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CHARLES DAVIS

TEOLOGÍA DE LA PREDICACIÓN
La predicación está actualmente en crisis. Su solución radica en hallar, a través de la
Biblia, una auténtica Teología de la predicación.

The theology of Preaching, The Clergy Review, 45 (1960), 524-545

Hará cosa de unos diez años se hablaba de teología y predicación, es decir, del
contenido doctrinal de nuestros sermones. Hoy el problema se enfoca de otra manera.
Se necesita una reflexión de orden teológico sobre la predicación, una investigación del
ministerio de la palabra, si queremos sacar a la predicación de su actual crisis. No basta
con discutir técnicas prácticas de retórica. Si los Sacramentos incluyen una doctrina y
una práctica en orden a su administración, ¿por qué no ha de ser lo mismo con la
predicación?

Una nueva pastoral y su teología

Al profundizar en la pastoral, se ha visto que las técnicas de orden práctico son inútiles
sin una reflexión doctrinal. La búsqueda de métodos nuevos ha sido desplazada por un
interés más básico sobre la estructura y contenido del mensaje cristiano.

Lo sobrenatural de la Iglesia no es sólo su estructura permanente, sino también su


actividad. El trabajo de la Iglesia es un misterio de la gracia, basado en los otros grandes
misterios de nuestra fe. No sé trata de una mera actividad humana. Hemos de saber lo
que hacemos cuando trabajamos en y por la Iglesia. Para ello hay que ir a la teología, y
buscar en ella la nueva sabiduría.

¿Estaba preparada nuestra teología clásica para esa tarea? Hasta el presente la pastoral
se reducía a una dis cusión, a nivel práctico, de los problemas de nuestros ministerios. La
nueva pastoral vierte teología sobre el misterio de la Iglesia laborante: examina la
Iglesia como una realidad sobrenatural que trabaja dentro de la historia humana, que
penetra gradualmente en la humanidad y va creciendo, en esta fase de su existencia,
hasta el Segundo Advenimiento.

No podemos discutir aquí todo el problema. Lo que sí cae dentro de nuestra órbita es la
relación entre la teología de la predicación y la nueva pastoral.

Predicación y Revelación

¿Por qué no desechar la predicación como un medio pasado de moda? ¿No es mejor el
diálogo, la conversación? No. La predicación es el camino esencial por el que el
Evangelio llega a los hombres; es parte de la misma estructura de la Iglesia; su historia
se remonta hasta Cristo, que la instituyó.

Ya desde el mismo arranque del problema nos encontramos con que la predicación es
un hecho sagrado, un elemento de la realidad revelada de la Iglesia. Lo que histórica y
jurídicamente arranca de Cristo, está impregnado de su poder activo y real. Sólo, pues,
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en función de la Revelación y de la Iglesia llegaremos a entender el significado de la


predicación.

A la Iglesia bien podemos llamarla la Iglesia de los Sacramentos y de la Palabra. Ahora


bien, estos constitutivos elementales de la Iglesia corresponden a los elementos de la
Revelación divina. Dios nosólo se nos revela en un cuerpo de palabras, llegado hasta
nosotros con el sello de su autoridad, sino también en hechos y realidades. Recordemos
toda la historia del pueblo escogido, la vida, muerte y resurrección de Cristo.

La Revelación como realidad es la misma realidad del amor de Dios, insertado en la


historia humana y presente en ella como fuerza portadora de Salvación para el hombre:
Cristo, en lo que Él era y en lo que hizo, vino como la completa revelación de Dios al
hombre. La Revelación como palabra depende de lo anterior: la función de la palabra
consiste en informarnos de la existencia de la realidad y en interpretarnos su significado.
Una intima conexión une realidad y palabra en la revelación. Dabar -palabra en hebreo-
tanto puede significar acción o suceso como palabra.

Por otra parte, estos dos elementos de la revelación se exigen. Si Dios se dirige a
nosotros, como personas, su mensaje no se adaptaría a la dignidad del hombre, personal
e inteligente, si no encontrara expresión, en el lenguaje. Y la revelación como palabra
incluye en sí misma la acción de Dios; la palabra divina nunca es una simple
información, sino que es un poder dinámico, lleva consigo una acción capaz de realizar
lo que la palabra expresa.

La palabra revelada de Dios es, al mismo tiempo, una invitación efectiva y un mensaje
doctrinal. Aunque en la Sagrada Escritura el aspecto dinámico está más en relieve, con
todo, la idea de contenido de verdad no está ausente. Por eso, hay que realizar la
síntesis. Pero, ya que siempre se ha insistido más bien en el aspecto intelectual, es mejor
subrayar que el mensaje cristiano, la palabra de Dios, es un llamamiento divino con
poder de salvar o juzgar. Que la respuesta a esa llamada no puede ser nunca una actitud
de frío despegue intelectual, sino que implica una rendición a la fe y a la salvación, o
una repulsa y condenación.

Realidad-Palabra en la Iglesia

La revelación sigue viviendo en la iglesia. Los Sacramentos, representaciones


simbólicas del misterio de Cristo, la constituyen como realidad. El sacramento
primordial es la misma Iglesia: signo visible de una realidad invisible. Y en Ella están
enraizados los otros Sacramentos: existen en la Iglesia, el cuerpo de Cristo, como otras
tantas actuaciones del Cristo resucitado. También la revelación como palabra se
perpetúa en la Iglesia por medio de su enseñanza y de su fe. Y ya que esa permanente
presencia recíprocamente de la totalidad de la palabra de Dios es parte de la estructura
de la Iglesia, podemos llamarla la palabra primordial. La actividad docente de la Iglesia
y las diferentes expresiones de su fe tienen su origen en Ella misma considerada como
palabra; proceden de Ella como del depósito de la viviente verdad, según su estructura
jerárquica. Aunque todos hayamos de tomar parte en el trabajo de la Iglesia, la misión
de la Iglesia, con los poderes que esto implica, no fue confiada a todos por igual. Cristo
la colocó directamente bajo los apóstoles y sus sucesores. Y a ellos sólo les dio el poder
de enseñar.
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A través de la Iglesia y por testigos oficiales y auténticos, el mensaje de la revelación


llega a los hombres. Los obispos y sólo los obispos, con plenitud de derecho, poseen el
poder de enseñar. Como delegados suyos están los sacerdotes, que no son meros
repetidores de la voz episcopal, sino que, inspirados por el Espíritu Santo y en el poder
del orden, reciben el carisma divino de la enseñanza, proporcionándoles gracias
especiales para que su contribución al poder doctrinal sea algo personal. Su actuación,
pues, está subordinada al obispo.

Es propio del poder jurisdiccional controlar el poder de orden, que incluye la


administración de los sacramentos y el ministerio de la palabra. Nadie, pues, puede
arrogarse el título de testigo oficial y auténtico de la Iglesia si no ha sido autorizado por
la autoridad jurisdiccional que, en virtud de su poder, está capacitada para invalidar la
autenticidad de la predicación: cosa que, con todo, no puede hacer por lo que respecta a
los sacramentos.

El porqué de la eficacia de la predicación

El acuerdo es total al afirmar que la palabra de Dios en la Iglesia es una palabra viva y
eficaz. Como presente en la Iglesia, esa palabra posee la cualidad dinámica de la palabra
de Dios, que tan insistentemente pregona la Biblia.

La palabra se actualiza por la predicación. De donde la palabra en la Iglesia no es una


mera actividad humana, sino una acción sagrada que trasciende el nivel de nuestro
lenguaje; sacerdotes y fieles están comprometidos en un acontecimiento divino, en un
misterio: el poder del Espíritu está presente.

El problema empieza al querer determinar la exacta conexión entre la acción del


predicador y la acción del Espíritu. ¿Hasta qué punto podemos decir que la predicación
es fuente de gracia? Creemos que aquí reside el punto crucial de la moderna teología de
la predicación, y aquí es donde empiezan las disensiones.

La insistencia bíblica en el poder de la palabra de Dios ha hecho que muchos escritores


atribuyan a la predicación una eficacia similar a la de los sacramentos. Algunos se han
opuesto a esta afirmación. Según ellos, la predicación es una ocasión pero no una causa
de gracia. El Espíritu Santo actúa en los oyentes durante la predicación, pero ésta no
causa la gracia. Tienen razón al afirmar que la predicación no es un octavo sacramento,
porque los sacramentos sólo son siete, y porque la parte desempeñada por el ministro es
mucho mayor que en la administración de los sacramentos.

Una solución aparente es la de llamar a la predicación un sacramental. Más aguda es la


distinción entre gracias actuales, causadas por la predicación, y gracias santificantes,
causadas por los sacramentos.

Predicación y Sacramentos

A nuestro entender el punto esencial de la discusión se halla en la relación entre


predicación y sacramentos.
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Los sacramentos no se conciben sin la predicación. Primero hay que predicar el


Evangelio, ya que el pueblo se acerca a los sacramentos por la predicación. También
ésta es necesaria en la liturgia considerada como mistagogía: acercamiento del pueblo a
los misterios celebrados en los sacramentos. A su vez éstos fundamentan la predicación,
realizando lo proclamado por el predicador, actualizando las acciones salvíficas por él
anunciadas.

Pero la unión palabra-sacramento es aún más íntima. Las palabras son la forma de los
sacramentos, pero no son una fórmula mágica, sino expresiones de la fe de la Iglesia.
Son "pronunciados" inteligibles en continuidad con la predicación. Por tanto, en los
sacramentos, la palabra posee una eficacia sacramental, y podemos, con todo derecho,
considerar a los sacramentos como el más alto ejercicio del ministerio de la palabra en
la Iglesia. Estos lazos íntimos implican que el mejor escenario de la predicación es la
asamblea litúrgica. En términos bíblicos, la asamblea es el cairos para la predicación, el
tiempo más oportuno para su eficacia.

Pero, ¿en qué sentido podemos decir que la palabra es eficaz cuan

do no es la forma de un sacramento? Mantenemos que la predicación es causa directa de


la gracia. Es un signo que mediatiza la gracia a los oyentes. La acción de la predicación
no les propone simplemente la expresión externa del mensaje de Cristo, sino que, al
mismo tiempo que realiza esa misión, es un signo que causa la gracia.

¿Dónde, pues, reside la diferencia entre predicación y sacramento? En lo siguiente: la


predicación se ordena a la fe, los sacramentos a la santificación. La primera es un
ministerio en función de la fe. La gracia, así alcanzada, es la gracia de la fe. Los
sacramentos, por otra parte, presuponen la fe. Hasta el bautismo, cuando se trata del de
adultos, exige la fe, si queremos que el sacramento sea fructífero. El don de la fe, por
consiguiente, precede a los sacramentos y lleva a ellos. Así es como podemos entender
la predicación como una mistagogía.

La gracia de la fe en la predicación

Sólo creemos cuando tenemos ante nosotros el objeto de la fe: las distintas verdades que
hemos de creer. Y hemos de ser conscientes del motivo de nuestra fe: la razón que nos
impele a ella y fundamenta nuestro asentimiento. El motivo es Dios como Verdad
Primera, que se ofrece a nuestro entendimiento. Y ¿ no es la predicación la que actualiza
nuestra fe y su motivo? Como dice san Pablo: Porque todo el que invocare el nombre
del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo
creerán en aquel de quien no oyeron? ¿Y cómo oirán sin haber quien predique? (Rom
10,13-14).

Pero no basta con una exposición externa para que creamos. Se necesita también una
iluminación interior de nuestro entendimiento y una motivación de nuestra voluntad,
cosas las dos que son trabajo de la gracia.

Nuestra posición, por lo tanto, es la que sigue: la predicación, además de ser una
exposición del mensaje cristiano, provoca en nosotros un testimonio interior, la gracia
necesaria para llegar al acto de fe. Estos dos elementos son, necesarios para una justa
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comprensión de lo que es la palabra de Dios. Ambos se entrelazan y, de hecho, siempre


se encuentran los dos unidos.

Más aún. El predicador se une a Cristo y se convierte en instrumento del Espíritu Santo
por el poder del orden. Parece razonable, pues, que la acción del ministro de la palabra,
divinamente designado, cause, cuando anuncia el mensaje cristiano, la gracia sin la cual
sus oyentes son incapaces de captar, en un acto de fe, el contenido salvador de lo que se
está diciendo. Si no sostenemos esta afirmación, no podremos llegar a entender
perfectamente los textos bíblicos, según los cuales la predicación de los apóstoles era la
misma palabra de Dios, y no palabras acerca de Dios. Citemos una vez más a san Pablo:
Por eso también nosotros damos gracias a Dios incesantemente de que, habiendo
vosotros recibido la palabra de Dios, que de nosotros oísteis, la abrazasteis no como
palabra de hombre, sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios, la cual
ejerce su eficacia en vosotros los creyentes (1 Tes 2,13). La palabra que predicamos,
pues, no es una palabra muerta, vivificada después, al margen de nuestro ministerio,
sino la palabra viviente y salvífica de Dios. Actualizamos la palabra en toda su plenitud,
la palabra iluminada por la acción del Espíritu. Mediante la palabra externa ofrecemos
la luz de la fe.

¿Limitación del campo de la predicación?

La predicación no se limita a excitar en nosotros la fe. Aunque el fundamento no es


seguro, puede decirse que también produce la gracia para la práctica de las otras
virtudes, al menos por lo que se refiere a actos internos. La respuesta de la fe es
provocada, al fin y al cabo, por la caridad, que mueve la voluntad a incitar al
entendimiento. La gracia de este movimiento es dada por la predicación, que, como
ministerio de la fe, se dirige tanto a la fe viva como a la fe imperfecta, muerta. Además,
no hay virtud cristiana si no hay fe, y, si uno que abre su corazón a una gracia recibe
gracias ulteriores, al que oye un sermón con la fe sé le ofrecen otras gracias para poner
en práctica otras virtudes. La predicación es la que inicia el proceso, presentando los
objetos y motivos de las virtudes bajo la luz de la fe.

La predicación condicionada a lo humano

Queda, pues, clara la diferencia entre predicación y sacramento. La primera es un signo


productor de la gracia necesaria para la fe; no da gracia santificante ni la aumenta,
aunque puede conducir a acciones que la provoquen ex opere operantis. Los
sacramentos se enfocan a la santificación y producen directamente, ex opere operato, la
gracia santificante.

Otra razón, que nos patentiza aún más, esta diferencia, es que la predicación tiene una
estrecha dependencia con la aptitud del ministro. Su personal incapacidad puede destruir
la eficacia de su predicación, ya que él ha de construir el signo que causa la gracia. No
así en los sacramentos: su eficacia no depende del ministro, basta que éste observe las
normas prescritas por la Iglesia. El predicador ha de poseer un genuino conocimiento
del mensaje, y ha de serle absolutamente fiel. En la medida en que el sacerdote predica
fielmente la palabra de Dios, el poder esencial de sus palabras procede no de la
elocuencia humana, sino del Espíritu Santo.
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Indiscutiblemente que la santidad y formación del sacerdote también influye. La


santidad, sobre todo, le dará esa iluminación profunda de la palabra revelada, y será el
testimonio de su predicación. Predicamos el mensaje de salvación, no teorías abstractas.
La concreta manifestación de la vida divina en el testigo es un signo de credibilidad que
debe acompañar a la exposición del mensaje evangélico.

Algunas últimas precisiones

Decir que la predicación es ocasión de gracia es cierto, pero no suficiente para salvarla
como mediación de la palabra viva de Dios. Es una afirmación demasiado amplia y, a la
vez, demasiado limitada. Demasiado amplia, si se toma como ocasión de gracias
actuales de todas clases, ya que su objeto es la fe. Demasiado limitada, si se está de
acuerdo con los teólogos que afirman que la virtud infusa de la fe viene ya dada en el
primer acto de fe, aun antes de la santificación, ya que no hay que negar a la predicación
el poder de conceder esa virtud infusa.

Decimos que el equiparar la predicación a un sacramental es una afirmación engañosa.


Los sacramentales son instituidos por la Iglesia, la predicación por Cristo. La misma
Iglesia puede cambiar o abolir los sacramentales, mientras que la predicación
permanece esencialmente inmutable, como parte de la misma estructura de la Iglesia. La
eficacia de los sacramentales deriva de la oración eclesial, la de la predicación del poder
objetivo de la palabra anunciada por un ministro, que ha sido designado por Dios.

Y como quiera que el poder divino de la predicación no viene dado ni por los méritos
del ministro ni por los de los fieles, estamos justificados al hablar de una eficacia ex
opere operato.

Resumen final

Lo dicho hasta aquí podría resumirse diciendo que Cristo es el principio dula
predicación. Su principio histórico: la estableció Él. Su principio jurídico: el ministro es
el autorizado portavoz de Cristo, comisionado por Él.. Su principio activo. su poder lo
engendra el Cristo resucitado, que nos envía el Espíritu.

Hemos de añadir que nuestra irrisión es predicar el mensaje de Cristo en toda su


integridad. Mensaje que, aunque se ha de adaptar a circunstancias y tiempos, tiene sus
leyes fijas, determinadas, que se han de observar si queremos ser fieles a la estructura de
la predicación, tal como fue instituida por Cristo.

Evangelización y Catequesis

La evangelización es la proclamación misional del kerygma o mensaje. Se refiere a la


conversión inicial que incluye la génesis de la fe, o a una segunda conversión, cuando se
hace necesaria una renovación de la fe. Su exposición global ha de respetar la estructura
del mensaje. Su fin consistirá en narrar las actuaciones de Dios en la historia, desplegar
la historia de la salvación, en la que Dios se nos ha revelado como Señor y Salvador. En
el centro del kerygma: Cristo en su misterio pascual, como la obra definitiva de Dios, ya
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que en Él se cumplió nuestra salvación. Su mejor tiempo será el de las Misiones, ya que
es ahí donde nuestra fe vuelve a renovarse.

La fe, una vez engendrada, requiere alimento. Aquí entra la Catequesis, que es una
comunión, un acercamiento más intimo a Cristo. Por eso, su objeto es presentar el
mensaje evangélico en detalle e iniciar a los fieles en los sacramentos. También ha de
ser ella cristocéntrica, ocupando el misterio pascual el centro. Toda catequesis ha de ser
dogmática, moral y litúrgica. El dogma no es una. teoría, sino un misterio salvífico, que
exige una respuesta moral y que se recibe, en su realidad, en los sacramentos. La moral
cristiana no es un comportamiento ético, sino un modo peculiar de vivir el cristianismo,
basado en las verdades de la fe y que encuentra su expresión y fuente en la liturgia. Y la
liturgia no es un conjunto de ceremonias tradicionales, sino el misterio de Cristo hecho
presente sacramentalmente tomó objeto de nuestra fe y fuente de la vida cristiana.

No hay que olvidar nunca que la catequesis es una prolongación del kerygma; y que
siempre incluye: un regreso a la conversión, como punto de arranque inicial de nuestra
nueva vida. Esto es muy importante en la educación de los. niños católicos, si queremos
que su adhesión a la fe se convierta en una decisión personal.

Conclusión

Vivimos dentro de la historia de la salvación. Su estadio actual es la era de la Iglesia en


la tierra. Lo característico de esta era es la predicación, que durará hasta el Segundo
Advenimiento de Cristo; pospuesto hasta la total predicación del Evangelio. La
predicación es una tarea sagrada. ¿Somos tan conscientes de ello como lo somos de ser
ministros de los sacramentos de Cristo? Estudios recientes sobre el Orden Sagrado han
demostrado que el sacerdocio cristiano está íntimamente relacionado con el ministerio
de la palabra, tanto como con el de la Eucaristía; punto éste muy descuidado desde la
Reforma. Los sacramentos y la palabra son dos componentes de la estructura de la
Iglesia. Ellos dos son y han de ser las dos preocupaciones de nuestro ministerio
sacerdotal.

Bibliografía:

Z. Alszeghy, S. I. -M. Flick, S. I.Il problema teologico della predicazione,


Gregorianum, 40 (1959), 671-744.

Michael Schmaus. Katholische Dogmatik, III/1 Die lehre von der Kirche, München,
1958, 744-98 (trad. castellana IV, 711-64).

Tradujo y condensó: GERMÁN AUTE

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