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Se escribe por placer, por el mero gusto de ver cómo van formándose las líneas, esas grafías
producto de la imaginación y la mano atenta. Existe un goce especial en poblar un mundo
con palabras, en dotar de límites o mojones el espacio blanco de lo ilimitado. Este goce,
porque es del cuerpo y de la imaginación, es muy cercano al acto de gestar, de insuflar la
vida –signo tras signo– con la lentitud de todo génesis. Pero escribir es también una manera
de establecer lazos, de unir mentes y sentimientos. Cuando se escribe, así sea en nuestra
cabeza, prefiguramos a otros, adivinamos el gesto de alegría o de sorpresa cuando reciba
estos signos. Entonces, la escritura es ramo de flores, regalo, felicitación, solidaridad,
compañía… Con la escritura iniciamos o mantenemos un vínculo, damos resonancia a una
relación, rubricamos la certeza de una pasión o disolvemos el fantasma de la ausencia.
Escribir, en este sentido, es decir a otro “aquí estoy”, “cuentas conmigo”, “no te he
olvidado”, “aquí está mi brazo”, “no estás solo”, “dispones de mis manos”. Y todas esas
cosas las pueden crear unos signos que, al juntarse de una especial forma, producen en el
lector o lectora un efecto, un campo de irradiación tanto más potente cuanto necesario sea
recibir dichas grafías. La escritura afecta, toca, conmueve, pone a pensar, remueve,
exacerba los afectos, aguza la fantasía, reaviva la memoria. En algunas ocasiones se parece
a un bálsamo y, en otras, es un potente revitalizador de nuestro ánimo.
Desde luego, escribir implica enfrentarse con las palabras. Ellas, que bien vistas son
inagotables, inabordables, se ofrecen sumisas a quien bien las conocen o lleva muchos años
tratándolas. De lo contrario, se esconden, fingen, parecen ofrecer sus favores cuando en
verdad muestran su desentendimiento. Por eso escribir es una búsqueda con y a través de
las palabras; una expedición al territorio del diccionario, una odisea entre tantos signos
parecidos y extraños a la vez. Lo más seguro es que el producto final de haber escrito no
sea sino el testimonio de dicha aventura en tales tierras, un diario de a bordo, un registro del
encuentro con cada una de esas grafías. Y si logramos acceder a los borradores del escritor,
descubriremos que tal odisea no fue solo cosa de hallazgos afortunados, sino también de
escogencias equivocadas –por eso los tachones y las enmendaduras–, de tanteos o escarceos
con las palabras. A lo mejor, como en todo goce genuino, escribir presupone un
abandonarse a esta travesía por tierras desconocidas e inéditas. Dejarse llevar por el
encuentro con las palabras, embriagarse con su ritmo; todo eso hace parte de la fascinación
de escribir. Oír con atención cada palabra, casi que tocarla con los dedos, adivinar su peso o
su alcance comunicativo, cada uno de estos actos –que son en sí mismos actos de amor–
constituye la verdadera entrega al escribir. Por momentos es un acto mágico, sublime, de
éxtasis prolongado; en otros, un rito que construye una zona sagrada para que emerjan las
criaturas de la interioridad. De allí la necesidad del aislamiento para lograr a plenitud esta
entrega: a solas es más fácil abandonarse a los placeres de la imaginación; cobra más fuerza
el silencio, y en soledad puede uno escuchar las voces susurrantes del propio corazón. Esa
parece ser la paradoja: el escritor se aísla para ir en pos de los vínculos; se aleja para
delinear el rostro de la cercanía.
Cabe decir acá que a veces la escritura se resiste a estar con nosotros. Es esquiva de una
manera radical. Y por más que se la busca o se la incita, a pesar de nuestro empeño por
tenerla al lado y escuchar sus palabras, se mantiene impertérrita, silente, ensimismada en
sus propios garabatos. Son los tiempos en que el escritor anda en “época de sequía” o que
esta “bloqueado”. Nada parece útil para sacarlo de tal marasmo. Intentar escribir, entonces,
es doloroso, angustiante. Miles de malos augurios desfilan por su cabeza y anda a tientas,
desconcertado y abandonado de toda estrella polar. Aquí, querer escribir es divagar, vivir
en un estado de nomadismo intelectual, padecer el naufragio de los dejados por la
inspiración o los ángeles custodios de la creatividad. Durante estos períodos escribir es
padecer la carencia de palabras. Por supuesto, siempre está la esperanza de que de pronto –
de manera inesperada– reaparezcan vivas y esplendorosas, dispuestas a nuestro afán de
retenerlas. Y por eso, así se esté en épocas de aridez productiva, los escritores seguimos
raspando el espacio en blanco, como arqueólogos metafísicos, a ver si de pronto hallamos
un motivo, un tema, un signo que nos lleve de nuevo a la veta de la producción, al valle
imaginario donde reverdecen las ideas y cada pensamiento tiene su signo preciso. Tal es la
esperanza, y por eso los escritores son noctámbulos, porque saben que en las noches es
cuando hay la mayor posibilidad de que las escurridizas palabras salgan a ofrecer sus dones
más preciados.
Retorno a mi inicio: escribir es un placer. Un acto de exploración íntima que busca ser
complicidad; una elaborada alquimia en la que humildes grafías, en su justo calor y
ebullición, logran transformarse en revelación de lo que somos, en espejo, en líneas
tensadas para el encuentro. El goce de escribir se siente en la piel y, más hondo, en las
fibras del espíritu. Por eso produce una emoción semejante a la felicidad y por eso, cuando
el escribir se convierte en lectura, aparecen los cómplices, las almas gemelas, los amigos
anónimos que comparten nuestra misma devoción por las palabras. En ese instante el placer
se hace más intenso, porque gracias a la escritura logramos establecer un vínculo con otro
ser humano, un lazo invisible capaz de trascender las fronteras y ser inmune al corroer del
tiempo.
Consejos para aprender a escribir,
según Flaubert
A la manera de un centón, he elaborado este texto después de una lectura minuciosa de
las Cartas a Louise Colet de Gustave Flaubert. Todos los entrecomillados, en
consecuencia, son frases textuales de las diferentes cartas (168) que el novelista francés
escribió a su amante, de 1846 a 1855. He seguido la traducción de Ignacio
Malaxecheverría, en Ediciones Siruela, Madrid, 1989.
“El estilo debe ser rítmico como el verso, preciso como el lenguaje de las ciencias, y con
ondulaciones, zumbidos de violonchelo, penachos de fuego; el estilo debe entrar en la idea
como estilete, y en tu pensamiento bogar sobre superficies lisas, como cuando se vuela en
una barca con un buen viento de popa”. “Hay que conocer la anatomía del estilo, saber
cómo se articula una frase y por dónde se sujeta”. “En literatura no hay buenas intenciones.
El estilo lo es todo…” “Comprime tu estilo, haz de él un tejido flexible como la seda y
fuerte como una costa de mallas”. “Cuida tu estilo, redondea las frases”. “Estoy
convencido, por lo demás, que todo es cuestión de estilo, o más bien de carácter, de
aspecto”. “Por eso, no hay temas hermosos ni feos, y casi podría establecerse como axioma,
colocándose en el punto de vista del Arte puro, que no hay ninguno, y que el estilo es por sí
solo una manera absoluta de ver las cosas”. “Siente que no debes morir sin haber hecho
rugir en alguna parte un estilo como el que oigas en tu cabeza, y que será capaz de dominar
la voz de los loros y de las cigarras”. “En el estilo es como en música: lo más hermoso y lo
más raro que hay es la pureza del sonido”.
“Para mí no hay en el mundo más que los versos hermosos, las frases bien construidas,
armoniosas, sonoras”. “¡La frase es lentísima para asuntos sencillos!”. “Ante todo hay que
tener sangre en las frases, y no linfa, y cuando digo sangre me refiero a corazón. Tiene que
latir, palpitar, conmover. Hay que hacer que se amen los árboles y vibren los granitos.
Puede ponerse un amor inmenso en la historia de una brizna de hierba”. “Una buena frase
de prosa debe ser como un buen verso, incambiable, igual de rítmica y sonora”. “La frase
más sencilla tiene un alcance infinito para el resto. ¡Por eso hay que dedicarle tanto tiempo,
tantas reflexiones, ascos, lentitud!”. “Medita más, por tanto, antes de escribir, y aférrate a la
palabra. Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de
las palabras. La precisión es la que hace la fuerza”. “Uno puede divertirse con ideas tanto
como con hechos, pero para eso han de emanar una de otra como de cascada en cascada, y
arrastrar así al lector en medio de la vibración de las frases y del hervir de las metáforas”.
“Para escribir habría que conocerlo todo. Todos nosotros, escribidores, sufrimos una
ignorancia monstruosa, y sin embargo, ¡cuántas ideas y comparaciones proporcionaría todo
eso! En general, nos falta tuétano… En la poética de Ronsard hay un curioso precepto:
recomienda al poeta que se instruya en las artes y oficios de herreros, orfebres, cerrajeros,
etc., para extraer metáforas. En efecto, eso es lo que te da una lengua rica y variada. Las
frases deben agitarse en un libro como las hojas en un bosque, todas distintas en su
semejanza”.
“Mientras no se separen en una frase dada la forma del fondo, sostendré que son dos
palabras vacías de sentido. No hay pensamientos hermosos sin formas bellas, y
recíprocamente. La belleza rezuma de la forma en el mundo del Arte, como en nuestro
mundo salen de ella la tentación, el amor”. “La idea no existe sino en virtud de la forma”.
“Allá donde falta la forma, ya no hay idea. Buscar lo uno es buscar lo otro. Son tan
inseparables como lo es la sustancia del color, y por eso el Arte es la verdad misma”. “La
forma sale del fondo, como el calor del fuego”. “La forma es como el sudor del
pensamiento; cuando se agita en nosotros, transpira en poesía”. “La mente es como una
arcilla interior. Desde dentro, empuja a la forma y la moldea a su imagen”. “La forma es la
carne misma del pensamiento, como el pensamiento es su alma, su vida. Cuanto más
anchos sean los músculos de tu pecho, más a gusto respirarás”. “No hay que creer siempre
que el sentimiento lo es todo. En las artes no es nada sin la forma”. “Una desviación de una
línea puede apartarte completamente de la meta, hacer que falle el fondo.
“¡La unidad, la unidad, ahí está todo” El conjunto, eso es lo que les falta a todos los de hoy,
grandes y pequeños”. “Reflexiona, reflexiona antes de escribir. Todo depende de la
concepción. Ese axioma del gran Goethe es el más sencillo y más maravilloso resumen y
precepto de todas las obras de arte posibles”. “Todas las dificultades que se experimentan al
escribir proceden de la falta de orden”. “Lo que constituye la fuerza de una obra es el
empalme, como se dice vulgarmente, es decir, una larga energía que corre de un extremo a
otro y que no flaquea”. “La frase puede ser buena a ráfagas (y las mentalidades líricas
consiguen fácilmente el efecto, siguiendo su inclinación natural), pero falta el conjunto,
abundan las repeticiones, las redundancias, los lugares comunes, las locuciones banales.
Cuando se escribe, al contrario, una cosa imaginada, como entonces todo debe dimanar de
la concepción, y como la más pequeña coma depende del plan general, la atención se
bifurca. A la vez, es preciso no perder de vista el horizonte, y mirar a los pies de uno”. “El
detalle es atroz, sobre todo cuando uno ama el detalle. Las perlas componen el collar, pero
es el hilo el que lo hace. Ensartar las perlas sin perder ni una y sujetar siempre el hilo con la
otra mano, ahí está la malicia”.
“No se escribe con el corazón, sino con la cabeza, y por bien dotado que esté uno, siempre
hace falta esa vieja concentración que da vigor al pensamiento y relieve a la palabra”. “Se
escribe con la cabeza. Si el corazón la calienta, mejor; pero no hay que decirlo”. “No hay
cosa más débil que poner en el arte los sentimientos personales. Sigue ese axioma paso a
paso, línea a línea. Que sea siempre inconmovible en tu convicción, mientras diseccionas
cada fibra humana y buscas cada sinónimo, y verás, ¡verás cómo se ensanchará tu
horizonte, cómo resonará tu instrumento, y qué serenidad te invadirá! Relegado hasta el
horizonte, tu corazón te alumbrará desde el fondo, en vez de deslumbrarte en primer
plano”. “La pasión no compone los versos, y cuanto más personal seas, serás más débil”.
“Cuanto menos se sienta una cosa, más apto es uno para expresarla tal como es (como es
siempre, en sí misma, en su generalidad, y libre de todas sus contingencias efímeras). Pero
hay que tener la facultad de hacérsela sentir. Esta facultad no es sino el genio: ver, tener
ante sí el modelo, posando”. “Hay que desconfiar de todo lo que se parece a la inspiración,
y que a menudo no es sino actitud preconcebida y falsa exaltación que uno se ha dado
voluntariamente, que no ha llegado por sí sola. Pegaso suele ir al paso. Todo el talento
consiste en saber hacerle tomar el ritmo que uno quiere. Pero para eso no debemos forzar
sus posibilidades, como se dice en equitación”.
“En cuanto a las correcciones, antes de hacer una sola, vuelve a meditar el conjunto y trata
sobre todo de mejorar, no mediante cortes, sino con una nueva creación. Toda corrección
ha de hacerse en este sentido. Hay que rumiar bien el objetivo antes de pensar en la forma,
pues no resulta buena más que si nos obsesiona la ilusión del asunto”. “Por muchos
retoques que le des a una obra (quizá los darás), siempre será defectuosa; faltan en ella
demasiadas cosas, y un libro siempre es débil por ausencia; “y cuando la hayas escrito, haz
otras dos o tres, y antes de la media docena habrás encontrado el filón de oro”. “Hay que
saber detenerse en las correcciones, ya que no se ven bien las proporciones de un fragmento
cuando se ha detenido uno en él demasiado tiempo”; “es tan difícil deshacer lo que está
hecho, y bien hecho, para meter algo nuevo en su lugar, sin que se vea el encaje”. “Todos
los peluqueros están de acuerdo en que, cuanto más se peina el cabello, más brilla. Lo
mismo sucede con el estilo, corregir da lustre”.
“Trabaja cada día pacientemente un número igual de horas. Toma el hábito de una vida
estudiosa y tranquila; primero saborearás en ella un gran encanto, y sacarás fuerza. No
tengas la manía de pasarte noches en blanco; no conduce a nada más que a cansarse”.
“Trabaja, haz algo grande, hermoso, sobrio, severo, algo cálido por debajo y espléndido en
la superficie”. “Trabaja, medita, medita sobre todo”. “Con un recto sentido del oficio que se
hace, y una voluntad perseverante, se llega a los estimable”. “Ama tu trabajo con un amor
frenético y pervertido, como un asceta el cilicio que le rasca el vientre”. “Cuesta un
esfuerzo diabólico enderezar todas esas curvas, adelgazar lo que está demasiado gordo y
engordar lo flaco en exceso”. “Sumérgete en largos estudios; lo único que hay
perennemente bueno es el hábito de un trabajo tozudo. De él se desprende un opio que
embota el alma. “Nada se obtiene sino con esfuerzo; todo tiene su sacrificio. La perla es
una enfermedad de la ostra, y el estilo quizá, la supuración de un dolor más profundo”.
“Adquiere el hábito piadoso de leer todos los días un clásico durante al menos una hora
larga”. Lee “hasta que las páginas se te hayan quedado entre los dedos”. “Hay que leer
incesantemente historia y clásicos”. “Un escritor, como un sacerdote, siempre debe tener en
su mesilla algún libro sagrado”. “Lee, relee, disecciona, excava”. “La biblioteca de un
escritor debe componerse de cinco o seis libros, fuentes que deben releerse todos los días”.
“Es una cosa a la que es preciso acostumbrarse, a leer todos los días (como un breviario)
algo bueno. A la larga, se infiltra”. “Adquiere ya, el hábito de leer todos los días un clásico.
Si te predico eso incesantemente es porque creo saludable esa higiene”.
“El Arte es una representación, no debemos pensar más que en representar. La mente del
artista ha de ser como el mar, lo bastante vasta para que no se vean sus bordes, lo bastante
pura para que las estrellas del cielo se reflejen en ella hasta el fondo”. “El relieve procede
de una visión profunda, de una penetración del objetivo; pues es preciso que la realidad
exterior entre en nosotros, hasta hacernos casi gritar, para que la reproduzcamos bien”.
“Cuando se observa la vida con un poco de atención, se ven los cedros menos altos, y los
juncos mayores”; “la verdad está tanto en las medias tintas como en los tonos
contrastados”. “En cada objeto vulgar hay maravillosas historias. Cada adoquín de la calle
tiene quizá su lado sublime”. “Las obras más hermosas son aquellas en que hay menos
materia; cuanto más se acerca la expresión al pensamiento, cuanto más se pega a éste la
palabra y desaparece, más hermoso resulta”. “Escribe todo lo que veas no tal como es, sino
transfigurado”. “El artista debe elevarlo todo; es como una bomba, tiene un gran tubo que
desciende a las entrañas de las cosas, a las capas profundas. Aspira y hace brotar al sol, en
surtidores gigantescos, lo que estaba plano, bajo tierra, y no se veía”. “¿Cuántas miasmas
repugnantes hay que haber tragado, cuántas penas sufrido, cuántos suplicios soportado para
escribir una buena página? Eso somos nosotros, poceros y jardineros. Sacamos de las
putrefacciones de la humanidad deleites para ella misma, hacemos crecer canastillas de
flores sobre miserias amontonadas. El Hecho se destila en la Forma y sube a lo alto, como
un puro incienso del Espíritu, hacia lo Eterno, lo Inmutable, lo Absoluto, lo Ideal”.
“Hay que saberse a los maestros de memoria, idolatrarlos, tratar de pensar como ellos, y
luego separarse de ellos para siempre. En cuanto a instrucción técnica, se saca más
provecho de los genios eruditos y hábiles”. “Para tener talento hay que estar convencido de
que se posee, y para conservar la conciencia limpia hay que colocarla por encima de las de
todos los demás”.
Haruki Murakami: «los escritores somos como ese tipo de pez que muere ahogado si
no nada sin descanso».
He leído con gran atención, y de una sentada, el libro de Haruki Murakami De qué
hablo cuando hablo de escribir, publicado por Tusquets en Abril de 2017. Un motivo de
la lectura ha sido mi preocupación investigativa durante muchos años sobre las
técnicas y los procedimientos de los escritores expertos y, otro, mi curiosidad por
saber qué hace en particular este autor japonés cuyas ventas de libros en todo el
mundo son un fenómeno comercial de nuestro tiempo.
El libro, como el mismo novelista lo reconoce, utiliza una prosa limpia, testimonial, sin
aspavientos de crítica literaria. Es una obra autobiográfica en la que se cuenta desde
los inicios de Murakami al oficio de la escritura hasta su salida de Japón y el
asentamiento en el mundo norteamericano. Hay muchas anécdotas relacionadas con
esa búsqueda personal por hallar un estilo literario y, de vez en vez, ejemplos de otros
escritores como Raymond Chandler, Dostoievski, Kafka, o Hemingway. Aunque se
reiteran algunas convicciones a lo largo de las 296 páginas, el libro mantiene el interés
y permite desentrañar algunas de las claves de este narrador y traductor nacido en
Kioto, en 1949.
Una de las primeras confesiones de Murakami es que “escribir una novela o dos
novelas buenas no es tan difícil, pero escribir novelas durante mucho tiempo, vivir de
ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil”. El novelista insiste en ello a
lo largo del libro. Se requiere de cierta predisposición y de una disciplina a toda
prueba. En el caso de Murakami, son ya más de 35 años dedicado profesionalmente a
escribir novelas. Para lograr este cometido, el autor dice que son necesarias la
perseverancia y la resistencia “apoyadas en un prolongado trabajo en solitario”.
Además, “una minuciosa atención a los detalles y la necesidad de encerrarse en una
habitación se imponen a cualquier otra cosa día tras día”.
Esa es la base del método, pero luego viene la disciplina para levantarse temprano
todos los días y escribir entre cuatro y cinco horas seguidas. Después, hacer ejercicio
para mantener el cuerpo “en forma”, porque debe haber, según Murakami, una
combinación entre el ejercicio físico y el trabajo intelectual. Durante ese tiempo, con
una dedicación absoluta a la escritura y una meta de 10 páginas diarias, se llega a la
primera versión. Cuenta Murakami que cuando termina esa versión suele tomarse unos
días de descanso (por lo menos una semana) y después comienza con la “primera
reescritura”. En esa segunda etapa, lenta, el autor le “da coherencia al conjunto
después de pulir las contradicciones”. Esa tarea puede llevarle dos o tres meses.
Enseguida el novelista vuelve a tomarse otra semana para “afrontar la segunda
reescritura”. Ahora se trata de prestar mucha atención a los detalles y corregir los
diálogos. No es un trabajo menor: “no se trata de una gran operación, sino la suma de
muchas operaciones pequeñas”, afirma Murakami. Concluida esa labor, una nueva
semana de asueto y de nuevo al trabajo de corrección, enfocado esta vez a revisar
dónde hay que “apretar los tornillos en el desarrollo de la novela y dónde aflojarlos”.
Algo así, como saber dosificar la tensión para no llegar a “agobiar a los lectores”. Pero
quedan todavía otras etapas de este método: Murakami guarda la novela en un cajón
por lo menos dos semanas o un mes, “olvidándose de su existencia”. Hay que dejar,
como en las fábricas, “que los materiales duerman”. Pasado ese tiempo el novelista
vuelve a otra fase de revisión y reescritura derivada de “defectos invisibles” en las
primeras relecturas. Aquí termina, por decirlo así, esa tarea del autor de “tocar y
retocar frases hasta descubrir si funcionan o no”. Sin embargo, Murakami afirma que
hace falta aún otra etapa: “pedir opinión a una tercera persona”. En este caso, la
primera lectora de todas las novelas siempre ha sido su mujer. Otra vez habrá que
corregir, manteniendo en mente este principio: “uno puede convencerse a sí mismo de
haber escrito algo casi perfecto, pero siempre es mejorable”.
Más tarde el texto de la novela deberá enfrentarse a nuevas correcciones provenientes
de los comentarios o sugerencias de los editores. Salta a la vista, que el método de
Murakami está lubricado por la reescritura permanente. El novelista debe tener
“instinto e intuición” pero también adquirir la “fuerza de la persistencia”. De allí que el
tiempo sea tan importante en este proceso: desde el tiempo de preparación, “un
período de silencio durante el cual se gesta y se desarrolla dentro de uno un brote de
lo que está por venir”, pasando por el tiempo de composición, las sucesivas
correcciones y ese otro tiempo de encajonamiento o reposo de la obra. Sin todos esos
tiempos sería muy difícil llegar a construir una novela de largo aliento. Puesto de otra
manera: el método implica “preparación, escritura, reescritura, reposo y trabajo
cincelado”.
Murakami habla también de cómo encontrar un estilo personal. Afirma que para hallar
tal cosa hay que “empezar por el trabajo de ‘escudriñar lo que hay en ti’, en lugar de
‘sumar algo a ti’”. Tener un ritmo en la escritura es otro asunto capital en el método de
Murasaki, es una de las claves de la originalidad. El método de Murakami incluye la
lectura asidua, constante. Leer es para el autor nipón una especie de “entrenamiento”
para escribir. De igual modo hay que adquirir el hábito de “observar en todos sus
detalles los fenómenos y acontecimientos que tienen lugar delante de nuestros ojos”,
con el fin de ir acumulando todos esos detalles en la memoria, pero siempre con un
criterio de selección. Murakami dice que en su caso, lleva en su mente una galería de
“colecciones de detalles concretos” que luego baraja según la necesidad de cada
novela. Dedica varias páginas a la importancia de la creación de personajes (“los
enanitos automáticos”) y al desafío de asumir ciertos objetivos técnicos (narrar en
primera o tercera persona) cuando se empieza o se desea trabajar en la elaboración de
una novela.
El autor japonés afirma que para escribir una novela es necesario un encuentro con la
soledad: “encerrarme en mi estudio durante un año, dos o incluso a veces tres, y
durante todo ese tiempo avanzo despacio en soledad sentado en el escritorio”. De otro
lado, escribir novelas es “penetrar en la parte más profunda de la conciencia” o
“sumergirse en la oscuridad del corazón”. Murasaki observa que al mismo tiempo que
se crea una novela “se crea también algo en sí mismo gracias a ella”. Algo le sucede al
novelista mientras escribe su novela, algo le pasa a su existencia en ese proceso de
“atrapar sombras con una red”.
Como puede notarse, la lectura de esta antología de once “conferencias nunca leídas”
de Haruki Murasaki ha resultado muy positiva. Ha sido provechosa en muchos
sentidos: he ratificado prácticas de escritura realizadas por mí y otros autores
dedicados a este oficio; he comprobado que sin la disciplina el talento no fructifica en
la tierra de los procesos creativos; he confirmado que escribir novelas es “expresar
cosas que uno lleva por dentro” y tender puentes con distintas generaciones; he
rubricado que a veces toca quemar las naves para asumir de tiempo completo una
vocación; y he verificado que la pasión por escribir, esa “alegría espontánea y
abundante”, más allá de los resultados exitosos o la fama, es un ajuste de cuentas con
nuestras “predisposiciones” y es el cultivo de ciertas facultades que merecen ser
atendidas “como si se cuidase de una paloma herida”.