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(…)
Sí, sufro. Hay una incompatibilidad entre sentirse bien en el mundo y escribir
sobre él. Escribir requiere un alejamiento. No hay escritores felices. Sufrimiento
es dolor, pero también esa sensación de extrañeza, sentirse ajeno a todo. Todos
los vivos sufrimos de muchas maneras.
(…)
“¿Por qué hemos de salirnos siempre de nuestro camino para describir la miseria
y las imperfecciones de nuestra vida y desenterrar personajes de rincones
salvajes y remotos de nuestro país?”.
Así comienza Gógol la Parte Undécima de su novela inconclusa. Yo había
avanzado mucho en una novela –la mía–, pero aún no tenía una idea clara de a
dónde me llevaba, ni ello importaba (…).
Los rincones salvajes y remotos de la tierra me rodeaban, a solo un tiro de piedra
del mojón que marcaba el límite de nuestro distrito aristocrático. Yo solo tenía
que cruzar la línea, la Grenze, para hallarme en el mundo familiar de la infancia,
la región de los pobres y afortunadamente dementes, el patio de la basura donde
todo lo que estaba en estado ruinoso y era inútil o se hallaba carcomido era
aprovechado por las ratas que se negaban a abandonar el barco.
(…)
Como he dicho, “los rincones salvajes y remotos de nuestro país” se hallaban al
alcance de la mano. No tenía más que detenerme a comprar un manojo de
rábanos para desenterrar un personaje misterioso. Si una funeraria italiana
parecía seductora, entraba en ella y preguntaba el precio de un ataúd.
(…)
Haciendo la ronda de un estrato alcalino a otro puse al día mi geografía,
etnología, folklore y artillería. La arquitectura abundaba en anomalías atávicas.
Había edificios que parecían trasplantados desde las costas del Caspio, chozas
salidas de los cuentos de hadas de Andersen, tiendas de los frescos laberintos
de Fez, ruedas de carro y sulkis de repuesto y sin ejes, jaulas en abundancia y
siempre vacías, orinales de mayólica y decorados con pensamientos o girasoles;
sostenes, muletas y mangos y varillas de paraguas…; una interminable colección
de chucherías, todas con la marca de “fabricadas en la Hagia Tríada”. ¡Y qué
chiquillos! Uno, que pretendía hablar solamente en búlgaro –era realmente
moldavo–, vivía en una perrera en la parte trasera de su casucha. Cuando
sonreía, mostraba solo dos dientes, grandes, como los de un canino. También
podía ladrar, husmear y gruñir como un gozque.
Nada de esto me atrevía a poner en la novela. No; mantenía la novela como un
gabinete de señora (…).
Me las arreglé para crear una especie de barniz antiguo. Mi propósito era dar a
la obra tal pulimento, tal pátina, que cada página brillara como un cúmulo estelar.
Esa era la tarea del escritor, tal como la concebía yo entonces.
(…)
Los paseos para descansar o para obtener nueva inspiración –con frecuencia
solo para ventilar los testículos– ejercen un efecto perturbador en la obra que se
está escribiendo. Al doblar una esquina en un ángulo de sesenta grados, podía
suceder que una conversación (con un maquinista o con un peón de albañil
desocupado) terminada solo unos pocos minutos antes, floreciese de pronto en
un diálogo de tal extensión y tal extravagancia que yo encontraba imposible, al
volver a mi escritorio, reanudar el hilo de mi narración. Pues cada idea que se
me ocurría, tenía que hacer algún comentario el peón de albañil o quienquiera
que fuese. Cualquiera que fuese mi respuesta, la conversación continuaba. Era
como si esas personas insignificantes se hubieran propuesto descarrilarme.
A veces, esa misma clase de perrería se producía con las estatuas, sobre todo
con las mutiladas y desmontadas. Yo podía estar haraganeando en algún patio
interior, contemplando distraído una cabeza de mármol a la que le faltaba una
oreja, cuando de pronto comenzaba a hablarme… y a hablarme en el lenguaje
de un procónsul. Algún impulso extravagante me hacía acariciar las facciones
mutiladas, e inmediatamente, como si el contacto de mi mano la hubiera devuelto
a la vida, me sonreía. Era una sonrisa de agradecimiento, huelga decirlo. Luego
podía suceder algo todavía más extraño. Una hora después, digamos, al pasar
por delante de la luna del escaparate de una tienda vacía, ¿quién me saludaba
desde las oscuras profundidades sino el mismo procónsul? Allí estaba él, con
una oreja de menos y la nariz mutilada. ¡Y sus labios se movían! “Hemorragia
retiniana –murmuraba, y seguía adelante–. ¡Que Dios me ayude si me visita en
sueños!
En consecuencia, lo que no es tan extraño, me formé una especie de ojos de
pintor. Con frecuencia me imponía la tarea de volver a cierto lugar para
contemplar otra vez una “naturaleza muerta” ante la que había pasado
demasiado apresuradamente el día anterior o tres días antes. La naturaleza
muerta, como yo la llamo, podía ser un conjunto chabacano de objetos que nadie
que estuviera en sus cabales se habría molestado en mirar dos veces. Por
ejemplo: unos pocos naipes con la cara hacia arriba abandonados en la acera y
junto a ellos una pistola de juguete o un pollo extraviado. O un paraguas abierto
y hecho trizas que sobresalía de una bota de leñador, y junto a la bota un
ejemplar andrajoso de Asno de oro atravesado por una navaja herrumbrosa.
(…)
Pero la característica más distintiva asociada con esas caminatas, esos paseos,
correrías y exploraciones, era el reino, panorámico en el recuerdo, de los gestos.
De los gestos humanos.
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Durante muchos años había estado corriendo de un lado a otro como una rata
de barco, tomando esto y aquello de los maestros amados, ocultando mis
tesoros, olvidando dónde los había guardado y siempre en busca de más, más
y más. En algún foso profundo y olvidado estaban enterradas todas las ideas y
experiencias que podía llamar correctamente mías, y que desde luego eran
originales, pero no tenía el valor de resucitar. ¿Alguien me había hecho víctima
de un hechizo y tenía que trabajar con muñones artríticos en vez de con dos
puños audaces? Alguien se había inclinado sobre mí en mi sueño y murmurado:
“¡Nunca lo harás, nunca lo harás!” (…) ¿O era que me hallaba todavía en capullo,
que seguía siendo un gusano todavía no embriagado suficientemente con el
esplendor y la magnificencia de la vida?
¿Cómo puede saber uno que algún día alzará el vuelo, que, como el colibrí, se
estremecerá en el aire y deslumbrará con un resplandor iridiscente? Uno no
puede saberlo. Espera, ora y se golpea la cabeza contra la pared. Pero “ello” lo
sabe. Ello puede aguardar el momento oportuno. Ello sabe que todos los errores,
todos los rodeos, todos los fracasos y frustraciones serán útiles. Para llegar a ser
águila hay que acostumbrarse a los lugares altos; para llegar a ser escritor hay
que aprender a amar las privaciones, el sufrimiento y la humillación. Sobre todo,
hay que aprender a vivir aparte. Como el perezoso, el escritor se ase a su rama
mientras debajo de él la vida se agita constante, persistente, tumultuosa.
(…)
Si de cuando en cuando me quejaba de cansancio era siempre por no poder
escribir, nunca por escribir demasiado.
(…)
En las noches en que todo marcha perfectamente, cuando todos los personajes
desenterrados se escabullen de sus escondites para actuar en la azotea de mi
cerebro y discutir, gritar, cantar, corretear e inclusive relinchar –¡qué caballos!–,
me doy cuenta de que esta es la única vida, esta vida del escritor, y de que el
mundo puede estarse quieto, empeorar, enfermar y morir, lo mismo da, porque
yo no pertenezco al mundo, a un mundo que enferma y muere, que se apuñala
una y otra vez, que se tambalea como un cangrejo amputado.
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En alguna parte Paul Valéry ha dicho: “Lo que tiene valor para nosotros solos
(se refiere a los poetas de la literatura) carece de valor. Esta es la ley de la
literatura”. ¿Es exactamente así? ¡Tsch, tsch! Es cierto que nuestro Valéry se
refería al arte de la poesía, a la tarea y el propósito del poeta, a su raison d’être.
En lo que a mí respecta, nunca he entendido la poesía como poesía. Para mí, la
marca del poeta está en todas partes, en todo. Destilar el pensamiento hasta que
fluctúa en el alambique de un poema, sin mostrar una mancha, ni una sombra,
ni un resto vaporoso de las “impurezas” de que ha sido condensado, es para mí
un ejercicio sin sentido y sin valor, aunque sea la función jurada y solemne de
esos comadrones que se afanan en nombre de la Belleza, la Forma, la
Inteligencia, etcétera.