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Nuestros MAYORES ante el COVID–19

Estos días de inquietud y encierro dan mucho que pensar y en mi mente se dibuja la imagen
tierna y desprotegida de nuestros mayores. Estoy hablando de nuestros abuelos y, en muchos
casos, de nuestros padres, de esa generación de gigantes que forjó con lucha y sacrificio la
nación que resurgió de sus propias cenizas con la Constitución del 1979: España.

Ellos están siendo las verdaderas víctimas de la pandemia. A esta servidora, que lo
escribe ahora en el papel, se le parte el corazón cuando lee o escucha en algunos medios que
hay profesionales y políticos que afirman que, debido a la escasez de medios, tienen
preferencia los más jóvenes a la hora de  ser atendidos y salvados, frente a los más viejos, que
se ven condenados a la exclusión, qué digo, al desecho, al olvido.

Un país que piensa de esa manera, con ese desprecio hacia sus mayores, carece de identidad y
está abocado a su extinción.

Antes de proclamar barbaridades como esas, exijamos -como ahora exijo- que se dediquen
todos los afanes y esfuerzos que sean necesarios para dotar a los profesionales de la salud y a
los hospitales de todos los medios necesarios para evitar esta abominable discriminación.

Nadie debe ser sacrificado porque todos somos seres humanos; todos debemos tener acceso a
los medios necesarios para salvar la vida, porque así lo garantiza nuestra Constitución.

Protegiendo la vida de nuestros mayores defendemos nuestra identidad como nación.

Aquí estoy, como la mayoría, encerrada en casa y haciendo cosas muy productivas. A parte de
estar desarrollando un preocupante TOC por la limpieza y rociando todo mi mundo con el flis-
flis de agua con lejía, me encuentro poniéndome rulos para comprobar si la largura del pelo ya
es suficiente para obtener bonitas ondas. Y, cuando termino la sesión de pelu y limpieza
enfermiza, me presento frente al espejo, toda digna en pijama, a cantar rock en español
(Extremoduro, Barricada…) imaginando que estoy en el Príncipe Felipe animando a miles de
personas. ¡Dios mío! ¡Estoy convirtiéndome en una mezcla entre La señora Doubtfire y Marilyn
Manson!

Pero, amigos, aquí todos pecamos. Os hablaré de algunos de mis vecinos:

En la puerta de la izquierda, gozan -a mi parecer- de un “gusto musical exquisito”. Desde el


punto de la mañana, a todo volumen, reguetón del bueno, del que te provoca ganas de ir a la
cocina a por un cuchillo.

El vecino de arriba -que no conoce los cascos- se pega toda la tarde jugando a juegos bélicos.
Al principio, me asustaba por los estruendos y gritos; ahora ya sé -por el sonidillo que precede-
cuando va a caer una bomba.

Y la de la derecha, mi favorita, es mayor, adorable, pequeñita como un elfo y a partes iguales


cariñosa y sorda. Todas las noches me hace partícipe de las profundas tertulias televisivas
de Supervivientes.
En fin, espero que mis vecinos perdonen mis conciertos de berridos satánicos, así como yo
perdono sus pecados. Todo sea por un confinamiento llevadero, entretenido y con buen
humor a pesar del panorama. Amén.

Argumentación a partir del texto Ese chico, de Rosa Montero.

Este texto me ha traído a la memoria un suceso que acontecía en el piso vecino a mis abuelos
cuando mi madre era pequeña. Mi abuela contaba cómo, en cuanto oía gritos en el piso de al
lado, mandaba corriendo a mi madre a buscar al pequeño de los hermanos para que su padre
(policía en la época de Franco) no le pegara y salvarle así de unos correazos.
Desgraciadamente, solo salvaban al pequeño ya que proteger a su madre era imposible.
Parece cobarde salvar únicamente a una parte de la familia pero hay que comprender que era
una época diferente en la que cada uno hacía lo que podía dada la educación y los valores que
habían recibido desde su más tierna niñez. Había incluso gente que simplemente no quería
problemas y directamente padecía de una sordera irremediable.

El texto de Rosa Montero es muy similar a la historia que he recordado, pero -a mi parecer- no
siempre se puede hacer algo. Entiendo la postura de ese chico, debiendo de resultar no muy
cómoda, ya que también tuvo que sufrir viendo como un energúmeno agredía a una
muchacha. Es muy fácil juzgar las situaciones sin haberlas vivido; hay que ponerse en la
postura del chico, no sabemos qué le ha podido pasar en la vida, si ha sufrido una paliza o no,
o simplemente si  su cerebro se paralizó ante una escena así. En las mismas circunstancias,
quizás habríamos actuado de otra manera pero no lo sabemos.

Sabemos que la sociedad, en general, es violenta tanto física como verbalmente, y entiendo
que -de alguna manera- nos hemos inmunizado: la vemos en series, películas, videojuegos, en
la calle  y estoy segura de que más de una vez hemos pensado: “No me compete, es un
problema de ellos”. En ese momento, hemos seguido caminado sin mirar atrás, porque
salíamos cansados del trabajo o íbamos con amigos, hijos y simplemente decidimos pasar sin
pena ni gloria de un problema que no era nuestro. Con esto no quiero decir que esté bien o
mal, simplemente que no hay que juzgar a las personas en momentos límites de la vida. Actuar
así no quiere decir que una persona por el hecho de salvaguardar su integridad sea
“bochornosa y patética” como aludía Rosa Montero.

En muchas otras ocasiones, podemos llamar a la policía para que medien con las personas que
tengan el problema o puedan ayudar a la persona que están agrediendo; esto también es una
forma de ayudar. Eso sí, lo veo complicado en un espacio reducido y sin ninguna salida hasta la
próxima parada. Al fin y al cabo, se trata de poder ayudar también sin salir herido.

TEXTO DE OPINIÓN A PARTIR DE LA LECTURA DEL MITO

“DAFNE Y APOLO”.

La primera lectura que hice del texto me recordó a esos dibujos animados en los que una
mofeta (macho) perseguía sin tregua a una gata para darle todo su amor, y me dibujó una
sonrisa en la boca. A día de hoy y habiendo pasado ya muchos años, no me hace tanta gracia,
ni gota, como se dice por aquí.

No conocía el origen del símbolo de la corona de laurel; ahora que lo conozco, no sé si me


parece una historia bellamente contada con un mensaje no tan bello, analicémoslo.

Cupido es un “capullo” –no merece la pena perder el tiempo en encontrar otro término- no
sabiendo gestionar la humillación que le suponen las mofas de Apolo, que también me parece
otro “capullo”, por cómo lo describe el narrador. Finalmente los platos rotos de este
enfrentamiento “testosterónico” -¿no sé si esta palabra existe?- los paga la ninfa Dafne, que
estaba tan tranquila por el bosque y acaba siendo perseguida y acosada por el enamorado
Apolo) si es que se puede llamar “enamorado” a su impulsivo deseo de poseer a un ser
indefenso), que no se percata del rechazo que provoca en su “amada”.  Esta termina
convertida en un laurel con la ayuda de su padre: la única solución que encuentra el dios del
río; queda convertida desde entonces en símbolo de la victoria de su acosador.

¿Otra vez? ¿En serio? Caperucita, Europa, Perséfone, Blancanieves, … ¿Es que no podemos
pasear solas? ¿Es que siempre vamos a pagar nuestras imprudencias –si es que pasear sola se
puede calificar como tal- permaneciendo mudas, dormidas o convertidas en un ser inmóvil?

Al conocer el origen del simbolismo de este árbol, sin quitar la belleza que el texto tiene y
sabiendo que los mitos son fantásticos, opto por no representarme victoriosa con una corona
de laurel.

Habrá  un antes y un después de la situación  que nos está tocando vivir, tanto en lo
sanitario como en lo político y en la organización productiva y económica del país. 

Lo más  importante debería ser la actitud social y particular de cada uno de nosotros. En esta
pandemia estamos comprobando los aciertos y los errores y, sobre todo, los comportamientos
(admirables e irresponsables). Hay muchas teorías que culpan a nuestro temperamento latino
(italianos españoles, sudamericanos…), argumentan que ignoramos el peligro hasta que no lo
tenemos encima. 

El Gobierno  ha cometido  muchos errores ¿quién en esta situación  límite  y tan nueva no los
habría  cometido? No podemos lamentarnos  de lo que se debería haber hecho y no se hizo,
creo que este no es el momento de echar en cara nada, y sí de remar en la misma
dirección para poder salir cuanto antes de esta situación. 

Cuando la pandemia  pase, ¡deberíamos cambiar tantas cosas! Y quizás también pedir
responsabilidades a quien tuvo  en su mano la salud y el bienestar de todo un país, y por 
motivos económicos  y políticos no acometió  las acciones necesarias. 

Quizás  debamos volver a una estructura económica más sencilla y no tan globalizada, que
haga  que no sea necesario que estornuden en China y aquí digamos: “Jesús “ y, por supuesto,
tenemos  que  aprender de nuestros errores, sin olvidarnos del dolor de los que -por desgracia-
la han sufrido en primera persona. Todos hemos sido personajes en esta película,  sólo algunos
protagonistas,  y un solo  antagonista: el virus. Que no se nos olvide.

Marisa López. Acceso Grado Superior.


LA ENVIDIA

Al ser humano, para estar vivo, le basta con respirar y alimentarse. Pero eso no es suficiente,
no basta con estar vivo, necesitamos sentirnos vivos y eso solo lo conseguimos sintiendo, es
decir, a través de los sentimientos.

Sentimientos hay muchos y muy variados: los que nos hacen sentir bien (alegría, pasión o
felicidad), otros más neutros (apatía, pereza o curiosidad) y luego están los negativos, de esos
tenemos para dar y regalar (tristeza, miedo, inseguridad, hostilidad, frustración, ira, culpa,
celos…); entre ellos la mundialmente famosa envidia.

Podemos definir la envidia como el deseo para uno mismo de lo que otro tiene. Es algo con lo
que se nace (como el resto de sentimientos), no se aprende (si acaso lo potenciamos con la
edad). Si colocamos juntos a dos bebés y le damos a uno algo para que sostenga en la mano,
en cuanto el otro lo vea, intentará quitárselo. Eso es envidia en estado puro.

Del mismo modo, siendo adultos, haremos cosas para despertar la envidia de los demás en
más ocasiones que por buscar la propia satisfacción. Para decir que algo es bueno, diremos
que es envidiable. Preferiremos tener menos siempre que los demás estén por debajo de
nosotros. O nos importará lo que haga nuestro equipo de fútbol siempre que nuestro mayor
rival salga peor parado.

Existen ejemplos de grandes envidias y envidiosos a lo largo de la historia: Caín y Abel (el
ejemplo que nos ponen a todos en nuestra infancia), Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, Mozart
y Salieri, Cervantes y Lope de Vega, y así podríamos hacer una larga lista. En estos casos se
puede decir que la envidia ha servido de acicate para la creatividad (salvo Caín y Abel), que la
envidia ha tenido un buen fin. Seguramente sin envidia nos sentiríamos mejor pero no
seríamos competitivos y, por lo tanto, no habría ningún afán de superación. Estos personajes
de la historia son un ejemplo de ello.

Pero no todas envidias sacan lo mejor de uno mismo, hay otras que sacan lo peor (otra vez
Caín y Abel, como se nota que en mi época dimos religión obligatoriamente). La envidia en
estos casos se alimenta de nuestras inseguridades atrayendo como un imán otros sentimientos
negativos como rabia, rencor, avaricia, egoísmo, superioridad, soberbia e ira.

Actualmente las redes sociales son una gran fuente de envidias. La exposición excesiva,
autopromoción y postureo están logrando que lo que hasta hace poco nos parecía
escandaloso, ostentoso y de mal gusto, hoy esté bien visto y sea “envidiable”.

En las redes todo son sonrisas, viajes, comidas, familia, mascotas, casas, coches, etc. Ni
siquiera te planteas si será cierto o no lo que ves, solo piensas en lo que los demás tienen y tú
no. Llega la envidia y en ese momento, ¿piensas en Salieri, Miguel Ángel o Lope y en que esta
envidia que sientes te hará superarte? Pues no. Aquí surgen los famosos “haters” de las redes,
personas que hacen del odio, la difamación y el desprecio su “modus vivendi” o, por el
contrario, te frustras por ni siquiera acercarte a ese modo de vida del que otros disfrutan,
llegando la tristeza, la desidia e incluso la depresión.

Por tanto, la envidia es un veneno que hay que aprender a controlar. Tener un poco de envidia
nos provocará una leve picazón (el acicate) y nos impulsará a mejorar o, por el contrario, nos
invadirá dejándonos a la deriva en un mar de desesperación. Para evitar esto, hay que hacer
callar al demonio en el hombro que nos susurra al oído lo mucho que tienen los demás y lo
poco que tenemos nosotros. Hay que dejar de comparase con los demás. Mirar lo que hemos
logrado, lo afortunados que somos. Piensa que siempre encontrarás muchísima más gente que
tendrá menos que tú. Deja de fijarte en los demás y mírate a ti mismo. Acepta, aprecia y
disfruta lo que tienes mientras intentas ser mejor cada día. No corras, ve pasito a pasito.
Suerte.

LA ENVIDIA

Al ser humano, para estar vivo, le basta con respirar y alimentarse. Pero eso no es suficiente,
no basta con estar vivo, necesitamos sentirnos vivos y eso solo lo conseguimos sintiendo, es
decir, a través de los sentimientos.

Sentimientos hay muchos y muy variados: los que nos hacen sentir bien (alegría, pasión o
felicidad), otros más neutros (apatía, pereza o curiosidad) y luego están los negativos, de esos
tenemos para dar y regalar (tristeza, miedo, inseguridad, hostilidad, frustración, ira, culpa,
celos…); entre ellos la mundialmente famosa envidia.

Podemos definir la envidia como el deseo para uno mismo de lo que otro tiene. Es algo con lo
que se nace (como el resto de sentimientos), no se aprende (si acaso lo potenciamos con la
edad). Si colocamos juntos a dos bebés y le damos a uno algo para que sostenga en la mano,
en cuanto el otro lo vea, intentará quitárselo. Eso es envidia en estado puro.

Del mismo modo, siendo adultos, haremos cosas para despertar la envidia de los demás en
más ocasiones que por buscar la propia satisfacción. Para decir que algo es bueno, diremos
que es envidiable. Preferiremos tener menos siempre que los demás estén por debajo de
nosotros. O nos importará lo que haga nuestro equipo de fútbol siempre que nuestro mayor
rival salga peor parado.

Existen ejemplos de grandes envidias y envidiosos a lo largo de la historia: Caín y Abel (el
ejemplo que nos ponen a todos en nuestra infancia), Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, Mozart
y Salieri, Cervantes y Lope de Vega, y así podríamos hacer una larga lista. En estos casos se
puede decir que la envidia ha servido de acicate para la creatividad (salvo Caín y Abel), que la
envidia ha tenido un buen fin. Seguramente sin envidia nos sentiríamos mejor pero no
seríamos competitivos y, por lo tanto, no habría ningún afán de superación. Estos personajes
de la historia son un ejemplo de ello.

Pero no todas envidias sacan lo mejor de uno mismo, hay otras que sacan lo peor (otra vez
Caín y Abel, como se nota que en mi época dimos religión obligatoriamente). La envidia en
estos casos se alimenta de nuestras inseguridades atrayendo como un imán otros sentimientos
negativos como rabia, rencor, avaricia, egoísmo, superioridad, soberbia e ira.

Actualmente las redes sociales son una gran fuente de envidias. La exposición excesiva,
autopromoción y postureo están logrando que lo que hasta hace poco nos parecía
escandaloso, ostentoso y de mal gusto, hoy esté bien visto y sea “envidiable”.

En las redes todo son sonrisas, viajes, comidas, familia, mascotas, casas, coches, etc. Ni
siquiera te planteas si será cierto o no lo que ves, solo piensas en lo que los demás tienen y tú
no. Llega la envidia y en ese momento, ¿piensas en Salieri, Miguel Ángel o Lope y en que esta
envidia que sientes te hará superarte? Pues no. Aquí surgen los famosos “haters” de las redes,
personas que hacen del odio, la difamación y el desprecio su “modus vivendi” o, por el
contrario, te frustras por ni siquiera acercarte a ese modo de vida del que otros disfrutan,
llegando la tristeza, la desidia e incluso la depresión.

Por tanto, la envidia es un veneno que hay que aprender a controlar. Tener un poco de envidia
nos provocará una leve picazón (el acicate) y nos impulsará a mejorar o, por el contrario, nos
invadirá dejándonos a la deriva en un mar de desesperación. Para evitar esto, hay que hacer
callar al demonio en el hombro que nos susurra al oído lo mucho que tienen los demás y lo
poco que tenemos nosotros. Hay que dejar de comparase con los demás. Mirar lo que hemos
logrado, lo afortunados que somos. Piensa que siempre encontrarás muchísima más gente que
tendrá menos que tú. Deja de fijarte en los demás y mírate a ti mismo. Acepta, aprecia y
disfruta lo que tienes mientras intentas ser mejor cada día. No corras, ve pasito a pasito.
Suerte.

UN SMARTPHONE Y DOS POSIBILIDADES 

¿Cuántas veces vemos las noticias o leemos en el periódico que alguien ha muerto por hacerse
un selfie? Muchas. De hecho, hace poco, vi una noticia de un “youtuber” japonés que quiso
hacerse una foto desde el punto más alto de un edificio -como muchas otras veces- y el viento
lo desestabilizó y cayó causándole la muerte.

La verdad es que es muy penoso ver cómo estos chavales se juegan la vida de esta manera
para hacerse una foto. Foto que después debe ser publicada, porque si no, ¿para qué la hacen?
No va a ser para guardarla en el fondo de su móvil, por supuesto.

Y ahí es donde viene el problema: todo, absolutamente todo debe ser publicado o compartido
y tenemos smartphones que ayudan a la causa.

Pero no sólo eso, hay personas que no se juegan la vida, sino que graban cómo otro está
pasando apuros por salvarla y no Le ayudan, sino que graban la escena, cual director de cine,
como si de una película se tratara. ¿Tanto les cuesta usar ese mismo teléfono para llamar a
emergencias? O, si está en su mano, ayudarle. Los telediarios emiten muchas imágenes que no
son grabadas por los cámaras de esa cadena; son grabadas por unos ciudadanos cualquiera.
¿Por qué? Porque estaban ahí en el momento del accidente, pelea o burrada que hacía el niño
de turno, y decidieron grabarlo.

Por otro lado, están los “influencers“, que fotografían todo, pero a ellos les pagan. Eso se
convierte en su trabajo día y noche, sin festivos ni descanso. Lo que ocurre es que muchas
veces quieren salir de ese mundillo y no saben cómo hacerlo, ya que se han hecho esclavos de
su imagen, de la gente y de quien paga, que cada vez quiere más.

No hace mucho, una chica se suicidó porque creyó que esa era la única manera de salir de esa
espiral en la que se encontraba. Y eso me lleva a compararlo con la droga. Y es que, cuando
estas dentro, quieres dejarla, pero ella es más fuerte.

En conclusión, cuando podemos hacernos ver o notar, no desaprovechamos la oportunidad de


ser protagonistas, ya sea delante o detrás de la cámara, aunque nuestra vida dependa de ello.

Texto argumentativo escrito a partir del texto leído y comentado en clase de Alex Grijelmo.
¿Invisibiliza la lengua a la mujer?

Vivimos en una sociedad patriarcal: históricamente la mujer siempre ha estado sometida y


viviendo a la sombra de los hombres. Nunca ha habido igualdad entre sexos. Problemas como
la violencia de género, la brecha salarial, las expectativas profesionales o la publicidad sexista
son consecuencia de este modelo de sociedad.

La sociedad y, en especial, las mujeres han despertado a esta realidad; están pidiendo -incluso
exigiendo- cambios para revertir en lo posible esta situación. Estos cambios han afectado
también a nuestra lengua, a la forma en la que nos expresamos. Y los políticos lo están
convirtiendo en un arma política, intentando ganar para sí el voto femenino, confundiendo a la
gente, haciéndoles creer que es lo mismo en el lenguaje género que sexo. Y no es así.

Hay que entender que el idioma no es machista ni feminista, ni egoísta ni altruista, lo son las
personas que lo utilizan pero no las palabras. El debate de la duplicidad en el lenguaje es
totalmente extralingüístico, es un debate social. La duplicidad afecta al principio universal de
economía lingüística y dificulta la claridad expresiva. En el castellano los plurales se construyen
a partir del masculino y abarcan tanto a hombres como a mujeres.

Propuestas como usar la arroba no es factible, es un símbolo no una letra, no está en nuestro
vocabulario ni está asociada a un sonido. ¿Cómo un ciego en un adiolibro podría distinguirla?
Lo mismo sucede con las propuestas de cambiar los plurares por letras como la “e” o la “x”,
esto nos dejaría palabras como niñes  o chicxs. La RAE considera todas estas propuestas
inadmisibles y tampoco han tenido mucho apoyo social.

La mejor forma de hacer que nuestro lenguaje sea más inclusivo es utilizar palabras genéricas
para referirse a ambos sexos como funcionariado, alumnado  o profesorado; utilizar los cargos
en femenino cuando corresponda como médica, profesora o científica; evitar expresiones
denigrantes como nenaza, coñazo  o llorar como una niña. Al iniciar un discurso o al dirigirse
por escrito, se podría comenzar por un “señoras y señores“, por ejemplo, esto hará que todo lo
que digamos a continuación se refiera a ambos géneros.

El mayor favor que se puede hacer a través del lenguaje para evitar que sea discriminatorio es
educar en la igualdad a través de las escuelas y los medios de comunicación, dar a todo el
mundo armas lingüísticas para conseguir que el lenguaje sea inclusivo y que éste salga con
total naturalidad de los hablantes, sin ningún esfuerzo, y sea interpretado -por lo tanto- con la
misma naturalidad.

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