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Como cuando éramos

La chica conducía, pero los kilómetros no la alejaban de sus pensamientos. La noche se estaba
comiendo la carretera, las luces de su auto le revelaban el próximo tramo del camino, y el desierto
le echaba en cara la muerte de su hermana. Si se hubiese acercado a ella, si le hubiera dicho que
era hermosa, irremplazable, que la opinión de otros cabía en un bote de basura. Si hubiera hecho
de lado los tres años de edad que las separaban, si hubiese puesto atención a su falta de apetito, a
su constante deseo de dormir, a su mirada ausente. Si no se hubiese burlado de ella cuando le
habló de Natasha, la chica popular de su colegio, y de las extenuantes y pesadas bromas que le
jugaba junto con sus amigas. Si le hubiera entregado una palabra, un abrazo, una chispa de
autoestima. Entonces quizá su hermana habría vivido más allá de los catorce años. Todos esos
‘hubiera’ se le clavaban en la piel, la tristeza le besaba la espalda, la carretera no decía nada y el
pasado gritaba eufórico. El auto pasó por una curva y el movimiento la transportó a la escena que
intentaba evadir: la tarde callada cuando sus padres no estaban en casa, los pasos de ascenso por
las escaleras, el chirrido de la puerta, el cuerpo de su hermana colgado en su habitación…, los
alaridos que soltó mientras le acariciaba la cabeza. «Te he fallado, quisiera jugar contigo en el
patio como cuando éramos niñas, pero ahora tus ojos sólo tienen color en las fotografías»…
Abandonó la carretera y se internó en un segmento apacible del desierto. Soltó las lágrimas que le
pesaban y dejó algunas para el regreso. Salió del auto con los puños endureciéndose lentamente.
Abrió la cajuela: ahí seguía Natasha, atada y amordazada. La oscuridad le impidió ver sus ojos de
súplica, en aquella pose parecía un bello pájaro indefenso. La sostuvo del cabello y la sacó con
brutalidad. Estiró la mano dentro de la cajuela y alcanzó el bate de Béisbol. No había jugado desde
que era niña, pero esa noche practicaría un poco…

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