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y

los años pasaron como en un desfile de pésimo gusto.

Los retoños, tarde o temprano, se convierten en árboles.

Y las víctimas, tarde o temprano, se convierten en villanos.

Érase una vez… un hombre que consiguió un arma.

Cuervos espiando

Su padrastro deslizó la mano sobre su piel juvenil. Ella aguantaba callada,


fingiendo que dormía. Había ensayado mentalmente aquella escena y ahora no
podía equivocarse.

Apenas unas horas antes habían sepultado a su madre, una mujer que había
pasado mucho tiempo sola antes de encontrar a un nuevo hombre. Ésa fue la
razón por la que no quiso creer las acusaciones que su hija levantaba sobre su
reciente esposo. La llamaba mentirosa e intentaba golpearla, como si aquella
verdad le raspara los oídos, obligándola a reaccionar de manera violenta. El
miedo al abandono tenía más peso que las palabras de una chica de catorce años.

Sin embargo, el hombre nunca estuvo interesado en aquella mujer desgastada y


solitaria. Su objetivo era más joven, usaba coleta y vestidos rotos. Para él,
enamorar a una mujer necesitada de compañía que visitaba la plaza suplicando la
plática de un hombre, resultó ser una tarea fácil.

Su boda fue repentina y apresurada, impulsada por el bulto en los pantalones del
hombre en cuestión.

Lo demás fue todavía más sencillo. Los desayunos llevados a la cama parecían
los gestos nobles y atentos de un cónyuge cariñoso, cuando en realidad, cada
plato de sopa y taza de té llevaban como condimento una muerte lenta y
progresiva. Venenos nada peculiares al alcance de cualquiera. En aquel pueblo
hecho de indiferencia y madera, nadie le daría muchas vueltas a la muerte de una
mujer que, en primera instancia, ya era mal vista por los habitantes. El hombre
quedaría como el héroe que le dio dignidad a los últimos años de una madre
soltera, y que noblemente se haría cargo de una huérfana desprotegida. Y su
premio por aquel conjunto de buenas obras sería el cuerpo de una joven que le
provocaba obsesión.

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