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Bataille Georges - La Literatura Y El Mal
Bataille Georges - La Literatura Y El Mal
La literatura y el mal
ePub r1.0
Titivillus 09.08.17
Título original: La littérature et le mal
Entre todas las mujeres, Emily Brontë parece haber sido objeto de
una maldición privilegiada. Su corta vida no fue excesivamente
desgraciada, pero, a pesar de que su pureza moral se mantuvo intacta,
tuvo una profunda experiencia del abismo del Mal. Pocos seres han
sido más rigurosos, más audaces, más rectos que Emily, que sin
embargo, llegó hasta el límite del conocimiento del Mal.
Fue obra de la literatura, de la imaginación, del sueño. Su vida,
concluida a los treinta años, la mantuvo apartada de todo Lo posible.
Nació en 1818 y apenas salió del presbiterio de Yorkshire, en el campo,
en las landas, donde la rudeza del paisaje coincidía con la del pastor
irlandés que sólo supo darle una educación austera, en la que faltaba el
contrapunto materno. Su madre murió muy pronto, y sus dos
hermanas fueron también muy severas. Sólo un hermano descarriado
se hundió en el romanticismo de la desdicha. Sabemos que las tres
hermanas Brontë vivieron, al mismo tiempo que en la austeridad de
aquel presbiterio, en el tumulto enfebrecido de la creación literaria. Las
unía la intimidad de lo cotidiano, pero Emily nunca dejó de preservar
la soledad moral en la que se desarrollaban los fantasmas de su
imaginación. Retraída, introvertida, produce, sin embargo, vista desde
fuera la impresión de ser la dulzura personificada, buena, activa,
devota. Vivió en una especie de silencio que sólo fue roto
exteriormente por la literatura. La mañana de su muerte, tras una
breve enfermedad pulmonar, se levantó como de costumbre, bajó a
estar entre los suyos, no dijo nada y sin volverse a tumbar en el lecho,
rindió su último aliento antes del mediodía. No había querido ver a un
médico.
Dejaba un pequeño número de poemas y uno de los libros más
hermosos de la literatura de todos los tiempos, Wuthering Heights
(Cumbres Borrascosas).
Quizá la más bella, la más profundamente violenta de las
historias de amor…
Porque el destino que, según las apariencias, quiso que Emily
Brontë, aún siendo hermosa, ignorase por completo el amor, quiso
también que tuviera un conocimiento angustioso de la pasión: ese
conocimiento que no sólo une el amor con la claridad, sino también
con la violencia y la muerte porque la muerte es aparentemente la
verdad del amor. Del mismo modo que el amor es la verdad de la
muerte.
EL EROTISMO ES LA RATIFICACIÓN DE LA VIDA HASTA EN
LA MUERTE
Kafka fue quizá el más astuto de los escritores: ¡él por lo menos
no cayó en la trampa!… En primer lugar, y en contra de muchos
modernos, él quiso ser precisamente escritor. Comprendió que la
literatura, lo que él quería, le negaba la satisfacción que esperaba, pero
siguió escribiendo. Sería incluso imposible decir que la literatura le
decepcionó. No le decepcionó, en todo caso, en comparación con otros
fines posibles. Admitimos que supuso para él lo que la Tierra
prometida para Moisés.
Kafka dijo esto de Moisés: «… parece increíble que no
consiguiera ver la Tierra prometida más que la víspera de su muerte.
Esta suprema perspectiva no podría tener más sentido que el de
representar hasta qué punto la vida humana no es más que un instante
incompleto, porque ese género de vida (la espera de la Tierra
prometida) podría durar indefinidamente sin tener jamás por resultado
algo que no fuera un instante. Moisés no alcanzó Caná no porque su
vida fuese demasiado breve sino porque era una vida humana».
Tenemos aquí no sólo la denuncia de la vanidad de un bien
determinado sino la de todos los fines, vacíos igualmente de sentido:
un fin está siempre irremisiblemente en el tiempo, como un pez está en
el agua: es un punto en el movimiento del universo: porque se trata de
una vida humana.
¿Existe algo más opuesto a la posición comunista? Del
comunismo podemos decir que es la acción por excelencia, la acción
que cambia el mundo. En él el fin, el mundo cambiado, situado en el
tiempo, en el tiempo futuro, subordina la existencia, la actividad
presente, que sólo tiene sentido por el fin considerado, ese mundo que
hay que cambiar. En este punto, el comunismo no presenta ninguna
dificultad de principio. La humanidad entera está dispuesta a
subordinar el presente al imperativo poden de un fin. Nadie duda del
valor de la acción y nadie discute a la acción la autoridad final.
Queda si acaso una reserva insignificante: nos decimos a
nosotros mismos que actuar jamás impedirá vivir… El mundo de la
acción no tiene más preocupación que el fin buscado. Los fines difieren
según la intención, pero su diversidad, e incluso su oposición, siempre
reserva un camino a la conveniencia individual. Sólo una cabeza mal
hecha y casi loca, rechaza un fin si no es en provecho de otro más
valioso. El mismo Kafka deja entender que si Moisés fue objeto de
burla, es porque según la profecía debía morir en el instante en que iba
a alcanzar su fin. Pero añade, con lógica, que la razón profunda de su
chasco fue tener una «vida humana». El fin se da en el tiempo, el
tiempo es limitado: esto es lo único que le lleva a Kafka a considerar el
fin en sí mismo como un señuelo.
Es tan paradójico —y tan opuesto a la actitud comunista (la
actitud de Kafka no es sólo contraria a la preocupación política que
pretende que nada importa si la revolución no se lleva a cabo)— que
debemos examinarlo con detenimiento.
LA PERFECTA PUERILIDAD DE KAFKA
La tarea no es fácil.
Kafka expresó siempre su pensamiento —cuando así lo decidió
expresamente (en su diario o en sus páginas de reflexiones)—,
haciendo de cada palabra una trampa (edificaba peligrosos edificios,
en donde las palabras no se ordenan lógicamente, sino unas sostienen a
las otras como si sólo pretendieran sorprender, desorientar, como si se
dirigieran al propio autor, que nunca se cansó, parece, de ir de sorpresa
en sorpresa).
Nada más inútil, desde luego, que dar un sentido a sus escritos
propiamente literarios, donde a veces se ha visto lo que no hay en ellos,
o en el mejor de los casos, lo que, una vez esbozado, no daba pie a la
más tímida afirmación. Debemos expresar estas reservas en primer
lugar. Sin embargo, perseguiremos a través de ese dédalo, un sentido
general, que sólo se capta evidentemente en el momento en que
salimos del laberinto: y creo poder decir, sencillamente, que la obra de
Kafka da testimonio, en su conjunto, de una actitud completamente
infantil.
A mi parecer, el punto débil de nuestro mundo es por lo general
considerar lo infantil como una esfera aparte; una esfera que, sin duda,
en algún sentido no nos es ajena, pero que permanece al margen de
nosotros y no podría constituir por sí misma ni significar su verdad: lo
que es en realidad. Del mismo modo, por lo general, nadie considera al
error como constitutivo da lo verdadero… «Es infantil» y «no es serio»
son proposiciones equivalentes. Pero infantiles, para comenzar, lo
somos todos, absolutamente, sin reticencias y hay que decir que del
modo más sorprendente: de este moda (infantilmente) manifiesta su
esencia la humanidad en estado naciente. Propiamente hablando,
jamás el animal es infantil, pero el joven ser humano reduce, no sin
pasión, el sentido que el adulto le sugiere a otro sentido distinto, el
cual a su vez no se deja reducir a nada. Este es el mundo al que
nosotros nos adherimos y que al principio nos embriagaba con su
inocencia: el mundo donde cada cosa, durante un tiempo, desplazaba a
esa razón de ser que la hizo cosa (en el engranaje de sentido a donde el
adulto la sigue).
Kafka nos dejó un escrito al que su editor llamó «esbozo de una
autobiografía». El fragmento sólo trata de la infancia y concretamente
de un aspecto particular. «Nunca podrá hacérsele comprender a un
muchacho, cuando, al anochecer, se halla a la mitad de una bella
historia cautivadora, nunca se le hará comprender mediante una
demostración limitada a él sólo, que tiene que interrumpir su lectura
para irse a acostar». Kafka dice más adelante: «Lo importante en todo
esto es que la condena de que había sido objeto mi exagerada lectura,
la hacía yo extensiva por mis propios medios al quebrantamiento, que
permanecía secreto, de mi deber y, por eso, llegaba a las conclusiones
más deprimentes». El autor adulto insiste en que la condena recaía
sobre gustos que formaban las «particularidades del tiño»: la
imposición le hacía o bien «detestar al opresor» o considerar como
insignificantes las particularidades prohibidas. «… Al dejar en silencio
una de mis particularidades, escribía, resultaba de ello que me
detestaba a mí mismo y a mi destino, que me consideraba malo y
condenado».
El lector de El Proceso o de El Castillo no tiene dificultad en
reconocer la atmósfera de las composiciones novelescas de Kafka. Al
crimen de leer siguió, cuando hubo entrado en la edad adulta, el
crimen de escribir. Cuando se trató de la literatura, la actitud del medio
que le rodeaba, y sobre todo la del padre, se caracterizó por una
reprobación similar a la que afectaba a fa lectura. Kafka se desesperó
del mismo modo. Michel Carrouges ha dicho justamente a propósito
de este asunto: «Lo que le afectaba de modo tan estremecedor, era
aquella ligereza con respecto a sus preocupaciones más profundas…».
Al hablar de una escena donde el desprecio de los suyos se manifestó
cruelmente, Kafka escribe: «Permanecí sentado, e inclinado como antes
hacia mi familia… pero de hecho acababa de ser expulsado de un sólo
golpe de la sociedad…».
LA PERVIVENCIA DE LA SITUACIÓN INFANTIL