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Magia!

Sergio Bizzio

—Yo leo el pensamiento —dijo Julián.

Hacía media hora que Ronnie estaba sentado en el borde de la barranca, con las
piernas colgando y la vista clavada en el río. Eran las once de la mañana de un día
de fines de enero y hacía mucho calor, tanto que se veía. El muelle al final de la
playa, el isleño que cruzaba el río en canoa, los juncos al otro lado de la barranca,
todo ondulaba impreso en una delgadísima tela inexistente (pero transparente).
Ronnie alzó la vista y vio a un chico de su misma edad (12 años). Era el chico que
había estado observándolo de lejos un rato antes. Un chico con cara de nada,
regordete y de pelo lacio, con un flequillo que le cubría las cejas. Ronnie no lo había
oído llegar. Durante un segundo se mostró sorprendido, pero enseguida lo descartó
y volvió a mirar el río. El chico le dijo entonces que leía el pensamiento.

—¿Por qué decís que tengo cara de boludo? —añadió.

—¿Yo dije eso?

—No, bueno, no lo dijiste, lo pensaste —dijo Julián.

A Ronnie le pareció que no había nada desafiante en el chico, ningún motivo para
levantarse o ponerse en guardia. Se limitó a mirarle las zapatillas por encima del
hombro. Eran unas zapatillas nuevas, demasiado llamativas, con refuerzos
plateados que brillaban al sol y una suela verde con espejitos de acrílico en los
bordes. Julián siguió la mirada de Ronnie y por un momento los dos se mantuvieron
callados observando las zapatillas. Después Ronnie señaló con el mentón al isleño
que cruzaba el río en canoa y dijo:

—¿Qué está pensando el tipo aquel, a ver?

—No puedo, está muy lejos... —dijo Julián negando con la cabeza. Hizo una pausa
y añadió—: Recién pensaste "sí, es cierto”. ¡Y claro, está lejos! Dejá que se acerque
un poco y te digo. A propósito, me llamo Julián.

A Ronnie le llamó la atención el modo de hablar del chico: un tono sereno, sin
titubeos, con palabras anticuadas. Volvió a mirarlo. Era formal, era prolijo. Llevaba
puesto un jean planchado con una raya filosa y una remera blanca con la cara del
pato Donald. Ronnie tuvo la impresión de que era un pobre chico sometido a una
madre obsesiva que le elegía la ropa más fea del mundo y lo obligaba a ponérsela,
pero no fue eso lo que lo impactó sino imaginar a la madre pasándole orgullosa un
peine por el flequillo. Entonces oyó que Julián decía:

—No, no es así...

Se estremeció. ¿Le había leído el pensamiento? Julián empezó a reírse.


—No, no puede ser... ¿Sabés qué está pensando el señor de la canoa? Que no llega
a ver el partido. ¡Está cruzando todo ese río para ver un partido! ¡Rema doscientos
metros contra la corriente para ir a ver un partido! Qué bárbaro, mirá que hay
gente que... Bueno, en fin. —Se puso serio de golpe—. Esa fue la última prueba
que te doy. Leo el pensamiento y me acerqué a vos porque sé que vos también te-
nés un poder.

—¿Y eso quién te lo dijo? —dijo Ronnie.

—Nadie. Vos. Andaba por acá (mis padres están allá haciendo un asado) y te vi y
no pude evitar leerte el pensamiento. Estabas pensando usar tu poder contra vos
mismo. ¿Qué poder tenés? ¿Por qué querés usarlo contra vos? Ok, sea lo que sea:
no lo hagas, por favor. Te encontré y te salvé. Somos dos, ahora.

Julián dijo esto con aire solemne y se acomodó para una respuesta a la altura de
sus palabras. Ronnie se levantó despacio, como si le pesara el cuerpo, y lo miró
entre ceja y ceja. Le dijo:

—Es cierto. Tengo un poder y es terrible y estaba pensando usarlo contra mí. Pero
lo que voy a hacer es usarlo contra vos. Te voy a hacer desaparecer.

—¿¡Hacés desaparecer gente!? —chilló Julián.

Ronnie levantó la mano y la abrió como una garra sobre la cara de Julián, que
empezó a transpirar. Le temblaban los párpados, los labios, incluso movía las
orejas.

—No... no, por favor... —dijo—. Esperá un minuto... pensemos...

—No tengo nada que pensar con vos, gordo boludo. Dame un segundo y vas a ver
lo que te pasa...

—¡No, esperá! ¿En un segundo podés hacerme desaparecer? ¡Mi mamá me va a


matar!

—Tu mamá no te va a matar porque no te va a ver más... —dijo Ronnie y acercó la


garra a la cara de Julián. Julián cayó de rodillas.

—Levantate —le ordenó Ronnie.

Julián negó con la cabeza, llorando y moqueando. —Perdoname, perdoname —decía


—, soy nuevo acá, no conozco a nadie, estaba aburrido y creí que nuestro en-
cuentro iba a ser genial: no lo pensé. Ronnie escupió a un costado como un adulto
y, lentamente, aflojó los dedos, dejó caer el brazo.

—Andá, volá —le dijo—, si te encuentro de nuevo voy a ser el último en verte.

Julián caminó unos metros en dirección al lugar donde estaban sus padres sin dejar
de mirar a Ronnie. Después giró de golpe y se echó a correr a todo lo que daba.
Tropezó, se levantó, corrió tan desordenadamente que era imposible saber si lo que
hacía era huir o tratar de recuperar el equilibrio.

Ronnie volvió a sentarse. El isleño estaba ahora bastante más cerca. Una mancha
de transpiración oscurecía un triángulo invertido de su camisa a rayas. Era, seguro,
su mejor prenda, y se la había puesto para ver el partido, pero también para cruzar
el río... Ronnie alzó la mano en dirección al isleño y en el acto el río estuvo otra vez
desierto. En el agua no quedaron ni las ondas del último impulso de los remos.
Después alzó su mano sobre su cara. Pensó que el gesto de la mano en forma de
garra había sido siempre una impostación, algo que no hacía falta para que su
poder se hiciera efectivo. En más de una ocasión había hecho desaparecer gente sin
necesidad de ese gesto: lo usaba para asustar, era una amenaza, y también un
chiste, porque sus víctimas no le creían y a él le gustaba que se rieran antes de
evaporarse.

Dos manos de mujer, frías a pesar del calor, aparecieron desde atrás y le cubrieron
los ojos. La voz de Suki (17 años) preguntó:

—¿Quién soy?

—Suki —dijo Ronnie.

Ella lo soltó y, antes de que su espalda quedara completamente apoyada en el


pasto, Ronnie ya estaba echado sobre ella. Se besaron.

—¿Hacía mucho que estabas? —preguntó Suki.

—No, media hora, menos.

—Yo llegué puntual, pero vi que estabas con alguien y no me quise acercar...
¿Quién era?

—Nada, un pibe que dice que lee el pensamiento. —¿En serio? ¿Dijo eso?

—Te juro.

Suki se rió. A Ronnie le encantaba la risa de Suki. "¿Por qué el pato Donald cuando
sale del baño lleva una toalla en la cintura y después anda siempre desnudo?" Así
era la risa de Suki.

—Te extrañé... —le dijo Ronnie.

—Yo también... —dijo Suki. Lo abrazó con fuerza y, antes de separarse para
besarlo de nuevo, hizo (a espaldas de Ronnie) reaparecer en el río al isleño en su
canoa. El isleño se pasó el dorso de una mano por la frente como si acabara de
recuperarse de un desvanecimiento y volvió a remar.

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