred o r y un
viento afilado traía olores salinos.
1%
M i prim er visitante, el hom bre del g o rro en p u n ta , se acercó a ú n m ás.
V olviendo sus ojos hacia m í, dijo:
— Este es P ed ro S arm ien to de G am b o a. M e parece q u e le has reco
nocido. Y no podía ser de otro m odo. P o rq u e tú fuiste é l . . .
— ¿C óm o? — resp o n d í— . ¿Es la reencarnación?
— P a la b ra s . . . T o d o s somos todos. D ep en d e de los gusanos que le
correspondan en herencia a tu form a. Busca d en tro de ti y hallarás el
m u n d o . Busca u n poco m ás y me en co n trarás a m í. Yo tam b ién soy t ú . . .
¿Es que todavía no lo has descubierto?
R ió en form a desagradable. Y p rosiguió:
— C iertam ente que tú eres m ás S arm ien to de G am boa que cu alq u iera
o tra cosa. N o has cam biado m ucho desde aquellos tiem pos. P ero voy a
decirte algo que tam b ién revelé a ese pobre ho m b re. P o rq u e has de sa
ber q ue él, ig ualm en te, m e veía y fue p o r m i v o lu n tad que vino hasta
aq u í. Soy el espíritu an tig u o , prim itiv o , de estos lugares. M i im agen es
la som bra de la m agia y de la sab id u ría q u e envuelve a este m u n d o , im
penetrable por otros cam inos que no sean los que yo conozco. S arm ien to
de G am boa tam b ién creyó en la m agia, es decir, buscó en el viejo pensa
m iento que ya se hab ía p erdido para la h u m a n id a d . C on su fe, llegó h a s
ta a q u í; pero se resistió. Interesóse m ay o rm en te en p erseguir corsarios in
gleses y en levantar ciudades efím eras en este inhóspito lu g ar. E l signo
de la C ru z, que es tam b ién el de la espada, le orien tó a lo externo. F íja
te cóm o la C ru z ha estado proyectando hacia afu era a la h u m a n id ad . Y,
en la g ran d u d a, él no supo recordar; e n la vacilación, o en el m iedo,
atrajo sobre sí la fatalid ad . P o r eso tú , P ed ro S arm iento de G am b o a, has
debido volver a estos territorios p ara sostener la prueba del recuerdo . . .
M as, antes, deberás co n tem p lar tus m u e r to s . . .
Sentí una corriente gélida. M e llegaba en ondas desde esa som bra.
O bedeciendo a su insinuación m e puse de pie y le seguí.
Pronto llegam os a u n lu g a r siniestro. Las olas azo tab an u n a playa
llena de cascajos y huesos de gran d es peces. C om en zam o s a su b ir por la
pendiente. N os encon tram o s en tre chozas con troncos y m ad eras carco
m idos. Las ru in as de u n a iglesia proyectaban sus som bras sobre el te rre
no de la playa.
— lista es la C iu d a d del Rey Felipe — exclam é— . A q u í deben estar
m is hom bres esperándom e.
197
— Sí, aq u í están — m e respondió— . L arg o tiem p o te han esperado.
Jam ás debiste abandonarles. T ú tenías q u e estar e n tre e l l o s . . .
E ntonces contem plé un espectáculo m acabro. D e n tro de las chozas
yacían tendidos restos hum an o s, devorados por los pum as. C uerpos de
hom bres, de m ujeres y de algunos niños. Sem icubiertos de harapos, con
pedazos de rostros, donde la barba había encanecido. D edos am oratados,
brazos consum idos a m edias, m uslos en los que los restos de ropa se e n
trem ezclaban con tiras de carne h u m a n a d esgarrada.
D en tro de la iglesia, ju n to al a lta r rústico, vi m ás cadáveres. A l pie
del confesonario un gran p u m a estaba d evorando el cuerpo hinchado de
u n niño.
Me retiré hacia la plazoleta y llegué frente al A rbol de la Justicia.
A q u í colgaban tres ahorcados y el viento furioso les levantaba h o riz o n ta
les. Sus cuerpos parecían dism in u id o s de tam año.
— Ellos abom inaro n de tu no m b re y del n om bre de la casta de tu
rey; por eso están ahí — me d ijo la som bra— . ¿Y tú , d ónde te en c o n tra
bas entretanto?
— A zotado por la to rm e n ta — respondí— , que m e em pujaba hacia
el norte y hacia el este. ¿C rees que les olvidé? Iba en contra de m i vo
luntad. Pensaba sólo en socorrerles. P ero los designios de D ios son ines
crutables . . . V ám onos.
C am inam os por la estepa. E ra de noche y nos sentam os ju n to a un
arbusto. M i acom pañante exten d ió la m an o y cogió un pequeño fruto.
— ¿Lo has probado? — me p reg u n tó .
— Sí; conozco su sabor. Es el fru to del regreso.
— C alafate, lo llam an. E l que lo come vuelve siem pre a esta región
y a esa ciudad . . . Yo d iría, m ás bien, que a q u í volverán siem pre a q u e
llos que gu staro n de su sabor, pero que no llegaron hasta el fondo de
su recuerdo. El que estuvo a q u í y nada vio, tard e o tem prano re to r
n ará en las edades; p o rq u e en el cam ino eterno sólo le p erm itiré el paso
si cum ple con este requisito. Yo soy qu ien g u ard a el u m b ral. N ad ie c r u
zará hasta los hielos sin m i au to rizació n y sin que yo estam pe mi signo
en su f r e n t e . . . M ejor dicho, m uchos pasan; son “ los m u erto s” , los que
van y vienen por todas partes, los “exploradores” . Esos van y es com o si
no fueran. L legan hasta allí, m iran sin ver, oyen sin oír, levantan vivicn
ilas. A ésos, ni siquiera les veo. N o existen. Pueden pasar porque no me
m
preocupo de im pedirlo. P ero alguna vez te n d ré que hacerlo; p o rq u e alg ú n
día cam biarán . . .
— D im e, ¿q u ién eres? — le p reg u n té— . ¿Y por q u é te veo desde h a
ce tanto tiem po? T e aparecías ya en m i in fan cia. C reo que eras m i co m
pañero de juegos cuan d o niño.
L a som bra rió o tra vez.
— M i raza n ad a tiene que ver con la tuya. Som os dos m u n d o s distintos.
T ú y yo no podrem os ju n tarn o s n un ca. Solam ente nuestros dioses podrían
tundirse. A la inversa de tu h u m a n id a d , yo vengo del sur. U stedes van
hacia el sur, deben ir hacia el sur. M i raza, por el c o n trario , procede
de los hielos, de ah í viene y n u estra sab id u ría es tan lejana y m isterio
sa com o ellos. E n un rem oto pasado cru zam o s todo ese continente al
que tú vas hoy y, de allí, extrajim os la v italid ad . T ú crees que la h u
m anidad es de ayer, yo sé que la h u m a n id a d es de siem pre. P ero hay
distintas h u m an id ad es, tan distintas unas de las otras com o los vientos
de la tierra, com o tú y yo. T e he dicho antes que bien podrem os ser
u n a m ism a persona; pero, a la vez, som os diferentes. H e ah í el m is
terio. C om o hom bres n u n ca podrem os acercarnos; el cam ino de nuestras
som bras no en co n trarán jam ás un p u en te; sin em bargo, nuestros dioses
|K)drían reencontrarse, hacerse uno. Sólo revistiéndote de la piel de D ios,
podrás su p erar el tiem po y con tem p lar lo que fue inm utable.
D esde ese m om en to , a la vez q u e escuchaba esas palabras, em pecé a
contem plar. Y era com o si de m í su strajeran un largo discurso en tre te
jido con visiones.
“ ¡A valón, A valón — m e decían— , la ciu d ad de las m anzan as! ¡Q ue
bellas m an zanas de oro hubo en otro tiem po! ¿R ecuerdas? A nim ales a m a
bles y em blem áticos te hablaron de las fru tas. Y ah í, en ese m u n d o p e r
dido, en ese continen te central, crecía u n árbol. ¿E ra un m an za n o , o era
u n ceibo? E ra una M adre C eiba. C reció desde el In fiern o , desde el cen
tro de la tierra y cru z ó con su follaje la superficie d u ra y alcanzó hasta
los trece cielos. Los hom bres subían por él para g u star las do rad as m an -
• .nías. E n torno al tronco estaba en ro llad a la serpiente de Q u etzalcoatl y
d r Bochica; las barbas de Bochica con bellas plum as de q u etza l. E lla, la
serpiente, le prestaba sus alas a los hom bres para que pudieran subir.
Mas, ¿qué sucedió? ¿I’or qué el paraíso de A valón se tran sfo rm ó en la
lejana, la antigua C iu d a d de los M uertos? La serpiente era la lu z y, de
199
pronto, cayó del árbol hacia el pozo del infierno. ¿Q u ién destruyó sus
alas y sus p lu m a s? ”
— T e contaré —m e decía la som bra— . L a h u m a n id a d ha existido
m uchas veces antes. Pero el tiem po es circu lar y todo se repite. Así com o
hay días y hay noches, así hay ciclos que se abren y se cierran. Lo que
u n a vez fue, siem pre volverá a ser. H ace m uchos, m uchos años, hubo
un continente central donde floreció u n a g ran esperanza con visos de
eternidad. T o d o cuanto descubres en tu peregrinación a través del m u n
do, es sólo retazos de esa lejanía espantable, de esa infancia de los tie m
pos. T u m ism o D ios ya existió allí. F u e ah í donde p rim ero lo crucifica
ron. L a crucifixión que conoces es sólo un reflejo de las anteriores. E n
aquel tiem po los continentes estaban reunidos. P ero se acercó la h ora en
que todo debía desaparecer. U n a g ra n ola en fu recid a sum ergió de u n
golpe a la m aravillosa C iu d ad de A valón, donde las fru tas de oro crecían
en los jardines del sol. T o d o desapareció casi sin recuerdos y los hielos
de la m u erte cubrieron la colina del paraíso. L a serpiente con plum as
tam bién había m uerto , incapaz de d eten e r a las aguas enfurecidas. E n
la E dad del H ie rro alguien ten d ría que descender a los infiernos para res
catar su lu z y su legado . . . E sta es la historia. Y no sé bien si ella acon
teció en la tierra o en el cielo. P rocedo de ese tiem po, de ese m u n d o d e
rru id o y soy u n ex tranjero en este universo. A ntes de p a rtir q uiero reve
larte el sentido de todo esto. Es m uy sim ple y está m ás allá de los recu er
dos perturbadores de los dioses y de los m itos. T o d o se repite; lo que fue
una vez, será de nuevo. El m u n d o q u e se destruyó, volverá a destruirse.
T o d o es com o u n a siem bra. U n a g ra n m ano invisible dispersa sobre las
llanuras y cuando u n n ú m ero siem pre idéntico ha fructificado, no im p o r
tan los que se pierdan. O tra siem bra está a p u n to de term in ar. Se acerca
la hora; hay que estar sordo y ciego para no percibir sus signos. Es por
ello que debes apresurarte y seguir hacia el O asis de los hielos, único
refugio en donde te salvarás. T ienes que ser despiadado y te n az ; en nada
puedes reparar, nadie tiene derecho a torcer tu v o lu n tad ; pasa por en ci
m a de todo, de la vida y de la m u erte, pues, si flaqueas, h a b rá m uchos
otros dispuestos a ocupar tu lu g ar, arreb atán d ote la etern id ad . Ya las
puertas están a p u n to de cerrarse, y, cuando esto suceda, los que q ueden
fuera sólo serán sem illa inútil, fru to estéril, que el vendaval dispersará
y el rayo arran cará de cuajo.
200
C on la cabeza apenas e rg u id a e n tre m is hom bros, quise m overm e y
sólo pude m u rm u ra r:
— A yúdam e a levantarm e, pues estoy casi congelado; no puedo ya
m overm e.
— La in m o rtalid a d se logra en tre los hielos — m e respondió— y se
consigue helándose. N o soy nadie, n i n a d a puedo hacer ah o ra. T u g ran
com bate será con el A ngel de Som bras.
N o podía m overm e. C on an g u stia, im ploré:
— D ebo retira rm e a m i cam arote; pro n to tocarán la d ian a. A yúdam e.
N o estaría bien que m añ an a m e encontrasen a q u í helado.
C on d ificultad, veía a m i aco m p añ an te. P or ú ltim a vez le divisé a
m i lado; pero se había reducido tan to en su estatu ra q u e sem ejaba un
niño. Su rostro era tam b ién m uy d istin to ; se h abía aclarado y su m irad a
era como u n reproche am arg o e im potente.
C o m p ren d í lo q u e había sucedido: A q u el ser estaba a p u n to de esfu
m arse. E ra sólo u n a larva que se había a lim en tad o de m i vida, u n a im a
gen fantasm al superad a. N u n c a tuvo m ás realidad de la que yo le p e r
m ití. Y ahora, cuan d o por fin lo e n fren tab a, se d esprendía, deshaciéndose.
C orrientes vibratorias me recorrieron. D esperté con un estrem eci
m iento.
A l a b rir los ojos vi el m ism o cielo con su au ro ra celeste y sus refle
jos de luz au stral. M e hallaba sentado debajo del cañón de proa de la
fragata. M iré la ho ra: sólo h ab ían tran scu rrid o s contados segundos desde
que m e traspuse en ese sueño.
A través del frío y de la lu z blanca de la noche, m e d irig í a m i ca
m arote.
LA T IE R R A DEL FU EG O
Del otro lado del E strecho se en cu e n tra n las tierras de los onas.
R egresam os al oriente y tom am os el C anal M agdalena, luego el ( );t
nal C ockburn yel C an al B allenero, en filan d o proa hacia el sur. Las tic
201
rras aú n conservan a q u í su aspecto hosco y en m arañ ad o . F u e sobre esos
m ontes y esas laderas grises do n d e an tañ o aparecieron las fogatas y los
hum os que hicieron que los co nquistadores les dieran el nom bre de T ie
rra del F uego. Los onas se hacían señales valiéndose del m edio m ás p ri
m itivo. Junto al fuego levantaban sus carpas transitorias y n arra b an sus
leyendas. Los onas se llam aban a sí m ism os selenam , qu e q u iere decir
hom bre. M ás acá, se encontraban los yaganes, o yam anes, llam ados por
los onas el pueblo de los huas; raza por cierto distin ta y m ás som bría
que la selenam .
E n la Isla G ran d e de T ie rra del F u eg o , en torn o al lago F ag n an o ,
crecen los gigantescos coihues, los ñ irres de blanco tronco y hojas finísi
mas, los m aitenes con sus hojas verdes, delicadas com o encajes, el canelo
solem ne, de color p ro fu n d o ; ju n to a ellos, los arbustos, el calafate, la in
consolable zarzap arrilla, los boquis, la lenga, los chilcos, los helechos y la
enredadera que todo lo envuelve y con fu n d e, dándole al bosque el aspecto
de una gigantesca cabellera. E l bosque parece un loco azotado por des
piadados vendavales. A sus pies yacen troncos d erribados, y los caran
chos, los cururos, los choroyes, ju n to con las lechuzas, lo c ru z an como
pensam ientos siniestros y en tum ecidos. T o d o se envuelve en la h u m ed ad
de esa g ran esponja de ram as y de m usgos que parece alca n zar al cielo.
El pájaro carpintero hace su ruido, que es com o el com pás de la e te rn i
dad. Y en esa noche, donde apenas penetra una m ortecina lu z, caen g ru e
sos goterones, que se escurren en el vacío, com o lúg u b res lágrim as p ri
m ordiales de la noche an tig u a. T o d o está h úm edo, au n q u e a rrib a asome
el frío sol. T ran sp are n te s fantasm as c ru za n la espesura, extendiendo u n a
lum inosidad rojiza, com o de crepúsculo, o de sangre.
Estas tierras postreras, surcadas de precipicios, de altas cum bres y de
llanuras boscosas, con peñascos lam idos por la lengua blanca y m ortal de
los hielos, son, sin em bargo, una zona viva com o n in g u n a . Es decir, el
espíritu de una raza m isteriosa, que an tig u am en te las h abitó, les entregó
de sí lo m ás grande que es posible d a r, un sentido, u n alm a, una leyenda
que se incrustó hasta el fondo de su íntim a realidad y le confirió consis
tcncia y vida al m ás escondido de sus senderos y de sus accidentes geo
gráficos. R ecorrida una y mil veces por esos infatigables cazadores y nó
m adas que fueron los selenam , la Isla G ra n d e de T ie rra del Fuego está
im pregnada de su espíritu. Cada cerro recuerda a un héroe legendario,
cada lago o ventisquero, u n suceso de la trad ició n o de la leyenda. Y es
to, qu e ap arentem ente se ha esfum ado con el desaparecim iento del últim o
vestigio de vida libre y o rg a n iz a d a de parte de los selenam , y que los
hom bres blancos h an creído olvidar, re to rn a rá con g ran fu erza en u n fu
turo, si es que alg u n a vez a q u í tiene que florecer u n a vida autén tica, en
1a com penetración del hom bre con su paisaje. E ntonces, la an tig u a sabi
d u ría volverá, junto con la vieja m em oria de los prim eros dioses, q u e aún
se conserva den tro de los m ontes. Y puede que el velo del recuerdo por
fin sea descorrido; po rq u e los que aq u í h ab itaro n supieron dem asiado del
com ienzo y del fin de las cosas. Sus leyendas y m itos, que a p rim era vista
parecieran sólo referirse a esta Isla G ra n d e y a este su r del m u n d o , e n
cierran , de seguro, un a alusión al com ienzo y al o rigen del todo.
Los onas, o selenam , llegaron por el sur, nacieron en los hielos. N a
die conoce su origen, com o nadie conoce el del m u n d o . In g en u am en te se
piensa que los selenam se h an acabado, q u e apenas q u ed an seis o diez
descendientes de su raza. Los selenam no se pueden acabar nun ca, p o r
que selenam son los cerros y los bosques. Los selenam sólo d u erm e n y
alg ú n día despertarán . Selenam q uiere decir hom bre, y ho m b re son los
cerros y los bosques, la tie rra y los astros.
EL O R IG E N
Los H oh uen
Esta es la lucha de los elem entos desatados por Q uenós, lucha que
110 ten d rá lin. P o rq u e la g u erra en este m u n d o no ten d rá fin.
Los anim ales son pensam ientos, distracciones de Q uenós. T a m b ié n ,
204
las plantas. Los H o h u e n , en cam bio, son reflejos de la im agen de Q uenós,
que los creó a sem ejanza de la im agen q u e E l tenía de T em au q u el. Los
H o h u e n son el sueño de Q uenós. Y el h o m b re es el sueño de los H o h u e n .
L legó el día en que Q uenós se cansó de recorrer el m u n d o . Q uiso
m o rir, quiso descansar y no pudo. P o rq u e era in m o rtal. E ntonces viajó
hacia el sur y se hizo e n terra r en los hielos. D espués de u n tiem po, des
pertó rejuvenecido.
F u e así com o Q uenós descubrió el renacim ien to y la etern a ju v en
tu d . Y Q uenós se la enseñó a los H o h u e n .
Sin em bargo, Q uenós se fue u n día p ara siem pre.
C u anyip
205
Y para poder olvidar, C u an y ip descubrió la M uerte.
Sabía que m ientras los H o h u e n fu eran inm ortales, nu n ca el olvido
ven d ría sobre el m u n d o . P or esto C u an y ip m ató a su h erm an o A ncm ec.
C u an d o A ncm ec viajó a los hielos, para d o rm ir y rejuvenecer, C u a n
yip le robó el espíritu del sueño. Y A ncm ec no pudo hacer otra cosa que
m orir.
D esde entonces, la m u erte vino, com o un to rrente, sobre los in m o r
tales.
E l hom bre
L o s titanes
200
que los vuelva a ver; o hasta que el an tig u o sol, que los confinó y que
ya se fue del cielo, reaparezca en el firm a m e n to ).
Los ]on
207
ojos extraviados, vuelta su m irad a a su interior, poco a poco, va haciendo
aparecer ahí d entro u n m u n d o m ás am plio, inm enso, lum inoso o som
brío, con astros, abism os y océanos. Su fantasm a em pieza a recorrerlo.
Es ahí por donde él cam ina. P o r el m u n d o interior, por el infinito.
Y los Jon conocieron el secreto de la in m o rtalid ad . P ara conseguirla
viajaban a los hielos, hasta “esa Isla B lanca que está en el C ielo” . A llá
reposaban un largo tiem po, d espertando rejuvenecidos. D u ra n te el sueño
libraban el com bate con el A ngel de los H ielos, con C u an y ip . V encién
dole, despertaban inm ortales. A lgunos de ellos reto rn ab an a las tierras
de los selcnam . O tros se q u ed ab an en los O asis m isteriosos y felices, d o n
de aún residen, junto a los Jon de todos los tiem pos, del pasado y del
presente . . .
H A C IA LOS V E N T IS Q U E R O S
20 «
Sobre los cables del b aran d al, el m édico perm anece inclinado. T ien e
el cuello de su casaca subido hasta las orejas y co ntem pla el ag u a en
silencio. ¿E n q u é m ed ita?
M e acerco.
— D octor, ¿qué observa?
— Es extraño — dice— , el h om bre no se ha hecho p ara el ag u a . M i
re estas rocas, son sem ejantes a los salvajes que vivían aq u í. Ellos ta m
b ién estaban desnudos y sus cuerpos, depilados por los glaciares.
— Sí — respondo— . P u ed e que acierten q uienes creen q u e los fu e g u i
n o s llegaron a la A n tá rtid a en tiem pos rem otos. F u e ro n m odelados por
los hielos y este clim a n o les e ra hostil. A q u í radica la diferencia con
los indígenas de los canales de la P atag o n ia, que p rovenían del norte.
S u alm a desconocía la p ro fu n d a p ersonalidad de los hielos. T a rd e o te m
p ra n o debieron d eg en erar, sintiéndose en em ig o s de los hijos del sur, que
a su vez les com batieron. C reo que nosotros m ism os estam os en u n a si
tuación parecida a estos in d íg en as del n o rte. T a m b ié n serem os co m b ati
dos por los espíritus del su r, q u e no nos acep tarán hasta q u e no h a y a
m os convivido con los hielos antárticos. L a escuela de las nuevas g e
neraciones debería ser la de los h ie lo s . . . E s la ú n ica m a n era de sobre
v iv ir . . .
— ¿C ree usted? — p re g u n tó el m édico— . ¿E ntonces la p ró x im a ed ad
sería la del hielo, en contraposición a la actual q u e es la E d ad del H ie rro ?
Y sacando de su bolsillo u n lib rito a n tig u o , con tapas de perg am in o ,
em p ezó a leer:
— L a postrim era edad de la C u m ea — y la doncella virgen ya es
llegada — Y torna el reino de Saturno y R ea — L o s siglos tornan de la
'd a d dorada — D e n u e v o largos años nos envía el cielo — Y n ueva gente
en sí engendrada — T ú , L u n a casta, llena d e alegría, favorece, pues reina
ya tu A polo — A l N iñ o qu e nació en aqueste día — E l h ierro lanzará
d el m u n d o él solo — Y de u n linaje de oro, el m á s preciado, — E l uno
poblará y el otro Polo.
V irgilio — dijo— . U n niño nació entonces. ¿C ree usted que v en
drá otro? ¿Será acaso u n N iñ o de H ielo ? . . .
N o respondí.
Pero el m édico extendió su brazo, exclam ando:
¡Ixjs ventisqueros!
209
14 T r ilo g ía <lr In b ú sq u ed a
¡Sí, los ventisqueros! L as p rim era s avanzadas, los vigías y los cen ti
nelas de la A n tá rtid a . Se ex tien d en com o blancas lenguas sobre el ag u a
y sus m o rren as n egras se h a n c o n tam in ad o de la suciedad de la E d ad del
H ie rro . D e esta edad en q u e los hielos co m en zaro n a retira rse del m u n
do y en que el N iñ o que nació sería sacrificado y tritu ra d o e n tre las es
pigas de las g ran d es m áq u in as. E l m aq u in ism o es ta n tétrico com o las
m o rren as ferruginosas, q u e caen hacia el extrem o de los glaciares en el
C an al Beagle.
L en tam en te pasan: E l R ancagli, el R om anche, el Italia. Son las p ri
m eras señales, los delegados de o tro m u n d o .
G E N D E G A IA
210
PU ERTO ORANGE
211
buscam os en la tard e gris. O tra vez se oye la llam ad a, y a h o ra nos parece
m ás próxim a. E l m édico sube a u n a roca e in d ag a con los prism áticos.
— Es F ellenberg , el fo tógrafo — dice— . E stá ju n to a u n árbol, tra ta n
do de ay u d ar a u n h om bre caído. E stos m arin ero s son com o niños. Se
g u ram en te u n o de ellos se ha en caram ad o para coger esos fru to s y la ra
ma se quebró. Estos árboles están p o d rid o s. C o n un soplo pod ríam o s
deshacer todo el bosque. V ám onos. ¡O jalá no se haya roto el espinazo
contra las piedras!
Les veo co rrer por en tre las ram as. D elante, m arc h a el arq u itecto .
T ro p ie z a n , caen y vuelven a seguir d ificultosam ente e n la carrera.
C o n tin ú o por m i cu en ta la ascensión de esa lad era m usgosa. Llego
a la cim a y puedo co n tem p lar el otro lado de la isla. L lan u ra s o n d u
lantes se extienden bajo la niebla ten u e. D esde lagunas distantes suben
vapores, com o si fu e ra n la resp iració n de esas iiegiones ú ltim as. U n
pájaro negro em p ren d e el vuelo. E n el h o rizo n te las nubes de aguas des
cienden cubriéndolo casi p o r com pleto. M e siento sobre u n a piedra. C o n
la cabeza entre las m anos dejo q u e la fría lluvia m e m oje. A d u ras penas
resisto la desesperanza. T ra to de h u rg a r a través de ese cielo denso, com
pren d ien d o q ue será im posible descu b rir u n a señal.
¡C uánto tiem p o hace q u e partim os! Estoy cansado; hem os llegado
tan abajo, ta n hon d o en este pozo, sin en co n trar n a d a a q u e asirnos. S ien
to la corriente poderosa y la presencia del alm a de seres m uertos, prisio
neros del dios de las tinieblas, del m u n d o del pasado, q u e se sum ergió
e n las aguas. V oy arrastra n d o m i cuerpo y lo he tra íd o hasta aq u í, d o n d e
la v ida física es m ín im a, do n de rein a el desam paro. Y es u n erro r, pues
a estos lugares sólo p ereg rin an las alm as después de la destrucción del
cuerpo.
EL P U R G A T O R IO
C ru za n d o el M ar de D r a \e
212
verse al petrolero. Sube y desciende, u n in stan te su m erg id o p o r las olas,
luego sus m ástiles y su q uilla reaparecen, ta n grises com o el O céano.
E sa corriente invisible, in m aterial, q u e d u ra n te to d a la navegación
hem os creído p resen tir en los canales, a q u í se h a hecho difusa, p erd ién
dose en la am p litu d del m ar. N o tira ya hacia el polo y cuesta seguir e n
tre estas olas pesadas. E l océano se balancea silencioso, plom izo, c o n fu n
d id o en la neb lin a gris. U n a in m u ta b ilid a d cercana, u n a sensación de ir
n avegando en el m ism o p u n to , com o d e n tro de cuatro paredes o de u n
g ra n vaso redondo, cae sobre los trip u lan tes. L as aguas de dos océanos se
ju n ta n , se co n fu n d en en este estrecho y, seg u ram en te, m u y abajo, lu ch an
y se arrem o lin an . E sa existencia h íb rid a , esa enem istad p ro fu n d a, se re
fleja en la atm ósfera tu rb u le n ta y penosa del D ra k e . L a co rriente del I n
fierno no puede ab rirse paso en las p ro fu n d id ad es, do n d e o tras fu erzas
entrechocan. Y es así com o ella no tran sp o rta al cielo a los q u e ha d e
jado escapar de sus dom inios. P ero q u iz á m ás abajo, m u ch o m ás abajo,
exista u n paso por d o n d e alg u ien tra n sita con facilidad en pos de sus
regiones de hielo.
N os h a n en treg a d o la p rim era ración an tàrtica, consistente e n a li
m entos grasosos y b arras de chocolate. T a m b ié n nos h a n rep artid o ropas
apropiadas: cam isetas, g uan tes y “ p a rk a s” rellenas de plum as, o fo rrad as
en piel de oso. Los m arin ero s em p iezan a tra n sitar con estas in d u m e n ta
rias por los pasillos de a bordo. E l com odoro ha reaparecido. L e he visto
en la cabina del p u en te de m an d o , reclinado en u n a silla, con u n go rro
de pieles encasq u etad o hasta las cejas y con la b arba n eg ra y crecida.
M iraba a través de los vidrios y sostenía u n libro en tre las m anos.
U na de estas tard es he cru zad o por u n pasillo al q u e n u n ca sé cóm o
llegar y, afirm á n d o m e en los hierros, he cam in ad o hasta su extrem o. E n
t i um bral de u n a p u e rta se ha corrido u n a cortina. D en tro se h allaba el
com odoro. E l ta m b ién m e ha visto y con u n m o v im ien to de la m ano m e
lia hecho señas p ara que m e acerque.
El com odoro perm anecía solo en su cabina, revisando libros y foto-
j'.ialías. Me ha ofrecido asiento y se ha puesto a hablarm e. E s la p rim era
vr / que voy a conversar largo con él.
l odos esos libros están llenos de fotografías de tém panos, de focas
v «Ir i iil iosas aves. E n ellas se puede ver al propio com odoro entre los
lucios. Son fotografías de la A n tá rtid a , tom adas en otras expediciones.
A hora, m ientras cru zam o s este m a r difícil y som brío, el com odoro se rx -
tasía en la contem plación de ese otro m u n d o in im ag in ab le desde aq u í.
T a l vez encuentre fuerzas.
— U sted no p uede c o m p ren d er lo que es la A n tá rtid a — m e dice— .
D esde aq u í, desde este m a r, ya se h a p erd id o to d a relación. A ntes, a lg u n a
vez en el pasado, eso no fue así. A q u í tengo u n viejo m ap a de O rteliu s,
en donde la T ie rra del F u eg o y la A n tá rtid a aparecen todavía unidas.
P a ra los que navegam os por este m a r, cuyo cruce es com o u n p u rg ato rio ,
el recuerdo de la A n tá rtid a es el del cielo. H u b o u n tiem po en q u e
el cielo lo era todo y el p u rg a to rio a ú n no existía. D ifícilm en te el m u n
do podrá co m p ren d er cóm o ansiam os el cielo los q u e a q u í perm anece
m os. D u ra n te el d ía y la noche no puedo a p a rta r de m í la im agen de
los hielos. N o debo olvidarlos, au n q u e todo conspira p ara q u e suceda . . .
P o r eso contem plo estos recuerdos . . .
Le m iré con curiosidad. Sentado ah í, bajo del v entanuco, por do n d e
en trab a la claridad pálida de la tard e, aparecía n im b ad o p o r u n a lu z m e
lancólica. D e u n cajón to m ó u n librito con canciones m arin eras y se puso
a hojearlo. D espués entonó a m ed ia voz. Sem ejaba u n extraño ev an g e
lista, vestido de u n ifo rm e y con la b arb a a ú n rala. Y su voz ronca y b a
ja decía:
Y después:
214
nv.i Yo n ad a podía hacer fuera de c o n tin u a r ten d id o d u ra n te largas lio-
.r. v .u í.r. N o pensaba, estaba e m b o tad o ; m is sensaciones eran pesadas
y tortuosas. E n vano hab ía esperado esa m a ñ a n a el to q u e ag u d o , e stri
d en te, de) corneta, q u e al reb o tar en el acero y en el h ierro , nos h ab ría
rM rem ecido. P ero hasta la d ian a perm an eció m u d a . E l accidentado de
O ran g e rra el alegre corneta. Los designios del D ra k e se cu m p lían , a d e
lantándose. E ste m a r no p erm itía fu e rz as co n trarias en sus d om inios de
acero. Es hosco y som brío, com o tal vez fu era el án im o del corsario que
1< dio su n o m bre.
Sin n a d a a q ue asirm e, sin u n p u n to en que apoyarm e, estaba sin-
riendo náuseas de m í m ism o. E l balanceo del m a r era p ro fu n d o . C o n es-
íu e rz o m e levanté y subí al castillo, ju n to al p u en te de m a n d o . L a niebla
se ju n tab a o tra v ez con las aguas. L as náuseas au m e n ta b a n . C ogido de
la b aranda, vom ité. E l m a r en tero parecía u n vóm ito oscuro. E ntonces,
en el h o rizo n te su rg ió la som bra de u n a b allena q u e arro jó su doble ch o
rro hacia el cielo. M e pareció que el m o n stru o tam b ién lan za b a su v ó m i
to a las alturas.
D u ra n te esos dos interm inables días, en q u e el b u q u e av an zab a a p e
nas, yo no d o rm ía ; u n a som nolencia pesada m e resecaba los p árpados d u
ra n te la noche. L as ideas g irab a n e n círculos. M e parecía saber p o r qué.
E stábam os e n el p u rg ato rio . B ajo el m a r crecía la Selva O scura y
las viejas cadenas de m o n tañ as de los A n d es sum ergidos. F u e ra de esto,
n ad a, absolutam ente n ad a . E n la cú p u la p ró x im a del cielo no hab ía im á
genes y e n las p ro fu n d id ad es del m a r n in g ú n Ser nos em p u jab a ya, faci
litándonos el cam ino. E l A n g el de las T in ieb la s sobrepasa esta etap a y,
e n otros m u n d o s, ta l vez cam bie de esencia y de color. N o se escucha su
sorda risa, n i se sienten sus m anos resbalar sobre la proa. Es el p u rg a to
rio de las alm as, q u e no arrib a a n in g u n a p arte, n i jam ás te rm in a ; que
n o indica n in g u n a salida y que ap risio n a con la violencia de sus abism os
insondables. D e n tro del círculo del p u rg a to rio el alm a castigada deberá
en co n trar por sí m ism a el cam ino de la liberación. N a d ie p u ed e a y u d a r
la. L as fu erzas no existen y, sin em bargo, h ay que buscarlas e n alg u n a
parte. N o hay v o lu n tad p ara seguir, n i p ara to m a r u n a determ in ació n .
P ero el alm a tiene q u e destrozarse en u n suprem o esfuerzo que la im
pulse a en c o n tra r la salida, llegando h asta los hielos lejanos.
¿Será capaz de h acer el esfuerzo el com odoro de esta nave? M e pa-
215
ir ce oírle can ta r, soñando con el cielo: L ejos te esperan m il dichas, q u e
no podrás o lv id a r ... M i alm a se siente vibrante y siem pre triunfante d el
tem p o r a l. . .
Así se prepara el com odoro.
Las olas del D ra k e se a g itan y golpean los costados de la fragata.
216
M;i<Ire- C rib a, y por él su b ían los ho m b res hasta c o n q u istar el cielo. E l
A i lx >1 del Paraíso d o n de se enrolla la serpiente C u an y ip . O b ie n , el R ío
<|ik- conduce al cielo y q u e p rim ero desciende a las p ro fu n d id a d e s de los
Infiernos. Sube y, al salir p o r el polo, tra n sfó rm a se e n las g ran d es co
m e n t e s de la V ía L áctea. R em o n tán d o lo alcan zarem o s h asta la A tlá n ti-
«l.i, o hasta A valón, la C iu d a d de los M u erto s, en do n d e se en cu e n tra la
('.olina del Paraíso, circ u n d ad a p o r m a n z a n a s de o r o . . . ¿Es q u e ya n o
tr acuerdas de D a n te y de sus ríos, el C ocyto, el L etheo, el E stig eo y el
Phlcgetonte?
— Sí, pero a q u í n© los veo, n o los veo . . .
217
A lg ú n d ía lo d escu b riré” . Y luego recitaba u n versículo de Job: “ ¿D e
q u é vientre salió el hielo? ¿Y la escarcha del cielo, q u ié n la e n g en d ró ?
Las aguas se end urecen a m a n e ra de p ied ra y congélase la h a z del abism o” .
U n a ta rd e los n áu frag o s creyeron d ivisar u n a m o n ta ñ a en el h o rizo n
te. P ero era u n a ola gigantesca q u e av an zab a. E sa ola q u e recorre el m u n
do de edad en ed ad y q u e sólo m u y pocos ojos h u m a n o s h a n visto e n
n uestro tiem po. L a m ism a ola q u e su m erg ió a la A tlá n tid a . Se ig n o ra
cóm o p u d iero n sobrevivir e n u n p eq u eñ o bote. Q u iz á les salvó el versícu
lo de Job.
Si S hackleton hubiese logrado c ru z a r por el cen tro de la A n tá rtid a ,
com o era su deseo, p uede q u e h ubiese descubierto el m isterio. P ero los
centinelas blancos se lo im p id iero n ; p o rq u e a ú n no hab ía llegado su ho
ra. D ebía antes despojarse de la v estid u ra densa, de su en v o ltu ra tosca
y m aterial. H o y tal vez lo conozca.
E n esta noche, en la p roa de la frag ata, el arq u itecto Ju lián recita el
poem a de S hackleton, q u e en co n tró en P u n ta A ren as. Y su voz dice:
“S o m o s esos locos q u e no hallaban reposo — en la tierra gris que deja
ban atrás — torturadas nuestras m en tes por el lejano S u r — y el fu ro r in
cesante de sus vien to s extraños — E l m u n d o , d o n d e los ideales la n g u id e
cen — se borra d e nuestros ojos desafiantes — y así, por sobre oscuros
m ares apartados — len ta m en te a va n za m o s hacia nuestro d estino”.
Ju lián va de p ie en la p ro a de la frag ata y sus ojos co n tem p lan las
som bras del p u rgato rio .
LA A N T A R T ID A
218
panos, ni s enviaban estos m ensajeros, p ara saludarnos e indicarnos el ca
m ino. O quizás eran centinelas y vigías, q u e re to rn ab an con la noticia
de nuestra llegada.
H asta altas horas volaban las blancas “palom as del cabo”, las “palo-
m as de Jas to rm en tas” .
N o hubo noche. D el cielo nuboso se d esp ren d ía u n a lu m in o sid ad blan-
ca. Y parecía com o q u e de nuevo, abajo, tira ra u n a corriente.
C ubiertos con los capuchones de las “ p a rk a s” , perm anecíam os a fir
m ados a las cuerdas del navio, resistiendo el viento.
A lgo tem blaba en el h o rizo n te; vertiginosos resplandores lo cru z a b a n ;
ilrtiá s de la n iebla, se ad iv in ab a u n a presencia. U n frío q u e no era sólo
de los hielos externos m e traspasaba. E ra el frío de la expectación. ¿Q ué
habría allí? ¿Tría de p ro n to a abrirse el espacio y veríam os la fig u ra del
gigante blanco?
El buque av an zab a sobre u n m a r q u e se había aq u ietad o . Las aguas
paieeían m ás d u ras y to m ab an u n suave m o v im ien to , com o de sueño.
U na m isteriosa m elo d ía creía escucharse; ven ía desde bajo la superficie
0 de Ja línea del h o riz o n te q u e se ap ro x im ab a. A h í la lu z se estaba in-
•am iando en tem blores, en estrem ecim ientos, com o si lu ch ara p o r abrirse
• no, o q u izás p o r en cu b rirse tras las n u b es tenues. A llá, en el ex tre
m o , entre el cielo y el m a r, apareció u n a fran ja in ten sa, vaporosa, com o
• l< una isla celeste y feliz, ex ten d id a e n tre la m úsica y el éter. T a l vez
Inri a la "Jsla B lanca” de los selenam .
A iab aba de m ira r el reloj. Las tres de la m a ñ a n a . E ntonces levanté
1 i vi'.ia. Y algo así com o u n golpe cegador, pro v en ien te de a lg ú n lu g a r
mi« mío, me hi/.o estrem ecer. F u e com o si m e h u b ieran h erid o los ojos y
-I ilma •( trasto rn ara . U n a explosión de lu z blanca hab ía su rgido en el
m uilín v <í i lu z se tran sfo rm ab a luego e n notas de u n a sinfonía enorm e.
I» '!" . n l i irm e la vista y apoyarm e fu erte m e n te en las cuerdas del b a ra n -
d.il < ii in d o pude ver ele nuevo ya era u n ser d istinto, su frien d o ese gol-
I" 11111 ' i < isible q ue la lu z del nuevo m u n d o m e dio en el centro del ser.
I niit tanto, fuera, aparecía todo cam biado. L a niebla se esfum aba co
mí. |iiii m ilagro y, al fren te nuestro, se encontraba la A n tá rtid a , con su
mdi mi 11 >i iblr presencia. M ontes de hielo, tenues nubes, prad eras de nie-
m . I'.n lan ío s insondables; un m u n d o desconocido, v iviendo en un ciclo
, 11 , i un .. n una luz sut il y violenta.
L a frag ata avanzaba e n tre tém panos dispersos, ten ien d o delante las
cum bres nevadas de la isla S m ith . M ás allá, veíase la isla Snow . Y el cieio
era de u n az u l tran sp aren te y frío. Los pájaros lo cru za b an siem pre. L a
inefable existencia de ese conto rn o parecía estar en vuelta en la m úsica q u e
surgía de sus abism os y de los seres invisibles y rad ian tes q u e viven e n
sus cim as pálidas.
C om o aves, m is ideas tam b ién se fueron. Y a no podría pensar com o
antes. E l golpe de la lu z de la A n tá rtid a q u em a el alm a y enceguece. E l
bautism o de su lu z tran sfo rm a al ser que h a b rá de cru zarla. El m u n d o
de los m uertos y de las som bras ha sido sobrepasado. Y si el p eregrino
reto rn ara algún día, te rm in a rá deshecho com o u n iceberg en clim as in
hóspitos. Será com o u n m u erto pen an d o en tre som bras vivas. O com o u n
vivo entre los m uertos, reco rd an d o su p atria nupcial.
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m u lies, tratan d o de descu b rir indicios de la base. P odíam os im ag in arn o s
<1 >stado de án im o de los q u e esperaban el relevo. L a g en te de a bordo
<l< m ostraba im paciencia p o r llegar. E l com odoro perm anecía en lo alto
<1« I barandal con el b razo extendido.
1.1 sol caía frío en la atm ósfera ra d ia n te y el b u q u e se deslizaba dis
m inuyendo su m archa en u n m a r apacible. Lejos, se veían pequeños té m
panos. Los pingüinos co n tin u ab an saludándonos con sus saltos acuáticos;
•lo-, o tres pájaros plan eab an por encim a de la gaviota n eg ra del rad ar.
Listábamos cayendo algunos grados a estrib o r p ara en tra r en la bah ía.
I in punto d im in u to se destacó sobre el hielo. E ra la c ru z de la base; lue-
]■•• poco a poco, los techos de las casas su rg iero n del u n ifo rm e albor.
L o que sigue es el relato de n u estro en cu en tro con la g en te de la
dotación de la base.
T u v e la suerte de b aja r en el p rim e r bote. T o d o aconteció en form a
I>irvista y sólo m u y len tam en te, a m e d id a q u e la tard e descendía, los
(• oh t{-cimientos co m en z aro n a co n fu n d irse e n m i m en te, com o si en tra ra
• ii la realidad d istin ta de los sueños.
N os distanciam os de la frag ata y en tram o s en el canal, ju n to a la
j*r:in barrera. M etros de hielo vertical sub ien d o sobre n u estras cabezas. D e
■liando en cu ando, con u n ru id o de tru en o , con un h o n d o y ronco b ra
mido, se desp ren d ían de ella trozos q u e se precip itab an al m ar, lev an tan
do el agua en olas anchas, q u e im p rim ía n al bote u n balanceo cadencioso.
I I- ahí la fábrica de los icebergs, la b a rrera de los hielos, q u e se extiende
lia. ia el in terio r y q u e cubre a la tierra, im p id ien d o conocer la conform a-
■ion real de este m u n d o . L a A n tá rtid a p u ed e ser u n g ru p o de islas u ni-
• las |K>r el hielo, o u n a sola m asa co n tin en tal, u n inm enso escudo de ca-
m illones de kilóm etro s cuadrados.
I .os m arineros ap resu rab an el ritm o de la boga. C ercanos a la proa
iban los com andantes. E l m uelle de la base com enzaba a destacarse. Y so-
bic <-l veíam os form ad o s a los m iem bros de la dotación. V estían sus uni-
loim c- navales y el oficial q u e les m a n d a b a aparecía en el p rim e r plano.
• 'i hablar al co m an d a n te U rrejo la. Se d irig ía al com odoro:
Ese m uelle debe ser nuevo . . . M e parece q u e hay u n ho m b re de
iiu nos en el g ru p o q u e nos espera.
El com odoro confirm ó las reflexiones de U rrejola.
I I bote atracó al p eq u eñ o y rústico m uelle. Los oficiales saltaron a
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tierra. D espués lo h icieron P oncet, el fotógrafo, el m ay o r d e E jército, el
m édico y los dem ás. Yo descendí len tam en te. C o n tem p lé los rostros de
esos hom bres, pro cu ran d o ad iv in a r lo que jam ás d irían . V i las caras d e l
gadas, los párpados rojos. E l ten ien te P iln ia k , Jefe de la base, accionaba
com o u n au tó m ata y al h ab lar le tem blaba el m en tó n . F irm e , estiraba la
m an o y luego se la llevaba a la visera de su g o rra. A lg u ien le ab razó .
D espués todos entram o s a la base y la recorrim os.
E l practicante, u n sargento de 48 años, no p u d o salir a recibirnos,
porq u e se hab ía accidentado en u n a p iern a. E l doctor le exam inó la herid a.
F uim os, tam bién , a ver las ovejas q u e d u ran te todo ese año p erm a
necieron en la base an tàrtica.
L a base se com ponía de dos secciones, u n a de m a d e ra y la otra de m e
tal. L as recorrim os, observando todo m inuciosam ente, im ag in án d on o s có
m o sería la vida q u e ah í se h izo d u ra n te la soledad in v ern al. Los h o m
bres de P iln iak y él m ism o nos m ira b a n en silencio. A lg u n o s de ellos em
pezaron a rep artir b arras de chocolate, sobrante de la provisión anu al. L o
hacían com o si estuviesen in te n ta n d o u n m edio extrem o p ara establecer
contacto.
A l salir, p ara to m ar el bote de regreso, el com odoro p reg u n tó :
— P iln iak , ¿hace m u ch o tiem po q u e se construyó este m uelle?
— N o, señor. H ace poco. T rab ajam o s sem idesnudos y con el ag u a a
la cin tu ra. M e h a q u ed ad o u n dolor com o de ciática.
— Bien. Le esperam os a cenar a bordo esta noche, con toda su gente.
E n el m o m ento de despedirnos, el ten ien te P iln ia k m e p reg u n tó si
no deseaba q u ed arm e con ellos p ara to m a r u n a ta z a de té.
M e sorprendió la invitación, pues com p ren d í q u e esos hom bres a n
siarían estar solos p ara ab rir la correspondencia y los paq u etes de sus fa
m iliares. Sin em bargo, pensaba q u e q u ed á n d o m e iba a te n e r algunas ex
periencias inapreciables. Y ello era m ás fu erte q u e todo escrúpulo.
C onsulté al com odoro y éste asintió, ag reg án do m e q u e a la caída de
la tard e enviaría u n bote por m í.
V olví a la casa. M e senté en u n rincón, en el co m p artim ien to p rin
cipal, m ien tras los hom bres se retira b an para leer sus cartas. E n el a n a
quel había textos de h id ro g rafía y revistas. D isim u la d a m en te observaba
esos rostros. D e u n aspecto exangüe, com o si h u b ieran pasado años sin
recibir el sol, los ojos estaban vagos y enrojecidos. E l pelo largo les >;im
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sobre el cuello y era evid en te q u e sólo ah o ra se h ab ían ra su rad o la b arb a.
Sus m anos hinchadas ro m p ían len tam en te las cuerdas de los p aq u etes;
luego, sin p rem u ra, iban re tira n d o los objetos y ab rien d o las cartas q u e les
trajim os. M uy pronto se olv id aro n to talm en te de m i existencia y c o m en
zaro n a tran sitar p o r la estancia y co m p artim ien to s vecinos tal com o lo
h icieran d u ran te sem anas y m eses, recu p eran d o el ritm o de sus p reo cu p a
ciones habituales. E l rad io o p erad o r se encerró en su caseta. E l m eteo ró
logo regresó ju n to a sus cuad ern o s de notas. Sólo el ten ien te P iln ia k se
g u ía sentado en su cam astro, con u n a carta en la m an o y la vista p e rd id a
e n u n a ventanita q u e le q u e d a b a al frente.
C om encé a sentirm e tam b ién lejano, com o si estuviera en u n espacio
vacío, rodeado de nubes, de árboles m u erto s, de pájaros disecados. E sa ca
sa m etálica a d q u iría u n a consistencia, u n a d u re z a especial. L as im ágenes
to m ab an relieves únicos y p arecía com o q u e se estuviera v iviendo en las
altu ras de u n espacio en rarecid o , d en tro de u n a cabina h erm éticam en te
cerrada. Los ojos del ten ien te P iln ia k d eb ían m ira r la n ad a p o r esa ven ta
n ita. L a única existencia d u ra , com o de m etal, era la de estos seres, ig u al
m en te irreales. Y yo no estaba existiendo m ás q u e en u n p en sam ien to acu
cioso, agudo, q u e lo observaba todo sin p erd e r detalles.
E l teniente h izo u n esfuerzo y se m e acercó balanceándose, com o si
venciera u n a oposición del aire. M e levanté tam b ién de m i asiento y fu i
m os juntos a la m esa d o n d e el té estaba servido.
H acía calor y m e saq u é la “p a rk a ” .
— T e n ien te — le dije— , ¿no h a visto usted n ad a d u ra n te el invierno?
— ¿ Q u é ? . . . ¿Q ué cosa?
— A lg o . . . U n barco . . . B u sc a d o re s. . .
— D u ra n te el in v iern o — em pezó— el m a r se congela, ¿cóm o p u e d e n
pasar barcos? E sta b ah ía es u n solo tém p an o de hielo. C laro q u e p o r
sobre ella cam inábam os, m arch áb am o s en la g ra n noche sin estrellas, hasta
llegar al borde de las c o s a s . . . y allá está el B ransfield, q u e n o se con
gela . . .
— B ueno, a h í . . . ¿no h a visto n ad a?
Los hom bres se m ira ro n silenciosam ente. L u eg o m e observaron.
— ¿Q ué cosa? — dijo.
— U n b u q u e . . . u n . . . algo.
•— N ad a se ve aq u í. E sto es ig u al a c u alq u ier parte del m u n d o . ¿E n
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q ué está pensando usted? N o se haga ilu s io n e s ... E n la noche sólo había
unas estrellas, ta n lejanas, ta n . . .
Se detuvo u n instante. L u eg o prosiguió:
— ¡A h, ese m a r negro! Y esa lu z, allá a b a j o . . . Y o he visto m uchas
fo c a s . . .
P ero u n o de los hom bres terció:
— U n día subí a la cu m b re de ese cerro. Y entonces divisé, algo . . .
— ¡Silencio! — in te rru m p ió el teniente.
Y su m ira d a h ab ía a d q u irid o u n brillo rep en tin o .
E l teniente no había pro b ad o su té. N o m e atrev í a seguir hab lan d o .
— Focas y focas — volvió a m u rm u ra r P iln ia k , tras esa penosa p au
sa— . Es lo único q u e interesa. E llas nos salvan. Si no fu era p o r las focas,
¿cóm o podríam os existir en este m u n d o ? Su carne es la q u e nos alim en
ta. ¿Q uién h a dicho q u e la carne pierde? Si no fu era p o r la carne de las
focas estaríam os tal vez m u erto s. E n ellas se en cu e n tra la v itam in a q u e
necesitam os; nos aclim ata, nos fortalece . . . y en tiéndase q u e no m e refiero
únicam ente al c u e r p o . . . E s la carn e de las focas, su sangre y tam b ién
la de los pingüin o s, la q u e nos d efiende en este universo.
D escubríase en sus palabras u n a m elancólica sensualidad.
— E l frío no se com bate con el alcohol. Es u n e rro r creer q u e el a g u a r
diente o el w hisky nos sirvan de algo aq u í. Sólo q u e m a n calorías. H e
im p lan tad o la ley seca. D u ra n te todo este año no se h a hecho uso de u n a
sola gota de alcohol. P u ed o decir q u e he cu rad o m i h íg ad o en la A n
tártid a.
Se in terru m p ió b ru scam en te e h izo u n a e x trañ ísim a reflexión:
— ¿A n tártid a ? ¿ H e dich o A n tá r tid a ? ... ¿Q u ié n asegura q u e este
lu g a r se llam e así?
P ara salvarnos de u n nuevo y terrible silencio, d ije cu alq u ier cosa:
— ¿ H a dado buenos resultados esta casa, teniente?
— M ás o m enos. L as casas m etálicas no sirven, al ig u al q u e los bu
ques de acero. L o q u e es fu erte allá, no lo es aq u í. L a m ad era, sólo la vieja
m adera. Es lo m ejor. H em o s ten id o vientos hasta de ciento sesenta k iló
m etros por hora. P arecía que to d o se iba a volar. P a ra salir a co rtar el hielo,
q ue necesitábam os p ara hacer ag u a, debíam os a m arrarn o s. E l hom bre q u r
salía era sostenido p o r u n a cu erd a desde el in terio r. A fu era no se vría
absolutam ente nada. L a niebla es trem e n d a, es n eg ra o es gris; d u ia , sr
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puede cortar con u n cuchillo. V iene y se va de pronto. E l sargento se p e r
dió u n día a veinte m etros de la cnsn y estuvo seis horas tra ta n d o de e n
contrarla. T u v im o s qu e ir en su búsq u ed a. L e descubrim os g uarecido en
u n hoyo. E staba seguro de encontrarse a varios kilóm etros de distancia.
Se hallaba, en cam bio, fren te a la p u erta prin cip al de esta base.
M i té y el de los otros se había term in ad o . Solicité perm iso al te
niente para recorrer de nuevo la base. A ccedió gustoso, librándose de mi
presencia y de u n a conversación desacostum brada.
C am iné nuevam en te por la casa de m ad era. V i las bodegas donde
se alm acenaban las conservas, las latas de carne, las cajas de vitam in as
y, tam bién el petróleo p ara el m otor de la electricidad. E l agua caliente
se acum ulaba en un estan q u e en el techo de la habitación p rincipal, co
nectado con una estufa que le pasaba el calor. D esde ah í se tran sp o rtab a
por tubos hasta la duch a y la cocina. E n u n a angosta galería se alineaban
los esquíes y los bastones. U n poco m ás allá había u n a sala de carp in te
ría y, al final del pasillo, u n a puerta. M e d irig í hacia ella y salí al exterior.
F u era, todo era distin to . U n a lu z triu n fa l tem blaba sobre las islas y
el frío cortante m e obligó a cu b rirm e con la “ p a rk a ” . E n to rno a la base
el terreno se hallaba libre de nieve y de hielo, extendiéndose cubierto de
guijarros hasta el m a r. E n un corral im provisado se enco n trab an las ove
jas y sus hijos pequeños. T a m b ié n ellas sabían de la noche y de los vien
tos inclem entes. Su pelam b re era am arillo y estaban com iendo u n forraje
m ustio.
A paso lento seguí hasta la playa. C ru cé unas pequeñas lag u n as de
deshielo donde se veían unos pájaros, q u e invariab lem en te e m p ren d ían
t-1 vuelo al posar sobre ellos la vista. T e n ía n el cuello gris y largo y eran
pesados com o cuervos.
Junto al m a r había esqueletos de focas, seguram ente m u ertas por Pil-
niak y su gente; huesos de p ingüinos y g ran d es vértebras de ballena.
Me entretuve observándolas. A lg u n as parecían ruedas de tim ó n y las
superficies estaban calcinadas, raspadas por el hielo. Las palpé y eran frías.
<.)ue inm ensos m onstru o s — m e dije— y q u é curiosa sensación poder to-
' .n sus h u e s o s ... ¡T o car los huesos! ¿ H a b rá alguien que to q u e m is h u e
sos siglos después q u e yo haya m u e rto ? ” Y con u n a inexplicable risa m e
icspondí: “Sí, una b allen a”. C ontem plé después las cim as de hielo a m is
■spaldas y tuve la certeza de que ah í d ebían encontrarse ballenas m uertas
nJ
226
lo lim itaba extendíase u n a fran ja roja, igual que de sangre o de in cen
dio violento.
F u e com o si súbitam en te un velo se d esprendiera de m i m em o ria;
lleno de estupor, reconocí ese cielo y esos pájaros, que ahora cam in ab an
sobre !a playa. Los había contem plado idénticos en m i sueño an tig u o , d u
rante m is “T res N oches de H ielo ” . F re n te a m í tenía el m ism o cuad ro :
cercanos a m is pies se m ov ían los pájaros grises, de cuellos rojos, y h aita
las piedras, salpicadas de nieve, e ran tocadas por las olas.
M ucho tiem po perm an ecí sentado aú n sobre esa roca, m ien tras la lu z
de la noche se acercaba, recreando el etern o día.
227
m arote. P o r lo dem ás, ni el co m an d a n te ni el segundo eran hom bres m uy
expansivos. Los trip u lan tes de esta frag ata, cual m ás, cual m enos, vivían
su historia hacia d en tro , retraídos, herm éticos.
P iln iak y sus hom bres sentíanse extraños. D espués de su largo retiro
no acertaban a com penetrarse con esa situación de actores de prim er p la
no. Parecíanse a esos seres do rm id o s en u n a pieza oscura y a quienes de
im proviso se les enciende la lu z; restriéganse los ojos, no saben q u é les
sucede, ni dónde se en cu en tran , incapacitados para aju star sus gestos a
la realidad.
A cada instante en trab an a la cám ara m arin ero s de la fragata, para
pedirles autógrafos, que estam p arían sobre trocitos de huesos de focas, o en
piedras blancas, en recuerdo de este día. El m ayor de E jército, S alvatierra,
dibujaba sobre la tapa de una vértebra de ballena el paisaje de la bahía,
con la base al fondo. U n a vez term in ad o el dib u jo pidió que selof
ran todos !os com ponentes de la dotación y se lo regaló al com odoro.
A la hora de los licores, se deseó escuchar a esos hom bres. C om o
n in g u n o de ellos probó el coñac, P iln iak explicó su teoría de la ab stin en
cia. L uego, y a pedido suyo, el cabo G u tiérre z inició u n a conferencia so
bre la caza de focas.
— E sperábam os u n día claro — dijo—- y salíam os todos arm ados de
cuchillos y de palos. Yo llevaba un g arrote g ran d e; para hacerlo m ás pe
sado le ponía varios kilos de plom o en la p u n ta. Al final de los hielos
se encuentran m anadas de focas. Los foquitos chicos juegan com o niños.
Las m adres du erm en despreocupadas. E legíam os a la que estaba m ás l e
jos y m ás sola. Y entonces se le descarga un g arro ta z o en la cabeza. La
foca queda atu rd id a . L uego se le h u n d e el cuchillo en el cuello y se la d e
ja desangrar. Si acaso el p rim er golpe no resulta, se le da otro. U n a vez
m u erta la foca, se le saca el cuero y la grasa. E n esta faena todos usába
m os los cuchillos. E n seguida se les corta los lom os y el hígado. El cuero
se estaca y la grasa se usa para a lim en tar las fogatas.
D espués de G u tié rrez , le tocó el tu rn o al cocinero.
— La carne de foca se prepara en la m ism a form a que la de vaca;
pero sólo para bistecs. T am b ié n yo cociné em panadas de horno con c a r
ne de foca, agregándole unas cebollas en escabeche que teníam os, l'.sta
carne es bastante sabrosa. Lo que la diferencia ele las dem ás carnes rv
que es negra. El p in g ü in o tam b ién se com e; pero hay que prepai irlo
228
en form a diferente. Yo dejaba un rato la carn e en agua con vin ag re para
lavarla bien. El p in g ü in o se puede p rep ara r de variadas m aneras. Se p u e
de com er asado y a la cacerola. T ien e g usto a pato. P ero es m ás aceitoso.
Al principio cuesta acostum brarse p orque se an d a con el gusto de! p in
güino por toda u na sem ana . . . pero luego . . .
El teniente P iln iak in terru m p ió :
— Ya no se puede com er otra carne, p o rq u e sabría i n s í p i d a ... ¡N o
;é cóm o nos vam os a aco stu m b rar fuera de aquí!
Los buques estaban anclados uno al lado del otro, unidos por un
puente de tablones. E n el petrolero se esperaba tam bién a la dotación p a
ra festejarla. La fiesta ah í sería distinta.
A com pañé a los hom bres hasta la b o rd a; pero no crucé e! pequeño
puente. A scendí al castillo. E n la n o ch e-d ía, las g ran d es b arreras se dc-
i rum baban sobre el m a r y su p ro fu n d o sonido era com o la voz de D ios
en el com ienzo de los tiem pos.
229
lio y de pelam bre larga y enso rtijad a. T e n ía un aspecto leonino, au n q u e
delicado. El pelo le caía sobre la cabeza, cubriéndole sim páticam ente los
ojos. Este perro fue regalado al capitán S., e n P u n ta A renas. Se había
hecho un buen am ig o m ío. N o sé por qué, pero enco n trab a cierta sim i
litud espiritual entre él y yo. Esa m añ an a , en la isla rocosa y solitaria,
fui a despedirlo. Le pasé la m an o cariñosam ente por la cabeza y vi sus
ojos húm edos por el frío. E l p erro abrió la boca y su lengua roja qu ed ó
balanceándose al com pás de la respiración. Sus m anos finas hu n d ían se en
la nieve. A su reded o r se enco n trab an los dem ás com pañeros; pero fácil
m ente se adivinaba q u e no tenía u n a p ro fu n d a com unicación con ellos.
L ad rab an , aullaban, y él perm anecía silencioso. A u n q u e h u b iera hecho lo
m ism o, sería diferente. E xistían otras “ razo n es” en este anim al. O tro desti
no. Sentí deseos de ab razarlo. Pero sólo le hice u n a seña con la m an o y
lo dejé.
E l perro levantó su cabeza enso rtijad a, sacudió hacia atrás sus rizos
y sonrió.
EN EL G L A C IA R
230
yor de un m etro. Q u ién sabe sidebido al descenso de la m area, la b a rre -
i i no caía directam en te en el agua, dejan d o un espacio por do n d e un
bom bre podría c ru z a r hacia el otro ex trem o de la isla.
C on curiosidad estuve m iran d o esa cinta costanera, cuyo final d iv i
saba, in terru m p id a a trechos por rocas, o g ran d es trozos de hielo. U n d e
seo de arriesgarm e por ella se apoderaba de m í, de m odo q u e no m e di
cuenta exacta del m o m en to en que había em p ezad o a c ru zarla. E l suelo
na de piedrecillas m arin as salpicadas de nieve y estaba cubierto por h ie
los de la barrera. T ra s unos doscientos m etros, co m p ren d í que ese co
rredor era m ucho m ás largo de lo q u e parecía a p rim era vista. E ste e rro r
«Ir apreciación es m uy frecuente en la A n tá rtid a , do n de la tran sp aren cia
y sequedad del aire p erm iten ver a g ran d es distancias. E m pecé a o ír ta m
bién m uy claram ente el ru id o que hacían m is zapatos sobre las piedras
al raspar en la nieve y en el hielo. A vancé así otros cien m etros y m e en-
i o ntré bastante lejos del com ienzo de este pasadizo estrecho. E ntonces m e
detuve y m iré. A u n lado estaba el m a r de olas siem pre suaves. L a playa
i ra baja en u n a p equeñ a extensión, luego caía v erticalm ente, a g ra n pro-
lu n d id ad . E l agua veíase tran sp aren te y, sin necesidad de tocarla, se co m
prendía que era de u n hielo m ortal. A gachado ju n to al m ar, tenía a m is
<spaldas la pared eno rm e y blanca del glaciar. A b rien d o las piernas y
• tiran d o los brazos, podía tocar a un lado el a g u a del m a r y al otro, el
hielo de la barrera. M iré un m om ento ese m u ro gigantesco y un estrem e-
i iiuicnto me recorrió: se resquebrajaba en toda su larga extensión. E ra de
ahí, y no de otra p arte, de donde se d esp ren d ían los gran d es tém panos y
i producían los derru m b es. Si ah o ra cayese el m u ro , yo no te n d ría esca
patoria y difícilm ente los expedicionarios p odrían en co n trarm e. Im ag in é
<|tir echándom e al ag ua y n ad an d o un trecho m a r ad en tro m e protege-
iía del d erru m b e; a u n q u e difícilm ente sobreviviría a la congelación. C on
la vista fija, h ip n o tizad o , estaba p ren d id o a la im agen del hielo sobre m i
i alx /.a. U n trozo eno rm e se inclinaba, rev erb eran d o al sol. A rrib a te rm i
naba en alm enas. L a lu z se descom ponía en tonos verdes p rofundos, am a-
nllos y negros. E l tem o r y la em oción de la belleza se entrem ezclaban.
Yo no sé si ese m u ro se m ovía; pero conocí que algo íntim o m e lo estaba
ai <n a n d o , cada vez m ás. E ntonces oí un ru id o pequeño, com o de suspi-
io ‘. y chasquidos, y tic las alm enas em p ez aro n á caer unas leves p lu m i-
t.n volanderas y blancas, que al c ru z ar a través de la luz, se irisaban fa n
tásticam ente, tom an d o form as extrañas. C aían sobre m í, acariciándom e,
y cubrían por m illones ia peq u eñ a playa. D ejé de tem er. L a visión era
tan irreal que habría sido bueno m o rir en ese instante. T o d o cubierto de
esas pequeñas alm as del hielo, em p ap ad o por el frío de esa lu z e x trah u -
m ana, lloraba de em oción. Y en m edio de las lágrim as escuchaba u n a
suave m úsica escondida hecha de suspiros, de chasquidos de la b arrera y
del vuelo de esos cristales, vapor de agua solidificado en el aire seco y frío.
¿P or qué no habré m u erto en ese instante? D esde lo alto, el glaciar m e
saludaba. Sus espíritus, sus fabulosos seres, revelábanm e su m úsica, su v i
da m ín im a. T a l vez el d erru m b e se produzca al fin alizar el ciclo de esta
leve sinfonía; sólo entonces el tru en o del glaciar lo cierra con su diapasón.
¡C uántas veces m ás buscaría escuchar esta m ilagrosa m úsica, que es como
m elodía angélica!
Q uise levantarm e y no pude hacerlo, pues estaba ciego. L a lu z del
cielo enceguece. C on am bas m anos sobre los ojos, perm anecí largo tiem po
a la espera de recuperarm e, hasta que, poco a poco, fu i desprendiéndom e
de ese deslum bram ien to .
L a playa se am pliaba y su rg ían algunas rocas. Se in te rru m p ía luego
con el hielo de los d errum bes. T u v e que escalar por sobre algunos té m
panos.
P or fin llegué al extrem o del glaciar y m e enco n tré en u n a extensión
cubierta de rocas volcánicas, que su rg ían com o agujas afiladas, con ca
prichosos contornos, sem ejando fortalezas o construcciones ciclópeas. La
nieve cubría dilatadas planicies. Ju n to a las rocas, do n d e azotaban las olas,
se adivinaba u n m u n d o distante de seres m arinos, elefantes de m ar y e x ó
ticos pájaros. Me dolía la vista y no quise seguir adelante. C ercano a m í,
oí un g razn id o .
E n una roca neg ra, un p ájaro aleteaba tra tan d o de ah u y en tarm e. Me
acerqué para contem plarlo m ejor. C u id ab a un nido en el cual unos h o
rribles polluelos chillaban espantados. Entonces el pájaro se elevó y co
m enzó a describir círculos sobre m i cabeza. R ep en tin am en te se me vino
encim a con el cuello extendido y los ojos m uy abiertos. Me lancé al Mu
lo y el ave se detuvo b ruscam ente en e! aire. P ude observar cuán fea era;
con un largo pico pardusco y el cuello pelado, g razn ab a asustada y sin
atreverse a llevar su ataq u e a fondo sobre m i cabeza.
E ra la gaviota s \u a , reina y señora de estos lugares.
080
Regresé por la b arrera. E n la com pleta soledad de esa m a ñ an a , sin
tem o r ya, co m prendí q u e había logrado m is prim eros contactos. P arecía
m e saber que nada p o d ría sucederm e antes de que ese m u n d o m e lleva
ra hasta el final, hasta su centro.
F IE S T A A BORDO
2.33
m an y, au n q u e nad ie )a e n ten d ía, debe haber sido graciosa, pues el c a n
tante se in terru m p ía a cada m o m en to para lan za r sonoras carcajadas.
A m i lado, el segundo del petrolero me dijo:
— Este biólogo se conserva en alcohol, igual q u e sus lagartos. Ya p a
rece un arenque seco y salado. U sted pensará que viene a q u í a in v esti
g ar sobre especies m arinas. ¡N o, señor! V iene a beber y a n ad a m ás. E!
año pasado tam bién estuvo. Y este año se repite la dosis. H a b rá quien
crea que viaja por am o r a la A n tártid a , cuando lo hace únicam ente por
h u ir de su m u jer, la cual, en la t i e r r a . . . . ¿qué estoy d i c i e n d o ? ... a!lá,
no le deja beber. A q u í puede hacerlo a sus anchas. V iene y hace bien . . .
E l capitán había in terru m p id o . D e pie sobre u n a silla, d irigía u n coro
en honor del biólogo H ein ric h . E scuché sonriendo. E ra u n a conocida c a n
ción de las cervecerías alem anas, ah o ra con letra en español. U n teniente
de uniform e se levantó e h izo de solo, con voz de falsete y cómica p ro
nunciación:
LOS SK U AS A D IV IN A N EL D E S T IN O
LA BU SQ UED A
M irando con los prism áticos podría descubrirlo, q u izás, en alguna inli >
tuosidad del terreno. V olví hacia el norte y em pecé a subir por la mm •
pendiente nevada de este lugar. A h o ra el sol frío golpeaba de nuevo .1
hielo. La sequedad del aire se estaba haciendo presente.
P or espacio de una hora cam iné hasta llegar a la base del moni* M*
hallaba cansado y tran sp irab a a pesar del frío y de la nieve. I.a jx -n il u Hi
era escarpada y la subía d ificultosam ente con los esquíes. P ronto m< ln«
240
• .< .1. , .. penoso esfuerzo y decidí quitárm elo s. M e senté, ab rí la llave,
l .. h. Ir. coi x a s de los zapatos y clavé los esquíes en lu g ar visible. N o
liib li ivm /.id o un g ran trech o sobre la nieve, cu an d o una de m is p ier-
mi ........... la ( ostra helada del suelo y se h u n d ió en u n a grieta, de m a-
.|in tuve apenas tiem p o para echarm e atrás, resistiendo el peso del
... • | ■ ...1.1 . la otra pierna p ara escapar de caer en la ab ertu ra. C o m p re n -
.1 1 1, .' I, III. joi m anera de c ru z a r esta g rieta era colocando sobre ella los
•i p.na pasar en eq u ilib rio como por u n puente. H acién d o lo así,
, i......... iiiiiiai escalando con cuidado, reconociendo p reviam ente la nie-
..............I bastón. L legué al terreno rocoso y descubierto. A q u í, en tre los
l . i.. •• . . m í a n m usgos raquíticos y secos; q u em ad o s por el frío, se m e-
.............. r | aire helado, cual si fueran pelos en ferm izo s de esos m ons-
..............i.incos de g ran ito . Las rocas devastadas aparecían sucias de nie-
•• y >li i'.u c rio l congelado. M ás arrib a, la cu m b re del m onte m e fue vi-
I I. I u un cono estrecho e inexpugnable, pues la roca se hallaba des-
ipil* '.i i y descascarada. E l m en o r traspié desp eñ aría al abism o. M e de-
11 ni \ iiiiii el am plio p an o ram a, abarcan d o la distancia. Al otro lado de
i. I.. n i.lu í.i de agua, se levantaba el bello m o n te p iram id al, de b lan cu ra
•• I mi l ondeados en la b ahía veíanse los dos b uques y se destaca-
lirtit Ir. i asas de la base, com o pequeñas m an ch a s negras, in terru m p ien d o
• i ....... il< nieve. El m a r an tártico se exten d ía d orado, cubriéndose de
#/*•*!• uios lejanos que navegaban hacia el sur.
I ...... los gem elos y los m oví len tam en te por la superficie de la m e-
*• i i I m liinaba con m inuciosidad, d eten ién d o m e en las grietas, fiján -
■I.............. los peñascos visibles y en las som bras. P ro n to debí co m p ren d er
mui il y difícil sería m i trabajo. E n esa llan u ra invariable, en ese
«u*l iriso , el m isterio total de u n a desaparición habíase cum p lid o . Ni
1i p.í)aros volaban sobre las h o n d o n ad as. E n la barrera seguía reso-
n lirio l.i voz del glaciar.
'■"lo .ii lo alto de este cono de roca em p in ad a, d en tro de las grietas,
■• • " •! io q u ciío m arin o , ju n to a los lobos y focas, podría encontrarse
• I i« i i i i .
241
l i llovía .le la búsqueda
EL COM ODORO EN SU CAM AROTE
Y después:
242
yo los veo y los conozco. A q u í el tiem p o se ha deten id o y todo es igual
a m illones de años, cu an d o el gran com bate se libró y el A rcángel lu ch a
ba en contra m í a . . . ¿Q ué digo? . . . E n contra de E l . . . T o d o es id én ti
co. La lucha se repite. La m ism a historia. A hí, sobre las g ran d es barreras,
en las dilatadas llanuras de nieve, el d ra m a co n tin ú a. P o r ello esa lu z ve
loz. Son escuadrones de espíritus. Y todavía no se sabe q u ién vencerá . . .
A ún m e q ued a u n a opción. P ro n to volveré a e n tra r en com bate . . . E n este
buque llevo m i gen te; algunos buenos gu errero s; el m édico, por ejem plo,
totalm ente de m i ban d o . P ero hay otro que bien p odría echarlo todo a
perder. H a v e n i d o . . . T a l vez era im posible evitarlo. Sin em bargo, ¡oh,
dioses, qué iron ía, si esta vez se pusiera de m i l a d o . . . !
C oge el com pás y la escuadra y pone a am bos en co n tra del rayo de
luz nocturna que pen etra a través del ojo de buey:
— ¡Por vosotros, signos de la g ra n m edida y de la ley, yo espero que
<• cum pla el destino y que en este territo rio la form a se deshaga! O s ne-
«esito para navegar. Y para vencer. V osotros sois los signos del valor.
I-a lu z fría golpeaba en !a escuadra, yendo a reb o tar sobre el com -
pás, donde describía dos círculos en fo rm a de ocho, el signo del infinito.
Y el com odoro cantaba:
l una, los pájaros volaban con u n leve estrem ecim iento, alejándose
Imi la li /o n a del h o rizo n te donde el co razón de la lu z palpitaba.
EN PO S DE MI D E S T IN O
244
La puerta de la cabina estaba abierta y por ella e n trab a y salía el
oficial navegante. Le veía ocupado con el sextante, calculando el rum bo.
Se subía el cuello de pieles por en cim a de las orejas, p o rq u e el viento le
azotaba.
El E strecho de B randsficld cim b rab a sus olas. G ran d es tém panos ve
nían del sur. T o m a b a n extrañas form as y hubo que desviar varias ve
ces el rum bo para no chocar con ellos. Pasaban m uy cerca, de m odo que
era posible ad m ira r su pigm ento h erm ético, su en can tad a vida de leyenda.
V arias horas estuvim os navegando en esta fo rm a. Siem pre con ru m
bo al sureste, hasta que aparecieron las cum bres rocosas de dos islas pe
queñas, m anchadas de nieve.
E n m edio de las islas extendíase u n a nube larga.
El oficial navegante explicó:
— La T ie rra de O 'H ig g in s se en cu en tra a la vista. Es esa nube. C reo
que existe u n erro r en las cartas respecto a la situación que se da a esta
península.
— N ad a de raro habría en ello — terció P oncet— . Estos lugares son
desconocidos. Sólo C h arco t navegó a la vista de esas costas en 1906.
U na hora m ás y em pezam os a d eslizam o s por en tre islas. P e n e trá
bamos en una curiosa ensenada. A l frente nuestro apareció la pared v e r
tical de la barrera de la T ie rra de O ’H ig g in s.
Poncet m e habló:
— ¡Somos los prim eros! N u n ca nad ie ha visto esto.
Millares de pequeños tém panos, trozos d im in u to s de hielo, flotaban
i nuestro d erred o r. E ra n verdes, rosados, am arillos, de todos colores. V ia-
I ilu n , g iraban, dab an vueltas en el agua, reflejando el sol en cada una de
us facetas, en sus m últiples vértices. L legaban hasta el bu q u e y g olpea
ban su casco, producien d o un ch asq u id o m elódico. E n el agua tran sp a-
if n ir veníanse a proyectar las g ran d es som bras de las islas, de la barrera
\ drl barco; tam bién las nuestras, a firm a d as en la b aran d illa, m iran d o
I I m ar.
La fragata había dism in u id o la velocidad casi por com pleto. E n la
i, el segundo com an d an te d irig ía el trab ajo de la sonda. Sin abrigo,
m si ido sólo con su traje de oficial y las m anos sin guantes. A nunciaba
li p ro fundidad q ue íbamos alcanzando. Su voz llegaba en rarecida por un
iubo .u úmico, E» el puente, d co m an d a n te U rrejola recibía las inform a
245
ciones, transm itién do las a u n ten ien te, que a su vez las hacía llegar al
tim onel.
L a sala del tim ó n qued ab a bajo el castillo de m a n d o ; a través del p i
so, podíam os escuchar el ru id o cadencioso de la ru ed a. Sem ejaba la c u e r
da de u n reloj que se enrolla y se distiende.
C on u na len titu d pasm osa, la frag ata avanzaba d irectam ente hacia
la pared del hielo. P o d ía verse el fondo rocoso en la tran sp arencia azul
del agua. La ensenada se estrechaba m ás y m ás. O í decir al co m andante:
— Estos callejones siem pre tienen u n a salida. T o d o consiste en perse
verar, en no volverse. Se m e ocurre q u e cerca de la b arrera vam os a e n
con trar u n canalejo. E n ese caso, verem os algo ex trao rd in ario . L a P ata-
gonia m e ha acostum brado a estas sorpresas.
L a fragata encontrábase ya m u y cerca de la pared frontal. A ú n co n
tinu ábam os av an zan d o con len titu d , cuando el seg u n d o avisó desde proa
u n bajo peligroso. E l co m an d a n te o rdenó m arch a atrás a toda m áq u in a
y la frag ata se detuvo, para co m en zar a retroceder.
O tra vez nos encontrábam os fuera de la silente ensenada y aú n los
pequeños tém panos m ulticolores circulaban rodeándonos. D el sur venían
otros m ayores, im pulsados p o r u n a invisible co rriente. Sobre uno de ellos
se desperezaba u n a foca; ten d id a de costado, afirm ábase en su aleta co
m o sobre el codo. A l pasar por nuestra vecindad levantó su cabeza y nos
m iró con languidez. A brió sus ojos redondos. L u eg o dejó caer los b la n
dos párpados y se cubrió con sus pestañas de estalactitas.
246
A ntartico, donde se en cu en tra la base ing'esa de H o p e, en las p ro x im i
dades del cabo del m ism o nom bre. A q u í volvieron a salim os al paso los
tém panos y el p a c \-ic e . El co m an d a n te o rdenó cam b iar n u ev am e n te el
rum bo hacia el sur, volviendo a nav eg ar despaciosam ente, cada vez m ás
próxim o a las costas y a las b arreras de la península. El tiem po m a n te
níase siem pre claro, au n q u e un viento am e n a z a d o r soplaba sobre las m e
setas em pujando nubes dispersas hacia el h o rizo n te invisible.
A lgunos trip u lan tes habían ido a a lm o rzar, otros p referían quedarse
en cubierta, atentos a las alternativas de la exploración. Yo seguía en 'a
torre de m an d o y observaba con los gem elos las variantes de la costa. A
m enudo aparecían pequeños fiordos; los com an d an tes no se interesaban
por explorarlos, pasan d o de largo fren te a ellos. H u b o un m o m en to en
que la visión de la costa se in te rru m p ió co m p 'etam en te a causa de un
iceberg plano com o m esa.
Al alejarse este iceberg un espectáculo m uy diferen te surgió ante n o s
otros. E stábam os cercanos a la península. A nuestra vista se levantaba un
peñón gris, destacándose como u n a prolongación de la barrera. In m e d ia
tam ente arrib a erguíase un cerro no m u y g ran d e, au n q u e cubierto de
nieve.
El com andante se inclinó sobre la b o rd a y m iró con atención. A su
lado perm anecía el arq u itecto Julián. U n poco m ás lejos se encontraba el
com odoro. Julián exten d ió el brazo e indicó el peñón:
— A hí podría ser.
Yo dudaba.
E ntonces el com odoro habló en voz baja al co m an d an te y éste o rd e
nó algo al oficial que estaba a su izq u ie rd a .
El buque en filó la proa al peñón gris. Se sintió el ru id o de cuerda
d r| tim ón. Y o tra vez, la voz del seg u n d o can tan d o la p ro fu n d id a d . La
i .u Ir na del ancla com enzó a raspar el acero del casco y la frag ata fondeó
i corta distancia de la T ie rra de O ’H ig g in s.
I'uim os de los prim eros en pisar y en h u n d irn o s hasta las rodillas en
■ i .i nieve. N u n ca ser h u m an o estuvo aq u í. Al m enos d u ra n te los millo*
n< s de años que este lu g ar ha perm an ecid o cubierto por la nieve y c!
Iiu lo.
D escendieron tam b ién los m arinos y los soldados, con sus brú ju las y
h mininos. En raquetas y esquíes cam in aro n sobre la nieve y co m en zaro n a
247
m ed ir el terreno. El peñón estaba d esnudo y la roca ofrecía u n aspecto hosco.
E l viento soplaba fuertem en te, b arriéndolo de u n ex trem o a otro. U nos p á
jaros negros g razn ab a n destem plados. F ellenberg se inclinó con su cám a
ra fotográfica y estuvo largo tiem po estu d ian d o las vetas de las piedras.
A lgunos m arineros le observaban llenos de curiosidad, pensando que p u
diera descubrir oro. E l alm a atávica del m in ero despierta a la sola vista
de la roca d esnuda y árida.
E l viento nos obligó a regresar pronto. Las olas se encrespaban, a u n
que el cielo continuab a azu l y claro. E n el cam ino de vuelta a la fragata
nos cruzam os con un tém p an o sobre el que tam b ién v enía u n a foca. ¿Se
ría la m ism a de la m añ an a? In m ed iatam en te detrás se aproxim aba u n a
chalupa bogando a todo rem o. E n la proa, de pie y con u n a expresión
desconocida, iba el teniente P iln iak . E m p u ñ ab a u n cuchillo. A ntes de sal
tar sobre el tém pano, se q uitó la casaca y la cam isa, q u ed an d o con la c in
tu ra desnuda. E n el bote ladraba furiosam ente el perro m ascota de la
fragata. La foca parecía no darle im portancia a todo esto y m irab a so
ñolienta a esos seres extraños. ¿C óm o podría siquiera im ag in ar lo que iba
a suceder?
P iln iak abordó el tém p an o , q u e se balanceó peligrosam ente; rápido,
estuvo cerca de la foca, d ándole u n a p u ñ alad a en el cuello. Q uiso luego
deslizar la hoja del cuchillo hacia abajo, para co rtar en redondo; pero res
baló cayendo de bruces. L a foca, sorp ren d id a, lan zó u n bram id o de es
panto. N o atinaba a co m p ren d er lo que sucedía. A l m ism o tiem po, u n
chorro de sangre negra y espesa saltaba sobre el hielo, precipitándose h as
ta el agua y m anchan d o el torso de P iln iak que hacía esfuerzos por lev an
tarse. C om o un dem ente estuvo otra vez de pie, descargando nuevas p u
ñaladas sobre el cuello de la foca. D esn u d o y cubierto de sangre, realiza
ba el inexplicable rito de ese sa'vaje asesinato. L a sangre suya y la de la
foca se co n fu n d ían en u n a sola. Ya no era un ángel ceroso, ah o ra p are
cía u n dios terrible y sangriento.
T odo el m a r se m an ch ó de sangre, los hielos todos, y de ella dis
frutam os con horror.
P iln iak m ostraba así a los recién venidos a este m u n d o lo que él sa
bía, lo único que había ap ren d id o d u ran te un año: m atar focas.
¿Pero era sólo esto? E n la noche, m editaba. Y me parecía com pren
der que no se debía ju zg a r con sim plicidad, U n curioso destino trajo
248
a P iln iak a este universo. El sudario an tartico op rim ía len tam en te, des
truyendo todo aquello que era físico, q u e era pro d u cto de o tra tierra y
de otro espacio. Jun to con el viento q u e arru g ab a las m esetas, se escu
chaba la voz de los espíritus, de las form as g enuinas de estas distancias.
Ellos presionaban el alm a de P iln ia k , la em balsam aban, h ech izán d o la;
pero el cuerpo no enco n trab a el sol, las células físicas no recibían su a li
m ento. P ara u n ho m b re tan sim ple y denso, el d ram a se cu m p lía m ás
allá de su conciencia. Y aquello que iba siendo u n a m aravillosa m u erte,
capaz de tra n sp o rtar a u n a nueva vida ( “es necesario que yo m u era para
que él viva” ) , en P iln ia k se convertía en espanto, en resistencia frenética
ante la nada. N o , él no se dejaría vencer v o lu n tariam en te por el “abrazo
de la V irgen de los H ie lo s” . E in stin tiv am en te buscaba u n a salida, en co n
trán d o la en ese pacto, en ese rito san g rien to . E n el frío de la A n tá rtid a,
se bañaba en la sangre de los seres que la h ab itan . A sesinaba, p rolongando
de ese m odo la existencia de su v am p iro pálido. L a sangre es el sol lí
quido. Si el sol no aparecía en el cielo, entonces P iln ia k lo buscaría en el
infierno. (A lg u ien se reía a b ajo ).
¡Pobre P iln iak , ya estás m arcado! P o rq u e n u n ca podrás o lvidar esta
roja y espesa sangre, que corre a to rren te s sobre el hielo. ¿E n q u é otro
lugar del m u n d o habrás de en co n trarla m ezclada a este color tan blanco?
Es herm oso que u n cerro lleve n u estro nom bre. ¿P ero cuál es n u es
tro nom bre? Este m u n d o blanco a ú n no lo ha revelado.
254
ros, g razn an d o y dejan d o caer de sus alas u n polvo im palpable. N o s e n
contrábam os casi encim a del co ntinente y d e n tro de u n a bah ía cortada al
oeste por dos islotes. L a p u n tilla era u n a m ín im a extensión de la T ie rra
de O ’H ig g in s. El cielo estaba despejado; pero sobre la península descen
día un m anto de nubes claras que nos velaba su exacta configuración.
A m edida que la lancha se apro x im ab a, el m arin ero de proa em p e
zó a cantar y Julián le acom pañó.
De nuevo, com o an tañ o, las aves nos h ab ían indicado el cam ino del
paraíso.
256
A quello tan deseado estaba aconteciendo. U n a inm ensa cordillera, con
vulsa, de cum bres transp aren tes, se extendía por sobre el dorso de la T ie
rra de O ’H ig g in s, para co n tin u arse en ondulaciones trem en d as, u n id a y
separada por abism os y ventisqueros. Las cim as eran de albor in m aterial
y ascendían hasta toparse con los ú ltim os restos del velo d esg arrad o y con
la lu z n o ctu rn a y triu n fa n te . C intas m o rad as descendían a veces por las
laderas y el oleaje de la lu z golpeaba co n tra los picachos.
H e aq u í los m ontes de m i sueño. T a n blancos y tran sp aren tes como
ellos, tem blando en la lu z divina y fría. D e n tro de sus nieves v ivirían los
héroes que voy buscando. Sus cum bres sem ejaban rostros de titanes, co n
tem plan do la celeste etern id ad .
C on la im presión de estar viviendo u n m o m en to decisivo, me puse a
c a m in ar por la cubierta. A l llegar a la proa m e encontré con el c o m a n
d an te de A viación, q u ie n tam b ién co n tem plaba el suceso. C on su b arb a n e
g ra y la cabeza descubierta, se volvió al sentirm e llegar.
— M ire — le dije— , en tre esas m o n tañ as el O asis nos espera. D e b e
mos ir.
Perm aneció en silencio. Volvióse hacia el h o rizo n te del m a r y m e se
ñaló un nuevo espectáculo.
Las nubes rojas se habían m ezclado con los crespones arran cad o s del
velo que cubría los m ontes y el viento n o ctu rn o los u n ía em p u ja n d o to
da esa m asa inverosím il hacia el cénit. Y era com o sangre coagulada, de
un rojo oscuro e intenso, que se fu n d ía con el d orado y con el verde pa-
i.i crear form as y colores im posibles. E n el extrem o del h o rizo n te, donde
1 1 m ar se ju n ta con el cielo, leves caravanas de tém panos viajaban en m e
dio de ese éxtasis de la luz. E ra n azules, de oro viejo. Y en alg ú n punto,
- n algún lugar de esa lejanía, palpitaba u n fu lg o r, com o si fuera el m ar-
*•Ileo isócrono del pulso de la luz. El crepúsculo extendíase por todo el cie-
y se prolongaba hasta m ás allá del m u n d o , envuelto en u n aire que
« nía de otro universo.
Sin saber de m í com encé a ir y v en ir por la cu bierta, con el rostro
l'v .m iad o al cielo y tam b ién , con deseos de can ta r. M archaba, m arch áb a-
nios, hasta altas horas de la noche. Q u iz á si hasta el otro día. O hasta
ni.is .illá del día.
257
\7 Irilngfit de lu hi'nqurilu
Soñé de nuevo con el cerro tran sp aren te, de cristal de nieve. D en tro
estaba El y m e decía: “T e esperam os. A presú rate. N o sea que ya no me
encuentres. E l viento de la fatalid ad sopla. Los árboles a q u í den tro caen.
Los cuartos q ued an vacíos. Los techos se d e rru m b an . N u estro s enem igos
se acercan. D ebem os p artir. E rrarem o s etern am en te por los m undos. E s
tam os prisioneros del M ito. T e necesitam os. V en con nosotros. A p resú
rate. T u perro ha llegado. El nos avisó que v e n d r í a s . . . ”
El viento, que disem inaba la nieve de cristal, golpeaba el m onte tra n s
parente. D ebajo se extendía u n lago azul.
C O N S T R U C C IO N DE LA B A SE Y E X P E D IC IO N
AL W EDDELL
260
del hom bre. Pero antes, d iré que al regresar un día a la base en co n stru c
ción, divisam os sobre el blanco m an to de nieve, que se extiende hacia
el este, por encim a de la península, dos p u n to s negros, parecidos a h o m
bres, que observaban n u estra llegada. Los p u ntos se m ovieron, d e sliz á n
dose hacia el sur, para desaparecer. P u d o ser un espejism o, u n a visión
producida por el viento poderoso del este que bate las planicies nevadas
de m anera incesante; pero en la m ente de todos qu ed ó p alp itan d o una
incógnita.
L a bahía se m ostraba despejada de hielos ú ltim am en te, los que eran
arrastrados por las corrientes polares y el viento de esos sitios. E ra fácil
fondear ahora a corto trecho de la base, recom enzando la descarga de los
m ateriales.
U na m añana, F ellen b erg y yo descendim os a tierra. D espués de v a
g ar un rato solitario, so rp ren d í al fotógrafo in c'in ad o sobre unos té m p a
nos en la ensenada q ue queda a espaldas de la base. E staba foto g rafian d o
unas aristas del hielo.
Y es de esto de lo que deseo h ablar.
Al com ienzo, F ellen b erg no rep aró en m i presencia. T a n e n sim ism a
do estaba. M as, pronto , el crujido de la nieve le hizo volverse. T e n ía 'os
ojos perdidos, com o q u ien retorna de otras distancias. D ebió d ejar pasar
un rato hasta h abitu arse. Entonces m e hizo señas para que m e acercara.
Me m ostró exactam ente los puntos de los bloques de hielo q u e esta
ba observando con u n a lente de au m en to y que luego rep ro d u cía en la
cám ara oscura de su m á q u in a. E ran p eq u eñ o s trozos, ángulos, aristas
irregulares. La lu z caía sobre esos puntos y se descom ponía o refractaba
to in o en las d istintas secciones de u n d iam an te. T odos los colores del a r
io iris jugaban, com binándose en u n a m ovilidad asom brosa; sem ejantes
i u na fuga de sonidos escalaban y ascendían repitiendo el m otivo o tra s
pasándolo en diferentes tonos, hasta el extrem o de la escala crom ática.
I Vspués, retornaban al origen, en un m o v im ien to de pasión, o de sublim e
ironía. Y todo qu ed ab a envuelto en un tem b lo r irrad ian te, de m agia y
«Ir sortilegio.
1.0 interesante — dijo F ellenberg— es que esto se produce en un
p iq u rñ o punto del tém pano. E n una m ilésim a de su espacio. E l resto
p u m a n c ic opaco y nada debe conocer del glorioso suceso qu e, después
dr todo, no altera la realidad de su existencia fría y pesada. Es una ilusión.
261
— Q uién sabe — dije.
— ¡Observe! Ya ha cam biado. ¿Q ué resta ahora? N a d a. ¿H ay a lg u
na huella del suceso? N i u n a partícu la g u a rd a la im presión. D epende
de donde caiga la lu z. Y el tém p an o entero, en c u alq u iera de sus partes,
podrá repetir el fenóm eno. T o d a la fría m asa in d ifere n te tiene la m ism a
posibilidad de e n tra r en éxtasis, alcan zan d o la vida suprem a. Es asunto de
donde golpee la luz. ¡Es u n a ilusión!
— ¿Y quién dirig e la luz? — le p reg u n té— . ¿A caso el azar? N o es
tem os tan seguros de que no q u ed en huellas. N u e stro ojo es lim itado.
Si nuestro espíritu se co m p en etrara y n uestro corazón se hiciera de hielo
por u n instante, pod ríam o s percibir otra cosa; q u ién sabe si u n a herid a,
un éxtasis, o un placer incurab'es. E l hielo enloquece en u n determ in ad o
p u nto y su locura adopta la fo rm a su p rem a de la in diferencia y de la iro
nía. L a luz cae . . . y nadie sabe dón d e, ni sobre quién.
Pero F ellenberg ya no ponía atención. E staba otra vez haciendo fu n
cionar su m á q u in a fotográfica. E lla era su corazón. Su m áq u in a veía
m ás que él m ism o, pues le había conferido u n a parte de su alm a. L a
m ejo r prueba de ello es que m a ñ an a rep ro d u ciría u n a ex trao rd in aria flor
de luz. Lo que él no había visto lo captó la lente. U n a flo r de locura, de
am or y de m u erte. E n el p equeño trozo, en la arista afilada, se ab rían sus
pétalos de colores veloces y eran verdes y rojos terribles. L a instantánea
había logrado fijar el m o m en to en que el rojo se descom ponía en azul.
Y esa transición, esa d u d a , ya era esp íritu ; casi inexistente, señalaba la
línea de la dem encia, de la ilusión y de la alegría. A legría de la lib e ra
ción, alegría de la com edia. P o rq u e ahí, e n ese p u n to , la im agen había
logrado dem o strar que todo era u n a farsa y que la flor del hielo y de la
luz no existía, siendo u n a im itación, u n a form a sim u lad a, un juego con
la luz; con la com plicidad y la aceptación de la l u z . . . T a l vez el hielo
y la luz se am aban e iniciaban las m últiples posturas de ese juego. La
m uerte les esperaba en el extrem o. Pero, m ien tras tanto, creaban, tra n s
form ando.
— M ire usted, F ellenberg, esa flor lum inosa nos prueba que al hielo
'c sucede com o a nosotros. T am b ién crea, tam b ién pretende ser algo d is
tinto, u na f!or . . . ¿Se engaña, acaso? Yo creo que no, si realm ente vive
el instante de su f l o r . . . Al m enos se engaña tan to com o nosotros.
La diferencia • d ijo Fellenberg- es que el hielo no deja de set
262
hielo. Es decir, juega fríam e n te, se m an tien e sereno fren te a su propio
d ram a.
— Q uién sabe — repetí.
D espués — no p odría asegurar si fue este m ism o d ía— estuvim os o b
servando una gota de agua en u n a de las innu m erab les pozas form adas
por el deshielo. E n esa gota, m iles de m icroorganism os vivían y se a g ita
ban, tom ando form as inverosím iles. E n 'a A n tá rtid a, la v ida es ru d im e n
taria en apariencia, y lo es para el biólogo. P ero ad q u iere u n tono h ero i
co, de epopeya ign o rad a. La vida busca situaciones interiores, subjetivas,
por así decirlo. D u ra n te la g ran noche es el reposo, y sólo el gem ido del
viento y el golpe afilado de las cuchillas de cristal sedeja o ír en lafría
oscuridad. Las gran d es profu n d id ad es del O céano son negras, com o una
pupila ciega. A h í se cim b ran las pequeñas esponjas, acunadas suavem ente
com o por una brisa tard ía. Esos seres pacíficos, que in cru stan sus ósculos
en la noche h ú m ed a, son hilados por el balanceo eterno de las aguas y
por las corrientes del polo. Sus galerías, sus pasadizos blandos, com o p a
nales, albergan a m illares de seres d im in u to s, verm iform es, filiform es, a n é
lidos, que se apegan a sus pasillos, o los recorren al com pás de la inges
tión del agua del m ar. A m an , m u eren , com baten, viven de la vida de las
suaves esponjas, com en sus lóbulos p u trefactos; cual parásitos, le sustraen
11 alim ento y hasta respiran al vaivén del líq u id o que llena sus g ru tas y
cavernas. F u era, todo es paz. O scilaciones rítm icas, im perceptibles, hacen
<reer en una existencia idílica; las líneas se cu rv an , a veces, hasta sem ejar
d im in u tas copas de árboles de ensueño.
El paso de los seres de agua salada a las lagunas de ag u a dulce se
facilita por la sem ejanza de tem p eratu ra. C u a n d o llega el verano y se rom -
l>c la costra helada del m ar, en las playas los gu ijarro s se d esn u d an , a p a
recen los m usgos y los liqúenes, sobre los cónchales de lapas polares. Y
.ihí nacen las algas y los hongos en la m a ra ñ a del tap iz de m usgo. E n las
pozas de las rocas se m ueven las am ebas, d eam b u lan protozoos y crustá-
iro.s. E n la piel de la foca cangrejera vive u n piojo pequeñito. Y todas
( st-is m anifestaciones de vida son em ocionantes, pues luchan por p erm a
necer con una tenacidad y un heroísm o propios de la fu ria de la creación.
I'ratan de al irm arse a ú n aq u í, en el m ás inhóspito lugar, donde sólo las
potenciales raíces persisten.
Fcllcnberg descubrió en la nieve una pulga rara, que se movía y sal
263
tab a; extraída de ah í pareció m o rir y secarse. O bserv ad a a l'm icro sc o p io
era com o h orm iga con m ú ltip les ex trem idades. A alguien se le ocurrió
ponerla en u n a gota de agua, a la tem p e ra tu ra del m ar, y esa pulga a d
q u irió vida n u evam e n te, em p ezan d o a agitarse.
Las nieves negras están m an ch ad as por m illones de esos seres m ínim os.
L a vida ad q u iere u n a intensidad proporcional a su breve tiem po. El
invierno congela los m ares, cubre el continente. U n cam bio leve de te m
p eratu ra h ará im posible la vida a m illones de seres. C abe preguntarse si
es tan fervorosa esta v o lu n tad de existencia y si realm ente la natu raleza
dispersa aq u í por m illares a sus criatu ras. ¿N o será m ás bien que todo
se repite y q ue la vida no te rm in a sino que reposa y se recrea? Es decir,
tal com o esa pulga, u n a vez llegado el invierno, los seres de las pozas
caen en u n sueño total y ya no reviven sino hasta el próxim o deshielo.
Ellos tam bién h an descubierto la in m o rtalid ad , el rejuvenecim iento. La
energía es lim itada y así se conserva. D a pavor pensarlo.
Existe adem ás u n a relación en tre el color y el polo. Los pájaros n e
gros tienden a desaparecer de estos m ares y les es m uy difícil alcanzar
las latitudes extrem as de la A n tá rtid a. E n cam bio, las aves de plum aje
blanco soportan el frío m u ch o m ejor. Sus plum as no absorben los rayos
de la lu z externa e im p id en que el calor in terio r se escape, creando z o
nas térm icas propias. E l blanco es el color del frío. N o se sabe cuál de los
dos ha precedido al otro. P uede que la A n tá rtid a sea A n tá rtid a p o rq u e
es blanca. O al revés. E l que qu iere conservar calor in tern o debe evitar
el calor del m u n d o exterior. Los hielos serán ardientes por d entro, en un
p u nto central y desconocido. Y las ballenas tal vez posean u n lugar oculto
en donde tam bién el color alcanza la intensidad del blanco. P or lo m enos
allí, en su capa de grasa. La grasa es fría, es an titérm ica, es insensible, no
perm ite salir ni e n tra r las vibraciones. A ísla. E l calor de la sangre d
ballenas no se tran sm ite con facilidad a través de las m u ertas fronteras
de su grasa. Por la m ism a razón la foca, ten d id a sobre la nieve, vencida
por el m ilenario cansancio que la coge apenas em erge del agua, no d e
rrite el tém pano que le sirve de lecho, pues su ep id erm is es tan fría co
mo el m u n d o que la cobija. El calor se g u a rd a en un espacio interior,
reducido com o un cofre, y p alpitante com o u n a e n trañ a.
La inteligencia y la v oluntad tam bién actúan en la A n tá rtid a; pan-
ce que lo hicieran desde fuera y con m ucha len titu d . Es una inteligcn-
261
cía externa, in q u ietan te , que no tiene prisa, que tam bién se en cu en tra
congelada y que observa com o un ojo sin párpados desde las cum bres del
ciclo velado. E lla necesita edades p ara m o d ificar las cosas. Los petreles
hacen sus nidos subterráneos, aprov ech an d o a veces las galerías de los des
hielos. C on los torren tes, con las aguas y las nieves, se in u n d a n estos n i
dos y las crías m u ere n ahogadas. U n sesenta por ciento de las crías p ere
ce de este m odo. Sin em bargo, todos los años los petreles repiten el error.
U n instinto secular, an terio r a su vida en los hielos, los lleva a co n stru ir
viviendas inadecuadas. E l petrel aú n no desarrolla el nuevo reflejo, o e!
nuevo “concepto” . L a idea, com o la lu z, a ú n no alcanza m ás allá de sus
plum as y rebota en el aire delgado. C ae com o el sol, desde el cielo; pero
lo hace lentam ente, sin pasión.
N o otra cosa ha sucedido con los ping ü in o s. D esde que hem os llega
do a este lug ar, nos acom pañan. Sus nidos se en cu en tran raleados o des
truidos por el co n tin u o tra n sita r de los hom bres. M uchas crías h an sido
in volu ntariam ente m u ertas. P ero ellos no se van y su colonia a ú n p e rd u
ra en el ro querío. L a m ayoría de estas aves son de las fam ilias “ p a p ú a ”
y del “collar”. L as ú ltim as llevan este n o m b re debido a que lucen un
barboquejo negro en to rn o del cuello. E l p in g ü in o “ p a p ú a ” es el que
u instruye los nidos de piedrecitas m ás prim orosos, y el “ ad elia” es el m ás
descuidado en estos m enesteres. El p in g ü in o “em p e ra d o r” , soberbio y g ra n
dioso, no se e n cu en tra en estas latitudes su b an tárticas; contem pla las au ro -
i .is del M ar de Ross, o resiste los vendavales de las tierras de la Reina
Maud.
D u ran te largo tiem po nos ha sido d ad o observar los juegos de am or
di los pingüinos y sus robos de huevos, de polluelos y de piedrecitas de
)<", nidos vecinos. P ero pienso que ya deb ieran h ab er p artid o , pues sus crías
mui .ni.illas y un peligro in m in en te se cierne sobre ellos. Los hom bres aún
I"'. respetan, obedeciendo las órdenes del co m an d an te de dejarlos en paz.
IV i o llegará el m o m en to en que no lo h ag an . D espués de tantos siglos
Militarios, los p ingüino s no acaban de convencerse de la existencia del h o m -
• Será necesario q u e se los tran sfo rm e en víctim as para que la realidad
■I' l.i p r e s e n c i a h u m a n a penetre en su sangre, se haga idea o reflejo, capa/.
■I' m ovilizar sus voluntades. Así el d estin o , a través de la m u erte y la
di . i Mi u i ó n , cum ple con el m an d ato im puesto por una inteligencia velada.
I I terrible dios del hom bre alca n zará tam bién a estas criatu ras, tal
265
com o antaño llegara hasta los altares y los tem plos del sol, hoy reducidos
a polvo y ru in a.
Se d estru irá la form a. Sin em b arg o , todo es com o esa flor de hielo.
Sim ulacro, inexistencia. U n a fu erza d u ra y fina, igual que hoja de ace
ro, yendo su bterrán eam en te, crea m últiples apariencias, las que sólo sirven
para encubrirla, p ara disim u larla, o tal vez para distraerla. A q u í, en el
hielo, la form a tran sm ig ra. R esurge, resucita. Se ejercita p ara el m ás allá.
L a pulga que u n día llevam os a bordo, m u rió y no m u rió , porque en ei
agua reviviría. ¿E staba viva? ¿E staba m u erta? Pienso que ni lo u n o ni
lo otro. P rim ero sim uló la vida y luego sim uló la m u erte. Inventó am bas.
Las recreó.
Para realizar tanto, se necesita volu n ta d , y, sobre todo, ironía. La
flor del hielo nos da la clave y nos indica el cam ino.
T a l vez, algún día, le pediré a F ellenberg que m e regale una im agen
de esa flor.
LA GRAN M ESETA
266
H e subido a escu d riñ ar el h o rizo n te. E n co n tré a q u í al com andante
R odríguez, que m irab a hacia el o riente. D e cuando en c u an d o volvía su
cabeza. E n !a lejanía m onótona, vastísim a, un resp lan d o r palp ita, como
siem pre. L a g ran m eseta recoge esta señal y la proyecta desde su escudo
de hielos y de escarchas. Esa lu z blanca cu b re toda la línea del horizonte.
Pareciera que en esas distancias u n a com arca d iferente, o tal vez el m ar,
se extienden. El co m an d an te R o d ríg u e z balancea la cabeza, parece es
pantar una idea. A l to rn a r su m ira d a, m e descubre y se sobresalta. Se ale
ja ostensiblem ente de este sitio.
O tro día so rp ren d í en esa cim a al m ay o r Salvatierra. E staba sentado
en el hielo con u n a b rú ju la y u n m ap a sobre las rodillas. T a m b ié n m i
raba fijam ente hacia el este. A h o ra el resp lan d o r que proyectaba el h o ri
zonte era lechoso y relám pagos lo c ru zab an . T o d a la lejanía tem blaba.
Luego volvía a su q u ie tu d incisiva y nostálgica.
El m ayor tam b ién m e vio; pero no se m arch ó com o el com andante.
En su rostro se d ib u jó u n a sonrisa de com plicidad.
LA GRUTA ENCANTADA
267
A l principio los ojos se resistían a ver, no a causa de la oscu rid ad ,
sino debido a la lu z que penetraba a ras del ag u a, golpeando la bóveda y
las paredes de hielo. A lgunos pequeños tém panos llegaban im pulsados por
la corriente e iban a d ar co n tra los m u ro s de la g ru ta . D el techo co lg a
ban cientos de estalactitas que sem ejaban barbas de u n lobo prehistórico
o de u n extrañ o m o n stru o en cuyo vientre se en co n tra ra n los navegantes.
L a lu z se refractaba en esas lágrim as del hielo p ro d u cien d o nuevos tonos
y una m ayor m ovilidad. A l igual que en o tras partes, tam bién a q u í el
trastorno y el juego de la lu z repetíase; m as, debido al espacio herm ético
y al tem or de u n posible desp ren d im ien to , su influencia y sugestión en el
ánim o eran m uy superiores. L a realid ad se alterab a y el frío p ro fu n d o
em botaba la m ente, haciendo lentas sus percepciones. A m edida q u e el
bote avanzaba, parecíase ir cru z a n d o por distintas escalas del color. P rim e
ro el verde; luego el am arillo ; después el escarlata y el azu l. Las p u n tas de
las estalactitas pen d ían tan bajas que los h om bres debían doblarse p ara
no rozarlas. H a b lab a n despacio por tem o r a que el sonido de la voz p ro
dujese u n derru m b e.
— E sta caverna debe tener u n a edad fabulosa — dijo Julián.
— P uede que no — respondió el m édico con voz m u y q u ed a— . Lo
que en otros lugares necesita un largo tiem po p ara form arse, en el hielo
se consigue en días o en sem anas. T am b ié n perece con idéntica rap id ez.
P ara corroborar las expresiones del doctor, la lu z trazab a en las p a
redes toda clase do siluetas y de form as veloces. R ostros, flores, anim ales,
som bras, que sólo d u rab an u n instante y luego desaparecían dan d o lu g ar
a nuevas creaciones. Sobre el fondo insobornable del hielo, lo que estaba
sucediendo en esa caverna era com o u n sím bolo o u n a im agen red u cid a
del universo. E l hom bre piensa desde su visión tem p o ral y cree q u e las
cosas persisten, que p e rd u ra n m ás allá del in stan te. E l universo es u n a
fábrica de sím bolos en tránsito, un juego de la lu z sobre un fondo de
hielos.
—A lo m ejor, encontrarem os dibujos rupestres de alg ú n h ab itan te
rem oto, de un lejano antepasado de la edad glacial — continuó Julián.
— ¡Q ué m ás dibujos rupestres que esos colores y estas transposiciones
lum inosas en las paredes! — dijo el m édico— . El hab itan te rem oto es la
luz. E lla es nuestro antepasado.
C iertam ente. Esa caverna parecía ser la m ansión del L ejano A ntcpa-
2()8
sado. E ra el recinto m ágico de la lu z. P ero de la lu z cósm ica, increada.
Los hom bres se cu b rían los ojos con las m anos y el bote c o n tin u ab a av an
zando por su cuenta hacia el in terio r, im pelido por la ten u e corriente.
Iban tran sitan d o por cam pos de m arav illa; lugares en donde la lu z nacía,
sem brados en los cua'es crecían espigas y flores, y a ellos les era dado asis
tir a su cosecha y floración. E n los am plios calveros solares la p ú rp u ra y
la esm eralda vivían. Los visitantes se co m p en etraban de ese suceso ins
tantáneo. La luz es la voluntad creadora de la form a. Es la sim iente an-
irrio r al sím bolo. L a lu z es el V iajero E rra n te , el A nciano de los D ías.
— A q u í se conserva la m em o ria de todo lo que u n a vez fu e — decía
rl m édico.
La atm ósfera de la caverna se hacía m ás enrarecid a.
De nuevo alguien habló:
— E n las cavernas de la edad glacial debe irse hasta el fondo, pues
rs ahí donde se en cu en tra el pun to sagrado, el san tu ario an terio r al d ilu
vio, las huellas de las m anos sin dedos, de las pisadas de pies m o n stru o
sos, están grabadas en la oscuridad del fin al; tam bién el signo herm ético.
De pronto la luz se in terru m p ió . Se h izo u n a oscuridad total. Los m a
rineros quisieron d eten e r el bote, rem an d o a la inversa, haciendo palan-
« i con los rem os en el ag u a; pero no les fue posible y la quilla tocó fo n
do y se em barrancó. El ruido del agua, chocando contra u n a pared fro n
tal, se oía con n itid ez ahora. N a d ie se atrevió a p ren d er u n a cerilla. Po-
ii) a poco, desde la e n trad a de la g ru ta , u n débil rayo avanzó por el agua
al.a n z a n d o otra vez a los hom bres. Q u izás un tém p ano in te rru m p ie ra el
piso de la luz. H alláb an se en el fondo de la g ru ta. El bote afirm ab a la
quilla sobre gu ijarro s de hielo y el agua verde golpeaba el m u ro por el
■nal ascendían estalagm itas. La claridad se proyectó d istin ta, e x tra h u m a -
na, ii botaba en el espejo de hielo y no era posible m irar. Los hom bres se
• sloizaban y parece que lograron percibir un círculo que rodeaba a las
i i ilagm itas; com o un débil espacio traslúcido, enm arcad o por las venas
i/liles del hielo, a través de las cuales co rría la sangre inm aterial de la luz.
I''i|ando aún m ás la m irad a, aquello parecía una esfera m ágica. D e m uy
iili niro, o de m uy lejos, asom aban unas som bras. El co m an d a n te R o d ri
go« / se ap ro xim ó cu an to pudo. E ntonces, todos creyeron ver un signo
■ii la i iri un lerciu ia. Sus rasgos eran precisos; pero q u izá se Inn raría lúe
■ I i i algo así com o un m apa rep ro d u cid o en la pared d< hielo; una
269
visión instantánea, reten id a en el glaciar, o u n a m em o ria presa en el frío.
L a visión de algo rem oto, en o rm em en te lejano, se rep ro d u jo en esa esfe
ra; una vasta llan u ra, p rim ero , surcada por grietas; luego, som bras y las
cum bres de m ontes escarpados. C im as y abism os. U n hilillo de agua ser
penteaba deslizándose hasta un sitio en donde colosos de hielo in te rru m
pían el paso. Pero el hilillo indicaba el cam ino; sum ergíase por bajo los
torreones helados y reaparecía en el centro de u n valle. H ab ía u n g ran
lago de aguas tran q u ilas, que d esprendía vapores. A su rededor crecían
árboles y se levantaban viviendas. V eíanse prados de vegetación ex trañ a.
U n anim al, tal vez un perro, se acercaba a un m o n te. Y d en tro , d ib u
jábase la im agen de un g ig an te reposando.
T o d o esto reflejábase en la pared final de la g ru ta . N ad ie podría ase
g u ra r que ello fuera realm ente así, ni si todos in terp re tab an del m ism o
m odo el suceso; pero R o d ríg u ez m u rm u ró :
— ¡Ese es el perro! ¡A hí está! ¿Q u ién p o d rá llegar ahí? H a b ría que
ser un hilillo de ag ua . . . O estar m u erto . . .
Lo cierto es que n in g u n o creyó descubrir en esa visión la zona en
que se estaba levantando la base. E l trazad o parecía co rresponder a un
continente central, in fin itam en te lejano.
— La caverna se nos ha en treg ad o — dijo alg u ien — . Liem os d escu
bierto su santuario.
Los hom bres se sacudieron. D istan te, llegaba el rayo de luz.
C on dificu ltad alcanzaron la salida de la caverna.
VUELO A B A H IA ESPERANZA
E l com and an te U rrejo la deseaba alcan zar por cu alq u ier m edio hasta
el cam pam ento inglés de B ahía E sp eran za. C om o se ha explicado, ésta se
encuentra justam en te en el extrem o norte de la península, en el estrecho
que com unica con el M ar de W eddell. E n el viaje de exploración, la f r a
gata se puso a la “c u a d ra ” del paso an tártico , siendo bloqueada |*>r el
p a c\-ice. El co m an d an te tem ía que igual cosa sucediera de nuevo. Por
ello recurrió al hidroavión.
270
R odríguez se había trasbordado al petrolero en uno de los viajes pe
riódicos hasta S oberanía, aprovechando un sistem a de canje que el co m o
doro había im plantad o , con el fin de que los trip u lan tes del petrolero
tam bién pudiesen conocer la nueva base.
N adie se explicaba por qué el com odoro no solucionaba el problem a
de un m odo m ás directo ; haciendo ven ir el petrolero aq u í. P refirió m a n
tenerlo al ancla hasta el final de la expedición.
R odríguez se trasb o rd ó al petrolero y no volvió más.
El com andante U rrejola m an ten ía fijam ente su idea de realizar el
vuc’o a H ope. Su intención confesada era e stu d iar un tr u c \ p ara la fra
gata. Púsose en contacto telegráfico con el petrolero y solicitó la venida
del hidroavión. E l co m an d an te R o d ríg u ez accedió y todos pensam os que
volveríam os a verle, con su b arba crespa y sus ojos aliebrados.
N o fue así.
El ro n q u id o del hidroavión se escuchó antes de que p u d iera vérsele.
I liego un pu n to n eg ro se m ovía sobre el fondo azul y blanco. V oló en
i m u lo sobre la bah ía y descendió picando sobre el b u q u e, casi encim a
•l< l.i chim enea. La cabeza del piloto se inclinó y su m an o h izo un salu
do. Se veían los n úm ero s pintados sobre las alas. Poco después el V au g h t
''ik n rsk y am aró a re g u lar distancia y perm aneció cim brándose, hasta que
mi bole estuvo a su costado. El h id ro av ió n echó el ancla y unos pequeños
•■inp.mos golpearon la quilla de los flotadores, com o si q u isieran cercio-
' ir.' de la existencia real de esa rara avis.
I'n el bote desem barcó un joven subteniente de A viación, de nom -
Imi V elásquez. E xplicó que el co m an d a n te R o d ríg u ez le enviaba en su
lu|ior.
I >' .pués del alm u erzo , U rrejola subió al hidroavión. L levaba pues-
'• n "p .iik a ” de plum as y, en torn o al cuello, su b u fan d a de seda blan-
• \l subir se q u itó la g orra para calarse el casco de cuero del aviador.
■'< iii!/ I<- ayudó a ajustarse un salvavidas y el paracaídas. C on todo
*«•" i'lrm .is de las correas del asiento, U rrejo la q u edaba casi inm ovili-
.'I". l"|M.indo apenas sostener la cám ara fotográfica, la carta naval y sus
I " mi ni, o. |'.| piloto iba en la cabina de proa, p u diendo com unicarse con
■1 .ind.inte por m edio de u n teléfono.
I I Indio.ivión em pezó a m overse hacia el norte. G iró y se puso a co
271
rre r sobre la superficie tersa del m ar. D escolló lim p iam en te, ascendiendo
por sobre la p u ntilla. N o tom ó de inm ediato ru m b o al sur sino q u e dio
varias vueltas en círculo, de m odo que el co m an d a n te pud o ver a los h o m
bres que trabajaban en la construcción de la base, haciendo señas. D el
m ism o m odo los m arin ero s del b u q u e le saludaban. P arecían m anchas so
bre un estilizado listón de acero. R eflexionó en q u e esa cosa era su b a r
co; constituía su refugio en estos sitios hostiles, en estas soledades. E l co
m an d an te sintió un ligero estrem ecim iento; era la p rim era vez que a b a n
donaba su buque.
No tuvo tiem po de seg u ir m ed itan d o , p o rq u e debajo asom aba la
A n tártid a y el hidro av ió n ponía ru m b o al n o rte, hacia el extrem o de la
península. P rim ero volaron sobre el contin en te, a unos sesenta o seten
ta m etros de altu ra. Se veía esa sábana lisa, a rru g a d a a trechos, cubierta
de líneas, com o la p alm a de una m ano. Las grietas p ro fu n d as su rcaban !a
m eseta y era posible contem plarlas hasta el fondo de sus abism os som
bríos. Los hielos o n d u lab an siguiendo la m ism a dirección del viento. E l
avión descendió casi hasta ju n tarse con su som bra de pájaro en la m ese
ta. U rrejola m iró hacia atrás. N o se divisaban los m ontes por n in g ú n la
do; pudiera ser que en el norte ellos se in clin aran hacia el W ed d ell. El
avión com enzó a g ira r y a poco el m a r surgía de nuevo. V olaron sobre la
costa, recorriendo trozos de la b arrera y acantilados som bríos. A la iz
q u ierd a aparecía el ho rizo n te de agua con leves pen u m b ras y con islas
lejanas. U rrejo la reconoció la rada del este do n d e perm anecieron al pairo
d u ran te la incursión de la frag ata. D escubrió unos bajos fondos en la p a r
te oriental, los cuales se destacaban n ítid am en te desde el aire. G ra n can
tidad de hielo se acu m u lab a y el com andante vio unas islitas que no pu
do reconocer, debido a la im perfecta representación geográfica de la costa
del cu arterón por el que sobrevolaban. Bien po d ría ser la isla G o rd o n o
la isla E speranza.
U nos breves instantes m ás y el ru m b o del vuelo se alteró sensible
m ente hacia el sur; em p ezab an a seguir el con to rno del litoral oeste del
canal antàrtico. H acia proa aparecieron las islas D ’U rville y Joinvillc. In
num erables im ágenes acudieron a la m ente de U rrejola. A hí, en JoinvilK ,
n au frag ó L arsen. L a d ram ática av en tu ra de N o rd en sk jo ld se reprodiu í.i
en su im aginación. Y la Bahía H o p e com enzaba a verse tal com o sr des
cribe en el libro en que se n a rra la expedición de 1901 n 1903. Ivntrr la*.
272
dos islas surgió ei canalizo que se conoce con el n o m b re de Paso A ctivo,
al su r del C an al A n tàrtico , en la e n tra d a del M ar de W ed d ell. Se divisa
ba la isla R osam el, desprovista de hielo casi en su to talid ad , bastan te m ás
pequeña que las otras, y el p a c \-ic e cerrad o extendíase por to d a la am p li
tu d del canal, continu án d o se en m a r ab ierto, a u n cuando desde el aire
se observaban algunos pasos claros. E ra u n hecho que la fra g ata no po-
Iría alcanzar hasta aq u í. Sin em bargo, la B ahía H o p e perm anecía libre
de hielos. Su con to rn o le era fam iliar al co m an d a n te e n los d ibujos de
D use, de 'a expedición de N o rd en sk jo ld , con sus planicies del lado sur, el
ventisquero al fondo, sus im ponentes grietas y la fig u ra soberbia del m o n -
t< B ransfield, g u a rd iá n de ese extrem o de la pen ín su la, ta l cual si u n a
\ rtebra de los A ndes lejanos em erg iera de p ro n to . U rre jo la calculaba
rn unos cien k ilóm etro s la distancia q u e separaba este p u n to de su base.
"L ien pod rían los m ilitares in te n ta r u n a expedición p o r tie rra p ara u n ir
l.i base chilena con la inglesa” , pensaba. C ogió el fono, co n su ltan d o a V e-
l.isquez acerca de la posibilidad de a m a ra r. L a voz del piloto llegó ex tra-
'i.i. Decía que iba a sobrevolar todo el p erím etro de la b ah ía hasta avis-
i.ir (! cam pam ento. P ro n to apareció éste y unos h om bres salu d aro n con
los b ia /o s el paso del h idroavión.
i l am araje fue perfecto. M ien tras se lib rab a de las m u ch as correas y
i >■ vía sus p iernas entu m ecid as, el co m an d a n te vio q u e u n bote sim ilar
•i i ii.i chalupa pescadora se acercaba llevando a su bo rd o a tres hom bres.
I trip u lan tes del bote v en ían a invitarles a pasar a la base. U rre -
i v V elásquez h ablab an inglés. Los recién llegados fu ero n m u y a m a
ble*. Ya en el bote les explicaron q u e la b ah ía era p ro fu n d a y que ellos
no podi, n conocer si todo el canal estaba congelado, pues, desde el cam -
I11 1 1 1 <uto no había posibilidad de h acer la observación. H a b ía n llegado a
• Me lu ra ; dos años atrás, naveg an d o en u n b u q u e especialm ente acon-
<1ii ninnilo. D esde entonces no v ieron otros rostros hum an o s. D eb ían per-
ip il un año m ás e n este lu g ar. T o d o esto lo explicaron con n a tu ra
la Ini v con u n a enton ació n m o n ò to n a, sin inflexiones n i em oción.
I l m uelle lo constitu ía u n ro q u erío n a tu ra i; de a h i a la base había
n. I>i« >. trecho. U n a restinga de rocas c ru z a b a de n o rte a sur. E1 coro
■i mi I u l o \ «Ir u n a jau ría de herm osos perros del L a b ra d o r les recibió,
in I. | >u< ila de la base podía leerse: “ E agle H o u se ”, “P ost O ffice” y “ N o
III'« i li base tenía unas v entanas m in ú scu las y la nieve estaba alcan-
M " .l" L.r.ta m ás arrib a rie la m itad ele los m uros rie m adera.
273
U n o de los ingleses explicó:
— R ealm ente la ilu m in ació n es m ala y nos d ep rim e; pero debe te n e r
se en cuenta que a q u í el clim a es el peor de toda la A n tá rtid a . C u a n d o
en la isla G reen w ich ustedes tien en viento de fu e rza cinco o seis, a q u í e l
baróm etro indica tem p o ral.
E l in terio r era ig u alm en te triste. C om poníase de u n com edor centrad
rodeado por dependencias, u n laboratorio, sala de radio, cocina, cu arto d e
la dotación, sala p ara g u a rd a r h erram ien tas y u n pañol p ara las c o rreas
y los trineos. L a biblioteca era n u trid a , com puesta de obras científicas. E l
laboratorio contaba con u n a cám ara oscura p ara el revelado de las fo to
grafías. E n probetas y ficheros se coleccionaba la fa u n a y la flora reg io
nales. D estacábanse dos calaveras de elefantes m arinos.
Los ingleses sirvieron té. E ra n cinco; cuatro civiles y u n m ilita r
radiotelegrafista. E l q u e los dirig ía se llam aba J. M . R oberts, u n m édico
de T w y fo rd . R eem plazaba en la dirección al v erd ad ero jefe, q u ien h ab ía
p artid o en u n a im p o rtan te expedición por tie rra , hasta B ahía M arg arita,
en el otro extrem o de la P en ín su la de O ’H ig g in s. E l jefe era Elliot, ex p lo
rad o r de los H im alay as. P o r esa fecha se en co ntraría en las planicies d e
soladas de las costas del M ar de W ed d el.
El m édico inglés fu m ab a su pipa y observaba con in diferencia a esos
extranjeros. Pero le im presionaba el rostro serio de ese m arin o chileno,
joven y cortés, u n ser h u m an o que llegaba de p ro n to e n tre los hielos. Sin
em bargo, dos años en este m u n d o le h ab ían q u em ad o prácticam ente el
alm a; casi sin víveres, alim en tán d o se de la carne de las focas y bebiendo
su sangre a ú n tibia, p ara ah u y e n ta r el hielo del corazón.
U rrejola m iró el techo. N o h ab ía lám paras eléctricas; ú n icam en te fa
roles a p arafin a ( 1 ) . Se levantaron p ara salir. A l pasar vieron los instru
m entos p ara m e d ir coordenadas y u n a com pleta serie de aparatos m etco
rológicos. E l doctor R oberts explicó que la p erm anencia de tres años en
la A n tártid a les ofrecía la posibilidad de realizar estudios sistem áticos.
274
A fu era el día seguía abierto a u n q u e el v iento em p ezab a a soplar. V e-
lásq u ez se ad elan tó unos pasos e n la nieve y sintió q u e u n b u lto se le
venía encim a y el peso de u n cuerpo velludo le arrojó de espaldas. V io
encim a la cabeza de u n perro y sin tió su lengua h ú m e d a y su aliento
cálido.
A m arrados a u n a cadena de unos cien m etros de largo en contrábanse
los perros del L ab rad o r. P erm an ecían separados, de m odo q u e no se p u
d ieran alcanzar e n tre ellos. V ivían en la nieve d u ra n te todo el año, cav an
do boquetes para protegerse de los tem porales. E ra n herm osos, de suaves
pelam bres aceitosos y aullab an com o lobos al cielo claro. Restos de sus
alim entos se veían sobre la nieve, carne cru d a de foca, huesos roídos. E l
em pleo de estos perros es u n arte y u n a ciencia difíciles de ap ren d er.
C erca se levantaba u n p ro m o n to rio de nieve. E l c o m an d a n te U rre -
jola lo escaló p ara observar la distancia con sus prism áticos. M iraba en
dirección de la isla Joinville y pensaba de nuevo en N o rd e n sk jo ld . L a ex
pedición había sido terrible. D iv id id a en tres grupos, u n o de ellos pasó
u n invierno a la intem perie. Los h om bres tu v iero n q u e u n ta rse el c u e r
po con la grasa de las focas y d ev o rar su carne cruda. T o m a ro n aspecto
salvaje y casi no fu ero n reconocidos cu an d o p o r fin a rrib a ro n a Snow
Mili.
275
NOCHE DE LUNA
276
La lu z irreal nos circundaba, haciéndonos experimentar una singular
sensación.
Q uise co n tem p lar el cielo y a b rí la p u e rta. L levaba conm igo el calor
de la cabina, p o r lo que p ude p erm an ecer larg o tiem p o afu era.
D el cielo estaban cayendo capas sucesivas de neblinas lunares. D es
cendían sobre la bah ía cu bierta de tém p an o s de todas fo rm as y tam años.
A lgunos pájaros volaban lentam en te, com o si tu v ie ra n q u e abrirse paso
con dificultad p o r en tre la m e m b ra n a in m aterial de la lu z de la luna.
H a sta donde la vista se exten d ía todo estaba im p reg n ad o de esa fan tas
m agoría. Los m ontes e ra n u n a p u ra leyenda, u n a com arca de otro m u n
do. C onvulsos, envueltos en efluvios, parecían visitados p o r las alm as de
los m uertos. E l velo se rasgaba y nuevas capas de cenizas se posaban so
bre las nieves. T a m b ié n en el lejano O asis la lu n a b rillaría y su suave m is
terio, su en can tam ien to , sería contem plado p o r visitantes eternos. L a m i
ré, la vi: enorm e, pró x im a, com o n u n ca n ad ie la h a b rá observado. E ra la
lu n a de la A n tá rtid a , la lu n a del P olo S u r. Se caía por el cielo hacia el
m ar, hacia el ex trem o del h o rizo n te, resbalaba en esa atm ó sfera sutil y del
gada que no p o d ía sostenerla. P álid a, u n poco m enos q u e los hielos, la
luna los tocaba, ex ten d ía sus brazos sarm entosos, se deshacía en polvo
de cenizas arg en tad as, com o u n a m o m ia sin tiem po y sin m em o ria. E n
tonces u n pájaro voló y atravesó su rostro, lo h irió y, al deslizarse hacia
la som bra, pareció perderse den tro de su esfera.
M e pasé la m an o por el cabello, pues m i cabeza estaba blanca de
esa ceniza im an tad a.
D esde m u y an tig u o los hom bres h a n tem ido a la lu n a , p o rq u e su
luz produce la locura. E lla está m u e rta e n el cielo.
Regresé al in terio r. A h o ra el frío se m e había m etid o en los huesos.
FI com andante ya no estaba ahí. D etrás de su co rtin a hablaba, ha-
1ilaba de la lu n a y de cosas lejanas. Y a q u el teniente seguía de pie, in
móvil, fu m an d o su p ip a de arcilla. S onreía con la vista fija en las nieves
tic com arcas ansiosas.
I .a rueda del tim ó n se m ovía con el ru id o de u n reloj que cam ina
«•ii la noche. E l oficial navegante se apoyaba en el girocom pás y su rostro
• siaba blanco. E ra un rostro de anciano, envejecido por la luna.
Sucedió así. M e hallaba en la litera. Los párpados se m e hicieron p e
sados com o de g ran ito y creo que m e d o rm í. D e p ro n to unos brazos e sq u e
léticos cru zaro n por el techo, a través de los h ierros. E ra n los brazos de
la luna. Y el cam arote se ilu m in ó con u n h az angustiosa, de difuntos. Los
brazos m e cogieron del pecho y co m en zaro n a tira r, com o para sacarm e.
M e resistí con todas m is fu erzas y u n a y o tra vez m e levanté, volviendo
a caer sobre la litera. P o r fin esa corriente m ag n ética m e venció. Y e n
tonces m e vi fuera, rodeado de u n a poderosa clarid ad , flotando en el
aire. A u n q u e fue sólo u n instante, m e pareció con tem p lar u n b u q u e v a
rado entre los hielos, ju n to a los arrecifes de u n a isla; pero era u n n a
vio de otros tiem pos. N ad ie h abía en él. P ro n to em pecé a subir, con len
titu d al com ienzo, luego cada vez m ás rápido. A h o ra la lu z había des
aparecido y el espacio era negro. C o m p re n d í que m e aproxim aba a u n a es
fera. Lo que tan to tem ía estaba pro n to a suceder; la lu n a m e había cogido
en tre sus tentáculos y su corriente m e a rrastrab a hacia su m u n d o . A te
m o rizad o la observé acercarse cada vez m ás hasta q u e su círculo te n e
broso m e ocultó la visión de todo el resto. A h í estaba, en o rm e com o la
tierra, cubierta de som bras y de cráteres. Y yo iba cayendo a g ra n velo
cidad. Q uise detenerm e. F u e im posible. Me resistí con m is ú ltim as fu e r
zas, pero las som bras se esfu m aro n p ara d a r paso a u n a lu z a g u d a y
a dos tentáculos, com o de pulpo, que m e envolvieron. E n vano m e d eb a
tí en contra de esas viscosas fu erzas. L a presión era tal, q u e pareció q u e
el pecho m e estallaba. C on seg u rid ad sería trag ad o por esa vorágine, a b
sorbido por ese m u n d o a z u l azufroso.
E n ese instante, cuando todo parecía perdido, dos fig u ras irru m p iero n .
E ra n blancas y con cabellos de hielo. P ro n u n c ia ro n palabras de u n id io
m a extraño, y la presión desapareció. L a co rriente que m e arrastrab a se
in terru m p ió en su centro.
N o puedo reco rd ar si aquellos seres llevaban sobre sus cabezas go
rros p u n tiagudos de pieles de foca.
C uan d o abrí los ojos, estaba siem pre tend id o en m i litera y )x>i el
ventanuco se introd u cían los pálidos rayos de la luna. U n a hebra d<- lu z
jugueteaba sobre las frazadas.
278
CON EL M AYOR
270
— H e visto u n a lu z que viene del h o rizo n te, del e s t e . . . ¿N o la h a
observado usted? — Y los ojos del m ayor brillaro n com o ascuas. Su ro stro
entero se había transfo rm ad o , ad q u irien d o u n a expresión desusada— . ¡V en
ga! — exclam ó.
Fu im o s hasta la m esa do n d e aparecía u n a carta d ib u ja d a a tin ta c h i
na.
— E sta es la m eseta. A q u í están los m ontes. Y a q u í . . . ¿Sabe usted
lo que hay aquí? ¡El m ar! ¿E n tien d e? ¡El m ar!
V ociferaba.
— L o he sabido por esa lu z , por esa claridad. N o puede estar m u y
lejos. E n este lu g ar la península tiene que ser m u y angosta. D oscientos,
cien, trein ta kilóm etros, a lo s u m o . . . P o rq u e esa lu z viene del m a r, es
la claridad del O céano. Si estuviera lejos no la proyectaría con ta n ta in te n
sidad . . . ¡El W eddell! ¿Se da usted cuenta? N u n c a n ad ie ha cru z a d o
aq u í. Son territorios inexplorados. N a d ie ha visto las costas del W ed d e ll
viniendo desde las costas del B ransfield. ¡N ieves vírgenes, regiones soli
tarias d u ran te m illones de años! ¡Y nosotros escalarem os los m ontes y lle
garem os hasta el m a r . . . ! ¡Q ué de cosas verem os!
Yo había cerrado los ojos, pues u n a sensación de vértigo m e to m ó .
¿Sería verdad lo que estaba ocu rrien d o ? Y m e puse a h acer al m ay o r las
m ás absurdas objeciones; absurdas p o rq u e esa a v en tu ra era la que yo h a
bía pensado realizar con el aviador. Y en este in stan te, cuando se hacía
posible por o tro conducto, em p ezab a a objetarla.
E l m ay o r m e m ostró u n a b rú ju la de alta precisión, con m o n tu ra de
oro.
— Es nu estra m ejo r g aran tía — m e dijo— . C o n esta b rú ju la n o nos
podrem os perder.
Y en seguida, de pie:
— Le he enviado a buscar p o rq u e pensaba invitarle a m i expedición.
Será el ú nico civil. ¿E stá usted dispuesto a acom p añ arn o s?
— N o deseo o tra cosa. Iba a pedírselo en este m o m en to . Mis reflex io
nes son producto del entusiasm o, pues m e siento ya parte en la em presa.
Sonrió.
— Lo sabía — dijo— . H e pedido perm iso para usted al com odoro. D i
ce que debe en treg arle u n a carta en la que declare que a él no le cabe
responsabilidad en su determ in ació n . Q ue lo hace por su propia voluti
280
tad . P artirem os d en tro de algunos días. V am os a instalar n u estro cam p a
m en to en la m eseta de hielos. E l e n tren a m ie n to y la aclim atación son im
prescindibles. L levarem os tres carpas de alta m o n tañ a y vam os a co n stru ir
u n a caseta en la nieve. D ebe p re p a ra r u n equipo adecuado p ara tra sla
darse al terren o en su o p o rtu n id ad . Y n a d a m ás por hoy. Le doy las
gracias.
— Yo soy q u ien agradece, m ayor. U sted no sabe . . .
Me in terru m p ió , rien d o con su risa in q u ietan te. Y sus ojos m e a tra
vesaban, fijos en el u m b ral.
M e afirm é en la p u erta, pues el b u q u e se m ovía. Y salí del cam arote.
ME PREPARO
281
E sto ú ltim o lo dijo en ese tono irónico con q u e acostum braba hablar.
C reí, por lo tan to , q u e no d ebía d arle im p o rtan cia. P ero él insistió:
— Soy el co n tad o r de este b u q u e y debo p reo cu p arm e de estas cosas.
U sted m e lo en treg a y yo lo g u ard o , lacrado. A n o te en él todo c u a n to
posee y el no m b re de la persona a q u ie n lo deja.
E l co ntador se co lum piaba en la litera y estaba satisfecho.
P o r fin tenía algo que h acer en la A n tá rtid a .
282
cábase a m i corazón. U n segundo m ás y todo h ab ría term in ad o . E n to n
ces ahí apareció u n p eq u eñ o tiesto de m etal, l'.eno de agua. C on ansiedad,
con desesperación, su m erg í m is dos m anos e n él y d e rram é el líq u id o en
m i cuerpo. Las vibraciones cesaron de m a n era rep en tin a. P u d e a b rir los
ojos. Y m e en contré en la litera, reclinado en la m ism a posición de hacía
u n m om ento.
¿Q uién h ab rá puesto al fren te m ío ese tiesto de m etal?
L a serpiente del ag u a sum ergía o tra vez al to rtu ra d o continente.
Y sólo el fuego nos en tre g a rá la in m o rta lid a d .
E l contador se había despertado en su litera y m e co n tem p lab a con
los ojos redondos.
284
cara au n q u e n ad ie pu ed a salir de las carpas p o r el m a l tiem po. T odos
cocinarán por tu rn o . L a cocina es aq u el hoyo. P o r tu rn o , tam b ién , se re
colectará la provisión de ag u a p ara el día. Los dos civiles q u e d a n sujetos
a la disciplina m ilita r del cam pam ento. ¡Serán nuestros reclutas! ¡Ya nadie
puede volver atrás!
E l otro civil en el cam p a m en to era u n joven ra d io o p erad o r de u n a
em isora de P u n ta A renas. C on rostro m u stio contem plaba el espectáculo.
E n seguida el m ayor d istribuyó las carpas. E l ra d io o p erad o r ocu p a
ría la prim era, con u n ten ien te de ap ellido N a rv á ez . E l sarg en to y el cabo
q u ed aro n en la segunda. L a tercera nos correspondió al b rig a d ie r M orales
y a m í.
E l teniente era u n m uchacho fu erte y alegre. E l sarg en to y el cabo
ten ían esa apariencia h u ra ñ a y ru d a qu e, p o r lo g en eral, o culta u n alm a
sencilla y bondadosa. D el b rig ad ier M orales m e o cuparé m ás ad elante. E l
op erad o r de rad io m irab a con ojos lán g u id o s y lacrim osos.
E n la cu m b re del roq u erío se hab ía instalado el a p arato tran sm iso r.
A h í encontré esa noche al capitán R iq u elm e, tra ta n d o de com unicarse con
la frag ata y con el petrolero para fija r u n p ro g ram a de transm isiones p e
riódicas. E ra u n hom b re am able, de tra to fino. T e n ía u nos pelos rubios
en la barba y los ojos de u n azu l desteñido. Sonreía siem pre. E sa noche
no fue posible establecer conexión, lim itán d o se el aparato a expulsar toda
cinse de ru id o s curiosos, parecidos a balbuceos prim ordiales, a retazos del
caos. A quel bullicio e ra com o u n a histo ria sonora de los años anteriores
al descubrim iento de la m ecánica. C om o u n rem edo de esos ru id o s que
debieron preceder a la invención de la rad io en el cerebro de sus crea
dores.
L a antena, m u y larga, se cim b rab a en el viento de la noche an tartica.
Desde lo alto del ro q u erío se podía c o n tem p lar la ensenada silenciosa,
m edio oculta en la niebla. P o r sobre la planicie bajaba la lu z lechosa de
la m eseta, d an d o a esta noche el aspecto de u n día sin g u lar, al m arg en
del tiem po.
Me fui hacia la carpa y, con bastan te d ificultad, e n tré en ella.
A costado en su saco de d o rm ir, se en co n trab a el b rig ad ier. E n esos
m om entos tratab a de encender u n a p eq u eñ a lám p ara a p arafin a, para en
i ibi.ir el recinto. N o le dio n in g u n a im p o rtan cia a m i llegada. C om encé a
desvestirm e. E ra ésta u n a h a zañ a que el b rig ad ier co ntem pló de reojo.
28 r>
E l p equeño espacio de la carpa no h ab ría p erm itid o desn u d arse a dos h o m
bres al m ism o tiem po. P ensé m eterm e en el saco de d o rm ir con los p a n
talones y u n chaleco de lana. P ero el b rig ad ier m e detu v o :
— N o haga eso. D esnúdese por com pleto. L a ropa le im p ed irá la cir
culación. E l objeto del saco de d o rm ir es el de m a n te n e r la te m p eratu ra
del cuerpo, fo rm an d o u n a atm ósfera tem p lad a que le proteja. Pero el ca
lor tiene que producirlo usted, no la ropa. E l saco no deja e n tra r el frío,
ni tam poco salir el calor. M ientras m ás liviano, m ás adecuado. Es el ob
jeto de las plum as con que se lo rellena.
“C om o las aves — pensé— , y tam b ién com o la grasa de las ballenas.
¿Q ué extraño pájaro o ballenato es este b rig a d ie r? ”
— P or ahora quédese con la ropa de seda; pero los pies deben estar
desnudos, sin calcetines.
D irigió la operación m inuciosam ente. E ra un h o m b re ru d o , rojizo
— la palabra exacta es “ru cio ”— . N o era m u y joven. N otábase que desea
ba m ostrarm e sus conocim ientos. P ero lo hacía con ese tono cordial, a u n
que no m uy seguro, del q u e desconoce al cam arad a q u e le ha tocado en
suerte.
A ntes de ap ag a r la lam p arita, se encasquetó su g o rro de seda, a tá n
dolo fuertem ente bajo la barbilla.
— H a g a lo m ism o — m e dijo— . L a cabeza qu ed a fu era y debe per-
m anecer abrigada.
286
E l viento traspasab a la carpa.
E l b rig ad ier tam p o co do rm ía. E m p ezó a hab lar. N o hay n a d a m ejo r
que las palabras p ara p ro teg er al ho m b re. N o s d an aquello q u e ya no
p u ed en darnos los objetos. L as palabras nos diero n calor.
— E n Suiza — m e dijo— tam b ién he d o rm id o en la nieve de las m o n
tañas. A llá son m o n tañ as diferentes, otro tip o de rocas, están com o d o
m esticadas. N o son salvajes com o las n u estras. Se las ha cu bierto de pinos
y el h om bre las controla. H a sta la nieve parece m enos fría. H a y to d a
una técnica p erfeccionada y com pleja p a fa escalar. A q u í las cosas se
hacen de otro m o d o . . .
E ra u n hom b re d istin to el que m e hablaba. C on u n a ento n ación d u l
ce recordaba su viaje p o r S uiza. M ezclaba alg u n as palabras francesas. P a
rece que la som bra le hab ía tran sfo rm ad o .
— A llá estudié la técnica parallèle. C u esta d o m in arla, p rin cip alm en te
p ara quien se ha ed u cad o en el sistem a de las “cuñas ’.
C on el gorro de seda, sentía u n intenso calor en la cabeza. T u v e q u e
q u itárm elo.
— Las m o n tañ as n u estras — contin u ab a el b rig ad ier— son las q u e m ás se
recuerdan. N o tien en iguales en el m u n d o . A h o ra m ism o las echo de m e
nos. E n esta sabana en o rm e, lo que m e a n im a , lo que m e im p u lsa es la
esperanza de que esas m o n tañ as, q u e a veces vem os, se p arezcan a las del
n o rte. Yo creo que son m ás bajas. Es a ellas do n d e debem os llegar. A
m i m ayor le interesa el M ar de W ed d e ll; pero a m í m e in teresa n esas
m ontañas.
— ¡A m í tam bién ! M orales, usted y yo buscam os lo m ism o — exclam é.
E ntonces el b rig a d ie r volvió a en cen d er su lám p ara, pues le parecía
que la en trad a de la carpa se hab ía ab ierto y se colaba el viento. R e
visó la cerrad u ra y luego buscó algo e n tre sus ropas. P areció e n co n trarlo :
— M ire — m e dijo— , esta es S uiza . . . P ero es o tra cosa la q u e deseo
m ostrarle. Esto.
Y m e señalaba la fotografía de u n a m u je r en la nieve, v istiendo p a n
talones de esquí.
— Es m i esposa. Juntos hem os escalado los m ontes. A m bos tenem os
el m ism o am o r por las m o n tañ as. A ella le h ab ría g u stad o to m a r p a r
te en esta exploración.
D espués, el b rig ad ier estuvo b o m beando su pequeña lám p ara, con la
287
q ue p retendía caldear u n poco el recinto. Y así pasó esa noche, en tre la
lu z y las som bras, h ab lan d o am bos de cosas q u e m a ñ a n a o lvidaríam os y
tra ta n d o de com batir con los recuerdos la m o rd e d u ra del hielo.
H a sta que débilm ente, en tre el ru id o del viento y la indecisa lu z del
alba, escucham os la d ian a, com o si fu era el g rito angustioso de u n a g a r
g a n ta helada.
EL D IA
caer y levantarse, cubierto de nieve. Ese hom bre ya no era joven; | ........
288
p e sa r del cansancio. E l b rig ad ier tran sp ira b a y nosotros tam b ién , sin q u e
p a ra ello fu era u n im p ed im en to el intenso frío . E l m ayor practicó hasta
pasad o el m ediodía. Sólo entonces regresam os al cam p am en to.
E l alm u erzo fu e cocinado en fo rm a rústica. E n tre dos g ran d es pie
d ra s colgaba la m arm ita. L a carne y la v e rd u ra e ra n de conservas. L a b a
se alim enticia la constituyó el chocolate y los alim entos secos.
P o r la tard e h ubo u n corto reposo, p ara luego c o n tin u ar con los e n
tren am ien to s.
E l viento sopló fu erte, sin q u e p o r ello la niebla se d espejara. Sólo
a l caer la noche vino la explosión de lu z blanca sobre el h o riz o n te . P ero
fu e m om entánea, com o siem pre, p o rq u e en seg u id a reto rn ó esa p e n u m b ra
irreal.
N os refugiam os en las carpas. Y aq u ella noche fue a ú n peor q u e la
a n te rio r; p o rq u e el ten ien te N a rv á e z no poseía u n a lám p ara p ara calen
tarn o s. E stuvim os en la oscu rid ad desde el p rin cip io y n i siq u iera la a le
g ría p erm an en te de este oficial p u d ie ro n hacernos o lvidar el terrib le frío.
Pienso que él se sobrepuso a la m o rd e d u ra del hielo, q u e a m í m e m a n te
n ía al borde de la “clariv id en cia” . Y d igo esto p o rq u e, su perada la p rim e
ra etapa de desesperación y dolor del cuerpo, iba e n tra n d o en u n estado
de indiferencia lúcida, com o si flotara e n u n m u n d o liviano y p u ed e q u e
h asta ard ien te, en q u e el cuerpo era ajeno, com o u n a p ied ra. P o d ía, si
'ju isiera, ab ando narlo p a ra siem pre, sin n in g u n a em oción n i a n g u stia.
P ero la inflexible v o lu n ta d del m ay o r nos volvería a la conciencia:
el to q u e de su corneta rasgó el alba g ris de u n nuevo día.
P E R D ID O S EN EL MAR
289
10 T rilo g ía <lc la l>i'n«junla
E sa tarde las chalupas con m ateriales seguían yendo a tierra. Lo h a
cían a pesar de la niebla que no dejaba ver a u n m etro de distancia.
M e descolgué por u n a cuerda y en tré a u n a de ellas. L a chalu p a tra n s
p ortaba m adera. Su trip u lació n estaba com pleta. A ntes de p a rtir, el p a
tró n del bote, u n cabo de m a r, ofreció a sus hom bres u n trag o de a g u a r-
d iente. Los m arineros llam an a esta bebida la “chica” .
P artim os en dirección del m uelle. E nvueltos en las “ p a rk as” , los h o m
bres íbam os bajo u n cielo dem asiado encapotado para ser sereno. C o n
tem plaba a los m arin ero s bogar en silencio, concentrados. A ratos m e p a
recía que el bote n av eg ara p o r los aires, en tre los vapores de un m u n d o
im preciso. Esos m arinero s rem ab an en la e tern id ad y sus m ovim ientos no
ten ían sentido. L a proa de su chalu p a no tocaría jam ás u n puerto.
H acía rato que navegábam os. Si m is cálculos no e ra n errados, ya d e
beríam os estar atracan d o a la p u n tilla. O bservé a los m arin ero s y al cabo-
P ero ellos no d em ostrab an in q u ie tu d alg u n a; reían, haciéndose b ro m as.
T ra té tam bién de reír, p articip an d o en la charla de los boteros. D e este
m odo pasó o tra m edia hora. Y el ro stro de los hom bres no cam biaba. E l
cabo de m a r iba con la b arra del tim ó n en tre las m anos y, de vez en
c uando, d irigía palabras casi rituales, ininteligibles para m í.
C on u n m ovim iento in v o lu n tario m iré m i p eq u eñ a b rú ju la de b o lsi
llo. E n ella com probé lo que tem ía. M archábam os en dirección opuesta,,
bogando hacia el n o rte en lu g a r de hacerlo hacia el sur. M e d irig í al cabo:
— ¿Sabe usted que an d am o s perdidos? H ace rato q u e vam os en se n
tido contrario.
Pero el cabo rió, a firm a n d o q u e eso no p odía ser, p o rq u e habíam os
p artid o en b u ena dirección. Los dem ás m arin ero s co n firm a ro n . Les m o s
tré entonces m i b rú ju la y ellos m e a rg u m e n ta ro n q u e e n estas latitudes
las brú ju las servían poco, pues frecu en tem en te “ e n loq u ecían ”, debido a 1.»
proxim idad del polo. E l cabo se ex tendió en u n a a rg u m en tació n m u y cu
riosa sobre la posibilidad de q u e n o fu e ra el polo n o rte el que atraía I;»
agu ja, sino el polo su r que la repelía.
A d m iré la tra n q u ilid a d de estos hom bres, sobre todo al com pren
der que ellos no estaban seguros de lo q u e afirm ab an .
Intenté u n ú ltim o recurso para convencerles:
— M antengam os por lo m enos el ru m b o ; de este m odo nos será fá< il
volver, virando en redondo hacia el sur.
290
R espiré cuando vi q u e aceptaban esta pro p u esta. C reo q u e esto nos
salvó.
P o rq u e de pronto las olas co m en z aro n a levantarse, d a n d o la im p re
sión de que ya no estábam os en la bah ía. P o r e n tre la tu p id a n iebla vis
lum bráb am os a ratos las som bras de u nos islotes que luego se p erd ían .
Y después, unos g ran d es tém panos p asaron ta n próxim os q u e la e m a n a
ción del hielo nos alcanzó con su tajan te hálito . E l viento soplaba. Y el
ru id o de derrum bes no m u y distantes se dejaba o ír entre el oleaje y la
niebla.
291
U no de los m arin ero s dijo:
— E n aquella isla, tras la n iebla, pod ríam o s p asar la noche.
— ¡N o! — g rité— . E s ab su rd o . B usquem os la frag ata. R ecuerde, ca
bo, n o se olvide del capitán. A esta h o ra ya se h a b rá n o ta d a la falta de
esta chalupa y estarán buscándonos.
El m iedo que el cabo sentía p o r el capitán m e a y u d ó a vencerle. N u n
ca pensé que el irascible cap itán p u d iera llegar a ser u n d ía m i aliado.
Sin em bargo, en esta ocasión m e favoreció d efin itiv am en te. Esos h o m
bres le tem ían y el sentido de la disciplina se im puso sobre el sentim iento
del destino. E l cabo prefirió e n fre n ta r el enojo de su su p erio r antes que
ser acusado de incu m p lim ien to del deber.
U n a hora m ás bogam os hasta q u e el oído finísim o de los m arineros
d istin g u ió unas vibraciones im perceptibles p ara m í. E ra el ru id o de los
m otores de la frag ata. E l cabo d irig ió el bote en esa dirección. L a escena
de la aparición del b u q u e fue fan tasm al. E m erg ió de la niebla com o u n a m o
le que se nos venía encim a. Sin em bargo, estaba inm óvil y anclado. Las
nubes hu id izas d ab a n la im presión de que se m ovía; sus cañones y sus
chim eneas to m ab an proporciones colosales, elevándose por sobre nosotros.
Parece que en el b u q u e tam b ién se escuchó el golpeteo de los rem os,
p o rq u e u n m arin ero de g u a rd ia dio voces y luego otros se agolparon so
b re la escala de a bordo. E l cap itán se acercó, m ira n d o hacia abajo:
— ¿D ónde an d ab an ustedes?
— N os perdim os — respondió el cabo, de m alas ganas.
— A sí lo veo. ¡Q ué clase de m arin o ! ¡A ver, d enle u n a b rú ju la de lx>
te a este h o m bre, p a ra q u e p u ed a alca n zar tierra !
V i cóm o el cabo se ponía rojo y m e m irab a de soslayo.
E l capitán le pasó u n a b rú ju la g ran d e, parecid a a u n a lám p ara, y
le ordenó z a rp a r inm ed iatam en te, pues las otras chalupas ya estaban r e g r r
sando de la p u ntilla.
L legam os al atracad ero de anochecida, cu an d o la clarid ad iniciaba
sus señales n o ctu rn as en la planicie. M e despedí de los m arineros y caí
g an d o m is bolsas y frazad as, ascendí por la pen d iente de nieve hasta <1
cam pam ento.
U n pesado silencio m e esperaba. L as carpas estaban cerradas y sólo
el capitán R iquelm e m e recibió ju n to a la colina. M e dijo que el m. tyoi
había ordenado que m e recogiese en seguida, pues la g ente reposaba j.i
292
ra p a rtir de m a d ru g a d a en la exploración de la m eseta. N o p o d ría to m a r
p arte en ella a causa de m i atraso. E l cap itán tratab a de tra n sm itirm e las
órdenes del m ay o r am ablem ente, p ara no decepcionarm e.
E l no sabía q u e cosas peores p u d ie ro n sucederm e en esa jo rn a d a.
C reo que hasta d o rm í esa noche. A u n q u e bien p u d o deberse a q u e
bajo el saco de d o rm ir ju n té varias frazad as p ara defen d erm e del hielo.
EL FRA CA SO DE UNA E X P L O R A C IO N
295
tiempo se escuchaban estos ruidos en las noches. T al vez fuera el crujido
que hace la nieve al endurecerse.
PO R LA M E SE T A , H A C IA HO PE
296
calor mezclados, de hielo y transpiración, el cansancio que no se siente,
pero que va introduciéndose en los huesos, entonces hay que aceptar que la
m ente no pueda fijar los detalles y que el recuerdo de esta expedición sea
el de una caminata que bien pudo efectuarse en un solo punto, sin avanzar
ni volver, girando todo el tiempo en torno del campamento.
Una hora más de caminar en esa Antártida nocturna y quizá todos
hubiéramos com enzado a ver visiones. Pero el brigadier se cansó de la nie
bla y el mayor debió reconocer que aún estábamos lejos de H op e, a pesar
de que en ciertos m om entos creyó acercarse lo suficiente al campam ento
inglés com o para descubrir las luces de las instalaciones.
Regresamos tom ando la dirección de nuestra base. Y mientras lo ha
cíam os, el mayor nos explicó:
— Esta expedición será de mucha utilidad para cuando iniciem os la
conquista del W eddell. Descansaremos toda la semana y, a com ienzos de
la próxim a, em prenderem os nuestra gran aventura. N ada quedará por co
nocer. N ad a se nos puede resistir.
297
noccr que era u n trabajo sup erio r a sus fu erzas; el trin eo no p o d ría ir en
la expedición. F u e u n serio co n tratiem p o . A l d eja r el trin eo tam b ién re
nunciábam o s al rad io tran sm iso r. E l ten ien te R iq u elm e perm anecería ju n
to a su in stru m en to . N o d em ostró p o r ello n in g ú n pesar.
C reí ver u n b u en a u g u rio en q u e el ap arato fu e ra descartado. La
esterilización m ecánica de la v ida q u ed ab a atrás. E l destino tal vez p u
diera actuar.
V olví u n a noche a la a ltu ra de la planicie y m iré el confín. A llá
lejos palpitaba la lu z velada y trág ica, proyectando sus señales sobre el
espejo pálido de la m eseta. B u sq u é los m o n tes; pero la nieb la los cu b ría.
P ensé en m is oasis y en q u e a h í a lu m b ra ría el sol blanco de la m e d ia
noche. A lguien m e ag u ard a b a y la h o ra estaba p róxim a. E n voz baja re
p etí: “P o r fin he llegado” .
A sí tra n scu rrían estos últim o s días.
M e recogí en la carp a. M ientras soplaba el viento, volví a soñar con
los ojos abiertos. Y entonces alguien vino, pisando en la nieve q u e crujía.
M e esforcé p ara ver y d escubrí la im ag en del M aestro. C u án to tiem po
q u e n o le veía. A h í estaba ah o ra, de pie ju n to a la colina. T e n ía u n aire
de preocupación y sus ojos m e m irab a n con afecto. M e h izo señas para
q u e m e aproxim ara y le obedecí con g ra n esfuerzo. M e era difícil lev an
tarm e, dejar el saco de d o rm ir y todas esas cosas que m e ab rig ab an ; e n
tre ellas, el cuerpo.
M e acerqué. E l M aestro exten d ió u n a m a n o hacia el hielo.
— Esto quem a — dijo— . ¡Q ué soledad y cu án ta s o m b r a . . . ! ¿H as m i
rad o d entro de esta grieta?
Y m e m ostraba la boca de u n abism o, m ien tras se inclinaba par.«
contem plarla. M iré tam b ién y vi u n pozo p ro fu n d o , sin fin, que Ilegal >.i
hasta el centro de la tierra.
— A h í está E l — m e explicó— . A h í reside. E n lo m ás p ro fu n d o e r n r
el hielo; porque el hielo y el fuego son u n a m ism a cosa. E l fuego helad«»,
de cuya m o rd e d u ra nadie puede curarse, p o rq u e destruye la form a d rn v i.
y eterniza. Q uien a h í vive es el g u a rd iá n del fuego y hab ita entre los lii<
los. ¿R ecuerdas a D an te? D ebió c ru z a r a través de E l, hasta alcanzar < i.
m ism o sitio en donde te encuentras. P ero en lo alto del ciclo brillaba m
tonces la C ru z del Sur. N o la podrem os ver ahora hasta q u e desaparr/
ca esta niebla que la vela. P ara lograrlo deberás lu ch ar con E l, .ilií ■I •■
298
jo, o a q u í arriba. Se ap ro x im a tu p ru eb a. ¿ T e atreverás a descender a
este abism o en m i p r e s e n c ia ? ... ¡C u án tas cosas te serían e v i t a d a s . . . !
In v o lu n tariam en te m e eché atrás y creo q u e m i cuerpo co m en zó a
tem blar.
E l M aestro exclam ó:
— Lo siento. N o p o d ré evitarte la d u ra p ru eb a q u e te espera en tu
v id a real. Si te faltan las fu erzas para d escender por d e n tro de ti m ism o,
entonces tendrás q u e destro zarte en lo externo, ap ren d ien d o a m o rir u n a
vez m ás. A ú n te q u ed a tiem po h u m a n o en el corazón . . . P ero no o lv i
des, la prueba que se avecina es d u ra y si fracasas, d añ arás a m uchos;
p o rq u e la vida de los h om bres está m isterio sam en te u n id a y la a v en tu ra
de u n o alcanza a todos. E xisten hilos invisibles q u e e n tre la z a n la h u m a
n id a d . T u triu n fo o tu fracaso rep ercu tirá n hasta el ú ltim o confín del
S u r...
V olvió el rostro y observó la nieve blanca sobre la cual había trazos
rojos.
— ¡Estos s i g n o s . . . ! S iem pre que ellos v ib ra n , yo debo v e n i r . . . ¿Q u é
tienes en la frente?
Se aproxim ó. E n sus ojos so rp ren d í u n ráp id o reflejo.
Y m e pasó la m a n o por la h erida.
S entí alivio.
— Q ue la suerte te sea leve . . .
Y le vi p a rtir, sin volver el rostro, sep aran d o la niebla con su a tm ó s
fera azul.
H A C IA EL W EDDELL
299
ve y estaba despidiéndose de sus hom bres. Se a tó detrás del b rig ad ier,
indicándonos q u e hiciéram os lo m ism o en el o rd en correspondiente. Me
tocó después de él. A m is espaldas iba el ten ien te N a rv á ez .
L a p rim era p arte del trayecto se efectuó por la planicie. L a niebla nos
envolvía com o siem pre, a u n q u e esta vez era u n poco m enos densa que
en noches anteriores. D istin g u ía al b rig ad ier haciendo de cabeza y m a r
cando el ritm o de la m arch a. L as cuerdas dejaban dos m etro s de d ista n
cia en tre cada hom bre.
M edia hora tard am o s en ascender hasta la planicie. Sobre la g ra n m e
seta, el m ayor cam bió el ru m b o hacia el sur, p ara b o rd ear la ladera de
ese cerro alto que e n los días claros arro ja su som bra encim a de la base
en construcción. E m p ezam o s a su b ir nuevas p endientes. A causa de la
niebla, no pudim os d istin g u ir la ladera m o n tañ o sa, presentándosenos el
p rim e r inconveniente de orientación. T u v im o s d u d as acerca de si estaría
m os giran d o en to rn o d el cono de la m o n tañ a. E l m ay o r se detuvo a co n
su ltar su b rú ju la. Y el ten ien te aprovechó el alto p a ra clavar la p rim era
estaca. La puso inclinada, e n dirección del viento. C u a n d o de nuevo p a r
tim os, la estaca era com o u n p u n to n eg ro o com o u n a línea am iga sobre
la palidez de la planicie. L a nieve estaba b lan d a y se hacía necesario pisar
fu erte con los esquíes. S entí q u e los zapatos m e ap re tab a n m ás q u e en
ocasiones anteriores.
H abíam os ascendido bastante y la b rú ju la nos in dicaba a h o ra el ru m
bo del este. S iem p re subiendo, m an tu v im o s esa dirección. A p aren tem en te
n o volveríam os a cam biarla. F re n te a nosotros aparecía u n a m eseta de
ondulaciones sucesivas, que se co n tin u ab a com o olas de u n m ar e n d u re
cido.
A sí cam inam os d u ra n te largo rato, con la m ism a im presión de días
anteriores. Sin d istin g u ir claram ente si íbam os p o r la tierra o por un m u n
do im aginario. E l encapuchado de en fren te era u n a som bra gris en tre h u
m os de pesadilla. E l ritm o de la cam in ata en erv ab a la m en te y la vo
lu n tad .
El m ayor levantó u n brazo y la carav an a se d etuvo o tra vez. E l te
niente sacudió la nieve de sus esquíes y se adelan tó hasta ponerse al lado
m ío. Le vi bien. T e n ía nieve en las barbas. M e pidió q u e tomar.» u n a de
las estacas con brea que portaba a sus espaldas, d en tro de una suerte de
carcaj. "T ien es que q u itarte el g u a n te ” , me dijo. Lo hice. Y el frío me
300
ag arro tó los dedos. L a brea era pegajosa y la m an o se q u ed ó n eg ra. E l te
n ien te clavó este nuev o palo en la nieve, ta l com o lo venía haciendo cada
k ilóm etro. El viento b atía m is guantes, u n id o s por u n a cu e rd a al cuello
de la “p a rk a ” . E ntonces el m ayor em pezó a re p a rtir caram elos de lim ón
y de anís. M e pareció ex trav ag an te y m e resistí a aceptarlos, p retex tan d o
q u e no m e hacían bien. P ero el m ay o r se en fad ó , d iciendo: “ ¡T ien e que
com erlos! ¡Se lo orden o ! ¡U sted está bajo m is órdenes! E stos caram elos
son absolutam ente necesarios” . L a breve in m o v ilid ad nos helaba, d eb ien
do a g itar de co ntinuo los brazos y las piern as.
L a m eseta p ro long ab a su pen d ien te y la te m p e ra tu ra crecía de m a n e
ra inexplicable. Sucedió de pro n to u n fen ó m en o inu sitad o en la A n tá rti
d a. Se puso a llover. E l ag u a cayó fin a y nos em papó. M i “p a rk a ” re z u
m ab a, m ojándose m ás q u e las otras. T ra ta b a de asp irar la h u m e d a d de la
lluvia, ta n p articu lar en este aire seco y sin olor; pero era tam b ién u n a
lluvia especial, e n tre v a p o r y hielo, sin h u m e d a d y casi sin ag u a, com o
polvillo, o com o agujas pen etran tes y finas.
A lcanzam os u n a cu m b re, y el v iento sopló cada vez con m ás fu e rz a .
L a lluvia cesó y debim os av an zar en p lan o inclinado, lu ch an d o co n tra el
viento. L a te m p e ra tu ra volvió a d escender y el frío se h izo insoportable,
lo que no im pedía q u e al m ism o tiem p o tran sp iráram o s. C reo q u e p u d i
m os m o rir congelados sin que el cuerpo p o r ello d ejara de tra n sp irar. U n
ru id o com o de cristales y tenues chasq u id o s se p roducía encim a de las
ropas; el agua de la lluvia se estaba h elan d o sobre las v estim entas im
perm eables. E l clim a irreal de la n iebla, u n id o ah o ra al v iento poderoso
y al frío, pro d u cía de nuevo esa lucidez cercana a la clarividencia, que
h acía m ira r los hechos acaecidos con in d ifere n te serenidad, com o si ta m
bién fuésem os entes de hielo, ap artad o s de todo sufrim ien to .
N os detuvim os o tra vez.
E l cansancio hacíase efectivo a d en tro , de u n m odo casi intelectual, por
deducción o raciocinio: pensábam os q u e debíam os esta r cansados, q u e
no podía ser de o tro m odo. E l frío nos im p ed ía sentir físicam ente el c a n
sancio, quitán d o n o s, adem ás, la posibilidad de detenernos p ara rep o n er
las fuerzas. H icim o s alto por u n brevísim o tiem po. P re te n d í sacarm e los
guantes para a b rir la m ochila y noté q u e m e hallaba com pletam ente c u
bierto por la escarcha. E l ag ua de la lluvia se había congelado en las c u e r
das, encim a de los g u an tes y de los capuchones de las “ p ark a s” . N o s sa-
30 ¡
cudím os unos a otros. E l hielo caía en pequeños trozos. E n las am arras
era tan com pacto y d u ro que no había m odo de desatarlas. In stin tiv a m e n
te m e llevé la m an o a la cara y la sentí fría, com o de p ied ra. La barba
e ra u n trozo de hielo. U n icam en te entonces descubrí el aspecto del m a
yor Salvatierra y el de los otros. P arecían ancianos de hielo, cubiertos de
estalactitas desde la cabeza a los hom bros. G olpeé m i b arb a con los n u
dillos y se queb ró p o r la m ita d , cayendo con ru id o de cristal.
E ntonces el m ayor nos habló, con voz que salía por en tre sus labios
escarchados:
— ¿O yen el viento? ¿ H u elen ? ¿N o descubren n ad a? ¡Es el olor del
m ar! ¡Es el m ar! E ste viento viene de m u y lejos. T a l vez no tanto. P o r
que aq u í, en la A n tá rtid a , todo alcanza lejanías, la vista, el v ie n to . . . y
tam b ién n o s o t r o s ... ¡H o y llegarem os al m ar!
E xperim entaba u n dolor agudo en los talones y h ab ría deseado q u i
tarm e por u n m o m en to los zapatos. E l m ayor estaba de nuevo controlan
do el rum bo.
L a m eseta se prolo n g ab a siem pre igual. A h o ra íbam os sobre el hielo
y la piel de foca de los esquíes raspaba la superficie. E l b rig ad ier m arch.i
ba m uy lentam ente, con vacilación y tan tean d o con am bos bastones. 1)<•
este m odo continuam os d u ra n te algunas horas. H a sta q u e de im proviso
el b rig ad ier se detuvo, h u n d ie n d o su bastón en el hielo.
— U n a grieta — dijo.
H icim os alto. E l m ayor consultó:
— ¿Es pro fu n d a?
— B astante — respondió el brig ad ier, m ien tras su m erg ía el bastón has
ta la e m p u ñ ad u ra.
— ¿Se puede pasar? — con tin u ó el m ayor. Y el tono de su voz n .i
decisivo.
El b rigadier dio vuelta el rostro. A diviné por su m ira d a lo que <ko
rría en su interior.
— ¿ P a s a r ...? Se puede — respondió.
-— ¡Bien — dijo el m ayor— , p ara eso estam os!
Y se aseguró la cu erd a en la cin tu ra.
E scuché que el ten ien te com enzaba a silbar m u y quedo m ie n tra ; no*,
separábam os hasta que las cuerdas se pusieron tensas.
I'.l primero en cruzar fue el brigadier. Ix> hizo con cuidado. l’i.s.tmlo
302
com o si quisiera elevarse, com o las m u ías co rdilleranas, clavando u n b as
tó n delante y otro detrás. L a grieta estaba cu b ierta por u n a capa de hielo
delgado que crujía y chasqueaba com o si se fu era a p a rtir. L e tocó en se
g u id a el tu rn o al m ay o r. Pasó rá p id am en te, sin darle im p o rtan cia, com o
si estuviese pisando sobre suelo firm e. L e seguí. A firm é u n pie y después
el otro. E staba ya sobre la grieta. L a capa ten u e crujía, se ro m p ía e n p a r
tes. H u n d í u n bastón d elan te y m e di im pulso. E stuve del o tro lado. M ien
tras cru zab a el ten ien te, el m ayor explicó:
— Es m u y difícil q u e u n a grieta sea ta n ancha com o el larg o de u n
esquí. ¡Estoy convencido de q u e no hay n in g ú n peligro e n esto!
D esde ese in stan te nos enco n tram o s e n m edio de u n cam po de g rie
tas y ú n icam ente al té rm in o de esta d esesperada expedición vin im o s a li
brarn o s de ellas.
L as grietas nos ro d eab an y el b rig ad ie r o rd en ó q u e cam b iáram o s la
form ación; en lu g a r de ir u n o tras de otro, nos alineam os h o rizo n ta lm e n -
te. Q uedábam os distanciados, au n q u e con las cuerdas flojas en tre nos
otros. A ú n no co m p ren d o la ra zó n de ello. C ad a u n o iba solitario, a b a n
d o n ad o a sus propios recursos.
P o r p rim era vez e n la A n tá rtid a ex p erim en té la soledad. U n a sole
d a d que no era p ro d u c id a por lo externo, sino que p rovenía del in terio r.
E ra u n a soledad lejana, p rim o rd ial, co n g èn ita a la existencia y q u e se h a
cía consciente debido a l cansancio casi m etafisico que nos d o m in ab a. I n
tu ía , realizaba la fatig a del ser, en las células, en las en trañ as; los huesos
dolían, con u n frío q u e les p enetraba en la m éd u la. E l ta ló n m e to r tu ra
ba com o si lo estu v iera n cortando. A m i alred ed o r todo era som bras v a
gas q u e se d esplazaban sin ru id o . N ieb la gris. L uego, oscu rid ad im p en e
trable. N o m e atrevía a m overm e, sino q u e a pasos lentos, v acilando e n esa
o scuridad de pesadilla. A l cam in ar horas e n tre g rietas, sin saber d ó n d e,
sin ver a n u estro lado, u n a invencible sensación de h o rro r se apo d erab a
del án im o. Y u n deseo irresistible de tirarse e n la nieve y rep o sar p o r fin.
L o superé con u n a sab id u ría casi ajena. M e o rd en é seg u ir ad ela n te. U n
g ra n desfallecim iento se posesionaba del cuerpo, u n a fatiga blanca subía
desde los pies, los q u e se neg ab an a av a n z a r. E ra el “ab razo de la V ir
gen de los H ielo s” , del q u e habla A m u n d se n ; la tentación de reposar en
el hielo y de p ro b a r ese ab razo m ístico. M e detuve un instan te. La
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d u d a me asaltó de im proviso. ¿Q ué hacía yo aq u í? ¿Q ué cosa rra ese
m u n d o y que tenía q ue ver conm igo? E n u n relám p ag o se m e descubrió
lo absurdo de la av en tu ra y m e vi com o u n n iño em p eñ a d o en u n juego
sin sentido. Q u iza sí estaba próxim o a a n iq u ila rm e, a d a r térm in o a una
vida a cam bio de u n sueño, u n a sugestión m a n te n id a con engañosa h a
bilidad, tran sfo rm án d o m e en v íctim a de m is propias creaciones. L a d u d a
m e to rtu ró : “ ¿Acaso m e q u e d a ra otro cam ino? ¿Acaso allá, allá l e j o s . . . ?”
U na exultante agua, unos pro fu n d o s ojos, g ran d es com o el u n iv e rs o . . .
C on rapidez, el co razón volvió a latir y la sangre en co n tró sus viejos c a u
ces. Sin em bargo, en alg u n a p arte de m i ser, u n a conciencia p u ra a d m i
rábase de este rep en tin o cam bio.
I^a d u d a ya n o m e ab an d o n aría hasta el fin al. E l h o rro r, la niebla, el
am biente de pesadilla, las grietas, el ritm o in su frib le de esa m a rc h a con
tin u a, el frío y la p ro x im id ad de la m u e rte m e h ab ían tran sfo rm ad o . Ya
no era dueñ o de m í m ism o. E n el fo n d o , estaba aso m b rad o de este cam bio.
Sucede q u e en los clim as extrem os, e n las cercanías d el polo, se p ro
ducen curiosos fenóm enos y alteraciones de los estados psíquicos.
U n tiró n de la cu e rd a m e obligó a a v an zar. E l inm enso cam po de
grietas co ntinuaba rodeándonos. Reconocí unos palos negros q u e el te
niente había clavado. T a l v ez estaba volviendo sobre m is pasos. O í u n a
voz q ue nos o rd en ad a d etenernos. Y fren te a nosotros se ab rió u n a g rieta
en o rm e, com o con segu rid ad no veré o tra. E xtendíase e n zig za g hasta
perderse de vista en la planicie. M e aproxim é y observé q u e era n eg ra y
p ro fu n d a, com o la g rieta de m i sueño. S entí el m ism o te rro r al co n tem
p larla, no atreviéndom e a acercarm e dem asiado. E ntonces todos nos ju n ta
m os y nos pusim os a g ira r sig u ien d o el curso de esta grieta. C o n el b rig a
d ie r a la cabeza dábam os vueltas y m ás vueltas. N u n c a sabré lo q u e h ici
m os p ara atravesarla. M as, pronto, nos en co n tram o s del o tro lado. A l m enos
así lo creim os.
D e nuevo form am o s la fila. E l b rig a d ie r vacila ah o ra. L e veo ir des
pacio. Le oigo resp irar con interrupciones, volviendo el ro stro p ara co n
su ltar al m ayor. D etrás, el teniente m arc h a vigorosam ente a ú n . N o m e
pide ya que le saque las estacas del carcaj, sino q u e tra ta de ay u d arm e.
1 lem os llegado al borde de u n a p en d ien te, o q u iz á de u n precipicio, pues
el b rig ad ier se detiene con b ru sq u ed ad y espera. E ntonces el m ayor se p o
ne a g rita r y a reír. Salta sobre los esquíes y vocifera co n tra el viento:
304
" ¡ l i e aquí el m ar, 1k* a q u í el m a r . . . ! ¿ H u e le n , sienten este viento sali
no? ¡Es el m ar! ¡Es m i m a r de W eddell . . . 1” Y golpea con los bastones
sobre la nieve.
Yo escucho el viento, suavem ente lo oigo. Y en m edio de él, m uy
lejos, m e parece percibir un aullido p en etran te y agu d o , que m e llam a,
q ue m e espera . . .
(A ú lla el PerroJ
305
20— Trilogía de la búsqueda
.o l.i m< bl.i I ,i pendiente era casi vertical y sólo con el canto de los es-
<l"i< ñus m anteníam os adheridos a ella. B astaría c]uc' uno resbalara para
.m .r ii.n a los otros tres. 1(1 m ayor no dejaba de com unicarnos que ha-
bi. m íos llegado al fin de la expedición y que el M ar de W cd d ell se e n
contraba al fondo de este precipicio. E ntonces el b rig ad ier se d etuvo. Vi
<ii su-, ojos la expresión de un an im al a terro rizad o . Al encararse con el
m ayor com prendíase que estaba dispuesto a no seguir av an zan d o . U na
palidez m ortal cubría su rostro.
N o veo — dijo— . N o sé a dónde vam os. C reo que si dam os un p a
so m ás será realm ente el fin de la expedición, com o usted d i c e . . . ¡Está
bueno con esto! ¡Yo m e qu ed o aquí!
El m ayor tam bién se detuvo. V aciló u n instante. E n la voz del b rig a
d ier descubría el germ en de la rebelión. E ntonces h izo algo m uy extraño.
Se d irig ió a m í y m e m iró al fondo de los ojos, com o in q u irien d o , com o
p regu n tán d o m e. Supe así que si le apoyaba, si decía u n a sola palabra alen-
tándole a seguir, d aría la o rd en . C o n m ig o de su lado, av an zaría, para
c u m p lir el destino. E n un relám pago in tu í el m isterio de esta av en tu ra: el
m ayor no era más que el vehículo de m i sueño. E l tam b ién parecía com
prenderlo. Pero si yo d u d a b a , n ada m ás te n d ría que h a c e r . . . P e rm an e-
( í silencioso, com o una estatu a de sal y sufrim iento.
E l m ayor se irgu ió cu an alto era, puso sus m anos en la c in tu ra y
g ritó contra el viento, hacia los espacios fríos y el fondo del abism o:
— ¡M ar de W eddell, m e has vencido! ¡Pero volveré! ¡Ya nos verem os
otra vez las caras!
D e este m odo concluyó la expedición. N u n c a supim os dónde h ab ía
mos estado ni cómo efectuam os el regreso. V olvim os con m u ch a m ás ra
pidez y facilidad, pues lo hacíam os de bajada. Las estacas a lq u itran ad as
nos fueron m uy útiles, señalándonos la ru ta. A pesar de ello, el b rig ad ier
se perdió y no pudo enco n trar el cam ino exacto. P ero el m ayor consultó
su brú ju la y nos orientó. La g ran g rieta no se vio esta vez por n in g u n a
parte y creo que no fue necesario esquivarla. E n la cim a de las p ro n u n
ciadas laderas, quitam os !a piel de foca de los esquíes y em pezam os a
deslizam os velozm ente. D ebido a que los cuatro íbam os am arrad o s y a
que el m ayor y yo no éram os buenos esquiadores, a m en u d o rodábam os
por la nieve, arrastran d o en la caída al b rig ad ier y al teniente. D olíanm e
cada vez m ás los pies y apenas si m e sostenía ya sobre los esquíes.
306
A íin de evitar las caídas en conjunto, se efectuó un cam bio. D esh i
jóse la íorm ación, para co n tin u ar en g ru p o de a dos. E l m ayor iría con el
b rig ad ier y yo con el ten ien te. E l m ay o r se ató la cuerda sobre el pecho,
m ientras su extrem o era to m ad o firm em en te por el b rig ad ier, q u ien m a r
charía detrás sujetándole cada vez q u e la velocidad au m e n ta ra d em asia
do. N a rv ácz hizo otro ta n to conm igo. D e este m odo, cuando la p e n d ie n
te me arrastraba y el viento cortaba con g ra n fu erza, el ten ien te fren ab a
en “cu ñ as” y la cu erd a daba un tiró n seco. M e era im posible m a n te n e r
el eq u ilib rio y caía co n tra la nieve.
V arias horas se p rolongó esta sin g u lar c a rrera por las n u b lad as p la
nicies de la A n tártid a . D e tard e en tard e divisaba delante, com o un p u n
to móvil sobre la sabana de hielo, al m ayor y al b rig ad ier. D escendían,
rodando a m en u d o largos trechos.
D e im proviso, la niebla se deshizo. F u e en un m in u to , q u iz á sólo
en segundos. Increíblem ente se disolvió en el aire y por p rim era vez en
tantos días, en tan penosas horas, el cielo h o n d o y sutil del polo apareció
diáfano, delgado. A n u estro rededor se h izo el m u n d o y a nuestros ojos
les fue dado contem plar el paisaje. N os h allábam os a gran d es a ltu ras, so
bre lom as de hielo y nieve. H acia abajo deslizábanse suaves colinas o n
d ulantes y hacia atrás, las cim as convulsas q u e no fuim os capaces de a l
canzar. E n el cielo aú n no aparecía la C ru z del S u r, velada por los res
plandores de la luz de orien te. E xtasiados ante este m ilagro, agradecidos,
olvidam os el frío y la m iseria de nuestros cuerpos. M iram os el p an o ram a
que nos circundaba, su rg ien d o de la nada y de las som bras. Y allá, m uy
abajo y m uy lejos, sobre la fran ja azu l y d ilatad a del m ar, en tre tém panos
pequeños y vagabundos, divisam os una lucecita que parpadeaba. E ra la
fragata, anclada en la b ahía. C on q u é em oción la contem plam os. Ese era
nuestro hogar, nuestro refu g io en estas vastedades, en este continente de
hielo invencible y de m isterio defendido por b arreras im penetrables.
La últim a etapa del regreso se hizo in d iv id u alm en te. F u i el ú ltim o
<-n llegar al cam pam en to . A v an zab a apenas, tam b alean d o y con los pies
destrozados. E ra ya de am an ecid a. Junto a u n a h oguera nos esperaba un
té con ag u ard ien te. Lo bebí a sorbos cortos. A h í se hallaban los dem ás,
tirados sobre la nieve. El cap itán R iqueltne les contem plaba con d u lz u ra .
I'.l m ayor sonreía aú n . N o se sentía d erro tad o . H a b ía cum plido con su
deber. “ Ya v o l v e r é . . . ” , repetía.
Me alejé hacia el roq u erío y escalé la peq u eñ a colina, ib a en busca
del nido del sl^ua e n tre las rocas.
L o encontré ahí. E staba como siem pre, solitario. E stiró el cuello al
sentir m i p roxim id ad . D espués agitó sus plum as revueltas y se levantó.
O teaba hacia el lado del m ar. E m p re n d ió el vuelo. Se alejaba hacia las
islas del poniente. E n el h o rizo n te apareció un p u nto. E ra o tra ave de
la A n tártid a. El s!{ua del ro q u erío se reu n ió con su pareja y juntos se
alejaron, describiendo círculos sobre las islas felices.
“ Dios m ío — m e decía— , hasta el solitario invencible, el erem ita, el
rey, busca su opuesto, su defensa en la soledad. La niebla m e im pidió verlo
antes. ¿Es necesario velar ciertos hechos, para que se pueda cu m p lir un
destino, para m an ten er la fe y la ceguera necesarias a toda realización?
¿C uál es la verdad ? ¿L a niebla o la lu z ? ”
C om p ren d í que u n a ironía sutil, una sabiduría traspasada de h u m o r
estaba m anejando estas ú ltim as horas y desplegaba ante m í símbolos p er
ceptibles, pero ya inútiles.
V estido, m e ten d í den tro de la carpa y m e d o rm í. P or m i alm a p a
saban otra vez las escenas de la expedición y veía la m eseta, las grietas
insondables. D elan te el m ayor y el brig ad ier, detrás el teniente. A lguien
m ás iba con nosotros, alguien que tenía alas de p ájaro y que aullaba co
m o un perro. E ra u n perro con alas; un perro en fo rm a de serpiente,
que aullaba dentro de m í m ism o, en la base de m i colum na vertebral. N o ,
el que aullaba era el b rig ad ier; aullaba com o u n an im al lastim ero, hacía
el poniente, de d onde venía su m u jer, aproxim ándose con unos p an talo
nes de esquí en la m an o . E ntonces el m ayor m etió uno de sus bastones
en la g arg an ta del b rig ad ier y éste ya no pud o aullar m ás. T odos nos p u
simos de acuerdo para m a tar al m ayor. Le en terram o s en la nieve. Y
sobre su tum ba cruzam os sus bastones y sus esquíes. E l perro con alas
de st{iia perm aneció velando. T a m b ié n vino el com odoro y nos explicó:
"1 lay que evitar que este hom bre se in m ortalice; p o rq u e cubierto de este
m odo por el hielo logrará resucitar eterno. P ara im pedirlo m e q u ed aré
aq u í y le haré descu b rir otra vez la m u erte. Soy especialista en estos m a
neje.*, porque yo s o y . . . ” N o me acuerdo lo que dijo. Pero el com odoro
•.<• sentó sobre la tu m b a de hielo del m ayor y se qu ed ó ahí para evitar
que resucitara.
A r;itos dfsjxT iaba para volverm e a dorm ir. En algú n lugar apareció
308
el rostro del M aestro. M e m irab a con fijeza y curiosidad. D espués se lii
zo un g ran vacío en m i corazón. Yo hab ía perdido, yo no fui capaz. Los
hielos m e rechazaro n . A quel que reside en las tinieblas blancas, en r 1
fuego frío, no aceptó el com bate, p o rq u e no m e en contró lo suficiente
m ente solo. V io que en m i corazón p erd u ra b a n a ú n las esperanzas y las
ilusiones. E l am o r tam b ién desplegaba a h í sus alas volando hacia yerm as
lejanías. ¡D ulce agu a, lejano recuerdo, dedos tibios de sangre h u m a n a y
de consoladora te rn u ra ! ¡O lvido y sueño! ¡R ueda de las reencarnaciones!
N o fui digno del hielo ni de la ú ltim a desesperanza. Lo sabía ya al p a r
tir, con m i corazón h enchido de m ensajes y de poem as boreales, su je tán
dom e a u na ú ltim a ilusión . . .
E m pecé a au llar, a au llar larg a m en te , e n tre lágrim as, e n tre hielos y
escarcha. M e dolía el alm a, m e dolían los pies.
E l teniente N a rv á e z me sacudió con fu e rz a para d esp ertarm e. A p ro
xim ó su cabeza a la m ía. E n sus ojos se reflejaba la in q u ie tu d .
OTRA V EZ EL B R A N S F IE L D