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Fría y oscura era la dichosa noche en la que su madre lo convenció en concurrir a aquella

excursión todo pagada cuyo “boleto” había ganado por un concurso sin sentido en el que decidió
participar porque estaba impresionantemente aburrido… Y es que nadie entra en un sorteo con la
esperanza de que ganaría, ¿no?

Se encontraba en el auto de su amada progenitora, un “vocho” (o como le decían en su ciudad;


fukka) de color amarillo, que lo hacía resaltar como si la conductora quisiera llamar la atención de
todos en la ruta. ¿Él quería ir a aquella excursión? Se podría decir que no. Él no era uno de esos chicos
que odian estar en casa, y que prefieren salir de parranda por ahí en la noche, pero su madre no era
ninguna tonta. Luego de pasar semanas porfiándole a su hijo en que aceptara ir, logró hacerlo. Era
obvio que Gustavo no era una persona de muchos amigos, ni mucho menos popular entre las mujeres, y
una excursión (COMPLETAMENTE GRATIS) era una oportunidad que solamente un bobo rechazaría.
Él aceptó, con la condición de que podía llevar sus aurículares para al menos distraerse del
aburrimiento infernal que iría a sufrir…

El reloj marcaba las 7:36, y el sol ya se había ocultado. Él se encontraba apoyando la cabeza
contra la ventana del auto, mirando cómo los árboles pasaban y cómo la luna parecía estarlo siguiendo
a todos lados. Tenía puesta una sudadera de color negro, unos jeans de igual color y unos zapatos que
quien los viera pensaría que eran de un anciano decrépito que usa pantalones beiges muy arriba; unos
zapatos de vestir de color marrón algo claros (que por cierto, no combinaban en lo absoluto con su
ropa). El estéreo del auto transmitía la típica emisora vespertina para camioneros que transportan
mercancía barata, y que sonaba canciones que parecían sacadas de alguna película antigua de vaqueros.
En aquel mismo momento, la voz de John Denver se podía oír retumbar contra las paredes del auto,
cantando “Take me home, country roads”. Rosa, la madre de Gustavo, movía la cabeza al ritmo de la
canción, y la tarareaba acompañándola. No es que al chico no le gustara ese tipo de música, pero no es
algo que disfrutara oír mientras que iba hacia una terminal de autobuses con completos desconocidos a
pasar días en una cabaña que muy probablemente estaría infestada de insectos. Tenía en sus oídos sus
auriculares baratos, mientras que se aguantaba las ganas de decirle a su madre que pegara la vuelta.
“Autumn Breeze” era la canción que estaba oyendo, junto a otras canciones en su playlist que
aportarían a sus ganas de dormir.

Poco a poco, sus ojos se iban cerrando, la música iba bajando su volumen y sus sentidos se iban
apagando, hasta que de pronto… El chasquido de su madre lo acabó haciendo despabilar, evitando que
este se durmiera en pleno camino, que al parecer, ya había llegado a su fin en esa media hora que pasó
mientras que en su cabeza habían sido apenas unos segundos. Por lo menos, había descansado
físicamente sin haberlo siquiera notado.

Podía divisar desde la distancia su destino; la terminal. En ella se veían a un par de individuos,
cuyos géneros o características físicas no se podían distinguir a causa de la lejanía. Rosa bajó el
volumen del estéreo, encendió la luz interior del auto y se giró para ver cara a cara a su hijo. Esta, se
despidió con un abrazo y muchos besos en su rostro. Sin dudas era una madre muy cariñosa. Por su
parte, se limitó a decirle que la quería, y se bajó del auto junto a una mochila que a duras penas resistía
el peso de la gran cantidad de cosas que cargaba. Apenas puso un pie fuera del coche, una brisa recorrió
todo su cuerpo, lo que provocó que se le pusiera la piel de gallina. Sí, en invierno oscurecía más
temprano y hacía más frío a horas tempranas, ¡pero no exageren! 10°C no eran propios de las 8 menos
cinco de la tarde.

Se dió la vuelta, y logró ver cómo el auto de su madre se adentraba en la oscuridad y se alejaba
de donde estaba, hasta convertirse en una pequeña luz a la distancia que a duras penas se lograba ver.
Llenó su pecho de aire, mezclada con valor, y empezó a caminar lentamente hacia donde estaba
aquel grupo de personas. En su mente, deseaba que fuera un grupo de “camellos” (narcotraficantes), y
que lo echaran a patadas del sitio y pudiera regresar a su hogar a dormir con su peluche de Flareon,
pero claro, era una probabilidad bastante baja.

Se acercó a aquel grupo, lo suficiente como para poder escuchar de qué hablaban. Esperaba a
alguien que le preguntara qué hacía ahí, o qué necesitaba… Ni siquiera sabía qué autobús tenía que
tomar, o si al menos habría algún anfitrión (o anfitriona) que manteniera el orden en la excursión… Se
sentía un niño que esperaba a que su maestra diera la orden de subir al bus escolar para visitar una
fábrica o una tontería parecida.

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