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El caso «Mineirinho»
1
Según confiesa Nádia Batella Gotlib, «la autora lamentará la posterior división del libro hecha por la edición
de Ática, que separa los cuentos más largos, publicados con el título de La legión extranjera, de las
autora brasileña pasa revista a las sensaciones encontradas que le genera enterarse de la
muerte de José Miranda Rosa, un delincuente «famoso» de la época, fulminado por la
policía carioca en 1962
II
2
Cuanto más el hombre intenta escapar de la muerte
más se aproxima a la autodestrucción.
(Bernardo Carvalho)
«anotaciones», que en lugar del anterior «Fondo de cajón» serán publicadas con un título, según Clarice,
«detestable»: Para no olvidar» (Batella Gotlib, 2007, p. 383).
conducta animal le parece el camino más acertado. Pero hasta llegar a la jaula de los monos
sólo encuentra bestias sensibles que en lugar de estimularla, la conectan con una
domesticidad difícil de asir. Está a punto de fracasar en su intento y la experiencia la
socava.
Hay otro que sí vive en carne propia el odio visceral de sus justicieros; éste es
Mineirinho, para quien las cosas toman un cariz diferente mientras se pasan en vivo y en
directo. A él se acercan con odio contumaz y lo alcanzan balas de verdad. El final de este
delincuente carioca de los años 60 es registrado por la autora brasileña en una crónica del
año 1962 y publicada en A legião estrangeira (1964). La desnudez de Mineirinho tiene una
connotación diferente a la anteriormente descripta. Surge del hecho de ser acorralado por su
condición de criminal y privado de humanidad. Después de mucho buscarlo, la policía
encuentra su paradero e ignorando la posibilidad de las rejas, lo ultima con trece disparos,
los necesarios para acabar con él y con su imagen icónica de Robin Hood de las favelas.
Entre los quince balazos secos que la mujer del cuento imagina impactar en los
monos del zoológico y los trece tiros que recibe Mineirinho hay puntos de contacto que no
pueden ser soslayados. Es la distancia que se teje entre la voluntad de matar y su
concreción real y efectiva. La primera obedece a un impulso y se concentra, agotada en el
resabio de la bronca que la impele. El asesinato –en cambio- supone una acción decidida y
morbosa investida de sangre fría.
3
Estos dos relatos de Clarice Lispector son hondos, propician un estertor en el
pensamiento porque miden el alcance de la ética antes de que la represalia tome cartas en
el reparto de las consecuencias. En estas dos historias, al lado de la culpa real o imaginaria
está la sanción inmediata y tremenda. Si un disparo consigue el objetivo, ¿por qué recurrir
a otros tantos? ¿los quince balazos del cuento tendrían objetivos precisos o acribillarían a
mansalva? Y en el caso de las balas de plomo, ¿el exceso está en el crimen mismo o en el
gesto criminal? Es la rabia enardecida la que transforma la exigencia de justicia en clamor
de venganza, parece responder la autora.
Ahora bien, como con lucidez también lo demuestra su escritura, toda forma de
matar supone –al mismo tiempo y por reciprocidad- una forma de morir. La mujer que
camina por el zoológico llega tarde a esta constatación. No se detiene hasta encontrar lo que
busca. Y sin ser absolutamente consciente de la fuerza destructiva que la conduce, elige al
animal que será el significante de su derrota. Impotente para matar a unos cuantos monos
saltarines no se resiste a morir –sin embargo- cuando depara con el enfurecido búfalo que la
embiste, alcanzado por su mirada hiriente.
hay algo que aunque me hace oír el primer tiro y el segundo con un alivio de
seguridad, al tercero me pone en alerta, al cuarto me inquieta, el quinto y el sexto
me cubren de vergüenza, el séptimo y el octavo escucho con el corazón latiendo de
horror, en el noveno y en el décimo mi boca tiembla, al undécimo digo con honor el
nombre de Dios, al duodécimo lo llamo mi hermano. El décimo tercer tiro me
asesina, porque yo soy el otro. Porque yo quiero ser el otro (Lispector, Mineirinho,
2007, p. 133)2.
III
La cita transcripta organiza el rumbo de la crónica que pasa del estertor del hecho
consumado y alcanza –al décimo tercer tiro- una plena identificación con lo humano que
muere en el exterior donde las cosas suceden pero también en el interior que se reconoce en
esa «materia de vida, placenta y sangre»3 como parte de una misma sustancia y condición.
La enumeración de la seguidilla de disparos va pautando el recorrido del texto y
atravesando las diferentes esferas de su comprensión como fenómeno social e institucional.
2
En adelante, sólo el número de páginas.
3
La versión de «Mineirinho» que tomo para la lectura es la de la editorial Siruela de 2007 traducida por Elena
Losada. Hago constar-sin embargo- que como ha omitido un párrafo en la página 133, la recurrencia a este
proviene de mi traducción personal. Es el caso de este extracto.
deceso en un fusilamiento; son los mismos trece tiros que convierten en venganza un acto
potencial de justicia que se podría legitimar si no hubiera exceso. Precisamente, esta
exageración en el modo de matar y el modo de morir es lo que transforma el registro
específico en una punta de lanza para el discernimiento del que estamos dando cuenta.
La misma imagen se presenta algunos párrafos después cuando señala que «sigo
viviendo en la casa frágil. Esta casa, cuya puerta protectora cierro tan bien, esta casa [que]
no resistirá al primer vendaval que haga volar por los aires una puerta cerrada. Pero está en
pie… y lo que aguanta las paredes de mi casa es la seguridad de que siempre me
justificaré» (p. 134) en la que los valores sémicos se reiteran, sea por el lado del cuidado de
sí como por el lado del peligro. La figura del vendaval guarda un lazo muy sutil con la
sensación del estremecimiento antes destacada.
¿Es acaso pueril Clarice Lispector cuando argumenta de este modo de cara a un
asesino que «había matado demasiado» (p. 132)? Tal vez no, porque ella no está
redimiendo a un sujeto en su singularidad sino desviando la interrogación hacia ese otro
lado que tiene alguna responsabilidad para explicar la anomia. Está apelando –en este
sentido- al derecho positivo y mostrándole las fisuras con la que debe vérselas sin esconder
la cara. Ahora bien, el hecho de que Mineirinho sea una suerte de Robin Hood de las
favelas, como antes fue identificado, tiene un plus, el que acarrea la eterna postergación de 7
las clases bajas del mundo entero y esa confirmación es algo que no se puede obviar4. Por
eso Clarice comprende que «en Mineirinho se reventó mi modo de vivir» (p. 133) y que las
falsas ecuaciones del crimen son más complejas de lo que pueden parecer a simple vista.
4
Es imposible no asociar esta idea con la VIII tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin, en la que
se lee «la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en
verdad la regla» (Benjamin, 2009, p. 22).
5
No puede soslayarse que sobre esta idea se construyó la crónica ya que en oportunidad de su primera
publicación en la Revista Senhor en 1962 llevaba este título: «Um grama de rádio: Mineirinho».
capitalista en aquellos que vulnera al colocar por fuera de las condiciones de una vida justa.
Cuando, más adelante, la propia autora afirme que «el radio se irradiará de cualquier
manera, si no es por la confianza, por la esperanza y por el amor, será entonces
miserablemente por el enfermizo coraje de destrucción» (p. 135) mete el dedo en la llaga y
acusa solapadamente. La misma energía que puede engendrar la vida es la que –en
condiciones desiguales- propicia la muerte. Entonces, que Clarice reconozca la misma sed
en el otro significa que puede entender lo que sería de ella misma colocada en un terreno
igualmente pantanoso. Es una empatía y tanto, claramente. Lo importante de la «justicia
previa» que preconiza es que no lleguemos tarde y que podamos avizorar ese costo social
antes de deparar con «ese hombre muerto en el que había ardido el gramo de radio» (p.
135).
Están dadas las condiciones para abandonar la metáfora y expresar sin sutilezas la
necesidad de una «bondad» que comulgue con la justicia previa, esa bondad que «ve al
hombre antes de ser un enfermo del crimen» (p. 134) y que pone las cosas en su lugar.
Además de aguzar la falsedad antes referida y de resquebrajar el discurso de la auto-
justificación se exige a sí misma dejar de pactar con los enemigos a los que se asocia por
complicidad cada vez que se hace la distraída. Sabe que las felicitaciones que de ellos
recibe vienen transidas de ignominia y que sólo alientan la porosidad de los discursos
sociales concomitantes.
8
Por otro lado, Dios aparece en la progresión de la crónica, vinculado a este esfuerzo
de disimulación que se utiliza como coartada para no ejercitar la bondad que redime y
como compensación por la falta de solidaridad humana [«sigo esperando que Dios sea el
padre cuando sé que el hombre puede ser el padre de otro hombre» (p. 134)]. Lo hace como
una invención auto-protectora [«lo que me aguanta es saber que siempre fabricaré un dios a
imagen de lo que yo necesite para dormir tranquila»(p. 134)] y como la argucia
indispensable para preservarse de la culpa de estar siempre en falta. Aquí aparece
representado como el «San Jorge de oro y diamantes» (p. 134) ante el cual nos postramos
para evitar ver la imagen desencajada de «un hombre sin el gorro y sin los zapatos» (p.
134). No deben obviarse estas referencias religiosas porque funcionan al lado de las marcas
del status quo y nunca asociadas a la justicia distributiva [«un dios fabricado a último
momento que bendice a toda prisa mi maldad organizada y mi justicia estúpida» (p. 134)]
aunque una breve línea casi al pasar haga pensar en una salida más esperanzadora: «ya es
hora de que, con ironía o sin ella, seamos más divinos» (p. 134). Cuando más abajo, haga
referencia –Benjamin mediante- a la «violencia divina» asumiré este enclave de percepción.
Los últimos párrafos tienen una fuerza inigualable para condensar la tesis del
pensamiento de Clarice Lispector respecto de su elaboración del tema a partir de haberse
anoticiado del hecho. Básicamente, a través de la renuncia del entendimiento pautado por
la lógica propia del saber científico y sólo superado por la apelación a una racionalidad
afectiva. La asunción de este punto de vista recuerda a su confesión del 2 de noviembre de
1968 en la crónica «Sensibilidad inteligente» (Lispector, 1999, p. 148) en la que destaca la
validez de un posicionamiento sensible e inteligente frente a la desnudez de lo fáctico. En
este sentido, plantea que «el que entiende desorganiza» (Lispector, 2007, p. 134) y apela a
la «locura» como una alternativa más cercana a la conciencia para redimensionar el valor
de una comprensión genuina [«Enloquecido entro en la vida que tantas veces no tiene
puerta, y enloquecido comprendo lo que es peligroso comprender, y sólo enloquecido
siento el amor profundo» (p. 135)]. Juega en este sentido con la idea de «orden» y se
cuestiona si el saber imparcial es más eficaz que el intuitivo para captar la esencia de los
fenómenos expuestos ante la vista. Aunque no concluye de manera aseverativa, deja claro
que hay un camino irreparable en la toma de posición, que si des-sensibilizamos nuestra
comunión con los otros podemos quedarnos con una verdad a medias. La frase «si yo no
estuviese loco, sería ochocientos policías con ochocientas metralletas y ésa sería mi
honorabilidad» (p. 135) no tiene desperdicio porque muestra la paradoja del entendimiento,
la falsa opción que nos lleva a sucumbir de la condición humana cuando renunciamos a la
empatía con el otro.
En esta inconfesada razón se articula el segundo aspecto, el miedo, que nos recuerda
que nuestra lucha tiene que ver con esa sustancia inasible que a menudo nos paraliza. «Un
hombre que mata mucho es porque ha tenido mucho miedo» (p. 135) señala Lispector, al
tiempo que piensa que el ejercicio de una bondad previa podría ayudar a conjurarlo en su
derrota.
Por último y ligado a estos dos aspectos que se reúnen en la misma demanda, una
advertencia final: «la maldad de un hombre no puede ser entregada a la maldad de otro
hombre: para que no pueda cometer libre y con aprobación un crimen de fusilamiento» (p.
135) como el aquí descripto sin estertores. Aunque explicitado desde el momento en que
cuenta los trece tiros que le dan muerte al facineroso, Clarice Lispector le pone nombre al
crimen y lo llama «fusilamiento». Esta palabra como tantas otras de su repertorio lexical no
está elegida sin previa maduración. La autora carga las tintas sobre este abuso de autoridad
pero no se lo endilga a la fuerza policial que materializó el asesinato únicamente cuanto a
esa sociedad invisible que se mueve por detrás y que alienta las prerrogativas de una
seguridad sin límite moral alguno. Basada en esta perspectiva es que anuncia como remate
lo que quizá sea su formulación más directa y menos metafórica,
Una justicia que no se olvide que todos nosotros somos más peligrosos, y de que
cuando el justiciero mata, no está protegiéndonos ni eliminando a un criminal, está
cometiendo su crimen particular, uno largamente guardado (p. 135).
Vuelve así al punto de partida de la crónica y se pone otra vez en la piel de quien
habla «como representante de nosotros» (p. 132) para conjurar un asesinato y un asesino. 10
Sólo que esta vez, hablando de ese otro que se oculta detrás del uniforme y no del que yace
en el suelo en medio de la sangre derramada.
IV
Existe –en este sentido- un acto fundacional del derecho que pone este consenso en
vigencia para garantizar la paz y la seguridad; y –al mismo tiempo- un contralor
efectivamente constituido que regula cualquier acción en contrario que desarticule el
funcionamiento jurídico. Como estos dos vectores son «violentos» por naturaleza porque
implican una rigidez y una fuerza impuesta a la comunidad humana que constituimos con el
fin de preservarla, Benjamin se refiere a ella con las expresiones «violencia fundadora del
derecho» (rechtsetzend Gewalt) y «violencia conservadora del derecho» (rechtserhaltend
Gewalt) al tiempo que nos advierte que se mueven básicamente en la esfera del derecho 11
positivo aunque también se las pueda reconocer en el marco del derecho natural cuando
obedece a fines justos6.
Estas dos formas de violencia están presentes en el texto clariciano como pudimos
relevar en el apartado anterior. Y por eso, la muerte de Mineirinho, agarrado en flagrancia
por la fuerza policial (aunque en el marco de una «cacería»), no puede ser cuestionada.
Clarice lo sabe porque es abogada penalista. Si bien este aspecto está claro tanto en la
exposición del teórico elegido cuanto en la escritora brasileña que lo pone en escena hay
que decir que estamos en el terreno de la «violencia mítica», lo que le da una connotación
particular porque incluye al «destino» como deriva natural de esta conducta. Apoyándose
en el mito de Níobe, Benjamin desprende la siguiente conclusión que permite pensar la
«violencia mítica» tal como la imagina: «el orgullo de Níobe atrae sobre sí la desventura,
no porque ofenda el derecho, sino porque desafía el destino a una lucha de la cual éste sale
necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho»
(p. 173). Así, Mineirinho –sindicado como culpable- paga el precio que le cabe por
revelarse a un mandato atávico en el orden de las relaciones humanas ya que sus actos
6
«En el empleo de medios violentos para lograr fines justos el derecho natural no ve problema alguno, como
el hombre en su «derecho» a dirigir su propio cuerpo hacia la meta que persigue. Según la concepción
iusnaturalista (que sirvió de base ideológica para el terrorismo de la Revolución francesa), la violencia es un
producto natural, como una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas mientras no esté al servicio de
fines injustos» (Benjamin, 2010, p. 88).
exigen la necesaria aplicación de una ley que opere como castigo. Ahora bien, esta
constatación es clara y decisiva para sancionar los cargos del delincuente pero no para
calificarlos moralmente ya que el «castigo» recibido «redime al culpable, pero no de una
culpa sino del derecho» (p. 117) que así se siente reparado.
El derecho natural a diferencia del derecho positivo enfatiza el valor de los fines
más que el de los medios y en este orden, la vida humana con su sacralidad podría
inviabilizar la práctica aun cuando esté bien conducida. La primera reacción que se tiene de
cara al texto clariciano es que esta razón es la que opera como transfondo, pero -no es así
necesariamente- si acompañamos la lectura hasta el final. El cuestionamiento de la autora
12
brasileña no pasa por la esfera de los fines y por lo tanto, del derecho natural, cuanto la de
los medios y por ende, la del derecho positivo pero poniendo en jaque su legitimidad. Es
importante hacer esta aclaración porque Clarice Lispector asume este punto de partida pero
lo supera. Precisamente, al pensar el papel que Benjamin atribuye a la «violencia divina»
entendemos con Gillian Rose que «la evocación de la fuerza divina nunca será un simple
medio» (Bernstein, 2015, p. 123) ya que desarticula estas bases teóricas.
Hasta este punto del razonamiento no hay nada para imputarle a Clarice Lispector
respecto de su saber y actuar en el plano de la escritura, situación que se revierte cuando
ella pone el acento en los trece tiros que recibió el delincuente y el acorralamiento del que
fue objeto para cuestionar el valor del mandamiento «no matarás». La primera observación
que puede hacerse a este resguardo conceptual es que es «subjetiva» y que por lo tanto, no
tiene valor asertivo más allá de un juicio personal, aspecto este no menor si consideramos
que el propio Benjamin tenía clara consciencia de que «existen ‘buenas’ y ‘malas’ formas
de Gewalt. Es decir, frente a la objetividad irreversible de los hechos, ella piensa, entiende,
conjetura… que fue exagerado el procedimiento que transformó un acto de justicia en una
cacería indiscriminada (un fusilamiento) como quedó expuesto más arriba al hacer el
análisis puntual de la crónica. Sin embargo, leer la subjetividad como un gesto vaciado
ética y políticamente sería prejuzgar de modo innecesario a la autora que tiene clara
conciencia del derecho. Uno podría pensar que –tal como lo expusimos en las páginas
precedentes- se trata de un corrimiento respecto del lugar de espectadora que le tocó
vivenciar para leer el costado ignorado de la ley desde otro lado, el de la víctima que sufre
las consecuencias. Sería perfectamente sensato si es que –benjaminianamente- no trajera
aparejada otra inflexión del pensamiento más afín.
En tanto problema ético, el mandamiento es aquello con lo que cada individuo debe
luchar sin contar con modelo alguno. Una respuesta ética al mandamiento es
14
rechazarlo [abzusehen], pero incluso ahí debe uno hacerse responsable de tal
rechazo. La responsabilidad es algo que se toma en relación al mandamiento, pero
no es dictada por este. En efecto, se distingue claramente del deber y, por
descontado, de la obediencia. Si hay una lucha, entonces hay algo semejante a la
libertad (Butler, 2014, p. 86).
La posibilidad de una violencia no violenta como la planteada por Butler guarda una
estrecha relación con la «justicia previa» que reclama Lispector, en el sentido de anterior a
una violencia cruenta que se evidencie en la sangre derramada y se reduzca a contar los
muertos. Es un imperativo del derecho que urge ser puesto a tono para aproximarlo a la
justicia a la que dice representar y que –hoy como ayer- sigue siendo imprescindible y
urgente. La agudeza clariciana pero también su radicalidad utópica se teje en esos
intersticios en los que -como el mesías de Benjamin- se cuela por la puerta estrecha del
derecho atenazándolo (Benjamin, 2009, p. 31) [Tesis B]ç y conspirando en contra de su
realización.
V
Es difícil apuntalar una conclusión definitiva sobre un tema que no se cierra con
facilidad y al que el teórico escogido ayuda a esbozar pero con más preguntas abiertas que
con respuestas concretas. De todos modos, el desafío se torna válido para insistir una vez
más en las preocupaciones sociales, históricas y políticas de Clarice Lispector respecto de
su tiempo y de la encrucijada filosófica que trajo aparejado para una sensibilidad tan aguda
y penetrante que eligió la escritura como arma de defensa.
Bibliografía
Agamben, G. (2010). Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.
Batella Gotlib, N. (2007). Clarice, una vida que se cuenta. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Benjamin, W. (2009). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. (B. Echeverría, Trad.)
Rosario: Prohistoria.