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DIRECTOR: CÉSAR CANSINO

VOL. 2, NÚM. 6, ABRIL • JUNIO • 1998

PUBLICADA POR
CENTRO DE ESTUDIOS DE POLÍTICA COMPARADA, A. C.

201
METAPOLÍTICA
VOL. 2, NÚM. 6, ABRIL • JUNIO • 1998

DIRECTOR
César Cansino
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DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Soler Tipografía y Diseño
VENTAS Y MERCADOTECNIA
Daniel Carretero Rangel
Metapolítica es una revista dedicada a la reflexión y debate de los principales temas y corrientes de la teoría
y la ciencia de la política contemporáneas, desde una perspectiva plural y crítica. El presente número fue
preparado por Ángel Sermeño con la colaboración de Roberto Sánchez.
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EL CENTRO DE ESTUDIOS DE POLÍTICA COMPARADA, A.C. es un centro de investigación, divulgación


y docencia especializado en temas de teoría y ciencia de la política. D IRECTOR : D R. C ÉSAR
CANSINO, SRIO. ACADÉMICO: LIC. SERGIO ORTIZ LEROUX, TESORERO: Mtro. PABLO JAVIER BECERRA.

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© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 203-204

SUMARIO
PRESENTACIÓN 205
u
TEORÍA Y METATEORÍA

¿POR QUÉ DIALOGAR?


Bruce Ackerman 207
u
DOSSIER
LIBERALISMO VERSUS POSTLIBERALISMOS

PRESENTACIÓN 223

LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO


Enrique Serrano G. 225

RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO


Dante Avaro 241

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA. CONSIDERACIONES


SOBRE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD
Francisco Cortés Rodas 263

EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS: UNA REFLEXIÓN DESDE AMÉRICA LATINA


Ángel Sermeño 277

BIBLIOGRAFÍA SOBRE LIBERALISMO VERSUS POSTLIBERALISMOS 291

u
PERFILES FILOSÓFICO-POLÍTICOS
ISAIAH BERLIN Y JOHN RAWLS

PRESENTACIÓN 295

ISAIAH BERLIN: ENTRE FILOSOFÍA E HISTORIA DE LAS IDEAS


Steven Lukes 297

203
SUMARIO

LA SOCIEDAD PLURALISTA Y SUS ENEMIGOS.


ENTREVISTA CON ISAIAH BERLIN
Steven Lukes 311

LAS ETAPAS DEL PENSAMIENTO DE JOHN RAWLS


Paulette Dieterlen 327

RAWLS O EL FRACASO DEL LIBERALISMO POLÍTICO


Agapito Maestre 339

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL DE ISAIAH BERLIN Y JOHN RAWLS 343


u
CRÍTICAS DE TEORÍA POLÍTICA

LA REPÚBLICA DE MAQUIAVELO O DE LAS LIBERTADES PÚBLICAS


Eric Herrán 345

ESPACIO Y PODER. NOTAS PARA UNA DISCUSIÓN


Marco Antonio Landavazo 355

¿QUÉ ES METAPOLÍTICA?
Alberto Buela 361

u
LIBROS EN REVISIÓN

LA CIUDADANÍA MULTICULTURAL
Ángel Sermeño 365

LA IDENTIDAD MODERNA Y SUS FUENTES MORALES


María Luisa Bacarlett Pérez 367

LA CASA DE LOS ESCRITORES 373

CARTAS AL EDITOR 377

ABSTRACTS 381

COLABORADORES 383

204
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 205-206

PRESENTACIÓN

El liberalismo fue guiado por un extraño designio en este siglo. La Primera Guerra
Mundial fue ambigua: para algunos de sus beneficiarios nacionalistas, se veía como
la esperada culminación de la obra de la Revolución Francesa, terminando con el
absolutismo y el dogmatismo; para otros, anunciaba el fin del optimismo
decimonónico y el advenimiento de una era obscura.
El liberalismo fue rápidamente confrontado por poderosos enemigos que sos-
tenían que, cuando condescendían a ofrecer argumentos, su percepción del hom-
bre y la sociedad era más profunda que la de los liberales. Ellos, y sólo ellos,
conocían las fuerzas del mal, ya fueran éstas las del corazón humano, las de la
historia o las de ambos, que en realidad nos gobiernan. Durante algún tiempo,
fueron arrollándolo todo, y los liberales parecían dudosamente desembarazados e
incapaces y, por lo tanto, peores. Un retorno a la jerarquía, a la autoridad, a la violen-
cia y al dogma pareció ser por un tiempo el destino de Europa. Al final, el romántico
irracionalismo antiliberal fue derrotado en la guerra que él mismo había predicado,
aunque esto sólo se consiguió con la ayuda de otro autoritarismo dogmático, un
autoritarismo que proclamaba, aunque no practicaba, los valores de la Ilustración.
Durante un tiempo, esta segunda oleada antiliberal también se vio como la voz
del futuro, o al menos así pareció a los ojos de muchos intelectuales. Cuando los
soviéticos tomaron la delantera en la conquista del espacio, un autoritario conserva-
dor de viejo cuño, Francisco Franco, quien apenas podía considerarse un sospecho-
so de simpatizar con sus puntos de vista, no pudo abstenerse de comentar que el
acontecimiento era una prueba de la superioridad de la autoridad sobre el caos...
Autoritarios del Mundo, ¡Uníos! —bien podría haber proclamado.
Las cosas no se veían mejores desde el punto de vista de esa región fronteriza de
Europa que es América Latina, el vástago europeo de esa Iberia en la cual prevaleció
la Contrarreforma, y que por un largo tiempo pagó el precio de ello en términos de
su atraso político y económico. Durante mucho tiempo, América Latina también
pareció destinada a pagar el precio del pecado original de haber nacido de la conquis-
ta en búsqueda del botín más que de la libertad. Cuando llegó la independencia
pareció significar el establecimiento de un orden social en el que el Estado o los instru-
mentos de coerción dominaron a la sociedad civil, o fue la expresión del interés del
hacendado, con o sin alianza al capital externo. Y luego, tardíamente en este siglo,
pasó a ser una de las últimas esperanzas de la Izquierda Mesiánica.
Repentinamente, el siglo de problemas y tribulaciones del liberalismo terminó.
Sus enemigos de la izquierda así como los de la derecha colapsaron. Los de la
izquierda, a quienes en su momento se les tuvo tanto miedo, cayeron sin siquiera un

205
PRESENTACIÓN

golpe desde el exterior, virtualmente sin un sólo tiro de adentro. El pluralismo


consumista liberal ha sido aclamado como el legado residual de la historia.
La situación no es, en efecto, color de rosa. Es verdad que el sometimiento del
mundo al juicio del crecimiento económico le ha obsequiado una victoria a las
sociedades liberales europeas y la de Estados Unidos. Los liberales pluralistas han
triunfado al abrigo de los éxitos del liberalismo económico. Sin embargo, si esta es
la única fundamentación del ideal liberal, su reinado tiene bases muy endebles. El
actual triunfo de las ideas liberales es más bien precario y frágil en tanto construido
sobre la fractura entre mundo ético y mundo de las realizaciones materiales. La
legitimidad mediante crecimiento económico, por más poderosa que sea, está lejos
de ser permanentemente persuasiva. Las sociedades consumistas no siempre son
capaces de lidiar con tensiones étnicas, con la violación de esa homogeneidad cul-
tural que una sociedad en movimiento y tecnológicamente avanzada parece reque-
rir. Estas sociedades no pueden lidiar con el pluralismo cultural heredado del
pasado o engendrado por las migraciones laborales contemporáneas.
Las cosas son mucho peores si se contemplan desde América Latina. Aquí el
liberalismo económico, la receta neoliberal, ha terminado por profundizar las des-
igualdades sociales y por abrir una brecha cada vez más marcada con respecto a las
sociedades más desarrolladas.
Por todo ello, el liberalismo requiere ser repensado como doctrina de pensamien-
to, ya sea dentro del propio horizonte de principios y expectativas liberales o en
relación a otros referentes de nuestro tiempo, como la democracia. Ciertamente, la
industria del pensamiento liberal no la detiene nadie. Sus partidarios más conspi-
cuos se han enfrascado en acalorados debates que llenarían bibliotecas completas.
Sería pretencioso resumir en un solo volumen las muchas vertientes de la discu-
sión. Por lo mismo, al dedicar el presente número de Metapolítica al liberalismo de
fin de siglo, hemos querido ofrecer al lector las coordenadas de este debate, que
bien podría sintetizarse en la proposición liberalismo versus postliberalismos. Lo
que está en juego es el mejor argumento para sostener la superioridad de los valores
liberales respecto a otros, aunque ello suponga cuestionar la asunción que de los
mismos han hecho algunos neo o post liberales.
Hasta el momento sólo una cosa es evidente: no hay espacios para el liberalis-
mo o la democracia, ni en el extremo del individualismo sin frenos ni en el de la
plena “razón de Estado”. La verdadera dificultad es la búsqueda de los puntos
intermedios que encarnan siempre equilibrios precarios entre inercias cultura-
les, urgencias actuales, congelación o fluidez de la “imaginación colectiva”, entre
otras muchas posibilidades.

César Cansino

206
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 207-222

TEORÍA Y METATEORÍA
u

¿POR QUÉ DIALOGAR?*


Bruce Ackerman

Resumen

El presente texto contiene una de las argumentaciones seminales del “liberalismo


procedimental”. A partir de una suerte de fenomenología del diálogo, Ackerman
sostiene que la mejor manera de enfrentar y resolver los desacuerdos morales pri-
marios entre los ciudadanos de un orden liberal consiste en apegarse a un esquema
de autorrepresión selectiva que denomina “comedimiento deliberativo”. Para el
autor, este mecanismo permite la realización de un dialogo neutramente limitado
capaz de resolver los conflictos fundamentales de la convivencia social.

Comencemos por considerar el papel del diálogo en la vida de una persona moral-
mente reflexiva, es decir, de una persona que se pregunta seriamente cómo debe
vivir y trata de dirigir su vida de acuerdo a las respuestas que encuentra más acepta-
bles. ¿Cómo entra el diálogo en este ejercicio de autodefinición?
Bueno, todo depende. Seguramente la respuesta de Sócrates sigue teniendo
relevancia: ¿acaso la pregunta sobre la vida buena no opaca a todas las demás?, ¿y qué
mejor manera de descubrir la verdad que discutiendo con cualquiera que declare
haber hallado una respuesta?
Y, sin embargo, no debo dejar que Sócrates monopolice mi visión moral. Su
obsesión con la pregunta única acaba por distorsionar el contorno de la vida huma-
na —¿Cuándo podré ser dueño de mi vida si estaré por siempre atrapado en la pre-
gunta del cómo vivir? Esto no quiere decir que deba olvidar la reflexión moral una vez
superada la adolescencia; sino que tendré que caminar sobre la cuerda floja, dando
pasos irreversibles bajo la débil luz de la moral para, más adelante, tener el valor de
detenerme y tomar un descanso para atisbar entre la penumbra —siempre con el
riesgo de descubrir que mis decisiones anteriores carecían de valor o todavía peor...
Esta reflexión nos da qué pensar sobre la imagen feliz de un Sócrates paseándo-
se por el foro buscando al siguiente sabihondo que pueda caer en la trampa de un
diálogo serio. Si en responder a Sócrates me juego la vida, tendré que ser más
selectivo con mis compañeros de diálogo. Deberé escuchar con atención cuando

*
El presente texto se publicó originalmente en The Journal of Philosophy, vol. 86, núm. 1,
enero de 1989. Agradecemos al autor su interés y autorización para publicarlo en nuestra
revista. Traducción del inglés de Ricardo Roque Baldovinos.

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¿POR QUÉ DIALOGAR?

otros me digan que un libro es una pérdida de tiempo o que otro vale la pena de
leerlo; o que esta persona es tonta, mientras que vale la pena hablar con esta otra. La
necesidad de una extrema selectividad engendra pues dudas sobre el valor de los
diálogos que verdaderamente realizo. ¿Tal vez hay algún Sócrates por allí suelto que,
si me dedicara más tiempo a buscarlo, me enseñaría a descubrir los absurdos en las
cosas-sensatas-que-escucho?
Estas ansiedades pueden llevar a explorar dos caminos bastante distintos. Ambos
me apartan de una visión dialógica de la ética. Un camino me lleva a la cuestión de la
fe: dado el carácter fragmentario de los diálogos en el mundo-real que llevo a cabo, el
problema se reduce a definir en quién debo confiar para que me ayude a escoger los
interlocutores adecuados —¿en qué iglesia o en qué tradición?
Pero no necesito hacerme esta pregunta. En lugar del recurso a una autoridad
externa, puedo recurrir a mí mismo. “Bruce, no te dejes impresionar por lo que
Kant dijo —o por lo que dijo tu tía Selma, para el caso. Tendrás que pensar por tu
cuenta. Hablar con otros no te libra de ello. Sabemos que tus propias intuiciones
morales no son nada del otro mundo, pero al final, es todo lo que tienes”.
Con todo y los riesgos de arrogancia que entraña, me suscribo a esta visión indivi-
dualista. Al momento, sin embargo, no me interesa defender el individualismo frente
a los partidarios de la autoridad. Quiero recalcar, en cambio, un aspecto de la
fenomenología moral que ambos lados reconocen. Ambos lados dan por descontado
que hablar con los demás no es de suprema importancia en la auto-definición moral.
Las decisiones clave se hacen en silencio: ¿en quién confío?, ¿qué pienso realmente?
Aunque hablar con los demás puede ser útil para pensar bien las cosas, hablar un
poco me puede desviar bastante de mi camino; hablar mucho puede acabar por extra-
viarme del todo. El valor moral de mi vida no depende meramente de cómo lo racio-
nalizo al hablar, sino del valor intrínseco de mis creencias morales, y de mi capacidad
de ponerlas en práctica. Consecuentemente, no desprecio realmente a quien recha-
ce la oferta del aprendiz de Sócrates y diga: “¡Déjame en paz, Sócrates! Tengo mejores
cosas que hacer que perder el tiempo hablando contigo”. Una respuesta así tal vez sea
síntoma de una profunda enfermedad espiritual; pero también puede indicar la madu-
rez de aquel que cae en la cuenta que la vida moral implica más que la pura plática.
Todo esto me plantea un problema real cuando paso de la moralidad personal a la
vida publica. Aquí quiero invertir las cosas y proponer al diálogo como la primera
obligación que entraña la condición de ciudadano. Aunque una persona individual,
moralmente reflexiva, pueda apartarse legítimamente del diálogo en el mundo real;
un ciudadano responsable no puede hacer lo mismo respecto del diálogo político.
Mi tarea no es simplemente la de sugerir por qué esto es así; sino enfrentar el
problema de la asimetría: explicar por qué el diálogo es mucho más fundamental en
la vida pública que en la vida personal.

Pero quizá me estoy complicando las cosas. Quizá no exista una asimetría fundamen-
tal entre el estatuto del diálogo en la vida pública y en la vida personal.

208
BRUCE ACKERMAN

Una manera de restablecer la simetría, por supuesto, es restarle valor al diálogo


político y negar que sea más exigente que aquel que tiene lugar en otros ámbitos de
la vida. Una segunda manera de restablecerla es reafirmar el carácter dialógico, en
última instancia, de toda moralidad —tanto personal como pública. Debo comenzar
por considerar esta segunda —y más positiva— manera de restablecer la simetría.
Si, pese a las apariencias, el diálogo es, en general, más importante para la morali-
dad de lo que he supuesto, ¿estaré entonces equivocado al pensar que debo resolver
el problema de la asimetría para redimir la visión dialógica de la vida pública?
Optar por esta línea de argumentación no implica necesariamente ignorar la
fenomenología moral con la que comenzamos. Sólo se necesita restarle importan-
cia a su carácter fundacional. Es un hecho que uno puede lícitamente cerrarse
frente al diálogo moral en incontables ocasiones de la vida personal. Pero las
exigencias del mundo real no deben cegarnos frente al papel regulador de una
situación de habla ideal en la búsqueda de nuestra lucidez moral. No obstante
nuestro comprensible fracaso de poner siempre en práctica este ideal discursivo,
suponemos que debemos estar preparados para, llegado el momento, justificar nues-
tras decisiones morales en un diálogo ideal con Sócrates, Freud o cualquiera que
ande por allí. De hecho, así lo declaramos implícitamente al tratar de justificar
nuestra vida frente a nosotros mismos (o frente a los demás). Para ponerlo en térmi-
nos ontológicos: la verdad moral es sólo el nombre que damos a esas conclusiones
que se alcanzarían en una situación de habla ideal; nada más ni nada menos.1
Esto, a las claras, es una gran perogrullada; y abrigo grandes dudas de su verdade-
ra utilidad. Al momento, sin embargo, no es necesario que explore estas dudas
dentro de Usted. Aún si, en última instancia, hemos llegado a suscribirnos al ideal
dialógico de moralidad, no creo que lleguemos a restablecer la simetría con las
responsabilidades dialógicas de la vida pública. Para explicar por qué, debo insistir
en que no me interesa destacar el papel del diálogo en un mundo ideal en el que
nunca viviremos. Estoy hablando de este mundo imperfecto que habitamos. Enton-
ces, aún cuando el partidario de la situación de habla ideal permite la evasión del
diálogo al enfrentar los dilemas morales de la vida personal, quedamos aún con una
asimetría inquietante: ¿por qué el ideal dialógico permite con tanta facilidad esca-
par a la gente ordinaria en su vida personal y no permite, en cambio, una salida fácil
a estas mismas personas al enfrentar los dilemas de la vida pública?
Esto es, me parece, un problema bastante difícil de resolver —al menos mientras
sigamos viendo al diálogo como instrumento del descubrimiento de la verdad mo-
ral. Porque el mundo de la política práctica no parece para nada cerrado a toda idea
de una situación de habla ideal. Los políticos hablan, de hecho, un montón, pero no
es del todo cínico suponer que son menos sinceros que el resto de las personas. Así,
si estuviera tratando de deslindar un área limitada de vida práctica donde tuviera
una obligación especialmente fuerte de participar en la búsqueda dialógica de la
verdad moral, la política convencional sería el lugar menos apropiado para comen-
zar. Sin importar cuán imperfectos son una sesión de un curso de filosofía, un grupo
de discusión de la iglesia o la oficina del psicoanalista al compararlos con la situa-
ción de habla ideal, ¿serán siempre mejores que el foro público? Si no creemos que

209
¿POR QUÉ DIALOGAR?

estamos moralmente obligados a hablar en uno u otro de estos lugares más privados,
¿por qué la búsqueda de la verdad moral nos demanda hablar seriamente cuando
hacemos política?
Los atenienses mataron a Sócrates después de todo; y el Estado moderno pocas
veces ha sido más hospitalario al espíritu de la filosofía moral.

II

Estas reflexiones me llevan naturalmente a ver el problema de la tesis de la asime-


tría desde el lado opuesto. Si la vida política práctica parece ser un foro tan inade-
cuado para la búsqueda de la verdad moral, ¿por qué insistir en la centralidad del
diálogo en la política?
Porque hay otras cosas importantes que discutir allende el problema de la ver-
dad moral: especialmente, cómo personas que no están de acuerdo sobre la verdad
moral pueden, sin embargo, resolver el problema de la convivencia. De esta forma,
los liberales suelen formular el problema del orden político;2 y es desde esta pers-
pectiva que quiero justificar la tesis de la asimetría. Es decir, no propongo funda-
mentar mi caso a favor del diálogo público desde algún supuesto rasgo general de la
vida moral, sino desde la manera propia en que los liberales conciben el orden
público. Por supuesto, este argumento no convencerá a quienes rechazan los su-
puestos liberales aquí implícitos. A lo más que puedo aspirar entonces es a desarro-
llar el problema de tal forma que su rechazo se torne difícil.
Consideremos entonces un modelo simple de orden político liberal consistente
en N grupos primarios. Cada grupo primario consiste de una o más personas que
han combinado fe y razón en un esfuerzo para buscar la verdad moral. Los miembros
del mismo grupo primario han salido con la misma respuesta a la pregunta socrática;
los miembros de diferentes grupos han sacado respuestas distintas. A pesar de los
desacuerdos existentes, todos los grupos habitan el mismo planeta y están en con-
flicto potencial sobre el uso de sus escasos recursos. He aquí el problema de la
política liberal: ¿cómo resolverán de manera razonable los distintos grupos el pro-
blema de la coexistencia?
Asuma Usted la posición de P, un miembro moralmente reflexivo de uno u otro
grupo primario y podrá comenzar a ver por qué dialogar se vuelve especialmente
importante para la exitosa solución de este problema. Después de todo, si P pudiera
confiar en que las personas fuera de su grupo —los no-Ps— hubieran alcanzado sus
mismas conclusiones en la búsqueda de la verdad moral, hablar con ellos sobre el
problema de la coexistencia no sería tan importante. De ser así, cada grupo indivi-
dual podría declarar su verdad moral como “transparente” y autorizar a los funcionarios
del gobierno a resolver todos los conflictos consultando estas verdades transparen-
tes. Ya que, en esta hipótesis, las verdades de cada grupo son idénticas a las demás,
no habría necesidad de que los grupos hablaran entre sí con el propósito de llegar
a un acuerdo sobre las metas del gobierno legítimo. Sin embargo, precisamente
porque P tiene razones para sospechar que los no-Ps no han alcanzado las mismas
conclusiones morales es que dialogar se vuelve tan imperativo. Si bien es posible

210
BRUCE ACKERMAN

que haya una sola verdad moral, habrá de hecho infinidad de caminos al error
moral. Precisamente porque P cree haber llegado más cerca a la verdad, todo lo que
sabe sobre los no-Ps es que cada uno ha tomado un sin fin de giros erróneos en el
camino de la verdad. ¿Pero cuál es ese giro erróneo?
La respuesta a esto es crítica para la solución del problema liberal de la coexis-
tencia. Quizá los “errores” morales de los no-Ps resultarán tan graves para P, que éste
será incapaz de llegar a acuerdos razonables de coexistencia con sus semejantes;
pero quizás no. Todo depende de los errores morales concretos de los no-Ps y cómo
estos “errores” se relacionen con las diferencias que P y los no-Ps deban resolver
antes de poder convivir en el mismo planeta. Sólo hay, además, una manera en que
P pueda darse cuenta de cómo están las cosas. Y es hablando con los no-Ps.
Al llevar a cabo este ejercicio de debate liberal, P no debe tratar de convencer a
los no-Ps de cambiar su manera de pensar y ver, por fin, la contundente verdad de P.
Por el contrario, el debate tiene una intención más práctica. Reconoce que, al me-
nos por el momento, ni P ni los no-Ps van a ganar el argumento moral a satisfacción
del contrincante, y procede a considerar la manera en que todos puedan convivir a
pesar de las diferencias existentes. La negativa de P a hablar con los no-Ps sobre esta
cuestión práctica simplemente lo descalifica del proyecto liberal. P no puede con-
siderarse partícipe de un estado liberal a menos que esté dispuesto a participar (de
una manera u otra) en el debate activo con los no-Ps. En contraste, P puede conside-
rarse partícipe de la búsqueda de la verdad moral sin jamás hablar para ello con los
no-Ps (o a los otros Ps para el caso).
Esta simple diferencia motiva la tesis de la asimetría: el ciudadano liberal debe
reconocer un deber dialógico de un tipo distinto, y más imperativo, que el de su
búsqueda personal de la verdad moral. Poniéndolo de una forma paradójica, es
precisamente porque el Estado liberal no busca la verdad moral que sus ciudadanos
deben verse a sí mismos bajo esas obligaciones dialógicas tan apremiantes: si Usted
y yo estamos en desacuerdo sobre la verdad moral, la única forma en que tenemos
esperanzas de resolver los problemas de nuestra convivencia, de manera razonable
para ambos, es si hablamos sobre ello.

III

¿Pero es realmente supremo el imperativo práctico? Demos por sentado que el


diálogo puede ser una forma de resolver razonablemente el problema liberal de la
coexistencia, ¿pero será la única manera? De no ser la única, ¿por qué habríamos de
preferir al diálogo por encima de sus rivales?
Estas preguntas han sido la causa de la fascinación liberal —que lleva ya varios
siglos— con el mercado como alternativa a formas más dialógicas de resolución de
conflictos. De este lado, estoy yo que necesito todavía algunos ladrillos para com-
pletar mi catedral. Del otro está Usted, quien necesita un poco de cerveza para
completar una estupenda tarde del domingo en el partido de fútbol. ¿Tenemos
necesidad de dialogar para resolver el problema de nuestra coexistencia?, ¿por qué
no intercambiar simplemente un poco de mi cerveza por algunos de sus ladrillos a

211
¿POR QUÉ DIALOGAR?

un precio mutuamente conveniente?, ¿por qué no es dicha transacción una manera


perfectamente razonable de zanjar nuestros desacuerdos morales sobre los méritos
de nuestras actividades domingueras?, ¿qué tiene esto que ver con el diálogo?
Mi respuesta es que el diálogo tiene mucho que ver con ello; y resulta muy
dudoso sostener lo contrario. Esta afirmación es escasamente nueva, pero debe
repetirse dada la facilidad con que los filósofos modernos partidarios del mercado
se las arreglan para pasar por alto la necesidad de dialogar. Es el viejo problema del
meum y el tuum. Por supuesto, una vez estoy de acuerdo con que todos esos ladrillos
en sus manos pueden legítimamente considerarse “suyos”, y Usted está de acuerdo
con que esta cerveza en mi posesión es legítimamente “mía”, podremos zanjar nues-
tras desavenencias morales comerciando a nuestro gusto.3 Pero, ¿por qué el partida-
rio del mercado supone que nosotros dos estamos tan dispuestos a partir de premisas
tan complacientes? Después de todo, el problema de la justicia distributiva no se
planteó ayer en la historia de la civilización occidental.
Más aún, algo especial sucede con las pretensiones del partidario del mercado
sobre una amable disposición razonable cuando respondo a esta oferta entusiasta de
venderme unos ladrillos negando de entrada la propiedad legítima de los ladrillos al
supuesto vendedor. En la medida en que me acerco a los ladrillos con la intención de
arrebatarlos, nuestro partidario del mercado no tiene más que dos opciones. Una es
usar la fuerza bruta para contrarrestar mi invocación de un derecho superior; la otra
es involucrarme en una conversación dirigida a convencerme de que, a pesar de
nuestro desacuerdo sobre el valor último de las catedrales y los estadios de fútbol, es
razonable reconocer que Usted es el propietario legítimo de los ladrillos. Al afirmar
esto, el “propietario de los ladrillos” puede intentar relacionar su reclamo de derecho
con las virtudes liberales del sistema de mercado. Más aún, dependiendo de la distri-
bución existente de derechos de propiedad, puede llegar a convencerme.
Pero esto de ninguna manera rebate mi objeción. No se trata de situar el lugar
del mercado dentro de una teoría discursiva de la justificación política. Se trata de
decidir si las formas de coordinación del mercado pueden permitir, de manera
satisfactoria, que los liberales nieguen al diálogo el lugar fundamental que le ha
sido dado por el supremo imperativo práctico. La respuesta es “no” en tanto el
partidario del mercado esté dispuesto a conceder que podemos cuestionar legíti-
mamente los reclamos de propiedad sobre los bienes intercambiables que traemos
a la mesa de negociaciones.
Parece ser que esto es importante de recalcar en una época en que algunos de
los más conocidos panfletos del libre mercado no alcanzan visiblemente a satisfacer
la demanda del imperativo práctico de legitimación dialógica. Robert Nozick, por
ejemplo, no niega que una defensa satisfactoria de las relaciones del mercado re-
quiere de una teoría de la justicia que defina las condiciones bajo las cuales una
persona pueda apropiarse de algo que sus competidores también desean. Llama la
atención, sin embargo, que ni siquiera se moleste en aportar esa teoría en su recono-
cido libro Anarchy, State and Utopia,4 donde se defiende de ese vacío afirmando
ingenuamente que sería un error retener dicha obra de su publicación hasta que
alcanzara la perfección (ibid., pp. xiii-xiv).

212
BRUCE ACKERMAN

Quizás esto fuera aceptable para un joven que escribió a comienzos de la década
de 1970; quince años después, comienzo a sospechar de su silencio sostenido: ¿no
será que Nozick supone simplemente que el problema de la justicia distributiva se
desvanecerá porque se rehusa a abordarlo?, ¿por qué los demás deben tomarse en
serio su defensa de los mercados cuando ni siquiera trata de responder la más
evidente de las preguntas sobre éstos? 5

IV

¿Pero cómo deshacerse de la carga dialógica del liberalismo?, ¿cómo hablar con
gente que está en desacuerdo con Usted sobre la verdad moral? Una cosa es clara.
De una manera u otra, los ciudadanos de un Estado liberal deben aprender a hablar
entre sí de una manera que evite condenar las morales personales de sus semejan-
tes por malévolas o falsas. De otra forma, la dimensión práctica del debate pierde
sentido.
Esta preocupación ha estado presente entre los grandes voceros de la tradi-
ción liberal desde Hobbes hasta nuestros días. De hecho, la historia del pensamien-
to liberal puede leerse como una serie de esfuerzos por idear modelos deliberativos
que permitan a los participantes políticos hablar entre sí en una forma adecuada-
mente neutra. Sin embargo, estos esfuerzos, en lugar de aportar fundamentos a un
diálogo liberal seguro de sí, han venido a generar un escepticismo generalizado
sobre la posibilidad conceptual de la neutralidad. Este escepticismo representa
una amenaza todavía mayor al imperativo práctico que una cuestionable fe ciega en
el poder del mercado. Sin importar las razones que Kant tuviera en su gran máxima,
seguramente los pragmáticos liberales no cuestionarían la sabiduría del “Deber
implica poder”. Si no podemos encontrar una manera de hablar neutramente, no
parece haber más alternativa que renunciar al imperativo práctico y regresar al ya
ancestral esfuerzo de fundamentar la vida política en la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad sobre la vida moral.
Para poner las cosas más sombrías, difícilmente puedo negar que la historia del
pensamiento liberal aliente posturas escépticas. Aún cuando muchos han buscado
abrir la brecha de la neutralidad, esta meta ha probado ser alarmantemente esquiva.
Dados los siglos de fracaso en lograr esta meta, tal vez peco de ingenuidad al insistir
que debemos continuar la búsqueda. Ingenuidad o no, esto es lo que propongo. La
simple prudencia, sin embargo, sugiere que es sabio estudiar los errores del pasado
antes de intentar formular una concepción más defendible de una neutralidad
válida. Aunque difícilmente puedo presentar un inventario completo de errores de
los liberales, antes de intentar romper el impasse, será de utilidad identificar tres
pasos en falso que se han dado.
El primer paso en falso es aislar un valor único que todos consideran el más impor-
tante, pese a sus visibles desacuerdos sobre los demás valores. ¿Enfocándonos en las
implicaciones políticas de este supremo valor, tal vez todos nosotros podamos hablar
hasta encontrar una solución razonable a nuestros problemas de convivencia?

213
¿POR QUÉ DIALOGAR?

Para que esta maniobra deliberativa tenga éxito, todos los grupos debemos iden-
tificar el mismo valor como supremo. El candidato más prometedor, tal como lo vio
tempranamente Hobbes, es el miedo a la muerte. Pero es igualmente claro —para
mí al menos— que ni el miedo a la muerte ni nada más tiene el poder de resolver
dilemas morales atribuido por Hobbes. Como residente por temporadas de la ciudad
de Nueva York, he cultivado un saludable aprecio de la calidad efímera de la vida. Y,
sin embargo, me enorgullezco en dar constancia de que no he elevado la auto-
preservación al lugar supremo en mi esquema moral. De hecho, sentiría desprecio
por alguien que, llegado el momento, no esté dispuesto a sacrificar su vida por cosas
muy importantes. Me negaría, por tanto, a participar en un debate político que
comenzara: “Sin importar cuánto discordemos en muchos asuntos, todos aceptamos
la suprema importancia de la auto-preservación”. En lugar de proporcionarme un
punto de partida neutral, un debate político hobbeseano me obligaría constante-
mente a decir cosas que encuentro moralmente degradantes, despreciables y falsas.
Si el objetivo del debate liberal es permitirme hablar con Usted sin afirmar proposi-
ciones morales que me parecen falsas, la línea de argumentación propuesta por
Hobbes no lleva a ningún lado.
Tampoco nos lleva muy lejos un segundo camino —ya bastante recorrido— a la
neutralidad. En este caso, ya no necesito afirmar la existencia de un valor supremo
único que relativice nuestros desacuerdos morales menores. En lugar de ello, se me
invita a traducir mis desacuerdos en un marco de evaluación especialmente sanea-
do que promete purgarlos de sus aspectos no-neutros. El clásico ejemplo del cálcu-
lo optimizador de Jeremy Bentham, que se basa en el principio aparentemente
neutro de que “un alfiler es tan bueno como la poesía”. Una vez los ciudadanos del
orden político benthamiano aprenden a traducir sus disputas en el común denomi-
nador de la utilidad, se les promete un discurso que les permitirá discutir sus
conflictos en una manera tecnocrática que no requiere que ninguno de ellos diga
algo inconsistente con sus creencias morales primarias.
El apuro viene, sin embargo, cuando preguntamos dónde esta el manual que
establece el valor de cada actividad humana en términos de su “utilidad”. Mi observa-
ción no es la objeción “epistemológica” habitual —cualquiera que sea— a las compa-
raciones interpersonales de utilidad. Por supuesto, si se demuestra que es imposible
hacer comparaciones interpersonales, el utilitarista difícilmente puede aportar su
prometido manual de traducción, y habremos llegado a un callejón sin salida dema-
siado rápido. Puesto que creo que esta objeción es desproporcionada,6 no quiero
asentar mi caso contra la estrategia de traducción en terrenos epistemológicos. En
lugar de ello, supondré que mi utilitarista ha salido adelante ante sus críticos
epistemólogos, y ha logrado presentar un manual que compara de manera confiable
la “utilidad” producida por un alfiler, la poesía y muchas cosas más.
Llegados a este punto, quiero introducir mi objeción a esta forma de plantear la
neutralidad. Sin importar cuán admirable resulte el manual en tanto obra de tra-
ducción tecnocrática, otra cosa es la insistencia del utilitarista en que su lenguaje
desinfectado deba ser usado por los demás en el debate político. Su exigencia de
que todos usemos su manual provocará precisamente el tipo de diálogo anti-neutro

214
BRUCE ACKERMAN

que hemos querido evitar en un principio: ¿por qué mi deseo de alfiler equivale a
dos puntos de utilidad mientras que mi deseo de poesía equivale a cuatro? Si esto es
lo que la utilidad significa, ¡me niego a hablar un lenguaje político que me obliga a
falsear mis creencias morales básicas de manera tan sistemática!
Hasta aquí, dos pasos en falso en el camino hacia la neutralidad. Consolidemos
nuestro terreno llamando al primero la estrategia relativizadora: aquí los liberales
buscan relativizar el desacuerdo moral primario postulando a la base del diálogo
político neutro un valor moral supremo, supuestamente compartido por todos. Lla-
memos al segundo paso la estrategia de la traducción. Aquí se nos invita a traducir
nuestras categorías morales en un marco declaradamente no controversial de eva-
luación política. Puesto que ninguna estrategia parece para nada prometedora,
podemos darle al escéptico sobre la cuestión de la neutralidad una mayor belige-
rancia al preguntarnos si de verdad existe una manera liberal de responder al des-
acuerdo moral primario sin tratar de relativizarlo o traducirlo.

Bueno, supongo que podemos intentar trascender este desacuerdo moral primario.
En este sentido, Rawls, especialmente durante su fase kantiana, parecía7 invitarnos
a ganar perspectiva sobre nuestros desacuerdos morales primarios tratando de des-
pojarnos de todas las experiencias vitales particulares que los hacen tan importan-
tes para nosotros. ¡Si sólo pudiéramos llegar hasta la asombrosa ignorancia de los
habitantes de la “Posición Original”, tal vez alcanzaríamos la vía neutra para resolver
dialogando nuestros problemas de convivencia política!
La propuesta de Rawls es sólo el último de los intentos liberales de trascender el
desacuerdo moral. Muchos utilitaristas, por ejemplo, nos han insistido, de una ma-
nera u otra, en una perspectiva que, al compararla con la de Rawls, resulta claramen-
te atractiva. Al menos, no estamos obligados a vernos como cifras ignorantes cuyo
principal lema es “más para mí”. Debemos, en cambio, hablar como si fuéramos
observadores ideales,8 informados y benevolentes, de la disputa política en curso,
preocupados solamente en optimizar el bienestar del grupo. Las formidables dife-
rencias entre un contratista ignorante y un observador benevolente no deben, sin
embargo, cegarnos ante la falla básica que ambos comparten. Los partidarios de
ambos modos de trascendencia buscan cobrarnos un boleto de admisión —como si
fuera posible— antes de ingresar al debate político. Sólo podemos unirnos al diálo-
go si nos la arreglamos para hablar el lenguaje del ser trascendente sancionado sin
falsear nuestros compromisos morales primarios. Si ser falsos con nosotros mismos
es el costo de admisión, es perfectamente razonable negarse a pagarlo: “Ustedes
los así llamados liberales dicen que me dejan participar en el diálogo político sólo
si abordamos nuestros problemas mutuos desde la perspectiva de su ser trascenden-
te favorito. Pero, precisamente este paso de su receta de trascendencia es lo que
encuentro moralmente inaceptable”.
Puesto que el modelo de Rawls domina ahora el pensamiento liberal, esta sim-
ple queja toma a menudo la forma de elocuentes ataques contra la concepción

215
¿POR QUÉ DIALOGAR?

desarraigada del “yo” implícita en este experimento mental. Una generación atrás,
cuando los liberales tomaban el ideal de observación más en serio, la protesta era
contra la extraordinaria auto-inmolación requerida para pensarse a sí mismo en una
posición donde los compromisos personales de Bruce Ackerman no pesaran más
(si no menos) que los de Joe Shmoe.9 Aunque simpatizo con estas protestas particu-
lares, generalizarlas resulta aún más importante. La raíz del problema está en que es
incorrecto pedir a los ciudadanos afirmar el valor de cualquier ejercicio particular de
trascendencia como condición necesaria en la participación discursiva. Cualquier
demanda parecida casi seguramente requerirá que algunos ciudadanos hablen de
sí de manera denigrante o falsa; y es precisamente esta demanda la que desnatura-
liza el imperativo práctico. Tratar de trascender nuestros desacuerdos morales no
parece, en resumidas cuentas, más prometedor que relativizarlos o traducirlos. Una
vez más, hemos llegado a un impasse: ¿habrá una salida posible?

VI

Sí, pienso que la hay. Es la senda del comedimiento deliberativo. La idea básica es
bastante simple. Cuando Usted y yo nos damos cuenta que discordamos sobre una
u otra dimensión de la verdad moral, no debemos buscar un valor común que
supere nuestro desacuerdo; tampoco debemos traducir ese desacuerdo en térmi-
nos de un supuesto marco neutro; ni tampoco debemos buscar trascenderlo espe-
culando sobre cómo alguna criatura angelical podría resolverlo. Simplemente no
debemos decir absolutamente nada sobre ese desacuerdo y dejar de lado los ideales
morales que nos dividen en la agenda deliberativa del Estado liberal. Al comedir-
nos de esta manera, no descartamos la posibilidad de discutir sobre nuestros pro-
fundos desacuerdos morales en infinidad de contextos más privados. Simplemente
reconocemos que, mientras los debates políticos continúen, no ganaremos nada de
valor afirmando falsamente que la comunidad política tiene una sola manera de pen-
sar sobre cuestiones ampliamente controvertidas. Sin duda, el ejercicio del come-
dimiento deliberativo parecerá extremadamente frustrante —ya que nos impide
fundamentar nuestras acciones políticas en mucho de lo que tenemos por las
verdades más profundas y reveladoras conocidas por la humanidad. Sin embargo,
nuestro acto mutuo de comedimiento deliberativo nos permitirá a todos ganar
una apreciable ventaja: ninguno de nosotros se verá obligado a decir en el debate
liberal algo que le parezca positivamente falso. Habiendo limitado el debate de esta
manera podremos entonces dialogar sobre metas prácticas y productivas: identifi-
car los supuestos normativos que todos los participantes encuentren razonables
(o, al menos, no descabellados).
Para matizar esta idea sencilla, comencemos por clarificar el campo al que se
intenta aplicar. Al invocar el comedimiento deliberativo, no pretendo acallar las
voces de quienes desean desafiar uno u otro aspecto de su relación actual de poder
con los demás. Por el contrario, un orden político liberal debe permitir a cualquiera
hacer cualquier pregunta si el proyecto dialógico pretende tener éxito. Si el propó-
sito de la política liberal es proponer soluciones que todos los participantes en-

216
BRUCE ACKERMAN

cuentren razonables, ¿cómo se puede lograr esto si a los ciudadanos no se les permi-
te siquiera enunciar todas sus preguntas en la agenda discursiva?
Mi principio de comedimiento deliberativo no se aplica a las preguntas elabora-
das por los ciudadanos, sino a las respuestas que se pueden dar legítimamente a las
preguntas de los demás:10 cuando un ciudadano es enfrentado por la pregunta de
otro, no puede suprimir al que pregunta, ni tampoco puede responder recurrien-
do a su (comprensión de) la verdad moral. Debe, en cambio, estar preparado, en
principio, 11 para involucrarse en un esfuerzo deliberativo comedido restringido
para encontrar los supuestos normativos razonables para ambas partes.
El resultado sustancial del diálogo liberal dependerá, por supuesto, de nuestros
compromisos morales primarios. Sin embargo, podemos exponer algunas generali-
dades sobre la relación formal entre el debate político liberal y el intercambio de
ideas que se da en otros ámbitos de la sociedad liberal. Para hacer comprensibles
estos detalles formales, supongamos que hubiera sólo dos grupos primarios en nues-
tra sociedad liberal y que sus esfuerzos en un debate comedido han tenido éxito al
reconocer algún espacio evaluativo común. El contorno general de este debate
normativo, entonces, se verá así:

P1 L P2

P 1 y P 2 representan el conjunto de supuestos morales que cada grupo primario


sostiene a su interior. En el debate intergrupal, sin embargo, los participantes sólo
hacen uso de L-propuestas para propósitos de resolución de conflictos. Porque
sólo estas proposiciones no serán rechazadas como falsas por miembros de cual-
quier grupo (aunque las razones que P1 y P2 den para justificar cualquier propuesta
L particular puedan ser, por supuesto, bastante diferentes).
Al esperar que Usted encuentre este formalismo esclarecedor, quisiera recalcar
que sólo describe la primera, y más negativa, etapa de la dialéctica liberal —la etapa
donde los ciudadanos liberales, a través del ejercicio del debate comedido, identi-
fican L-propuestas que puedan funcionar como premisas de valor público en la
discusión política liberal. Aún si esta operación purificadora se llevara a cabo total-
mente,12 quedaría pendiente para la ciudadanía liberal idear argumentos positivos
que partieran de las premisas públicas disponibles —argumentos lo suficientemen-
te significativos para resolver los conflictos presentes de los ciudadanos. Obviamente,
esta operación positiva implica creatividad. Dependiendo del conjunto de propues-
tas L, habrá una amplia gama de posibilidades discursivas a la mano.

VII

Pero, oigo que Usted pregunta si este cuarto camino a la neutralidad difiere real-
mente de los primeros tres. ¿No requerirá también de algo que la gente no esté
moralmente dispuesta a ceder?

217
¿POR QUÉ DIALOGAR?

Sí, pero el sacrificio es de una índole distinta. En lugar de exigir que la gente
diga cosas que cree falsas, le pido hacer una especie de sacrificio emocional. Al
menos cuando los ciudadanos liberales se junten con el objetivo de idear solucio-
nes legales y autorizadas para sus conflictos, cada uno debe tratar de reprimir su
deseo de decir muchas cosas que cree verdaderas, pero que podrían desviar la
energía del colectivo del camino de elaborar implicaciones prácticas del grupo L.
Este tipo de represión selectiva es —pienso yo— un rasgo familiar de la vida
social. Es continuamente requerida en el ejercicio cotidiano de aquello que los
sociólogos llaman juego de roles. Cada rol social se puede entender como un con-
junto de restricciones convencionales sobre la conducta simbólica adecuada. Cuan-
do actúo como abogado, opero bajo restricciones diferentes de las que limitan mi
conducta como maestro, las que a su vez difieren de las necesarias para trabajar en una
obra de construcción. Algunos roles permiten un rango mayor de conducta simbólica
que otros; pero todos los roles son restrictivos y excluyen amplios dominios de debate
de la agenda mientras los participantes desempeñan un rol particular.13
La verdad no es argumento suficiente para salirse de un rol. Así, cuando imparto
una clase de filosofía política, debo contener cualquier impulso de hablar sobre
cálculo de variaciones —aunque mis comentarios sobre el cálculo sean más verda-
deros que cualquier cosa que pueda decir sobre política. Para ser un actor social
competente, constantemente debo emprender un proceso de represión selecti-
va; conteniendo así el impulso de decir la verdad sobre un gran número de asuntos
irrelevantes para mi rol, es decir, para cumplir con la forma de vida particular en la
que estoy involucrado. Así como Usted y yo debemos tratar de concentrarnos cuando
fabricamos un automóvil o adoramos a Dios, de igual manera los ciudadanos libera-
les deben ejercer un autocontrol parecido al involucrarse en la política liberal. Es
decir, deben tener presente que se reúnen, no para fabricar un Buick mejor o salvar
las almas del prójimo, sino para resolver los conflictos de la vida social de manera
razonable para todos los participantes. En este sentido, al hacer un llamado a la
gente para hacer ejercicio de autocontrol deliberativo en la vida pública, les estoy
pidiendo que pongan en práctica una habilidad fundamental que todo ser humano
socializado posee (en diferentes grados).
Pero, por supuesto, esto apenas alcanza para eximir mi reclamo de controversias
morales: la idea del comedimiento deliberativo es, en el mejor de los casos, parte de
una filosofía política satisfactoria, no su totalidad. Evidentemente, mi propuesta se
opone a los partidarios de una ética de la espontaneidad radical, quienes ven en
todos los roles verdaderas cadenas del espíritu humano y nos predican que debe-
mos destruirlos en cuanto comencemos a desempeñarlo competentemente. 14 A
este nivel, la defensa de las restricciones deliberativas de la ciudadanía liberal es
simplemente un caso especial de adhesión al valor del juego de roles en la vida social.
Tal defensa no necesita negar la realidad de las restricciones impuestas al espíritu
que el crítico romántico encontrará tan agobiante, ni la importancia de trabajar por la
creación de nuevas relaciones entre los roles, de relaciones que expresen mejor los
diferentes matices de nuestro ser. (De hecho, mi propuesta de desarrollar más a
profundidad el rol del ciudadano liberal se identifica con esta segunda necesidad).

218
BRUCE ACKERMAN

Un defensor del juego liberal de roles debe argumentar que el crítico romántico ha
escogido el camino errado para aliviar la asfixia que le provocan los límites de los
roles. En lugar de atacar la idea en sí de juego de roles, parece ser más sabio buscar
alivio en la maravillosa capacidad humana de intercambiarlos en el tiempo. Puedo
ser abogado, maestro, obrero de la construcción, padre y entrenador de béisbol; así
como ciudadano liberal. Aunque cada uno de estos roles impone sus propias limitacio-
nes, el valor de mi vida sobre el tiempo difícilmente se agota en la manera como enfren-
to los desafíos de cada uno de ellos; depende más bien de la manera en cómo
cambio de un rol a otro durante el transcurso del tiempo y en cómo construyo un
todo significativo de estas partes limitadas temporalmente. Esto parece ser una mejor
respuesta a las inconveniencias de cualquier rol individual que un esfuerzo román-
tico por repudiar tajantemente el juego de roles.
Aún si se nos concediera lo anterior, la defensa del comedimiento liberal debe
dar lugar a una segunda etapa. Después de todo, no estoy abogando por un sistema
de roles, sino por un sistema que dé al rol de ciudadano liberal un lugar central.
¿Por qué es tan positivo resolver los conflictos mediante un diálogo neutramente
limitado?

VIII

Hay muchas maneras de responder esta pregunta. Algunos optarán por explicar
ampliamente las virtudes intrínsecas de la ciudadanía liberal: el singular valor del
implacable esfuerzo liberal por tejer una red de inteligibilidad que una a distintas
facciones pese a sus múltiples diferencias morales, el valor moral de permitirnos a
todos participar en la política sin falsear nuestras convicciones más profundas. Otros
buscarán caminos más orientados a explicar el valor de las consecuencias: insistir en
el valor de una sociedad abierta, que es la meta del principio de ciudadanía liberal.
Mi objetivo aquí, sin embargo, no ha sido convencerle a Usted del valor más allá
de toda duda del principio de ciudadanía liberal. Ha sido más bien sugerir su
peculiaridad. He tratado de explicar los puntos de partida liberales para el impera-
tivo dialógico de la política y de defender este imperativo práctico contra dos obje-
ciones relativamente obvias: la del partidario del mercado libre y la del escéptico de
la neutralidad. Aunque la problematicidad de la objeción del partidario del libre
mercado es bastante obvia,15 recién acabo de comenzar a tomarme en serio al escép-
tico. En el mejor de los casos, he sugerido por qué los fracasos confesos del pasado
no deben desalentarnos de abrir la brecha hacia el Estado liberal —un Estado me-
diante el cual, por el ejercicio firme del comedimiento deliberativo, Usted y yo
podemos hablar de formas que ninguno condene por encontrarlas moralmente
inaceptable.
No he tratado de establecer positivamente que el camino del comedimiento
deliberativo no nos lleve a los liberales a una cuarta situación sin salida. A medida
que Usted y yo vayamos descubriendo que estamos en desacuerdo cada vez más, tal
vez nos demos cuenta de que el ejercicio del comedimiento deliberativo nos deja
sin nada que hablar acerca de nuestros problemas básicos de coexistencia. Para

219
¿POR QUÉ DIALOGAR?

ponerlo en términos de nuestro sencillo diagrama de Venn, quizá el conjunto L resul-


te vacío. Esto parece probable ya que la sociedad occidental típica contiene mu-
chos grupos primarios, mientras que nuestro esquema contempla un conjunto L
para una sociedad formada por dos grupos. A medida que aumentemos el número
de círculos en nuestro esquema, el espacio de deliberación descrito por el con-
junto de intersección L se volverá cada vez menor. Bajo las condiciones modernas,
¿se encogerá hasta cero?
Esta es la pregunta que me he planteado en Social Justice in the Liberal State.16 En
lugar de repetirle mi propia respuesta, encuentro más importante alentarle a pen-
sar la pregunta adecuada; advirtiéndole del peligro de un diagnóstico superficial
de la aspiración liberal. El liberalismo no depende de una dudosa fe en los merca-
dos. Tampoco necesita exigir una forma alienante de auto-presentación que nos
lleve a repudiar públicamente nuestras convicciones más profundas. Por el contra-
rio, el liberalismo nos reclama reflexionar sobre el imperativo práctico de hablar
tanto a los extraños como a los propios; y decidir si, pese a la incómoda alteridad del
otro, tenemos todavía algo razonable que decirnos en nuestros esfuerzos por vivir
juntos sobre la faz de este complicado planeta.

NOTAS
1
Este tema ha sido desarrollado en extenso, y desde diferentes ángulos, por Jürgen Habermas
a lo largo de su carrera. Comparar Conocimiento e interés, Crisis de legitimación y Teoría de la
acción comunicativa.
2
Comparar con T. M. Scanlon, “Contractarianism and Utilitarianism”, en A. Sen y B.
Williams, (eds.), Utilitarianism and Beyond, Nueva York, Cambridge, 1982, pp. 103-128, espe-
cialmente pp. 110-119; T. Nagel, “Moral Conflict and Political Legitimacy”, Philosophy and
Public Affairs, vol. 16, núm. 3, verano de 1987, pp. 215-240.
3
Siempre y cuando nuestros negocios no perjudiquen a otros (un “pero” bastante grande).
4
Nueva York, Basic Books, 1974, cf. p. 150.
5
Dentro de los partidarios modernos del libre mercado, sólo Friedrich Hayek ha buscado
desafiar frontalmente el supremo imperativo práctico. A diferencia de Nozick, Hayek no se
queda corto solamente en dar cuenta del problema de los derechos originales, sino que trata
de curarnos de la enfermedad ilustrada que nos lleva siempre a pensar que este problema
es digno de consideración. Contra la Ilustración, Hayek recalca la capacidad patéticamen-
te limitada de los individuos para comprender su entorno. A su manera de ver, los hombres
y las mujeres simplemente no pueden tener la perspectiva para elaborar el tipo de juicios
sobre las condiciones sociales propugnados por los teóricos de la justicia distributiva (sean
liberales o no). En lugar de esos torpes esfuerzos “por corregir” el mercado, la persona
sensata debe contemplar con admiración cómo los mercados permiten a los seres humanos
intercambiar mucha más información de la que cada uno de ellos podría procesar por
cuenta propia. En lugar de destruir este delicado organismo evolutivo, deberíamos despo-
jarnos de la fantasía iluminista de que hombres y mujeres pueden, a través del diálogo
público, obrar mejor que la mano invisible del mercado. Este arrogante debate sobre la
justicia social sólo dará mejores condiciones para que oscuros burócratas medren a expen-
sas de todo el mundo. Consecuentemente, dejémonos de plantearnos el problema de la

220
BRUCE ACKERMAN

justicia y limitémonos a negociar las migajas que el mercado tenga a bien dejarnos. Ver F.
Hayek, Law, Legislation, and Liberty: The Mirage of Social Justice, Chicago, University Press,
1976, especialmente pp. 62-101.
La crítica de Hayek no me convence para nada. No porque trate de minimizar la
importancia de los mercados; —de hecho, ellos son la herramienta clave que permite a
personas con ideales radicalmente diferentes coordinar sus actividades con mutuas venta-
jas— sino porque encuentro mistificador el esfuerzo de Hayek por tratar al mercado como
un correlato casi divino de la condición humana. Más que un desarrollo orgánico, el
sistema moderno de mercado es el producto de una infinita serie de decisiones altamente
conscientes de políticos, abogados y policías. A pesar de sus limitaciones mentales, la mayo-
ría de la gente está perfectamente al tanto de esta realidad, y es capaz de darse cuenta si el
mercado opera más o menos justamente según las órdenes de operación recibidas de
políticos, abogados y policías. El objetivo de esta nota, sin embargo, no es lidiar con los
argumentos de Hayek con el cuidado que se merecen, sino señalar que estos operan a un
nivel más fundamental.
6
Debido a algunas de las razones sugeridas por Donald Davidson en “Judging Interpersonal
Interests”, en J. Elster y A. Hylland (eds.), Foundations of Social Choice Theory, Nueva York,
Cambridge, 1986, pp. 195-211.
7
A pesar de la descalificación que Rawls hace posteriormente de esta interpretación,
(“Justice as Fairness: Political not Metaphysical”, Philosophy and Public Affairs, vol. 14, núm. 3,
verano de 1985, pp. 223-251), no creo que los críticos hubieran cometido una sobreinter-
pretación al encontrar este tema (que coexiste incómodamente con muchos otros) en las
obras más importantes de Rawls. Ver M. J. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Nueva
York, Cambridge, 1982.
8
Ver R. Firth, “Ethical Absolutism and the Ideal Observer”, Philosophy and Phenomenological
Research, vol. 12, núm. 3, marzo de 1952, pp. 317-345.
9
El desarrollo de esta línea crítica durante la última generación puede ser provechosamen-
te abordada en la obra de Bernard Williams. Comparar su Ethics and the Limits of Philosophy,
Cambridge, Harvard, 1985, con J. J. C. Smart y B. Williams, Utilitarianism: For and Against,
Nueva York, Cambridge, 1973, pp. 77-155.
10
La simple distinción entre preguntas y respuestas sirve para clarificar un proyecto rawlsiano
con el cual me identifico en grado sumo. En su obra más reciente, Rawls está preocupado
por distinguir la vida política liberal de una fundada en un “mero modus vivendi”. Ver J.
Rawls, “The Idea of an Overlapping Consensus”, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 7, núm.
1, primavera de 1987, especialmente pp. 10-15. Para mí, esta etiqueta peyorativa describe
un régimen que extiende el principio de comedimiento deliberativo más allá de sus límites
propios para negar a los ciudadanos el derecho irrestricto de insistir en una respuesta
liberal para cualquier aspecto de su relación con el poder que desean cuestionar al poner-
la en la agenda política. Considerar, por ejemplo, un orden político que amenaza castigar
a cualquiera que intente provocar un debate político serio sobre la distribución existente
de derechos de propiedad o de roles genéricos. Aunque la agenda política queda abierta
a preguntas sobre otros temas, se le dice a cada persona que se tiene que conformar
simplemente con el status quo en lo relativo a la dimensión de poder en cuestión. Tal
restricción de la libertad política, a mi parecer, empobrece incuestionablemente el régi-
men de legitimidad liberal y lo reduce al status de “mero modus vivendi”.
No puedo negar, sin embargo, que un “mero modus vivendi” puede ser lo mejor que los
liberales pueden esperar bajo determinado conjunto de condiciones extremas —en las cua-

221
¿POR QUÉ DIALOGAR?

les permitir la consideración política seria del poder que proviene de la propiedad o lo que
sea amenaza con causar graves conflictos y lleva sólo a la destrucción de un orden político
que, de otra manera, tal vez habría generado un diálogo productivo sobre otros proble-
mas. Aún como medida temporal, sin embargo, el uso de esas “leyes de mordaza” conlleva
graves peligros. Sin embargo, siendo el mundo como es, no puedo decir que tan extrema
medida resulte absolutamente impensable. Ver S. Holmes, “Gag Rules or the Politics of
Omission”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, Nueva York,
Cambridge, 1988, pp. 19-58.
11
Por supuesto, se deben tomar medidas prácticas para organizar la agenda de tal manera
que sea manejable en los debates y decisiones del mundo real. Pero esta tarea práctica no
puede convertirse en pretexto para la postergación infinita de aquella parte de la agenda
que algunos participantes poderosos no quieran considerar. Ver nota 10.
12
En la vida real, usualmente no habrá necesidad práctica de una separación tajante de las
dos fases de la dialéctica liberal descrita en este párrafo.
13
Para un análisis brillante de este aspecto de las relaciones entre los roles, ver E. Goffman,
Frame Analysis: An Essay in the Organization of Experience, Cambridge, Harvard, 1974.
14
Roberto Unger llega notablemente cerca a esta posición en su obra reciente. Ver Passion,
Nueva York, Free Press, 1984; Social Theory: Its Situation and Its Task, Nueva York, Cambridge,
1987; False Necessity, Nueva York, Cambridge, 1987.
15
Recuerden mi inadecuado tratamiento de Hayek en la nota 5.
16
New Haven, Yale, 1980.

222
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 223-225

DOSSIER
u

LIBERALISMO VERSUS POSTLIBERALISMOS


Resulta en nuestros días ya un lugar común escuchar afirmaciones que destacan el
renovado y poderoso florecimiento del pensamiento liberal. En efecto, se trata de
aseveraciones que no por excesivas dejan de ser veraces y exactas. Con ellas, ante
todo, se manifiesta el vigor y actitud hegemónica y desafiante de una producción
teórico-filosófica —fundamentalmente de corte anglosajón aunque también inclui-
ría aportaciones importantes de otras tradiciones— interesada en argumentar a
favor de bases morales sólidas que marcarían la superioridad de su concepción de
individuo y sociedad así como de sus principios de justicia, libertad e igualdad.
Del lado de los publicistas y defensores de estas afirmaciones, encontramos a
aquellos que no sólo han proclamado el indiscutible triunfo de este pensamiento
frente a sus más acérrimos y conocidos adversarios (todas las variantes de socialismo
existentes y las diversas posturas del romanticismo irracionalista), sino que además
han insistido en recordar y recalcar la vasta variedad interna y la complejidad intrín-
seca del liberalismo como corriente política y tradición filosófica intelectual.
Bajo el manto del liberalismo (o postliberalismo para quien prefiera un término
en realidad más ambiguo y confuso) recobran hoy actualidad y estatuto de ciudada-
nía en la agenda de discusión un espectro de posturas ético-políticas que van desde
el extremo del libertarismo o liberismo radical y de derecha de un Robert Nozick,
hasta las más recientes reediciones de un socialismo democrático como el de un
(¿Norberto Bobbio?). En tal panorama, el justo medio estaría reservado, naturalmen-
te, a John Rawls —“el sumo sacerdote de la perspectiva neocontractualista” como le
llamó en alguna ocasión José G. Merquior— y su liberalismo normativo e igualitario.
Pero la imagen de un tranquilo triunfo del liberalismo sobre sus adversarios
tiene obvios límites. Desde la perspectiva de los críticos y detractores del pensa-
miento liberal, esta victoria ampliamente pregonada es, después de todo, precaria y
frágil. En efecto, para los críticos más radicales y externos, el auge de esta tradición
puede reducirse fácilmente a una sofisticada pero indudable justificación-utiliza-
ción ideológica de los valores liberales para encubrir el carácter apolítico y
desestructurante de las sociedades capitalistas actuales. En cambio, para los críticos
moderados e internos del liberalismo, el resurgimiento de este pensamiento ex-
presa básicamente la revisión profunda, compleja y polémica (aunque quizá tam-
bién positiva y oportuna) de los supuestos básicos, problemas centrales y desafíos
ineludibles de la realidad de las sociedades contemporáneas.
Ahora bien, si tuviésemos que sistematizar el amplísimo panorama de temas y
problemáticas alrededor de una polémica o reflexión concreta podemos sostener
que las diversas varientes del pensamiento liberal pueden agruparse en torno a tres

223
DOSSIER

ejes centrales, a saber: el debate liberalismo-comunitarismo; la discusión sobre la


emergencia de nuevas identidades nacionales, es decir, la actual, candente y com-
pleja temática del multiculturalismo; y, finalmente, la relación entre liberalismo y
democracia en el contexto del nuevo horizonte de fin de siglo.
Ninguno de esos tres ejes de desarrollo ha sido agotado de manera concluyente.
De ellos, el primero ha suscitado un rico e intenso debate que, a pesar de haber
generado importantes consensos en relación a sus principales tópicos de discusión,
todavía sigue abierto y actual, si bien quizá con algo de menor fuerza e interés. El
segundo eje de desarrollo, por su parte, ocupa sin duda el primerísimo lugar de
interés en la agenda filosófica liberal de hoy día. Por tanto, el multiculturalismo es
un tema no sólo actual y vivo sino fundamentalmente inacabado en su planteamien-
to, abordaje y resolución. Finalmente, el tema de la relación entre liberalismo y demo-
cracia espera su turno para quizá englobar y capitalizar el resultado de los dos debates
precedentes. Lo cierto es que la actual renovación de la teoría política liberal no
puede comprenderse sin la contribución fundamental de los críticos moderados e
internos, quienes, al contraponer justamente la noción de comunidad a la clásica
defensa liberal del individualismo y de la propiedad privada, han dado paso a una
reformulación intensa e incluso revolucionaria de las nociones de política, poder,
derecho, justicia, pluralidad, neutralidad, privado, público, etcétera.
Esta importante modificación de la fisonomía del pensamiento liberal exige,
naturalmente, una detenida y atenta reflexión. A esta tarea se dirige el presente
número de Metapolítica. El conjunto de trabajos aquí reunidos constituyen una invi-
tación (ciertamente modesta pero consecuente) a examinar, debatir, enjuiciar y
proponer alternativas viables a las principales líneas de desarrollo de las diversas
variantes del pensamiento liberal.
En principio, reconocemos que, por la extensión y complejidad del debate, es
virtualmente imposible dar cuenta cabal de las numerosas modalidades y matices que
subyacen al liberalismo. Aún así, creemos que su examen y revisión, por más fragmen-
tada que sea, contribuye a clarificar no sólo el sentido, alcance y efectiva viabilidad de
la filosofía liberal y sus instituciones, sino que también permite esclarecer aquella
íntima interlocutora natural de la civilización occidental: la democracia.
Al respecto, unas palabras finales. En Metapolítica, hemos tomado una posición
tajante, como demócratas convencidos y consecuentes, en contra de todas las inter-
pretaciones reductoras de la democracia que bajo el pretexto de una supuesta pers-
pectiva realista la acotan a su dimensión elitista y procedimental. En cambio, nos
adscribimos a aquella otra lectura que busca la máxima expansión posible de la
participación y del debate, la afirmación del conflicto, la apertura del espacio
público y, en suma, la cristalización de la democracia en un modo de vida, un
modo de sociedad. De ahí que nuestra propuesta de revisión del caleidoscopio de
los liberalismos —crítica si es que va a ser productiva— se encuentre animada por
el inacabable esfuerzo por construir un modo de convivencia verdaderamente
solidario, fraterno y humano.

224
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 225-240

LIBERALISMO Y JUSTICIA
REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO*
Enrique Serrano G.

Resumen

Tomando como presupuesto el actual desarrollo del debate intraliberal, el autor


del presente texto propone una relectura de algunos clásicos del liberalismo como
Locke, Smith y Kelsen para encontrar los elementos que fundamenten, desde esta
misma tradición, una sólida crítica a lo que se ha dado en llamar “neoliberalismo”.
Bajo tal perspectiva, añejos valores como pluralismo, libertad, justicia distributiva,
entre otros, adquieren un nuevo sentido y permiten una revalorización liberal de la
política entendida como mecanismo de orden, integración y estabilidad dentro de
un contexto social conflictivo.

En este trabajo me propongo mostrar cómo a pesar de compartir ciertos presupues-


tos básicos, en la tradición liberal existen profundas transformaciones y divergen-
cias que hacen imposible emitir un juicio simple sobre ella, ni siquiera cuando se
hace la distinción entre un liberalismo político y uno económico. Con ello, preten-
do cuestionar la manera en que se presentan las rivalidades en las modas teóricas
recientes. En especial, me interesa destacar que la amplitud y diversidad de la
tradición liberal hace posible encontrar en ella misma los elementos para desarro-
llar una crítica sólida (solidez que se debe en gran parte a su carácter interno) a lo
que se ha llamado “neoliberalismo”.

EL “PRINCIPIO” DEL LIBERALISMO

En su ya clásico libro La teoría política del individualismo posesivo1 (1962), Macpherson


vincula las teorías de Hobbes y Locke con la consolidación de una sociedad de
mercado y con la moral individualista propia de una clase comercial en expansión.
Posteriormente, con base en esta interpretación, Habermas sostiene en su trabajo
Teoría y praxis (1963) lo siguiente:

La raison del Estado absolutista construido iusnaturalistamente por Hobbes es libe-


ral. Pues las leyes de la razón natural desarrolladas bajo el título de la libertad no

*
Agradezco a Julieta Marcone, Benjamin Arditi, Mariano Molina y Luis E. López por sus
valiosos comentarios sobre éste y otros trabajos.

225
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

sólo ligan internamente la conciencia y la buena voluntad de los hombres, sino


que están también en la raíz del contrato social y de dominio de los ciudadanos,
de tal modo que —como muestra el capítulo 13 del De Cive— el portador del
poder estatal está fundamentalmente obligado a las intenciones liberales del dere-
cho natural. En esta medida, Hobbes es el auténtico fundador del liberalismo.2

Si bien es cierto que Hobbes y Locke comparten tanto un contexto social, como una
forma de argumentación, se debe matizar esta línea de interpretación para evitar los
vértigos argumentativos que llevan a perder las distinciones. Precisamente, entre
ellos existen una serie de diferencias que marcan el paso del absolutismo al liberalis-
mo, tenerlas en cuenta nos va a permitir determinar el eje de esta última tradición. En
ambos autores, encontramos la tesis —la cual puede ser considerada como el funda-
mento del pensamiento moderno— de que el orden social es un “artificio” humano.
Ello implica no sólo asumir el hecho evidente de que el orden social es el resultado
de las acciones humanas, sino también el reconocer que: a) no es posible acudir a un
principio trascendente para explicar y/o justificar su dinámica, b) que el rasgo distin-
tivo del ser social es la contingencia (lo que niega la existencia de un modelo
universal y necesario al que deban adecuarse las distintas sociedades), y c) que la
contingencia del orden social se manifiesta en la pluralidad del mundo humano.
A partir de estos presupuestos comunes empiezan las diferencias entre estos
autores. Para Hobbes, la contingencia del orden social significa que no existe una
noción universal de justicia; ya que ésta es un atributo de las leyes, las cuales, a su vez,
son creadas por aquél que ejerce el poder soberano (Autoritas, non Veritas facit Legem).
Si bien es cierto que Hobbes apela a un “derecho natural”, la concepción que tiene
de éste es distinta de la aceptada por la tradición iusnaturalista clásica.3 En primer
lugar, Hobbes distingue “jus naturale” y “lex naturalis” (“la ley y el derecho difieren
tanto como la obligación y la libertad, que en una y la misma materia son incompati-
bles”). Mientras el “derecho natural” se refiere a las capacidades físicas que tienen
los individuos, con independencia del orden social —las cuales se condensan en su
peculiar interpretación de los conceptos de “libertad” e “igualdad”—, las leyes na-
turales son preceptos de la razón derivados de la experiencia, que limitan el dere-
cho (poder) natural de los individuos (“el derecho consiste en la libertad de hacer
o no hacer, mientras que la ley determina y ata a uno de los dos”). La diferenciación
entre jus y lex es la base de la reinterpretación empirista que Hobbes realizó de las
nociones clásicas, con la que pretendía superar la tensión entre ley natural y ley
positiva, que había sido la característica de la traducción iusnaturalista. Recorde-
mos que en el capítulo XXVI de la segunda parte del Leviatán se llega a sostener que los
preceptos naturales no son propiamente leyes, “sino cualidades que disponen los hom-
bres a la obediencia”, por lo que el orden jurídico, en sentido estricto, queda redu-
cido al sistema de leyes positivas emanadas de la soberanía estatal.
En segundo lugar, aunque en la teoría de Hobbes se mantiene la tesis, propia
del iusnaturalismo, de que existe una estrecha conexión entre “lex naturalis” y “recta
ratio”, en ella la razón deja de ser esa supuesta esencia eterna del “Hombre”, que
como “lumen naturalis” le permite percibir la legalidad inscrita en el cosmos o la
creación divina, para transformarse en una instancia legisladora, surgida de la expe-

226
ENRIQUE SERRANO G.

riencia. Para este representante del Absolutismo, la razón no es otra cosa que la
facultad de razonar (calcular) a partir de las palabras convenidas, y, dado que el
significado de las palabras se establece por una definición arbitraria, es imposible
pretender que la razón posea o pueda acceder a verdades eternas o a leyes que
tengan un contenido universalmente válido.4 Por tanto, decir que Hobbes es un
representante más del iusnaturalismo o que “la raison del Estado absolutista cons-
truido iusnaturalistamente por Hobbes es liberal” implica una omisión que puede
llevar a graves errores.
Locke se convierte en el fundador del liberalismo al rescatar del iusnaturalismo
clásico la identificación entre “derecho natural” y “ley natural”, para oponerse a la
tesis hobbesiana respecto a que admitir la contingencia del ser social conduce de
manera necesaria a negar la existencia de una noción universal de justicia. Mientras
Hobbes afirma: “No hay entre los hombres de ninguna nación una razón universal
en la que estén de acuerdo, fuera de la razón de aquel que ostenta el poder”;5 Locke
sostiene:

El estado natural tiene una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a
todos. La razón, que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres humanos que
quieren consultarla que siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro
en su vida, salud, libertad o posesiones (...) La libertad natural del hombre consiste
en no verse sometido a ningún otro poder superior sobre la tierra, y en no encon-
trarse bajo la voluntad y la autoridad legislativa de ningún hombre, no reconocien-
do otra ley para su conducta que la de la Naturaleza.6

El esquema “estado natural-contrato social-estado civil” común a la argumentación de


Hobbes y Locke hace patente, como hemos dicho, que ambos comparten la tesis
de que el orden social, al ser un producto de la actividad humana, es contingente;
sin embargo, mientras Hobbes considera que el único acuerdo que puede existir
entre los hombres es establecer un poder político, que al crear y mantener un orden
social, garantice la seguridad de los individuos, para Locke el acuerdo debe incluir,
antes de la constitución del poder político común, la definición de justicia a la que
debe ajustarse el sistema institucional. Precisamente, el principio de la teoría política
liberal consiste en el reto de conciliar el admitir la contingencia del orden social y la defensa de
una noción racional de justicia, como fundamento del orden social en general y de su legalidad
en particular. Cuando se habla de su “principio” no sólo se hace referencia a su
origen histórico, al mismo tiempo, se denota el fundamento en el que se sustenta el
desarrollo de la teoría liberal. El que este principio sea una problemática abierta y
no una supuesta evidencia o verdad, explica la variedad histórica de teorías libera-
les. Lo que comparten las diversas teorías liberales no es una solución común, sino
una forma de plantearla. Esta manera de enfrentar dicha problemática, presente ya
en los trabajos de Locke, puede ser caracterizada por tres rasgos fundamentales: a)
pluralismo, b) individualismo y c) procedimentalismo.

a) Aunque Hobbes advierte que la pluralidad es un efecto de la contingencia del


orden social, al mismo tiempo, afirma que la única posibilidad de acceder a un

227
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

orden social estable es restringiendo esa pluralidad, por ello considera que una de
las facultades esenciales del poder soberano estatal es definir e imponer una defini-
ción pública de justicia. En cambio, para el liberalismo no es posible, ni deseable
restringir la pluralidad, mucho menos suprimirla en ningún ámbito social. Al ser la
libertad una consecuencia de la contingencia del ser social, asumir aquella como el
valor supremo, implica aceptar la pluralidad no sólo como un hecho ineludible,
sino también como la prueba esencial de que se cumplen con las exigencias que
encierra ese valor. El complemento indispensable de este reconocimiento y valora-
ción de la pluralidad es la demanda de “tolerancia”.7 La única intolerancia que
admite el liberalismo es aquella que se mantiene ante los individuos o grupos que, al
considerar que su ideología está fundamentada en una supuesta verdad o en un
principio con validez absoluta, pretenden negar la pluralidad.
Por otra parte, el pluralismo liberal no sólo se refiere al reconocimiento de la
diversidad de formas de vida y concepciones del mundo, sino que también indica el
admitir que la dinámica social se encuentra constituida por una multiplicidad de
lógicas que guían las distintas actividades sociales. Es decir, desde la perspectiva
liberal, la sociedad está conformada por distintos “subsistemas”, cada uno de los cuales
tiene su propia especificidad. De ahí, su crítica a la creencia en la omnipotencia del
poder político. Junto al pluralismo de formas de vida, de concepciones del mundo
y de la dinámica social, existe, ligado a los anteriores, un “pluralismo de la personali-
dad”, el cual consiste en mantener que la personalidad de un individuo tampoco se
deja reducir a un sólo rasgo o característica. En suma, el pluralismo liberal implica
negar la existencia de un centro al que pueda o deba reducirse la complejidad so-
cial.8 En este sentido, el liberalismo se opone a la pretensión de la metafísica tradicio-
nal de buscar un principio último del que sea posible deducir la diversidad de lo real.

b) El individualismo ha sido el rasgo más discutido del liberalismo. Para aclarar un


poco esta amplia polémica se debe destacar que el término “individualismo” ha
adquirido diversos significados, los que, a pesar de estar relacionados, no deben
confundirse. Para simplificar se pueden distinguir dos grupos de significados: b.1)
aquellos que se encuentran ligados a una temática epistemológica y metodológica,
y b.2) aquellos que tienen que ver con un problema ético y político. Lo que hemos
propuesto llamar el individualismo epistemológico y metodológico parte del su-
puesto de que la explicación de las acciones individuales es la clave para dar razón
de los procesos sociales. Lo cuestionable de esta modalidad de individualismo son
dos subtesis ligadas al supuesto principal: la primera es considerar que la unidad
social puede comprenderse como un simple agregado de individuos, y la segunda
es postular que los individuos poseen intereses, derechos y una libertad “naturales”
(presociales). La crítica más contundente a esta modalidad de individualismo pro-
viene de Hegel, quien destacó que el individualismo moderno es el resultado de
una forma histórica de socialización y que, por tanto, las “robinsonadas” del indivi-
dualismo epistemológico-metodológico incurren en una serie de errores
categoriales al pasar por alto que todo discurso sobre el individuo presupone una
cierta noción de unidad social. Lo que nos dice Hegel es que todo individuo es

228
ENRIQUE SERRANO G.

producto de su contexto histórico y social, todo “yo” implica un “nosotros” y estos, a


su vez, un “ellos” (los “otros”). En la actualidad, esta crítica hegeliana ha sido retomada
por los representantes del llamado “comunitarismo”, en su cuestionamiento de las
teorías mas recientes del “neocontractualismo”.9
Es indiscutible que históricamente gran parte del liberalismo se encuentra vincu-
lado con esta modalidad de individualismo, que difícilmente puede sostenerse ante
las críticas que se han realizado de él. Sin embargo, el aspecto esencial del individua-
lismo liberal no es esta perspectiva epistemológica, sino lo que hemos propuesto
llamar el individualismo ético y político. Se puede aceptar que todo individuo es
producto de su contexto social e histórico, pero, al mismo tiempo, rechazar el que por
ello el individuo deba subordinarse al “todo” social y sus tradiciones. El propio Hegel
admite que el “individualismo” representa una de las grandes conquistas de la mo-
dernidad, ya que es el resultado de la expansión de las condiciones que hacen posi-
ble el ejercicio de la libertad. Este tipo de individualismo es el resultado de la crítica
que realiza el liberalismo a las visiones organicistas y jerárquicas de la sociedad, así
como de su rechazo de la legitimación paternalista del poder político.
El núcleo del individualismo ético-político puede condensarse en tres tesis:
b.2.1) la libertad es un atributo de las acciones del individuo, b.2.2) la autonomía y el
bienestar de cada individuo es el fin supremo de la organización social, b.2.3) cada
individuo es el mejor juez de su particular concepción de “vida buena”. El indivi-
dualismo no tiene que pasar por alto la importancia de la compleja trama de
interrelaciones y mecanismos sociales, ni ignorar la influencia del grupo sobre el
comportamiento individual, pero, en todos los casos, niega que esas fuerzas colecti-
vas posean un objetivo que trascienda a los individuos que participan en ellas. Dicho
de otra manera, el liberalismo rechaza toda Teodicea que pretenda justificar el mal
que sufren los individuos en nombre de un supuesto “Bien” colectivo, ya sea que
éste se conciba como la “Nación”, la “Clase Universal”, el “Espíritu del Pueblo” o
cualquier otro tipo de estos monstruos políticos, que han servido para legitimar y
ocultar el dominio que ejerce un cierto grupo sobre el resto de los miembros de la
colectividad. El liberalismo puede admitir que la plena autonomía y bienestar de los
individuos tiene como requisitos una serie de condiciones sociales; sin embargo,
niega que el sacrificio de la libertad individual sea el medio, técnica y moralmente,
adecuado para alcanzar dichas condiciones.
Cabe señalar que el liberalismo conjuga pluralismo e individualismo para tomar
postura frente al pluriverso irreductible del mundo humano. Ello se traduce en
mantener que la defensa de la pluralidad de grupos e identidades culturales, no
puede hacer a un lado el que cada uno de éstos, a su vez, se encuentra constituido
por una pluralidad de individuos. Ninguna identidad colectiva agota a las identida-
des individuales. Es decir, no es admisible, como sucede en la teoría política de Carl
Schmitt, asumir el pluriverso de los Estados-nación y, paralelamente, negar la plura-
lidad interna de cada Nación y/o etnia.

c) El asumir el pluralismo y el individualismo como hechos insuperables y, además,


como expresiones del valor de la libertad implica admitir que la constitución de un

229
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

orden social estable es una tarea permanente, problemática y conflictiva. Ante ello,
el liberalismo propone como alternativa lo que aquí se ha denominado “procedi-
mentalismo”. Este tiene dos facetas estrechamente relacionadas: c.1) la concepción
procedimental de la razón y c.2) el procedimentalismo institucional. En contraste
con las concepciones tradicionales que definen a la “Razón” por un contenido
determinado (una serie de verdades universales y necesarias), para el liberalismo la
racionalidad se define a partir de los procedimientos que nos permiten revisar
nuestras creencias y actitudes (esta noción de racionalidad que se forja lentamente
a lo largo de la historia del liberalismo encuentra su expresión más clara en el
“racionalismo crítico” de Karl R. Popper). Si la vida puede racionalizarse desde
diversos puntos de vista, ello quiere decir que lo racional o irracional se manifiesta,
en primer lugar, no en los “contenidos”, sino en las actitudes que tenemos frente a
ellos. La universalidad propia de la razón ya no es una propiedad de determinados
contenidos sino de los principios, que como ideas regulativas, conforman los proce-
dimientos críticos. Verdad, corrección, objetividad, etcétera, aparecen como princi-
pios universales que al entrar en tensión con la particularidad de los contenidos de
las creencias exigen que éstas sean corregidas de manera permanente. La preten-
sión de universalidad ligada a la razón no es, en este caso, una demanda de
homogeneización, sino de evitar la exclusión.
Esta noción procedimental de la razón tiene una repercusión directa sobre la
manera en que debe concebirse el orden institucional. Al desligarse el predicado
de racional de un contenido particular, para caracterizar los procedimientos críti-
cos, se reconoce, al mismo tiempo, que en una sociedad compleja el único acuerdo
que puede darse entre los diversos individuos es en torno a los procedimientos que
permiten dirimir sus diferencias dentro de un contexto conflictivo. El ideal de la
política ya no puede considerarse la realización de un modelo concreto de socie-
dad, sino una “ingeniería” institucional que mediante el equilibrio de poderes y el
diseño de procedimientos permita la coexistencia de la unidad del orden social y
su pluralidad interna. El paradigma de ello se encuentra en el “Estado de Derecho”
y en la democracia, entendida como una escenificación de los conflictos sociales,
basada en un acuerdo entre todos los participantes sobre los procedimientos que
hacen posible la toma de decisiones.

DE LA “NEUTRALIZACIÓN” A LA RECUPERACIÓN DE LA POLÍTICA

Cuando en su polémica con el Absolutismo, Locke apela a la existencia de “dere-


chos naturales” su intención es negar que el contenido de la noción de justicia
dependa de la voluntad de aquél o aquéllos que ejercen el poder político. Sin
embargo, el iusnaturalismo parece no compaginar con la tesis de la contingencia
del orden social, así como con el empirismo de su epistemología. Una de las prime-
ras aportaciones de Adam Smith es el intentar ofrecer una solución a esta tensión.
Para ello, retoma la tesis de Hobbes respecto a que las llamadas “leyes naturales” son
resultado de la experiencia en la interacción social. Pero la diferencia respecto al
teórico del Absolutismo consiste en negar que la explicación de las acciones huma-

230
ENRIQUE SERRANO G.

nas puede reducirse a un motivo egoísta. Por el contrario, según él, la conducta de los
hombres es el efecto de una compleja relación conflictiva entre diversos tipos de
pasiones e intereses, la influencia de los hábitos y las costumbres, así como nuestro
conocimiento de las reglas morales de conducta. Aunque admite que todo indivi-
duo tiene una visión parcial sobre la corrección de su comportamiento, al mismo
tiempo señala:

Pero la naturaleza no ha dejado a esta tan importante debilidad sin remedio, ni nos ha
abandonado por completo a los espejismos del amor propio. Nuestra continua obser-
vación de la conducta ajena nos conduce insensiblemente a formarnos unas reglas
generales sobre lo que es justo y apropiado hacer o dejar de hacer (...) Así se forman
las reglas generales de la moral. Se basan en última instancia en la experiencia de lo
que en casos particulares aprueban o desaprueban nuestras facultades morales, nues-
tro sentido natural del mérito y la corrección (...) Esas reglas generales de conducta,
una vez fijadas en nuestra mente por la deliberación sistemática, son de copiosa
utilidad para corregir las tergiversaciones del amor propio con relación a lo que es
justo y apropiado hacer en nuestro contexto particular.10

Al igual que Hobbes, Smith niega que la dimensión normativa, en la que descansa
el orden social, tenga una validez a priori o que sea un producto de la revelación
divina. Pero Smith plantea que los individuos a través de sus relaciones e intercam-
bios, pueden llegar a definir una noción de justicia común, con independencia del
poder político. Con ello se afirma que el orden social, a pesar de ser contingente, no
puede ser considerado como el producto arbitrario del poder. El orden social apa-
rece ahora como el efecto del intrincado sistema de interrelaciones sociales, que, a
pesar de existir gracias a las acciones de los individuos, trasciende la voluntad de
cada uno de ellos. El que los miembros de una sociedad puedan llegar a un acuerdo
en torno a un contenido normativo sin la mediación de una autoridad central signi-
fica, para Smith, que el Estado es, no el creador del orden social, sino sólo el garante
a posteriori de que se cumplan las normas colectivas. El propio Smith hace explícito
que su teoría de los sentimientos morales tiene como objetivo central refutar la
“odiosa” doctrina de Hobbes; odiosa porque en ella, en nombre de la seguridad, se
concluye la necesidad de “someter la conciencia de los hombres de un modo inme-
diato a los poderes civiles”.

Es bien sabido que de acuerdo a la doctrina del Sr. Hobbes, un estado de naturaleza
es un estado de guerra, y que antes de la institución del gobierno civil no podía
haber entre los seres humanos una vida social segura o pacífica. Según él, conservar
la sociedad era sostener el gobierno civil, y destruir el gobierno civil equivaldría a
poner fin a la sociedad (...) Las leyes del magistrado civil, por tanto, debían ser
consideradas como los únicos y definitivos criterios sobre lo que era justo e injusto,
sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal (...) Para refutar una doctrina tan
odiosa era menester probar que antes de toda legislación o institución positiva la
mente estaba naturalmente dotada con una facultad mediante la cual distinguía en
ciertas acciones y afectos las cualidades de lo bueno, laudable y virtuoso, en otros
casos las de lo malo, reprobable y vicioso.11

231
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

En la teoría smithiana se torna nítida la estrategia liberal de diferenciar “lo políti-


co” de “lo social”, para situar en este último campo la prioridad. En el liberalismo
clásico, el núcleo de “lo social” se encuentra formado por el proceso económico
producción-intercambio-consumo. Especialmente se pone el acento en el inter-
cambio, pues en él se expresa la trama de interrelaciones y mutua dependencia
en la que se encuentran los individuos. En su defensa de la prioridad de lo social
sobre lo político, Locke ya había dicho que el valor de la moneda depende de un
consenso social que trasciende el poder del Estado, lo que demuestra, según él, la
capacidad de los individuos de establecer y respetar acuerdos con independencia
de la autoridad política. Smith retoma y profundiza esta dirección de la argumen-
tación; para comprenderla cabalmente es preciso tener presente sus presupues-
tos antropológicos. En primer lugar, como hemos apuntado, se niega que el único
móvil de las acciones sea un egoísmo. Se admite que los hombres pueden llegar a
solidarizarse con sus semejantes; recordemos que el concepto central de La teoría
de los sentimientos morales es el de “simpatía”, entendida como la facultad, ligada a la
imaginación de ponerse en el lugar de los demás (“Por más egoísta que se pueda
suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios
que le hacen interesarse por la suerte de otros...”).
Ahora bien, Smith no se limita a invertir la teoría de Hobbes y decir que el móvil
de los hombres es el altruismo. Es totalmente errónea la crítica de Carl Schmitt
respecto a que el “optimismo” de la antropología subyacente al liberalismo es lo que
explica su pretensión de reducir el conflicto político a competencia económica y a
discusión ética. Desde la óptica de Adam Smith, la “simpatía” explica la génesis de
las normas generales, pero nunca sostiene que ella sea el motivo central de la con-
ducta.12 Por el contrario, coincide con Hobbes en el punto de que el “amor a sí mismo”
es el impulso dominante en todas las acciones (“la autoconservación y la propaga-
ción de la especie son los grandes fines que la Naturaleza parece haberse pro-
puesto al formar a todos los animales”). Pero, a diferencia del representante del
Absolutismo, quiere mostrar que el “amor a sí mismo” no en todos los casos tiene un
carácter antisocial (de ahí su distinción entre “self-love” y “selfisnness”). Uno de los
objetivos de La riqueza de las naciones es mostrar las condiciones en las que puede
desenvolverse el “amor a sí mismo” de cada individuo sin entrar en contradicción
con la estabilidad de la unidad social. Como es conocido, el intercambio mercantil
aparece como el ámbito donde se hacen compatibles e integran el “amor a sí mismo”
de la multiplicidad de individuos que componen la sociedad. “No es de la benevo-
lencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena,
sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio”.
Smith percibe que en una sociedad compleja, en donde existe una expansión
de la pluralidad en sus diferentes niveles, la integración y coordinación de las
acciones no puede sustentarse únicamente en los sentimientos de solidaridad,
surgidos de una visión amplia del mundo compartida. La solidaridad y el altruismo
se encuentran, normalmente, limitados a pequeños grupos y el intento de exten-
derlos a círculos más amplios lleva, en la mayoría de los casos, a una actitud totalita-
ria. Por eso ve en el mercado, entendido como un mecanismo de integración basado

232
ENRIQUE SERRANO G.

en una constelación de intereses, un elemento indispensable para la integración,


bajo condiciones que garantizan la libertad individual. Sin embargo, no concibe al
mercado, como se ha querido ver en ciertas interpretaciones, como un campo de
lucha desenfrenada de intereses particulares; por el contrario, para que la “mano
invisible” pueda operar, como coordinadora de la multiplicidad de individuos que
buscan su propio beneficio, deben darse, según él, ciertos requisitos de justicia
que permitan el equilibrio de poderes y garanticen el cumplimiento de la
normatividad común. Para Smith, los requisitos de justicia que precisa el mercado
para funcionar son el resultado de un proceso histórico, donde los hombres, lenta-
mente, van afinando su conocimiento respecto a lo adecuado o inadecuado de sus
instituciones. El propio Smith percibe que en un contexto social donde no impe-
ren esos requisitos de justicia el mercado se convertiría en lucha salvaje basada en la
ley del más fuerte, que lleva a la destrucción del delicado tejido social.13
Si en la interpretación posterior de la obra de Smith se acentuó la tesis del
mercado como mecanismo que de manera espontánea tiende a un equilibrio de los
factores que intervienen en la producción y distribución se debió, en un primer
momento, a que se daba por supuesta la existencia de esas condiciones de justicia o
se consideraba evidente la necesidad de establecerlas. El presupuesto que operaba
en ese momento, difundido por la Ilustración, es la creencia de que la humanidad
se encuentra en un ineludible “Progreso” técnico y moral, que permitiría reducir la
política a sus tareas administrativas.

Considero que, en la forma de sociedad hacia la cual avanzamos, el gobierno será


reducido a la menor magnitud posible, y la libertad aumentada a la mayor magnitud
posible; en ella, la disciplina social habrá moldeado a tal punto la naturaleza huma-
na, adecuándola al estado social, que requerirá poca restricción externa, ya que se
restringirá sola (...) en ella, la cooperación espontánea desarrollada por nuestro
sistema industrial (...) producirá agentes que cumplirán casi todas las funciones
sociales, dejando para el agente gubernamental principal nada más que la función
de mantener esas condiciones para la libre acción que hacen posible tal coopera-
ción espontánea. 14

Sin embargo, a pesar de todo el optimismo decimonónico respecto a los avances de la


“Humanidad” y la posibilidad de “neutralizar” lo político para reducir la política a
meras labores administrativas, es en este mismo siglo cuando la propia tradición libe-
ral empieza a cuestionar la creencia de que las condiciones de justicia son conquistas
definitivas; incluso se plantea la necesidad de ampliar la noción de justicia más allá
del ámbito jurídico. Fenómenos como las revoluciones políticas, las luchas obreras y
nacionales, la persistencia de las crisis económicas hacen tambalear la tesis respecto a
que la justicia puede esperarse de la dinámica espontánea del mercado. Con ello se
plantea la necesidad de recuperar la política, en un sentido amplio, como un factor
indispensable para crear las condiciones de justicia que requiere la estabilidad del
orden social. En el plano teórico, la influencia más importante que impulsa a pensar
en esta dirección proviene de un autor que, aunque no pertenece directamente a la
tradición liberal, se encuentra estrechamente unido a ella. Me refiero a Tocqueville.

233
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

La aportación central de Tocqueville es destacar que puede aceptarse la existen-


cia histórica de una tendencia a la “igualdad de condiciones” [entendida esta por
tres determinaciones: a) desaparición de los privilegios tradicionales, b) movilidad
social, y c) expansión de una “clase media”], debido, entre otros factores, al desarro-
llo de una economía mercantil. Pero, al mismo tiempo, señala que dicha “igualdad
de condiciones” no garantiza la libertad, pues en las “sociedades democráticas”
(modernas E.S.) aparecen nuevas formas de dominación, que pueden llegar a ser
más agobiantes que las tradicionales. Frente a estos riesgos inéditos, Tocqueville
propone recuperar la política, en su sentido republicano clásico. Esto es, se trata
de una política que no puede ser monopolizada por el Estado, sino que se convierte
en un asunto de todos los ciudadanos, a través de su capacidad de generar organiza-
ciones. Lo “social” ya no se limita a lo “económico”, sino que se expande para incor-
porar todo tipo de organizaciones ciudadanas, junto con una “opinión pública” y sus
medios.
Esta visión republicana resulta sugerente para el liberalismo porque le permite
mantener su fundada desconfianza frente a las supuestas capacidades y “buenas
intenciones” de la autoridad política central y, al mismo tiempo, recuperar la políti-
ca como una actividad esencial de lo social. La revaloración liberal de la política se
distingue de otras concepciones políticas por estos rasgos: a) su crítica al
“voluntarismo” sin límites que cree en la posibilidad de cambios radicales y bruscos
de la estructura social; b) su énfasis en lo que hemos llamado aquí “procedimentalis-
mo institucional” y que sus críticos calificaban como “formalismo”; c) su insistencia
en subordinar la participación ciudadana a un marco legal e institucional que ga-
rantice la libertad individual (su negativa a sacrificar la llamada “libertad negativa”
a la “libertad positiva”); d) su rechazo a politizar toda la vida social; cuando todo es
política se llega a la miseria de la política (fidelidad al pluralismo de la estructura
social); y e) el cuestionar la idea del Estado como centro omnipotente capaz de
transformar o dirigir la dinámica de los diferentes subsistemas sociales. Respecto a
este último punto, cabe señalar que la objeción más importante del liberalismo a la
crítica interna del “laissez faire” que realiza Keynes en el presente siglo,15 es la de
pretender que el Estado puede llegar a convertirse en una “Agencia” imparcial y
racional capaz de cumplir con el propósito de hacer que el ahorro se convierta en
inversión productiva.
Curiosamente, los modelos de “competencia perfecta” y del “hombre económi-
co” con los cuales pensó el liberalismo acceder a la “neutralización” de lo político,
se convierten ahora en tipos ideales para aproximarse a determinar empíricamente
y a establecer una normatividad del conflicto político. No se trata ya de reducir lo
político a lo social en general y a lo económico en particular, sino de reflexionar
sobre la especificidad del conflicto. Lo que el liberalismo extrae de la noción de
“competencia económica” para analizar la política es la idea de que el conflicto
debe dejar de ser una lucha de “todo o nada”, para convertirse en un enfrentamien-
to donde cabe el “más o menos”, esto es, el regateo, los compromisos, las alianzas
coyunturales; donde las soluciones no son definitivas, ni absolutas, incluso donde
los “derrotados” de hoy pueden convertirse en los triunfadores de mañana.16 Esta

234
ENRIQUE SERRANO G.

transformación del conflicto depende, como se plantea en la “competencia mercan-


til”, de que los participantes no busquen identificarse a través de una visión del
mundo o de la “vida buena” común, sino de reconocerse como “personas” que
comparten ciertas normas de justicia, a pesar de asumir las diferencias y antagonismos
que existen entre ellos. Un conflicto político que cumple con estos requisitos se
convierte en un factor indispensable en el desarrollo democrático de una sociedad.

Lo que en esta vida aparece inmediatamente como disociación, es, en realidad, una
de las formas elementales de socialización (...) Si es cierto que el antagonismo por sí
sólo no constituye una socialización, también lo es que no suele faltar —prescin-
diendo de los extremos— como elemento de las socializaciones (...) la competencia,
cuando se mantiene pura de toda mezcla con otros géneros de lucha, aumenta,
generalmente, la provisión de valores (...) La competencia moderna que se ha ca-
racterizado diciendo que es la lucha de todos contra todos, es al propio tiempo la
lucha de todos para todos.17

POLÍTICA LIBERAL Y JUSTICIA

La recuperación de la importancia de la dimensión política por parte de un amplio


grupo de autores liberales se debe a que reconocen que las condiciones de justicia
indispensables para el orden social no pueden considerarse como resultado colate-
ral del proceso histórico y de la dinámica espontánea del mercado. Sin embargo, lo
que permanece como una constante a lo largo de la historia del liberalismo es el
problema de conciliar una noción racional de justicia, con pretensiones de univer-
salidad, y la tesis sobre la contingencia del orden social que se manifiesta en la
irreductible pluralidad del mundo humano. Para ciertos representantes del libera-
lismo, si este problema conduce a una antinomia, lo que se requiere rescatar es el
derecho de particularidad y pluralidad, en detrimento de la pretensión de univer-
salidad que acompaña a la virtud social de la justicia. Un ejemplo de esta posición lo
encontramos en la teoría jurídica de Kelsen, en especial en su trabajo ¿Qué es justi-
cia?, en donde concluye:

Verdaderamente, no se ni puedo afirmar qué es la Justicia, la Justicia absoluta que la


humanidad ansía alcanzar. Sólo puedo estar de acuerdo en que existe una Justicia
relativa y puedo afirmar qué es Justicia para mí. Dado que la Ciencia es mi profesión
y, por tanto, lo más importante en mi vida, la Justicia, para mí, se da en aquel orden
social bajo cuya protección puede progresar la búsqueda de la verdad. Mi Justicia,
en definitiva, es la de la libertad, la de la paz; la Justicia de la democracia, la de la
tolerancia. 18

El caso de Kelsen resulta muy interesante, porque, por una parte, ha desarrollado
una crítica contundente del iusnaturalismo clásico para defender la contingencia
del orden social y, por tanto, del orden jurídico; pero, por otra parte, percibe que
asumir un relativismo en relación al tema de la justicia abre la posibilidad de reducir
la legitimidad de la legalidad a la eficiencia con la que ésta se impone, esto es, deja,

235
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

como en el caso de Hobbes, a la exigencia de libertad individual sin fundamento


frente a las pretensiones de la autoridad que detenta el poder del Estado. Desgracia-
damente, Kelsen no percibió que él tenía la solución a la mano en su crítica a las
nociones tradicionales de justicia. Si se asume la tesis liberal de que cada individuo es
el mejor juez de su concepción de “vida buena” (en la que está en juego su
autorrealización) y ello tiene como consecuencia el reconocimiento de la plurali-
dad, entonces esto significa que la noción de justicia debe diferenciarse de las
concepciones particulares de “vida buena”. En la definición de justicia no debe
introducirse la definición de una forma de vida concreta, sino las condiciones que
hacen posible la coexistencia de una multiplicidad de formas de vida. Esta distinción
ya se encuentra en Adam Smith cuando afirma que la justicia es una “virtud negati-
va” que debe distinguirse de la “beneficencia” (en donde se involucra una cierta
noción particular de “bien”). Las normas de justicia serán, en consecuencia, aquellas
“que protegen la vida y la persona de nuestro prójimo; las siguientes son aquellas que
protegen su propiedad y posesiones, y al final están las que protegen lo que se deno-
mina sus derechos personales o lo que se le debe por promesas formuladas por otros”.
De inmediato hay que observar que introducir la noción de “propiedad y pose-
siones” en la determinación de la noción de justicia no implica, como se ha dicho,
introducir de manera necesaria una defensa de la forma de vida capitalista. Lo que
se defiende no es la forma que las posesiones y propiedades adquieren en este tipo
de sociedades, sino las condiciones materiales que garantizan la autonomía del indi-
viduo frente a los poderes sociales. Incluso, cabe señalar que en la historia del
capitalismo, desde la llamada “acumulación originaria” hasta la actualidad, se ha
dado prioridad al proceso de “valorización” del capital sobre esta idea de propiedad.
Se puede sostener que la noción de propiedad ligada a la justicia se puede utilizar
como una crítica a la manera en que se realiza la “apropiación” en las sociedades
capitalistas o en otras sociedades, en donde la distribución de la riqueza genera
asimetrías que imposibilitan a todos los ciudadanos poseer las condiciones materia-
les que requiere el mantener su autonomía.19
La defensa de las diferencias, junto con el escepticismo frente a los fundamen-
tos últimos o certezas absolutas, presupone ya una cierta noción de justicia con
pretensiones de universalidad. Ante la ausencia de un modelo universal de “forma
de vida”, todos tienen el derecho a definir y mantener su identidad particular. Esto,
que he llamado la “fundamentación escéptica del universalismo”, ya está presente
en John Stuart Mill, cuando afirma que al no poder admitirse la validez absoluta de
una creencia, todas tienen el derecho de expresarse y buscar adeptos en la sociedad.
Kelsen debió ver que esa vocación científica de la que habla, la cual le lleva a tomar
partido por la libertad, la paz, la democracia y la tolerancia, le permitía defender
una noción universal de justicia sin caer en los errores del iusnaturalismo clásico, ni
en la ingenuidad del actual pensamiento “posmoderno” que confunde la universa-
lidad, propia de la razón, con la “noche en la que todos los gatos son negros”.
El mérito del “neocontractualismo” actual es el haber decidido enfrentar la pro-
blemática central del liberalismo, para tratar de fundamentar y sistematizar las ob-
servaciones dispersas que en torno de la justicia se han realizado a lo largo de la

236
ENRIQUE SERRANO G.

historia de esta tradición de pensamiento político. Mi intención ahora no es


adentrarme en la discusión de las distintas teorías neocontractualistas, por el mo-
mento sólo me interesa cuestionar la forma como ellas plantean el tema de la justi-
cia. El acudir al artificio retórico de un “contrato social” tiene como objetivo subrayar
una de las tesis que, desde Aristóteles, tiene más fuerza en relación al problema de
la justicia, a saber: no puede considerarse injusto un acto en el que existe un asen-
timiento libre, voluntario, de las partes. De acuerdo con ello, la única prueba de la
justicia de una norma se encuentra no en su “verdad” (adecuación a la realidad o a un
orden a priori), sino en el consentimiento racional de los afectados por ella. La justicia
debe predicarse, en primer lugar, de las normas que garantizan la perpetua discusión
en torno a los contenidos concretos de la justicia, en los distintos contextos sociales e
históricos. Me parece claro que al hablar de un “contrato social” no se denota el
“origen” (“punto cero”) empírico de un orden social, sino de los principios normati-
vos de autonomía necesarios para determinar la noción de justicia.
Sin embargo, el artificio argumentativo del “contrato social” genera confusiones
difíciles de superar. Ante todo conduce a una confusión entre lo que hemos llama-
do el individualismo “epistemológico-metodológico” y el individualismo “ético-po-
lítico”. Un ejemplo ilustrativo de lo que quiero decir se encuentra en el desarrollo
teórico de Rawls. Su intención original era mostrar que individuos “egoístas-racio-
nales” podían llegar a un acuerdo sobre la definición de la justicia, que además
debería corresponder con las “intuiciones” que tenemos sobre ello en el saber
cotidiano (con ello recupera la tesis que guía al liberalismo clásico). Desde su
trabajo Justice as Fairness (1957-1958) hasta la publicación A Theory of Justice (1971), la
respuesta de Rawls a las críticas que se dirigen a su proyecto es introducir una serie de
restricciones a la llamada “posición original”, esto es, el contexto en que debe des-
envolverse la polémica entre esos hipotéticos seres.
Entre estas restricciones de la “posición original” se encuentra el tristemente
famoso “velo de la ignorancia” (el pedir que esos individuos egoístas-racionales
desconozcan su posición dentro de la sociedad) que es una forma de introducir de
contrabando la exigencia de “imparcialidad”, propia del punto de vista moral y de la
virtud de la justicia. Además de que ello representa una modalidad de la falacia de
petición de principio, porque se introduce en las premisas a lo que se quiere llegar en
la conclusión, se hace patente que Rawls pierde de vista la distinción aristotélica
entre justicia universal, distributiva y penal. Para él, todo se reduce a un problema
de justicia distributiva, de la que no se puede decir que exista una noción amplia de
la que pueda predicarse una validez universal. De hecho, existen varios principios
de justicia distributiva, que se distinguen por la distinta concepción de igualdad
que manejan. Quizá podría plantearse que ciertos principios generales de “justicia
distributiva” son candidatos a una validez universal, pero entonces serían parte de la
llamada “justicia universal” que se refiere, no a la distribución de bienes concretos,
sino al reconocimiento recíproco de los hombres como “personas” iguales. Este
reconocimiento recíproco de los hombres como seres con iguales derechos es una
condición necesaria para acceder a una distribución justa de los bienes, aunque ella
no se encuentra ligada a una política distributiva determinada. Precisamente lo que

237
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

diferencia al liberalismo de otras teorías políticas que pretenden defender una “jus-
ticia social”, es que desde la perspectiva liberal es imposible acceder a una “justicia
distributiva” si falta una “justicia universal”, con su principio de igualdad respecto al
sistema de libertades.20
¿Por qué es importante la diferenciación de los distintos niveles de la justicia?
Ello le permitirá a Rawls distinguir entre los tipos de individualismo que hemos
mencionado y así poder aceptar las debilidades del individualismo epistemológico-
metodológico, resaltadas por sus críticos comunitaristas y, paralelamente, mantener
el individualismo ético-político, que en el fondo es lo que pretende defender una
teoría contractualista. Se podría aceptar que la identidad de todo individuo se en-
cuentra ligada siempre a una tradición histórica particular y, al mismo tiempo, insis-
tir que la noción de justicia universal debe trascender la pluralidad de contextos
sociales e históricos, ya que ella contiene el reconocimiento y derecho a la diferen-
cia, que hace posible la coexistencia en un ámbito social plural. Si bien esta justicia
universal es un presupuesto a priori, que se fundamenta en la intersubjetividad de
todo discurso ético y jurídico, por otra parte, su diferenciación de las distintas con-
cepciones de la “vida buena” es resultado de una historia de luchas sociales. Con
ello, además, Rawls podría responder a gran parte de sus críticos externos (aquellos
que no aceptan adentrarse en su forma de argumentación), que le reprochan bási-
camente su falta de “realismo”, pues tendría la posibilidad de mostrar que su análi-
sis “abstracto” de la justicia no tiene por qué estar desligado de la historia social y
política; por el contrario, dicho análisis podría tomarse como un criterio para poder
ir más allá de la mera crónica y hacer posible la fundamentación de un discurso
crítico con una amplia base empírica.
La confusión entre los diversos significados de “individualismo” que propicia el
artificio argumental del “contrato” originario impide, además, tener los elementos
para cuestionar la teoría del llamado “libertarismo” y su noción de “Estado mínimo”.
En efecto, si partimos del supuesto de que los individuos poseen derechos con
independencia del orden social, entonces cualquier principio de redistribución de
la riqueza social o de control de las asimetrías será visto como una “restricción” de esa
supuesta “libertad natural”, por lo que parece que la única posición coherente sería
la de Nozick.21 En cambio, si consideramos los derechos individuales como el resultado
de una historia de conflictos sociales que hace surgir paulatinamente esa “estructura
básica de la sociedad” y permite su reforma continua para cumplir con las exigencias
de la justicia, entonces podemos suprimir la problemática idea de una “situación
inicial justa”, entendida como un “punto cero” que marcaría la vigencia de una no-
ción a priori de justicia ligada a un contenido particular. El recuperar la dimensión
histórica, perdida en la modalidad de argumentación contractualista, hace posible
percibir que la pretensión de validez universal antes de predicarse de un principio
concreto de distribución de la riqueza social, es un atributo de las condiciones de
justicia que garantizan la perpetua apertura de la discusión sobre lo justo y lo injusto
entre los diversos grupos e individuos que conforman una sociedad, lo cuál permite,
a su vez, mantener el conflicto dentro de una normatividad compartida. 22

238
ENRIQUE SERRANO G.

NOTAS
1
C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo de mercado, Barcelona, Fontanella, 1970.
Sin dejar de reconocer el valor de la interpretación de Macpherson, es menester recordar
que el intento de comprender la génesis situacional de una teoría política no debe conducir-
nos a perder la especificidad de su argumentación interna, ya que es ésta la que a nosotros,
que vivimos en otra situación, nos interesa. La coherencia y fortaleza de la argumentación
nos permite mantener la actualidad de los autores del pasado y, de esta manera, adquirir las
herramientas conceptuales para comprender el presente. Por otra parte, no debemos olvi-
dar que en un mismo contexto social e histórico pueden desarrollarse doctrinas políticas
opuestas, por lo que toda explicación de un autor que se reduzca a situarlo está perdiendo lo
esencial.
2
J. Habermas, Teoría y praxis, México, Rei, 1993 (las cursivas son mías). Cabe la pena destacar
que como apoyo de su interpretación Habermas cita a Macpherson. Habermas, además,
sustenta esta identificación de Hobbes y el liberalismo en otras razones que examinaremos
más adelante.
3
Como destaca Bobbio, Hobbes puede ser considerado como “el precursor directo” del
positivismo jurídico. N. Bobbio, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993. Ver en especial
el punto 8 del capítulo I de la primera parte: “Common Law y Statute Law en Inglaterra: sir
Edward Coke y Thomas Hobbes”. Sobre este tema ver también mi artículo: “La disputa en
torno al derecho natural (Hobbes y Locke)”, en Aguilar e Yturbe (comps.), Filosofía política,
México, UNAM, 1987.
4
Sobre este tema ver: L. Strauss, “La filosofía política de Hobbes”, en ¿Qué es filosofía
política?, Madrid, Guadarrama, 1970. En este artículo, Strauss discute la interpretación que
ofrece Raymond Polin en su libro Politique et philosophie chez Thomas Hobbes, París, Presses
Universitaires de France, 1953, la cual toma como eje esta problemática.
5
T. Hobbes, Diálogo entre un filósofo y un jurista, Madrid, Tecnos, 1992, p. 21.
6
J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Madrid, Aguilar, 1979, §6 y §21.
7
Locke ya advertía que la exigencia de tolerancia es una consecuencia lógica de su teoría
sobre la naturaleza de la sociedad y el gobierno. Ver: J. Locke, Carta sobre la tolerancia,
Madrid, Tecnos, 1988.
8
Lo que convierte a Locke en el fundador del liberalismo es su ataque al modelo tradicio-
nal de sociedad, en el cual las relaciones sociales e instituciones ordenadas eran sustentadas
por una concepción impartida desde un centro político.
9
Sobre esta crítica del comunitarismo ver entre otros textos: M. Sandel, Liberalism and the
Limits of Justice, Nueva York, Cambridge University Press, 1982; Ch. Taylor, Philosophy and
the Human Sciences (philosophical papers 2), Cambridge, Cambridge University Press, 1985;
Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996. Una panorámica de esta polémica se encuentra
en: R. Forst, Kontexte der Gerechtigkeit, Frankfurt a. M. Suhrkamp, 1994.
10
A. Smith, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997. “De la naturaleza del
autoengaño y del origen y utilidad de las reglas generales”, pp. 291-293.
11
A. Smith, op. cit., pp. 555-556.
12
En el siglo XIX y parte de este se discutió ampliamente en torno a la supuesta contradic-
ción que existe en la obra de Adam Smith, pues si en la Teoría de los sentimientos morales se

239
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO

apela a la simpatía y altruismo humano, en La riqueza de las naciones el concepto central es


el amor a sí mismo (self-love). El error de esta polémica es el no percibir que la teoría de la
acción de Smith es compleja, esto es, irreductible a un sólo principio, y que en los dos libros
se habla, a pesar de la complementariedad que existe entre ellos, de cosas distintas. Sobre
este tema ver: D. D. Raphael, Adam Smith, Oxford, Oxford University Press, 1985.
13
El gran error de muchos ideólogos liberales, especialmente en América Latina, fue y es el
quedar asombrados de la supuesta “espontaneidad” del mecanismo mercantil y olvidarse
de todas las condiciones sociales y políticas que generan un marco de justicia indispensa-
ble, entre otras cosas, para el buen funcionamiento del mercado a largo plazo.
14
H. Spencer, Essays, vol. II. Citado por S. S. Wolin, Política y perspectiva, Buenos Aires, Amorrortu,
1973, p. 375. Vale la pena destacar que en este libro de Wolin se desarrolla un buen examen
crítico de esta faceta del liberalismo. Ver los capítulos: “9. El liberalismo y la decadencia de la
filosofía política” y “10. La era de la organización y la sublimación de la actividad política”.
15
Me parece que el artículo de Keynes “El final del laissez faire” (1926), situado en el
contexto de su teoría económica, representa una de las cumbres de la intrincada historia
del liberalismo que establece los retos actuales de esta tradición. Ver: J. M. Keynes, Ensayos
sobre intervención y liberalismo, Barcelona, Folio, 1996.
16
Sobre esta tipología de conflictos y su relación con la sociedad de mercado ver: “Los
conflictos sociales como pilares de las sociedades democráticas de libre mercado”, en A. O.
Hirschman, Tendencias autosubversivas, México, FCE , 1996. También ver: M. Gauchet,
“Tocqueville, Amerika und wir”, en U. Rödel (comp.), Autonome Gesellschaft und libertäre
Demokratie, Frankfurt, a.M. Suhrkamp, 1990.
17
G. Simmel, Sociología, “La lucha (el pleito)”, Madrid, Revista de Occidente, 1977, pp. 271-275-
303-305. He querido citar a Simmel porque es uno de los primeros autores que desarrolla
esta intuición, esencial para el liberalismo contemporáneo. Esta intuición es también
retomada por Max Weber.
18
H. Kelsen, ¿Qué es Justicia?, México, Ariel-Planeta, 1992, p. 63.
19
Me parece que una adecuada introducción a esta amplia polémica se encuentra en el
libro de H. Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993.
20
Esto lo expresa Rawls cuando afirma la prioridad de su “primer principio” de la justicia:
“Cada persona ha de tener un derecho igual al sistema más amplio de libertades básicas,
compatible con un sistema similar de libertad para todos”.
21
R. Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, México, FCE, 1988.
22
Concuerdo con Habermas respeto a que es posible compartir la noción de justicia que
maneja John Rawls y, al mismo tiempo, rechazar la estrategia que este autor utiliza para
defenderla. Sobre esto ver: J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt a.M. Suhrkamp,
1996. En especial, el cap. II “Politischer Liberalismus. Eine Auseiandersertzung mit John Rawls”.
A pesar de su parcialidad, en este tema me parece más útil el modelo de Thomas H. Marschall
que la estrategia contractualista. Ver de este autor: Citizenship and Social Class, Londres, Pluto
Press, 1981 y Value Problems of Welfare Capitalism, Nueva York, Free Press, 1981.

240
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 241-262

RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE


MÁS QUE IMAGINARIO*
Dante Avaro

Resumen

Este artículo ofrece una visión de los argumentos centrales del debate entre libera-
lismo y comunitarismo. Las dos críticas básicas que el comunitarismo dirige al libe-
ralismo son: a) el haber postulado un punto de vista extrasocial para evaluar los
principios de justicia, antes que el defender un compromiso metaético que tenga a
la comunidad como fuente de valor moral; y b) el haber postulado un conjunto de
bienes no-contingentes pretendidamente universales. Desde el punto de vista de la
réplica liberal, se acusa al comunitarismo de colocar al individuo en una posición
desprovista de un arreglo institucional desde el cual acceder a una justa distribu-
ción de los bienes sociales para realizar sus planes de vida.

Se desea la libertad mientras no se tiene aún el poder. Cuando se tiene el


poder, se desea el predominio: si no se consigue (si todavía se es
demasiado débil para ello), se desea la justicia, o sea un poder parejo.

F. Nietzsche, Frammenti postumi 1887-1888

SANDEL Y SU CRÍTICA AL LIBERALISMO DEONTOLÓGICO DE RAWLS


Sandel (1982) interpreta el deontologismo rawlsiano postulando que la primacía de
la justicia sobre el bien significa, también, la primacía sobre otros ideales políticos y
morales. Si suponemos (como Rawls lo hace) que una sociedad está compuesta por
individuos, que tienen sus propios objetivos, planes y concepciones del bien, enton-
ces la mejor forma de organizar una sociedad justa, es construir unos principios de
justicia que no presupongan una cierta concepción del bien. 1 Estos principios, cua-
lesquiera sean, se justifican porque responden, solamente, al concepto de lo justo,
“una categoría que es anterior a la del bien e independiente de ella”.2 Entonces, ¿qué
significa, para Sandel, el liberalismo deontologista de Rawls?
El deontologismo: a) atribuye una primacía moral a la justicia, ya que nunca
exigencias impuestas por otros valores morales y políticos pueden prevalecer sobre

*
Le agradezco a Gabriela el haberme impulsado a escribir este artículo. Sin lugar a dudas,
sin su sistemático accionar por hacer sonar el teléfono —que quiebra (afortunadamente)
la soledad de su ausencia—, no hubiera sido posible comenzar este artículo.

241
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

los de la justicia, i.e. ningún ciudadano puede ser sacrificado en aras de otros (ciu-
dadanos, fines, o bienes). Como Sandel lo expone3 la justicia (en A Theory of Justice
de Rawls) no es un valor entre otros, es el más alto valor o virtud social. b) Sandel
considera que la justicia tiene un nivel de justificación privilegiado; no sólo signifi-
ca la prioridad de la justicia sobre el bien, sino también que los principios se derivan
independientemente. 4 Lo anterior permite afirmar: b.1) que la justicia ocupa un
lugar único por encima de los fines, intereses y planes de vida (por el hecho de estar
derivado independientemente);5 y b.2) que la “primacía moral de la justicia es esta-
ble y no-coercitiva”, 6 puesto que si la derivación (de los principios de justicia) se
basara en concepciones del bien, se estaría imponiendo una concepción específica
y coercitiva del bien. En definitiva, como Sandel lo expone al principio de su libro:
el deontologismo conforma “el concepto de lo justo, una categoría moral primigenia
a la del bien e independiente de ésta”.7
En su capítulo I, Sandel desarrolla la crítica al liberalismo deontológico de Rawls
y presenta lo que él cree es el núcleo central de la teoría de Rawls: la primacía de la
justicia.8 Esta primacía significa: a) que la justicia es el “valor de los valores”, y ade-
más es, b) el estandard donde se dirimen los conflictos de valores.9 De esta forma,
Sandel lanza una inquietante pregunta: ¿qué significa —y cuál es la importancia—
que la justicia debe ser considerada prioritaria por sobre todos los demás valores?10
Por dos motivos, resalta Sandel en su reconstrucción del trabajo de Rawls: a) por
requerimiento de pluralidad y de respeto a la integridad individual; y b) por aten-
ción a la cláusula epistemológica, i.e. una valoración independiente de la “cosa”
valorada. 11 Así las cosas, su crítica al intento rawlsiano de encontrar un punto de
Arquímedes desde donde valorar la “estructura básica de la sociedad” (EBS) se
encuentra postulada como sigue: a) si los principios de justicia se basan en valores
corrientes de la sociedad, no hay re-aseguro para sus puntos de vista críticos con
respecto a lo que están regulando; y b) si se apoyan en bases apriorísticas tampoco
existen credenciales suficientes para confiar en esos valores, ya que éstos aparecen
igualmente sospechosos. Sandel considera que el punto de Arquímedes que Rawls
tanto busca expresa “perplejidades y dificultades”, ya que parece estar comprometi-
do con el mundo real y al mismo tiempo descualificado por su separación de él.12
Sandel hace vívida aquella perplejidad mostrando que la “posición original” (PO)
que postula Rawls hacia el final del epígrafe 4, no debe ser tan distanciada del
mundo real ya que:

... la perspectiva de la eternidad no es una perspectiva desde un cierto lugar más allá
del mundo, ni el punto de vista de un ser trascendente; antes bien, es una cierta
forma de pensamiento y sentimiento que las personas racionales pueden adoptar
en el mundo (Rawls, 1971, p. 587).

Así las cosas, para Sandel considerar la PO como una sub specie aeternitatis, i.e. “con-
templar la situación humana, no sólo desde todos los puntos de vistas sociales,
sino también desde todos los puntos de vistas temporales”,13 no es suficiente para
sacar a la “justicia como equidad” (justice as fairness) de la perplejidad en la que
Rawls la introdujo.

242
DANTE AVARO

Sandel puede criticar a Rawls con respecto a su teoría del yo, desplegando el
contrapunto que el mismo Rawls establece entre: justicia deontológica y
teleológica. 14 Sandel sostiene que Rawls imputa a la visión teleológica una visión
errónea de la relación yo-fines. Así, lo que a Rawls le parece (según Sandel) im-
portante no es la elección de fines, sino más bien la capacidad de elegirlos.

La prioridad del yo sobre sus fines significa que no soy —argumenta Sandel— un
mero receptáculo pasivo de objetivos, atributos acumulados y propósitos recogidos
por la experiencia, ni simplemente un producto de la variedad de las circunstancias,
sino siempre, irreductiblemente, un activo y voluntario agente, distinguible de su
entorno y capaz de elección (Sandel, 1982, p. 19). 15

En qué sentido —se pregunta Sandel— se puede decir que el yo (como agente
elector) debe ser considerado primero a sus fines. En dos sentidos: uno, autónomo;
y el otro, metodológico. Con esta crítica, Sandel llega al concepto de sujeto radical-
mente situado: la imposibilidad de distinguir lo que soy de lo que tengo. El punto
arquimediano, que Rawls construye, sería una solución al problema del sujeto radi-
calmente situado, tanto como a los valores implicados en el proceso de valoración de
la justicia.16 Sin embargo, el caso del yo reproduce las mismas “perplejidades” que la
justicia. Existe —según Sandel— un sujeto independiente de sus deseos contin-
gentes, y no distingue el sujeto de su “situación”.17 Entonces, la conclusión de Sandel
es que así como un estandard de valoración involucrado con los valores existentes es
inadecuado para una teoría de la justicia, lo mismo sucedería con el sujeto radical-
mente situado, por eso Rawls busca su salida en un sujeto previo a sus fines.18 Enton-
ces, “la justicia como equidad —sostiene Sandel— concibe la unidad del yo como
algo establecido antecedentemente, diseñado anteriormente a la elección que éste
hace en el curso de su experiencia”.19
Así las cosas, la relación que se establece —para Sandel— entre la prioridad de
lo justo sobre el bien (y su correlato: la constitución del yo) se puede resumir así:
a) la unidad del yo hace del sujeto una unidad soberana de elección, en donde los
fines son elegidos antes que dados. b) Dados los actos volitivos, los objetivos, pro-
pósitos y fines son escogidos antes que descubiertos. Y entonces, c) la unidad del
yo significa que es irreductiblemente antecedente a los fines y valores, y nunca
constituido por ellos. 20 Esto tiene para Sandel una consecuencia política muy
clara: d) si el yo rawlsiano es un ser que “elige” sus fines antes que una propensión a
experimentar su descubrimiento, entonces tendrá preferencias por condiciones
que permitan la elección y no el auto-descubrimiento.21 e) De este modo, la prima-
cía de la justicia, el yo previo a sus fines, y la idea de un contrato imparcial se
vinculan por el esfuerzo rawlsiano de mostrar que la justicia no es un valor entre
otros, sino la principal virtud de las instituciones sociales.22 Por tanto, f) si para un
individuo la justicia es la primera de las virtudes no sólo es un elector autónomo,
sino que es un sujeto previamente individualizado, es un yo, que por adherir a la
primacía absoluta de la justicia sobre otros valores, tiene unos límites fijados antes
de que escoja sus fines.23

243
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

COOPERACIÓN RAWLSIANA VS. SOLIDARIDAD COMUNITARIA

Para Sandel la función de la PO es evitar la metafísica de Kant, pero tratando de


mantener la fuerza moral del yo dentro de una teoría empírica. 24 Sandel relaciona
tres conceptos: las circunstancias de la justicia, el requerimiento empírico y la carac-
terización de la PO como una empresa cooperativa. Así vemos que Sandel presenta
las siguientes objeciones a Rawls:

a) Las “circunstancias de la justicia”25 son el terreno en donde surgen las posibilida-


des de la cooperación y es aquí donde la justicia se convierte en la principal virtud. 26
Entonces, paradójicamente sentencia Sandel, la virtud de la justicia resulta ser un
requisito de la justicia como equidad. Como dice el propio Sandel: “las condiciones
que ocasionan la virtud de la justicia son condiciones empíricas”.27

b) La relación entre deontologismo y la base empírica (las circunstancias de la justi-


cia), que se supone asegura la virtud de la justicia en la PO, está caracterizada por
una contradicción. Para Sandel si la virtud de la justicia depende de
precondiciones empíricas, no es claro “cómo su prioridad podría ser incondicio-
nalmente afirmada”. 28 Aquí, Sandel propone considerar el velo de la ignorancia
(y la PO) como descripciones de una cierta tipología societal que permiten propo-
ner la justicia como la principal virtud. Pero esto está lejos —en opinión de
Sandel— de ser considerado como una proposición sociológica “verdadera”. Como
sostiene Sandel, Rawls debería concluir que la justicia “únicamente es la primera
virtud de cierto tipo de sociedades”, aquellas en donde la “resolución de conflic-
tos” se basa en un tipo de comportamiento social: el mutuo desinterés de las
partes. 29 Así, Sandel interpreta que las condiciones de pluralidad, expuestas por
Rawls,30 permiten articular un yo anterior a los fines que elige en un ambiente apto
para ello: un sistema de cooperación de individuos previamente constituidos que
buscan dar primacía a lo justo sobre lo bueno, en base a una teoría “tenue” del
bien. 31 De esta forma, el postulado rawlsiano de una subjetividad previamente
constitutiva al proceso cooperativo, se basa en una relevante proposición socioló-
gica que dista mucho —según Sandel— de ser verdadera.32

c) A Sandel no le preocupa el comportamiento normativo del desinterés mutuo, sino


el fundamento metafísico de éste en el espacio de la cooperación. Suponer que los
individuos están ya constituídos antes del proceso cooperativo, es suponer que la
pluralidad es anterior a la unidad del yo.33 Esto al parecer de Sandel no sólo implica
que los fines son míos pero que nunca se pueden identificar conmigo, sino fundamen-
talmente, que los intereses, motivaciones siempre son antecedentes de los fines, son
del yo en un espacio delimitado antes de la cooperación. 34 ¿Por qué le preocupa
tanto este punto a Sandel? Pues porque entender de cierta forma la relación entre
sujeto y cooperación, también implica, directamente, construir y entender de cierta
forma la comunidad política. Y es en este punto donde Sandel sostiene que la concep-
ción del yo rawlsiano no sólo es discutible y erróneamente metafísica, sino que

244
DANTE AVARO

además es paradójica. Puesto que la concepción previamente individualizada del


yo, que da sustento a la primacía de la justicia, debe ser abandonada para servir al
principio de diferencia. Si Rawls no desea caer en dos trampas (la kantiana y la
nozickeana 35 ) debe suponer que los talentos o bien la cooperación entre talentos
pertenecen a la comunidad, lo cual es una forma se aseverar algo que previamente
había, para dar primacía a lo justo sobre el bien, negado: que nuestra identidad qua
individuos está, al menos en parte, constituida por algo más que un yo previo a sus
fines. Por tanto, su concepción de la sociedad como un proceso cooperativo, llevado
a cabo por individuos previamente individualizados, es incoherente con el argu-
mento que soporta al principio de diferencia. 36 No puede en un caso sostener que
existen procesos inter-subjetivos de constitución de identidades y en otro negarlo.37

d) Sandel sostiene que Rawls pretende hacer compatibles sus aspiraciones empíri-
cas (las circunstancias de la justicia) con los yoes noumenales, mediante el velo de la
ignorancia en la PO. Para Sandel derivar principios de justicia abstraídos de las
contingencias38 no necesita de un yo noumenal real, sino más bien de la “noción de
un sujeto trascendente más allá de la experiencia”. Esta solución rawlsiana restringe
la concepción de las partes en una mera caracterización de seres racionales iguales
y libres. 39 Complementariamente a esto, argumenta Sandel, el sujeto trascendente
se encuentra motivado por un distribuendum no-contingente: los bienes primarios.40
Así, mientras el velo de la ignorancia provee el armazón de “equidad” y “unanimidad”
en el que las partes deliberan, “los bienes primarios generan la mínima motivación
necesaria” para dar solución al problema de elección racional de los principios.41
Los bienes primarios al vincularse al sujeto trascendental, crean la teoría tenue del
bien que permite dar primacía a lo justo sobre el bien. Así como dice Sandel “desde
la teoría tenue son derivados los dos principios de justicia, los cuales definen, a su
turno, el concepto del bien y provee una interpretación de tales valores como el
bien de la comunidad”.42 Si bien la teoría tenue del bien es primigenia a la teoría de
la justicia, este hecho no mina el carácter deontológico de la teoría rawlsiana, pues la
primacía de lo justo existe por sobre la teoría completa del bien.43 Así las cosas, a
juicio de Sandel, Rawls puede encontrar un punto arquimediano desde donde
valorar la sociedad.44 Si bien Sandel encuentra que el concepto de velo de ignoran-
cia excluye información “moralmente relevante”, su mayor objeción es que la teoría
tenue favorece algunas concepción del bien sobre otras, lo que hace de los bienes
primarios bienes contingentes, y su justicia deontológica condicionada a la cons-
trucción del sujeto trascendente. La prioridad de la justicia, para Sandel, sólo se
sostiene favoreciendo un determinado tipo de concepción de la persona, i.e. un
determinado tipo de concepción de la justicia.

e) Los aspectos kantianos y humeanos de la teoría de Rawls entran, según Sandel, en


una abierta contradicción. Las aspiraciones rawlsianas de evitar los deseos y aspira-
ciones contingentes, se ven obstaculizados por un “arbitrario y obscuro” ser trascen-
dental, que hace saltar el frágil mirador arquimediano. 45 Pero inmediatamente
Sandel contempla la posible contestación de un rawlsiano: “la aparente incompati-

245
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

bilidad entre la primacía de la justicia y las circunstancias de la justicia están basadas


en un mal entendimiento de la posición original y el rol que ésta juega en la concep-
ción como un todo”.46
Así, Sandel sostiene que para salvar la coherencia de la TJ es preciso renunciar a la
lectura empirista. Para salvar la teoría es preciso sostener que la situación deliberativa
de las “partes” no corresponde a la vida real. Como dice Sandel, la descripción de las
circunstancias de la justicia no debe ser entendida literalmente, i.e. en sentido empí-
rico.47 Pero si renunciamos a la lectura empírica, surge la siguiente cuestión: si las
restricciones a la PO no son empíricas, qué tipo de restricciones se pueden aplicar.48
Como dice Sandel: “La validez de una premisa en la posición original no es dada
empíricamente, sino por un método de justificación conocido como equilibrio re-
flexivo”.49
El equilibrio reflexivo, como método de justificación de la PO, se basa en presupo-
siciones “débiles y ampliamente compartidas” sobre la conducta de los individuos.50
Pero condiciones fuertes o débiles con respecto a qué. Para contestar esto, sostiene
Sandel, hay que tomar en cuenta las condiciones reales de la sociedad (por ejem-
plo, comportamiento desinteresado vs. benevolente), algo que Rawls ya había rechaza-
do, para darle coherencia a la primacía de la justicia sobre el bien. Así, el equilibrio
reflexivo, como argumentación de la PO, no hace más que complementarse con la
idea de persona moral que Rawls introduce en dicho modelaje.51 Pero cuál concep-
ción del yo. Según Sandel, la PO, con su velo de ignorancia, al eliminar toda contingen-
cia, toda información moral relevante, uniformiza al yo previamente individualizado de
tal forma que es imposible establecer un proceso deliberativo que incorpore la acep-
ción de negociación. Los sujetos en la PO no se encuentran en una posición parecida sino
más bien en una posición idéntica; por tanto, más que negociación hay un proceso de
reconocimiento de los requisitos que impone el modelaje de la PO. Así las cosas, la
elección de los principios de justicia puede ser fruto de un acuerdo, pero entendiendo
éste como un proceso cognitivo y no volitivo, pues no pueden negociar sino descubrir.52

El secreto de la posición original —y la clave de su fuerza justificativa— (sostiene


Sandel) no consiste en lo que (las partes, D.A.) hacen en ella, sino lo que captan. Lo
importante no es lo que eligen, sino lo que ven; no es lo que deciden, sino lo que
descubren. Lo que se produce en la posición original no es ni mucho menos un
contrato, sino la autoconciencia de un ser intersubjetivo (Sandel, 1982, p. 132).

Así lo que Sandel sostiene es que en la PO lejos de tener un yo previamente


individualizado, tenemos (por los fuertes lazos solidarios y comunitarios que la igual-
dad moral impone) un yo intersubjetivo.

FORMAS DE COOPERACIÓN, CONCEPTOS DE SOCIEDAD

La crítica comunitaria de Sandel a Rawls puede ponerse en términos ontológicos de


primera relevancia: a) sobre la sociedad y comunidad; b) sobre el yo y los bienes prima-
rios. Cómo se defiende Rawls. Veamos.

246
DANTE AVARO

La característica esencial de una concepción contractualista de la justicia es la EBS,


ya que construye las instituciones que asignan derechos y deberes en el marco de una
teoría de la justicia distributiva. Una concepción teórica de la justicia hace de la EBS
su objetivo, porque relaciona los principios de asignación (de justicia) con el com-
plejo institucional (estructura básica —EB) con la finalidad de solucionar los pro-
blemas de justicia social.53
Una teoría de la justicia, sostiene Rawls,54 debe tomar en cuenta cómo se forman
los reclamos y las aspiraciones de los individuos. Por tal motivo, la EB: a) limita las
aspiraciones de los individuos, b) determina (en gran parte) el tipo de personas, sus
deseos, y como ellos son. Y finalmente, c) la EB produce y reproduce cierta cultura,
con individuos con ciertas concepciones del bien. 55 Una teoría de la justicia debe
regular las desigualdades entre los ciudadanos.56 La concepción kantiana del con-
trato hace de estas desigualdades un elemento central de la EB, i.e. permite escoger
qué principios son los adecuados para controlar las desigualdades, mediante los
requisitos establecidos por una EB como “sociedad bien ordenada” (SBO). Es en
este sentido que el velo de ignorancia y la concepción moral de personas libres e
iguales son de fundamental importancia para la propuesta rawlsiana.57 Así, la PO
puede considerarse como una extensión del concepto de contrato cuando la EB es
tomada como el objeto primario de la justicia. De este modo, el acuerdo inicial, qua
contrato social, se distingue de otros acuerdos en la medida que: a) todos (no algu-
nos) los miembros de una sociedad, b) qua ciudadanos, c) acuerdan principios para
regular la EBS, como d) personas morales libres e iguales.58 De esta forma, una concep-
ción de la justicia expresa: a) una cierta concepción sobre la persona; b) una concepción
relacional entre personas; y c) los fines de la cooperación social dentro de una estruc-
tura general.59 Así, comenzando con el tipo de personas que deseamos ser, y la forma
societal en la queremos vivir, podemos arribar a la noción de SBO.60
De esta forma, podemos ver, nuevamente, que Rawls argumenta que una concep-
ción de la justicia se construye a partir de cierta concepción societal. Esta, a su vez,
depende de cierta concepción sobre la cooperación. Y finalmente, la cooperación de-
pende de cómo pensamos que debería ser una persona para poder cumplir con las
reglas cooperativas de esa sociedad justa. Por tanto: ¿hay incongruencia, como Sandel
argumenta, entre los principios de justicia y la concepción de persona?
Rawls tiene que formular un concepto de persona que permita: (i) construir una
teoría tenue del bien que compatibilice sus requerimientos deontológicos de neu-
tralidad y prioridad de lo justo, con su concepción “desnuda” de la persona; pero
además (ii) esa misma concepción de la persona debe ser adecuada para hacer
operar el principio de diferencia en el patrón redistributivo; y por último (iii)
compatibilizar el primer principio de justicia con las expectativas que los indivi-
duos realizan en la EBS.

(i) El concepto de persona en Rawls debe permitir la pluralidad dentro de un


marco de asociación política justa.61 Si los individuos son libres para tener cualquier
concepción (razonable) del bien, y además son igualmente valiosas entre sí, i.e. los
individuos tienen irreconciliables creencias, hay lugar sólo para una muy tenue

247
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

concepción del bien.62 Dadas las circunstancias (condiciones) de diferencia, oposi-


ción e inconmensurabilidad sobre las concepciones del bien: cómo es posible un
público entendimiento sobre las cuestiones que encierra una sociedad justa. Dicho
de otra forma: es suficiente que las distintas concepciones del bien de los indivi-
duos, tengan, parcialmente, alguna similitud para construir una sociedad política y
socialmente justa. Este es un problema práctico, en términos morales, que implica:
cómo es posible tener una unidad social cuando existe pluralidad. La forma en que
se articulan los bienes primarios con el concepto de persona intenta, según Rawls,
resolver este problema práctico.63
Rawls supone que los bienes primarios64 son: a) aquellos bienes deseados por
cualquier individuo, independientemente de sus creencias, objetivos y fines. Y
por tanto, b) que toda demanda de justicia es un reclamo sobre la distribución de estos
bienes primarios.65 Sin embargo, es preciso preguntarse: ¿sobre qué base los bienes
primarios son aceptados?, ¿cómo aceptar de común acuerdo que los reclamos son
sobre estos bienes primarios, cuando los ciudadanos tienen diferentes, conflictivas e
inconmensurables concepciones del bien.66 Rawls tiene dos respuestas: a) por la
“naturaleza práctica” de los bienes primarios; y b) acorde con el papel de los bienes
primarios.

a) Los bienes primarios no son un valor que entra en la concepción del bien de
alguien, i.e en su “doctrina comprensiva”, sino más bien es un conjunto de bienes
que permite realizar las distintas concepciones del bien.67 Así de este modo, toda
vez —sostiene Rawls— que entendamos los bienes primarios evocando ciertas cir-
cunstancias de la vida social, lo hacemos a la luz del concepto de persona moral
utilizado.68 Esto es, personas morales libres e iguales, que saben que tendrán “con-
cepciones permisibles del bien” distintas, acuerdan encontrar un conjunto de bie-
nes que les permitan desarrollar los dos poderes morales, situando el problema del
consentimiento público en el terreno político práctico.69

b) Si suponemos que los bienes primarios son bienes necesarios para “desarrollar y
ejercitar” los dos poderes morales y perseguir su concepción del bien, entonces la TJ
construye el distribuendum al mismo tiempo que modela los principios de justicia
para una SBO.70 Expuesto de otra manera: si suponemos ciertos tipos de personas,
estamos suponiendo, al mismo tiempo, cierto tipo de preferencia por ciertos bie-
nes. 71 De lo que sigue que es racional para las partes centrar los principios de
justicia en torno a los bienes primarios.72 La concepción moral rawlsiana de la per-
sona representa un factum en donde las personas saben que tendrán irreconcilia-
bles concepciones de bien, pero tienen la capacidad de adherir a una concepción
de la justicia, para poder llevar a cabo de forma cooperativa sus fines y objetivos. Así
las cosas, la “unión social” no está fundada sobre cierta concepción del bien, sino
por el compromiso público hacia una concepción de justicia adecuada para ciuda-
danos libres e iguales en una sociedad democrática.73 Suponer que los bienes pri-
marios construyen un público entendimiento entre personas morales con distintas
concepciones del bien, es también, suponer que las partes —como representantes

248
DANTE AVARO

de los ciudadanos— comparten una concepción política de la justicia 74 indepen-


diente de sus doctrinas comprensivas. 75 Así, Rawls puede sostener que el liberalis-
mo político concibe la unidad social como un consenso traslapado.76 De este modo,
Sandel puede argüir que Rawls abandona el ideal comunitario, y convierte a la
sociedad en una “sociedad instrumental”.77 Sin lugar a dudas éste es un prisionero
que Rawls debe entregar para salvar su batalla: construir una concepción política de
la justicia que respete el fact del pluralismo.78

(ii) Los dos principios de justicia regulan los derechos a los retornos por el esfuerzo
cooperativo dentro de la EB. El principio distributivo, i.e. el principio de la diferen-
cia, no distingue entre lo que los individuos adquieren como miembros y lo que
ellos podrían haber adquirido si no hubiesen sido miembros cooperadores.79 Rawls
no necesita de un yo intersubjetivo (pace Sandel) para argumentar por el compromi-
so redistributivo. Los dos poderes morales son suficientes para considerar que el
proceso cooperativo no sólo es un instrumento eficaz de organización institucional,
sino, fundamentalmente, un “razonable” esquema de cooperación para la EBS.

(iii) Rawls supone a las personas como libres e iguales, y, a su vez, con dos poderes
morales: con la capacidad de tener un sentido de la justicia, y con las aptitudes nece-
sarias para revisar sus concepciones del bien. Así, suponer que los individuos son
personas libres, es verlos como responsables de sus intereses y fines. Ver a los indivi-
duos como moralmente libres, implica que son responsables ante las expectativas que
hacen sobre los bienes primarios. Los individuos qua miembros de sociedad forman
responsablemente sus preferencias. Y como miembros y ciudadanos de una sociedad
política (SBO) se hacen demandas responsables en torno a los bienes primarios a
distribuir.80 De esta forma, puede Rawls argumentar que la EB al estar formando los
deseos y aspiraciones individuales está, al mismo tiempo, ordenando
lexicológicamente los principios de justicia.81

BIENES NO-CONTINGENTES VS. BIENES


(COMUNITARIAMENTE) COMPARTIDOS
En torno de la justicia distributiva, la historia exhibe una gran variedad de disposiciones e
ideologías. Sin embargo, el primer impulso del filósofo es resistir a la exhibición de la historia,
al mundo de las apariencias, y buscar una unidad subyacente: una breve lista de artículos
básicos rápidamente abstraídos en un bien único, un criterio distributivo único o uno
interrelacionado; el filósofo se ubica, al menos de manera simbólica, en un único punto
decisivo. He de sostener que la búsqueda de tal unidad revela el hecho de no comprender la
materia de la justicia distributiva (...) La justicia es una construcción humana, y es dudoso
que pueda ser realizada de una sola manera. En cualquier caso, he de empezar dudando, y
más que dudando, de esta hipótesis filosófica estándar. Las preguntas que plantea la teoría de
la justicia distributiva consienten una gama de respuestas, y dentro de esa gama hay espacio
para la diversidad cultural y la opción política.

Walzer (1993, pp. 18-19).

249
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

Walzer (1993) inquiere sobre cómo debemos considerar los bienes que conforman
el distribuendum que, mediante los principios de justicia, sistematizan y dan vida a
una teoría de la justicia. Según Walzer, “bienes sociales diferentes” deben ser distri-
buidos por criterios, mecanismos y “procedimientos diferentes”. Si hurgamos en la
historia veremos, dice Walzer, que nunca existió un sólo mecanismo para distribuir
los bienes, y es más, tampoco existió un sólo e invariable conjunto de bienes. Por
tanto, la lección de la historia es que los distribuendum tienen esferas distributivas
diferenciadas, regidas por patrones particulares e históricos de distribución. Este es un
hecho, según Walzer, que todo filósofo o teórico político debe tener en cuenta si
quiere encontrar una teoría de la justicia distributiva.82 Por tanto, Walzer apuesta, a
la hora de tratar temas de justicia distributiva, a una argumentación “particularista”.
No pretende alejarse del mundo en el que vivimos, y construir una argumentación
desde “la montaña” totalmente objetiva y “universal”. Si deseamos —sostiene
Walzer— construir una “sociedad justa e igualitaria” tenemos que describir “la vida
cotidiana” sin perder sus “contornos particulares” y sin adoptar formas generales; y
para ello el filósofo debe quedarse en “la gruta, en la ciudad, en el suelo”. “Pues otra
forma de hacer filosofía —arguye Walzer— consiste en interpretar a nuestros con-
ciudadanos en el mundo de significados que compartimos”.83
En definitiva, Walzer propone una metodología (aparentemente) contraria a la
de Rawls. Mirar la justicia distributiva desde la atalaya fortificada de “artefactos filo-
sóficos” “idealmente elaborados”,84 es suponer bienes y principios de justicia que
los hombres elegirían en una situación ideal, i.e. racionalmente motivados y bajo
restricciones de imparcialidad.85 De esta forma “si estas restricciones son conve-
nientemente articuladas, y si los bienes son definidos de manera adecuada, es pro-
bable que una conclusión particular pueda producirse”.86 Si un conjunto de princi-
pios de justicia, como los propuestos por Rawls, pretenden adjudicarse su mérito
por construir un sistema distributivo único y general están auto-engañándose, ya que
“gente común puede hacer eso también” —dice Walzer— en nombre del “interés
público”. 87 Por tanto, un método de distribución “singular” no tiene méritos, sino
más bien desventajas.88 Porque la pregunta no es “¿qué escogerían individuos racio-
nales en condiciones universalizantes de tal y tal tipo?”, sino que escogeríamos
nosotros, personas que ubicadas en cierta cultura, compartimos intersubjetivamente
la misma y apostamos a seguir haciéndolo.
De este modo, la pregunta de Rawls se transforma en: qué principios de justicia
escogeremos nosotros, personas que ya hemos creado opciones comunitarias y que
las compartimos. La respuesta a esta pregunta conduce a Walzer a sostener: “que los
principios de justicia son en sí mismos plurales en su forma; que bienes sociales
distintos deberían ser distribuidos por razones distintas, en arreglo a diferentes
procedimientos y por distintos agentes; y que todas estas diferencias derivan de la
comprensión de los bienes sociales mismos, lo cual es producto inevitable del par-
ticularismo histórico y cultural”.89 Si bien los bienes primarios tienen como objetivo
preservar la autonomía individual, mediante un index lo más general de bienes a ser
distribuidos entre personas con disímiles y contradictorias concepciones del bien,
dejan de reflejar el espacio de significación socialmente compartido de esos bienes,

250
DANTE AVARO

histórica y socialmente, delimitados. Entonces, la propuesta rawlsiana de los bienes


primarios es sólo un reflejo defensivo para no incorporar las concepciones del bien
en la esfera política, mientras que el rechazo por parte de Walzer es una exaltación
de la importancia comunitaria sobre el distribuendum. Así las cosas, la crítica de Walzer
comienza por los bienes y recala en el concepto de persona, ya que si Rawls no toma
en cuenta (en la construcción de los bienes primarios) las elecciones hechas por los
individuos, Walzer sobredimensiona el espacio comunitario como dador de signifi-
cados socialmente compartidos. Si pensamos que el reclamo de Walzer sobre los
bienes primarios es válido, pero desconfiamos de su comunitarismo, la pregunta
obligada es: ¿podríamos tener la libertad individual defendida por Rawls, mante-
niendo el enfoque comunitarista de Walzer? O puesto de otra forma: ¿podemos
retener la neutralidad de la concepciones del bien en la esfera distributiva con un
distribuendum acotado histórica y socialmente? Veamos.
Walzer sostiene que “todos los bienes que la justicia distributiva considera son
bienes sociales”.90 Si los bienes son bienes sociales es porque su “concepción y crea-
ción” depende de un proceso social que dota a los mismos de un significado com-
partido. Lo cual significa, al menos, dos cosas: a) Si “la línea entre lo que yo soy y lo
que es mío es difícil de trazar”, como Walzer argumenta haciendo propias las pala-
bras de William James, es imposible pensar en bienes de forma general y abstracta,
independizada del contexto en el que vivimos.91 Si acordamos con Walzer92 que el
proceso de creación y concepción de los bienes antecede al proceso de distribu-
ción, debemos también acordar que los bienes tienen ya, antes de su distribución,
un significado social que “determina su funcionamiento. Los criterios y las normas
de distribución no son intrínsecos al bien en sí, sino al bien social. Si entendemos lo
que es, lo que significa para quienes lo consideran un bien, entendemos también
cómo, por quién y por qué razones ha de distribuirse”.93 Ahora bien, si los bienes
están circunscriptos a planos morales y mundos materiales determinados, es claro
que concebirlos de forma abstracta vuelve a todo principio universal de distribución
en un inútil instrumento filosófico.94 b) Si sostenemos, como Walzer lo hace, que
cada bien tiene un significado social determinado que hace que se distribuya de tal
forma, también tendremos que acordar que los mismos bienes tienen en distintas
culturas significados diversos y mecanismos de distribución dispares. Esta parece
ser toda la argumentación metodológica contra Rawls. Pero hay más.
Si argumentamos con Walzer, contra Rawls, que “todas las distribuciones son justas
o injustas en función de los significados sociales de los bienes que están en jue-
go”; 95 tenemos que estar conscientes que tocamos a la puerta del relativismo cultu-
ral, vía la relatividad de los significados sociales. A pesar de que Walzer postula que
la justicia distributiva consiste en el análisis de los bienes y las esferas de distribución,
no puede sostener que una sociedad donde los bienes son “justamente distribui-
dos” sea una “sociedad justa”. De este modo, siendo su concepto de justicia distributiva
menos ambicioso que el de Rawls, deja abierta la duda relativista cuando sostiene:
“ni duda cabe de que la justicia es mejor que la tiranía, pero no tengo manera de
determinar si una sociedad justa es mejor que otra sociedad justa”.96 Por tanto, ¿no
hay forma de criticar los significados sociales de otras culturas?, ¿no podemos compa-

251
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

rar los significados sociales de la Alemania Nazi con los de América?, ¿la justicia
distributiva no puede apelar a pautas o códigos transculturales?, ¿los significados
sociales son armas ideológicas para ocultar la dominación de la comunidad sobre
ciertos disidentes? 97
Walzer sostiene que:

hay un número infinito de vidas posibles, configuradas por un número infinito de


culturas, religiones, lineamientos políticos, condiciones geográficas posibles, etcé-
tera. Una sociedad determinada es justa si su vida esencial es vivida de cierta manera
—esto es, de una manera fiel a las nociones compartidas por sus miembros. (Cuan-
do los individuos disienten acerca del significado de los bienes sociales, cuando las
nociones son controvertidas, entonces la justicia exige que la sociedad sea fiel con la
disensión suministrando canales institucionales para expresarla, mecanismos de
adjudicación de distribuciones alternativas (Walzer, 1993, p. 322).

Este comentario de Walzer disipa las dudas entorno a la última pregunta que formu-
lamos a sus argumentos. Ya que los significados sociales lejos de ser armoniosos, “sumi-
nistran” tan sólo una “estructura intelectual”, aunque necesaria, “dentro de la cual
se debaten las distribuciones”;98 y por tanto los significados sociales son siempre porta-
dores de una crítica, de un disenso, aunque éste sea local, interno, endógeno a la
cultura en cuestión. Sin embargo, esto no nos permite juzgar a otras sociedades, o
evaluar los significados sociales en otras sociedades. ¿Pero está Walzer de acuerdo
con esto? Si bien está de acuerdo en que nadie tiene la suficiente autoridad para
intervenir en las creencias y prácticas de otras culturas, si podemos persuadir, apelan-
do a los mismos significados sociales endógenos, a que revisen y cuestionen esos
significados, como en el caso de las “castas” que analiza en Esferas de la justicia. Si
existiera una cultura que ofreciera a los niños en sacrificio, podríamos, sostiene
Walzer,99 apelar, dada la gravedad del caso, a alguna intervención moral que impidie-
ra esa grave violación. ¿Una grave violación para quiénes? Obviamente para nosotros.100
No es que Walzer piense que nosotros debemos suministrar detalles minuciosos so-
bre cómo deben vivir otros (los Aztecas en este caso), sino que estamos autorizados a
imponer y hacer valer ciertas restricciones transculturales a los significados comparti-
dos por cada sociedad. A estas restricciones Walzer las denomina: “código moral míni-
mo y universal”.101
Pero hay una razón de más peso que permite a Walzer adherir a valores
transculturales, y para eso nos debemos ir a sus trabajos posteriores a las Esferas.102 El
nosotros que está implícito en Esferas es inclusivo y no excluyente. Ya que para Walzer
lo que nos hace iguales, es que todos los individuos son productores de bienes
sociales, y es por este motivo que un niño sacrificado no puede adherir, al menos no
sin reservas, a ese significado social. Entonces, si una sociedad tiene asimetrías o
exclusiones muy marcadas en el proceso productivo de bienes sociales, siempre
dejará al margen a ciertos individuos, y esto es lo que autoriza a Walzer a aplicar ese
código moral mínimo.
Si el enfoque walzeriano de los bienes sociales, contrario sensu al de los bienes
primarios, nos conduce a valorar, respetar y tolerar las culturas distintas a las nues-

252
DANTE AVARO

tras, mas no por ello debemos suponer que la creación y concepción comunitaria de
los significados sociales describe realistamente a sociedades en las que las gentes no
están de acuerdo en cómo deben distribuirse qué bienes. Así podemos ver que el
enfoque comunitarista de Walzer no se opone al liberalismo de Rawls en su fase
pluralista y tolerante.

CONCLUSIÓN
Reconstruir la crítica comunitaria al liberalismo es una tarea ardua,103 ya que algu-
nas veces los comunitaristas, por problemas de retórica expositiva, son a menudo
poco claros; y otras, es difícil saber cuál es el blanco liberal al que apuntan sus
certeros venablos. Sin embargo, de la crítica de Sandel104 hacia Rawls se pueden
extraer los siguientes puntos críticos:

a) El liberalismo “devalúa” la vida política, ya que toma la sociedad política como un


“bien” instrumental y no como una búsqueda de la buena vida. De aquí se deriva
que:

b) El liberalismo rechaza la comunidad, al menos, por dos fuertes motivos: b.1) El


liberalismo no reconoce ningún tipo de compromiso entre el individuo y la comu-
nidad, más allá de una búsqueda instrumental y egoísta. Y en segundo lugar, b.2) al
sostener (Rawls) que la justicia es la primera virtud de la sociedad, el liberalismo
está relegando a la comunidad a un plano secundario.

c) Por último, el liberalismo rechaza la posibilidad de reconocer un yo constituido


por valores y lazos comunales.

Si reconocemos a las anteriores aseveraciones como puntos centrales del debate


liberal/comunitarista, y si nos situamos más allá de la evocación instrumental del
hombre y la sociedad, podemos deducir dos fuertes críticas del comunitarismo.

a) Si nos posicionamos, como el liberalismo lo hace, en una sociedad política más


allá de la búsqueda de la buena vida, i.e. en postular un punto de vista extra-social
para evaluar los principios de justicia, antes que en un compromiso meta-ético que
tenga a la comunidad como fuente indiscutida de valor moral, entonces la crítica
comunitaria desafía al liberalismo para que justifique su tesis política mínima. La
idea es simple: la prioridad de los justo sobre el bien, i.e. el deontologismo, atañe al
propio método de justificación de los principios de justicia y a los límites del poder
del Estado.

b) La crítica al yo noumenal, en definitiva una crítica a la errónea caracterización


sobre la naturaleza humana, nos guía hacia una crítica al distribuendum de la teoría
rawlsiana: ¿qué bienes son los adecuados para realizar los distintos planes de vida?,
¿es necesario un acuerdo sobre la buena vida para distribuir esos bienes?, ¿pueden

253
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

existir bienes lo suficientemente no-contingentes que se adecuen a las pretensiones


deontologistas del liberalismo rawlsiano?
Estas dos críticas comunitarias se vinculan del siguiente modo: a) la crítica al
deontologismo apunta a desnudar la estrategia liberal de construir un sistema de
derechos individuales que soporten una “aparente” neutralidad sobre las concep-
ciones del bien. De hecho, los comunitarios alegan que el liberalismo rawlsiano no
puede ser neutral ante concepciones del bien en donde la vida “común” sea parte
de su plan de vida. En otras palabras, el sistema liberal (a juicio de los comunitarios)
predetermina ciertas concepciones del bien cuando utiliza los derechos individua-
les para dar soporte y legitimidad al poder del Estado y fijar sus límites. Por otro lado,
b) la crítica comunitaria vincula la neutralidad del bien con el compromiso de estable-
cer un conjunto de bienes no-contingentes que pretenden ser universales. De más
está decirlo que los comunitaristas piensan que los “bienes primarios” excluirían la
posibilidad de satisfacer ciertos planes de vida de la comunidad. La comunidad nece-
sita distribuir bienes más socialmente compartidos y no meros bienes construidos
para satisfacer una pretendida neutralidad de una sociedad instrumental.
Si bien es cierto que el deontologismo de Rawls puede violar la neutralidad de
algunas concepciones del bien (v. gr.: el surfeador de las plazas de Malibú), pero,
sin embargo, es una construcción modelística más fructífera que lo que el grueso de
los comunitaristas critica. Si aceptamos, conjuntamente con el Rawls de los ochenta,
que los bienes primarios son bienes contingentes a cierta cultura política pública,
entonces, el liberalismo tiene una construcción distributiva de bienes y derechos
que es fundamental para las sociedades occidentales democráticas. De esta forma,
Sandel, con su crítica a la neutralidad, no puede argumentar cómo un individuo
puede desear un plan de vida distinto a la comunidad, y por tanto desear un conjun-
to de bienes distintos a los descubiertos (metafísicamente) en la comunidad. Esto
último es válido para Walzer, quien tampoco puede explicar cómo gente diferente
puede desear y producir bienes socialmente diferentes. Corolario: el individuo
que posee y desea bienes diferentes para su concepción de la buena vida se que-
da, en la crítica comunitaria, desprovisto de arreglo institucional para acceder a
una justa distribución para realizar sus planes de vida.
El comunitarismo, si desea ponerse a la altura del debate, necesita reformular
una teoría de los derechos individuales alternativa a la presentada por el liberalis-
mo. Es decir, el comunitarismo debe dotar al debate de un esquema en donde los
individuos tienen poder parejo para exigir y reclamar porciones de algún
distribuendum, que es constituido en un proceso competitivo por la búsqueda de la
buena vida. Es por este motivo que el párrafo de Nietzsche con el que abrimos este
artículo cobra importancia. Paradójicamente, el crítico de las “ranas” insulares, como
él gustaba referirse de los “moralistas británicos”, nos ayuda para entender el signi-
ficado del debate. No queremos un poder de la comunidad sobre los individuos,
como así tampoco individuos que en nombre del Estado impongan planes de vida
sobre otros. Queremos un conjunto de instituciones (la EB de Rawls) que permitan
la convivencia pacífica, plural y tolerante de individuos que se hacen reclamos mo-
ralmente autoconfigurados sobre cierto conjunto de bienes. Para ello, el camino es

254
DANTE AVARO

concebir a los hombres con iguales poderes (libres e iguales), de lo contrario el


hombre con anillo de Giges entrará en escena y no habrá posibilidad de pensar en
una sociedad justa.

NOTAS
1
Véase Mulhall-Swift (1996, p. 75).
2
Idem.
3
Véase Sandel (1982, p. 2).
4
Ibid., pp. 2-3.
5
En otras palabras: la justicia no está sujeta a ninguna restricción, ni cualificada por ningún
valor más allá de sí misma. Si como en el caso del utilitarismo (al menos de una versión del
mismo) la justicia descansa en el argumento del bienestar social, encontramos que la justi-
cia está restringida, cualificada y por tanto es contingente, y si una acción injusta
incrementara el nivel promedio de bienestar estaríamos conminados a actuar injustamen-
te. Este ejemplo, con algunas variaciones, se encuentra en Mulhall-Swift (1996, p. 76).
6
Idem.
7
Sandel (1982, p. 1).
8
Véase ibid., p. 15.
9
Véase ibid., p. 16.
10
Véase idem.
11
Véase idem.
12
Véase ibid., p. 17.
13
Rawls (1971, p. 587).
14
Véase Sandel (1982, p. 17).
15
Esto lo expone Sandel después de citar y analizar el siguiente párrafo del final del
epígrafe 84 de TJ: “... la estructura de las doctrinas teleológicas es radicalmente equívoca;
ya desde el principio relacionan erróneamente lo justo y lo bueno. No intentaremos dar
forma a nuestra vida atendiendo primero al bien, independientemente definido. No es
nuestro propósito revelar primariamente nuestra naturaleza, sino más bien los principios
que reconoceríamos que gobiernan las condiciones básicas bajo las cuales se forman
esos propósitos y la manera en que deben perseguirse. Porque el yo es anterior a los fines que
por él se afirman; incluso un fin dominante tiene que ser elegido entre muchas posibilidades. No hay
modo de sobrepasar la racionalidad deliberativa. Invertiríamos, pues, la relación entre lo justo
y lo bueno propuesto por las doctrinas teleológicas y consideraríamos lo justo como
prioritario. La teoría moral se desarrolla, entonces, actuando en sentido contrario”.
(Rawls, 1971, p. 560); (itálicas nuestras, D.A.).
16
Véase Sandel (1982, p. 21).
17
Véase ibid., p. 20.
18
Véase ibid., p. 21.

255
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

19
Idem. Al respecto el siguiente pasaje de TJ parece confirmar la aseveración de Sandel: “la
idea principal consiste en que dada la prioridad de lo justo, la elección de nuestra concep-
ción de lo bueno se estructura dentro de unos límites definidos. Los principios de justicia
y su realización en formas sociales definen los límites en los cuales nuestras deliberaciones
toman lugar. La unidad del yo es provista por la concepción de lo justo”. (Rawls, 1971, p.
563).
20
Véase ibid., p. 561.
21
Aquí Sandel (1982, p. 22) carga contra la idea del contrato como elemento constitutivo
del enfoque rawlsiano. Sandel no contempla la posibilidad de mantener una visión contrac-
tual que recoja tanto la autonomía y la libertad individual (Rousseau y Mill) con una visión
comunitarista soportada por la Razón. Para esta propuesta véase Diggs (1981).
22
Al respecto podemos leer en TJ: “... el deseo de expresar nuestra naturaleza como seres
racionales libres e iguales, sólo puede realizarse actuando sobre la base de que los princi-
pios de lo justo y la justicia tengan primacía (...) Por tanto, para realizar nuestra naturaleza
no tenemos más alternativa que preservar nuestro sentido de la justicia para que gobierne
nuestros restantes objetivos. Este sentimiento no puede realizarse si está comprometido y
equilibrado frente a otros fines, como un solo deseo entre tantos. Es un deseo de conducir-
se de un cierto modo, sobre todo lo demás, un esfuerzo que contiene en sí mismo su propia
prioridad”. Rawls (1971, p. 574).
23
Rawls sostiene: “Lo que no podemos hacer es expresar nuestra naturaleza según un plan
que reduzca el sentido de la justicia a un deseo que ha de ser valorado entre otros. Porque
este sentimiento revela el ser de la persona, y transigir aquí no es lograr que el yo acceda al
reino de la libertad, sino dar paso a las contingencias y accidentes del mundo”. Rawls (1971,
p. 575).
24
Véase Sandel (1982, p. 24).
25
Véase Rawls (1971, p. 128).
26
Como dice Rawls: “... una sociedad humana es caracterizada por las circunstancias de la
justicia” (ibid., p. 129). Para ver como las circunstancias de la justicia son introducidas en la PO
como proposiciones fácticas de contenido sociológico véase, Rawls (1971, p. 159).
27
Sandel (1982, p. 29).
28
Ibid., p. 30.
29
Idem. Para la justificación rawlsiana de basar la TJ en estipulaciones más bien débiles, véase
Rawls (1971, p. 149).
30
Véase ibid., p. 29.
31
Véase, para el desarrollo del concepto “teoría tenue del bien”, Rawls (1971, epígrafe 60).
32
Véase Sandel (1982, p. 30).
33
Véase Rawls (1971, pp. 127 y 560).
34
Véase Sandel (1982, p. 62).
35
Rawls tiene que luchar en dos frentes distintos. Por un lado, no puede hacer mucho
hincapié en la separación entre el yo y lo que éste posee, puesto que lo llevaría a un
kantismo en donde se concibe al sujeto bajo una forma totalmente incorpórea. Y por otro,

256
DANTE AVARO

debe suponer que los talentos y demás atributos del yo pertenecen, bajo algún aspecto, a la
comunidad en la que él vive, puesto que de otra forma queda a merced que la redistribución
de los rendimientos de esos atributos sean tomados como una clara violación a la propie-
dad de sí mismo que Rawls defiende cuando se adhiere al segundo imperativo.
36
Para una defensa del argumento rawlsiano, véase Doppelt (1990, pp. 42-45).
37
La implausibilidad del enfoque de Rawls llega a un punto crucial —a juicio de Sandel—
cuando contemplamos las cooperaciones en pequeña escala. Véase Sandel (1982, pp. 30-31).
38
Para este argumento véase Rawls (1971, pp. 255-256).
39
Véase Sandel (1982, p. 39).
40
Véase L. Thomas (1997, p. 68). Véase también, para esta interpretación, Rawls (1971, p. 253).
41
Véase Sandel (1982, p. 25).
42
Ibid., pp. 25-26.
43
Véase Rawls (1971, p. 396).
44
Véase ibid., p. 263.
45
Véase Sandel (1982, p. 40).
46
Idem.
47
Véase ibid., p. 41. Sandel registra muy bien la frecuente insistencia por parte de Rawls para
que así se lo considere. Véase Rawls (1971, pp. 130, 147-148). A su vez, la insistencia de Rawls
(1971, pp. 129 y 178) para que las partes se presupongan motivadas por un interés mutua-
mente desinteresado (sin “ataduras morales” como dice Sandel) es compatible con las
presuposiciones de basar la teoría sobre estipulaciones débiles (véase ibid., p. 149).
48
Véase Sandel (1982, p. 42).
49
Véase ibid., p. 43.
50
O “innocuas o incluso triviales” como llega a decir el propio Rawls (1971, pp. 18-20).
51
Véase Sandel (1982, pp. 43-46).
52
Por esta falta de deliberación o de negociación en la PO, Rawls ha sido criticado por
muchos. Véase Gauthier (1977; 1985; 1986) y Hampton (1980). Sin embargo, si la preocupa-
ción de Rawls es mostrar cómo elegirían principios de justicia individuos bajo el velo de la
ignorancia y con distintas concepciones del bien, todavía sería un acuerdo social sobre cómo
justificar y legitimar moralmente la EBS. Véase para esta defensa Freeman (1990, p. 147).
53
Véase Rawls (1978, p. 47). Aunque la sociedad —sostiene Rawls— pueda depender (razo-
nablemente) en gran parte, para determinar las porciones distributivas, de una justicia
puramente procesal, una concepción de la justicia debe incorporar una forma ideal para la EB,
que limite y ajuste sus resultados. Véase ibid., pp. 63-64.
54
Véase ibid., p. 55.
55
Otra forma de ver este punto es mediante la relación entre la concepción de la justicia y
la idea de igualdad que pertenece a ella. Las circunstancias de la justicia permiten reflejar:
a) las contrarias concepciones del bien que mantienen los distintos individuos; b) la escasez
moderada del mundo material, lo que permite ver la ventaja comparativa de la coopera-

257
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

ción. Por tanto dadas estas circunstancias ningún miembro de la sociedad es indiferente a
cómo se distribuyen los frutos de la cooperación. Entonces, el papel de los principios de
justicia es asignar: a) derechos y deberes en la EB; y b) especificar la forma bajo la cual las
instituciones influenciarán la distribución de los retornos de la cooperación. Véase Rawls
(1979, p. 8).
56
Es decir, la posición social, las ventajas naturales y todas las demás contingencias históricas
que conforman una matriz moralmente arbitraria para “construir” una teoría de la justicia.
57
Cuando consideramos el papel distributivo de la EB (abstraída de las contingencias) aparece
inevitable el concepto de posición original y velo de ignorancia. Esta es la forma más pura de
ver como la EB afecta el modelaje del status quo inicial. Véase Rawls (1978, pp. 57-58).
58
Véase ibid., pp. 47-48. Por otra parte, sostiene Rawls, “nosotros debemos distinguir
entre acuerdos hechos por particulares y asociaciones formadas dentro de la estructura, y
el acuerdo inicial y la membresía en la sociedad como ciudadano”. Véase Rawls (1978, p.
59). Este párrafo muestra que: a) los individuos suponen que su pertenencia a la sociedad
es fija, aunque la EB permite hacer cálculos contractuales para crear asociaciones dentro
de la estructura. b) Se excluye todo tipo de información sobre intereses y habilidades; y
finalmente, c) los individuos suponen que no tienen fines sociales, excepto los de los princi-
pios de justicia y los autorizados por ellos. Véase Rawls (1978, pp. 60-61). Así, el acuerdo
inicial y su explicación descansa, nuevamente, en la EBS. Ya que ésta como objeto primor-
dial de la justicia debe reflejar la imparcialidad de las circunstancias en la posición original.
59
Véase Rawls (1979, p. 6).
60
Una SBO es aquella regulada por una pública concepción de la justicia y sus miembros
son vistos como personas libres e iguales. La publicidad de la justicia significa: a) que lo
miembros aceptan, y saben que los otros aceptan los principios de justicia. b) Las institucio-
nes, y su acuerdo EB, satisfacen (a). c) La pública concepción de la justicia es fundada en la
razonable creencia de que los principios han sido escogidos y aceptados por el método de la
investigación, o como dice el propio Rawls (1978, p. 58): “el contenido de la justicia debe
ser descubierto por la razón...”. d) De ninguna manera se puede inferir que la publicidad
signifique que todos los miembros tengan (o profesen) las mismas creencias. Más bien todo
lo contrario, suponemos —sostiene Rawls— que tienen “irreconciliables diferencias”. Véase
Rawls (1979, pp. 6-7).
61
Al respecto, Rawls sostiene: una SBO no tiene que ser armoniosa en todos los temas que
la afectan, sólo tiene que ser justa y establecer la amistad cívica, con lo cual afirma su
asociación política. Véase Rawls (1979, p. 8).
62
Existe una profunda diferencia —sostiene Rawls— entre: concepciones de justicia que
permiten una pluralidad de concepciones del bien, de aquellas que la hacen. En el
enfoque rawlsiano, la “unidad social” no reposa sobre una concepción del bien, sino más
bien sobre un acuerdo de personas libres e iguales con diferentes concepciones del bien.
En este sentido, la concepción rawlsiana de la justicia es primaria al bien en el sentido (no
poco relevante) que sus principios limitan las concepciones del bien que pueden ser
admisibles en una sociedad justa. Véase Rawls (1982a, p. 160).
63
Véase Rawls (1982a, pp. 159-162). Si suponemos que los ciudadanos se ven como personas
movilizadas por los dos poderes morales que Rawls le atribuye al yo (i.e. capacidad para tener
un sentido de la justicia y capacidad para perseguir una concepción del bien), entonces, los
bienes primarios permiten ser una categoría instrumental comparativa entre distintos suje-

258
DANTE AVARO

tos con distintas concepciones del bien para la realización de sus fines y objetivos (supo-
niendo que los individuos tienen un interés en realizar sus concepciones del bien). Véase
ibid., p. 161.
64
Los bienes primarios conforman el siguiente conjunto de bienes: a) libertades básicas
(libertad de pensamiento, de conciencia, de asociación, libertades políticas, e integridad de
la persona); b) libertad de movimiento y de escoger profesión/ocupación; c) igual oportuni-
dad en lo económico-político; d) un monto de riqueza/ingreso adecuado; e) bases sociales
adecuadas para el auto-respeto. Véase Rawls (1982, p. 23; 1982a, p. 162; 1988, p. 257).
65
Véase Rawls (1988, p. 257).
66
Véase Rawls (1982a, p. 164).
67
Véase Rawls (1988, pp. 258-259). El índex de bienes primarios no intenta representar la
concepción del bien de algunos individuos, entenderlo así —sostiene Rawls en su defensa
del ataque comunitarista— es entenderlo erróneamente. Véase idem. Los bienes primarios
permiten desarrollar las distintas concepciones permisibles del bien, lo que presupone que
las distintas concepciones del bien requieren de ese conjunto de bienes. Los bienes prima-
rios “no deberían entenderse como medios esenciales”, sólo como “cosas generales” que
sirven para desarrollar los poderes morales y la realización de ciertas concepciones del
bien. Véase Rawls (1980, p. 527).
68
Véase Rawls (1982a, pp. 166-167). Como dice el mismo Rawls, oprimir a otros no puede ser
parte de las concepciones de bien de un individuo, por tanto tiene que haber congruencia
entre la concepción moral de las personas (sus dos poderes) y los propósitos con los cuales
usamos los bienes primarios. Véase idem.
69
Véase Rawls (1988, pp. 256-257).
70
Rawls sostendría lo siguiente: hay que estipular que se va a distribuir bajo las pautas
(principios) de justicia. Véase Rawls (1980, pp. 525-526).
71
Véase idem.
72
Si las partes, en la PO, representan ciudadanos, éstos deberán escoger los bienes primarios
porque, como veremos, permiten asegurar las preferencias de distintas e irreconciliables
concepciones del bien. a) Las libertades básicas son, mediante el arreglo institucional adecua-
do, necesarias para que los individuos ejerciten la capacidad de perseguir cierta concepción
del bien. b) Sin las libertades de movimiento y de libre ocupación no sería posible perseguir (o
cambiar) los fines elegidos. c) La igualdad de oportunidades son indispensables para la
autonomía —característica básica de la persona moral. d) La dotación de ingresos/riqueza
son medios para perseguir y obtener muchos fines. e) Las bases sociales para el auto-respeto son
necesarias para “realizar” los dos poderes morales. Véase Rawls (1982a, p. 166).
73
Véase Rawls (1982, p. 18).
74
Una concepción política de la justicia es: a) una concepción moral, únicamente, para la
EBS; por tanto b) la concepción política de la justicia comprende una concepción política
y no una “doctrina comprensiva”. De allí, c) que se presente como una “doctrina razona-
ble” para la EBS, e implica que d) distintas concepciones del bien pueden adherir a ella.
Véase Rawls (1988, p. 253).
75
Véase ibid., p. 256.
76
Véase ibid., p. 269. En Rawls (1993a) es donde el lector encontrará un artículo dedicado
por completo al tratamiento de este concepto.

259
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO

77
Para Taylor (1989, pp. 164-165) una sociedad liberal a la Rawls es una “sociedad instru-
mental”.
78
Véase, para aclarar el uso de este término, Rawls (1993b, p. 250).
79
Véase Rawls (1979, p. 62). Este argumento es contra los libertarianos como Nozick (1974)
y Gauthier (1986).
80
La sociedad, como “cuerpo colectivo” de ciudadanos, se compromete a distribuir las
libertades básicas igualitariamente, y los demás bienes primarios acorde a una justa por-
ción; mientras que los ciudadanos como individuos aceptan revisar y regular sus fines. Sólo
con esta división de tareas, permitida por los dos poderes morales que caracterizan a las
personas morales, es posible construir una comparación inter-personal entre individuos
con concepciones diferentes del bien. Véase Rawls (1982a, p. 170).
81
Véase Rawls (1979, pp. 9-15).
82
Véase Walzer (1993, pp. 18-19).
83
Ibid., p. 12. Para una crítica sobre la pretensión walzeriana de construir principios de
asignación en torno a las creencias de los “individuos”, véase Elster (1992); y para una
defensa de Walzer frente al ataque de Elster, véase Avaro (1997, pp. 60-61).
84
Walzer (1993, p. 12).
85
Los bienes primarios son para Walzer un “conjunto abstracto de bienes”, y el velo de la
ignorancia es un “despojo” de nuestras características históricas y personales.
86
Walzer (1993, p. 19).
87
Idem.
88
Walzer le adjudicaría a Rawls una concepción de la justicia reduccionista, mientras que él
postularía una concepción pluralista. Véase Ferrara (1990, pp. 20-21).
89
Walzer (1993, p. 19).
90
Ibid., p. 21.
91
Al respecto Walzer sostiene: “La distribución no puede ser entendida como los actos de
hombres y mujeres aún sin bienes particulares en la mente o en las manos”. Walzer (1993, p. 21).
92
Véase ibid., p. 20.
93
Ibid., p. 22.
94
Véase idem.
95
Ibid., p. 22.
96
Idem.
97
Para una fuerte crítica al relativismo walzeriano véase Dworkin (1985).
98
Ibid., p. 323.
99
Véase Walzer (1987, pp. 48-49).
100
Herederos del Proyecto Ilustrado.
101
Walzer (1987, p. 29).
102
Nos referimos a Walzer (1987 y 1994).

260
DANTE AVARO

103
Véase Buchanan (1989, pp. 852-853).
104
A pesar de que MacIntyre (1981) inicio la polémica contemporánea, Sandel (1982)
logró, por su crítica directa a Rawls, influenciar a los participantes de la discusión sobre
cuál era el canon crítico del comunitarismo.

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Rawls, J. (1971), A Theory of Justice, Cambridge, Mass., Harvard University Press.
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Rawls, J. (1980), “Kantian Constructivism in Moral Theory”, Journal of Philosophy, vol. 77,
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ducción de Victoria Camps, Barcelona, 1990).
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Rawls, J. (1993a), “The Domain of the Political and Overlapping Consensus”, en D. Copp, J.
Hampton y J. Roemer (1993), pp. 245-269. Este artículo es una reimpresión de New York
University Law Review (1988), vol. 64, núm. 2, pp. 233-255. Este texto tiene su origen en una
conferencia John Dewey en Jurisprudencia dictada por Rawls en 1988 en la Escuela de Leyes
de la Universidad de Nueva York.
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of Notre Dame.

262
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 263-275

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA
DELIBERATIVA
CONSIDERACIONES SOBRE LA FUNDAMENTACIÓN
DE LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD
Francisco Cortés Rodas

Resumen

Frente a la aguda crisis de legitimidad del modelo democrático liberal y ante el colap-
so del modelo socialista, el autor del presente texto se pregunta por la viabilidad de los
esfuerzos teóricos que buscan alternativas para articular la igualdad y la libertad en
un efectivo orden social que supere las deficiencias e incapacidades del liberalismo y
la democracia ante los grandes problemas del presente. Para dicho fin, se examinan
de manera comparada las contribuciones teóricas recientes de John Rawls y Jürgen
Habermas. Según el autor, la crítica de Habermas al liberalismo de Rawls constituye
un significativo aporte a la consolidación y profundización de la democracia, la
reactivación de la sociedad civil y la ampliación del espacio público.

Cuestiones como: cuáles son las condiciones de posibilidad de formas de conviven-


cia que aseguren un mutuo respeto entre los individuos; cómo es posible la socie-
dad; cómo podemos instaurar la libertad y la igualdad en las modernas sociedades,
han sido guía e inspiración de la filosofía política moderna; éstas preguntas surgie-
ron cuando la legitimación del orden político ya no se podía hacer recurriendo a
valoraciones de tipo religioso o asentadas en valores tradicionales. Desde Hobbes y
Locke, hasta Rawls y Habermas, estas cuestiones han estado determinadas por la
necesidad de definir y establecer condiciones mínimas que garanticen que los indi-
viduos puedan interactuar como sujetos libres e iguales. Sin embargo, en la defini-
ción de esas condiciones mínimas se han producido grandes diferencias entre los
pensadores de la filosofía política moderna. De un lado, se han situado aquellos que
a partir del establecimiento de la prioridad de las libertades negativas han colocado
en un segundo lugar el significado de la democracia y de la autonomía política,
como Hobbes, Locke, Kant, Berlin y Rawls. De otro lado, están aquellos que parten
de una interpretación política del núcleo básico de las libertades negativas, es de-
cir, que establecen la prioridad de la autonomía pública sobre la libertad; entre
estos cuentan Rousseau, Hegel, Marx, Taylor y Habermas.
En la filosofía política clásica, Hobbes se planteó la pregunta sobre la posibilidad
del orden social y político a partir del presupuesto antropológico de una disposi-

263
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

ción natural del hombre hacia la violencia. El fin del orden político, fruto de un
contrato que permite salir del estado de naturaleza, es establecer las condiciones
que hagan posible ponerle límites a los impulsos destructivos del hombre, pues
éstos imposibilitan las mínimas formas de convivencia, del disfrute de los bienes y
de la vida. Con el establecimiento del Estado se crea un espacio para que los indivi-
duos puedan desarrollar libremente sus planes racionales de acción en la medida
en que se garantiza seguridad sobre sus propiedades y se aseguran sus derechos y
libertades. Con la definición racional-instrumental del Estado se establece la priori-
dad de la libertad y se pone en un segundo lugar el principio de la autonomía demo-
crática. Locke llega a esta misma idea señalando un vínculo entre la necesidad de la
protección de las pertenencias y el proceso de conformación del pacto político, y Kant
la obtiene mediante la fundamentación trascendental del principio de autonomía
moral y la subordinación a éste de los principios de autonomía política y jurídica.
Para Hegel, uno de los más importantes críticos del liberalismo burgués e inicia-
dor de lo que hoy conocemos como comunitarismo, la pregunta sobre la posibilidad
del orden social y político tiene un origen contradictorio y paradójico. La
institucionalización de las libertades negativas individuales, centradas en la protec-
ción del derecho a la propiedad, produjo como elemento positivo la creación de un
espacio social, el mercado, en el cual los hombres podían interactuar como sujetos
libres, y como elemento negativo, la disolución de los lazos comunitarios y solida-
rios, la desaparición de las tradiciones propias de las formas de vida premodernas y
un profundo antagonismo social, al definir a los actores sociales orientados sola-
mente por los intereses propios de la esfera del mercado.
Frente a la desintegración de la red social, Hegel propuso articular el principio
de la libertad negativa en las formas de vida ética. Es decir, la sociedad es posible si
junto con el aseguramiento de los derechos y libertades negativas se garantiza el
ejercicio de la autonomía pública-política y se protege la existencia de lazos comu-
nitarios y solidarios entre miembros de distintas comunidades que forman una
sociedad. Hegel pensó esta forma de complementación entre libertad negativa y
positiva mediante su concepción del Estado; pero ésta, debido a su claro carácter
conservador, fue insuficiente ante las exigencias de mayor igualdad y justicia so-
cial planteadas por la burguesía y el proletariado industrial que emergió en los
inicios de la revolución industrial.
Marx buscó a partir de esta limitación formular como alternativa la superación de
la sociedad presente, compuesta por individuos orientados únicamente por la acu-
mulación y la ganancia, por una sociedad futura de hombres iguales y libres. El
principio de la libertad, constitutivo para la definición de lo social en el liberalismo,
se debería reemplazar por el principio de igualdad, para que así se asegurara la
participación de todos en el proceso práctico-político de conformación del orden
social. Para Marx, entonces, es posible la sociedad cuando el hombre, tras la revolu-
ción, haya recuperado sus propias fuerzas, destruidas por la enajenación y cosificación
que produce el dominio de la esfera del mercado, y pueda actuar como ser comple-
tamente libre e igual en el proceso democrático de conformación de las institucio-
nes políticas.

264
FRANCISCO CORTÉS RODAS

Sin entrar en mayores detalles históricos podemos hoy señalar que han fracasado
en sus pretensiones de libertad, justicia e igualdad tanto el modelo de sociedad
construido sobre la base de la prioridad de la autonomía política, como hemos
podido apreciar tras el derrumbe de los países socialistas, así como el modelo de
sociedad concebido sobre la base de la prioridad de las libertades negativas, como
puede verse en los fenómenos de crisis de legitimidad y de desintegración social y
política de las modernas democracias liberales, y en la incapacidad de éstas frente al
surgimiento de movimientos fundamentalistas, neonacionalistas y racistas, así como
frente a los problemas ecológicos y a los de la pobreza en los países del tercer
mundo.
En las dos ultimas décadas se ha dado en el escenario académico y político, como
reacción a estos fenómenos, un profundo e intenso debate sobre las posibilidades y
límites de la democracia y el liberalismo. Entre las diferentes alternativas propues-
tas, Rawls y Habermas han reformulado las concepciones tradicionales de libertad y
igualdad, buscando establecer las condiciones para su articulación e instauración
en las sociedades modernas y así superar las deficiencias e incapacidades del libera-
lismo y la democracia frente a algunos de los grandes problemas del presente.
Rawls, siguiendo la tradición del liberalismo clásico, hace una defensa de la prio-
ridad del principio de las libertades negativas para definir las condiciones bajo las
cuales es posible ordenar en forma justa a una sociedad, y Habermas, siguiendo la
tradición republicana, fundamenta la idea de que la autonomía pública y privada se
constituyen originariamente a través del ejercicio democrático.
Para considerar críticamente estas dos propuestas teóricas se buscará confrontar-
las con la tesis que afirma que los derechos básicos liberales pierden su valor a los ojos
de los miembros de una sociedad si no se da la garantía de un mínimo socioeconómi-
co adecuado y suficiente para posibilitar a todos un cierto grado de autonomía y
respeto de sí mismo.1 Esta sería una reformulación de la crítica de Hegel al liberalis-
mo, mediante la cual buscaba vincular el aseguramiento de los derechos y libertades
negativas al ejercicio de una autonomía política; una reformulación, por cuanto se
busca articular la libertad negativa y positiva con unas condiciones socioeconómicas
que posibiliten su realización.
En este ensayo, presentaré, en primer lugar, el planteamiento de Rawls y señala-
ré a la vez sus limitaciones; en segundo lugar, expondré la concepción deliberativa
del derecho y la democracia de Habermas, con el fin de mostrar su relevancia frente
a los problemas de la crisis de legitimidad del liberalismo. Finalmente se hará una
evaluación de los dos modelos a la luz de la tesis anteriormente mencionada.

JUSTICIA COMO EQUIDAD

Uno de los fines de la argumentación de Rawls consiste en la formulación de las


condiciones para construir una sociedad bien ordenada. Para esto se vale del con-
cepto kantiano de autonomía y de la teoría del contrato social, desarrollados en la
tradición liberal. Rawls muestra que los principios de justicia no pueden ser dedu-
cidos a partir de una determinada concepción de la vida buena, y así diferencia su

265
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

posición de las concepciones morales de tipo utilitarista, teleológico e intuicionista.2


Los principios de justicia deben ser más bien comprendidos como aquellos sobre los
cuales llegarían a ponerse de acuerdo personas racionales y libres, para quienes
estaría velada la promoción de sus propios intereses. Rawls concibe la posibilidad
de ese proceso de unificación en el marco de lo que él denomina “posición origi-
nal”. En esta situación, los participantes en este proceso de búsqueda de acuerdo se
encuentran bajo condiciones restrictivas.3 Ellos obtienen sus decisiones y acuerdos
con el fin de determinar los principios básicos para formar una sociedad bien orde-
nada y justa bajo un velo de ignorancia. Por medio de éste son establecidas una serie
de condiciones a las deliberaciones y razonamientos, las cuales deben observar los
representantes ideales para poder elegir en forma racional los principios que posi-
biliten conformar un orden justo.4 Estas condiciones restrictivas, sobre cuya base es
definido lo razonable, son necesarias para fijarle límites a las discusiones sobre lo
justo, porque es imposible conseguir acuerdos sobre estas cuestiones con sujetos
orientados por la consecución de sus intereses particulares o que busquen imponer
una determinada concepción particular del bien.
Consideremos lo enunciado en los dos principios de justicia introducidos por
Rawls para así tener una idea de lo que para él significa una sociedad justa. En el
primer principio están incluidas las libertades propias de la tradición liberal, desde
la libertad de conciencia y expresión, hasta la propiedad privada, así como los dere-
chos ligados con la libertad de asociación y con el ejercicio de la democracia. En el
segundo principio se incluyen algunos derechos de tipo social. Rawls parte de la
existencia de desigualdades en cuanto a talentos, riqueza y poder; con este princi-
pio busca una compensación o una reducción al mínimo de éstas. Las desigualda-
des sociales deben organizarse de tal manera que resulten más ventajosas para los
menos favorecidos, y deben posibilitar iguales oportunidades a todos los participan-
tes en el contrato social, para que todos los asociados puedan desarrollar sus talentos
y sus proyectos particulares de vida. Con este segundo principio se busca corregir
desigualdades excesivas: mediante políticas sociales de control y distribución de la
riqueza se pretende dar una protección especial a los menos favorecidos. Una con-
cepción de la justicia que posibilite desigualdades que no beneficien a todos y, por
sobre todo, que no beneficien a los menos favorecidos, no es para Rawls una concep-
ción moral de la justicia.
El principio rector de “justicia como equidad” implica una distribución justa de
los bienes, la cual sólo puede darse si ésta tiende a favorecer a los peor situados en
la escala social. Esto supone una redistribución de los bienes, o mejor, una interven-
ción del Estado con el fin de trasladar los bienes o las ganancias de unos individuos
o grupos, quienes como consecuencia de la natural escasez de medios y recursos o
del predominio de ciertas concepciones del bien, han resultado desfavorecidos res-
pecto al uso de estos para realizar sus planes particulares de vida. Los principios de
equidad en la distribución y de la igualdad de oportunidades presuponen que
todos los miembros de un orden social tengan acceso al uso y disfrute de los bienes
sociales básicos. Para el liberalismo individualista, la función del Estado se reduce a
la protección del ámbito mínimo del individuo; para el liberalismo en la versión

266
FRANCISCO CORTÉS RODAS

rawlsiana, el Estado, además de proteger los derechos individuales de la libertad,


debe asegurar a sus asociados un mínimo político y social. Hasta aquí no hay proble-
ma, pero si se consideran los contenidos de este mínimo aparecen dificultades. A
continuación se buscará, con la presentación de la siguiente réplica, cuestionar el
denominado mínimo social rawlsiano.
El principio de la prioridad de las libertades básicas sólo se puede fundamentar
en forma coherente, si se presupone un orden social con recursos materiales sufi-
cientes para todos y con niveles bajos de desigualdad. Para Hart, la expresión de un
ideal político que Rawls quiere ocultar tras su supuesta neutralidad o imparciali-
dad, constituye la subordinación de los valores materiales, es decir, de las ventajas
sociales y económicas, frente al valor de la libertad. Se trata, según él, del ideal del
ciudadano liberal, quien considera la actividad política como el más digno propósi-
to y fin de la existencia, y para quien es inaceptable la idea de intercambiar los
supremos valores de la libertad por valores materiales o sociales.5
La crítica a la “justicia como equidad” hecha desde el marxismo tiene este mismo
sentido; los marxistas afirman que mediante el establecimiento del principio de la
prioridad de la libertad, Rawls limita su teoría a la determinación de las libertades
políticas. Definidas de esta manera, las libertades del primer principio son pura-
mente formales, porque los individuos, aunque puedan llegar a reconocerse mu-
tuamente como personas iguales, no pueden en realidad ser iguales si existen
desigualdades sociales y económicas extremas. El marxista buscaría darle una mayor
cobertura al primer principio de justicia para poder incluir una distribución equita-
tiva de la riqueza económica y no sólo de las libertades básicas. Rawls aceptaría
limitar las libertades básicas con el fin de conseguir un mejoramiento de las condi-
ciones económicas y sociales, si así avanza una sociedad hacia un estadio político,
económico y cultural, en el que el valor de la libertad adquiera un mayor status
frente a otros valores. Nuestro autor no se ocupa desafortunadamente en Theory of
Justice (TJ) ni en Political Liberalism (PL) de sociedades no-bien ordenadas.6
En la sociedad constitucional-democrática, modelo para la formulación de la
teoría rawlsiana, sería inaceptable la limitación de las condiciones sociales, políticas
y culturales “razonablemente favorables” para el establecimiento del principio de
la prioridad de las libertades básicas en aras del bien público o por supuestas
ventajas económicas.7 En su respuesta al marxismo, desarrollada en el ensayo “So-
bre las libertades”, introduce la diferencia entre las libertades básicas y su valor para
cada persona; con esta diferenciación muestra el malentendido que surge, con
respecto a los significados de la prioridad de las libertades básicas y del principio de
la diferencia, cuando se cuestiona su teoría por idealista y formal.8 El primer princi-
pio tiene prioridad frente al segundo; sin embargo, existe una conexión normativa
interna entre los dos: el segundo principio de igualdad de oportunidades y de
justicia social es necesario para la realización de los derechos subjetivos del primer
principio. 9
La respuesta de Rawls es coherente con las premisas de la concepción general
de justicia,10 según la cual, las desigualdades económicas y sociales existentes son
aceptables siempre que beneficien a los menos favorecidos. Es coherente también

267
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

con el principio de la diferencia que busca corregir desigualdades excesivas a través


de políticas sociales de control y distribución de la riqueza. Sin embargo, podría
suceder, de acuerdo con la “concepción general de justicia”, que para mejorar la
posición de los peor situados sería necesario restringir algunas de las libertades del
primer principio. Esto es inaceptable para Rawls. Pareciera ser que nuestro autor
quisiera evitar esta situación límite, cuando nos habla de “condiciones razonable-
mente favorables”,11 bajo las cuales debe primar la libertad. En este sentido se puede
afirmar, primero, que Rawls considera solo un estadio del desarrollo de las sociedades
democráticas, a saber, aquel en el cual existen unas “condiciones razonablemente
favorables” para que los asociados puedan dirimir sus conflictos a través de la libre y
pacífica discusión; y segundo, que no considera suficientemente sociedades con
fenómenos de escasez radical o de desigualdad extrema, como se ha podido consta-
tar tras la publicación del artículo “The Law of Peoples”.
Rawls supone la escasez y la desigualdad: éstas son condiciones de la justicia,
pero aunque las suponga, presupone a la vez la existencia de condiciones económi-
cas, culturales, etcétera, aceptables para todos. La situación rawlsiana podría descri-
birse como de insuficiencia moderada de recursos y de desigualdades tolerables
(situación A, ejemplo: USA, países de la comunidad europea). La situación que aquí se
busca contraponer a la rawlsiana es una en la cual, debido a la falta de recursos y a
desigualdades extremas, se hace necesario restringir las libertades del primer princi-
pio, para poder mejorar la posición de los peor situados (situación B, ejemplo: Colom-
bia). Esta no es, en el fácil dualismo histórico rawlsiano, la del estadio precivilizado de
la humanidad (situación C ) en el cual no sólo faltan los recursos, sino también la
cultura, la tradición, etcétera. Es decir, “justicia como equidad” es coherente si se
presupone la situación A. Podría ser coherente, si se desarrolla en relación con la
situación C. Pero no responde a los problemas de la situación B. Esta réplica puede,
entonces, resumirse así: con la introducción de la teoría de los bienes sociales básicos
se establece un mínimo sociopolítico. Al presuponer, en primer lugar, que éste sería
aceptable por todos los posibles electores en la posición original, en tanto que, en
segundo lugar, asegurado éste sería viable la realización de cualquier plan racional de
vida, entonces, justifica Rawls, la tesis de la prioridad de la libertad sobre la igualdad.
Pero esta justificación es insuficiente porque no considera situaciones límite, es de-
cir, aquellas en las que las demandas de equidad socioeconómica e igualdad política
requieren limitar las libertades de su primer principio de justicia.
La negativa de Rawls para admitir los derechos económicos y sociales como dere-
chos fundamentales depende en gran parte de que su programa de legitimación
del Estado se asienta sobre una concepción negativa de la libertad; según ésta, el
Estado debe proteger y asegurar la esfera privada del individuo definida a través de
los derechos subjetivos de acción. Por el contrario, la concepción positiva de la
libertad afirma que el Estado debe, junto con el aseguramiento de los derechos
civiles, crear las condiciones materiales, culturales y espirituales que hagan posible
a sus asociados valorar la libertad.12 La propuesta de Habermas sobre una concep-
ción deliberativa del derecho y de la democracia, que analizaré en el siguiente
apartado, constituye una respuesta a esta dificultad central del liberalismo.

268
FRANCISCO CORTÉS RODAS

LIBERTAD VS. IGUALDAD

Los nuevos planteamientos de Habermas presentados en Faktizität und Geltung


(FG) pueden leerse en parte como una respuesta a una grave dificultad de su
teoría formulada en la Teoría de la Acción Comunicativa (TAC), la cual consiste en
desarrollar una concepción dualista de la sociedad, concebida como sistema y
mundo de vida y en la atribución de la racionalidad instrumental a las esferas del
mercado y el poder, y de la racionalidad comunicativa a las esferas de acción social
del mundo de vida.13
Esta respuesta voy a abordarla en la forma de una presentación de su crítica al
liberalismo de Rawls, ya que así se ve con rasgos más claros su aporte a la cuestión de
la consolidación y profundización de la democracia, de la reactivación de la socie-
dad civil y de la ampliación del espacio de lo publico.
La alternativa propuesta en FG la construye mediante una interpretación
procedimental-comunicativa del derecho y de la democracia. Con ésta ofrece opcio-
nes más realistas frente a los problemas dibujados en su diagnóstico de la moderni-
dad. En este sentido, se constituye el derecho en el mecanismo a través del cual se
establece la relación entre las esferas de acción social sistémicas y las del mundo de vida,
al delimitar y demarcar con sus instrumentos propios, las formas específicas de
organización de los ámbitos del mercado, la administración, la reproducción cultu-
ral y la conformación misma de los procedimientos democráticos de justificación de
las normas sociales de acción.
Lo particular y novedoso de su nueva concepción de las esferas del derecho y la
política, consiste básicamente en el carácter constitutivo que tienen los principios
de la autonomía política y de la autolegislación jurídica en los procesos de legitima-
ción democráticos de una sociedad. Su interpretación teórica-discursiva del dere-
cho la construye a partir de una crítica a las doctrinas positivistas del derecho, a la
teoría del derecho de Kant, a la concepción de justicia de Rawls y a la teoría política
de orientación comunitarista. Voy a centrarme aquí en la réplica a Rawls.
El punto central de esta crítica afirma que Rawls en su programa de
fundamentación de una concepción liberal de la justicia, subordina los principios
democrático y jurídico al principio de autonomía moral; con esto se restringe la
libre expresión de la autonomía política al darle a los actores un conjunto de dere-
chos y libertades básicos antes de que éstos entren en la arena pública a definir
cómo organizar un orden político en forma legítima. En este tipo de liberalismo se
busca definir las condiciones de legitimidad de un orden político sobre la base del
aseguramiento de unas condiciones para el ejercicio de una autonomía privada,
que comprende la protección de una esfera de acción, al interior de la cual sujetos
orientados por sus intereses particulares e individuales pretenden realizar sus pla-
nes particulares de vida. En Rawls como en Kant, el principio democrático en el que
se expresa la autonomía política y el principio del derecho en el que se expresa la
autonomía privada están subordinados al principio moral.14 En este sentido, el sis-
tema de derechos, que le corresponde a cada hombre, en tanto hombre, se legitima
por sí mismo a partir de principios morales, es decir, con independencia de la

269
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

autonomía política de los ciudadanos, la cual sólo se constituye a través del contrato
social. Por esta razón, los derechos y libertades individuales, que protegen la auto-
nomía privada de los hombres, preceden a la voluntad del legislador soberano. Así
es postulada la prioridad de los derechos humanos fundamentales, que aseguran
las libertades prepolíticas de los individuos, trazando un límite exterior a la volun-
tad soberana del legislador político; de esta manera, queda subordinada la autono-
mía política a la autonomía moral.15
La tesis de Habermas contra esta lectura del liberalismo afirma que los sujetos
sólo pueden alcanzar autonomía si participan activamente en los procesos de con-
formación de las leyes y principios básicos que sirven a la regulación de un orden
determinado, y si son capaces de concebirse como los originadores de las normas a
las que ellos mismos están sujetos como personas privadas. Esta tesis supone un
punto de partida distinto al kantiano-rawlsiano para la explicitación del sistema de
los derechos, en el que se entrelazan los conceptos de libertad comunicativa, auto-
nomía comunicativa y poder comunicativo, en el medio específico de su realización,
a saber, la creación de un proceso legislativo político autónomo.
El mencionado punto de partida lo obtiene mediante la introducción del prin-
cipio discursivo (D), con el cual establece un criterio neutral de autonomía y define
un procedimiento que garantice las condiciones de imparcialidad para conseguir un
actuar autónomo en cada una de las esferas prácticas de acción. El principio
discursivo D, dice: “Sólo son válidas aquellas normas de acción con las que pudieran
estar de acuerdo, como participantes en discursos racionales, todos aquellos que de
alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas”.16
A partir de éste, distingue las normas universalizables de acción en reglas mora-
les y jurídico-políticas, diferencia los discursos morales de los jurídico-políticos, y
realiza una explicación de las formas específicas de fundamentación de cada uno
de ellos.17 En este sentido, se trata en los discursos morales de definir las condicio-
nes y procedimientos bajo los cuales sea posible resolver los conflictos de acción en
los que estén en juego los intereses, necesidades y pretensiones del hombre conce-
bido como sujeto capaz de lenguaje y acción. Mediante la especificación del princi-
pio discursivo para la esfera moral, obtiene el principio de universalidad y define
los tipos de razones que cuentan en los discursos cuyo objeto es la protección de la
naturaleza racional humana. El ámbito de acción de la moral es la humanidad, por
tanto, las razones sobre las cuales se fundamentan los discursos morales deben estar
en interés de todos y poder ser aceptadas por cualquiera.
La esfera del derecho sirve, en segundo lugar, a la regulación de las formas de
acción y conflictos entre sujetos que se reconocen entre sí como miembros de una
comunidad de derecho. Las normas del derecho se dirigen a personas
individualizadas a través de la capacidad para asumir su rol como sujetos de dere-
chos. Al especificar el principio discursivo para la esfera del derecho obtiene el
principio democrático, según el cual “sólo son válidas aquellas normas jurídicas con
las que pudieran estar de acuerdo como participantes de un proceso legislativo,
discursivamente concebido, todos aquellos sujetos de derecho que de alguna forma
pudieran ser afectados por dichas normas”.18 El ámbito de acción del derecho se

270
FRANCISCO CORTÉS RODAS

constituye por la forma específica como una comunidad históricamente definida,


en un espacio geográfico determinado, ha creado los principios y reglas normati-
vas para producir una manera determinada de convivencia. Su esfera de influen-
cia es una comunidad dada y no la humanidad concebida como una totalidad. Las
razones que sirven a la fundamentación de los discursos sobre el derecho y la
política pueden ser jurídicas, éticas y morales, pero especificadas para la forma de
vida de una comunidad y que puedan ser compartidas y aceptadas por los miem-
bros de ésta. La esfera del derecho no es por tanto un simple reflejo de la esfera
moral, ni la legislación jurídica reproduce a la legislación moral.19
La autonomía de las esferas del derecho y la política frente al ámbito de lo moral
no significa, sin embargo, su absoluta independencia. La legitimidad obtenida en
los ámbitos del derecho y la política no puede contradecir los principios y funda-
mentos del universalismo moral; así, Habermas construye una complementación
funcional entre estas esferas.
Esta diferenciación supone la participación del sujeto en distintos procesos de
conformación de reglas y normas en el mundo práctico-humano y, por tanto, la
distinción entre tipos distintos de autonomía y formas diferentes de su ejercicio. Al
servir de marco general el principio discursivo para la especificación de las normas
y discursos de la moral, el derecho y la política pueden mostrar que el punto decisi-
vo de su argumentación consiste en que el principio democrático se debe al
entrelazamiento del principio discursivo y la forma del derecho.
El desarrollo de esta tesis la construye como una génesis lógica de derechos a
través de la cual muestra cómo el principio discursivo sirve para fundamentar: a)
que toda persona tiene igual derecho a un régimen suficiente de libertades subje-
tivas de acción, b) que cada uno está protegido para que sus derechos políticos de
pertenencia a una comunidad no le sean negados unilateralmente, c) que a toda
persona se le aseguren la igualdad de tratamiento frente a la ley mediante el esta-
blecimiento de principios básicos de justicia, d) que los derechos políticos deben
garantizar la participación de los ciudadanos en todos los procesos políticos de
decisión y consulta para que la libertad comunicativa de cada uno adquiera reali-
dad, y e) que se debe dar la garantía de unas condiciones de vida técnicas, sociales y
ecológicas. Esta propuesta comprende, también, ampliando este último numeral, el
aseguramiento de derechos tales como el derecho a la educación, al trabajo, a un
adecuado nivel de vida, a la salud, y a la seguridad en caso de desempleo, enferme-
dad, incapacitación o vejez. Con la definición de las condiciones para el ejercicio de
la autonomía política se cierra el círculo de esta fundamentación y se muestra la
conexión interna con la autonomía privada.20
La tesis central de Habermas, con la cual se diferencia del liberalismo de Rawls,
afirma que los derechos subjetivos de acción que aseguran la integridad de la perso-
na jurídica son condiciones necesarias que posibilitan el ejercicio de la autonomía
política. Como condiciones de posibilidad no pueden limitar la soberanía del legis-
lador político. En este sentido, el espacio de acción de la autonomía política no
puede ser limitado desde una instancia superior, sea moral, como lo intentan Kant
y Rawls, o religiosa; tampoco se puede instrumentalizar la autonomía privada a partir

271
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

de una concepción particular de vida buena, como lo plantean los autores


comunitaristas. Los principios legítimos de una asociación política pueden ser sola-
mente aquellos que sean aceptados racionalmente por todos los ciudadanos de una
determinada comunidad. Los derechos subjetivos deben poder fundamentarse,
entonces, sobre la base de la autonomía democrática; así, entiende por tanto a ésta
como el único fundamento normativo del Estado de derecho moderno. Este nuevo
“paradigma del derecho” de la política deliberativa debe remplazar tanto al modelo
liberal formalista como al instrumental-comunitarista del derecho.
Para concluir, es importante volver al problema planteado en la TAC sobre el
sentido y función de la esfera de lo político para apreciar el alcance de la nueva
propuesta habermasiana. Desde la perspectiva del dualismo sistema-mundo de vida
se puede traducir la pregunta: cómo es posible la sociedad, en la pregunta, ¿cómo
es posible una domesticación democrática y un control democrático de las estructu-
ras sistémicas del mercado y de la burocracia?21
Para Habermas, esta posibilidad se da mediante una ampliación y radicalización
de las prácticas e instituciones democráticas. Para ello, le apuesta de nuevo a sus ya
trabajadas concepciones de sociedad civil y de opinión pública. Ampliar y radicalizar
las prácticas democráticas no significa disolver la democracia formal, como supone
Rawls, sino infiltrar todos los ámbitos de la vida social con prácticas y formas de
acción democráticas. Su radicalización es posible en la medida en que la sociedad
civil, con sus formas de organización democráticamente constituidas, interfiera so-
bre las organizaciones formales del mercado y la administración. No se trata tan sólo
de sitiar estas esferas,22 como lo había pensado en TAC, sino de encauzar el uso del
poder administrativo y del mercado en determinadas direcciones. Al respecto escri-
be Habermas:

La fuerza integradora social de la solidaridad, que no puede agotarse solamente de las


fuentes de la acción comunicativa, debe desarrollarse sobre las distintas y diferencia-
das esferas de lo público, sobre los procesos jurídicamente institucionalizados de
formación democrática de la opinión y de la voluntad, y sobre el medio del derecho
para poder imponerse también contra los otros dos mecanismos de la integración
social, a saber, el dinero y el poder administrativo.23

La sociedad civil, mediante sus formas de organización formales e informales, y a


través del “poder comunicativo” que crea e institucionaliza en el sistema de los
derechos, convierte sus diversas formas de acción en un poder legítimo, el cual
puede trazarle límites a las otras esferas sociales de acción, particularmente a las del
mercado y la administración. Las formas comunicativas que se generan con el inter-
cambio entre las organizaciones institucionalizadas del Estado y las asociaciones
informales de conformación de la opinión y de la voluntad pública política, sirven
para garantizar que la influencia y el poder comunicativos se transformen mediante
los procesos legislativos en un poder administrativo racionalmente aplicable. La
radicalidad del planteamiento de Habermas consiste en darle a la esfera de la polí-
tica su autonomía, que cobra expresión al convertirse en el ámbito desde el cual se
delimitan y trazan las fronteras entre las diferentes esferas de acción social.

272
FRANCISCO CORTÉS RODAS

CONCLUSIÓN
Habermas presenta mediante su fundamentación comunicativa de los principios
de autonomía privada y pública una alternativa a la limitación del liberalismo
político de Rawls, condicionada, como vimos, por su negativa a incluir derechos
económicos como derechos fundamentales. Pero, ¿logra Habermas dar una res-
puesta a la crítica que le hicimos a Rawls?
Habermas avanza, ciertamente, en la vieja tarea de buscar una complementación
entre los principios negativo y positivo de la libertad y en vincular el ejercicio de
éstos al aseguramiento de unos derechos socioeconómicos mínimos. En este senti-
do, estos últimos son condición necesaria para el ejercicio de la autonomía política,
como lo muestra en su ya citada exposición genética de los derechos.24
Pero, ¿es suficiente esta complementación y la definición teórica de cómo es
viable su articulación en la realidad para responder al problema, radical en los
países del tercer mundo, de que el liberalismo y la democracia se han convertido en
una simple caricatura, y se pueden convertir en una pesadilla, si no es posible
encontrar un modelo de sociedad, de justicia social intraestatal, de justicia
interestatal, y por tanto también de economía que posibilite el aseguramiento del
mínimo socio económico señalado?
Cabe entonces preguntarnos entre nosotros por las posibilidades de realización
de una propuesta de este tipo. La mayor dificultad consiste, en sociedades como la
nuestra, en que el propuesto control democrático de las esferas sistémicas, y por
tanto la justificación de procesos redistributivos, debe enfrentar tanto el argumento
del libertarianismo, según el cual, las concepciones de justicia redistributiva consti-
tuyen un robo y una violación del ámbito de la autonomía privada, como el argumen-
to neoliberal que afirma que la esfera económica sometida a estas cargas redistributivas
pierde su capacidad competitiva y de crecimiento. Desde un punto de vista moral,
estos argumentos son injustificables racionalmente, como puede mostrarse si-
guiendo los planteamientos de Rawls; pero estos planteamientos son, sin embargo,
definitivos en el plano de las relaciones de poder. En Colombia, por ejemplo, se
manifiestan éstos con signos de violencia, terror militar y paramilitar, violación masi-
va de los derechos humanos, desmantelamiento de las conquistas sociales de los
trabajadores, etcétera. Aunque Habermas, con una visión positiva sobre el futuro del
liberalismo y de la democracia, afirma que mediante la consolidación y asentamien-
to de la perspectiva presentada por él, es posible ponerle barreras al avance destruc-
tivo de las esferas sistémicas, los signos adversos en el horizonte político de nuestra
realidad nos indican la existencia de serias dificultades para avanzar en este senti-
do. Si éstas pueden ser superadas, es un asunto que en parte depende de nosotros.
Si no encontramos la forma de hacerlo asistiremos a un nuevo fracaso de los ideales
de la modernidad. Pero de éste solo seremos en parte responsables, puesto que el
establecimiento de una concepción universal de justicia y la redefinición del mode-
lo económico imperante depende en buena parte de la voluntad de los actores
políticos de las sociedades del primer mundo.

273
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA

NOTAS
1
Un desarrollo más amplio de esta tesis lo presenté en “Liberalismo y legitimidad. Conside-
raciones sobre los límites del paradigma liberal”, en F. Cortés y A. Monsalve (ed.), Liberalismo
y comunitarismo, Valencia, Editions Alfons el Magnanim, 1996, pp. 187-210.
2
J. Rawls, A Theory of Justice, Nueva York, Oxford University Press, 1971 (citas en español:
Teoría de la Justicia, Madrid, FCE, 1978, cap. I).
3
J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit. , pp. 156-214.
4
En sus últimos escritos recopilados en Political Liberalism, Rawls matiza el carácter y función
de la “posición original”; muestra también con la distinción entre lo racional y lo razonable,
las dificultades de las réplicas comunitaristas a su concepción de persona moral. Ver: J.
Rawls, Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993. Ver además: R. Forst,
Kontexte der Gerechtigkeit. Politische Philosophie jenseits von Liberalismus und Kommunitarismus,
Suhrkamp, Frankfurt/M, 1994, pp. 349-362.
5
H. L. A. Hart, “Rawls on Liberty and its Priority”, en D. Norman (ed.), Reading Rawls,
Oxford, Basil Blacwell, 1975. Primero en: University of Chicago Law Review, núm. 40, 1973, pp.
534-555.
6
J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., 598 ss. Sin embargo, en el artículo “The Law of Peoples”,
intenta desarrollar lo que él llama “Liberal Law of Peoples”, que se aplicaría a sociedades
no liberales. Allí muestra que esa “Law of Peoples” no requiere de sociedades no liberales
para que lleguen a convertirse en liberales. El desarrollo de las implicaciones del “Law of
Peoples” rawlsiano se considerará posteriormente. J. Rawls, “The Law of Peoples”, en St.
Shute y S. Hurley (ed.), On Human Rights, Nueva York, 1993, pp. 41-82. Ver además: S.
Scheffler, “The Appeal of Political Liberalism”, en “Symposium on John Rawls”, Ethics, núm.
105, octubre de 1994, pp. 4-22; Th. Pogge, “An Egalitarian Law of Peoples”, en Philosophy
and Publics Affairs, summer 1994, vol. 23, núm. 3, pp. 195-224.
7
J. Rawls, “The Basic Liberties and Their Priority”, Tanner Lectures on Human Values, vol. 3,
pp. 1-87 (citas en español: Sobre las libertades, Barcelona, Paidós, 1992, p. 40).
8
J. Rawls, Sobre las libertades, op. cit., p. 70 ss.
9
En la reciente crítica de Habermas a Rawls interpreta el primero esta conexión sistemáti-
ca entre los dos principios de justicia como “instrumentalización” de los principios de
igualdad de oportunidades y de justicia social para asegurar los derechos y libertades
básicas. Ver: J. Habermas, “Reconciliation Through the Public Use of Reason: Remarks on
John Rawls’ Political Liberalism”, en The Journal of Philosophy, vol. XCII, núm. 3, marzo de
1995, pp. 132-180.
10
La concepción general de justicia dice: “Todos los valores sociales —libertad y oportuni-
dad, ingresos y riqueza, así como las bases sociales y el respeto a sí mismo— habrán de ser
distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos
estos valores redunde en una ventaja para todos”. J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., p. 84.
11
J. Rawls, Sobre las libertades, op. cit., p. 70.
12
Ver: I. Berlin, Four Essays on Liberty, Nueva York, Oxford University Press, 1974; Ch. Taylor,
“What’s Wrong with Negative Liberty?”, en A. Ryan (ed.), The Idee of Freedom. Essays in Honour
of Sir I. Berlin, Oxford, Oxford University Press, 1979; A. Wellmer, “Freiheitsmodelle in der
modernen Welt”, en Endspiele: Die unvers‘hnliche Moderne, Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 15-53.

274
FRANCISCO CORTÉS RODAS

13
Ver mí artículo: “Racionalidad y Modernidad”, en Estudios de Filosofía, núm. 12, en prensa.
14
Esta tesis la desarrolla Habermas también en su reciente discusión con Rawls publicada
en The Journal of Philosophie, ver: “Reconciliation...”, op. cit., pp. 116 ss.
15
Ver al respecto: J. Habermas, Faktizität und Geltung. Beitrage zur Diskurstheorie des Rechts und
des demokratischen Rechtsstaats, Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 109 ss.
16
J. Habermas, Faktizität..., op. cit., p. 138.
17
Esta tesis había sido desarrollada antes en: J. Habermas, “Vom pragmatischen, ethischen
und moralischen Gebrauch der praktischen Vernunft”, en Erlauterungen zur Diskursethik,
Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 119-226.
18
J. Habermas, Faktizität..., op. cit., p. 141.
19
Respecto a la diferenciación entre estas esferas ver: L. Wingert, Gemeinsinn und Moral,
Suhrkamp, Frankfurt/M., 1993, cap. 1; F. Reiner, Kontexte der Gerechtigkeit, Suhrkamp,
Frankfurt/M., 1994, pp. 347 ss.
20
Ver: J. Habermas, Faktizität..., op.cit., p. 161.
21
Wellmer desarrolla en forma similar esta cuestión en: “Bedeutet das Ende des Arealen
Sozialismusa auch das Ende des Marxchen Humanismus? Zwolf Thesen”, en Endspiele: Die
unvers‘hnliche Moderne, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1993, pp. 81-94.
22
Así lo había expresado Habermas anteriormente en: J. Habermas, “Volkssouveranitat als
Verfahren”, (1988), en Faktizität..., op. cit., p. 626.
23
Ibid., p. 363.
24
Ibid., p. 157.

275
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 277-290

EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS


UNA REFLEXIÓN DESDE AMÉRICA LATINA
Ángel Sermeño

Resumen

El presente ensayo examina la contribución del pensamiento liberal contemporáneo


a la emergencia de la democracia como el mejor tipo de régimen político existente. El
autor sostiene que si las tendencias dominantes dentro del liberalismo continúan
relegando el pluralismo y el disenso a la esfera privada para asegurar el consenso en
la esfera pública, su contribución a la teorización de un proyecto de democracia
radical será esencialmente irrelevante. Ello, sobre todo, para regiones como Améri-
ca Latina en donde “lo político” no puede ser comprendido con sentido si no es
desde su radical dimensión de conflicto y antagonismo.

Las teorías filosóficas modernas de la justicia no son en su mayor parte activamente


desorientadoras. Lo que son es simplemente vanas: inertes en la práctica.

John Dunn

Con frecuencia en América Latina se ha englobado e interpretado, y muchas veces


simplemente etiquetado y/o descalificado, al conjunto de la filosofía política
anglosajona de la segunda mitad del siglo XX como un pensamiento de corte
fundamentalmente conservador y justificador de un status quo radicalmente injusto
y autoritario. Naturalmente, no cabe duda que una poderosa vertiente de dicho
pensamiento, representada —típica aunque no solamente— por los filósofos
libertarios más intransigentes, ha constituido en los hechos la expresión ideológica
más acabada y descarnada de la imposición usualmente brutal de un capitalismo
salvaje y desenfrenado en los países de la región.1
Sin embargo, un examen serio y detenido de la evolución y desarrollo del pensa-
miento anglosajón contemporáneo rápidamente permite entrever que la riqueza
de sus discusiones, la variedad de los argumentos en juego, así como la intensidad de
sus polémicas internas en torno a valores y temáticas como el pluralismo, la partici-
pación cívica, la legitimidad, el consenso, la justicia social, la naturaleza y condicio-
nes de la cooperación y muchos otros similares, van mucho más allá del mero reflejo
y/o manifestación teórica-academicista de la reorganización de los mercados y del
poder en el mundo.
Dicho con otras palabras, el importante auge del pensamiento liberal de las
últimas dos décadas y media representa uno de los esfuerzos racionales colectivos

277
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

más sistemáticos y profundos por repensar la paradójica, intrínseca y hasta ahora


irresoluble tensión de los valores políticos fundamentales de Occidente, como la
libertad y la igualdad, el individuo y la comunidad, o por reexaminar a fondo la condi-
ciones de viabilidad tanto normativas como empíricas de las instituciones rectoras y
las reglas básicas de la convivencia social.
Evidentemente, no podemos soslayar que todo este debate ha sido también co-
yuntural e intensamente prefigurado por el estrepitoso colapso de la promesa so-
cialista, y la afirmación, todo lo vulnerable, provisional y problemática que se quiera,
de la democracia liberal representativa como modelo político legítimo y superior de
organización social. Por tanto, como un componente que no debemos subestimar
en el florecimiento del pensamiento político liberal, existe toda una inocultable
carga peyorativa de distorsión y oportunismo ideológico manifestada, entre otros ras-
gos, en la tendencia a hegemonizar el discurso politológico de algunos liberalismos
a través de grandes arquitecturas teóricas. Pero más allá, en esa abundante e híbrida
teoría liberal, se encuentra también un arsenal de análisis, algunos dispersos y frag-
mentarios, que poseen gran lucidez y capacidad crítica para enfrentar los retos
fundamentales de la construcción y consolidación de la democracia en América
Latina.2
En este contexto adquieren un sentido fundamental interrogaciones como las
siguientes: ¿qué significa para América Latina tomar en serio la existencia de la
sorprendente variedad de concepciones del liberalismo?, ¿pueden aportar algunas
de estas concepciones elementos para refundar e inventar eficazmente la democra-
cia en la región?, ¿en qué medida y cómo puede dicha pluralidad facilitar y estimu-
lar la creación y el rediseño de un complejo entramado de instituciones políticas,
sociales y económicas capaces de ofrecer respuestas a realidades, como las latinoa-
mericanas, incipientemente democráticas y marcadas por la desigualdad extrema,
el desorden y la violencia social, la corrupción y la ineficacia gubernamental?, ¿el
renacimiento de los liberalismos impide o estimula la justificación racional y la
potenciación empírica de la emergencia de una sociedad civil plural y participativa,
entendida más como un espacio de conflicto y debate que de consenso y armonía?
Ante todo, cabe reconocer que en América Latina interrogantes como las ante-
riores —todavía antes de 1989 e incluso hoy día— resultaban poco probables de ser
acuñadas como inquietudes con real y efectivo valor heurístico dentro de las ten-
dencias dominantes de la comunidad intelectual. Asociado el pensamiento liberal
a la legitimación de un modo de producción (el capitalista) y de una forma de
propiedad (la privada), inevitablemente se tendió a pensar, en el mejor de los casos,
que sus formulaciones y propuestas de solución sobre agudos problemas como el de
la desigualdad extrema, por ejemplo, resultaban a todas luces insuficientes y carentes
de radicalidad, si es que acaso no se les acusaba de interesados, parciales y falaces.
No obstante, si tomamos en consideración el actual contexto global, que objetiva-
mente no favorece la toma de posturas políticas radicales, y si, además, recordamos
que en su connotación anglosajona el término “liberal” posee un claro sentido
“progresista” o de “izquierda moderada”, puede aceptarse, como sugiere Guillermo
O’Donnell, que para el caso de América Latina y sus condiciones de frágil instaura-

278
ÁNGEL SERMEÑO

ción democrática “la lucha por las causas justas es una lucha por las causas liberales
más elementales”.3
En este artículo, en consecuencia, intentaremos forjar una doble argumentación,
a la vez propositiva y crítica, guiada por el ambicioso objetivo (que por su amplitud
reconocemos solo puede desarrollarse parcialmente) de revisar tanto el alcance como
los límites del renacimiento del pensamiento liberal. Por supuesto, una empresa de
esta magnitud posee intrínsecas dificultades. La primera, tiene que ver con la calidad
y oportunidad de la recepción del debate intraliberal en la región. Este debate inten-
so, rico y sutil nos llega demasiado tarde y quizá pervertido de raíz al alcanzarnos en la
peor de las coyunturas posibles, es decir, después del cruento impacto generado por
la aplicación de las recetas económicas de ajuste ortodoxo en la región, denominadas
—afortunada o desafortunadamente— como neoliberales.
La segunda dificultad tiene que ver con la naturaleza y la tradición de desarrollo
del mismo debate. Se trata, como sabemos, de una discusión propia de las socieda-
des postindustrializadas, donde pensar el sentido de la democracia como régimen
político no implica los colosales desafíos que inevitablemente surgen al no sólo
interpretar sino esencialmente inventar y construir ese modo de convivencia social.4
Así, unos mismos contenidos institucionales y normativos —división de poderes
efectiva, Estado de derecho, afirmación de derechos y deberes ciudadanos, etcéte-
ra— adquieren una perspectiva y dinámica distinta si son comprendidos desde un
terreno con un desarrollo institucional consolidado que desde otro marcado por
poderosas resistencias autoritarias y una incompleta instauración democrática.
Pero en el presente ensayo no proponemos adoptar una perspectiva pesimista. Si
en buen sentido hacemos de la necesidad virtud, América Latina ofrece una potente
y rica perspectiva de discusión y reflexión desde donde, por sus rasgos constitutivos
extremos, es muchísimo más viable desenmascarar las justificaciones ideológicas de
los capitalismos salvajes imperantes a lo largo y ancho del subcontinente. Creemos
que desde América Latina, las diversas críticas comunitaristas al liberalismo, por ejem-
plo, pueden ser útilmente reclasificadas distinguiendo entre aquellas que deben
ser descartadas por inoperantes e insuficientes y aquellas otras que pueden y
deben ser radicalizadas y potenciadas a su máxima expresión.5
Recapitulando. En contraste con el escepticismo del epígrafe que deliberada-
mente elegimos para encabezar estas reflexiones, en el presente texto apostamos por
la viabilidad de una penetración teórica real en la compleja realidad latinoamericana.
Buscamos, en pocas palabras, pensar una nueva perspectiva teórica que sea capaz de
fundamentar cambios reales y decisivos en orden a crear y producir nuevos conteni-
dos democráticos que transfieran al conjunto de la sociedad ámbitos de decisión, y
promuevan nuevas formas de relación social: más horizontales e igualitarias.

EL POLÉMICO APORTE DE LOS LIBERALISMOS

Acotar y establecer fronteras conceptuales nítidamente delimitadas dentro del libera-


lismo de fin de siglo constituye una empresa nada sencilla. La principal consecuen-
cia práctica de esta verdad radica en el alto grado de dificultad que supone cons-

279
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

truir una agenda liberal rigurosa y precisa que garantice y aliente el debate en torno
a los principales puntos de encuentro y desencuentro.6 En este sentido, sin lugar a
dudas, la fuerza y el éxito de la propuesta rawlsiana,7 sintetizada en la búsqueda de
una sociedad ordenada y justa, estriba, entre otras razones, en haber rediseñado —
con eficiente economía— un vigoroso orden conceptual destinado a recomponer y
reorganizar el complejo entramado de tendencias y posturas que florecen dentro
de la filosofía moral y política del liberalismo.

Liberales vs. comunitaristas

Como sabemos, toda la propuesta rawlsiana se fundamenta a partir del esfuerzo por
“deducir unos firmes principios normativos de la organización social a partir de una
concepción de lo que racionalmente decidirían unos seres humanos genuinamen-
te imparciales desde un punto de vista cultural y pragmático”.8 Predomina, en este
enfoque, una definición evidentemente abstracta de los individuos que, según sus
críticos comunitaristas, se desentiende de los intereses concretos y aspiraciones
morales de los mismos. De ahí que, a partir de la propuesta de Rawls, el debate
político anglosajón se fue organizando paulatinamente a partir de si se adoptaba
una perspectiva a favor del individuo o a favor de la comunidad en la reflexión sobre
los principales tópicos y problemáticas de la reflexión politológica contemporánea
y, en concreto, en relación a la manera optima de organizar la cooperación social y la
distribución justa de la riqueza social.
Dicho de otra manera, el así denominado debate entre liberales y comunitaristas ofrece
en los hechos una impresionante gama de posiciones que van desde la defensa radical
de los derechos individuales y la libertad hasta posturas en donde se da mayor prioridad
a la existencia y los valores de la comunidad así como a los bienes de la colectividad.9
Asumiendo el peligro que supone hacer lecturas marcadamente simplificadoras
y esquemáticas, quisiéramos, no obstante, indicar las principales tendencias —con
sus imprecisas fronteras— expresadas en la evolución de este debate. Primero,
ofrecemos un marco sumamente general de autores y posiciones para, a continua-
ción, caracterizar brevemente su orientación y especificidad particular e identificar
las relaciones que establecen entre sí.
Del lado de la defensa de las posturas liberales, destacan autores, para citar
únicamente a los más relevantes, como Robert Nozick, John Rawls, Ronald Dworkin,
Thomas Nagel, Brian Barry y Bruce Ackerman. Naturalmente, entre Nozick y Rawls
existen posiciones radicalmente irreconciliables que marcarían, a nuestro juicio,
las dos grandes tendencias del liberalismo contemporáneo. Por una parte, el libera-
lismo radical o “liberismo” de Nozick y, por otra parte, Rawls —junto a sus seguido-
res y continuadores— con su liberalismo “igualitario”. Del lado de la perspectiva
comunitarista, encontramos también una distinción dual entre comunitaristas mo-
derados, que defienden explícitamente valores liberales, como Michael Walzer,
Charles Taylor y Will Kymlicka, y comunitaristas duros o, incluso, antiliberales —y
por lo mismo, en el fondo, anti-ilustrados— como Michael Sandel y Alasdair
MacIntyre. Huelga decir que la posibilidad real de establecer un efectivo y produc-

280
ÁNGEL SERMEÑO

tivo diálogo entre liberales y comunitaristas se ubicaría, obviamente, en el sector


intermedio-moderado de dicho espectro.
Comencemos, pues, con un breve esbozo de las posturas liberales. En primer
plano aparece Nozick, representante de un liberalismo radical e intransigente, quien
defiende una visión inaceptablemente egoísta, atomista e instrumental de la indivi-
dualidad humana, dirigida a justificar una óptica “retributiva” de la justicia y “mí-
nima” del Estado. Una lectura atenta de Nozick revela a un original y persuasivo
ideólogo (en su sentido peyorativo) que, sin embargo, en últimas consecuencias
nos conduce a posturas verdaderamente absurdas y sinsentido.10 Dicho sinsentido
provendría de la imposibilidad de tomar en serio la justificación, inaceptablemente
conservadora, de un ordenamiento institucional de dominación anónimo, invisi-
ble, cínico y privado, el cual se encuentra sustentado en un individuo atomista y
apolítico inexistente en la realidad concreta.11
Rawls, junto a sus seguidores y continuadores, representa, en cambio, el “padre”
de la familia del liberalismo igualitario que también puede ser denominado como
liberalismo procedimental. Ciertamente, este liberalismo posee un rostro “amable”
y “ecuánime”, aunque igualmente sujeto a interpretaciones implacablemente críti-
cas y escépticas. Lo que está fuera de toda duda es que Rawls ha contribuido
sustancialmente, a raíz de las controversias que ha generado su obra, a la revitalización
del pensamiento liberal en su conjunto.
A esta corriente liberal se le denomina procedimental, porque al entender a la
sociedad como una asociación de individuos estima que su función por excelencia
consiste en facilitar la realización de cada uno de los planes de vida individuales-
particulares y los principios de igualdad que los posibiliten. Por ello, esta concepción
liberal de sociedad adopta una obligada defensa de algo que podemos llamar una
“ética del derecho” por encima de una “ética del bien”. En esta perspectiva, el Estado
debe ser un presunto órgano “neutral” que no se inclina por ninguna concepción
“buena” de la vida y, de hecho, se dedica a responder y arbitrar las múltiples demandas
en competencia de los individuos bajo su jurisdicción.12
Así lo explica Taylor:

El modelo (procedimental) se centra en los derechos individuales y en la igualdad de


trato, así como en un ejercicio de gobierno que toma en cuenta las preferencias de los
ciudadanos. Esto es lo que ha de ser asegurado. La capacidad ciudadana consiste
principalmente en el poder de recuperar estos derechos y asegurar la igualdad de
trato, así como en influir en quienes toman de hecho las decisiones. Esta recupera-
ción puede tener lugar ampliamente a través de los tribunales, en sistemas con un
cuerpo de derechos inalterables. 13

Aquí, en consecuencia, lo básico son los procedimientos de decisión y resolución


de conflictos por encima de los contenidos y/o valores políticos en controversia.
Hay, evidentemente, como sustrato fundamentador de tal concepción, como bien
puso de manifiesto en su oportunidad Sandel, toda una ontología del individuo
sumamente problemática en sí misma y difícil de aceptar —también en sus deriva-
ciones programáticas— para la crítica comunitarista. En efecto, a partir de la crítica

281
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

a la concepción del individuo liberal —abstracto, ahistórico, autárquico, apolítico,


asocial— el enfoque comunitarista logra revelar acertadamente un conjunto de
peligros y debilidades centrales inherentes a este tipo de argumentación. De he-
cho, en opinión de Walzer, la crítica comunitaria constituye la más poderosa y efi-
ciente corrección periódica de las insuficiencias y debilidades liberales. A grandes
rasgos, el comunitarismo concentraría sus críticas en dos ideas fundamentales:14

a) La concepción del sujeto liberal: autónomo, privado, separado de la comunidad,


replegado sobre sí mismo, preocupado únicamente por su interés particular, y dotado
de un conjunto de derechos y libertades básicas a priori antes de que entren en la arena
pública a definir cómo organizar un orden social en forma legítima. Frente a este com-
prensión del sujeto, el comunitarismo, con distintos énfasis y perspectivas, opone una
concepción de comunidad en términos de coherencia e intensidad afectiva, valorativa
y formativa. En efecto, Sandel nos dirá que la constitución del yo no es algo previo a, sino
que se encuentra constituido por sus fines, los cuales no son algo elegido, sino más bien
descubierto a partir de la inclusión o pertenencia del yo a ciertos contextos sociales.

b) El rechazo a la defensa de una presunta y posible “neutralidad” ética del Estado y


del derecho. Para los comunitaristas —como Taylor— sostener la idea de que el Esta-
do no justifique su dinámica en función de la superioridad o inferioridad de una
concepción de “vida buena”, no sólo es algo altamente improbable sino que resulta
una postura falaz que, en el fondo, favorece una forma particular de vida buena, a
saber: la concepción de vida liberal. Aquí, los comunitaristas opondrán, con distintos
pesos y acentos, la defensa de una política del “bien común”. Esto es, una afirmación
en virtud de la cual la forma de vida de la comunidad constituye el criterio regulador
para una valoración social tanto de las concepciones de lo bueno como del papel y la
importancia asignada a las preferencias y proyectos de los individuos.
A pesar de la contundente crítica reseñada, la replica liberal ha sido en la mayo-
ría de los casos consistente, concienzuda, correctiva en muchos sentidos y, particu-
larmente, capaz de mostrar también la aparición de serias dificultades y equívocos
dentro de la perspectiva comunitaria. Como advertíamos líneas arriba, el comunita-
rismo no es tampoco una posición homogénea y libre de contradicciones. En sus
versiones radicales y holistas se encuentran tantos peligros (como, por ejemplo, los
totalitarismos de izquierda, sobre todo, pero también de derecha) para la óptima
organización de la convivencia social como los presentes en las versiones extremas
del liberalismo (el capitalismo salvaje y desenfrenado o la anomia de las sociedades
postindustriales). 15 Cabría preguntarse, en consecuencia, ¿dónde se encuentra la
alternativa teórico política para garantizar un efectivo ordenamiento democrático
después de dos generaciones de debate entre liberales y comunitaristas?

¿Navegando en el vacío?

Luego de poco más de dos décadas, continua vigente y en expansión el debate


liberales-comunitaristas. De ninguna manera es un debate infructuoso, aunque se

282
ÁNGEL SERMEÑO

enfrenta al paradójico y tal vez irresoluble problema de cómo combinar valores que
están en permanente y obligada tensión entre sí: el individuo y la comunidad o la
libertad y la igualdad. Lo anterior no excluye, naturalmente, que puedan encontrar-
se soluciones de acercamiento entre ambas posturas, si bien el principal peligro
estriba tanto en la frecuente insuficiencia de este encuentro como en su potencial
carácter provisional o, peor aún, en el arribo a meras síntesis verbales y, por ende,
artificiales.
Creemos, sin embargo, que algunos puntos fundamentales de ese reencuentro,
al que concurren naturalmente sólo las posturas moderadas de ambas tradiciones y
muchas de ellas con claras reservas,16 serían los siguientes:

a) La acción estatal interventora, a pesar de todas las objeciones que se le han formu-
lado, especialmente en tiempos recientes, sigue siendo considerada como la políti-
ca adecuada para remediar o, al menos paliar, las graves desigualdades estructura-
les. La propuesta de Rawls, en este sentido, continua siendo un modelo —ciertamente
problemático pero interesantemente heurístico— de distribución de bienes y dere-
chos sin el cual ninguna sociedad democrática puede legitimarse plenamente.

b) La aceptación del proceso democrático moderno. Así, por una parte, nadie den-
tro de los comunitaristas moderados sostendrá que hay que renunciar a los moder-
nos derechos liberales, ni al imperio de la ley ni a la tolerancia o al pluralismo; por
la otra, los liberales moderados van ha aceptar que la democracia es la fuerza social
legítima de igualación. En particular, las instituciones básicas, principios, normas y
preceptos que regulan su funcionamiento y adquieren sentido y determinación
última en un contexto comunitario determinado.

c) El deseo de formular las condiciones básicas para dialogar entre los miembros de
una determinada sociedad. Es decir, repensar las fuentes del consenso social y del
ejercicio del poder en el marco de un horizonte común. Todo ello, con el propósito
de responder a las nuevas condiciones de convivencia propias de un mundo
pluralmente valorativo.17

El punto de confluencia del debate entre liberales y comunitarios, según Alessandro


Ferrara, puede comprenderse sintéticamente de la manera siguiente:

La verdad del comunitarismo estaría en su apelación al contextualismo ético, en el


plano metodológico, y al imperativo de la solidaridad en el plano normativo. Mien-
tras que la verdad del liberalismo está en su apelación al pluralismo moderno, en el
plano metodológico, y al imperativo de la tolerancia en el plano normativo.18

DESAFÍOS Y LIMITACIONES DESDE AMÉRICA LATINA


Quisiera iniciar este apartado con un breve excursus sobre las insoslayables dificulta-
des de aplicación práctica de toda teoría política normativa. Ello, con el propósito

283
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

de colocar en la perspectiva adecuada los desafíos y, sobre todo, las grandes insuficien-
cias que para liberales y comunitaristas surgen al evaluar sus propuestas teóricas —y la
calidad de su debate interno— desde las complejas y particulares condiciones
sociohistóricas de América Latina.
Una teoría política normativa adopta normalmente la figura de un discurso uni-
versal —por ende altamente abstracto— que lucha por vincular y justificar determi-
nados valores político-ontológicos (v. gr. la libertad, la justicia, la igualdad, etcétera)
con determinados tipos históricos de organización social y política (que suponen
formas definidas de organizar la economía, la propiedad, el poder, etcétera). Desde
su universalidad metafísica, una teoría normativa efectiva pretende orientar acertada
y explícitamente la definición y derivación de políticas públicas que regulen la exis-
tencia cotidiana de los seres humanos. Naturalmente, no se trata de una tarea fácil,
pero el ideal normativo defiende su viabilidad y, en consecuencia, muestra la
centralidad e importancia de la confrontación interpretativa entre los valores políti-
cos fundamentales. Rawls, por ejemplo, no se ha cansado de advertir que su filosofía
política no se aparta de la sociedad y del mundo —al menos no de la sociedad y del
mundo en el que él vive— y que, justamente, su teoría de justicia pretende ayudar a
construir una sociedad “bien ordenada”.19
Este ideal normativo, desgraciadamente, adquiere cada vez más una inequívoca
connotación utópica ya que las demandas conceptuales y discursivas de los valores y su
interpretación se distancian cada vez más de las exigencias prácticas empíricas de la
organización de la sociedad y del mundo. En efecto, no sólo se trata de la conocida
distancia, imposible de colmar plenamente, entre el ideal normativo y la realidad
fáctica, sino de algo mucho más grave, a saber: del progresivo e irreversible ensancha-
miento entre esos dos componentes del problema. Es decir, la puesta en práctica de
los valores fundamentales —liberales o comunitarios— se vuelve en los hechos cada
vez más una cuestión irreal, de imposibilidad histórica. Tal punto de vista es sostenido
por John Dunn. Para dicho autor:

las concepciones modernas del bien común humano, tal como las elabora el mundo
académico, no ofrecen bases sólidas para entender lo que sería, para una sociedad
dada, ser justa. En el intento de llegar a la determinación teórica, parten de concep-
ciones del individuo o de la comunidad que son desastrosamente ingenuas; insensi-
bles a la realidad del individuo o de la comunidad, dado que son obtusas respecto a
las densas y ambiguas relaciones que existen entre uno y otra. 20

El dilema que plantea Dunn es, evidentemente, de la mayor radicalidad; es una


disyuntiva con dimensiones, inclusive, civilizatorias. Se trata, ni más ni menos, de un
desafío que atañe a la naturaleza constitutiva del pensamiento político de Occiden-
te en su conjunto. De hecho, éste es un problema que no parece haber encontrado
una respuesta satisfactoria por el momento. Pero si ello es cierto para el conjunto de
naciones postindustrializadas, cabe también recordar que argumentaciones simila-
res, aunque con probabilidad de menor envergadura, ya se habían elevado en el
pasado con suma lucidez desde la periferia de la civilización occidental. Nos referi-
mos, para el caso, a esa parte mayoritaria de América Latina sumergida en el subde-

284
ÁNGEL SERMEÑO

sarrollo, el autoritarismo y la violencia, así como en la marginación y opresión de la


inmensa mayoría de su población.
En otras oportunidades, por ejemplo, hemos defendido vigorosamente la tesis
que sostiene la casi total irrelevancia de las teorías normativas anglosajonas para
explicar y proponer alternativas de solución al infinito número de angustiosos y
pesados problemas que agobian a la región. 21 De hecho, seguimos creyendo en la
total pertinencia de dicha tesis, lo cual no nos impide reconocer —ni nos parece
contradictorio en absoluto— la coherencia teórica, la fuerza intelectual y el más o
menos creciente aunque relativo interés que en sí mismo guarda el desarrollo del
liberalismo contemporáneo. Para nosotros, la cuestión decisiva es que si los resulta-
dos del debate entre liberales y comunitaristas pueden servir de asidero real, moral
o imaginativo, para entender en su intimidad profunda a esta América Latina nues-
tra —marcada por tantos y tan dispares caracteres normalmente negativos— deben
devolverle a la política, en general, y a la organización del régimen democrático, en
particular, capacidad real de transformación sociohistórica.
No puede ser para menos. Si volvemos nuestra mirada una vez más a los numerosos
y diversos diagnósticos sobre el presente latinoamericano, y reparamos —siempre con
sorpresa e indignación a pesar de todo— en la falta de optimismo de la gran mayoría
de ellos (la afirmación de la decadencia, la fragmentación y el desencanto, así como la
constatación de los pocos y frágiles avances en materia económica, política y social),22
podemos advertir la urgente necesidad y actualidad de diseñar alternativas teóricas y
prácticas del cambio político y social frente a la autocomplacencia de casi la totalidad
de los discursos institucionales sobre el tránsito a la democracia.
Ciertamente, quienes se han ocupado de pensar América Latina, con la debida
seriedad e intensidad exigidas por la complejidad de la región, han sido, por lo
general, sociólogos y literatos así como también, en menor medida, economistas.23
Pero en el plano estrictamente politológico y normativo, las ausencias son, por decir
lo menos, escandalosas e inexplicables. Por lo demás, resultaría no sólo ridículo
sino además improductivo y frustrante proponer la importación acrítica a la región
del pensamiento político-moral anglosajón.
Quizá la idea última no sería del todo descabellada si se toma en cuenta que
entre liberalismo y democracia existe una relación difícil, controvertida, pero igual-
mente constitutiva e íntima.24 Ciertamente, el régimen democrático es hasta ahora
el más completo régimen de derechos y libertades realmente existente. Sin embar-
go, este régimen, a pesar del impresionante y rápido consenso que ha ganado como
forma de legitimar el ejercicio del poder político, ha tenido en la práctica un des-
igual y limitado éxito empírico. Podría pensarse, entonces, que los resultados más
progresistas del debate entre liberales y comunitaristas en torno a la mejor ma-
nera de vincular libertad e igualdad podrían proporcionar una agenda de traba-
jo —deliberativa, propositiva— para remontar los insuficientes análisis de la política
comparada sobre, por ejemplo, la hasta ahora insatisfactoria e infructífera tarea de con-
solidar la incipiente democracia en la región.
Ejemplos de temas candentes que necesariamente pasarían a integrar esta tenta-
tiva agenda serían, sin duda alguna, el de la relación existente entre el principio de

285
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

igualdad política y las condiciones para el ejercicio de la plena ciudadanía, y el


contrasentido —ético y práctico— de la existencia de una desigualdad extrema en
la distribución de la riqueza social. Muy ligado al crucial tema de la justicia social
estaría, naturalmente, el tema del papel del Estado en América Latina. Y visto desde
la región, lo cierto es que incluso un destacado pensador latinoamericano liberal
como J. G. Merquior estimó en su oportunidad que nuestra zona del mundo si de
algo adolecía era precisamente de falta de Estado. Inexistencia del Estado o Estado
divorciado del plano social, donde las carencias materiales han sido finisecularmente
inadmisibles y, como decíamos, escandalosas.25
En fin, es completamente factible concebir una agenda de temas centrales
reguladores de la convivencia política que se articule desde el terreno fronterizo
del liberalismo y la democracia. Pero de nuevo volvemos, recurrentemente, a la
interrogante que provocó este ensayo: ¿cómo recuperar constructiva y racional-
mente las aportaciones del pensamiento liberal de fin de siglo a la reflexión de las
particulares condiciones sociohistóricas de América Latina y su inexorable exi-
gencia de cambio social? Admitimos que no tenemos todavía una respuesta total-
mente clara y persuasiva para semejante interrogante. Pero de algo sí estamos
firmemente convencidos. Si el liberalismo predominante al estilo del deontologismo
rawlsiano no logra liberarse de su miedo —disfrazado de asepcia moral— a enfren-
tar el significado real del poder, el antagonismo y la naturaleza conflictiva de la
política, no logrará, en definitiva, constituirse en un efectivo paradigma con sentido
para pensar los grandes desafíos de las sociedades “no ordenadas” como las latinoa-
mericanas.

UNA REFLEXION FINAL

Pensar con seriedad y honestidad a Rawls —y todos aquellos que se empeñan en


defender la perspectiva apolítica del liberalismo procedimental— desde las par-
ticulares condiciones sociohistóricas de América Latina no puede menos que
conducir a la perplejidad y la impotencia. En efecto, el problema central de este
liberalismo, tal y como nos advierte Chantal Mouffe, es que concibe a la política
como un proceso racional de negociación entre individuos abstraídos de todo
tipo de pasiones y conflictos. 26 Por tanto, estas lecturas confunden y deforman la
naturaleza de la política, pues los consensos de la esfera pública carecen de signi-
ficado si para alcanzarlos relegamos —todo lo exquisitamente racional y sublime
que queramos, como de hecho lo hace Rawls— el pluralismo y el disenso a la
esfera de lo privado.
Pedir al liberalismo procedimental un cambio de perspectiva tan radical como la
señalada es solicitarle, en el fondo, que se autoanule. Dicho de otra manera, una
alternativa a este liberalismo racionalista debe provenir de una filosofía política que
dé lugar y sentido a la contingencia, la indecibilidad, al conflicto y a los contextos
históricos que constituyen las identidades y forjan las condiciones —inevitablemen-
te imperfectas y frecuentemente coercitivas— del diálogo entre los hombres.27

286
ÁNGEL SERMEÑO

NOTAS
1
Para ampliar dicha perspectiva de análisis, véase: J. L. Orozco, “Las razones del
neopragmatismo”, en Metapolítica, vol. 1, núm. 3, 1997, pp. 327-340.
2
Queremos aclarar que al cuestionar el sentido y alcance de las grandes arquitecturas
teóricas que subyacen a la filosofía política normativa contemporánea no estamos adop-
tando un relativismo axiológico de moda (por ejemplo, aquel vestido con ropajes
posmodernos). Es decir, lo que rechazamos de una arquitectura teórica omnicomprensiva
es el inevitable peligro de su utilización en clave totalitaria o, lo que es igual, su ambición de
afirmarse como un discurso incontrovertido y hegemónico.
3
Afirma O’Donnell: “Hemos conquistado los derechos políticos —están ahí, amenazados pero
están— pero nos falta lo que en Europa fue precondición de las luchas políticas: los
derechos civiles. Por eso entiendo que —aunque resulte paradójico— un programa pro-
gresista hoy consiste en sostener una política agresivamente liberal”. Cf. H. Quiroga y O.
Iazzetta, “Hoy ser progresista es ser liberal, y viceversa. Entrevista con Guillermo O’Donnell”,
Estudios Sociales, vol. 7, núm. 12, 1997, pp. 119-133.
4
Para ampliar esta línea de argumentación puede consultarse nuestro anterior trabajo: C.
Cansino y A. Sermeño, “América Latina una democracia toda por hacerse”, en Metapolítica,
vol. 1, núm. 4, 1997, pp. 557-571.
5
Indiscutiblemente, el escenario geopolítico de fin de siglo ha impuesto a América Latina
la inviabilidad de las opciones radicales y revolucionarias de transformación social. Sin
embargo, creemos que sin la debida atención a sus rasgos finiseculares de marginación
extrema, violencia y desintegración institucional, la región continuará demandando, tal
vez con distinto énfasis y estilo, soluciones radicales por el momento desacreditadas.
6
Como nos ha recordado John Gray, el liberalismo puede ser distinguido inequívocamente por
un conjunto de características fundamentales propias tales como: el racionalismo político,
la hostilidad hacia la autocracia, el disgusto cultural por el conservadurismo y la tradición,
la defensa de la tolerancia y el pluralismo, etcétera. Cf. J. Gray, Liberalismo, México, Nueva
Imagen, 1993. En ese espectro de rasgos constitutivos destaca, naturalmente, el empeño
liberal de entender la sociedad, la economía, la política desde la perspectiva del individuo
y sus derechos inalienables. Pero, a nuestro juicio, la impresionante multitud de enfoques
interpretativos de esos rasgos centrales del liberalismo son los que introducen tanta confu-
sión en el análisis. Es distinto, por ejemplo, el tipo de conclusiones al que se arriba si se
interpreta esta tradición de pensamiento desde una perspectiva moral y racionalista que si
se le asume desde un enfoque mecánico y reductor (egoísta) de la naturaleza humana.
7
J. Rawls, Teoría de la Justicia, México, FCE, 1979; y del mismo autor, Liberalismo político, México,
FCE, 1993.

8
Cf. J. Dunn, La agonía del pensamiento político occidental, Cambridge, Cambridge University
Press, 1996.
9
Algunos ensayos que ofrecen estupendas síntesis del debate entre liberales y comunitaristas
son los siguientes: M. Walzer, “La crítica comunitarista del liberalismo”, en La Política. Revista
de estudios sobre el Estado y la sociedad, núm. 1, 1996, pp. 47-64; Ch. Taylor, “Cross-Purposes”, en
N. L. Rosenblum (comp.), Liberalism and the Moral Life, Cambridge, Harvard University Press,
1989 (existe traducción al español en Ch. Taylor, Argumentos filosóficos, Barcelona, Paidós,
1997, pp. 239-267); M. Giusti, “Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista”,

287
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

en F. Cortés y A. Monsalve (eds.), Liberalismo y comunitarismo. Derechos humanos y democracia,


Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, 1996, pp. 99-128; D. Miller, “El resurgimiento de la
teoría política”, en Metapolítica, vol. 1, núm. 4, 1997, pp. 487-508.
10
John Dunn comenta el pensamiento de Nozick en los términos siguientes: “Nozick defien-
de una concepción de la justicia social en la que la vida puramente privada ocupa una
generosa porción del espacio moral disponible para la existencia humana en su totalidad.
El argumento sienta sus premisas en una concepción ideológicamente ridícula (y
culturalmente pueblerina) de los derechos humanos, concepción que se introduce rápida-
mente sin discutirla”. Y más adelante, afirma que la principal obra de Nozick (Anarquía,
Estado y Utopía, México, FCE, 1988) no está “... imbuida de una comprensión coherente de las
realidades sociales, políticas y económicas de la mayor parte del mundo actual, ni presenta
una concepción filosóficamente defendible de los fundamentos epistemológicos de la teo-
ría ética”. Debe aclararse que en la perspectiva de Dunn también Teoría de la Justicia de
Rawls adolecería de similares defectos a la obra en cuestión. Cf. J. Dunn, op. cit., p. 82.
11
Cf. J. L. Orozco, op. cit., pp. 327-340.
12
Quizá el texto programático más claro de la concepción del liberalismo procedimental
sea el conocido ensayo de Rawls “Justice as Fairness: Political, not Metaphysical”, Philosophy
and Public Affairs, vol. 14, núm. 3, 1985, pp. 223-239 (existe traducción al español en La
política, vol. 1, núm. 1, 1996, pp. 23-46). En este texto sostiene Rawls: “Podemos especificar la
idea de cooperación social señalando tres de sus elementos: a) La cooperación se distingue
de la mera actividad socialmente coordinada; por ejemplo, de la actividad coordinada
mediante órdenes impartidas por una autoridad central. La cooperación está guiada por
reglas y procedimientos públicamente reconocidos que quienes cooperan aceptan y
consideran adecuados para regular su conducta. b) La cooperación implica la idea de
términos equitativos de cooperación: se trata de términos que, de la misma manera, los
acepten los demás..., y c) La idea de cooperación social requiere la idea del bien o de la
ventaja racional de cada participante...” (pp. 30-31).
13
Ch. Taylor, Argumentos filosóficos, op. cit., p. 263.
14
Para proponer esta caracterización me apoyo en diversas fuentes entre las que destacan:
M. Walzer, “La crítica comunitarista del liberalismo”, op. cit.; A. Papacchini, “Comunitaris-
mo, liberalismo y derechos humanos”, en F. Cortés y A. Monsalve, Liberalismo y comunitaris-
mo, op. cit., pp. 231-264; Ch. Taylor, “Equívocos: el debate liberales-comunitaristas”, en Argu-
mentos filosóficos, op. cit.; W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea. Una introducción,
Barcelona, Ariel, 1995, pp. 63-101 y 219-255; varios, Revista Internacional de Filosofía Política,
núm. 3, 1994.
15
Un autor como Papacchini resume tanto las dificultades y límites del liberalismo como
del comunitarismo. En el caso del liberalismo, su “cara sombría” o, mejor dicho, sus puntos
inaceptables serían: a) la resistencia frente a la ampliación de la democracia (el énfasis en
la inviolabilidad de la esfera privada deja en segundo plano los derechos políticos); y, b) la
escasa sensibilidad por la solidaridad social (no es ningún secreto que los derechos sociales
y económicos en la tradición liberal desempeñan un papel marginal). En el caso de la
concepción comunitarista, sus peligros radicarían en: a) defender derechos para el ciuda-
dano mas que para el hombre en general (por encima de la comunidad, el individuo
poseería un derecho moral de apelar a instancias más universales); b) la subordinación de
los derechos a las exigencias de la comunidad (la tradición y la identidad comunitaria se
imponen por sobre la afirmación de la conciencia individual); y, c) una actitud ambigua

288
ÁNGEL SERMEÑO

hacia la tolerancia (la exclusión y la intolerancia siempre son peligrosas desviaciones de los
enfoques comunitarios). Cf. A. Papacchini, op. cit., pp. 237-251.
16
De todas maneras existen hoy en día perspectivas optimistas que consideran que la
distancia entre las posturas moderadas de ambas corrientes se estrecha con el paso del
tiempo dando lugar al surgimiento de curiosos híbridos como son los liberales que defien-
den valores comunitarios y los comunitarios que defienden valores liberales, equilibrios
que no son ingrata ni desalentadoramente eclécticos.
17
El ensayo de Bruce Ackerman que encabeza el presente número de Metapolítica constitu-
ye un estupendo ejemplo de está última orientación dentro del pensamiento liberal con-
temporáneo. Del mismo autor también podemos citar, La justicia social en el estado liberal,
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993.
18
A. Ferrara, “Sobre el concepto de ‘comunidad liberal’”, en Revista Internacional de Filosofía
Política, op. cit., pp. 122-142.
19
En efecto, dice Rawls: “el trabajo de abstracción no es gratuito; no se hace abstracción por
la abstracción misma. Es más bien una manera de proseguir la discusión pública cuando los
acuerdos que se compartían sobre niveles menores de generalidad se han derrumbado.
Deberíamos estar preparados a descubrir que, cuanto más profundo sea el conflicto, más
alto tendrá que ser el nivel de abstracción al que deberemos subir para lograr una clara
visión de sus raíces. Como los conflictos, en la tradición democrática, acerca de la natura-
leza de la tolerancia y acerca de la base de la cooperación en pie de igualdad han sido
persistentes, podemos suponer que estos conflictos son profundos. Por tanto, para conec-
tar estos conflictos con lo conocido y con lo básico, volvemos la mirada hacia las ideas
fundamentales implícitas en la cultura política pública y tratamos de aclarar cómo po-
drían los ciudadanos mismos, tras la debida reflexión, querer percibir a su sociedad como
un sistema justo de cooperación que dure a través del tiempo”. Cf. J. Rawls, Liberalismo
Político, op. cit., p. 65.
20
J. Dunn, op. cit., p. 211. Norberto Bobbio a argumentado en términos similares —si bien
tal vez con menos dramaticidad pero no menos radicalidad— en relación a las promesas
incumplidas del discurso democrático. N. Bobbio, El futuro de la democracia, México, FCE,
1984, pp. 13-31.
21
C. Cansino y A. Sermeño, op. cit., p. 565.
22
Para una rápida revisión de los rasgos compartidos de una buena parte de los actuales
diagnósticos sobre América Latina nos tomamos la libertad de abusar de la paciencia del
lector y remitirlo una vez más a la segunda parte (“expandir la democracia”) de nuestro
trabajo citado notas arriba. C. Cansino y A. Sermeño, op. cit., pp. 564-568.
23
B. Parekh, “Algunas reflexiones sobre la filosofía política occidental contemporánea”,
en La Política, op. cit., pp. 5-22.
24
Bobbio asegura que la democracia actual es una consecuencia o, por lo menos, una
prolongación del liberalismo. Lo cierto es que la relación entre liberalismo y democracia
ha sido desde siempre una cuestión de alta controversia y siendo pesimistas tal vez nunca
sea resuelta totalmente. Véase: N. Bobbio, Liberalismo y democracia, México, FCE, 1986.
25
La estadofobia y el antidemocratismo, dice Merquior, son “perversiones compuestas de
mucha confusión conceptual, de buena motivación doble, política y económica, de los
liberalismos contemporáneos”. Véase: J. G. Merquior, “A Panoramic View on the Renaissance

289
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS

of Liberalism”, en E. Gellner y C. Cansino, Liberalism in Modern Times. Essays in Honour of José


G. Merquior, Budapest, Central European University Press, 1996, pp. 7-20.
26
Ch. Mouffe, “La política y los límites del liberalismo”, en La Política, op. cit., pp. 171-190.
27
Existen, naturalmente, variantes del comunitarismo cercanas a esta perspectiva en cues-
tión. Charles Taylor, por ejemplo, se pronuncia a favor de un “liberalismo republicano” en
el cual la participación del individuo en el ejercicio del gobierno y del poder es fundamen-
tal para garantizar su propia libertad. No obstante, trabajar en los contornos de esta
propuesta excede los límites del presente ensayo. Ch. Taylor, op. cit. También puede verse,
en dicha línea de argumentación, el ensayo de Eric Herrán sobre los valores republicanos
del pensamiento de Maquiavelo en el presente número de Metapolítica.

290
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 291-293

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