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Clarice Lispector y la crítica de la violencia.

El caso «Mineirinho»

Miguel Alberto Koleff


Facultad de Lenguas – Universidad Nacional de Córdoba
miguelkoleff@gmail.com

Resumen: En este trabajo se pretende poner en comunión a la escritora brasileña Clarice


Lispector con el pensador judeo-alemán Walter Benjamin examinando un tópico al que los
dos autores le dedicaron especial deferencia a lo largo de su producción discursiva, la
violencia jurídica. En este sentido, se examinará la crónica «Mineirinho» de 1962 a la luz
del trabajo académico «Zur Kritik der Gewalt» [Para una crítica de la violencia] publicado
en la Revista Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik durante 1921. En la lectura de
ambos textos se privilegiará la imbricación dialéctica en torno del concepto en cuestión,
reforzando siempre la idea de una crítica que es –alternativamente- «discriminación» y
«corte» (krinein) al decir de Richard Bernstein. No se trata de aplicar un material teórico a
un dispositivo narrativo cuanto de pensar de manera conjunta la potencialidad de esa
variable nocional a la luz de su ejercicio y práctica durante el siglo XX. Por esta razón, más
que arribar a una conclusión definitiva, el presente artículo se propone actualizar una zona
de discusión productiva para el pensamiento contemporáneo.

Palabras claves: violencia – Literatura Brasileña – legalidad - justicia 1

Cuando corría el año 2013 publiqué un texto monográfico en la Revista Espéculo de


la Universidad Complutense de Madrid al que denominé «La escritura política de Clarice
Lispector» homenajeando a la autora brasileña. Mi intención -en esa oportunidad- era
justificar un abordaje de algunos de sus cuentos que anclara en las condiciones sociales e
históricas de producción, y que diera cuenta de la envergadura de su punto de vista de cara
a las nociones de poder y memoria. Este ensayo retoma esa perspectiva pero se ciñe a un
elemento mínimo: el concepto de violencia canalizado en una de las crónicas más agudas
de su bagaje escritural, el texto «Mineirinho» salido a la luz en 1962, emblemático respecto
de las relaciones entre justicia y legalidad.

«Mineirinho» -según revelación de la propia Clarice Lispector- integraba el libro A


Legião Estrangeira cuando su publicación en 1964. Era uno de los ciento ocho textos que
formaba el voluminoso tomo de la primera edición y que se ubicaba en la segunda parte, el
Fundo da Gaveta [Fondo de cajón]. En 1978 y en ocasión de la segunda edición, el libro se
divide en dos autonomizando esta suerte de apéndice de la segunda parte, con el nombre de
Para não esquecer [Para no olvidar]. «Mineirinho» ocupa el último lugar en esta nueva
disposición pero es –probablemente- el texto de mayor impacto de la antología.1 En él, la

1
Según confiesa Nádia Batella Gotlib, «la autora lamentará la posterior división del libro hecha por la edición
de Ática, que separa los cuentos más largos, publicados con el título de La legión extranjera, de las
autora brasileña pasa revista a las sensaciones encontradas que le genera enterarse de la
muerte de José Miranda Rosa, un delincuente «famoso» de la época, fulminado por la
policía carioca en 1962

Puesto en la tarea de relevar «la violencia» en el texto de Clarice me interesa señalar


por qué motivo escojo el término «crítica» y no «teoría» en relación a las derivaciones
conceptuales que pueda producir. Debo decir –en este sentido- que me apoyo en ese matiz
de cuestionamiento (juicio, examen evaluación) que Walter Benjamin le atribuye a su
estudio y que sobrepasa la composición de un corpus homogéneo dotado de rasgos
homogéneos. Como afirma en las primeras líneas de «Zur Kritik der Gewalt», la tarea de
una crítica de la violencia puede ser definida como la exposición de la relación de la
violencia con el derecho y la justicia (Benjamin, 2010, p. 87) es decir, el análisis de la
violencia sólo en la medida en que es leído de cara a su ejercicio en un marco legal
determinado. Coincido, en este sentido, con la perspectiva de Richard Bernstein, para quien
la tarea «crítica» implica un acto de discriminación y corte (krinein) (2015, p. 124) porque
entiendo que es la posibilidad abierta que me autoriza el texto de Clarice en relación con las
elaboraciones conceptuales de Walter Benjamin que se me ofrecen para confrontarlo.

II

2
Cuanto más el hombre intenta escapar de la muerte
más se aproxima a la autodestrucción.
(Bernardo Carvalho)

Cuando la protagonista de «El búfalo» (1956), cuento de Laços de família [Lazos de


familia] visita el zoológico de la ciudad para ser interpelada por los animales que lo
habitan, confronta en el medio del recorrido con la jaula de los monos. Ellos están levitando
en su interior, «felices como hierbas». Una mona está dando de mamar, otra la observa
«con una mirada resignada de amor» y en un extremo, llama la atención el más viejo, cuyos
ojos tienen «un velo blanco gelatinoso cubriendo la pupila». Esta especie animal no es
capaz de comunicarle odio siendo tan intensa la compasión que provoca. Y ella se ha
acercado a las rejas en busca de un sentimiento más vil. Algo sí le molesta, sin embargo:
esa procaz desnudez que reconoce en sus cuerpos al aire libre y que le pone en evidencia
que «el mundo no ve peligro en mostrarse desnudo» (Lispector, p. 127). De tener un arma,
está convencida de acabar con esa farsa. «Mataría a los monos con quince balas secas» (p.
127). La mujer está en ese sitio porque -traicionada por quien ama- quiere aprender el odio
que le impida perdonar. Necesita acabar de una vez por todas con lo que siente e imitar la

«anotaciones», que en lugar del anterior «Fondo de cajón» serán publicadas con un título, según Clarice,
«detestable»: Para no olvidar» (Batella Gotlib, 2007, p. 383).
conducta animal le parece el camino más acertado. Pero hasta llegar a la jaula de los monos
sólo encuentra bestias sensibles que en lugar de estimularla, la conectan con una
domesticidad difícil de asir. Está a punto de fracasar en su intento y la experiencia la
socava.

Hay otro que sí vive en carne propia el odio visceral de sus justicieros; éste es
Mineirinho, para quien las cosas toman un cariz diferente mientras se pasan en vivo y en
directo. A él se acercan con odio contumaz y lo alcanzan balas de verdad. El final de este
delincuente carioca de los años 60 es registrado por la autora brasileña en una crónica del
año 1962 y publicada en A legião estrangeira (1964). La desnudez de Mineirinho tiene una
connotación diferente a la anteriormente descripta. Surge del hecho de ser acorralado por su
condición de criminal y privado de humanidad. Después de mucho buscarlo, la policía
encuentra su paradero e ignorando la posibilidad de las rejas, lo ultima con trece disparos,
los necesarios para acabar con él y con su imagen icónica de Robin Hood de las favelas.

Entre los quince balazos secos que la mujer del cuento imagina impactar en los
monos del zoológico y los trece tiros que recibe Mineirinho hay puntos de contacto que no
pueden ser soslayados. Es la distancia que se teje entre la voluntad de matar y su
concreción real y efectiva. La primera obedece a un impulso y se concentra, agotada en el
resabio de la bronca que la impele. El asesinato –en cambio- supone una acción decidida y
morbosa investida de sangre fría.
3
Estos dos relatos de Clarice Lispector son hondos, propician un estertor en el
pensamiento porque miden el alcance de la ética antes de que la represalia tome cartas en
el reparto de las consecuencias. En estas dos historias, al lado de la culpa real o imaginaria
está la sanción inmediata y tremenda. Si un disparo consigue el objetivo, ¿por qué recurrir
a otros tantos? ¿los quince balazos del cuento tendrían objetivos precisos o acribillarían a
mansalva? Y en el caso de las balas de plomo, ¿el exceso está en el crimen mismo o en el
gesto criminal? Es la rabia enardecida la que transforma la exigencia de justicia en clamor
de venganza, parece responder la autora.

Ahora bien, como con lucidez también lo demuestra su escritura, toda forma de
matar supone –al mismo tiempo y por reciprocidad- una forma de morir. La mujer que
camina por el zoológico llega tarde a esta constatación. No se detiene hasta encontrar lo que
busca. Y sin ser absolutamente consciente de la fuerza destructiva que la conduce, elige al
animal que será el significante de su derrota. Impotente para matar a unos cuantos monos
saltarines no se resiste a morir –sin embargo- cuando depara con el enfurecido búfalo que la
embiste, alcanzado por su mirada hiriente.

Mineirinho tampoco puede escapar a su destino porque el odio toma cuenta de él


impiadosamente y no sólo por sus prácticas delictivas. El décimo tercer tiro lo derrumba
por completo. Pero –al hacerlo- acaba con nuestra esperanza de un mundo mejor ya que la
sangre machucada también salpica.

hay algo que aunque me hace oír el primer tiro y el segundo con un alivio de
seguridad, al tercero me pone en alerta, al cuarto me inquieta, el quinto y el sexto
me cubren de vergüenza, el séptimo y el octavo escucho con el corazón latiendo de
horror, en el noveno y en el décimo mi boca tiembla, al undécimo digo con honor el
nombre de Dios, al duodécimo lo llamo mi hermano. El décimo tercer tiro me
asesina, porque yo soy el otro. Porque yo quiero ser el otro (Lispector, Mineirinho,
2007, p. 133)2.

III

La cita transcripta organiza el rumbo de la crónica que pasa del estertor del hecho
consumado y alcanza –al décimo tercer tiro- una plena identificación con lo humano que
muere en el exterior donde las cosas suceden pero también en el interior que se reconoce en
esa «materia de vida, placenta y sangre»3 como parte de una misma sustancia y condición.
La enumeración de la seguidilla de disparos va pautando el recorrido del texto y
atravesando las diferentes esferas de su comprensión como fenómeno social e institucional.

La crónica comienza con la noticia de la muerte de José Miranda Rosa. Clarice 4


comparte la novedad con la empleada, quien no duda un minuto en pensar que se ha ido al
cielo porque a pesar de sus crímenes nunca ha perjudicado a los pobres. La autora ratifica
ese punto de vista y agrega «antes que mucha gente que no ha matado» (p. 132). La
cocinera sigue con sus actividades cotidianas pero Clarice se queda pensando y analiza «Sí,
supongo que es en mí, como representante de nosotros, donde debo buscar por qué me
duele la muerte de un delincuente. Y por qué insisto más en contar los trece tiros que
mataron a Minheirinho que sus crímenes» (p. 132). Este dato arroja algunas pistas
importantes para lo que sigue. La perspectiva que asume la escritora no es puramente
personal y subjetiva sino que se alía a un sentimiento colectivo ligado a la comunidad en la
que vive y a la dimensión humana que comparte con los demás («nosotros»). Y, además, lo
hace desde el dolor que experimenta por ese hecho, circunstancia esta que se direcciona a
medir la licitud del procedimiento policial sobre la que hace eje.

En este marco, merece ser destacado que la revelación de la muerte de Mineirinho


que igualmente le impactaría si fuera de otro modo, adquiere un notorio valor por la forma
en que ha sido ejecutado. Son los trece tiros bien contados los que transforman un simple

2
En adelante, sólo el número de páginas.
3
La versión de «Mineirinho» que tomo para la lectura es la de la editorial Siruela de 2007 traducida por Elena
Losada. Hago constar-sin embargo- que como ha omitido un párrafo en la página 133, la recurrencia a este
proviene de mi traducción personal. Es el caso de este extracto.
deceso en un fusilamiento; son los mismos trece tiros que convierten en venganza un acto
potencial de justicia que se podría legitimar si no hubiera exceso. Precisamente, esta
exageración en el modo de matar y el modo de morir es lo que transforma el registro
específico en una punta de lanza para el discernimiento del que estamos dando cuenta.

Tenemos por un lado, un acto policíaco en cumplimiento de la ley que asegura la


tranquilidad de la conciencia y el bienestar de los habitantes del barrio; y, por el otro lado,
la materialidad de un suceso en la que parece deslizarse un sentimiento de complacencia y
ajusticiamiento que torna paradójica una evaluación neutral. Para responder al quid de esta
encrucijada, Clarice se apoya en la primera ley, «la que protege los insustituibles cuerpo y
vida» (p. 132) y que se traduce en el mandamiento bíblico «no matarás» dado que este
representa su mayor garantía, «así no me matan, porque yo no quiero morir y así no me
dejan matar, porque haber matado sería para mí la oscuridad» (p. 132). La cronista se
sostiene en este convencimiento que la guarda del impacto del afuera pero aún haciéndolo
con la mayor convicción, no puede resolver esa angustia que la sacude por dentro ya que al
reparar en la noticia se siente rebasada por su insuficiencia. Percibe que se ha traspuesto un
límite y que de allí no se vuelve.

A partir de este momento, la crónica entra especulativamente en el terreno de lo que


–en la terminología de Benjamin- da pie a «una crítica de la violencia» y avanza a pasos
agigantados en la descripción de sus efectos no deseados. La sensación inicial con la que
5
depara se concentra en la confirmación de que «esa justicia que vela mi sueño yo la
repudio, humillada por necesitarla» (p. 133). La cronista se siente cómplice de esa legalidad
que no escatima esfuerzos en satisfacerla, inclusive pagando el alto precio de aniquilar al
delincuente que conspira en su contra y por eso se siente «falsa» ya que su modo de vida
autoriza este recurso que le permite dormir tranquila sin medir las consecuencias.
Sobreviene una internalización de la experiencia que pugna por una resolución íntima pero
que antes se evidencia de manera metafórica a través de «la casa» que se incorpora al
discurso y se carga de significado para –contrapuesta a otra metáfora, la del «terreno»-
cerrar la reflexión definitivamente, más adelante. «Para que mi casa funcione exijo de mi
como primer deber ser falsa, no ejercer mi revuelta y guardar mi amor. Si yo no fuese falsa
mi casa se estremecería» (p. 133). Como puede observarse, además de ser un índice de la
propiedad burguesa, la casa aparece connotada por el resguardo que la separa del exterior
amenazante. El riesgo evidente es el de la zozobra, el estremecimiento recién citado, que la
pondría en jaque. Entre el cuerpo íntimo y el cuerpo material hay un lazo estrecho de
contigüidad que se hace más agudo y que sostiene el curso del relato.

La misma imagen se presenta algunos párrafos después cuando señala que «sigo
viviendo en la casa frágil. Esta casa, cuya puerta protectora cierro tan bien, esta casa [que]
no resistirá al primer vendaval que haga volar por los aires una puerta cerrada. Pero está en
pie… y lo que aguanta las paredes de mi casa es la seguridad de que siempre me
justificaré» (p. 134) en la que los valores sémicos se reiteran, sea por el lado del cuidado de
sí como por el lado del peligro. La figura del vendaval guarda un lazo muy sutil con la
sensación del estremecimiento antes destacada.

La metáfora en uso se resuelve en una constatación categórica que abre el párrafo


siguiente cuando –de manera decidida- sostiene «Yo no quiero esta casa. Quiero una
justicia que hubiese dado una oportunidad a una cosa pura y llena de desamparo y a
Mineirinho» (p. 133). Por la densidad conceptual del enunciado se puede observar la toma
de posición que experimenta la cronista para no encontrar vanas justificaciones en el
argumento de la seguridad porque sabe que –antes de ser biológicamente aceptables- somos
vida desnuda. Giorgio Agamben diferencia entre bios y zoé con la intención de marcar la
trayectoria de lo humano, sea a lo largo del proceso evolutivo como también por la
incidencia del bio-poder que regula nuestras vidas en circunstancias extremas cuando
decide por nosotros (como en el caso de los nazis que llevaron a la cámara de gas a los
judíos desnacionalizados). En la lectura del filósofo italiano, mientras más nos acercamos a
la vida despojada, más cercanos estamos a ese territorio de lo animal que Aristóteles
identificaba como zoé; mientras más nos alejamos de ese estatuto y confiamos en las
instituciones que nos garantizan una identidad exclusiva y eficiente, nuestra bio-grafía se
compone de mejor forma (2012, p. 31). Cuando Clarice contrapone «la casa» al «terreno»
[«Debo de haber olvidado que debajo de la casa está el terreno, el suelo donde una nueva
casa podría levantarse», (p. 133)] está pensando en esta cuestión. Quiere ver el fondo
común de la zoé que la aproxima a Mineirinho para fundirse en una misma percepción, la 6
de lo animal puro o –en otras palabras- la muda humanidad que nace de esa impostura y
que no se compensa con el rococó de la vida urbana. De allí que no dude en enfatizar su
protesta: «lo que yo quiero es mucho más áspero y más difícil: quiero el terreno» (p. 135).

Dificultoso es no entender en estas páginas una afirmación política de contundencia


en la que se rechaza la condición burguesa que se escande de la naturaleza visceral de lo
humano a lo que la autora aspira. Ella puede correrse del lugar del privilegio y de la
comodidad para ver el costado ignorado del exceso en la prevención, el que se traduce en la
sensación de desamparo que mueve a actuar a Mineirinho como a tantos otros de su
condición. Motivo éste de su apelación irreductible: «no nos maten al hombre acorralado»
(p. 133) porque él es nuestro error, la clara presencia que desarma el lugar donde nos
paramos y desde donde emitimos nuestros juicios temerarios acerca de la alteridad. «Mi
error es mi espejo donde veo lo que en silencio he hecho de un hombre» (p. 133), confiesa,
al aceptar tácitamente las condiciones que favorecen al sistema sin pensar en aquellos otros
a los que se les ha negado las mismas oportunidades de las que disfruta una minoría. ¿O
acaso es sólo él el violento y nuestras ventajas personales y sociales son irreductibles? Es
cierto que «evitamos la mirada del otro para no correr el riesgo de entendernos» (p. 133).
Pareciera que sólo cuando su pobreza se exhibe en la carne desahuciada «sin el gorro y sin
los zapatos» (p. 133) es que advertimos cuan parecido a nosotros es en sus entrañas.
Es curiosa esta alocución de Clarice en un contexto de este tipo porque hilvana la
noción de justicia a la de desigualdad y la pone en el centro de la escena deconstruyendo la
idea misma de «culpa». Pensar en la validación jurídica del acto policial sin entender la
lógica capitalista en la que se mueve la fuerza es confesar la ignorancia del mundo que nos
toca vivir, es pecar de ingenuos, es cifrar la derrota de la lucidez ya que el blindaje de
seguridad que organiza, se ordena sobre esa tipología social que incluye a unos pocos y
oblitera a los demás. La alternativa se resuelve cuando el silogismo se invierte y se deja de
acorralar al culpable para medir sin sorna el aparato social que le ha impedido
históricamente moverse de ese lugar al que ha sido condenado desde siempre. «La violencia
explosiva de Mineirinho, que sólo otra mano de hombre, la mano de la esperanza,
posándose sobre su cabeza aturdida y enferma, podría aplacar y hacer que sus ojos
sorprendidos se levantasen y por fin se llenasen de lágrimas» (p. 133) se desahoga en ese
grito desgañitado.

¿Es acaso pueril Clarice Lispector cuando argumenta de este modo de cara a un
asesino que «había matado demasiado» (p. 132)? Tal vez no, porque ella no está
redimiendo a un sujeto en su singularidad sino desviando la interrogación hacia ese otro
lado que tiene alguna responsabilidad para explicar la anomia. Está apelando –en este
sentido- al derecho positivo y mostrándole las fisuras con la que debe vérselas sin esconder
la cara. Ahora bien, el hecho de que Mineirinho sea una suerte de Robin Hood de las
favelas, como antes fue identificado, tiene un plus, el que acarrea la eterna postergación de 7
las clases bajas del mundo entero y esa confirmación es algo que no se puede obviar4. Por
eso Clarice comprende que «en Mineirinho se reventó mi modo de vivir» (p. 133) y que las
falsas ecuaciones del crimen son más complejas de lo que pueden parecer a simple vista.

Si después de esta confesión de parte, la crónica se direcciona hacia la «justicia


previa» que es necesario conseguir, lo es por estas razones. Y, en virtud de esta deriva, la
metáfora del «gramo de radio» gana lugar5. Es curiosa esta figura del lenguaje porque si
antes necesitaba verlo como zoé para agudizar su compasión, ahora que se sabe
potencialmente parecida, puede entender lo que le pasa con la energía de la que dispone.

Sigamos su lógica argumental. El gramo de radio «es un grano de vida que si se


pisotea se transforma en algo amenazador, en amor pisoteado» (p. 134). Así, «esa cosa que
en Mineirinho se volvió puñal es la misma que en mí hace que dé agua a otro hombre, no
porque yo tenga agua, sino porque yo también sé lo que es la sed» (p. 134). Hay que
prestarle atención a este enunciado, sobre todo en su aspecto de «amor pisoteado», porque
sugiere una línea de lectura inevitable: la del resentimiento que engendra la propia sociedad

4
Es imposible no asociar esta idea con la VIII tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin, en la que
se lee «la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en
verdad la regla» (Benjamin, 2009, p. 22).
5
No puede soslayarse que sobre esta idea se construyó la crónica ya que en oportunidad de su primera
publicación en la Revista Senhor en 1962 llevaba este título: «Um grama de rádio: Mineirinho».
capitalista en aquellos que vulnera al colocar por fuera de las condiciones de una vida justa.
Cuando, más adelante, la propia autora afirme que «el radio se irradiará de cualquier
manera, si no es por la confianza, por la esperanza y por el amor, será entonces
miserablemente por el enfermizo coraje de destrucción» (p. 135) mete el dedo en la llaga y
acusa solapadamente. La misma energía que puede engendrar la vida es la que –en
condiciones desiguales- propicia la muerte. Entonces, que Clarice reconozca la misma sed
en el otro significa que puede entender lo que sería de ella misma colocada en un terreno
igualmente pantanoso. Es una empatía y tanto, claramente. Lo importante de la «justicia
previa» que preconiza es que no lleguemos tarde y que podamos avizorar ese costo social
antes de deparar con «ese hombre muerto en el que había ardido el gramo de radio» (p.
135).

Están dadas las condiciones para abandonar la metáfora y expresar sin sutilezas la
necesidad de una «bondad» que comulgue con la justicia previa, esa bondad que «ve al
hombre antes de ser un enfermo del crimen» (p. 134) y que pone las cosas en su lugar.
Además de aguzar la falsedad antes referida y de resquebrajar el discurso de la auto-
justificación se exige a sí misma dejar de pactar con los enemigos a los que se asocia por
complicidad cada vez que se hace la distraída. Sabe que las felicitaciones que de ellos
recibe vienen transidas de ignominia y que sólo alientan la porosidad de los discursos
sociales concomitantes.
8
Por otro lado, Dios aparece en la progresión de la crónica, vinculado a este esfuerzo
de disimulación que se utiliza como coartada para no ejercitar la bondad que redime y
como compensación por la falta de solidaridad humana [«sigo esperando que Dios sea el
padre cuando sé que el hombre puede ser el padre de otro hombre» (p. 134)]. Lo hace como
una invención auto-protectora [«lo que me aguanta es saber que siempre fabricaré un dios a
imagen de lo que yo necesite para dormir tranquila»(p. 134)] y como la argucia
indispensable para preservarse de la culpa de estar siempre en falta. Aquí aparece
representado como el «San Jorge de oro y diamantes» (p. 134) ante el cual nos postramos
para evitar ver la imagen desencajada de «un hombre sin el gorro y sin los zapatos» (p.
134). No deben obviarse estas referencias religiosas porque funcionan al lado de las marcas
del status quo y nunca asociadas a la justicia distributiva [«un dios fabricado a último
momento que bendice a toda prisa mi maldad organizada y mi justicia estúpida» (p. 134)]
aunque una breve línea casi al pasar haga pensar en una salida más esperanzadora: «ya es
hora de que, con ironía o sin ella, seamos más divinos» (p. 134). Cuando más abajo, haga
referencia –Benjamin mediante- a la «violencia divina» asumiré este enclave de percepción.

Los últimos párrafos tienen una fuerza inigualable para condensar la tesis del
pensamiento de Clarice Lispector respecto de su elaboración del tema a partir de haberse
anoticiado del hecho. Básicamente, a través de la renuncia del entendimiento pautado por
la lógica propia del saber científico y sólo superado por la apelación a una racionalidad
afectiva. La asunción de este punto de vista recuerda a su confesión del 2 de noviembre de
1968 en la crónica «Sensibilidad inteligente» (Lispector, 1999, p. 148) en la que destaca la
validez de un posicionamiento sensible e inteligente frente a la desnudez de lo fáctico. En
este sentido, plantea que «el que entiende desorganiza» (Lispector, 2007, p. 134) y apela a
la «locura» como una alternativa más cercana a la conciencia para redimensionar el valor
de una comprensión genuina [«Enloquecido entro en la vida que tantas veces no tiene
puerta, y enloquecido comprendo lo que es peligroso comprender, y sólo enloquecido
siento el amor profundo» (p. 135)]. Juega en este sentido con la idea de «orden» y se
cuestiona si el saber imparcial es más eficaz que el intuitivo para captar la esencia de los
fenómenos expuestos ante la vista. Aunque no concluye de manera aseverativa, deja claro
que hay un camino irreparable en la toma de posición, que si des-sensibilizamos nuestra
comunión con los otros podemos quedarnos con una verdad a medias. La frase «si yo no
estuviese loco, sería ochocientos policías con ochocientas metralletas y ésa sería mi
honorabilidad» (p. 135) no tiene desperdicio porque muestra la paradoja del entendimiento,
la falsa opción que nos lleva a sucumbir de la condición humana cuando renunciamos a la
empatía con el otro.

En lo que sigue, y a partir de tres elementos medulares para la interpretación de la


crónica, la autora se pronuncia de manera enfática acerca de a) una real justificación que
pasa muy lejos de las argucias burguesas para no comprometernos; b) la asunción del
miedo como variable del comportamiento y c) una advertencia clara sobre el ejercicio de la
fuerza. 9

El primer aspecto entronca en lo lingüístico y recuerda esa distinción también


aristotélica que permite pensar la separación entre hombre y animal que Jacques Ranciêre
recupera de la Política, según la cual «los hombres son seres políticos porque poseen la
palabra [logos] que permite poner en común lo justo y lo injusto, mientras que los animales
sólo poseen la voz [phoné], que expresa el placer o la pena» (Aristóteles, 2015) [I, 1253 a 9-
18], la misma que le permite afirmar que «toda la actividad política es un conflicto para
decidir qué es palabra o grito» (2011, p. 16). La argumentación de Clarice Lispector parece
calcada de este extracto recuperado por el filósofo argelino ya que las causas de la
desesperación de Mineirinho se explican por fallarle el habla humana, «está tan mudo que
sólo el grito brutal y desarticulado le sirve de señal» (p. 135). Aunque Lispector no aluda
explícitamente a la «animalidad» que esta pérdida del sonido le supone, nuestra reflexión
anterior sobre la zoé la sobreentiende. Y la traducción como grito de sus gestos se
construye sobre la pérdida del lenguaje articulado que le autorizaría el diálogo y la
ductilidad de la palabra en otros escenarios más favorables. Mineirinho dejó de hablar hace
un tiempo cuando advirtió que nadie se hacía eco de sus razones y reemplazó la voz
humana por la empuñadura del arma para hacerse escuchar. Pagó el alto precio de su
transformación animalesca pero se aseguró mantenerse vivo hasta sucumbir.

En esta inconfesada razón se articula el segundo aspecto, el miedo, que nos recuerda
que nuestra lucha tiene que ver con esa sustancia inasible que a menudo nos paraliza. «Un
hombre que mata mucho es porque ha tenido mucho miedo» (p. 135) señala Lispector, al
tiempo que piensa que el ejercicio de una bondad previa podría ayudar a conjurarlo en su
derrota.

Por último y ligado a estos dos aspectos que se reúnen en la misma demanda, una
advertencia final: «la maldad de un hombre no puede ser entregada a la maldad de otro
hombre: para que no pueda cometer libre y con aprobación un crimen de fusilamiento» (p.
135) como el aquí descripto sin estertores. Aunque explicitado desde el momento en que
cuenta los trece tiros que le dan muerte al facineroso, Clarice Lispector le pone nombre al
crimen y lo llama «fusilamiento». Esta palabra como tantas otras de su repertorio lexical no
está elegida sin previa maduración. La autora carga las tintas sobre este abuso de autoridad
pero no se lo endilga a la fuerza policial que materializó el asesinato únicamente cuanto a
esa sociedad invisible que se mueve por detrás y que alienta las prerrogativas de una
seguridad sin límite moral alguno. Basada en esta perspectiva es que anuncia como remate
lo que quizá sea su formulación más directa y menos metafórica,

Una justicia que no se olvide que todos nosotros somos más peligrosos, y de que
cuando el justiciero mata, no está protegiéndonos ni eliminando a un criminal, está
cometiendo su crimen particular, uno largamente guardado (p. 135).

Vuelve así al punto de partida de la crónica y se pone otra vez en la piel de quien
habla «como representante de nosotros» (p. 132) para conjurar un asesinato y un asesino. 10
Sólo que esta vez, hablando de ese otro que se oculta detrás del uniforme y no del que yace
en el suelo en medio de la sangre derramada.

IV

Apoyándonos en estas inferencias conceptuales que nos ha permitido el análisis de


«Mineirinho» vamos a dar un paso adelante ahora al poner en discusión algunas de las
categorías relevadas refiriéndonos a ellas con los términos benjaminianos expuestos en el
artículo «Para una crítica de la violencia». Sabido es que este texto se ha presentado oscuro,
críptico y elusivo para un gran conjunto de intérpretes de diferente rango disciplinar
(Jacques Derrida, Giorgio Agamben, Martin Jay, Axel Honeth, Judith Butler, entre otros) y
que la lectura en clave clariciana puede –en alguna medida- rendir alguna contribución
suficiente. Y esto porque –al decir de Jacques Derrida- posee cierta «coherencia» y cierta
«lógica», a pesar de su naturaleza enigmática y sobredeterminada (Derrida, 2010, p. 71).
Con este objetivo, operaremos –en consecuencia- las principales distinciones allí recogidas
para pensar la relación del derecho y la justicia.
Como nuestra intención rebasa la exégesis del texto benjamiano, sólo nos
concentraremos en aquellos aspectos categoriales que pueden ponerse en diálogo con la
crónica que estamos comentando. Y en este sentido, debemos considerar, en primer lugar,
la vigencia del derecho positivo como norma reguladora de los comportamientos en
sociedad. Clarice lo enuncia con contundencia al afirmar «Ésta es la ley» (132) casi al
inicio de su desarrollo. Lo hace para decirnos que Mineirinho actúa a su margen y que –por
lo tanto- experimenta su aplicación irreprochable. No se puede objetar que el sistema social
en su conjunto se construya sobre una convención admitida legalmente como tampoco que
nadie puede violentarlo sin saldar el costo de esa transgresión. De manera general para
«nosotros que nos refugiamos en lo abstracto», (Lispector, p. 135) se trata de un acuerdo
tácito que nos permite vivir en sociedad sin matar y sin que nos maten, como afirma
Lispector en la crónica.

Existe –en este sentido- un acto fundacional del derecho que pone este consenso en
vigencia para garantizar la paz y la seguridad; y –al mismo tiempo- un contralor
efectivamente constituido que regula cualquier acción en contrario que desarticule el
funcionamiento jurídico. Como estos dos vectores son «violentos» por naturaleza porque
implican una rigidez y una fuerza impuesta a la comunidad humana que constituimos con el
fin de preservarla, Benjamin se refiere a ella con las expresiones «violencia fundadora del
derecho» (rechtsetzend Gewalt) y «violencia conservadora del derecho» (rechtserhaltend
Gewalt) al tiempo que nos advierte que se mueven básicamente en la esfera del derecho 11
positivo aunque también se las pueda reconocer en el marco del derecho natural cuando
obedece a fines justos6.

Estas dos formas de violencia están presentes en el texto clariciano como pudimos
relevar en el apartado anterior. Y por eso, la muerte de Mineirinho, agarrado en flagrancia
por la fuerza policial (aunque en el marco de una «cacería»), no puede ser cuestionada.
Clarice lo sabe porque es abogada penalista. Si bien este aspecto está claro tanto en la
exposición del teórico elegido cuanto en la escritora brasileña que lo pone en escena hay
que decir que estamos en el terreno de la «violencia mítica», lo que le da una connotación
particular porque incluye al «destino» como deriva natural de esta conducta. Apoyándose
en el mito de Níobe, Benjamin desprende la siguiente conclusión que permite pensar la
«violencia mítica» tal como la imagina: «el orgullo de Níobe atrae sobre sí la desventura,
no porque ofenda el derecho, sino porque desafía el destino a una lucha de la cual éste sale
necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho»
(p. 173). Así, Mineirinho –sindicado como culpable- paga el precio que le cabe por
revelarse a un mandato atávico en el orden de las relaciones humanas ya que sus actos

6
«En el empleo de medios violentos para lograr fines justos el derecho natural no ve problema alguno, como
el hombre en su «derecho» a dirigir su propio cuerpo hacia la meta que persigue. Según la concepción
iusnaturalista (que sirvió de base ideológica para el terrorismo de la Revolución francesa), la violencia es un
producto natural, como una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas mientras no esté al servicio de
fines injustos» (Benjamin, 2010, p. 88).
exigen la necesaria aplicación de una ley que opere como castigo. Ahora bien, esta
constatación es clara y decisiva para sancionar los cargos del delincuente pero no para
calificarlos moralmente ya que el «castigo» recibido «redime al culpable, pero no de una
culpa sino del derecho» (p. 117) que así se siente reparado.

Para explicitar el funcionamiento de la violencia jurídica, tanto en el acto de crear el


derecho como en el de conservarlo, Benjamin recurre al expediente de los medios legítimos
y de los fines justos, operando algunas relaciones dialécticas que permiten derivar alguna
conclusión de cara a nuestro análisis. El derecho positivo se ordena en torno de la esfera de
los medios y estos pueden ser legítimos o ilegítimos según la relación que establezcan con
los fines perseguidos. Podría hipotetizarse, en este sentido, que dar muerte a un criminal
para preservar la vida y los bienes de la comunidad autoriza el procedimiento legal y que –
por lo tanto- el medio escogido es correcto y legitimable. No lo sería –por el contrario- si se
tratara de un acto de venganza por una razón personal, aunque fuera cometido por las
mismas fuerzas policiales y en su nombre.

El derecho natural a diferencia del derecho positivo enfatiza el valor de los fines
más que el de los medios y en este orden, la vida humana con su sacralidad podría
inviabilizar la práctica aun cuando esté bien conducida. La primera reacción que se tiene de
cara al texto clariciano es que esta razón es la que opera como transfondo, pero -no es así
necesariamente- si acompañamos la lectura hasta el final. El cuestionamiento de la autora
12
brasileña no pasa por la esfera de los fines y por lo tanto, del derecho natural, cuanto la de
los medios y por ende, la del derecho positivo pero poniendo en jaque su legitimidad. Es
importante hacer esta aclaración porque Clarice Lispector asume este punto de partida pero
lo supera. Precisamente, al pensar el papel que Benjamin atribuye a la «violencia divina»
entendemos con Gillian Rose que «la evocación de la fuerza divina nunca será un simple
medio» (Bernstein, 2015, p. 123) ya que desarticula estas bases teóricas.

Hasta este punto del razonamiento no hay nada para imputarle a Clarice Lispector
respecto de su saber y actuar en el plano de la escritura, situación que se revierte cuando
ella pone el acento en los trece tiros que recibió el delincuente y el acorralamiento del que
fue objeto para cuestionar el valor del mandamiento «no matarás». La primera observación
que puede hacerse a este resguardo conceptual es que es «subjetiva» y que por lo tanto, no
tiene valor asertivo más allá de un juicio personal, aspecto este no menor si consideramos
que el propio Benjamin tenía clara consciencia de que «existen ‘buenas’ y ‘malas’ formas
de Gewalt. Es decir, frente a la objetividad irreversible de los hechos, ella piensa, entiende,
conjetura… que fue exagerado el procedimiento que transformó un acto de justicia en una
cacería indiscriminada (un fusilamiento) como quedó expuesto más arriba al hacer el
análisis puntual de la crónica. Sin embargo, leer la subjetividad como un gesto vaciado
ética y políticamente sería prejuzgar de modo innecesario a la autora que tiene clara
conciencia del derecho. Uno podría pensar que –tal como lo expusimos en las páginas
precedentes- se trata de un corrimiento respecto del lugar de espectadora que le tocó
vivenciar para leer el costado ignorado de la ley desde otro lado, el de la víctima que sufre
las consecuencias. Sería perfectamente sensato si es que –benjaminianamente- no trajera
aparejada otra inflexión del pensamiento más afín.

Aquí es donde el concepto de «violencia divina» -concebida como violencia pura e


inmediata (p. 118) por el teórico en causa- dialoga de cuerpo entero con el mandamiento
bíblico de «no matar». La definición de esta figura «constituye el problema central de
cualquier interpretación del ensayo» (Agamben, 2010, p. 85) y por lo tanto, no puede ser
obliterada.

A la pregunta «¿Puedo matar?» sigue la respuesta inmutable como mandamiento:


«No matarás». Dicho mandamiento se halla situado ante la acción como Dios ante
el hecho que suceda. Pero, aunque no pueda ser el miedo al castigo lo que impele a
cumplir el mandamiento, éste no se puede aplicar sino que es inconmensurable
respecto a la acción [ya] cumplida. Del mandamiento no se deduce ningún juicio
sobre la acción. Y por ello, a priori, no se puede conocer ni el juicio divino sobre la
acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo tanto, no están en lo justo
aquellos que fundamentan la condenación de toda muerte violenta de un hombre a
manos de otro sobre la base de este mandamiento. El mandamiento no es criterio del
juicio, sino una norma de acción para la persona o comunidad que, en solitario,
deben saldar sus cuentas y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de
13
prescindir de él (Benjamin, 2010, p. 118).

Si el artículo completo del filósofo judeo-alemán resulta difícil de entender por la


rispidez de sus enunciados, en este aspecto en particular se hace densa. Lo que todos los
comentaristas acuerdan en señalar es que la violencia divina es no-coercitiva e «letal de
manera incruenta» (Benjamin, 2010, p. 114). Pretende la destrucción de la violencia mítica,
esto es, aniquilar (entsetzt) la vigencia del derecho positivo y expiar la culpa, pero con este
reparo: purificar al culpable, no de la culpa en sí, sino del derecho.

A mi juicio, ésta es la dirección que Clarice Lispector le atribuye a su crónica y por


eso no puede reducírsela a la de una subjetividad militante por más visceral que parezca a
veces. Cuando ella enuncia en un grito casi desesperado que «en Mineirinho se reventó mi
modo de vivir» (Lispector, p. 133) a partir de la enumeración de los trece disparos, pone
entre paréntesis la validez del derecho para hacer justicia y le quita poder emancipatorio.
Empieza –entonces- a formular de manera casi titubeante los argumentos que apoyarían la
constitución de una nueva legalidad en la que la violencia mítica se teja a contramano de
su positividad obrante. Esta violencia que –en términos benjamianos se asociaría a la
«divina»- es una justicia loca e inocente capaz de mudar por completo todas las cosas pero,
sobre todo, «previa».
La referencia a Dios que esta violencia trae aparejada y que –por eso- le da el
carácter de divina se contrapone en Walter Benjamin al mito y su realización «mítica»
porque desarticula su funcionamiento automático e impersonal para hacerse justa en
nombre de lo humano. De allí que «justicia» y «derecho» no sean recíprocos ni
complementarios en la lectura del filósofo europeo. La explicitación de los vocablos
alemanes en juego ayuda a entenderlo: «Creación de derecho es creación de poder (Macht),
y en tal medida [es] un acto de inmediata manifestación de violencia (Gewalt). Siendo la
justicia (Gerechtigkeit) el principio de toda instauración divina de un fin, el poder, en
cambio, es el principio propio de toda mítica instauración del derecho» (2010, p. 112).

Debemos traer a colación un componente más de la violencia divina antes de cerrar


este planteo y que tiene que ver con el abordaje que Judith Butler le da al tema cuando
comenta el texto de Benjamin admitiendo que «el mandamiento no es criterio de juicio,
sino una norma de acción para la persona o comunidad que, en solitario, deben saldar sus
cuentas y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de prescindir de él» (p. 118)
citada con anterioridad. A su juicio, la mejor manera de pensar el concepto errático en
cuestión es entenderlo como la expresión de una «violencia no violenta» que nace de una
comprensión más acotada del mandamiento bíblico de no matar. En palabras textuales,

En tanto problema ético, el mandamiento es aquello con lo que cada individuo debe
luchar sin contar con modelo alguno. Una respuesta ética al mandamiento es
14
rechazarlo [abzusehen], pero incluso ahí debe uno hacerse responsable de tal
rechazo. La responsabilidad es algo que se toma en relación al mandamiento, pero
no es dictada por este. En efecto, se distingue claramente del deber y, por
descontado, de la obediencia. Si hay una lucha, entonces hay algo semejante a la
libertad (Butler, 2014, p. 86).

La posibilidad de una violencia no violenta como la planteada por Butler guarda una
estrecha relación con la «justicia previa» que reclama Lispector, en el sentido de anterior a
una violencia cruenta que se evidencie en la sangre derramada y se reduzca a contar los
muertos. Es un imperativo del derecho que urge ser puesto a tono para aproximarlo a la
justicia a la que dice representar y que –hoy como ayer- sigue siendo imprescindible y
urgente. La agudeza clariciana pero también su radicalidad utópica se teje en esos
intersticios en los que -como el mesías de Benjamin- se cuela por la puerta estrecha del
derecho atenazándolo (Benjamin, 2009, p. 31) [Tesis B]ç y conspirando en contra de su
realización.

V
Es difícil apuntalar una conclusión definitiva sobre un tema que no se cierra con
facilidad y al que el teórico escogido ayuda a esbozar pero con más preguntas abiertas que
con respuestas concretas. De todos modos, el desafío se torna válido para insistir una vez
más en las preocupaciones sociales, históricas y políticas de Clarice Lispector respecto de
su tiempo y de la encrucijada filosófica que trajo aparejado para una sensibilidad tan aguda
y penetrante que eligió la escritura como arma de defensa.

En el análisis de «Mineirinho» y en los comentarios exegéticos ligados al


pensamiento de Walter Benjamin se esboza un camino de comprensión del fenómeno de la
violencia urbana que atraviesa nuestro día a día, pero también de la parcialidad, la
incompetencia o la desnudez del derecho para ponerle coto sin hacernos perder la
humanidad de nuestros actos. La búsqueda clariciana de justicia es un imperativo ético al
que es imposible renunciar.

Bibliografía

Agamben, G. (2010). Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.

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Del poder de Dios al juego de los niños (pp. 25-32). Buenos Aires: La Cuarenta.
15
Aristóteles. (2015). Política. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.

Batella Gotlib, N. (2007). Clarice, una vida que se cuenta. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Benjamin, W. (2010). Crítica de la violencia. Madrid: Biblioteca Nueva.

Benjamin, W. (2009). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. (B. Echeverría, Trad.)
Rosario: Prohistoria.

Bernstein, R. (2015). Violencia. Pensar sin barandillas. Barcelona: Gedisa.

Butler, J. (2014). A quién le pertenece Kafka? Santiago de Chile: Palinodia.

Derrida, J. (2010). Fuerza de ley. El fundamento mítico de la autoridad. Madrid: Tecnos.

Lispector, C. (1999). A descoberta do mundo. Rio de Janeiro: Rocco.

Lispector, C. (1998). Laços de família. Rio de Janeiro: Rocco.

Lispector, C. (2007). Mineirinho. In C. Lispector, Para no olvidar. Crónicas y otros textos


(pp. 132-135). Madrid: Siruela.

Rancière, J. (2011). Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal.


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