Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Touraine La Sociedad Post Industrial
Touraine La Sociedad Post Industrial
LA SOCIEDAD POST-INDUSTRIAL
Traducción castellana de
JUAN-RAMÓN CAPELLA U FRANCISCO J. FERNÁNDEZ BUEY
EDITORIAL ARIEL
Esplugues de Llobregat BARCELONA
Título del original francés: LA SOCIÉTÉ POST-INDUSTREELLE
Bibliothéque "Médiations" — Éditions Denoelrry
© 1969 y 1973 de la traducción castellana para España y América: Editorial Ariel, S. A. Esplugues de I.lobregat (Barcelona)
Depósito legal: B. 54.759 - 1973 ISBN: 84 344 0673 X
Impreso en España
La sociedad, a examen
Acaso sorprenda que se diga que el carácter más general de la sociedad programada consiste en que las
decisiones y los combates económicos no poseen ya en ella la autonomía y el carácter fundamental que tenían
en un tipo de sociedad anterior, definido por su esfuerzo de acumulación y por la obtención de beneficios a
partir del trabajo directamente productivo. ¿No es acaso paradójico formular semejante afirmación cuando el
conjunto de la sociedad está más caracterizado que nunca por los medios y los resultados del crecimiento
económico, y cuando la capacidad de desarrollo y de enriquecimiento parece ser la prueba por la que aceptan
ser juzgados todos los regímenes políticos y sociales?
Efectivamente, no se intenta afirmar que una sociedad postindustrial es la que, habiendo alcanzado
determinado nivel de productividad, y, por tanto, de riquezas, puede liberarse de la preocupación exclusiva
por la producción y convertirse en una sociedad de consumo y de tiempo libre.
Semejante afirmación es negada por los hechos menos discutibles. Nuestro tipo de sociedad está aún más
"movilizado» por el crecimiento económico que cualquier otro. Los particularismos de la vida privada, de las
sociedades locales, de los géneros de vida, se ven penetrados y destruidos por una creciente movilidad
geográfica y social, por la difusión de publicidades y propagandas, y por una participación política más
amplia que en otro tiempo.
Pero precisamente estos hechos son los que conducen a no aislar unos mecanismos propiamente
económicos en el centro de la organización y de la acción sociales.
El crecimiento es el resultado, más que de la acumulación de capital solamente, de un conjunto de factores
sociales. Lo más nuevo es que depende mucho más directamente que antes del conocimiento, y, por
consiguiente, de la capacidad de la sociedad para crear creatividad. Trátese del papel de la investigación
científica y técnica, de la formación profesional, de la capacidad de programar el cambio y de controlar las
relaciones entre sus elementos, de dirigir organizaciones y, por tanto, sistemas de relaciones sociales, o de
difundir actitudes favorables a la puesta en movimiento y a la transformación continua de todos los factores
de la producción, todos los terrenos de la vida social, la educación, el consumo, la información, se hallan
integrados cada vez más estrechamente a lo que antaño podían llamarse fuerzas de producción.
Frente a una situación así, se comprende que se produzcan reacciones defensivas; no son completamente
distintas de las que conoció nuestro siglo XIX, cuando la industrialización transformaba las tradiciones y los
legados del pasado.
Sociedades locales, ambientes educativos o formas de expresión cultural pueden luchar contra este enorme
desbarajuste y reivindicar el mantenimiento de su autonomía. A veces se acusa de «tecnocratismo» a quienes
insisten, como acabo de hacer, en el dominio del crecimiento económico y del cambio social sobre todos los
aspectos de la vida social y cultural. Pero no se olvide el ejemplo de la industrialización capitalista. ¿Quién
dirigió más eficazmente la lucha contra el capitalismo: quienes organizaban la resistencia de los sectores
precapitalistas o quienes, definiéndose por relación al capitalismo, organizaron el movimiento obrero y
lanzaron la idea socialista? Nuestra tarea consiste en reconocer la naturaleza de la producción, del poder y de
los conflictos sociales nuevos, más que en insistir sobre la fuerza de resistencia de antiguas formas de
organización social y de actividad cultural.
El crecimiento económico está determinado por un proceso político más que por unos mecanismos
económicos que se desarrollan casi por completo fuera de cualquier control social. Ya se hable de planificación
o se considere a la empresa como un sistema de decisión, el recurso a un análisis directamente sociológico
manifiesta esta correspondencia cada vez más general de las condiciones del crecimiento y del conjunto de la
organización social.
La autonomía del Estado respecto de los centros de decisión económica se hace más débil en todas partes
y con frecuencia desaparece. Las mayores inversiones escapan a los criterios de rentabilidad económica y, más
que por el beneficio simplemente, se deciden en nombre de las exigencias entremezcladas del crecimiento
económico y del poder.
Las formas de la dominación social resultan por ello profundamente transformadas. Cabe continuar
hablando de explotación económica, pero esta acción es cada vez menos diferenciable y pierde su sentido
objetivo para definir una consciencia de las contradicciones sociales, mejor traducida por la noción —criticada
a menudo y sin embargo más útil que nunca— de alienación.
Pues la dominación social adopta, mucho más que anteriormente, tres importantes formas.
En primer lugar, adopta la forma de la integración social, pues el aparato de producción impone unos
comportamientos que estén de acuerdo con sus objetivos y, por tanto, con su sistema de poder. Los actores
sociales se ven inducidos a participar, no solamente en el trabajo propiamente dicho, sino también en el
consumo y en la formación, en los sistemas de organización y de influencia que los movilizan.
Las líneas de defensa ocupadas por las profesiones o por los grandes principios, por la autonomía
profesional o por una u otra concepción de la «naturaleza humana» o de las tradiciones culturales, resultan
aumentadas por un sistema de producción en el que cada uno ocupa un lugar y un conjunto de funciones en
un conjunto de comunicación controlado y jerarquizado, preocupado por su integración interna, que es
condición esencial de su eficacia.
En segundo lugar, la dominación social adopta la forma de la manipulación cultural, pues, como se ha
señalado, las condiciones del crecimiento no se sitúan solamente en el interior del terreno de la producción
propiamente dicho. Es preciso actuar tanto sobre las necesidades y las actitudes como sobre el trabajo. La
educación escapa de las manos de la familia e incluso de la escuela, considerada como un ambiente autónomo.
Pasa cada vez más por lo que G. Friedmann ha llamado la escuela paralela, sobre la cual se ejerce más
directamente la acción de emisores centrales.
Por último, esta sociedad de aparatos, dominada por grandes organizaciones que son a la vez políticas y
económicas, se orienta más que nunca hacia el poder, hacia el control propiamente político de su
funcionamiento interno y de su entorno. A ello se debe que sea tan aguda la consciencia que tiene el
imperialismo de estos aparatos.
No resulta útil reducir el conjunto de estas formas aparentemente diversas de dominación social a una
nueva etapa del poder capitalista. En primer lugar, porque también se advierten, en formas particulares pero
muy agudas, en las llamadas sociedades socialistas. Ciertos grupos intelectuales reducidos pero muy
innovadores, como el de Socialisme ou Barbarie, han rechazado desde hace mucho tiempo la separación,
excesivamente ritual y excesivamente absoluta, entre sociedad capitalista y sociedad socialista, separación con
la que muchos se contentan demasiado cómodamente.
Tampoco se trata de decir que ya no existe diferencia entre las sociedades capitalistas y las sociedades
socialistas, sino que, a través de oposiciones profundas, se manifiestan unos problemas comunes, los cuales
obligan a redefinir en términos nuevos las diferencias existentes entre las sociedades industrializadas.
Hoy resulta más útil hablar de alienación que de explotación, pues el primer término define una relación
social, mientras que el segundo define una relación económica. Pero el hombre alienado no es aquel cuyas
necesidades «naturales» son aplastadas por una sociedad «deshumanizada» por el trabajo en cadena, las
metrópolis o los mass-media. Semejantes expresiones introducen una vaga filosofía moral, y se comprende la
irritación que suscitan entre los filósofos que conocen el empleo mucho más exigente de aquella noción en
Hegel. La alienación debe ser definida en términos de relaciones sociales.
El hombre alienado es el que carece de otra relación con las orientaciones sociales y culturales de su
sociedad que la que le reconoce la clase dirigente como compatible con el mantenimiento de su dominación.
La alienación es, pues, la reducción del conflicto social por medio
de una participación dependiente. Las conductas del hombre alienado carecen de sentido salvo si se
consideran como la contrapartida de los intereses de quien le aliena. Ofrecer a los trabajadores participar en la
organización de una empresa cuando no son dueños de sus decisiones económicas conduce a su alienación, si
no consideran esta participación como un giro estratégico en su conflicto con los dirigentes de la empresa.
Nuestra sociedad es una sociedad de alienación; no porque reduzca a la gente a la miseria o imponga
coerciones policíacas, sino porque seduce, manipula e integra.
Los conflictos sociales que se forman en esta sociedad no son de la misma naturaleza que los de la
sociedad anterior. La oposición se da menos entre el capital y el trabajo que entre los aparatos de decisión
económica y política y quienes están sometidos a una participación dependiente.
Aquí casi se podrían emplear unas palabras cuya inspiración es, sin embargo, muy diferente, y oponer los
elementos centrales a los elementos periféricos o marginales. Es frecuente oponer con estos términos las
naciones industrializadas al tercer mundo. La ventaja de este vocabulario consiste en recordar que la
dominación del imperialismo no asume necesariamente la forma de la explotación económica. También aquí
sigue siendo más justo hablar de participación dependiente. La economía de los países subdesarrollados sufre
las cargas y recibe las ayudas determinadas por las economías dominantes, situación que puede conducir a la
intervención militar para mantener la dependencia, incluso cuando no descansa sobre la defensa de intereses
directamente económicos.
El conflicto nace cuando esta alienación es combatida; cuando los elementos marginales dejan de
considerarse como tales, toman consciencia de su dependencia y emprenden una acción centrada sobre sí
mismos, sobre su autodeterminación, acción que puede llegar hasta reducir el nivel de la participación en
bienes materiales para
romper la dependencia. El conflicto sólo cobra toda su fuerza cuando la voluntad de ruptura se asocia a un
intento de desarrollo independiente y recurre, por tanto, contra las fuerzas dominantes, al tema del desarrollo
con el que se identifican éstas. La desalienación sólo puede ser el reconocimiento del conflicto social que se
interpone entre los actores y los valores culturales.
Esto es lo que da toda su importancia a la juventud. La juventud no es en absoluto una edad más
desfavorecida que las demás; por el contrario, lo está menos, pues, en un período de cambios rápidos, es la
edad que menos se ve alcanzada por la obsolescencia de sus capacidades. Precisamente porque, tanto en el
terreno de la producción como en el del consumo, la juventud es un grupo privilegiado, es el grupo más
sometido a la participación dependiente, y también el más capaz de oponerse a quienes identifican sus
intereses de clase con los del crecimiento.
En una sociedad que descansaba sobre el trabajo directamente productivo, era el obrero cualificado,
relativamente privilegiado (siendo mayor que hoy la diferencia de salario entre el profesional y el peón), quien
más directamente se oponía al capitalismo.
En una sociedad cambiante, la categoría más abierta al cambio y más favorecida por éste es la que se alza
más directamente contra la tecnocracia.
Se trata de un levantamiento social y cultural incluso más que económico, pues las luchas sociales, hoy
como ayer, movilizan dos órdenes de reacciones complementarios por la parte popular.
Por un lado, está el llamamiento a las orientaciones mismas de la sociedad contra su apropiación privada
por la clase dirigente; por otro, la resistencia de la experiencia personal y colectiva a unos cambios no
controlados por la colectividad.
La juventud, u otras categorías sociales, entran en la lucha porque están orientadas hacia el cambio y
también porque oponen su «vida privada» a la pseudo-racionalidad impersonal tras la que se escudan las
fuerzas dirigentes.
Pero, mientras que en la sociedad de industrialización capitalista esta resistencia de la vida privada
quedaba definida en el marco del trabajo y se apoyaba en la profesión o en la colectividad local, ahora, frente a
un poder de integración, de manipulación y de agresión que se extiende a todos los terrenos de la vida social,
lo que se moviliza es el conjunto de la personalidad.
De ahí el llamamiento a la imaginación en contra de las pseudo-racionalidades; a la sexualidad contra el
arte de agradar y adaptarse; a la invención contra la transmisión de códigos y tradiciones.
La sociedad, durante mucho tiempo embotada por la satisfacción de su éxito material, no rechaza el
progreso técnico y el crecimiento económico: rechaza la sumisión de éste a un poder que pretende ser
impersonal y racional, y que difunde la idea de que no es más que el conjunto de las exigencias del cambio y
de la producción.
Frente a una dominación social que se identifica con el crecimiento beneficioso, que sólo considera el
conjunto de las conductas sociales como medios de adaptación a las necesidades de este crecimiento,
concebido como un proceso natural y no social, se alza en una rebelión salvaje; la contrapartida, sin embargo,
es siempre la lucha en favor de la creatividad y contra los poderes y las coerciones de los aparatos. La
dependencia se convierte en conflicto; la participación, en «contestación»."
Quisiera insistir sobre un aspecto de esta rebelión e introducir aquí una reflexión sobre la Universidad que
R. Aron ya ha tenido ocasión de juzgar como «un despropósito». Precisamente porque los portadores del
conflicto social jamás son solamente los subprivilegiados, sino quienes se hallan a la vez más vinculados a los
objetivos innovadores de la sociedad y más sometidos a la participación dependiente, la Universidad se
convierte hoy en el lugar privilegiado de oposición a la tecnocracia y a las fuerzas dominantes asociadas a ella.
2. TOURAINE acertadamente, en el hecho de que un consumo acrecentado y más individualizado hace más
pesadas todavía las servidumbres del trabajo. En determinadas zonas el sindicalismo ha retrocedido, pero
cabe pensar que penetrará en todas partes en las actividades terciarias, como ya lo ha hecho en gran parte en
Francia.
Los jefes de empresa no estarían tan preocupados por los problemas de los cuadros si no les inquietara ver
introducirse la acción reivindicativa y la contestación social y política en este medio juzgado hasta hace poco
como bastante conservador.
No hay razón alguna para hablar de desaparición de la clase obrera o del sindicalismo. Creo, en todo caso,
que existe un acuerdo entre todos los sociólogos respecto a puntos tan sencillos. Quienes dudan de ello tienen
más deseos de polemizar que de examinar los textos. Pero dejado de lado todo malentendido, hay que volver
al verdadero problema.
Cuando se habla del papel de la clase obrera, no se alude al peso de una numerosa y subprivilegiada
categoría socioprofesional en la vida social. El movimiento obrero no es una asociación de inquilinos o un
grupo de defensa profesional. El interés que se concede a los problemas de la clase obrera y del movimiento
obrero se debe a la evidencia del hecho de que, en una sociedad cuya célula central es la empresa capitalista, el
movimiento obrero, movilizador de la lucha de clases o de la reivindicación, constituye el aspecto principal de
los conflictos sociales.
El movimiento obrero arremete contra el poder patronal; la clase obrera no es una categoría profesional,
sino una fuerza de lucha social.
No se trata de saber si desaparecen los obreros y el sindicalismo, sino de preguntar si el movimiento de la
clase obrera se halla hoy, al igual que ayer, en el centro de la dinámica y, por consiguiente, de los combates de
la sociedad. Esta cuestión clara merece una respuesta simple, incluso aunque en seguida haya que añadir
matizaciones y explicaciones complementarias: la clase obrera ya no es, en la sociedad programada, un actor
histórico privilegiado.
Y no porque el movimiento obrero se haya debilitado o porque se someta a los cálculos de tal o cual
partido político; menos aún porque sus pastores sean malos. Simplemente, porque el ejercicio del poder
capitalista en el seno de la empresa ha dejado de ser el resorte principal del sistema económico y, por tanto, de
los conflictos sociales. Cierto es, sin embargo, que en un país como Francia, donde la sociedad tecnocrática se
constituye a partir de un régimen capitalista muy vivo, la lucha contra el poder patronal sigue siendo un
elemento esencial de la crisis social.
Pero lo que se ha dicho al principio sobre los determinantes del crecimiento y sobre la naturaleza del poder
en la sociedad programada indica suficientemente que ni la empresa ni el sindicato son hoy los actores
centrales de la lucha en torno al poder social. Su papel sigue siendo importante, pero se sitúa, como diremos
más adelante, a mitad de camino entre los problemas del poder y los problemas de la organización de la
producción; a un nivel intermedio que llamaremos institucional. El debate y la lucha versan más sobre unas
decisiones que sobre el poder. La institucionalización de los conflictos puede producirse de manera más o
menos lenta y más o menos incompleta. Pero constituye ya un hecho irreversible. Esto no significa en absoluto
que nuestra sociedad avance hacia una paz industrial; más exacto sería decir lo contrario. Pero se trata de unos
conflictos que no ponen directamente en cuestión al poder social. Las luchas obreras no ponen en cuestión al
poder en los Estados Unidos, ni en los países de socialdemocracia occidental, y tampoco en los países de tipo
soviético. Solamente en países como Italia y Francia, donde la sociedad se caracteriza todavía
por los desequilibrios de la industrialización y la resistencia de fuerzas sociales y culturales arcaicas, el
movimiento obrero conserva, en el mundo industrial, una cierta orientación revolucionaria. Con todo, un
examen más atento de los hechos muestra que también aquí el sindicalismo, en conjunto, dista mucho de
constituir una fuerza revolucionaria ni tampoco un movimiento social activamente comprometido en una obra
de lucha directa contra el poder.
La fuerza de las reivindicaciones, el carácter conflictivo de las desigualdades sociales, y la frecuente
negativa, por parte del Estado y la patronal, a las negociaciones verdaderas, dan prueba de la importancia y
del vigor de la acción obrera. Pero éstas no son razones suficientes para reconocer a la clase obrera el papel de
actor central en los nuevos movimientos sociales.
Uno de los aspectos del Movimiento de Mayo más importantes para el futuro es que ha mostrado que no
era en los grandes sectores, más organizados, de la clase obrera donde estaba más viva la sensibilidad para los
temas nuevos de contestación. No fueron los ferroviarios, los portuarios ni los mineros quienes desbordaron
mayormente los objetivos puramente reivindicativos. Fue en los sectores económicamente más avanzados, en
los gabinetes de estudio, o entre los cuadros que ejercen funciones de calificación y no de autoridad, y,
naturalmente, en la Universidad, donde aparecieron los movimientos más innovadores y más radicales.
Es casi evidente que ningún movimiento social y político de grandes dimensiones podrá desarrollarse si
no penetra más ampliamente en la clase obrera, que representa a la parte mayor de los trabajadores
dependientes. Pero comprobar este hecho es algo demasiado trivial para que tenga interés, pues descuida por
completo la idea que orienta nuestra reflexión: que el motor de los problemas, de los conflictos y, por tanto, de
los actores que intervienen en la evolución histórica está en vías de cambiar.
Las luchas de mañana no' serán la reanudación o la modernización de las luchas de ayer.
La sociología, a examen
El análisis de una sociedad nueva supone una renovación del análisis mismo. En el presente caso, la
renovación ha de ser doble.
a) Por una parte, un análisis de la evolución social y de los movimientos sociales puede y debe ser
directamente sociológico. En el momento de la industrialización capitalista, es decir, de un proceso de
transformación económica excepcionalmente falto de control social, en cuyo centro actúan los capitalistas
-—no en un vacío político, pero sin control político;—, el análisis, necesariamente, estalla en dos ramas. Por
una parte, el conocimiento de los mecanismos económicos del capitalismo; por otra, el del «sentido de la
historia».
Dado que la sociedad está dominada por la economía en vez de gobernarla, no es posible análisis
sociológico alguno; éste es sustituido por el vacío que separa a la ciencia económica de las imágenes y de las
construcciones de un pensamiento social que formula en ideas la necesidad de recuperar, más allá de los
desgarramientos, de la acumulación y de la proletarización, la unidad de una sociedad racional y comunitaria
a la vez.
La sociología no nació directamente de lo que se llama, con razón o sin ella, la revolución industrial; es
coetánea de la reaparición, a finales del siglo XIX, de un cierto control social y político de las condiciones y de
las consecuencias sociales del desarrollo capitalista. Durkheim es su mejor protagonista, al esforzarse en
definir las formas de una nueva solidaridad social más allá del estallido capitalista.
Pero este análisis sociológico es limitado porque todavía define la sociedad en unos términos que siguen
siendo extraños a la acción de las transformaciones económicas. En la medida en que la actividad económica
pasa a ser el resultado de las políticas más que de los mecanismos económicos, se constituye el objeto de la
sociología y deja de existir la oposición entre el estudio del desarrollo económico y el del orden social.
Y todo ello no se produce sin dificultades, sin choques entre escuelas que no siempre son inútiles.
Hoy, cuando las técnicas de análisis económico formalizan el estudio de las decisiones y de las estrategias,
así como la coherencia de los elementos de la evolución económica, el estudio macroeconómico puede aislarse
cada vez menos del análisis sociológico, el cual, por su parte, ya no puede encerrarse en el mundo falsamente
integrado de las instituciones y de la socialización de los actores a las normas del orden social.
El corte entre las estructuras económicas y las conductas sociales es sustituido por el estudio unificador de
la acción histórica, de la acción ejercida por la sociedad sobre su propio cambio, a través de la aparición de
modelos culturales, de los conflictos de clases, de los debates y las negociaciones en torno al poder, de los
modos de organización y de las fuerzas de cambio.
h) Por otra parte, esta transformación de su objeto y de su razón de ser impone a la sociología la renuncia
a una imagen caduca de la sociedad. La sociología, aún con excesiva frecuencia, considera a la sociedad como
un personaje, como un sujeto que sustituye al sujeto humano de la tradición filosófica. Las necesidades
fundamentales de la sociedad no son más que una nueva transformación de la naturaleza humana y de la
mente. Se sigue repitiendo que los comportamientos sociales son interacciones regladas en las colectividades
por unas normas que transcriben valores culturales a través de las instituciones. La sociedad aparece, pues,
como fundamentada en su espíritu; es una consciencia que rige sus actos, que dirige sus relaciones con su
entorno y garantiza su orden y su equilibrio internos. Los comportamientos sociales manifiestan a la vez las
tensiones propias de toda organización diferenciada y jerarquizada y el dominio de los valores y de las
normas. Cualquier elemento de la vida social puede ser juzgado por su funcionalidad, es decir, por su
contribución a la integración y a la supervivencia del conjunto.
Esta sociología clásica se ve hoy justamente combatida. Siempre ha tenido adversarios, pero éstos a
menudo volvían a caer en una ideología del progreso, del movimiento y del conflicto, sin aportar ninguna
contribución positiva al análisis sociológico.
Como suele ocurrir, las críticas más decisivas han procedido en realidad del punto cardinal contrario. Ha
sido el estudio atento de las organizaciones y de los sistemas de decisiones políticas lo que ha hecho estallar la
sociología del orden social. Volviendo del revés la perspectiva clásica, ese estudio ha mostrado que las reglas y
las normas frecuentemente no eran más que acuerdos inestables y limitados, resultado de negociaciones
—'formales o no— entre intereses sociales con estrategias a la vez opuestas y combinables.
Quien posea el más pequeño conocimiento de los trabajos sociológicos no puede poner en duda la
importancia y la eficacia del giro que sustituye una sociología de los principios por una sociología de las
decisiones y de las políticas.
Hoy es preciso definirse respecto de esta sociología nueva y no ya por relación al antiguo funcionalismo.
Se la puede llamar neoliberal, pues analiza los comportamientos como búsquedas racionales de ventajas, que
se combinan, mediante mecanismos de influencia y de negociación, y que se orientan apuntando no ya a unos
valores, sino a unos objetivos impuestos por la transformación del entorno y por la competencia.
Esta sociología representa en la sociedad nueva un papel tan importante como la economía clásica en el
momento de la industrialización capitalista. Y corresponde a la práctica y a la ideología de las nuevas clases
dirigentes. Efectivamente: esta sociología afirma lógicamente que la adaptación calculada al cambio, así como
la capacidad de iniciativas estratégicas, están más desarrolladas cuanto más se eleva uno hacia la esfera de los
dirigentes. Los ejecutivos, por su parte, se ven reducidos a una gran rigidez, porque están «embarcados en el
mismo barco». Ciertamente, hay que esforzarse por acrecentar su libertad de maniobra así como la evolución
de las formas de trabajo y de organización y ayuda social, pero esta libertad será siempre limitada: y la
sociedad es dirigida más eficazmente por quienes son más liberales, es decir, por aquellos cuya estrategia está
más diversificada. Éstos son los dirigentes, los tecnócratas, que tratan de sacar el mejor partido posible de una
situación dada, que no se preocupan de imponer un orden moral y político, fuente de rigideces, de resistencias
al cambio y de burocratización, pero que son los más eficaces y garantizan, por tanto, un progreso económico
cuyo principal fruto es una descentralización de las decisiones y de las tensiones, fuente de adaptación caso
por caso.
En esta visión sociológica todo ocurre como si los problemas del poder y de las luchas sociales
pertenecieran al pasado. No hablemos más de poder: hablemos de influencia. No hablemos más de conflictos
de clases: hablemos de tensiones múltiples, que ya no se trata de eliminar sino de dirigir dentro de los límites
en que son negociables.
No es recurrir a las protestas sociales y a las construcciones intelectuales de principios del siglo XIX
oponer a este pragmatismo racionalista la existencia de los movimientos sociales y de las luchas en torno al
poder.
Es simplemente recordar que la dirección del crecimiento económico jamás ha estado a cargo de jugadores
de ajedrez, sino de actores sociales particulares, que refuerzan los intereses y el poder no ya de una familia o
de un capitalista privado, sino de un aparato; que imponen, mediante todos los instrumentos de control social
que tienen a su alcance, la participación dependiente de los miembros de la sociedad: no solamente el objetivo
general del crecimiento, sino un desarrollo dirigido por los aparatos y por las exigencias de su fuerza y de su
poder.
El desarrollo no aparece entonces como un conjunto de decisiones racionales y de arbitrajes, sino como lo
que está en juego en las luchas sociales, dominadas por la oposición de la innovación tecnocrática y de la
contestación basada a la vez en la crítica de los aparatos y en la defensa de la creatividad personal y colectiva,
creatividad que no se reduce a su eficacia económica.
La principal diferencia entre la sociedad programada y la sociedad de industrialización capitalista es que
el conflicto social ya no se define en el interior de un mecanismo económico fundamental, y que el conjunto de
las actividades sociales y culturales se halla comprometido más o menos directamente —y nunca de una manera
simple— en este conflicto.
La sociología de hoy está dominada por el enfrentamiento intelectual de una sociología de la decisión y
una sociología de la contestación. Ninguna de estas dos orientaciones debe negar a la otra, pues entonces
correrían el peligro de encerrarse en la buena conciencia y en la reiteración de la ideología. Deben luchar por
la explicación de los hechos. Su principal terreno de lucha es necesariamente la psicología política, pues esta
palabra es, en sí misma, portadora de ambigüedad: significa a la vez poder y decisión, luchas sociales y
organizaciones. Dado que el análisis económico es ante todo el estudio de las políticas económicas, el objeto
central de la sociología es el estudio de las políticas, es decir, de los movimientos sociales y, simultáneamente,
de las negociaciones sociales de las que surge una cierta institucionalización de los conflictos.
Durante algún tiempo, la sociología ha estado tentada de reducirse a la observación de las opiniones,
como si la actividad social no fuera más que un conjunto de opciones cuyos términos se proponen de manera
totalmente determinada de antemano. La actividad política, en este caso, ya no se distingue del consumo
político: ¿qué partido, qué hombre político se quiere comprar? ¿Está más o menos satisfecho de la obra del
gobierno? Nadie negará que sea útil tomar nota de estas opciones. Pero, limitándose a esto, ¿no se descuida
acaso el objeto propio de la sociología, la formación de la acción colectiva, por la que el consumidor se
convierte en productor, en actor de su sociedad y de su cultura? El estudio de las organizaciones y de los
sistemas de decisión ha superado ya muy eficazmente esta especie de contabilidad. Pero solamente la
intervención activa de los movimientos sociales y la reaparición de los grandes debates políticos pueden
imponer a la sociología el retorno a sus principales objetos de estudio: la producción de la historia, la
influencia del poder, las contradicciones de la participación dependiente y la invención del porvenir.
Los ensayos que componen este libro deben ser leídos como un conjunto de aportaciones al estudio de lo
que está en juego en cada caso, de los conflictos y de los movimientos por los cuales el crecimiento económico
se transforma en un tipo de desarrollo social, y a través de los cuales prosigue el enfrentamiento de la
participación dependiente y de la contestación creadora.
Marzo de 1969.
NOTA
En lo esencial, los textos que componen este libro pueden considerarse originales. Algunos lo son
enteramente. Otros se basan en artículos publicados ya, pero que han sido transformados tan profundamente
que incluso ha parecido necesario cambiar su título.
Quisiera, sin embargo, citar el origen de los artículos que han servido de punto de partida a varios
capítulos de este libro y dar las gracias a los editores y a los directores de revistas o de recopilaciones de textos
que me han permitido utilizarlos.
La presentación, La sociedad programada y su sociología, es inédita.
El Capítulo I es una versión nueva del artículo «Anciennes et nouvelles classes sociales», aparecido en la
compilación Perspectives de la sociologie contemporaine, publicada en homenaje a G. Gurvitch bajo la dirección de
Georges Balandier, París, P.U.F., 1968. Este texto fue escrito en 1965.
El Capítulo II se compone de dos partes. La primera es inédita. La segunda, relativa al análisis
internacional de los movimientos estudiantiles, ha sido publicada en Information sur les sciences sociales, París,
Conseil International des Sciences Sociales, en abril de 1969. Este texto fue escrito en diciembre de 1968.
El Capítulo III es una versión profundamente modificada del artículo «L'entreprise: rationalisation et
politique», publicado en un número especial de Économie appliquée, dirigido por François Perroux y François
Bloch- Lainé, París, P.U.F., oct.-dic. de 1965.
El Capítulo IV tiene como punto de partida el artículo «Loisirs, travail, société», aparecido en el número
especial de Esprit dedicado al tiempo libre, en 1959.
El epílogo es inédito.
Deseo, por último, expresar mi agradecimiento a Françoise Quarré, que ha releído estos textos y me ha
sugerido correcciones útiles, y a Yvette Duflo, Colette Didier y Fanny Penzak, que han tenido a su cargo la
preparación material de este libro.
1
Ante nuestros ojos se forma un nuevo tipo de sociedad: sociedad programada si se pretende definirla por
sus medios de acción, o sociedad tecnocrática si se le da el nombre del poder que la domina.
La noción de clase social, en el análisis y en la práctica sociales, ha estado vinculada demasiado
profundamente a las sociedades de industrialización capitalista para que no se ponga en cuestión
profundamente de nuevo a partir del momento en que se considera una sociedad en la cual la creación del
conocimiento, el poder de los aparatos de producción, de distribución y de información, y la vinculación de las
decisiones políticas y las decisiones económicas determinan una organización económica y social
profundamente diferente de la del siglo XIX. ¿Hay que renunciar a conceder al conflicto de clases un lugar
central en el análisis sociológico? Muchos son los que han estado tentados de responder afirmativamente, por
el simple hecho de que los instrumentos de análisis heredados del período anterior pierden, manifiestamente,
valor explicativo.
Nuestra intención es seguir un camino inverso: afirmar la fundamental importancia de las situaciones, los
conflictos y los movimientos de clases en la sociedad programada; pero no es posible realizarla más que
separándonos tan completamente como sea posible de imágenes y nociones históricamente periclitadas, y
aventurándonos en una renovación profunda del análisis.
Sin duda cabe tratar de adaptar las nociones viejas a nuevas situaciones, pero este ejercicio resulta muy
pobre, pues no da cuenta de la práctica social. Si se pretende conservar el empleo del concepto de clase social,
pese a derivarse de una experiencia y de una interpretación histórica particulares, no hay que empezar por
proponer una definición, sino por criticar y analizar el tema de las clases sociales y de la sociedad de clases, tal
como ha llegado hasta nosotros, sobre todo en Europa. Hay que partir, no de una proposición nueva, sino del
examen de un modo concreto de representación de la organización social.
1. Existen ambientes sociales, distantes cultural y socialmente los unos de los otros. Esta distancia está ligada
a la lentitud de la transformación de los legados sociales. De generación en generación se transmite una
cultura particular en el interior de unas unidades colectivas en las cuales las relaciones institucionales no son
separables de las relaciones personales.
Esta situación no está directamente vinculada a relaciones de clases. Éstas constituyen un principio de
organización social que es a la vez abstracto y general, puesto que define a los actores solamente por su
función económica y al nivel de la sociedad como un todo. Los legados culturales, por el contrario, son
concretos y particulares; son sistemas de orden que definen y reglamentan el conjunto de las relaciones
sociales en el interior de una unidad, cuyos límites son los del parentesco, el territorio y el oficio tradicional;
esto es: situaciones «transmitidas» más que «adquiridas»,
Incluso las clases dominantes tradicionales se definen, desde este punto de vista, ante todo por su propio
legado, más que por su función o por su poder de dominación. El papel de lo heredado es tanto más
considerable cuanto que la sociedad en vías de industrialización se halla más estrechamente ligada a una
sociedad pre-industrial, rural. Como han señalado todos los observadores de las sociedades occidentales, de
Tocqueville a Lipset, la resistencia de la sociedad tradicional refuerza la consciencia de las distancias, de las
barreras, de los símbolos de jerarquía social. En Francia, se prefiere hablar de burguesía que de empresarios,
para subrayar la viva vinculación existente entre los capitalistas y las clases dominantes pre-industriales, el
constante deseo de la riqueza adquirida de transformarse en riqueza transmitida, el de convertirse en renta
del beneficio industrial. La imagen del rico ocioso, que vive de las rentas de sus propiedades, que juega a
hacer de noble, sigue estando viva en este país; y también su contrapartida: la imagen del especulador, que
acumula el dinero para sí mismo, al margen de cualquier función social definida institucionalmente. La
literatura francesa del siglo XIX se refiere al financiero especulador y al propietario, pero ignora casi por
completo al jefe de empresa.
2. Las tensiones sociales de la acumulación, si no han sido más fuertes, al menos han estado más débilmente
institucionalizadas en Europa occidental que en las demás partes del mundo, llegadas más tardíamente a la
industrialización. De ahí la importancia, en esta región, de los temas proletarios. Las migraciones masivas en
el interior de una sociedad tradicional han implicado la superposición de los procesos de desorganización y
de reorganización sociales. Resulta característico que cuando se habla de la formación de la gran industria
mecanizada se piense sobre todo en los obreros de las diferentes profesiones y en los artesanos, cuyos oficios
ha destruido la producción en grandes series, más que en los trabajadores urbanos y rurales no cualificados,
para quienes el trabajo con la máquina ha representado una «especialización».
Los mismos comienzos de la industrialización han sido presentados, en Inglaterra o en Francia, como un
período de miseria y de crisis social, lo cual es discutible económicamente, pues, en conjunto, no se produjo
durante este período un descenso del nivel de vida popular, pero es exacto sociológicamente, pues el
desarraigo cultural y la sumisión directa a las presiones de la concurrencia y del autoritarismo patronal no
fueron compensados por casi ninguna intervención política.
La clase obrera europea ha estado privada durante mucho tiempo de derechos políticos y de derechos
sociales; sus organizaciones sindicales sólo pudieron formarse muy lentamente, a costa del sacrificio de
numerosos militantes y superando las más brutales formas de represión. La falta de un control político de la
industrialización ha implicado la superposición, justamente señalada por Dahrendorf, del conflicto industrial
y del conflicto político. Esta política liberal y esta situación proletaria han sido lo que ha dado su fuerza
explosiva al movimiento obrero, colocado en una sociedad sometida, en lo esencial, a las exigencias de la
acumulación capitalista.
La industrialización europea fue, en este sentido, excepcional. En ninguna otra parte las transformaciones
económicas fueron acompañadas de un control social tan débil, de una tal falta de influencia política de los
trabajadores urbanos e industriales. Los obreros ingleses esperaron durante un siglo —hasta las reformas
electorales de 1884-85— el acceso al derecho al voto de la mayoría de ellos. Paralelamente, el desfase entre los
comienzos de la producción de masa y los del consumo de masa ha sido en Europa el más considerable. Este
largo vacío de participación popular en la dirección y en los resultados del crecimiento económico es uno de
los rasgos del siglo XIX europeo.
3. Pero la industrialización no solamente ha estado dominada por el legado del pasado y por las presiones
del presente. Fue también, como lo es hoy, un proyecto de futuro, un modelo de sociedad. Solamente la falta de
un control social diversificado ha hecho que este proyecto se expresara en formas globales y en el marco de
grupos de intereses en conflicto. El mundo de la empresa y el mundo del trabajo se han opuesto entre sí,
apuntando cada uno de ellos a una reorganización de conjunto de la sociedad.
Una investigación extensiva sobre la clase obrera francesa ha permitido oponer la consciencia de clase,
así formada, a la consciencia proletaria. Ésta es, en primer lugar, sentimiento de exclusión y de explotación;
aquélla, por el contrario, es defensa de intereses de clase y apunta a la sociedad industrial a la vez;
llamamiento a la racionalidad y al progreso contra la irracionalidad y las contradicciones del sistema
capitalista. De la misma manera, probablemente cabría oponer la voluntad de enriquecimiento del patronato
especulador a la consciencia de clase del empresario liberal, que se refiere, tan de buena fe como los militantes
o los doctrinarios obreros, a la imagen de una sociedad de la abundancia en la que quedarían eliminadas la
miseria y la injusticia.
Si se habla aquí de consciencia de clase es para subrayar que el conflicto de los modelos de desarrollo no es
por sí mismo más moderado o más reformista que la tensión entre los capitalistas y los proletarios o la
oposición de las clases y de los ambientes en una sociedad tradicional. Por otra parte, este tipo de conflicto es
lo que mejor da nacimiento a movimientos sociales de larga duración, organizados, orientados por un
programa de transformación social, y capaces también de encontrar alianzas en otros sectores profesionales de
la sociedad. No es cometer un error grave identificar, por el lado obrero, este tipo de movimiento social con el
socialismo, tomado en todas sus formas doctrinales y prácticas, modelo general de organización y de
transformación de la sociedad.
Los tres elementos que se acaban de distinguir no solamente han estado superpuestos: también se han
combinado para dar nacimiento a la imagen histórica de la sociedad de clases. Ésta, efectivamente, representa
la sociedad como la oposición de dos clases fundamentales, de intereses contradictorios, comprometidas en un
juego de todo o nada en torno al poder y la riqueza: uno de los adversarios sólo puede acrecentar lo que posee
a expensas de lo que posee el otro. Por tanto, ninguno de los tres elementos que componen la imagen de la
sociedad de clases basta por sí solo para dar cuenta de esta concepción general del conflicto social.
Se ha dicho ya que la distancia que media entre los legados culturales conduce a una visión pluralista de la
sociedad, y no a una visión dualista. Cada grupo tiende a definirse por su particularidad cultural y
profesional. Las diferencias regionales, religiosas o profesionales han sido durante mucho tiempo una de las
causas de fragmentación del mundo campesino, al igual que del mundo obrero o incluso de la categoría de los
industriales. Esta última, con frecuencia, es más sensible a las constricciones de la familia o del grupo
financiero que a las de la clase económicamente dominante.
De la misma manera, una visión conflictiva de los modelos sociales de desarrollo, aunque tiende a
privilegiar unas coaliciones tanto más capaces de influir sobre el sistema de decisión política cuanto más
amplias son, no implica en modo alguno la idea de una ruptura entre dos bloques hostiles y extraños el uno
para el otro. Define a los actores por referencia al desarrollo; por tanto, admite por principio que su naturaleza
sea cambiante, que los elementos motores de cada coalición sean sustituidos constantemente por otros, y que
los trabajadores puedan aventurarse sólo parcialmente en una acción socio-política.
El conflicto de los modelos sociales de desarrollo opone entre sí a fuerzas y políticas sociales más que a
grupos o seres sociales. La idea de clases definidas como seres históricos completos y opuestos proviene, pues,
de la combinación entre el modelo «tradicional» de las clases, como entidades culturales, y el modelo
«industrial» de los conflictos entre grupos de intereses; de la combinación entre una concepción «concreta» de
las clases y una concepción «abstracta» de los conflictos de clases, que sólo se realiza en la situación de
acumulación liberal y de maximalización de las tensiones entre capitalistas y proletarios. Pero esta tensión,
considerada aisladamente, tampoco podría explicar la imagen clásica de la sociedad de clases. Conduce, por el
contrario, al fraccionamiento de las fuerzas existentes, a una situación de crisis en la que los capitalistas se
oponen entre sí por la concurrencia, mientras que los trabajadores, arrancados de su medio de origen,
expuestos a la inseguridad y a la miseria, no pueden hacer otra cosa que someterse, salir de apuros
individualmente o rebelarse en pequeños grupos y en breves oleadas de violencia. La fuerza de los legados
culturales, por una parte, y la de los proyectos de acción transformadora de la sociedad, por otra, es lo que
organiza la acción de las clases sociales. Más sencillamente, el tema sociológico de las clases sociales no tiene
sentido o interés alguno más que si existe un cierto grado de consciencia de clase. Ahora bien: la explotación
proletaria puede definir una situación de clase, pero es incapaz de explicar la formación de una consciencia y
de una acción de clase, puesto que toda acción social supone el señalamiento de objetivos, y, por tanto, la
definición de un cierto marco social de la acción colectiva.
Volvemos a encontrar aquí, en términos generales, la conclusión principal de nuestra investigación sobre
la consciencia obrera. La identificación de la sociedad con el conflicto de clases supone la combinación de tres
elementos: un principio interno, profesional y comunitario, de defensa de sí; la consciencia de las
contradicciones entre unos intereses económicos y sociales opuestos; y la referencia a los intereses generales
de una sociedad industrial.
Lo importante es subrayar que se trata de una combinación inestable entre elementos que no son
sociológicamente contemporáneos. Se ha producido solamente una vez en la historia de la industrialización: en el
curso de la primera oleada del desarrollo industrial, la de Europa occidental; y, en este marco limitado, ha sido
siempre muy parcial, como muestra la falta de unidad del movimiento obrero, que jamás ha conseguido
unificar a una clase obrera en una acción de orientación revolucionaria.
1. Los géneros de vida son sustituidos por niveles de vida en la sociedad de masas. Esta afirmación clásica
merece, probablemente, ser matizada: sin embargo, revela muy claramente la desaparición de los antiguos
fundamentos culturales de las clases sociales. Aquí lo que desempeña el papel principal es la evolución
urbana más que la transformación del trabajo; desgraciadamente, los ambientes residenciales nos son mucho
menos conocidos que los ambientes profesionales, a pesar de la importancia de trabajos como los que anima
P.-H. Chombart de Lauwe. De una investigación realizada en tres H.L.M." de la región parisiense parecen
desprenderse unas conclusiones que, pese a ser limitadas, señalan bastante bien dos modos de superación del
antiguo espíritu comunitario o de barrio.
Por una parte, los individuos en vías de ascenso profesional o social, en particular si son obreros, desean
un hábitat socialmente homogéneo, y por tanto estratificado; lo que se puede denominar un tipo «americano»
de hábitat: residencia familiar de tipo pabellón, relaciones de vecindad activas, acusada consciencia de
estratificación ecológica. Por otra, los individuos en situación de estancamiento, salvo las familias más
desfavorecidas, y particularmente entre los empleados de nivel relativamente elevado, aceptan mucho más
fácilmente una residencia colectiva, socialmente poco diferenciada, pero desean reducir sus relaciones de
vecindad y más en general su sociabilidad. La masificación del hábitat implica la disminución de las
relaciones sociales.
En los conjuntos de viviendas estudiados no hemos encontrado casi ninguna huella de un modelo
«popular» tradicional, caracterizado a la vez por una acusada heterogeneidad social y una acusada
sociabilidad. Una investigación americana, la de M. Berger, permite pensar que solamente en las ciudades
obreras, aisladas y homogéneas, se mantienen a la vez un fuerte valor de las relaciones de vecindad y una
clara consciencia de pertenencia a un medio obrero. Pero la importancia relativa de este tipo de hábitat parece
en franca disminución, dado el desarrollo de las grandes aglomeraciones y la multiplicación de los medios de
transporte. Andrieux y Lignon han mostrado que la consciencia de ser obrero era cada vez menos viva fuera
de la fábrica, en los diversos ambientes de consumo, mientras que seguía siendo fuerte en la empresa. Incluso
si no se aceptan las conclusiones de K. Bednarik, que más que analizar interpretan los resultados de la
investigación, no es posible rechazar los numerosos estudios que demuestran que los obreros jóvenes tienen
mucha menos consciencia que sus mayores de pertenecer a un medio social particular, sobre todo cuando
habitan en las grandes ciudades.
Mucho más evidente todavía es la decadencia de los géneros de vida campesinos, y la reducción de las
distancias culturales entre la ciudad y el campo. Los empleados son, en cambio, la categoría social cuyo
estudio parece a primera vista mostrar el mantenimiento de géneros de vida de clase. No se trata de que
constituyan un medio social y cultural homogéneo; todo lo contrario. Pero parecen vivir, particularmente si se
siguen los análisis de M. Crozier,' en la ambigüedad, alineándose los unos en un medio obrero o en una forma
nueva de medio popular, e identificándose los otros con la burguesía. Pero estos mismos términos han sido
heredados del pasado y describen mal la situación social de los empleados, de los que todos los observadores
están de acuerdo en reconocer que son los más sensibles a la preocupación del nivel social. Esta preocupación
no excluye en absoluto la imagen de medios cualitativamente diferentes, pero la subordina claramente a los
temas unidos de la estratificación y de la cultura de masa, es decir, de la participación jerarquizada, y,
progresando en oleadas, al consumo de masa.
Inútil insistir demasiado en hechos bien conocidos. La idea más nueva, y que señala claramente la
importancia de los cambios producidos desde el comienzo del siglo, es que el «pauperismo» ya no azota a una
determinada clase social, sino a categorías particulares: trabajadores de los antiguos centros industriales en
decadencia, personas ancianas, disminuidos físicos o mentales, amas de casa no cualificadas, minorías étnicas
o trabajadores extranjeros temporeros. El tema de la «pobreza» recubre un vasto conjunto de problemas
sociales: no se llama ya, como en el siglo XIX, «la cuestión obrera». En estas condiciones, la defensa de la clase
obrera ya no puede ser, ni es, la de los «pobres».
De la misma manera, la burguesía se define cada vez menos por su propio legado, y si los signos externos
de riqueza de gran número de personas son tan visibles como en otro tiempo, los símbolos de pertenencia a
una clase social superior son cada vez inferiores en número y menos claros. Esta decadencia de los medios y
de los géneros de vida tradicionales es solamente un aspecto de una transformación social más general: la
formación de una civilización industrial, cada uno de cuyos elementos se define no ya por su pasado o por su
esencia propia, sino por su lugar en un sistema de cambio. La naturaleza social es sustituida por la acción
social.
2. En este sentido, desde los comienzos de la industrialización, la noción de clase social ha perdido
constantemente importancia en beneficio del concepto de relaciones de clases, considerado como un elemento
central de la dinámica económica. Pero en el curso de la industrialización liberal de Occidente, la
descomposición de las comunidades tradicionales no ha dado nacimiento directamente a grupos de intereses.
Ha conducido primero a la formación de una masa falta de todo particularismo, pero privada también casi
totalmente de medios institucionales de intervención en el proceso de desarrollo, y definida,
consiguientemente, por sus privaciones, por la explotación de que era víctima, y no por sus orientaciones de
acción, elaboradas para ella o fuera de ella por dirigentes políticos, los cuales no siempre han sido
revolucionarios. Si, en un primer momento, lo que llama la atención es la disolución de las antiguas
comunidades, hoy la evolución más visible es la superación de esta condición proletaria.
La acción sindical y la intervención política han contribuido igualmente a la institucionalización del conflicto
industrial. Se puede y se debe señalar los límites que esa institucionalización tiene todavía, en particular en
países como Francia e Italia, donde no siempre es legal la existencia de secciones sindicales de empresa. A
pesar de todo, estas reservas no pueden inducirnos a negar la capital importancia de los éxitos obtenidos. Sin
volver sobre los aspectos más conocidos del desarrollo de las negociaciones colectivas y de la protección legal
de los asalariados, parece indispensable insistir sobre una importante consecuencia de esta evolución. En el
lenguaje sociológico se revela claramente por la creciente importancia del concepto de organización. Aplicado
primero al terreno técnico, y sobre todo al nivel del puesto de trabajo; extendido a continuación a la
administración y luego a la gestión de las empresas e incluso del sistema económico nacional o regional, el
concepto ha adquirido un sentido cada vez más social, indicador de la autonomía de un nivel de la
producción intermediario entre la ejecución técnica y el sistema de decisión. Un número creciente de
problemas ha aparecido como ligado a la existencia y al funcionamiento de las empresas, sobre todo de las
mayores, consideradas como redes de medios técnicos y sociales puestos en funcionamiento para conseguir
una producción eficiente.
La concentración del poder económico ha extendido considerablemente la autonomía de los problemas
propios de las organizaciones. Si se habla tanto de burocracia es porque los centros de decisión están cada vez
más alejados de los órganos de ejecución. El ingeniero o el obrero, situados en una empresa o en un grupo que
reúne a varias decenas o a varios centenares de miles de trabajadores; el militar de un ejército moderno; el
funcionario de una administración nacional o internacional, son cada vez más sensibles a su lugar en una red
de comunicaciones, a su capacidad para influir sobre decisiones que les atañen particularmente, incluso —y
tal vez sobre todo-— si estas decisiones no afectan al sistema «político» de la organización. Los sindicatos o los
órganos de participación de los asalariados en la gestión de su empresa tratan con un número creciente de
problemas relativos a la definición de las cualificaciones, a los sistemas de remuneración, a la organización de
las carreras, a la distribución de las facilidades sociales, a la mejora de las condiciones de trabajo, a la
reglamentación del empleo, etc.
Cada uno de estos problemas puede dar nacimiento a conflictos industriales y exige, por tanto,
procedimientos de reivindicación, de negociación y de mediación, los cuales han creído algunos que
conducían a la creación de una democracia industrial, aunque la práctica histórica indica claramente que se
desarrollan sin volver a poner en cuestión los fundamentos del poder económico y político en la empresa y en
la sociedad. La autonomía de los problemas internos de las organizaciones conduce a separar en gran medida
los conflictos del trabajo de los movimientos sociales con finalidades políticas. El sindicalismo es, en su propia
práctica, cada vez más autónomo por relación al movimiento obrero. Sería equivocado pensar que esta
autonomía de los problemas sociales de las organizaciones significa que en éstas se instaura la «paz
industrial», fruto de la mejora de las relaciones humanas y de los procedimientos de consulta y negociación.
Por el contrario, estas grandes organizaciones están necesariamente muy jerarquizadas, y, al mismo tiempo,
según la penetrante observación de M. Crozier,* los miembros de conjuntos tan amplios se definen en ellos
cada vez menos por una situación simple y por unos intereses coherentes. La no concordancia de los estatutos
particulares es una característica constante de las grandes organizaciones, al igual que la multiplicación de los
canales de influencia. No hay que infravalorar la importancia de ninguna de estas dos características
principales de las grandes organizaciones: su jerarquización y su complejidad; lo que la literatura clásica sobre
la organización del trabajo denomina, con una expresión muy clara, el sistema line and s t a f f , jerárquico y
funcional a la vez.
De aquí que los asalariados de una empresa puedan tener a la vez una consciencia muy clara del sistema
de autoridad en que se encuentran y presenten una versión muy diversificada —por funciones*— de su
empresa. Algunos autores, como A. Willener, han pretendido ver en ello la yuxtaposición de una visión «funcional» y
de una visión «de clase» de la sociedad. Esta conclusión parece excesiva. El reconocimiento de la distancia
jerárquica e incluso de la oposición entre «los de arriba» y «los de abajo» no implica realmente la idea de
conflicto de clases. El excelente estudio de Popitz y sus colaboradores, en Alemania, ha mostrado que, pese a
ser muy general la consciencia de los conflictos de autoridad entre los obreros siderúrgicos estudiados, eran
muy pocos los que concebían la sociedad como dominada por el conflicto de clases. De la misma manera que
es posible oponer los ricos a los pobres o los poderosos a los miserables sin indicar con ello una representación
de la sociedad en términos de clases —pues estas oposiciones pueden ser una consciencia de nivel, o la
presentación social de una imagen no social del mundo, que procede por parejas de oposición en cualquier
orden—, tampoco hay que ver en el reconocimiento de las jerarquías de autoridad el signo de una percepción de
las oposiciones de clases. Oponer a jefes y subordinados es reconocer la propia condición de miembro de una
organización, de una agrupación particular; no es necesariamente presentar un análisis de la sociedad. O.
Benoit y M. Maurice han mostrado que los técnicos, en una gran empresa moderna, eran más sensibles que
los obreros a los problemas relacionados con la jerarquía y con la carrera, pero recurrían más
infrecuentemente que ellos a un análisis en términos de clases de la empresa y de su dirección.
Por ello no podemos aceptar la proposición central del importante libro de R. Dahrendorf. Su análisis
sigue primero un camino paralelo al nuestro. Describe con mucha limpieza la desagregación de la imagen
compuesta de las clases sociales heredadas del siglo XIX, y, en particular, de la concepción marxista, pero
piensa que puede, al término de su análisis, definir las clases como grupos antagonistas que ocupan
posiciones opuestas en la escala de autoridad en organizaciones jerarquizadas (Herrschafts- verbande). En todas
partes donde hay dirigentes y dirigidos, hay conflicto de clases. Esto es olvidar la distinción, que parece
esencial, entre los problemas de la administración y los problemas del poder, y, por consiguiente, mezclar
situaciones diversas que son profundamente diferentes.
Por una parte, existen organizaciones sometidas a centros de decisión claramente exteriores, como ocurre
en el caso de las administraciones públicas, sometidas al poder político. En este caso, el conflicto entre jefes y
subordinados, por violento que sea, permanece en el interior de una organización particular, y corresponde a
un estudio del funcionamiento de esta organización o de un modelo de autoridad, y no a un estudio del
sistema de poder. ^Por otra parte, existen organizaciones voluntarias donde sin duda hay un sistema de
autoridad, en las que pueden desarrollarse, entre la base de los miembros y la oligarquía de los dirigentes,
conflictos; pero éstos no pueden ser confundidos con conflictos de clase; la base puede hablar de traición, pero
no de explotación o de alienación.
Sólo existe un caso en que todas estas situaciones pueden confundirse y en el que todo conflicto en una
organización es la manifestación de un conflicto social global: el de las sociedades totalitarias. Pero, en este
caso, es muy probable que el análisis no se lleve en términos de clases, sino más bien en términos de élite
dirigente y de poder propiamente político.
No se puede hablar de conflicto de clases por el solo hecho de reconocer la desigualdad de la
participación social. Sin embargo, la autoridad es, en una organización, al igual que la cualificación o que los
ingresos, un nivel de participación. Es evidente que los jefes, como los ricos o los cualificados, pueden tratar
de apropiarse del trabajo colectivo, o, más en general, de dirigir la colectividad según los valores y los
intereses de su categoría. Pero no hay en ello visión de clase más que cuando se lanza esta acusación, cuando
no solamente existe la consciencia de una distancia, sino también de una contradicción social. Dahrendorf
afirma, con razón, que el problema de las clases es el problema del poder, pero confunde poder y autoridad y
llega así a una definición de las clases tan general que engloba situaciones muy diferentes, corriendo el riesgo
de volver a caer en una concepción muy superficial: la oposición entre quienes dan las órdenes y los que las
reciben. Las relaciones entre el maestro y el alumno, entre el cuadro y el obrero, entre el soldado y el oficial,
entre el empleado y el jefe de la oficina, entre el enfermero y el director del hospital, ¿son de la misma
naturaleza? Responderíamos gustosamente que a veces lo son, efectivamente, pero solamente en la medida en
que existen problemas comunes a todas las organizaciones jerárquicas, y que no lo son si se consideran los
problemas del poder y de las clases sociales.
En una empresa privada, industrial o comercial, el poder económico y la autoridad interna a menudo
están confundidos en manos del jefe de empresa. Pero ¿acaso el mérito de la sociología de las organizaciones
no está en haberse esforzado constantemente por separar los dos tipos de problemas, a medida que la propia
práctica social los diferenciaba cada vez más? Y, en particular, los denominados cuadros, ¿no son acaso los
que ejercen la autoridad sin participar del poder?
3. Aquí es preciso volver al tema, evocado ya, de la concentración del poder, contrapartida de la
autonomía de los problemas internos de las organizaciones.
Y ello no para aceptar la imagen propuesta por C. W. Mills de una élite de poder, que actúa como un
grupo constituido, defendiendo de manera coherente los supuestos intereses unificados de todos sus
miembros, ya sean políticos, dirigentes económicos o jefes militares. Todas las observaciones desmienten la
existencia de semejante élite unificada, tanto en los regímenes liberales como en los regímenes totalitarios.
Pero tampoco sería aceptable decir que una sociedad no es más que el entrecruzamiento de los intereses de las
organizaciones particulares, afirmar que el mundo del poder ya no existe y que solamente existe la autoridad,
doblada de la influencia que da sobre los demás portadores de autoridad. Que el acceso al poder social está
cada vez más abierto, que el Estado no es un dios civil que planea por encima de un mundo de súbditos o de
criaturas, es tan cierto hoy como, con mucha verosimilitud, ayer. No es tampoco menos cierto que existe una
organización del poder, de la que puede decirse que es más poderosa y más coherente que antes, que dirige
directamente el empleo de una parte creciente del producto nacional a medida que aumenta la importancia de
los programas a largo plazo, sean económicos, científicos o militares.
Pero ¿no es preciso renunciar entonces al concepto de clase social y sustituirlo por el de clase política o,
más simplemente, por la oposición renovada de los intereses del Estado y los intereses de los ciudadanos?
Desgraciadamente, estas expresiones aportan más confusión que claridad. El Estado no es una unidad social
autónoma; ya no se confunde con el sistema de decisión político-económica. Al igual que la empresa, puede
ser considerado como una organización. Pero, inversamente, el sistema político no se confunde, salvo en las
sociedades totalitarias, con el aparato del Estado. Por consiguiente resulta preferible considerar aquí el poder
político-económico más que el Estado como institución.
¿Puede decirse que este poder, en una sociedad industrial avanzada, es un poder de clase? Cierto que, en
las sociedades modernas, los más ricos o los más poderosos consiguen obtener importantes ventajas,
fácilmente denunciadas como escandalosas; pero esto no puede ser respuesta suficiente para la cuestión
planteada. Mucho más importante es subrayar que las sociedades industriales avanzadas ya no son
sociedades de acumulación, sino sociedades de programación.
El futuro ya no lo garantizan principalmente las inversiones privadas, y ello porque el Estado asegura y
orienta una parte creciente de las inversiones económicas, y también porque las inversiones sociales,
particularmente en el campo de la educación, han aumentado considerablemente. Hoy las mayores empresas
no son los grupos siderúrgicos o químicos, sino la investigación espacial o nuclear, el Ministerio de Educación
o entidades análogas. El siglo XIX ha tenido una viva consciencia de la oposición entre el valor de cambio y el
valor de uso. Hoy, el problema principal es el planteado por el desarrollo y el consumo.
En el mismo momento en que se reconoce, con mayor claridad que nunca, que la elevación del nivel de
vida en el futuro es función de las inversiones presentes, la distancia entre las condiciones y los resultados del
progreso económico aumenta considerablemente. La eficacia de las inversiones depende cada vez más de una
compleja estrategia política y de los métodos de organización administrativa. En resumen: la inversión ya no
es función de un sector de la sociedad o, más precisamente, de una clase, sino de la sociedad entera. La
política ya no va de la mano con la organización económica, sino que la precede y la dirige. El progreso de la
economía aparece como el resultado, como el signo más visible del funcionamiento de la sociedad, es decir,
como el resultado de su aptitud para regir las tensiones que nacen necesariamente de la oposición entre las
inversiones y el consumo individual.
4. La separación que acaba de establecerse entre los problemas internos de las organizaciones y los
situados al nivel del poder de decisión económica debe ser entendida como una separación entre diversos
tipos de problemas sociales. Resultaría excesivo concluir de ello que los primeros son los problemas de la
empresa y los segundos los del Estado. Se está cerca de una división tan simple en las sociedades en las cuales
las actividades de las empresas, al igual que las condiciones del empleo y la remuneración, están
estrechamente dirigidas por el aparato estatal. Pero esto no es más que un límite, no alcanzado jamás
prácticamente. Más importante es recurrir a la distinción entre la organización, o sistema administrado, y la
empresa, unidad de decisión económica. Los conflictos propios de las organizaciones son los que se refieren a
las relaciones de sus elementos, sean individuales o colectivos, entre sí. Por el contrario, si un sindicato lucha
para conseguir un aumento de salario, se trata de una acción sobre la empresa. Cuanto más liberal es una
sociedad industrial, más importantes son las reivindicaciones y las negociaciones en la empresa; mientras que,
por regla general, en las sociedades dirigistas estos problemas se plantean en un plano más amplio.
Sin embargo, en todos los casos, a medida que el conflicto económico en la empresa deja de ser una
manifestación de la lucha de clases, puede ser interpretado cada vez más en términos propiamente
económicos, esto es, de poder de negociación de los grupos que se encuentran frente a frente en el mercado de
trabajo. Lo que limita las posibilidades de acción de los adversarios les obliga también a tener más «realismo»,
y, sobre todo, a circunscribir su negociación dentro de acuerdos contractuales generales o de reglas fijadas por
el Estado.
Esta creciente autonomía de las reivindicaciones y de las luchas salariales respecto de la política general
del movimiento obrero —autonomía claramente acusada en los países en que, como en Suecia, coexisten unos
acuerdos nacionales aprobados por la confederación patronal y la confederación obrera y un deslizamiento de
salarios (wage-drift) en las empresas— es la contrapartida, por una parte, del tratamiento de los problemas
internos de las organizaciones según diversos esquemas constitucionales, y, por otra, de la formación de una
política económica nacional ampliada, que controla o se esfuerza por modificar el movimiento de los salarios y
el de los precios. Las lachas salariales parecen tanto más vivas cuanto menos integradas están en una política
de conjunto; la reivindicación se hace más práctica y más hábil a medida que se separa más de un proyecto de
transformación de la sociedad.
Así, la separación entre los conflictos de las organizaciones y los conflictos de clases va acompañada de
una distinción entre la defensa pragmática de los salarios y la acción de transformación de la sociedad. Se
trata, naturalmente, de una distinción analítica; la estrategia sindical vincula constantemente estos diversos
tipos de problemas, aunque no por ello dejan de tener una creciente autonomía, manifestada por la existencia
de canales de tratamiento distintos para cada uno de ellos: sindicatos de empresa, organismos mixtos o
paritarios de consulta, y órganos de acción política y económica general.
3. Por último, a nivel de la ejecución técnica, lo más sorprendente es la rapidez del cambio. Los ingenieros,
los gabinetes de estudios y los laboratorios tratan por todos los medios de acelerar la «anticuación» de las
técnicas en uso. La esperanza de vida de las máquinas, de los procedimientos técnicos, de las formulaciones,
no deja de descender.
Es difícil decir en qué medida puede crearse de este modo un nuevo tipo de despilfarro. Muchos
observadores, sin embargo, han quedado sorprendidos por el hecho de que los gastos de equipo importantes
—por ejemplo, en medios de cálculo— se deciden sin un estudio profundo de los costes de la operación, solamente
porque una máquina nueva es un símbolo de modernidad. El gusto por el gadget no es propio solamente de
los individuos: también está extendido entre las empresas y las administraciones.
Los tecnicistas constituyen una categoría con escasas posibilidades de convertirse en una clase social, pues
están diseminados y, sobre todo, porque solamente pueden entregarse con cierto éxito a sus excesos si son al
mismo tiempo tecnócratas o burócratas. No es posible incluirlos, por tanto, en un nomenclátor de las nuevas
clases sociales.
El tecnicismo se manifiesta mejor aún por su incapacidad para captar el conjunto de los problemas que
plantea una organización. La complejidad de un sistema social se rompe con el recurso a unas reglas que son,
frecuentemente, ritos. Desde hace ya mucho tiempo, las críticas de la llamada organización científica del
trabajo han mostrado los errores a que conduce la reducción del trabajo humano a un encadenamiento de
movimientos elementales y la de la psicología obrera a una imagen empobrecida del homo oeconomicus.
Fábricas y administraciones saben también de la rigidez de este tecnicismo, contra el que se rebelan, sobre
todo, los operarios cualificados. Hay, sin embargo, una categoría de víctimas que tiene una importancia
particular.
El envejecimiento de las técnicas va de la mano con el envejecimiento de las cualificaciones. Se forma así
una categoría cada vez más numerosa de trabajadores envejecidos, de más de cuarenta o cuarenta y cinco
años, y a veces, incluso, en campos en los que las técnicas evolucionan rápidamente, de treinta o treinta y
cinco años solamente; se trata de nuevos trabajadores a media paga, la segunda parte de cuya vida activa es
una larga decadencia alternada a menudo con paros bruscos o repentinos hundimientos. Los «viejos» —tanto
estos trabajadores envejecidos como los retirados-— forman cada vez más claramente un proletariado nuevo,
rechazado por el progreso y explotado por él de la misma manera que otros lo fueron por la propiedad.
Los jóvenes, por su parte, pueden encontrarse en una situación análoga en la medida en que su formación
no corresponde a las necesidades técnicas de la economía, o son objeto de subempleo cuando el mercado de
trabajo les es desfavorable. Lo que con excesiva ligereza se denomina inadaptación de determinadas
categorías de trabajadores es más bien el signo de un sistema social en el cual la formación y el empleo de los
hombres no están organizados de manera que la evolución técnica y económica suponga para todos el
máximo de ventajas profesionales y personales, y en el que los individuos no están suficientemente
amparados por fuerzas de protección social.
Todos estos conflictos son de la misma naturaleza. Oponen a unos dirigentes llevados por la voluntad
de reforzar la producción, de adaptarse a las exigencias de la eficacia, de responder a los imperativos del
poder, y a unos individuos que deben considerarse menos como trabajadores que defienden su salario que
como personas y grupos que tratan de mantener e! sentido de su vida personal. Lo que estos
asalariados-consumidores buscan es la seguridad, es decir, un futuro previsible, organizable, que permita hacer
proyectos, contar con los frutos de unos esfuerzos consentidos.
Entre estas dos grandes clases o grupos de clases, la oposición principal no se debe a que los unos posean
la riqueza o la propiedad y los otros no, sino a que las clases dominantes están integradas por quienes dirigen
el conocimiento, por quienes detentan las informaciones. El trabajo se define cada vez menos como una
aportación personal, y cada vez más, en cambio, como un papel en un sistema de comunicaciones, esto es, de
relaciones sociales. El dirigente es el que actúa sobre los sistemas de relaciones sociales en nombre de sus
características y de sus necesidades; el dirigido afirma constantemente su existencia no como miembro de una
organización, como elemento de la producción o como súbdito de un Estado, sino como una unidad
autónoma cuya personalidad no coincide con ninguno de sus papeles. Ésta es la razón de que el tema de la
alienación tenga una aceptación tan grande, que a nuestros ojos está justificada. Salimos de una sociedad de
explotación para entrar en una sociedad de alienación.
No son las contradicciones internas del sistema económico las que dominan nuestro tipo de sociedad, sino
las contradicciones generales entre las necesidades de los sistemas sociales y las necesidades de las personas.
Esto puede ser interpretado en términos morales, de escaso interés sociológico, pues nada hay más confuso
que la defensa del individuo contra la maquinaria social. Pero resulta fácil superar esta interpretación.
Galbraith ha recordado con fuerza que el progreso económico es cada vez más directamente tributario no
solamente de la cantidad de trabajo y de capital disponible, sino de la capacidad de innovación, de la
capacidad de aceptar los cambios y de utilizar todas las capacidades de trabajo.
Sin embargo, una concepción mecánica de la sociedad tropieza, como tropezó el taylorismo, con la
resistencia de los individuos y de los grupos, hostiles a la manipulación, que frenan su producción,
adaptándose pasivamente a una organización y a unas decisiones en las que no participan. En una sociedad
cada vez más terciaria, es decir, en una sociedad en la cual el tratamiento de la información desempeña el
mismo papel central que desempeñó el tratamiento de los recursos naturales en los comienzos de la
industrialización, la forma de despilfarro más grave es la falta de participación en la decisión. Es sintomático
que todos los estudios muestren que la primera condición de ésta es la información. Pero esta observación
tiene consecuencias mucho más profundas de lo que con frecuencia se quiere ver. Estar informado no es
solamente saber lo que ocurre, sino conocer el expediente, las razones y los métodos de la decisión, y no
solamente los hechos aducidos para justificar una decisión. Por ello, los sindicatos o los comités de empresa
exigen examinar el balance de la misma y conocer la evolución de las diversas categorías de ingresos. La
información es, en realidad, acceso a la decisión.
La importancia capital de este problema queda subrayada por las dificultades con que tropieza su
solución. No solamente porque quienes detentan la información se resisten a difundirla y prefieren
atrincherarse tras afirmaciones pseudosociológicas, como han hecho muchos organizadores del trabajo (el
caso más conocido es el de Bedaux), sino también porque el acceso a la información supone ya una actitud
reivindicativa nueva: la aceptación de la racionalidad económica y el rechazo de la idea primera de que la
sociedad se halla enteramente dominada por el conflicto de los intereses privados; el recurso a unos expertos
cuyas relaciones con los responsables de la acción son difíciles, etc. La búsqueda de información expresa una
política social activa. La ausencia de información y, por tanto, de participación en los sistemas de decisión y
de organización, define la alienación. El individuo o el grupo alienado no es solamente el dejado al margen,
sometido a constricciones o privado de influencia, sino el que pierde su identidad como persona, que ya no se
define por su papel en un sistema de intercambios y de organización: es el consumidor empujado por la
publicidad y el crédito a sacrificar su seguridad económica a la adquisición de bienes cuya difusión se
justifica más por el interés de los productores que por la satisfacción de necesidades prioritarias; es el
trabajador sometido a unos sistemas de organización cuya eficacia global no excluye que tengan un coste
humano extremadamente elevado.
En la medida en que el conflicto de las clases de propiedad pierde importancia, se localiza y se
institucionaliza perdiendo así su fuerza explosiva, los nuevos conflictos ponen en cuestión la gestión de
conjunto de la sociedad y movilizan la defensa de la autodeterminación.
5. Acaban de ser definidos los principales conflictos sociales de las sociedades programadas. Pero la
experiencia de las sociedades de industrialización capitalista ha mostrado abundantemente que las categorías
más sometidas a una dominación social no son necesariamente las que desarrollan el combate más
activamente. Cuanto más alejadas están de los centros de poder, más explotadas son y, de la misma manera,
más limitada está su lucha a la defensa de las condiciones materiales de existencia, elevándose difícilmente a
una contestación ofensiva. Ésta es llevada adelante no solamente por unos grupos cuya capacidad de
resistencia es mayor —intelectuales o trabajadores cualificados que poseen un nivel de vida y de educación
más elevado, o una posición más sólida en el mercado de trabajo—, sino que también participan más
directamente en los mecanismos centrales del progreso económico.
La lucha no la realizan elementos marginales que solamente pueden levantarse momentáneamente o
apoyar con su masa acciones ofensivas, sino más bien elementos centrales que oponen a los detentadores del
poder los instrumentos de producción que éstos pretenden dirigir. Éste fue el papel de los obreros
cualificados, y éste es, hoy, el papel de los detentadores de la competencia científica y técnica. Se hallan
estrechamente vinculados a la actividad de las grandes organizaciones, pero no se definen por la autoridad
jerárquica que tienen en ellas. A menudo llegan a disponer incluso de una gran autonomía respecto de las
organizaciones que utilizan sus servicios. Son agentes del desarrollo, pues su actividad se define por la
creación, la difusión o la aplicación del conocimiento racional; pero no son tecnócratas, pues su función se
define como un servicio, y no como producción.
A nivel superior, en el que se sitúan los tecnócratas, están los profesionales, es decir, los miembros de
determinadas «profesiones», dos de las cuales tienen particular importancia en nuestra sociedad: la enseñanza
y la sanidad pública. Profesores, investigadores y médicos, que no son directores asalariados ni, en la mayoría
de los casos, miembros de las profesiones liberales, se encuentran en una situación mixta. Por una parte, su
actividad exige la existencia de organizaciones racionalizadas: escuelas, universidades, hospitales,
laboratorios de investigación, etc.; por otra, tiene por objeto el mantenimiento o el reforzamiento de la
capacidad de producción de los hombres y no ya de la producción material.
Los estudiantes o el enfermo son consumidores directos de la enseñanza o de la medicina. Seguramente
existen zonas intermedias en las que se mezclan profesiones y aparatos de producción, particularmente en las
organizaciones de investigación; pero esto no es suficiente para atenuar la diferencia de naturaleza que existe
entre los cuadros dirigentes y los profesionales, entre los «ingenieros» y los «doctores». Los profesionales se
definen mucho menos por su autoridad jerárquica que por su competencia científica. Aquí no cabe hablar de
clase social, pues los profesionales no son uno de los elementos de un conflicto social; componen una
categoría que a veces se une a los tecnócratas y a veces los combate. Se trata de una situación doble que pueda
darles un prestigio superior al de cualquier otra categoría, pero que también puede inducirlos a replegarse en
un corporativismo doblemente irracional y que irrita tanto a los burócratas como a los consumidores.
A un nivel menos elevado —aquel en el que hemos situado a los burócratas— se encuentran los expertos.
Intervienen en el funcionamiento de las organizaciones, pero sin pertenecer enteramente a ellas, incluso aunque sean
sus asalariados: ingenieros consultores, juristas, psicólogos, médicos de empresa, instructores y monitores, cuyo
número aumenta rápidamente y crecerá más rápidamente aún en el curso de los próximos años, llaman
constantemente la atención de las organizaciones en que intervienen sobre sus funciones externas, aunque, al
mismo tiempo, pueden poner dificultades a su buen funcionamiento al oponer sus principios generales a la
complejidad empírica de una red de comunicaciones técnicas y sociales. Al igual que los profesionales,
pueden no ser más que agentes exteriores de las empresas y de las organizaciones, pero, con frecuencia
mucho mayor, obligan a éstas a liberarse de sus problemas interiores y a mejorar su adaptación al conjunto de
la sociedad, lo cual es un modo de reforzar la vinculación entre la inversión y el consumo.
Al nivel de la oposición técnica es más difícil que se formen núcleos de oposición, élites reivindicativas,
aunque, naturalmente, el personal de ejecución es el que experimenta en todos los aspectos de su vida el
poder de los aparatos, de sus dirigentes y de sus organizadores. Sin embargo, ciertos obreros cualificados,
cada vez más sometidos a las coerciones ejercidas por la empresa, y en particular los obreros jóvenes, cuya
formación es mal utilizada por las empresas, siguen desempeñando un papel importante. Pero mientras que
antes estas categorías se hallaban en el centro de las luchas sociales, ahora son solamente un elemento de
ellas, de la misma manera que un director de fábrica ya no desempeña más que un papel subordinado en el
conjunto de los dirigentes económicos y políticos.
El principio general de nuestro análisis es que la formación de clases sociales y de una acción de clases
tiene más probabilidades de producirse en los sectores económicos y sociales donde la contradicción del
equipo y el consumo, donde la opacidad creada por la tecnocracia, se manifiestan más directamente, es decir,
en el núcleo de los grandes conjuntos organizados de producción y de decisión económicas.
Más precisamente, los grupos que manifiestan una resistencia particularmente acusada a la dominación
de los tecnócratas, de los burócratas y de los tecnicistas son los que, vinculados a la vida de las grandes
organizaciones, son y se sienten responsables de un servicio, y aquellos a quienes su actividad pone en
relación constante con los consumidores. Profesores, investigadores, estudiantes y urbanistas, a determinado
nivel; e ingenieros o técnicos de gabinetes de estudios, a otro, pueden sucumbir a la contradicción que nace
de su doble naturaleza de profesionales o de expertos y de hombres de la organización o de tecnócratas en
potencia; pero a veces la superan mediante una actividad reivindicativa. Siendo partícipes de los valores de
racionalidad y tecnicidad que se imponen a las sociedades industriales, defienden al mismo tiempo la
autonomía de sus condiciones de trabajo y de su carrera, oponiendo las exigencias internas de su grupo
profesional a las presiones ejercidas por el sistema de organización y de decisión.
De la misma manera que en el siglo XIX se formaron movimientos masivos de reivindicación social por la
conjunción de la resistencia de los obreros cualificados y la consciencia de explotación de determinadas
categorías de obreros no cualificados, se puede pensar que hoy y mañana han de ser estas élites de oposición
las que deben formar la vanguardia de nuevos movimientos reivindicativos, movilizando a las comunidades
en decadencia, a los trabajadores de edad víctimas de los cambios, o a los «usuarios» de los hospitales, de los
conjuntos de viviendas y de los transportes colectivos.
Sin embargo, para que se produzca semejante vinculación es preciso que existan medios suficientes de
movilización de la opinión; medios cuya importancia misma se coloca en general bajo el control de los
dirigentes o de los hombres de negocios. No es éste el lugar apropiado para describir las etapas de semejante
movilización; pero, siquiera para poner un poco de orden en un vocabulario mal establecido, se debe
distinguir diversos tipos de «fuerzas sociales».
Las clases sociales se sitúan al nivel del sistema de poder. Los grupos de intereses se colocan al nivel de las
organizaciones o de las colectividades particulares. Los grupos de presión, situados al nivel de la organización
técnica de la producción o del consumo, guardan una relación más indirecta aún con el juego político.
Si se admite esta distinción, puede decirse que la «clase obrera» es sustituida cada vez más por una
federación de grupos de intereses; mientras que, tal vez, unas agrupaciones de defensa local o regional,
ejemplos tradicionales de grupos de presión, pueden adquirir una dimensión de clase.
Naturalmente, una clase social o un movimiento de clase se esfuerza siempre por interpretar en sus
propios términos o en colocar bajo su influencia a grupos de intereses y grupos de presión emparentados con
él. La política social se vuelve todavía más complicada por el hecho de que las asociaciones que son los
instrumentos de una clase, de un grupo de intereses o de un grupo de presión siguen vinculadas durante
mucho tiempo a una determinada concepción de su propio papel, incluso cuando desempeñan otros; pero, al
mismo tiempo, pueden, por el contrario, convertirse en el órgano de expresión de fuerzas sociales nuevas.
Estas distinciones explican el papel particular de los estudiantes en la formación de los nuevos
movimientos de clases. Debido a que difícilmente forman un grupo de intereses o un grupo de presión, a que
no se ven coaccionados por las constricciones de las grandes organizaciones de producción, se comprometen
más directamente que otros en una acción de clases contra el poder económico y político.
La importancia del conocimiento en el proceso de desarrollo les da un papel que no es el de vanguardia,
ocupado frecuentemente por la intelligentsia. Se ven implicados directa y personalmente —al menos una parte
de ellos— en las nuevas relaciones de poderío y dominación. Pero si nuestro análisis ha considerado sobre todo
el conjunto de la vida económica, ello ha sido porque los estudiantes y los ambientes universitarios no
desarrollan una acción reveladora de nuevos conflictos sociales más que en la medida en que van más allá de
los problemas nacidos de la crisis y de las transformaciones de la Universidad. Los estudiantes no son una
simple vanguardia ni el grueso de un nuevo movimiento de clases. Es en la Universidad donde este
movimiento y los conflictos que se forman se revelan y se expresan más fácilmente. Pero la acción de los
estudiantes -—como se verá detalladamente en el próximo capítulo— no puede ser analizada enteramente como
la expresión de un nuevo movimiento social. En otras palabras: no se puede delimitar el sentido de la acción
estudiantil más que situándola en el conjunto de los problemas sociales de la sociedad programada.
La situación de los estudiantes debe recordar que los movimientos sociales no están animados por las
élites reivindicativas solamente. El movimiento obrero sólo ha cobrado todo su poder con la unión de las
élites obreras y los obreros sin cualificación estrechamente sometidos a las constricciones del mercado de
trabajo y de la empresa. En la sociedad programada, igualmente, sólo pueden formarse nuevos movimientos
sociales mediante la confluencia de las élites reivindicativas que acaban de ser citadas y las categorías que
padecen más directamente, y con menos defensas, los efectos del cambio social dirigido; las que sienten más
amenazada su identidad colectiva y que se ha intentado señalar más arriba.
Clases Clases Casos extremos de alienación Independientes Núcleos de resistencia a las clases
dominantes dominadas dominantes
Pero si los diversos niveles de dominación y de conflicto social no se superpusieran en amplia medida, no
se concedería tanta importancia a la estructura de clases de una sociedad.
Esta observación da toda su importancia al concepto de tecno-burocracia propuesto por Gurvitch, que
destaca la vinculación no solamente de la tecnocracia y la burocracia, sino también del tecnicismo. La
existencia de grandes organizaciones de producción, que pueden hallarse orientadas simultáneamente hacia el
poder más que hacia el progreso, burocratizadas más que organizadas, y ser tecnicistas más que estar
racionalizadas, constituye uno de los problemas sociales más importantes de las sociedades industriales
avanzadas.
Este problema es tanto más grave ■—y las consecuencias de la tecno-burocracia tanto más gravosas—
cuanto mayor es la unidad del sistema de decisión política, económica y militar. La forma extrema de esta
patología social es el totalitarismo; es decir: la sumisión del conjunto de la sociedad a los instrumentos del
desarrollo económico y del progreso social, sacrificando sus fines a su propio poder. El totalitarismo es
diferente del despotismo, que es el poder absoluto del aparato estatal; el despotismo es generalmente tanto
más acentuado cuanto más limitado es el campo de acción del Estado y cuanto menos se presenta este último
como el instrumento del desarrollo y del progreso, recurriendo a otros principios de legitimidad, como la
defensa nacional, la salvaguarda de los intereses de un grupo supuestamente superior por naturaleza, o la
herencia. Un régimen totalitario se manifiesta menos por el acaparamiento de las riquezas que por el control
absoluto de la información en todas sus formas, desde el contenido de los mass-media hasta los programas
escolares y la doctrina de los movimientos juveniles.
2. Frente a estas amenazas, que se centran en la dominación política y no en el beneficio privado, sería
ilusorio hacer un llamamiento a la resistencia de la «clase obrera», salvo que se dé a esta expresión un sentido
muy vago, que permita designar así a la masa de quienes reciben las órdenes, están sometidos a unas
reglamentaciones, viven de un salario y escuchan o contemplan programas retransmitidos para ellos. Pero
este empleo nuevo de una noción vieja tiene muchos más inconvenientes que ventajas. En particular, permite
creer, erróneamente, que la oposición a las nuevas formas de dominación debe nacer, naturalmente, en las
mismas categorías sociales que en otro tiempo, lo cual parece ser desmentido por los hechos.
También es anacrónico tratar de definir ejércitos sociales enfrentados los unos a los otros. Cuanto más se
pasa de las sociedades de acumulación a las sociedades de programación, más relieve cobra la importancia de
las relaciones de poder frente a la oposición de los agolpamientos sociales. La consecuencia de ello es que los
movimientos sociales no pueden ser «primarios», basarse esencialmente en el movimiento interno de la
reivindicación y en el papel de «militantes» surgidos de la masa. Este proceso de formación interna sigue
teniendo una importancia innegable, pero limitada. La distancia entre la expresión directa de un problema
social y su transformación en movimiento social no deja de aumentar, lo cual implica a la vez el
acrecentamiento del papel de la información de masa y la formación de élites de oposición.
3. Pero es preciso afirmar claramente lo siguiente: la condición proletaria, en una sociedad en vías de
enriquecimiento y de institucionalización de los conflictos del trabajo, ya no puede ser el tema central de los
debates sociales. El control de la información, la autonomía de las colectividades locales y la «desestatización»
de las instituciones universitarias, la adaptación del trabajo a la mano de obra, y una auténtica política de
rentas, en cambio, constituyen los objetivos en torno a los cuales pueden organizarse y se organizan los
movimientos sociales.
Incluso cabe plantear la hipótesis de que los problemas sociales más «sensibles» son aquellos en los cuales
la tecnocracia, los consumidores y los profesionales se hallan más directamente frente a frente, es decir, los
planteados por la educación, la sanidad pública y la organización del espacio social. La opinión pública los
aprehende menos fácilmente que los problemas del trabajo, pues éstos son explicados y tratados por las
organizaciones sindicales desde hace mucho tiempo; pero no parece que sea menos sensible a ellos, sino lo
contrario, pues hoy poseen una generalidad de la que carecen los problemas del trabajo, fragmentados por la
diversidad de las negociaciones colectivas; los primeros poseen también una importancia directamente
política, pues ponen en cuestión inmediatamente no ya unos mecanismos económicos, sino los sistemas de
decisión social. No es posible desarrollar aquí estas proposiciones, pero era indispensable presentarlas
siquiera brevemente, pues la sociología de las clases sociales no se distingue realmente del estudio de la
estratificación social más que en la medida en que es la definición de los terrenos, los objetivos y los medios
del poder de una parte de la sociedad sobre otras.
El estudio del capitalismo ha sido lo que ha dado su importancia al análisis de las clases sociales en las
sociedades de acumulación privada; y es ahí donde la violencia de los conflictos le ha dado su dramático
atractivo. Hoy, el estudio del control del equipo económico y social es lo que permite definir las fuerzas
sociales que se hallan frente a frente, y también lo que ayuda a prever la formación de nuevos movimientos
sociales en las sociedades definidas a la vez por la programación económica y por las exigencias crecientes
del consumo privado.
Al situarse en esta perspectiva es posible dar toda su importancia al estudio de los cambios y de las
reacciones que suscitan. Hablar de resistencia al cambio es peligroso: esta expresión invita a aceptar el cambio
como un progreso necesario, al que sólo pueden oponerse la ignorancia, la rutina y el tradicionalismo.
Por el contrario, se trata de saber en primer lugar en qué condiciones el cambio se convierte en progreso;
cómo los trabajadores, o, más en general, los actores sociales pueden participar. en las transformaciones
sociales y controlarlas, defenderse contra la arbitrariedad y sustituir las pretendidas exigencias de la
racionalización (del tipo de la one best way taylorista) por un debate abierto sobre los fines y los medios del
desarrollo. El objetivo principal de los movimientos sociales modernos es, mucho más que la lucha contra el
beneficio privado, el control del cambio.
Por tanto hay que evitar dos errores opuestos. El primero consiste en creer que los conflictos sociales
globales son sustituidos por gran número de tensiones y de conflictos particulares; el otro consiste en
contentarse con un aggiornamento de los análisis que resultaban adecuados para el capitalismo liberal.
No es posible superar estos errores opuestos más que subrayando la decadencia de las clases «reales»,
grupos concretos definidos por un tipo de relaciones sociales y de cultura y la formación de clases definidas
más directamente por su relación con el cambio y el poder de dirigirlo.
Las clases dominadas no se definen ya por la miseria, sino por el consumo y la ejecución, y, por tanto, por
la dependencia de formas de organización y de cultura elaboradas por los grupos dirigentes. No son
excluidas, sino integradas y utilizadas.
En nuestras sociedades, pues, un movimiento de clases se manifiesta a la vez por una lucha directamente
política y por el rechazo de la alienación; por tanto, por la rebelión contra un sistema de integración y de
manipulación. Se trata de una acción política y cultural más que económica; he aquí lo esencial, la diferencia
con el movimiento obrero formado en oposición al capitalismo liberal.
Semejantes movimientos empiezan apenas a formarse, pero siempre hablan del poder más que del salario,
del empleo o de la propiedad.
En las sociedades anteriores, los movimientos populares hacían siempre un llamamiento a la comunidad y
al trabajo en contra de unos dirigentes que detentaban privilegios personales y no eran productores. En la
sociedad programada, los dirigentes son, por el contrario, los organizadores de la producción, y defienden
menos unos privilegios personales que el poder del aparato. La acción desarrollada contra ellos no se centra
ya en la defensa de un grupo real: es a la vez rebelión contra un dominio multiforme y lucha contra el poder.
En la sociedad capitalista, el socialismo ha sido la voluntad de conquistar el Estado para destruir el poder
de los capitalistas. Pero la separación entre el Estado y la sociedad civil pertenece al pasado desde que el
poder ejecutivo ha sido sustituido por lo que B. de Jouvenel llama el poder activo. Los movimientos
populares, por tanto, se orientan menos hacia una acción propiamente institucional y recurren cada vez más a
la autogestión, esto es, a la rebelión contra los poderes. Pero sólo pueden conseguir importancia duradera si
esta reivindicación libertaria se vincula estrechamente a un programa de transformación de la gestión
económica. Y establecer esta vinculación será un proceso largo y difícil.
De ahí la dificultad del análisis sociológico: si registra las conductas y las opiniones directamente
observables, corre el peligro de cegarse para las tendencias nuevas; solamente un estudio profundo de los
movimientos sociales nacientes, de sus contradicciones internas, de su acción efectiva más que de sus
ideologías, puede aislar la naturaleza nueva de los conflictos y de los movimientos sociales en nuestra
sociedad.
4. Sería defender muy mal la importancia de los conflictos de clases en las sociedades programadas
reducir a ellos todos los problemas sociales y todas las conductas colectivas. Con demasiada frecuencia se
confunden dos proposiciones que sin embargo son independientes la una de la otra: la primera afirma el papel
central de los conflictos de clases en la dinámica social y política; la segunda señala que lo fundamental de las
conductas sociales debe ser analizado, finalmente, en términos de clases y de conflictos de clases. Esta
segunda proposición es la que ha dado su importancia política a la noción de clases. Pero empobrece
innecesariamente el análisis sociológico e incluso, en las condiciones actuales, cuando se forman nuevas clases
y nuevos conflictos de clases, conduce, paradójicamente, a debilitar el análisis de las relaciones de clases
porque las considera en todas partes en general y en ninguna precisamente.
No es posible mantener la validez de un análisis de la sociedad como sistema de clases, como
pretendemos, más que afirmando al mismo tiempo que los problemas de clases sólo constituyen una
particular categoría de hechos sociales; y que hoy son tanto más importantes para la reflexión cuanto que la
opinión tiende a no prestarles la suficiente atención, pero cuyas manifestaciones y consecuencias no siempre
son más espectaculares que las de otros problemas vinculados a la estratificación social o nacidos de los
peligros de guerra atómica. Al nivel de la sociedad global, y al de las organizaciones particulares, existen
problemas que ya no están vinculados al sistema de las clases sociales. Se trata, por ejemplo, de los problemas
de que habla Dahrendorf, y que Parsons, acusado a veces injustamente de atender sólo al consenso y el
equilibrio social, describe con mucha nitidez.1' La desigualdad de los niveles de cualificación, de educación y
de autoridad no solamente entraña tensiones y conflictos, sino que tiende a constituir ambientes que poseen
una cultura particular y que dan a sus hijos diferentes posibilidades iniciales.
La imagen de las grandes organizaciones que ofrece M. Crozier va más lejos, y se extiende acaso al
conjunto de la sociedad, coincidiendo con las conclusiones de J. Meynaud y de los observadores de los grupos
de presión. Presenciamos, efectivamente, una dislocación de las escalas jerárquicas, debido a la vez a la
multiplicación de las categorías de nivel intermedio y a la complejidad creciente de los canales de influencia.
Ello implica una mayor inseguridad colectiva; un desarrollo frecuentemente anárquico de la competencia y de
las negociaciones entre grupos sociales, organizaciones y profesiones; dificultades cada vez mayores para
adaptarse a cambios rápidos, y el desarrollo, subrayado por Janowitz, a consecuencia de una acentuada
movilidad social, de los prejuicios sociales y étnicos.
Lo importante es que los problemas nacidos de la diferenciación, de la movilidad y del cambio social
pueden aparecer cada vez menos como signos de un conflicto de clases más general. Son de otra naturaleza.
Estratificación y clases sociales no son solamente dos nociones que el análisis debe distinguir: son, ante todo,
dos conjuntos distintos de realidades y de problemas sociales. Su separación es una de las razones
fundamentales de la disociación de los problemas de clases y los problemas políticos. No se trata de que los
problemas de clases carezcan de expresión política. Por el contrario, esta expresión —como se ha dicho ya—■
es más directa que antes, por el hecho de que la oposición de las clases se define más directamente en
términos de control del poder de decisión socioeconómica. Pero el sistema político es a la vez un sistema de
influencia y un instrumento de toma de decisiones que afectan a la estructura de clases y la reflejan. Los
partidos políticos son a la vez coaliciones que tienden a conquistar la mayoría de los sufragios e intenciones
de acción política colectiva, que pueden ser analizadas en términos de clas.es.
Nuestro análisis equidista, pues, del análisis de Dahrendorf, para quien las clases son la expresión de la
distribución desigual de la autoridad en las organizaciones, y del análisis que contempla el nacimiento de un
régimen tecno-burocrático, inevitable o amenazador, sea para aprobarlo o para condenarlo.
La estructura de clase se define en términos de poder económico y social, no en términos de organización,
y tampoco en términos de régimen político. Ello permite afirmar que esta estructura puede ser estudiada en
todos los tipos de sociedades industriales, pese a oponernos a la idea, que se está formando ante nuestros
ojos, de un tipo general de sociedad industrial, definido por la dominación del poder tecno-burocrático.
De la misma manera que una sociedad capitalista puede definirse al mismo tiempo por la naturaleza de
las fuerzas y de los grupos que tienen acceso al poder político —clases dominantes antiguas, masas urbanas,
militares, políticos locales, etc.—, tampoco hay razón alguna para afirmar que una sociedad en la que existe la
amenaza tecno-burocrática puede ser analizada enteramente sólo desde este punto de vista. Por una parte, las
condiciones en las que se ha producido la acumulación del capital —en nombre de capitalistas nacionales, de una
potencia extranjera, de dirigentes políticos nacionalistas o revolucionarios— continúan caracterizando
profundamente a todas las sociedades industriales avanzadas; por otra, el acceso al poder de las categorías
no dirigentes es muy variable, pero raramente es nulo.
Por otra parte —y esto es más importante aún—, la existencia de un poder tecnocrático no excluye por sí
misma la de un proceso político, y, por tanto, la expresión política de exigencias sociales más o menos
diversificadas y más o menos elaboradas. Sólo ocurre de diferente manera cuando las fuerzas dirigentes
renuncian a su papel de desarrollo para defender solamente un aparato institucional. Dejan de actuar
entonces como una clase social para no ser más que un grupo político dirigente. Los tecnócratas no defienden
solamente su poder; hay una cierta autonomía de los objetivos del desarrollo por relación a la gestión social
del crecimiento y del cambio. Ello permite una presión social ejercida en nombre del desarrollo, pero que
pone en cuestión la gestión de éste. Por tanto, sólo existen conflictos de clases en la medida en que existe un
proceso político. Si se reduce al poder del grupo dirigente, los conflictos de clases son sustituidos por una
lucha política permanente. La obra de desarrollo económico y la voluntad de transformación social entran en
relaciones muy diferentes según las condiciones del cambio económico y social.
Cuanto más importantes son los obstáculos que debe superar una sociedad para industrializarse, más
fuertemente se vinculan «en la cumbre» las dos exigencias de desarrollo y de democracia. El caso extremo es el
de un gobierno revolucionario que garantiza el crecimiento y al mismo tiempo nuevas formas de participación
social, frecuentemente a costa de constricciones políticas fuertes o dictatoriales. En este caso, el poder es a la
vez muy tecnocrático y muy «popular», y ello se manifiesta por la sumisión de todos los elementos de la
organización social al acentuado dominio de un partido y de una ideología. Hemos recordado ya que
semejante sistema puede conducir al totalitarismo, pero este tipo de régimen no puede calificarse de
tecnocrático: el espíritu de partido y la fidelidad ideológica son en él principios más fuertes que el servicio a la
racionalidad técnica e ideológica. El tema aparece constantemente en las declaraciones del actual comunismo
chino.
Por el contrario, cuanto más se ha modernizado una sociedad sin graves crisis interiores, sin haber tenido
que superar la resistencia de las antiguas clases dominantes o la dominación extranjera, más débil es la
cohesión de las élites dirigentes; y la democracia utiliza entonces métodos liberales. El resultado es que los
ciudadanos están más sometidos a controles económicos que a obligaciones políticas.
El funcionamiento de estos dos tipos extremos de sociedades industriales es casi completamente diferente
y no hay razón alguna para pensar que semejantes diferencias tengan que desaparecer, sobre todo si se tiene
en cuenta la creciente distancia económica que separa a las sociedades desarrolladas de las sociedades
subdesarrolladas. Por consiguiente, es arbitrario definir un régimen político únicamente por el poder más o
menos grande que poseen en él los dirigentes tecnocráticos. Las clases dominadas no son solamente las
víctimas de los dirigentes, y éstos nunca son la expresión pura de los intereses propios del aparato de
producción.
El conflicto de clases no define la mecánica interna de una sociedad, sino solamente el debate principal
que se establece entre una voluntad de desarrollo y una exigencia de democracia social, que pueden no ser
igualmente defendidas por los mismos actores ni ser enteramente opuestas por la separación entre unos
dirigentes meramente productivistas y unos dirigidos preocupados tan sólo por el consumo y la participación
directa.
Puede ocurrir que las dos orientaciones normativas principales de una sociedad industrial se entremezclen
de diversas maneras en todas las categorías sociales, o que, por el contrario, la dicotomía de la sociedad sea
muy acentuada. Pero no existe fatalidad alguna que privilegie este estallido, ni ningún tipo general de
sociedad industrial, desde el más liberal hasta el más autoritario, que sea por naturaleza más propicio a la
formación de un régimen tecnocrático.
Al finalizar este estudio, que ha pretendido referirse a la evolución de los hechos sociales más que a la
definición de un concepto, es necesario obtener de él una conclusión general, relativa a la utilidad de la
noción de clase social para el conocimiento de las sociedades industriales avanzadas. Esta conclusión sólo
puede hacer suya una proposición presentada ya.
A medida que se desarrolla la civilización industrial, asistimos a la disolución de las clases como «seres»
sociales, como ambientes sociales y culturales reales, y a la extensión de las relaciones de clases como
principio de análisis de los conflictos sociales.
En la medida en que el progreso se realiza por acumulación en un sector particular de la sociedad (el
tesoro del Estado, el grupo de los grandes propietarios terratenientes o la empresa capitalista), la sociedad se
encuentra dividida entre la gran masa de quienes viven en una economía de subsistencia, que disponen
solamente de los recursos necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo, y la categoría limitada de
quienes acaparan el excedente disponible debido a la conquista, al comercio y a la ganancia. La sociedad está
dominada por esta contradicción interna.
La industrialización transforma radicalmente esta situación casi desde el principio. La rápida elevación de
los recursos disponibles sustituye la acumulación por la inversión antes de transformar esta última en equipo,
noción más amplia que engloba todas las formas de preparación y de empleo racionales, no solamente de lo
que se denominan factores de la producción, sino también, y ello cada vez más, de los sistemas de
organización y de decisión que los ponen en funcionamiento. Schumpeter, uno de los primeros en hacerlo, al
insistir en el papel del empresario, ha definido una transformación a la que los estudios sobre la organización
y la planificación económica han dado un sentido cada vez más amplio.
La productividad, la eficiencia, la racionalidad de las políticas de formación de los hombres, la
ordenación territorial, la organización de las comunicaciones y de los sistemas de autoridad en las grandes
organizaciones son elementos del progreso económico más útiles hoy para el análisis que los tradicionales
«factores de la producción»: capital, trabajo y tierra. Ya no es la concentración de los excedentes disponibles,
sino la organización racional del equipo técnico y humano lo que preside el desarrollo económico. En estas
condiciones, la aparición de dos clases fundamentales, reducida a su subsistencia la una y administrando la
otra los excedentes, y constituyendo ambas dos medios separados, pierde importancia. En este sentido, se
puede afirmar que la existencia de clases sociales, concebidas como seres sociales, y la de la sociedad
industrial son, por su mismo principio, incompatibles, de la misma manera que el mantenimiento de
situaciones «transmitidas» es incompatible con la formación de una sociedad basada en la adquisición y en la
creación (achievement).
¿Quiere decir esto que las sociedades industriales avanzadas no tienen una estructura de clases, sino
solamente un sistema de estratificación, y que tienen también un sistema político cada vez más complejo, en
el que concurren grupos de presión y coaliciones formadas para la conquista de los centros de decisión? Ésta
es la conclusión que no se acepta, al hablar de la formación de nuevas clases sociales.
El crecimiento económico y el cambio social están dominados por un conjunto más o menos unificado de
aparatos de decisión y de organización. Frente a estos aparatos se forman a la vez resistencias o rebeliones y
una voluntad de control democrático de los instrumentos y de los resultados del crecimiento y del cambio. Se
forman clases «reales» en la medida en que la dominación ya no está concentrada y en que las categorías
dominadas son suficientemente conscientes de sus intereses para defender un contramodelo de desarrollo en
lugar de oponer solamente unos intereses sociales a unas presiones económicas. La naturaleza de los
agrupamientos así constituidos define diversos tipos de sociedades programadas, pero se inscribe, cualquiera
que sea su diversidad, en la unidad de los conflictos sociales formada en torno a unas orientaciones del
desarrollo.
Hablar de clases sociales es, pues, aludir a problemas de clases más que circunscribir unos agrupamientos.
Y esto es solamente el término de una evolución iniciada con los comienzos de la industrialización, la cual,
manteniendo ante todo los mecanismos de acumulación capitalista, ha obligado a considerar cada vez más un
sistema de acción social que a unos seres sociales. El análisis de las clases sociales no ofrece por tanto un
marco general para el conocimiento de las sociedades industriales, pues constituye sólo un elemento de ellas.
Ello acaso le despoje de su atractivo, pero no disminuye en absoluto su importancia. Al lado del estudio del
sistema social, de su estratificación y de las relaciones entre sus elementos, y también al lado de un análisis
político de los conflictos y de las negociaciones entre unidades separadas, que forman unas fuerzas sociales
constituidas, debe afirmarse la importancia de un conocimiento de las orientaciones, de las clases y de las
relaciones de poder de una sociedad; en una palabra: de su experiencia histórica, orientada por valores de los
cuales ninguna de las partes es el depositario exclusivo, y que sólo se realizan por los debates y las
contradicciones que dan vida a esa experiencia. La estructura de clases es el espejo roto en el que la sociedad
reconoce, como algo único pero que ha estallado, el sentido de su acción.
5. Este estudio de prospección puede ser aceptado al menos como una reacción útil contra las ilusiones
mantenidas en torno a los temas de la abundancia y de la sociedad de masa. A principios de la
industrialización francesa, Balzac atendió al frenesí del dinero, al desquiciamiento de la sociedad; pero hubo
que aguardar hasta 1848 para que aparecieran a plena luz los problemas del trabajo industrial y del
proletariado. ¿Nos hallamos acaso en la sociedad nueva que se está organizando ante nuestros ojos, en un
momento comparable a aquel en el que escribía Balzac? Europa occidental ha entrado desde hace sólo diez o
quince años en el consumo de masa. Está fascinada por el automóvil y la televisión, y ávida, al mismo tiempo,
de disfrutar de un nivel de vida mejor. Es natural que los nuevos ricos europeos, salidos de la pesadilla de la
crisis y de la guerra, no vean en un primer momento más que el ascenso de la abundancia y no hayan
aprendido todavía a reconocer y a expresar los nuevos problemas sociales. Pero ¿hay que ceder enteramente a
la fascinación de las luces nuevas? Hay que ceder a ello, ciertamente, y dejar de buscar contra toda evidencia
las huellas de unos problemas y unas luchas pasadas; también hay que conservar un recuerdo bastante claro
de lo que fueron la industrialización europea y las luchas obreras, y no echar a perder unas palabras cargadas
de historia hablando al menor pretexto de clase obrera, de proletariado, de miseria y de revolución, como si
nada hubiera cambiado. Pero, sobre todo, no hay que contentarse con el nuevo liberalismo del
laisser-consommer, laisser-changer, como si el camino del futuro, empedrado de abundancia, de buenas
relaciones humanas y de «poderes compensadores», sólo estuviera obstaculizado por los vestigios del pasado.
Es verdadero y falso a la vez que los conflictos se sitúan cada vez más en el orden del consumo que en el de
la producción. Verdadero, ya que esta afirmación, tan difundida, tiene el mérito de romper con viejos modos
de análisis, de subrayar que la empresa y la acumulación privadas ya no son el elemento central de gestión de
las nuevas sociedades industriales, que son sistemas de decisión político-económica más que sociedades de
beneficio y de propiedad. Y es falso porque la defensa del consumo es insuficiente para definir la acción
reivindicativa de las clases dirigidas.
Las formas extremas de las contradicciones sociales pueden desembocar en un giro masivo de la inversión,
en una limitación autoritaria del consumo privado en beneficio del poder del Estado o de las grandes
empresas, pero la acción de los tecnócratas se justifica con frecuencia fácilmente en este terreno, mostrando
que una acrecentada productividad implica siempre, tarde o temprano, una elevación del nivel de vida. El
consumo puede concebirse como un elemento del sistema económico o como la expresión de la libertad de los
individuos y de los grupos. Por ello, lo que hay que oponer a la productividad no es el consumo en general,
sino la vida privada.
Hoy, los ciudadanos enriquecidos corren el peligro de ser sometidos a las necesidades del reforzamiento
del poder de producción; de ser manipulados por las propagandas, las publicidades, los estimulantes
financieros. Lo que pueden oponer a estas presiones sociales no es su simple deseo de consumir más, que los
conduce tanto a conformarse con la política de los dirigentes como a oponerse a ellos, sino su necesidad de
mantener una cierta unidad, un cierto grado de previsibilidad en su vida personal, tanto en el trabajo como en
el conjunto del sistema económico y social. Masificación y privatización son, según la expresión de E. Morin,
los dos principios complementarios y opuestos sobre los que se basan la dinámica y los conflictos sociales de
las sociedades industriales avanzadas.
Aunque sea todavía temprano para que las nuevas divisiones sean reconocidas y reciban un nombre, para
que los medios de las nuevas luchas sociales sean definidos y discutidos consciente y apasionadamente, es
necesario ya tratar de definir una nueva estructura social, de nuevos conflictos, de nuevos movimientos
sociales. Hoy le corresponde al sociólogo, como ayer al economista, escribir la historia del mañana.
2
Finalizada la guerra, las condiciones que produjeron el crecimiento económico y sus efectos por una parte
y las tensiones y conflictos internacionales por otra, atrajeron la atención tan completamente que fueron
muchos los que paulatinamente se fueron acostumbrando a pensar que, una vez superada la etapa de
despegue, nuestras sociedades industriales ya no se verían amenazadas por grandes conflictos sociales
internos. De pronto comenzaron a estallar movimientos estudiantiles casi al mismo tiempo y en países
diversos: unas veces se mantienen dentro de los recintos universitarios, pero en otros casos desencadenan
crisis políticas y sociales de carácter general. Y en todas partes replantean el problema de las alternativas
fundamentales y, en consecuencia, del poder en nuestras sociedades, elevándose por encima de la crítica a
una institución particular.
Vamos a tratar en primer lugar el tema del nacimiento de los nuevos movimientos sociales, que se han ido
formando lentamente a lo largo de las transformaciones sociales y culturales de las últimas décadas, pero que
sólo hoy se presentan con toda su fuerza.
Estos movimientos sociales nuevos no surgen con la claridad que seguramente les dará el futuro análisis
sociológico e histórico. Al formarse en un período de cambio social rápido el acontecimiento que constituyen
no tiene un sentido unívoco. Resistencia al cambio, irregularidad, crisis institucional unen sus efectos a la
acción del propio movimiento social, es decir, a la lucha que un actor histórico lleva a cabo para conquistar el
control de los instrumentos y de los efectos del cambio social, combatiendo contra uno o varios adversarios
empeñados en un esfuerzo semejante y antagónico. Por tanto, antes de interrogarse sobre la naturaleza,
formación y dinámica de estos movimientos, hay que realizar un paciente esfuerzo para separar e
individualizar los hechos que se mezclan en él.
a) La crisis universitaria
La descomposición del sistema universitario es el aspecto más visible de la presente crisis. En términos
generales, es también el aspecto que se analiza peor. La naturaleza y formas de la crisis de la institución
universitaria difieren mucho de un país a otro. Limitándonos al caso francés nos damos cuenta
inmediatamente de la paradoja que representa una Universidad en pleno crecimiento cuyos efectivos
aumentan con gran rapidez y cuyos establecimientos se multiplican desde hace diez años, y que continúa
con unos objetivos y una organización que no han sido transformados profundamente. El viejo molde se ha
resquebrajado bajo la carga; a pesar de un cierto número de modificaciones parciales, lo cierto es que no ha
sido reemplazado por un molde nuevo. ¿Cómo explicar la paradoja del crecimiento sin desarrollo ni
transformación del sistema universitario? Por extraño que parezca, apenas contamos hoy con análisis y
explicaciones de un fenómeno tan importante. Por tanto, vamos a esbozar una posible línea de análisis.
Parece que la renovación de un sistema institucional está ligada a la conjunción de dos fuerzas opuestas: la
presión que ejerce una nueva demanda social y una fuerte capacidad de decisión y organización, ya que una
institución, y en particular la universitaria, no puede ser la transcripción directa de un movimiento ni tampoco
un cuerpo «le reglas e instrumentos de funcionamiento.
Tanto en la época napoleónica como en las primeras décadas de la III República, el ascenso económico,
social y político de nuevas categorías o clases estuvo en Francia asociado al poder del Estado, que de hecho
detentaba el monopolio de la producción universitaria.
Por el contrario, en el período presente no sucede nada. de esto. La situación política hace que el ascenso
colectivo de la clase obrera no se haya producido. Es cr.cto decir que la Universidad se abre a categorías
sociales nuevas, pero este movimiento no es probablemente más importante que el movimiento inverso, aquel
mediante el cual las clases ricas Utilizan la Universidad para proporcionar a sus hijos e hijas los medios
—pagados por la colectividad nacional— para protegerse contra los riesgos de una recaída social. La facilidad
que muchos estudios presentan, la inflación rápida de las facultades de letras, frecuentemente menos
exigentes con respecto a los estudiantes, contribuyen en gran manera a aumentar el papel de paracaídas social
de la Universidad. La democratización va con retraso respecto del crecimiento en lugar de aventajarle.
Por su parte, el Estado, aun cuando está capacitado para elaborar grandes proyectos nacionales, no trata
de proporcionar los medios de una intervención activa en la vida económica y social. Lucha con sus propias
tradiciones burocráticas. A pesar de los no despreciables esfuerzos de modernización, la Educación Nacional
es una administración extraordinariamente vetusta, privada de medios de acción modernos.
Así, pues, en el momento en que se establece una unión dinámica entre un Estado organizador y un
empuje social, se observa cómo se forman estrechas relaciones entre notables de cada profesión y la burocracia
administrativa. Tales socios se entienden fácilmente sobre el tema del crecimiento, que por una parte amplía el
mercado del trabajo y por otra da testimonio de la vitalidad y estabilidad del sistema social. Sin embargo,
experimentan las mayores dificultades cuando han de plantearse su propia situación y han de interrogarse
sobre el nuevo lugar que la Universidad ocupa en la nación. La política se reduce a una gestión que se realiza
mediante un constante vaivén entre notables, profesores y sindicalistas y funcionarios ejecutivos. Cada vez
más las ideas y las realizaciones nuevas se refugian en los márgenes de la Universidad y particularmente en
los organismos de investigación.
La crisis de la Universidad no se debe a la tutela de un Estado todopoderoso, sino al papel de un Estado
demasiado débil, incapaz de elaborar una política, sobre todo porque no ha sido transformado por la presión
de las nuevas categorías sociales ascendentes.
El corporativismo y la burocracia, formas debilitadas y a menudo caricaturescas del impulso social y de la
capacidad de decisión política del Estado, se unen fácilmente para encerrar en sí mismo el cuerpo
universitario y para crear esa extraña situación en que el crecimiento es la religión de todos, el sostén de las
reglas establecidas y de los intereses adquiridos, el deseo común.
La descomposición de la institución universitaria produce reacciones cada vez más violentas. La
Universidad aparece como un sinsentido y como un polo de resistencia al cambio social. No obstante, a este
nivel del análisis, aún no se puede comprender la formación de un movimiento social. Los comportamientos
que explica el análisis que acaba de hacerse son ante todo el retraimiento, la indiferencia, la burla o el
ritualismo. Se entra o no se entra en el juego, pero la Universidad no se vive como un asunto serio.
3. Los estudiantes y la clase obrera. — En los Estados Unidos, en Japón, en Checoslovaquia o en Francia el
movimiento estudiantil no viene definido por la defensa de los intereses de los estudiantes, sino por el
llamamiento que dirigen a las categorías sociales dominadas por el sistema económico y político. En los
Estados Unidos, la lucha contra la guerra de Vietnam y contra la segregación racial es inseparable de la acción
propiamente estudiantil; en Polonia o Checoslovaquia, la lucha está dirigida contra el aparato político del
Estado y no contra las autoridades universitarias. En Francia, la tradición de las luchas sociales, la débil
integración social de la clase obrera marcada por el autoritarismo patronal, la debilidad de los sindicatos y la
fuerza del partido comunista dirigen de manera natural la acción estudiantil hacia la clase obrera. De la misma
forma que en otros tiempos el movimiento obrero tuvo como programa la alianza con los campesinos, en el
momento actual un nuevo movimiento que se basa en los trabajadores intelectuales proclama la necesidad de
su unión con los obreros. Pero esta unión no es fácil. El aspecto más visible del Movimiento de Mayo es que en
Francia se ha realizado más profundamente que en otros países. Los métodos de gestión social, el paro de los
jóvenes, la congelación de los salarios reales y una política gubernamental caracterizada particularmente por
los ataques al régimen de la seguridad social son otros tantos elementos que contribuyen a explicar la
coincidencia de estudiantes y obreros, coincidencia que, sin embargo, sólo se realizó en caliente después de la
noche de las barricadas y bajo la consigna de una oposición común al poder gaullista.
Pero la mezcla de estudiantes y jóvenes obreros en las manifestaciones que se realizaban en la calle o el
desbordamiento de los aparatos sindicales en algunas empresas no deben ocultar lo esencial. La masa del
movimiento obrero no ha seguido el empuje revolucionario de los militantes estudiantiles. Es fácil, pero
arbitrario, decir que la clase obrera ha sido traicionada por sus dirigentes políticos y sindicales. La C.G.T. ha
sido parcialmente desbordada, pero por trabajadores que querían una victoria como la del 36, un espectacular
retroceso del poder patronal, y no una revolución. Las fábricas no se han abierto a los estudiantes. Los
cuadros de la C.G.T. que habían empezado a modernizar su acción sindical no estuvieron dispuestos a
comprometerse en una acción que su central calificaba de aventurera.
La acción sindical no es revolucionaria, y no por culpa de sus dirigentes, sino porque no es en la empresa
industrial donde está el centro del poder. Está, por una parte, en un sistema económico internacional que pesa
sobre la economía francesa mediante la necesidad de la competencia; está, sobre todo, en el complejo sistema
de las relaciones entre grandes grupos económicos y el Estado. Hace ya tiempo que la sociología se dio cuenta
y expresó este cambio al reemplazar el concepto de empresa por el de organización. Lo que se denominaba
una empresa es hoy especialmente un sistema de organización, un conjunto de medios, un aparato de gestión.
Las condiciones del crecimiento económico están menos ligadas que en otros tiempos a los riesgos y
beneficios del empresario privado. Hablar de progreso económico es hablar de formación, de investigación
científica y técnica, de información económica, de ordenación del territorio, de formación y movilización del
ahorro; por tanto y ante todo, de los mecanismos en los que el poder político desempeña un papel esencial,
directo o indirecto.
El sindicalismo obrero mantiene un importante papel: no sólo en la defensa económica de los asalariados,
sino también en la lucha contra formas arcaicas de autoridad y de gestión e incluso en la participación
conflictiva en ciertos aspectos de la planificación. Pero los intereses obreros son, cada vez más., intereses
particulares. El sindicalismo es una realidad histórica inseparable de la empresa privada. Pero puesto que ésta
no es ya el centro de las decisiones, el sindicalismo tampoco puede ser el corazón de los movimientos de
transformación social. Estas consideraciones indican la distancia que separa al sindicalismo obrero del
movimiento estudiantil. No significan de ninguna manera que el nuevo movimiento social no pueda sacar sus
fuerzas de la empresa. También en ella está presente el poder tecnocrático. Lo que quiere decirse es solamente
que no puede ser ya el sindicalismo el privilegiado dirigente del movimiento antitecnocrático. Los obreros
sólo intervienen en la lucha en la medida en que, como otros, están colocados en una situación de
participación que depende del cambio social. Puede pensarse que muchos elementos obreros participaron
activamente en el Movimiento de Mayo; eso no significa que el actor central de las luchas actuales sea la clase
obrera, definida por su relación con la propiedad capitalista.
d) La revuelta cultural
La combinación de todos los elementos que acabamos de diferenciar no basta para dar cuenta de todos los
aspectos del movimiento ni, en particular, de las formas de participación de sus militantes. A este respecto se
ha hablado de revolución cultural y de repulsa ante la sociedad de consumo. Tales expresiones me parece que
encubren por lo menos tres realidades diferentes.
En primer lugar puede admitirse que en una situación de cambio rápido se produzcan algunas reacciones
de defensa de los géneros de vida, mentalidades y formas de organización amenazados por este cambio. Pero
si se han producido reacciones psicológicas de esta naturaleza se ve mal qué tipo de conductas colectivas han
podido determinar. Frecuentemente vemos cómo los movimientos nacionalistas recurren al pasado cultural
para oponer resistencia a un cambio determinado que viene del exterior. La llamada al pasado se convierte en
un medio indirecto al servicio de una política orientada hacia la construcción de un futuro independiente.
Pero este «nativismo» no se ha manifestado en un movimiento de jóvenes que viven en un medio urbano y no
pertenecen a ningún medio cultural y social tradicional fuertemente constituido y cuya integridad hubiera
estado amenazada.
En segundo lugar es, naturalmente, más «expresivo» que «instrumental» un movimiento social que no ha
encontrado aún su lugar en el juego político y que puede proclamar con mayor facilidad una ruptura que
introducir transformaciones. La palabra es el arma de los que aún no pueden tener una estrategia propiamente
política. El Movimiento de Mayo no chocó directamente con una clase dirigente, sino con una sociedad en la
que el poder de los nuevos dirigentes tiende a identificarse ampliamente con la misma evolución social. A la
utopía tecnocrática, según la cual el crecimiento económico implica de forma natural el progreso social, un
movimiento social sólo puede responder mediante una contrautopía, la imagen de una sociedad comunitaria,
espontaneísta, igualitaria. Es precisamente de esta manera como se formaron los primeros movimientos
anticapitalistas del siglo XIX.
En segundo lugar, y aquí radica el hecho más importante, la naturaleza propia de los conflictos sociales en
nuestra sociedad programada es distinta a la que tiene en las sociedades de industrialización capitalista. El
poder económico se ejerce en ella sobre el trabajo, y la lucha contra el paro, los bajos salarios y todas las
formas de explotación económica se organiza precisamente en términos económicos. Hoy los trabajadores no
están sometidos a la ley del beneficio tanto como a lo que demasiado suavemente se llama exigencias del
cambio. Los centros de decisión y poder manipulan al hombre no ya solamente en su actividad profesional
directa, sino en sus relaciones sociales, sus modos de consumo, la organización de su vida de trabajo. La
oposición ya no puede ser específicamente económica; es más global porque el dominio del poder sobre la
sociedad es también más global (al mismo tiempo que a menudo más difuso y a veces menos directamente
autoritario).
Una sociedad orientada no hacia un cierto modelo de orden y jerarquía sino hacia un modelo de cambio,
es también necesariamente una sociedad en la que se afirma el apego a la identidad personal y colectiva. Este
apego toma formas diversas que van desde la voluntad de autodeterminación hasta la presión directa de la
individualidad, la sexualidad, los grupos primarios. La sociedad científica es también una sociedad salvaje en
la que todo lo que se resiste a la integración y a la manipulación cultural estalla con una gran fuerza,
particularmente en la juventud, que no está aún inmersa en la red de obligaciones de las grandes
organizaciones y en las presiones del nivel de vida.
Por tanto, la importancia de la revuelta cultural está representada simultáneamente por el hecho de un
movimiento todavía utópico, prepolítico, y por un fenómeno central y duradero relacionado con la naturaleza
de las nuevas obligaciones sociales.
a) La fusión de mayo
La importancia del Movimiento de Mayo en Francia viene dada por el hecho de que un malestar
estudiantil, manifestado en la huelga de noviembre de 1967 en Nanterre o en los incidentes ocurridos en
Estrasburgo un poco antes o en Nantes un poco después, se transformó rápidamente en un movimiento social
y político que afectó al conjunto de la sociedad francesa y levantó amplio eco en muchos otros países. No hace
falta señalar aquí los hechos que ya muchos libros han expuesto. Bastará insistir en las relaciones entre los
elementos constitutivos del movimiento. Tiene importancia el hecho de que las acciones que se han llevado a
término en Nanterre, animadas principalmente por Daniel Cohn-Bendit, han conseguido amalgamar una
agitación estudiantil, poco organizada pero capaz de una gran difusión, con temas de conflicto social y
revuelta cultural, planteados por los grupúsculos. Éstos existían desde hacía tiempo sin conseguir extender su
influencia. Las posiciones de algunos, como los situacionistas, eran lo suficientemente extremistas como para
aislarse voluntariamente del medio estudiantil al que hacían objeto de su sarcasmo. De forma inversa, la
huelga de noviembre en Nanterre se debía especialmente a la voluntad de reforma universitaria y de
participación en la gestión de la Universidad. La tarea del Movimiento 22 de Marzo consistió en haber llevado
la reivindicación estudiantil mucho más allá del dominio de las reformas universitarias y haber hecho estallar
a los grupúsculos encerrados, como todas las sectas, en sus conflictos doctrinales, la búsqueda de la pureza y
el gusto por programas abstractos. Pero franqueada esta primera etapa, una vez formado el movimiento,
había un gran riesgo de verle encerrarse en la afirmación de sí mismo, multiplicar los escándalos y los ataques
sin conseguir otra cosa que provocar en la misma Universidad resistencias cada vez más grandes. Es entonces
cuando interviene la ruptura, debida menos al movimiento estudiantil que a las autoridades administrativas.
A partir del 3 de mayo, la política vacilante y a la vez represiva de las autoridades lanza al movimiento a un
teatro cada vez más amplio de actividades.
Al comienzo no existía ningún medio de expresión y de organización política que permitiera fundir el
descontento estudiantil y las actividades de los grupos revolucionarios. La crisis de la Universidad era
demasiado profunda como para que pudieran tener una acción real movimientos simplemente reformistas.
Esto se ha visto muy bien en Nanterre, donde la Comisión paritaria no ha tenido ninguna actividad real
porque la mayor parte de los delegados estudiantiles eran muy conservadores y la mayoría de los profesores
muy reticentes. Ningún partido político tenía muchos militantes activos en la Universidad, ya que la misma
U.E.C. se había debilitado considerablemente con la marcha de sus elementos más activos.
Inmediatamente después de que se abriera el conflicto, el desafío lanzado por el Movimiento 22 de Marzo
y la represión administrativa y policíaca permitieron la formación de un movimiento de masas y el
desencadenamiento de una crisis social y, después, política.
En ese momento se mezclan todos los aspectos del movimiento que habíamos diferenciado en el análisis y
se refuerzan mutuamente. El movimiento no ha progresado de abajo arriba, sino desde los extremos hacia el
centro. No son los problemas nacidos de la crisis universitaria, ni los proyectos políticos de los grupos
revolucionarios los que atrajeron la atención en mayo, sino la formación de un amplio movimiento social que
por primera vez permitió ver cómo se formaban en diversos puntos de la sociedad y se conjugaban fuerzas de
contestación que ponían en tela de juicio las orientaciones y el poder de una sociedad.
Así es que tanto la corriente de Nanterre como la corriente de los grupúsculos me parecen hoy muy
debilitadas. ¿Quiere esto decir que el movimiento, ya agotado, va a desaparecer? Yo no lo creo, pero pienso
que se va a desarrollar de distintas formas cada vez menos ligadas orgánicamente.
El hecho más visible es que un movimiento que en principio fue obra de estudiantes de sociología está
dirigido hoy por profesores de filosofía. Vincennes toma el relevo de Nanterre, donde, sin embargo, se ha
formado un grupo comparable al de Vincennes, pero menos importante. La impotencia política y la ausencia
de organización del movimiento le transforman en movimiento de intelectuales. A veces aparece la idea de
instalar en la Universidad incluso un sector revolucionario, en que la definición del saber y sus modos de
transmisión estén determinados por el compromiso político. Poco importa aquí que semejante intento trate de
hacerse reconocer por lo que representa o se cubra con el manto de la organización tradicional; ni siquiera
tiene interés el que se trate de crear un sector universitario revolucionario o únicamente un núcleo de
oposición política en la Universidad. Lo esencial es que se trata de la acción contestataria de núcleos
intelectuales que no ,se confunden con el espontaneísmo de Nanterre ni con el espíritu grupuscular que tuvo
más influencia en la Sorbona. La fuerza y la debilidad de esta «intelectualización» del movimiento está en que,
por una parte, constituye un reducto de oposición, mientras que por otra se aleja de la práctica social y de su
análisis. Hay el peligro de que la idea de revolución sustituya a la formación de un movimiento social y de
que la ideología reemplace a la vez la acción política y el conocimiento científico.
Otros profesores se han ido alejando considerablemente de esta fusión de compromiso político y
actividad intelectual y no se fían del espíritu partisano. Intentan difícilmente, y a menudo individualmente,
alimentar su trabajo científico con la participación intelectual y activa en el Movimiento de Mayo; pero
mantienen la opinión de que la crítica de la evolución social es inseparable de una investigación basada en el
mayor rigor científico. Así, pues, no se comportan como revolucionarios, sino (si todavía puede usarse esa
desgastada palabra) como progresistas; mientras que los primeros se oponen de manera absoluta a las nuevas
instituciones, los segundos están dispuestos a criticarlas, especialmente desde el exterior, a desbordarlas más
que a ignorarlas. Luchan contra la represión y contra el conservadurismo en la Universidad, por la
transformación de las fuerzas políticas y sindicales de oposición, pero se niegan a aceptar todo lo que pueda
recordar, incluso bajo una forma renovada, la brutal oposición entre ciencia socialista y ciencia burguesa.
Entre estos dos grupos no hay una frontera clara: algunos individuos forman parte sucesivamente de uno
y otro. Ni siquiera existe una oposición clara entre dos concepciones de la actividad intelectual, y es en el
terreno de las ciencias humanas donde esto aparece con más fuerza.
En cualquier caso no existe ninguna unidad de pensamiento entre los profesores más próximos al
Movimiento de Mayo, y el SNESup tiene tantas dificultades para definir una política que sea aceptada por
toda su izquierda como para defenderse contra el impulso de los comunistas y de los moderados, los cuales,
finalmente, se han hecho con la dirección nacional.
Por parte de los estudiantes las rupturas son más claras. Mientras los comunistas se reorganizan, la
dirección de la U.N.E.F. ha entrado en conflicto con los Comités de Acción. El esfuerzo por organizarse
políticamente choca con una voluntad absoluta de ruptura. Los elementos más izquierdistas se encierran en la
autoafirmación, que puede conducir a actos espectaculares y que sólo produce un apoyo muy limitado; al
mismo tiempo siguen siendo la fuerza más imaginativa y más dinámica en una situación en que el
movimiento social no puede tener expresión ni influencia propiamente política.
En mayo el combustible de la acción política fue la lucha contra las formas de autoridad y la revuelta
cultural; hoy éstas tienden a seguir su propio movimiento. Por ello la agitación en los institutos sigue viva: un
instituto es una institución mucho más sólida y más constrictiva que una facultad. La revuelta cultural cambia
la actitud y las expectativas, transforma al público y, por tanto, a muchas expresiones culturales, desde el
teatro al cine, desde la canción al ballet. El fuego de mayo ha dejado muchas cenizas en todos los sitios donde
se encendió, pero también ha avivado a su alrededor muchos ardores extinguidos o escondidos. Hoy el
movimiento estudiantil no cuenta ya con aquello que acompañó a su surgimiento; está obligado a inventarse
ideas y objetivos propiamente políticos en condiciones muy difíciles, pero los esfuerzos reflexivos son ahora lo
esencial para su posible acción y de su fecundidad van a depender los ulteriores desarrollos de la
contestación.
En mayo era bastante fácil darse cuenta del nacimiento de un movimiento social, de la crítica radical de
nuevas formas de poder y dominio menos específicamente económicas que en el pasado, más sociales, más
culturales y más políticas al mismo tiempo.
El retroceso y la fragmentación del movimiento en el invierno pueden dar la impresión de que asistimos al
final de una crisis, a los últimos combates de retaguardia. Sin embargo, no es contradictorio decir que, en
efecto, se asiste al debilitamiento de un acontecimiento histórico particular, el Movimiento de Mayo, y a la vez
a la aparición de nuevas formas de oposición y contestación más subterráneas, más marginales en ocasiones,
pero que continúan planteando problemas y revelando conflictos fundamentales. La actual crisis del
movimiento se debe al hecho de su situación entre dos orientaciones opuestas.
Por un lado, puede operar atacando un sistema político lleno de contradicciones y que une nuevas fuerzas
dirigentes para el mantenimiento de modelos sociales y culturales antiguos. No digo que el Movimiento de
Mayo fuese un movimiento de modernización social y cultural, sino que una consciencia bastante vaga de las
nuevas fuerzas, los nuevos problemas y los nuevos conflictos, se activó mediante el enfrentamiento con un
sistema institucional rígido y al mismo tiempo carcomido.
En la medida en que la crisis política aún parece posible, es natural que el movimiento trate de acentuar su
fuerza de choque, su papel de ariete que ha hecho sacudir el régimen político y que espera destruir y abatir un
día el régimen económico y social del mismo golpe. Por otro lado, el movimiento puede ahora reforzarse a sí
mismo y explicitar las nuevas contradicciones sociales que explican su revuelta y sus reivindicaciones. Hasta
el momento las fuerzas reivindicativas han sido más «para otro» que «para sí». ¿No hay que dar prioridad al
análisis de los nuevos problemas sociales, a la formación de nuevas fuerzas y nuevas formas de acción,
renunciando a modos de pensamiento y expresión copiados bastante pasivamente del movimiento obrero de
finales del siglo XIX y comienzos del XX? El movimiento universitario americano, que cada vez tiene una
relación más próxima con los movimientos y los problemas de hoy —movimiento de los negros,
desorganización urbana, guerras o intervenciones imperialistas—, se ha empeñado en la creación de fuerzas
sociales de oposición mucho más ricas de futuro. En cambio, su capacidad para combatir políticamente es
mucho más débil que la del movimiento francés.
Parece evidente la imposibilidad en que el movimiento contestatario se encuentra para elegir brutalmente
uno de estos dos caminos. Una elección demasiado clara en una situación ambigua, de incertidumbre política
y transformación social a la vez, puede conducir a nuevas formas de blanquismo o, inversamente, a una acción
crítica más afectiva o incluso más inteligente que políticamente eficaz.
Pero una tal complejidad y confusión, ¿no es propia precisamente de la sociedad francesa, lo bastante
modernizada ya como para estar obligada a plantearse los problemas sociales de una sociedad post-industrial
y al mismo tiempo lo bastante arcaica aún como para tener que atacar las herencias, los obstáculos y las
coacciones situadas al nivel de los sistemas de autoridad, de organización y de decisión tradicionales?
Es precisamente desde ese punto de vista desde el que hay que considerar la desorganización aparente y
las crisis internas de un movimiento que no puede tener organización, ni programa, pero que plantea,
mediante sus propias condiciones, los problemas esenciales de la sociedad. Se acaba un momento histórico,
definido por la combinación de una crisis de cambio de la sociedad francesa con los conflictos nuevos que
definen una sociedad en la que los aparatos que dirigen el crecimiento someten a sus particulares intereses no
ya solamente al productor, sino también al consumidor, al miembro de las grandes organizaciones, al
ciudadano.
El Movimiento de Mayo ha agravado la crisis del Estado y de sus instituciones, pero también ha
desencadenado cambios sociales importantes. El movimiento social se encuentra obligado a definirse
directamente por su propia naturaleza en relación con la de sus adversarios sociales y a través de sus objetivos
de transformación global, más que por su lucha contra modelos de autoridad y de organización, antes ligados
a una sociedad pre-industrial o a la sociedad burguesa que a las formas modernas de poder económico y
social. La lucha contra el Estado gaullista fue un elemento central del paso de la revuelta estudiantil a la
huelga general en mayo. Es posible que mañana el movimiento que tendrá su continuidad en la Universidad
no encuentre una conjunción de fuerzas tan favorable y que antes que nada tenga que descubrir, teórica y
prácticamente, sus propias razones de ser. Durante esta fase de incubación el movimiento vivirá aislado,
desacreditado, pero sin dejar de desempeñar su papel de revelador y de instrumento de reorganización del
campo histórico y sus conflictos. A la múltiple riqueza de mayo, generosamente dispersada, sucede la rígida
austeridad del invierno. Es ahora cuando hay que correr el riesgo intelectual de ver en el desorden y en el
aparente retroceso la imagen quebrada que refleja los movimientos sociales de mañana. No se trata de
ponerse a esperar un nuevo Mayo, cuyo fuego ha alumbrado la cresta que separaba la vieja sociedad francesa
de sus nuevas formas de actividad, de organización y de poder; es ahora, en las profundidades de la nueva
sociedad, cuando se prepara la historia del mañana.
c) La naturaleza de las instituciones no debe ser confundida con la del poder político, es decir, con el grado
de visibilidad y concentración del sistema de decisión política. Lo que aquí se plantea no es la forma de la
organización política, sino el grado de correspondencia entre las fuerzas dominantes y el poder político. Es
siempre insuficiente presentar el poder estatal como la expresión política directa de los intereses de una clase
dominante; pueden distinguirse situaciones en que la tarea de transformación económica y social emprendida
por una clase dirigente recurre a un control político estricto y otras en que, por el contrario, deja que subsista
una gran distancia entre la dominación social y el poder político. La variable considerada aquí puede ser
denominada como el grado de institucionalización del poder político; éste es tanto más débil cuanto mayor
sea la correspondencia entre la organización estatal y el poder económico.
Una gran rigidez institucional puede ir asociada a un movimiento de transformación económica y cultural,
activado por un conjunto no concertado de fuerzas dirigentes y que no toman la forma de élites políticas. Tal
es, por ejemplo, el caso de Italia. A la inversa, una gran autonomía universitaria puede ir asociada a un
sistema político en que el papel de la élite dirigente es claramente visible, como en el caso de México y otros
países latinoamericanos y, en mi opinión, también en el caso de Japón.
Cuando el movimiento estudiantil encuentra frente a sí un poder político fuertemente constituido, ha de
lanzarse a una acción más directamente política, es decir, ha de atacar el sistema de poder. Aunque el
Movimiento de Mayo en Francia se definió ante todo como anticapitalista, en el momento más dramático de
su desarrollo atacó más al régimen gaullista que al poder económico de las grandes empresas y de sus agentes
políticos.
Por el contrario, un sistema político más diversificado, en el cual la autonomía y la cohesión de la élite
propiamente política es débil, tiende a producir un ataque al orden social más difuso, más cultura! que
político.
A partir de estas proposiciones elementales puede intentarse analizar soluciones reales e incluso definir las
modalidades de acción del movimiento estudiantil en la situación actual. En primer lugar van a evocarse, por
tanto, de manera relativamente sistemática, estas modalidades antes de reflexionar sobre los problemas
generales del movimiento estudiantil. Antes de continuar recordemos la tipología que acabamos de
introducir:
Sistema institucional Organización universitaria
a) rígido a) arcaica b) modernizante
a) poder político concentrado Francia Checoslovaquia
b) poder político difuso Italia Columbia (USA
Sistema institucional
b) flexible
a) Un caso extremo es aquel en que se encuentran reunidos los elementos que conducen a un fuerte bloqueo
del movimiento, al estallido de una revuelta a la vez universitaria y global, decidida a destruir un sistema
arcaico, pero incapaz de salir de la Universidad y poner en marcha al conjunto de la sociedad. El caso de
Alemania Federal es el más claro.
El arcaísmo de la organización universitaria y de las relaciones de autoridad en las facultades se encuentra
asociado a una cierta flexibilidad de los sistemas de negociación, en particular en la industria, donde
sindicatos potentes, a través de la cogestión u otros •acuerdos, han conseguido una fuerte institucionalización
dé los conflictos de trabajo. En este país el poder político es difuso, el papel de la élite propiamente política es
débil debido al hecho de la situación internacional de Alemania, a la potencia de las grandes empresas, a la
asociación de los dos partidos políticos principales en una coalición gubernamental y al debilitamiento del
papel personal del canciller desde la época de Erhard.
Al tocar este punto tiende uno a recordar de nuevo las célebres frases de Marx sobre la Alemania de los
comienzos del siglo XIX. Todavía hoy las condiciones son favorables para el desarrollo de una consciencia
teórica antes que para una acción práctica. Ni en los Estados Unidos, ni en Francia, ni en Italia se encuentran
dirigentes estudiantiles que posean la madurez intelectual de un Dutschke o un Wolff. Es sólo en Alemania
donde la influencia de un ideólogo —H. Marcuse— ha sido considerable, mientras que en Francia, H. Lefebvre, que
hubiera podido desempeñar intelectualmente el mismo papel, no lo ha ejercido, al menos hasta el momento.
(Adelanto aquí la hipótesis de que en el período actual, Francia tiende a acercarse a la situación alemana de los
años 65-67 por el hecho de la nueva autonomía de las universidades, la puesta en práctica de sistemas de
bargaining y la reacción conservadora de la mayoría de los profesores.)
Italia está en parte en una situación análoga, pero la mayor rigidez de los mecanismos institucionales lanza
al movimiento estudiantil hacia una acción más amplia, conducida particularmente en dirección a las fuerzas
de apoyo, que son tanto el P.C.I. como, sobre todo, el P.S.I.U.P. Semipolitización limitada por la naturaleza del
poder político, por la extrema debilidad de la élite propiamente política de este país.
b) La situación italiana es, de alguna forma, intermedia entre la alemana y la francesa. Ésta no tiene de
común con la de Alemania más que el anarquismo de la situación universitaria. También se ha dicho, y hay
que recordarlo aquí, que la Universidad francesa estaba menos instalada en una resistencia conservadora que
desorganizada e incluso sumergida por un crecimiento que no se acompañaba de ninguna verdadera
transformación organizativa. En definitiva, todo conducía al movimiento estudiantil francés a salir de la
Universidad. Ha sido únicamente en Francia donde la revuelta estudiantil ha podido provocar una huelga
general obrera, preparada en el curso de los dos años precedentes por huelgas violentas, por la política
socialmente reaccionaria del gobierno (ataques contra la Seguridad Social, congelación de los salarios reales,
campaña de opinión sobre los sacrificios necesarios para asegurar la «competitividad» de la industria francesa
en el momento de la supresión de los derechos de aduana en el seno del Mercado Común) y especialmente
por la permanencia de una debilísima institucionalización de los conflictos de trabajo y la fuerte influencia del
partido comunista.
La naturaleza del régimen gaullista ha producido simultáneamente una capacidad casi nula de
negociación en la Universidad y la orientación del movimiento hacia un enfrentamiento directo con el poder
político.
Recogiendo de nuevo los términos generales de nuestro análisis, diremos que el movimiento estudiantil
francés se ha mostrado más capacitado para definir a sus adversarios y comprometerse en una acción de
transformación global de la sociedad que para definirse y organizarse a sí mismo. En efecto, no se apoya en la
defensa de los intereses «modernos», en particular en la defensa de la educación contra el dominio de la
tecnocracia o del poder político y económico en general, sino antes que nada manifiesta las' reacciones ante la
crisis de un sistema arcaico descompuesto por su propio crecimiento material.
De aquí deriva la tensión e incluso la contradicción (cuyo análisis es el tema central de mi libro sobre el
Movimiento de Mayo), constantemente visible, entre un movimiento revolucionario y reacciones de crisis.
Situación bastante análoga a la de los comienzos del movimiento obrero en Francia. Por esto he hablado
de comunismo utópico a propósito del movimiento estudiantil, expresión paralela a la de socialismo utópico,
empleada en un sentido amplio para designar los movimientos intelectuales y populares de 1830 a 1848, en
los cuales la fuerza de negación del orden social al mismo tiempo que el proyecto político van por delante de
la formación de una fuerza de reivindicación profesional. Existen elementos comparables entre la situación
francesa y la situación japonesa y, especialmente, la situación española. Pero en el primer caso el aislamiento
del movimiento estudiantil es mucho mayor, mientras que en el segundo es mucho más acentuado el
arcaísmo universitario y las formas de control social son tan efectivas que el movimiento español está a mitad
de camino entre el de los países industrializados y el de los países subdesarrollados.
La importancia del movimiento francés viene dada por los obstáculos institucionales y la centralización
política, en una situación de transición más que de puro arcaísmo universitario, que ha lanzado hacia
adelante una revuelta que, en las otras situaciones evocadas hasta aquí, tiende a consumirse en sí misma.
Toda la paradoja del Movimiento de Mayo está en que, obligado por la búsqueda mítica de una fuerza
revolucionaria-proletaria y por la lucha contra sistemas políticos e institucionales rígidos, ha hecho aparecer
fuerzas reivindicativas nuevas fuera de la Universidad (técnicos y «profesionales» por una parte, jóvenes
obreros por otra) y ha revelado, más que en otras partes, la naturaleza de un poder social hasta entonces
cobijado tras las ilusiones tranquilizadoras de la modernización, la racionalización y el crecimiento.
Todavía no se trata de un movimiento social autónomo y plenamente desarrollado. Más que afirmar un
«proyecto», pone de manifiesto contradicciones. Provoca una crisis revolucionaria que es menos que una
revolución, pero más que una crisis de mutación y adaptación. También en este punto la continuidad de la
historia nacional es sorprendente. Es la lucha contra el absolutismo la que ha provocado la forma
revolucionaria del cambio social en Francia, la importancia de las orientaciones políticas e ideológicas de los
movimientos cuya cabeza es más vigorosa y definida que la base.
En definitiva, la modernidad del movimiento no puede oponerse simplemente al arcaísmo de las
resistencias con las que ha chocado. Este arcaísmo ha desempeñado el papel de un obstáculo que ha obligado
al movimiento a saltar más alto y más lejos, a revelar nuevos conflictos sociales, a salir más deliberadamente
del limitado terreno de los problemas universitarios.
Si no se quisiera ver en tales movimientos más que una crisis inútil y lamentable se dejaría de lado lo
esencial, es decir, la entrada en la escena histórica de un movimiento social de primera importancia, de modo
revolucionario más que reivindicativo.
c) Si ahora se vuelve a tratar sobre las universidades modernas, es decir, las que no están
fundamentalmente inadaptadas a la demanda social, pueden oponerse dos situaciones extremas. La primera
es la que maximaliza las posibilidades de un movimiento propiamente universitario, porque el sistema
institucional es flexible y el poder político difuso. La fuerza del movimiento y su importancia no puede
proceder en este caso de su acción política, sino, al contrario, de la revuelta social que le anima. Es la situación
del movimiento americano, especialmente en Berkeley: un movimiento centrado en los actores, mientras que
el movimiento francés está centrado en los objetivos. Esta diferencia aparece materialmente cuando se lleva a
cabo una encuesta entre militantes estudiantiles. Un joven sociólogo americano que ha hecho la experiencia de
este trabajo en los dos países, se ha sorprendido por la insistencia con que los estudiantes americanos hablan
de sí mismos, de su historia personal, de su proceso de radicalización, mientras que los estudiantes franceses
rehúsan hablar en estos términos, ponerse a ellos mismos en consideración, y sitúan la entrevista en un
terreno directamente político.
El Movimiento de Mayo ha provocado en Francia una crisis de régimen. El movimiento de Berkeley y
otras universidades ha desencadenado en los Estados Unidos una crisis de conciencia, al tiempo que la
expresión política seguía siendo relativamente débil. Es incluso posible que la acción propiamente política
contra la guerra de Vietnam no produzca la formación de un movimiento político duradero en los términos en
que la provocó la análoga lucha llevada a cabo en Francia por el sindicalismo estudiantil contra la guerra de
Argelia. El tema político está aún muy débilmente ligado, al nivel de temática más que de la práctica, con una
acción propiamente universitaria. El movimiento americano presenta muchos más peligros de quedarse en
una revuelta cultural que su homólogo francés. E inversamente tiene mucha mayor capacidad para
desarrollar una acción social más inventiva y convertirse en uno de los elementos de la formación de un
movimiento —no forzosamente unificado en su organización— de crítica fundamental de la sociedad. Las difíciles
relaciones del movimiento estudiantil y el movimiento negro me parecen más cargadas de futuro que las
incomprensiones del movimiento estudiantil y los sindicatos obreros en Francia.
La situación americana evoca la del movimiento obrero inglés, movimiento más fuerte en la base que en la
dirección, apoyado en una fuerte conciencia del medio específico, comprometido en negociaciones, capaz de
encontrar diversos apoyos al nivel local, pero capaz también de hacer estallar el carácter limitado de un
sistema político reducido a los whigs y a los tories, a los demócratas y los republicanos, e incapaz de expresar
las grandes reivindicaciones de la nueva sociedad.
Tendríamos que distinguir cuidadosamente —lo que no puede hacerse aquí— situaciones diversas en los
Estados Unidos; el origen de las principales variaciones proviene de la flexibilidad de las instituciones. El Berkeley de C.
Kerr y la Columbia de G. Kirk están, desde este punto de vista, muy lejos uno de otra, lo que puede explicar la
mayor violencia del movimiento de Columbia.
De todas formas, hay que decir que el tipo del movimiento estudiantil de Berkeley es más característico de
una sociedad en que generalmente las universidades tienen una capacidad bastante grande para la
negociación y la gestión de los conflictos.
d) Las universidades modernas ubicadas en sociedades en que es visible la concentración del poder
político (y especialmente si su sistema institucional es rígido) son, en oposición a las universidades
norteamericanas, las que tienen más posibilidades para formar un movimiento claramente político.
Digamos con precisión que en este caso la revuelta estudiantil está más directamente ligada que en los
otros a la formación de una nueva élite dirigente o al menos a la lucha contra una élite industrializadora que
se ha convertido en burocracia política y, en consecuencia, en un freno para el desarrollo. En diversos grados,
en los países del Este y de una forma particularmente clara en Checoslovaquia, país en que el absurdo sistema
staliniano se había hecho insoportable por la desaparición de la reserva de mano de obra campesina, el
movimiento estudiantil no toma la forma de un movimiento contra el orden social, sino de una acción que se
emprende a la vez por la modernización económica y cultural y por la realización de una sociedad socialista
de la que se aleja el régimen que pretende dirigirla.
Algunos aspectos de los movimientos estudiantiles latinoamericanos, y particularmente el caso mexicano,
pueden aproximarse a este tipo. También en este caso se trata de una Universidad moderna *—es decir,
modernizante en el estado actual de la sociedad— y de un sistema político organizado en torno a un partido casi
único; pero la Universidad dispone en México de una verdadera autonomía que obliga al movimiento
estudiantil .a desarrollarse, al tiempo que en dirección a objetivos claramente políticos, en un terreno
específicamente universitario. La relación con obreros y campesinos se hace en este caso extremadamente
difícil por el potente control ejercido sobre estas categorías sociales por las correas de transmisión del P.R.I.
Esta tipología no tiene una finalidad por sí misma. Es sólo una primera aproximación de tipo comparativo
que toma en consideración la situación del movimiento estudiantil y sus problemas propios. Pero las
observaciones que se han hecho conducen también a un análisis más elaborado, que apunta directamente a
algunos de los problemas ya abordados en esta exposición. Pueden resumirse de la forma siguiente. Se ha
planteado teóricamente que un movimiento social era la expresión de un conflicto entre fuerzas sociales para
lograr el control del cambio social. En términos más analíticos es, por tanto, la combinación de una defensa de
los intereses propios de una unidad de acción —lo que llamaremos un principio de identidad, I—, la lucha
contra un adversario social *—principio de oposición, O— y la referencia a una baza asociativa —-principio de
totalidad, T.
Existen movimientos rudimentarios que sólo poseen uno de estos elementos: grupo de presión (I), de
contestación (O) o doctrinal (T).
Existen igualmente movimientos parciales, que pueden ser definidos como I-T, I-O u O-T y cuya
definición más precisa sería inútil aquí.
Pero la cuestión que se plantea es la de saber si existen movimientos sociales completos y concretos que
asocian de manera coherente los tres elementos que se han diferenciado.
Me parece que la formación de tales movimientos supone un grado extremo de coherencia de la situación
social y, consecuentemente, un punto extremo de institucionalización del conflicto en cuestión. Tal puede ser
el caso de algunas sociedades como la sueca, sociedades en las cuales la potencia de los acuerdos colectivos en
la tradición de Saltsjobaden, juntamente con el funcionamiento regular de un sistema parlamentario, aseguran
una relación muy fuerte de los tres puntos cuya unión triangular constituye un movimiento social.
Un sindicalismo como el de la central obrera sueca puede entonces operar en nombre de intereses
particulares, los de los asalariados, contra los de los patronos y en nombre del progreso económico y social.
Quiere decirse con esto que las condiciones que posibilitan la realización del modelo teórico del
movimiento social son también las que hacen que no exista, hablando con precisión, movimiento social, ya
que el conflicto está plenamente institucionalizado.
Esta afirmación topa de nuevo con la observación más simple según la cual un movimiento social inventa
o transforma una situación en la que opera y, por tanto, nunca puede ser enteramente «consciente y
organizado».
Un movimiento social es siempre desequilibrado: sus diversas dimensiones —I-T, I-O, O-T— no se
corresponden perfectamente.
En este punto hay que recordar la crítica de Lenin contra el economicismo y el trade-unionismo y la
oposición inversa realizada por Perlman entre la voluntad de job control de los obreros y las orientaciones
políticas dadas al sindicalismo por los intelectuales. Tales observaciones pueden ser generalizadas y liberadas
de su contenido ideológico; muestran que el no poner ser integrados y unificados está en la naturaleza de los
movimientos sociales.
Más concretamente, como se ha dicho, la defensa profesional, la lucha social y el proyecto político están
siempre más o menos disociados. Por tanto, la diversidad de las situaciones consideradas no debería conducir
sólo a distinguir movimientos por su contenido, sino más profundamente por el estudio de las relaciones entre
sus elementos.
Lo más sencillo es definir un movimiento por el elemento que desempeña el papel motor en él, que está
por delante de los otros.
Así, en Checoslovaquia el elemento central es el O-T, es decir, la crítica del poder en nombre de un modelo
de desarrollo asociativo; en los Estados Unidos es el elemento I-T, es decir, una revuelta contra el orden social,
centrada sobre el grupo; en Francia, en mayo, es el elemento de lucha I-O el que arrastra a los otros. Cada vez
se producen desequilibrios internos en el movimiento, que provocan a su vez una producción de ideologías
cuya función es afirmar una coherencia entre elementos en realidad no coherentes.
A partir de aquí puede volverse al análisis de las situaciones.
En una situación de crecimiento liberal en la que domine el ¡Enriqueceos!, de la monarquía de Julio o de la
era victoriana, los conflictos entre fuerzas sociales aparecen con retraso en relación con una reacción global
frente a la sociedad y a la cultura. Por el contrario, en un tipo más dirigista del desarrollo en el que el papel del
Estado es muy visible, es el elemento O-T el que toma delantera sobre los otros. Las condiciones que dan
prioridad al elemento I-O, es decir, al elemento más concretamente conflictivo, son probablemente más
difíciles de determinar y pueden corresponder a una situación en la que se conjuguen el papel visible del
Estado y un fuerte crecimiento liberal, como en el caso de Francia.
Así, pues, en cada situación hay que partir de lo que constituye el motor del movimiento para
comprender a la vez la acción de éste y las dificultades que encuentra en su propio seno.
Señalemos de momento que esta sucesión analítica es completamente diferente de la (en nuestra opinión
muy criticable) que se plantea en principio un modelo abstracto de cambio progresivo, controlado,
institucionalizado y que, por tanto, concibe los movimientos sociales únicamente como reacciones, signos de
desorden y no agentes de transformación social, ante los obstáculos que se oponen a este cambio progresivo.
Se podría objetar, en primer lugar, que los movimientos estudiantiles no son exclusivos de los sistemas
institucionales más rígidos. Pero me parece que una opinión tal confunde esencialmente dos tipos de
problemas: el funcionamiento del sistema social y la incriminación de las orientaciones y del poder que
caracterizan a una sociedad.
Si nos situamos al nivel del funcionamiento de las instituciones puede decirse, en efecto, y de una manera
que limita con la tautología, que su rigidez provoca choques, revueltas, crisis.
J. Pitts ha desarrollado brillantemente estos temas con referencia a Francia cuyo autoritarismo tiene como
contrapartida la comunidad delincuente y el escándalo. Esto es bastante exacto al nivel de los
comportamientos individuales o colectivos definidos por su ubicación en una organización. Pero hay que
añadir que es precisamente la naturaleza de las instituciones la que determina la importancia y la
responsabilidad política de las oposiciones al sistema social y cultural. Y al contrario, en una sociedad más
descentralizada, más empírica, puede pensarse que la oposición tiende a encerrarse en el retraimiento y el
apartamiento. En los lugares en que predomina el elemento I-T, donde la revuelta cultural es más fuerte que
el conflicto social, es más difícil que el rechazo de los valores y normas se convierta en movimiento capaz de
transformar el orden social.
En cambio, la rigidez institucional, aun cuando favorece, como se ha dicho, una generalización de la
temática reivindicativa y de los estados de descontento, se desvía de una verdadera politización y, más que
provocar un movimiento social, refleja una crisis.
Si se generalizan estas observaciones nos alejamos de la simple construcción de una tipología, por la que
se ha comenzado, para llegar a la idea siguiente.
Cada uno de los tres tipos que acaban de ser definidos por el predominio de una de las dimensiones del
movimiento social ataca el orden social. Ninguno puede ser considerado como una pura reacción ante una
situación de crisis. Todos llevan su acción más allá de las reivindicaciones inmediatas; todos tratan de tener
una fuerza de contestación social y cultural, en oposición a una regulación institucional del conflicto. Pero, al
mismo tiempo, cada uno de estos tipos está amenazado por una doble contradicción interna, la que opone su
elemento fuerte a cada uno de sus elementos débiles.
En el caso francés, definido por la fuerza de la dimensión I-O, existen a la vez una debilidad política y una
débil participación de la base en el movimiento. El primer hecho se clarifica desde el momento en que se
escuchan las violentas discusiones que han opuesto y oponen todavía a los estudiantes izquierdistas con los
responsables del partido comunista y de la C.G.T. Éstos hablan en términos de posibilidad de solución política
a la crisis y acusan a los enragés de haber saboteado su propia acción para instalar un gobierno de unión de la
izquierda.
El segundo hecho se manifiesta por el rápido paso de una acción dirigida por grupos muy reducidos, a los
que frecuentemente se llama grupúsculos, a una acción de masas; masas que sólo fueron movilizadas por la
represión de la policía y la crisis que siguió.
En el caso checoslovaco, la eficacia y la importancia política del movimiento tienen como contrapartida no
sólo la incapacidad de definir un conflicto propiamente social, sino también la dificultad para dar a la
revuelta cultural una gran potencia. El movimiento estudiantil tiene el papel de un detonador político antes
que una gran capacidad de acción autónoma.
Finalmente, el movimiento de tipo americano, en el que la revuelta cultural está muy cargada de
oposición política, sigue siendo el más fácilmente encerrado en esta revuelta, al tiempo que tiene una gran
dificultad para encontrar tanto un contenido social como objetivos políticos.
Se podría añadir que un movimiento de tipo alemán, que es ante todo de revuelta y negación, fracasa en
su intento por constituirse fuertemente a la vez en el orden cultural, en el orden social y en el orden político,
por lo que, consecuentemente, tiende a sustituir una práctica decadente por una potente producción
ideológica. Y esto porque el papel de la ideología es llenar las dimensiones débiles de un movimiento.
Los franceses han imaginado una utopía de autogestión y espontaneísmo que «tapone» a la vez los dos
huecos de su movimiento: la organización profesional y los objetivos políticos. Los checoslovacos y los que se
encuentran en una situación semejante inventan una reconciliación del socialismo y la libertad, que es más
una construcción ideológica que un programa político. Los estudiantes americanos rechazan globalmente su
sociedad, lo cual les evita analizar los conflictos sociales y buscar formas de organización política. Pero estas
debilidades y estas ideologías son precisamente el motor de los movimientos. Sólo se reducirán en la medida
en que los nuevos conflictos sociales maduren, se organicen y, en consecuencia, se institucionalicen.
La tarea principal de un estudio dinámico de los movimientos es considerar las formas de esta
transformación progresiva de agitaciones desequilibradas, contradictorias pero motoras, en fuerzas sociales
organizadas, equilibradas, pero que han perdido su capacidad de transformar el orden social.
Un movimiento social no es una idea, ni un proyecto, ni una doctrina. No opone a las contradicciones de
una sociedad la unidad de una solución racional y equilibrada. Sólo doctrinarios utópicos se atreven a crear
dicho modelo de sociedad ideal. Un movimiento social sólo merece este nombre por las contradicciones que
lleva en su seno, por los desequilibrios que lo empujan hacia adelante. Incluso cuando es aparentemente
consciente y organizado, sólo vive por sus discordias y sus luchas internas. La mayor debilidad de los
movimientos estudiantiles de hoy es la ilusión de poder vivir sus objetivos, de poder construir y consumar
una antisociedad. La importancia del Movimiento de Mayo no reside en absoluto en la lírica ilusión de la
Sorbona ocupada. Reside, por el contrario, en el estudio de las contradicciones que ha sido capaz de afirmar
mediante su acción política, contradicciones que oponen la intención política, la lucha social y la revuelta
cultural. Si el Movimiento 22 de Marzo estuvo en el corazón del movimiento estudiantil francés es porque era
libertario y socialista, porque representaba la unión v la contradicción de la bandera roja y la bandera negra.
La historia de un movimiento social viene siempre dada por un largo esfuerzo para superar
contradicciones internas y llegar de esta manera a la realización y, por tanto, a la autodesaparición.
Nadie puede prever en qué medida y qué casos será destruido el movimiento estudiantil por sus
problemas internos o los dominará con la fuerza suficiente para extender su acción y su influencia. Pero
puede decirse que la regla para medir este éxito o este fracaso será la capacidad que el movimiento estudiantil
tenga para participar en una acción social y política que desborde muy ampliamente la Universidad y asegure
la convergencia de los estudiantes y de otras categorías sociales contestatarias.
Quizás es por este punto por donde debería comenzar hoy una comparación internacional. En lugar de
situar en el centro del análisis los aspectos generales de la situación estudiantil, debería darse primacía al
estudio de la formación —o de la no formación— de un movimiento social y, consecuentemente con ello, considerar
con la mayor atención el paso, deseado por los propios movimientos estudiantiles, de la revuelta universitaria a
combates más generales emprendidos en alianza con otras fuerzas sociales.
3
I. La sociología de la empresa
La gran autonomía de las instituciones económicas durante el siglo XIX ha provocado en los países de
industrialización capitalista la separación de dos terrenos: corresponde al economista el estudio de la empresa
y la producción o el intercambio; es misión del pensamiento social, y después de la sociología, el estudio de la
vida obrera y, más adelante, las actitudes en el trabajo y las relaciones sociales en las empresas. Cuando se
habla de los problemas sociales de la industria casi todo el mundo entiende que se hace referencia a la vida y
al trabajo de los obreros o, secundariamente, a otras categoría!, de asalariados.
También hay que distinguir dos etapas en la evolución del trabajo y en la consideración de los problemas
sociales del trabajo industrial.
En el curso de la primera etapa se consideraba que el obrero tenía casi únicamente la misión de ejecutar.
La producción no presenta otros problemas que los de la gestión económica y la fabricación técnica. Puesto
que los trabajadores no ejercen ninguna influencia sobre la gestión económica, su papel es meramente
profesional. Trátese de obreros, cualificados o de mano de obra sin cualificar, tanto si es débil como fuerte su
autonomía profesional, en la práctica no es necesario tomar en consideración los problemas sociales internos
de la empresa. A lo sumo los ideólogos liberales deseaban que hubiera sistemas de remuneración apropiados,
capaces de dotar a los obreros de una mentalidad de comerciante. La opinión pública, los filántropos y los
reformadores son mucho más sensiblés ante la miseria obrera y los problemas planteados por la formación de
grandes concentraciones industriales y urbanas, por la explotación de la mano de obra femenina y juvenil, por
las consecuencias del desarraigo, la desorganización social y la explotación económica.
Con los comienzos de la organización del trabajo y la aparición de una racionalización social se abre una
segunda etapa. La formación de grandes empresas mecanizadas, el estudio no ya solamente de las máquinas,
sino de los talleres, conducen a la concepción de que la eficacia de la empresa depende en gran parte de su
eficiencia como organización. Los resultados de la fabricación aparecen cada vez más condicionados por los
de la administración de las empresas. Por ello se dirige la atención hacia las reacciones obreras en el trabajo, y
Taylor, sin ser el primero, pero con más fuerza que la mayoría, reconoce la importancia del sistema de frenaje
y se esfuerza en suprimir este obstáculo mediante el empleo de estimulantes financieros. Después de Taylor, el
reconocimiento del frecuente fracaso de este tipo de manipulación lleva a reconocer la existencia de
«sentimientos» colectivos y normas obreras, no oficiales, de producción, la importancia del tipo de capataz
sobre los resultados del grupo de trabajo, etc. De forma paralela se estudia reiteradamente el papel del jefe de
empresa como organizador y en este aspecto la obra de Ch. Barnard es la que mejor establece el lazo de
relación entre las ideas de mayo sobre el comportamiento obrero y el estudio de los jefes de empresa. La
escuela de las «relaciones humanas» ha desarrollado estos temas abundantemente, estudiando las condiciones
psicosociales para un buen funcionamiento de las comunicaciones en la empresa.
Actualmente se han abierto brechas en esta concepción de la empresa. Los ataques que ha de sufrir vienen
de dos direcciones, más opuestas que complementarias. No hay que confundirlas.
a) Por una parte, el estudio del comportamiento de los asalariados, y en particular de los obreros, ha
venido a recordar que los trabajadores se sitúan más frente a la empresa que dentro de ella. El deseo de
participación está limitado a la defensa de intereses personales. Las decisiones que se toman a este respecto
son: quedarse en la empresa o buscar otro empleo, impulsar la producción (cuando el obrero puede hacer
variar de manera autónoma su rendimiento personal) o limitar la intervención de los organizadores. El hecho
de que la política social y el clima de la empresa intervengan como determinantes de estas alternativas no
impide que puedan ser comprendidas como la expresión del papel que se ocupa en la empresa. C. Argyris ha
insistido particularmente sobre las complejas relaciones de la personalidad y la organización ; un estudio
francés ha intentado explicar el comportamiento en el trabajo a partir del tipo de «proyecto» de los obreros
considerados. Otros estudios, considerando el caso particular de los obreros de origen agrícola, han mostrado
que a éstos les alentaba sobre todo una voluntad de ascenso social y que con mucha frecuencia veían su
situación en la empresa sólo por referencia a su proyecto de movilidad. A este respecto ha podido hablarse de
integración marginal, ya que los obreros de origen agrícola no se sienten parte integrante de la empresa ni
tampoco de la clase obrera y su satisfacción o insatisfacción está determinada por la conciencia de progresar al
menos hacia los objetivos de ascenso que se han fijado.
b) Por otra parte, la empresa puede ser concebida como una unidad política. Ésta era ya la conclusión de
Berle y Means que se derivaba de su estudio clásico sobre el sistema de decisión en las grandes
«corporaciones» americanas. En el capitalismo de empresarios, el modelo de desarrollo reposa sobre las
nociones de riesgo, beneficio y mercado. Esto define un cierto estado de la organización económica, pero no
los valores internos a la organización. A partir del momento en que el crecimiento aparece definido por la
capacidad para combinar en programas a largo plazo los recursos disponibles y especialmente los recursos a
crear o desarrollar, el conjunto de la organización se nos muestra sometido a objetivos de desarrollo, que
afectan a la sociedad en su totalidad. La gran organización, sea industrial, comercial, médica o universitaria,
lleva en sí misma el modelo racionalizador que orienta la actividad social. Modernizar, racionalizar,
programar, se convierte en la exigencia fundamental a partir de la cual se definen las prácticas sociales.
En la misma medida en que se considera a la empresa como una sociedad nos vemos obligados a sacar a la
luz los conflictos que se desarrollan en ella y cuyo objetivo es el control social del modelo racionalizador. La
empresa es un instrumento de desarrollo, pero ¿cómo definir este modelo? En la práctica las reivindicaciones
sociales apuntan cada vez más a los objetivos de crecimiento. ¿No es precisamente la presión sindical lo que
obliga a los patronos a buscar una mejora de la productividad, mediante una racionalización de las decisiones
y de la organización, incriminando los poderes establecidos? El sindicalismo italiano, en particular, ha
desarrollado la idea de que los objetivos políticos del movimiento obrero deberían estar cada vez más ligados
en la empresa moderna a las reivindicaciones económicas de los trabajadores. Se trata de transformar el
crecimiento económico en desarrollo social y atacar el poder de los dirigentes.
Considerada a este nivel, la empresa se define a partir de las relaciones entre racionalización y política.
La empresa se organiza racionalmente, es decir, no solamente adapta sus medios a sus objetivos y a las
incesantes mutaciones de la situación en la que opera, sino que se esfuerza por alcanzar fines racionales, la
mejor utilización posible de sus medios humanos, técnicos y financieros de trabajo.
Pero la empresa sólo puede alcanzar estos fines a través de la defensa de sus intereses particulares, y esta
defensa se traduce tanto en el orden de los medios como en el de los fines. Parece, por tanto, insuficiente la
separación exclusiva del nivel organizativo y el nivel político de la empresa. Sin renunciar a esta distinción
hay que subrayar en primer lugar que una empresa es un actor particular. Si no persigue más que fines
privados la empresa no tiene ninguna función institucional, pero tampoco tiene solidez organizativa. Si no
persigue más que fines públicos no es ya una verdadera empresa, sino solamente un servicio de producción
de la sociedad; y no parece que hoy pueda mantenerse la idea de que esta situación juega enteramente en
favor de la racionalidad económica. Muy al contrario, la extrema politización produce una rigidez, en el
límite, absoluta y, en consecuencia, se hace imposible separar racionalización y política, a menos que se
admita la hipótesis de un sistema político completamente dirigido por la racionalidad, lo que constituye la
ideología tecnocrática.
Tal es el punto de partida de una sociología de la empresa, institución privada que cumple una función social;
intento de racionalización administrada por un sistema político privado.
La empresa es una institución privada en la medida en que no es un sistema burocrático (en el sentido que
Weber empleaba esta palabra), pero deja de ser una institución si los dirigentes o los asalariados no establecen
la relación entre la defensa de sus intereses y la consecución de fines reconocidos como legítimos por la
sociedad.
Así, pues, el objeto de una sociología de la empresa es investigar cómo esos fines son conseguidos a través
de relaciones privadas de trabajo.
Si se considera una unidad de producción como una organización, no queda más remedio que utilizar el
conjunto de los conceptos elaborados por el análisis de los sistemas sociales. Primero hay que definir estados
y papeles, después las unidades elementales de relaciones sociales, la relación entre un papel y la expectativa
ante el papel que puede desempeñarse, después, procediendo por ampliación progresiva de los sistemas de
relaciones sociales, hay que estudiar los grupos primarios, los grupos de orga-, nización formal, los sistemas
de comunicación, al mismo tiempo que se definirá a los actores cada vez con más amplitud, teniendo en
cuenta sus diversos niveles y los tipos de pertenencia o referencia.
Ef estudio de la empresa como institución ha de recurrir a nociones diferentes. En este caso no es el
conjunto de la producción y su sistema interno de relaciones sociales lo que debe constituir el centro del
análisis, sino la contradictoria visión sobre los valores sociales que tienen los diversos grupos. Así, pues,
conviene situarse en el punto de vista de los actores y definir para cada uno de ellos los tres elementos
fundamentales de un sistema de acción, a saber: un principio de defensa o identidad, un principio de
oposición y un principio de totalidad. Cada uno de los actores se refiere a valores generales, pero solamente a
través de la contradicción entre la defensa de intereses privados y la oposición a otros intereses privados. Lo
que allí se llama principio de totalidad no es una referencia explícita a valores sociales, que sólo son captados
indirectamente a través de un conflicto de intereses. Es la definición del campo en que se desarrolla el
conflicto.
El campo de acción así definido no tiene unidad propia. No está organizado sobre valores y normas. Los
«proyectos» de los actores se encuentran unos con respecto a otros en reciprocidad de perspectivas, lo que
impone un esfuerzo para definir la estructura de un campo de acción y a la vez el reconocimiento de las
negociaciones a través de las cuales unos proyectos se ajustan a otros. El estudio de la empresa como
institución es siempre doble. No puede satisfacerse con la imagen de una obra común en la que colaboran
compañeros diferentes ni con la idea de un puro juego de conflictos en torno a una apropiación privada en
beneficio de los dirigentes, de los asalariados o el Estado, de los productos materiales de la actividad
económica. El estudio de las relaciones colectivas de trabajo, que frecuentemente se denominan relaciones
industriales, es inseparable del de las orientaciones de la acción; la acción no puede reabsorberse en sí misma.
La tensión que siempre debe existir entre el estudio estructural de un sistema de acción y el análisis de las
relaciones industriales transcribe la contradictoria naturaleza de la empresa en cuanto institución privada.
Al finalizar estos análisis, la empresa no aparece ya como un sistema organizativo o social, sino como la
disposición de varios niveles de funcionamiento. Por esta razón, la empresa no es un concepto sociológico,
sino una realidad social que el análisis debe descomponer. No existe unidad teórica entre los diversos
elementos de la empresa como no existe sistema unificado de las actitudes en el trabajo.
Las nociones que se utilizaron frecuentemente en el pasado para reunir las observaciones de la
psicosociología industrial ■—satisfacción en el trabajo, clima moral de la empresa— no tienen ninguna
justificación científica y encubren torpemente elecciones ideológicas.
Los trabajadores operan simultáneamente en función de su status, de sus «intereses», de su papel en la
organización y de los conflictos de poder en los cuales están inmersos. Lo esencial de las tareas de la
psicosociología industrial, del estudio de las actitudes en el trabajo, consiste en investigar las determinantes
de las relaciones entre estos tres niveles de conducta. De la misma forma, la sociología de la empresa debe
interrogarse sobre las relaciones entre la estrategia, el equilibrio y la política de las empresas.
Esto supone, en primer lugar, el reconocimiento de la especificidad de cada uno de los niveles de análisis,
pues cada uno de ellos requiere instrumentos de análisis particulares. No sirve para nada presentar el
conjunto de los problemas sociales de la empresa en términos de mercado y estrategia o en términos de
sistema social, o incluso en términos de lucha de clases.
El sindicalismo, como la misma empresa, se sitúa en los tres niveles que acabamos de distinguir y en su
práctica conoce perfectamente la dificultad de ponerlos en relación. Las reivindicaciones se sitúan cada vez
con mayor frecuencia al nivel de la defensa de intereses, la elevación al máximo de las ventajas y la
disminución de ciertos costes. Pero un sindicalismo puramente reivindicativo, puramente defensivo, es
bastante raro. La acción sindical se sitúa también al nivel del sistema organizativo, de las normas y formas de
autoridad de la empresa. Trata de conseguir el aumento de participación de los asalariados en las decisiones y
en los modos de organización que determinan su situación de trabajo. En último término, sólo se habla
habitualmente de movimiento obrero en la medida en que la organización sindical interviene, directamente o
por medio de fuerzas políticas, para transformar las relaciones de poder y el control social de los cambios
económicos. Los delegados de taller 110 pueden situarse únicamente en el terreno de la lucha política; ni
tampoco pueden confundirse con los miembros de un comité de empresa. Por su parte, la organización
sindical ha prestado mucha atención a mantener su libertad de movimiento y no dejarse encerrar en los
límites de la participación.
Análogas tensiones entre estos tres niveles se manifiestan en el caso de la propia empresa. No hay un paso
contiruo de la ejecución a la organización y de ésta a la dirección; cada conjunto posee su unidad y constituye
un sistema, limitado por fronteras, definido por principios de funcionamiento particulares. La distancia entre
el obrero que ejecuta y los cuadros de organización o las oficinas hace tiempo que está disminuyendo. Más
reciente es la distancia que se ha creado entre los organizadores y los que participan en la dirección, entre los
cuadros y los otros dirigentes. Pero no hay que confundir esta discontinuidad con las situaciones de clase, que
no son posiciones en una línea jerárquica, sino que están definidas por conflictos de poder.
Resumiendo: La transformación de la empresa y, en consecuencia, la evolución de las concepciones de la
empresa pueden ser analizadas como aparición progresiva de mediaciones organizativas e institucionales
entre el poder económico y la actividad profesional.
En la antigua empresa, poder económico y actividad profesional están separados como el mundo del
capital y el mundo del trabajo. Pjero, especialmente, el poder del capital se ejerce directamente sobre el trabajo.
Es precisamente la combinación de los trabajadores en la fábrica capitalista lo que permite al que detenta el
poder económico acumular el capital.
La empresa es, más que un mercado, el lugar donde el capital prevalece sobre el trabajo. Lo que puede
representarse mediante un esquema simple:
Poder económico
Trabajo productivo
En una segunda etapa aparece la organización del trabajo y, por tanto, el concepto mismo de organización.
El poder económico se ejerce sobre el trabajo a través de la organización, pero ésta tiene también una cierta
autonomía, que permite aplicar conceptos tales como status, papel, estratificación, autoridad, integración o
marginalidad, etc.
Poder económico
Organización
Trabajo productivo
Poder económico
Institución
Organización
Comportamientos en el trabajo
Ahora hay que considerar las relaciones entre los elementos de análisis que acaban de ser diferenciados.
Sucesivamente se presentarán tres temas.
La evolución industrial produce un creciente refuerzo de los niveles más elevados del
funcionamiento de la empresa. El declive de la autonomía profesional produce en primer lugar un dominio
de la organización sobre la ejecución, y después de la política sobre la organización.
Paralelamente la autonomía de cada uno de los niveles se desarrolla de forma que su jerarquía se
presenta como el ajuste de subsistemas, cada uno de los cuales mantiene su autonomía.
Las relaciones entre estas dos tendencias a la jerarquización y la autonomización de los subsistemas
depende del tipo de sociedad industrial que se considere, estando definido este tipo sobre un eje que va
desde el liberalismo hasta el voluntarismo.
a) Las etapas de esta evolución no son unidades cronológicas, sino que se definen por la existencia de lo
que se puede llamar modelos racionalizadores. Considerada la empresa en su conjunto como reunión de
medios administrativos que permiten pasar de una política económica a una realización técnica, es fácil
distinguir tres etapas teóricas de penetración de la racionalización. En un primer momento, ésta sólo se
explica en el terreno de la ejecución. Se trata de una racionalización técnica, obra de técnicos entre los que con
frecuencia hay que colocar a los obreros cualificados. La racionalización penetra después en el dominio de la
administración u organización, convirtiéndose en racionalización organizativa. Llega finalmente al nivel de las
decisiones, creando una racionalización política. Esto no quiere decir que se termine con un triunfo de la
racionalidad, sino solamente que ésta se conviérte en la general puesta en juego de los conflictos sociales en la
empresa y en la sociedad industrial.
Así, pues, la primera etapa de esta evolución se define por una aplicación muy limitada de los modelos
racionalizadores.
La organización y la dirección de las empresas siguen estando dominadas por el beneficio capitalista.
Pero los obreros de fabricación poseen a menudo una gran autonomía profesional. Su acción sindical en la
empresa sólo puede ser defensiva; su voluntad de control de la vida económica sólo puede manifestarse fuera
de la empresa, a través de medios propiamente políticos, violentos o no. Esta separación de defensa sindical y
acción política está tan clara en el sindicalismo revolucionario de la carta de Amiens como en un movimiento
tan poco revolucionario como la American Federation of Labour. Los problemas de organización del trabajo no
tienen en la empresa ninguna existencia autónoma: la defensa profesional y la explotación económica se
encuentran cara a cara. Los sistemas de remuneración fundados en el rendimiento personal o en el destajo
ponen de manifiesto este encuentro y el conflicto directo entre capital y trabajo. Los agentes de dirección y los
empleados no son más que instrumentos del poder capitalista encargados de imponer una disciplina y
asegurar un rendimiento.
La empresa es una unidad económica, un mercado de trabajo. El futuro de la autonomía profesional, el de
la dominación capitalista y el de la vida política están muy separados unos de otros.
En este tipo de industrias cuando se habla de problemas sociales se evocará ante todo las condiciones de
trabajo y de vida de los obreros, no el funcionamiento de la empresa como sistema de organización y decisión.
Paralelamente, el análisis económico de la empresa no tiene en cuenta las relaciones internas de trabajo. El
análisis se hace en términos de mercado. La vida política aparece, más allá de su papel de guardián de los
intereses económicos dominantes, como extraña a las luchas sociales que tienen lugar en un terreno
propiamente económico.
La empresa es el lugar en que se enfrentan clases definidas no solamente por sus relaciones en la
producción, sino como grupos reales, cargados de herencias, unidades sociales y culturales tanto como
económicas.
Como ha subrayado Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia y en su ensayo sobre las clases
sociales, la acción racionalizadora de los empresarios es in-
7. separable de su apego a los valores antirracionalistas, a la familia, a la trasmisión de los bienes
adquiridos, a las barreras clasistas: «El régimen capitalista no solamente se apoya en puntales formados con
materiales no capitalistas, sino que incluso saca su energía propulsora de reglas de conducta no capitalistas
que al mismo tiempo está condenado a destruir» (p. 267). El conflicto entre racionalización y acumulación
manifiesta la ausencia de una política económica y social fundada en la primera. La racionalización sólo se
afirma al nivel de la ejecución del trabajo, de la instrumentalidad.
Paralelamente, los obreros se encierran en la defensa de su oficio y de su fuerza de trabajo. Patronos y
asalariados identifican sus intereses privados con el interés general, soñando con una sociedad armoniosa
(sociedad-mercado para unos, sociedad-cooperativa para otros) en que todos se conducirán como ellos. Así,
pues, su entendimiento se basa en que ambos rehusan cualquier autonomía de las instituciones de la sociedad
y particularmente del Estado. Al falta de un mundo enteramente formado por patronos u obreros, sólo desean
un mundo dominado por la relación directa, pacífica o violenta, de los empresarios y asalariados.
b) Patronos y asalariados empiezan a definirse por sus respectivos papeles en un sistema social cuando los
modelos racionalizadores penetran en el nivel de la administración de las empresas, movimiento que en sus
comienzos se denomina organización científica del trabajo. Por parte obrera las nociones de oficio y fuerza de
trabajo ceden su lugar a las de cualificación y rendimiento. Por parte de los patronos, la idea de jefe de
empresa sustituye a la de empresario. La iniciativa y el riesgo privados se combinan con la capacidad no sólo
para hacer funcionar, sino también para transformar un aparato de producción. Al analizar esta etapa,
Schumpeter sitúa en el centro de la función patronal el papel de «destrucción creadora», la capacidad de
destruir inversiones para realizar otras. Con frecuencia se toma a Henry Ford como ejemplo simultáneamente
de los que en un determinado momento consiguieron revolucionar la producción y más tarde se resistían —en
1925-1927— a la evolución, mientras que la General Motors, bajo el impulso de A. Sloan, sabía adaptarse a los
cambios del mercado. Las «corporaciones» americanas son el mejor ejemplo de esas grandes organizaciones
que siguen estando políticamente orientadas por la búsqueda del beneficio privado. Aunque la ambiciosa tesis
de C. W. Mills sobre la élite dirigente debe ser acogida con muchas reservas, en cambio se puede admitir más
fácilmente la categoría que él propone de las corporate rich, fusión de los dirigentes de las grandes
organizaciones y de los intereses capitalistas que las controlan. ¿No ha tomado Sloan la dirección de la
General Motors, después de que ésta, nacida como obra privada de un empresario, pasara al control de Du
Pont como consecuencia de sus dificultades financieras? Los grandes imperios industriales como la U. S. Steel
o los Vereinigte Stahlwerke fueron también al mismo tiempo grandes organizaciones racionalizadas y
construcciones del capital financiero, pues sólo la racionalidad económica no justificaba su existencia.
Ésta es la situación en que los obreros defienden sus intereses de trabajadores en la empresa, contra ésta y
en nombre de una sociedad dominada por los conflictos de clases. La idea de lucha de clases pone ya de
manifiesto el reconocimiento de una sociedad captada en su conjunto como un sistema de producción y no ya
solamente como la proyección de los intereses de un grupo social. No obstante esta unidad, la existencia de la
sociedad industrial, no se introduce todavía más que de una forma indirecta, mediante su propia negación,
mediante el estallido que la impone el conflicto de clases. El Estado recobra una cierta autonomía ya sea como
árbitro o como generalizador de las luchas sociales.
El jefe de empresa ya no habla en nombre de su iniciativa o sus capitales, sino en nombre de su empresa.
Es él quien ahora combate cualquier intervención de fuerzas externas y particularmente del Estado y sus
fuerzas sociales, que crean una rigidez perjudicial para la dinámica de la empresa y de la economía.
En esta situación, la empresa aparece cortada en dos. Por un lado es una organización social, por otro un
centro de decisión económica. Si llama a la sociología es para estudiar a los obreros, las oficinas o la dirección,
no el gobierno de la empresa.
Los temas de la burocracia y de las relaciones humanas se corresponden y complementan. La realidad
social de la empresa se concibe como un sistema de reglas y relaciones. El declive de la autonomía
profesional, el hecho del remplazamiento del oficio por un estado y unos papeles en un sistema de
comunicaciones, conducen a centrar el análisis no ya sobre grupos sociales reales, sino sobre relaciones de
trabajo en el seno de un sistema definido por valores, normas, formas de autoridad y equilibrio.
Los problemas internos de la organización social empiezan a ser tratados por organismos nuevos, cuyo
papel es consultivo, pero que pueden intervenir muy eficazmente para transformar la gestión social de las
empresas. Lo que con frecuencia se ha denominado participación obrera en la gestión no es en realidad más
que la intervención de representantes del personal en la administración social, sin que dicha participación
alcance los centros de decisión económica.
c) La doble naturaleza de la empresa tiende a desaparecer en la medida en que el crecimiento económico
depende de la capacidad para movilizar y> organizar recursos, administrar el cambio, prever y programar el
desarrollo y no ya solamente de que el empresario tenga a su disposición un beneficio situado por encima del
trabajo directamente productivo.
La eficiencia de la empresa depende cada vez más de determinantes sociales y políticas, del
funcionamiento general del sistema económico, que se extiende al conjunto de los aspectos de la vida social:
ordenación territorial, formación profesional,, inversiones para investigación, etc.
Las políticas económicas pueden ser formalizadas al nivel de la empresa como sistemas de decisión, pero
las «opciones» que determinan el cambio social y económico se forman a un nivel más elevado.
Esta evolución puede reducir a la empresa al papel subalterno de llevar a término políticas decididas por
encima de la propia empresa o, por el contrario, puede asociarla a un sistema de concertación económica y
política. Sin embargo, quienes participan en la elaboración de la política económica son grupos financieros e
industriales, nacionales e internacionales, más que empresas propiamente dichas. En cualquier caso la
capacidad de decisión de la empresa no se define ya por su situación en un mercado, sino por su penetración
en un sistema político.
Con frecuencia se ha entendido que esta penetración producía la desaparición de la empresa privada.
Parecía —y éste es, por ejemplo, el criterio de Schumpeter— que sólo la socialización de las unidades de
producción permitiría poner término a la obra racionalizadora emprendida por el capitalismo y que éste no
puede concluir a causa de la hostilidad que ha creado en su contra y a causa del lazo fundamental que
mantiene ligada la racionalidad económica a valores preindustriales. Sin embargo, esta concepción aparece
hoy demasiado rigurosa, particularmente porque una empresa enteramente pública tiene el riesgo de perder
su flexibilidad de decisión y porque pueden entrar en conflicto imperativos políticos con exigencias de la
racionalidad.
Independientemente de cuál sea la solución institucional que se escoja, lo que aparece claro es que una
sociedad industrial, puesto que es por definición dialéctica del desarrollo y la democracia, de la racionalidad y
la política, supone una cierta autonomía funcional de los centros de decisión económica y del poder de
intervención política. Por ello hay que admitir la existencia de instituciones económicas privadas, que no son
obra de empresarios ni de «corporaciones», racionalmente organizadas y al mismo tiempo sometidas al
beneficio privado.
En esta situación los directores de empresa se convierten en poder político, en el sentido de que su acción
apunta directamente a la racionalidad económica y además se esfuerza en dirigir la utilización social de los
productos del trabajo colectivo. Esta política de dominio puede producir un conflicto con las demandas de los
trabajadores o, más exactamente, de los consumidores. Aquí reside precisamente el sentido de la amenaza
tecnocrática. Es absurdo hablar del poder de los técnicos, como si la autoridad sobre la ejecución o incluso
sobre la administración pudiera sustituir al poder político, disolver los fines en los medios. Algunos espíritus
imaginativos han concebido el reino de los ingenieros e incluso de los sabios; sin embargo, tal concepción
representa una contradicción en sus términos y no hay ningún ejemplo histórico que haya proporcionado
nunca una imagen real de esto. Si ocurre que los técnicos se rebelan cada vez más contra el poder de los
financieros es porque éste es anacrónico; esas revueltas nunca han conducido a un esfuerzo de los técnicos
para tomar el poder en sus manos. Si la idea de tecnocracia es importante se debe a que designa un proceso
completamente diferente. En una sociedad en que la política es el control social de la economía racionalizada,
parece lógico que los racionalizadores, los directores de empresas públicas o privadas vuelvan a dar vida a la
ideología que primero fue de los empresarios y después de los jefes de empresa, es decir, que identifiquen el
interés de los ciudadanos con la potencia de la economía y las empresas. Esta tendencia se refuerza por dos
hechos principales. Por un lado, la producción de masa se relaciona más fuertemente que antes con el
consumo de masa, lo que incita a afirmar la unidad de la racionalización y la política. Por otro lado, una
creciente proporción de las inversiones se encuentra privada de todo criterio de rentabilidad. La ciencia y el
poderío se alian cada vez más estrechamente y las sociedades que disponen de una gran abundancia de bienes
pueden consagrar una parte creciente de ellos a la investigación y a las realizaciones científicas y militares. El
fulminante desarrollo de los gastos dedicados a «investigación y desarrollo» en los Estados Unidos o la Unión
Soviética, el enorme costo de las industrias nucleares y espaciales, han ampliado la esfera en que las empresas
pueden operar sólo en nombre del progreso del conocimiento y el poderío.
¿Hay necesidad de recordar aquí las respuestas que suscita esta doble pretensión tecnocrática? El ligamen
de producción y consumo de masas no significa en absoluto que el progreso de la producción conduzca de
forma natural a la mejor satisfacción de las necesidades humanas y a la organización más racional de la vida
social. Se puede crear o intensificar necesidades artificialmente; puede concederse prioridad a inversiones
menos útiles que otras; por ejemplo, a autopistas antes que a alojamientos. Pero más violenta aún es la
contradicción que se establece entre la política de poderío y la satisfacción de las necesidades humanas, entre
los stocks de armas nucleares y el hambre del Tercer Mundo.
Se recuerdan aquí esas respuestas bien conocidas y dramáticamente verdaderas a las utopías y a las
ambiciones tecnocráticas únicamente para subrayar que en este tipo moderno de sociedades industriales, en
estas sociedades programadas, continúan aplicándose los principios del análisis utilizados hasta ahora.
Los directores tecnocráticos defienden el poderío del sistema de producción oponiéndolo a las
necesidades de los consumidores a quienes ellos combaten o deforman; la imagen de la sociedad a la que se
refieren es la de una productividad que crece sin cesar y produce, naturalmente, la mejora de las condiciones
sociales de existencia. Esta visión del mundo se opone a la de los trabajadores que se definen no ya por su
oficio o por su cualificación, sino por su status profesional, por su vida de trabajo y su carrera, principios
privados que ocupan un lugar paralelo al del poderío de las empresas para los directores.
Los trabajadores se oponen precisamente a algo que actúa como contrapartida de lo que defienden los
directores : la transformación permanente de la vida social en función de las necesidades de la producción.
Los trabajadores reclaman la continuidad de su existencia personal, la capacidad de prever y elegir su trabajo
y sus condiciones de vida.
Los trabajadores apuntan a una imagen que es la de una sociedad de la abundancia o mejor de la libertad
en la cual los excedentes se utilicen en función de necesidades elaboradas a partir de las experiencias
individuales de la vida de los grupos, de la acción de organizaciones voluntarias.
En las sociedades de desarrollo, el Estado no puede seguir siendo una esfera particular, separada de la
sociedad civil. Interviene en la vida de la empresa de manera muy variable (ya volveremos a tratar este
punto), y se puede considerar que pertenece a la lógica del sistema de producción el que los dirigentes, los
asalariados y el Estado sean actores completamente autónomos, pero cuyas orientaciones de acción se
relacionen unas con otras en un sistema de acción no cada vez más unificado, sino cada vez más integrado.
Parece útil definir el sindicalismo de los asalariados en esta situación como un sindicalismo de control.
Esta palabra, tomada aquí no en su sentido tradicional y limitado, sino en un sentido ampliado por la
influencia anglosajona, indica bien la doble orientación del sindicalismo. Éste no puede limitarse a ser un
agente de reivindicación social sin preocuparse por la racionalidad económica; tampoco puede cargarse con
responsabilidades económicas que, por lo demás, nunca le han sido realmente concedidas, y contentarse con
desempeñar un papel de integración social. La unidad de una responsabilidad social directa y una
responsabilidad económica indirecta en la acción sindical debe tener como contrapartida la unidad en los
directores de una responsabilidad económica directa y una responsabilidad social indirecta. Las empresas, es
decir, sus dirigentes se han visto obligados a preocuparse de problemas sociales generales que tocan a la
organización social de las comunidades en que se encuentran, los programas y la extensión de la enseñanza, la
previsión y el tratamiento que debe darse a las consecuencias de los cambios o de conversiones técnicas así
como de los desplazamientos geográficos de la actividad económica, etc.
De la misma forma que el control de los sindicatos impone su penetración en la empresa, el control de los
directores sobre la organización social los obliga a salir de la empresa y convertirse en dirigentes sociales. Pero
estos dos movimientos siguen siendo necesariamente limitados y la idea de una gestión de las empresas por
los trabajadores, aislada del objetivo previo de una transformación política global, parece tan anacrónica como
la de una gestión de la sociedad por los directores. Es tarea del Estado asegurar las mejores comunicaciones
posibles entre la empresa y la sociedad. Por ello Harbison y Myers tienen razón al considerar que una
dirección constitucional es la forma más característica de la gestión de las empresas modernas. La intervención
del Estado en las relaciones sociales de trabajo es la contrapartida a la penetración de los dirigentes
económicos y los sindicatos de trabajadores en la elaboración y control de la política económica del Estado.
Estas observaciones no apuntan en absoluto a demostrar que la empresa, concebida como institución
privada, llegue a un grado cada vez mayor de equilibrio y armonía. Esta hipótesis tiene tan poco fundamento
corfto las que afirman el poder absoluto del Estado sobre el conjunto de la vida económica, el carácter
todopoderoso de los dirigentes económicos o la posibilidad de una gestión de la economía por comunidades
de trabajo.
Si se puede hablar de reforzamiento institucional de la empresa es en un sentido muy diferente. A medida
que los modelos racionalizadores se esparcen en la vida económica, los actores presentes se definen cada vez
más por sus relaciones y por el sistema de gestión social de la realidad económica que constituyen estas
relaciones. La misma integración hace más vulnerable a cada uno de los actores, le prohibe encerrarse en su
propia esfera. Igualmente obliga al análisis a trastornar clasificaciones tradicionales. ¿Todavía es posible
proponer sociologías de la clase obrera, el patronato o el Estado, independientes unas de otras, mientras que
cada uno de estos actores se define cada vez más por su papel en un sistema político cuya unidad no depende
del dominio de uno de los actores —aun cuando ésta se señale claramente—, sino de la problemática que
representa la utilización social de la racionalidad económica?
Pero esta unidad y lo que acaba de decirse sobre su naturaleza política, ¿no imponen que se sitúe
únicamente al nivel social, que es el de las principales instituciones políticas?
Sólo en la última parte de este estudio se podrá responder a la pregunta anterior, pero ya desde ahora hay
que decir que uno de los trazos fundamentales de la sociedad programada, del tipo más avanzado de
sociedades industriales, es el debilitamiento de la tradicional identidad entre sistema político y Estado. Los
trabajadores- consumidores están cada vez más obligados a combatir las pretensiones tecnocráticas o estatales
mediante el reforzamiento de organizaciones comunitarias, sean regionales, locales o profesionales, porque es
en sus inclusiones sociales y culturales concretas cómo el individuo puede ser defendido. Por todas partes
aparece la nueva importancia de los «status transmitidos» y la resistencia de lo que el hombre es ante las
exigencias de lo que hace. De la misma manera la empresa es un conjunto particular, depositario de modelos
racionalizadores limitados, en nombre de los cuales lucha a la vez contra la excesiva intervención del Estado y
contra los riesgos de inmovilismo del espíritu comunitario.
El Estado, las empresas y las colectividades operan entre sí en el sistema político porque los principios de
defensa, oposición y totalidad que constituyen el sistema de orientación de cada uno de ellos se mezclan de
forma cada vez más compleja y más integrada.
Este análisis del tipo más moderno de empresas conduce a conclusiones complejas, ya que se le puede
interpretar de dos maneras diferentes y casi opuestas.
Por una parte, la empresa aparece cada vez más como una institución política, a la vez centro de decisión y
programación y lugar de negociaciones sociales que tratan sobre relaciones entre el progreso
técnico-económico y la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los asalariados. Por otra parte, parece
subordinada a un sistema de decisiones superiores al nivel del Estado. Éste tiene medios de acción económica
cada vez más considerables que compromete en actividades a las cuales se aplican cada vez menos criterios de
rentabilidad. La empresa no es entonces más que un instrumento, una organización cuya autonomía de
decisión indica la necesaria descentralización de un sistema económico complejo.
Esta ambigüedad vuelve a encontrarse cuando se trata de definir el papel de los sindicatos. Por una parte,
puede insistirse en la penetración de la acción sindical al nivel de las decisiones políticas de la empresa, de
acuerdo con dirigentes de la C.G.I.L. italiana, como Bruno Trentin, o con algunos sindicalistas franceses,
especialmente de la C.F.D.T.; por otra parte, puede pensarse que el sindicalismo negocia cada vez más
condiciones de trabajo, empleo y reorientación en el limitado seno de la empresa, pero que su carácter como
portador de luchas sociales ha ido disminuyendo. Estas últimas oponen al poder político-económico del
Estado, ligado a los grandes grupos financieros e industriales, una defensa activa de las colectividades,
definidas menos por el trabajo que por su resistencia a un cambio económico, social y cultural sobre el que no
ejercen ningún control y que por tanto les parece una alienación.
Más adelante veremos que estos dos aspectos de la empresa se combinan de forma diferente según el tipo
de sociedad que se considere. Pero una aproximación debería conducir desde ahora a un reexamen de la
noción de institución tal como la hemos empleado hasta aquí.
La empresa es una institución en el sentido de que es„ más que una organización, pero menos que un
poder. Es el lugar en que las fuerzas sociales negocian y llegan a definir las reglas y las formas de su
enfrentamiento, a institucionalizar su conflicto.
Si nos situamos al nivel de la organización, las relaciones colectivas de trabajo apuntan a asegurar la
coherencia del conjunto, a disminuir la privación relativa, a atenuar las desigualdades, a reforzar la
congruencia de los status. Por el contrario, al nivel del poder, clases sociales cada vez más constituidas y
conscientes de sí mismas se oponen esforzándose por dominar el conjunto del cambio económico y social.
Cada uno de los adversarios se identifica utópicamente con el interés general y se opone ideológicamente al
campo adverso.
La institucionalización se encuentra a mitad de camino entre estos dos niveles de las relaciones sociales.
Las fuerzas sociales que negocian no se definen por las relaciones con la sociedad en su conjunto, sino a
través de la relación con el marco particular y limitado de la empresa; por tanto, no se sitúan al nivel de la
organización, de la división del trabajo, del sistema de los status y funciones.
Sería peligroso oponer brutalmente la fuerza política y la fuerza organizativa de la empresa; también sería
peligroso creer que el sindicalismo está desgarrado entre una acción directamente política y una intervención
estrechamente profesional y económica, limitada a los problemas internos de la empresa. Iniciativas
económicas a la vez que relaciones sociales se organizan en formas muy diversas, a un nivel intermedio.
La empresa se sitúa cada vez más en este nivel institucional. Posee un sistema autónomo de decisión
económica y negociación social.
La empresa es al mismo tiempo un elemento de un sistema de poder y, en consecuencia, de conflictos
sociales que la desbordan ampliamente por el simple hecho de que el progreso económico no está ya
vagamente determinado por la acumulación del capital y la organización del trabajo asalariado, sino también
y de forma progresiva por la investigación científica y técnica, la formación y la reorientación profesionales, la
movilidad de las informaciones y los factores de producción, las capacidades de acción prospectiva, etc.
Los grandes conflictos sociales desbordan la empresa y el terreno de la producción, situándose, como el
mismo cambio programado, a un nivel mucho más global. Son multidimensionales, sociales, culturales y
políticos mucho más que exclusivamente económicos.
La distinción de estos dos papeles de la empresa se señala con mucha frecuencia con el empleo de la
palabra apolítica».
En efecto, esta palabra tiene dos sentidos: ejercicio del poder y sistema de decisión. Puede hablarse de
sistema de decisión en la medida en que un actor concreto —individual o colectivo— trata de conseguir
determinados objetivos que considera de acuerdo con sus intereses, entrando en interacción con otros actores,
aliados, concurrentes o adversarios.
En cambio, el poder se define por la capacidad que tienen algunos actores para imponer al conjunto de los
demás actores su concepción de la sociedad, sus objetivos, sus modos de evolución. El poder define el campo
de acción colectiva; la decisión es un proceso de interacción en el seno de este campo.
Poder y decisión nunca están completamente separados, ni se confunden del todo. La capacidad de
decisión está definida por la influencia, es decir, la posibilidad que tiene un actor de modificar el
comportamiento de otro sin él mismo sufrir modificaciones comparables de su propio comportamiento.
La dirección de la empresa y los sindicatos negocian, tratan de modificar el comportamiento del otro. Éste
es precisamente el sistema de decisión que puede ser más o menos institucionalizado en el sistema político de
la empresa.
Sin embargo, los dirigentes económicos ejercen también un dominio, una influencia social que entra en
conflicto con un modelo opuesto de gestión y cambio social defendido por sus adversarios.
A medida que el progreso económico supone una intervención más global de la sociedad sobre sí misma,
los problemas del poder desbordan con más fuerza a la empresa. Este hecho es precisamente el que permite
también una cierta institucionalización del conflicto social, la creación de instituciones políticas en la empresa
que tratan de problemas que van mucho más allá de la gestión interna de una organización de trabajo.
No parece que en un estado más antiguo de la empresa haya mediaciones entre los problemas de poder y
los de la vida profesional que se regulan ampliamente en el seno de los grupos de trabajo profesionalmente
autónomos.
La evolución industrial conduce a una diferenciación creciente de los niveles de funcionamiento de la
empresa y, particularmente, a reforzar el nivel institucional a mitad de camino entre los problemas del poder
y los que se derivan del funcionamiento interno de las organizaciones.
Ahora es el momento de insistir sobre esta diferenciación.
El refuerzo de la empresa como institución sucede —en el análisis— al progreso de su organización. ¿Cómo se
enlaza el papel del director con el de organizador?; ¿cómo se enlaza la política de la empresa con su
funcionamiento?
Se ha dicho al empezar, y todo lo que se ha venido afirmando es un comentario a esta idea general: la
empresa no es únicamente una organización, es también un sistema de decisión que a su vez, después del
predominio de la ejecución y la organización, se racionaliza al mismo tiempo que se politiza. Así, pues, queda
excluido el volver a tratar aquí sobre las concepciones que presentan al jefe de empresa como un simple
organizador o coordinador de los medios materiales y humanos de producción. Sin embargo, después de
haber reconocido la importancia de la empresa como institución, hay que retroceder para interrogarse sobre
las relaciones entre estos dos niveles de funcionamiento de la empresa.
En principio se puede tener la tentación de pensar que uno de los aspectos principales de la evolución que
acaba de ser señalada es la dominación que cada vez más directamente ejerce un nivel de funcionamiento
sobre aquel o aquellos que están situados por debajo de él. La organización del trabajo ¿no ha suprimido o
disminuido considerablemente la autonomía profesional de los obreros de fabricación al tiempo que la
sumisión directa de la empresa al mercado? Y, de la misma manera, ¿no es lógico pensar que el" terreno de la
organización tiende a quedar cada vez más sometido al de la decisión, al de la política de la empresa? Los
problemas que se plantean al nivel de la ejecución no han sido simplemente absorbidos por los de la
organización; en una cierta medida se han institucionalizado gracias a la acción sindical y las leyes sociales.
¿No es también verdad que los problemas planteados por la organización de las empresas se sitúan cada vez
más al nivel institucional y que los sindicatos llevan a cabo una política social en la empresa que toma en
consideración los problemas planteados por la ejecución tanto como los planteados por la organización del
trabajo?
La realidad y la importancia de este movimiento son poco discutibles. Ni la empresa ni los sindicatos
pueden aislar los problemas referentes a las condiciones de trabajo, a la definición de las cualificaciones, a la
formación y promoción profesionales, a los ritmos de trabajo y a su duración, de problemas más generales.
Especialmente la remuneración en su importe y en sus formas está cada vez más directamente ligada al
funcionamiento general de la empresa y la economía. La remuneración, además de estar ligada a la
producción y la cualifícación, lo está también al rendimiento y finalmente a la productividad. Hoy no está
nunca separada de los problemas más generales de política económica; el paralelismo del crecimiento
económico y la elevación del nivel de vida, la política de rentas, la inflación.
Sin embargo, estas constataciones son tan fáciles de hacer que no aclaran el problema planteado. En
particular, es evidente que los problemas de remuneración han derivado siempre de la política de la empresa
y no de su sistema de ejecución, incluso en el momento en que las bases de su cálculo estaban situadas al nivel
de este último. Es natural que la creciente institucionalización de la empresa produzca una transformación
paralela tanto en lo que respecta a las reivindicaciones obreras como a la formación de los jefes de empresa.
Sin embargo, ¿hay que entender esta afirmación como que los problemas de organización tienden a
fundirse en los del funcionamiento institucional de la empresa? Está claro que no. Tal afirmación se aplica
igualmente a la autonomía de los problemas de la ejecución del trabajo propiamente dicho.
La creciente politización de la empresa no disminuye, sino que incluso acentúa sus obligaciones
organizativas. La tesis según la cual los problemas organizativos se reabsorben en los problemas
«institucionales» de la empresa puede ser formulada de la manera siguiente: la gestión de la empresa consiste
cada vez más en combinar las estrategias progresivamente más complejas de los actores cada vez más
numerosos y cuya capacidad de influencia aumenta.
Esta concepción tiene el gran mérito de descartar de una vez para siempre la imagen tomada de un estado
muy anterior de las organizaciones y que se ha extendido en el pensamiento sociológico gracias al concepto
weberiano de burocracia.
Durante un largo período, el ejército, la administración pública y más tarde las grandes empresas han
tratado de definir las funciones, los derechos y deberes de sus titulares. La construcción de organigramas ha
sido la expresión más concreta de tal esfuerzo. Pero numerosos sociólogos como Blau, Burns o Crozier han
demostrado que una organización sometida a cambios frecuentes no podía funcionar de esta manera. Las
disfunciones de esta gestión burocrática son tales que ha sido remplazada por una forma de organización muy
diferente. Quien tiene preferencia en este tipo de organización no es la regla, sino el objetivo. Y lo que
constituye la unidad de acción fundamental no es el servicio o la oficina, sino este proyecto. La opinión
pública hace tiempo que se ha acostumbrado ya a este cambio de vocabulario, al menos desde el éxito de
grandes operaciones como el desembarco de 1944.
Llegamos al punto en que hay que considerar a la empresa como un campo estratégico cuya dirección se
ocupa ante todo de las tareas de negociación. La adaptación de la empresa al cambio sería tanto mayor cuanto
más pragmática fuera ésta, más libre de principios y reglas, más preocupada por asegurar una adaptación
siempre limitada y siempre provisional de unos elementos a otros. La concepción mecanicista de la empresa
se remplaza por la imagen de un mercado de influencias cuyo equilibrio es inestable y por ello más favorable
al cambio y lá adaptación a un entorno también mutable. M. Crozier ha expresado en términos muy precisos
esta concepción cuando subraya que cuanto más moderna sea una organización, más «zonas de
incertidumbre» comporta; zonas que los diversos actores se esfuerzan en controlar para reforzar su influencia
en la organización.
Estos análisis tienen una considerable importancia y dejan casi sin interés las discusiones sobre el modelo
burocrático definido por Weber y que hay que considerar solamente como una forma arcaica de organización.
Pero estos análisis deben ser completados. Una empresa no es únicamente un mercado de influencia y un
lugar en que se enfrentan y se combinan estrategias autónomas; es también una organización que posee un
centro de decisión, fronteras y que, sobre todo, impone a sus miembros una «lealtad» que permite a las
estrategias mantenerse en límites bastante estrechos. Incluso la flexibilidad de los modos de organización
impone mecanismos de integración social cada vez más potentes.
Cuando el sistema de reglas y normás es claro y estable no es necesario intervenir sobre las actitudes y las
intenciones. Cada cual se encuentra situado en una casilla del organigrama. Sabe lo que le está prohibido y a
lo que está obligado. A medida que desaparecen estas localizaciones objetivas, es necesario que todos los
miembros de la organización estén orientados hacia su integración, interioricen sus valores y sus normas,
adquieran un «espíritu hogareño». Es cierto que no hay que fiarse de toda una literatura de la cual El hombre de
la organización de W. H. Whyte Jr. es el ejemplo más conocido y que presenta a los cuadros en particular como
dominados por la «ansiedad del status». Pero sería caer en el exceso inverso insistir con demasiada
exclusividad sobre las posibilidades de las estrategias autónomas de la mayoría, ya que la influencia crece en
forma total con la autoridad jerárquica y la estrategia consiste en subir y, por tanto, en identificarse con los
valores oficiales de la organización. En los más modernos y los más técnicos, la interdependencia creciente de
las funciones y la presencia de fuertes valores (la ciencia, la salud) combinan sus esfuerzos para aumentar la
presión de las fuerzas de integración social el reconocimiento de los valores, normas de jerarquía y conductas
sociales propias de la organización.
En la misma medida en que no es ya al nivel de la empresa, como en tiempo del capitalismo de
empresarios, donde se forman los mecanismos fundamentales del progreso económico, sino a un nivel más
elevado, la empresa es una organización pragmática en sus fines y a la vez muy integradora. Es menos que
antaño un conjunto de puestos de trabajo y especialidades y más una red de comunicaciones, cuya unidad no
puede mantenerse más que mediante la presión de la conformidad a las necesidades de la organización, a su
homogeneidad, a su capacidad para resistir a los cambios y los incidentes. De aquí la importancia de los
problemas que se refieren a los organismos mixtos, que no son tanto instrumentos de negociación como de
integración. De aquí también la preocupación por la información que se pone de manifiesto en las empresas e
igualmente el cuidado por las carreras y la promoción.
Los problemas de la organización se separan de los que derivan de negociaciones institucionalizadas y a
fortiori de los problemas del poder. Así, pues, las relaciones entre los diversos niveles de funcionamiento de la
empresa son complejas. La institucionalización desborda la organización en la medida en que la empresa es
cada vez más una unidad política. Pero los problemas internos de la organización resisten a la
institucionalización de las decisiones y de los conflictos porque ésta está limitada y el poder de la empresa se
traduce en términos de organización. La autoridad no se reduce a la influencia; es en primer lugar la
expresión organizativa del poder.
Esto nos conduce a continuar con dos temas complementarios. Por una parte, la empresa es cada vez más
un sistema de decisiones y negociaciones políticas, que no se confunde con un sistema de organización ni
tampoco con un sistema de poder. Por otra, los problemas de funcionamiento de las organizaciones tienen
una autonomía cada vez mayor y que se apoya en el poder patronal. En otros términos, si se considera
directamente estos problemas, se verá que derivan simultáneamente de tres tipos de análisis. En primer lugar,
algunos aspectos de las relaciones sociales del trabajo se derivan de un estudio puramente organizativo: una
empresa posee normas y reglas, define papeles y modos de interacción, está diferenciada y jerarquizada. En
segundo lugar, su sistema institucional penetra en el terreno de la organización en la medida en que los
sindicatos pueden remplazar la defensa profesional y económica de los asalariados en el cuadro de una
estrategia más general. Finalmente, las orientaciones culturales y los conflictos de poder que caracterizan la
sociedad operan en la empresa, formulan sus valores y sus normas. La autoridad pone de manifiesto el poder.
La diferenciación de estos tres niveles del análisis no implica el aislamiento creciente de diversos tipos de
hechos sociales, sino el ajuste de los problemas, la superposición de las significaciones.
Analizar la empresa solamente como un sistema de decisiones y negociaciones institucionales conduce a
despreciar a la vez sus mecanismos de integración social y sus problemas de poder. Pero, en cambio, si sólo se
insiste en el enlace directo entre funcionamiento organizativo y sistema de poder, se olvida lo que constituye
la autonomía económica y social de la empresa.
A partir del momento en que el análisis ha reconocido la insuficiencia de un estudio puramente
psicosociológico de la empresa, a partir del momento en que vuelve a sacar a la luz los problemas de la
decisión y el poder, el análisis está dominado por la tensión inevitable y fecunda entre los dos caminos que
acabamos de distinguir. El análisis institucional debe estar equilibrado por el que insiste sobre la realidad del
poder tal como se manifiesta directamente y también a través de los problemas propiamente organizativos.
Esto representa una inversión de perspectivas con respecto a análisis más antiguos que corresponderían a
las primeras etapas de la evolución que hemos reseñado. Se insistía entonces en los niveles extremos: el poder
económico y la autonomía profesional estaban cara a cara. Por el contrario, es necesario situar en el centro del
cuadro las realidades institucionales, los sistemas de decisiones y negociaciones, pero mostrando de una
manera constante las presiones contrarias y conjugadas que ejercen sobre ellos, por una parte, el
funcionamiento de la organización y, por otra, los conflictos de poder.
Más difícil es hablar de una creciente autonomía de los problemas de la ejecución, ya que el trazo más
evidente de la evolución industrial es que el sistema de organización ejerce una presión cada vez más fuerte
sobre el modo de ejecución y que, en particular, la autonomía profesional del obrero de fabricación ha
desaparecido en muchos aspectos.
Por otra parte, no se trata de volver a insistir sobre tales observaciones. Pero la evolución del modo de
producción no determina la reabsorción de los problemas sociales y las conductas sociales que se sitúan al
nivel de la ejecución. Más bien sucede lo contrario: la diversidad de puestos y especialidades plantea a todos
los niveles de organización problemas cada vez más complejos.
Tales problemas se ven con la mayor claridad en lo que se refiere a los cuadros, cuando se señala el
progreso de la profesionalización y la importancia creciente del nivel de competencia con respecto al nivel de
autoridad. Muchas de las observaciones que los sociólogos han hecho sobre organizaciones muestran
claramente la importancia de los expertos y, por tanto, sus posibilidades de maniobra y estrategia en la
organización.
No obstante, aquí no se trata de negociaciones institucionalizadas, de relaciones entre fuerzas sociales. Se
trata de estrategias personales que pueden combinarse en coaliciones, pero que apuntan al mejoramiento de la
posición de las personas incluidas en el sistema organizativo o, más exactamente, frente a él.
Es preciso ir más lejos. La evolución social, la elevación de los niveles de vida, el crecimiento —demasiado
lento— del tiempo libre, el desarrollo de las actividades ociosas y la importancia de la vida familiar como medio de
consumo y relaciones interpersonales contribuyen a dar a los comportamientos profesionales determinantes cada vez
más independientes del medio de la empresa. Goldthorpe, Loclcwood y sus colaboradores han insistido
mucho sobre este punto al estudiar a obreros ingleses situados en condiciones de trabajo muy modernas y, en
consecuencia, en una situación económica privilegiada. Los obreros se definen de forma cada vez menos
completa por su actividad profesional. Sus papeles externos a la empresa, ligados al medio familiar, de
vecindad y consumo, son cada vez más importantes para ellos.
Lo que quiere decir necesariamente que los comportamientos de trabajo, la elección de un empleo, las
actitudes con respecto a la remuneración, el interés en el trabajo, etc. están determinados desde fuera. El
trabajo es un medio de consumo.
En el vértice superior del sistema de producción se ve cómo los centros de decisión salen de la empresa
para elevarse al nivel del Estado o de los grandes grupos económicos, nacionales o internacionales.
Paralelamente, en su base se ve dibujarse la imagen tradicional del hombre definido como trabajador.
Particularmente, los cuadros —sobre todo cuando son jóvenes— tienden a buscar de forma progresiva un lugar de
empleo que sea apropiado para la educación de los niños y para el tiempo libre de los padres.
La empresa era el centro de la organización económica y social. La vida del trabajador estaba dominada
por ella, directa o indirectamente. La vida económica no era apenas otra cosa que la interacción de las
empresas sobre el mercado.
Hoy la sociedad incide en la empresa por los dos extremos, de manera que no queda más remedio que
definir esta última como la asociación de un sistema institucional y un sistema organizativo que asume una
mediación a dos niveles, entre la política económica y la vida privada. El reforzamiento de la organización y
de sus mecanismos de integración social entra frecuentemente en conflicto con el desarrollo de las
negociaciones, con la institucionalización de los conflictos. Pero estos dos procesos se desarrollan de forma
concurrente, pues uno y otro representan las tendencias centrípetas de una empresa amenazada por fuerzas
centrífugas que se ejercen tanto en su vértice como en su base. Hay que reconocer que un debilitamiento tal de
la empresa produce necesariamente un debilitamiento de la importancia social del sindicalismo en la medida
en que éste se ha definido siempre por su relación con el adversario: la dirección de la empresa. El
sindicalismo moviliza una parte pequeña de la personalidad y también está más alejado de los conflictos
políticos fundamentales de la sociedad. La actividad de los sindicalistas, en lo que respecta a su participación
activa tanto en sus comportamientos políticos como en las asociaciones comunitarias fuera del trabajo, dan
testimonio de su capacidad militante, pero esto no contradice, sino que acaso corrobora, el estrechamiento del
campo de acción de los sindicatos.
Habría que preguntarse si el estrechamiento, si el debilitamiento de las pasiones que suscita el
sindicalismo no tiene como consecuencia aumentar las dificultades de la participación militante y democrática
de los trabajadores en las decisiones y en el funcionamiento de su sindicato.
Las fuerzas más militantes tienen su fundamento en el cooipromiso político, en la reivindicación cultural o
en una revuelta social que desborda ampliamente el cuadro de la empresa. En el seno de ésta se trata de
defensa, de instalación, de integración, por tanto, del sistema organizativo y especialmente de negociaciones
cada vez más institucionalizadas. Los responsables sindicales no están integrados en el gobierno de la
empresa; muy a menudo mantienen una fuerte combatividad, pero este término no es equivalente a militancia.
En su acción están incriminados el futuro y las alternativas esenciales de una sociedad.
Si se considera el caso de Francia, el autoritarismo del patronato y el Estado, las múltiples resistencias a la
institucionalización de los conflictos, el apego a modos de gestión y formas de autoridad arcaicos, la
naturaleza del sistema político, contribuyen a mantener la empresa y el sindicalismo en formas de acción que
parecen lejos de la imagen que acabamos de esbozar. Pero estos retrasos y la lentitud de la evolución no deben
ocultar que aquí se sigue la misma dirección que en otros países. Nuestro pasado económico y social ha estado
dominado por el frontal enfrentamiento de la empresa y el sindicato. Hoy los dos adversarios continúan
oponiéndose, pero su combate no abarca ya todos los niveles de la vida social, sino que se sitúa en los
escalones intermedios, lo que hace que mantenga una importancia considerable. Pero hay que reconocer que
determina men'os directamente y menos completamente que antes la política económica y social de la
sociedad, así como la vida privada de los trabajadores.
El mundo del empresario y del militante existe aún, pero progresivamente se va subordinando al de los
centros de programación y las revueltas culturales. En lo que respecta al sindicalismo, esto no significa en
absoluto que los sindicalistas estén condenados a no intervenir más que en los niveles institucionales y
organizativos. Pero estamos obligados a afirmar que el «sindicalismo de empresa», que frecuentemente
aparece como un objetivo de la acción militante, aunque constituye efectivamente un progreso de la
intervención sindical frente al autoritarismo patronal, no adquiere importancia en los niveles organizativo e
institucional más que por su alejamiento de las luchas en torno al poder económico y político.
Así, pues, el sindicalismo tiende a no ser ya instrumento central de un movimiento social que le desborda
tanto por arriba como por abajo, en el nivel propiamente político y en el nivel de una resistencia de la base a la
integración organizativa y la institucionalización de los conflictos. Al mismo tiempo que el sindicalismo gana
influencia e interviene de forma más eficaz al nivel de las decisiones, queda ignorado, desbordado o
contestado por movimientos antitecnocráticos que son más políticos y a la vez menos organizados.
Estas conclusiones desbordan un poco el objetivo de las observaciones que nos proponíamos. Pero dibujan
el marco general en el que debe situarse de nuevo el sentido general de la diferenciación creciente de los
niveles de funcionamiento del sistema de producción que hemos intentado esclarecer.
Las relaciones entre los diversos niveles de funcionamiento de la empresa dependen en primer término de
la naturaleza del desarrollo económico que caracteriza a una sociedad en su conjunto.
Cuanto más dirigida esté por una voluntad social explícita la obra de desarrollo económico, más ligada
estará a un movimiento social y político de independencia nacional y de transformación social; por una parte,
menos institucionalizada estará la tensión entre desarrollo económico y democracia social, y más potente será,
por otra parte, el dominio del nivel político de la empresa sobre los niveles organizativo y técnico de la misma.
En cambio, una sociedad más «abierta», menos inmersa en un esfuerzo voluntario para salir de la
dependencia o del subdesarrollo y para romper los marcos culturales, institucionales y políticos que impiden
el desarrollo económico, es más «pluralista»: en este caso los objetivos de desarrollo no estarán dirigidos por
un poder político central, sino elaborados a través de negociaciones institucionalizadas. Al mismo tiempo, la
autonomía de los niveles de funcionamiento de la empresa tiende a arrastrar a su jerarquización.
Esta oposición, que a primera vista puede ser satisfactoria, debe, sin embargo, ser completada por otra
proposición. En efecto, se da por supuesto un paralelismo completo entre empresa y economía nacional. Si nos
contentáramos con ello habría que renunciar a lo esencial de nuestro análisis, a la idea de que todo sistema
industrial moderno se define a la vez por un dominio del sistema político sobre los otros niveles de
funcionamiento de la empresa y por la relativa autonomía de los distintos sistemas.
Así, pues, hay que corregir la formulación excesivamente simple que acaba de darse e investigar cómo en
un tipo liberal de crecimiento económico el dominio de la voluntad política, débil a nivel nacional, puede, sin
embargo, afirmarse a nivel de empresa. Y a la inversa, en un tipo más dirigista, en que la acción económica
está animada por un «poder activo», según la expresión de B. de Jouvenel, acaso es en la empresa donde la
autonomía relativa de los niveles de funcionamiento tiende a reforzarse y compensar la tendencia integradora
y unificadora que presenta al nivel nacional.
a) Se llamará liberal un primer tipo de sociedades industriales. Sus tres características principales son: la
fuerte integración de las relaciones sociales de trabajo, el desarrollo muy avanzado de una dirección
constitucional de las empresas y la débil penetración de los modelos racionalizadores en el nivel de los
sistemas de decisión. El interés privado de las empresas sigue siendo potente por el simple hecho de que el
tema del desarrollo está débilmente «politizado» y porque el poder político penetra poco en la empresa.
El peligro inherente a este tipo es la reducción del nivel político de la empresa al nivel institucional de la
misma. La potente intervención de los sindicatos y el papel del Estado se combinan para aumentar la
importancia y mejorar el tratamiento de los problemas sociales internos a la empresa. El papel de jefe de
empresa es en este caso descrito a menudo como el de un coordinador. Pero el tema del desarrollo sólo se
olvida en situaciones patológicas. La mayor parte de las veces, y especialmente en las empresas dinámicas,
está presente aunque de forma abstracta, es decir, sin ser reconocido como el campo de juego de las luchas
sociales. Viene definido como el cambio social, como la capacidad que la empresa tiene para adaptarse a
condiciones nuevas superando infiexibilidades. El desarrollo está definido como una modernización
permanente asegurada por el triunfo del cálculo racional sobre las tradiciones o las ideologías que, tanto unos
como otras, se oponen a una buena adaptación a lo actual. En las sociedades liberales los fines son abstracto? y
los medios concretos; se hace hincapié sobre la racionalidad de los medios. Pero es imposible que esta
tendencia triunfe por completo. La ausencia de dirección política del desarrollo tiene como corolario normal el
reforzamiento de la gran empresa como unidad política. No es sólo el lugar donde se toman las grandes
decisiones económicas, sino que tiende también a reforzar su integración social y, en consecuencia, a reducir la
autonomía de un subsistema de ejecución y organización con respecto a su sistema político privado.
La empresa tiende a definirse como un aparato de integración social. Controla y organiza las reservas
económicas, las carreras, las relaciones sociales, a veces incluso las actividades fuera del trabajo. No es un
mero sistema de decisión y negociación. Pero el poder, las instituciones y la organización se encubren,
integración que hace de la empresa el pivote de la vida económica y social. La economía más liberal es
también la que está dominada por las grandes corporaciones. Quizás puede llegar a decirse que cuando una
empresa de este tipo está orientada hacia el desarrollo de manera deliberada, la naturaleza constitucional de
su dirección tiende a atenuarse. Es sorprendente ver cómo Harbison y Myers, por ejemplo, sitúan entre las
empresas paternalistas de los Estados Unidos empresas tan modernas como la Kodak o la I.B.M. Las
observaciones de C. Durand en Francia apuntan en un sentido análogo. Esencialmente se sueña aquí con el
ejemplo de las grandes empresas de la industria pesada alemana, cuyo totalitarismo, en particular, ha sido
subrayado por H. Hartmann, o en el de las empresas japonesas, bien descrito por G. Abeglen.
En las sociedades liberales, la acción sindical penetra poco en el terreno de la política económica. En
cambio, contribuye de manera muy clara a desarrollar en las empresas un derecho privado que reposa sobre
convenciones colectivas muy elaboradas, completadas, en los Estados Unidos sobre todo, por un sistema de
enfoque de las reivindicaciones (grievance procedure) extremadamente eficaz para asegurar el buen
funcionamiento social de la empresa concebida como organización. Así, pues, lo esencial de la acción sindical
se sitúa en el interior de la empresa, en la medida en que ésta es autónoma económicamente y al mismo
tiempo su sistema de decisión está poco sometido a la política social.
El papel del sindicato en la empresa es muy diferente según que se considere un tipo u otro de sociedades
industriales. En las sociedades liberales, lo más apropiado es hablar de sindicatos de empresa, ya que el poder
de decisión económica sigue siendo privado y el papel de los sindicatos se sitúa especialmente al nivel de la
organización y la institución, ya sea directamente o por medio de organismos consultivos mixtos o paritarios.
En las sociedades dirigistas la acción del sindicato es por necesidad de naturaleza esencialmente política. El
sindicalismo está fuertemente centralizado y se esfuerza por intervenir en la política económica, a la vez por
presión directa y mediante la participación en organismos en que se elaboran las decisiones económicas. Pero
al mismo tiempo ejerce una potente acción defensiva en la base, mientras que en un sistema liberal la acción
del sindicato en la empresa no separa la reivindicación y la participación en los organismos de integración del
sistema social de la empresa.
En ambos casos el sindicalismo está situado entre exigencias opuestas. En un caso se asocia al poder
político, pero en la empresa se confunde casi con la organización informal; en el otro opera sobre todo al nivel
de la empresa mientras que a la vez es un instrumento de oposición económica y un medio de integración
social en este nivel intermedio. Finalmente, en las sociedades contractuales la acción sindical se sitúa muy
frecuentemente a un nivel intermedio, en el de las federaciones industriales o las ramas de industria.
El interés que hoy se manifiesta en Francia por el reconocimiento legal de la sección sindical de la empresa
está lejos de ser claro. Proviene de una constatación indiscutible: la empresa privada francesa sigue estando en
lo esencial dominada por un modo autocrático o paternalista de dirección. Pero a partir de esta constatación
los caminos divergen. Algunos sueñan sobre todo en adaptar el sindicalismo a una situación neoliberal y
obtener para él un derecho de intervención en la organización social de la empresa, cuya contrapartida no
puede ser más que la aceptación del sistema privado de decisión. En cambio, o.tros tienden a reforzar ante
todo el poder de negociación del sindicato mediante el desarrollo de los convenios colectivos. Finalmente,
otros tratan de obtener, más allá de la empresa, un importante acceso al poder de decisión económica, que
frecuentemente se denomina planificación democrática.
Observaciones finales
Toda esta diversidad es lo que impide recurrir, en el anáfisis, a ideas empleadas corrientemente, como la
de democracia industrial.
A decir verdad se podría recurrir a esta idea si se la considerara propia de lo que aquí se ha llamado
sociedades contractuales. ¿No defiende la democracia industrial un tipo de relaciones de trabajo que va más
allá de la reivindicación salarial sin pasar a una acción de tipo socialista, orientada hacia la toma del poder?
En efecto, tal idea puede ayudar a unificar diversas experiencias, felices o desgraciadas, desde la república
de Weimar hasta la sociedad democrática sueca, pasando por el laborismo inglés. Pero de esta manera, la
noción designa un objeto de estudio y tiene la pega de evocar una ideología más que un tipo de problema.
Es peligrosa en el sentido de que mezcla diversos aspectos de los problemas sociales de la empresa y de la
vida económica.
Por el contrario, he querido mostrar que hay una relativa autonomía de los problemas, según que se
planteen al nivel de la ejecución, de la organización, de la decisión o del poder. Más ampliamente: la empresa
no forma una «sociedad» y no es ya un simple elemento de un sistema político. Sólo existe en el sentido de
que es una unidad de decisión particular —sea pública o privada— y sólo es una empresa —y no únicamente
una organización-— en la medida en que en su seno se manifiestan los problemas de poder y, en consecuencia, los
conflictos sociales que orientan a la sociedad en su conjunto.
Nuestro análisis insiste de manera especial sobre la empresa definida como institución y esta opinión tiene
que ser precisada todavía.
La empresa no es solamente una organización: participa en el sistema de poder económico y, en
consecuencia, interpreta las orientaciones culturales de una sociedad en función de los intereses de la clase
dominante. La empresa tiene un poder y trata de imponer en sí misma y fuera de ella conductas sociales y
culturales de acuerdo con sus intereses de clase.
Pero al mismo tiempo la empresa no es solamente un elemento central del sistema de producción y
dominación sociales. Es una unidad económica, social y profesional particular. Por tanto, una -organización y,
más simplemente todavía, un lugar de trabajo.
Esta particularidad explica que un sindicato no pueda ser nunca una asociación puramente política, ya que
debe preocuparse de reivindicaciones económicas, en el marco del sistema de poder existente, y también de
problemas planteados por el funcionamiento de una organización.
La empresa posee un sistema institucional autónomo en la medida en que asegura el paso del nivel de
poder al nivel de organización. Hay que añadir subsidiariamente que existe un segundo lazo institucional, en
la frontera de lo organizativo y lo profesional, los agentes de la dirección y lo que la práctica americana llama
la grievance procedure.
Así, pues, la empresa es una institución por ser una unidad económica y un terreno de negociaciones
sociales relativamente autónomas con respecto a las orientaciones culturales y a los conflictos de clase de la
sociedad considerada en su conjunto. Autónomas y no independientes. El poder del jefe de empresa es
inseparable del tipo de producción, de la naturaleza de la clase dominante, y la acción sindical no puede
aislarse del movimiento obrero que se inscribe igualmente en el conflicto de clases. La importancia central de
estas relaciones es lo que impide considerar a la empresa únicamente como una organización.
Pero el nivel institucional no se confunde ya con el de la organización ni con el de las orientaciones
culturales y las luchas generales de la sociedad.
Sólo existe porque se considera a la empresa como un conjunto concreto cuyas decisiones no son puras
orientaciones sociales y culturales, sino también medios de defensa de los intereses de una unidad particular
frente a otros intereses y condiciones de acción definidos en el tiempo y en el espacio. Igualmente, sólo se
habla de institución política cuando se considera no ya una sociedad, sino un Estado y una nación, limitados
por fronteras y que poseen un centro de decisión.
Precisamente en este marco concreto se organizan fuerzas sociales cuya naturaleza e intereses no
transcriben en forma directa las clases en conflicto, ni corresponden tampoco simplemente a aquellos grupos
de estatuto definido por su lugar en la organización. Estas fuerzas sociales no pueden institucionalizar sus
relaciones más que en tanto que aceptan definirse con respecto a la empresa, a sus límites y a sus
particularidades. La complejidad de las relaciones profesionales en la industria procede de que estas relaciones
están siempre obligadas a combinar la negociación en un campo dado con intereses de clase opuestos y que
constantemente desbordan el marco limitado de la empresa.
La empresa tiene una función económica generalmente aceptada por los que trabajan en ella.
Sin embargo, el control y la utilización social de la producción provoca la discusión, el debate.
En este sentido la empresa sólo es una institución cuando reconoce los conflictos y las organizaciones que
defienden los intereses de las partes presentes, en particular los sindicatos.
Si la empresa no fuera más que una organización podría ciertamente ser un lugar de estrategias y
negociaciones, pero las partes presentes en ella sólo apuntarían a mejorar su posición relativa en este sistema
social de la empresa. La empresa está institucionalizada porque es un elemento de una sociedad real, en la que
se plantean los problemas del poder.
Y a la inversa, si la empresa no tuviera autonomía en la sociedad bastaría con aplicar leyes y decisiones
tomadas a nivel del Estado.
La empresa no es una circunscripción política ni un simple sistema de organización y decisión. Su
dependencia con relación al poder social proporciona su centro de referencia a los mecanismos institucionales;
su particularidad obliga a actores específicos a negociar sus relaciones en el marco de una unidad de
producción y un sistema de decisión.
La evolución de la empresa refuerza la institucionalización de las relaciones sociales que en ella se forman,
ya que la empresa diferencia cada vez más el nivel de la política económica y el de la organización o gestión
interna al mismo tiempo que los hace cada vez más independientes.
Estas consideraciones generales implican consecuencias prácticas y aclaran problemas planteados muy
frecuentemente en otros términos.
La evolución de la empresa no conduce a los sindicatos a una acción cada vez más política ni tampoco a
una intervención limitada en los problemas de organización. Les da un papel institucional, paulatinamente
más importante, que se sitúa a mitad de camino entre el terreno político y el terreno organizativo.
Los sindicatos intervienen cada vez más en el terreno de la política económica. Pero si se comprometen
completamente en esta tarea, tanto si es para ligarse al Estado como para combatirlo directamente, se
convierten en un grupo político y pierden toda posibilidad de intervención en los problemas internos de la
empresa y, por tanto, toda base propia. Se condenan entonces a no ser más que una célula de empresa de un
partido. Y a la inversa, un sindicalismo que se limita a los problemas profesionales y de organización corre un
fuerte peligro de debilitarse o convertirse en un instrumento de integración o de promoción social
separándose de las fuerzas de contestación política y social.
Esta segunda situación se da con mayor frecuencia en las sociedades liberales, mientras que la primera
está más ligada a las sociedades voluntaristas. De aquí se deriva el hecho de que el sindicalismo tenga más
importancia en las sociedades contractuales; pero también está aquí la base de que el sindicalismo se
encuentre aprisionado más constantemente entre exigencias necesariamente opuestas. El sindicalismo es
siempre a la vez contestatario y negociador, reformista y revolucionario.
En términos análogos puede presentarse la situación de la gerencia, del manager.
Más que en ninguna otra, en las sociedades liberales el manager es un elemento del sistema de poder; en las
sociedades voluntaristas es, ante todo, el gerente de una organización. En las sociedades contractuales asume
un doble papel: poder económico y negociador social. Tales problemas no se planteaban en los comienzos de
la evolución que más arriba hemos descrito. La acción del sindicalismo, lo mismo que la del patrón, se situaba
simplemente al nivel del poder económico y del mercado de trabajo. Los problemas internos de la empresa se
reducían de forma directa al sistema económico y al enfrentamiento de intereses. En un primer momento las
fuerzas políticas aparecían como instrumentos —mejor o peor adaptados— al servicio de intereses sociales, cuyo
conflicto dominaba directamente la empresa. Hoy, por el contrario, la creciente autonomía de los problemas de
organización y de las negociaciones institucionalizadas proporciona a los conflictos en la empresa una
significación política general y, a la vez, una cierta autonomía.
A ello se debe el que los personajes centrales de los conflictos sociales y políticos no sean ya ni el jefe de
empresa, ni la organización sindical. Realidad que se manifiesta en la expresión clásica de institucionalización
de los conflictos de trabajo; expresión que hay que entender bien: no significa en absoluto que los conflictos
desaparezcan, o incluso que se apacigüen, y menos aún que se despoliticen. Significa solamente que los
conflictos se particularizan al mismo tiempo que los problemas organizativos adquieren una cierta carga
política.
La interdependencia de los niveles de funcionamiento de la empresa eleva el nivel de las reivindicaciones,
permite a los sindicatos ligar más estrechamente la defensa económica y los objetivos políticos; pero la
transformación del sistema económico y de las condiciones de crecimiento rebaja el nivel de acción de la
empresa, situándolo a mitad de camino entre lo político y lo organizativo. Esto lleva a pensar que el jefe de
empresa no es ya el personaje central del sistema de poder económico y que el sindicalismo deja de ser el
instrumento principal de los movimientos de transformación social.
Una conclusión tal no puede satisfacer a quienes piensan que la institucionalización de los conflictos
significa el retorno a la paz industrial, ni tampoco a los que esperan que el sindicalismo atacará más
directamente al poder económico.
La conclusión indica la gran importancia que está cobrando el sindicalismo —y la empresa— en la
organización social. Pero afirma también que en la sociedad programada de hoy en día, dominada por él nuevo
conflicto entre tecnócratas y consumidores (a falta de un término mejor), el enfrentamiento de las direcciones
de la empresa y de los sindicatos no está ya en el centro de las luchas políticas.
4
En primer lugar es el tema de la participación cultural lo que parece responder a esta preocupación. ¿No
es el subconsumo cultural el premio de los que están situados
en los escalafones inferiores de la estratificación social?
¿Cómo no admitir, en primer término, con J. Dumazedier, la importancia que tiene en la vida fuera del
trabajo la recuperación física estricta y las elementales obligaciones sociales y familiares, materiales o no? Al
volver por la tarde del taller o la oficina, hay que reposar, dormir o distraerse y también desatrancar el
fregadero, volver a cargar la caldera de la calefacción, acostar a los hijos. ¿Quién va a negar que estas
obligaciones satisfacen, al menos en parte, necesidades contenidas en la vida de trabajo y que por su valor de
compensación contribuyen a mantener el equilibrio físico y psicológico del individuo? Pero el valor creador,
«activo», de estos s^miocios es limitado, al menos en el sentido de que no establecen casi ningún ligamen
entre el actor y los valores culturales de la sociedad.
Las compensaciones profesionales —'arreglos domésticos u otras aficiones personales— no tienen
probablemente la importancia que algunos les conceden. G. Friedmann ha aportado sobre este tema observaciones
más matizadas y más agudas: ¿no es preciso que el trabajo posea una cierta riqueza profesional para que el
trabajador, libre y activamente, en su vida fuera del trabajo, busque complementos o compensaciones? Los
modelos reducidos, la artesanía técnica son muy a menudo preocupación de jóvenes que emprenden una vida
profesional cualificada y que se anticipan al futuro al que dan valor. ¿Cuántos obreros especializados que no
han adquirido nunca un verdadero oficio, que no han recibido en una escuela o en el trabajo una formación
profesional, tratan de crear en sus horas libres sustitutivos de una vida profesional y de un oficio que no
poseen?
Hay que respetar, naturalmente, a los que siguen este camino, si ponen de manifiesto una voluntad de
promoción profesional; pero ¿es justo admirar tales intentos si no constituyen más que una mirada vuelta
hacia el pasado desaparecido, si contribuyen a impedir la aparición de actitudes más positivas y más activas?
Un cierto retorno al oficio, ¿no es tan falaz como el retorno a la tierra de triste memoria?
En una sociedad de producción y consumo de masa, la actividad y la pasividad parecen depender, por
tanto, menos del apego a un grupo social y a actividades culturales particulares que del nivel de participación
social. Esta proposición es la que hay que examinar ahora. Pero hay que advertir al lector de que no va a tener
mayor aceptación por nuestra parte que la idea de los ocios activos que acabamos de criticar. Uno de los
aspectos más interesantes de la atención que se dedica a los ocios es señalar los límites y las implicaciones de
la noción de participación social.
La idea central de un análisis que se haga en términos de participación o retraimiento cultural es que hoy,
mientras que los valores culturales están apegados a los productos elaborados colectivamente, y se encuentran
determinados por la naturaleza de una civilización técnica y de los problemas sociales que ella plantea, la
pasividad no es más que la transcripción psicológica de la sumisión o de la dependencia económica y social.
Al leer algunos libros y periódicos parece, a veces, que la masa de los obreros, de los empleados, de todos
los que están sometidos a la producción en masa, sin ser técnicos, viven en una proliferación de técnicas
ociosas que los descentran, los condicionan, los transforman. ¿Puede recordarse aquí un caso contrario como
es el extremo aislamiento de los pequeños asalariados con respecto a los slogans de la civilización técnica? En
el trabajo, muchos obreros viven encerrados en grupos primarios, ya que el sistema de producción es más
complejo y más integrado; y fuera del trabajo ocurre lo mismo, porque los mass-media penetran en la vida
familiar por la televisión, los periódicos, las revistas, pero sin modificar profundamente la relación con la
cultura. La multiplicación de los espectáculos no transforma al espectador en actor. Los mass-media apenas
tratan de modificar las actitudes y los comportamientos. Las encuestas han mostrado que la eficacia en este
terreno era muy limitada cuando su acción no se reducía a grupos restringidos en los que el sujeto desempeña
un papel activo, en tanto que miembro fuertemente implicado.
Esta «pasividad» social está ligada a lo que se denomina comercialización del tiempo libre. En términos
más generales sería más exacto decir que el consumidor muy frecuentemente no posee más que un débilísimo
control sobre el productor. La única defensa de que dispone es abstenerse de consumir; e incluso esta
abstención se ejerce tanto más débilmente cuanto más pasiva es la actitud de consumidor; es decir, en el caso
del cine, por ejemplo, concede más importancia al simple cambio de ambiente que representa la entrada con
una cierta regularidad en una sala oscura que al contenido de la película. La distancia entre el consumidor y el
productor, la frecuente sumisión de éste a imperativos económicos, morales y políticos esencialmente
conservadores y mixtificadores, constituyen el problema principal de una civilización del ocio. Pero las
presentes reflexiones no pueden penetrar en el mundo de la producción; se limitan a definir la situación del
consumidor.
Desde este punto de vista se puede avanzar la idea de que las categorías sociales que participan más débilmente
en los valores socioculturales son las más pasivamente sometidas a los ocios de masa, al mismo tiempo que
las más atadas a relaciones sociales primarias, a un aislamiento cultural de tipo tradicional, insistiendo sobre
el ligamen de estas dos características.
El sometimiento a los ocios de masa es ciertamente mayor en los adolescentes que en los adultos. Ahora
bien, este hecho tan sorprendente es inseparable de un gran fenómeno social: la progresiva aparición de la
adolescencia como categoría social autónoma en nuestra sociedad.
Jóvenes obreros y jóvenes empleados, si no están inmersos en un oficio realmente cualificado, ya no
tienen que seguir un aprendizaje social y profesional. Asumen directamente trabajos que ejecutarán durante el
resto de su vida activa y frecuentemente alcanzan un rendimiento y, en consecuencia, un salario que más
tarde no podrán conservar.
Estos trabajadores jóvenes presentan dos características principales: un intenso sometimiento a los
mass-media y el desarrollo de una organización social informal extremadamente fuerte. Se puede evocar aquí el
bello libro de W. F. Whyte, Street Comer Society, estudio de la vida social y cultural de jóvenes hijos de
inmigrantes, sobre todo italianos, que viven en una barriada popular de Boston. La buena y la mala literatura
sobre las bandas de adolescentes ha mostrado hasta qué punto el reforzamiento de las relaciones sociales
primarias —estén de acuerdo o en oposición con la ley, poco importa— está ligado al débil grado de
compromiso de estos adolescentes en la sociedad en que viven: al estar marginados por razón de su origen
étnico y, cada vez más, por sus perspectivas profesionales, abandonan todo esfuerzo de amplia socialización y
se contentan con una socialización estrecha, limitada a los grupos primarios de los que forman parte. Esta
abstención, este retraimiento social y cultural se presenta a menudo como «criminal»; mucho más
frecuentemente es conservador. La evolución de las relaciones sexuales premaritales —el dating en los Estados
Unidos, el pololeo en América Latina.— muestra una tendencia a la estabilización precoz de las relaciones sexuales
y afectivas entre adolescentes: su comportamiento se acerca cada vez más al del adulto. El muchacho de 17
años habla de su mujer; en las clases medias, en parte gracias a la televisión, la pareja constituida de esta
manera —sea cual sea el grado de desarrollo de sus relaciones sexuales— está reconocida por los padres, aceptada
en la familia. El consumo masivo de ocios mecanizados no sólo no provoca una ruptura de los lazos sociales
primarios, sino que se acompaña con un desarrollo precoz de éstos.
La participación activa en grupos primarios, amistosos, de vecindad, casi familiares, es sólo una
compensación a la débil actividad social y cultural. El sometimiento a los ocios de masa es a la vez expresión
de esta débil participación y deseo de una participación mayor en contacto con situaciones que rompen este
mundo cerrado de las bandas y las familias.
La pertenencia a grupos primarios y a comunidades muy estructuradas aparecía como la condición de una
participación creadora en los valores sociales y culturales, en una sociedad en que la cultura era un sistema de
significaciones ligadas a la experiencia profesional y social directamente vivida; en una civilización de masas,
tal pertenencia no es ya más que la expresión de una abstención cultural forzada, de una débil participación en
los valores de la sociedad global.
La misma constatación se impone si se consideran más ampliamente las diferencias de comportamiento
entre las clases sociales. Me ha sorprendido, en una reciente encuesta, la poca importancia de los ocios en las
preocupaciones obreras: en primer lugar la vida familiar y después el trabajo ocupan en sus respuestas el
lugar más importante. El estudio realizado en Kansas City y analizado por R. Havighurst (en el American
Journal of Sociology, en 1957 y 1959) conduce a las mismas conclusiones. Los trabajadores aparecen más como
home-centered y menos como community-centered que la clase media. La civilización americana es una
civilización de notables, sean éstos Babbitt u organization men; así, pues, la estratificación social provoca
diferencias de participación en las actividades de la a comunidad» casi siempre animadas por notables.
Los home-centered no son en absoluto trabajadores atados a una cultura tradicional de base profesional; son
individuos que no tienen medios financieros ni tampoco las motivaciones sociales que lanzan a la clase media
a situarse en el proscenio social.
Este ejemplo americano sugiere una observación cuyas consecuencias se sacarán inmediatamente: en esta
sociedad, a la vez abierta y conservadora, la participación cultural parece ligada al nivel socioeconómico. Los
mass- media vienen a destruir esta relación tradicional. Los que son home-centered, cuando su home posee radio,
televisión, un tocadiscos, revistas, perfilan la' jerarquía social de su comunidad para tomar un contacto directo
con realidades y valores sociales más amplios. De la misma forma, el minero francés del Norte, aislado social y
culturalmente, establece, gracias a su aparato de televisión, un contacto directo con el mundo entero por
encima de las formas tradicionales de participación social y cultural de la burguesía de las ciudades.
Resumiendo: a partir del momento en que se considera una civilización industrial evolucionada, en que
los orígenes tradicionales, profesionales y sociales de la cultura han sido destruidos en gran parte y en que la
actividad cultural se define como nivel de participación en valores elaborados centralmente y no ya al nivel de
la experiencia vivida individualmente —de la misma manera que el trabajo está determinado por una
organización técnica y no por la experiencia profesional del obrera—, la adhesión a valores culturales
relacionados con el oficio y los grupos sociales primarios no es ya una actitud «activa» y creadora, sino la
expresión de la poca participación en las fuentes sociales de la cultura. En esta situación la sumisión «pasiva»
a los mass-media es una forma pobre, pero positiva, de contacto con los valores culturales. Entre el retorno a los
temas culturales y a las pertenencias sociales tradicionales por una parte, y el consumo pasivo de los
mass-media por otra, no existe elección. Son dos manifestaciones, estrechamente ligadas, del subdesarrollo
cultural, relacionado también con la débil participación de las masas en los valores y en los productos de la
civilización técnica y de la democracia social.
Así, pues, hay que sustituir un análisis que parte del individuo y de las funciones psicológicas del ocio por
un análisis más sociológico que tenga presente en primer término el tipo de relaciones que existen en una
sociedad en una clase social, en una categoría de edad determinada, entre los individuos y los temas de la
cultura que caracterizan su sociedad global.
Es cierto que en principio es indispensable, como hemos dicho, elegir las actividades ociosas y distinguir
las diversas funciones que cumplen. Pero una vez realizado este trabajo preliminar es peligroso analizar con
ayuda de nociones que derivan puramente de la psicología individual. Tratándose de un objeto de estudio tan
social e históricamente definido como el tiempo libre, es casi inevitable que las nociones psicológicas
empleadas se carguen con juicios y presupuestos sociales.
No solamente está justificado, sino que es indispensable investigar los efectos del trabajo en parcelas sobre
los comportamientos durante el tiempo libre; es una útil necesidad que para tratar este problema se reúnan
sociólogos y psicólogos, como lo han mostrado los estudios de E. Fromm y G. Friedmann. Pero el estudio de
los procesos psicológicos no debe confundirse con la definición de la situación en la que se desarrollan. Si no
se separan claramente estos dos puntos de vista se corre el riesgo de considerar que la civilización industrial
destruye una armonía, un equilibrio anterior. Ahora bien, si hemos dicho que la industrialización arruina los
lazos tradicionales de la experiencia profesional, de los roles socioprofesionales y de las orientaciones
culturales, no pensamos en absoluto que las sociedades pre-industriales o aquellas que están situadas en los
comienzos de la industrialización representen un estado más favorable para la iniciativa cultural.
Dicho de manera más práctica: es peligroso relacionar demasiado exclusivamente el consumo de los ocios
masivos con la parcelación del trabajo, porque los obreros que están más directamente sometidos a este tipo
de trabajo no son, en absoluto, los principales consumidores de estos ocios de masa. Las nociones que derivan
de la psicología individual e incluso de la psicología social sólo a partir de una definición sociológica de la
situación considerada pueden ser utilizadas para el estudio de las conductas en esta situación. Así, pues, las
expresiones de ocio activo y ocio pasivo nos parecen peligrosas en la medida en que favorecen la confusión de
dos niveles de análisis, al insinuar de hecho que los ocios pasivos nacidos de las técnicas modernas se oponen
a los ocios activos tradicionales, individuales, que introducen de forma subrepticia la imagen mítica de una
civilización pre-industrial armoniosa y equilibrada.
Hay que ir más lejos. El desarrollo de la cultura de masas, ¿no aumenta la libertad de elección al someter a
los productores a los gustos cada vez más diferenciados del público en lugar de hacer de ellos instrumentos
de transmisión de valores culturales mucho más estrechamente ligados al orden social?
De la misma manera puede decirse acertadamente que las grandes organizaciones de producción, muy
diferenciadas y sometidas a cambios cada vez más rápidos, son menos coactivas para sus miembros que las
empresas de tipo antiguo en las que reina una autoridad jerarquizada y muy concentrada en cada nivel, lo
que limita la influencia de la mayoría. Las sociedades industriales menos avanzadas son más autoritarias y
más burocráticas. En el orden cultural, al diversificarse las demandas, ¿no es natural que se atenúen las
coacciones ejercidas por los productores?
Las observaciones anteriores son exactas a condición de añadir que la libertad de iniciativa y la capacidad
de influencia están repartidas de forma cada vez más desigual según el nivel profesional y social, de tal
manera que una confianza extrema en la sociedad de masas conduce a reconocer que la iniciativa sólo puede
existir en las capas superiores de la sociedad, mientras que los estratos medios están dominados por
conductas de imitación y los estratos inferiores por conductas de abstención, retraimiento, o participación
sumisa en el espectáculo organizado por las élites sociales. Cosa que reintroduce de nuevo, en otro sentido, la
distinción entre ocios pasivos y ocios activos o, si se prefiere, entre la cultura de élite y la cultura de masas.
Esta estratificación social puede estar compensada por una fuerte movilidad social que atenúe los efectos de
la herencia. Pero tal compensación se hace cada vez más insuficiente, pues los estratos superiores se definen
hoy menos por la propiedad o el dinero que por la educación y el papel de dirección, es decir, por
características culturales, lo que también crea barreras culturales más difíciles de franquear que las barreras
económicas. En todo caso, la misma existencia del consumo de masas permite la difusión, mucho más potente
que antaño, de conductas y gustos que refuerzan el dominio de las clases dominantes y de los medios
dirigentes.
Estas dos series de observaciones no son contradictorias. Por una parte, la sociedad de masas aparece
jerarquizada y sometida a fuerzas de manipulación cultural cada vez más potentes y como un tipo de
organización social en que la libertad de movimiento y elección de los individuos es progresivamente más
considerable, de manera que un creciente número de sus miembros pueden sustraerse a algunas de las
influencias que se ejercen sobre ellos y obrar de forma autónoma. Pero ¿no significa esto que la participación
está cada vez más sometida y la abstención es cada vez más activa y que pueden conducir incluso a la
formación de géneros de vida nuevos, extraños a la sociedad de masas, nuevas subculturas a las que una
sociedad rica deja amplias posibilidades de existencia? Tal es, quizá, la situación que denota la expresión
tiempo libre.
Las conductas culturales están determinadas a la vez por la propaganda y el nivel social. Pero los roles
progresivamente más específicos y delimitados en el seno de los grupos a que se pertenece, dejan largos
espacios disponibles para la satisfacción de los gustos personales, lo que permite una cierta abstención con
respecto a las obligaciones de la vida social. Cuanto más se reduzca la duración del trabajo, mayor será la
ampliación de esta zona de conductas socialmente no reguladas. De acuerdo con el nivel de educación y de
renta esa zona está dedicada a las actividades de distensión o a la superación de las presiones sociales y
culturales mediante la evasión en el espacio o en el tiempo.
La estratificación social de los ocios puede resumirse de la siguiente manera: en la parte inferior los que
disponen de rentas más bajas y que siguen estando encerrados en zonas marginales, zonas de descomposición
de los medios culturales anteriores; trabajadores inmigrados, que han llegado de países o regiones
culturalmente diferentes, trabajadores de zonas en declive económico, viejos, asalariados con rentas pequeñas,
que intentan protegerse mediante el mantenimiento de los lazos familiares.
Más arriba, un importante número de trabajadores de ejecución que sólo participan en la cultura de masas
mediante la adquisición de productos y el consumo de espectáculos y que se protegen retirándose hacia
grupos primarios.
Más arriba aún, aquellos cuyo trabajo se define por una función y un rango en una organización. Es la
categoría más abierta a la influencia de los mensajes culturales claramente jerarquizados. Sus objetivos
esenciales son: promoción, movilidad, imitación de las categorías más elevadas. Probablemente es también
esta categoría la que utiliza con más gusto los equipamientos colectivos.
Finalmente, en la cumbre, los que tienen tareas de dirección y conocimiento y no gran «ansiedad de
status» ; cultivan un género de vida aristocrático: cultura desinteresada, desplazamientos en el tiempo y en el
espació, interés por la búsqueda de expresiones culturales nuevas.
Este rápido cuadro pone de manifiesto al menos que la cómoda expresión «cultura de masas» no significa
ni la igualación de los consumos culturales, ni la formación de un universo de tiempo libre independiente de
la actividad profesional.
Las actividades de consumo, de la misma manera que el tiempo libre, están cada vez más «marcadas»
socialmente. La innovación se concentra cada vez más en la cumbre. Esta integración cultural no es
necesariamente coactiva. Sólo es coactiva si el conjunto de emisiones culturales está dirigido por un poder
político fuertemente centralizado y que opera de acuerdo con una ideología explícita. Cuando la situación no
es ésta, siempre quedará un número creciente de individuos con posibilidades de retraimiento, con
posibilidades de evasión, de elección autónoma, en definitiva, de formación de nuevos grupos electivos que
constituyen lo esencial de lo que se llama el ocio y que hace que los individuos interrogados en las sociedades
ricas se sientan generalmente «libres». Pero el hecho esencial es que la actividad cultural se encuentra
determinada por el nivel de participación social, por el lugar que se ocupa en las escalas de estratificación.
Nos hemos situado ya en una perspectiva muy clásica. Los que tienen un nivel bajo de participación
profesional, económica y social viven a la vez replegados en grupos primarios, de parentesco, vecindad,
trabajo, viendo el conjunto de la sociedad más amplia como un espectáculo que se les ofrece a domicilio por
escrito o a través de la imagen. Por el contrario, a medida que el nivel dt participación social se eleva se
desarrollan ocios más activos, lo que enlaza simplemente con la conclusión de los especialistas en estadística:
a medida que se eleva el nivel de vida la parte del presupuesto que puede ser empleada en actividades
electivas, personalizadas, menos su-
jetas a las necesidades elementales de subsistencia, crece más que proporcionalmente.
Después de haber criticado la ilusión del retorno a ocios activos enraizados en una experiencia social
particular, hay que marcar ahora las distancias con respecto al tema de la participación social y preguntarse si
no conduce a consecuencias opuestas a las que se le suponen con demasiada generosidad.
Acabamos de definir algunos de los aspectos de la nueva sociedad que se organiza ante nuestros ojos
paulatinamente. Una pregunta se plantea ahora: ¿pueden el economista o el sociólogo definir realmente las
transformaciones de una sociedad si ésta no interviene activamente en sus propios cambios mediante sus
debates, sus conflictos, sus transformaciones políticas? ¿Era posible analizar en profundidad la sociedad
capitalista antes de que se produjeran en ella las luchas obreras, se transformara la vida política y aparecieran
ideologías y utopías?
La sociedad francesa ha tomado poco a poco conciencia de las exigencias y de las dificultades del
crecimiento económico después de estar mucho tiempo absorta en su propia reconstrucción, los
desgarramientos de Europa, la resistencia sangrienta ante la independencia de los pueblos colonizados. Hasta
una fecha reciente no ha vivido como ideas y actos los problemas y los conflictos suscitados por este
crecimiento. De ahí la debilidad del análisis sociológico. El análisis vacila entre una ideología que reduce los
problemas sociales a las resistencias ante un cambio necesario y supuestamente definido, justificado por su
propio movimiento, y el recurso a nociones heredadas de una situación anterior.
El progreso del análisis sociológico no alcanza solamente al desarrollo de las encuestas y a la elaboración
de los conceptos. Supone que la sociedad reacciona ante sus cambios, define objetivos, vive los conflictos
sociales y culturales a través de los cuales se debate la orientación de los cambios y el tipo de sociedad a
construir.
Si el tema que se ha desarrollado a lo largo de los capítulos precedentes —el nacimiento de un nuevo tipo de
sociedad, la sociedad programada— encuentra tan fuertes resistencias, ¿110 se deberá a que la sociedad francesa
sufre cambios en lugar de vivir transformaciones voluntarias en la esperanza y los conflictos?
La sociología, ciega ante el vigor del crecimiento económico y la rapidez de los cambios sociales, ha
renunciado muy frecuentemente a definir la sociedad nueva que nacía de las transformaciones económicas,
sociales y culturales. Ya sea porque se limita a estudiar las condiciones para una buena adaptación de los
individuos y las colectividades al cambio, ya sea porque se empeña en señalar la permanencia de las
anteriores formas de poder económico, desigualdades culturales y conflictos sociales, la sociología se aparta
de los nuevos determinantes del crecimiento, de las nuevas clases sociales, de las nuevas luchas, de los nuevos
modelos de acción social y cultural.
Los textos que acaban de leerse son una protesta contra un «empirismo» sociológico que envuelve con una
falsa claridad el sentido de las transformaciones históricas, apelando al cambio, la modernización o la
sociedad de masas, y concentra toda su atención sobre las respuestas de los individuos y grupos ante una
situación nueva.
Por el contrario, tenemos una necesidad urgente de análisis no de las conductas sociales, sino más bien de
la sociedad considerada ya no como una situación, sino como un sistema de acción, un conjunto de
orientaciones culturales y relaciones de poder.
Si la sociología francesa vacila en lanzarse por este camino es en gran parte porque la sociedad francesa no
«hace» su historia. Se ha denunciado con frecuencia el agotamiento del modelo jacobino de acción, pero casi
siempre en nombre de un pragmatismo neoliberal que sólo habla de adaptación, flexibilidad y estrategia.
Hasta la primavera del 68 la evolución de la sociedad francesa no ha estado dominada por ningún gran
debate social y político. Lo que no quiere decir que se haya liberado para siempre de las luchas sociales y las
ideologías. De hecho está dominada por el reino de los whigs, es decir, por la combinación de las antiguas y
las nuevas clases dominantes bajo la tutela de un Estado poderoso y asfixiante a la vez, modernizador y
conservador.
En este sentido puede hablarse de despolitización. Cosa que no significa en absoluto indiferencia de los
electores o desaparición de las alternativas y de los conflictos. Los partidos defienden los intereses de ciertas
categorías sociales, tratan de dirigir el Estado, a veces se refieren a concepciones de conjunto sobre el poder
político y el régimen social.
Sin embargo, apenas están vivificados por una contestación del poder. La política parece encerrada en el
nivel de las instituciones y no incrimina las fuerzas de dominio que por medio del poder rigen el
funcionamiento de las instituciones.
Con mucha frecuencia es preciso que el sentimiento político choque con problemas lejanos para que tome
forma.
Tenemos instituciones políticas; algunas quieren crear un poder nuevo, otras combatirlo. Pero los
sentimientos y las instituciones casi nunca se encuentran. Al margen de las instituciones el pensamiento
político es «salvaje». Los problemas políticos sólo han sido planteados por la revuelta y en primer término por
la de los estudiantes que se hallaban casi todos alejados de las instituciones políticas.
El Movimiento de Mayo —movimiento social y levantamiento cultural— no fue una fuerza propiamente política,
definida mediante un programa, una organización y una estrategia.
De manera «salvaje» ha revelado contradicciones: no tuvo la voluntad ni la capacidad necesarias para
hacer avanzar la institucionalización de los conflictos que había hecho estallar. Su importancia está en que ha
conseguido dar a la sociedad francesa consciencia de su historicidad, en haber incriminado al poder y a las
relaciones de clase, en haber impuesto la consciencia de que una sociedad no es solamente el conjunto de los
medios y efectos del crecimiento económico, sino, en primer lugar, el enfrentamiento de fuerzas que luchan
por el control del cambio y por la creación de modelos antagónicos de desarrollo.
En tanto que tales movimientos sociales no creen de nuevo una práctica de la historicidad que la
sociología pueda estudiar, describrir y explicar, el análisis de la sociedad contemporánea sólo puede ser
ideológico. Pero la explicación sociológica, paralizada cuando precede a la acción social que le muestra su
objeto, no debe reproducir nunca la consciencia de los actores ni confundir los discursos de éstos con su
propio trabajo.
Los ensayos que se han reunido en este libro dan testimonio más de la intención que de los resultados del
análisis sociológico. En todos ellos hay un esfuerzo por situarse con respecto a los movimientos sociales cuya
intervención sola justifica su existencia, así como por distanciarse de los actores y sus ideologías. En este
sentido nuestro esfuerzo es análogo al que en condiciones difíciles e inciertas se realiza en la enseñanza de la
sociología. Es el empeño social de los estudiantes el único que puede transformar el esfuerzo de análisis de
los profesores, pero es tarea de éstos reforzar constantemente las exigencias internas del conocimiento,
remplazar la ideología por la explicación, la pasión por la razón.
Una tarea tal es difícil hoy cuando los nuevos movimientos sociales están replegados en la Universidad y
las intenciones políticas miden sus fuerzas demasiado pesadas en esta actividad específica que es el análisis
intelectual.
Pero esta dificultad no debe empujarnos hacia caminos aparentemente más resguardados de
contaminaciones peligrosas, pues precisamente entonces la ideología triunfaría plenamente al negar la
existencia de debates y combates que definen la existencia histórica de una sociedad. La sociedad francesa
está cambiando. Es cierto; pero ¿hacia dónde se orienta?, ¿por quién? y ¿a qué precio?
Yo creo que la sociología no se ha encontrado nunca en una posición más favorable. Un análisis
propiamente económico se encargaba de definir los mecanismos fundamentales de la evolución social; hoy el
crecimiento y el cambio sólo pueden ser concebidos como el resultado de procesos sociales.
Los problemas del poder se identificaban con los del Estado y el análisis de los hechos políticos era un
terreno bastante separado de la sociología. Hoy, el acercamiento, la confusión del poder y las instituciones
tiende a desaparecer. Por una parte, las instituciones aparecen como campos de significación social, mientras
que deja de identificarse el poder con personajes. R. Pagés ha introducido la noción de dominio, que parece
insistir especialmente en el carácter impersonal de un poder que no se manifiesta mediante decisiones, sino, al
contrario, mediante la «lógica» casi natural de los modos de organización, producción y decisión.
Se define antes por la capacidad para impedir la incriminación social y, en consecuencia, el control social
de los instrumentos de cambio, que por la imposición de una voluntad soberana. El campo del análisis
sociológico es tanto más extenso cuanto que la capacidad de acción de la sociedad sobre sí misma aumenta.
Es verdad que hoy la explosión contestataria parece romper este campo de análisis: por un lado el
voluntarismo tecnocrático, por otro el rechazo apasionado de lo que esconde. En efecto, el sociólogo está
sometido a las presiones opuestas de estas utopías contradictorias. Referencias demasiado complacientes con
la explosión de mayo no bastarían para ayudar a la sociedad francesa a liberarse de la necesidad de acción
histórica. No basta con rebelarse contra una sociedad reducida por un lado a una economía y por otro a un
poder personal; no es suficiente incluso definir los objetivos y los métodos de una acción política posible; hay
que reconocer, en primer lugar, que la sociedad francesa, como la mayoría de las sociedades europeas, tiene
cada vez más dificultades para existir al nivel de la acción histórica. El día que esa dificultad se convierta en
incapacidad y especialmente en renuncia, dudo mucho que la sociología pueda encontrar en ella razones de
ser y la posibilidad de reconocer sus grandes problemas.
En el curso de los pasados años la sociedad dormitaba en su prosperidad y su crecimiento. Hoy, tras el
desgarramiento de mayo, corre el riesgo de rechazar problemas que le parecen insolubles y acostumbrarse
poco a poco a reconocer, al margen de los sectores programados, dirigidos, un sector «salvaje».
Si se produce este rechazo de la contestación la sociedad verá cómo desaparece su capacidad de acción
sobre sí misma y no podrá evitar caer en la dependencia. En este caso la sociología no será más que la mala
conciencia de la sociedad.
Pero ¿no está de más afirmar la necesidad de la sociología? Necesidad que no es sólo intelectual, sino
personal, porque sólo la sociología permite superar las contradicciones del dominio impersonal de la
tecnocracia y de la revuelta en nombre de la creación personal y colectiva.
Sólo la sociología puede llegar a descubrir la realidad política de nuestra sociedad, hacer surgir el poder
social tras el dominio impersonal y los movimientos sociales tras la revuelta.
El problema intelectual que se le plantea al sociólogo es el problema político que se plantea a la sociedad:
¿cómo transformar en desarrollo y participación conflictual en el cambio social el enfrentamiento
indispensable y sin salida directa entre el dominio y la revuelta?
Con ello se quiere decir que la sociología no puede oponer ya a las coacciones sociales las exigencias de
valores morales de una idea de Hombre, ni contentarse con describir cada elemento de la práctica social como
si pudiera ser comprendido independientemente del lugar que ocupa en un campo de acción histórico.
Durante demasiado tiempo la sociología ha acompañado los cambios que se operaban aquí y allá.
El despertar político de la sociedad que la sociología estudia o, al menos, el incriminar sus orientaciones y
sus formas de organización, permite al sociólogo redescubrir la unidad de su objeto de estudio y por tanto de
su propio avance.
Í N D I C E
Presentación. >— La sociedad programada y su sociología
Capítulo I. — Antiguas y nuevas clases sociales
Capítulo II. — El movimiento estudiantil: crisis y conflicto
Capítulo III. — La empresa: poder, institución y organización
Capítulo IV. :— Tiempo libre, participación social e innovación cultural
Epílogo. — Sociólogos ¿para qué?