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Cartas de Giselle

Eduardo Muslip

Los padres de Giselle son colombianos, pero ella nació y creció en Nueva York. Debería
abreviar, si usara las palabras que ella elegiría, Giselle es una latina de Nueva York, pero la
palabra latino aún no es mía, y me imagino que eso se notaría y sonaría a falso. O tal vez no
estaría mal que la usara, porque es una palabra propia de Estados Unidos, y sugiere que estoy
hablando desde aquí, que después de todo es donde estoy. Además, no se me ocurre otra manera
de nombrar a las personas como Giselle, que crecen en este país pero cuyos padres son
latinoamericanos; parecería además que tengo el deber de indicar ese origen, porque eso tiene
aquí mucha importancia. El caso es que Giselle creció en un barrio de Nueva York junto con otros
latinos: cubanos, dominicanos, puertorriqueños, entre otros. Había también negros, negros latinos
como los cubanos, dominicanos, puertorriqueños, negros tal vez algo latinos como los haitianos,
y negros no latinos para nada. Y podría seguir nombrando muchos otros grupos, intermedios o
distintos o en un lugar impreciso y a su vez subdivisible. Hay aquí un entusiasmo clasificatorio
con el que no sé qué hacer; tal vez tendría que haber empezado por ni usar la palabra latino.
Dejando de lado lo latino, Giselle es de Nueva York, y eso es tal vez lo más importante
para ella. Deja en claro que ni loca dejaría de vivir allí, y es obvio que menos todavía dejaría de
afirmar esa pertenencia. Sólo se alejó de Nueva York para visitar a su madre en Miami o a su
padre en Colombia, y para venir a Phoenix a hacer lo mismo que yo llevaba haciendo un par de
años, una maestría en español, en un momento en que estaba peleada con Larry, su novio, y sin
trabajo. Enseñaría la lengua a principiantes de la universidad; con eso le pagaban algo y debía
cursar a la vez las materias de posgrado: se postuló, la aceptaron (la universidad, que necesitaba
acompañó de un modo asombrosamente rápido los rápidos tiempos de Giselle), se mudó, alquiló
un cuarto en el departamento donde resultaba que vivía yo.
Desde el instante en que alguna puerta se abrió para dejar aparecer la imagen de Giselle
(no recuerdo si en mi departamento, en la oficina de la universidad o en algún otro lado) quedé
poseído por ella. Todo en Phoenix es definido, los límites entre las cosas están bien establecidos;
es muy precisa la línea que separa la zona de pasto del camino de concreto, la línea de las
montañas está muy bien recortada en el cielo, la zona de sol se divide bien de la de sombra, un
auto o una persona están claramente separados de otro auto o de otra persona, pero tanta precisa
división es un poco inútil porque al mismo tiempo se transmite la sensación de que todo es más o
menos lo mismo. La imagen de Giselle se recortó con todavía más nitidez y transformó lo demás

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en un continuo con diferencias irrelevantes; tal vez por eso no me acuerdo el escenario exacto del
primer encuentro. Giselle se recortaba con nitidez en el fondo desvaído de Phoenix y al mismo
tiempo desbordaba esos límites. Y transmitía también esa sensación de nitidez sobre las personas,
los objetos, los eventos que refería. Hablar con ella es caer en un encantamiento en que las
imágenes invocadas cobran una realidad mucho mayor que las del resto del mundo. Ella hablaba
de nuestros profesores, de su novio, de su familia, de su ciudad, de su ropa, de sus libros, y todo
relucía, poseía una superficie nueva y brillante, era una fiesta de las apariencias, al mismo tiempo
que conseguían adquirir profundidad. Ella había decidido que yo era merecedor de integrar la lista
de elementos a los que ella infundía visibilidad, realidad, sentido. Y yo mismo adquirí la
convicción de poseer y a su vez infundir ese sentido, y me entusiasmaba hablando con ella de la
universidad, de mi familia, de mi ciudad, de mis amantes, y todo parecía nuevo, estimulante,
recién inaugurado. A la vez yo sentía que esta nueva realidad formaba una cápsula en el desierto
de Phoenix; nuestra amistad era una nave espacial en medio del vacío del cosmos. Las personas y
cosas que Giselle expulsaba de su universo de sentido quedaban reducidas a la nada; cuando
insistían en reclamar derecho a la existencia, tratando de abrir la puerta de la nave espacial para
sumarse a nosotros, ella se encargaba de cortar su conexión con la nave y arrojarlas sin piedad
alguna al espacio exterior.
Todo el tiempo que yo no ocupaba haciendo cosas de la universidad quedó cubierto por
Giselle, e incluso también parte de éste. Estaba en clase y me ponía contento pensando que iba a
llegar a mi departamento y la vería y hablaríamos. Aceleraba en mi bicicleta para llegar lo antes
posible a casa y encontrarla. Igual a veces me apuraba inútilmente; llegaba y encontraba a Giselle
abstraída en una conversación por su celular que podía durar horas. Entonces yo rondaba
alrededor de ella esperando que cortara, pero mi presencia no influía en lo más mínimo en la
duración de la llamada. Otras veces ya estábamos hablando, y su celular interrumpía nuestra
conversación. En esos casos lo mejor era encerrarme en el cuarto; de otra manera me quedaba
escuchando, conectado a lo que ella decía y a la vez afuera de su diálogo, un molesto lugar del
que me costaba salir.
Giselle fue compañera mía en algunas materias: ella leía, entendía y se involucraba más
que sus compañeros y también se impacientaba y abandonaba los cursos más rápido que los
demás. Giselle tiene la piel morena y el pelo largo y enrulado. Tiene una gran sonrisa y es alta y
con piernas largas y hermosas. Digo estas cosas y lo que querría es mostrar una foto suya, no
describirla. O que se la viera directamente. En realidad, tal vez sería mejor una fotografía; ella se
parece más a sí misma en las fotografías que en persona. Tiene muchas con sus amigas, que son
parecidas a ella: todas salen siempre bien, muestran sonrisas amplísimas, tienen entre veinticinco

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y treinta años y el pelo largo y enrulado. En las fotos que no está con sus amigas, sino con
parientes u otras personas, ella es la que siempre sale bien y los demás más o menos. Igual ella
conserva y muestra estas fotos; parece considerar que cómo salen los demás no tiene ninguna
relevancia.
Giselle se concentra en nuestras conversaciones pero cuando está ocupada con otra cosa
parece aislarse de uno por completo, y es posible observarla con toda atención sin que lo registre.
Ella estaba en su propia cápsula dentro de la cápsula espacial, y un pavoroso extraterrestre podía
reclamar su atención desde la ventana sin que ella se inmutara. Yo soy mucho más sensible a la
presencia del otro, y es así que si ella estaba ahí a mí me venían siempre ganas de hablar, o de
simplemente estar atento a ella aunque no le hablara, y me quedaba observándola, abstraída
mientras estudiaba, o preparaba algo para comer, o se arreglaba. Giselle destinaba mucho tiempo
a arreglarse; después se quedaba fascinada ante el espejo por los resultados de su tarea, y, al
registrar que yo la estaba mirando, me decía “estoy espectacular, ¿no?”. Giselle en general no es
modesta pero igual cuando habla en español lo es menos que en inglés; en realidad, todo lo que
dice en español suena más extremo, enfático.
Mientras hablaba con su novio por teléfono (como dije, vino a Phoenix cuando estaba un
poco peleada con él, pero durante todo el tiempo de su estadía se volvían periódicamente a
acercar y distanciar) se aislaba todavía más, y la indiferencia por su entorno se hacía mayor: podía
estar con su celular en el living de nuestro departamento, en un pasillo de la universidad, en el
supermercado, en la calle o en un auto, y hablaba siempre por un rato indeterminado, pero en
general muy largo. Aparecían entonces tonos de voz que yo ya le conocía y muchos otros que
nunca le escucharía en otras instancias: inflexiones tiernas, ásperas, susurros, risas, gritos,
súplicas, llanto, extrema ligereza o tremendo dramatismo. Podía ser una nena consentida y
quejosa, una mujer sensual y seductora, un ama de casa gritona, una mujer abandonada y
desesperada. Como esas conversaciones tenían lugar en cualquier contexto, todo el mundo estaba
al tanto de la relación de Giselle con Larry: sus compañeros, profesores, empleados
administrativos o de limpieza de la universidad, clientes o cajeros de los supermercados. Yo a
veces era abordado por desconocidos que me preguntaban por ella, interesados por saber si había
vuelto a Nueva York, cómo estaba con su novio, si había terminado la maestría.
Había puesto una foto de Larry en la heladera: él salía de la ducha, y estaba, claro,
desnudo, parcialmente cubierto por la cortina del baño: se veía la cabeza, una zona del hombro y
del brazo, muy poco del pecho y de la cintura, y una pierna. Había también una foto de la pareja
en el living, en un portarretrato de tres módulos: ella estaba sentada sobre sus piernas. En la
segunda foto sonreía junto a su abuela; en la tercera, posaba su padre, con sombrero y sobre un

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caballo. Las tres personas estaban sólo unidas por las pequeñas bisagras del portarretrato y el
afecto de Giselle: ella habría querido, me decía, tener una foto con los tres juntos, pero eso no era
posible; ni su abuela ni sus otros parientes aprobaban que estuviera de novia con un negro. No
importaba que él trabajara, fuera más formado y responsable que cualquiera de la familia de ella,
que ganara más dinero, que fuera alto y atractivo. La pertenencia a los otros grupos que enumeré
también se volvía irrelevante en la mirada de los parientes de Giselle: no importaba que él fuera
un negro latinoamericano, haitiano o norteamericano: era negro y punto. Giselle era algo morena,
había algo africano en su fisonomía, pero eso no era reconocido por la familia, y en todo caso,
decía su abuela, ella debía mejorar la raza, no empeorarla. Tampoco era posible una foto de la
abuela con su padre; desde que él había vuelto a Colombia y formado una nueva familia no se
habían visto más.
Giselle adoraba a su novio pero también lo hacía sufrir. Ella de golpe parecía olvidarse de
él y decidía, por ejemplo, irse unas semanas a visitar a su padre a Colombia; entonces Larry le
hacía un escándalo y las conversaciones, por un período, se hacían más todavía mucho más
dramáticas. “Esto es serio”, me decía ella. “¿Por qué, por qué soy así?”, me preguntaba y se
reclamaba a sí misma. Otros dramas sobrevenían porque, por ejemplo, él le enviaba dinero para la
matrícula de la universidad y ella gastaba todo en ropa, o cuando aparecía en el saldo de la tarjeta
el débito por un pasaje de avión sobre el que él no sabía nada, pero los conflictos por cuestiones
de dinero no eran tan dramáticos como los generados por las decisiones de Giselle que sugerían
un completo olvido de todo excepto de la satisfacción de un deseo inmediato, desde ver a su
padre a tener un nuevo par de botas o comer o dormir —Giselle no podía sostener ni simular
interés alguno por el otro si estaba siquiera mínimamente atenta a alguna necesidad más personal.
De las conversaciones con Larry podían resultar decisiones bruscas: de golpe se iba a
Nueva York por unos días, o se encerraba a estudiar en la biblioteca por una semana sin que casi
se la viera, o se dedicaba a portarse como de vacaciones y salir a pasear o de compras. Un día la
vi preparando sus cosas como si se fuera para siempre. Le pregunté, con cierto temor, por cuánto
tiempo se iría. “No sé cuándo vuelvo”, me dijo. Los largos debates entre ella y yo sobre lo más
conveniente para el futuro quedaban barridos ante la necesidad de estar con Larry de inmediato, y
entonces partía, dejando aquí todo sin terminar.
Una de las imágenes que más recuerdo de Giselle es la de ese día anterior a ese retorno a
Nueva York, sentada en el medio del living, tranquila, intentando morosamente ordenar un
cúmulo increíble de objetos. Aunque sólo había estado en Phoenix por un año, había acumulado
muchísimas cosas. Sobre todo ropa, pero también artículos de papelería, cosméticos, y otros más
difíciles de clasificar que los habitantes de su barrio de Nueva York. Cuando Giselle va de

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compras se ve poseída por un espíritu que la impulsa a llevarlo todo, hasta que en algún negocio
la cajera le informa que su tarjeta superó los límites o se quedó sin fondos y debe entonces dejar
casi todo, o todo, en el mostrador. Yo me senté en un rincón del living, y recorría los objetos,
distraído o concentrado en algún pequeño detalle, en la forma o textura de un zapato o en la tapa
de alguno de sus libros de teatro chicano. No quería salir del departamento, nuestra cápsula
refrigerada en medio de la ciudad calcinada bajo el sol de cincuenta grados. Estábamos en
Phoenix pero ese día parecía liberado de la presencia de Phoenix. Nada en el cuarto señalaba el
exterior. En realidad, el hecho de que Phoenix estuviera reducido a nada no significaba que dejara
de tener peso, del mismo modo que la nada del espacio exterior es una presencia importante para
el que está dentro de una nave. Giselle en el centro del living era un astro que hacía gravitar todo
alrededor, a mí inclusive. Yo era un gato que parece despreocuparse de su amo, pero que sin
embargo también gravita alrededor de éste. Un gato plácido y despreocupado, recorriendo un
novedoso desorden, atento a algún detalle de cada objeto, pero sin mezclarse. Yo acaba de
terminar el semestre, llegaba el verano, y necesitaba relajarme, y me entregaba con plenitud al
mundo de Giselle. En ella misma había algo tranquilo, reflexivo, como una niña ordenando su
universo de juguetes. Levantó la mirada y me sonrió, no con la sonrisa de fotografía, sino con
una más sincera, íntima. Se veía tan hermosa, y yo la quería tanto. Entonces me dijo: “Te tengo
que pedir un favor”.
Me vino un tremendo mal humor. Giselle hace sentir cómodas a las personas que tiene
alrededor, estimula la proximidad, hace creer que existe una plena continuidad espiritual entre
ella y los demás, y entonces aprovecha ese acortamiento de las distancias para hacerlos trabajar.
Giselle siempre integra funcionalmente a los demás en sus actividades. Pasé de la placidez a la
tensión; debía alejarme antes de que me involucraran en la agobiante tarea de ordenar. El gato
relajado recibió un balde de agua y saltó erizado y raudo por la ventana, para alejarse flotando en
el vacío. Me acordé que alguien decía que los monos entienden el lenguaje humano pero
disimulan para que no lo hagan trabajar. Quise construir una barrera entre ella y yo tan radical
como si no pudiéramos hablar la misma lengua. Era un esfuerzo doloroso; siempre sufro un poco
cuando de golpe debo bloquear la comunicación con alguien con el que me sentía cómodo. Me
levanté para irme a mi cuarto, sin contestarle. “Quiero que me guardes esos papeles por un
tiempo”, me retuvo, apuntando a una carpeta, que estaba más cerca de mí que de ella.
En medio de todo, identifiqué la carpeta. La tarea no parecía tan tremenda, aunque nunca
se sabía qué consecuencias traía aceptar hacer algo para Giselle; cualquier pequeño encargo podía
acarrear complicaciones infinitas. Me acerqué a la carpeta, lento, tontamente cauto, como si no
supiera que no existía precaución alguna que protegiera contra las complicaciones generadas por

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atender a las demandas de Giselle. Era una carpeta marrón, fea y un poco deteriorada, arratonada,
como para pasar inadvertida; en realidad llamaba la atención en medio del reluciente montón de
inutilidades siempre recién compradas de Giselle. La abrí: había cartas. La mayoría era
manuscrita, pero había otras tipeadas. Eran largas, de dos a cuatro páginas en promedio. Estaban
escritas en inglés.
Son de amigos que estaban en la cárcel, me explicó. Ella no sabía si ya habrían salido o
no. Seguramente unos sí, otros no, otros salieron pero ya estarán en la cárcel de nuevo, calculó
Giselle. Estaban presos por venta de drogas, uno cerca de Chicago, otro en Florida, otros en
Nueva York. El tono de Giselle era tranquilo, menos enfático que de costumbre, reflexivo. La
atención a los objetos le había dado cierta tranquilidad; ella se sentía bien en medio de sus cientos
de pertenencias. Es normal que en una mudanza aparezcan cosas que despiertan recuerdos que
reclaman atención, pero casi todo lo que Giselle tenía era reciente, comprado en ese último año en
Phoenix, y pocos objetos parecían poder evocar un mundo como esa carpeta de cartas. “¿Para qué
las trajiste de Nueva York?” “No quería que Larry las viera”.
Me puse a hojearlas. Aislados en ese departamento en medio del desierto, en medio de
una ciudad que a medida que se acercaba el verano iba volviéndose más desierta, yo escuchaba el
rumor de las voces, de la vida de esas personas a través de la voz de Giselle, de la letra de las
cartas. Hasta el rumor suave y continuo del aire acondicionado parecía empezar a articular esas
voces. El desierto siempre fue un buen lugar para escuchar voces, y para alucinar que se dirigen a
uno. Un amigo de Buenos Aires me había escrito un mensaje deseándome suerte en Phoenix, y
me comentaba que estaba leyendo un libro de Robert Walser; le gustaba que el protagonista
viviera un poco como flotante, atento a sus fantasías, sus sueños, atento a voces que no tenían por
qué ser la del entorno inmediato, seleccionadas en función de un filtro muy personal, que no
dejaba pasar más que lo que vibrara de alguna manera en armonía con lo propio, y pensé que tal
vez fuera cierto que Phoenix fuera un buen lugar para una vida así. Es un buen lugar para
escuchar la voz de Giselle, que no me estaba hablando de las cartas en sí sino del tiempo en que
conoció a los autores, a la mayoría en Nueva York y a otros en Miami (desde que la madre se
mudó a Miami, ella viajaba a esa ciudad y se hizo amigos también allí). Algunos de ellos también
viajan entre esas ciudades, así que los vio en los dos lados. Giselle hablaba de cuando salía con
ellos, de cuando los veía en la escuela, de, sobre todo, su contacto con ellos en el barrio: eran sus
amigos del barrio.
Son buenos, no tienen el mal adentro, no están dañados, decía Giselle. No son violadores
ni asesinos. A lo mejor alguno está en la cárcel por algún hecho de violencia, pero por alguna
pelea, no porque sean criminales. Eran divinos, afirmaba, sonriente y evocadora. En las

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discotecas nos pagaban todo, decía Giselle, e imaginé a todas esas chicas enruladas y sonrientes
de las fotos contentísimas mientras llegaban a las manos de ellas muchos tragos, largos y
coloridos, ordenados por esos chicos. Todo el mundo los adoraba. Eran tan atractivos, no como
los latinos de acá, me decía. Giselle veía una diferencia general entre los latinos de Nueva York y
los del resto de Estados Unidos. Como en todo, los de Nueva York resultaban ser mucho más
interesantes.
De todos modos, Giselle veía diferencias muy claras también entre los latinos de Nueva
York. No todo es lo mismo, no se puede simplificar, advertía. Giselle detestaba a un grupo
particular de cubanos del que el novio de su mamá formaba parte (después de que su marido se
instaló en Colombia con una nueva mujer, ella formó una pareja con un cubano). Ordinarios,
maleducados, decía ella, acordándose de muchos cubanos o de su padrastro en particular. No le
gustaba la expansión de mexicanos en Nueva York: veía cada taquería de Queens como una señal
de invasión. Las dominicanas son hermosas, tiene una belleza suave, y conocen el secreto para
tener el pelo siempre maravilloso. Su mejor amiga era dominicana y terminó la escuela de
medicina. Pero los hombres dominicanos son un desastre, machistas y atrevidos. Su amiga sufría
con un uno de ellos, que entró al ejército y la engañaba y maltrataba. Hasta que se fue a Irak y
murió. Igual los dominicanos eran muy atractivos. En general ignoraba a los mexicanos pero en
su grupo, decía, había tres muy seductores, despiertos, seguros de sí mismos, vitales. Tenían
cierta tendencia a engordar, pero cuando volvían al peso apropiado eran irresistibles.
Giselle me decía esas cosas y se desarrollaba una imagen de sus chicos del barrio que
contrastaba con el tono de las cartas, formal, muy respetuoso, como si le escribieran a alguien que
los inhibiera un poco. Le preguntaban por su salud, por la de su mamá. Le preguntaban
seriamente a Giselle por sus estudios, cómo le iba en la carrera de medicina…. “¿Vos estudiaste
medicina?” Se rió: “Bueno, yo pensé en empezar, con mi amiga dominicana. Desde que les dije
eso me trataban con más respeto todavía”.
Además de las cartas hay fotos. Dicen en las cartas que van muy seguido al gimnasio. Es
una de las actividades más importantes de la cárcel. Y en las fotos están en poses que muestran
cómo crecieron muscularmente. “Están espectaculares”, dice Giselle. “Y ahora que van tanto al
gimnasio más todavía”. En las fotos no ponen caras de interesantes o indiferentes o de seducción
más bien impersonal para mostrar lo espectacular que están sino que tienen una expresión alegre:
se sacaron las fotos no pensando en seducir a espectadores anónimos sino que saben que van a ser
vistos por Giselle, y entonces le sonríen contentos.
En un par de fotos se llega a ver un gato. Que apareciera allí no fue el propósito del que
sacó la foto, ni del fotografiado, ni del gato. Se está como yendo, en ambas, y no se lo ve

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completo. No me podía imaginar una prisión con un gato. Para el gato sería lo mismo una casa
cualquiera que la prisión, y una prisión da el mensaje de que no puede ser una casa cualquiera.
¿Pueden los presos tener mascotas?, le pregunté a Giselle. “No en Estados Unidos. No es un gato
de alguien en particular, es del lugar”, me contestó, impaciente. A veces Giselle elige marcar que
en Estados Unidos ciertas cosas son mucho más serias que en el resto de América Latina, y
cuando eso sucede prefiero evitar esa línea de conversación. ¿Fuiste novia de alguno? “No, no
pasó nada con ninguno. Sólo con Danny”. Se dieron un beso en un auto, una vez que él la había
llevado de regreso a su casa, muy tarde. Ella estaba saliendo con un chico puertorriqueño. Pero de
golpe Giselle se entusiasmó con Danny y quiso besarlo; él también se sentía atraído por ella pero
no quería dejarse llevar, no quería involucrarse con una chica que ya estuviera de novia. “Es un
beso nada más”, se justificaba Giselle en un susurro mientras, dentro del auto, se acercaba a su
boca. Se dieron un beso muy largo; él besaba tan bien, recuerda Giselle. “Eso no fue un beso
nada más”, dijo Danny después de un instante de silencio, con un tono de reproche suave pero
firme. Ella dejó el auto, y esos días no tuvieron contacto por teléfono. Giselle seguía de novia con
el puertorriqueño y a Danny continuó viéndolo sólo en las salidas grupales. Después él se fue a
Chicago, cayó preso y allí empezaron a escribirse cartas. En las cartas no había nada muy
romántico, decía Giselle, y lo comprobaba yo también mientras las hojeaba, pero parecía algo
más producto de una estrategia de acercamiento que espontáneo. Había cartas de varios chicos,
pero la gran mayoría era de Danny y Serge. Serge sí tuvo siempre un interés mucho más concreto
por ella, pero él era muy amigo del puertorriqueño, y nunca se atrevió a nada.
Yo en realidad nunca supe que Serge estaba tan enamorado de mí, decía Giselle. Ella
escuchó que se fue a Miami, y no tuvo noticias hasta que se enteró de que también había caído
preso. Él era el más violento, y a la vez esos ataques de violencia eran imprevisibles, porque era
muy tranquilo y amable, su inglés era también muy suave y siempre hablaba en un volumen muy
bajo. Un día ella lo encontró en la casa de otros amigos, un poco borracho y tal vez algo drogado.
Hundido en un sillón, recordaba con ternura un conejo que había tenido en Jamaica. El conejo era
hermoso, tan blanco y tan suave que parecía de algodón. Él adoraba al conejo, y el conejo
también lo adoraba a él. Su pelaje blanco era fosforescente, tenía movimientos lentos y
silenciosos: brillaba y flotaba en la oscuridad. Serge se quedaba viendo cómo el conejo movía la
nariz; el conejo y él al recordarlo hacían snffgh snffrh. Serge se replegaba en sí mismo mientras
evocaba al conejo. Hasta que suspiró y se fue del departamento, melancólico. Después Giselle se
enteró de que, instantes después de salir de la casa, se peleó con alguien al que casi mata, por
motivos que nunca se aclararon.

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Las cartas y Giselle no hablaban lo mismo; era difícil ver la relación entre esa letra
cuidada, ese tono y sentimientos esmerados y correctos que emergían de cada línea y las
anécdotas de las que hablaba Giselle. Y de golpe sí se veía la relación, no porque la información
coincidiera sino porque de golpe parecía escucharse, al leer la carta, la voz de esos chicos, a
través de su letra cuidadosa, del esmero que ponían en ofrecerle la imagen que creían que era la
mejor posible de sí mismos. “Qué suerte que conservás estas cartas”, dije a Giselle. “Son muy
importantes para mí —dijo enfáticamente—. Aunque a Larry lo pongan celoso.” Para mí también
son importantes, pensé. Yo siempre fui indiferente a este lugar, a la gente que me cruzo. Hasta me
volví indiferente a lo que leo; me dispuse a leer las novelas que tenía pendientes desde siempre,
Crimen y Castigo, Paradiso, Los amantes, y otras; Raskólnikov era apenas un chico ruso
conflictuado y un poco irritante caminando por una calle de San Petersburgo, los parientes de
José Cemí eran fastidiosos cubanos menos interesantes que mi familia, y nada más. Nada de las
fantasías que me habrían generado, seguro, veinte años atrás. Desarrollé un filtro por el cual
Raskólnikov, Bush en televisión, la mujer que limpia el piso, mis profesores, la chica que relata
un abuso en televisión, la instructora jordana de árabe que veo en el ascensor, el arquitecto
panameño con el que tuve sexo en el gimnasio, son apenas nombres propios o gentilicios o breves
descripciones asociados a un escenario efímero o a una anécdota mínima, y ya. Que
permanecerían muy brevemente en mi memoria. Como objetos de colección más o menos
curiosos pero poco importantes, reemplazables.
Pero de golpe leía esas cartas y escuchaba a Giselle. Sí, sí, para mí también esas cartas
son importantes, le dije, y quería articular por qué, pero de golpe Giselle se puso de pie, salió del
centro del living en dirección del sofá, se arrojó en él, dispuesta con todo el cuerpo a recordar.
“Las cartas que realmente eran importantes para mí eran las de mi padre”, dijo. Su padre estuvo
en prisión por tráfico de drogas, “desde el día en que cumplí diez años hasta mis veintiuno”,
precisa Giselle. Él le escribía cartas con letra también impecable, sin ninguna tachadura, todavía
mucho más largas, en las que le contaba cuentos, relataba anécdotas de su niñez en Colombia, le
detallaba escenas de cuando ella era muy chica. Me imagino los borradores que prepararía, dijo
Giselle. Cree que fue su madre la que tiró sus cartas a la basura, furiosa porque, después de que él
salió de la cárcel y salió deportado para Colombia, no le pidió que se reuniera con él sino que se
puso de novio con una chica muy joven, incluso más joven que Giselle, con la que se casó al
instante; tuvo nuevos hijos también al instante. “En realidad no estoy segura de que las botó mi
mamá. Simplemente no las vi más”.
Me sentí irritado con Giselle. ¿Cómo no cuidó las cartas? ¿Cómo no sabía con exactitud
qué pasó? Largas cartas que ese hombre mandó por diez años que desaparecen como si nada.

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Como ya comenté, cuando Giselle no presta atención a algo, su falta de atención es tan radical
que puede pasar cualquier cosa sin que ella lo registre. Me enoja y también envidio esa capacidad
de desconexión de Giselle. Yo siento que mantengo un estado de tensión con aquello de lo que no
me ocupo; me parece que ciertas cosas del mundo siguen existiendo porque en algún nivel yo
sigo atento a ellas, lo que es una cansadora gansada pero bueno, no puedo evitar pensarlo. Me
imaginé a Giselle por un tiempo ocupada de su nuevo novio o de sus exámenes o de sus compras
o de lo que sea y dándose cuenta meses o años más tarde de que las cartas no estaban. No, no fue
tu madre, fuiste vos, descuidada, indiferente, tenía ganas de decirle. Me contuve; mi propia
irritación contra ella me sorprendió. Y las frases que yo estaba a punto de usar, tan parecidas a las
que usaba mi madre en sus despliegues de reproches. ¿Me transformaba de pronto en mi madre?
Justamente, mi madre exigía que se estuviera siempre atento a ella, aunque uno estuviera ocupado
en otra cosa. Si ella observaba que uno estaba demasiado absorbido por un libro, una película o
apenas ocioso, pensando en cualquier cosa menos en el entorno inmediato, o sea, no atento a ella
en absoluto, irrumpía irritada como si esa falta de conexión de uno le pudiera incluso afectar su
salud.
Me volví tanto mi madre que hasta quería justificar a la madre de ella, que es lo que la
mía habría hecho. En realidad era muy verosímil que fuera su madre quien en efecto hubiera
tirado las cosas; con muchos menos motivos, la mía también había hecho lo mismo con muchas
de mis pertenencias. Las madres parecerían no tomar muy en serio el entorno material de sus
hijos, o se sienten con derecho activo a intervenir en él. Y la madre de Giselle tenía razones extra
para intervenir y tirar a la basura lo que recordara a su marido; que las cosas no pertenecieran a
ella sino a su hija era un tecnicismo más que irrelevante.
Giselle suspiró, dejó el sillón y volvió al centro del living. En ese momento se dedicaba a
ordenar, sobre todo, su ropa. Tomaba una breve prenda y la unía a otra igualmente breve; yo no
comprendía bien el criterio de clasificación, todo era igualmente breve y casi no dejaba suponer la
forma que adoptaría sobre un cuerpo. Hay muchísima ropa, pero nada parecía apropiado para ir a
la universidad o para estar en el departamento, que es donde Giselle pasaba la mayor parte del
tiempo. Es ropa para ir a una discoteca, para pasear después de un día de playa, para fiestas. Pero
en Phoenix no tuvo muchas discotecas ni fiestas ni paseos. ¿Qué hiciste con toda esa ropa? Oh,
nada, o casi nada, me dice, sólo informando, sin tono de lamento, como si pensara en otra cosa,
como si siguiera pensando en el padre. Giselle compra ropa como una niña que compra juguetes.
Recordé anécdotas que me contó sobre su padre, antes de que fuera a la cárcel. Él estaba poco en
la casa, desaparecía por semanas o meses. De golpe reaparecía, con muchísimo dinero. Entonces
llevaba a Giselle y sus hermanas a una juguetería, la más grande de Nueva York, del mundo, del

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universo. Les decía: elijan lo que quieran. Sí, pueden comprar y llevar todo lo que quieran,
remarcaba, con un gesto distendido e invitador de deidad afable. Las tres hermanas recorrían la
juguetería, emocionadas, temblorosas, terriblemente nerviosas. ¿Cómo podían tenerlo todo, todo?
El único límite para ese todo estaba dado por lo que otros clientes y las otras hermanas elegían.
Así que se dedicaban a pelearse entre sí: lo que una tomaba lo reclamaba la otra, o incluso querían
apropiarse de lo que elegían otros clientes; las peleas eran feroces. El padre, que quería que
durante el rato que él reaparecía, con su infinita presencia y su infinito dinero, se creara una
escena de absoluta felicidad, se irritaba cuando veía a sus hijas en tal estado.
Ahora Giselle es adulta, los centros comerciales siguen causándole problemas, su padre
está en Colombia, donde se convirtió en un hacendado. A mi papá siempre le fue bien, dijo
Giselle. Le iba muy bien como traficante. En la cárcel también lo trataban muy bien, los otros
presos lo respetaban muchísimo. Y ahora en Colombia tiene una hacienda respetable, caballos;
todo el mundo lo adora y respeta, es un caballero, siempre con clase, tan cortés y seductor en el
trato, se emociona Giselle, mientras mira a la foto que continúa la de Larry y la de la abuela. Se
ve allí un señor a caballo, bien vestido, con una tranquila seguridad en sí mismo, como si
manejara la vida con la misma facilidad que al caballo; el caballo estaba también tranquilo y
seguro de sí y de la autoridad del humano que llevaba a la grupa.
Yo miraba la foto del padre de Giselle y no podía simpatizar del todo con él; nunca me
gustó mucho la gente a caballo. Todas las imágenes que recordaba de hombres a caballo me
resultaban sin ningún encanto, tuve el impulso de explicarle a Giselle, pero no tenía sentido
ponerme a contar que señores con dinero, campos y caballos son imágenes de lo argentino que
para cualquiera como yo eran algo ajeno y hasta un poco hostil. Además tanta seguridad en sí
mismo, hombría, respetabilidad no me agregaban motivos de simpatía. Lo que me habría
resultado más interesante y valioso, esas cartas, estaba perdido.
Se perdieron las cartas del padre pero, en fin, sí estaban las de los amigos de Giselle, bien
conservadas, y ella no se desentendía de ellas, sino que las llevaba de aquí para allá, y siempre
con conciencia de dónde estaban. Yo seguía hojeando las cartas, y sentía las voces de esos chicos
pero también sentía una insuficiencia. No estaban las anécdotas que contaban Giselle, y no
estaban muchas otras. No había referencias a la cárcel misma, a los compañeros, los guardas. De
golpe se me ocurrió que mucho de lo que faltaba no estaba sólo determinado por la imagen que
querían dar a Giselle sino por censura; tal vez les leyeran las cartas. “Sí, se las leen”, me confirma
con contundencia Giselle. Ella escucha mis preguntas, ella sabe que sabe y que yo no sé y habla
con seguridad; es la voz autorizada de ese mundo, y es también parte de ese mundo. Me pregunté
cómo serían esos lectores. ¿Se aburrirán? ¿Se enternecerán? ¿Tendrán algún tipo de curiosidad

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morbosa? ¿Leerían con frío profesionalismo, buscando datos vinculados con la actividad delictiva
de los presos? Hay mucho control en la información que sale o entra de las cárceles, me dice
Giselle. Los presos no tienen internet, ni celulares. Esto no es como en América Latina, donde los
presos tienen celulares y siguen dirigiendo desde allí actividades ilegales como si nada, me dice
Giselle, dirigiendo sus palabras y también su mirada como buscando algún tipo de impacto. En
América Latina los presos, al menos ciertos presos, no sólo tienen gatos personales sino también
celulares, computadoras, tal vez armas… Yo le había contado que en Brasil unos presos habían
organizado no sólo un levantamiento en protesta por algo sino que habían ordenado a todas sus
conexiones fuera de la ciudad que provocaran caos en las calles, que rompieran vidrieras de
negocios y autos, atacaran autobuses, etcétera. Eso no puede pasar en Argentina, casi le digo, pero
me imaginaba diciéndolo y enterándome al día siguiente que había sucedido, lo que me pasa con
frecuencia cada vez que, poniéndome en informante autorizado sobre lo que pasa en Argentina,
afirmo contundentemente algo, para ser refutado por la realidad casi de inmediato.
Encerrados en la cápsula espacial en medio del espacio exterior, en un lugar que podía ser
cualquiera, el tiempo parecía también ser cualquiera, y la infancia de Giselle con su padre
epistolar y comprador, sus salidas con sus chicos del barrio, su vida en Nueva York con Larry
parecían mezclarse, y en mí empezaban también a mezclarse mis escenas de infancia, mis años de
universidad en Buenos Aires, las imágenes de la vida de Giselle, las escenas en la cárcel con su
padre y amigos y hasta escenas de una cárcel argentina, en la que nunca estuve pero que de golpe
se me hizo no sólo cercana y presente sino hasta familiar. Vi un enorme edificio detrás de un gran
espacio vacío en que jugaba con amigos del barrio (me resultaba extraña la frase “amigos del
barrio”, como me lo resultaba la palabra latino, y sin embargo ya podía ponerme a hablar sobre
mis amigos del barrio). Ese gran edificio que era la cárcel, un cuadrado inmenso de treinta,
cuarenta pisos, recuerdo, tenía ventanas muy estrechas, estrechas líneas de vidrios negros, que
daban más sensación de encierro que las paredes mismas. “Hay miles de personas ahí adentro”,
uno de mis amigos me dijo, lo que era extraño en contraste con el vacío de esas manzanas por las
que caminábamos, el silencio que nos rodeaba, las líneas rectas y mudas del edificio, la nada que
lo rodeaba: una zona demolida de varias manzanas en la que ya no había escombros pero que
tampoco habían parquizado ni edificado. Hacinamiento, casi le digo a Giselle pensando en el
ciego edificio con sus miles de invisibles presos, recordando mi incertidumbre frente al
comentario de mi amigo y la imagen del edificio; en aquel lejano momento me habrá venido a la
mente sólo el concepto y no la palabra, pero sentí con seguridad algo alrededor de la idea de
hacinamiento. En una cárcel de América Latina la condición de hacinamiento es esencial, pensé
mientras Giselle se recostaba en el sillón después de despejarlo un poco. El efecto opresivo

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natural a la idea de cárcel se potencia con el hacinamiento. En Argentina siempre se dice: esa
cárcel está hecha para cien pero hay mil presos. Siempre se dice eso, al punto que las cárceles, y a
veces también hospitales, escuelas, parecerían estar siempre perversamente hechas para menos
gente que los que las usan. Más aún, si se supiera que hay que hacer algo para mil personas, se
hace para doscientos y después entrarán dos mil. En las cárceles eso es siempre así, y además hay
rebeliones e incendios y represión y enfermedades y muertes que no reducen el hacinamiento.
Recuerdo, desde el predio vacío próximo a la cárcel, que a veces se escuchaba alguna sirena, se
veía algo de humo. Todo eso no parece suceder en una cárcel de Estados Unidos, donde los presos
van al gimnasio y sonríen y un gato pasa cerca de ellos aunque no sea de ellos y aprenden
computación o carpintería y escriben cartas largas y cuidadosas y desarrollan proyectos. Giselle
se semiduerme después de establecer una diferencia de jerarquía entre este país y los otros, entre
el lugar de ella y el mío, entre ella y yo.
Lo habitual era que la comunicación entre Giselle y yo creciera alimentada por el espacio
que dábamos a las mutuas fantasías; las cosas del otro tenían belleza y sentido, y nos permitíamos
expresarnos libre y digresivamente: no nos vigilábamos a nosotros mismos ni vigilábamos al otro
a la caza de información que pudiera ser usada en su contra. Nuestra comunicación era
desinteresada. Pero a veces nos poseía el demonio que quería marcar que uno es más a costa del
otro, establecer que uno viene de un lugar mejor. Aparecía un interés, una intención que se dirigía
hacia mí como un soldado que reconoce al enemigo. Y a veces también lo hacía yo. Comentaba
con displicencia acerca de un libro o una película que sabía que Giselle no conocería, como
diciendo yo vengo de un lugar menos importante y de una ciudad un poco menos magnífica y las
cárceles norteamericanas son fantásticas y mis padres son más pobres que los tuyos pero sé más
que vos y mi educación fue desde siempre en serio y no como la educación que te dio tu ciudad
magnífica, peor que la de la peor escuela del peor suburbio de Buenos Aires. Ay, ¿quién viene de
un lugar peor? ¿Quién puede respaldarse más en su sociedad para afirmarse frente al otro? Vi
más películas y leí más y conozco cine y literatura norteamericana más que ella, pero ella es
bilingüe y mi inglés da lástima. Por menos que haga Giselle, va a tener más posibilidades que el
mundo se entere de ella y de su barrio que de mí, que no vengo de un barrio sino de un suburbio
del mundo que podría desaparecer sin que el resto tuviera que reacomodarse mucho. Su barrio es
en el mundo posiblemente más conocido que mi ciudad entera. “Nadie espera nada de Argentina”,
me había dicho un mexicano que creció aquí, y nadie espera nada de casi ninguna parte de
Latinoamérica, parecería.
Pero los demonios nos abandonan y volvemos a tratarnos bien. Giselle me mira y evalúa,
apreciativa: “A veces eres guapo”. Me aclaraba: creo que sí, ahora estás guapo. Me encuentra

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perfiles, momentos guapos. No soy como su negro, alto y espléndido, y tengo algunos años más
de los que estaría bien que tuviera. Pero se alegra de encontrarme cosas que se agregan a lo que
por lo regular valora de mí, y me lo dice. A veces me ve guapo como quien dice qué bien te queda
esa camisa, aunque si lo que alabara fuera la camisa sería más simple porque podría volver a
ponérmela, pero mis momentos guapos no dependen de lo que yo haga sino de los avatares de su
afecto hacia mí. Ella confía tanto en su percepción que no se le ocurre que sus contradicciones
puedan estar determinadas por su disposición cambiante: para ella, lo que ve en cada diverso
instante es lo que es, más allá de cualquier pretensión de consistencia. Como muchas veces, no sé
qué hacer con lo que me dice o me hace Giselle. Es que yo no tuve barrio, pienso de golpe,
alguien del barrio sí sabría qué hacer. ¿Sería que no había barrio o que yo no tuve? Puedo hablar
de la zona que estaba cerca de donde vivía, pero no sé si eso llega a definir un barrio. Y tampoco
puedo hablar de barrio latino. Y sin embargo esta cápsula espacial me hace pensar Buenos Aires
con barrios y latinos. ¿O es sólo Giselle la que me lleva a eso? Me empiezan a aparecer retazos de
barrio. Y hasta retazos de latinos. Los retazos que aparecen son de hasta mis doce años; cuando
empecé a ir a la escuela secundaria tenía que viajar a otro barrio, o en realidad hacia una zona que
no era ningún barrio, y mis nuevos compañeros y amigos estaban dispersos por la ciudad, y debía
tomar colectivos para visitarlos. Supongo que si hay que tomar colectivos ya uno no se maneja en
el barrio; el barrio se camina, me dice Giselle. Y se defiende, agrega, es de uno y de algunos más.
Y se sufre abuso, comenta: había jerarquías estrictas, algunos resultaban víctimas de esas
jerarquías. Los delicados la pasaban mal; había que ser rudo, de lo contrario, era posible el
abuso. (Rudo significaría poseer una cierta aspereza y hasta cierta brutalidad, pero sin mucha
maldad en el fondo. Los amigos presos de Giselle, entiendo, serían rudos.) Abuso psicológico,
físico, hasta sexual, comenta Giselle. Yo caminaba por el barrio, pero siempre tuve problemas de
orientación. A veces quería ir a una plaza que estaba tres cuadras para allá, dos para acá, pero
muchas veces me equivocaba y me perdía; mal podía ponerme a defender calles que nunca
terminaba de entender. Cuando iba al terreno desolado al lado de la cárcel también me perdía. A
veces jugaba al fútbol con chicos del barrio, pero yo no entraba en códigos del barrio. Recuerdo
unas jerarquías que me dejaban perplejo; un chico era una especie de jefe o director y ordenaba
cosas, pero mi obediencia alcanzaba el instante que estaba con él; cuando dejaba de estar delante
de mí me olvidaba de sus órdenes. El jefe o director (no recuerdo si otorgábamos a su autoridad
algún título concreto) se enojaba conmigo o reaccionaba con desprecio, como si yo sufriera
alguna discapacidad, pero yo no podría hoy afirmar que se llegaba al abuso. Si mis padres me
compraban una pelota, ésta desaparecía a manos de alguno de ellos enseguida. Una vez en
realidad me deshice de ella voluntariamente; vi a un chico de remera rota y un pelo muy

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despeinado, como seco; al recordarlo descubro que en realidad era sucio, aunque en ese momento
no se ocurría pensar otra cosa que el pelo era así por naturaleza. De golpe quise abrazarlo, o que
me abrazara, pero sólo le dije “¿querés la pelota?” El chico parecía no entender. “Llevátela si
querés”, insistí. Él, más perplejo que agradecido, la tomó y se la llevó. Se perdió la pelota, le dije
un rato después a mi jefe o director, muy contento, feliz de irritarlo; se suponía que íbamos a
jugar con la mía. “Se me llevaron la pelota otra vez”, decía yo luego en mi casa, también feliz de
fastidiar a mis padres.
Además de esa gente que tan precariamente reaparece en mi recuerdo, con tan poco poder
que no pueden siquiera imponer sus nombres, tan débiles que ni conseguían ser recordados ni un
minuto después de verlos, por lo que debo agradecer si queda algún mínimo rastro treinta años
después, sí había dos chicos que podían ser considerados mis amigos del barrio: Alberto Candio y
Fernando Molinari. Me resulta raro ahora decir esos nombres, que me suenan a adultos; es como
poner ropa de adultos a dos niños. En realidad es al revés, eran nombres de niño que ahora me
desconcierta que pertenezcan a adultos. Alberto era más bien gordo, ruidoso y, sin duda, un poco
rudo, y no le caía bien a mi madre. Vivía en un enorme edificio enfrente del mío. Era exigente,
posesivo: apretaba el portero eléctrico de mi departamento y, si no atendía (a veces yo no quería
salir con él y me ocultaba, sobre todo porque cuando estaba dentro de mi casa reaccionaba como
poseído por las evaluaciones de mi madre), él seguía insistiendo. “No, Alberto, tu amigo no está”,
le decía mi mamá, para que yo me avergonzara al escuchar la palabra “amigo”. “¿Adónde fue?
¿Cuándo vuelve? ¿Seguro que no está?”, se impacientaba él. Detestaba a mi hermana, que
tampoco lo tenía en buena estimación. Una vez me escribió una carta en que decía un insulto
terrible contra ella (“no soporto a la sorete de tu hermana”), que no sé cómo fue leída por todos en
mi casa (¿la habré mostrado yo?). La reacción de mi hermana fue digna, marcando la diferencia
de jerarquía entre su calidad personal y la de las gentes como Alberto; se quedó callada y adusta,
envarada, un poco rígida, como si incorporara algo de la morfología del objeto referido por
Alberto para insultarla.
Alberto vivía con su familia en un departamento desordenado, oscuro, pequeño y
húmedo. Tenían objetos caros, que no existían en la mía: grandes televisores y equipos de música,
una licuadora majestuosa, un gran proyector. Y auto. Eran gente bruta, afirmaba mi mamá. “No
arreglan la humedad pero tiran el dinero en cualquier cosa”, sentenciaba. Los Candio no tenían
mucha disciplina. La madre era también gorda, temperamental, ruda. Tenía tremendas discusiones
con su marido, que se iba por unos días y después volvía, y las peleas otra vez eran tremendas,
decía mi mamá que le contaban otros vecinos. Aunque no lo reconocía en público, y yo mismo
me convencía de lo contrario cuando estaba en la órbita de mi mamá, yo quería estar todo el

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tiempo en esa casa, más allá de que Alberto a veces en efecto me resultara pesado. Me mostraban
películas en el moderno proyector; recuerdo una en que una mujer perseguida por algún monstruo
corría desordenadamente y se le salían los pechos del vestido. Se me mezcla la imagen
desordenada de la madre de Alberto con la mujer de la película, o tal vez el concreto parecido
entre ellas ayuda a que recuerde tanto a una como a otra. Yo tuve un amigo de familia latina, de
golpe pensé en decirle a Giselle, contento de encontrar esos contactos entre nuestros mundos,
pero me dieron más ganas de transmitirle mis recuerdos sobre el otro chico que recordaba del
barrio, Fernando Molinari.
Fernando Molinari vivía solo con su madre en un cuarto de pensión a la vuelta de mi
casa. Sólo fui a su casa (a su cuarto de pensión) una vez. Recuerdo la cama de la madre y la cama
de Fernando, en dos extremos opuestos; la de Fernando era pequeña, más pequeña y baja que la
mía, pero parecía también más tibia y mullida. Yo quería más a Fernando que a Alberto. Era más
silencioso, como concentrado pensando en quién sabe qué. O como atento a la posibilidad de
ponerse a pensar en algo. Tenía también un tipo de calidez silenciosa. Era menos demandante, y a
la vez que me sentía más cómodo con él yo no sabía bien cómo acercarme. Un día lo invité a mi
casa. Otros compañeros invitaban a amigos a su casa, pero yo nunca lo hacía. Me avergonzaba
terriblemente la mirada de mi madre. Siempre me avergonzó muchísimo que ella percibiera
cualquier manifestación mía de afecto a otros. Fernando estuvo un rato y se fue. Me sorprendí
cuando me enteré que contó que había ido a mi casa. Alberto me hizo un escándalo y me exigió
que lo invitara lo más pronto posible. Lo más sorprendente que dijo Fernando era que yo tenía
una gran biblioteca. En realidad era un único mueble de tres o cuatro estantes. Yo ya iba con mi
hermana mayor a una auténtica biblioteca, y sabía que eso que teníamos en casa era
insignificante; recuerdo ahora, ay, que comenté mi sorpresa a todo el mundo, y hasta me burlé,
del comentario de Fernando.
¿Podrán estar presos Alberto Candio y Fernando Molinari? No creo; la tendencia a caer
preso es mucho más masiva en Estados Unidos. En Buenos Aires, los desastres por descontrol
sobre la propia vida toman en general otras formas, como los accidentes, los robos, de los que la
gente siempre es víctima: los delincuentes vienen en Buenos Aires de una zona más allá del
barrio, más allá de lo latino, de más allá de la pobreza, una zona que siempre tuve menos
posibilidades de ver y entender que a los latinos de Nueva York.
Estaba también un chico un poco mayor que yo, de trece o catorce años, con el que tuve
mis primeros contactos sexuales. Jugábamos a las escondidas con otros chicos, e íbamos al
rellano de un departamento con poca actividad y allí nos quedábamos. Él me pedía que hiciera
cosas para él, yo tenía ganas de hacerle caso pero me resistía un poco; le hacía caso sólo

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parcialmente, y él hacía caso sólo parcialmente de mis resistencias. Una vez fuimos descubiertos
por otros, y me sentí avergonzado, pero creo que no mucho. Después dejé de verlo; una vez pasé
por su casa y vi que estaba siendo demolida; por ahí iba a pasar una autopista. El recuerdo me
hizo sentir triste y culpable. Me descuidé y demolieron la casa, como se descuidó Giselle y
desaparecieron las cartas, pensé, mientras Giselle hablaba de la ola de delitos sexuales en Nueva
York, y también en Phoenix; ella tomó un curso de defensa personal. Además, el abuso sexual con
niños es tan frecuente en la toda la sociedad norteamericana, dice Giselle. “Yo también fui
abusado”, se me ocurrió, entusiasmado ante el recuerdo del chico de la casa demolida y ante el
impulso de decírselo. De golpe me di cuenta de que yo tenía de todo para armar un relato de
barrio, con latinos y hasta con abuso, pero no todavía no me lo creo mucho. ¿Me lo creeré del
todo alguna vez? Me ponía memorialista, ¿por qué estaría recordando todo eso? Tal vez la
emigración anticipa una actitud que debería venir con la vejez. Aunque no creo que pueda
recordar tanto. Mis recuerdos aparecen sueltos, deshilachados, o como una casa en proceso de ser
demolida.
“Yo también tuve una amiga argentina, en el barrio. Era mi mejor amiga, en realidad”, me
dijo Giselle, y me miró contenta, como un poco sorprendida de haber encontrado en su memoria a
esa chica. Me alegra un poco tontamente que me diga eso, veo que se forma un espacio en su
barrio y en su infancia para algo que tiene que ver conmigo. No, no era del barrio en realidad, me
aclara, era compañera de la escuela primaria, y vivía no muy cerca. Era rubia y gorda y tenía
períodos bulímicos. En la casa siempre comían carne, y nunca había frijoles, me decía Giselle,
como diciendo ves, es argentina como tú. El hermano era apenas más chico, antipático, vestido de
negro, delgadísimo, y detestaba la música latina. Giselle recordaba la aspereza de los diálogos
entre hijos y madre; la nena podía mandar a los padres al demonio, o el chico podía pedir con
languidez que no lo molestaran sin que ninguno recibiera ningún golpe, apenas un mortificado
“no te permito que me hables así”. Así, la madre informaba que eso y mucho otro no estaba
permitido, pero sólo era eso, una información y no una orden, con lo que el contenido de lo que se
decía se contradecía con el efecto. Ella también me mandó cartas, ¿las tenés? No, claro, me dice.
Giselle la adoraba pero le traía problemas. Una vez fueron a un velero del padre de Giselle (había
reaparecido de una de sus ausencias con un lujoso velero). El padre quería como siempre generar
una escena de felicidad, pero también de agradecimiento, y la nena argentina disfrutaba de todo
pero ignoraba por completo al responsable de tal gozosa situación; hablaba de la misma manera
en presencia del hombre que cuando estaba sola con Giselle, y cuando se dirigía a él era para
ordenarle cosas: quiero una coca, vamos para ese lado, mejor para ese otro, tengo hambre, ¿no
podemos ir más rápido?, necesito una toalla. Conozco gente que desapareció en el agua, en esta

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zona, dijo el padre, con irritación mal contenida, recuerda Giselle que él dijo, y ahí la chica se
replegó un poco. “¿Sabés algo de ella ahora?” “Sé que estaba mucho más gorda todavía, vivía con
un anglo horrible”.
Las fotos de los amigos del barrio del Giselle no tienen nada que ver en aspecto con los
chicos del mío: Alberto Candio sería latino pero era gordito, muy blanco, bajo, poco seductor.
Fernando Molinari era moreno y, para mí, seductor, pero tímido, silencioso: no era un latino de
Nueva York. Si uno crece en mi barrio, insistía Giselle, es muy fácil que se termine en la cárcel. Y
eso les mata sus proyectos, les arruina la vida, afirma. Era curioso que Giselle hablara del fin de
los proyectos. Al hojear las cartas de los chicos de la cárcel, justamente, lo que más se veía eran
proyectos. Proyectos explicados con detalle y convicción. Estudiarían, empezarían un negocio.
“Fantasías”, evaluaba Giselle, cortante, expulsando la escena de cualquier mundo posible.
Explicaba, segura, contundente: no van a tener la posibilidad de sacar buenos créditos, están tan
en desventaja, se van a desesperar y deprimir, van a terminar vendiendo drogas otra vez, van a ir
presos de nuevo, van a tener sentencias más largas. Yo leía las cartas, tanto detalle y convicción,
mientras Giselle decía que todo son fantasías, castillos en el aire. Castillos que si no caen es
porque están hechos de la misma materia del aire (castillos de viento, se dice en portugués),
pompas de jabón. Son aire en el aire, viento en el viento, o arena en la arena (castillos de arena, se
dice en inglés), o sea que si tienen materialidad es la misma de su entorno, en el que se esfuman
sin dejar rastro alguno. Yo pensaba que a veces paso días y días dando rienda suelta a fantasías de
proyectos, caballos dorados y fabulosos que vuelan por el cielo hasta que se acercan demasiado al
sol y arden y se transforman en menos que cenizas. ¿Hay algo de soberbia en ese fantaseo?
Cuando Faetón se lleva los caballos de Apolo produce un gran incendio en el cielo, pero las
fantasías de esos chicos morirán sin hacer señas ni ruido. Mis proyectos también se hacen más y
más detallados, su ejecución me lleva al reconocimiento, éxito, gloria; brillan tanto que pierden
toda materialidad y se transforman en mera luz, y se desvanecen como tales. Tales castillos
conspiran contra cualquier tentativa de ejecución; el penoso enfrentarse a la tarea concreta
contrasta tanto frente a las fabulosas fantasías asociadas al hipotético producto final. No podía ni
pensar lo duro que debía ser ese contraste en los chicos de la cárcel, fantaseando por semanas,
meses, años; el abismo que se abría entre todo lo fantaseado en ese período y las dificultades
posteriores de la ejecución.
Ay, yo también tengo muchos proyectos, quería decirle a Giselle, mientras ella había
vuelto a concentrarse en la tarea del orden. Proyectos que quién sabe si se cumplirán, siquiera
parcialmente, o indirectamente. Me entristece releer mis diarios: puro futuro, puro tengo que
hacer, voy a hacer, debería hacer, haré… Estaba aquí en Phoenix, medio drogado por el sol,

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respondiendo a reglas que otros ponen, cumpliendo horarios, distraído por las tonterías de la
relaciones presentes, poco o muy poco significativas pero lo que uno tiene a mano (éste me
quiere, éste no me quiere, éste dijo de mí, éste se va) mientras fantaseo con proyectos que crecen
y se disolverán sin hacer ruido, o de los que quedarán mínimos restos, con escaso valor en sí
mismo, sólo un índice de todo lo que no fue ni sería. ¿Y el pasado? A veces sueño mucho con el
pasado, pero resulta incomunicable, a nadie le importa aquí que detalle cosas sobre personas y
lugares que quedaron lejos, que no se relacionan con nada de este lugar, y siento a las personas de
Argentina demasiado lejos para que mi voz se vea atraída por su gravedad. Más que pensar en el
presente de mis amigos de Buenos Aires, sí recuerdo mucho el pasado, que de diversas formas
aparece tanto en mis sueños. Los chicos de la cárcel también soñarán mucho con el pasado, en el
que estaban contentos, iban de una parte a otra del barrio con sus amigos y adorados por sus
chicas bonitas y sonrientes y de largo pelo enrulado a las que les compraban bebidas. Pero ni
rastro del pasado en esas cartas desde la cárcel. Supongo que la cárcel da el mensaje, tan implícito
como categórico, de que el pasado está radicalmente mal. El presente, que es la cárcel en sí,
tampoco puede ser tema, es un paréntesis en la vida, y la censura evita que se hable mucho de la
cárcel misma. Así que en las cartas hay muy poco pasado, muy poco presente, y muchísimo
futuro. La vida de ellos transcurre en la cárcel, mientras siguen una estricta rutina de comidas,
gimnasio, sueño, clases de computación, duchas, redacción de cartas, y la de Giselle allá fuera,
viendo a sus amigas, yendo a la universidad, arreglándose el pelo, también durmiendo, bailando
en fiestas, duchándose, sacándose fotos, y con el tiempo, en el futuro, que es lo único que
importa, cuando ellos salgan de la cárcel, esas vidas podrán converger, ¿no es así?, se preguntan
esos chicos, sobre todo Danny y Serge. El mundo de ellos y el de ella, que en el pasado fue el
mismo y en el presente sigue latente y alimentado por las cartas volverá a ser común en el futuro,
¿por qué no? Ella se graduará y se va casar y tener hijos, tal vez con uno de ellos, ¿por qué no?
Serge se lo dice, en una de las cartas: él siempre la quiso y a lo mejor pueden estar juntos otra
vez, ahora que ella no está con el boricua (él no sabía que ella había empezado a salir con Larry),
él trabajará como técnico eléctrico y fundará una compañía que primero será pequeña y después
grande, y ella tendrá hijos y dará clases, no de tiempo completo porque, claro, deberá atender a
los hijos y a él, y seguirá hermosa y él seguirá apuesto y serán exitosos, lindos, felices, ¿por qué
no? Bueno, tal vez puedan, le sugerí a Giselle, seguir siendo amigos, al menos con Danny, que es
el que no fantasea tanto con un futuro juntos; imposible, me corta Giselle, Larry no cree en la
amistad entre el hombre y la mujer, y en el fondo ellos tampoco. Larry no debe siquiera ver esas
cartas, menos debe verlos reaparecer después de la cárcel, necesitados, atléticos, con tantas
expectativas.

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Volví la mirada al portarretratos con Giselle y Larry, con ella sentada sobre las piernas de
él, sonriendo a cámara, pero entregándose sólo parcialmente al espectador; parecía decir te sonrío
pero voy a seguir aquí sentada. Larry no sonreía, no se veía cómodo, y tenía una expresión
extraña, pero ella había salido hermosa y, como siempre, eso justificaba la exhibición de la foto.
Todo era un caos en el piso de la sala, pero la foto estaba en un lugar apropiado, separado del caos
y como controlándolo todo. Dándole tranquilidad a Giselle: ella se había bajado de las piernas de
él para venir a Phoenix a hacer su maestría, podía jugar en la sala con todas sus cosas y perder
horas organizándolas, hablar de sus amigos del barrio, divagar conmigo, pero lo importante es
que iba a volver a Nueva York a sentarse otra vez sobre las piernas de Larry y mirar al resto del
mundo como diciendo soy divina y aquí estoy bien. Él era el centro de su vida. Era el astro
alrededor del cual ella giraba, siempre muy cerca.
Se fue haciendo de noche, y Giselle seguía en la sala. Pensamos en salir, pero aun de
noche hacía un calor terrible, y era mejor seguir encerrados en nuestra cápsula espacial. Al día
siguiente ella quería ir al correo a enviar las cajas con sus cosas para Nueva York.
Por suerte yo tenía la obligación de ir a la universidad —empezaban los cursos de verano
— así que Giselle no pudo someterme a la tortura de tener que ayudarla en ese proceso. La
víctima de las necesidades de Giselle y del sol vertical de cincuenta grados de fines de mayo fue
Bob, un joven mormón de familia asiática, casi un adolescente, suave y delgado. Ella había
enviado un email a sus ex estudiantes de español, dos cursos para principiantes: me tengo que ir a
Nueva York, no tengo auto, necesito ayuda para ir al correo y que me lleven al aeropuerto, no
tomará mucho tiempo. Todos ignoraron el pedido excepto Bob. Como siempre sucede con los
pedidos de Giselle, la ayuda que parecía concreta y simple acarrearía consecuencias terribles.
Subieron las cajas al auto y fueron al correo, las bajaron todas —Bob las bajó todas; Giselle decía
tener afectado un tobillo— pero el envío era más caro que lo esperado y Bob debió cargar las
cajas otra vez hacia el auto. Fueron a otro correo, que debía ser más barato; Bob bajó de nuevo
todas las cajas. Giselle estuvo una hora ante la única empleada del mostrador, pesando las cajas
una por una y preguntando los precios, ignorando la fila que se iba formando detrás. Decidió
enviar sólo dos; las otras volvieron al auto, cargadas, claro, por Bob. Entonces Giselle decidió
repartir las cajas entre todos sus conocidos de Phoenix, para que las tuvieran hasta que ella
regresara para la defensa de su tesis o hasta que ellos fueran a Nueva York y las llevaran consigo.
Bob debió recorrer toda la ciudad dejando las cajas a diferentes personas, que las recibían de muy
mala gana, y se desquitaban de no atreverse a decir que no querían recibirlas indicándole a Bob
que colocara la caja en ese último estante de ese armario alto, donde la caja no debía verse.
Cuando volvieron a nuestro apartamento, yo acababa de volver de la universidad y vi a Bob

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desfalleciente en el gran sillón del living después del azote del peso de las cajas y del sol ardiente
del mediodía y la tarde estivales de Phoenix. No parecía enojado, apenas extremadamente
debilitado. Al rato, Bob llevó a Giselle al aeropuerto. Ella me dejó dos cajas, la de los
objetos que le eran los más importantes, entre ellos, la carpeta con las cartas desde la cárcel. Nos
abrazamos, me insistió en que fuera a Nueva York a visitarla. Me dio consejos: debía escribirle
emails y cartas, llamarla por teléfono, no dejarme presionar por mis profesores, no perder tiempo
con los compañeros, leer lo que quiero leer y darme tiempo para escribir, seguir estudiando inglés
y no angustiarme por la lentitud de mi aprendizaje, ir al gimnasio, mandar cosas a publicar, no
distraerme con los chatrooms gay, no comer tanta pasta. Respetar mis prioridades, decía,
citándome a mí y aceptando eso como una verdad absoluta; hay claras prioridades que deben
defenderse contra las fuerzas del mal encarnadas en casi todo lo que me rodeaba en Phoenix.
Giselle observaba el castillo en el aire y afirmaba que era el boceto de algo que sin duda podría
materializarse, me ordenaba cuidar el castillo completo, hacer una vida que optimizara mi
rendimiento,: si se hacía lo correcto, y sabemos qué es lo correcto, ¿qué otro final posible que no
fuera el éxito, la felicidad? ¿Qué otra posibilidad existía, si me alejaba de la tentación o las
trampas que me vaciaban, si le hacía caso y seguía sus mandatos, que alcanzar la plenitud? El
escenario de esa vida total debía ser, claro, Nueva York; dijera yo lo que dijera, si estaba
construyendo un futuro maravilloso, el punto de llegada, tarde o temprano, debía ser su ciudad.
La prueba de que Giselle me quería era que consideraba un acto de armonía cósmica que ambos
tuviéramos un lugar en Nueva York, por definición el único lugar posible de plenitud. Giselle se
fue de Phoenix hablándome con una voz que debía resonar para siempre en mí, dirigir mi vida,
aunque al mismo tiempo sentí que, en cuanto se fue, quedaban las palabras y nada más; la voz, la
voluntad de Giselle estaba natural y radicalmente en otro lado desde el instante en que me dio la
espalda para sentarse en el auto y partir en dirección al aeropuerto.
Uno de los proyectos que yo iba a desarrollar era transcribir y trabajar con las cartas de
los chicos desde la cárcel. Editarlas, o tal vez escribir una historia que las incluyera. Pero el
tiempo pasó y las cartas siguieron guardadas, a la espera o indiferentes a mis proyectos, ajenas al
recuerdo u olvido de Giselle, separadas para siempre de los que las habían escrito. Estuve muy
ocupado con cosas que alteraban la jerarquía que Giselle y yo habíamos establecido, y las cartas
siguieron guardadas. Cada tanto recordaba la tarea pendiente, lo que me daba el impulso de ir a la
carpeta y abrirlas y releerlas pero reprimía el impulso y ni siquiera las hojeaba: me tensionaba que
eso abriría un camino de trabajo y concentración que no quería emprender; estoy trabajando
mucho, estoy muy cansado, me decía y repetía. A veces me acordaba de esos chicos, pero como
nunca tenía las cartas delante todo lo que me venía a la mente eran fantasías muy poco

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relacionadas con lo que ellos habían escrito: pensaba en mi propio barrio, en cómo habría sido mi
vida si yo hubiera crecido en el barrio de ellos. Me imaginaba que por algún motivo mi mamá y
mi papá se habían ido a los Estados Unidos poco después que yo naciera y entonces yo crecía en
el barrio de Giselle, un auténtico barrio, no esas calles deshilachadas de mis recuerdos de
infancia. ¿Cómo habrían sido mis primeros contactos sexuales? Habría habido más interacción
que con el chico de la casa demolida, y también más maltrato. Emociones más fuertes, amistades
más estrechas, abusos más vibrantes, extremos, más auténticos. De todos modos, por lo general
me veía involucrado en esa escena pero no del todo, sólo como un apasionado narrador testigo.
Me imaginaba las fiestas, los romances, los problemas con ley, y yo en el medio como confidente
de un chico u otro, ayudando o salvando a un tercero que se sentiría agradecido para siempre, tal
vez Danny o Serge, tal vez el hermano menor de la argentina gordita, mirando con dolor la
muerte de alguno, escribiendo y recibiendo cartas, muchas cartas que después agruparía y editaría
y serían un hermoso y vibrante testimonio de todo ese mundo. Imaginaba un cierto equilibrio
entre estar muy presente y alterar sólo mínimamente los cursos de las historias. Alguno se podría
enamorar de mí, pero eso parecía difícil, nada de fantasías con ellos, tienes que darte cuenta que
ese ambiente es homofóbico, recordaba que me decía Giselle cada vez que yo le decía que habría
querido conocer a sus amigos. Igual me olvidaba de esa advertencia y las fantasías seguían. Todos
querían a Giselle y se enamoraban de ella, lo que era fácil y también un poco triste, sabiendo que
no era ella la que más miraría esas cartas y esas fotos sino yo. Las fotos sí las revisé, y me
quedaba mirando la imagen sonriente de los chicos, sintiendo cierta tristeza al pensar que estaban
teniendo un destinatario que no era el que habían previsto ni, con seguridad, deseado.
Y no hice nada con las cartas, ni con las fotos, ni con otros proyectos. Ay, tengo tantas
cosas pendientes, pensaba a veces, tirado en la cama, deseando tener a Giselle para lamentarme
en voz alta y que ella me escuchara y me comentara lo que le decía y me estimulara y consolara.
Ay, tengo tantas historias que contar, fabulo con relatos maravillosos, tengo tantas ideas, sueños
que arden suavemente dentro de mí. Hablar de lo que arde me hace pensar en estos días en un
incendio que hubo al lado de mi departamento; una señora mayor y bajo medicación psiquiátrica
ocasionó un incendio en su casa, y se quemó todo lo que ella tenía menos el gato, que estaba
afuera, y ella misma, que había salido a pasear mientras un cigarrillo encendido y olvidado se
vengó de la ausencia de su ama causando el incendio. Yo no sé bien qué hacer con lo que arde
dentro de mí; mi cuerpo y mi voluntad no saben procesar todo eso. También me siento solo y
miro la computadora como para ponerme a escribir pero siento mi cuerpo y mi espíritu un poco
fríos y necesito de golpe la tibieza que emana del cuerpo de otro y entonces paso al sitio de
encuentros gay y quiero encontrar a alguien cualquiera y abrazarlo y tener sexo e irme o verlo

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irse. Y, en general, no ver más a esa persona que vi esa noche, que no tolero imaginar como
personaje permanente en un relato de mi vida. O el que no tolera imaginarme en su vida es el
otro, y las consecuencias son las mismas. Y sólo sueño con lo que podría hacer, una vida más
plena, con más escritura, más lectura, más comunicación verbal y sexual, y esos sueños son
agradables pero carecen de un elemento fundamental: no me llevan a hacer algo que se
comunique a nadie. Digo que ese mundo arde suavemente porque crea un espacio acogedor,
ilumina mi interior también suavemente. Pero soy el único testigo de ese mundo que arde dentro
de mí. En el que me adormezco y fantaseo que el tiempo no pasa mientras el tiempo sí me pasa y
me transformo en un señor un poco perdido que descuida eso que arde suavemente y entonces eso
se apagará o hará crecer un fuego que me dejará en un estado parecido al interior de la casa de mi
vecina.
El semestre pasó, mientras Giselle viviría su vida de Nueva York, en su departamento de
Harlem con su novio, ocupándose de él y de las cosas de la casa, visitando y paseando con sus
amigas sonrientes y de pelo enrulado que iban casándose y saliendo menos, desarrollando
problemas de pareja que requerían larguísimas conversaciones entre ellas, haciendo comida,
arreglándose y yendo de compras y gastando y devolviendo cosas que no podía pagar, hablando
por horas con sus hermanas sobre los problemas de ellas o los de su madre o de otros parientes,
visitando a su abuela, todo lo cual ocupaba tanto tiempo que le era imposible avanzar con los
trabajos que le quedaron pendientes de sus cursos en Phoenix o empezar su tesis. En cualquiera
de los casos, me imagino a Giselle en movimiento: en el taxi o en subte, caminando por la calle, o
hablando por su celular pero caminando a la vez por la casa o por la calle. Y si estaba quieta
haciendo algo, como cuando ordenaba sus cosas en el living de nuestro departamento, el
movimiento era más definitivo, profundo, como si todo pareciera inmóvil pero a la vez estuviera
atravesando el espacio exterior en nuestra nave. Pienso que Giselle, en realidad, siempre está en
una nave espacial. Es en su nave que va, definitiva, segura, radiante, hacia Miami o desde
Manhattan a Queens o que viene a Phoenix. Incluso sus taxis o los trenes se convierten, en cuanto
ella sube, en naves espaciales; en su movimiento siempre hay algo definitivo. A la vez no sé si ese
movimiento reemplaza la ausencia total de movimiento real en Giselle. Como si hubiera
emprendido un viaje del que no se supiera cuándo ni dónde comenzó ni cuándo ni dónde
terminará, como si no hubiera referencia alguna que permitiese identificar el movimiento en sí.
Todo esto son hipótesis que me hacía sobre la vida de Giselle en Nueva York, porque
durante el lapso en que se fue de Phoenix hasta que volvió un año después para retomar y
completar sus estudios casi no se contactó conmigo. Larry, sus amigas, su familia y las calles de
Nueva York eran su mundo completo. La universidad, yo y cualquier otra cosa fuera de ese

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mundo no tenían ningún lugar. Quise llamarla por teléfono, pero escuchaba voces grabadas tan
amables como contundentes informando que ese número está desconectado, o está fuera de
servicio, o está inhabilitado. La constancia que requiere mantener un mismo número de teléfono
estaba fuera de las posibilidades de Giselle; o no habría pagado la cuenta, o descubrió un servicio
mejor, o perdió el celular y le convino cambiar de número. Lo mismo sucedía con las direcciones
de email: su cuenta estaba llena, o ya no existía, o el mensaje iba rumbo a quién sabe qué
oscuridades, porque yo no recibía respuesta alguna. Cada mes o dos yo recibía de ella un mensaje
de texto: Te extraño. Pero, cuando intentaba responder, no podía comunicarme. O recibía una
postal: Eddie, love, ¿cuándo vendrás a Nueva York a visitarme? ¡Te adoro!, y otra vez ni noticias
por meses.
Yo me olvidaba, o me entristecía, o me enfurecía. Pensaba en cómo debían sentirse los
chicos de la cárcel cuando ella se volalitizó. La presencia de Giselle es tan importante como luego
lo es su ausencia: es un astro que atrae con su gravedad a muchos satélites para luego partir en un
viaje a otra galaxia, dejando a sus satélites estupefactos ante la desaparición de su centro.
Giselle, pensaba yo entonces, es egocéntrica, cruel, arbitraria. Tiene algo de delincuente.
¿Cómo delinque Giselle? Hace sentir al otro que es importantísimo. Ella aporta su pasión, su
inteligencia, su belleza, hasta que de golpe desaparece y el otro queda abandonado a la buena de
Dios. Ese otro se pregunta y le pregunta a la gente que la conocía dónde está Giselle, y resulta que
Giselle no está más. A veces no es que Giselle desaparezca caprichosamente; se esfuma ante el
surgimiento de alguna complicación difícil de resolver: su estrategia ante la dificultad es la
desaparición. Lo que es traumático para el que de golpe no tiene más a Giselle a su lado: las
personas cuyas vidas estaban trastornadas por la presencia de Giselle quedan del mismo modo
trastornadas por su ausencia. Convence primero a todo el mundo de que está, y ella misma parece
convencida de que su presencia es sólida, firme, esencial. Y de golpe se esfuma. Entonces su
domicilio vacío sigue recibiendo cartas, sus teléfonos siguen siendo llamados, sus conocidos más
lejanos preguntan a los más cercanos dónde está Giselle, y nadie sabe nada.
¿Cuánto tiempo habrá tardado en crearse en los chicos de la cárcel una perfecta ausencia
de Giselle? Ella estaba muy presente, y de golpe dejó de escribirles. No debía ser tanto el dolor
por la comunicación suspendida sino porque se sabe que la voluntad de ausencia de Giselle hace
inútil cualquier esfuerzo por alcanzarla. O tal vez esos chicos tomarían la desaparición de Giselle
como algo natural. Tal vez ellos fueran iguales, tal vez se esfumaban cada vez que fuera
necesario. Serían todo sonrisas y tragos y amor y comunicación y baile y regalos y amor y abusos
hasta que de golpe paf, se esfumarían, o la cárcel o Colombia o nada. Giselle no es una
delincuente en sentido estricto, no corre el riesgo de ir a la cárcel, pero hay en ella algo de

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delincuente fugitivo en el modo en que desaparece. ¿Cuáles serían los delitos de los que escapa
Giselle? No respetar proyectos que para ella serían importantes, y yo sería un testigo incómodo de
esos abandonos. Entonces Giselle se me oculta. Y yo me enojo muchísimo y me transformo en un
enemigo. Me convierto en enemigo de ella y de toda su gente. Soy un norteamericano intolerante
y racista. Me dan ganas de enviar la policía para que la castigue. Para que irrumpa en ese cuarto
donde está encerrada con Larry con el celular desconectado o ignorando mis llamados o en esa
casa donde está con sus parientes o en ese lugar donde está de fiesta con sus amigas y amigos
latinos. Dejo de ser latino y me transformo en un blanco malo, seducido y abandonado. De golpe
veo en toda la variedad étnica del barrio de Giselle sólo una homogénea masa de desorden,
parasitarismo, oportunismo, irresponsabilidad, estafa sentimental, engaño. Me enojo solo en mi
casa y me entristece verme arrojado a ese papel, y alimentándolo solo en mi cuarto de Phoenix,
aislado de Giselle y aislado también del resto de la sociedad, en la que tal vez busco integrarme
apropiándome de sus prejuicios, inventándome los mismos enemigos.
Me pone triste también “aprender” a ser escéptico, desconfiado. Nunca me gustó la gente
que sabe ver lo que hay de engaño posible en las otras personas, que sabe ver la falsedad de las
promesas, las malas intenciones ocultas. Esa actitud crea una distancia con el mundo que no me
favorece para nada el estado de ánimo apropiado para ponerme a escribir. Si miraba las cartas de
esos chicos con desconfianza y escepticismo mal podía sentirme estimulado a escribir sobre ellos,
si no podía “entregarme” a ellos lo que terminaría por escribir no podría escapar de la escasez, la
superficialidad, cierta mezquindad. Así que eso no me ayudó a sentarme a hacer algo con las
cartas, como tampoco me ayudó la gente con la que más estuve los meses siguientes. Con Giselle
podía alabar o criticar a otras personas, quejarme o no quejarme o simplemente hablar sin más
coherencia o restricciones que el impulso de desplegar todo lo que a uno lo estimulaba. Los
meses siguientes no estuve con nadie así. Frecuenté a una compañera uruguaya, con la que a
veces me sentía cómodo y hablaba hasta que de golpe veía en ella una expresión ansiosa, como
diciendo a qué información interesante estoy accediendo. Es una bruja, me había dicho Giselle,
que apenas la había visto un par de veces, y resuelto que no merecía interés alguno. La bruja
uruguaya no aceptaba lo que yo decía como algo natural a la realidad de la que yo formaba parte
sino como algo ajeno a ella, por lo que sentía algún tipo de morbosidad; me hacía sentir como un
objeto curioso con el que hacía la farsa de que estaba comunicada para extraer información para
darle quién sabe qué uso, tal vez encontrarse con otro sujeto limitado y estúpido como ella para
arrellanarse en su sillón y ponerse a criticar a los demás, a mí inclusive. Así que con ella, como
con otros, sentía que debía controlar lo que decía, y el hábito de restringir o bloquear la

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comunicación no ayudaba para nada a que me pusiera a escribir, ni sobre los amigos de Giselle ni
sobre nada; me habituaba a ese bloqueo y me costaba levantarlo cuando me disponía a escribir.
Después de casi un año, cuando se acercaba el nuevo verano, Giselle irrumpió
nuevamente. Su voz apareció en el contestador de mi teléfono: “Llego a Phoenix en dos días”. La
llamé y contestó, como si eso fuera y hubiera sido siempre lo natural. Ella quería retomar los
trabajos de los cursos que había dejado pendientes, terminar su tesis y defenderla. En todo ese año
en Nueva York no había hecho nada relacionado con la universidad; no quiero hablar de eso, me
dijo. Ella viviría conmigo por un mes, ¿es posible, mi vida?, preguntó presuponiendo que no me
negaría.
Nadie fue a buscarla al aeropuerto, así que vino en un taxi. Estaba más delgada, elegante,
vestida con ropa que, me dijo, era la que estaba más de moda en Nueva York., aunque era un poco
calurosa para Phoenix. Tuvo muchos problemas familiares que la distrajeron mucho ese año,
comentó. Su madre se separaba y se volvía a reunir con su novio cubano, perdió la casa y vivía en
un auto. Todas las cosas que estaban en la casa de la madre pasaron a un depósito, y de allí a
basura, puesto que no había pagado el alquiler de ese depósito. Se perdió así todo lo que la madre
tenía de cuando Giselle y sus hermanas eran chicas, videos, fotos, cartas, todo tipo de recuerdos;
no quiero hablar de eso, cortó Giselle ese tema. La hermana mayor también había tenido
problemas de pareja que alteraron mucho a la familia. Y la abuela tampoco sabía qué hacer con su
marido, que era alcohólico. Y la mayoría de las amigas sonrientes y bonitas y de pelo enrulado
iban menos a fiestas y empezaban a casarse y tener hijos, pero también tenían nuevos y más
dramáticos problemas de pareja que exigían larguísimas conversaciones entre todas ellas, Giselle
inclusive. Así que tantos problemas habían impedido a Giselle hacer nada. Las conversaciones
sobre todos esos problemas tenían un efecto más consolatorio que estrictamente orientado a
resolver problemas; el caso más obvio era el de la madre: por más que hermanas y abuela y
primas hablaran por horas sobre ella, su destino indicaba que la intervención familiar no era muy
eficiente.
En cuanto a su relación con Larry, todo estaba bien, mucho mejor que todas las parejas de
sus amigas o de su familia. Él tenía un trabajo muy bueno en una empresa de computación;
ganaba mucho y ella iba mucho de compras. No podía comprar tantas cosas como cuando su
padre la llevaba a la gran juguetería y le decía que tomara todo lo que quisiera, pero igual
compraba mucho, y no tenía que dejar tantas cosas en el mostrador. Estuvo viajando a Miami
muchas veces, para ayudar con los problemas de su madre y sus hermanas. Y visitó a su padre en
Colombia. Hizo una dieta rigurosísima, y fue mucho al gimnasio. No tuve tiempo de escribir nada
de mi tesis pero leí bastante, se justificó. Yo sabía que Giselle era una buena, apasionada lectora,

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pero a veces su propia pasión le impedía avanzar. Leía un párrafo, lo comentaba intensamente,
daba vueltas por el cuarto excitada ante lo leído, y luego abandonaba el texto. Cuando intentaba
escribir quedaba inmovilizada por las altísimas expectativas que ponía sobre lo que pensaba
escribir. Tengo compañeros en la universidad que son lo contrario: están seguros que lo que hagan
ellos está bien por el mero hecho de que lo hacen ellos. Y van publicando bazofias que a su vez
los hace sentir más seguros para seguir escribiendo y publicando otras bazofias. Giselle se
apasionaba por su novio y sus amigas y su parientes y su barrio, pero también respetaba
muchísimo lo que la universidad representaba, una fantasía de erudición, inteligencia, clase;
Giselle entonces le costaba sentirse segura como para escribir algo a la altura de esas fantasías: tal
vez ella misma tuviera algo de la actitud de sus amigos de la cárcel, que se cohibían ante Giselle
cuando la veían como alguien que había conseguido “salir” del barrio y “subir” hasta la
universidad.
Le pregunté si había tenido alguna noticia de sus amigos de la cárcel; negó con la cabeza,
mientras seguía pensando en cualquier otra cosa, y pasó a mostrarme fotos de esos meses. La
mayoría eran de fiestas, no tanto en discotecas como de cumpleaños en casas particulares. Había
ahora algunos niños, y menos hombres que en las fotos que yo conocía; las chicas se seguían
viendo muy lindas y sonrientes y con el pelo tan largo y enrulado como siempre. Me resultaba
notable la tendencia a la desaparición de los hombres entre sus amigas. Y entre sus parientes. Mi
padre nunca se esfumó, pensé, pero apenas me acuerdo de él. Se quedó en casa pero tenía un
lugar muy desvaído, como si no existiera, como si se hubiera ido, una vez le dije a Giselle, a lo
mejor tratando de seguir encontrando parecidos entre su medio y el mío, pero no mostró estar de
acuerdo ni interés alguno por mi explicación.
Giselle intentó recuperar las cajas que había repartido por toda la ciudad. Nadie las había
conservado, así que toda la ropa de Giselle y los otros objetos que había ordenado y agrupado
cuidadosamente habían sido tirados a la basura o regalados al ejército de salvación. Yo le mostré,
con orgullo disimulado, las dos cajas que sí había conservado, y la carpeta con las cartas de sus
amigos de la cárcel. “Acá están tus cosas”, le dije, con un tono como diciendo qué pesadez haber
tenido que cargar con esto; en ese período me había mudado dos veces y había debido cargar con
eso. En realidad no me había molestado “cargar” con esas cajas, pero siempre me dio vergüenza
enfatizar mi satisfacción ante la tarea cumplida, y prefería simular un leve fastidio. Giselle no se
mostró muy entusiasmada, me agradeció como al pasar, y seguimos hablando de otras cosas.
Esa vez estuvimos juntos sólo por unas semanas. Era el último de clases; ella se iba a
quedar por dos meses, hasta más o menos terminar todo, cuando de golpe entro al departamento y
veo todas sus cosas tiradas en el piso, y ella en el medio organizándolas: me anunció que volvía a

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Nueva York. Otra vez Giselle abandonaba todo y me abandonaba. Las diarias conversaciones con
Larry habían empezado otra vez a hacerse dramáticas, y ella tenía la sospecha de que él tenía un
affaire con una novia de adolescencia. Así que de golpe otra vez Giselle dejaba todo por la mitad
y corría a estar cerca de su novio. “No me puedo permitir perder a Larry”, me dijo, con una
seriedad que excluía cualquier objeción. Le pregunté cuándo iba a terminar su tesis; no quiero
hablar de eso, me cortó. Todo era tan parecido a la escena de un año atrás. Sin embargo, la vi un
poco mayor. Ya estamos viejos, me había dicho unos días atrás, y yo me había quedado pensativo
frente al espejo, sin saber qué pensar, el tiempo pasaba rápido, pero tampoco tanto como para ver
cambios de un año a otro, ¿o sí? Mirando a Giselle ordenando sus cosas, me vino un sentimiento
de rebelión contra lo que me había dicho días antes: estamos viejos si perdemos tanto el tiempo,
quise decirle, si la vida es sólo estar pendiente de que los hombres que van y vienen o que caen
presos o desaparecen o son deportados o que cambian de estado de ánimo o de objeto de deseo o
lo que sea. ¿Cómo estaría Giselle en unos años? Sin la belleza que ahora tiene, sin maestría ni
nada, tal vez con un par de hijos, abandonada por Larry y con bajísimo poder adquisitivo, sin
comprar juguetes ni ropa, robándose cosas de los supermercados. Sin querer ver a nadie
relacionado con su época de estudios. No iba a querer verme, nunca más; Giselle me iba a
abandonar para siempre. Giselle caía, se desbarrancaba, dejaba de estar a mi lado en el lugar
precario en el que mal o bien nos manteníamos. Giselle se desmoronaba. O se desmoronaba el
lugar en el que hacíamos pie. Me da miedo sentir que la persona que está a mi lado se
desbarranca. Se desmorona. Me sentí siempre tan parecido a Giselle. Creo que me siento más
cómodo que ella en la universidad pero también siento que ese lugar no me corresponde del todo.
Y si veo que otro no puede estar siento que mi pretensión de sí estar es un acto de soberbia, una
hybris que hará que me arrojen a un abismo; pretendo que me elevo sobre los demás y entonces
un dios, el dios que acepta y defiende las jerarquías que los humanos establecieron y que me
condenan, considerará que corresponde hacerme caer para siempre. Precariamente trato de
cuidarme, de estudiar, de conservar la fantasía de que todavía todo es posible. Pero tal vez muy
poco sea posible, y dentro de poco sucederá algo que me hará sentir que ese hipotético todo
sufrirá una drástica resta. ¿Tengo derecho a criticar la relación de Giselle con Larry? Mi vida
sentimental y sexual es tal vez peor; por lo demás, vivo en una especie de nada ansiosa,
corriendo una carrera para construir algo mientras otra parte de mí corre hacia la destrucción, y
ésta ganará: uno ansiosamente busca una intensidad que es lo que hace que la vida tenga un
atractivo suficiente pero esa búsqueda misma destruirá con rapidez lo que la sostiene (cuerpo,
inteligencia, tiempo) y no habrá oportunidad de construir aquello por lo que se lucha, ay, los
proyectos (una carrera, literatura, pareja, amistades). No quiero que Giselle me recuerde estas

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posibilidades ominosas. Tal vez ella y yo estuviéramos condenados de antemano. Recordé un
programa de televisión que Giselle y yo habíamos visto unos días atrás. Un noticiero
interrumpido por una mesa redonda en que varias personas comentaban cómo los pensamientos
influyen en el futuro personal. Si uno tiene pensamientos positivos, el futuro será positivo. Si uno
se enfoca en la carencia, habrá más carencia; si uno se enfoca en la abundancia, habrá más
abundancia. Si uno se afirma a sí mismo, habrá una vida firme; si uno se apoya en algo o alguien
fuera de sí mismo, todo se va al demonio. Si uno se apoyaba mucho en una pareja, era una
adicción, y las adicciones estaban mal: el destino era el fracaso. Siempre estaba ahí amenazando
el fracaso, cada vez que uno se distraía y podía desviarse de las grandes autopistas de los
triunfadores y entrar a los accesos que conducen a los peores barrios. Las personas que opinaban
eran firmes, exitosas, sin duda no adictas a nada: un hombre había hecho mucho dinero con libros
escritos a partir de estos principios; otro era de una sociedad de hipnotismo, otro algún tipo de
psicólogo o sociólogo de una universidad importantísima. Todos tenían entre cuarenta y cincuenta
años y miraban a cámara como diciendo soy firme, seguro, y le hablo a gente con algún
problema pero en el fondo perteneciente al mismo grupo de firmes y exitosos. En los grupos de
alguna manera condenados por esa gente estaban, claro, todos los amigos de Giselle, su familia,
tal vez Giselle misma y, ojalá, también yo; ser el interlocutor de esa gente era tan espantoso que
uno quería fracasar lo más cabalmente posible para no ser de manera alguna el modelo que esas
personas proponían.
Mientras miraba a Giselle preparando todo para irse, sentí que parecíamos impulsados a
la pérdida. Lo que yo traía de Argentina, mis recuerdos, todo, estaba destinado a perderse porque
no iba a encontrar la manera de comunicarlo. Pensé en las cosas perdidas en la casa de la madre
de Giselle, las cartas del padre, las de la amiga argentina gordita. Al menos estaban las cartas de
los amigos de Giselle. Que era algo; después de todo siempre es sólo algo lo que se conserva, y
ese algo permite sugerir una totalidad. ¿Cómo no había aprovechado yo esas cartas para escribir
algo a partir de ellas? Pensé que ahora sí, poco convencido como cada vez que me aparecía la
frase “ahora sí”, pero bueno, tal vez realmente ahora sí. Le pregunté a Giselle si me iba a dejar las
cartas de nuevo. Se me quedó mirando. Las cartas de sus amigos desde la cárcel, aclaré, insistí.
“Las boté”, dijo.
Me quedé en silencio mirándola. Ella también. Iba a empezar a articular una pregunta
pero me interrumpió: “No quiero hablar de eso”.
Igual hablamos. Me explicó que no quería que Larry viera esas cartas, y que no podía
seguir pidiéndole a la gente que guardara sus cosas. Que yo mismo había mostrado fastidio por
tener que conservarlas, que se las devolví como diciendo que estaba harto de tener sus cosas.

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Afuera hacía un calor infernal, y todo se veía tan seco. Nuestra cápsula de aire
acondicionado también tenía el aire seco. El desierto me resultaba detestable. Todo se va secando
aquí. Mi lugar no es el desierto, pero lo va siendo, pensé. Mi mundo se iba deshidratando, a mí
también me pasaba el tiempo. Yo era mayor que Giselle y dejaba que el tiempo pasara y todo se
perdiera. Yo había estado en pareja por varios años con alguien a quien le gustaban los lugares
verdes y húmedos, y allí seguía viviendo él, y yo aquí entre cactus. Poco tiempo atrás había
conocido el jardín botánico de Phoenix, que se especializa en plantas del desierto. Están todas las
plantas de los desiertos del mundo. Me sorprendió ver una gran área con muchas plantas de
Argentina. Un guía explicó que era lógico, que Argentina tenía extensas regiones semiáridas de
clima templado que no existen en el resto de Sudamérica. Esos cactus no eran tan grandes como
los de Arizona o los mexicanos, pero eran muchos, y vivían bien en el ambiente protegido del
jardín botánico; soportaban incluso los veranos. Unos se veían espléndidos: crecían arrastrándose
por el suelo, gruesos como grandes víboras, paradójicamente sinuosos, flexibles y ásperos,
espinosos. Me sentí uno más de esos cactus; una muestra de algo que no es de aquí, pero que
puede vivir indefinidamente con los cuidados apropiados, y así paso el tiempo, protegido en el
pequeño ambiente de la universidad. Esa noche soñé con un mapa de Argentina —yo sueño
seguido con mapas— con una región extensísima en amarillo, desde Jujuy pasando por las
estepas riojanas, la desolación de las montañas catamarqueñas, los llanos erosionados de Santiago
del Estero, las polvorientas travesías del este de Mendoza, el sur gris y vacío de San Luis del
oeste de La Pampa, la tristeza fría de la Patagonia. Y una leyenda: “región semiárida”, y mi
nombre, y otra región pintada en verde, surcada por caudalosas líneas azules de ríos y rayitas
horizontales que indicaban zonas inundables, y las caudalosas palabras de Entre Ríos, Corrientes,
Esteros del Yberá, Yacyretá, Iguazú (“aguas grandes”, en guaraní), y la leyenda “región fértil”, y
el nombre “Jesús”, el de mi ex pareja. Se me mezcla un poco con Fernando Molinari, como si
fueran el mismo. No sé dónde ubicaría a Alberto Candio. Me lo imagino atravesando la región
semiárida en una casa rodante, con problemas técnicos en el motor y pidiendo ayuda a los gritos a
los autos que lo cruzan muy de tanto en tanto, y que no paran para ayudarlo.
Mis recuerdos de infancia se van poniendo semiáridos, también. En mi última visita a
Buenos Aires había pasado por un taxi junto a la plaza a la que iba cuando no me perdía en el
camino. El día estaba nublado, algo frío. A diferencia de la zona vacía alrededor de la cárcel, mi
recuerdo de esa plaza era el de un lugar verde y soleado, y lo que veía por la ventanilla era un
espacio expuesto al viento, rodeado por calles más anchas que la plaza misma, sin pasto y con
unos árboles con más tronco que hojas. No se ve bien esa plaza, le dije al taxista. Él cabeceó y
aceleró como para dejar atrás la vista de esa plaza lo más pronto posible. Me explicó que ese

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lugar era un horror, se juntan adolescentes marginales, asaltan y golpean ancianos. Hay drogas,
violencia. Donde pisan los chicos ésos no vuelve a crecer el pasto. ¿Serían muy diferentes esos
chicos de mis compañeros de infancia? El taxi siguió y pasó por al lado del gran predio
abandonado al lado de la cárcel. No me acordaba de que la verde plaza y el terreno desolado
estuvieran tan cerca. Algunos chicos jugaban al fútbol. Como años atrás, vi al fondo la gran mole
de la cárcel e imaginé el hacinamiento interno, tan contrastante con el vacío que rodeaba al
edificio. Escuché incluso el rumor de sus voces, mientras el taxista seguía hablando: igual esta
zona va a mejorar mucho, dijo, cuando tiren abajo esa cárcel. Le pregunté cuándo la demolerían:
este año mismo; ya está desalojada. “¿Entonces no hay nadie adentro?”, le pregunté, como con
temor; él asintió. Me descuidé y tiran abajo la cárcel. Escucho voces que ya no existen. Tarde,
siempre hago todo tarde, pensé… Quise bajarme del taxi, no quería que el mundo exterior se
transformara en una ciudad arruinada y medio demolida que uno cruza en un auto rumbo a un
aeropuerto.
Giselle y yo nos mirábamos y hablábamos en la situación más penosa que yo pudiera
recordar. La comunicación avanzaba como avanzando entre plantas espinosas, lastimándonos a
cada movimiento. Me acordé de otras cartas que desaparecieron; recordé que, cuando era chico,
había sufrido intensamente con una imagen de la película que se hizo con Boquitas pintadas:
Nené estaba vieja y agonizante en la cama, con su doliente familia alrededor, marido e hijos.
Nené pide a uno de ellos que abra una caja donde estaban las cartas que había conservado de una
relación que tuvo cuando era joven, con un hombre que ya había muerto hacía tiempo. Nené le
pide entonces al hijo mayor que queme esas cartas; no quería que nadie las leyera. Él lleva la
carta hasta el incinerador, y después de un breve momento de duda, las tira. La pantalla se cubría
entonces con la negra imagen del interior del tubo del incinerador mientras las cartas caían lentas
y se escuchaba una música suave y el rumor de las voces jóvenes de Nené y su amante mientras
las cartas se quemaban para siempre, y yo veía en la escena un dramatismo intensísimo, sublime,
purificador; el mundo era un lugar terrible, lleno de dolor, destinado a breves extinciones
parciales que preanunciaban la gran extinción que tarde o temprano sufriría el planeta entero.
¿Estará Alberto Candio preso?, me pregunté de golpe. No supe nada de él desde que
éramos chicos. Sí supe algo de Fernando Molinari hace poco tiempo, en el mismo viaje en que
pasé por la plaza y el predio desolados. La madre de un compañero de escuela primaria le dijo a
alguien que le dijo a mi mamá que él había tenido un accidente. Después de ni hablar ni escuchar
de Fernando por treinta años, mi madre y otras madres por ahí recordaban que yo era amigo de
Fernando. Eso dio a nuestro vínculo, para mí secreto y casi extinto, una sorprendente realidad.
Me enteré al mismo tiempo de que estaba casado y tenía dos hijos, de que tenía un auto pequeño,

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de que fue a Mar del Plata y el auto chocó y murieron todos menos Fernando. De Alberto nunca
supe nada más.
[poner cosas que hago tarde] Frente a Giselle, sentí que había pasado algo que era triste y
por una vez era difícil reconocer goce alguno en la tristeza. La materialidad del grupo familiar de
Nené pesaba más que las voces de algo que ya era pasado, fantasmas que se disolverían y punto.
La materialidad de las doscientas cincuenta libras de Larry, fuente de calor, autoridad, dinero,
pesaba más que las voces de los chicos de la cárcel, una mera emanación de recuerdos que se iban
apagando, ya el mero efecto de la lectura de cartas escritas hacía ya tiempo que tal vez sus
propios autores habrían olvidado. En mi estadía en Phoenix siento que se van apagando también
las voces de las personas que quería de Buenos Aires, pesan menos que las personas concretas
que encuentro acá, desde Giselle a la bruja uruguaya. El calor que irradia un cuerpo presente es
más que el recuerdo del calor de las personas que ya no están a mi lado. Miro a Giselle y sé que
yo no soy nada para ella, tampoco. Volverá a Nueva York y si conserva algo mío lo tirará a la
basura cuando le moleste que eso le recuerde algo pendiente, de lo que no quiere ocuparse. Es
cierto, pensé, las voces de esos chicos no importan nada. No son más que fantasmas… Recordé
una película que vi con la historia de Cleopatra. Ella era una mujer culta y de carácter, y se enoja
cuando se entera que los bárbaros soldados romanos quemaron la biblioteca de Alejandría; ella
entonces va indignada al encuentro de César. Frente a él, tiene un ataque de nervios, y César la
cachetea, y entonces ella hipa y se le pasa el arranque; termina por sollozar abrazada a él. La
material presencia de César, su voz, su cuerpo masculino y poderoso pesa en el ánimo de la
tensionada emperatriz más que las voces, los fantasmas de esos papeles que se queman en la
biblioteca. Me sentía mal al lado de Giselle en ese momento. Sí, entiendo cómo y por qué las
cartas no están más, te entiendo, quería decirle, pero yo no quiero ser el que queme las cartas de
los otros. Yo no quiero ser vos. Sos como Cleopatra, sos divina e inteligente y muchos hombres se
matarían por vos, pero entrás en crisis y un Julio César cualquiera te pone en tu lugar en un
instante. Se acabó, algo se quebró entre nosotros, me dieron ganas de decirle. Te veo ahí sentada,
mirándome culpable y ansiosa, y me da pena todo esto, y bueno, preparemos la cena, te ayudo a
preparar la maleta, no quiero verte más, igual no te iba a ver más. Si somos sólo sensibles a la
materia, en fin, descansemos, comamos, durmamos. No hay nada más que decir, no hay historia
que contar, siempre que uno piensa en una historia lo que se valora son esos despreciables
fantasmas, y no las presencias materiales. No hay historia para nosotros en ese momento.
Giselle se fue al día siguiente; hace ya un año que casi no tengo noticias de ella. Recibí
una postal, un mensaje en mi teléfono, después de meses de silencio: “Tengo que hablarte. Te
llamo en una hora”, y no llamó. Un par de veces dejé mensajes en su celular; la tercera vez

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apareció la voz diciendo en tono neutro pero contundente que ese teléfono ya no pertenecía a
nadie. Cada tanto sueño con ella: la última vez aparecía con su celular dejándome un mensaje en
mi teléfono: “¿Me quieres todavía, mi amor?” Y en mi sueño yo veía un primer plano de la
belleza de Gigi hablándole a la cámara, desde mi deseo, desde el pasado, desde el no lugar que
sólidamente es construido por el deseo y el recuerdo y el pasado irrecuperable, y decía luego el
número de teléfono; el mensaje no quedaba grabado en mi contestador sino en un radiograbador
idéntico al primero que tuve cuando era chico, y me dejaba su auténtico, definitivo número de
teléfono, el que conservaría a partir de ahora en que partiría en una nave espacial para siempre, al
encuentro de Fernando Molinari, que también viajaba en otra nave; yo era el único que poseía su
número y no podía recuperarlo, y la fragilísima cinta marrón magnetofónica se enredaba en el
viejísimo radiograbador y yo me desesperaba, la culpa es mía, mía, mía, pensaba, y mi mamá me
daba la razón. Ese día me desperté melancólico y me mantuve así por todo el día, y por una vez
me pareció que estaba bien estar en Phoenix, si el desierto es el mejor lugar para escuchar voces
ya separadas de la materia de los cuerpos, sin relación de lugar o de tiempo, era un lugar en que
se conservarían imágenes y sonidos de Giselle, mejor que en la materialidad de las fotos o cartas
o cintas marrones magnetofónicas. Y quiero olvidarme de que el mundo se disolverá o no, sí, hay
una verdad en decir que estará para siempre en mí como lo están Fernando Molinari, Alberto
Candio, Jesús y los otros, y no quiero pensar en mi fin o el fin de las cartas o del mundo o del
planeta ni nada. No parece mal vivir como proponía Walser y como me lo proponía mi amigo de
Buenos Aires, vivir los sueños como si fueran la vida y la vida con la levedad de los sueños, y en
ellos, seguro, Giselle estaría siempre.

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