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PUBLICADA POR
CENTRO DE ESTUDIOS DE POLÍTICA COMPARADA, A. C.
201
METAPOLÍTICA
VOL. 2, NÚM. 6, ABRIL • JUNIO • 1998
DIRECTOR
César Cansino
MESA DE REDACCIÓN
Carlos Casillas, Moisés López Rosas, Sergio Ortiz Leroux
CONSEJO EDITORIAL
Israel Arroyo (UAP), Pablo Javier Becerra (UAM), Pilar Calveiro (UIA), José Antonio Crespo (CIDE), Alfredo
Echegollen (UNAM), Alejandro Favela (UAM), Conrado Hernández (CEPCOM), Darío Ibarra (CEPCOM), Medardo
Maldonado (UAP), María Marván (UdeG), Morgan Quero (UNAM), Miguel Ángel Rodríguez (UAP), Roberto
Sánchez (UNAM), Ángel Sermeño (CEPCOM), Enrique Serrano (UAM).
CONSEJO DE ASESORES
Judit Bokser (UNAM), Helmut Dubiel (Instituto de Investigaciones sociales de Frankfurt), Luis Alberto de la Garza
(UNAM), Federico Reyes Heroles (UNAM), Celso Lafer (Universidad de Sao Paulo), Claude Lefort (Escuela de Altos
Estudios de París), Niklas Luhmann (Universidad de Bielefeld), Steven Lukes (Instituto Universitario Europeo),
Agapito Maestre (Universidad Complutense), Jean Meyer (CIDE), Lorenzo Meyer (COLMEX), Esteban Molina (Uni-
versidad de Almería), Leonardo Morlino (Universidad de Florencia), Javier Torres Nafarrete (UIA), José Luis Orozco
(UNAM), Ugo Pipitone (CIDE), Cristina Puga (UNAM), Lourdes Quintanilla (UNAM), Giovanni Sartori (Universi-
dad de Columbia), Philippe C. Schmitter (Universidad de Stanford), Bryan S. Turner (Universidad de Deakin),
Gianni Vattimo (Universidad de Turín), Danilo Zolo (Universidad de Siena).
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Soler Tipografía y Diseño
VENTAS Y MERCADOTECNIA
Daniel Carretero Rangel
Metapolítica es una revista dedicada a la reflexión y debate de los principales temas y corrientes de la teoría
y la ciencia de la política contemporáneas, desde una perspectiva plural y crítica. El presente número fue
preparado por Ángel Sermeño con la colaboración de Roberto Sánchez.
Metapolítica es una publicación trimestral del Centro de Estudios de Política Comparada, A.C. ISSN 1405-
4558, Certificado de Licitud de Título Núm. 10073, Certificado de Licitud de Contenido Núm. 7050,
Reserva de uso exclusivo Núm. 002071/97. Publicación periódica autorizada por SEPOMEX. Registro
postal PP-PROV.DF 001-97 y CR-DF 001-97.
Metapolítica. Playa Eréndira 19, Barrio Santiago Sur, México 08800, D.F., MEXICO, Tel. 6333873, Fax:
6333859. (Dirección electrónica: metapolitica@caligrafia.com). Impreso en Papalote Sistemas Gráficos,
cda. de Techichicastitla No. 3, México, D.F. Distribuida por Publicaciones Citem, S.A. de C.V., Av. Taxqueña
1798, México, 04250, D.F.
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© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 203-204
SUMARIO
PRESENTACIÓN 205
u
TEORÍA Y METATEORÍA
PRESENTACIÓN 223
u
PERFILES FILOSÓFICO-POLÍTICOS
ISAIAH BERLIN Y JOHN RAWLS
PRESENTACIÓN 295
203
SUMARIO
¿QUÉ ES METAPOLÍTICA?
Alberto Buela 361
u
LIBROS EN REVISIÓN
LA CIUDADANÍA MULTICULTURAL
Ángel Sermeño 365
ABSTRACTS 381
COLABORADORES 383
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© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 205-206
PRESENTACIÓN
El liberalismo fue guiado por un extraño designio en este siglo. La Primera Guerra
Mundial fue ambigua: para algunos de sus beneficiarios nacionalistas, se veía como
la esperada culminación de la obra de la Revolución Francesa, terminando con el
absolutismo y el dogmatismo; para otros, anunciaba el fin del optimismo
decimonónico y el advenimiento de una era obscura.
El liberalismo fue rápidamente confrontado por poderosos enemigos que sos-
tenían que, cuando condescendían a ofrecer argumentos, su percepción del hom-
bre y la sociedad era más profunda que la de los liberales. Ellos, y sólo ellos,
conocían las fuerzas del mal, ya fueran éstas las del corazón humano, las de la
historia o las de ambos, que en realidad nos gobiernan. Durante algún tiempo,
fueron arrollándolo todo, y los liberales parecían dudosamente desembarazados e
incapaces y, por lo tanto, peores. Un retorno a la jerarquía, a la autoridad, a la violen-
cia y al dogma pareció ser por un tiempo el destino de Europa. Al final, el romántico
irracionalismo antiliberal fue derrotado en la guerra que él mismo había predicado,
aunque esto sólo se consiguió con la ayuda de otro autoritarismo dogmático, un
autoritarismo que proclamaba, aunque no practicaba, los valores de la Ilustración.
Durante un tiempo, esta segunda oleada antiliberal también se vio como la voz
del futuro, o al menos así pareció a los ojos de muchos intelectuales. Cuando los
soviéticos tomaron la delantera en la conquista del espacio, un autoritario conserva-
dor de viejo cuño, Francisco Franco, quien apenas podía considerarse un sospecho-
so de simpatizar con sus puntos de vista, no pudo abstenerse de comentar que el
acontecimiento era una prueba de la superioridad de la autoridad sobre el caos...
Autoritarios del Mundo, ¡Uníos! —bien podría haber proclamado.
Las cosas no se veían mejores desde el punto de vista de esa región fronteriza de
Europa que es América Latina, el vástago europeo de esa Iberia en la cual prevaleció
la Contrarreforma, y que por un largo tiempo pagó el precio de ello en términos de
su atraso político y económico. Durante mucho tiempo, América Latina también
pareció destinada a pagar el precio del pecado original de haber nacido de la conquis-
ta en búsqueda del botín más que de la libertad. Cuando llegó la independencia
pareció significar el establecimiento de un orden social en el que el Estado o los instru-
mentos de coerción dominaron a la sociedad civil, o fue la expresión del interés del
hacendado, con o sin alianza al capital externo. Y luego, tardíamente en este siglo,
pasó a ser una de las últimas esperanzas de la Izquierda Mesiánica.
Repentinamente, el siglo de problemas y tribulaciones del liberalismo terminó.
Sus enemigos de la izquierda así como los de la derecha colapsaron. Los de la
izquierda, a quienes en su momento se les tuvo tanto miedo, cayeron sin siquiera un
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PRESENTACIÓN
César Cansino
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© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 207-222
TEORÍA Y METATEORÍA
u
Resumen
Comencemos por considerar el papel del diálogo en la vida de una persona moral-
mente reflexiva, es decir, de una persona que se pregunta seriamente cómo debe
vivir y trata de dirigir su vida de acuerdo a las respuestas que encuentra más acepta-
bles. ¿Cómo entra el diálogo en este ejercicio de autodefinición?
Bueno, todo depende. Seguramente la respuesta de Sócrates sigue teniendo
relevancia: ¿acaso la pregunta sobre la vida buena no opaca a todas las demás?, ¿y qué
mejor manera de descubrir la verdad que discutiendo con cualquiera que declare
haber hallado una respuesta?
Y, sin embargo, no debo dejar que Sócrates monopolice mi visión moral. Su
obsesión con la pregunta única acaba por distorsionar el contorno de la vida huma-
na —¿Cuándo podré ser dueño de mi vida si estaré por siempre atrapado en la pre-
gunta del cómo vivir? Esto no quiere decir que deba olvidar la reflexión moral una vez
superada la adolescencia; sino que tendré que caminar sobre la cuerda floja, dando
pasos irreversibles bajo la débil luz de la moral para, más adelante, tener el valor de
detenerme y tomar un descanso para atisbar entre la penumbra —siempre con el
riesgo de descubrir que mis decisiones anteriores carecían de valor o todavía peor...
Esta reflexión nos da qué pensar sobre la imagen feliz de un Sócrates paseándo-
se por el foro buscando al siguiente sabihondo que pueda caer en la trampa de un
diálogo serio. Si en responder a Sócrates me juego la vida, tendré que ser más
selectivo con mis compañeros de diálogo. Deberé escuchar con atención cuando
*
El presente texto se publicó originalmente en The Journal of Philosophy, vol. 86, núm. 1,
enero de 1989. Agradecemos al autor su interés y autorización para publicarlo en nuestra
revista. Traducción del inglés de Ricardo Roque Baldovinos.
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¿POR QUÉ DIALOGAR?
otros me digan que un libro es una pérdida de tiempo o que otro vale la pena de
leerlo; o que esta persona es tonta, mientras que vale la pena hablar con esta otra. La
necesidad de una extrema selectividad engendra pues dudas sobre el valor de los
diálogos que verdaderamente realizo. ¿Tal vez hay algún Sócrates por allí suelto que,
si me dedicara más tiempo a buscarlo, me enseñaría a descubrir los absurdos en las
cosas-sensatas-que-escucho?
Estas ansiedades pueden llevar a explorar dos caminos bastante distintos. Ambos
me apartan de una visión dialógica de la ética. Un camino me lleva a la cuestión de la
fe: dado el carácter fragmentario de los diálogos en el mundo-real que llevo a cabo, el
problema se reduce a definir en quién debo confiar para que me ayude a escoger los
interlocutores adecuados —¿en qué iglesia o en qué tradición?
Pero no necesito hacerme esta pregunta. En lugar del recurso a una autoridad
externa, puedo recurrir a mí mismo. “Bruce, no te dejes impresionar por lo que
Kant dijo —o por lo que dijo tu tía Selma, para el caso. Tendrás que pensar por tu
cuenta. Hablar con otros no te libra de ello. Sabemos que tus propias intuiciones
morales no son nada del otro mundo, pero al final, es todo lo que tienes”.
Con todo y los riesgos de arrogancia que entraña, me suscribo a esta visión indivi-
dualista. Al momento, sin embargo, no me interesa defender el individualismo frente
a los partidarios de la autoridad. Quiero recalcar, en cambio, un aspecto de la
fenomenología moral que ambos lados reconocen. Ambos lados dan por descontado
que hablar con los demás no es de suprema importancia en la auto-definición moral.
Las decisiones clave se hacen en silencio: ¿en quién confío?, ¿qué pienso realmente?
Aunque hablar con los demás puede ser útil para pensar bien las cosas, hablar un
poco me puede desviar bastante de mi camino; hablar mucho puede acabar por extra-
viarme del todo. El valor moral de mi vida no depende meramente de cómo lo racio-
nalizo al hablar, sino del valor intrínseco de mis creencias morales, y de mi capacidad
de ponerlas en práctica. Consecuentemente, no desprecio realmente a quien recha-
ce la oferta del aprendiz de Sócrates y diga: “¡Déjame en paz, Sócrates! Tengo mejores
cosas que hacer que perder el tiempo hablando contigo”. Una respuesta así tal vez sea
síntoma de una profunda enfermedad espiritual; pero también puede indicar la madu-
rez de aquel que cae en la cuenta que la vida moral implica más que la pura plática.
Todo esto me plantea un problema real cuando paso de la moralidad personal a la
vida publica. Aquí quiero invertir las cosas y proponer al diálogo como la primera
obligación que entraña la condición de ciudadano. Aunque una persona individual,
moralmente reflexiva, pueda apartarse legítimamente del diálogo en el mundo real;
un ciudadano responsable no puede hacer lo mismo respecto del diálogo político.
Mi tarea no es simplemente la de sugerir por qué esto es así; sino enfrentar el
problema de la asimetría: explicar por qué el diálogo es mucho más fundamental en
la vida pública que en la vida personal.
Pero quizá me estoy complicando las cosas. Quizá no exista una asimetría fundamen-
tal entre el estatuto del diálogo en la vida pública y en la vida personal.
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BRUCE ACKERMAN
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¿POR QUÉ DIALOGAR?
estamos moralmente obligados a hablar en uno u otro de estos lugares más privados,
¿por qué la búsqueda de la verdad moral nos demanda hablar seriamente cuando
hacemos política?
Los atenienses mataron a Sócrates después de todo; y el Estado moderno pocas
veces ha sido más hospitalario al espíritu de la filosofía moral.
II
210
BRUCE ACKERMAN
que haya una sola verdad moral, habrá de hecho infinidad de caminos al error
moral. Precisamente porque P cree haber llegado más cerca a la verdad, todo lo que
sabe sobre los no-Ps es que cada uno ha tomado un sin fin de giros erróneos en el
camino de la verdad. ¿Pero cuál es ese giro erróneo?
La respuesta a esto es crítica para la solución del problema liberal de la coexis-
tencia. Quizá los “errores” morales de los no-Ps resultarán tan graves para P, que éste
será incapaz de llegar a acuerdos razonables de coexistencia con sus semejantes;
pero quizás no. Todo depende de los errores morales concretos de los no-Ps y cómo
estos “errores” se relacionen con las diferencias que P y los no-Ps deban resolver
antes de poder convivir en el mismo planeta. Sólo hay, además, una manera en que
P pueda darse cuenta de cómo están las cosas. Y es hablando con los no-Ps.
Al llevar a cabo este ejercicio de debate liberal, P no debe tratar de convencer a
los no-Ps de cambiar su manera de pensar y ver, por fin, la contundente verdad de P.
Por el contrario, el debate tiene una intención más práctica. Reconoce que, al me-
nos por el momento, ni P ni los no-Ps van a ganar el argumento moral a satisfacción
del contrincante, y procede a considerar la manera en que todos puedan convivir a
pesar de las diferencias existentes. La negativa de P a hablar con los no-Ps sobre esta
cuestión práctica simplemente lo descalifica del proyecto liberal. P no puede con-
siderarse partícipe de un estado liberal a menos que esté dispuesto a participar (de
una manera u otra) en el debate activo con los no-Ps. En contraste, P puede conside-
rarse partícipe de la búsqueda de la verdad moral sin jamás hablar para ello con los
no-Ps (o a los otros Ps para el caso).
Esta simple diferencia motiva la tesis de la asimetría: el ciudadano liberal debe
reconocer un deber dialógico de un tipo distinto, y más imperativo, que el de su
búsqueda personal de la verdad moral. Poniéndolo de una forma paradójica, es
precisamente porque el Estado liberal no busca la verdad moral que sus ciudadanos
deben verse a sí mismos bajo esas obligaciones dialógicas tan apremiantes: si Usted
y yo estamos en desacuerdo sobre la verdad moral, la única forma en que tenemos
esperanzas de resolver los problemas de nuestra convivencia, de manera razonable
para ambos, es si hablamos sobre ello.
III
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¿POR QUÉ DIALOGAR?
212
BRUCE ACKERMAN
Quizás esto fuera aceptable para un joven que escribió a comienzos de la década
de 1970; quince años después, comienzo a sospechar de su silencio sostenido: ¿no
será que Nozick supone simplemente que el problema de la justicia distributiva se
desvanecerá porque se rehusa a abordarlo?, ¿por qué los demás deben tomarse en
serio su defensa de los mercados cuando ni siquiera trata de responder la más
evidente de las preguntas sobre éstos? 5
IV
¿Pero cómo deshacerse de la carga dialógica del liberalismo?, ¿cómo hablar con
gente que está en desacuerdo con Usted sobre la verdad moral? Una cosa es clara.
De una manera u otra, los ciudadanos de un Estado liberal deben aprender a hablar
entre sí de una manera que evite condenar las morales personales de sus semejan-
tes por malévolas o falsas. De otra forma, la dimensión práctica del debate pierde
sentido.
Esta preocupación ha estado presente entre los grandes voceros de la tradi-
ción liberal desde Hobbes hasta nuestros días. De hecho, la historia del pensamien-
to liberal puede leerse como una serie de esfuerzos por idear modelos deliberativos
que permitan a los participantes políticos hablar entre sí en una forma adecuada-
mente neutra. Sin embargo, estos esfuerzos, en lugar de aportar fundamentos a un
diálogo liberal seguro de sí, han venido a generar un escepticismo generalizado
sobre la posibilidad conceptual de la neutralidad. Este escepticismo representa
una amenaza todavía mayor al imperativo práctico que una cuestionable fe ciega en
el poder del mercado. Sin importar las razones que Kant tuviera en su gran máxima,
seguramente los pragmáticos liberales no cuestionarían la sabiduría del “Deber
implica poder”. Si no podemos encontrar una manera de hablar neutramente, no
parece haber más alternativa que renunciar al imperativo práctico y regresar al ya
ancestral esfuerzo de fundamentar la vida política en la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad sobre la vida moral.
Para poner las cosas más sombrías, difícilmente puedo negar que la historia del
pensamiento liberal aliente posturas escépticas. Aún cuando muchos han buscado
abrir la brecha de la neutralidad, esta meta ha probado ser alarmantemente esquiva.
Dados los siglos de fracaso en lograr esta meta, tal vez peco de ingenuidad al insistir
que debemos continuar la búsqueda. Ingenuidad o no, esto es lo que propongo. La
simple prudencia, sin embargo, sugiere que es sabio estudiar los errores del pasado
antes de intentar formular una concepción más defendible de una neutralidad
válida. Aunque difícilmente puedo presentar un inventario completo de errores de
los liberales, antes de intentar romper el impasse, será de utilidad identificar tres
pasos en falso que se han dado.
El primer paso en falso es aislar un valor único que todos consideran el más impor-
tante, pese a sus visibles desacuerdos sobre los demás valores. ¿Enfocándonos en las
implicaciones políticas de este supremo valor, tal vez todos nosotros podamos hablar
hasta encontrar una solución razonable a nuestros problemas de convivencia?
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¿POR QUÉ DIALOGAR?
Para que esta maniobra deliberativa tenga éxito, todos los grupos debemos iden-
tificar el mismo valor como supremo. El candidato más prometedor, tal como lo vio
tempranamente Hobbes, es el miedo a la muerte. Pero es igualmente claro —para
mí al menos— que ni el miedo a la muerte ni nada más tiene el poder de resolver
dilemas morales atribuido por Hobbes. Como residente por temporadas de la ciudad
de Nueva York, he cultivado un saludable aprecio de la calidad efímera de la vida. Y,
sin embargo, me enorgullezco en dar constancia de que no he elevado la auto-
preservación al lugar supremo en mi esquema moral. De hecho, sentiría desprecio
por alguien que, llegado el momento, no esté dispuesto a sacrificar su vida por cosas
muy importantes. Me negaría, por tanto, a participar en un debate político que
comenzara: “Sin importar cuánto discordemos en muchos asuntos, todos aceptamos
la suprema importancia de la auto-preservación”. En lugar de proporcionarme un
punto de partida neutral, un debate político hobbeseano me obligaría constante-
mente a decir cosas que encuentro moralmente degradantes, despreciables y falsas.
Si el objetivo del debate liberal es permitirme hablar con Usted sin afirmar proposi-
ciones morales que me parecen falsas, la línea de argumentación propuesta por
Hobbes no lleva a ningún lado.
Tampoco nos lleva muy lejos un segundo camino —ya bastante recorrido— a la
neutralidad. En este caso, ya no necesito afirmar la existencia de un valor supremo
único que relativice nuestros desacuerdos morales menores. En lugar de ello, se me
invita a traducir mis desacuerdos en un marco de evaluación especialmente sanea-
do que promete purgarlos de sus aspectos no-neutros. El clásico ejemplo del cálcu-
lo optimizador de Jeremy Bentham, que se basa en el principio aparentemente
neutro de que “un alfiler es tan bueno como la poesía”. Una vez los ciudadanos del
orden político benthamiano aprenden a traducir sus disputas en el común denomi-
nador de la utilidad, se les promete un discurso que les permitirá discutir sus
conflictos en una manera tecnocrática que no requiere que ninguno de ellos diga
algo inconsistente con sus creencias morales primarias.
El apuro viene, sin embargo, cuando preguntamos dónde esta el manual que
establece el valor de cada actividad humana en términos de su “utilidad”. Mi observa-
ción no es la objeción “epistemológica” habitual —cualquiera que sea— a las compa-
raciones interpersonales de utilidad. Por supuesto, si se demuestra que es imposible
hacer comparaciones interpersonales, el utilitarista difícilmente puede aportar su
prometido manual de traducción, y habremos llegado a un callejón sin salida dema-
siado rápido. Puesto que creo que esta objeción es desproporcionada,6 no quiero
asentar mi caso contra la estrategia de traducción en terrenos epistemológicos. En
lugar de ello, supondré que mi utilitarista ha salido adelante ante sus críticos
epistemólogos, y ha logrado presentar un manual que compara de manera confiable
la “utilidad” producida por un alfiler, la poesía y muchas cosas más.
Llegados a este punto, quiero introducir mi objeción a esta forma de plantear la
neutralidad. Sin importar cuán admirable resulte el manual en tanto obra de tra-
ducción tecnocrática, otra cosa es la insistencia del utilitarista en que su lenguaje
desinfectado deba ser usado por los demás en el debate político. Su exigencia de
que todos usemos su manual provocará precisamente el tipo de diálogo anti-neutro
214
BRUCE ACKERMAN
que hemos querido evitar en un principio: ¿por qué mi deseo de alfiler equivale a
dos puntos de utilidad mientras que mi deseo de poesía equivale a cuatro? Si esto es
lo que la utilidad significa, ¡me niego a hablar un lenguaje político que me obliga a
falsear mis creencias morales básicas de manera tan sistemática!
Hasta aquí, dos pasos en falso en el camino hacia la neutralidad. Consolidemos
nuestro terreno llamando al primero la estrategia relativizadora: aquí los liberales
buscan relativizar el desacuerdo moral primario postulando a la base del diálogo
político neutro un valor moral supremo, supuestamente compartido por todos. Lla-
memos al segundo paso la estrategia de la traducción. Aquí se nos invita a traducir
nuestras categorías morales en un marco declaradamente no controversial de eva-
luación política. Puesto que ninguna estrategia parece para nada prometedora,
podemos darle al escéptico sobre la cuestión de la neutralidad una mayor belige-
rancia al preguntarnos si de verdad existe una manera liberal de responder al des-
acuerdo moral primario sin tratar de relativizarlo o traducirlo.
Bueno, supongo que podemos intentar trascender este desacuerdo moral primario.
En este sentido, Rawls, especialmente durante su fase kantiana, parecía7 invitarnos
a ganar perspectiva sobre nuestros desacuerdos morales primarios tratando de des-
pojarnos de todas las experiencias vitales particulares que los hacen tan importan-
tes para nosotros. ¡Si sólo pudiéramos llegar hasta la asombrosa ignorancia de los
habitantes de la “Posición Original”, tal vez alcanzaríamos la vía neutra para resolver
dialogando nuestros problemas de convivencia política!
La propuesta de Rawls es sólo el último de los intentos liberales de trascender el
desacuerdo moral. Muchos utilitaristas, por ejemplo, nos han insistido, de una ma-
nera u otra, en una perspectiva que, al compararla con la de Rawls, resulta claramen-
te atractiva. Al menos, no estamos obligados a vernos como cifras ignorantes cuyo
principal lema es “más para mí”. Debemos, en cambio, hablar como si fuéramos
observadores ideales,8 informados y benevolentes, de la disputa política en curso,
preocupados solamente en optimizar el bienestar del grupo. Las formidables dife-
rencias entre un contratista ignorante y un observador benevolente no deben, sin
embargo, cegarnos ante la falla básica que ambos comparten. Los partidarios de
ambos modos de trascendencia buscan cobrarnos un boleto de admisión —como si
fuera posible— antes de ingresar al debate político. Sólo podemos unirnos al diálo-
go si nos la arreglamos para hablar el lenguaje del ser trascendente sancionado sin
falsear nuestros compromisos morales primarios. Si ser falsos con nosotros mismos
es el costo de admisión, es perfectamente razonable negarse a pagarlo: “Ustedes
los así llamados liberales dicen que me dejan participar en el diálogo político sólo
si abordamos nuestros problemas mutuos desde la perspectiva de su ser trascenden-
te favorito. Pero, precisamente este paso de su receta de trascendencia es lo que
encuentro moralmente inaceptable”.
Puesto que el modelo de Rawls domina ahora el pensamiento liberal, esta sim-
ple queja toma a menudo la forma de elocuentes ataques contra la concepción
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¿POR QUÉ DIALOGAR?
desarraigada del “yo” implícita en este experimento mental. Una generación atrás,
cuando los liberales tomaban el ideal de observación más en serio, la protesta era
contra la extraordinaria auto-inmolación requerida para pensarse a sí mismo en una
posición donde los compromisos personales de Bruce Ackerman no pesaran más
(si no menos) que los de Joe Shmoe.9 Aunque simpatizo con estas protestas particu-
lares, generalizarlas resulta aún más importante. La raíz del problema está en que es
incorrecto pedir a los ciudadanos afirmar el valor de cualquier ejercicio particular de
trascendencia como condición necesaria en la participación discursiva. Cualquier
demanda parecida casi seguramente requerirá que algunos ciudadanos hablen de
sí de manera denigrante o falsa; y es precisamente esta demanda la que desnatura-
liza el imperativo práctico. Tratar de trascender nuestros desacuerdos morales no
parece, en resumidas cuentas, más prometedor que relativizarlos o traducirlos. Una
vez más, hemos llegado a un impasse: ¿habrá una salida posible?
VI
Sí, pienso que la hay. Es la senda del comedimiento deliberativo. La idea básica es
bastante simple. Cuando Usted y yo nos damos cuenta que discordamos sobre una
u otra dimensión de la verdad moral, no debemos buscar un valor común que
supere nuestro desacuerdo; tampoco debemos traducir ese desacuerdo en térmi-
nos de un supuesto marco neutro; ni tampoco debemos buscar trascenderlo espe-
culando sobre cómo alguna criatura angelical podría resolverlo. Simplemente no
debemos decir absolutamente nada sobre ese desacuerdo y dejar de lado los ideales
morales que nos dividen en la agenda deliberativa del Estado liberal. Al comedir-
nos de esta manera, no descartamos la posibilidad de discutir sobre nuestros pro-
fundos desacuerdos morales en infinidad de contextos más privados. Simplemente
reconocemos que, mientras los debates políticos continúen, no ganaremos nada de
valor afirmando falsamente que la comunidad política tiene una sola manera de pen-
sar sobre cuestiones ampliamente controvertidas. Sin duda, el ejercicio del come-
dimiento deliberativo parecerá extremadamente frustrante —ya que nos impide
fundamentar nuestras acciones políticas en mucho de lo que tenemos por las
verdades más profundas y reveladoras conocidas por la humanidad. Sin embargo,
nuestro acto mutuo de comedimiento deliberativo nos permitirá a todos ganar
una apreciable ventaja: ninguno de nosotros se verá obligado a decir en el debate
liberal algo que le parezca positivamente falso. Habiendo limitado el debate de esta
manera podremos entonces dialogar sobre metas prácticas y productivas: identifi-
car los supuestos normativos que todos los participantes encuentren razonables
(o, al menos, no descabellados).
Para matizar esta idea sencilla, comencemos por clarificar el campo al que se
intenta aplicar. Al invocar el comedimiento deliberativo, no pretendo acallar las
voces de quienes desean desafiar uno u otro aspecto de su relación actual de poder
con los demás. Por el contrario, un orden político liberal debe permitir a cualquiera
hacer cualquier pregunta si el proyecto dialógico pretende tener éxito. Si el propó-
sito de la política liberal es proponer soluciones que todos los participantes en-
216
BRUCE ACKERMAN
cuentren razonables, ¿cómo se puede lograr esto si a los ciudadanos no se les permi-
te siquiera enunciar todas sus preguntas en la agenda discursiva?
Mi principio de comedimiento deliberativo no se aplica a las preguntas elabora-
das por los ciudadanos, sino a las respuestas que se pueden dar legítimamente a las
preguntas de los demás:10 cuando un ciudadano es enfrentado por la pregunta de
otro, no puede suprimir al que pregunta, ni tampoco puede responder recurrien-
do a su (comprensión de) la verdad moral. Debe, en cambio, estar preparado, en
principio, 11 para involucrarse en un esfuerzo deliberativo comedido restringido
para encontrar los supuestos normativos razonables para ambas partes.
El resultado sustancial del diálogo liberal dependerá, por supuesto, de nuestros
compromisos morales primarios. Sin embargo, podemos exponer algunas generali-
dades sobre la relación formal entre el debate político liberal y el intercambio de
ideas que se da en otros ámbitos de la sociedad liberal. Para hacer comprensibles
estos detalles formales, supongamos que hubiera sólo dos grupos primarios en nues-
tra sociedad liberal y que sus esfuerzos en un debate comedido han tenido éxito al
reconocer algún espacio evaluativo común. El contorno general de este debate
normativo, entonces, se verá así:
P1 L P2
VII
Pero, oigo que Usted pregunta si este cuarto camino a la neutralidad difiere real-
mente de los primeros tres. ¿No requerirá también de algo que la gente no esté
moralmente dispuesta a ceder?
217
¿POR QUÉ DIALOGAR?
Sí, pero el sacrificio es de una índole distinta. En lugar de exigir que la gente
diga cosas que cree falsas, le pido hacer una especie de sacrificio emocional. Al
menos cuando los ciudadanos liberales se junten con el objetivo de idear solucio-
nes legales y autorizadas para sus conflictos, cada uno debe tratar de reprimir su
deseo de decir muchas cosas que cree verdaderas, pero que podrían desviar la
energía del colectivo del camino de elaborar implicaciones prácticas del grupo L.
Este tipo de represión selectiva es —pienso yo— un rasgo familiar de la vida
social. Es continuamente requerida en el ejercicio cotidiano de aquello que los
sociólogos llaman juego de roles. Cada rol social se puede entender como un con-
junto de restricciones convencionales sobre la conducta simbólica adecuada. Cuan-
do actúo como abogado, opero bajo restricciones diferentes de las que limitan mi
conducta como maestro, las que a su vez difieren de las necesarias para trabajar en una
obra de construcción. Algunos roles permiten un rango mayor de conducta simbólica
que otros; pero todos los roles son restrictivos y excluyen amplios dominios de debate
de la agenda mientras los participantes desempeñan un rol particular.13
La verdad no es argumento suficiente para salirse de un rol. Así, cuando imparto
una clase de filosofía política, debo contener cualquier impulso de hablar sobre
cálculo de variaciones —aunque mis comentarios sobre el cálculo sean más verda-
deros que cualquier cosa que pueda decir sobre política. Para ser un actor social
competente, constantemente debo emprender un proceso de represión selecti-
va; conteniendo así el impulso de decir la verdad sobre un gran número de asuntos
irrelevantes para mi rol, es decir, para cumplir con la forma de vida particular en la
que estoy involucrado. Así como Usted y yo debemos tratar de concentrarnos cuando
fabricamos un automóvil o adoramos a Dios, de igual manera los ciudadanos libera-
les deben ejercer un autocontrol parecido al involucrarse en la política liberal. Es
decir, deben tener presente que se reúnen, no para fabricar un Buick mejor o salvar
las almas del prójimo, sino para resolver los conflictos de la vida social de manera
razonable para todos los participantes. En este sentido, al hacer un llamado a la
gente para hacer ejercicio de autocontrol deliberativo en la vida pública, les estoy
pidiendo que pongan en práctica una habilidad fundamental que todo ser humano
socializado posee (en diferentes grados).
Pero, por supuesto, esto apenas alcanza para eximir mi reclamo de controversias
morales: la idea del comedimiento deliberativo es, en el mejor de los casos, parte de
una filosofía política satisfactoria, no su totalidad. Evidentemente, mi propuesta se
opone a los partidarios de una ética de la espontaneidad radical, quienes ven en
todos los roles verdaderas cadenas del espíritu humano y nos predican que debe-
mos destruirlos en cuanto comencemos a desempeñarlo competentemente. 14 A
este nivel, la defensa de las restricciones deliberativas de la ciudadanía liberal es
simplemente un caso especial de adhesión al valor del juego de roles en la vida social.
Tal defensa no necesita negar la realidad de las restricciones impuestas al espíritu
que el crítico romántico encontrará tan agobiante, ni la importancia de trabajar por la
creación de nuevas relaciones entre los roles, de relaciones que expresen mejor los
diferentes matices de nuestro ser. (De hecho, mi propuesta de desarrollar más a
profundidad el rol del ciudadano liberal se identifica con esta segunda necesidad).
218
BRUCE ACKERMAN
Un defensor del juego liberal de roles debe argumentar que el crítico romántico ha
escogido el camino errado para aliviar la asfixia que le provocan los límites de los
roles. En lugar de atacar la idea en sí de juego de roles, parece ser más sabio buscar
alivio en la maravillosa capacidad humana de intercambiarlos en el tiempo. Puedo
ser abogado, maestro, obrero de la construcción, padre y entrenador de béisbol; así
como ciudadano liberal. Aunque cada uno de estos roles impone sus propias limitacio-
nes, el valor de mi vida sobre el tiempo difícilmente se agota en la manera como enfren-
to los desafíos de cada uno de ellos; depende más bien de la manera en cómo
cambio de un rol a otro durante el transcurso del tiempo y en cómo construyo un
todo significativo de estas partes limitadas temporalmente. Esto parece ser una mejor
respuesta a las inconveniencias de cualquier rol individual que un esfuerzo román-
tico por repudiar tajantemente el juego de roles.
Aún si se nos concediera lo anterior, la defensa del comedimiento liberal debe
dar lugar a una segunda etapa. Después de todo, no estoy abogando por un sistema
de roles, sino por un sistema que dé al rol de ciudadano liberal un lugar central.
¿Por qué es tan positivo resolver los conflictos mediante un diálogo neutramente
limitado?
VIII
Hay muchas maneras de responder esta pregunta. Algunos optarán por explicar
ampliamente las virtudes intrínsecas de la ciudadanía liberal: el singular valor del
implacable esfuerzo liberal por tejer una red de inteligibilidad que una a distintas
facciones pese a sus múltiples diferencias morales, el valor moral de permitirnos a
todos participar en la política sin falsear nuestras convicciones más profundas. Otros
buscarán caminos más orientados a explicar el valor de las consecuencias: insistir en
el valor de una sociedad abierta, que es la meta del principio de ciudadanía liberal.
Mi objetivo aquí, sin embargo, no ha sido convencerle a Usted del valor más allá
de toda duda del principio de ciudadanía liberal. Ha sido más bien sugerir su
peculiaridad. He tratado de explicar los puntos de partida liberales para el impera-
tivo dialógico de la política y de defender este imperativo práctico contra dos obje-
ciones relativamente obvias: la del partidario del mercado libre y la del escéptico de
la neutralidad. Aunque la problematicidad de la objeción del partidario del libre
mercado es bastante obvia,15 recién acabo de comenzar a tomarme en serio al escép-
tico. En el mejor de los casos, he sugerido por qué los fracasos confesos del pasado
no deben desalentarnos de abrir la brecha hacia el Estado liberal —un Estado me-
diante el cual, por el ejercicio firme del comedimiento deliberativo, Usted y yo
podemos hablar de formas que ninguno condene por encontrarlas moralmente
inaceptable.
No he tratado de establecer positivamente que el camino del comedimiento
deliberativo no nos lleve a los liberales a una cuarta situación sin salida. A medida
que Usted y yo vayamos descubriendo que estamos en desacuerdo cada vez más, tal
vez nos demos cuenta de que el ejercicio del comedimiento deliberativo nos deja
sin nada que hablar acerca de nuestros problemas básicos de coexistencia. Para
219
¿POR QUÉ DIALOGAR?
NOTAS
1
Este tema ha sido desarrollado en extenso, y desde diferentes ángulos, por Jürgen Habermas
a lo largo de su carrera. Comparar Conocimiento e interés, Crisis de legitimación y Teoría de la
acción comunicativa.
2
Comparar con T. M. Scanlon, “Contractarianism and Utilitarianism”, en A. Sen y B.
Williams, (eds.), Utilitarianism and Beyond, Nueva York, Cambridge, 1982, pp. 103-128, espe-
cialmente pp. 110-119; T. Nagel, “Moral Conflict and Political Legitimacy”, Philosophy and
Public Affairs, vol. 16, núm. 3, verano de 1987, pp. 215-240.
3
Siempre y cuando nuestros negocios no perjudiquen a otros (un “pero” bastante grande).
4
Nueva York, Basic Books, 1974, cf. p. 150.
5
Dentro de los partidarios modernos del libre mercado, sólo Friedrich Hayek ha buscado
desafiar frontalmente el supremo imperativo práctico. A diferencia de Nozick, Hayek no se
queda corto solamente en dar cuenta del problema de los derechos originales, sino que trata
de curarnos de la enfermedad ilustrada que nos lleva siempre a pensar que este problema
es digno de consideración. Contra la Ilustración, Hayek recalca la capacidad patéticamen-
te limitada de los individuos para comprender su entorno. A su manera de ver, los hombres
y las mujeres simplemente no pueden tener la perspectiva para elaborar el tipo de juicios
sobre las condiciones sociales propugnados por los teóricos de la justicia distributiva (sean
liberales o no). En lugar de esos torpes esfuerzos “por corregir” el mercado, la persona
sensata debe contemplar con admiración cómo los mercados permiten a los seres humanos
intercambiar mucha más información de la que cada uno de ellos podría procesar por
cuenta propia. En lugar de destruir este delicado organismo evolutivo, deberíamos despo-
jarnos de la fantasía iluminista de que hombres y mujeres pueden, a través del diálogo
público, obrar mejor que la mano invisible del mercado. Este arrogante debate sobre la
justicia social sólo dará mejores condiciones para que oscuros burócratas medren a expen-
sas de todo el mundo. Consecuentemente, dejémonos de plantearnos el problema de la
220
BRUCE ACKERMAN
justicia y limitémonos a negociar las migajas que el mercado tenga a bien dejarnos. Ver F.
Hayek, Law, Legislation, and Liberty: The Mirage of Social Justice, Chicago, University Press,
1976, especialmente pp. 62-101.
La crítica de Hayek no me convence para nada. No porque trate de minimizar la
importancia de los mercados; —de hecho, ellos son la herramienta clave que permite a
personas con ideales radicalmente diferentes coordinar sus actividades con mutuas venta-
jas— sino porque encuentro mistificador el esfuerzo de Hayek por tratar al mercado como
un correlato casi divino de la condición humana. Más que un desarrollo orgánico, el
sistema moderno de mercado es el producto de una infinita serie de decisiones altamente
conscientes de políticos, abogados y policías. A pesar de sus limitaciones mentales, la mayo-
ría de la gente está perfectamente al tanto de esta realidad, y es capaz de darse cuenta si el
mercado opera más o menos justamente según las órdenes de operación recibidas de
políticos, abogados y policías. El objetivo de esta nota, sin embargo, no es lidiar con los
argumentos de Hayek con el cuidado que se merecen, sino señalar que estos operan a un
nivel más fundamental.
6
Debido a algunas de las razones sugeridas por Donald Davidson en “Judging Interpersonal
Interests”, en J. Elster y A. Hylland (eds.), Foundations of Social Choice Theory, Nueva York,
Cambridge, 1986, pp. 195-211.
7
A pesar de la descalificación que Rawls hace posteriormente de esta interpretación,
(“Justice as Fairness: Political not Metaphysical”, Philosophy and Public Affairs, vol. 14, núm. 3,
verano de 1985, pp. 223-251), no creo que los críticos hubieran cometido una sobreinter-
pretación al encontrar este tema (que coexiste incómodamente con muchos otros) en las
obras más importantes de Rawls. Ver M. J. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Nueva
York, Cambridge, 1982.
8
Ver R. Firth, “Ethical Absolutism and the Ideal Observer”, Philosophy and Phenomenological
Research, vol. 12, núm. 3, marzo de 1952, pp. 317-345.
9
El desarrollo de esta línea crítica durante la última generación puede ser provechosamen-
te abordada en la obra de Bernard Williams. Comparar su Ethics and the Limits of Philosophy,
Cambridge, Harvard, 1985, con J. J. C. Smart y B. Williams, Utilitarianism: For and Against,
Nueva York, Cambridge, 1973, pp. 77-155.
10
La simple distinción entre preguntas y respuestas sirve para clarificar un proyecto rawlsiano
con el cual me identifico en grado sumo. En su obra más reciente, Rawls está preocupado
por distinguir la vida política liberal de una fundada en un “mero modus vivendi”. Ver J.
Rawls, “The Idea of an Overlapping Consensus”, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 7, núm.
1, primavera de 1987, especialmente pp. 10-15. Para mí, esta etiqueta peyorativa describe
un régimen que extiende el principio de comedimiento deliberativo más allá de sus límites
propios para negar a los ciudadanos el derecho irrestricto de insistir en una respuesta
liberal para cualquier aspecto de su relación con el poder que desean cuestionar al poner-
la en la agenda política. Considerar, por ejemplo, un orden político que amenaza castigar
a cualquiera que intente provocar un debate político serio sobre la distribución existente
de derechos de propiedad o de roles genéricos. Aunque la agenda política queda abierta
a preguntas sobre otros temas, se le dice a cada persona que se tiene que conformar
simplemente con el status quo en lo relativo a la dimensión de poder en cuestión. Tal
restricción de la libertad política, a mi parecer, empobrece incuestionablemente el régi-
men de legitimidad liberal y lo reduce al status de “mero modus vivendi”.
No puedo negar, sin embargo, que un “mero modus vivendi” puede ser lo mejor que los
liberales pueden esperar bajo determinado conjunto de condiciones extremas —en las cua-
221
¿POR QUÉ DIALOGAR?
les permitir la consideración política seria del poder que proviene de la propiedad o lo que
sea amenaza con causar graves conflictos y lleva sólo a la destrucción de un orden político
que, de otra manera, tal vez habría generado un diálogo productivo sobre otros proble-
mas. Aún como medida temporal, sin embargo, el uso de esas “leyes de mordaza” conlleva
graves peligros. Sin embargo, siendo el mundo como es, no puedo decir que tan extrema
medida resulte absolutamente impensable. Ver S. Holmes, “Gag Rules or the Politics of
Omission”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, Nueva York,
Cambridge, 1988, pp. 19-58.
11
Por supuesto, se deben tomar medidas prácticas para organizar la agenda de tal manera
que sea manejable en los debates y decisiones del mundo real. Pero esta tarea práctica no
puede convertirse en pretexto para la postergación infinita de aquella parte de la agenda
que algunos participantes poderosos no quieran considerar. Ver nota 10.
12
En la vida real, usualmente no habrá necesidad práctica de una separación tajante de las
dos fases de la dialéctica liberal descrita en este párrafo.
13
Para un análisis brillante de este aspecto de las relaciones entre los roles, ver E. Goffman,
Frame Analysis: An Essay in the Organization of Experience, Cambridge, Harvard, 1974.
14
Roberto Unger llega notablemente cerca a esta posición en su obra reciente. Ver Passion,
Nueva York, Free Press, 1984; Social Theory: Its Situation and Its Task, Nueva York, Cambridge,
1987; False Necessity, Nueva York, Cambridge, 1987.
15
Recuerden mi inadecuado tratamiento de Hayek en la nota 5.
16
New Haven, Yale, 1980.
222
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 223-225
DOSSIER
u
223
DOSSIER
224
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 225-240
LIBERALISMO Y JUSTICIA
REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO*
Enrique Serrano G.
Resumen
*
Agradezco a Julieta Marcone, Benjamin Arditi, Mariano Molina y Luis E. López por sus
valiosos comentarios sobre éste y otros trabajos.
225
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
Si bien es cierto que Hobbes y Locke comparten tanto un contexto social, como una
forma de argumentación, se debe matizar esta línea de interpretación para evitar los
vértigos argumentativos que llevan a perder las distinciones. Precisamente, entre
ellos existen una serie de diferencias que marcan el paso del absolutismo al liberalis-
mo, tenerlas en cuenta nos va a permitir determinar el eje de esta última tradición. En
ambos autores, encontramos la tesis —la cual puede ser considerada como el funda-
mento del pensamiento moderno— de que el orden social es un “artificio” humano.
Ello implica no sólo asumir el hecho evidente de que el orden social es el resultado
de las acciones humanas, sino también el reconocer que: a) no es posible acudir a un
principio trascendente para explicar y/o justificar su dinámica, b) que el rasgo distin-
tivo del ser social es la contingencia (lo que niega la existencia de un modelo
universal y necesario al que deban adecuarse las distintas sociedades), y c) que la
contingencia del orden social se manifiesta en la pluralidad del mundo humano.
A partir de estos presupuestos comunes empiezan las diferencias entre estos
autores. Para Hobbes, la contingencia del orden social significa que no existe una
noción universal de justicia; ya que ésta es un atributo de las leyes, las cuales, a su vez,
son creadas por aquél que ejerce el poder soberano (Autoritas, non Veritas facit Legem).
Si bien es cierto que Hobbes apela a un “derecho natural”, la concepción que tiene
de éste es distinta de la aceptada por la tradición iusnaturalista clásica.3 En primer
lugar, Hobbes distingue “jus naturale” y “lex naturalis” (“la ley y el derecho difieren
tanto como la obligación y la libertad, que en una y la misma materia son incompati-
bles”). Mientras el “derecho natural” se refiere a las capacidades físicas que tienen
los individuos, con independencia del orden social —las cuales se condensan en su
peculiar interpretación de los conceptos de “libertad” e “igualdad”—, las leyes na-
turales son preceptos de la razón derivados de la experiencia, que limitan el dere-
cho (poder) natural de los individuos (“el derecho consiste en la libertad de hacer
o no hacer, mientras que la ley determina y ata a uno de los dos”). La diferenciación
entre jus y lex es la base de la reinterpretación empirista que Hobbes realizó de las
nociones clásicas, con la que pretendía superar la tensión entre ley natural y ley
positiva, que había sido la característica de la traducción iusnaturalista. Recorde-
mos que en el capítulo XXVI de la segunda parte del Leviatán se llega a sostener que los
preceptos naturales no son propiamente leyes, “sino cualidades que disponen los hom-
bres a la obediencia”, por lo que el orden jurídico, en sentido estricto, queda redu-
cido al sistema de leyes positivas emanadas de la soberanía estatal.
En segundo lugar, aunque en la teoría de Hobbes se mantiene la tesis, propia
del iusnaturalismo, de que existe una estrecha conexión entre “lex naturalis” y “recta
ratio”, en ella la razón deja de ser esa supuesta esencia eterna del “Hombre”, que
como “lumen naturalis” le permite percibir la legalidad inscrita en el cosmos o la
creación divina, para transformarse en una instancia legisladora, surgida de la expe-
226
ENRIQUE SERRANO G.
riencia. Para este representante del Absolutismo, la razón no es otra cosa que la
facultad de razonar (calcular) a partir de las palabras convenidas, y, dado que el
significado de las palabras se establece por una definición arbitraria, es imposible
pretender que la razón posea o pueda acceder a verdades eternas o a leyes que
tengan un contenido universalmente válido.4 Por tanto, decir que Hobbes es un
representante más del iusnaturalismo o que “la raison del Estado absolutista cons-
truido iusnaturalistamente por Hobbes es liberal” implica una omisión que puede
llevar a graves errores.
Locke se convierte en el fundador del liberalismo al rescatar del iusnaturalismo
clásico la identificación entre “derecho natural” y “ley natural”, para oponerse a la
tesis hobbesiana respecto a que admitir la contingencia del ser social conduce de
manera necesaria a negar la existencia de una noción universal de justicia. Mientras
Hobbes afirma: “No hay entre los hombres de ninguna nación una razón universal
en la que estén de acuerdo, fuera de la razón de aquel que ostenta el poder”;5 Locke
sostiene:
El estado natural tiene una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a
todos. La razón, que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres humanos que
quieren consultarla que siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro
en su vida, salud, libertad o posesiones (...) La libertad natural del hombre consiste
en no verse sometido a ningún otro poder superior sobre la tierra, y en no encon-
trarse bajo la voluntad y la autoridad legislativa de ningún hombre, no reconocien-
do otra ley para su conducta que la de la Naturaleza.6
227
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
orden social estable es restringiendo esa pluralidad, por ello considera que una de
las facultades esenciales del poder soberano estatal es definir e imponer una defini-
ción pública de justicia. En cambio, para el liberalismo no es posible, ni deseable
restringir la pluralidad, mucho menos suprimirla en ningún ámbito social. Al ser la
libertad una consecuencia de la contingencia del ser social, asumir aquella como el
valor supremo, implica aceptar la pluralidad no sólo como un hecho ineludible,
sino también como la prueba esencial de que se cumplen con las exigencias que
encierra ese valor. El complemento indispensable de este reconocimiento y valora-
ción de la pluralidad es la demanda de “tolerancia”.7 La única intolerancia que
admite el liberalismo es aquella que se mantiene ante los individuos o grupos que, al
considerar que su ideología está fundamentada en una supuesta verdad o en un
principio con validez absoluta, pretenden negar la pluralidad.
Por otra parte, el pluralismo liberal no sólo se refiere al reconocimiento de la
diversidad de formas de vida y concepciones del mundo, sino que también indica el
admitir que la dinámica social se encuentra constituida por una multiplicidad de
lógicas que guían las distintas actividades sociales. Es decir, desde la perspectiva
liberal, la sociedad está conformada por distintos “subsistemas”, cada uno de los cuales
tiene su propia especificidad. De ahí, su crítica a la creencia en la omnipotencia del
poder político. Junto al pluralismo de formas de vida, de concepciones del mundo
y de la dinámica social, existe, ligado a los anteriores, un “pluralismo de la personali-
dad”, el cual consiste en mantener que la personalidad de un individuo tampoco se
deja reducir a un sólo rasgo o característica. En suma, el pluralismo liberal implica
negar la existencia de un centro al que pueda o deba reducirse la complejidad so-
cial.8 En este sentido, el liberalismo se opone a la pretensión de la metafísica tradicio-
nal de buscar un principio último del que sea posible deducir la diversidad de lo real.
228
ENRIQUE SERRANO G.
229
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
orden social estable es una tarea permanente, problemática y conflictiva. Ante ello,
el liberalismo propone como alternativa lo que aquí se ha denominado “procedi-
mentalismo”. Este tiene dos facetas estrechamente relacionadas: c.1) la concepción
procedimental de la razón y c.2) el procedimentalismo institucional. En contraste
con las concepciones tradicionales que definen a la “Razón” por un contenido
determinado (una serie de verdades universales y necesarias), para el liberalismo la
racionalidad se define a partir de los procedimientos que nos permiten revisar
nuestras creencias y actitudes (esta noción de racionalidad que se forja lentamente
a lo largo de la historia del liberalismo encuentra su expresión más clara en el
“racionalismo crítico” de Karl R. Popper). Si la vida puede racionalizarse desde
diversos puntos de vista, ello quiere decir que lo racional o irracional se manifiesta,
en primer lugar, no en los “contenidos”, sino en las actitudes que tenemos frente a
ellos. La universalidad propia de la razón ya no es una propiedad de determinados
contenidos sino de los principios, que como ideas regulativas, conforman los proce-
dimientos críticos. Verdad, corrección, objetividad, etcétera, aparecen como princi-
pios universales que al entrar en tensión con la particularidad de los contenidos de
las creencias exigen que éstas sean corregidas de manera permanente. La preten-
sión de universalidad ligada a la razón no es, en este caso, una demanda de
homogeneización, sino de evitar la exclusión.
Esta noción procedimental de la razón tiene una repercusión directa sobre la
manera en que debe concebirse el orden institucional. Al desligarse el predicado
de racional de un contenido particular, para caracterizar los procedimientos críti-
cos, se reconoce, al mismo tiempo, que en una sociedad compleja el único acuerdo
que puede darse entre los diversos individuos es en torno a los procedimientos que
permiten dirimir sus diferencias dentro de un contexto conflictivo. El ideal de la
política ya no puede considerarse la realización de un modelo concreto de socie-
dad, sino una “ingeniería” institucional que mediante el equilibrio de poderes y el
diseño de procedimientos permita la coexistencia de la unidad del orden social y
su pluralidad interna. El paradigma de ello se encuentra en el “Estado de Derecho”
y en la democracia, entendida como una escenificación de los conflictos sociales,
basada en un acuerdo entre todos los participantes sobre los procedimientos que
hacen posible la toma de decisiones.
230
ENRIQUE SERRANO G.
nas puede reducirse a un motivo egoísta. Por el contrario, según él, la conducta de los
hombres es el efecto de una compleja relación conflictiva entre diversos tipos de
pasiones e intereses, la influencia de los hábitos y las costumbres, así como nuestro
conocimiento de las reglas morales de conducta. Aunque admite que todo indivi-
duo tiene una visión parcial sobre la corrección de su comportamiento, al mismo
tiempo señala:
Pero la naturaleza no ha dejado a esta tan importante debilidad sin remedio, ni nos ha
abandonado por completo a los espejismos del amor propio. Nuestra continua obser-
vación de la conducta ajena nos conduce insensiblemente a formarnos unas reglas
generales sobre lo que es justo y apropiado hacer o dejar de hacer (...) Así se forman
las reglas generales de la moral. Se basan en última instancia en la experiencia de lo
que en casos particulares aprueban o desaprueban nuestras facultades morales, nues-
tro sentido natural del mérito y la corrección (...) Esas reglas generales de conducta,
una vez fijadas en nuestra mente por la deliberación sistemática, son de copiosa
utilidad para corregir las tergiversaciones del amor propio con relación a lo que es
justo y apropiado hacer en nuestro contexto particular.10
Al igual que Hobbes, Smith niega que la dimensión normativa, en la que descansa
el orden social, tenga una validez a priori o que sea un producto de la revelación
divina. Pero Smith plantea que los individuos a través de sus relaciones e intercam-
bios, pueden llegar a definir una noción de justicia común, con independencia del
poder político. Con ello se afirma que el orden social, a pesar de ser contingente, no
puede ser considerado como el producto arbitrario del poder. El orden social apa-
rece ahora como el efecto del intrincado sistema de interrelaciones sociales, que, a
pesar de existir gracias a las acciones de los individuos, trasciende la voluntad de
cada uno de ellos. El que los miembros de una sociedad puedan llegar a un acuerdo
en torno a un contenido normativo sin la mediación de una autoridad central signi-
fica, para Smith, que el Estado es, no el creador del orden social, sino sólo el garante
a posteriori de que se cumplan las normas colectivas. El propio Smith hace explícito
que su teoría de los sentimientos morales tiene como objetivo central refutar la
“odiosa” doctrina de Hobbes; odiosa porque en ella, en nombre de la seguridad, se
concluye la necesidad de “someter la conciencia de los hombres de un modo inme-
diato a los poderes civiles”.
Es bien sabido que de acuerdo a la doctrina del Sr. Hobbes, un estado de naturaleza
es un estado de guerra, y que antes de la institución del gobierno civil no podía
haber entre los seres humanos una vida social segura o pacífica. Según él, conservar
la sociedad era sostener el gobierno civil, y destruir el gobierno civil equivaldría a
poner fin a la sociedad (...) Las leyes del magistrado civil, por tanto, debían ser
consideradas como los únicos y definitivos criterios sobre lo que era justo e injusto,
sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal (...) Para refutar una doctrina tan
odiosa era menester probar que antes de toda legislación o institución positiva la
mente estaba naturalmente dotada con una facultad mediante la cual distinguía en
ciertas acciones y afectos las cualidades de lo bueno, laudable y virtuoso, en otros
casos las de lo malo, reprobable y vicioso.11
231
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
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LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
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ENRIQUE SERRANO G.
Lo que en esta vida aparece inmediatamente como disociación, es, en realidad, una
de las formas elementales de socialización (...) Si es cierto que el antagonismo por sí
sólo no constituye una socialización, también lo es que no suele faltar —prescin-
diendo de los extremos— como elemento de las socializaciones (...) la competencia,
cuando se mantiene pura de toda mezcla con otros géneros de lucha, aumenta,
generalmente, la provisión de valores (...) La competencia moderna que se ha ca-
racterizado diciendo que es la lucha de todos contra todos, es al propio tiempo la
lucha de todos para todos.17
El caso de Kelsen resulta muy interesante, porque, por una parte, ha desarrollado
una crítica contundente del iusnaturalismo clásico para defender la contingencia
del orden social y, por tanto, del orden jurídico; pero, por otra parte, percibe que
asumir un relativismo en relación al tema de la justicia abre la posibilidad de reducir
la legitimidad de la legalidad a la eficiencia con la que ésta se impone, esto es, deja,
235
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
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ENRIQUE SERRANO G.
237
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
diferencia al liberalismo de otras teorías políticas que pretenden defender una “jus-
ticia social”, es que desde la perspectiva liberal es imposible acceder a una “justicia
distributiva” si falta una “justicia universal”, con su principio de igualdad respecto al
sistema de libertades.20
¿Por qué es importante la diferenciación de los distintos niveles de la justicia?
Ello le permitirá a Rawls distinguir entre los tipos de individualismo que hemos
mencionado y así poder aceptar las debilidades del individualismo epistemológico-
metodológico, resaltadas por sus críticos comunitaristas y, paralelamente, mantener
el individualismo ético-político, que en el fondo es lo que pretende defender una
teoría contractualista. Se podría aceptar que la identidad de todo individuo se en-
cuentra ligada siempre a una tradición histórica particular y, al mismo tiempo, insis-
tir que la noción de justicia universal debe trascender la pluralidad de contextos
sociales e históricos, ya que ella contiene el reconocimiento y derecho a la diferen-
cia, que hace posible la coexistencia en un ámbito social plural. Si bien esta justicia
universal es un presupuesto a priori, que se fundamenta en la intersubjetividad de
todo discurso ético y jurídico, por otra parte, su diferenciación de las distintas con-
cepciones de la “vida buena” es resultado de una historia de luchas sociales. Con
ello, además, Rawls podría responder a gran parte de sus críticos externos (aquellos
que no aceptan adentrarse en su forma de argumentación), que le reprochan bási-
camente su falta de “realismo”, pues tendría la posibilidad de mostrar que su análi-
sis “abstracto” de la justicia no tiene por qué estar desligado de la historia social y
política; por el contrario, dicho análisis podría tomarse como un criterio para poder
ir más allá de la mera crónica y hacer posible la fundamentación de un discurso
crítico con una amplia base empírica.
La confusión entre los diversos significados de “individualismo” que propicia el
artificio argumental del “contrato” originario impide, además, tener los elementos
para cuestionar la teoría del llamado “libertarismo” y su noción de “Estado mínimo”.
En efecto, si partimos del supuesto de que los individuos poseen derechos con
independencia del orden social, entonces cualquier principio de redistribución de
la riqueza social o de control de las asimetrías será visto como una “restricción” de esa
supuesta “libertad natural”, por lo que parece que la única posición coherente sería
la de Nozick.21 En cambio, si consideramos los derechos individuales como el resultado
de una historia de conflictos sociales que hace surgir paulatinamente esa “estructura
básica de la sociedad” y permite su reforma continua para cumplir con las exigencias
de la justicia, entonces podemos suprimir la problemática idea de una “situación
inicial justa”, entendida como un “punto cero” que marcaría la vigencia de una no-
ción a priori de justicia ligada a un contenido particular. El recuperar la dimensión
histórica, perdida en la modalidad de argumentación contractualista, hace posible
percibir que la pretensión de validez universal antes de predicarse de un principio
concreto de distribución de la riqueza social, es un atributo de las condiciones de
justicia que garantizan la perpetua apertura de la discusión sobre lo justo y lo injusto
entre los diversos grupos e individuos que conforman una sociedad, lo cuál permite,
a su vez, mantener el conflicto dentro de una normatividad compartida. 22
238
ENRIQUE SERRANO G.
NOTAS
1
C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo de mercado, Barcelona, Fontanella, 1970.
Sin dejar de reconocer el valor de la interpretación de Macpherson, es menester recordar
que el intento de comprender la génesis situacional de una teoría política no debe conducir-
nos a perder la especificidad de su argumentación interna, ya que es ésta la que a nosotros,
que vivimos en otra situación, nos interesa. La coherencia y fortaleza de la argumentación
nos permite mantener la actualidad de los autores del pasado y, de esta manera, adquirir las
herramientas conceptuales para comprender el presente. Por otra parte, no debemos olvi-
dar que en un mismo contexto social e histórico pueden desarrollarse doctrinas políticas
opuestas, por lo que toda explicación de un autor que se reduzca a situarlo está perdiendo lo
esencial.
2
J. Habermas, Teoría y praxis, México, Rei, 1993 (las cursivas son mías). Cabe la pena destacar
que como apoyo de su interpretación Habermas cita a Macpherson. Habermas, además,
sustenta esta identificación de Hobbes y el liberalismo en otras razones que examinaremos
más adelante.
3
Como destaca Bobbio, Hobbes puede ser considerado como “el precursor directo” del
positivismo jurídico. N. Bobbio, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993. Ver en especial
el punto 8 del capítulo I de la primera parte: “Common Law y Statute Law en Inglaterra: sir
Edward Coke y Thomas Hobbes”. Sobre este tema ver también mi artículo: “La disputa en
torno al derecho natural (Hobbes y Locke)”, en Aguilar e Yturbe (comps.), Filosofía política,
México, UNAM, 1987.
4
Sobre este tema ver: L. Strauss, “La filosofía política de Hobbes”, en ¿Qué es filosofía
política?, Madrid, Guadarrama, 1970. En este artículo, Strauss discute la interpretación que
ofrece Raymond Polin en su libro Politique et philosophie chez Thomas Hobbes, París, Presses
Universitaires de France, 1953, la cual toma como eje esta problemática.
5
T. Hobbes, Diálogo entre un filósofo y un jurista, Madrid, Tecnos, 1992, p. 21.
6
J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Madrid, Aguilar, 1979, §6 y §21.
7
Locke ya advertía que la exigencia de tolerancia es una consecuencia lógica de su teoría
sobre la naturaleza de la sociedad y el gobierno. Ver: J. Locke, Carta sobre la tolerancia,
Madrid, Tecnos, 1988.
8
Lo que convierte a Locke en el fundador del liberalismo es su ataque al modelo tradicio-
nal de sociedad, en el cual las relaciones sociales e instituciones ordenadas eran sustentadas
por una concepción impartida desde un centro político.
9
Sobre esta crítica del comunitarismo ver entre otros textos: M. Sandel, Liberalism and the
Limits of Justice, Nueva York, Cambridge University Press, 1982; Ch. Taylor, Philosophy and
the Human Sciences (philosophical papers 2), Cambridge, Cambridge University Press, 1985;
Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996. Una panorámica de esta polémica se encuentra
en: R. Forst, Kontexte der Gerechtigkeit, Frankfurt a. M. Suhrkamp, 1994.
10
A. Smith, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997. “De la naturaleza del
autoengaño y del origen y utilidad de las reglas generales”, pp. 291-293.
11
A. Smith, op. cit., pp. 555-556.
12
En el siglo XIX y parte de este se discutió ampliamente en torno a la supuesta contradic-
ción que existe en la obra de Adam Smith, pues si en la Teoría de los sentimientos morales se
239
LIBERALISMO Y JUSTICIA. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE INCONCLUSO
240
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 241-262
Resumen
Este artículo ofrece una visión de los argumentos centrales del debate entre libera-
lismo y comunitarismo. Las dos críticas básicas que el comunitarismo dirige al libe-
ralismo son: a) el haber postulado un punto de vista extrasocial para evaluar los
principios de justicia, antes que el defender un compromiso metaético que tenga a
la comunidad como fuente de valor moral; y b) el haber postulado un conjunto de
bienes no-contingentes pretendidamente universales. Desde el punto de vista de la
réplica liberal, se acusa al comunitarismo de colocar al individuo en una posición
desprovista de un arreglo institucional desde el cual acceder a una justa distribu-
ción de los bienes sociales para realizar sus planes de vida.
*
Le agradezco a Gabriela el haberme impulsado a escribir este artículo. Sin lugar a dudas,
sin su sistemático accionar por hacer sonar el teléfono —que quiebra (afortunadamente)
la soledad de su ausencia—, no hubiera sido posible comenzar este artículo.
241
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
los de la justicia, i.e. ningún ciudadano puede ser sacrificado en aras de otros (ciu-
dadanos, fines, o bienes). Como Sandel lo expone3 la justicia (en A Theory of Justice
de Rawls) no es un valor entre otros, es el más alto valor o virtud social. b) Sandel
considera que la justicia tiene un nivel de justificación privilegiado; no sólo signifi-
ca la prioridad de la justicia sobre el bien, sino también que los principios se derivan
independientemente. 4 Lo anterior permite afirmar: b.1) que la justicia ocupa un
lugar único por encima de los fines, intereses y planes de vida (por el hecho de estar
derivado independientemente);5 y b.2) que la “primacía moral de la justicia es esta-
ble y no-coercitiva”, 6 puesto que si la derivación (de los principios de justicia) se
basara en concepciones del bien, se estaría imponiendo una concepción específica
y coercitiva del bien. En definitiva, como Sandel lo expone al principio de su libro:
el deontologismo conforma “el concepto de lo justo, una categoría moral primigenia
a la del bien e independiente de ésta”.7
En su capítulo I, Sandel desarrolla la crítica al liberalismo deontológico de Rawls
y presenta lo que él cree es el núcleo central de la teoría de Rawls: la primacía de la
justicia.8 Esta primacía significa: a) que la justicia es el “valor de los valores”, y ade-
más es, b) el estandard donde se dirimen los conflictos de valores.9 De esta forma,
Sandel lanza una inquietante pregunta: ¿qué significa —y cuál es la importancia—
que la justicia debe ser considerada prioritaria por sobre todos los demás valores?10
Por dos motivos, resalta Sandel en su reconstrucción del trabajo de Rawls: a) por
requerimiento de pluralidad y de respeto a la integridad individual; y b) por aten-
ción a la cláusula epistemológica, i.e. una valoración independiente de la “cosa”
valorada. 11 Así las cosas, su crítica al intento rawlsiano de encontrar un punto de
Arquímedes desde donde valorar la “estructura básica de la sociedad” (EBS) se
encuentra postulada como sigue: a) si los principios de justicia se basan en valores
corrientes de la sociedad, no hay re-aseguro para sus puntos de vista críticos con
respecto a lo que están regulando; y b) si se apoyan en bases apriorísticas tampoco
existen credenciales suficientes para confiar en esos valores, ya que éstos aparecen
igualmente sospechosos. Sandel considera que el punto de Arquímedes que Rawls
tanto busca expresa “perplejidades y dificultades”, ya que parece estar comprometi-
do con el mundo real y al mismo tiempo descualificado por su separación de él.12
Sandel hace vívida aquella perplejidad mostrando que la “posición original” (PO)
que postula Rawls hacia el final del epígrafe 4, no debe ser tan distanciada del
mundo real ya que:
... la perspectiva de la eternidad no es una perspectiva desde un cierto lugar más allá
del mundo, ni el punto de vista de un ser trascendente; antes bien, es una cierta
forma de pensamiento y sentimiento que las personas racionales pueden adoptar
en el mundo (Rawls, 1971, p. 587).
Así las cosas, para Sandel considerar la PO como una sub specie aeternitatis, i.e. “con-
templar la situación humana, no sólo desde todos los puntos de vistas sociales,
sino también desde todos los puntos de vistas temporales”,13 no es suficiente para
sacar a la “justicia como equidad” (justice as fairness) de la perplejidad en la que
Rawls la introdujo.
242
DANTE AVARO
Sandel puede criticar a Rawls con respecto a su teoría del yo, desplegando el
contrapunto que el mismo Rawls establece entre: justicia deontológica y
teleológica. 14 Sandel sostiene que Rawls imputa a la visión teleológica una visión
errónea de la relación yo-fines. Así, lo que a Rawls le parece (según Sandel) im-
portante no es la elección de fines, sino más bien la capacidad de elegirlos.
La prioridad del yo sobre sus fines significa que no soy —argumenta Sandel— un
mero receptáculo pasivo de objetivos, atributos acumulados y propósitos recogidos
por la experiencia, ni simplemente un producto de la variedad de las circunstancias,
sino siempre, irreductiblemente, un activo y voluntario agente, distinguible de su
entorno y capaz de elección (Sandel, 1982, p. 19). 15
En qué sentido —se pregunta Sandel— se puede decir que el yo (como agente
elector) debe ser considerado primero a sus fines. En dos sentidos: uno, autónomo;
y el otro, metodológico. Con esta crítica, Sandel llega al concepto de sujeto radical-
mente situado: la imposibilidad de distinguir lo que soy de lo que tengo. El punto
arquimediano, que Rawls construye, sería una solución al problema del sujeto radi-
calmente situado, tanto como a los valores implicados en el proceso de valoración de
la justicia.16 Sin embargo, el caso del yo reproduce las mismas “perplejidades” que la
justicia. Existe —según Sandel— un sujeto independiente de sus deseos contin-
gentes, y no distingue el sujeto de su “situación”.17 Entonces, la conclusión de Sandel
es que así como un estandard de valoración involucrado con los valores existentes es
inadecuado para una teoría de la justicia, lo mismo sucedería con el sujeto radical-
mente situado, por eso Rawls busca su salida en un sujeto previo a sus fines.18 Enton-
ces, “la justicia como equidad —sostiene Sandel— concibe la unidad del yo como
algo establecido antecedentemente, diseñado anteriormente a la elección que éste
hace en el curso de su experiencia”.19
Así las cosas, la relación que se establece —para Sandel— entre la prioridad de
lo justo sobre el bien (y su correlato: la constitución del yo) se puede resumir así:
a) la unidad del yo hace del sujeto una unidad soberana de elección, en donde los
fines son elegidos antes que dados. b) Dados los actos volitivos, los objetivos, pro-
pósitos y fines son escogidos antes que descubiertos. Y entonces, c) la unidad del
yo significa que es irreductiblemente antecedente a los fines y valores, y nunca
constituido por ellos. 20 Esto tiene para Sandel una consecuencia política muy
clara: d) si el yo rawlsiano es un ser que “elige” sus fines antes que una propensión a
experimentar su descubrimiento, entonces tendrá preferencias por condiciones
que permitan la elección y no el auto-descubrimiento.21 e) De este modo, la prima-
cía de la justicia, el yo previo a sus fines, y la idea de un contrato imparcial se
vinculan por el esfuerzo rawlsiano de mostrar que la justicia no es un valor entre
otros, sino la principal virtud de las instituciones sociales.22 Por tanto, f) si para un
individuo la justicia es la primera de las virtudes no sólo es un elector autónomo,
sino que es un sujeto previamente individualizado, es un yo, que por adherir a la
primacía absoluta de la justicia sobre otros valores, tiene unos límites fijados antes
de que escoja sus fines.23
243
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
244
DANTE AVARO
d) Sandel sostiene que Rawls pretende hacer compatibles sus aspiraciones empíri-
cas (las circunstancias de la justicia) con los yoes noumenales, mediante el velo de la
ignorancia en la PO. Para Sandel derivar principios de justicia abstraídos de las
contingencias38 no necesita de un yo noumenal real, sino más bien de la “noción de
un sujeto trascendente más allá de la experiencia”. Esta solución rawlsiana restringe
la concepción de las partes en una mera caracterización de seres racionales iguales
y libres. 39 Complementariamente a esto, argumenta Sandel, el sujeto trascendente
se encuentra motivado por un distribuendum no-contingente: los bienes primarios.40
Así, mientras el velo de la ignorancia provee el armazón de “equidad” y “unanimidad”
en el que las partes deliberan, “los bienes primarios generan la mínima motivación
necesaria” para dar solución al problema de elección racional de los principios.41
Los bienes primarios al vincularse al sujeto trascendental, crean la teoría tenue del
bien que permite dar primacía a lo justo sobre el bien. Así como dice Sandel “desde
la teoría tenue son derivados los dos principios de justicia, los cuales definen, a su
turno, el concepto del bien y provee una interpretación de tales valores como el
bien de la comunidad”.42 Si bien la teoría tenue del bien es primigenia a la teoría de
la justicia, este hecho no mina el carácter deontológico de la teoría rawlsiana, pues la
primacía de lo justo existe por sobre la teoría completa del bien.43 Así las cosas, a
juicio de Sandel, Rawls puede encontrar un punto arquimediano desde donde
valorar la sociedad.44 Si bien Sandel encuentra que el concepto de velo de ignoran-
cia excluye información “moralmente relevante”, su mayor objeción es que la teoría
tenue favorece algunas concepción del bien sobre otras, lo que hace de los bienes
primarios bienes contingentes, y su justicia deontológica condicionada a la cons-
trucción del sujeto trascendente. La prioridad de la justicia, para Sandel, sólo se
sostiene favoreciendo un determinado tipo de concepción de la persona, i.e. un
determinado tipo de concepción de la justicia.
245
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
246
DANTE AVARO
247
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
a) Los bienes primarios no son un valor que entra en la concepción del bien de
alguien, i.e en su “doctrina comprensiva”, sino más bien es un conjunto de bienes
que permite realizar las distintas concepciones del bien.67 Así de este modo, toda
vez —sostiene Rawls— que entendamos los bienes primarios evocando ciertas cir-
cunstancias de la vida social, lo hacemos a la luz del concepto de persona moral
utilizado.68 Esto es, personas morales libres e iguales, que saben que tendrán “con-
cepciones permisibles del bien” distintas, acuerdan encontrar un conjunto de bie-
nes que les permitan desarrollar los dos poderes morales, situando el problema del
consentimiento público en el terreno político práctico.69
b) Si suponemos que los bienes primarios son bienes necesarios para “desarrollar y
ejercitar” los dos poderes morales y perseguir su concepción del bien, entonces la TJ
construye el distribuendum al mismo tiempo que modela los principios de justicia
para una SBO.70 Expuesto de otra manera: si suponemos ciertos tipos de personas,
estamos suponiendo, al mismo tiempo, cierto tipo de preferencia por ciertos bie-
nes. 71 De lo que sigue que es racional para las partes centrar los principios de
justicia en torno a los bienes primarios.72 La concepción moral rawlsiana de la per-
sona representa un factum en donde las personas saben que tendrán irreconcilia-
bles concepciones de bien, pero tienen la capacidad de adherir a una concepción
de la justicia, para poder llevar a cabo de forma cooperativa sus fines y objetivos. Así
las cosas, la “unión social” no está fundada sobre cierta concepción del bien, sino
por el compromiso público hacia una concepción de justicia adecuada para ciuda-
danos libres e iguales en una sociedad democrática.73 Suponer que los bienes pri-
marios construyen un público entendimiento entre personas morales con distintas
concepciones del bien, es también, suponer que las partes —como representantes
248
DANTE AVARO
(ii) Los dos principios de justicia regulan los derechos a los retornos por el esfuerzo
cooperativo dentro de la EB. El principio distributivo, i.e. el principio de la diferen-
cia, no distingue entre lo que los individuos adquieren como miembros y lo que
ellos podrían haber adquirido si no hubiesen sido miembros cooperadores.79 Rawls
no necesita de un yo intersubjetivo (pace Sandel) para argumentar por el compromi-
so redistributivo. Los dos poderes morales son suficientes para considerar que el
proceso cooperativo no sólo es un instrumento eficaz de organización institucional,
sino, fundamentalmente, un “razonable” esquema de cooperación para la EBS.
(iii) Rawls supone a las personas como libres e iguales, y, a su vez, con dos poderes
morales: con la capacidad de tener un sentido de la justicia, y con las aptitudes nece-
sarias para revisar sus concepciones del bien. Así, suponer que los individuos son
personas libres, es verlos como responsables de sus intereses y fines. Ver a los indivi-
duos como moralmente libres, implica que son responsables ante las expectativas que
hacen sobre los bienes primarios. Los individuos qua miembros de sociedad forman
responsablemente sus preferencias. Y como miembros y ciudadanos de una sociedad
política (SBO) se hacen demandas responsables en torno a los bienes primarios a
distribuir.80 De esta forma, puede Rawls argumentar que la EB al estar formando los
deseos y aspiraciones individuales está, al mismo tiempo, ordenando
lexicológicamente los principios de justicia.81
249
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
Walzer (1993) inquiere sobre cómo debemos considerar los bienes que conforman
el distribuendum que, mediante los principios de justicia, sistematizan y dan vida a
una teoría de la justicia. Según Walzer, “bienes sociales diferentes” deben ser distri-
buidos por criterios, mecanismos y “procedimientos diferentes”. Si hurgamos en la
historia veremos, dice Walzer, que nunca existió un sólo mecanismo para distribuir
los bienes, y es más, tampoco existió un sólo e invariable conjunto de bienes. Por
tanto, la lección de la historia es que los distribuendum tienen esferas distributivas
diferenciadas, regidas por patrones particulares e históricos de distribución. Este es un
hecho, según Walzer, que todo filósofo o teórico político debe tener en cuenta si
quiere encontrar una teoría de la justicia distributiva.82 Por tanto, Walzer apuesta, a
la hora de tratar temas de justicia distributiva, a una argumentación “particularista”.
No pretende alejarse del mundo en el que vivimos, y construir una argumentación
desde “la montaña” totalmente objetiva y “universal”. Si deseamos —sostiene
Walzer— construir una “sociedad justa e igualitaria” tenemos que describir “la vida
cotidiana” sin perder sus “contornos particulares” y sin adoptar formas generales; y
para ello el filósofo debe quedarse en “la gruta, en la ciudad, en el suelo”. “Pues otra
forma de hacer filosofía —arguye Walzer— consiste en interpretar a nuestros con-
ciudadanos en el mundo de significados que compartimos”.83
En definitiva, Walzer propone una metodología (aparentemente) contraria a la
de Rawls. Mirar la justicia distributiva desde la atalaya fortificada de “artefactos filo-
sóficos” “idealmente elaborados”,84 es suponer bienes y principios de justicia que
los hombres elegirían en una situación ideal, i.e. racionalmente motivados y bajo
restricciones de imparcialidad.85 De esta forma “si estas restricciones son conve-
nientemente articuladas, y si los bienes son definidos de manera adecuada, es pro-
bable que una conclusión particular pueda producirse”.86 Si un conjunto de princi-
pios de justicia, como los propuestos por Rawls, pretenden adjudicarse su mérito
por construir un sistema distributivo único y general están auto-engañándose, ya que
“gente común puede hacer eso también” —dice Walzer— en nombre del “interés
público”. 87 Por tanto, un método de distribución “singular” no tiene méritos, sino
más bien desventajas.88 Porque la pregunta no es “¿qué escogerían individuos racio-
nales en condiciones universalizantes de tal y tal tipo?”, sino que escogeríamos
nosotros, personas que ubicadas en cierta cultura, compartimos intersubjetivamente
la misma y apostamos a seguir haciéndolo.
De este modo, la pregunta de Rawls se transforma en: qué principios de justicia
escogeremos nosotros, personas que ya hemos creado opciones comunitarias y que
las compartimos. La respuesta a esta pregunta conduce a Walzer a sostener: “que los
principios de justicia son en sí mismos plurales en su forma; que bienes sociales
distintos deberían ser distribuidos por razones distintas, en arreglo a diferentes
procedimientos y por distintos agentes; y que todas estas diferencias derivan de la
comprensión de los bienes sociales mismos, lo cual es producto inevitable del par-
ticularismo histórico y cultural”.89 Si bien los bienes primarios tienen como objetivo
preservar la autonomía individual, mediante un index lo más general de bienes a ser
distribuidos entre personas con disímiles y contradictorias concepciones del bien,
dejan de reflejar el espacio de significación socialmente compartido de esos bienes,
250
DANTE AVARO
251
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
rar los significados sociales de la Alemania Nazi con los de América?, ¿la justicia
distributiva no puede apelar a pautas o códigos transculturales?, ¿los significados
sociales son armas ideológicas para ocultar la dominación de la comunidad sobre
ciertos disidentes? 97
Walzer sostiene que:
Este comentario de Walzer disipa las dudas entorno a la última pregunta que formu-
lamos a sus argumentos. Ya que los significados sociales lejos de ser armoniosos, “sumi-
nistran” tan sólo una “estructura intelectual”, aunque necesaria, “dentro de la cual
se debaten las distribuciones”;98 y por tanto los significados sociales son siempre porta-
dores de una crítica, de un disenso, aunque éste sea local, interno, endógeno a la
cultura en cuestión. Sin embargo, esto no nos permite juzgar a otras sociedades, o
evaluar los significados sociales en otras sociedades. ¿Pero está Walzer de acuerdo
con esto? Si bien está de acuerdo en que nadie tiene la suficiente autoridad para
intervenir en las creencias y prácticas de otras culturas, si podemos persuadir, apelan-
do a los mismos significados sociales endógenos, a que revisen y cuestionen esos
significados, como en el caso de las “castas” que analiza en Esferas de la justicia. Si
existiera una cultura que ofreciera a los niños en sacrificio, podríamos, sostiene
Walzer,99 apelar, dada la gravedad del caso, a alguna intervención moral que impidie-
ra esa grave violación. ¿Una grave violación para quiénes? Obviamente para nosotros.100
No es que Walzer piense que nosotros debemos suministrar detalles minuciosos so-
bre cómo deben vivir otros (los Aztecas en este caso), sino que estamos autorizados a
imponer y hacer valer ciertas restricciones transculturales a los significados comparti-
dos por cada sociedad. A estas restricciones Walzer las denomina: “código moral míni-
mo y universal”.101
Pero hay una razón de más peso que permite a Walzer adherir a valores
transculturales, y para eso nos debemos ir a sus trabajos posteriores a las Esferas.102 El
nosotros que está implícito en Esferas es inclusivo y no excluyente. Ya que para Walzer
lo que nos hace iguales, es que todos los individuos son productores de bienes
sociales, y es por este motivo que un niño sacrificado no puede adherir, al menos no
sin reservas, a ese significado social. Entonces, si una sociedad tiene asimetrías o
exclusiones muy marcadas en el proceso productivo de bienes sociales, siempre
dejará al margen a ciertos individuos, y esto es lo que autoriza a Walzer a aplicar ese
código moral mínimo.
Si el enfoque walzeriano de los bienes sociales, contrario sensu al de los bienes
primarios, nos conduce a valorar, respetar y tolerar las culturas distintas a las nues-
252
DANTE AVARO
tras, mas no por ello debemos suponer que la creación y concepción comunitaria de
los significados sociales describe realistamente a sociedades en las que las gentes no
están de acuerdo en cómo deben distribuirse qué bienes. Así podemos ver que el
enfoque comunitarista de Walzer no se opone al liberalismo de Rawls en su fase
pluralista y tolerante.
CONCLUSIÓN
Reconstruir la crítica comunitaria al liberalismo es una tarea ardua,103 ya que algu-
nas veces los comunitaristas, por problemas de retórica expositiva, son a menudo
poco claros; y otras, es difícil saber cuál es el blanco liberal al que apuntan sus
certeros venablos. Sin embargo, de la crítica de Sandel104 hacia Rawls se pueden
extraer los siguientes puntos críticos:
253
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
254
DANTE AVARO
NOTAS
1
Véase Mulhall-Swift (1996, p. 75).
2
Idem.
3
Véase Sandel (1982, p. 2).
4
Ibid., pp. 2-3.
5
En otras palabras: la justicia no está sujeta a ninguna restricción, ni cualificada por ningún
valor más allá de sí misma. Si como en el caso del utilitarismo (al menos de una versión del
mismo) la justicia descansa en el argumento del bienestar social, encontramos que la justi-
cia está restringida, cualificada y por tanto es contingente, y si una acción injusta
incrementara el nivel promedio de bienestar estaríamos conminados a actuar injustamen-
te. Este ejemplo, con algunas variaciones, se encuentra en Mulhall-Swift (1996, p. 76).
6
Idem.
7
Sandel (1982, p. 1).
8
Véase ibid., p. 15.
9
Véase ibid., p. 16.
10
Véase idem.
11
Véase idem.
12
Véase ibid., p. 17.
13
Rawls (1971, p. 587).
14
Véase Sandel (1982, p. 17).
15
Esto lo expone Sandel después de citar y analizar el siguiente párrafo del final del
epígrafe 84 de TJ: “... la estructura de las doctrinas teleológicas es radicalmente equívoca;
ya desde el principio relacionan erróneamente lo justo y lo bueno. No intentaremos dar
forma a nuestra vida atendiendo primero al bien, independientemente definido. No es
nuestro propósito revelar primariamente nuestra naturaleza, sino más bien los principios
que reconoceríamos que gobiernan las condiciones básicas bajo las cuales se forman
esos propósitos y la manera en que deben perseguirse. Porque el yo es anterior a los fines que
por él se afirman; incluso un fin dominante tiene que ser elegido entre muchas posibilidades. No hay
modo de sobrepasar la racionalidad deliberativa. Invertiríamos, pues, la relación entre lo justo
y lo bueno propuesto por las doctrinas teleológicas y consideraríamos lo justo como
prioritario. La teoría moral se desarrolla, entonces, actuando en sentido contrario”.
(Rawls, 1971, p. 560); (itálicas nuestras, D.A.).
16
Véase Sandel (1982, p. 21).
17
Véase ibid., p. 20.
18
Véase ibid., p. 21.
255
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
19
Idem. Al respecto el siguiente pasaje de TJ parece confirmar la aseveración de Sandel: “la
idea principal consiste en que dada la prioridad de lo justo, la elección de nuestra concep-
ción de lo bueno se estructura dentro de unos límites definidos. Los principios de justicia
y su realización en formas sociales definen los límites en los cuales nuestras deliberaciones
toman lugar. La unidad del yo es provista por la concepción de lo justo”. (Rawls, 1971, p.
563).
20
Véase ibid., p. 561.
21
Aquí Sandel (1982, p. 22) carga contra la idea del contrato como elemento constitutivo
del enfoque rawlsiano. Sandel no contempla la posibilidad de mantener una visión contrac-
tual que recoja tanto la autonomía y la libertad individual (Rousseau y Mill) con una visión
comunitarista soportada por la Razón. Para esta propuesta véase Diggs (1981).
22
Al respecto podemos leer en TJ: “... el deseo de expresar nuestra naturaleza como seres
racionales libres e iguales, sólo puede realizarse actuando sobre la base de que los princi-
pios de lo justo y la justicia tengan primacía (...) Por tanto, para realizar nuestra naturaleza
no tenemos más alternativa que preservar nuestro sentido de la justicia para que gobierne
nuestros restantes objetivos. Este sentimiento no puede realizarse si está comprometido y
equilibrado frente a otros fines, como un solo deseo entre tantos. Es un deseo de conducir-
se de un cierto modo, sobre todo lo demás, un esfuerzo que contiene en sí mismo su propia
prioridad”. Rawls (1971, p. 574).
23
Rawls sostiene: “Lo que no podemos hacer es expresar nuestra naturaleza según un plan
que reduzca el sentido de la justicia a un deseo que ha de ser valorado entre otros. Porque
este sentimiento revela el ser de la persona, y transigir aquí no es lograr que el yo acceda al
reino de la libertad, sino dar paso a las contingencias y accidentes del mundo”. Rawls (1971,
p. 575).
24
Véase Sandel (1982, p. 24).
25
Véase Rawls (1971, p. 128).
26
Como dice Rawls: “... una sociedad humana es caracterizada por las circunstancias de la
justicia” (ibid., p. 129). Para ver como las circunstancias de la justicia son introducidas en la PO
como proposiciones fácticas de contenido sociológico véase, Rawls (1971, p. 159).
27
Sandel (1982, p. 29).
28
Ibid., p. 30.
29
Idem. Para la justificación rawlsiana de basar la TJ en estipulaciones más bien débiles, véase
Rawls (1971, p. 149).
30
Véase ibid., p. 29.
31
Véase, para el desarrollo del concepto “teoría tenue del bien”, Rawls (1971, epígrafe 60).
32
Véase Sandel (1982, p. 30).
33
Véase Rawls (1971, pp. 127 y 560).
34
Véase Sandel (1982, p. 62).
35
Rawls tiene que luchar en dos frentes distintos. Por un lado, no puede hacer mucho
hincapié en la separación entre el yo y lo que éste posee, puesto que lo llevaría a un
kantismo en donde se concibe al sujeto bajo una forma totalmente incorpórea. Y por otro,
256
DANTE AVARO
debe suponer que los talentos y demás atributos del yo pertenecen, bajo algún aspecto, a la
comunidad en la que él vive, puesto que de otra forma queda a merced que la redistribución
de los rendimientos de esos atributos sean tomados como una clara violación a la propie-
dad de sí mismo que Rawls defiende cuando se adhiere al segundo imperativo.
36
Para una defensa del argumento rawlsiano, véase Doppelt (1990, pp. 42-45).
37
La implausibilidad del enfoque de Rawls llega a un punto crucial —a juicio de Sandel—
cuando contemplamos las cooperaciones en pequeña escala. Véase Sandel (1982, pp. 30-31).
38
Para este argumento véase Rawls (1971, pp. 255-256).
39
Véase Sandel (1982, p. 39).
40
Véase L. Thomas (1997, p. 68). Véase también, para esta interpretación, Rawls (1971, p. 253).
41
Véase Sandel (1982, p. 25).
42
Ibid., pp. 25-26.
43
Véase Rawls (1971, p. 396).
44
Véase ibid., p. 263.
45
Véase Sandel (1982, p. 40).
46
Idem.
47
Véase ibid., p. 41. Sandel registra muy bien la frecuente insistencia por parte de Rawls para
que así se lo considere. Véase Rawls (1971, pp. 130, 147-148). A su vez, la insistencia de Rawls
(1971, pp. 129 y 178) para que las partes se presupongan motivadas por un interés mutua-
mente desinteresado (sin “ataduras morales” como dice Sandel) es compatible con las
presuposiciones de basar la teoría sobre estipulaciones débiles (véase ibid., p. 149).
48
Véase Sandel (1982, p. 42).
49
Véase ibid., p. 43.
50
O “innocuas o incluso triviales” como llega a decir el propio Rawls (1971, pp. 18-20).
51
Véase Sandel (1982, pp. 43-46).
52
Por esta falta de deliberación o de negociación en la PO, Rawls ha sido criticado por
muchos. Véase Gauthier (1977; 1985; 1986) y Hampton (1980). Sin embargo, si la preocupa-
ción de Rawls es mostrar cómo elegirían principios de justicia individuos bajo el velo de la
ignorancia y con distintas concepciones del bien, todavía sería un acuerdo social sobre cómo
justificar y legitimar moralmente la EBS. Véase para esta defensa Freeman (1990, p. 147).
53
Véase Rawls (1978, p. 47). Aunque la sociedad —sostiene Rawls— pueda depender (razo-
nablemente) en gran parte, para determinar las porciones distributivas, de una justicia
puramente procesal, una concepción de la justicia debe incorporar una forma ideal para la EB,
que limite y ajuste sus resultados. Véase ibid., pp. 63-64.
54
Véase ibid., p. 55.
55
Otra forma de ver este punto es mediante la relación entre la concepción de la justicia y
la idea de igualdad que pertenece a ella. Las circunstancias de la justicia permiten reflejar:
a) las contrarias concepciones del bien que mantienen los distintos individuos; b) la escasez
moderada del mundo material, lo que permite ver la ventaja comparativa de la coopera-
257
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
ción. Por tanto dadas estas circunstancias ningún miembro de la sociedad es indiferente a
cómo se distribuyen los frutos de la cooperación. Entonces, el papel de los principios de
justicia es asignar: a) derechos y deberes en la EB; y b) especificar la forma bajo la cual las
instituciones influenciarán la distribución de los retornos de la cooperación. Véase Rawls
(1979, p. 8).
56
Es decir, la posición social, las ventajas naturales y todas las demás contingencias históricas
que conforman una matriz moralmente arbitraria para “construir” una teoría de la justicia.
57
Cuando consideramos el papel distributivo de la EB (abstraída de las contingencias) aparece
inevitable el concepto de posición original y velo de ignorancia. Esta es la forma más pura de
ver como la EB afecta el modelaje del status quo inicial. Véase Rawls (1978, pp. 57-58).
58
Véase ibid., pp. 47-48. Por otra parte, sostiene Rawls, “nosotros debemos distinguir
entre acuerdos hechos por particulares y asociaciones formadas dentro de la estructura, y
el acuerdo inicial y la membresía en la sociedad como ciudadano”. Véase Rawls (1978, p.
59). Este párrafo muestra que: a) los individuos suponen que su pertenencia a la sociedad
es fija, aunque la EB permite hacer cálculos contractuales para crear asociaciones dentro
de la estructura. b) Se excluye todo tipo de información sobre intereses y habilidades; y
finalmente, c) los individuos suponen que no tienen fines sociales, excepto los de los princi-
pios de justicia y los autorizados por ellos. Véase Rawls (1978, pp. 60-61). Así, el acuerdo
inicial y su explicación descansa, nuevamente, en la EBS. Ya que ésta como objeto primor-
dial de la justicia debe reflejar la imparcialidad de las circunstancias en la posición original.
59
Véase Rawls (1979, p. 6).
60
Una SBO es aquella regulada por una pública concepción de la justicia y sus miembros
son vistos como personas libres e iguales. La publicidad de la justicia significa: a) que lo
miembros aceptan, y saben que los otros aceptan los principios de justicia. b) Las institucio-
nes, y su acuerdo EB, satisfacen (a). c) La pública concepción de la justicia es fundada en la
razonable creencia de que los principios han sido escogidos y aceptados por el método de la
investigación, o como dice el propio Rawls (1978, p. 58): “el contenido de la justicia debe
ser descubierto por la razón...”. d) De ninguna manera se puede inferir que la publicidad
signifique que todos los miembros tengan (o profesen) las mismas creencias. Más bien todo
lo contrario, suponemos —sostiene Rawls— que tienen “irreconciliables diferencias”. Véase
Rawls (1979, pp. 6-7).
61
Al respecto, Rawls sostiene: una SBO no tiene que ser armoniosa en todos los temas que
la afectan, sólo tiene que ser justa y establecer la amistad cívica, con lo cual afirma su
asociación política. Véase Rawls (1979, p. 8).
62
Existe una profunda diferencia —sostiene Rawls— entre: concepciones de justicia que
permiten una pluralidad de concepciones del bien, de aquellas que la hacen. En el
enfoque rawlsiano, la “unidad social” no reposa sobre una concepción del bien, sino más
bien sobre un acuerdo de personas libres e iguales con diferentes concepciones del bien.
En este sentido, la concepción rawlsiana de la justicia es primaria al bien en el sentido (no
poco relevante) que sus principios limitan las concepciones del bien que pueden ser
admisibles en una sociedad justa. Véase Rawls (1982a, p. 160).
63
Véase Rawls (1982a, pp. 159-162). Si suponemos que los ciudadanos se ven como personas
movilizadas por los dos poderes morales que Rawls le atribuye al yo (i.e. capacidad para tener
un sentido de la justicia y capacidad para perseguir una concepción del bien), entonces, los
bienes primarios permiten ser una categoría instrumental comparativa entre distintos suje-
258
DANTE AVARO
tos con distintas concepciones del bien para la realización de sus fines y objetivos (supo-
niendo que los individuos tienen un interés en realizar sus concepciones del bien). Véase
ibid., p. 161.
64
Los bienes primarios conforman el siguiente conjunto de bienes: a) libertades básicas
(libertad de pensamiento, de conciencia, de asociación, libertades políticas, e integridad de
la persona); b) libertad de movimiento y de escoger profesión/ocupación; c) igual oportuni-
dad en lo económico-político; d) un monto de riqueza/ingreso adecuado; e) bases sociales
adecuadas para el auto-respeto. Véase Rawls (1982, p. 23; 1982a, p. 162; 1988, p. 257).
65
Véase Rawls (1988, p. 257).
66
Véase Rawls (1982a, p. 164).
67
Véase Rawls (1988, pp. 258-259). El índex de bienes primarios no intenta representar la
concepción del bien de algunos individuos, entenderlo así —sostiene Rawls en su defensa
del ataque comunitarista— es entenderlo erróneamente. Véase idem. Los bienes primarios
permiten desarrollar las distintas concepciones permisibles del bien, lo que presupone que
las distintas concepciones del bien requieren de ese conjunto de bienes. Los bienes prima-
rios “no deberían entenderse como medios esenciales”, sólo como “cosas generales” que
sirven para desarrollar los poderes morales y la realización de ciertas concepciones del
bien. Véase Rawls (1980, p. 527).
68
Véase Rawls (1982a, pp. 166-167). Como dice el mismo Rawls, oprimir a otros no puede ser
parte de las concepciones de bien de un individuo, por tanto tiene que haber congruencia
entre la concepción moral de las personas (sus dos poderes) y los propósitos con los cuales
usamos los bienes primarios. Véase idem.
69
Véase Rawls (1988, pp. 256-257).
70
Rawls sostendría lo siguiente: hay que estipular que se va a distribuir bajo las pautas
(principios) de justicia. Véase Rawls (1980, pp. 525-526).
71
Véase idem.
72
Si las partes, en la PO, representan ciudadanos, éstos deberán escoger los bienes primarios
porque, como veremos, permiten asegurar las preferencias de distintas e irreconciliables
concepciones del bien. a) Las libertades básicas son, mediante el arreglo institucional adecua-
do, necesarias para que los individuos ejerciten la capacidad de perseguir cierta concepción
del bien. b) Sin las libertades de movimiento y de libre ocupación no sería posible perseguir (o
cambiar) los fines elegidos. c) La igualdad de oportunidades son indispensables para la
autonomía —característica básica de la persona moral. d) La dotación de ingresos/riqueza
son medios para perseguir y obtener muchos fines. e) Las bases sociales para el auto-respeto son
necesarias para “realizar” los dos poderes morales. Véase Rawls (1982a, p. 166).
73
Véase Rawls (1982, p. 18).
74
Una concepción política de la justicia es: a) una concepción moral, únicamente, para la
EBS; por tanto b) la concepción política de la justicia comprende una concepción política
y no una “doctrina comprensiva”. De allí, c) que se presente como una “doctrina razona-
ble” para la EBS, e implica que d) distintas concepciones del bien pueden adherir a ella.
Véase Rawls (1988, p. 253).
75
Véase ibid., p. 256.
76
Véase ibid., p. 269. En Rawls (1993a) es donde el lector encontrará un artículo dedicado
por completo al tratamiento de este concepto.
259
RAWLS, SANDEL Y WALZER: UN DEBATE MÁS QUE IMAGINARIO
77
Para Taylor (1989, pp. 164-165) una sociedad liberal a la Rawls es una “sociedad instru-
mental”.
78
Véase, para aclarar el uso de este término, Rawls (1993b, p. 250).
79
Véase Rawls (1979, p. 62). Este argumento es contra los libertarianos como Nozick (1974)
y Gauthier (1986).
80
La sociedad, como “cuerpo colectivo” de ciudadanos, se compromete a distribuir las
libertades básicas igualitariamente, y los demás bienes primarios acorde a una justa por-
ción; mientras que los ciudadanos como individuos aceptan revisar y regular sus fines. Sólo
con esta división de tareas, permitida por los dos poderes morales que caracterizan a las
personas morales, es posible construir una comparación inter-personal entre individuos
con concepciones diferentes del bien. Véase Rawls (1982a, p. 170).
81
Véase Rawls (1979, pp. 9-15).
82
Véase Walzer (1993, pp. 18-19).
83
Ibid., p. 12. Para una crítica sobre la pretensión walzeriana de construir principios de
asignación en torno a las creencias de los “individuos”, véase Elster (1992); y para una
defensa de Walzer frente al ataque de Elster, véase Avaro (1997, pp. 60-61).
84
Walzer (1993, p. 12).
85
Los bienes primarios son para Walzer un “conjunto abstracto de bienes”, y el velo de la
ignorancia es un “despojo” de nuestras características históricas y personales.
86
Walzer (1993, p. 19).
87
Idem.
88
Walzer le adjudicaría a Rawls una concepción de la justicia reduccionista, mientras que él
postularía una concepción pluralista. Véase Ferrara (1990, pp. 20-21).
89
Walzer (1993, p. 19).
90
Ibid., p. 21.
91
Al respecto Walzer sostiene: “La distribución no puede ser entendida como los actos de
hombres y mujeres aún sin bienes particulares en la mente o en las manos”. Walzer (1993, p. 21).
92
Véase ibid., p. 20.
93
Ibid., p. 22.
94
Véase idem.
95
Ibid., p. 22.
96
Idem.
97
Para una fuerte crítica al relativismo walzeriano véase Dworkin (1985).
98
Ibid., p. 323.
99
Véase Walzer (1987, pp. 48-49).
100
Herederos del Proyecto Ilustrado.
101
Walzer (1987, p. 29).
102
Nos referimos a Walzer (1987 y 1994).
260
DANTE AVARO
103
Véase Buchanan (1989, pp. 852-853).
104
A pesar de que MacIntyre (1981) inicio la polémica contemporánea, Sandel (1982)
logró, por su crítica directa a Rawls, influenciar a los participantes de la discusión sobre
cuál era el canon crítico del comunitarismo.
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262
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 263-275
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA
DELIBERATIVA
CONSIDERACIONES SOBRE LA FUNDAMENTACIÓN
DE LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD
Francisco Cortés Rodas
Resumen
Frente a la aguda crisis de legitimidad del modelo democrático liberal y ante el colap-
so del modelo socialista, el autor del presente texto se pregunta por la viabilidad de los
esfuerzos teóricos que buscan alternativas para articular la igualdad y la libertad en
un efectivo orden social que supere las deficiencias e incapacidades del liberalismo y
la democracia ante los grandes problemas del presente. Para dicho fin, se examinan
de manera comparada las contribuciones teóricas recientes de John Rawls y Jürgen
Habermas. Según el autor, la crítica de Habermas al liberalismo de Rawls constituye
un significativo aporte a la consolidación y profundización de la democracia, la
reactivación de la sociedad civil y la ampliación del espacio público.
263
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA
ción natural del hombre hacia la violencia. El fin del orden político, fruto de un
contrato que permite salir del estado de naturaleza, es establecer las condiciones
que hagan posible ponerle límites a los impulsos destructivos del hombre, pues
éstos imposibilitan las mínimas formas de convivencia, del disfrute de los bienes y
de la vida. Con el establecimiento del Estado se crea un espacio para que los indivi-
duos puedan desarrollar libremente sus planes racionales de acción en la medida
en que se garantiza seguridad sobre sus propiedades y se aseguran sus derechos y
libertades. Con la definición racional-instrumental del Estado se establece la priori-
dad de la libertad y se pone en un segundo lugar el principio de la autonomía demo-
crática. Locke llega a esta misma idea señalando un vínculo entre la necesidad de la
protección de las pertenencias y el proceso de conformación del pacto político, y Kant
la obtiene mediante la fundamentación trascendental del principio de autonomía
moral y la subordinación a éste de los principios de autonomía política y jurídica.
Para Hegel, uno de los más importantes críticos del liberalismo burgués e inicia-
dor de lo que hoy conocemos como comunitarismo, la pregunta sobre la posibilidad
del orden social y político tiene un origen contradictorio y paradójico. La
institucionalización de las libertades negativas individuales, centradas en la protec-
ción del derecho a la propiedad, produjo como elemento positivo la creación de un
espacio social, el mercado, en el cual los hombres podían interactuar como sujetos
libres, y como elemento negativo, la disolución de los lazos comunitarios y solida-
rios, la desaparición de las tradiciones propias de las formas de vida premodernas y
un profundo antagonismo social, al definir a los actores sociales orientados sola-
mente por los intereses propios de la esfera del mercado.
Frente a la desintegración de la red social, Hegel propuso articular el principio
de la libertad negativa en las formas de vida ética. Es decir, la sociedad es posible si
junto con el aseguramiento de los derechos y libertades negativas se garantiza el
ejercicio de la autonomía pública-política y se protege la existencia de lazos comu-
nitarios y solidarios entre miembros de distintas comunidades que forman una
sociedad. Hegel pensó esta forma de complementación entre libertad negativa y
positiva mediante su concepción del Estado; pero ésta, debido a su claro carácter
conservador, fue insuficiente ante las exigencias de mayor igualdad y justicia so-
cial planteadas por la burguesía y el proletariado industrial que emergió en los
inicios de la revolución industrial.
Marx buscó a partir de esta limitación formular como alternativa la superación de
la sociedad presente, compuesta por individuos orientados únicamente por la acu-
mulación y la ganancia, por una sociedad futura de hombres iguales y libres. El
principio de la libertad, constitutivo para la definición de lo social en el liberalismo,
se debería reemplazar por el principio de igualdad, para que así se asegurara la
participación de todos en el proceso práctico-político de conformación del orden
social. Para Marx, entonces, es posible la sociedad cuando el hombre, tras la revolu-
ción, haya recuperado sus propias fuerzas, destruidas por la enajenación y cosificación
que produce el dominio de la esfera del mercado, y pueda actuar como ser comple-
tamente libre e igual en el proceso democrático de conformación de las institucio-
nes políticas.
264
FRANCISCO CORTÉS RODAS
Sin entrar en mayores detalles históricos podemos hoy señalar que han fracasado
en sus pretensiones de libertad, justicia e igualdad tanto el modelo de sociedad
construido sobre la base de la prioridad de la autonomía política, como hemos
podido apreciar tras el derrumbe de los países socialistas, así como el modelo de
sociedad concebido sobre la base de la prioridad de las libertades negativas, como
puede verse en los fenómenos de crisis de legitimidad y de desintegración social y
política de las modernas democracias liberales, y en la incapacidad de éstas frente al
surgimiento de movimientos fundamentalistas, neonacionalistas y racistas, así como
frente a los problemas ecológicos y a los de la pobreza en los países del tercer
mundo.
En las dos ultimas décadas se ha dado en el escenario académico y político, como
reacción a estos fenómenos, un profundo e intenso debate sobre las posibilidades y
límites de la democracia y el liberalismo. Entre las diferentes alternativas propues-
tas, Rawls y Habermas han reformulado las concepciones tradicionales de libertad y
igualdad, buscando establecer las condiciones para su articulación e instauración
en las sociedades modernas y así superar las deficiencias e incapacidades del libera-
lismo y la democracia frente a algunos de los grandes problemas del presente.
Rawls, siguiendo la tradición del liberalismo clásico, hace una defensa de la prio-
ridad del principio de las libertades negativas para definir las condiciones bajo las
cuales es posible ordenar en forma justa a una sociedad, y Habermas, siguiendo la
tradición republicana, fundamenta la idea de que la autonomía pública y privada se
constituyen originariamente a través del ejercicio democrático.
Para considerar críticamente estas dos propuestas teóricas se buscará confrontar-
las con la tesis que afirma que los derechos básicos liberales pierden su valor a los ojos
de los miembros de una sociedad si no se da la garantía de un mínimo socioeconómi-
co adecuado y suficiente para posibilitar a todos un cierto grado de autonomía y
respeto de sí mismo.1 Esta sería una reformulación de la crítica de Hegel al liberalis-
mo, mediante la cual buscaba vincular el aseguramiento de los derechos y libertades
negativas al ejercicio de una autonomía política; una reformulación, por cuanto se
busca articular la libertad negativa y positiva con unas condiciones socioeconómicas
que posibiliten su realización.
En este ensayo, presentaré, en primer lugar, el planteamiento de Rawls y señala-
ré a la vez sus limitaciones; en segundo lugar, expondré la concepción deliberativa
del derecho y la democracia de Habermas, con el fin de mostrar su relevancia frente
a los problemas de la crisis de legitimidad del liberalismo. Finalmente se hará una
evaluación de los dos modelos a la luz de la tesis anteriormente mencionada.
265
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LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA
autonomía política de los ciudadanos, la cual sólo se constituye a través del contrato
social. Por esta razón, los derechos y libertades individuales, que protegen la auto-
nomía privada de los hombres, preceden a la voluntad del legislador soberano. Así
es postulada la prioridad de los derechos humanos fundamentales, que aseguran
las libertades prepolíticas de los individuos, trazando un límite exterior a la volun-
tad soberana del legislador político; de esta manera, queda subordinada la autono-
mía política a la autonomía moral.15
La tesis de Habermas contra esta lectura del liberalismo afirma que los sujetos
sólo pueden alcanzar autonomía si participan activamente en los procesos de con-
formación de las leyes y principios básicos que sirven a la regulación de un orden
determinado, y si son capaces de concebirse como los originadores de las normas a
las que ellos mismos están sujetos como personas privadas. Esta tesis supone un
punto de partida distinto al kantiano-rawlsiano para la explicitación del sistema de
los derechos, en el que se entrelazan los conceptos de libertad comunicativa, auto-
nomía comunicativa y poder comunicativo, en el medio específico de su realización,
a saber, la creación de un proceso legislativo político autónomo.
El mencionado punto de partida lo obtiene mediante la introducción del prin-
cipio discursivo (D), con el cual establece un criterio neutral de autonomía y define
un procedimiento que garantice las condiciones de imparcialidad para conseguir un
actuar autónomo en cada una de las esferas prácticas de acción. El principio
discursivo D, dice: “Sólo son válidas aquellas normas de acción con las que pudieran
estar de acuerdo, como participantes en discursos racionales, todos aquellos que de
alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas”.16
A partir de éste, distingue las normas universalizables de acción en reglas mora-
les y jurídico-políticas, diferencia los discursos morales de los jurídico-políticos, y
realiza una explicación de las formas específicas de fundamentación de cada uno
de ellos.17 En este sentido, se trata en los discursos morales de definir las condicio-
nes y procedimientos bajo los cuales sea posible resolver los conflictos de acción en
los que estén en juego los intereses, necesidades y pretensiones del hombre conce-
bido como sujeto capaz de lenguaje y acción. Mediante la especificación del princi-
pio discursivo para la esfera moral, obtiene el principio de universalidad y define
los tipos de razones que cuentan en los discursos cuyo objeto es la protección de la
naturaleza racional humana. El ámbito de acción de la moral es la humanidad, por
tanto, las razones sobre las cuales se fundamentan los discursos morales deben estar
en interés de todos y poder ser aceptadas por cualquiera.
La esfera del derecho sirve, en segundo lugar, a la regulación de las formas de
acción y conflictos entre sujetos que se reconocen entre sí como miembros de una
comunidad de derecho. Las normas del derecho se dirigen a personas
individualizadas a través de la capacidad para asumir su rol como sujetos de dere-
chos. Al especificar el principio discursivo para la esfera del derecho obtiene el
principio democrático, según el cual “sólo son válidas aquellas normas jurídicas con
las que pudieran estar de acuerdo como participantes de un proceso legislativo,
discursivamente concebido, todos aquellos sujetos de derecho que de alguna forma
pudieran ser afectados por dichas normas”.18 El ámbito de acción del derecho se
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CONCLUSIÓN
Habermas presenta mediante su fundamentación comunicativa de los principios
de autonomía privada y pública una alternativa a la limitación del liberalismo
político de Rawls, condicionada, como vimos, por su negativa a incluir derechos
económicos como derechos fundamentales. Pero, ¿logra Habermas dar una res-
puesta a la crítica que le hicimos a Rawls?
Habermas avanza, ciertamente, en la vieja tarea de buscar una complementación
entre los principios negativo y positivo de la libertad y en vincular el ejercicio de
éstos al aseguramiento de unos derechos socioeconómicos mínimos. En este senti-
do, estos últimos son condición necesaria para el ejercicio de la autonomía política,
como lo muestra en su ya citada exposición genética de los derechos.24
Pero, ¿es suficiente esta complementación y la definición teórica de cómo es
viable su articulación en la realidad para responder al problema, radical en los
países del tercer mundo, de que el liberalismo y la democracia se han convertido en
una simple caricatura, y se pueden convertir en una pesadilla, si no es posible
encontrar un modelo de sociedad, de justicia social intraestatal, de justicia
interestatal, y por tanto también de economía que posibilite el aseguramiento del
mínimo socio económico señalado?
Cabe entonces preguntarnos entre nosotros por las posibilidades de realización
de una propuesta de este tipo. La mayor dificultad consiste, en sociedades como la
nuestra, en que el propuesto control democrático de las esferas sistémicas, y por
tanto la justificación de procesos redistributivos, debe enfrentar tanto el argumento
del libertarianismo, según el cual, las concepciones de justicia redistributiva consti-
tuyen un robo y una violación del ámbito de la autonomía privada, como el argumen-
to neoliberal que afirma que la esfera económica sometida a estas cargas redistributivas
pierde su capacidad competitiva y de crecimiento. Desde un punto de vista moral,
estos argumentos son injustificables racionalmente, como puede mostrarse si-
guiendo los planteamientos de Rawls; pero estos planteamientos son, sin embargo,
definitivos en el plano de las relaciones de poder. En Colombia, por ejemplo, se
manifiestan éstos con signos de violencia, terror militar y paramilitar, violación masi-
va de los derechos humanos, desmantelamiento de las conquistas sociales de los
trabajadores, etcétera. Aunque Habermas, con una visión positiva sobre el futuro del
liberalismo y de la democracia, afirma que mediante la consolidación y asentamien-
to de la perspectiva presentada por él, es posible ponerle barreras al avance destruc-
tivo de las esferas sistémicas, los signos adversos en el horizonte político de nuestra
realidad nos indican la existencia de serias dificultades para avanzar en este senti-
do. Si éstas pueden ser superadas, es un asunto que en parte depende de nosotros.
Si no encontramos la forma de hacerlo asistiremos a un nuevo fracaso de los ideales
de la modernidad. Pero de éste solo seremos en parte responsables, puesto que el
establecimiento de una concepción universal de justicia y la redefinición del mode-
lo económico imperante depende en buena parte de la voluntad de los actores
políticos de las sociedades del primer mundo.
273
LIBERALISMO Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA
NOTAS
1
Un desarrollo más amplio de esta tesis lo presenté en “Liberalismo y legitimidad. Conside-
raciones sobre los límites del paradigma liberal”, en F. Cortés y A. Monsalve (ed.), Liberalismo
y comunitarismo, Valencia, Editions Alfons el Magnanim, 1996, pp. 187-210.
2
J. Rawls, A Theory of Justice, Nueva York, Oxford University Press, 1971 (citas en español:
Teoría de la Justicia, Madrid, FCE, 1978, cap. I).
3
J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit. , pp. 156-214.
4
En sus últimos escritos recopilados en Political Liberalism, Rawls matiza el carácter y función
de la “posición original”; muestra también con la distinción entre lo racional y lo razonable,
las dificultades de las réplicas comunitaristas a su concepción de persona moral. Ver: J.
Rawls, Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993. Ver además: R. Forst,
Kontexte der Gerechtigkeit. Politische Philosophie jenseits von Liberalismus und Kommunitarismus,
Suhrkamp, Frankfurt/M, 1994, pp. 349-362.
5
H. L. A. Hart, “Rawls on Liberty and its Priority”, en D. Norman (ed.), Reading Rawls,
Oxford, Basil Blacwell, 1975. Primero en: University of Chicago Law Review, núm. 40, 1973, pp.
534-555.
6
J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., 598 ss. Sin embargo, en el artículo “The Law of Peoples”,
intenta desarrollar lo que él llama “Liberal Law of Peoples”, que se aplicaría a sociedades
no liberales. Allí muestra que esa “Law of Peoples” no requiere de sociedades no liberales
para que lleguen a convertirse en liberales. El desarrollo de las implicaciones del “Law of
Peoples” rawlsiano se considerará posteriormente. J. Rawls, “The Law of Peoples”, en St.
Shute y S. Hurley (ed.), On Human Rights, Nueva York, 1993, pp. 41-82. Ver además: S.
Scheffler, “The Appeal of Political Liberalism”, en “Symposium on John Rawls”, Ethics, núm.
105, octubre de 1994, pp. 4-22; Th. Pogge, “An Egalitarian Law of Peoples”, en Philosophy
and Publics Affairs, summer 1994, vol. 23, núm. 3, pp. 195-224.
7
J. Rawls, “The Basic Liberties and Their Priority”, Tanner Lectures on Human Values, vol. 3,
pp. 1-87 (citas en español: Sobre las libertades, Barcelona, Paidós, 1992, p. 40).
8
J. Rawls, Sobre las libertades, op. cit., p. 70 ss.
9
En la reciente crítica de Habermas a Rawls interpreta el primero esta conexión sistemáti-
ca entre los dos principios de justicia como “instrumentalización” de los principios de
igualdad de oportunidades y de justicia social para asegurar los derechos y libertades
básicas. Ver: J. Habermas, “Reconciliation Through the Public Use of Reason: Remarks on
John Rawls’ Political Liberalism”, en The Journal of Philosophy, vol. XCII, núm. 3, marzo de
1995, pp. 132-180.
10
La concepción general de justicia dice: “Todos los valores sociales —libertad y oportuni-
dad, ingresos y riqueza, así como las bases sociales y el respeto a sí mismo— habrán de ser
distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos
estos valores redunde en una ventaja para todos”. J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., p. 84.
11
J. Rawls, Sobre las libertades, op. cit., p. 70.
12
Ver: I. Berlin, Four Essays on Liberty, Nueva York, Oxford University Press, 1974; Ch. Taylor,
“What’s Wrong with Negative Liberty?”, en A. Ryan (ed.), The Idee of Freedom. Essays in Honour
of Sir I. Berlin, Oxford, Oxford University Press, 1979; A. Wellmer, “Freiheitsmodelle in der
modernen Welt”, en Endspiele: Die unvers‘hnliche Moderne, Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 15-53.
274
FRANCISCO CORTÉS RODAS
13
Ver mí artículo: “Racionalidad y Modernidad”, en Estudios de Filosofía, núm. 12, en prensa.
14
Esta tesis la desarrolla Habermas también en su reciente discusión con Rawls publicada
en The Journal of Philosophie, ver: “Reconciliation...”, op. cit., pp. 116 ss.
15
Ver al respecto: J. Habermas, Faktizität und Geltung. Beitrage zur Diskurstheorie des Rechts und
des demokratischen Rechtsstaats, Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 109 ss.
16
J. Habermas, Faktizität..., op. cit., p. 138.
17
Esta tesis había sido desarrollada antes en: J. Habermas, “Vom pragmatischen, ethischen
und moralischen Gebrauch der praktischen Vernunft”, en Erlauterungen zur Diskursethik,
Suhrkamp, Frankfurt/M., pp. 119-226.
18
J. Habermas, Faktizität..., op. cit., p. 141.
19
Respecto a la diferenciación entre estas esferas ver: L. Wingert, Gemeinsinn und Moral,
Suhrkamp, Frankfurt/M., 1993, cap. 1; F. Reiner, Kontexte der Gerechtigkeit, Suhrkamp,
Frankfurt/M., 1994, pp. 347 ss.
20
Ver: J. Habermas, Faktizität..., op.cit., p. 161.
21
Wellmer desarrolla en forma similar esta cuestión en: “Bedeutet das Ende des Arealen
Sozialismusa auch das Ende des Marxchen Humanismus? Zwolf Thesen”, en Endspiele: Die
unvers‘hnliche Moderne, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1993, pp. 81-94.
22
Así lo había expresado Habermas anteriormente en: J. Habermas, “Volkssouveranitat als
Verfahren”, (1988), en Faktizität..., op. cit., p. 626.
23
Ibid., p. 363.
24
Ibid., p. 157.
275
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 277-290
Resumen
John Dunn
277
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
278
ÁNGEL SERMEÑO
ción democrática “la lucha por las causas justas es una lucha por las causas liberales
más elementales”.3
En este artículo, en consecuencia, intentaremos forjar una doble argumentación,
a la vez propositiva y crítica, guiada por el ambicioso objetivo (que por su amplitud
reconocemos solo puede desarrollarse parcialmente) de revisar tanto el alcance como
los límites del renacimiento del pensamiento liberal. Por supuesto, una empresa de
esta magnitud posee intrínsecas dificultades. La primera, tiene que ver con la calidad
y oportunidad de la recepción del debate intraliberal en la región. Este debate inten-
so, rico y sutil nos llega demasiado tarde y quizá pervertido de raíz al alcanzarnos en la
peor de las coyunturas posibles, es decir, después del cruento impacto generado por
la aplicación de las recetas económicas de ajuste ortodoxo en la región, denominadas
—afortunada o desafortunadamente— como neoliberales.
La segunda dificultad tiene que ver con la naturaleza y la tradición de desarrollo
del mismo debate. Se trata, como sabemos, de una discusión propia de las socieda-
des postindustrializadas, donde pensar el sentido de la democracia como régimen
político no implica los colosales desafíos que inevitablemente surgen al no sólo
interpretar sino esencialmente inventar y construir ese modo de convivencia social.4
Así, unos mismos contenidos institucionales y normativos —división de poderes
efectiva, Estado de derecho, afirmación de derechos y deberes ciudadanos, etcéte-
ra— adquieren una perspectiva y dinámica distinta si son comprendidos desde un
terreno con un desarrollo institucional consolidado que desde otro marcado por
poderosas resistencias autoritarias y una incompleta instauración democrática.
Pero en el presente ensayo no proponemos adoptar una perspectiva pesimista. Si
en buen sentido hacemos de la necesidad virtud, América Latina ofrece una potente
y rica perspectiva de discusión y reflexión desde donde, por sus rasgos constitutivos
extremos, es muchísimo más viable desenmascarar las justificaciones ideológicas de
los capitalismos salvajes imperantes a lo largo y ancho del subcontinente. Creemos
que desde América Latina, las diversas críticas comunitaristas al liberalismo, por ejem-
plo, pueden ser útilmente reclasificadas distinguiendo entre aquellas que deben
ser descartadas por inoperantes e insuficientes y aquellas otras que pueden y
deben ser radicalizadas y potenciadas a su máxima expresión.5
Recapitulando. En contraste con el escepticismo del epígrafe que deliberada-
mente elegimos para encabezar estas reflexiones, en el presente texto apostamos por
la viabilidad de una penetración teórica real en la compleja realidad latinoamericana.
Buscamos, en pocas palabras, pensar una nueva perspectiva teórica que sea capaz de
fundamentar cambios reales y decisivos en orden a crear y producir nuevos conteni-
dos democráticos que transfieran al conjunto de la sociedad ámbitos de decisión, y
promuevan nuevas formas de relación social: más horizontales e igualitarias.
279
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
truir una agenda liberal rigurosa y precisa que garantice y aliente el debate en torno
a los principales puntos de encuentro y desencuentro.6 En este sentido, sin lugar a
dudas, la fuerza y el éxito de la propuesta rawlsiana,7 sintetizada en la búsqueda de
una sociedad ordenada y justa, estriba, entre otras razones, en haber rediseñado —
con eficiente economía— un vigoroso orden conceptual destinado a recomponer y
reorganizar el complejo entramado de tendencias y posturas que florecen dentro
de la filosofía moral y política del liberalismo.
Como sabemos, toda la propuesta rawlsiana se fundamenta a partir del esfuerzo por
“deducir unos firmes principios normativos de la organización social a partir de una
concepción de lo que racionalmente decidirían unos seres humanos genuinamen-
te imparciales desde un punto de vista cultural y pragmático”.8 Predomina, en este
enfoque, una definición evidentemente abstracta de los individuos que, según sus
críticos comunitaristas, se desentiende de los intereses concretos y aspiraciones
morales de los mismos. De ahí que, a partir de la propuesta de Rawls, el debate
político anglosajón se fue organizando paulatinamente a partir de si se adoptaba
una perspectiva a favor del individuo o a favor de la comunidad en la reflexión sobre
los principales tópicos y problemáticas de la reflexión politológica contemporánea
y, en concreto, en relación a la manera optima de organizar la cooperación social y la
distribución justa de la riqueza social.
Dicho de otra manera, el así denominado debate entre liberales y comunitaristas ofrece
en los hechos una impresionante gama de posiciones que van desde la defensa radical
de los derechos individuales y la libertad hasta posturas en donde se da mayor prioridad
a la existencia y los valores de la comunidad así como a los bienes de la colectividad.9
Asumiendo el peligro que supone hacer lecturas marcadamente simplificadoras
y esquemáticas, quisiéramos, no obstante, indicar las principales tendencias —con
sus imprecisas fronteras— expresadas en la evolución de este debate. Primero,
ofrecemos un marco sumamente general de autores y posiciones para, a continua-
ción, caracterizar brevemente su orientación y especificidad particular e identificar
las relaciones que establecen entre sí.
Del lado de la defensa de las posturas liberales, destacan autores, para citar
únicamente a los más relevantes, como Robert Nozick, John Rawls, Ronald Dworkin,
Thomas Nagel, Brian Barry y Bruce Ackerman. Naturalmente, entre Nozick y Rawls
existen posiciones radicalmente irreconciliables que marcarían, a nuestro juicio,
las dos grandes tendencias del liberalismo contemporáneo. Por una parte, el libera-
lismo radical o “liberismo” de Nozick y, por otra parte, Rawls —junto a sus seguido-
res y continuadores— con su liberalismo “igualitario”. Del lado de la perspectiva
comunitarista, encontramos también una distinción dual entre comunitaristas mo-
derados, que defienden explícitamente valores liberales, como Michael Walzer,
Charles Taylor y Will Kymlicka, y comunitaristas duros o, incluso, antiliberales —y
por lo mismo, en el fondo, anti-ilustrados— como Michael Sandel y Alasdair
MacIntyre. Huelga decir que la posibilidad real de establecer un efectivo y produc-
280
ÁNGEL SERMEÑO
281
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
¿Navegando en el vacío?
282
ÁNGEL SERMEÑO
enfrenta al paradójico y tal vez irresoluble problema de cómo combinar valores que
están en permanente y obligada tensión entre sí: el individuo y la comunidad o la
libertad y la igualdad. Lo anterior no excluye, naturalmente, que puedan encontrar-
se soluciones de acercamiento entre ambas posturas, si bien el principal peligro
estriba tanto en la frecuente insuficiencia de este encuentro como en su potencial
carácter provisional o, peor aún, en el arribo a meras síntesis verbales y, por ende,
artificiales.
Creemos, sin embargo, que algunos puntos fundamentales de ese reencuentro,
al que concurren naturalmente sólo las posturas moderadas de ambas tradiciones y
muchas de ellas con claras reservas,16 serían los siguientes:
a) La acción estatal interventora, a pesar de todas las objeciones que se le han formu-
lado, especialmente en tiempos recientes, sigue siendo considerada como la políti-
ca adecuada para remediar o, al menos paliar, las graves desigualdades estructura-
les. La propuesta de Rawls, en este sentido, continua siendo un modelo —ciertamente
problemático pero interesantemente heurístico— de distribución de bienes y dere-
chos sin el cual ninguna sociedad democrática puede legitimarse plenamente.
b) La aceptación del proceso democrático moderno. Así, por una parte, nadie den-
tro de los comunitaristas moderados sostendrá que hay que renunciar a los moder-
nos derechos liberales, ni al imperio de la ley ni a la tolerancia o al pluralismo; por
la otra, los liberales moderados van ha aceptar que la democracia es la fuerza social
legítima de igualación. En particular, las instituciones básicas, principios, normas y
preceptos que regulan su funcionamiento y adquieren sentido y determinación
última en un contexto comunitario determinado.
c) El deseo de formular las condiciones básicas para dialogar entre los miembros de
una determinada sociedad. Es decir, repensar las fuentes del consenso social y del
ejercicio del poder en el marco de un horizonte común. Todo ello, con el propósito
de responder a las nuevas condiciones de convivencia propias de un mundo
pluralmente valorativo.17
283
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
de colocar en la perspectiva adecuada los desafíos y, sobre todo, las grandes insuficien-
cias que para liberales y comunitaristas surgen al evaluar sus propuestas teóricas —y la
calidad de su debate interno— desde las complejas y particulares condiciones
sociohistóricas de América Latina.
Una teoría política normativa adopta normalmente la figura de un discurso uni-
versal —por ende altamente abstracto— que lucha por vincular y justificar determi-
nados valores político-ontológicos (v. gr. la libertad, la justicia, la igualdad, etcétera)
con determinados tipos históricos de organización social y política (que suponen
formas definidas de organizar la economía, la propiedad, el poder, etcétera). Desde
su universalidad metafísica, una teoría normativa efectiva pretende orientar acertada
y explícitamente la definición y derivación de políticas públicas que regulen la exis-
tencia cotidiana de los seres humanos. Naturalmente, no se trata de una tarea fácil,
pero el ideal normativo defiende su viabilidad y, en consecuencia, muestra la
centralidad e importancia de la confrontación interpretativa entre los valores políti-
cos fundamentales. Rawls, por ejemplo, no se ha cansado de advertir que su filosofía
política no se aparta de la sociedad y del mundo —al menos no de la sociedad y del
mundo en el que él vive— y que, justamente, su teoría de justicia pretende ayudar a
construir una sociedad “bien ordenada”.19
Este ideal normativo, desgraciadamente, adquiere cada vez más una inequívoca
connotación utópica ya que las demandas conceptuales y discursivas de los valores y su
interpretación se distancian cada vez más de las exigencias prácticas empíricas de la
organización de la sociedad y del mundo. En efecto, no sólo se trata de la conocida
distancia, imposible de colmar plenamente, entre el ideal normativo y la realidad
fáctica, sino de algo mucho más grave, a saber: del progresivo e irreversible ensancha-
miento entre esos dos componentes del problema. Es decir, la puesta en práctica de
los valores fundamentales —liberales o comunitarios— se vuelve en los hechos cada
vez más una cuestión irreal, de imposibilidad histórica. Tal punto de vista es sostenido
por John Dunn. Para dicho autor:
las concepciones modernas del bien común humano, tal como las elabora el mundo
académico, no ofrecen bases sólidas para entender lo que sería, para una sociedad
dada, ser justa. En el intento de llegar a la determinación teórica, parten de concep-
ciones del individuo o de la comunidad que son desastrosamente ingenuas; insensi-
bles a la realidad del individuo o de la comunidad, dado que son obtusas respecto a
las densas y ambiguas relaciones que existen entre uno y otra. 20
284
ÁNGEL SERMEÑO
285
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
286
ÁNGEL SERMEÑO
NOTAS
1
Para ampliar dicha perspectiva de análisis, véase: J. L. Orozco, “Las razones del
neopragmatismo”, en Metapolítica, vol. 1, núm. 3, 1997, pp. 327-340.
2
Queremos aclarar que al cuestionar el sentido y alcance de las grandes arquitecturas
teóricas que subyacen a la filosofía política normativa contemporánea no estamos adop-
tando un relativismo axiológico de moda (por ejemplo, aquel vestido con ropajes
posmodernos). Es decir, lo que rechazamos de una arquitectura teórica omnicomprensiva
es el inevitable peligro de su utilización en clave totalitaria o, lo que es igual, su ambición de
afirmarse como un discurso incontrovertido y hegemónico.
3
Afirma O’Donnell: “Hemos conquistado los derechos políticos —están ahí, amenazados pero
están— pero nos falta lo que en Europa fue precondición de las luchas políticas: los
derechos civiles. Por eso entiendo que —aunque resulte paradójico— un programa pro-
gresista hoy consiste en sostener una política agresivamente liberal”. Cf. H. Quiroga y O.
Iazzetta, “Hoy ser progresista es ser liberal, y viceversa. Entrevista con Guillermo O’Donnell”,
Estudios Sociales, vol. 7, núm. 12, 1997, pp. 119-133.
4
Para ampliar esta línea de argumentación puede consultarse nuestro anterior trabajo: C.
Cansino y A. Sermeño, “América Latina una democracia toda por hacerse”, en Metapolítica,
vol. 1, núm. 4, 1997, pp. 557-571.
5
Indiscutiblemente, el escenario geopolítico de fin de siglo ha impuesto a América Latina
la inviabilidad de las opciones radicales y revolucionarias de transformación social. Sin
embargo, creemos que sin la debida atención a sus rasgos finiseculares de marginación
extrema, violencia y desintegración institucional, la región continuará demandando, tal
vez con distinto énfasis y estilo, soluciones radicales por el momento desacreditadas.
6
Como nos ha recordado John Gray, el liberalismo puede ser distinguido inequívocamente por
un conjunto de características fundamentales propias tales como: el racionalismo político,
la hostilidad hacia la autocracia, el disgusto cultural por el conservadurismo y la tradición,
la defensa de la tolerancia y el pluralismo, etcétera. Cf. J. Gray, Liberalismo, México, Nueva
Imagen, 1993. En ese espectro de rasgos constitutivos destaca, naturalmente, el empeño
liberal de entender la sociedad, la economía, la política desde la perspectiva del individuo
y sus derechos inalienables. Pero, a nuestro juicio, la impresionante multitud de enfoques
interpretativos de esos rasgos centrales del liberalismo son los que introducen tanta confu-
sión en el análisis. Es distinto, por ejemplo, el tipo de conclusiones al que se arriba si se
interpreta esta tradición de pensamiento desde una perspectiva moral y racionalista que si
se le asume desde un enfoque mecánico y reductor (egoísta) de la naturaleza humana.
7
J. Rawls, Teoría de la Justicia, México, FCE, 1979; y del mismo autor, Liberalismo político, México,
FCE, 1993.
8
Cf. J. Dunn, La agonía del pensamiento político occidental, Cambridge, Cambridge University
Press, 1996.
9
Algunos ensayos que ofrecen estupendas síntesis del debate entre liberales y comunitaristas
son los siguientes: M. Walzer, “La crítica comunitarista del liberalismo”, en La Política. Revista
de estudios sobre el Estado y la sociedad, núm. 1, 1996, pp. 47-64; Ch. Taylor, “Cross-Purposes”, en
N. L. Rosenblum (comp.), Liberalism and the Moral Life, Cambridge, Harvard University Press,
1989 (existe traducción al español en Ch. Taylor, Argumentos filosóficos, Barcelona, Paidós,
1997, pp. 239-267); M. Giusti, “Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista”,
287
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
288
ÁNGEL SERMEÑO
hacia la tolerancia (la exclusión y la intolerancia siempre son peligrosas desviaciones de los
enfoques comunitarios). Cf. A. Papacchini, op. cit., pp. 237-251.
16
De todas maneras existen hoy en día perspectivas optimistas que consideran que la
distancia entre las posturas moderadas de ambas corrientes se estrecha con el paso del
tiempo dando lugar al surgimiento de curiosos híbridos como son los liberales que defien-
den valores comunitarios y los comunitarios que defienden valores liberales, equilibrios
que no son ingrata ni desalentadoramente eclécticos.
17
El ensayo de Bruce Ackerman que encabeza el presente número de Metapolítica constitu-
ye un estupendo ejemplo de está última orientación dentro del pensamiento liberal con-
temporáneo. Del mismo autor también podemos citar, La justicia social en el estado liberal,
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993.
18
A. Ferrara, “Sobre el concepto de ‘comunidad liberal’”, en Revista Internacional de Filosofía
Política, op. cit., pp. 122-142.
19
En efecto, dice Rawls: “el trabajo de abstracción no es gratuito; no se hace abstracción por
la abstracción misma. Es más bien una manera de proseguir la discusión pública cuando los
acuerdos que se compartían sobre niveles menores de generalidad se han derrumbado.
Deberíamos estar preparados a descubrir que, cuanto más profundo sea el conflicto, más
alto tendrá que ser el nivel de abstracción al que deberemos subir para lograr una clara
visión de sus raíces. Como los conflictos, en la tradición democrática, acerca de la natura-
leza de la tolerancia y acerca de la base de la cooperación en pie de igualdad han sido
persistentes, podemos suponer que estos conflictos son profundos. Por tanto, para conec-
tar estos conflictos con lo conocido y con lo básico, volvemos la mirada hacia las ideas
fundamentales implícitas en la cultura política pública y tratamos de aclarar cómo po-
drían los ciudadanos mismos, tras la debida reflexión, querer percibir a su sociedad como
un sistema justo de cooperación que dure a través del tiempo”. Cf. J. Rawls, Liberalismo
Político, op. cit., p. 65.
20
J. Dunn, op. cit., p. 211. Norberto Bobbio a argumentado en términos similares —si bien
tal vez con menos dramaticidad pero no menos radicalidad— en relación a las promesas
incumplidas del discurso democrático. N. Bobbio, El futuro de la democracia, México, FCE,
1984, pp. 13-31.
21
C. Cansino y A. Sermeño, op. cit., p. 565.
22
Para una rápida revisión de los rasgos compartidos de una buena parte de los actuales
diagnósticos sobre América Latina nos tomamos la libertad de abusar de la paciencia del
lector y remitirlo una vez más a la segunda parte (“expandir la democracia”) de nuestro
trabajo citado notas arriba. C. Cansino y A. Sermeño, op. cit., pp. 564-568.
23
B. Parekh, “Algunas reflexiones sobre la filosofía política occidental contemporánea”,
en La Política, op. cit., pp. 5-22.
24
Bobbio asegura que la democracia actual es una consecuencia o, por lo menos, una
prolongación del liberalismo. Lo cierto es que la relación entre liberalismo y democracia
ha sido desde siempre una cuestión de alta controversia y siendo pesimistas tal vez nunca
sea resuelta totalmente. Véase: N. Bobbio, Liberalismo y democracia, México, FCE, 1986.
25
La estadofobia y el antidemocratismo, dice Merquior, son “perversiones compuestas de
mucha confusión conceptual, de buena motivación doble, política y económica, de los
liberalismos contemporáneos”. Véase: J. G. Merquior, “A Panoramic View on the Renaissance
289
EL RENACIMIENTO DE LOS LIBERALISMOS
290
© 1998 Metapolítica VOL. 2, NÚM. 6, pp. 291-293
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