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Área: Comunicación Grado: Quinto

El ruiseñor y la rosa
Oscar Wilde

Ella me dijo que bailaría conmigo si yo le traía rosas rojas —exclamó el joven estudiante—, pero en todo mi jardín no
hay ni una sola rosa roja. El ruiseñor lo oyó desde su nido en la encina y lo miró con asombro a través del follaje.

—¡No hay ninguna rosa roja en mi jardín! —exclamó el estudiante con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Ah, de qué
poca cosa depende la felicidad! He leído todo lo que han escrito los sabios y conozco todos los secretos de la
filosofía, y sin embargo mi vida se hará pedazos por causa de una rosa roja.

—He aquí por fin un verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Noche tras noche he cantado para él a pesar de no
conocerlo; noche tras noche he narrado su historia a las estrellas, y finalmente ahora puedo verlo. Su cabello es tan
oscuro como la flor del jacinto y sus labios tan rojos como la rosa que anhela; pero la pasión ha hecho que su cara se
vuelva pálida como el marfil y la tristeza le ha impreso su marca en la frente.

—El príncipe ofrece un baile mañana en la noche —murmuró el joven—, y allí se encontrará mi amor. Si le llevo una
rosa roja, ella bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja podré estrecharla en mis brazos y ella
recostará su cabeza sobre mi hombro y su mano apretará la mía. Pero en mi jardín no hay ninguna rosa roja, y yo
estaré solo y ella no va a fijarse en mí. Ni siquiera va a mirarme y mi corazón quedará destrozado.

—He aquí, sin duda alguna, el verdadero amor —dijo el ruiseñor—. Yo canto y él sufre, lo que para mí es alegría,
para él es dolor. Ciertamente, el amor es algo maravilloso. Es más precioso que las esmeraldas y que los bellos
ópalos. Las perlas y los granates no lo pueden comprar, ni pueden venderlo en el mercado. No puede obtenerse de
los mercaderes ni ser vendido a peso de oro.

—Los músicos estarán sentados en la galería —dijo el joven estudiante—, tocarán sus instrumentos y mi amor
bailará al son del arpa y del violín. Tan suavemente va a bailar que sus pies no tocarán el suelo, y alrededor de ella se
ubicarán, con sus mejores trajes, los cortesanos. Pero no bailará conmigo, pues no habré podido darle una rosa roja.
Y llorando cayó sobre la hierba, escondiendo su rostro entre las manos.

—¿Por qué está llorando? —preguntó una lagartija verde que pasaba junto a él con la cola levantada.

—Eso, ¿por qué? —dijo la mariposa que volaba tras un rayo de sol.

—Eso, ¿por qué? —le susurró a su vecina una margarita, en voz suave y baja.

—Está llorando por una rosa roja —dijo el ruiseñor.

—¿Por una rosa roja? —exclamaron—. ¡Qué ridiculez!

Y la pequeña lagartija, que a veces era un poco cínica, se echó a reír. Pero el ruiseñor comprendía el secreto de la
tristeza del estudiante, y permaneció en silencio en la encina, pensando en el misterio del amor. De pronto abrió sus
alas oscuras para volar y se lanzó al espacio. Pasó a través de los árboles como una sombra, y como una sombra
atravesó el jardín. En el centro de una zona de hierba había un bello rosal, y luego de volar sobre él descendió y se
posó en una de sus ramas.

—Dame una rosa roja —exclamó— y te cantaré mi más dulce canción. Pero el rosal negó con la cabeza.

—Mis rosas son blancas —contestó—, tan blancas como la espuma del mar y más blancas que la nieve de las
montañas. Pero anda a ver a mi hermano, que crece alrededor del reloj de sol, y quizás él pueda darte lo que buscas.
Y el ruiseñor voló hacia el rosal que crecía alrededor del reloj de sol.

—Dame una rosa roja —exclamó— y te cantaré mi más dulce canción. Pero el rosal negó con la cabeza.
—Mis rosas son amarillas —contestó—, tan amarillas como el cabello de la sirena sentada en su trono de ámbar, y
más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que aparezca el segador con su hoz. Pero anda a ver a
mi hermano, que crece junto a la ventana del estudiante, y quizás él pueda darte lo que buscas. De modo que el
ruiseñor voló hacia el rosal que crecía junto a la ventana del estudiante.

—Dame una rosa roja —exclamó— y te cantaré mi más dulce canción. Pero el rosal negó con la cabeza.

—Mis rosas son rojas —contestó—, tan rojas como las patas de la paloma y más rojas que los grandes abanicos de
coral que se mecen en las grutas del océano. Pero el invierno ha helado mis venas y el hielo ha marchitado mis hojas
y la tormenta ha roto mis ramas, y este año no tengo rosas.

—Una rosa roja es lo único que anhelo —exclamó el ruiseñor—, ¡sólo una rosa roja! ¿No hay forma de conseguirla?

—Hay una forma —contestó el rosal—, pero es tan terrible que no me atrevo a explicártela.

—Dímelo —dijo el ruiseñor—; no tengo miedo.

—Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que hacerla con música a la luz de la luna y mancharla con la
propia sangre de tu corazón. Debes cantar para mí con tu pecho clavado en una espina. Toda la larga noche tienes
que cantar para mí, y la espina debe atravesar tu corazón, y tu sangre debe correr por mis venas y hacerse mía.

—La muerte es un precio muy alto por una rosa roja —exclamó el ruiseñor—, y todo el mundo ama la vida. Es
agradable posarse en el bosque verde y contemplar al sol en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas.
Dulce es el aroma del espino y dulces las campanillas azules que se esconden en el valle y el brezo que crece en la
colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un
hombre?

Así es que abrió sus alas y se echó a volar. Se deslizó sobre el jardín como una sombra y como una sombra atravesó
los árboles. El joven estudiante aún estaba tendido sobre la hierba, como le había visto antes, y aún no se secaban
las lágrimas en sus bellos ojos.

—Sé feliz —exclamó el ruiseñor—, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La haré con música a la luz de la luna y la mancharé
con sangre de mi propio corazón. Todo lo que a cambio pido de ti es que tu amor sea verdadero, pues el amor es
más sabio que la filosofía, aunque ésta lo es mucho, y más fuerte que el poder, aunque éste tiene mucha fuerza. Del
color del fuego son sus alas y del color del fuego es su cuerpo. Sus labios son tan dulces como la miel y su aliento
huele como el incienso.

El estudiante miró hacia arriba y escuchó, pero no pudo entender, lo que el ruiseñor le decía, porque lo único que
sabía eran las cosas que están escritas en los libros. Pero la encina sí lo entendió y se puso triste, pues quería mucho
al ruiseñor, que había construido el nido en sus ramas.

—Cántame la última canción —susurró—. Me sentiré muy sola cuando tú te vayas. Y el ruiseñor cantó para la encina,
y su voz era como el agua clara que burbujea en una jarra de plata. Cuando terminó su canción, el estudiante se
levantó y sacó un cuadernito y un lápiz del bolsillo.

—Tiene personalidad —se dijo a sí mismo, andando entre los árboles—, eso no se le puede negar; pero ¿tendrá
sentimientos? Me temo que no. Es como la mayoría de los artistas, con mucho estilo y ninguna sinceridad. No se
sacrificaría por los demás. Piensa sólo en la música, y todo el mundo sabe que el arte es egoísta. Sin embargo, debo
admitir que su voz tiene notas maravillosas. ¡Qué lástima que no tenga sentido alguno y que no posea una finalidad
práctica!

Y se marchó a su habitación, donde se echó sobre un jergón y se puso a pensar en su amor; y al poco rato se quedó
dormido. Y cuando la luna se elevó en el cielo el ruiseñor voló hacia el rosal y apoyó su pecho contra una espina.
Cantó toda la larga noche con su pecho atravesado por la espina, y la fría luna de cristal se inclinó y estuvo
escuchándolo. Cantó toda la larga noche, y la espina se clavó más y más en su pecho, y su sangre comenzó a brotar.

Cantó primero el nacimiento del amor en el corazón de un muchacho y de una niña. Y en la rama más alta del rosal
empezó a florecer una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, mientras las canciones se sucedían una tras otra. Al
principio era pálida como la niebla que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas
del alba. Como el reflejo de una rosa en un espejo de plata, como el reflejo de una rosa en una laguna, así era la rosa
que empezó a florecer en la rama más alta del rosal. Pero el rosal le dijo al ruiseñor que se apretara más contra la
espina.

—Apriétate más, pequeño ruiseñor —exclamó—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Y el ruiseñor se apretó más contra la espina y su canción se fue haciendo más y más alta, porque cantaba el
nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una mujer. Y un delicado tinte rosado apareció en los pétalos
de la flor, como el que aparece en el rostro del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina todavía no
había alcanzado el corazón, y el corazón de la rosa seguía blanco, pues solamente la sangre del corazón de un
ruiseñor puede teñir el corazón de una rosa. Y el rosal volvió a decirle al ruiseñor que se apretara más contra la
espina.

—Apriétate más, pequeño ruiseñor —exclamó—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Y el ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina llegó a su corazón y él sufrió un intenso estremecimiento de
dolor. Amargo, amargo era su dolor, y su canción se hizo más y más ardiente, porque cantaba el amor que se hace
perfecto con la muerte, el amor que no muere en la tumba. Y la maravillosa rosa se hizo roja como la rosa del cielo
de oriente. Rojos eran sus pétalos y rojo, como un rubí, era su corazón. Pero la voz del ruiseñor se fue haciendo más
débil, sus alitas temblaron y un velo se extendió ante sus ojos. Más y más débil se hizo su canción, y sintió que algo le
cerraba la garganta.

Entonces, su canto tuvo un último estallido musical. La blanca luna, al oírlo, se olvidó del amanecer y permaneció en
el cielo. La rosa roja lo oyó y tembló extasiada, y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco lo llevó hasta su
caverna purpúrea en las colinas y arrancó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó en las orillas del río, y éste
llevó su mensaje hasta el mar.

—¡Mira, mira! —exclamó el rosal—. La rosa ya está terminada. Pero el ruiseñor no respondió, porque yacía muerto
sobre la hierba, con la espina en su corazón. Y a mediodía el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

—¡Qué suerte tan extraordinaria! —exclamó—. ¡Aquí hay una rosa roja! En toda mi vida he visto una rosa como
ésta. Es tan bella que estoy seguro de que tendrá un largo nombre en latín.

E inclinándose la arrancó. Luego se puso el sombrero y corrió a casa del profesor con la rosa en la mano. La hija del
profesor estaba sentada junto a la puerta, devanando seda azul en un carrete mientras su perrito descansaba a sus
pies.

—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —exclamó el estudiante—. He aquí la rosa más roja que hay
en el mundo. Llévala esta noche junto a tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te amo. Pero la
muchacha frunció el ceño.

—Me temo que no vaya bien con mi vestido —contestó—, y, además, el sobrino del chambelán me ha enviado unas
joyas verdaderas, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan más que las flores.

—La verdad es que eres muy ingrata —dijo el estudiante, enojado. Y arrojó la rosa a la calle.

Cayó en una acequia y un carruaje la aplastó.

—¡Ingrata! —dijo la muchacha—. Te diré que eres muy grosero. Y después de todo, ¿quién eres? Sólo un estudiante.
Ni siquiera tienes hebillas en los zapatos, como las tiene el sobrino del chambelán. Y se levantó de su silla, entrando
enseguida a la casa.

—¡El amor es una cosa muy tonta! —dijo el estudiante mientras se alejaba—. No es ni la mitad de útil que la lógica,
porque no puede probar nada, y siempre habla de cosas que no van a ocurrir y nos hace creer cosas que no son
ciertas. En resumen, no es nada práctico, y como en esta época ser práctico lo es todo, volveré a la filosofía y al
estudio de la metafísica. Y, de regreso en su habitación, sacó un gran libro cubierto de polvo y se puso a leer.
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Área: Comunicación Grado: Quinto

El modelo millonario
Oscar Wilde

De nada sirve ser un hombre encantador si uno carece de fortuna. La vida idílica es un privilegio de los ricos y no la
profesión de los sin trabajo. Los pobres deberían ser prácticos y prosaicos. Es preferible disponer de una renta
permanente que ser fascinador. Éstas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine jamás pudo
asimilar. ¡Pobre Hughie! Es preciso reconocer que, desde el punto de vista intelectual, no tenía gran importancia.
Jamás había dicho una frase brillante o una palabra mal intencionada en su vida, pero, eso sí, era guapísimo, con su
cabello color castaño y rizado, su perfil clásico y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las
mujeres y poseía toda clase de cualidades, excepto la de hacer dinero.

Su padre le había legado su sable de caballería y una Historia de la Guerra Peninsular, en quince tomos. Hughie colgó
el sable encima de su espejo y colocó la Historia en una estantería, entre el Ruffs Guide y Bailey's Magazine, y vivió
con doscientas libras de renta que le pasaba una anciana tía.

Lo había intentado todo. Fue a la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué podía hacer una mariposa entre animales de
presa y ataque? Fue comerciante de té por espacio de unos meses más, pero pronto se cansó del tipo pekoe y del
souchong. Luego trató de vender jerez seco, pero sin éxito; el jerez era demasiado seco. Y por último se dedicó a no
ser nada, es decir, a ser simplemente un joven delicioso, inútil, de perfil perfecto y ninguna profesión. Como si no
fuera suficiente su desgracia, se enamoró. La muchacha que amaba se llamaba Laura Merton, hija de un coronel
retirado que había perdido la paciencia y el estómago en la India, sin conseguir volver a encontrar ni una cosa ni
otra. Laura adoraba al joven, y él estaba siempre dispuesto a besar la punta de sus zapatos. Formaban la pareja más
hermosa de Londres, aunque entre los dos no reunían ni un penique. El coronel sentía gran afecto por Hughie, pero
no quería ni oír hablar de compromiso.

- Ven a verme, hijo mío, cuando tengas diez mil libras tuyas, y entonces veremos - solía decirle, y Hughie se sentía
tristísimo en aquellas ocasiones y necesitaba de Laura para consolarse.

Una mañana, camino de Holland Park, donde vivían los Merton, entró a visitar a un amigo suyo, Alan Trevor. Éste era
pintor. La verdad es que, hoy día, pocos escapan a esta fiebre. Pero él era además un artista, y los artistas son más
bien escasos. Personalmente era un tipo raro y arisco, pecoso y con una barba roja y enmarañada. No obstante, tan
pronto cogía un pincel, se transformaba en un verdadero maestro y sus cuadros eran solicitadísimos. Al principio se
había sentido atraído por Hughie, aunque hay que reconocerlo, solamente por su encanto personal.

- Las únicas personas que un pintor debería conocer son aquellas que fueran tontas y bellas - solía decir -, esas cuya
contemplación produce un placer artístico y cuya conversación es un descanso intelectual. Los hombres deliciosos y
las mujeres coquetas gobiernan el mundo, o, por lo menos, deberían gobernarlo.

No obstante, cuando conoció del todo a Hughie, terminó queriéndole también por su carácter alegre, impulsivo y
generoso, permitiéndole la entrada permanente en su estudio. Cuando Hughie entró aquel día se encontró con
Trevor dando los últimos toques a un cuadro maravilloso, representando a un mendigo en tamaño natural. El
mendigo en persona estaba de pie en una tarima en un rincón del estudio. Era un viejo consumido, con un rostro de
pergamino arrugado y una expresión lastimera. Sobre sus hombros llevaba una capa parda de paño burdo, llena de
desgarrones y agujeros; sus claveteados zapatones estaban llenos de parches, y con una mano se apoyaba en un
garrote, mientras con la otra alargaba su deformado sombrero en actitud de pedir limosna.

- ¡Qué soberbio modelo! - murmuró Hughie estrechando la mano de su amigo.


- ¿Soberbio? - repitió Trevor exaltado -. ¡Ya puedes decirlo! Uno no se encuentra todos los días con mendigos de este
tipo. Una trouvaille, mon cher, un Velázquez en carne y hueso. ¡Cielos, qué boceto habría sacado Rembrandt de este
hombre!

- ¡Pobrecillo! - se compadeció Hughie -. ¡Qué desgraciado parece! Aunque me figuro que para vosotros los pintores
su rostro representa una fortuna.

- Claro - contestó Trevor -; no vais a desear que un mendigo tenga el aspecto feliz, ¿verdad?

- ¿Cuánto gana un modelo por sesión? - preguntó Hughie sentándose cómodamente en un diván.

- Un chelín por hora.

- ¿Y cuánto cobras por el cuadro, Alan?

- ¡Oh!, por éste, dos mil.

- ¿Libras?

- No, guineas. Los pintores, los poetas y los médicos cobramos siempre por guineas.

- Pues creo que el modelo debería tener un tanto por ciento - rió Hughie -, ya que trabaja tanto como tú.

- ¡Tonterías, tonterías! Fíjate en el trabajo que representa solamente extender el color y estar todo el día de pie ante
un caballete. Puedes decir lo que quieras, Hughie, pero yo te aseguro que en ciertos momentos el arte llega a
alcanzar la dignidad de un trabajo manual. Pero, por favor, no me hables; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y
estate quieto.

Un momento después entró el criado para decir a Trevor que el hombre de los marcos quería hablar con él.

- No te marches, Hughie - le dijo antes de salir vuelvo enseguida.

El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para sentarse un momento en un banquillo de madera que tenía
detrás. Tenía un aspecto tan abatido y miserable que Hughie se compadeció de él y rebuscó en sus bolsillos para ver
qué dinero tenía. Sólo encontró un soberano y calderilla. «Pobrecillo - se dijo -; todavía lo necesita más que yo,
aunque, claro, esto representará ir a pie durante quince días.» Y, cruzando el estudio, deslizó el soberano en la mano
del mendigo. El viejo se estremeció y una leve sonrisa iluminó sus resecos labios.

- Gracias, señor - dijo -. Gracias.

Al poco rato llegó Trevor, y Hughie se despidió, un poco azorado por lo que acababa de hacer. Pasó el día con Laura,
soportó una amable regañina por su liberalidad y tuvo que volver a pie a su casa. Aquella misma noche entró en el
Palette Club alrededor de las once y se encontró a Trevor en el salón de fumar, ante un vaso de vino del Rin y seltz.

- Hola, Alan, ¿pudiste terminar el cuadro? - preguntó encendiendo un cigarrillo.

- ¡Terminado y con marco, muchacho! - contestó Trevor -. Y, a propósito, has hecho una conquista: el viejo modelo
que viste se ha encariñado contigo. Tuve que contarle toda tu vida y milagros..., quién eres, dónde vives, qué renta
tienes, qué proyectos...

- ¡Pero, Alan - exclamó Hughie -, de seguro que me lo encontraré esperándome en la puerta de casa! ¡Bueno, estás
hablando en broma, pobrecillo! ¡Ojalá pudiera hacer algo por él! Encuentro espantoso que uno pueda llegar a ser
tan desgraciado. Tengo montañas de ropa vieja en mi casa... ¿Crees que le vendría bien que se la diera? Puede que
sí; lo que llevaba puesto estaba hecho trizas.

- Pero esos harapos le sentaban maravillosamente - objetó Trevor -. No le pintaría vestido de frac por ningún precio.
Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo fantasía. Lo que a ti te parece pobreza, yo lo llamo pintoresquismo. Sin
embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.

- Alan - dijo Hughie gravemente -, vosotros los pintores no tenéis corazón.


- El corazón de un artista está en su cabeza; además, nosotros tenemos la obligación de representar el mundo tal
como lo vemos, no reformarlo según sabemos de él. A chacun son metier. Y ahora, dime: ¿qué tal está Laura? El
viejo modelo estaba interesadísimo por ella.

- ¡No me digas que le has hablado de ella!

- Claro que sí. Está enterado de todo lo referente al inflexible coronel, a la preciosa Laura y a las diez mil libras.

- ¿Contaste al mendigo mis asuntos particulares? - exclamó Hughie con el rostro enrojecido por la ira.

- Hijo mío - dijo Trevor sonriente -, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de
Europa. Podría comprar todo Londres, mañana mismo, sin agotar su cuenta corriente. Tiene una casa en cada
capital, come en vajilla de oro y puede impedir la guerra de Rusia en el momento que juzgue conveniente.

- ¿Qué demonios quieres decir? - gritó Hughie.

- Lo que te estoy diciendo. El viejo que has visto hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío,
compra todos mis cuadros y demás y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La
fantaisie d'un millionnaire! Y debo decir que estaba imponente con sus andrajos, o quizá sería mejor que dijera con
los míos; es un traje viejo que adquirí en España.

- ¡El barón Hausberg! - gimió Hughie -. ¡Dios santo! ¡Y le di un soberano! Y se hundió en su sillón, desalentado.

- ¿Que le diste un soberano? - gimió Trevor, e inmediatamente se echó a reír a carcajadas

- Hijo de mi vida, no volverás a verlo nunca más. Son affaire c'est l'argent des autres!

- Podías habérmelo advertido, Alan - protestó Hughie -, en vez de dejar que me portara como un estúpido.

- Pues, en primer lugar, Hughie, jamás hubiera creído que anduvieras repartiendo limosnas con esa extravagancia.
Comprendo que beses a una modelo bonita, pero que des una moneda de oro a uno tan feo..., por Dios que no.
Además, la verdad es que hoy no estaba en casa para nadie, y cuando entraste ignoraba si Hausberg quería o no que
se supiera quién era en realidad. Como viste, no iba vestido para una visita.

- ¡Me habrá tomado por un imbécil!

- ¡Nada de eso! Estaba encantado contigo, y me lo dijo tan pronto te fuiste; se reía y se frotaba las manos. No
comprendía por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo comprendo. Invertirá ese
soberano en tu nombre, y todos los meses te mandará los intereses y además tendrá una historia magnífica que
contar en las cenas.

- Soy un desgraciado - se lamentó Hughie -; lo mejor que puedo hacer es irme a la cama. Por favor, Alan, no se lo
digas a nadie; no me atrevería a pasearme por High Park.

- ¡Qué tontería! Pero si esto hace honor a tu espíritu filantrópico, Hughie... Y no te vayas. Fúmate otro cigarrillo y
háblame todo lo que quieras de Laura.

Sin embargo, Hughie no quiso quedarse, sino que se fue a pie hasta su casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando
a Alan Trevor muerto de risa. A la mañana siguiente, mientras se desayunaba, el criado le entregó una tarjeta que
decía: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le Baron Hausberg.» «Me figuro que habrá venido a pedirme
explicaciones», se dijo Hughie, y ordenó al criado que le hiciera pasar. Y entró un anciano caballero con gafas de
montura de oro y cabello gris, que le dijo, con un ligero acento francés:

- ¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine? Hughie se inclinó.

- He venido de parte del barón Hausberg - prosiguió -. El barón...

- Le ruego, señor, que le presente mis más sinceras excusas - tartamudeó Hughie.

- El barón - anunció el anciano caballero con una sonrisa - me ha encargado que le entregue esta carta.
Y le ofreció un sobre lacrado. En el sobre estaba escrito: «Un regalo de boda a Hugh Erskine y a Laura Merton, de
parte de un viejo mendigo», y dentro había un cheque por diez mil libras esterlinas.

Cuando se casaron, Alan Trevor fue padrino y el barón Hausberg hizo un discurso durante la comida de bodas. - Los
modelos millonarios - observó Alan - son rarísimos, pero ¡por Júpiter, que los millonarios modelo son todavía más
raros!

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Pinocho
Gianni Rodari

Había una vez un Pinocho. Pero no el del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No lo
había hecho Gepeto, se hizo él solo.

También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero
era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera,
tomaba un cuchillo, o sierra, y se cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir dolor.

Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.

—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.

Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un
banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.

—Ya sé —dijo—, tengo que decir una mentira.

Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre
llegan con retraso a tomar el tren.

—Buenos días. ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?

—¿Yo? ¿Por qué?

—¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.

—¡No es posible!

—¡Cómo que no es posible...! Perdone ¿usted cómo se llama?

—Roberto Bislunghi.

—¿Lo ve? La radio ha dado su nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué trabaja?

—Vendo embutidos, cuadernos y lámparas en San Giorgio de Arriba.

—Entonces no cabe duda: es usted el ganador. Cien millones. Le felicito efusivamente...

—Gracias, gracias...

El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a
beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así
que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había
alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un
soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.

Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.

—Venderé madera y me haré rico.

Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros
trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Las autovías no le
servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho cada vez se hacía más rico. En su almacén ya
trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.

Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía. Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar
las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo
hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros de cada vez.

Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al
día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:

—Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.

—Diga que la ciudad de Forlimpopoli tiene ruedas y puede pasearse por el campo.

—Diga que ha ido al Polo Norte, ha hecho un agujero y ha salido en el Polo Sur.

El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.

—Diga que el Monte Blanco es su tío.

—Que los elefantes no duermen ni tumbados ni de pie, sino apoyados sobre la trompa.

—Que el río Po está cansado de lanzarse al Adriático y quiere arrojarse al Océano Indico.

Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con
guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y
otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también los
invitaba a un vaso de agua mineral.

PRIMER FINAL

Pinocho cada día enriquecía más. Pero no creáis que era avaro. Por ejemplo, al «sugeridor» le hacía algunos
regalitos: una pastilla de menta, una barrita de regaliz, un sello del Senegal...

En el pueblo se sentían muy orgullosos de él. Querían hacerle alcalde a toda costa, pero Pinocho no aceptó porque
no le apetecía asumir una responsabilidad tan grande.

—Pero puede usted hacer mucho por el pueblo —le decían.

—Lo haré, lo haré lo mismo. Regalaré un hospicio a condición de que lleve mi nombre. Regalaré un banquito para los
jardines públicos, para que puedan sentarse los trabajadores viejos cuando están cansados.

—¡Viva Pinocho! ¡Viva Pinocho!

Estaban tan contentos que decidieron hacerle un monumento. Y se lo hicieron, de mármol, en la plaza mayor.
Representaba a un Pinocho de tres metros de alto dando una moneda a un huerfanito de noventa y cinco
centímetros de altura. La banda tocaba. Incluso hubo fuegos artificiales. Fue una fiesta memorable.

SEGUNDO FINAL

Pinocho se enriquecía más cada día, y cuanto más se enriquecía más avaro se hacía. El «sugeridor», que se cansaba
inventando nuevas mentiras, hacía algún tiempo que le pedía un aumento de sueldo. Pero él siempre encontraba
una excusa para negárselo:

—Usted en seguida habla de aumentos, claro. Pero ayer me ha inventado una mentira de cuarta; la nariz sólo se me
ha alargado doce milímetros. Y doce milímetros de madera no dan ni para un escarbadientes.

—Tengo familia —decía el «sugeridor»—, ha subido el precio de las papas.


—Pero ha bajado el precio de los bollos, ¿por qué no compra bollos en vez de papas?

La cosa terminó en que el «sugeridor» empezó a odiar a su patrón. Y con el odio nació en él un deseo de venganza.

—Vas a saber quién soy —farfullaba entre dientes, mientras garabateaba de mala gana las cuartillas cotidianas.

Y así fue como, casi sin darse cuenta, escribió en una de esas hojas: «El autor de las aventuras de Pinocho es Carlo
Collodi».

La cuartilla terminó entre las de las mentiras. Pinocho, que en su vida había leído un libro, pensó que era una
mentira más y la registró en la cabeza para soltársela al primero que llegara.

Así fue cómo por primera vez en su vida, y por pura ignorancia, dijo la verdad. Y nada más decirla, toda la leña
producida por sus mentiras se convirtió en polvo y serrín y todas sus riquezas se volatizaron como si se las hubiera
llevado el viento, y Pinocho se encontró pobre, en su vieja casa sin muebles, sin ni siquiera un pañuelo para
enjugarse las lágrimas.

TERCER FINAL

Pinocho se enriquecía más cada día y sin duda se habría convertido en el hombre más rico del mundo si no hubiera
sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas; no sólo eso, se las sabía todas y sabía que todas las
riquezas de Pinocho se habrían desvanecido como el humo el día en que se viera obligado a decir la verdad.

—Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no decir nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no
se acabó lo que se daba. ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet?

—No —dijo Pinocho de mala gana para evitar decir la verdad.

—Estupendo, entonces me lo quedo yo.

Con ese sistema el hombrecillo se quedó los automóviles, los autovías, el televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba
cada vez más rabioso, pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la verdad.

—A propósito —dijo por último el hombrecillo— ¿es suya la nariz?

Pinocho estalló:

—¡Claro que es mía! ¡Y usted no podrá quitármela! ¡La nariz es mía y ay del que la toque!

—Eso es verdad —sonrió el hombrecito.

Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó
un vendaval que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y pobre, sin ni siquiera un
caramelo para la tos que llevarse a la boca.
Nombre: Fecha:
Área: Comunicación Grado: Quinto

Aquellos pobres fantasmas


Gianni Rodari

En el planeta Bort vivían muchos fantasmas. ¿Vivían? Digamos que iban tirando, que salían adelante. Habitaban,
como hacen los fantasmas en todas partes, en algunas grutas, en ciertos castillos en ruinas, en una torre
abandonada, en una buhardilla. Al dar la medianoche salían de sus refugios y se paseaban por el planeta Bort, para
asustar a los bortianos.

Pero los bortianos no se asustaban. Eran gente progresista y no creían en los fantasmas. Si los veían, les tomaban el
pelo, hasta que los hacían huir avergonzados.

Por ejemplo, un fantasma hacía chirriar las cadenas, produciendo un sonido horriblemente triste. En seguida un
bortiano le gritaba: —Eh, fantasma, tus cadenas necesitan un poco de aceite.

Supongamos que otro fantasma agitaba siniestramente su sábana blanca. Y un bortiano, incluso pequeño, le gritaba:
—A otro perro con ese hueso, fantasma, mete esa sábana en la lavadora. Necesita un lavado biológico.

Al terminar la noche los fantasmas se encontraban en sus refugios, cansados, mortificados, con el ánimo más
decaído que nunca. Y venían las quejas, los lamentos y gemidos.

—¡Es increíble! ¿Sabéis lo que me ha dicho una señora que tomaba el fresco en un balcón? «Cuidado, que andas
retrasado, me ha dicho, tu reloj atrasa. ¿No tenéis un fantasma relojero que os haga las reparaciones?»

—¿Y a mí? Me han dejado una nota en la puerta sujeta con una chinche, que decía: «Distinguido señor fantasma,
cuando haya terminado su paseo cierre la puerta; la otra noche la dejó abierta y la casa se llenó de gatos vagabundos
que se bebieron la leche de nuestro minino».

—Ya no se tiene respeto a los fantasmas.

—Se ha perdido la fe.

—Hay que hacer algo.

—Vamos a ver, ¿qué?

Alguno propuso hacer una marcha de protesta. Otro sugirió hacer sonar al mismo tiempo todas las campanas del
planeta, con lo que por lo menos no habrían dejado dormir tranquilos a los bortianos.

Por último, tomó la palabra el fantasma más viejo y más sabio.

—Señoras y señores —dijo mientras se cosía un desgarrón en la vieja sábana—, queridos amigos, no hay nada que
hacer. Ya nunca podremos asustar a los bortianos. Se han acostumbrado a nuestros ruidos, se saben todos nuestros
trucos, no les impresionan nuestras procesiones. No, ya no hay nada que hacer... aquí.

—¿Qué quiere decir «aquí»?

—Quiero decir en este planeta. Hay que emigrar, marcharse...

—Claro, para a lo mejor acabar en un planeta habitado únicamente por moscas y mosquitos.

—No señor: conozco el planeta adecuado.

—¡El nombre! ¡El nombre!


—Se llama planeta Tierra. ¿Lo veis, allí abajo, ese puntito de luz azul? Es aquél. Sé por una persona segura y digna de
confianza que en la Tierra viven millones de niños que con sólo oír a los fantasmas esconden la cabeza debajo de las
sábanas.

—¡Qué maravilla!

—Pero ¿será verdad?

—Me lo ha dicho —dijo el viejo fantasma— un dividuo que nunca dice mentiras.

—¡A votar! ¡A votar! —gritaron de muchos lados.

—¿Qué es lo que hay que votar?

—Quien esté de acuerdo en emigrar al planeta Tierra que agite un borde de su sábana. Esperad que os cuente... uno,
dos, tres... cuarenta... cuarenta mil... cuarenta millones... ¿Hay alguno en contra? Uno, dos... Entonces la inmensa
mayoría está de acuerdo: nos marchamos.

—¿Se van también los que no están de acuerdo?

—Naturalmente: la minoría debe seguir a la mayoría.

—¿Cuándo nos vamos?

—Mañana, en cuanto oscurezca.

Y la noche siguiente, antes de que asomase alguna luna (el planeta Bort tiene catorce; no se entiende cómo se las
arreglan para girar a su alrededor sin chocarse), los fantasmas bortianos se pusieron en fila, agitaron sus sábanas
como alas silenciosas... y helos aquí de viaje, en el espacio, como si fueran blancos misiles.

—No nos equivocaremos de camino ¿eh?

—No hay cuidado: el viejo conoce los caminos del cielo como los agujeros de su sábana...

PRIMER FINAL

...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas llegaron a la Tierra, a la parte que estaba entonces
en sombra, en la que apenas acababa de empezar la noche.

—Ahora romperemos filas —dijo el viejo fantasma—, cada uno se marcha por su lado y hace lo que le parezca. Antes
del alba nos reuniremos en este mismo sitio y discutiremos sobre la situación. ¿De acuerdo? ¡Disolverse! ¡Disolverse!

Los fantasmas se dispersaron por las tinieblas en todas direcciones.

Cuando volvieron a encontrarse no cabían en la sábana de alegría.

—¡Chicos, qué maravilla!

—¡Vaya suerte!

—¡Qué fiesta!

—¡Quién se iba a imaginar encontrar todavía a tanta gente que cree en los fantasmas!

—¡Y no sólo los niños! ¡También muchos mayores!

—¡Y tantas personas cultas!

—¡Yo he asustado a un doctor!


—¡Y yo he hecho que a un comendador se le volviera blanco el pelo!

—Por fin hemos encontrado el planeta que nos conviene. Voto que nos quedemos.

—¡Yo también!

—¡Yo también!

Y esta vez, en la votación, no hubo ni siquiera una sábana en contra.

SEGUNDO FINAL

...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas de Bort llegaron a gran distancia de su planeta.
Pero en las prisas por irse no se habían dado cuenta de que en la cabeza de la columna se habían colocado...
justamente aquellos dos fantasmas que votaron contra el viaje a la Tierra. Por si os interesa saberlo, eran dos
oriundos. En otras palabras, eran dos fantasmas de Milán a los que habían hecho salir huyendo de la capital
lombarda un grupo de milaneses únicamente armados de tomates podridos. A escondidas habían ido a parar a Bort,
entremezclándose con los fantasmas bortianos. No querían ni oír hablar de volver a la Tierra. Pero ¡ay de ellos! si
hubieran confesado ser unos clandestinos. Así que le dieron vueltas al asunto. Y dicho y hecho.

Se colocaron en la cabeza de la columna, cuando todos creían que el que indicaba el camino era el viejo y sabio
fantasma, quien se había quedado dormido volando con el grupo. Y en vez de dirigirse hacia la Tierra se
encaminaron hacia el planeta Picchio, a trescientos millones de miles de kilómetros y siete centímetros de la Tierra.
Era un planeta habitado únicamente por un pueblo de ranas miedosísimas. Los fantasmas de Bort se encontraron a
gusto, por lo menos durante unos cuantos siglos. Después parece que las ranas de Picchio dejaron de asustarse de
los fantasmas.

TERCER FINAL

...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, se encontraron en el territorio de la Luna y va se preparaban
para pasar a la Tierra y poner manos a la obra, cuando vieron que por el espacio se acercaba otro cortejo de
fantasmas.

—¡Hola! ¿Quién va?

—¿Y quiénes sois vosotros?

—No vale, nosotros os lo hemos preguntado primero. Contestad.

—Somos fantasmas del planeta Tierra. Nos marchamos porque en la Tierra ya nadie le tiene miedo a los fantasmas.

—¿Ya dónde vais?

—Vamos al planeta Bort, nos han dicho que allí hay mucha guerra que dar.

—¡Pobrecillos! ¿Pero os dais cuenta? Justamente nosotros nos largamos del planeta Bort porque allí los fantasmas
ya no tienen nada que hacer.

—¡Cáspita! Con esto no contábamos. ¿Qué hacemos?

—Unámonos y busquemos un mundo de miedosos. Habrá quedado alguno, aunque sólo sea uno, en el inmenso
espacio...

—Bien, de acuerdo...

Y eso es lo que hicieron. Unieron los dos séquitos y se hundieron en los abismos, refunfuñando de mal humor.

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