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Lyotard, Badiou y Morin. Pensadores del Fin de Siglo: La Filosofía. Desde Dónde y Hacia Dónde Va.

Zona Erógena. Nº 19. 1994.

PENSADORES DEL FIN DEL SIGLO: LA


FILOSOFÍA. DESDE DONDE Y HACIA DONDE VA

LYOTARD, BADIOU Y MORIN

A DONDE VA LA FILOSOFIA
La pretensión de esta Carpeta es hechar luz sobre las
respuestas posibles a esta pregunta tan desmesurada como
inevitable que la encabeza. Para ello hemos seleccionado tres
artículos ciertamente heterogéneos, tres artículos que pueden
leerse perfectamente por separado. Pero que bien visto se
reclaman. Tres artículos que al articularse -y cada quien es
libre de realizar su propio montaje- permiten ir más allá de sí
mismos. O al menos es esa nuestra pretensión, nuestra idea.
Se trata de trazar el mapa intelectual que estos tres
pensadores diversos despliegan. Cartografía de unos
movimientos complejos que una lectura entre otras podría
proponer así: véase a Lyotard como enunciación programática
de un Discurso Filosófico Posmoderno, hegemónico en los `80
y actualmente en repliegue; véase a Badiou recorriendo el
fundamento filosófico de aquel discurso y presentando en
oposición sus propias tesis; véase la pretensión de Badiou y su
riguroso modelo logisista de resonancias lacanianas y
neomarxistas de relevar las aporías lyotardianas; véase a
Edgard Morin trazando el perfil de Castoriadis como aquel que
anticipó a ambos pensadores - aunque en distintos sentidos a
cada uno - al romper con el marxismo profundizandolo hasta
desbordarlo y devenir metamarxista. Devenir que hace posible
seguir pensando más allá de la crisis de los fundamentos.
Crisis de los fundamentos y en particular crisis del
fundamento marxista que es el contexto de referencia que al
articular estos tres textos se vuelve visible. Crisis cuyas
respuestas son buscadas en cada texto por cada autor (ya sea
"reduciéndola a juegos de lenguaje"(Lyotard), pretendiendo
resolverla con una lógica matemática (Badiou), o resituándola
en relación a una ontología de lo históricososcial a partir de la
Imaginación Radical (Castoriadis).
F.U.

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Lyotard
Filosofía Posmoderna
Por todas partes se oye decir que el gran problema de la sociedad
de hoy es el Estado. Esta es una equivocación, y grave. El problema
que se halla por encima de todos los demás, incluyendo el del Estado
contemporáneo, es el problema del capital.
El capitalismo es uno de los nombres de la modernidad. Supone
el investimiento del infinito, constituyendo una instancia ya designada
por Descartes (y tal vez por Agustín, el primer moderno) que es la
voluntad. El romanticismo literario y artístico creyó luchar contra esta
interpretación realista, burguesa, particularista del querer [vouloir]
como enriquecimiento infinito. Pero el capitalismo ha sabido
subordinar para sí el deseo infinito de saber que anima a las ciencias
y someter su realización al criterio de la tecnicidad, criterio suyo: la
regla de la performatividad que exige la optimización sin fin de la
relación egreso/ingreso (input/output). Y el romanticismo, siempre
viviente, ha sido relegado a la cultura de la nostalgia (Baudelaire: el
mundo ha de terminar y los comentarios de Benjamin) en tanto el
capitalismo devenía, ha devenido una figura que no es económica o
sociológica sino metafísica. El infinito se plantea en este caso como lo
aún no determinado, como lo que la voluntad debe dominar y de lo
que debe apropiarse indefinidamente.
Lleva el nombre de cosmos, de energía; da lugar a la
investigación y al desarrollo. Hay que conquistarlo, hacer de él un
medio para un fin, y este fin es la gloria de la voluntad. Gloria de por
sí infinita. En este sentido, el capital es el romanticismo real.
Cuando se regresa a Europa desde los Estados Unidos, resulta
llamativo el desfallecimiento de la voluntad, al menos de acuerdo con
esa figura. Los países socialistas también sufrían de esta anemia. El
querer como potencia infinita y como infinito de la realización no
puede dejarse "instanciar" sobre un Estado, el cual lo gasta para
mantenerse a sí mismo como si fuera un fin. El desarrollo de la
voluntad no precisa sino de un mínimo de institución. Al capitalismo
no le agrada el orden, es al Estado al que le agrada. El capitalismo no
tiene por finalidad una obra técnica, social, política que estaría hecha
en las reglas; su estética no es la de lo bello sino la de lo sublime; su
poética, la del genio; para él la creación no se encuentra supeditada a
reglas, ella las inventa.

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Todo lo que Benjamin describe como pérdida de aura, estética del


choque, destrucción del gusto y de la experiencia es efecto de este
querer, escasamente preocupado por las reglas. Las tradiciones, los
estatutos, los objetos y sitios cargados de pasado individual y
colectivo, las legitimidades recibidas, las imágenes del mundo y del
hombre provenientes del clasicismo, aun cuando se los conserva, son
como medios para el fin, que es la gloria de la voluntad. Marx ha
visto muy claramente todo esto, particularmente en el Manifiesto.
Intentó mostrar dónde se desunía la figura del capitalismo. La pensó
no como una figura sino como un sistema termodinámico. Y mostró
que: 1. éste no controlaba su fuente de calor, la fuerza de trabajo; 2.
no controlaba la brecha entre esta fuente y la fuente fría (la alimenta-
ción respecto del valor de la producción); 3. extenuaría su fuente
caliente.
Ahora bien, el capitalismo más bien es una figura. Como sistema,
la fuente de calor no es la fuente de trabajo, es la energía en general,
física (el sistema no se encuentra aislado). Como figura, su fuerza
proviene de la Idea de infinito. Puede presentarse en la experiencia
de los hombres como deseo de dinero, deseo de poder, deseo de
novedad. Todo lo cual puede considerarse muy desagradable, muy
inquietante. Pero estos deseos traducen antropológicamente algo que
a nivel ontológico es la instanciación del infinito sobre la voluntad.
Esta instanciación no opera sobre las clases sociales. Estas no
son categorías ontológicamente pertinentes. No hay ninguna clase
que encarne y monopolice el infinito de la voluntad. Cuando digo el
capitalismo, no quiero decir con esto los propietarios ni los
administradores de los capitales. Hay miles de ejemplos que
demuestran resistencia; la resistencia de ellos al querer, tecnológico
incluso. Lo mismo ocurre en el sector de los trabajadores. Es una
ilusión trascendental confundir lo que pertenece al rango de las ideas
de la razón (ontología) con lo que pertenece al rango de los
conceptos del entendimiento (sociología). Esta ilusión ha producido
particularmente los Estados burocráticos, y todos los Estados.
Cuando los filósofos alemanes de hoy o los norteamericanos
hablan del neoirracionalismo del pensamiento francés, cuando
Habermas les dicta clases de progresismo a Derrida y a Foucault en
nombre del proyecto de la modernidad, cometen una grave
equivocación respecto de cuál es la cuestión de la modernidad. No
era, y no son (pues la modernidad no ha terminado) meramente las
Luces: era y es la insinuación del querer en la razón. Kant hablaba

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del empuje de la razón para ir más allá de la experiencia, y


comprendía la filosofía antropológicamente como un Drang, como un
impulso para luchar, para crear diferendos (Streiten).
Interroguémonos siquiera un poco acerca del equívoco de la
estética de un Diderot dividido entre el neoclasicismo de su teoría de
las relaciones y el posmodernismo de su escritura en los Salons, en
Jacques, en El sobrino de Rameau. Los Schlegel no se
equivocaban. Sabían que el problema no era precisamente el
problema del consenso (del Diskurs habermasiano) sino el de lo
impresentable, el de la inesperada potencia de la Idea, el del
acontecimiento como presentación de una frase desconocida,
inaceptable y aceptada luego por haberse experimentado. Las Luces
fueron cómplices del prerromanticismo.
Lo decisivo en lo que se denomina (Touraine, Bell) lo
postindustrial es que el infmito de la voluntad inviste el lenguaje
mismo. Desde hace unos veinte años es el gran tema, expresado con
los más chatos términos de la economía política y de la periodización
histórica, la transformación del lenguaje en mercancía productiva: las
frases consideradas como mensajes por codificar, decodificar,
transmitir y ordenar (en paquetes), reproducir, conservar, tener a
disposición (memorias), combinar y concluir (cálculos), oponer (jue-
gos, conflictos, cibernética); y el establecimiento de la unidad de
medida, que es también una unidad de valor: la información. Los
efectos de la penetración del capitalismo en el lenguaje recién acaban
de comenzar. Bajo las apariencias de una extensión de mercados y
de una nueva estrategia industrial, el siglo que viene es el siglo del
investimiento del deseo de infinito de acuerdo con el criterio de la
mejor performatividad en las cuestiones del lenguaje.
El lenguaje es todo el lazo social (la moneda sólo es un aspecto
del lenguaje, el aspecto contable, pago y crédito, en todo caso, juego
con las diferencias, de lugares, de tiempos). Son, pues, las obras
vivas de lo social mismo las que han de verse desestabilizadas por
esta inversión. Es erróneo temer una alienación. Este es un concepto
que proviene de la teología cristiana y también de una filosofía de la
naturaleza. Pero el dios y la naturaleza, como figuras del infinito,
deben sucumbir. No estamos alienados por el teléfono ni la televisión
en tanto medios (media). Tampoco lo estaremos por las máquinas de
lenguaje. El único peligro es que la voluntad las deje en manos de los
Estados que sólo se preocupan por sobrevivir, es decir, por hacer
creer. Pero el hecho de que el hombre deje su lugar a un complejo y

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aleatorio agrupamiento de operadores (no identificables) transforma-


dores de los mensajes (Stourdzé) no es alienación. Los mensajes no
son en sí sino estados de informaciones metaestables y sujetos a
catástrofes.
Con la idea de posmodernidad, me ubico en este contexto. Y en
este contexto, digo que nuestro papel como pensadores es
profundizar lo que ocurre con el lenguaje, criticar la idea chata de la
información, revelar una opacidad irremediable en el seno del
lenguaje mismo. Este no es un instrumento de comunicación, es un
archipiélago de alta complejidad formado por ámbitos de frases con
regímenes tan diferentes que no puede traducirse una frase en un ré-
gimen (una descriptiva, por ejemplo) a una frase en otro régimen
(evaluativo, prescriptivo). En este sentido, Thom escribe: una orden
no contiene ninguna información. Todas las investigaciones de las
vanguardias científicas, literarias, artísticas desde hace un siglo
siguen en dirección del descubrimiento de la inconmensurabilidad
recíproca de los regímenes de frases.
El criterio de la performatividad aparece desde esta perspectiva
como una grave invalidación a las posibilidades del lenguaje. Freud,
Duchamp, Bohr, Gertrude Stein, pero ya antes Rabelais, Sterne, son
posmodernos por el hecho de poner el acento sobre las paradojas,
que atestiguan siempre la inconmensurabilidad de la que hablo. Y se
encuentran así muy cerca de la capacidad y de la práctica del
lenguaje común.
Lo que ustedes denominan la filosofía francesa de los últimos
años si ha sido posmodema en algún aspecto es porque a través de
su reflexión sobre la deconstrucción de la escritura (Derrida), el
desorden del discurso (Foucault), la paradoja epistemológica
(Serres), la alteridad (Lévinas), el efecto del sentido por encuentro
nomádico (Deleuze), ha puesto el acento en las inconmensu-
rabilidades.
Si leemos ahora a Adorno, sobre todo textos como la Teoría
estética, la Dialéctica negativa, los Minima moralia, con estos
nombres propios al comienzo, somos sensibles a la anticipación
posmoderna de su pensamiento, aun cuando a menudo aparezca
como reticente o como rechazada.
Lo que conduce a este rechazo es la cuestión política. Pues si lo
que aquí describo burda y rápidamente como posmoderno es exacto,
¿qué ocurre entonces con la justicia? ¿Lo que digo acerca de ella
conduce a preconizar la política del neoliberalismo? No lo creo en

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absoluto. Esto mismo es un engaño. La realidad es la concentración


en imperios industriales, sociales y financieros, servidos por los
Estados y las clases políticas. Pero comienza a evidenciarse que estos
monstruos monopolíticos no en toda ocasión son competentes, y que
pueden ser bloqueos a la voluntad (lo que denominábamos barbarie)
por un lado; por el otro, que es el trabajo en el sentido del siglo XIX
lo que debe suprimirse, y de otra manera que bajo la forma de la
desocupación. Stendhal ya lo decía a comienzos del siglo XIX: el ideal
no es ya la fuerza física del hombre de la Antigüedad, es la
flexibilidad, la velocidad, la capacidad metamórfica (vamos al baile
por la noche, y hacemos la guerra al alba del día siguiente). La
esbeltez, el despertar, término zen a italiano. Es una cualidad por
excelencia del lenguaje, porque requiere de muy escasa energía para
crear algo nuevo (Einstein en Zürich). Las máquinas de lenguaje no
cuestan caras. Esto ya está desesperando a los economistas: no
absorberán, dicen, la enorme sobrecapitalización que padecemos en
este fin del crecimiento. Probablemente. Hay que conciliar, pues, el
infinito de la voluntad con la esbeltez: trabajar, mucho menos;
aprender, saber, inventar, circular, mucho más. La justicia en política
es impulsar en esa dirección (Habrá que lograr algún día un acuerdo
internacional sobre una reducción concertada del tiempo de trabajo
sin reducir el poder de compra.)

Traducción: Claudia Oxman

CUSTOS, QUID NOCTIS?


Jean-François Lyotard: Le différend [El diferendo]. París,
Minuit,
1983, 280 p. (Col. Critique)

BADIOU
CRITICAS A LYOTARD
1. Un libro de filosofía
En los últimos tiempos, hemos encontrado a los filósofos eclipsa-
dos por su propia sobreabundancia, a través del singular avatar de la
novedad. Si aun así, los leemos, ejercicio para el cual tal vez no estén
destinados, los filósofos en cuestión no resultan novedosos más que
en el sentido de la sabia máxima de Don Léopold Auguste en Le

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soulier de satin [El zapato de satín] de Claudel, quien tras haber


exigido lo novedoso -puesto que lo ama, necesita lo novedoso a
cualquier precio- precisa: Pero, ¿qué novedad? Lo novedoso, pero
que sea la continuación legítima de nuestro pasado. Lo novedoso, no
lo extraño. Lo novedoso, una vez más, pero que sea exactamente
similar a lo pasado.
Jean-François Lyotard anuncia haber escrito, con El diferendo, su
libro de filosofía. ¿Se trata de una novedad idéntica en todo aspecto a
todo lo pasado? Pareciera que Lyotard toma la filosofía en un sentido
heterogéneo del difundido por las revistas. El hecho de que se trate
de su libro de filosofía, así en singular, equivale además a la
confesión, muy riesgosa, de que lo que puso antes en sus libros no
era filosofía, sino más bien una intervención prefilosófica, un
filosofema en estado salvaje.
Ya el estilo pone al Lyotard del diferendo en diferendo con el Lyo-
tard anterior. Hay allí una prosa proba y demostrativa que sigue su
hilo conductor con perseverancia. La voluntad de examinar con
esmero las posibles objeciones. Una trama más apretada que límpida.
A diferencia del Prometeo de Gide, Lyotard no arroja polvo sobre los
ojos, ni petardos llenos de humo, ni fotografías pornográficas para
que los lectores de diarios acepten su conferencia y se calmen. Es un
conflicto filosófico a mano limpia.
Las referencias esenciales de Lyotard se remontan al Diluvio -an-
tes del arca bendita del plumífero Noé, antes del zoológico de los ela-
boradores de ensayos-. Observemos estas antigüedades: Protágoras,
Gorgias, Platón, Antístenes, Aristóteles, cuatro notas sobre Kant,
Hegel... Todas estas personas respetables tratadas cada vez como
corresponde, con unos procedimientos de puntuación y transcripción
sorprendentemente novedosos y cuya rectitud, ordenada de la
manera más moderna, echa por tierra nuestras convicciones
académicas.
Lyotard mismo declara que sus tres fuentes son: el Kant de
la tercera crítica, el segundo Wittgenstein (el de
Investigaciones), y el Heidegger de la última época. En primer
lugar se vale de la doctrina crítica de los múltiples campos del juicio,
la imposibilidad de todo, la sintaxis del imperativo, y la función
justiciera del sentimiento; en segundo lugar, de la analítica del
lenguaje; en tercero, de la figura retirada del Ser. El diferendo
contiene, en efecto, nada menos que una taxonomía de los géneros
del discurso y de su inconmensurabilidad, una ética, una política, y

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una ontología. Esto equivale a decir hasta qué punto, como Lyotard lo
anuncia, se trata de un libro de filosofía.
Hagamos comparecer de todos modos este anuncio ante el
tribunal conceptual del libro mismo. Efectivamente, está escrito que
La apuesta del discurso filosófico es una regla (o reglas) por
buscar, sin que se pueda conformar este discurso de acuerdo
con estas reglas antes de haberlas encontrado (p. 145). ¿En
este sentido, muestra El diferendo el género filosófico? ¿Es un libro
autónimo por el hecho de contener su propia definición?
En primer término, inquieta la prescripción de que el tener que
buscar una regla se constituya como regla y que, entonces, exista en
una medida posible conformidad entre el discurso y su género,
contrariamente a lo que se concluye. Felicitamos de entrada a
Lyotard por haber tomado extremadamente en serio este tipo de
argumentación sofística. En efecto, Lyotard rechaza la tentación
(¿moderna? ¿posmoderna?) de considerar vana la instrucción de una
prueba. Repudia el estilo del ensayo. Es lo que confirma el uso nuevo
y convincente de las paradojas de Protágoras o Antístenes. Así como,
según Pascal, Platón prepara el cristianismo; el escepticismo, según
Lyotard, prepara la crítica. Tras esto se refutará la refutación
diciendo: el que el discurso filosófico esté en búsqueda de su regla no
vale como regla para ese discurso, pues búsqueda significa que el
tipo de encadenamiento de las frases no está prescripto previamente
ni comandado por un resultado.
La incertidumbre en cuanto a la regla se comprueba en la
multiplicidad específicamente des-regulada de los procedimientos de
encadenamiento. En el libro de Lyotard encuentran ustedes ya la
argumentación rozando el género lógico, ya la exégesis de un nombre
(Auschwitz), ya la inserción textual (los autores), ya la puesta en
juego de un destinatario (ustedes dicen esto... entonces...), ya la
definición de conceptos y de su especie, ya la puesta en un impasse...
Y muchas otras técnicas. Así, este libro está conformado enteramente
por pasajes, trayectorias quebradas a las que nada sigue: ¿Qué otra
cosa hacemos aquí más que navegar entre islas para poder
declarar paradójicamente que sus regímenes o sus géneros
son inconmensurables? (p. 196)
Este libro es filosófico porque es archipielágico. La regla de la
navegación cuya navegación permite la cartografía no es otra que la
del diferendo, es decir la de una multiplicidad que ningún género
puede subsumir bajo sus reglas. La filosofía establece aquí que ella

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tiene por regla respetar que ninguna regla se vuelva


inconmensurable. Este respeto se dirige al puro "hay". El Mal es
definible filosóficamente: Por mal entiendo, y no puede sino en-
tenderse, la prohibición de las frases posibles en cada instante, un
desafío contra la ocurrencia, el desprecio del ser (p. 204). La última
palabra del libro será entonces: El hay es invencible. Se puede,
se debe, dar testimonio en contra de la prohibición, a favor de
la ocurrencia.
Y todavía, última palabra, hay que navegar hasta él.

2 Una atomística del lenguaje


Hace mucho tiempo, un héroe de Samuel Beckett dijo: lo que
ocurre son las palabras. Este es el punto de partida de Lyotard: la
designación de la frase como lo que ocurre. Con este gesto, Lyotard
se ubica dentro de lo que llama el lenguaje giratorio de los filósofos
occidentales. Pero, bien entendida, la actualidad histórica no es más
que una oportunidad. No tiene valor de legitimación. La regla
filosófica que busca Lyotard no es la conformidad con la moda de los
tiempos. Para establecer que no cabe remontarse más acá de la
frase, se requiere un encadenamiento argumentativo. Lyotard
retoma, critica y desvía el procedimiento cartesiano de la evidencia.
Lo que resiste de manera absoluta a la duda radical no es, como cree
Descartes, el Pienso, sino el Hay esta frase: yo dudo. Toda la
resistencia a dejarse convencer que tuvo esta frase, en la medida en
que se, produce, no es en sí más que una frase. Allí donde Descartes
piensa establecer el sujeto de la enunciación como último garante
existencial del enunciado, Lyotard se limita a esto: el enunciado
ocurre. Lo que existe no es el Yo pienso subyacente al Yo hablo; es,
por el contrario, el Yo (del yo hablo) el que es una inferencia (una
instancia, la del destinatario) del existente-frase, o más precisamen-
te: del acontecimiento-frase.
De esta manera, la unidad central del Yo se encuentra evacuada.
No hay razón, dado que lo que existe está dentro del orden del
acontecimiento-frase (y no de su garantía unitaria subyacente), para
sustraerse a la evidencia de que hay frases, y no una frase. Lo que es
de este modo inaugural es una atomística del lenguaje, donde nada
es anterior a la multiplicidad de las ocurrencias de frases, ni sujeto,
como hemos visto, ni mundo, pues el mundo no es más que un
sistema de nombres propios. Frase designa, pues, el Uno de lo
múltiple, el átomo del sentido como acontecimiento.

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Aquí comienza una analítica austera de la que sólo doy las aris-
tas.
Que la frase sea el Uno absoluto significa asimismo lo múltiple,
tanto en el orden de la simultaneidad como en el de lo sucesivo.
En la simultaneidad, el Uno absoluto se distribuye según cuatro
instancias: la frase presente de la que se trata, el caso ta pragmata,
que es su referente; lo que es significado del caso, el sentido, der
Sinn, aquello a lo que o hacia cuya dirección es significado por el
caso, el destinatario; aquello por lo cual o en nombre de lo cual
aquello es significado del caso, el destinador (p. 31). El programa de
investigación exige que nos ocupemos de la presentación misma (el
capítulo sobre el referente, lo que es presentado, luego, sobre la
presentación); del sentido (crítica de la doctrina espe-
culativo-dialéctica sobre el sentido en el capítulo sobre el resultado);
y del par destinador/destinatario (capítulo sobre la obligación).
En lo sucesivo, el axioma fundamental es que teniendo
lugar una frase, se debe encadenar. El silencio mismo es una
frase, que se encadena con la precedente. Y, evidentemente, no hay
ni primer frase (salvo en los discursos del origen), ni última (salvo
según la angustia del abismo). Este punto es tan simple como crucial:
Que no haya frase es imposible; que haya: Y una frase es necesario.
Hay que encadenar Esto no es una obligación, un Sollen, sino una
necesidad, un Müssen (p. 103).
Pero no lo es menos, desde el punto de vista de esta necesidad,
que el modo de encadenamiento sea contingente. La investigación
exige esta vez que nos ocupemos del encadenamiento de las frases.
Esta tarea, a su vez, es doble: Hay que distinguir (...) las reglas de
formación y de encadenamiento que determinan el régimen de una
frase, y los modos de encadenamiento que muestran los géneros de
discurso (p. 198).
El estudio de los regímenes de frase es en cierta medida
sintáctico. La disposición interna de las cuatro instancias del Uno de
una frase varía según que esta frase sea cognitiva, prescriptiva,
exclamativa, etc. El estudio de los géneros de discurso es por su
parte, estratégico, ya que un género de discurso unifica las frases en
vistas a un éxito. O más aún: el régimen de una frase exige un modo
de presentación del universo, y estos modos son heterogéneos. Un
género se fija por su apuesta: un género de discurso imprime una
finalidad única a una multiplicidad de frases heterogéneas por los
encadenamientos destinados a procurar el éxito propio a su género

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(p. 188). Estas apuestas a su vez son heterogéneas. Hay entonces


una doble multiplicidad cualitativa, la de los regímenes, que es in-
trínseca, porque a ella le concierne la sintaxis de la presentación, y la
de los géneros, que unificando los heterogéneos intrínsecos de
acuerdo con una finalidad, organiza alrededor de la pregunta ¿cómo
encadenar? una verdadera guerra. Pues la contingencia del ¿cómo
encadenar?, combinada con la necesidad de encadenar, manifiesta lo
múltiple de los géneros como conflicto alrededor de toda ocurrencia
de una frase.
Ahora bien, el hecho de que exista la guerra de los géneros funda
la omnipresencia de la política. Lyotard da, en efecto, un concepto in-
trasistémico de la política: la política es la amenaza del diferendo. No
es un género, es la multiplicidad de los géneros, la diversidad de los
fines y, por excelencia, la cuestión del encadenamiento. Ella se hunde
en la vacuidad donde ocurre que... (La política) es directamente el
ser que no es (p. 200).
Como vemos, Lyotard no intenta en absoluto justificar la política
por la sociología o por la economía. No es con el ser-ente (las figuras
del lazo comunitario) que se sostiene la política, ya que ella se hunde
en la hiancia donde conviene y no conviene encadenar. El ser de la
política es el de nombrar el-ser-que-no-es, el riesgo y el suspenso en
torno de lo que gira la polémica sobre los géneros.
Dando la espalda a la antropologización moderna de la política,
como a su economización, Lyotard propone abruptamente un
concepto de la política en el cual la inscripción discursiva,
trans-genérica, es y no puede ser sino ontológica.

3. Una ontología
La ontología de Lyotard no es autónima [autorreferencial], no
pertenece al género discursivo ontológico tal como lo define Lyotard:
género cuya regla de encadenamiento es que la segunda frase debe
presentar la presentación contenida en la primera (p. 119). Se
reconoce al pasar a Hegel, el comienzo de la Lógica, la Nada que
presenta la presentación del Ser, y el Devenir que presenta la
disolución presentativa.
Lyotard ciertamente no es hegeliano, o por lo menos: Lyotard no
es en conformidad con ese Hegel que figura en Lyotard bajo la
rúbrica del resultado, del género especulativo. Lo que se dice del ser
no tiene por objeto presentar la presentación sino más bien nombrar

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to impresentable. Pox to tanto no hay un discurso sobre el ser sino


una aforística deportada, incluida en las trayectorias archipelágicas.
Detallemos los aforismos del ser:
- La necesidad de que haya: y una frase no es lógica (pregunta:
¿cómo?) sino ontológica (pregunta: ¿qué?) (p. 103)
-Hay Hay (p. 114)
- La ocurrencia, la frase, como qué, que ocurre, no remite en
modo alguno a la cuestión del tiempo sino a la del ser/no ser (p.
115).
- Es no significa nada, designaría la ocurrencia antes de la signifi-
cación (el contenido) de la ocurrencia (...) Es sería más bien : ¿Ocu-
rre? [Arrive-t-il?] (ocupando el il francés un lugar vacío que ha de ser
ocupado por un referente) (p.120).
Y ahora, los aforismos del no ser:
Adjunta a la anterior por "y", una frase surge de la nada y se en-
cadena a ella. La parataxia connota así el abismo del no ser que se
abre en las frases, insiste sobre la sorpresa de que algo comience
cuando lo que es dicho es dicho. (p. 102)
-Lo que no es presentado no es. La presentación implicada por
una frase no es presentada, no es. O: el ser no es. Puede decirse:
una presentación implicada cuando es presentada es una
presentación no implicada sino situada. O: el ser considerado como
ente es el no ser (p. 118).
-se precisa la negación para presentar la presentación implicada.
No es presentable sino como ente, es decir no ser. Es eso lo que
quiere decir la palabra Leteo (p. 119).
-los géneros de discurso son modos del olvido de la nada o de la
ocurrencia, colman el vacío entre oraciones. Es no obstante esa nada
la que abre la posibilidad de las finalidades propias a los géneros (p.
200).
Dicho de otra manera, por el hecho de que no hay sino
frases, resulta que el no ser rodea el ser. Digo rodea pues hay
una triple sobrevenida del no ser.
En primer término, en tanto toda frase presenta un universo
(según las cuatro instancias de su Uno), no presenta esta
presentación, la que no es presentable sino en una segunda fase, y,
pues, con todo rigor, en el tiempo de la ocurrencia misma, no es.
Segundo, el ser mismo no es, pues ninguna frase es su ocurrencia. El
ser no tiene una identidad presentable, fraseable o incluso: el ser no
es el ser, sino hay. (p. 200).

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Tercero: la nada bordea cada ocurrencia de frase, abismo en el


que se juega la pregunta ¿cómo encadenar?, abismo que es cubierto,
colmado, mas nunca anulado por el género de discurso en el que la
contingencia del modo de encadenamiento se presenta a posteriori
como necesidad.
El Hay de una frase, ente infraseable por esta frase, no es. La
vigilancia polémica de la filosofía intenta preservar la ocurrencia, el
¿ocurre?, pues, de preservar, contra la pretensión unitaria de un
género, el rodeo del hay por medio de la triplicidad del no ser. La
filosofía mantiene la agitación vigilante en tomo de la vulnerabilidad
de no ser en la que despunta la ocurrencia. El filósofo es el guardián
armado del no ser.
¿Quiénes son los enemigos del filósofo? En filosofía (pero es
la no filosofía interior a la filosofía), el género especulativo
(hegeliano) que, en la figura del resultado, pretende disolver el no ser
del ser, explicitar el hay, presentar la presentación, exponer y, por lo
tanto, renegar de la ocurrencia. En política, es la pregnancia del
género narrativo, que cuenta el origen y el destino, que hace como
si la ocurrencia, con su potencia de diferendos, pudiera terminar,
como si hubiera una última palabra (p. 218).
La política narrativa en su apogeo es el nazismo (el mito
ario). Esta política quiere la muerte de la ocurrencia misma, y es por
ello que quiere la muerte del judío, estando el idioma judío por
excelencia bajo el signo del ¿ocurre?
Como sutil guerrero, Lyotard hace que se disputen el género
especulativo y la política narrativa, muestra que sus dos enemigos
principales se anulan recíprocamente. ¿De qué resultado posible es,
pues, signo Auschwitz? ¿Qué es lo que la odisea del Espíritu absoluto
puede encontrar por destacar de Auschwitz? El silencio en el que se
frasea el nazismo proviene de que ha sido abatido, como un perro,
pero que no ha sido refutado, y no lo será, y por lo tanto no será
reivindicado, y nunca contribuirá a resultado alguno. En lo que
concierne a las masacres nazis, lo que encadena es un sentimiento,
no una frase ni un concepto. Falta toda frase especulativa. Solo el
sentimiento denota que una frase no tuvo lugar y, por lo tanto, que
un error, tal vez un error absoluto, se ha cometido. El sentimiento en
el que se anuncia una frase no fraseada es lo que acecha a la justicia,
no en lugar del simple daño sino en el lugar esencial del error.
¿Qué es un error? Se lo ha de distinguir del daño, en cuyo favor
se puede abogar, en un idioma común, determinando un litigio para

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el cual existe una potencia habilitada por una y otra parte para
decidir entre las frases. El error remite al diferendo, como el daño al
litigio: no hay potencia arbitral reconocida, heterogeneidad
completa de los géneros, voluntad de uno de ellos por ser he-
gemónico. El error no es fraseable en el género de discurso en el que
debería hacerse reconocer. El judío no es audible para el S.S. El
obrero no tiene ningún lugar en el que hacerse reconocer así como su
fuerza de trabajo tampoco es una mercancía.
La voluntad hegemónica de un género de discurso
necesariamente pretende saber lo que es el ser de toda ocurrencia.
Esta voluntad plantea que el ser-nada es. Ahora bien, justamente
(rodeo del ser por el no-ser), nunca se sabe qué es el Ereignis. ¿Frase
en qué idioma? ¿En qué régimen? El error es siempre anticiparlo, es
decir, prohibirlo (p. 129).
Producido por una reducción al silencio, el error se anuncia con
un sentimiento: debería tener lugar una frase. La ontología prescribe
al filósofo atestiguar el punto del sentimiento, en la aceptación de un
no-saber del ser del hay.

4. Capitalismo, marxismo, política deliberativa


¿No es el marxismo el discurso que pretende que su género -su
éxito- es dar voz al error? ¿No es la palabra heterogénea de las
víctimas del Capital? ¿Qué piensa hoy Lyotard del marxismo?
En una primera aproximación, el marxismo puede parecer ser
sólo una conocida nefasta de la filosofía especulativa (como dice
Lyotard: prisionero de la lógica del resultado (p. 227)) y de una
política narrativa (pureza del proletariado, mito de la reconciliación
final). La historia lamentablemente ilustra con extrema abundancia
que cierto marxismo efectivamente se consagra a prohibir la
ocurrencia, alimentándose del amor a las estructuras y del odio al
acontecimiento.
Pero las cosas son más complejas. Lyotard no se aglutina a la
turba de los antimarxistas vulgares. El piensa que el marxismo no ha
terminado como sentimiento del diferendo (p. 246). ¿Cómo inscribe
Lyotard este no-fin, en el que la discursividad debe ceder paso al
sentimiento?
En primer lugar está la analítica del capital, subsumida bajo lo
que Lyotard denomina la hegemonía del género económico, y de la
que ofrece una descripción compacta y convincente. Tiene razón en
decir, contra toda metafísica del productor y del trabajo, que la

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esencia del género económico es la anulación del tiempo en la figura


anticipadora del intercambio: La frase económica de cesión no espera
la frase de saldo (contracesión), la presupone (p. 249). El género
económico (el capital) organiza la indiferencia al hay, a la puntualidad
heterogénea, puesto que todo lo que adviene tiene su razón en un
saldo contable nulo por venir. El género económico aparta la
ocurrencia, el acontecimiento, la maravilla, la espera de una comuni-
dad de sentimiento (p. 255).
Es por excelencia bajo la hegemonía del género económico que
nada ha tenido lugar más que el lugar.
¿Debe reconocerse al menos que esta interdicción de las
maravillas -que posee el mérito de descartar los relatos de origen-
prenda una política pluralista y protege nuestras libertades? Hoy es,
sabemos, la tesis común, a incluso, si nos atenemos a los hechos, la
tesis cuasi universal: la ley del mercado y la tiranía del valor de
cambio ciertamente no son dignas de admiración, pero la política
parlamentaria, que es indisociable de éstas, es la menos mala de to-
das.
Lyotard no habla explícitamente ni de pluralismo ni de
parlamentos ni de libertades civiles. El democratismo no es su valor
axial. La vía seguida por él consiste en agrupar las determinaciones
de la política moderna bajo el concepto único de forma deliberativa
de la política, forma de origen griego y cuya particularidad consiste
en dejar vacío el centro político, en desustancializar la frase del
poder. A este respecto, sí, es posible decir que lo deliberativo es una
disposición de géneros, y esto basta para dejar que en él surjan la
ocurrencia y los diferendos. (p. 217).
Sólo que he aquí una demostración capital: no es únicamente que
la forma deliberativa de la política no es homogénea con el
capitalismo sino que le es un obstáculo. Citemos el pasaje completo
para quienes se sientan tentados de imaginar un Lyotard a punto de
sumarse -en razón, pero es siempre éste el caso, del democratismo-
al orden económico-político de Occidente:
De este modo, el género económico del capital no exige en
absoluto el ordenamiento político deliberativo, que admite la
heterogeneidad de los géneros de discurso. Es más bien lo contrario:
exige su supresión. No lo tolera sino en la medida en que el lazo
social no está (aún) enteramente asimilado a la única frase
económica (cesión y contracesión). Si algún día ése es el caso, la
institución política será superflua, como ya lo son los relatos y las tra-

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diciones nacionales. Ahora bien: a falta del ordenamiento deliberativo


en el que la multiplicidad de los géneros y de sus fines respectivos
puede en principio expresarse, ¿cómo la Idea de una humanidad, no
en tanto dueña de sus fines (ilusión metafísica) sino sensible a los
fines heterogéneos implicados en los diversos géneros de discurso
conocidos y desconocidos, y capaz de proseguirlos en la medida de to
posible, podría llegar a mantenerse? Y sin esta Idea ¿cómo sería
posible una historia universal de la humanidad?
Por ende, aún y siempre es contra el capital, en nombre del
diferendo, cuyo sentimiento es connotado por el marxismo, que se
trata de salvar la idea de una humanidad comprometida con las vías
de lo múltiple.
La política deliberativa sigue siendo para Lyotard un ideal polé-
mico. No es llevada por la libertad inherente al género económico
sino que está amenazada de muerte. La filosofía no ha dejado de ser
militante. Y esta esperanza es fundada, puesto que el diferendo
renace sin descanso, puesto que El ¿ocurre? es invencible a toda
voluntad de ganar tiempo (p. 260).

5. Siete puntuaciones
1. Las metáforas que presentan el tema del diferendo en el libro
de Lyotard son de naturaleza jurídica: litigio, daño, error, víctima,
tribunal... ¿Cuál es la presuposición (¿kantiana?) envuelta en este
aparato? En tanto crítica, ¿la filosofía está obligada a frasearse en la
proximidad del derecho?
Sostengo que hay dos especies de procedimientos
filosóficos, dos maneras de ser fiel a la directiva de tener que
buscar su regla sin conocerla. Aquella cuyo paradigma es
jurídico, aquella cuyo paradigma es matemático. Natural-
mente, dejo de lado el género especulativo.
¿Ha sido tomado Lyotard por el gran retorno del derecho? ¿Los
Derechos del Hombre? Y esto, si bien con justeza establece que la
expresión derechos del hombre, inapropiada en sus dos términos,
convendría sustituirse por: autoridad del infinito (p. 54).
No podría expresarse mejor. Pero, fuera del paradigma
matemático, infinito es un significante errático. En cuanto al derecho,
está literalmente determinado por su odio a la infinitud.
2. Diré también: la pesadez de la metáfora juridica se extiende a
la definición de Lyotard sobre el conocimiento (frases del género
cognitivo). Para él todo se juega en la cuestión del referente, como

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para el juez, especialmente el juez inglés, que entiende establecer de


manera regulada a qué hecho se le asignan los enunciados de las
partes. Con ayuda del criterio referencial (real), Lyotard distingue el
género cognitivo del género puramente lógico: La pregunta cognitiva
consiste en saber si la conexión de los signos de la que nos ocupamos
(la expresión que es uno de los casos a los que se aplican las
condiciones de verdad) vuelve posible o no la correspondencia de los
referentes con esa expresión. (p. 83).
Digo que las frases matemáticas solas -pero, en mi opinión, todas
las frases cuya apuesta efectiva sea la verdad- falsifican esta
definición de lo cognitivo. Lo que hace el hay del pensamiento
matemático no se gobierna en base a ningún procedimiento de
establecimiento de un referente real. Y sin embargo no nos
vemos remitidos a la pura verdad posible de la forma lógica. La
epistemología de Lyotard sigue siendo crítica (jurídica). No posee la
radicalidad de su ontología. No se orienta según el paradigma
adecuado.
3. En este libro se ha cometido un error respecto del paradigma
matemático, que es el de su reducción al género lógico. La filiación es
aquí Frege, Russell, Wittgenstein. En lo que a mí concierne,
sostengo que el género matemático sin duda no es reductible
al lógico, en el sentido en que se dice de este último que si
una proposición es necesaria, no tiene sentido (p. 84). Se
reconoce lo que es preciso denominar las ligerezas, recurrentes, de
Wittgenstein. Es manifiesto que las proposiciones matemáticas tienen
sentido y que así lo es en igual medida en que son necesarias. La
tentativa de no ver en ellas sino juegos de palabras regulados y libres
se ha continuado durante largo tiempo, y nunca ha sido, por otra,
parte, más que una provocación inconsistente.
Quisiera frasear el sentimiento que me inspira el error cometido
respecto de las matemáticas por parte de la hegemonía del género
lógico, postulado por sobre aquéllas. Diré solamente esto: que para
mí, y me encuentro próximo a las tesis de Albert Lautman, las
matemáticas, en su historia, son la ciencia del ser en tanto
ser, es decir del ser en tanto no es, la ciencia de la pre-
sentación impresentable. Algún día lo demostraré.
4. Se infiere de esto que en Le différend no está enteramente
fundado que la frase sea el Uno de la ocurrencia -o que sea su
nombre apropiado-. La crítica del género especulativo, centrada
exclusivamente en el tema del resultado, carece de la esencia del

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planteo dialéctico, que es el primado no aritmético del Dos


sobre el Uno, la lógica de la escisión como forma de la ocu-
rrencia misma. Se la podría establecer sobre el paradigma mate-
mático, por cuanto es su necesidad nombrar y hacer consistir el ser
puro como escisión existencial de la nada y del nombre (por ejemplo:
el conjunto (nombre) vacío (nada) existe).
O incluso: en el conocimiento verdadero, no hay caso, hay un do-
ble. Es lo que la disposición jurídica, que exige el caso, prohíbe que
sea percibido.
5. El hecho de que la ocurrencia pueda ser Dos permite
responder de manera distinta que Lyotard (es decir, negativamente)
a la pregunta que se formula: ¿Hay frases o géneros fuertes y otros
débiles? (p. 227) Desde el punto de vista de la política o de la
filosofía, que no son exactamente géneros, la ocurrencia, apre-
hensible en su Dos, es calificable según su fuerza en proporción a to
que desregula en el género hegemónico, que se esfuerza en contarla
como Una. Para la política y para la filosofía, justamente por ser su
vocación resguardar la ocurrencia, vigilar la apertura del ¿ocurre?, no
hay igualdad de ocurrencias. Esto es un serio diferendo con Le
différend. Planteo que lo que destruye un acontecimiento de un
género en el que está fraseado (de aquí que deba ser dos,
inscripto y ex-cripto) mide la potencia de la escisión, la
singularidad de la ocurrencia. Lo que éste destruye quiere decir:
la disfunción de la capacidad del género en contar el Dos como Uno,
en anticipar el saldo de la escisión genérica.
6. De allí que la polémica de Lyotard contra el sujeto (hegeliano),
el selbst, el sí, de cuya fisión nos instruye la historia moderna, sea in-
completa. No logra más que el sujeto de la especulación, el telos del
resultado, la interioridad totalizadora. Pero sujeto designa hoy algo
completamente distinto. Resumiendo: un sujeto, es decir un
proceso-sujeto, es aquello que mantiene apartado el Dos de la
ocurrencia, aquello que insiste en el intervalo de los
acontecimientos. Un sujeto se deduce de toda disfunción del
cuenta- por-Uno del acontecimiento. Un sujeto tal no convoca ningún
todo, ni precisa del lenguaje (como ser) para ser. Lyotard
fundadamente excluye que haya el lenguaje. Pero también Lacan lo
excluye, puesto que para él lo que ek-siste no es el lenguaje, es la
lengua, no-toda. Y para mí la historia tampoco existe, sólo la
historicidad, en la que la duplicidad de los acontecimientos
hace síntoma para un sujeto desvanecido.

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7. Por consiguiente, desde el siglo XIX, se puede denominar


proletariado a la serie de acontecimientos singulares que la política
considera heterogéneos respecto del capital. Objetan que no hay
razón de conservar este nombre, proletariado. Digo que tampoco hay
razón de que no la haya. La verdad es la siguiente: se ha hecho
funcionar, erróneamente, proletariado como un nombre jurídico-
histórico, el sujeto de la responsabilidad en la historia. Pero
proletariado es un concepto matemático-político, siempre lo
ha sido, por cuanto remitía a procedimientos efectuables. El
sujeto es aquí el del intervalo y el exceso, en una historia que
in-existe, y una dispersión archipelágica degenerada. Si a uste-
des les molesta el nombre, tomen el de capacidad política, comunista,
o heterogénea, o el de la no dominación, todo lo que quieran: se
tratará siempre de la puesta en estrategia, aquí y ahora, en un
discurso a-genérico, de lo que nos concierne hacer, por sentimiento,
de fidelidad a una serie de acontecimientos. La política siempre
equivale a descubrir que la fidelidad es lo contrario de la repetición.
Se habrá comprendido que mi diferendo con Le différend se sitúa
en el punto desde donde pronuncio que si bien para mí Jean-François
Lyotard mira exageradamente el desierto de arena de lo múltiple, hay
que convenir, empero, que la sombra de un gran pájaro pasa por
sobre su rostro.

Traducción: Claudia Oxman y Paula Galdeano

CASTORIADIS
"UN ARISTOTELES CALIENTE" (O PERFIL DE UN
METAMARXISTA)

EDGARD MORIN

Fueron poquísimos los intelectuales que, bajo la ocupación nazi,


se volvieron militantes de la herejía trotskista. Los comunistas
trotskistas, atrapados por la Gestapo, corrieron la misma suerte que
los comunistas stalinistas, y dentro de las prisiones y de los campos
nazis, los stalinistas los ponían con suerte en cuarentena, y en el peor
de los casos liquidaban a los "hitlero-trotskistas". En Grecia, luego
de la liberación, el Partido Comunista decidió por medio del Comité

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Central la exterminación física de los trotskistas. Condenado a muerte


por los comunistas y previendo que también lo sería por los
anticomunistas, Castoriadis emigró a Francia.
Animó allí, junto con Claude Lefort, una tendencia original en el
seno del trotskismo, que se reagrupó bajo el estandarte de la divisa
Socialismo o Barbarie. Socialismo o Barbarie se escindió en
1949. No se trataba entonces de una de las innumerables escisiones
que protagonizaron los herederos de la Cuarta Internacional, sin
modificar en nada la doctrina. No fue la única (estuvieron antes Rizzi
y Burnham) en llevar a cabo la ruptura ontológica y epistemológica
con el leninismo, tronco común al stalinismo y al trotskismo. Pero fue
la única en romper con los marxismos ortodoxos en nombre del
marxismo. De este modo, Socialismo o Barbarie emerge al mundo
como la herejía de una herejía.
Trotski había mantenido heroicamente un diagnóstico
ambivalente sobre la URSS stalinista: ésta, si bien era un Estado
obrero degenerado, estaba ubicada en la vanguardia mundial de
las naciones; combatiendo el cáncer interior del stalinismo, había que
sostenerla contra el capitalismo exterior. Socialismo o Barbarie
niega a la URSS la cualidad de Estado socialista, incluso de Estado
socialista degenerado. La URSS pierde su privilegio revolucionario,
marxista, moral, sentimental. La ruptura se extenderá a las
democracias populares formadas sobre la misma matriz, a la China
de Mao, a las dictaduras stalinistas del Tercer Mundo. Esta ruptura
desemboca (y se trata, como habíamos dicho, de la originalidad de
Socialismo o Barbarie): no en un rechazo o superación del
marxismo, sino en un retorno a las fuentes vivas del pensamiento
marxiano: la URSS es denunciada como sociedad de explotación
sometida a una nueva clase dominante, forjada en el desarrollo del
aparato burocrático de Estado y por la apropiación de éste. La nueva
explotación se funda en la radicalización de la relación
dirigente/ejecutante, dominante/dominado, que ha reemplazado allí
la relación radical capitalista/proletario. Correlativamente, la
regeneración de la fuente revolucionaria se efectúa dentro del
llamado al socialismo de la decisión y creación colectivas, aquella de
los consejos revocables a cada instante.
Por cierto, este retorno a las fuentes del marxismo casi no es
acompañado por un esfuerzo de complejización. E1 concepto de
burocracia se vuelve a la vez vago y tajante, oculta la Ubrisf mismo
del sistema, su desmesura, su delirio, su energía fanática, fantástica

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y fantasmática. La violencia del sistema stalinista aspira a ser


denunciado con violencia, pero no posee un concepto para concebir la
violencia inaudita del sistema. La autogestión deviene la panacea, el
remedio milagroso, la frutilla del postre. De todos modos,
remitiéndonos a los innumerables artículos que Castoriadis escribe
entre 1949 y 1964 (reeditados en la colección 10/18 a partir de
1973) para situar, definir, analizar el devenir de las sociedades
contemporáneas, descubrimos insights complejos, como aquel sobre
la empresa moderna, que exige a la vez la exclusión y la
participación de los trabajadores.
A través del enorme esfuerzo teórico que representan los
artículos de Castoriadis en Socialismo o Barbarie, se dibuja un
nuevo camino, que va a culminar en el estallido y posterior disolución
de Socialismo o Barbarie, a partir de lo cual va a estallar un re-
pensamiento generalizado. Cada uno a su manera, Castoriadis y
Lefort aprenden la lección política que muestra el hecho de que la
crisis radical de la URSS stalinista -marcada por el rapport Khroucht-
chev, la revuelta polaca, la revolución húngara, la crisis radical de la
cuarta república francesa, marcada por el putsch de Argelia, el
llamado a de Gaulle, la impotencia de todos los partidos- no haya
desembocado en el nuevo curso revolucionario esperado. Y la crisis
de la Revolución va a transformarse en ellos en crisis de la Teoría.
Castoriadis no descubre solamente to que descubrieron las
generaciones anteriores de revisionistas, a saber, que no se puede ya
hablar cada vez más del proletariado como depositario
privilegiado del proyecto revolucionario. Descubre zonas oscuras
y burguesas en el corazón del pensamiento de Marx. A partir de
1960 recela de aquello que, dentro del marxismo mismo,
preparaba la burocracia, negando al sector invisible e igno-
rado de la realidad social, volviendo imposible, más allá de un
cierto punto, la posibilidad de pensarla. En un proceso de
profundización parecido al de Karl Korsch en 1950, Castoriadis
percibe que el cuerpo mismo de la teoría de Marx, inmenso
cadáver embalsamado y profanado por ese mismo embal-
samado, devino el obstáculo principal en la salida hacia una
nueva reflexión sobre los problemas de la revolución. Desde allí
alcanza esa concepción trastornante que, efectivamente, trastorna al
marxismo partiendo de su impulso original. De este modo,
Castoriadis alcanza el punto en el cual la continuación exige la
destrucción. Deviene metamarxista.

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Es que ha detectado el punto en que se inscribe el marxismo en


el universo racionalista burgués en su nivel más profundo. De
allí proviene la confianza absoluta en una Razón de la Historia
que tendría, secretamente, todo arreglado para nuestra
felicidad futura; y en su propia capacidad de descifrar la obras
de ésta. De donde surge la forma pseudo-científica de ese
desciframiento, la dominación total de conceptos como trabajo
y producción, el acento exclusivamente puesto sobre el
desarrollo de las fuerzas productivas. En lo sucesivo Castoriadis
sabe que la historia no es más que síntesis y elucidación, elaboración
y memorización, pero también sincretismo y confusión, dispersión y
olvido. Confusiones, ilusiones, mistificaciones, renacen
constantemente de sus cenizas. La verdad no está segura en lo
más mínimo de triunfar. Es una planta histórica a la vez vivaz y
frágil.
A diferencia de la mayoría de los desencantados, Castoriadis no
vuelve a la política ordinaria, a la ciencia normal, a la filosofía
tradicional, es decir, al antiguo pedestal de las ideas establecidas. Su
desengaño lo lleva a un esfuerzo extremadamente potente de re-
pensamiento que sobrepasa la revisión. Durante el año 63 deviene
con Claude Lefort animador de un grupo de reflexiones en el cual yo
los había juntado. (Nos hemos encaminado por sendas separadas,
pero en el mismo sentido y de igual forma, y nos encontramos juntos
ante la necesidad de repensar). El círculo había sido denominado al
principio de manera implacable Saint-Just. Se llamaba más precisa-
mente CRESP (Centro de investigaciones y de estudios sociales y polí-
ticos).
El re-pensamiento de Castoriadis se opera en desarrollo de su
gigantesca y polimorfa cultura, que era a la vez científica, filosófica y
política. En él, estos tres ámbitos siempre diferenciados, nunca
disociados, devinieron intensamente inter-comunicantes. Y fue
repensando que Castoriadis devino pensador. El acontecimiento clave
del re-pensamiento fue el descubrimiento en 1964-65 del imaginario
radical. Mientras muchos otros han considerado al imaginario como
irrealidad, eflorescencia, superestructura, Castoriadis ve al imaginario
en la raíz misma, mejor dicho en la fuente de todo lo que se instituye
o se crea, tanto en el psiquismo como en el devenir sociohistórico. No
es la superestructura, sino lo contrario, aquello que es anterior a
las estructuras. Es la categoría que permite escapar al determinismo

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y al racionalismo para aprehender aquello que es genésico en el hom-


bre y en la sociedad.
El término genésico me parece correcto, si bien Castoriadis
prefiere utilizar el término de poiético. Se trata para él de aquello que
precede y produce al sujeto, la cosa, el concepto, y que por allí
mismo es invisible en la cosa sola, y no puede ser totalmente
aprehendido por el sujeto, el concepto.
La crisis de los fundamentos, propia del pensamiento occidental
moderno (aquel que expresa y cree resolver en cada obra
fundamental), había suscitado el nacimiento de un fundamento de
tipo nuevo, el del marxismo; la crisis del fundamento marxista devela
en toda su profundidad la crisis de los fundamentos. Pero es rara la
difícil toma de conciencia de la pérdida del fundamento absoluto, y
todavía más rara es la búsqueda, como dice Heidegger, de un
fundamento sin fundamentos. De hecho, Castoriadis encuentra un
fundamento sin fundamentos al sumergirse en el imaginario
radical: encuentra la poiesis.
Esta poiesis contiene en sí misma lo lógico y lo no-lógico, lo
racional y lo a-racional, lo separado y lo indiferenciado. No es la
amalgama, sino el magma portador en sí de todo aquello a la vez
solidario y antagonista. Nuestro pensamiento obedece a un
paradigma conjuntista identitario (es decir que considera a nuestro
mundo objetivo como constituído por conjuntos que contienen colec-
ciones de objetos o elementos diferentes de nuestra intuición,
obedecedores de la lógica aristotélica). Castoriadis sabe bien que no
se puede hablar de magmas más que utilizando la dimensión
conjuntista identitaria de todo lenguaje. Sabe que lo que
denominamos realidad corresponde bajo formas fragmentarias
innumerables al pensamiento conjuntista identitario. Este, entonces,
no es artificial, y no se podría prescindir de él. Pero se podría ence-
rrarse en él y allí complacerse. Lo importante, lo esencial, aquello que
opera a través de todos los orígenes (comprendidos el del universo,
el de la vida) y todas las creaciones, destaca lo que no es reductible a
la concepción conjuntista identitaria, llevándola en sí: el magma. De
este modo, creemos nosotros, el pensamiento de Castoriadis no hace
más que dialectizar la relación entre dos niveles de realidad (como lo
instituyente y lo instituído, lo potencial y lo actual, etc.)., se mueve
formando un nudo recursivo entre esos niveles que se necesitan el
uno al otro.

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Castoriadis reconoce lo indecible, lo inconcebible, pero se


sumerge en ello para volver. Son sus fuentes para cada investigación,
cada estudio en el que vuelve a sacar de lo profundo aquello que es
efectivamente invisible para el pensamiento ordinario: la creatividad.
Este término sería vulgar (nuestra cultura humanista está
sobresaturada de la oda insípida a la creación), si no fuera la
invitación al pensamiento teórico de abandonar la vulgaridad
irremediable de un mundo determinista, mecanicista, cosificado.
De pronto la concepción de "Socialismo o Barbarie" de la auto-
gestión, que está siempre presente en el horizonte de la utopia
política de Castoriadis (el único problema político es
precisamente ése: ¿cómo pueden los hombres volverse capaces de
resolver sus problemas políticos ellos mismos?) ha alumbrado, via el
re-pensamiento, una concepción del mundo y de la vida como
autocreación y creación continua, una concepción de la sociedad
como autoinstitución, una concepción de la democracia, en un
principio, como autoinstitución permanente de la autonomía de los
individuos en la autonomía de la sociedad y viceversa.
Castoriadis llega entonces -a través de la obertura y el
mantenimiento de la apertura genésica (magmática) en el corazón de
la razón, de la lógica, del pensamiento- no a la contemplación de la
apertura, sino a un paradigma que nos determinaría a separar y unir
a la vez lo ensídico (conjuntista identitario) y lo magmático, a ser
pensado conjuntamente, en forma complementaria y antagonista (lo
que yo llamo complejo) lo determinado/limitado (el peras griego) y
lo abierto/indeterminado (lo apeiron).
De este modo el propio itinerario de Castoriadis toma una forma
genésica: nacido de un retorno a las fuentes marxianas opuestas a
los marxismos oficiales, el retorno reflexivo que opera sobre esas
fuentes deviene crítico, y Castoriadis descubre no sólo un Marx que
se opone a Mans, sino un Marx ciego ante Marx. De este modo Mane
es sobrepasado por el retorno a las mismas fuentes. El itinerario del
retorno prosigue más allá de Marx, pero esta vez en el más acá
epistémico de la teoría: el descubrimiento del fundo racionalizador en
el pensamiento de Marx se vuelve más que el descubrimiento de un
fundo burgués escondido; es el descubrimiento del fondo propio del
pensamiento occidental dominante desde Platón y Aristóteles, y que
no ha cesado de ocultar lo esencial: el fondo genésico misterioso del
imaginario radical, que oculta la razón, pero que es al mismo
tiempo aquello con lo cual la verdadera racionalidad debe dialogar.

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Lyotard, Badiou y Morin. Pensadores del Fin de Siglo: La Filosofía. Desde Dónde y Hacia Dónde Va.
Zona Erógena. Nº 19. 1994.

Desde entonces lo genésico deviene el fundamento sin fundamento


de un pensamiento más que nunca caliente. Relanza al enciclopedista
Castoriadis hacia todos los horizontes del conocimiento. Porque su
motor de conocimiento es el mismo que el de Aristóteles: el de
pensar todo lo pensable. Pero mientras Aristóteles fija y clasifica
todas las cosas en virtud del pensamiento conjuntista identitario del
cual es primer y formidable artesano, Castoriadis es un Aristóteles
caliente.

Traducción del francés: Luciana Yolco

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