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Miranda,

si estás leyendo esto significa que ya estoy a kilómetros de casa.

Quiero agradecerte estos quince años juntos y las dos hermosas hijas que
engendramos. Las amo a mi manera y lo sabes. Sin embargo, ya no podía
soportarlo. Todo era estática contigo, conmigo, con nuestra vida. Estaba
muriendo hasta que ella llegó a rescatarme. Su cabello rubio, su mirada
enigmática y la forma salvaje con la que me hace el amor, eran lo que necesitaba
para recordar quién soy, para sentirme nuevamente vivo. La amo, como te amé a
ti alguna vez. Lo nuestro ya no funcionaba, pues a pesar de conocernos desde
hace mucho tiempo ya nos habíamos convertido en extraños. No éramos felices,
al menos yo no lo era, debes entender y dejarme ir. He tomado el dinero del
banco y empezaré una nueva vida, espero que hagas lo mismo; vuelve con tus
padres, encuentra a alguien más, alguien que sí pueda quererte como lo mereces.

Inventa un pretexto para que mis hijas no me odien, diles que las amé y las
amaré siempre, diles que no fui un mal hombre. Miranda, gracias por todo.

Espero puedas entender.

Ella cerró la carta, y disimulando las lágrimas de impotencia, se la devolvió al


detective. «Sí, es su letra», dijo con esfuerzo.

Después caminó a través de la masa de oficiales y curiosos que se habían


amotinado en ese punto de la ciudad. Avanzó con la melancolía sosteniéndole la
mano, los edificios la miraban, esperando que aquella mujer se desplomara en
cualquier momento. Finalmente llegó a la banda amarilla: ahí estaba el hombre
al que amó por más de quince años, tirado en la calle, con un orificio rojo en la
cabeza. Hombres de saco gris le tomaban fotos mientras algunos oficiales
recogían muestras del suelo con la cautela de un gato.

La rabia que le provocó la carta, ahora era una mezcla de lástima y amor
desgastado que caía frágilmente sobre el cadáver de su esposo. Miranda se
despedía en silencio, parada detrás de la banda amarilla, ignorando las preguntas
en forma de disparo que le hacían las personas a su alrededor…

En las afueras de la ciudad, un auto avanzaba a gran velocidad. En él viajaba una


hermosa mujer rubia, con una maleta repleta de dinero, acompañada de un
hombre joven y apuesto, con una pistola recién usada.

Estrellas dormidas

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