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ALFREDO ALZUGARAT
A comienzos del siglo pasado, con bastante frecuencia, tres escritores se reunían en
el restaurante Mont Blanc, en Londres. El más joven de ellos, Joseph Conrad, era de origen
polaco y durante veinte años había recorrido los mares del mundo. Le seguía Robert
Cunninghame Graham, que varias veces había visitado las costas del Plata y el Paraguay.
Finalmente, el de mayor edad, William Henry Hudson, había nacido en Argentina, había
vivido treinta y dos años a pleno campo y quería destinar el resto de su existencia a
recordar el canto de los pájaros y los cielos del Río de la Plata. Era natural que estos tres
escritores se encontraran y se hicieran amigos. Y aunque ocasionalmente otros hombres de
letras como John Galsworthy, Ford Madox Ford, W.B.Yeats y varios más, se acercaban
hasta el lugar, nadie podía igualar la identidad que aquellos tres hallaban en sus vidas. Cada
uno parecía un espejo del otro.
Viajeros irredimibles, amantes de pueblos y paisajes lejanos, junto a Rudyard
Kipling y D.H.Lawrence, habían impuesto en el público inglés de aquellos años, por
distintos caminos, un gusto por lo exótico y por un regreso a la naturaleza que,
implícitamente, vulneraba el urbanismo creciente y aún más, la hasta ese momento infalible
visión eurocéntrica del mundo. Entre todos ellos, por la autenticidad de su propuesta y una
coherencia extensible incluso a su vida diaria, W.H.Hudson era el más radical. “Un hijo de
la naturaleza, un hombre casi primitivo que había nacido demasiado tarde”, decía de él
J.Conrad. De igual modo lo veía Violet Hunt, esposa de Ford Madox Ford, : “su aspecto
era tan forastero que al principio eché de menos los aros en las orejas y la cimitarra al
cinto, y luego casi me pareció verlos.” Más concluyente aún, afirma Felipe Arocena , en su
flamante ensayo De Quilmes a Hyde Park: “fue toda su vida un extranjero: en la pampa
era el gringo acriollado, en Inglaterra un bárbaro del que aprendieron los más
civilizados”. Aún más, en varias de sus obras el protagonista era un “alter ego” que
comenzaba observando la realidad “desde afuera” y terminaba mimetizándose tan
plenamente con ella que era capaz como nadie de aprehenderla en toda su dimensión: tal el
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Rodríguez Monegal lo vio como “un libro de caminante, como la Odisea o el Quijote”; Jean
Franco, finalmente, lo ha entendido como “un relato moderno picaresco de aventuras”
basándose en la identificación con Gil Blas que realiza el protagonista al comienzo de la obra.
Del mismo modo se ha discutido sobre la verdadera identidad de Santa Coloma, el
caudillo que lidera el levantamiento armado en la campaña oriental. Muchos han visto en él a
Timoteo Aparicio, quien comandó la llamada “revolución de las lanzas” en 1870, a pesar del
desfasaje que significa el hecho de que Richard Lamb recorriera nuestra campaña hacia
1860, según se especifica en el prólogo de Hudson de 1885. Jean Franco, desde su nota
preliminar a la edición de Biblioteca Ayacucho, afirma que se trata del “líder blanco general
Flores” que había huido a Buenos Aires “luego del triunfo de las fuerzas
coloradas”.”Posteriormente habría de invadir el Uruguay y tomar el poder”, agrega. Del
colosal disparate, tristísimo en una académica del prestigio de Franco, se podría deducir que
Bernardo Berro era colorado y que, tras el triunfo de Flores, los blancos gobernaron este país
durante noventa y tres años consecutivos.(?) Más recientemente Pablo Rocca ha informado
(El País Cultural Nº 581, enero de 2001) que Santa Coloma era en la realidad Martín Santa
Coloma, militar rosista y también fugaz personaje de Amalia ,de José Mármol. Esto es
rigurosamente cierto para todo aquel que consulte esa novela en su Quinta Parte, capítulo IX.
A pesar de que Amalia versa sobre hechos ocurridos en 1840 y no existe fuente documental
que atestigüe sobre lecturas de escritores argentinos en Hudson , no resulta imposible que
haya escuchado ese nombre en su niñez si tenemos en cuenta que sus padres eran tan rosistas
como para ostentar en el comedor de su casa un retrato de Rosas y otro de Oribe. Pero
tampoco existe un registro de la batalla de San Paulo ni del guerrillero de frontera Calixto
Peralta y en definitiva poco importa saber en quién se inspiró el autor para elaborar su
personaje.
Importa sí que en la novela Santa Coloma es el gaucho por excelencia, un héroe
que encarna en su persona todas las virtudes de su pueblo, un paradigma de la Arcadia que
Hudson anteponía a la civilización europea. Lamb necesariamente debía encontrarse con él
para completar su evolución. El gaucho, el habitante de estas tierras “bárbaras”, es para
Hudson el ser que mejor representa una perfecta armonía con la naturaleza que lo circunda,
la libertad y la pureza que negaba la modernidad europea.
Sin embargo, no solo su carisma y su representatividad distinguen a Santa Coloma de la
masa anónima: se había educado en el mejor colegio de la capital, sitio donde residió largamente.
Resulta interesante comprobar que la cultura letrada es siempre el punto de partida para
apreciar el entorno y destacada toda vez que se la encuentra. Por contraste, la novela
describe una colonia de ingleses que se reúnen solo para dejar pasar el tiempo juntos y beber té
con caña:, ex - hombres echados al abandono, cuyas vidas resultan un verdadero vacío. Más
adelante Richard Lamb se encontrará con John Carrickfergus, un “escocés desescocesado”,
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alguien que por rechazo a la civilización se ha adaptado por completo a la vida “bárbara” que le
ofrece el campo oriental. El protagonista se sorprenderá al saber que este hombre proporciona a
sus hijos una libertad sin límites pero les niega la lectura y el conocimiento.
Con acierto ha dicho Borges que La tierra purpúrea “recuerda un poco a Rosseau y
prevé un poco a Nietzche”.
naciente y poniente, la visión de un azul y claro luego de las nubes y la lluvia, la nota de llamada
familiar y que hacía tiempo no escuchaba de algún migrante que acaba de regresar, la primera
visión de alguna flor en primavera, traerían de vuelta la vieja emoción y sería como un súbito
rayo de luz solar en un lugar oscuro –una alegría intensa y momentánea que sería sucedida por
un dolor inefable”,dice Hudson en Allá lejos y hace tiempo. Esa unidad –en su obra y en su
persona- de lo que en su tiempo pudo haberse considerado opuesto o incompatible, halla en él
perfecta armonía.
La demostración de estos presupuestos lleva a Arocena a recorrer palmo a palmo el
itinerario vital de Hudson. De su obra científica destaca el registro de dos especies de pájaros:
la viudita negra (Cnipolegus o phaeotriccus hudsoni) y el canastero (Synallaxis o Aesthenes
hudsoni); su labor ecologista, con la fundación de la Sociedad Protectora de Aves y la aprobación,
por parte del Parlamento inglés, de la primera ley de conservación de estos animales; su teoría
de los sentidos; sus diferencias con el darwinismo.
Paralelamente, se va intercalando la valoración de su obra ficcional. Especial atención
prodiga a dos obras medulares de Hudson: A foot in England (1909) y A shepherd´s life (1910),
ambas comprendidas en lo que Jean Franco llama “el ensayo al aire libre”, género popular en el
siglo XIX desde la publicación de la Historia Natural de Selborne de Gilbert White, uno de los
libros que más había impactado a Hudson en su niñez. El afán por lograr un público lector había
llevado al autor de La tierra purpúrea a incursionar en otras variantes narrativas, llegando
incluso a la utopía futurista (A Cristal age, 1887 y 1906) y al melodrama (Fan. The story of a
young girl·s life ( 1892).Se plantea entonces escribir guías para paseantes, apuntando al fenómeno cada vez más popular
de las excursiones campestres, ahora accesibles gracias a los nuevos medios de transporte. Para
Hudson incursionar en un género significa innovarlo. Sus “guías” serán el resultado de su
experiencia personal y de esa disposición anti-intelectual que siempre lo caracterizó. Propone una
“ruta abierta”, absolutamente espontánea y sin previa información, un recorrido con la libertad
indispensable como para alcanzar la emoción pura, sin prejuicios. Esta metodología, según
Arocena, habría sido la aplicada por Richard Lamb en La tierra purpúrea, algo que resulta de
difícil aceptación. Más probable resulta pensar que la novela de aventuras, género en boga en la
época y muchas veces poseedor de esa característica, debió de influir en mayor grado.
La segunda obra que interesa especialmente a Arocena es Vida de un pastor, que describe
las andanzas de su autor por Winterbourne Bishop, un sitio al que ve como una antigua Arcadia
pastoril ahora abolida por el industrialismo y el maquinismo. En este libro, Hudson logra dar
una visión diferente del movimiento luddista a la vez que replantear otra vieja ambición: el
registro de la tradición oral. Algunos cuentos y canciones insertos en La tierra purpúrea y su
libro de relatos El ombú (1902), eran prueba suficiente, hasta entonces, de esa actividad.
Arocena encuentra aquí por vez primera otra dimensión de Hudson: el sociólogo, o de manera
más personal, el colega. Habiendo también ubicado el nacimiento de esta ciencia social como
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otra consecuencia de la interacción entre Ilustración y Romanticismo, hay aquí un feliz hallazgo
que, más allá de revelar el porqué de su interés por este autor, aporta un novedoso ángulo de
abordaje a su obra. Un aspecto más podía haberse subrayado: en él Hudson encontró oportunidad
de proyectar nuevamente el carácter testimonial de su obra, ya sea a través de la observación
directa o “dando voz” a los protagonistas de los hechos, permitiéndoles así acceder al registro de
la escritura. Recorrer la obra de Hudson significa también la confirmación del testimonio como
un género literario de la modernidad.
El contexto histórico y el debate intelectual décimonónico proporcionan a Arocena las
premisas de su obra y permiten una comprensión de Hudson más abundante y más profunda que
la sola referencia a la literatura inglesa de su tiempo, estrategia común hasta ahora de los pocos
estudiosos de su obra. El sostenido afán por observar la vigencia de Hudson, como científico por
su costado ecológico o como narrador por sus criterios de independencia, disimulan algunas
digresiones de su capítulo introductorio que lo alejan de su objetivo central (verbigracia:
religiosidad y antirreligiosidad en el siglo XVIII). El mérito es muy grande si se piensa en el
descuido (u olvido) en que se ha tenido la obra de William Henry Hudson. La reedición de La
tierra purpúrea acompaña este esfuerzo.