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PERSPECTIVAS

Los griegos y la
invención del
culebrón
POR Mariano Nava Contreras

30/10/2021

Estaba yo a mitad de carrera y todavía teníamos universidad cuando


invitaron a la ULA a Salvador Garmendia. No era la primera vez ni sería
la última, pero esa fue la primera vez que pude ver y conversar con el
maestro. De hecho, Garmendia había trabajado en la década de los
setenta en la ULA. Todos en la Escuela de Letras conocíamos sus
cuentos y lo admirábamos como uno de los grandes de la narrativa
venezolana; pero la charla que dio y las preguntas que le hicimos fueron,
cómo no, sobre el culebrón, quizás el mayor aporte venezolano a la
cultura de masas. Salvador Garmendia era sin duda uno de los libretistas
más reconocidos y por tanto considerado uno de los representantes del
género. Yo, como buen estudiante de clásicas y por tanto obsesionado
con el origen de casi todo, hice una pregunta que iba directamente al
grano: cuál era el origen de la telenovela. El maestro me respondió con
toda naturalidad: la telenovela latinoamericana procede directamente de
la novela de folletín francesa del siglo XIX. No sé si pude disimular mi
cara de desconcierto, y es que a los helenistas se nos inocula un credo tan
simple como radical, casi un fundamentalismo, una especie de
convicción adánica: los griegos lo inventaron todo, o bueno, casi todo.
¿Acaso en ese estrechísimo margen que significa “casi” cabía un
fenómeno tan complejo como la telenovela? Al final del encuentro, el
maestro se tomó unos breves momentos para explicarme amablemente
que, en efecto, la telenovela latinoamericana es descendiente directa de
aquellas novelas que se publicaban por entregas en las revistas de la
Francia del XIX, al estilo Madame Bovary.
El recuerdo y la desazón de aquella respuesta me acompañó por mucho
tiempo, hasta que un día decidí ponerme a indagar sobre ella. Fue así
como años después, ya graduado, publiqué mi artículo “Amor es un algo
sin nombre… Tradición aristotélica y culebrón venezolano”, que con el
tiempo se convirtió también en una conferencia y que, con ese nombre,
no es difícil entender que haya tenido bastante suerte. El procedimiento
fue sencillo: tomé uno de los pocos acercamientos teóricos a la
telenovela que existen, un curso que dictara el otro gran referente de la
época dorada de la telenovela venezolana, José Ignacio Cabrujas. En
realidad, el texto corresponde a las transcripciones del taller “El libreto
de telenovela”, que dictó Cabrujas en el CELARG en 1993, y que está
recogido en Y Latinoamérica inventó la telenovela (Alfadil, Caracas,
2002). Tomé, pues, el texto de Cabrujas y lo confronté con el texto por
excelencia sobre teoría literaria antigua, la Poética de Aristóteles. Y de la
teoría a la práctica: también revisé por YouTube decenas y decenas de
capítulos de las telenovelas que en mi opinión (discutible, lo sé)
constituyen el canon del culebrón venezolano: Cristal (RCTV, 1985-
1986), Topacio (RCTV, 1984), La dama de rosa (1986), Abigail (RCTV,
1988-1989) y Kassandra (RCTV, 1992-1993). Ése era mi corpus.
El resultado fue sorprendente. Cabrujas no solo conoce muy bien el texto
de Aristóteles, sino incluso confiesa que muchos de sus conceptos le
fueron útiles a la hora de escribir sus libretos. Cabrujas no tiene
problemas en reconocer las deudas del género. Para él, la telenovela es
“un género viejo y nuevo, anticuado y vigoroso, lleno de compromisos
con el pasado”. Para Aristóteles, todo drama es imitación de una
acción, mímesis práxeos (1450 b). En ese sentido, la parte más
importante de la tragedia es el mythos, que los traductores coinciden en
traducir aquí como “argumento”. Para Cabrujas, todo argumento es “una
vida organizada a fin de ser comprendida”. Insiste en que “los
sentimientos a los que apelamos deben ser reconocibles: amor, celos,
envidia…”. Para Aristóteles esta imitación debe tener “cierta
amplitud”, mégethos (1449 b). En la antigüedad, el tiempo de una
tragedia se restringía a lo que duraba la luz del día. En los años
cincuenta, los capítulos de las primeras telenovelas venezolanas duraban
quince minutos y el número total de estos capítulos oscilaba entre los
veinte y los veinticinco. Cristal, treinta años después, tuvo 246. Cabrujas
admite que la extensión de la telenovela es cuestión de magnitudes, el
tiempo necesario para que los protagonistas pasen “del sufrimiento a la
felicidad”. Son exactamente las palabras de Aristóteles en
la Poética: ek dystykhías eis eutykhían (1451 a). Y la felicidad,
la eudaimonía, es, nos lo recuerda en la Ética a Nicómaco (1095 a) y en
la Retórica (1360 b), el fin, télos, de la vida buena.
Cabrujas habla de unas “sensibilidades compartidas” que configuran los
“resortes de la pasión” que aspira tocar toda buena telenovela. Aristóteles
alude a una sensibilidad popular modelada por los mitos en los que se
basan las grandes tragedias: Edipo, Hipólito, Medea, Ifigenia. Mitos
cuyas historias son “las más admirables”, thaumasiótata (1452 b), y que
modelan la educación sentimental de los griegos. Lo mismo pasa en
Latinoamérica. Al igual que el infortunado rey de Tebas, Topacio es
ciega y regalada al nacer. También Cristina, la futura “Cristal”, se ha
criado en un orfanato y Kassandra es regalada a unos gitanos. Como
Ifigenia, Gabriela Suárez, “la Dama de Rosa”, pagará por un crimen que
nunca cometió. Medea enloquecerá por la traición de Jasón y matará a
sus hijos. En cambio Abigail pierde a su hijo recién nacido y enloquece;
pero ambas enloquecen de dolor. Todas luchan por un amor imposible,
como el que arrebata a Fedra por su hijastro Hipólito.
Son las historias que viven estas heroínas, las de las tragedias y las de las
telenovelas; pero que también podría vivir cualquiera de nosotros. En
ello consiste precisamente el secreto de la kathársis. La catarsis no es
más que lo que resulta cuando se activan los resortes de la pasión, el arte
de “despertar las pasiones” (tò páthê paraskeuázein) de que nos habla
Aristóteles en la Poética (1456 b). Se trata de un viejo término que se
empleaba en dos contextos bien diferentes: en el mundo de la medicina,
significando “purgación”, y en contextos religiosos, significando
“purificación”. Creo que Aristóteles, cuyo padre era médico, concibe la
catarsis más como un proceso de “expulsión” de las pasiones que como
“expiación” de faltas contra los dioses. Estas pasiones son
fundamentalmente dos: éleos kaì phóbos, compasión y temor. A la
compasión también la llamaban los griegos sympátheia, una disposición
para sufrir juntos.
En todo caso, es claro que el dominio de las técnicas de la catarsis
implica un conocimiento profundo del alma humana, de la naturaleza del
hombre y de los sentimientos. Uno de los recursos más recurridos es, por
ejemplo, el de lo patético, tò páthos, que consiste, según palabras del
mismo Aristóteles, en “una acción destructora o dolorosa como, por
ejemplo, las muertes en escena, los tormentos, las heridas y demás cosas
semejantes” (1452 b). Otra es el “reconocimiento”, la anagnórisis, en
que está, prácticamente, el desenlace del drama. Aristóteles la define
como “un cambio de la ignorancia al conocimiento” que resuelve la
peripecia (1452 b). En las telenovelas constituye un momento
fundamental, cuando la protagonista descubre su verdadero origen y
entonces le cambia la vida. Recordemos cuando a Cristal la reconoce su
madre, Victoria, por ejemplo. Para Aristóteles, todo reconocimiento ha
de ser “verosímil o necesario”, katà tò éikon ê anankaion. La
verosimilitud, éikos, es el arte de construir el relato de modo que el
espectador pueda creerlo, dando origen a lo que los semióticos llaman un
“contrato fiduciario”, en otras palabras, el milagro por el que nos
quedamos pegados al asiento al ver una película de terror, sabiendo que
sólo se trata de una película. Lo verosímil no es necesariamente
verdadero. Sin un relato verosímil es imposible la sympátheia. En el caso
de la telenovela, siendo que su magnitud es superior a la de la tragedia,
no podemos hablar de una catarsis, sino de varias. Así lo dice Cabrujas:
“para que el espectador se instale en el argumento y reciba la catarsis,
hay que suministrarle pequeñas dosis de catarsis a lo largo de la historia
y dejar la gran catarsis para el final”. La telenovela latinoamericana es
simplemente incomprensible sin el dominio de la catarsis.
Lo que subyace en Aristóteles, como por supuesto en Cabrujas, es una
concepción de la literatura en tanto que tékhnê, un conjunto de “técnicas”
encaminadas a suscitar el placer de la representación. Una hedoné de la
mímesis que, en el caso de la tragedia como de la telenovela, se convierte
en hedoné del sufrimiento y del dolor, por paradójico que nos parezca.
Hay, pues, una tradición que se remonta a la tragedia ateniense y que sin
duda se conserva entre los televidentes de Latinoamérica, quizás un
instinto ancestral que inexorablemente nos lleva a los placeres del mito.
Se trata de una tradición que nos concita frente a la pantalla del televisor,
la tradición de deleitarnos al sufrir con los sufrimientos y alegrarnos con
las alegrías de unos personajes que encarnan no solo lo que les sucede,
sino también lo que podría sucedernos a nosotros mismos en cualquier
lugar, en cualquier momento.

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