de Girolamo Francesco Maria Mazzola (Parma, 1503 -Casalmaggiore, 1540)
AUTORRETRATO EN ESPEJO CONVEXO
John Ashbery
Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
mayor que la cabeza, tendida hacia el que mira, retirándose con suavidad, como queriendo proteger aquello que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas, forro de piel, muselina plisada, un anillo de coral se acompasan en un vértigo donde descansa el rostro, que va y viene flotando, como la mano, pero que está en reposo. Es lo que queda recluido. Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día a hacer su autorretrato, para lo cual se contempló en un espejo convexo, como el que usan los barberos... De este modo pidió que un tornero le hiciese un globo de madera, y tras dividirlo en dos partes y reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso con mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.” Principalmente su reflejo, del que el retrato es el reflejo cuando se ha apartado. El cristal decidió reflejar sólo lo que él veía lo cual bastó a su propósito: su imagen vidriosa, embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados. La hora del día o la densidad de la luz que se adhiere a su rostro lo mantienen alerta, intacto, en un gesto recurrente de llegada. El alma se instala. ¿Pero hasta dónde puede saltar desde los ojos y regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa la superficie del espejo, la distancia aumenta significativamente; o sea, lo bastante para mostrar que el alma está cautiva, tratada con humanidad, suspendida, incapaz de avanzar mucho más lejos que tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro. Al verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”, según Vasari, y le prometieron un encargo nunca materializado. El alma ha de quedarse donde está, aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal, el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento, soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse posando en este sitio. Debe moverse lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato. Pero hay en esa mirada una combinación de ternura, de gozo y de tristeza, tan poderosa en su contención que no es posible mirarla mucho tiempo. El secreto es demasiado simple. Su pena mortifica, hace que broten lágrimas calientes: que el alma no es un alma, no tiene secreto, es pequeña, y encaja perfectamente en su hueco: su estancia, nuestro instante de atención. Esa es la melodía pero faltan las palabras. Las palabras son sólo especulación (del latín speculum, espejo) buscan pero no hallan el sentido de la música. Nosotros sólo vemos las posturas del sueño, pasajeros de la moción que gira y revela al rostro bajo cielos crepusculares, sin falso desaliño como prueba de autenticidad. Pero se trata de la vida englobada. Uno querría extender fuera la mano y atravesar el globo, pero su dimensión, lo que lo porta, no lo permite. No cabe duda de que es esto, y no el reflejo de querer ocultar algo, lo que hace que la mano se avecine, enorme, al tiempo que levemente retrocede. No es posible figurarla plana como la sección de un muro: debe ajustarse al segmento de un círculo regresando, errática, al cuerpo al que parece tan insólitamente pertenecer, para cercar y apuntalar el rostro, cuyo esfuerzo ante este estado se insinúa en la sonrisa que apenas se dibuja, como una chispa o un astro que uno cree haber entrevisto cuando retorna la oscuridad. Una luz perversa cuyo imperativo de sutileza condena por anticipado su presunción de iluminar: sin importancia pero intencionada. Francesco, tu mano es lo bastante grande para quebrar la esfera, y demasiado grande, cabe pensar, para tejer unas mallas delicadas que sugieran tan sólo su pronta detención. (Grande, pero no tosca, meramente a otra escala, como una ballena somnolienta en el fondo del mar comparada con el pequeño, vanidoso barco que flota en la superficie). Pero tus ojos proclaman que todo es superficie. La superficie es lo que hay allí y sólo puede existir lo que hay allí. En la estancia no hay recovecos, sólo hornacinas, y la ventana no importa mucho, ni esa astilla de ventana o espejo a la izquierda, ni siquiera como indicador del clima, que en francés se dice le temps, la palabra para tiempo, y que describe una trayectoria en la que los cambios son sólo rasgos del conjunto. El conjunto es estable en su inestabilidad, un globo como el nuestro, que descansa sobre un pedestal de vacío, una pelota de ping-pong confiada sobre su chorro de agua. Y así como no hay palabras para la superficie, o sea, no hay palabras que digan lo que realmente es, que no es superficial sino un centro visible, así tampoco existe solución para el problema del pathos enfrentado a la experiencia. Tú te quedarás ahí, díscolo, sereno en tu gesto que no es ni abrazo ni advertencia sino que contiene algo de ambos en pura afirmación que nada afirma.
El globo estalla, la atención
hastiada se retira. Unas nubes se agitan en el charco como fragmentos cortantes. Pienso en los amigos que vinieron a verme, en la impresión que tengo del ayer. Una rara inclinación de la memoria que se adentra entre los sueños del modelo en el silencio del estudio mientras éste considera si levantar o no su lápiz hacia el autorretrato. Cuántas personas vinieron y se quedaron un tiempo, pronunciaron palabras claras u oscuras que pasaron a formar parte de ti, como la luz tras la niebla y la arena empujadas por el viento, que las filtra, las influye, hasta que nada permanece que podamos decir que eres tú. Aquellas voces en la penumbra ya te lo han dicho todo, pero la historia prosigue en forma de recuerdos depositados en irregulares terrones de cristales. ¿De quién es, Francesco, la mano curvada que controla las estaciones cambiantes y los pensamientos que se desprenden y alejan con prontitud vertiginosa como las últimas y pertinaces hojas arrancadas de las ramas húmedas? Yo aquí tan sólo veo el caos de tu espejo redondo que todo lo organiza en torno a la estrella polar de tus ojos vacíos, que no saben nada, sueñan pero nada revelan. Siento que el carrusel arranca lentamente y acelera y acelera: mesa, papeles, libros, fotografías de amigos, la ventana y los árboles fundiéndose en un solo anillo neutro que me rodea por todas partes, mire donde mire. Y no puede explicar el mecanismo de nivelación, la razón de que todo haya de reducirse a una sola sustancia uniforme, un magma de interiores. Mi guía en estas materias eres tú, firme, oblicuo, aceptándolo todo con la misma sonrisa espectral, y mientras el tiempo se acelera hasta que pronto es mucho más tarde, tan sólo logro averiguar la salida más directa, la distancia que existe entre nosotros. hace mucho tiempo las pruebas esparcidas significaban algo, los pequeños accidentes y placeres del día que en su desidia se arrastraba, un ama de casa sumida en sus tareas. Ahora es imposible restaurar aquellas propiedades en esa indistinción plateada que es el registro de lo que tú has logrado al sentarte “con mucho arte a copiar lo que veías en el cristal” con el objeto de perfeccionar y descartar lo extraño para siempre. En el círculo de tus intenciones aún persisten ademanes que perpetúan el hechizo de un yo con otro yo: miradas que se lanzan, muselina, coral. Da lo mismo pues estas cosas pertenecen al hoy antes de que la sombra de uno pueda escapar del campo hacia los pensamientos del mañana.
El mañana está claro, pero el hoy por trazar,
desolado, remiso como cualquier paisaje a ceder lo que son las leyes de la perspectiva, solamente, en realidad, para el pintor profundamente desconfiado, un instrumento débil pero necesario. Que, por supuesto, sabe que algunas cosas son posibles, pero no sabe cuáles. Algún día intentaremos hacer todas las cosas que podamos y quizás lo logremos con un buen puñado de ellas, pero esto no tendrá nada que ver con la promesa de hoy, nuestro paisaje que se nos escapa para desaparecer en el horizonte. Hoy queda suficiente forro para bruñir y mantener unida la suposición de las promesas en un solo trozo de superficie, permitiéndole a uno regresar desde ellas paseando hacia casa para que estas posibilidades incluso más fuertes puedan permanecer intactas sin tener que ponerlas a prueba. De hecho la piel de la cámara de burbujas es tan dura como los huevos de reptil; allí todo se “programa” a su debido tiempo: cada vez se incluyen más cosas sin añadir nada al conjunto, y así como uno se acostumbra a un ruido que le impedía dormir aunque ya no lo hace, la estancia contiene este flujo como un reloj de arena sin variación de clima o cualidad (salvo quizás para alumbrarse pálida y casi invisible, en un ángulo de atención precipitado a la muerte –lo retomo más tarde). Lo que debiera ser el vaciado de un sueño se va inundando, incesante, a medida que se abre la fuente de los sueños para que este sueño pueda crecer, florecer como una rosa densa, desmedida, desafiando leyes suntuarias, abandonándonos al despertar y al intento de comenzar a vivir en lo que ahora es ya un suburbio. Sydney Freeberg dice en su Parmigianino: “En este retrato el realismo ya no produce una verdad objetiva, sino una bizarria... Sin embargo su distorsión no genera una sensación inarmónica... Las formas conservan una alta proporción de bella ideal,” porque se nutren de nuestros sueños, tan vanos, hasta que un día sentimos el vacío que dejaron. Ahora está clara su importancia, por no decir su sentido. Estaban ahí para alimentar un sueño que los incluye a todos, en su inversión final en el espejo acumulante. Parecían extraños porque en realidad no podíamos verlos. Y sólo comprendemos esto en el instante en que se pierden como una ola que rompe en una roca, que renuncia a su forma en un gesto que expresa dicha forma. Las formas conservan una alta proporción de belleza ideal mientras secretamente hurgan en nuestra idea de distorsión. ¿Por qué no conformarse con este arreglo si en el fondo los sueños nos prolongan mientras son absorbidos? Sucede una cosa parecida a la vida, un movimiento que va desde el sueño hasta su codificación.
Justo cuando empiezo a olvidarlo
vuelve a presentar su estereotipo pero se trata de un estereotipo poco familiar, el rostro anclado, incólume tras muchos lances, preparado para enfrentarse a otros, “más ángel que hombre” (Vasari). Quizás un ángel se parezca a todo lo que hemos olvidado, quiero decir cosas olvidadas que no nos parecen familiares cuando las volvemos a ver, irremediablemente perdidas, que una vez fueron nuestras. Esto justificaría invadir la intimidad de este hombre que “jugó con la alquimia, pero cuya intención aquí no fue ya examinar las sutilezas del arte con espíritu científico, distanciado: las empleó para transmitir al espectador una sensación de novedad y asombro” (Freedberg). Retratos posteriores como el “Caballero” de los Uffizi, el “Joven Prelado” del Borghese, y la “Antea” de Nápoles brotan de tensiones manieristas, pero en éste, como apunta Freedberg, la sorpresa, la tensión están más en el concepto que en su realización. La consonancia del Primer Renacimiento está presente, aunque distorsionada por el espejo. Lo que es nuevo es el extremo cuidado con el que traza las veleidades de la redondeada superficie reflectora (se trata del primer retrato en espejo), hasta el punto de sentirte confundido por un momento antes de darte cuenta de que el reflejo no es el tuyo. Te sientes como uno de esos personajes de Hoffmann que fueron desposeídos de su reflejo, salvo que toda mi persona parece haber sido suplantada por la estricta alteridad del pintor situado en otra estancia. Lo hemos sorprendido trabajando, pero no, él nos ha sorprendido mientras trabaja. El cuadro está casi terminado, la sorpresa casi olvidada, como cuando uno mira hacia fuera, asustado por la nevada que incluso ahora se extingue deshaciéndose en briznas y destellos de nieve. Sucedió mientras tú estabas dentro, dormido, y no hay motivo para que hubieses estado esperándolo despierto, salvo que el día concluye, y habrá de costarte mucho conciliar el sueño esta noche, al menos hasta tarde.
La sombra de la ciudad inyecta su propia
urgencia: la Roma en la que Francesco estaba trabajando durante el Saco: sus invenciones fascinaron a los soldados que irrumpieron en su estudio; decidieron salvar su vida, pero él se marchó poco después; la Viena en la que hoy está el cuadro, donde la vi con Pierre en el verano de 1959; Nueva York, donde estoy ahora, que no es sino un logaritmo de otras muchas ciudades. Nuestro paisaje palpita con filiaciones, con enlaces; los negocios se mantienen con miradas, gestos, rumores. Es una vida alternativa para la ciudad, el respaldo del espejo en el estudio sin identificar aunque nítidamente esbozado. Persigue desviar la vida del estudio, deflactar su espacio trazado, abatirlo en promulgaciones, aislarlo. La operación ha sido temporalmente interrumpida pero algo nuevo se aproxima, un nuevo preciosismo empujado en el viento. ¿Lo puedes soportar, Francesco? ¿Eres suficientemente fuerte? Este viento trae lo que ignora, llega autopropulsado, ciego, sin noción alguna de sí mismo. Es una inercia que una vez reconocida socava toda actividad, secreta o pública; suspiros del mundo que no pueden comprenderse pero pueden sentirse, un escalofrío, una plaga extendiéndose por los cabos y penínsulas de tus venas hasta los archipiélagos, hasta esa clandestinidad, limpia, espaciosa, de alta mar. Éste es su lado negativo. Su lado positivo es hacerte percibir la vida y las tensiones que tan sólo parecían marcharse, pero que ahora, al ser puestas en duda por este nuevo modo, parecen precipitarse fuera de moda. Sólo llegarán a ser clásicos cuando decidan claramente de qué lado están. Su reticencia ha ido minando el escenario urbano, permitiendo que sus ambigüedades parezcan agotadoras, tercas, los pasatiempos de un viejo. Lo que ahora necesitamos es a este improbable aspirante aporreando las puertas de un castillo asombrado. Tu argumento, Francesco, comenzó a enranciarse al no existir esperanza de una o varias respuestas. Si se disuelve en polvo, significa tan sólo que su hora llegó hace algún tiempo, pero mira y escucha: puede que haya otra vida allí dentro guardada en lugares recónditos e ignotos; que ella, y no nosotros, seamos el cambio; que en realidad seamos ella si pudiésemos volver a ella, revivir su apariencia de algún modo, volver nuestros rostros hacia el globo al tiempo que desciende, y lograr, sin embargo, escaparnos seguros: pulso normal, respiración normal. Al ser una metáfora hecha para incluirnos, somos parte de ella y podemos vivir dentro de ella como de hecho vivimos, aunque sabemos que nunca podrá ser aleatorio que nuestras mentes se queden desnudas para interrogar sino que habrá que ocurrir con un orden que no supone amenaza para nadie –en el modo normal en que se hacen las cosas, como el crecimiento concéntrico de los días alrededor de una vida: correctamente, si lo piensas. Una brisa cual página que pasa me devuelve tu rostro: el instante se apropia de un bocado tan vasto de la niebla de la dulce intuición que la sucede. Ajustarse a un lugar significa “morir” como dijera Berg de una frase de la Novena de Mahler, o, citando a Imogen en Cymbeline, “No hay en la muerte punzada más aguda que ésta,” pues, pese a ser solamente táctica, ejercicio, acarrea la inercia de una convicción que se ha ido formulando. El olvido tan sólo no podrá cancelarlo ni el deseo regresarlo, en tanto que persista como blanco precipitado de su sueño en el clima de suspiros arrojados al mundo, una tela que cubre una jaula. Pero es cierto que lo bello solamente se muestra en relación a una vida específica, experimentada o no, encauzada hacia una forma bañada en la nostalgia de un pasado colectivo. Hoy se abate la luz con el mismo entusiasmo que conocí en otro sitio, y comprendí el motivo de su sentido aparente, de que otros sintieran hace años lo mismo. Me empeño en consultar este espejo que ya no es mi espejo buscando la porción de fresco vacío que ahora me corresponde. Y el jarrón siempre está lleno porque sólo queda ese espacio preciso y lo acoge todo. La muestra que uno ve no debe ser tomada sólo como tal, sino como todo lo que quepa imaginar fuera del tiempo –no como un gesto sino como todo en estado refinado, asimilable. Pero ¿adónde nos lleva este umbral del universo a medida que gira y oscila hacia dentro, hacia fuera, negándose a cercarnos pero siendo lo único que vemos? El amor una vez inclinó la balanza pero ahora resulta impreciso, invisible, aunque misteriosamente presente, cerca, en algún lugar. Aunque sabemos que no puede encajarse entre dos momentos adyacentes, que sus meandros no conducen a nada salvo a nuevos afluentes y que estos se vierten en una vaga sensación de algo que nunca logra conocerse del todo por mucho que sea probable que cada uno de nosotros sepa de qué se trata y consiga comunicárselo al otro. Pero el aspecto que algunos portan como señal hace que deseemos seguir avanzando sin prestar atención a la aparente ingenuidad del intento, sin reparar en que ya nadie escucha, pues la luz ha iluminado sus ojos de una vez por todas y comparece, incólume, constante anomalía, despierta y silenciosa. Sobre su superficie no hay razón especial para que el amor sea enfocado por esta luz, o para que la ciudad ocupando con todos sus hermosos suburbios un espacio crecientemente turbio e indistinto deba ser comprendida como apoyo en su progreso, el caballete sobre el cual se desplegó la tragedia hasta alcanzar su plenitud, llegando hasta el final de nuestros sueños, un final que nosotros jamás imaginamos, bajo una luz gastada, con la promesa pintada que se asoma como indicio, un vínculo. Esta hora del día anodina, indefinible, es el secreto del lugar en que sucede y ya no podemos retornar a esas declaraciones diversas, enfrentadas, que se acumulan, lapsos de la memoria en testigos principales. Todo lo que sabemos es que hemos llegado un poco pronto, que este día tiene una esencia lapidaria, que la luz diurna puede fielmente reproducir arrojando sombras de ramas en aceras joviales. Ningún día anterior habría sido como éste. Yo solía pensar que todos se asemejaban, que el presente parecía siempre igual a todo el mundo pero esta confusión se desagua a medida que uno encumbra las olas de su propio presente. Sin embargo, ese espacio “poético”, pajizo, del pasillo alargado que conduce de nuevo al cuadro, su contrario ensombrecido -¿es esto acaso una quimera del “arte”, que no debe concebirse como real y mucho menos especial? ¿No tiene su guarida también el presente del que siempre escapamos para siempre volver, mientras la noria de los días insiste en su curso sereno, sin incidentes? Creo que intenta decir que es hoy y debemos salir mientras que el público se arrastra en este momento a través del museo para estar en la calle cuando cierren. No puedes vivir allí. El barniz gris del pasado corroe toda experiencia: secretos de limpieza y acabado que tardaron una vida en aprenderse y que quedan reducidos a la condición de ilustraciones en blanco y negro en un libro con pocas láminas coloreadas. Es decir, todo el tiempo se reduce a ningún momento especial. Nadie alude al cambio; hacerlo supondría llamar la atención y eso aumentaría el miedo de no poder salir antes de haber visto toda la colección (exceptuando las esculturas del sótano: están donde se merecen). Nuestro tiempo queda velado, comprometido por el deseo de durar del retrato. Insinúa nuestro deseo, que buscábamos mantener oculto. No necesitamos ni cuadros ni ripios escritos por poetas maduros cuando la explosión es tan lograda, tan pulcra. ¿Tiene algún sentido admitir la existencia de todo eso? ¿Existe acaso? Desde luego ya ha dejado de existir ese ocio que permitía pasatiempos majestuosos. El hoy no tiene márgenes, el suceso llega encajado en sus bordes, comparta la misma sustancia que ellos. “Jugar” es otra cosa; Se da en una sociedad específicamente organizada como una manifestación de sí misma. No hay otra manera, y todos esos capullos que lo confunden todo con sus juegos de espejos que parecen multiplicar las apuestas y azares, o que sencillamente enturbian las cosas con un aura invasora que erosiona la arquitectura del todo en una bruma de burla reprimida, resultan irrelevantes. Están fuera del juego, que no existe hasta que estén completamente fuera. Parece un universo muy hostil pero, como el principio de cada cosa individual es también hostil y existe a expensas del resto, como muchos filósofos han señalado, al menos esta cosa, el presente mudo e indiviso, tiene la justificación de la lógica, lo cual en este caso no es malo o no lo sería, si no fuese porque el modo de decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado final hacia una caricatura de sí mismo. Esto siempre sucede, como en el juego en el que una frase susurrada de unos a otros alrededor de una estancia acaba siendo al final totalmente distinta. Es el mismo principio que convierte a las obras de arte en algo tan diferente de lo planeado por el artista. Con frecuencia descubre que ha omitido aquello que quería decir al comienzo. Seducido por flores, explícitos placeres, se culpa a sí mismo (aunque secretamente satisfecho con el resultado), imaginando que pudo opinar sobre este asunto, que ejerció un derecho a elegir del que casi no era consciente, sin saber que la necesidad sortea estas decisiones para crear de este modo algo nuevo por sí mismo, que no hay otra manera, que la historia de la creación avanza conforme a leyes estrictas, que así es como son las cosas, pero nunca las cosas que planeamos realizar y que desesperadamente quisimos ver nacer. Parmigianino debió de darse cuenta de esto mientras trabajaba en aquella tarea que frenaba su vida. Estamos obligados a descubrir el logro perfectamente posible de un proyecto en ese acabado suave, quizás desabrido (pero tan enigmático). ¿Debemos tomarnos en serio alguna cosa fuera de esta alteridad que acaba insinuándose en las formas más simples de nuestra vida diaria, que lo cambia todo leve y profundamente, que nos arrebata de las manos la materia de la creación, de cualquier creación, no sólo de la creación artística, para instalarla en alguna monstruosa y cercana cumbre, demasiado próxima para ignorarla, demasiado lejana para que podamos intervenir? Esta alteridad, este “no ser nosotros” es todo lo que podemos ver en el espejo, por mucho que nadie sepa decir cómo ocurrió. Un barco con bandera desconocida ha entrado en el puerto. Estás permitiendo que asuntos extraños desintegren tu día, que nublen el foco del globo de cristal. Su escena se aleja sin rumbo cual vapor esparcido en el viento. Aquellas fértiles asociaciones mentales que tan fácil surgían, ya no acuden jamás, o lo hacen raramente. Sus coloraciones son menos intensas, borradas por lluvias y por vientos otoñales, enlodadas, anuladas, devueltas a tu persona porque ya no valen nada. Pero somos de tal modo animales de costumbres que sus implicaciones nos envuelven aún, en permanence, enturbiando las cosas. Tomarse en serio solamente el sexo es quizás una manera, pero las dunas silban mientras avanzan hacia el comienzo de la gran caída en lo sucedido. Este pasado está aquí ahora: el rostro reflejado del pintor, en el que perduramos, recibiendo sueños e inspiraciones con una frecuencia no asignada, pero los tonos se han vuelto metálicos, las curvas y bordes no son tan suntuosos. Cada persona tiene una gran teoría para explicar el universo pero no cuenta la historia completa y al final lo importante es lo que yace fuera de esa persona, para ella y especialmente para nosotros que no hemos recibido ayuda alguna para descodificar nuestro cociente a escala humana y tenemos que confiar en conocimientos de segunda mano. Sin embargo, sé positivamente que el gusto de otra persona no sirve de nada, y puede ser ignorado. En otro tiempo parecía tan perfecto – brillo en la piel pecosa y delicada, labios humedecidos como a punto de abrirse liberando palabras, y ese aspecto familiar de ropas y de muebles que uno olvida. Éste pudo haber sido nuestro paraíso: un refugio exótico en un mundo agotado, pero eso no estaba en las cartas, porque no habría sido lo relevante. Simular llaneza puede ser el primer paso para alcanzar una calma interior pero es sólo el primer paso, y con frecuencia un gesto congelado de bienvenida permanece grabado en el aire que se va materializando tras él, una convención. Y realmente no nos queda tiempo para estos gestos, salvo si los usamos para encender una pasión. Cuanto antes se consuman mejor para los papeles que hemos de representar . Por ello, te lo suplico, retira esa mano, no la ofrezcas ya más como escudo o saludo, el escudo de un saludo, Francesco: hay sitio para una bala en la recámara: nuestra mirada por el lado equivocado del telescopio mientras tú retrocedes a una velocidad superior a la de la luz, aplanado, confundido con los otros rasgos de la estancia, una invitación nunca enviada, el síndrome “todo fue un sueño”, aunque el “todo” lacónicamente revela que no lo fue. Su existencia fue real, aunque agitada, y el dolor de este sueño interrumpido no podrán nunca ahogar el diagrama que aún flota esbozado en el viento, selecto, diseñado para mí y materializado en el brillo enmascarante de esta estancia. Hemos visto la ciudad; es el ojo creciente y espejado de un insecto. Todo sucede en su platea y luego se retoma dentro, pero la acción es el avance frío, almibarado, de un desfile. Uno se siente demasiado recluido, filtrando la luz de abril en busca de pistas, en la mera quietud de la soltura de su parámetro. La mano no sostiene tiza y cada parte del todo se desprende y no puede saber que supo, excepto aquí o allí, en fríos reductos de memoria, susurros pronunciados a destiempo.