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necesito

claridad. Tu ropa está planchada, la mesa limpia y mi corazón roto.

Solía creer que estaba loca por ti, cuando en realidad, he enloquecido a causa
tuya. No es lo mismo, lo he meditado toda la noche».

Él paseó los ojos por la habitación, atado de pies y manos. Cuando por fin
descifró la escena, el pánico le mordió el cuello.

Ella tarareaba una canción aparentemente triste mientras regaba líquido sobre la
cama. De inmediato, él olfateó un perfume ácido que raspaba su nariz: era
gasolina.

Se desató una estampida de chillidos indescifrables desde un par de labios


inmovilizados. Los ojos vidriosos de Sharon proyectaban la mirada de una
muñeca harta de ser azotada. Y esos mismos ojos húmedos y tiritantes, en el
punto más dramático, se posaron en él, en búsqueda de comprensión, en espera
de algún signo de arrepentimiento. Pero aquel hombre no pudo captar el
mensaje. Y eso lo destruiría.

“¿Por qué he aguantado tantos años a su lado?”. Por amor. Ése era un argumento
viable, y al mismo tiempo, la excusa más cobarde.

La muerte se paró detrás de ella, sostuvo su mano delicadamente, y le ayudó a


encender un fósforo…

Como cuando éramos

La chica conducía, pero los kilómetros no la alejaban de sus pensamientos. La


noche se estaba comiendo la carretera, las luces de su auto le revelaban el
próximo tramo del camino, y el desierto le echaba en cara la muerte de su
hermana.

Si se hubiese acercado a ella, si le hubiera dicho que era hermosa, irremplazable,


que la opinión de otros cabía en un bote de basura. Si hubiera hecho de lado los
tres años de edad que las separaban, si hubiese puesto atención a su falta de
apetito, a su constante deseo de dormir, a su mirada ausente. Si no se hubiese
burlado de ella cuando le habló de Natasha, la chica popular de su colegio, y de
las extenuantes y pesadas bromas que le jugaba junto con sus amigas. Si le
hubiera entregado una palabra, un abrazo, una chispa de autoestima. Entonces
quizá su hermana habría vivido más allá de los catorce años.

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